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Historia de la Filosofía Antigua

Vivir, un aprendizaje para la muerte

Pregunta o Tesis: ¿Viviendo, se aprende a morir?

Vivir y morir, dos conceptos aparentemente antagónicos, pero necesariamente


interdependientes. Se muere en la medida que se vive, toda vez que la muerte es la permanente y
fiel compañera de la vida. Sin embargo, no es fácil sobrellevar el sentimiento de pérdida que
produce la muerte. Su anuncio o diagnostico anticipado suele producir sorpresa, generar
sentimientos de angustia, pesimismo, incapacidad o dolor que tratan de ser superados mediante el
cubrimiento de una etapa de duelo, asumiéndolo como un acontecimiento digno de celebración en
el que se honra a los difuntos, aceptándolo con la esperanza de alcanzar la salvación y vida eterna, o
admitiendo simplemente que es un asunto del destino, del cual no es posible escapar.

El misterio de la vida y la muerte del ser humano ha sido un asunto altamente debatido
por diferentes corrientes de pensamiento y escuelas filosóficas a lo largo de la historia de la
humanidad. La incertidumbre que genera lo desconocido suele llevar al sujeto a preguntarse por su
posibilidad de existencia o razón de existir.

El pensamiento popular sugiere la importancia de reconocer y aceptar la muerte como


parte del ciclo vital, pero ¿Cómo aceptarla?, ¿Cómo prepararse para cuando se haga presente? ¿Se
debe cultivar la esperanza de trascender a una vida eterna? ¿Cuál es nuestra razón de ser o existir?
O ¿Cuál el sentido de la existencia? Cada momento vivido es un paso hacia la muerte, pero ¿Es
posible aprender a morir, en la medida que conocemos, aprendemos y somos conscientes de
que la muerte es un fenómeno real, inherente a la vida?, es decir, ¿viviendo, se aprende a
morir? Son muchas las especulaciones y posturas que en diferentes épocas y momentos históricos
se han generado y adoptado en torno al tema y que para el caso que nos ocupa será abordado desde
el pensamiento filosófico de Séneca con referencia a otros pensadores, enfoques y líneas de
pensamiento.

La perspectiva del mito y la inmortalidad del alma

Las diferentes culturas han compensado la falta de conocimiento y entendimiento del


mundo, del sentido de la vida y del misterio del más allá, con mitos y leyendas. Las explicaciones
de por qué la gente muere o enferma se han adjudicado a los poderes de diosas y dioses. Así, por
ejemplo, en castellano, además del término propio de La Muerte es frecuente utilizar el nombre de
la Pelona, la huesuda y, sobre todo, él de La Parca, proveniente de la mitología romana. Las Parcas

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(en latín Parcae) o las Moiras en la antigua Grecia eran tres hermanas hilanderas que controlaban
el hilo de la vida de cada mortal e inmortal en el nacimiento, el matrimonio y la muerte. Tejían
el destino de los seres humanos, en un enorme muro de bronce que nadie podía borrar; cortaban con
unas tijeras el hilo que marcaba la longitud de la vida y en ese momento la persona Moria. Hilaban
lana blanca, entremezclada con hilos de oro que representan momentos dichosos en la vida de las
personas y lana negra para los periodos tristes.

En la mitología griega, Hades, en griego antiguo “el invisible”, alude tanto al antiguo


inframundo griego como al dios de éste. El término «hades» en la teología cristiana y en el Nuevo
Testamento es paralelo al hebreo sheol que quiere decir “tumba” o “pozo de suciedad”, y hace
referencia a la morada de los muertos. El concepto cristiano de infierno se parece más al tártaro
griego, una parte profunda y sombría del Hades usada como mazmorra de tormento y sufrimiento.

El pueblo griego conocía también la figura de Perséfone. Su historia tiene un gran poder
emocional: una doncella inocente raptada por el Señor del inframundo, el dolor de una madre, la
diosa Deméter, por el rapto y la desaparición de su hija y finalmente el regreso de la hija
provocando el cambio de estación. Perséfone era además la terrible Reina de los muertos, cuyo
nombre no era seguro pronunciar en voz alta y a la que se referían como «La Doncella». En la
Odisea, cuando Odiseo viaja al Inframundo, alude a ella como «Reina de Hierro».
Igualmente, Tánato o Tánatos, en griego antiguo “muerte”, era la personificación de la muerte sin
violencia. Su toque era suave, como él de su gemelo Hipnos, el sueño. La muerte violenta era el
dominio de sus hermanas las Keres, amantes de la sangre.

El orfismo inspirado en los escritos de Orfeo se basaba en el mito del dios Dionisio, hijo
de Zeus y Perséfone. De acuerdo con sus principios, los seres humanos se esfuerzan por librarse del
elemento titánico o representación del mal, propio de su naturaleza y buscarían preservar lo
dionisiaco, o divino, naturaleza de su ser siguiendo los ritos órficos de purificación y ascetismo. A
través de una serie de reencarnaciones, los seres humanos se preparan para la vida después de la
muerte. Si han vivido en el mal, serán castigados; pero si han vivido en la santidad, después de su
muerte sus almas se liberarán completamente de los elementos titánicos y se reunirán con la
divinidad.

La escuela pitagórica, altamente influida por el orfismo aunó las creencias éticas,
sobrenaturales y matemáticas en una visión espiritual de la vida, valorando preferentemente la vida
contemplativa. El principal propósito de los seres humanos seria la purificación de sus almas,
mediante el cultivo de virtudes intelectuales, la abstención de los placeres de los sentidos y la

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practica de diversos rituales religiosos. Pitágoras creía en la metempsicosis, doctrina filosófica y
religiosa según la cual las almas transmigran después de la muerte a otros cuerpos mas o menos
perfectos, lo cual significa reencarnación o paso del alma de un hombre a otro.

Platón, influido por Pitágoras y los Órficos considera al hombre como un compuesto de
alma y cuerpo. El cuerpo al ser realidad física es cambiante, corruptible y destructible, de ahí que le
de poca importancia; lo presenta siempre con connotaciones negativas: “cárcel” de la que el alma
aspira a liberarse, o “caparazón” que le impide al alma contemplar las ideas. Lo más importante es
el alma, preexiste al cuerpo en un lugar indeterminado (Hiperuranio) o mundo inteligible o de las
ideas. Es formada allí por el “Demiurgo” o espíritu. Es espiritual e inmortal y encarna en un cuerpo
por la acción del “Demiurgo”, y cuando el cuerpo muere, como ella es inmortal, vuelve a reencarnar
en sucesivas reencarnaciones y en tal sentido la unión con el cuerpo es accidental.

Platón pensaba que la muerte es un cambio de lugar para el alma y que cuando una
persona moría, el alma se liberaba de la cárcel del cuerpo, para después ir al mundo divino y eterno
de las ideas. Saber que vas a morir es lo que hace que la vida sea única. En el Fedro, escribe cómo
el alma humana, de acuerdo con el descubrimiento de la verdad que haya alcanzado, nacerá en un
tipo de cuerpo o en otro. Estas existencias suponen pruebas para que las almas se perfeccionen.

En la “Apología de Sócrates”, Platón se refiere a la actitud que su maestro adopta ante


la muerte como de absoluta confianza y tranquilidad; no parece sentir ningún temor sabiendo que se
enfrenta a actos de injusticia. En la última parte de la Apología, deja entrever una alegría que le
inspira la idea de no defenderse, y aceptar su muerte como el último acto necesario de su destino.
Así es que la idea que desde aquel acto le preocupó más, fue probar que miraba la muerte como un
bien, lo cual podría insinuar: ¿la muerte es un acto de impotencia absoluto?, y entonces conviene
escapar por la insensibilidad de la injusticia a todos los males de la vida, o es el tránsito a otro lugar,
¿y en tal caso produce felicidad ser enviado a un mundo más justo? Esta despedida de la vida,
serena y tranquila puede animar el pensamiento con la creencia esperanzadora de la inmortalidad, lo
que implica la distinción entre el alma y el cuerpo, propia del pensamiento griego antiguo.

Aristóteles en cambio consideraba al hombre como un compuesto hilemórfico; el cuerpo


es la materia, y el alma, la forma; ambos elementos se hayan sustancialmente unidos, es decir,
constituyendo una única sustancia. El alma, ni preexiste ni sobrevive al cuerpo, sino que la
considera como principio de vida y atributo de la naturaleza animada, es decir, que la existencia del
alma como principio vital está presente en todos los seres vivos y puede ser vegetativa en los
vegetales, sensitiva en los animales o racional en los seres humanos.

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El alma sensitiva propia de los animales ejerce en ellos las funciones de percepción,
deseo, movimiento y en algunos casos memoria. El alma racional propia de los seres humanos
ejerce en ellos la función del pensar, tanto teórico como practico. Los diferentes tipos de almas
forman una serie tal que el tipo superior presupone el inferior, pero no a la inversa. Ésta teoría sobre
el alma representa una especie de “animismo biológico”, ya que reconoce en todos los niveles de la
vida, unos principios vitales distintos a los cuerpos, que son las almas. Todos los seres vivos han de
ser comprendidos dentro del carácter “teleológico” de la naturaleza en general.

En el caso especifico del hombre, cuya alma es “racional”, su fin propio ha de venir
especificado por las exigencias de la propia realidad. Y no se piense que el fin señalado por su
“naturaleza” estriba sólo en desarrollar el “pensamiento teórico” como lo señala en la Metafísica:
“todos los hombres desean por naturaleza saber”, sino que también, como lo señala en la Ética a
Nicómaco, el hombre tiene por naturaleza “buscar la felicidad”, luego la racionalidad lo lleva a un
pensamiento practico.

A diferencia de Platón, para quien el conocimiento es un recuerdo o reminiscencia que el


alma tiene de las ideas y a partir de el sigue un proceso dialectico hasta alcanzar el verdadero
conocimiento de las ideas, para Aristóteles el alma no tiene conocimiento alguno, sino que el
conocimiento se inicia a través de los sentidos. Los varios niveles de conocimiento son:

“Sensación”, es el nivel más bajo del conocimiento, que el hombre comparte con los
animales. La sensación se produce por los datos que reciben los sentidos.

“Experiencia”, de los datos recibidos y recordados surge la experiencia, como capacidad


de desarrollar “técnicas”.

“Sentido común”, encargado de coordinar las sensaciones y organizar la diversidad de


datos que tenemos en la mente, permitiendo así la “percepción” e identificación de los objetos.

“Imaginación”, que juega un papel importante en el conocimiento humano, pues le


posibilita el actualizar imágenes, crear obras nuevas y permite el trabajo de entendimiento.

“Entendimiento”, facultad discursiva que opera desarrollando razonamientos y hace


posible la ciencia. En el conocimiento intelectual, Aristóteles distingue dos clases:

Entendimiento “pasivo o paciente”, que trabaja con los datos que recibe de la
imaginación, todavía en potencia o sin forma.

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Entendimiento “activo o agente”, que elabora a través de un proceso de abstracción, los
conceptos con los que operamos en nuestros razonamientos.

En las primeras palabras de su “Ética a Nicómaco”, Aristóteles nos recuerda que “todo
arte y toda investigación y del mismo modo toda acción y elección del hombre, tienden a algún fin”.
Toda acción humana persigue una finalidad y el fin último del actuar humano no es una realidad
trascendente, como el bien platónico, sino algo que se consigue “realizándolo” en el actuar de la
vida. La ética es un saber practico y “praxis” es aquel tipo de actividad cuyo fin no trasciende la
actuación misma.

Epicuro se sustentaba en la prudencia como principio de felicidad que orienta la elección


de los placeres, llevando al hombre a un estado ideal de paz y equilibrio interior denominado
“ataraxia”. Opinaba que el hombre no llega a ser feliz porque vive lleno de temores y
preocupaciones que alteran la tranquilidad del alma. Consideraba que la causa de esos temores son
la ignorancia, que se manifiesta en falsas creencias y el miedo a la muerte. Para combatir la
ignorancia, recomendaba seguir las orientaciones que brindaba su teoría sobre el placer basada en la
prudencia orientada a la ausencia de dolor en el cuerpo y la no perturbación del alma. Frente al
temor a la muerte se apoyaba en la teoría de Demócrito sobre los átomos del alma y en la creencia
que no había vida después de la muerte. En este sentido, afirmaba que la muerte no nos debe
preocupar, pues mientras existimos la muerte no está presente, y cuando morimos ya no existimos.
Resumió su teoría liberadora en lo que denominó las cuatro hierbas curativas; “A los dioses no hay
que temerlos”, “La muerte no es algo que nos deba preocupar”, “Es fácil conseguir lo bueno” y “Lo
terrible es fácil de conquistar”.

La existencia del alma no ha escapado su abordaje desde la ciencia. Francis Crick, físico
y biólogo ganador del Premio Nobel en 1962 por describir junto con James Watson, la estructura
tridimensional de doble hélice del ADN en 1953, dedicó más de 50 años a buscar lo que podemos
entender en términos religiosos como el alma, y en términos científicos como la conciencia. La
encontró, según él, en medio de una marea de neurotransmisores e intrincadas estructuras
cerebrales, cuyo peso es de unos 21 gramos y desaparece al morir. Crick se dedicó a la búsqueda
científica de la conciencia y sus resultados fueron publicados en el libro La hipótesis asombrosa. La
tarea de hallar el alma en el cerebro fue, en sus palabras, equiparable a indagar en la caja negra de
un avión, ya que la estructura interna de la masa encefálica resulta desconocida e intrigante. Medio
siglo después supo que la existencia del alma dejaría de ser un tema filosófico para pasar a ser un
problema empírico.

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La base para su descubrimiento fue la observación. “Lo que vemos y la manera como lo
interpretamos producen la acción de una gran cantidad de señales neuronales por todo el cerebro,
catalogando, emulando, recordando y midiendo. Es lo que llamamos “tomar conciencia” de donde
estamos, pero ésta es más que la transmisión de información y su proceso”. Para Crick, cuando
observamos algo, el córtex visual responde al estímulo y ciertos grupos de neuronas se disparan
muy de prisa y en sincronía –tal como lo hace un cardumen en el mar-. Este proceso fue
denominado Teoría de la oscilación, porque las neuronas reaccionan de manera perfectamente
sincrónica. Cuando realizó la prueba con sonido en personas invidentes, las neuronas funcionaron
de la misma forma, y esto lo llevo a identificar la zona (conciencia-alma) que gobernaba dichas
acciones. Es por ello que al morir, y sólo al morir, la actividad eléctrica y química de nuestro
cerebro se detiene realmente.

El curso de la vida hasta el último acto. ¿Una cuestión de Azar o asunto del destino?

La incertidumbre del futuro siempre ha preocupado a los seres humanos. Que el guion de
nuestra vida esté previamente escrito, determinado por algo o alguien pude tranquilizar a unos; para
otros, sólo es un modo de eludir la responsabilidad de las propias acciones.

Los estoicos, siguiendo a Heráclito afirmaban que todo lo que hay en la naturaleza está
regido por una “razón o logos”. La naturaleza es el orden de toda la realidad del universo y se rige
por una “razón” que es providente y dirige sabiamente el destino de las cosas y de los hombres. El
destino es el principio interno activo de la naturaleza, mientras que la materia es el principio pasivo.
En tal sentido, la materia no se mueve por sí misma, sino que recibe el movimiento generado por el
destino. Por tanto, el destino se encarga de dotar de cualidades y movimiento a la materia. Todo lo
que existe se encuentra en el estado en el que está y se mueve acorde con el destino, dado que éste
es la causa de todo estado cualitativo y de movimiento. “Estos dos principios son eternos e
indestructibles y no es posible que uno exista independientemente del otro. Por ello se encuentran
siempre unidos, siendo la razón la que guía a la materia a través de todas las generaciones y los
cambios del cosmos” (Gómez p.62).

Si bien, el destino es determinante de todo lo que sucede, se puede escoger vivir acorde o
no a él. Para ilustrarlo, se supone que el destino es un trineo en movimiento perpetuo, y el individuo
es un perro que está atado a él. Si el perro decide moverse en dirección del trineo, experimentará un
trayecto cómodo y sin complicaciones, mientras que, si el perro decide que no quiere seguir el
camino del trineo, su recorrido será poco placentero. En tal sentido, los deseos y voluntades de los
individuos pueden coexistir con el destino. Dado lo anterior, los estoicos consideran como principio

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de vida “vivir en conformidad con la naturaleza”. Para alcanzar la conformidad, el hombre necesita
la “virtud”, que para ellos significa “aceptación al destino”, “imperturbabilidad ante cualquier
situación por adversa que sea” y vivir una vida “austera”. Practicando la virtud, el hombre llegará a
la “apatía” (apatheia), es decir, a un estado ideal de indiferencia positiva que conduce a una vida
feliz. A pesar de esto, un individuo puede obrar intentando llevar la contraria al destino.

Hado, fatalidad, sino; la creencia en que algo o alguien escribió el futuro de los seres
humanos no es compartida por todos. Diversas culturas, concepciones religiosas, escuelas y líneas
de pensamiento han adoptado diferentes posturas en distintos momentos con más o menos
aceptación.

Así, por ejemplo, en 1970 se publicó el libro El azar y la necesidad del premio nobel de
medicina Jacques Monod. Convirtiendo en título el pensamiento de Demócrito “Todo lo que existe
en el mundo es fruto del azar y la necesidad”, la obra reflexiona desde la ciencia sobre el mundo
hasta el ser humano. Fue un best-seller y suscitó numerosos debates, porque afirmaba que la vida
era un simple accidente en la historia de la naturaleza: “El hombre vive en un mundo que es sordo a
su música, y tan indiferente a sus esperanzas como a sus sufrimientos y crímenes”. El ser humano
sería accidental y superfluo; estamos en el mundo de pura “chiripa” -si los dinosaurios no hubieran
desaparecido, no existiríamos- y al universo le importa un bledo si nos extinguimos. Para otros, el
azar sólo sería una excusa: todo tiene un motivo para suceder y las casualidades nunca son tales.

¿Existe el destino? Definirlo como lo hace la Real Academia, “hado, fuerza desconocida
que se cree obra sobre los hombres y los sucesos”, no es decir gran cosa. ¿Qué o quién es esa fuerza
irresistible? ¿Por qué interfiere en la vida del ser humano? Se dice que todo tiene un motivo. Pero
¿Cuál? ¿Qué razón hay para quien muere al caerle una matera un día de vientos fuertes o a quien le
toca el premio mayor de la lotería? ¿No será que nos negamos a aceptar la aleatoriedad del mundo?
Es bien conocido en Psicología que el ser humano necesita encontrar razones para todo lo que
sucede. Si no las ve, las busca; y si no las encuentra, las inventa. ¿La creencia en el destino no es
una forma de amarrar todo y bien amarrado?

El concepto de destino siempre ha estado relacionado con lo sobrenatural. La conexión es


evidente: si nuestro futuro está predeterminado, alguien debe haberlo hecho, llámese Dios o energía
vibratoria multidimensional. Los griegos, y con ellos los romanos, dejaron muy claro quienes tejían
el futuro de los seres humanos; las Moiras -en Roma, las Parcas-. El destino griego siempre estuvo
impregnado de hado, fatalidad, que ha persistido hasta nuestros días; casi nadie habla del destino
cuando gana, sino justamente cuando pierde. La contrapartida nórdica son las Nornas, tres viejas

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brujas malévolas que definen el futuro de los hombres. Para los vikingos, el fin del mundo estaba
predeterminado por una gran y última batalla; Ragnarok. De ella se sabía que iba a suceder, quien
iba a luchar y el destino de los participantes, por tanto, es imposible evitar el destino. Así queda
reflejado en Macbeth, de Shakespeare, o en la ópera de Verdi La forza del destino. Contra esta
tendencia fatalista se tiene, La vida es sueño, de Calderón de la Barca, cuya moraleja es la falsa
predestinación del hombre y el triunfo de la libertad. “¿Que es la vida? Un frenesí, ¿Qué es la
vida? Una ilusión, una sombra, una ficción; y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es
sueño, y los sueños, sueños son.”

Creer en el destino: Un acto de fe

Mientras que nuestra idea de destino se la debemos a los griegos, cuyo paradigma es
Edipo, otras culturas presentan diversos planteamientos; ni hinduistas ni judíos creen en la
predestinación. Para ellos, el hombre es la única criatura del universo que goza de libre albedrio.
Totalmente distinto es el caso de los musulmanes. El sexto y último pilar de su fe es la creencia en
el destino – Al-Qadr, fijado por Alá. La creencia en un destino tampoco se puede separar de la
Psicología. Uno de los sesgos cognitivos de la depresión es el fatalismo; la indefensión ante los
sucesos se interpreta en función del destino. Así, por ejemplo, quienes creen en fenómenos
paranormales suelen creer poco en la probabilidad de las coincidencias, lo que les permite
interpretarlas como señales del destino.

La creencia en un destino depende en gran medida del entorno cultural o religión que se
profese. Muchas defienden el libre albedrio, para los sintoístas el futuro no está escrito, en cambio
para los musulmanes, creer en el destino significa creer en Dios, In sha’a Allah “Sucederá si es la
voluntad de Alá”.

La mayoría de las religiones occidentales, en particular la cristiana, enseñan que existe


una vida después de la muerte. Y que tras ésta el alma se dirigirá al cielo si en vida la persona fue
buena, o de lo contrario al infierno, a expiar sus culpas. Desde el punto de vista católico, el
nacimiento y la muerte son condiciones humanas que ocurren en forma natural. Pero la segunda
resulta trascendental, ya que en sus últimos momentos la persona puede arrepentirse de sus pecados
y tendrá la oportunidad de que su alma trascienda a una vida eterna, aceptando su salvación a través
de Jesucristo.

En el islamismo se cree, al igual que los católicos, que al final serán juzgados según sus
obras, Sus buenas o malas acciones los llevaran al cielo o al infierno. El profeta más importante,
Mahoma, el que entrego el mensaje de Dios o Alá a la humanidad, intervendrá para que no se

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condenen en un infierno de siete pisos. Sólo hay una cosa que Alá no perdona, y es que crean en
otras divinidades. Alguien que diga que es musulmán y no lo sea comete un pecado tan grave que
nada puede salvarlo.

En el budismo, una de sus creencias fundamentales es que existe vida después de la


muerte, pero no como la ven los cristianos y los musulmanes, sino en forma de un paraíso terrenal.
Los budistas creen en la reencarnación, en la cual el alma renacerá en este mundo, aunque no
necesariamente en un cuerpo humano. Además, existe el karma, un resultante de acciones de vidas
pasadas que determina el tipo de renacimiento. Cada pensamiento o acción trae algunas
consecuencias; si una persona roba o miente, en el futuro se verá perjudicada por ese karma. La
meta final es la liberación del ciclo de vidas del mundo material y la entrada en el Nirvana o
paraíso. El budista puede salvarse de tres maneras: cumpliendo con los deberes propios y familiares,
logrando un estado de conciencia mediante la meditación y participando en festivales religiosos o
peregrinando a un lugar sagrado.

La muerte, una cuestión de vida

En su carta a Lucilio, Seneca expresa su filosofía, cuyo principio es: “llevar una vida
virtuosa ajustada a la sabiduría estoica”. La ética constituye el núcleo de su filosofía; en ella orienta
a Lucilio a llevar una vida virtuosa con la que será capaz de sobrellevar el destino, tanto si es un
dios el árbitro del universo como si es el azar quien lo gobierna. De esta forma, el senequismo se
constituye en un referente de sabiduría para la vida. El deseo de bienes, riquezas y honores es ajeno
al senequismo, toda vez que apartan al hombre de la vida virtuosa.

La percepción de Séneca en torno a la muerte se enfoca hacia cómo enfrentarla desde la


vida, y no desde lo místico, donde se presentan entidades que inspiran temor a la muerte. Así pues,
conforme al pensamiento senequista, no hay que tener miedo a lo que no existe. Para Séneca, saber
que la muerte acompaña a la vida es quitarse el velo que no permite observar que, tanto la vida
como la muerte, son ineludibles. Por tanto, no aconseja preocuparse de manera excesiva por
ninguna de las dos, puesto que, al hacerlo se estaría desaprovechando el tiempo, lo que haría que
aparentemente se acorte la vida. “Tener miedo a la muerte es tener miedo a la vida y este temor no
ayuda a vivir, al contrario, perjudica. Así, quien teme a la muerte nunca hará algo digno, pero quien
sepa que la muerte le fue asignada con el hecho mismo de su concepción, vivirá justamente”
(Guadarrama p. 47).

En el pensamiento senequista, se considera que la muerte es el motivo que guía la


organización de toda acción humana. Al observar que la vida se ve limitada por la muerte, pues de

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ahí se parte y ahí se llega, se debe planear toda actividad dentro del horizonte que ésta marca. Por
tanto, la obsesión y el temor que genera la muerte pueden esclavizar al hombre, puesto que modifica
sus acciones, por lo que se debe liberar de este.

A pesar de que la vida y la muerte parezcan contrarios, están muy ligados, no hay una
frontera visible que las separe. La muerte acompaña a la vida hasta el final de su trayectoria, por
ello no debe causar sorpresa cuando llega el último aliento. Desde la perspectiva de Séneca, se debe
meditar y reflexionar sobre la mortalidad del ser humano a manera de preparación para la muerte.
La vida temporal depende de que tan bien se aproveche cada instante. Este pensamiento es también
aplicable a la muerte. Se debe morir de forma digna, sin importar en qué momento se presente. “Es
comprensible que Séneca aconseje a Lucilio: tú ni te entregarás, ni suplicarás por tu vida; debes
morir erguido e invicto ¿de qué sirve, además, beneficiarse de unos días o de unos años? Nacemos
para una lucha sin piedad” (Guadarrama p. 49).

Seneca vivió en carne propia el régimen de terror que impuso su tirano discípulo, el
emperador Nerón. Acusado de participar en una conspiración para derrocarlo, Nerón ordeno a
Seneca que se suicidara, lo que el filósofo hizo, abriéndose las venas como suprema muestra de su
creencia en la necesidad de aceptar resignado e impasible el destino.

En “De la fisonomía” Montaigne retoma los rasgos esenciales de un Sócrates: tiene un


conocimiento de sí mismo en la medida en que sabe cuáles son sus cualidades y cuáles son los
límites de sus fuerzas; sortea los contratiempos sin quejarse o sin huir de ellos, lo cual puede verse
en toda su magnitud con su disposición serena hacia la muerte; elabora, por sus propios medios, el
conocimiento sobre la vida y las cosas útiles, dejando de lado cualquier ostentación; y, por último,
sus discursos exhortativos se valen de los casos más comunes de los hombres. Estos rasgos
corresponden a un hombre natural y común en todos los aspectos de su vida, un Sócrates que “no se
elevó en modo alguno, sino más bien rebajó y retrotrajo a su punto original y natural,
sometiéndoselos, el vigor, la dureza y las dificultades”.

Para Montaigne tiene una importancia central el “saber morir” definido como la
tranquilidad del ánimo en el momento de morir. Hace de él el asunto que incumbe a la filosofía
hasta el punto de convertirla en la preparación para la muerte. El saber vivir implica el saber morir.
Si sabemos vivir, aceptaremos nuestra finitud y nuestros limitantes, al hacerlo nada nos angustiará y
seguramente recibiremos la muerte sin temor.

En un sentido amplio, alguien que cuida de sí mismo sabe vivir, y esto significa vivir
conforme a la naturaleza. Podríamos entrever en esta afirmación la búsqueda de un tipo de estado

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natural de armonía, tan característico del romanticismo, o la reivindicación de una vida sin ninguna
comodidad o posesión, como bien lo hacían los cínicos, pero lo cierto es que vivir conforme a la
naturaleza se resume en vivir agradablemente y sin preocupaciones, de acuerdo con las cualidades y
los limitantes propios.

En “De la educación de los hijos”, la filosofía es la encargada de enseñarnos a vivir


conforme a la naturaleza, con lo cual se traza una distancia con la concepción canónica del ejercicio
filosófico en cuanto actividad puramente especulativa y llena de renuncias. El austero es el
individuo que mitiga los placeres o renuncia a ellos con el fin de alcanzar la virtud. Al igual que el
austero, el filósofo puede desplegar un conjunto de prácticas de privación que convierten su vida en
un continuo sacrificio para alcanzar la virtud al final de sus días. En el trayecto hacia la virtud, cree
que debe comprometerse con un modo de vida regido por normas rigurosas que lo librarán de optar
por otros y de buscar el placer, al punto de convertirlo en algo cercano a una identidad.

En vista de lo anterior, reparar en la naturaleza humana con toda su complejidad equivale


a aceptar que estamos irremediablemente permeados por la inconstancia ya sea en nuestra condición
física, como en nuestros preceptos y costumbres. La insistencia del austero en una identidad que lo
defina de una vez por todas, en un modo de vida virtuoso en el que se excluya cualquier falla o en
normas que gobiernen las acciones, constituye una necedad e incluso la más clara muestra de
ignorancia respecto a la naturaleza humana.

Montaigne no ignora que la labor filosófica está orientada a examinar el cómo y el


porqué, pero su interés está en circunscribir el objeto de estas preguntas a las acciones de los
hombres, lo cual resulta constatable con una lista de cuestiones que debe tener presente el filósofo,
entre ellas: “por qué signos se conoce la verdadera y sólida satisfacción, hasta dónde se ha de temer
la muerte, el dolor y la vergüenza, qué resortes nos mueven y cuál es el origen de tantas agitaciones
en nosotros”. Por consiguiente, la contemplación defendida por Montaigne es la contemplación de
la vida de los hombres que, lejos de terminar en sí misma, tiene la doble finalidad en el campo
práctico de guiar al otro y formarse a sí mismo a partir de lo aprendido de los demás.

De acuerdo con esta manera de entender la contemplación, se puede decir que la filosofía
es el tratamiento de lo humano en cuanto apertura hacia los otros. La apertura debe ser entendida
como la consideración de los libros, de la historia o de las costumbres, de tal manera que se
adviertan las formas de vida y las comprensiones del mundo que sobrepasan y se oponen a las
propias, hasta el punto de constituir una “mirada más completa”, es decir, mirar la complejidad de
la naturaleza humana, tanto la propia como la del otro. Montaigne afirma que la contemplación del

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mundo está destinada a conocer el propio ser, dicho en otras palabras, necesitamos mirarnos en el
otro para saber quiénes somos y cómo debemos actuar. Pero lo más notorio está en que defiende el
hecho de tratar a los otros para percatarse de los obstáculos de lo inmutable y de lo único. Lo
considerado normal en algunos lugares es visto con desaprobación en otros, lo que se creía verdad
en un momento no resulta tan efectivo en otro, y un mismo problema, por más que se diga que ha
sido una constante histórica, no es abordado de igual forma ni dejado en los mismos términos.

La filosofía es el saber vivir fundado en el conocimiento de sí que, por el relato y el


tratamiento con lo humano, requiere de la relación con el mundo en lugar de sumirse en una
individualidad recalcitrante. Este saber vivir es un estado de autosuficiencia en el que se requiere
muy poco de las cosas externas. Tal estado es la soledad que, al implicar el conocimiento de sí, es
un estado realizable.

De otro lado, el sentimiento de angustia que produce la muerte es analizado por


Kierkegaard al tratar de explicar lo que significa ser un hombre, no como parte de un sistema
filosófico sino en cuanto a individuo autodeterminado. Según el, nuestras vidas se hayan
determinadas por nuestras acciones, que, a su vez, lo están por nuestras elecciones, de modo que, el
cómo llevemos a cabo dichas elecciones es decisivo para nuestras vidas. Como Hegel creía que esa
elección estaba determinada en gran parte por las condiciones históricas y el entorno de cada época.
Opinaba que las elecciones morales son absolutamente libres y, ante todo, subjetivas; es únicamente
nuestra voluntad la que determina nuestro juicio. Sin embargo, en lugar de ser una razón para la
felicidad, esta absoluta libertad de elección nos produce un sentimiento de ansiedad o espanto.

Kierkegaard explica en el concepto de la angustia dicho sentimiento. Como ejemplo,


propone imaginar un hombre en lo alto de un precipicio o un edificio alto. Si se inclina sobre el
borde, experimenta dos tipos de miedo: El miedo a caerse y el miedo producido por el impulso a
tirarse. El segundo tipo de miedo, o angustia, surge de la conciencia de que tiene absoluta libertad
de elegir si quiere tirarse o no, y ese miedo es tan vertiginoso como el vértigo mismo. Sugiere que
percibimos esa misma angustia ante todas nuestras elecciones morales, cuando nos hacemos
conscientes de que somos libres de tomar hasta las decisiones más terribles. Describe esta angustia
como el vértigo de la libertad y sostiene que, aunque produce desesperación, también puede
alertarnos de una reacción precipitada al hacernos más conscientes de las opciones posibles. En este
sentido, aumenta nuestra conciencia de nosotros mismos y nuestro sentido de responsabilidad
personal.

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Según  Jaspers, las situaciones-límite (miedo, sufrimiento, culpabilidad, lucha,
insatisfacción, muerte y otras) crean los marcos de la vida espiritual interior del hombre y de su
actividad práctica, forman los “límites” de la existencia, más allá de los cuales se extiende la
“nada”. Como quiera que las situaciones-límite tienen un carácter de fatalidad y de universalidad, el
hombre no puede evitarlas; su superación significa la pérdida de la “existencia”. Cree Jaspers que el
hombre puede tomar una resolución auténticamente moral para actuar si ha comprendido el carácter
fatal de las situaciones-límite. La teoría de las situaciones-límite desmoraliza al ser humano, le
condena a la indiferencia y el pesimismo.

La filosofía de Jaspers afirma que la vida sólo adquiere sentido en situaciones extremas
de enfermedad y muerte. En su concepto de la situación límite –muerte, sufrimiento, temor, culpa,
lucha– pone al hombre en la línea divisoria entre el ser y el no ser. Al caer en una situación límite el
hombre se libera, según Jaspers, de todos los convencionalismos, normas externas y criterios
generalmente aceptados, que lo dominaban antes y de este modo se concibe a sí mismo como
existencia. Al permitir al hombre que pase del ser “no auténtico” al auténtico, la situación límite lo
arranca de las trabas de la conciencia común, lo cual, según el existencialismo, no es capaz de hacer
el pensamiento teórico, científico. Todo lo que constituía antes el sentido de la vida del hombre
aparece ante él en la situación límite como ser ilusorio, como mundo de las apariencias; en tal
situación, el hombre empieza a comprender que este mundo lo separaba supuestamente del ser
real, trascendente respecto al mundo empírico. De este modo la situación límite permite a la
personalidad entrar en contacto con la trascendencia, con Dios.

Para Nietzsche, lo que depara el destino es incierto, por lo que, a pesar de que se intenten
cambiar los resultados de este, no se puede revertir lo sucedido. Debido a que la muerte es el
destino final de todos los seres, la posición que se adopté en torno a la dialéctica entre vida y muerte
va a determinar el modo en que una persona va a actuar o guiar su vida. Por tanto, el sufrimiento
que surge de la falta de libertad frente al destino, y por consiguiente el sufrimiento ante la muerte,
puede ser aminorado aceptando que no se puede cambiar el mundo. “Todo depende a través del
cristal por el cual se mire. Entonces, eso que queríamos que suceda, se transforma en otra cosa, en
algo que fue, que pasó, pero forma parte de nuestro presente, que lo hacemos presente de tal manera
que no nos lastime, que nos haga bien a pesar de todo su mal” (Diaz 2012).

Nietzsche, al igual que Platón, considera el desapego a la muerte, en el sentido en que


esta no debe agobiar la manera como alguien vive.

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En vez de buscar un estado excepcional de la existencia, Heidegger decidió realizar una
investigación fenomenológica de los seres humanos en su cotidianidad. Mientras la fenomenología
e Husserl enfatiza la “experiencia” o “conciencia” de algo, Heidegger se propuso investigar la
experiencia de ser un ser humano típico; sostuvo que la existencia, como condición primordial del
mundo, afecta la totalidad del modo en que vivimos los seres humanos. Previo a todo, existimos,
“estamos”. Y según él, así debemos pensarnos si queremos comprender nuestra vida y nuestra
“cotidianidad”. Si el “Yo” es una característica esencial entonces se debe interpretar
existencialmente, por tanto, “Existo luego pienso”. En este sentido, Heidegger da vuelta a Descartes
y también a la historia de la filosofía pues antes de él, se pensaba que la existencia particular de una
persona no tenía efecto alguno en su ponderación de los temas filosóficos. Rousseau, Kant,
Nietzsche y hasta los maestros Zen creyeron que podían examinar la esencia de toda la humanidad.

Esto supone volver a pensar que significa ser humano, para lo cual Heidegger acuña el
termino DASEIN. Literalmente Da – ahí, sein – ser. Pero el castellano, a diferencia de otras lenguas,
nos da la posibilidad de precisar matices: sein – ser/estar, es decir, Dasein – “ser/estar-ahí”, o sea:
“la clase de ser que llamamos humano”,” el ser que somos, la entidad que somos, en la
especificidad de nuestro ser” y “la entidad fundamental que cada uno de nosotros descubre en la
afirmación yo soy”. Nada de reducirlo a un cuerpo biológico, a una mente, a un actor social, a un
factor económico, a una conciencia, ni a ningún otro preconcepto o visión parcial. Dasein –
ser/estar-ahí – la entidad humana especifica ¿se superpone a lo que llamamos ser humano? Para
Heidegger, el término crea un espacio en blanco, un área por llenar, y para hacerlo, se propone
realizar un análisis cuidadoso y abarcador del Dasein en su cotidianidad, reconociendo que los
sistemas filosóficos de occidente ignoran un rasgo central de todo conocimiento: “El Dasein es
arrastrado al arrojo; es decir, como algo arrojado dentro del mundo”.

El Dasein es arrojado al mundo, viene a la existencia en un mundo que está fuera de su


control, un mundo que contiene cosas que el Dasein no ha elegido. La existencia determina nuestras
posibilidades de conocimiento (y de todo lo demás). Y el acontecimiento básico de nuestra
existencia es el “arrojo”. En pocas palabras pensaba que todo ser humano (todo Dasein) está
formado por su cultura. Al no tener control sobre el entorno social en el que somos “arrojados”,
devenimos parte de una cultura y, en consecuencia, aprendemos todos nuestros comportamientos de
esa cultura.

Todo lo que uno puede hacer ya está regulado por el entorno social. Los seres humanos
particulares no tienen nada de singular. Nadie es un individuo autónomo, libre para elegir su propia
manera de existir. Aclaraba esto diciendo que los seres humanos están constituidos según su

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entorno. Los niños aprenden a actuar mediante la interacción social con los adultos. El uso de la
palabra “aprenden” es equivoca, pues supone que hay alguien que aprende. Los adultos que
interactúan con los niños no enseñan, sino que crean conductas en el niño que luego formaran lo
que llamamos una “persona”. Sólo cuando el recién nacido ha sido formado por su entorno se
convierte en Dasein. Las acciones -moverse, pensar, hablar, etc.- que van dando forma a nuestra
existencia son tan elementales, que nunca reconocemos cabalmente su significado.

Los filósofos que se creyeron capaces de encontrar la esencia fundamental de la


humanidad no tuvieron en cuenta que todas las practicas, incluso el pensar, difieren entre las
culturas. En consecuencia, sus “sistemas universales” sólo reflejan su propio entorno social. No hay
naturaleza humana intrínseca, como la “voluntad de poder”, que los filósofos puedan descubrir. Las
características que considerábamos “naturaleza humana” son sólo características de una cultura
particular, ese entorno social al cual uno es arrojado, el mundo. Las diferentes practicas sociales de
una cultura especifica forman el “mundo” de esa cultura: Esos “mundos” públicos constituyen los
parámetros por los que actúa el Dasein de una cultura. No hay distancia, física o mental, entre
nosotros y nuestro mundo. El estar involucrado con su mundo es intrínseco al Dasein. No hay
existencia, no hay “ser/estar-ahí”, sin un mundo en el cual existir, Una persona sin mundo no tiene
sentido. El mundo y el Dasein son uno y el mismo.

Durante la mayor parte de nuestras vidas estamos inmersos en diferentes proyectos y


olvidamos la muerte, pero al ver la vida solamente en términos de los proyectos que tenemos,
estamos pasando por alto una dimensión más fundamental de nuestra propia existencia y, en la
misma medida, según Heidegger, estaríamos existiendo de manera no autentica. Cuando nos
hacemos conscientes de la muerte como límite máximo de nuestras posibilidades, empezamos a
alcanzar una comprensión más profunda de lo que significa existir. Por ejemplo, cuando nos
enfrentamos a la muerte de un ser querido, puede que nos motivemos a observar nuestra propia vida
y nos demos cuenta de que los proyectos que absorben nuestro día a día parecen carecer de sentido,
y que existe una dimensión más profunda de la vida que nos falta, de forma que podríamos cambiar
nuestras prioridades y proyectarnos hacia escenarios futuros diferentes. Todo ser es un ser que
camina hacia la muerte y sólo los seres humanos son conscientes de ello. Nuestras vidas son
temporales, y sólo si así lo asumimos viviremos una vida autentica y con sentido.

Para Jean-Paul Sartre no hay ningún plan preconcebido que nos haga ser lo que somos;
no hemos sido hechos con ninguna finalidad determinada. Aunque existimos, no es a causa de
nuestra finalidad o de nuestra esencia. Nuestra existencia precede a nuestra esencia. Sostiene que a
menudo, las religiones han tratado el problema de la naturaleza del hombre por medio de una

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analogía con las creaciones humanas, es decir, la naturaleza humana estaría en la mente de Dios.
Incluso, muchas teorías sobre la naturaleza humana que no son religiosas aún tienen sus raíces en
concepciones de ese orden, ya que siguen insistiendo en que la esencia precede a la existencia o en
que hemos sido creados con una finalidad determinada. Al afirmar que la existencia precede a la
esencia indica que no hay naturaleza humana fija, ya que no hay ningún Dios que pueda diseñar
dicha naturaleza.

En cierta forma, Sartre expone una teoría sobre la naturaleza humana desde el momento
en que sostiene que somos seres obligados a encontrarle una finalidad a nuestra vida; dado que no
existe ningún poder divino que nos imponga una finalidad, somos nosotros mismos quienes
debemos definirnos. Sin embargo, definirnos nosotros mismos no sólo se reduce a ser capaces de
decir que somos en cuanto seres humanos, sino que implica irnos configurando como la clase de
seres en que hemos escogido convertirnos. Esto es lo que nos hace radicalmente diferentes de todos
los demás seres que hay en el mundo. Sartre nos invita a liberarnos de las formas habituales de
pensar y nos incita a afrontar las consecuencias de vivir en un mundo donde no hay nada
preconcebido. Para no ser arrastrados por pautas de comportamiento inconscientes, no podemos
ignorar la posibilidad de elegir como actuar.

Conclusiones

Al escuchar la palabra muerte, de inmediato se piensa en un evento negativo más que en


el proceso final de la vida. El impacto psicológico ante este suceso natural es bastante fuerte; al
menos así se concibe en occidente, ya que se le considera una extinción repentina más que el cese
de una actividad biológica. Esta percepción altera por completo la psicología humana. Pensar en la
muerte -principalmente la propia- es una fuente de angustia que genera un cuadro de ansiedad
caracterizado por sentimientos subjetivos y de estrés asociados a una actuación del sistema nervioso
autónomo. El temor por morir es un proceso que genera cambios de percepción de la realidad, una
distorsión de la manera en que somos conscientes del mundo y su realidad. Este temor dificulta la
concepción natural del término “muerte” en si, como el destino de todos los seres y un desenlace
que sucede en la naturaleza a través de un proceso constante de transformación de todas las cosas.

El instinto de conservación del ser humano y otros animales es una de las causas
primarias del temor a perder la vida. Por esta razón, los desastres naturales como los terremotos y
los huracanes, y las muertes que causan, generan tanto impacto psicológico en la población.
Probablemente el deseo inconsciente de ser eterno es una de las razones más poderosas por las que
el hombre se interroga sobre la naturaleza de la muerte y del más allá; de ahí las ideas tan arraigadas

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sobre la inmortalidad del alma en las diferentes culturas y religiones; es una forma de negar la
muerte y adjudicarle una connotación de tabú, algo de lo que poco se habla. Los acontecimientos
traumáticos, además de generar cuadros de pánico respecto a la muerte, agudizan ciertos trastornos
de ansiedad en las personas más susceptibles. Las fobias, los trastornos obsesivos compulsivos y la
hipocondría reflejan un profundo temor a la muerte que se manifiesta por medio de una ansiedad
inconsciente e incontrolable.

Para muchos, la creencia en la vida en el más allá es un consuelo que les sirve para
sobrellevar la pérdida de un ser amado o ante la conciencia de que algún día tendrán que enfrentar
su propia muerte. El ser humano en general se siente más tranquilo si tiene “seguridad” de que, tras
fallecer, su espíritu seguirá con vida en un mundo más apacible. Incluso, personas que han sido
resucitadas tras un infarto aseguran haber visto su cuerpo ser atendido por un médico o estar en un
túnel oscuro donde al final se ve una luz. Y cuando regresan, tienen confirmada su teoría de la
inmortalidad y creen que por algunos segundos su alma se desprendió del cuerpo. Estas visiones -
llamadas así por los científicos- proporcionan tranquilidad al enfermo luego de experimentar un
severo trauma físico, lo que además acrecienta su fe en Dios. Estas experiencias en realidad son
bastante comunes en personas que han estado muy cerca de la muerte y desde la neuropsicología se
interpretan como una consecuencia de la interrupción de ciertos circuitos cerebrales, como la
actividad en la amígdala, la cual monitorea el ambiente y registra el miedo.

A diferencia de las culturas occidentales, las orientales, como la budista, conciben el


término de la vida, como un proceso universal de la naturaleza. Esta “aceptación” disminuye en
cierta medida el temor a morir, lo que facilita la integración de la muerte a la vida diaria. Las
costumbres de las culturas asiáticas, si bien manifiestan un temor a la muerte, lo emplean como una
forma de crecimiento psicológico del individuo y del grupo social al que se pertenece. Para los
tibetanos, por ejemplo, su actitud hacia la muerte y la agonía está desprovista del tabú general
presente en occidente, ya que la muerte se ve con respeto y veneración, incluso la toman como un
estimulante para el desarrollo personal.

En algunos países como China o Mongolia, aprender a morir es un aspecto esencial del
arte de vivir el cual se expresa en textos como El libro tibetano de los muertos que contiene las
instrucciones detalladas para guiar al individuo en su viaje después de la muerte, así como la
preparación ante su fin biológico. A diferencia de occidente, los menores son instruidos para que
vayan aceptando que un día su existencia acabará, con el propósito de que, paradójicamente, tengan
una vida más plena, libre de temores y angustias. El tantra, por ejemplo, enseña que, para evitar un
final triste de nuestra vida, se debe recordar en todo momento que antes o después vamos a morir,

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por lo que es necesario contemplar nuestra propia muerte desde la infancia. “Es un ejercicio que
anima a llenar la vida de significado y a generar el refugio interno de las realizaciones espirituales.
Es la mejor forma de protegerse de los sufrimientos de la muerte y de lo que nos espera después.
Por el contrario, si la ignoramos, desperdiciaremos nuestra vida utilizándola para adquirir objetos
que habremos de abandonar y cometeremos acciones perjudiciales para conseguirlos. En cambio, si
durante la vida tomamos conciencia de nuestro final, tendremos siempre presente que el desarrollo
espiritual es más importante que los logros mundanos, y que nuestra estancia en este mundo es
transitoria”.

No obstante, a pesar de las evidencias mostradas por la ciencia y sus hipótesis sobre las
posibles causas de las experiencias místicas ante la muerte momentánea, el ser humano, a lo largo
de los siglos, ha demostrado su fe religiosa y su obsesión por fijar su existencia en lo eterno, las
cuales perduran como una forma de resistirse a pensar en una vivencia cuyo fin es la muerte física.
Las religiones al no estar sujetas a comprobación científica, sino sustentadas en actos de fe, en los
que participa más del 90% de la población mundial, continúan manteniendo firme una añeja
esperanza del ser humano; que su espíritu viva más allá de los limites terrenales. Cada religión tiene
su propia teoría de la vida eterna del alma, con similitudes y diferencias, pero siempre brindando
una esperanza a sus fieles seguidores.

18
Bibliografía:

De la Brevedad de La Vida. Editorial de la Universidad de Puerto Rico.

Epístolas Morales a Lucilio. Editorial Gredos.

La muerte en el pensamiento de Séneca: una lección moral. Tomado de:


http://web.uaemex.mx/plin/colmena/Colmena_78/Aguijon/7_La_muerte_en_el_pensamiento_de_Se
neca.pdf

Primeros desarrollos de la teoría estoica del destino. Tomado de:


http://www.scielo.org.co/pdf/ef/n45/n45a04.pdf

http://www.henciclopedia.org.uy/autores/AGenis/NietzschePensamientoMuerte.htm

https://www.javeriana.edu.co/cuadrantephi/zona-articular/pdfs/N.26/Montaigne-
Parametrizado.pdf

Nietzsche - Ronald Hayman – Grupo Editorial Norma

Fedro o del Amor- Platón – Ediciones Universales

Apología de Sócrates – Platón -Ediciones Universales

Heidegger En Su Lenguaje – María F. Benedito Editorial Cúspide

Ensayos Sobre Heidegger – Richard Rorty – Paidós

Heidegger: La Voz de Tiempos Sombríos – Ediciones del Serbal

El Concepto de la Angustia – Soren Kierkegard

Temor y Temblor – Soren Kierkegard

El Azar y la Necesidad – Jacques Monod – Tusquets Editores

Filosofía de la Existencia- Karl Jaspers

Nietzsche: Introducción a la Comprensión de su filosofar – Karl Jaspers Editorial Sudamericana

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