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UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES

FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS


DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA
MATERIA: ESTÉTICA
MODALIDAD DE DICTADO: VIRTUAL
RÉGIMEN DE PROMOCIÓN: EF
CARGA HORARIA: 96 HORAS
CUATRIMESTRE Y AÑO: 2° 2021
CÓDIGO Nº: 0226

PROFESORA: SILVIA SCHWARZBÖCK

TEÓRICO 6

Fecha: lunes 20 de septiembre

Profesora a cargo del teórico 6: Silvia Schwarzböck

Temas:

Unidad II: Estética y crítica cultural en la Teoría crítica

2. Estética y crítica cultural en Adorno.


2. 1. La relación entre metafísica y cultura. La cultura después de Auschwitz.
2. 2. La crítica del goce estético como crítica cultural. La exigencia burguesa de que la obra
de arte “dé algo” en el momento de la recepción.
2. 3. El desaburguesamiento de la estética y arte moderno como expresión de lo no idéntico.

Bibliografía obligatoria:

Adorno, T. W., Teoría estética, trad. Jorge Navarro Pérez, Madrid, Akal, 2004, cap. “Arte,
sociedad, estética”, pp. 9-28; cap. “Situación”, pp. 28-29 (el apartado “Descomposición de
los materiales”) y cap. “Carácter enigmático. Contenido de verdad. Metafísica”, pp. 161-
174

DESARROLLO DEL TEÓRICO 6


El tema de esta clase, que concluirá en la próxima, es la relación entre estética y
crítica cultural (el tema del programa) en el materialismo de Adorno. Como anticipé en la
clase anterior, al presentar la Unidad II, la relación entre estética y crítica cultural está
planteada, en Adorno igual que en Benjamin, como una relación entre metafísica y cultura.
Pero la relación entre metafísica y cultura, en el caso de Adorno, está planteada a través de
otra oposición que la que realiza Benjamin: en lugar de la oposición entre artes sin aura y
artes con aura, la oposición clave, en el planteo de Adorno, es entre la obra de arte después
de Auschwitz y la obra de arte antes de Auschwitz. Lo que marca el quiebre (o, mejor
dicho, lo que debería, para Adorno, marcar el quiebre) en la materialidad de una obra de
arte (en el estado de su material artístico) es el campo de concentración.
El campo de concentración es lo que lleva a la pregunta -en el caso de un
materialista, como lo es Adorno- por la metafísica que lo hace posible: la metafísica que
hace posible Auschwitz es la metafísica de la identidad.
La metafísica de la identidad es la metafísica del sujeto o, más exactamente, la de la
prioridad del sujeto sobre el objeto. La identidad es la operación por la que el sujeto
identifica, coercitivamente, la cosa con su concepto y, de este modo, impone su primacía
sobre la naturaleza y sobre otros seres humanos.
La primacía del sujeto sobre el objeto, que el capitalismo exponencializa, consiste
en una doble coerción: el sujeto, para ejercer su dominio sobre la naturaleza exterior a él,
debe dominar, al mismo tiempo, la naturaleza interior a él (sus pulsiones, instintos y
deseos). La coerción el sujeto la ejerce tanto hacia afuera como hacia adentro de su yo.
Para Adorno, en la única esfera donde no existió la coerción del concepto, una vez
que el arte logró su autonomía, en la época burguesa, es en la esfera artística. A partir de la
época burguesa, que es aquella en la que el arte se vuelve un hecho social, en la esfera
artística hay tanta libertad como coerción hay en la sociedad. Es en la esfera del arte, en una
sociedad dividida en esferas, como es la sociedad burguesa, donde aparecen los indicios de
un sujeto emancipado. Pero este sujeto emancipado no es ni el artista ni el esteta, es decir,
ni el productor ni el receptor de la obra de arte, sino un sujeto inexistente, que aparece en el
lenguaje negativo de la modernidad artística -podríamos decir, de Baudelaire a Proust y de
Kafka a Beckett-. Establezco esta doble serie en el sentido de que ya en el lenguaje de la
modernidad baudelaireana hay indicios de negatividad. No obstante, hay más negatividad
en el lenguaje kafkiano que en el proustiano, y más negatividad en el lenguaje beckettiano
que en el lenguaje joyceano, sin que esto sea un juicio de valor sobre las obras. No puede
ser tan negativo el lenguaje baudelaireano como lo es el beckettiano. Estamos pensando
dentro de una dialéctica de la negatividad: la capacidad que tienen las obras de arte de
cerrarse a la sociedad es histórica. Por lo tanto, una obra como Los días felices, de 1961, es
más hermética desde el punto de vista de la comunicación –siempre según Adorno- que una
obra de principios del siglo XX, o una de mediados del siglo XIX.
No se trata de pensar la estética en términos de progreso, como si la negatividad
fuera algo que aumentara, en la historia de las artes, linealmente. Se trata, más bien, de
cómo los materiales artísticos de cada una de las artes se agotan en sus posibilidades de
expresión. Es decir, necesitamos pensar la estética, en su relación con la crítica cultural, en
términos de una dialéctica negativa, abierta, sin reconciliación, sin meta, no en términos de
progreso lineal, de relato, de organicidad, de fin último.
En la modernidad estética avanzada (si pensamos en la literatura, por ejemplo, el
arco histórico sería el que va de Baudelaire, a mediados del siglo XIX, a Beckett, a
mediados del siglo XX), los lenguajes artísticos se negativizan, se cierran a la
comunicación. Y se cierran a ella de una manera diferenciada, de acuerdo a la sociedad en
la cual surgen, y no solamente en relación con el talento que tenga un autor para negativizar
el lenguaje (el talento, para Adorno, es una cuestión de la cual no puede dar cuenta una
teoría estética materialista). No es que el lenguaje artístico se negativiza a voluntad del
artista. El pensamiento estético de Adorno es un pensamiento dialéctico, además de
materialista. El sujeto que no puede emanciparse en la sociedad es el que se expresa en el
lenguaje negativo, en el lenguaje contrario al lenguaje positivo, al lenguaje como
comunicación.
Para explicar en qué consiste el lenguaje negativo en los términos de Adorno voy a
leerles el comienzo de dos textos literarios: En la colonia penitenciaria, de Kafka (un relato
de 1919) y Los días felices, de Beckett (un texto dramático de 1961).

“Es un aparato singular”, dijo el oficial al explorador, y contempló con cierta


admiración el aparato que le era tan conocido. El explorador parecía haber aceptado
sólo por cortesía la invitación del comandante para presenciar la ejecución de un
soldado condenado por desobediencia e insulto hacia sus superiores. En la colonia
penitenciaria no era tampoco muy grande el interés suscitado por esta ejecución. Por
lo menos en ese pequeño valle profundo y arenoso, rodeado totalmente por riscos
desnudos, sólo se encontraban, además del oficial y el explorador, el condenado, un
hombre de boca grande y aspecto estúpido, de cabello y rostro descuidados, y un
soldado que sostenía la pesada cadena donde convergían las cadenitas que retenían
al condenado por los tobillos y las muñecas, así como por el cuello, y que estaban
unidas entre sí mediante cadenas secundarias.

Kafka, Franz, En la colonia penitenciaria, trad. J. R. Wilcock, Madrid, Alianza,


1995, pp. 5-6

Noten que el relato describe con más detalle el sistema de cadenas con que se sujeta
al condenado que los rasgos humanos específicos de los personajes.

De todos modos, el condenado tenía un aspecto tan caninamente sumiso que al


parecer hubieran podido permitirle correr en libertad por los riscos circundantes
para llamarlo con un simple silbido cuando llegara el momento de la ejecución.

En la descripción más precisa del condenado, lo que se destaca es lo que tiene de


canino, de animal sumiso, antes que todo lo que tendría de humano, de animal
conscientemente sufriente. Con la misma frialdad que se describe la figura del condenado,
describe la figura del verdugo.

El explorador no se interesaba mucho por el aparato y se paseaba detrás del


condenado con visible indiferencia, mientras el oficial daba fin a los últimos
preparativos arrastrándose de pronto bajo el aparato, profundamente hundido en la
tierra, o trepando de pronto por la escalera para examinar las partes superiores.
Fácilmente hubiera podido ocuparse de estas labores un mecánico, pero el oficial las
desempeñaba con gran celo, tal vez porque admiraba sobremanera el aparato o tal
vez porque, por diversos motivos, no se podía confiar ese trabajo a otra persona.

Tenemos, ahora, un tercer no-personaje: el explorador, que presencia con


indiferencia el ritual y a sus protagonistas, tanto el comandante como el condenado.

“Ya está todo listo”, exclamó finalmente, y descendió de la escalera. Parecía


extraordinariamente fatigado, respiraba con la boca muy abierta, y se había metido
dos finos pañuelos de mujer bajo el cuello del uniforme. “Estos uniformes son
demasiado pesados para el trópico”; dijo el explorador, en vez de hacer alguna
pregunta sobre el aparato, como hubiera deseado el oficial. “En efecto”, dijo éste, y
se lavó las manos sucias de aceite y de grasa en un balde que había allí. “Pero para
nosotros son símbolos de la patria. No queremos olvidarnos de nuestra patria. Y
ahora fíjese en ese aparato –prosiguió inmediatamente secándose las manos con una
toalla y mostrando al mismo tiempo el aparato-. Hasta ahora intervine yo, pero de
aquí en adelante el aparato funciona absolutamente solo”.

También el aparato −pueden intuir ustedes, aún sin haber leído el relato completo−
es un aparato de muerte extremadamente sofisticado, dado que quien lo va a poner en
funcionamiento no delega su trabajo en un mecánico, sino que lo realiza él personalmente.
El dispositivo de muerte no un dispositivo simple, rápido, expeditivo, como lo es, por
ejemplo, una guillotina. Y lo podemos calcular también en función de lo complejo que es el
sistema de sujeción del condenado (el sistema de cadenas y cadenitas).
Ahora bien, para Adorno, este lenguaje está, de manera negativa, hablando de un
sujeto emancipado. Solamente un lenguaje que expresa que el sufrimiento, en la vida
contemporánea, adopta estos caracteres protoconcentracionarios (los de la colonia
penitenciaria, es decir, los caracteres de una vida falsa tal como esa vida falsa puede ser
falsa a esa altura del siglo XX), puede ser el lenguaje de un sujeto emancipado (el sujeto
que no puede emanciparse en la sociedad).
No está tan desarrollada la negativización del lenguaje en Kafka como en Beckett,
aun con todo lo que el lenguaje kafkiano tiene de siniestro y quizá precisamente por todo lo
que tiene de siniestro. En Beckett, en cambio, aparece banalizado todo lo que en Kafka es
siniestro.
Los personajes de Los días felices son dos: Winnie, a quien Beckett describe en las
indicaciones iniciales de la obra como una mujer de unos cincuenta años -después aclara
que está muy bien conservada- y Willie, un varón de unos sesenta años, de quien no hace
aclaración respecto de su “estado de conservación”, lo cual es importante en cuanto a la
indeterminación del personaje masculino. En el comienzo del acto primero, se describe el
escenario en el cual estos dos únicos personajes van a interactuar:

Acto I
Extensión de hierba reseca que se eleva en el centro en forma de pequeño
montículo. Pendientes suaves caen hacia ambos lados del escenario y hacia el
proscenio. Corte brusco en la parte posterior hasta el nivel del suelo. Simetría y
sencillez máximas.
Luz cegadora […] Enterrada hasta más arriba de la cintura, y en el mismo centro del
montículo, Winnie, mujer regordeta de unos cincuenta años, bien conservada,
preferentemente rubia, brazos y hombros desnudos, corpiño muy escotado, senos
abundantes, collar de perlas. Aparece dormida, con los brazos apoyados en el suelo
y la cabeza entre los brazos. A su lado, a la izquierda, una gran bolsa de compras
negra. A su derecha, una sombrilla plegable plegada, la punta del mango asomado
por la funda.

Beckett, Samuel, Los días felices, ed. bilingüe y traducción: Antonia Rodríguez
Gago, Barcelona, Altaya, 1995, p. 127

Todos los objetos accesorios –o mejor dicho, los objetos que en la vida cotidiana
tienen un valor accesorio o instrumental− reciben en la obra una descripción más
minuciosa que la figura humana de los personajes principales: es importante que la bolsa
sea negra y que la sombrilla esté plegada, mientras que la mujer puede tener alrededor de
cincuenta años, ser preferentemente rubia (es decir que podría no ser rubia), regordeta y
bien conservada. El equivalente sería indicar cuánto debería pesar la mujer, para que sea tan
importante ese rasgo como que la bolsa de hacer las compras sea negra.
Detrás, a su derecha, durmiendo en el suelo y oculto por el montículo, Willie. Pausa
larga. Timbrazo agudo. Uno diez segundos. Se para. Winnie no se mueve. Pausa.
Timbrazo más agudo. Unos cinco segundos. Winnie se despierta. El timbre se para.
Levanta la cabeza, mira fijamente al frente. Pausa larga. Se gira, apoya las manos
abiertas en el suelo, vuelve la cabeza hacia atrás y mira fijamente al cenit. Pausa
larga. [Ídem, p. 131]

Es notoria, en esta cita, la alternancia entre datos muy precisos sobre todo lo que es
mecánico (la sonoridad y duración de los timbrazos) y la indeterminación respecto de, por
ejemplo, cómo es, físicamente, el personaje de Willie.

Winnie – (mirando fijamente al cenit) ¡Otro día divino! (Pausa. Vuelve a girar la
cabeza, mira al frente. Pausa. Enlaza las manos sobre el pecho. Cierra los ojos.
Plegaria silenciosa moviendo los labios: diez segundos. Labios inmóviles. Las
manos permanecen enlazadas. Bajo.) …Por Cristo nuestro señor, amén. (Abre los
ojos, desenlaza las manos y las apoya de nuevo en el suelo. Pausa. Enlaza de nuevo
las manos sobre el pecho. Cierra los ojos. Los labios se mueven en una última
plegaria silenciosa, unos cinco segundos. Bajo.)…siglos de los siglos, amén. (Abre
los ojos, desenlaza las manos y las vuelve a apoyar en el suelo. Pausa.) Comienza,
Winnie. (Pausa) Comienza tu día, Winnie.
[Nos damos cuenta de que Winnie se está hablando a sí misma.]
(Pausa. Se vuelve hacia la bolsa, revuelve dentro de ella sin cambiarla de sitio,
saca un cepillo de dientes, revuelve de nuevo, saca un tubo gastado de pasta de
dientes, se vuelve al frente, desenrosca la tapa del tubo, deja la tapa en el suelo,
saca con dificultad un poco de pasta que pone sobre el cepillo, sujeta el tubo con
una mano y se cepilla los dientes con la otra. Se vuelve púdicamente a la derecha y
hacia atrás para escupir detrás del montículo. En esa posición, observa a Willie.
Escupe, se estira hacia atrás y se inclina. Alto.) [Ídem, p. 131]

Por encima de lo que dice el personaje, tienen prioridad las banalidades de su ritual
al momento de despertarse, por ejemplo, el acto de lavarse los dientes.

¡Chis! ¡Chis! (Pausa. Más alto.) ¡Chis! ¡Chis! (Pausa. Dulce sonrisa mientras se
vuelve al frente. Deja el cepillo en el suelo.) Acabándose. (Busca la tapa.) En fin…
(Encuentra la tapa.) No tiene remedio. (Tapa el tubo.) Una de esas cosas viejas.
(Deja el tubo en el suelo.) Otra de esas cosas viejas. (Se vuelve hacia la bolsa.) No
tiene solución. (Revuelve en la bolsa.) Ninguna solución. (Saca un espejo pequeño,
se vuelve al frente). ¡Ah, sí! (Inspecciona sus dientes en el espejo.) Pobre, querido
Willie. (Examina los dientes superiores pasando el pulgar sobre ellos. Ininteligible.)
¡Dios mío! (Levanta el labio superior para inspeccionar las encías. Igual.) ¡Dios
santo! (Estira la comisura de los labios. Boca abierta. Igual.) ¡En fin! (Estira el
otro lado. Igual.) Ni peor. (Deja la inspección. Normal.) Ni mejor ni peor. (Deja el
espejo en el suelo.) Ningún cambio. (Se limpia los dedos en la hierba.) Ningún
dolor. (Busca el cepillo de dientes.) Casi ninguno. (Coge el cepillo de dientes.) Eso
es lo maravilloso. (Examina el mango del cepillo.) No hay nada igual. (Examina el
mango y lee.) Pura… ¿qué? (Pausa) ¿Qué? (Deja el cepillo en el suelo) ¡Ah, sí! (Se
vuelve hacia la bolsa.) ¡Pobre Willie! (Revuelve en la bolsa.) Ningún entusiasmo…
(Revuelve)...por nada. (Saca unas gafas de su funda.) Ningún interés... (Se vuelve al
frente) …por la vida. (Saca las gafas de la funda.) Pobre, querido Willie. (Deja la
funda en el suelo.) Siempre durmiendo. (Abre las gafas.) ¡Don maravilloso! (Se
pone las gafas.) No hay nada igual. (Busca el cepillo de dientes.) Creo yo…. (Coge
el cepillo de dientes.) Siempre lo he dicho. (Examina el mango del cepillo.) Ojalá yo
lo tuviera. (Examina el mango y lee.) Genuina, pura… ¿qué? (Deja el cepillo en el
suelo.) Pronto ciega. (Se quita las gafas.) En fin. (Deja las gafas en el suelo.) He
visto bastante. (Busca un pañuelo en el escote.) Supongo… (Saca el pañuelo
doblado.) Hasta ahora… (Sacude el pañuelo.) ¿Cuáles son aquellos versos
maravillosos? (Se limpia un ojo.) ¡Desdichada de mí! (Se limpia el otro.) Ver ahora
lo que veo… (Busca las gafas.) ¡Ah, sí! (Coge las gafas.) No me lo perdería.
(Comienza a limpiar las gafas echándoles vaho.) ¿O sí? (Frota.) Sagrada luz…
(Frota.) …que brota de la oscuridad,… (Frota.) …azote de luz infernal. (Deja de
frotar, levanta la cabeza, mira al cielo. Pausa. Baja la cabeza, vuelve a frotar, deja
de frotar. Gira a su derecha y hacia atrás.) ¡Chis! ¡Chis! (Pausa. Dulce sonrisa al
volverse hacia adelante. Sigue frotando. Deja de sonreír.) Don maravilloso. (Deja
de frotar. Pone las gafas en el suelo.) Ojalá lo tuviera yo. (Dobla el pañuelo.) ¡En
fin! (Vuelve a poner el pañuelo en el escote.) No puedo quejarme. (Busca las gafas.)
¡No, no! (Coge las gafas) No debo quejarme. (Sujeta las gafas y mira a través de
una lente.) Tanto que agradecer… (Mira por la otra lente.) Ningún dolor. (Se pone
las gafas.) Casi ninguno. (Busca el cepillo de dientes.) Eso es lo maravilloso. (Coge
el cepillo de dientes.) Nada comparable. (Examina el mango de cepillo.) Ligeros
dolores de cabeza a veces. (Examina el mango. Lee.) Garantizada, genuina, pura…
¿qué? (Mira de cerca.) Genuina, pura… (Saca el pañuelo del escote.) ¡Ah, sí!
(Sacude el pañuelo.) Ligera jaqueca de vez en cuando. (Comienza a limpiar el
mango del cepillo.) Viene… (Limpia) Se va… (Limpiando mecánicamente.) ¡Ah, sí!
(Limpiando) Tantas mercedes… (Limpiando) Abundantes mercedes. (Deja de
limpiar. Mirada fija, perdida, angustiada.) Las oraciones quizás no en vano…
(Pausa. Igual.) Por la mañana (Pausa. Igual.) Por la noche. (Baja la cabeza, vuelve
a limpiar, deja de limpiar, levanta la cabeza. Calmada. Se limpia los ojos, dobla el
pañuelo, lo mete en el escote de nuevo, examina el mango del cepillo. Lee.)
Totalmente garantizada, genuina, pura… (Mira más cerca.) …genuina, pura… (Se
quita las gafas, deja las gafas y el cepillo en el suelo, mira al frente.) Cosas viejas.
(Pausa.) Ojos viejos. (Pausa larga.) Adelante, Winnie. (Mira en torno suyo, ve la
sombrilla, la mira detenidamente, la coge, la saca de la funda. Mango de una
largura sorprendente. Sujetando el mango de la sombrilla con la mano derecha, se
gira a la derecha y hacia atrás por encima de Willie.) ¡Chis! ¡Chis! (Pausa.)
¡Willie! ¡Willie! (Pausa.) Don maravilloso. (Le pega con la punta de la sombrilla.)
Ojalá lo tuviera yo. (Le pega de nuevo. La sombrilla se le va de las manos y cae tras
el montículo. La pausa invisible de Willie se la devuelve inmediatamente.) Gracias,
cariño. (Pasa la sombrilla a la mano izquierda, se vuelve al frente y examina la
palma derecha.). [Ídem, p. 131-139]

Dejo acá la trascripción, porque no hay punto y aparte hasta que se despierte Willie.
Mi idea, con la cita de Los días felices, es que noten la diferencia de lenguaje entre Kafka y
Beckett y a la vez del parecido que tienen, en términos de lenguajes negativos. Estamos
marcando una distancia entre el texto de Kafka, mucho más siniestro, y este de Beckett,
mucho más banal, más liviano, para mostrar que la negatividad no es mayor (o más radical)
cuando es más sublime, sino cuando es más antisublime. Así como en Baudelaire el
lenguaje prosaico de la ciudad todavía contenía, como resto o elemento menos avanzado, a
las figuras románticas de lo demoníaco (la propuesta de acostarse con el diablo, por la
referencia a la almohada de Satán, que aparece al comienzo de Las flores del mal, o incluso
la figura misma del mal, que no está todavía lo suficientemente banalizada), del mismo
modo sucede en el lenguaje negativo kafkiano: hay algunos elementos que todavía
podemos relacionarlos con el terror gótico. Hay algo todavía siniestro en el lenguaje
kafkiano. Pero en la banalidad del lenguaje beckettiano estamos ante una oscuridad baja,
una oscuridad enteramente mundana, cotidiana, trivial. Una griseidad, más que una
oscuridad. Tan cotidiana y trivial como el acto de despertarse y lavarse los dientes y, a
continuación, envidiar al que es capaz (como Willie), por un “don maravilloso”, de seguir
durmiendo.
Es decir, el lenguaje artístico se negativiza no en la dirección de lo sublime: la
intensidad, la presencia de la muerte o de lo suprasensible (aunque lo suprasensible sea una
facultad del sujeto, como en Kant), sino en la dirección contraria: lo carente de intensidad,
lo cotidiano rutinario, lo monótono, la repetición de rituales sin sentido. El rezo a media
voz Winnie lo realiza mientras desarrolla acciones absolutamente triviales, como parte
constitutiva de esas acciones mecanizadas.
Podemos pensar este oscurecimiento del lenguaje beckettiano, que es característico
del lenguaje de la obra de arte moderna, como un oscurecimiento paradójico, un
oscurecimiento que se produce por medio de una luz enceguecedora, de una luz que parece
la de los interrogatorios ilegales en una comisaría. Recuerden la indicación escénica inicial
que da el texto de Beckett: tiene que haber en el escenario una luz enceguecedora. Los
colores que predominan en los escenarios beckettianos son el amarillo y el naranja. Esos
colores hacen que la luz del escenario sea más enceguecedora aún y que los reflectores den
la idea de que la luz quema, como si fuera una luz en el medio del desierto, una luz en un
paisaje yermo. Winnie está enterrada hasta la cintura en un montículo de hierba seca, y no,
por ejemplo, en una tierra húmeda, que podría dar idea de fertilidad. Por lo tanto, podemos
pensar que esa luz mata todo lo que está debajo de ella: personas, animales, plantas, todo lo
que está vivo.
En el desarrollo del ritual de Winnie, que se repite hasta en los mínimos
movimientos (pareciera que uno estuviera leyendo siempre lo mismo, y esa es la idea:
marcar la repetición como repetición, casi sin variaciones), ella se pregunta: ¿cómo hace
Willie para poder seguir durmiendo? ¿Cómo es que tiene ese “maravilloso don”? Por un
lado, ella envidia al que duerme, porque todavía no ha despertado a su propia rutina. Pero,
otro, reconoce que debería estar agradecida de estar despierta, porque, mientras está
despierta, no siente prácticamente ningún dolor intenso, sino apenas la acostumbrada
jaqueca, que no es ni muy intensa ni tampoco tan leve como para no sentirla. El suyo es un
dolor tolerable, compatible con la vida. La jaqueca quizás es producto del insomnio: no
sabemos desde cuándo está despierta. Winnie se dice a sí misma que debería estar
agradecida de no tener un dolor realmente intenso. Es decir, la forma en la cual aparece el
dolor en Los días felices es la de lo tolerable. Es un dolor ni muy intenso ni tampoco
inexistente, casi como una señal de que se está viva, mientras que el ritual parece indicarle,
en su repetición sin cambios, que podría estar muerta o que su vida es la de una zombie.
Ahora bien, sólo puede expresarse así sobre su vida, como se expresa Winnie, quien
la vive como una vida no verdadera. No es que en Winnie se exprese un sujeto inexistente
porque ella sería ese sujeto inexistente. Ella es, podríamos decir, un sujeto medio entre
todos los sujetos sufrientes. Una muestra o un caso. Pero ¿qué es lo que hace la obra de
Beckett con un personaje como el de Winnie, para expresar negativamente, por medio de la
no comunicación, a un sujeto inexistente?: que Winnie viva su vida, tal como se la ve y se
la escucha en el escenario, en todo lo que tiene de no vida. No es que el personaje hable,
por contraste con su vida, de cómo sería la vida verdadera, como si fuera un sujeto
iluminado o un sujeto que sueña con otra vida y puede contarla como lo otro de la vida
falsa. El lenguaje negativizado por Beckett habla en términos más exactos de lo que la vida
vivida tiene de vida no verdadera, de vida falsa, que el lenguaje kafkiano, en la
comparación que hicimos. La situación kafkiana es todavía sublime (el sufrimiento, en
términos de terror, tiene algo de sublime), la beckettiana, no: es una situación cotidiana,
banal, una especie de “muerte en vida”, a la que los personajes están acostumbrados. En la
medida en que la situación kafkiana del comienzo de En la colonia penitenciaria es desde
el comienzo excepcional, parece y es, diríamos hoy, una situación concentracionaria.
Estamos inmersos en un lugar de castigo desde la primera frase. Mientras que en la
situación de partida de Los días felices, justamente, de lo que la obra no va a hablar es del
título: los días felices. Los días felices es lo que en la obra no hay.
Adorno iba a dedicarle Teoría estética a Beckett (no lo hace porque la obra no llega
a concluirla y publicarla en vida: Teoría estética se publica en 1970, a un año de su muerte
de Adorno). Beckett, al igual que Paul Celan, son para Adorno los artistas que negativizan
el lenguaje en su sentido no sublime que es, paradójicamente, el más afín a la experiencia
concentracionaria (Celan es un sobreviviente de un campo de concentración, no así
Beckett). Pero se trata de lenguajes, para Adorno, que marcan cuál es el estado del lenguaje
artístico después de Auschwitz: un lenguaje que emula al silencio, un lenguaje hermético.
El lenguaje negativo es, precisamente, un lenguaje no comunicativo. Dice Adorno respecto
de Celan y el hermetismo de su poesía:

El alejamiento de la obra de arte respecto de la realidad empírica se ha convertido


en el programa explícito en la poesía hermética. A la vista de sus obras de calidad
(piénsese en Celan), se podría preguntar hasta qué punto son de hecho herméticas;
aislamiento no significa incomprensibilidad, según anotó Szondi. En vez de esto,
habría que suponer una conexión de la poesía hermética con momentos sociales.
(…) Los seres humanos ya sólo son alcanzables artísticamente mediante el shock
que le da una patada a lo que la ideología pseudocientífica llama comunicación; el
arte sólo es íntegro donde no participa en la comunicación. (…) Los poemas de
Celan quieren decir el horror extremo sin nombrarlo. Su contenido de verdad se
convierte en algo negativo. Imitan un lenguaje por debajo del lenguaje desamparado
de los seres humanos, por debajo de todo lenguaje orgánico, el de lo muerto de las
piedras y las estrellas. Se dejan de lado los últimos rudimentos de lo orgánico; llega
a sí mismo lo que Benjamin decía sobre Baudelaire: que su poesía no tiene aura.

Adorno, T. W., Teoría estética, trad. Jorge Navarro Pérez, Madrid, Akal, 2004, pp.
425-426
Esta aproximación extrema del lenguaje hermético de la poesía a lo aorgánico se da
a partir de un enmudecimiento del lenguaje, un acercamiento a la máxima negatividad
posible: el silencio, el silencio como la negación a expresarse en términos humanos, en
términos de lenguaje, en términos de lo orgánico o lo vivo. La negatividad aparece, en su
forma más afín a la experiencia concentracionaria, como silencio, como el silencio de la
muerte, ya no, simplemente, como lenguaje sin aura, como lenguaje técnicamente
reproductible, podríamos decir, como lenguaje que no tiene ritual de origen. Ahora bien,
sólo se puede entender ese enmudecimiento del lenguaje de la poesía hermética (de
Mallarmé a Celan) si se lo relaciona con la sociedad pre y post Auschwitz a la que la obra
celaniana se cierra (y se cierra en términos de incomunicación).
El lenguaje negativizado es un lenguaje no expresivo; un lenguaje que no hace una
comunicación del dolor en términos de intensidad. El lenguaje de Beckett es un lenguaje
desublimizado. Todas las acciones que realiza un sujeto vivo cuando empieza su día –como
Winnie- son acciones de un muerto-vivo, de un zombie. En cambio, el aparato que aparece
en el relato de Kafka, En la colonia penitenciaria, como es una sofisticadísima máquina de
producir dolor, todavía podemos asociarlo a las formas sublimes del terror, propias de la
estética burguesa (el terror gótico). La presencia del aparato mismo es la de un elemento de
intensidad. Consideramos que, por ser un relato de terror, lo que va a suceder nos va a
acelerar el pulso. De hecho, un podía comparar el lenguaje kafkiano con otros lenguajes del
horror como género, por ejemplo, el de Lovecraft en El color que cayó del cielo o El horror
de Dunwich.
Este es el horizonte de negatividad en el que debe pensarse la obra de arte moderna:
la palabra, como lenguaje artístico, se erosiona hasta el punto de que ya no puede
comunicar nada. No se trata, para Adorno, de si la obra en cuestión es más o menos
horrorosa, en términos de recepción, sino de si es más o menos negativa en su lenguaje, es
decir, más avanzada en términos de negatividad como no comunicación. La negatividad es
no es sinónimo de sublimidad, sino de no sublimidad. Desde el punto de vista del receptor,
la obra kafkiana produce quizás un malestar propio del terror, en tanto el terror nos instala
en una situación de excepción.
Si la aparición de un sujeto emancipado es posible sólo y recién dentro del lenguaje
del arte moderno, ni antes ni después, no es porque la esfera artística esté predestinada para
eso, sino porque la sociedad burguesa se configuró históricamente de manera tal que al arte
le quedara esa función, mientras perdía todas sus funciones cultuales. En este sentido, el
arte que está en condiciones de expresar en el lenguaje negativo al sujeto emancipado es un
arte que no alegra ni entretiene a los pueblos, ni contribuye a crear entre los hombres y
mujeres un lazo social. Es decir, en el mismo momento en que el arte es capaz de expresar
lo que no se puede expresar en la sociedad, se vuelve incapaz de hacer algo por ella.
Podemos decir: el arte, que es en lo expresivo es omnipotente, es en lo social impotente. El
arte moderno pierde todo lo que el arte pre-moderno tenía de aporte a la cohesión de la
sociedad; todo lo que lo hacía parte de lo identitario de una ciudad-Estado o de un Estado-
nación. Por integrarse socialmente a la vida burguesa como negación de esa vida es que el
arte moderno puede desarrollarse en dirección a la verdad, pero como verdad es la verdad
de una falsa conciencia. Las condiciones por las cuales en la sociedad nada es verdadero
son las mismas que hacen que el arte sea la esfera donde la verdad puede expresarse.
De acuerdo con la dialéctica entre libertad y no libertad, entre libertad y coerción, en la
única esfera donde no existió la coerción fue en la esfera del arte, una vez que el arte ganó su
autonomía. Por eso es en la esfera del arte –a través del lenguaje negativo de la modernidad
artística- donde aparecen los indicios de un sujeto emancipado. Ese sujeto es para Adorno el
verdadero sujeto de la obra de arte. Con ese sujeto no debe confundirse al productor ni al
receptor de la obra de arte, porque ni uno ni otro están más aventajados que el resto de la
sociedad como para salvarse de la cosificación, aunque sí sean las partes necesarias para que
pueda expresarse lo no idéntico (lo que no puede expresarse en la sociedad a través del
concepto).
Si la aparición de un sujeto emancipado es posible dentro del lenguaje del arte
moderno –y no antes ni después- no es porque la esfera artística esté predestinada para que se
exprese en ella el sujeto emancipado, sino porque la sociedad se configuró históricamente de
una manera tal que hizo que al arte le quedara esa función, mientras se lo privaba de todas las
demás. De hecho, al mismo tiempo que ingresaba en la modernidad, el arte perdía sus
funciones cultuales y renunciaba a toda posibilidad de contribuir al vínculo social. Por
integrarse socialmente a la vida burguesa -como la negación de esa vida- es que el arte puede
desarrollarse en dirección a la verdad. Las condiciones por las cuales en la sociedad nada es
verdadero son las mismas que hacen que el arte se convierta en la esfera donde la verdad
puede expresarse.
Ahora bien, si en la esfera artística puede tener lugar la verdad, es porque la dialéctica
que se encamina hacia ella permite que las obras se expresen en un lenguaje con otro tipo de
universalidad que la del concepto. Ese lenguaje no es un lenguaje comunicativo (conceptual),
sino mimético (no conceptual). Por eso el arte y la filosofía no deberían existir en una sociedad
emancipada.
La obra de arte puede ser verdadera porque la sociedad a la que esa obra se cierra (con
la que se incomunica) es falsa. Es imposible pensar cómo sería el arte si la sociedad hubiera
sido diferente. O qué lugar habría ocupado. Es más, como el arte es lo que es (la negación de
la sociedad dentro de la sociedad) porque la sociedad es falsa, su existencia sólo puede
pensarse dentro de las coordenadas de un mundo como éste, donde la emancipación social no
se ha logrado aún.
Para ser esa esfera privilegiada, el arte tiene que convertirse en una especie de reducto
en el que son posibles todas las cosas que resultan imposibles en el mundo real. Pero ese
privilegio le cuesta el hecho de no poder expresarse en un lenguaje positivo. De ahí que la
dialéctica que despliega el arte en dirección a la verdad vaya de la positividad del arte clásico a
la negatividad del arte moderno. A mayor negatividad –esto es, a mayor incapacidad de
comunicarse-, mayor cercanía respecto de la verdad.
El contenido de verdad del arte moderno, entonces, es tenebroso, porque lo que
expresa es la imposibilidad de lo que debería ser. Lo que dice, cuando logra hablar en un
lenguaje cercano al silencio –como en el caso de Beckett, a quien Adorno iba a dedicarle
Teoría estética, de haberla podido publicar en vida-, es verdadero por revelar la pérdida de
atributos del mundo real y evocar aquel otro, el que no fue, por la presencia insoportable de lo
que no debería ser.
Lo que no fue no es una positividad escondida, completa y cerrada en sí misma, como
un mundo aparte, que el artista lo conoce por el atributo de su intuición y el receptor –vuelto
filósofo- lo reconoce porque hace de intérprete entre el lenguaje de los artistas y la verdad. Si
así fuera, la dialéctica de la apariencia artística contendría el programa correcto de cómo
debería haber sido el mundo real, sin necesidad de saber cómo fue realmente el mundo como
para que el arte se constituyera en la esfera que lo niega. Pero el lugar que el arte pasa a ocupar
respecto del mundo depende de que el mundo se haya torcido en la dirección que lo hizo, que
se haya alejado de la emancipación humana en el mismo momento en que dentro de él estaban
dadas las condiciones materiales para que ésta fuera posible. Hace falta que la sociedad se
encamine hacia la totalidad para que la praxis que quiera cambiarla se vuelva impotente
mientras el arte se vuelve omnipotente dentro de su incomunicación con el mundo. De todos
modos, la impotencia de la acción acontece en el mundo real y la omnipotencia del arte, en
otro, en el que lo niega y, por lo tanto, no es real. La escisión entre ambos es lo que hace
posible que todo quede igual.
Para que el arte fuera una esfera privilegiada respecto de cualquier otra, hacía falta que
alcanzara su autonomía. Sólo siendo autónomo se convierte en lo contrario de la sociedad,
pero dentro de la sociedad. La autonomía del arte es correlativa de una idea de humanidad. El
proceso que lleva a esa autonomía se inicia con el humanismo del siglo XV y se termina de
definir con la ilustración del XVIII. No obstante, la libertad que en el terreno del arte parece
irrevocable es la misma que en la sociedad se vuelve imposible. El supuesto de que los
hombres son libres aún en cadenas es el que permite dejar de subordinar el arte a la metafísica
y a la moral. Pero sólo si la sociedad no cumple con la promesa de una vida más libre es
posible pensar que el arte es el reino de la libertad. En un contexto de mínima libertad
empírica y máxima libertad inteligible el arte aparece como enteramente autónomo, por
haberse emancipado tanto de las viejas autoridades (la verdad y el bien) como de la artesanía
y, por extensión, del trabajo manual, del que antes nunca terminaba de diferenciarse.
Si el arte tardó tanto en llegar a ser autónomo es porque la sociedad debía crear, al
mismo tiempo que frustrar, las condiciones de la emancipación humana. Y eso recién ocurrió
con la sociedad burguesa. En la medida en que la sociedad burguesa frustró lo que el
pensamiento reclamaba, el arte se volvió el receptáculo de lo negado por ella. Al presentarse
no como algo socialmente provechoso sino como algo que no puede justificar su existencia
ante la pregunta puritana por su utilidad, el arte gana un espacio que es por sí mismo una
crítica a la sociedad que lo integra.
Aunque la sociedad burguesa lo integre como su negación, y por eso se permita
paladearlo como parte de su propio ocio, no por eso el arte deja de denunciar el rebajamiento
general que sufrieron todas las cosas que no pertenecen a su esfera. En la medida en que él es
autónomo, porque crea y sigue sus propias reglas, todo lo que no es él, y que él niega, se
caracteriza por la heteronomía, por el sometimiento a las reglas de una sociedad basada en el
intercambio. Lo que queda fuera de su ámbito es porque es un mero medio, algo que no vale
por sí mismo sino que vale por servir para otra cosa. La existencia de lo extra-artístico se
revela como rebajada, y lo que revela ese rebajamiento es la existencia de lo artístico.
Lo que al arte le permite resistirse a ser fagocitado por la sociedad es la incomunicación
con ella. El arte llega a ser moderno porque reproduce lo que fuera de su esfera es invisible: el
carácter abstracto e infinitamente mediado de una sociedad basada en el intercambio. La
sociedad penetra en la esfera del arte sin que él la imite, pero en la imposibilidad de imitarla
que tiene el arte moderno se revela aquello en que la sociedad se ha convertido y en que se han
convertido los hombres sin que ni una ni otros puedan verlo.
El momento histórico de la autonomía del arte –la sociedad burguesa- coincide con el
nacimiento de la estética. Es un momento histórico en el que sólo el arte reúne las
características para que la expresión de un sujeto emancipado -que no se puede expresar en
la sociedad- se exprese en un ámbito que niegue la sociedad. El arte sólo tiene relación con
la verdad -como expresión de lo no idéntico, como expresión de lo que no puede expresarse
en la sociedad- en una sociedad no emancipada.
Si el arte moderno tiene alguna relación con la verdad, dentro de ese lenguaje
negativo, es precisamente porque existe en una sociedad falsa. Esto es lo que se vuelve
consciente en el lenguaje de las obras modernas que, para Adorno, son paradigmáticas de la
negatividad, como las de Joyce y Beckett.
Cuando habla de sociedad falsa, Adorno se refiere a la sociedad no emancipada, es
decir, la sociedad burguesa y la sociedad de masas. Para Adorno la segunda es una
continuación de la primera, en tanto la condición burguesa, para él, es la única condición
humana existente, desde Odiseo hasta el siglo XX. La concepción de una sociedad falsa no
refiere a alguna sociedad particular, sino a una sociedad donde no ha habido emancipación
humana. El lenguaje artístico, para negativizarse, necesita de la autonomía artística que el
arte alcanza en la modernidad (aunque la autonomía del arte respecto de la moral y de la
metafísica convierta a las obras artísticas en mercancías). De lo contrario, el arte sería como
en la antigüedad: un arte identitario, algo que cumple, incluso, la función de alegrar la vida
de los pueblos, o de generar una experiencia catártica que en la vida cotidiana no hay –me
refiero a una experiencia moral catártica, en los términos de la Poética de Aristóteles-. Son
funciones que el arte moderno ha perdido: no es un arte para disfrutar, para alegrarse o para
distraerse, ni es un arte para buscar intensidad en él. Cualquiera de las funciones sociales
que cumpliera el arte premoderno, no autónomo, el arte moderno no las tiene.
Para Adorno, el arte moderno paga un precio altísimo por tener alguna relación con
la verdad; por tener esta capacidad de negativizarse. Se desvincula de la comunicación y, al
hacerlo, se desvincula también de toda posibilidad de alegrar a los hombres. Digo “alegrar a
los hombres” sin ninguna ironía: es lo que señala Lukács como parte de las funciones que
tiene que recuperar el arte después de la revolución: ser una forma de celebración social,
una forma de cohesión social, cumplir una función de reconocimiento de los hombres entre
sí. Que un griego piense “Yo no soy Fidias, pero Fidias es lo griego y yo soy griego” indica
que el arte tiene una función identitatia. Es esta idea de lo identitario la que el arte moderno
es incapaz de crear o recrear. Lo que tiene lo artístico de colectivo es lo que genera en un
griego –en un contexto de ciudadanía restringida- una pertenencia a lo griego en el arte. El
arte afianza la pertenencia a una comunidad en el mundo precapitalista, para Lukács.
Por eso, cuando yo decía que el arte moderno perdió todas sus funciones culturales
me refería a todo lo que el arte tiene de fiesta –la expresión es de Gadamer-, de celebración
colectiva. Tengan en cuenta que buena parte del arte contemporáneo va a enfatizar el
“factor fiesta”, como una forma de recuperar la capacidad que el arte tenía de generar
participación en una celebración colectiva, en lugar de experiencia estética como recepción
individual.
Para Adorno, en una sociedad falsa, es decir, en una sociedad que no ha logrado la
emancipación humana, lo verdadero sólo puede existir de manera paradójica: en
contradicción con la sociedad, pero dentro de ella. Así sucede con el arte. De ahí que el arte
no pueda no ser, en ninguna sociedad no emancipada, ideología. El arte es verdadero
porque la sociedad es falsa.
El arte no es verdadero en sí, sino que compensa, como todo lo que hace las veces
de ideología, lo que la sociedad no tiene. Aquí es donde aparece la relación entre verdad e
ideología: lo que es verdadero en una sociedad falsa hace las veces de compensación por lo
que la sociedad no tiene, es decir, se convierte en ideología. Esta misma función cumple
por ejemplo, para Adorno, en Minima Moralia, la moralidad. En la medida en que
compensa lo que la sociedad no tiene, contribuye a tolerarla y, en algún punto, a que siga
siendo tal cual es. Pero si no existiera la moralidad, la vida sería todavía peor. Esto es lo
paradójico. Si alguien borrara de la vida falsa todo aquello que hace las veces de ideología,
la vida sería, no más verdadera, sino intolerable. Porque la relación que el arte tiene con la
sociedad, en términos de expresar lo verdadero (lo no idéntico, lo que no expresa el
concepto), la tiene por ser una sociedad falsa.
Podemos preguntarnos, para entender a Adorno, por qué algo puede ser verdadero
en la sociedad falsa: porque no puede expresarse. Y si se expresa, lo hace negativamente.
Es decir, hay un sujeto no emancipado que expresa su no emancipación de un modo tal que
pone, en el modo de lo verdadero, lo falso: es la verdad de una falsa conciencia. Winnie
expresa, con cada uno de sus actos, incluido el de hablar, la vida no emancipada en lo que
tiene de no emancipada. La verdad del lenguaje negativo es la verdad de la falsedad; es la
verdad de la vida falsa. La respuesta a la pregunta por la vida verdadera siempre se hace
desde el punto de vista de la vida falsa.
Adorno hace mucho hincapié en que un sujeto no puede imaginarse a sí mismo
como siendo habitante de un mundo que todavía no existe, es decir, no puede saber cómo
sería el propio yo en circunstancias en que no existiera la alienación, la necesidad de
oprimir a otros hombres. Justamente ahí radica lo ilusorio de la trasposición imaginaria del
yo a una situación de vida verdadera: en creer que el propio yo sería seguiría siendo el
propio yo en esa otra vida desconocida. Por eso el yo no se puede pensar a sí mismo dentro
de una vida verdadera que desconoce cómo es; el individuo verdadero es un sujeto del
lenguaje negativo de la obra de arte moderna, pero que no tiene una expresividad en
términos positivos que no sean en el lenguaje de lo utópico. Pensemos en las utopías
renacentistas, que describían cómo sería la vida en una isla donde, por ejemplo, no existiera
el Estado. Casi todas las utopías tienen ese tópico: describir con lujo de detalles, en una
situación insular, una sociedad que sigue principios distintos que la sociedad vigente; desde
la República de Platón a la Utopía de Tomás Moro, siempre se tiene que explicar con cierto
detalle el funcionamiento de esa sociedad, pero lo que no se puede explicar es cómo se
llega a ella. Todos los socialismos utópicos y todas las formas utópicas que describen la
sociedad emancipada tienen ese componente literario, donde lo que se desarrolla en
lenguaje positivo es una sociedad a imagen y semejanza de la existente, pero sin los males
que hacen de ésta una sociedad no emancipada. El deseo, en la sociedad no emancipada, se
genera de una manera neurótica: se desea otra cosa que lo que se tiene, no lo que se tiene.
De ahí el fracaso, en todas las épocas, de la representación de la vida verdadera: quien se
representa la comunidad sin propiedad como la vida verdadera es alguien que vive en una
sociedad con propiedad privada y quiere crear –o crea- una sociedad alternativa.
De la misma manera, Winnie no puede hacer otra cosa que contar su deseo de tener
el don maravilloso de Willie –el don de dormir profundamente-, en lugar de soportar su
jaqueca. Al reconocer que tener jaqueca es un dolor mínimo y esa podría ser su felicidad,
en Winnie hay un indicio del sujeto emancipado, pero expresado de manera negativa. La
literatura que se expresa en lenguaje negativo no es la que se queja de la falsedad de la vida
falsa –una literatura social o una literatura de denuncia-, sino la que es capaz de expresar de
la manera más parecida a la falsedad de la vida lo que la vida tiene de falsa. Es decir, lo que
tiene de banal el lenguaje de Winnie se ajusta más a la descripción de lo falso de la vida
falsa que lo que tiene de siniestro y oscuro el lenguaje kafkiano. La vida falsa no se mide en
términos de tenebrosidad como intensidad, en términos de terror, sino en términos de
negatividad entendida como trivialidad, banalidad, repetición, rutina, monotonía, griseidad.
Los grises de Beckett son más negativos, en términos adornianos, que los negros intensos
de Kafka.
Cuando ya no se puede advertir, en lenguaje positivo, lo que la sociedad tiene de
concentracionario (porque lo concentracionario se ha banalizado), el lenguaje es más
negativo que cuando lo concentracionario está más descripto y se vuelve más terrorífico. Es
por terrorífico que el lenguaje kafkiano todavía produce identificación. El lenguaje artístico
es más negativo en Los días felices, cuando esa no vida se le ha convertido a Winnie
prácticamente en hábito, que cuando se nos hiela la sangre por la descripción de la cantidad
de cadenas y subcadenas con que está sujetado el condenado de En la colonia penitenciaria
antes de la ejecución.
Adorno llega a decir, en el capítulo 1 de Teoría estética, que el arte preautónomo
tiene muy poco que ver con el concepto que tenemos de arte. Es decir, al modo como se
desarrollaba el arte antes de la modernidad, nosotros no lo llamaríamos arte. Cuanto más
integrado está el arte a la vida menos se parece a lo que entendemos por arte una vez que lo
conocemos a partir de su autonomía. Todo lo que nos lleva a definir como tal al arte
preautónomo lo hacemos desde el concepto de arte que se instala a partir del momento de
su autonomía. Entonces, incluso el arte relacionado con la instrumentalidad, con la
artesanía, con la decoración, lo analizamos en lo que pueda tener de autónomo, y no en lo
que tiene de preautónomo. Una misa de Bach la analizamos en todo lo que no tiene de
misa, y no en todo lo que sí tiene de misa, de servicio a un ritual; apreciamos como belleza
lo que tiene de no cultual, no lo que tiene de cultual; no digo que no consideramos ese
aspecto cultual de la misa, sino que lo que nos hace escuchar esa misa es lo que no tiene de
misa: la composición musical. Lo que permite escuchar una misa como una no misa -poner
un CD y separar lo que se escucha como música de la situación religiosa para la que fue
compuesta-, es la prevalencia del concepto de obra de arte autónoma. En este sentido, la
relación que el arte preautónomo tendría con la verdad es leída desde el arte autónomo. Y
así es que vamos a buscar todo lo que las obras que no eran autónomas tenían de autónomas
(porque esas obras alguna autonomía tendrían).
Para Adorno ni el receptor ni el productor son el sujeto de la obra de arte. El sujeto
de la obra de arte es un sujeto inexistente: el sujeto emancipado. Por eso está expresado en
lenguaje negativo. Ahora bien, teniendo en cuenta esto, si nos centramos en el problema del
receptor, no hay manera de el sujeto-receptor no esté escindido: el disfrute de la obra de
arte se realiza en una esfera particular, separada de las otras esferas (económica, familiar,
política, religiosa, etc.). El disfrute estético supone que a la esfera del arte, en la sociedad
burguesa, se le concede una libertad que al resto de las esferas no se les concede. Mientras
todas las demás esferas: la económica, la religiosa, la política, etc., son heterónomas, la
esfera artística es la de la autonomía. Por ejemplo, en las otras esferas, todo es medio para
un fin. En la esfera artística, todo es fin en sí mismo. En las otras esferas, todo es cosa
valuable en términos de dinero. En la esfera artística, toda cosa es valuable en términos de
dinero de acuerdo con una lógica que no es la misma que la de las otras esferas, porque un
pedazo de trapo pintado puede llegar a valer millones de dólares, y otro pedazo de trapo
pintado puede no valer nada. Aparece la figura del mercado del arte como un mercado que,
en principio, en la época burguesa, delata la autonomía del arte. Podemos decir: dado que
el arte es autónomo, las obras de arte pueden valer de una manera distinta que los útiles. El
tipo de cosa que es la obra de arte delata su autonomía en el hecho de que puede establecer
su valor también de manera autónoma, respecto del mercado a secas. Insisto: esto es así, en
el nacimiento de la sociedad burguesa y el de la estética. Ahora bien, es cierto que la
autonomía del arte lo es respecto de la metafísica y de la moral. Pero esto no significa que
la obra de arte se pueda desvincular totalmente de la esfera mercantil. En ese sentido, el
mercado del arte se rige por valores económicos que no son los mismos del mercado a
secas, por lo cual objetos que no tienen intrínsecamente ningún valor pueden llegar a valer
millones de dólares. Todo lo que en el mundo del arte tiene carácter de cosa tiene a su vez
un valor de cambio que es incomparable con lo que se considera el valor de cambio de ese
mismo objeto fuera de la esfera del arte. Esta relación, en lugar de encubrir la relación entre
el valor de uso y el valor de cambio en la sociedad del intercambio, lo que hace es
desnudarla. En lugar de que el fetichismo de las mercancías quede encubierto por la
autonomía de la obra de arte es desencubierto por la existencia de las obras de arte. El
hecho de que exista la esfera del arte es testimonio de que los valores de cambio en la
sociedad de intercambio son arbitrarios, o si quieren ustedes, humanos, y no objetivos. Con
lo cual, además, son modificables. Esos valores no tienen ningún peso metafísico. Los
valores económicos –del mismo modo que los valores económicos de las obras de arte- son
impuestos humanamente y, en ese sentido, por humanamente creados, humanamente
susceptibles de ser depuestos. Verdaderamente, la arbitrariedad de la sociedad del
intercambio se pone en evidencia en el mercado del arte, en lugar de ser encubierta por el
mercado del arte.
Si la esfera artística es el reino de la libertad, el reino de los fines –diríamos en el
lenguaje de la ética kantiana-, la sociedad es el reino de los medios. Lo que a las obras de
arte les permite resistirse a ser fagocitadas por la sociedad es simplemente la
incomunicación con ella. No hay nada en las obras de arte, metafísicamente hablando, que
las haga un en sí distinto de las cosas de este mundo. No hay ningún misterio metafísico en
la mercancía producida como arte. Simplemente, la incomunicación con la sociedad
convierte las obras de arte en algo que se vuelve más dificultosamente subsumible a la
lógica del intercambio que las cosas que fueron creadas dentro de esta lógica.
De este modo, aquí tenemos otro vuelco dialéctico: la obra de arte no tiene, en tanto
cosa, ningún misterio metafísico, es un objeto cualquiera, no tiene nada que la haga en sí
valiosa, y lo único que la hace valiosa –y en términos inconmensurables con el mercado
propio de la sociedad del intercambio- es la incomunicación que tiene con ella. Es como si
ese objeto artístico se volviera un objeto que no es de este mundo simplemente porque está
incomunicado con él, y no porque tenga un en sí que lo haga verdadero, un en sí que lo
haga un objeto otro respecto de la sociedad. Qué es esto: un pedazo de tela pintado con
unos colores que se compran en un negocio, y que tienen un valor de cambio X. No hay
ningún misterio. Cualquiera podría hacerlo, y cualquiera puede aprender a hacerlo. Es un
saber que se aprende en las escuelas. No hay nada por lo cual ese objeto pueda ser
considerado como no de este mundo.
Y sin embargo, el gesto burgués es el de separarlo del resto de los objetos, no
porque tenga algo particular en tanto objeto, sino por la mínima o máxima incomunicación
con la sociedad que tiene ese objeto, lo cual hace que se sustraiga a la fagocitación
inmediata, típica del objeto del intercambio. A partir de que se hace ese reconocimiento de
que el objeto está incomunicado respecto de la lógica social, ya no puede ser
mercantilizado en los términos de la sociedad del intercambio. Por ejemplo, si alguien
quisiera pagar por él tendría que pagar un precio simbólico; rematarlo, y ver quién da más
por él, en tanto el valor, precisamente, se lo fijan voluntariamente los seres humanos. Es
decir, en realidad, todos los precios son producto de la voluntad humana en la sociedad del
intercambio, pero aparecen como objetivos, mientras que los precios de las obras de arte
desnudan ese carácter voluntario, instituido.
El momento en el cual la sociedad se puede concebir como falsa es el momento en
que el arte puede tener alguna relación con la verdad, esto es, una relación de su lenguaje
con la verdad. Ahora bien, en el mismo momento en el cual se establece esa relación del
arte con la verdad, inevitablemente, se puede empezar a leer la historia del arte,
retrospectivamente, como teniendo una relación con la verdad. Por eso, en mi opinión,
algunos intérpretes de Adorno, como Albrecht Wellmer, simplifican su lectura, al decir que
en la medida en que hay arte, hay alguna relación con la verdad, como si fuera una
dialéctica cerrada que lleva a que en Beckett haya más verdad que en Fidias (para lo cual en
Fidias tiene que haber algún grado de verdad). Y no es mecánicamente así: no es una
dialéctica espiralada y ascendente, de los mínimos grados de verdad (de la negatividad
cero, digamos) a los máximos grados de verdad (la negatividad a la enésima potencia, la
negatividad beckettiana). Eso es una caricatura de la dialéctica abierta. En todo caso, el
momento de la autonomía de la obra de arte es fundante de la relación arte-verdad y
permite encontrarla hacia atrás y hacia adelante, pero esto no significa que la verdad
progrese porque los materiales artísticos se agotan y, en la medida en que se agotan, los que
se empiezan a utilizar en su lugar son más verdaderos que los anteriores. Esto sería
equivalente a decir que una poesía prosaica es más verdadera que una poesía rimada, en ese
sentido lineal; o sería como decir que los cantares de gesta en tanto arte popular no son
verdaderos por lo que tienen de servidumbre a algo que no es el arte por sí mismo y, en
cambio, los poemas de Stefan George o de von Hofmannsthal son, en lo que tienen de
autónomos por su lenguaje negativo, más verdaderos, y que, de la Edad Media a la
Modernidad, ha progresado la verdad. En ninguna dialéctica –tampoco en la dialéctica
hegeliana- hay progreso. Comparen, si no, la estética de Hegel con la estética de Adorno.
Tampoco para Hegel la forma romántica es “más verdadera” que la forma clásica,
simplemente porque los dioses griegos son menos parecidos a la Idea que el Dios de los
monoteísmos. En la dialéctica adorniana, al no haber una Idea, el problema de la
negatividad (en su relación con la verdad) es más complejo. Porque lo verdadero es lo no
idéntico, no lo idéntico.
La de Adorno es una estética objetivista sin un contenido invariante –me refiero a un
contenido invariante como es la Idea en la dialéctica hegeliana. No hay en Adorno un
equivalente de la Idea hegeliana que se manifieste en un material artístico sensible ni tampoco
un equivalente del hecho de que esa Idea, manifestada en el material artístico sensible, se
corresponda con el modo en el cual los hombres se representan a los dioses (o a lo divino).
En Dialéctica negativa, en el punto 2 del tercer modelo de la tercera parte (el modelo
dedicado a la metafísica), Adorno hace una reflexión respecto del lugar que tiene el arte dentro
de la cultura que sirve de algún modo para enmarcar el problema de la negatividad dentro de
Teoría estética. En ese punto, retoma el final de un ensayo suyo de 1955, “Crítica cultural y
sociedad”, a partir del cual se había malentendido que él habría querido decir que “no se puede
escribir un poema después de Auschwitz” (algo que Adorno nunca dijo ni escribió, pero que
suele repetirse como si lo hubiera dicho, muchas veces porque no se conoce la totalidad del
texto donde lo habría dicho). Transcribo ahora el final del ensayo “Crítica cultural y
sociedad”, publicado en el libro homónimo. Y luego vemos cómo Adorno lo retoma en
Dialéctica negativa.
Cuanto más total es la sociedad tanto más cosificado está el espíritu y tanto más
paradójico es su intento de liberarse por sí mismo de la cosificación. Hasta la más
afilada conciencia del peligro puede degenerar en cháchara. La crítica cultural se
encuentra frente al último escalón de la dialéctica entre cultura y barbarie. Luego
de lo que pasó en el campo de Auschwitz es cosa barbárica escribir un poema y
este hecho corroe, incluso el conocimiento que dice por qué se ha hecho hoy
imposible escribir poesía. El espíritu crítico, si se queda en sí mismo, en
autosatisfecha contemplación, no es capaz de enfrentarse con la absoluta
cosificación que tuvo entre sus presupuestos el progreso del espíritu, pero que hoy
se dispone a desangrarlo totalmente.

Adorno, T. W., “Crítica cultural y sociedad”, en Crítica cultural y sociedad, trad.


Manuel Sacristán, Barcelona, Ariel, 3ª. ed., 1973, p. 230

No es que escribir un poema después de Auschwitz sea un acto barbárico porque la


poesía debería llamarse a silencio a modo de un acto de contrición (como si Adorno creyera
que el acto de escribir un poema fuera un acto reconciliador con la cultura, un acto afirmativo
por sí mismo), sino algo más radical, dialécticamente más radical: escribir después de
Auschwitz es un acto barbárico porque es un acto que no se puede evitar, ése es el problema.
En Dialéctica negativa, publicada en 1966, Adorno retoma el final del ensayo “Crítica
cultural y sociedad”, para establecer la relación entre cultura y barbarie como una relación
constitutiva de una cultura que ha sido regida por la metafísica de la identidad.

El individuo es ya en su libertad formal tan disponible y sustituible como lo fue luego


bajo las patadas de sus liquidadores. Pero desde el momento en que el individuo vive en
un mundo cuya ley es el provecho individual universal y, por lo tanto, no posee más que
este yo convertido en indiferente, la realización de la tendencia desde antiguo familiar es
a la vez lo más espantoso. Nada puede sacarle de este espanto, como tampoco la
alambrada electrificada que rodeaba el campo de concentración. La perpetuación del
sufrimiento tiene tanto derecho a expresarse como el torturado a gritar; de ahí que quizá
haya sido falso decir que después de Auschwitz ya no se puede escribir poemas. Lo que,
en cambio, no es falso es la cuestión menos cultural de si se puede seguir viviendo
después de Auschwitz, de si le estará totalmente permitido al que escapó casualmente,
teniendo de suyo que haber sido asesinado. Su supervivencia requeriría ya la frialdad, el
principio fundamental de la subjetividad burguesa, sin el que Auschwitz no habría sido
posible.

Adorno, T. W., Dialéctica negativa, trad. J. Ripalda, Madrid, Taurus, 4ª reimpresión,


1992, parte III: Meditaciones sobre la metafísica, 1. “Después de Auschwitz”, pp. 362-
363

La metafísica, en Occidente, ha estado fusionada con la cultura. Justamente, lo que


revela Auschwitz es la imposibilidad de disociar la cultura de la barbarie dentro de una
metafísica que es la metafísica de la identidad. Como si el principio de aniquilación de los
hombres estuviera escrito ya de antemano en la metafísica con la cual esos hombres
constituyen la relación con las cosas: la metafísica de la identidad. Como si el principio de
cosificación que les es aplicado radicalmente a los hombres en el campo de concentración no
fuera otro que el principio mismo de identidad con el que ellos subordinan las cosas a sus
conceptos. Como si en la lógica del campo de concentración se hubiera aplicado sobre ciertos
hombres una lógica de la identidad que ya estaba probada para la relación con la naturaleza.
Entonces, en ese sentido, la relación que guarda la cultura con la barbarie -el poema con
Auschwitz- es una relación que demanda del espíritu crítico, para poder asimilar la dialéctica
en la que conviven esos términos que parecen ser opuestos. La dialéctica entre cultura y
barbarie es constitutiva de una cultura que está fusionada con la metafísica de la identidad,
sólo que en Auschwitz se hace clara y distinta, porque ha llegado a su consumación total.
El genocidio homogeiniza a los muertos a la vez que revela hasta qué punto todos los
hombres –y no sólo los que mueren- están homogeneizados por algún rasgo común que los
convertiría en exterminables.

El que en los campos de concentración no sólo muriese el individuo, sino el ejemplar de


una especie, tiene que afectar también a la muerte de los que escaparon a esa medida
Adorno, T. W., Dialéctica negativa, op. cit., p. 362

Lo que puede llevar a la muerte a cualquier mortal es la portación de lo idéntico, no la


de lo particular. La diferencia con otro hombre, lo que lo haría particular, es lo que permite
“identificarlo”. Lo convierte en una especie. Convertido en una especie (judío, homosexual,
gitano, eslavo), la diferencia de ese hombre puede ser subsumida bajo la universalidad del
concepto. Y por pertenecer a esa especie se lo puede condenar a muerte. Así se descubre que
todo lo que existe tiene su propio grado de “generalidad”, una generalidad que se hace visible,
en cada caso, para quien la estigmatiza. El genocidio, en última instancia, es esa incapacidad
radical de hacer diferencias, precisamente por no verlas, por no poder encontrarlas ni aún
buscándolas.
En Dialéctica negativa Adorno levanta la apuesta respecto de lo dicho en el ensayo
“Crítica cultural y sociedad”. El problema es la vida –cómo ha seguido la vida- después de
Auschwitz. Adorno cuenta el caso de un sobreviviente de Auschwitz que, cansado del
pesimismo de los que nunca estuvieron en un campo de concentración, pero escribían como si
lo hubieran estado, dijo que Beckett habría escrito de otra manera, en caso de haber
sobrevivido a un campo de concentración. Tomando este comentario como si estuviera
dirigido a él, Adorno le da la razón al sobreviviente: si Beckett hubiera estado en Auschwitz, o
habría enloquecido o se habría vuelto un optimista, pero en cualquiera de los dos casos ya no
sería Beckett. Pero lo que a Adorno le hace pensar que Beckett merece la dedicatoria (que no
llegó a escribir) de Teoría estética es justamente lo contrario de aquello sobre lo que ironiza el
sobreviviente de Auschwitz mencionado en Dialéctica negativa: en Beckett lo que aparece
como un campo de concentración es la vida después de Auschwitz.

Beckett ha reaccionado a la situación del campo de concentración de la única


manera en que es honesto hacerlo: nunca lo nombra, como si pesara sobre él la
prohibición de representarlo. Lo que es, es como el campo de concentración. Él
habló una vez de la pena de muerte de por vida. La única esperanza que despierta es
la de que no haya nada más

Theodor W. Adorno, Negative Dialektik, en: Gesammelte Schriften, hg. von R.


Tiedemann, unter Mitwirkung von G. Adorno, S. Buck-Morss und K. Schultz, Band
6, Frankfurt/M, Suhrkamp, 1997, p. 373. Traducción propia

La imposibilidad de definir el arte, en Adorno, está en relación al problema de la


ausencia de un contenido estable (invariable) que se manifieste de distintas maneras, en
distintos materiales artísticos, a lo largo de la historia de las artes. Por un lado, la obra de arte
no puede pensarse sin su historicidad y sin su particularidad, porque toda obra de arte se cierra
sobre sí misma respecto de una sociedad concreta, en un momento de la historia, y lo hace de
una manera particular (no todas las obras de arte se cierran de la misma manera a cada
sociedad concreta en cada momento concreto de la historia). Pero, por otra parte, esto no
significa un relativismo, sino todo lo contrario: en lugar de caer en el relativismo por la vía de
la definición del arte, lo que muestra, para Adorno, la particularidad e historicidad de las obras
de arte es la imposibilidad de definir el arte.
En ese sentido, si toda sociedad es histórica y particular, el modo de cerrarse a ella de
la obra de arte, también es histórico y particular. Ahora bien, la pregunta que se sigue de este
punto de partida podría ser la siguiente: ¿qué es lo que le da a la obra de arte esta capacidad
de relacionarse con lo otro de sí misma (con la sociedad) de manera negativa, es decir,
cerrándose en lugar de abriéndose a la sociedad?
En primer lugar, para Adorno, en la obra de arte se efectúa un tipo de síntesis que es
distinta de la síntesis conceptual.

El arte es a su otro como un imán a un campo de limaduras de hierro. A lo otro del


arte remiten no simplemente sus elementos, sino también la constelación de los
mismos, eso específicamente estético que se suele atribuir al espíritu. La identidad
de la obra de arte con la realidad existente es también la identidad de su fuerza
centradora, que reúne en torno a sí los membra disiecta de la obra, huellas de lo
existente; la obra está emparentada con el mundo mediante el principio que la
distingue de él y mediante el cual el espíritu ha equipado al mundo mismo. La
síntesis mediante la obra de arte no está simplemente adherida a sus elementos.
Repite, en la medida que estos se comunican entre sí, un pedazo de alteridad.
También la síntesis tiene su fundamento en el aspecto material de las obras, lejano
al espíritu, en aquello donde ella se activa, no simplemente en sí misma. Esto une
el momento estético de la forma a la ausencia de violencia. En su diferencia
respecto de lo existente, la obra de arte se constituye necesariamente por relación
con lo que ella no es, en tanto que obra de arte, y hace de ella una obra de arte.

Adorno, T. W., Teoría estética, trad. Jorge Navarro Pérez, Madrid, Akal, 2004,
pp. 17-18

La obra de arte se relaciona negativamente con lo otro de sí misma y eso otro es la


sociedad. El arte se define como lo contrario de la sociedad, pero dentro de la sociedad. De ahí
que no pueda definirse el arte (qué es arte de una vez y para siempre). El arte tiene una
relación con la sociedad planteada en términos negativos porque, si bien hay un mundo
empírico interior a la obra de arte que se construye por refracción respecto del mundo
empírico exterior a ella, ese mundo empírico intra-artístico tiene una articulación que responde
a un tipo de síntesis (la síntesis de la forma) que es distinta del tipo de síntesis que se realiza en
el mundo extra-artístico, por parte del sujeto, a través del concepto. Esta síntesis distinta de la
síntesis conceptual es una síntesis no violenta, no coercitiva. La síntesis que el sujeto realiza
en el concepto, entonces, es una síntesis violenta, coercitiva. Esta modalidad de síntesis, la del
concepto, es la síntesis dominante en la sociedad.
El concepto es el modelo de la síntesis dominante en la sociedad. La síntesis conceptual
es la que realiza cualquier sujeto por el solo motivo de la autoconservación. Para el sujeto hay
tantos objetos como los que el lenguaje que comparte con otros hombres le permite reconocer.
El lenguaje comunicativo, para Adorno, siempre expresa la violencia con que el sujeto le
impone un concepto a una cosa (una cosa que, antes de ser cosa, era naturaleza). El solo hecho
de que haya más cosas que conceptos es índice de esa violencia propia del concepto. El
lenguaje comunicativo es un principio de economía. Dos cosas que para el sujeto se parecen
entre sí pasan a ser idénticas. Lo que permite identificarlas es el concepto. La identificación –
ahí empieza el problema- es inevitablemente coercitiva, porque le impone a una cosa un
parecido con otra que sólo existe para el sujeto, no para la cosa misma. En la historia natural
no existía la identidad. Las cosas, dentro de la naturaleza, no eran idénticas entre sí. La
identidad la introduce el hombre. Sólo él la necesita, en la medida en que aspira a dominar
todo lo que, como naturaleza, le precede. Por eso, primero inventa la identidad y después la
impone a la totalidad de lo real, con la esperanza de que, cuando los límites del lenguaje
coincidan con los límites del mundo, nada pueda quedar fuera del control humano.
El arte pudo escapar de la lógica del dominio, en tanto y en cuanto demostró ser capaz
de expresarse en otro lenguaje que el lenguaje conceptual. Por lo tanto, si el lenguaje
conceptual es comunicativo, el lenguaje artístico es no comunicativo. La obra de arte se cierra
respecto del mundo empírico y, en el acto de cerrarse, construye en su interior otro mundo
empírico que está articulado por otro tipo de síntesis, que no es la síntesis conceptual. A ese
otro lenguaje que hablan las obras arte y que es un lenguaje no comunicativo (no
comunicativo con los hombres: de ahí que necesite de la interpretación) Adorno lo llama
mimético. Ese lenguaje mimético se esfuerza por expresar negativamente lo que el concepto
no puede: lo no idéntico.
El concepto sintetiza lo múltiple, subsumiendo lo particular bajo lo universal. De ese
modo impone coercitivamente la identidad donde antes había diferencia (en la naturaleza no
hay identidad). El lenguaje mimético, en cambio, sintetiza lo múltiple a través de la forma y la
forma es un tipo de síntesis que no practica sobre lo otro del sujeto el mismo grado de
violencia que el concepto. El clasicismo se caracteriza por sintetizar lo múltiple de la manera
más parecida al concepto que le es posible al arte (si esa síntesis fuera idéntica a la conceptual
no se podría hablar de arte). De ahí que su lenguaje sea el más comunicativo –y, por lo tanto,
el menos mimético- que pueda encontrarse en la historia de las artes. Belleza y belleza clásica
han sido confundidas muchas veces y con justas razones. Eso no obsta, desde ya, que el
clasicismo pueda resultar involuntariamente crítico, como Adorno lo admite para el caso de
Mozart. El oyente puede darse cuenta de que en el mundo no existe la misma armonía que en
la música de Mozart precisamente porque esa música la hace existir. La reconciliación en el
arte revela la imposibilidad de reconciliación en la vida. Nada de lo que existe en la sociedad
se parece a su concepto. En la sociedad, universal y particular permanecen irreconciliados.
El arte es la negación de la sociedad dentro de la sociedad, con lo cual está condenado a
servirles a los hombres de compensación por lo que la sociedad no es. Esta condición de
ideología lo maldice, aun cuando no le reste a su lenguaje una capacidad de expresar lo no
idéntico que a todos los demás lenguajes –por ser conceptuales- les está negada. El arte puede
ser verdadero sin dejar por eso de ser ideología. No puede no ser ideología porque sólo es
verdadero mientras la sociedad siga siendo falsa. En una sociedad verdadera –la sociedad
emancipada- el arte no existiría o, de existir, tendría un sentido totalmente diferente del que
tiene en una sociedad falsa.
La síntesis que realiza el concepto la realiza de acuerdo con el principio de identidad. De
ahí la violencia implícita en la anulación de lo no-idéntico. Lo absolutamente no-idéntico sólo
existe en la naturaleza, en la medida en que en la naturaleza no hay todavía concepto y todo lo
que existe dentro de ella es un individuo. En la sociedad, lo no-idéntico sólo existe
espiritualizado en la obra de arte. En la naturaleza, en cambio, existe de manera no
espiritualizada. Por eso todo en ella es individual. No hay universalidad (porque no hay sujeto
ni hay, junto con él, concepto). La violencia propia de la síntesis conceptual consiste,
básicamente, en la subordinación del individuo al concepto (“individuo” en el sentido de la
cosa antes de ser cosa, de la cosa en su estado “natural”). Individuos diferentes caen bajo el
mismo concepto. La universalidad del concepto contra la individualidad de lo que era
naturaleza. Por lo tanto, si la violencia de la síntesis conceptual es la de la identidad (hacer
idéntico con el concepto lo que es diferente), en la naturaleza reina (reinaba, en realidad) la no
identidad, en la medida en que todo lo que existe (o existía) en ella es (era) individual. La
ambigüedad con los tiempos verbales, en esto que acabo de decir, se debe a que lo no idéntico
sobrevive, a su modo, en una esfera de la realidad: en la esfera del arte (en todo caso, el
problema es que es en una esfera de la sociedad, y no en la sociedad como un todo, donde lo
no idéntico sobrevive).
La relación que tiene la obra de arte con la verdad, en este sentido, está dada por la
posibilidad de expresar lo no idéntico. Lo no idéntico, que existía en la naturaleza anterior al
sujeto, anterior al concepto, sobrevive, en una sociedad totalmente racionalizada, sólo en la
esfera del arte. Y, dentro de la esfera del arte, no en la misma proporción en todas las obras de
arte. La mayor o menor participación de las obras de arte en lo no idéntico (en lo verdadero) se
relaciona con la negatividad propia de sus lenguajes artísticos. Las obras de arte modernas
practican un tipo de síntesis no conceptual (es decir, no coercitiva) que las obras de arte
clásicas no estaban en condiciones de practicar.
La síntesis conceptual es la síntesis propia de la metafísica de la identidad, mientras que
el tipo de síntesis no violenta de la que habla Adorno en el primer capítulo de Teoría estética
es un tipo de síntesis que se practica sólo en la obra de arte. Por eso, vamos a ver, el concepto
de obra de arte es tan restringido: no puede haber obra de arte menor, ni obra de arte mala ni
obra de arte falsa: sería un contrasentido. No todo lo que un artista hace y presenta en sociedad
como obra de arte es una obra de arte (aun cuando la venda en el mercado del arte como obra
de arte). Esta es una de las características de la modernidad estética que en la versión
objetivista adorniana se va a extremar: no todo lo que se postula como obra de arte puede ser
obra de arte. Hay un principio de demarcación entre lo que es obra de arte y lo que no que no
lo pone exclusivamente la sociedad. Aunque el arte sea la negación de la sociedad dentro de la
sociedad (y, en ese sentido, sea cada sociedad la que delimita su propia esfera del arte, lo que
es arte dentro de sí misma), no por eso todo lo que se presenta dentro de la esfera del arte
como obra de arte es en verdad una obra de arte. Respecto de las obras de arte hay un principio
de demarcación que está dado por la relación con la verdad, es decir, por la relación con lo no
idéntico a través de la negatividad del lenguaje artístico. Recordemos que desde el principio de
la clase dijimos que entre la obra de arte y la sociedad hay una relación de refracción:
cerrándose a una sociedad particular, las obras de arte se relacionan negativamente con ella.
La síntesis no coercitiva, propia de la obra de arte (Adorno toma como paradigma de la
obra de arte a la obra de arte moderna) se caracteriza por mantener unidos los materiales
artísticos de un modo que no implica violencia. Los materiales artísticos, a su vez, siempre son
históricos y se encuentran en un estado de problematicidad particular: no es lo mismo escribir
una novela antes que después del Ulises de Joyce, no es lo mismo componer música antes que
después de Beethoven o antes que después de Schönberg. El artista nunca se encuentra con un
material artístico virgen, carente de historia. Los materiales artísticos, según la época, tienen
más o menos historia acumulada. Han sido trabajados, previamente, de determinada manera.
Por lo tanto, siempre se les presentan a los artistas como problemáticos, como portadores de
problemas. Cada artista, según el momento en que trabaja los materiales artísticos, los
encuentra con problemas distintos. Pero al encontrarse con esos problemas que le plantea al
artista el respectivo material con el que trabaja (por ej., el estado de la prosa literaria después
de Joyce), el artista no debería proceder frente a ellos aplicándoles una forma que equivalga,
en cuanto al grado de violencia de la síntesis implícita en ella, a la síntesis propia del
concepto.
Si el concepto es la síntesis dominante, es decir, es el tipo de síntesis que realiza todo
sujeto para vivir en sociedad, eso significa que el sujeto, en relación comunicativa con lo otro
de sí mismo, nunca conoce lo no idéntico del objeto, sino lo idéntico de él (lo que el objeto
tiene de idéntico lo tiene de idéntico con el sujeto). Para que exista conocimiento por la vía del
concepto, la cosa conocida se tiene que subordinar al concepto. Fuera de la esfera del arte, por
eso, no hay una relación entre sujeto y objeto que no sea una relación de violencia. La
subordinación de la cosa al concepto es una relación, para Adorno, de extrema violencia. Por
supuesto, esto viene de Dialéctica negativa y antes, de Dialéctica de la Ilustración, no es este
el tema central de Teoría Estética. Pero reaparece a su modo cuando Adorno habla, en
relación a la obra de arte, de que en ella sí es posible una síntesis no coercitiva.
El concepto simplifica la no-identidad absoluta que reina en la naturaleza. Y la
simplifica en beneficio de un sujeto que busca dominarla, aunque para dominarla deba
previamente dominarse a sí mismo (es decir, para dominar la naturaleza el hombre se tiene
que constituir a sí mismo como sujeto: para eso, para ser sujeto, se escinde entre su parte
natural y su parte racional). El principio de identidad no puede existir sino bajo la forma de la
coerción hacia todo lo que en la naturaleza era individual. Por lo tanto, la identidad es algo
introducido por el sujeto, no es algo que esté en la naturaleza.
Ahora bien, esta lógica del dominio resulta irreversible: en la medida en que el sujeto
aspira a dominar la naturaleza, tiene que imponer el principio de identidad. No puede haber
separación entre naturaleza y cultura si no es por la violencia que implica el principio de
identidad. Para Dialéctica negativa, el idealismo es el modelo de toda metafísica, no es una
metafísica más. Con el idealismo, empezando por Kant y terminando por Hegel, la metafísica
de la identidad se sincera respecto de sí misma. Es decir, la metafísica de la identidad se
vuelve autoconsciente de cuál es el tipo de operación que el sujeto realiza a través del
concepto. El idealismo es, en última instancia, el modo en el cual se vuelve autoconsciente
para el sujeto cuál es su posición respecto de la naturaleza. Y sólo en el marco de la filosofía
moderna podía ocurrir ese momento de autoconsciencia dentro de la metafísica de la
identidad.
En ese sentido, en tanto hay una aspiración, de parte del sujeto, a dominar la
naturaleza, la relación de subordinación de la cosa al concepto es siempre una relación de
violencia, de imposición del concepto a la cosa. Los límites del mundo son los límites del
sujeto: no hay nada que quede por fuera del control humano si se impone irrestrictamente el
principio de identidad. Digo irrestrictamente en el sentido de que el espíritu absoluto es el
espíritu subjetivo totalizado (el espíritu subjetivo, una vez que se ha expandido sobre toda la
realidad, sin que le quede nada por negar, deviene espíritu absoluto), de acuerdo con el planteo
del “Excurso sobre Hegel” de Dialéctica negativa (lo que el espíritu tiene de absoluto lo tiene
por haberse totalizado, pero en su comienzo era un mero sujeto). Absolutez (como atributo del
espíritu) es en realidad totalización.
En la medida en que no queda ninguna porción de naturaleza que no esté subordinada
al principio de identidad, la realidad queda completamente subordinada al sujeto. No porque el
sujeto haya devenido espíritu verdaderamente, sino porque ha totalizado su lógica y ninguna
parcela de realidad queda lejos de su alcance. Entonces, el principio del concepto es un
principio de síntesis de lo múltiple, pero de síntesis de lo múltiple dada por la coerción. Se
subsume lo particular bajo lo universal siempre de un modo coercitivo. Vamos a ver que en la
obra de arte el lenguaje mimético, que Adorno le atribuye a ella, permite un tipo de síntesis de
lo múltiple que se da a través de la forma.
El tipo de síntesis de que es capaz el arte tiene su paradigma en la obra de arte
moderna. En la obra de arte moderna se ejerce el menor grado de coerción posible sobre los
materiales artísticos. Esto no quiere decir que todas las obras de arte que se han dado en la
historia del arte hayan sido articuladas por medio de síntesis igual de no coercitivas. En
principio, toda síntesis es una forma de subordinación de un elemento a otro. Ahora bien, si
bien el sujeto es capaz de síntesis menos coercitivas que la del concepto, la única prueba, para
Adorno, de que hay un tipo de síntesis divergente -en su grado de coerción- de la del concepto
es, precisamente, la obra de arte. No hay otro aspecto de la realidad que tenga este mismo tipo
de síntesis no coercitiva. Según de qué obra de arte estemos hablando, de qué período del arte,
la síntesis va a ser más o menos coercitiva.
Por otra parte, al ser negación de la sociedad dentro de la sociedad, la obra de arte está
condenada a servirles a los hombres de compensación por lo que la sociedad no es. Por lo
tanto hay una condición intrínseca de ideología en la obra de arte. Por la misma razón que
puede cerrarse a la lógica social, por lo mismo que se convierte en lo que la sociedad no es
(dentro de la misma sociedad), los hombres la toman como compensación por lo que en la
sociedad no hay. Hay idea de Filosofía de la nueva música que Adorno, de algún modo,
retoma en Teoría Estética: la revolución sucedió en el arte y no en la sociedad. No es que
Adorno se cite a sí mismo, sino que, en realidad, nunca se desdice de esa idea en Teoría
Estética. Sólo en el arte los hombres pueden establecer una relación no coercitiva con lo otro
de ellos mismos (con aquello que ellos podrían haber sido en otras condiciones sociales que
las vigentes). No debería haber sido así, justamente: la emancipación humana debería haber
sucedido en la sociedad y no en el arte. Pero los hombres tienen el arte que tienen porque no se
emancipan en la sociedad. Ahora bien, por eso mismo, el arte es ideología.
Es terrible que el burgués quiera un arte lujurioso y una vida ascética: al revés –dice
Adorno- sería mejor. Que el burgués busque en el arte lo que la sociedad no tiene (es decir,
que convierta al arte en compensación por lo que la sociedad no tiene) es la maldición del arte.
El arte siempre sirve de consuelo de todas las catástrofes sociales, de ese modo, es
instrumentalizado como ideología. Esa sería la lectura burguesa más pueril del arte: tomar la
capacidad del arte de expresar lo no idéntico justamente como un consuelo por no poder
realizar la revolución en la sociedad. De todos modos, hay un lenguaje negativo que la obra de
arte es capaz de desarrollar que no se puede, de alguna manera, desarrollar socialmente. En ese
sentido, el arte puede ser verdadero aun siendo ideología. De la misma manera que Hegel
considera el arte algo serio independientemente de que para un burgués puede ser motivo de
entretenimiento (lo mismo pasa con la filosofía), Adorno considera que el arte puede estar
relacionado con la verdad (con lo no idéntico) a pesar de ser ideología. No hay en esta
condición de ideología que tiene el arte una razón por la cual Adorno lo desvalorice. En este
punto, Adorno también es muy hegeliano, por lo menos en la medida en que puede separar los
usos sociales del arte de la relación que tiene el arte con un lenguaje verdadero. El arte, en este
sentido, puede ser verdad e ideología al mismo tiempo.
Hay una segunda respuesta posible a la pregunta por la negatividad que nos hicimos en
esta clase: ¿qué es lo que le da a la obra de arte esta capacidad de relacionarse con lo otro de sí
misma de manera negativa, cerrándose en lugar de abriéndose a la sociedad? Una segunda
posibilidad de respuesta está en pensar la libertad que existe en la esfera del arte como una
libertad que está en dialéctica con la opresión que existe en la sociedad. Es decir: la libertad
que tiene el arte está relacionada de una manera compleja –no simple ni directa- con el hecho
de que la sociedad permanece en condiciones de opresión. Así como, en el caso anterior,
hablábamos de hasta qué punto Adorno es hegeliano al reconocer para el arte la condición de
verdad junto con la condición de ideología, en este punto podríamos decir que Adorno es
marxiano –muy marxiano- al advertir que en una sociedad emancipada los hombres no
necesitarían del arte. En la sociedad emancipada el arte y la filosofía no tendrían la relación
que tienen con los hombres en una sociedad no emancipada. El arte no podría representar ese
carácter de “reserva natural” que representa dentro de la sociedad no emancipada. Es decir, el
carácter verdadero que tiene el arte en una sociedad falsa –como es la sociedad no
emancipada- no podría tenerlo en una sociedad verdadera –en la sociedad emancipada-. El
arte es verdadero en una sociedad falsa: no es que el arte es verdadero en sí. El arte porta una
promesa de felicidad en la medida que esa promesa no puede realizarse socialmente.
En condiciones históricas bajo las cuales los hombres podrían materialmente haberse
emancipado (algo que no podría suceder antes de la sociedad burguesa) y, sin embargo, no lo
hicieron (es decir, a partir de que la burguesía rompe su alianza coyuntural con el proletariado
en siglo XIX), el arte se convierte en la esfera donde reina un grado de libertad que la sociedad
no tiene. Antes de ese momento, antes de que la sociedad burguesa se enfrentara a su propia
paradoja (la paradoja de la burguesía: la de crear las condiciones materiales para la
emancipación, al mismo tiempo que se aterroriza de la posibilidad de que realmente todos los
hombres se emancipen y acaben con el orden social que garantiza los privilegios que ella le
arrebató a la aristocracia), el arte no tenía este status de verdad: el de ser verdadero en medio
de lo falso. Adorno es, a su modo, polémicamente defensor de la autonomía de la obra de arte.
Digo “polémicamente”, porque hay algo de injusto y de artificial –también de insostenible- en
esta situación por la cual una sociedad falsa tiene un arte verdadero. En un punto, para un
materialista como Adorno, es un escándalo.
Si la sociedad deviniera verdadera (es decir, si los hombres se emanciparan de sí mismos
y de las condiciones materiales que los llevan a explotar a otros hombres), no podemos
asegurar que el arte y la filosofía desaparecerían materialmente –porque, de hecho, no lo
podemos saber-, pero sí desaparecería esta posición que tienen en la sociedad falsa: la de ser la
negación de la sociedad falsa dentro de una sociedad falsa. No se trata, en el caso del arte, de
la misma paradoja que, para Adorno, padece la moralidad kantiana (como expresión del
mundo burgués): en la sociedad en que es necesaria (en la sociedad no emancipada) es
imposible, y en la sociedad en la que sería posible (en la sociedad emancipada) sería
innecesaria. En el caso del arte, en la sociedad no emancipada, justamente, es donde él es
posible. Hay una relación entre la irrealización de la utopía en la sociedad y la realización de la
utopía en el arte que es muy adecuada –muy cómoda, también- para la sociedad burguesa. Es
“ideal para el burgués”.

Pues la libertad absoluta en el arte, es decir, en algo particular, entra en


contradicción con la situación perenne de falta de libertad en el todo [Es decir, hay
libertad en esa parte de la sociedad -en el arte-, en la medida que hay falta de
libertad en el todo] En el todo, el lugar del arte se ha vuelto incierto. La autonomía
que el arte obtuvo tras quitarse su función cultual y sus secuelas, se nutría de la
idea de humanidad, por lo que se tambaleó cuanto menos la sociedad se volvía
humana. En el arte desaparecieron, como consecuencia de su propia ley de
movimiento, los constituyentes procedentes del ideal de humanidad, pero la
autonomía del arte es irrevocable.

Adorno, T. W., Teoría estética, op. cit., p. 9

Por un lado, la sociedad burguesa hay que entenderla como el único contexto en el cual
el arte, para Adorno, se puede volver autónomo. En la sociedad burguesa, de algún modo,
están dadas las condiciones para que los hombres proyecten en la sociedad la emancipación
social y no la circunscriban a una esfera donde esa posibilidad permanecería intacta pero
irrealizable. Pero la emancipación social no sucede (pensemos, fundamentalmente, en la
brevedad de la Comuna, en 1871 y en la represión a los comuneros). Por lo tanto, se trataría de
pensar esa libertad que queda irrealizada en la sociedad e intacta en el arte como una libertad
que es proporcional a la falta de libertad (o al grado de opresión) en el todo (en la sociedad
devenida un todo). Esa libertad que reina en el arte no es una libertad que le pertenezca
intrínsecamente, sino que le pertenece a la sociedad.
Ahora bien, esa libertad reinante en el arte, en tanto prestada, en la medida que no se
realiza socialmente, tiene la posibilidad de desarrollarse no absolutamente sin obstáculos,
pero, por lo menos, con otro tipo de obstáculos que no son los que puede tener la libertad
social. Si las libertades sociales son siempre restrictas, la libertad del arte no es irrestricta, pero
tiene otras restricciones que las sociales. Se trata de las restricciones propias de la forma. La
forma es la racionalidad de la obra de arte.

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