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Entierro del niño

Pag 11. —¡Mujer infernaaal! Reconoció entonces la voz de Samuel Tesler y oyó en seguida los tres
puñetazos que el filósofo daba en la pared medianera para exigirle testimonio y solidaridad contra
los excesos de Irma. «La bacante ha despertado a Koriskos —observó Adán—; Koriskos tiene razón
contra la bacante.»

12. Adán cerró los párpados: ¡cómo le dolían esos pobres ojos! Cuando abusaba uno de la noche
pidiéndoselo todo a su reinado, la noche ardía como un aceite negro y devoraba los párpados que
no conseguían juntarse. Luego, sobre los párpados doloridos, la luz del día quemaba como el
alcohol. —¿Sería él, acaso, un espíritu nocturno, emparentado con aves maléficas, insectos de culo
fosforescente y brujas que montaban en escobas mansitas?— No, porque su alma era diurna e hija
del sol padre de la inteligibilidad. — Siéndolo así, ¿por qué vivía de la noche?— Frecuentaba la
noche porque en su siglo el día era incitador y antorcha de una guerra sin laureles, violador del
silencio y látigo contra la santa quietud; exterior como la piel, activo como la mano, sudoroso
como las axilas, vocinglero y fecundo en embustes, de sexo varonil, joven héroe de tórax velludo.
Se apartaba del día porque lo embarcaba en la tentación de la fortuna material, en el ansia de
poseer objetos inútiles y en el deseo malsano de ser político, boxeador, cantante o pistolero. — ¿Y
la noche?— Incolora, inodora e insípida como el agua, la noche producía, sin embargo, una
borrachera igual a la de los buenos vinos; silenciófila, estimulaba empero el amanecer de las voces
difíciles y los hondos llamados que sofoca el día bajo sus trombones; antípoda de la luz, ordenaba,
con todo, la visibilidad de las estrellitas; destructora de cárceles, favorecía la evasión; campo de
tregua, facilitaba la unión y la reconciliación; hembra curativa, refrescante y estimulante, se
ayuntaba con el hombre y concebía un hijo, el sueño, graciosa imagen de la muerte. Y, sin
embargo, la noche pesaba dolorosamente cuando al fin quería uno dormirse y el sueño se le
negaba. ¡Sus grandes ojos infantiles, abiertos allá, en la medianoche de Maipú, cuando el insomnio
lo iniciaba tempranamente, ¡ay!, en los misterios de su vocación nocturna! ¡Y aquel «viaje al
silencio», a través de «la selva de los ruidos», que había inventado él para dormirse y al que se
lanzaba en las inquietas noches de su niñez!

18. Samuel Tesler, filósofo, había nacido en Odesa, junto al Pontus Euxinos, circunstancia feliz y
harto reveladora que a su juicio lo consagraba ineluctablemente a los estudios clásicos. Aunque
reiteradas veces había insinuado él alguna intervención de lo sobrenatural en su advenimiento a
este mundo, Samuel Tesler no nació, como Palas, del cráneo majestuoso de Zeus, ni siquiera,
como el duro Marte, gracias a una percusión insólita de la vulva materna, sino del modo natural y
llano con que nacen los hombres corrientes y molientes: cierto es que su enorme cabeza infantil
—en cuya estructuración se había descalcificado su madre hasta perder casi toda la dentadura—
resistiese durante largas horas a trasponer el dolorido umbral de la tierra; pero debió ceder al
forceps heroico, de cuya virtud operativa conservó dos marcas sangrientas en sus regiones
temporales, o dos rosas tristísimas que su madre le besaba llorando. (…)En lo que atañe a su
lactancia, jamás negó Samuel Tesler que a duras penas había conseguido extraer algún zumo de
las resecas ubres maternales; y sin embargo, cuando se refería él a ese tema, no dejaba de sugerir
la colaboración de una loba o ninfa láctea cuya benignidad lo había convertido en hermano de
leche de Júpiter. Los historiadores están de acuerdo en afirmar que, pese a sus innumerables
reticencias, Samuel Tesler no acometió en su cuna ningún trabajo excepcional, pues ni estranguló
la serpiente de Heracles, ni halló la cuadratura del círculo, ni resolvió siquiera una ecuación de
tercer grado con nueve incógnitas; en cambio sábese que, dueño de una facilidad diurética
verdaderamente increíble, se dedicó a mojar pañales y pañales que su abuela Judith secaba en la
gran estufa de la cocina.

26. —¡Ahí está Buenos Aires! —dijo—. La perra que se come a sus cachorros para crecer. (…)

—Ahí está Buenos Aires, la ciudad que tiene su símbolo en la gallina, no tanto por su inenarrable
grasitud, cuanto por la elevación de su vuelo espiritual sólo comparable al de tan sustancioso
animalito. Ahora bien, yo me pregunto y os pregunto a vosotros, alegres conciudadanos: ¿qué
hará un filósofo en la ciudad de la gallina mañanera?

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