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TEÓRICO 6
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Bibliografía obligatoria:
Adorno, T. W., Teoría estética, trad. Jorge Navarro Pérez, Madrid, Akal, 2004, cap. “Arte,
sociedad, estética”, pp. 9-28; cap. “Situación”, pp. 28-29 (el apartado “Descomposición de
los materiales”) y cap. “Carácter enigmático. Contenido de verdad. Metafísica”, pp. 161-
174
Noten que el relato describe con más detalle el sistema de cadenas con que se sujeta
al condenado que los rasgos humanos específicos de los personajes.
También el aparato −pueden intuir ustedes, aún sin haber leído el relato completo−
es un aparato de muerte extremadamente sofisticado, dado que quien lo va a poner en
funcionamiento no delega su trabajo en un mecánico, sino que lo realiza él personalmente.
El dispositivo de muerte no un dispositivo simple, rápido, expeditivo, como lo es, por
ejemplo, una guillotina. Y lo podemos calcular también en función de lo complejo que es el
sistema de sujeción del condenado (el sistema de cadenas y cadenitas).
Ahora bien, para Adorno, este lenguaje está, de manera negativa, hablando de un
sujeto emancipado. Solamente un lenguaje que expresa que el sufrimiento, en la vida
contemporánea, adopta estos caracteres protoconcentracionarios (los de la colonia
penitenciaria, es decir, los caracteres de una vida falsa tal como esa vida falsa puede ser
falsa a esa altura del siglo XX), puede ser el lenguaje de un sujeto emancipado (el sujeto
que no puede emanciparse en la sociedad).
No está tan desarrollada la negativización del lenguaje en Kafka como en Beckett,
aun con todo lo que el lenguaje kafkiano tiene de siniestro y quizá precisamente por todo lo
que tiene de siniestro. En Beckett, en cambio, aparece banalizado todo lo que en Kafka es
siniestro.
Los personajes de Los días felices son dos: Winnie, a quien Beckett describe en las
indicaciones iniciales de la obra como una mujer de unos cincuenta años -después aclara
que está muy bien conservada- y Willie, un varón de unos sesenta años, de quien no hace
aclaración respecto de su “estado de conservación”, lo cual es importante en cuanto a la
indeterminación del personaje masculino. En el comienzo del acto primero, se describe el
escenario en el cual estos dos únicos personajes van a interactuar:
Acto I
Extensión de hierba reseca que se eleva en el centro en forma de pequeño
montículo. Pendientes suaves caen hacia ambos lados del escenario y hacia el
proscenio. Corte brusco en la parte posterior hasta el nivel del suelo. Simetría y
sencillez máximas.
Luz cegadora […] Enterrada hasta más arriba de la cintura, y en el mismo centro del
montículo, Winnie, mujer regordeta de unos cincuenta años, bien conservada,
preferentemente rubia, brazos y hombros desnudos, corpiño muy escotado, senos
abundantes, collar de perlas. Aparece dormida, con los brazos apoyados en el suelo
y la cabeza entre los brazos. A su lado, a la izquierda, una gran bolsa de compras
negra. A su derecha, una sombrilla plegable plegada, la punta del mango asomado
por la funda.
Beckett, Samuel, Los días felices, ed. bilingüe y traducción: Antonia Rodríguez
Gago, Barcelona, Altaya, 1995, p. 127
Todos los objetos accesorios –o mejor dicho, los objetos que en la vida cotidiana
tienen un valor accesorio o instrumental− reciben en la obra una descripción más
minuciosa que la figura humana de los personajes principales: es importante que la bolsa
sea negra y que la sombrilla esté plegada, mientras que la mujer puede tener alrededor de
cincuenta años, ser preferentemente rubia (es decir que podría no ser rubia), regordeta y
bien conservada. El equivalente sería indicar cuánto debería pesar la mujer, para que sea tan
importante ese rasgo como que la bolsa de hacer las compras sea negra.
Detrás, a su derecha, durmiendo en el suelo y oculto por el montículo, Willie. Pausa
larga. Timbrazo agudo. Uno diez segundos. Se para. Winnie no se mueve. Pausa.
Timbrazo más agudo. Unos cinco segundos. Winnie se despierta. El timbre se para.
Levanta la cabeza, mira fijamente al frente. Pausa larga. Se gira, apoya las manos
abiertas en el suelo, vuelve la cabeza hacia atrás y mira fijamente al cenit. Pausa
larga. [Ídem, p. 131]
Es notoria, en esta cita, la alternancia entre datos muy precisos sobre todo lo que es
mecánico (la sonoridad y duración de los timbrazos) y la indeterminación respecto de, por
ejemplo, cómo es, físicamente, el personaje de Willie.
Winnie – (mirando fijamente al cenit) ¡Otro día divino! (Pausa. Vuelve a girar la
cabeza, mira al frente. Pausa. Enlaza las manos sobre el pecho. Cierra los ojos.
Plegaria silenciosa moviendo los labios: diez segundos. Labios inmóviles. Las
manos permanecen enlazadas. Bajo.) …Por Cristo nuestro señor, amén. (Abre los
ojos, desenlaza las manos y las apoya de nuevo en el suelo. Pausa. Enlaza de nuevo
las manos sobre el pecho. Cierra los ojos. Los labios se mueven en una última
plegaria silenciosa, unos cinco segundos. Bajo.)…siglos de los siglos, amén. (Abre
los ojos, desenlaza las manos y las vuelve a apoyar en el suelo. Pausa.) Comienza,
Winnie. (Pausa) Comienza tu día, Winnie.
[Nos damos cuenta de que Winnie se está hablando a sí misma.]
(Pausa. Se vuelve hacia la bolsa, revuelve dentro de ella sin cambiarla de sitio,
saca un cepillo de dientes, revuelve de nuevo, saca un tubo gastado de pasta de
dientes, se vuelve al frente, desenrosca la tapa del tubo, deja la tapa en el suelo,
saca con dificultad un poco de pasta que pone sobre el cepillo, sujeta el tubo con
una mano y se cepilla los dientes con la otra. Se vuelve púdicamente a la derecha y
hacia atrás para escupir detrás del montículo. En esa posición, observa a Willie.
Escupe, se estira hacia atrás y se inclina. Alto.) [Ídem, p. 131]
Por encima de lo que dice el personaje, tienen prioridad las banalidades de su ritual
al momento de despertarse, por ejemplo, el acto de lavarse los dientes.
¡Chis! ¡Chis! (Pausa. Más alto.) ¡Chis! ¡Chis! (Pausa. Dulce sonrisa mientras se
vuelve al frente. Deja el cepillo en el suelo.) Acabándose. (Busca la tapa.) En fin…
(Encuentra la tapa.) No tiene remedio. (Tapa el tubo.) Una de esas cosas viejas.
(Deja el tubo en el suelo.) Otra de esas cosas viejas. (Se vuelve hacia la bolsa.) No
tiene solución. (Revuelve en la bolsa.) Ninguna solución. (Saca un espejo pequeño,
se vuelve al frente). ¡Ah, sí! (Inspecciona sus dientes en el espejo.) Pobre, querido
Willie. (Examina los dientes superiores pasando el pulgar sobre ellos. Ininteligible.)
¡Dios mío! (Levanta el labio superior para inspeccionar las encías. Igual.) ¡Dios
santo! (Estira la comisura de los labios. Boca abierta. Igual.) ¡En fin! (Estira el
otro lado. Igual.) Ni peor. (Deja la inspección. Normal.) Ni mejor ni peor. (Deja el
espejo en el suelo.) Ningún cambio. (Se limpia los dedos en la hierba.) Ningún
dolor. (Busca el cepillo de dientes.) Casi ninguno. (Coge el cepillo de dientes.) Eso
es lo maravilloso. (Examina el mango del cepillo.) No hay nada igual. (Examina el
mango y lee.) Pura… ¿qué? (Pausa) ¿Qué? (Deja el cepillo en el suelo) ¡Ah, sí! (Se
vuelve hacia la bolsa.) ¡Pobre Willie! (Revuelve en la bolsa.) Ningún entusiasmo…
(Revuelve)...por nada. (Saca unas gafas de su funda.) Ningún interés... (Se vuelve al
frente) …por la vida. (Saca las gafas de la funda.) Pobre, querido Willie. (Deja la
funda en el suelo.) Siempre durmiendo. (Abre las gafas.) ¡Don maravilloso! (Se
pone las gafas.) No hay nada igual. (Busca el cepillo de dientes.) Creo yo…. (Coge
el cepillo de dientes.) Siempre lo he dicho. (Examina el mango del cepillo.) Ojalá yo
lo tuviera. (Examina el mango y lee.) Genuina, pura… ¿qué? (Deja el cepillo en el
suelo.) Pronto ciega. (Se quita las gafas.) En fin. (Deja las gafas en el suelo.) He
visto bastante. (Busca un pañuelo en el escote.) Supongo… (Saca el pañuelo
doblado.) Hasta ahora… (Sacude el pañuelo.) ¿Cuáles son aquellos versos
maravillosos? (Se limpia un ojo.) ¡Desdichada de mí! (Se limpia el otro.) Ver ahora
lo que veo… (Busca las gafas.) ¡Ah, sí! (Coge las gafas.) No me lo perdería.
(Comienza a limpiar las gafas echándoles vaho.) ¿O sí? (Frota.) Sagrada luz…
(Frota.) …que brota de la oscuridad,… (Frota.) …azote de luz infernal. (Deja de
frotar, levanta la cabeza, mira al cielo. Pausa. Baja la cabeza, vuelve a frotar, deja
de frotar. Gira a su derecha y hacia atrás.) ¡Chis! ¡Chis! (Pausa. Dulce sonrisa al
volverse hacia adelante. Sigue frotando. Deja de sonreír.) Don maravilloso. (Deja
de frotar. Pone las gafas en el suelo.) Ojalá lo tuviera yo. (Dobla el pañuelo.) ¡En
fin! (Vuelve a poner el pañuelo en el escote.) No puedo quejarme. (Busca las gafas.)
¡No, no! (Coge las gafas) No debo quejarme. (Sujeta las gafas y mira a través de
una lente.) Tanto que agradecer… (Mira por la otra lente.) Ningún dolor. (Se pone
las gafas.) Casi ninguno. (Busca el cepillo de dientes.) Eso es lo maravilloso. (Coge
el cepillo de dientes.) Nada comparable. (Examina el mango de cepillo.) Ligeros
dolores de cabeza a veces. (Examina el mango. Lee.) Garantizada, genuina, pura…
¿qué? (Mira de cerca.) Genuina, pura… (Saca el pañuelo del escote.) ¡Ah, sí!
(Sacude el pañuelo.) Ligera jaqueca de vez en cuando. (Comienza a limpiar el
mango del cepillo.) Viene… (Limpia) Se va… (Limpiando mecánicamente.) ¡Ah, sí!
(Limpiando) Tantas mercedes… (Limpiando) Abundantes mercedes. (Deja de
limpiar. Mirada fija, perdida, angustiada.) Las oraciones quizás no en vano…
(Pausa. Igual.) Por la mañana (Pausa. Igual.) Por la noche. (Baja la cabeza, vuelve
a limpiar, deja de limpiar, levanta la cabeza. Calmada. Se limpia los ojos, dobla el
pañuelo, lo mete en el escote de nuevo, examina el mango del cepillo. Lee.)
Totalmente garantizada, genuina, pura… (Mira más cerca.) …genuina, pura… (Se
quita las gafas, deja las gafas y el cepillo en el suelo, mira al frente.) Cosas viejas.
(Pausa.) Ojos viejos. (Pausa larga.) Adelante, Winnie. (Mira en torno suyo, ve la
sombrilla, la mira detenidamente, la coge, la saca de la funda. Mango de una
largura sorprendente. Sujetando el mango de la sombrilla con la mano derecha, se
gira a la derecha y hacia atrás por encima de Willie.) ¡Chis! ¡Chis! (Pausa.)
¡Willie! ¡Willie! (Pausa.) Don maravilloso. (Le pega con la punta de la sombrilla.)
Ojalá lo tuviera yo. (Le pega de nuevo. La sombrilla se le va de las manos y cae tras
el montículo. La pausa invisible de Willie se la devuelve inmediatamente.) Gracias,
cariño. (Pasa la sombrilla a la mano izquierda, se vuelve al frente y examina la
palma derecha.). [Ídem, p. 131-139]
Dejo acá la trascripción, porque no hay punto y aparte hasta que se despierte Willie.
Mi idea, con la cita de Los días felices, es que noten la diferencia de lenguaje entre Kafka y
Beckett y a la vez del parecido que tienen, en términos de lenguajes negativos. Estamos
marcando una distancia entre el texto de Kafka, mucho más siniestro, y este de Beckett,
mucho más banal, más liviano, para mostrar que la negatividad no es mayor (o más radical)
cuando es más sublime, sino cuando es más antisublime. Así como en Baudelaire el
lenguaje prosaico de la ciudad todavía contenía, como resto o elemento menos avanzado, a
las figuras románticas de lo demoníaco (la propuesta de acostarse con el diablo, por la
referencia a la almohada de Satán, que aparece al comienzo de Las flores del mal, o incluso
la figura misma del mal, que no está todavía lo suficientemente banalizada), del mismo
modo sucede en el lenguaje negativo kafkiano: hay algunos elementos que todavía
podemos relacionarlos con el terror gótico. Hay algo todavía siniestro en el lenguaje
kafkiano. Pero en la banalidad del lenguaje beckettiano estamos ante una oscuridad baja,
una oscuridad enteramente mundana, cotidiana, trivial. Una griseidad, más que una
oscuridad. Tan cotidiana y trivial como el acto de despertarse y lavarse los dientes y, a
continuación, envidiar al que es capaz (como Willie), por un “don maravilloso”, de seguir
durmiendo.
Es decir, el lenguaje artístico se negativiza no en la dirección de lo sublime: la
intensidad, la presencia de la muerte o de lo suprasensible (aunque lo suprasensible sea una
facultad del sujeto, como en Kant), sino en la dirección contraria: lo carente de intensidad,
lo cotidiano rutinario, lo monótono, la repetición de rituales sin sentido. El rezo a media
voz Winnie lo realiza mientras desarrolla acciones absolutamente triviales, como parte
constitutiva de esas acciones mecanizadas.
Podemos pensar este oscurecimiento del lenguaje beckettiano, que es característico
del lenguaje de la obra de arte moderna, como un oscurecimiento paradójico, un
oscurecimiento que se produce por medio de una luz enceguecedora, de una luz que parece
la de los interrogatorios ilegales en una comisaría. Recuerden la indicación escénica inicial
que da el texto de Beckett: tiene que haber en el escenario una luz enceguecedora. Los
colores que predominan en los escenarios beckettianos son el amarillo y el naranja. Esos
colores hacen que la luz del escenario sea más enceguecedora aún y que los reflectores den
la idea de que la luz quema, como si fuera una luz en el medio del desierto, una luz en un
paisaje yermo. Winnie está enterrada hasta la cintura en un montículo de hierba seca, y no,
por ejemplo, en una tierra húmeda, que podría dar idea de fertilidad. Por lo tanto, podemos
pensar que esa luz mata todo lo que está debajo de ella: personas, animales, plantas, todo lo
que está vivo.
En el desarrollo del ritual de Winnie, que se repite hasta en los mínimos
movimientos (pareciera que uno estuviera leyendo siempre lo mismo, y esa es la idea:
marcar la repetición como repetición, casi sin variaciones), ella se pregunta: ¿cómo hace
Willie para poder seguir durmiendo? ¿Cómo es que tiene ese “maravilloso don”? Por un
lado, ella envidia al que duerme, porque todavía no ha despertado a su propia rutina. Pero,
otro, reconoce que debería estar agradecida de estar despierta, porque, mientras está
despierta, no siente prácticamente ningún dolor intenso, sino apenas la acostumbrada
jaqueca, que no es ni muy intensa ni tampoco tan leve como para no sentirla. El suyo es un
dolor tolerable, compatible con la vida. La jaqueca quizás es producto del insomnio: no
sabemos desde cuándo está despierta. Winnie se dice a sí misma que debería estar
agradecida de no tener un dolor realmente intenso. Es decir, la forma en la cual aparece el
dolor en Los días felices es la de lo tolerable. Es un dolor ni muy intenso ni tampoco
inexistente, casi como una señal de que se está viva, mientras que el ritual parece indicarle,
en su repetición sin cambios, que podría estar muerta o que su vida es la de una zombie.
Ahora bien, sólo puede expresarse así sobre su vida, como se expresa Winnie, quien
la vive como una vida no verdadera. No es que en Winnie se exprese un sujeto inexistente
porque ella sería ese sujeto inexistente. Ella es, podríamos decir, un sujeto medio entre
todos los sujetos sufrientes. Una muestra o un caso. Pero ¿qué es lo que hace la obra de
Beckett con un personaje como el de Winnie, para expresar negativamente, por medio de la
no comunicación, a un sujeto inexistente?: que Winnie viva su vida, tal como se la ve y se
la escucha en el escenario, en todo lo que tiene de no vida. No es que el personaje hable,
por contraste con su vida, de cómo sería la vida verdadera, como si fuera un sujeto
iluminado o un sujeto que sueña con otra vida y puede contarla como lo otro de la vida
falsa. El lenguaje negativizado por Beckett habla en términos más exactos de lo que la vida
vivida tiene de vida no verdadera, de vida falsa, que el lenguaje kafkiano, en la
comparación que hicimos. La situación kafkiana es todavía sublime (el sufrimiento, en
términos de terror, tiene algo de sublime), la beckettiana, no: es una situación cotidiana,
banal, una especie de “muerte en vida”, a la que los personajes están acostumbrados. En la
medida en que la situación kafkiana del comienzo de En la colonia penitenciaria es desde
el comienzo excepcional, parece y es, diríamos hoy, una situación concentracionaria.
Estamos inmersos en un lugar de castigo desde la primera frase. Mientras que en la
situación de partida de Los días felices, justamente, de lo que la obra no va a hablar es del
título: los días felices. Los días felices es lo que en la obra no hay.
Adorno iba a dedicarle Teoría estética a Beckett (no lo hace porque la obra no llega
a concluirla y publicarla en vida: Teoría estética se publica en 1970, a un año de su muerte
de Adorno). Beckett, al igual que Paul Celan, son para Adorno los artistas que negativizan
el lenguaje en su sentido no sublime que es, paradójicamente, el más afín a la experiencia
concentracionaria (Celan es un sobreviviente de un campo de concentración, no así
Beckett). Pero se trata de lenguajes, para Adorno, que marcan cuál es el estado del lenguaje
artístico después de Auschwitz: un lenguaje que emula al silencio, un lenguaje hermético.
El lenguaje negativo es, precisamente, un lenguaje no comunicativo. Dice Adorno respecto
de Celan y el hermetismo de su poesía:
Adorno, T. W., Teoría estética, trad. Jorge Navarro Pérez, Madrid, Akal, 2004, pp.
425-426
Esta aproximación extrema del lenguaje hermético de la poesía a lo aorgánico se da
a partir de un enmudecimiento del lenguaje, un acercamiento a la máxima negatividad
posible: el silencio, el silencio como la negación a expresarse en términos humanos, en
términos de lenguaje, en términos de lo orgánico o lo vivo. La negatividad aparece, en su
forma más afín a la experiencia concentracionaria, como silencio, como el silencio de la
muerte, ya no, simplemente, como lenguaje sin aura, como lenguaje técnicamente
reproductible, podríamos decir, como lenguaje que no tiene ritual de origen. Ahora bien,
sólo se puede entender ese enmudecimiento del lenguaje de la poesía hermética (de
Mallarmé a Celan) si se lo relaciona con la sociedad pre y post Auschwitz a la que la obra
celaniana se cierra (y se cierra en términos de incomunicación).
El lenguaje negativizado es un lenguaje no expresivo; un lenguaje que no hace una
comunicación del dolor en términos de intensidad. El lenguaje de Beckett es un lenguaje
desublimizado. Todas las acciones que realiza un sujeto vivo cuando empieza su día –como
Winnie- son acciones de un muerto-vivo, de un zombie. En cambio, el aparato que aparece
en el relato de Kafka, En la colonia penitenciaria, como es una sofisticadísima máquina de
producir dolor, todavía podemos asociarlo a las formas sublimes del terror, propias de la
estética burguesa (el terror gótico). La presencia del aparato mismo es la de un elemento de
intensidad. Consideramos que, por ser un relato de terror, lo que va a suceder nos va a
acelerar el pulso. De hecho, un podía comparar el lenguaje kafkiano con otros lenguajes del
horror como género, por ejemplo, el de Lovecraft en El color que cayó del cielo o El horror
de Dunwich.
Este es el horizonte de negatividad en el que debe pensarse la obra de arte moderna:
la palabra, como lenguaje artístico, se erosiona hasta el punto de que ya no puede
comunicar nada. No se trata, para Adorno, de si la obra en cuestión es más o menos
horrorosa, en términos de recepción, sino de si es más o menos negativa en su lenguaje, es
decir, más avanzada en términos de negatividad como no comunicación. La negatividad es
no es sinónimo de sublimidad, sino de no sublimidad. Desde el punto de vista del receptor,
la obra kafkiana produce quizás un malestar propio del terror, en tanto el terror nos instala
en una situación de excepción.
Si la aparición de un sujeto emancipado es posible sólo y recién dentro del lenguaje
del arte moderno, ni antes ni después, no es porque la esfera artística esté predestinada para
eso, sino porque la sociedad burguesa se configuró históricamente de manera tal que al arte
le quedara esa función, mientras perdía todas sus funciones cultuales. En este sentido, el
arte que está en condiciones de expresar en el lenguaje negativo al sujeto emancipado es un
arte que no alegra ni entretiene a los pueblos, ni contribuye a crear entre los hombres y
mujeres un lazo social. Es decir, en el mismo momento en que el arte es capaz de expresar
lo que no se puede expresar en la sociedad, se vuelve incapaz de hacer algo por ella.
Podemos decir: el arte, que es en lo expresivo es omnipotente, es en lo social impotente. El
arte moderno pierde todo lo que el arte pre-moderno tenía de aporte a la cohesión de la
sociedad; todo lo que lo hacía parte de lo identitario de una ciudad-Estado o de un Estado-
nación. Por integrarse socialmente a la vida burguesa como negación de esa vida es que el
arte moderno puede desarrollarse en dirección a la verdad, pero como verdad es la verdad
de una falsa conciencia. Las condiciones por las cuales en la sociedad nada es verdadero
son las mismas que hacen que el arte sea la esfera donde la verdad puede expresarse.
De acuerdo con la dialéctica entre libertad y no libertad, entre libertad y coerción, en la
única esfera donde no existió la coerción fue en la esfera del arte, una vez que el arte ganó su
autonomía. Por eso es en la esfera del arte –a través del lenguaje negativo de la modernidad
artística- donde aparecen los indicios de un sujeto emancipado. Ese sujeto es para Adorno el
verdadero sujeto de la obra de arte. Con ese sujeto no debe confundirse al productor ni al
receptor de la obra de arte, porque ni uno ni otro están más aventajados que el resto de la
sociedad como para salvarse de la cosificación, aunque sí sean las partes necesarias para que
pueda expresarse lo no idéntico (lo que no puede expresarse en la sociedad a través del
concepto).
Si la aparición de un sujeto emancipado es posible dentro del lenguaje del arte
moderno –y no antes ni después- no es porque la esfera artística esté predestinada para que se
exprese en ella el sujeto emancipado, sino porque la sociedad se configuró históricamente de
una manera tal que hizo que al arte le quedara esa función, mientras se lo privaba de todas las
demás. De hecho, al mismo tiempo que ingresaba en la modernidad, el arte perdía sus
funciones cultuales y renunciaba a toda posibilidad de contribuir al vínculo social. Por
integrarse socialmente a la vida burguesa -como la negación de esa vida- es que el arte puede
desarrollarse en dirección a la verdad. Las condiciones por las cuales en la sociedad nada es
verdadero son las mismas que hacen que el arte se convierta en la esfera donde la verdad
puede expresarse.
Ahora bien, si en la esfera artística puede tener lugar la verdad, es porque la dialéctica
que se encamina hacia ella permite que las obras se expresen en un lenguaje con otro tipo de
universalidad que la del concepto. Ese lenguaje no es un lenguaje comunicativo (conceptual),
sino mimético (no conceptual). Por eso el arte y la filosofía no deberían existir en una sociedad
emancipada.
La obra de arte puede ser verdadera porque la sociedad a la que esa obra se cierra (con
la que se incomunica) es falsa. Es imposible pensar cómo sería el arte si la sociedad hubiera
sido diferente. O qué lugar habría ocupado. Es más, como el arte es lo que es (la negación de
la sociedad dentro de la sociedad) porque la sociedad es falsa, su existencia sólo puede
pensarse dentro de las coordenadas de un mundo como éste, donde la emancipación social no
se ha logrado aún.
Para ser esa esfera privilegiada, el arte tiene que convertirse en una especie de reducto
en el que son posibles todas las cosas que resultan imposibles en el mundo real. Pero ese
privilegio le cuesta el hecho de no poder expresarse en un lenguaje positivo. De ahí que la
dialéctica que despliega el arte en dirección a la verdad vaya de la positividad del arte clásico a
la negatividad del arte moderno. A mayor negatividad –esto es, a mayor incapacidad de
comunicarse-, mayor cercanía respecto de la verdad.
El contenido de verdad del arte moderno, entonces, es tenebroso, porque lo que
expresa es la imposibilidad de lo que debería ser. Lo que dice, cuando logra hablar en un
lenguaje cercano al silencio –como en el caso de Beckett, a quien Adorno iba a dedicarle
Teoría estética, de haberla podido publicar en vida-, es verdadero por revelar la pérdida de
atributos del mundo real y evocar aquel otro, el que no fue, por la presencia insoportable de lo
que no debería ser.
Lo que no fue no es una positividad escondida, completa y cerrada en sí misma, como
un mundo aparte, que el artista lo conoce por el atributo de su intuición y el receptor –vuelto
filósofo- lo reconoce porque hace de intérprete entre el lenguaje de los artistas y la verdad. Si
así fuera, la dialéctica de la apariencia artística contendría el programa correcto de cómo
debería haber sido el mundo real, sin necesidad de saber cómo fue realmente el mundo como
para que el arte se constituyera en la esfera que lo niega. Pero el lugar que el arte pasa a ocupar
respecto del mundo depende de que el mundo se haya torcido en la dirección que lo hizo, que
se haya alejado de la emancipación humana en el mismo momento en que dentro de él estaban
dadas las condiciones materiales para que ésta fuera posible. Hace falta que la sociedad se
encamine hacia la totalidad para que la praxis que quiera cambiarla se vuelva impotente
mientras el arte se vuelve omnipotente dentro de su incomunicación con el mundo. De todos
modos, la impotencia de la acción acontece en el mundo real y la omnipotencia del arte, en
otro, en el que lo niega y, por lo tanto, no es real. La escisión entre ambos es lo que hace
posible que todo quede igual.
Para que el arte fuera una esfera privilegiada respecto de cualquier otra, hacía falta que
alcanzara su autonomía. Sólo siendo autónomo se convierte en lo contrario de la sociedad,
pero dentro de la sociedad. La autonomía del arte es correlativa de una idea de humanidad. El
proceso que lleva a esa autonomía se inicia con el humanismo del siglo XV y se termina de
definir con la ilustración del XVIII. No obstante, la libertad que en el terreno del arte parece
irrevocable es la misma que en la sociedad se vuelve imposible. El supuesto de que los
hombres son libres aún en cadenas es el que permite dejar de subordinar el arte a la metafísica
y a la moral. Pero sólo si la sociedad no cumple con la promesa de una vida más libre es
posible pensar que el arte es el reino de la libertad. En un contexto de mínima libertad
empírica y máxima libertad inteligible el arte aparece como enteramente autónomo, por
haberse emancipado tanto de las viejas autoridades (la verdad y el bien) como de la artesanía
y, por extensión, del trabajo manual, del que antes nunca terminaba de diferenciarse.
Si el arte tardó tanto en llegar a ser autónomo es porque la sociedad debía crear, al
mismo tiempo que frustrar, las condiciones de la emancipación humana. Y eso recién ocurrió
con la sociedad burguesa. En la medida en que la sociedad burguesa frustró lo que el
pensamiento reclamaba, el arte se volvió el receptáculo de lo negado por ella. Al presentarse
no como algo socialmente provechoso sino como algo que no puede justificar su existencia
ante la pregunta puritana por su utilidad, el arte gana un espacio que es por sí mismo una
crítica a la sociedad que lo integra.
Aunque la sociedad burguesa lo integre como su negación, y por eso se permita
paladearlo como parte de su propio ocio, no por eso el arte deja de denunciar el rebajamiento
general que sufrieron todas las cosas que no pertenecen a su esfera. En la medida en que él es
autónomo, porque crea y sigue sus propias reglas, todo lo que no es él, y que él niega, se
caracteriza por la heteronomía, por el sometimiento a las reglas de una sociedad basada en el
intercambio. Lo que queda fuera de su ámbito es porque es un mero medio, algo que no vale
por sí mismo sino que vale por servir para otra cosa. La existencia de lo extra-artístico se
revela como rebajada, y lo que revela ese rebajamiento es la existencia de lo artístico.
Lo que al arte le permite resistirse a ser fagocitado por la sociedad es la incomunicación
con ella. El arte llega a ser moderno porque reproduce lo que fuera de su esfera es invisible: el
carácter abstracto e infinitamente mediado de una sociedad basada en el intercambio. La
sociedad penetra en la esfera del arte sin que él la imite, pero en la imposibilidad de imitarla
que tiene el arte moderno se revela aquello en que la sociedad se ha convertido y en que se han
convertido los hombres sin que ni una ni otros puedan verlo.
El momento histórico de la autonomía del arte –la sociedad burguesa- coincide con el
nacimiento de la estética. Es un momento histórico en el que sólo el arte reúne las
características para que la expresión de un sujeto emancipado -que no se puede expresar en
la sociedad- se exprese en un ámbito que niegue la sociedad. El arte sólo tiene relación con
la verdad -como expresión de lo no idéntico, como expresión de lo que no puede expresarse
en la sociedad- en una sociedad no emancipada.
Si el arte moderno tiene alguna relación con la verdad, dentro de ese lenguaje
negativo, es precisamente porque existe en una sociedad falsa. Esto es lo que se vuelve
consciente en el lenguaje de las obras modernas que, para Adorno, son paradigmáticas de la
negatividad, como las de Joyce y Beckett.
Cuando habla de sociedad falsa, Adorno se refiere a la sociedad no emancipada, es
decir, la sociedad burguesa y la sociedad de masas. Para Adorno la segunda es una
continuación de la primera, en tanto la condición burguesa, para él, es la única condición
humana existente, desde Odiseo hasta el siglo XX. La concepción de una sociedad falsa no
refiere a alguna sociedad particular, sino a una sociedad donde no ha habido emancipación
humana. El lenguaje artístico, para negativizarse, necesita de la autonomía artística que el
arte alcanza en la modernidad (aunque la autonomía del arte respecto de la moral y de la
metafísica convierta a las obras artísticas en mercancías). De lo contrario, el arte sería como
en la antigüedad: un arte identitario, algo que cumple, incluso, la función de alegrar la vida
de los pueblos, o de generar una experiencia catártica que en la vida cotidiana no hay –me
refiero a una experiencia moral catártica, en los términos de la Poética de Aristóteles-. Son
funciones que el arte moderno ha perdido: no es un arte para disfrutar, para alegrarse o para
distraerse, ni es un arte para buscar intensidad en él. Cualquiera de las funciones sociales
que cumpliera el arte premoderno, no autónomo, el arte moderno no las tiene.
Para Adorno, el arte moderno paga un precio altísimo por tener alguna relación con
la verdad; por tener esta capacidad de negativizarse. Se desvincula de la comunicación y, al
hacerlo, se desvincula también de toda posibilidad de alegrar a los hombres. Digo “alegrar a
los hombres” sin ninguna ironía: es lo que señala Lukács como parte de las funciones que
tiene que recuperar el arte después de la revolución: ser una forma de celebración social,
una forma de cohesión social, cumplir una función de reconocimiento de los hombres entre
sí. Que un griego piense “Yo no soy Fidias, pero Fidias es lo griego y yo soy griego” indica
que el arte tiene una función identitatia. Es esta idea de lo identitario la que el arte moderno
es incapaz de crear o recrear. Lo que tiene lo artístico de colectivo es lo que genera en un
griego –en un contexto de ciudadanía restringida- una pertenencia a lo griego en el arte. El
arte afianza la pertenencia a una comunidad en el mundo precapitalista, para Lukács.
Por eso, cuando yo decía que el arte moderno perdió todas sus funciones culturales
me refería a todo lo que el arte tiene de fiesta –la expresión es de Gadamer-, de celebración
colectiva. Tengan en cuenta que buena parte del arte contemporáneo va a enfatizar el
“factor fiesta”, como una forma de recuperar la capacidad que el arte tenía de generar
participación en una celebración colectiva, en lugar de experiencia estética como recepción
individual.
Para Adorno, en una sociedad falsa, es decir, en una sociedad que no ha logrado la
emancipación humana, lo verdadero sólo puede existir de manera paradójica: en
contradicción con la sociedad, pero dentro de ella. Así sucede con el arte. De ahí que el arte
no pueda no ser, en ninguna sociedad no emancipada, ideología. El arte es verdadero
porque la sociedad es falsa.
El arte no es verdadero en sí, sino que compensa, como todo lo que hace las veces
de ideología, lo que la sociedad no tiene. Aquí es donde aparece la relación entre verdad e
ideología: lo que es verdadero en una sociedad falsa hace las veces de compensación por lo
que la sociedad no tiene, es decir, se convierte en ideología. Esta misma función cumple
por ejemplo, para Adorno, en Minima Moralia, la moralidad. En la medida en que
compensa lo que la sociedad no tiene, contribuye a tolerarla y, en algún punto, a que siga
siendo tal cual es. Pero si no existiera la moralidad, la vida sería todavía peor. Esto es lo
paradójico. Si alguien borrara de la vida falsa todo aquello que hace las veces de ideología,
la vida sería, no más verdadera, sino intolerable. Porque la relación que el arte tiene con la
sociedad, en términos de expresar lo verdadero (lo no idéntico, lo que no expresa el
concepto), la tiene por ser una sociedad falsa.
Podemos preguntarnos, para entender a Adorno, por qué algo puede ser verdadero
en la sociedad falsa: porque no puede expresarse. Y si se expresa, lo hace negativamente.
Es decir, hay un sujeto no emancipado que expresa su no emancipación de un modo tal que
pone, en el modo de lo verdadero, lo falso: es la verdad de una falsa conciencia. Winnie
expresa, con cada uno de sus actos, incluido el de hablar, la vida no emancipada en lo que
tiene de no emancipada. La verdad del lenguaje negativo es la verdad de la falsedad; es la
verdad de la vida falsa. La respuesta a la pregunta por la vida verdadera siempre se hace
desde el punto de vista de la vida falsa.
Adorno hace mucho hincapié en que un sujeto no puede imaginarse a sí mismo
como siendo habitante de un mundo que todavía no existe, es decir, no puede saber cómo
sería el propio yo en circunstancias en que no existiera la alienación, la necesidad de
oprimir a otros hombres. Justamente ahí radica lo ilusorio de la trasposición imaginaria del
yo a una situación de vida verdadera: en creer que el propio yo sería seguiría siendo el
propio yo en esa otra vida desconocida. Por eso el yo no se puede pensar a sí mismo dentro
de una vida verdadera que desconoce cómo es; el individuo verdadero es un sujeto del
lenguaje negativo de la obra de arte moderna, pero que no tiene una expresividad en
términos positivos que no sean en el lenguaje de lo utópico. Pensemos en las utopías
renacentistas, que describían cómo sería la vida en una isla donde, por ejemplo, no existiera
el Estado. Casi todas las utopías tienen ese tópico: describir con lujo de detalles, en una
situación insular, una sociedad que sigue principios distintos que la sociedad vigente; desde
la República de Platón a la Utopía de Tomás Moro, siempre se tiene que explicar con cierto
detalle el funcionamiento de esa sociedad, pero lo que no se puede explicar es cómo se
llega a ella. Todos los socialismos utópicos y todas las formas utópicas que describen la
sociedad emancipada tienen ese componente literario, donde lo que se desarrolla en
lenguaje positivo es una sociedad a imagen y semejanza de la existente, pero sin los males
que hacen de ésta una sociedad no emancipada. El deseo, en la sociedad no emancipada, se
genera de una manera neurótica: se desea otra cosa que lo que se tiene, no lo que se tiene.
De ahí el fracaso, en todas las épocas, de la representación de la vida verdadera: quien se
representa la comunidad sin propiedad como la vida verdadera es alguien que vive en una
sociedad con propiedad privada y quiere crear –o crea- una sociedad alternativa.
De la misma manera, Winnie no puede hacer otra cosa que contar su deseo de tener
el don maravilloso de Willie –el don de dormir profundamente-, en lugar de soportar su
jaqueca. Al reconocer que tener jaqueca es un dolor mínimo y esa podría ser su felicidad,
en Winnie hay un indicio del sujeto emancipado, pero expresado de manera negativa. La
literatura que se expresa en lenguaje negativo no es la que se queja de la falsedad de la vida
falsa –una literatura social o una literatura de denuncia-, sino la que es capaz de expresar de
la manera más parecida a la falsedad de la vida lo que la vida tiene de falsa. Es decir, lo que
tiene de banal el lenguaje de Winnie se ajusta más a la descripción de lo falso de la vida
falsa que lo que tiene de siniestro y oscuro el lenguaje kafkiano. La vida falsa no se mide en
términos de tenebrosidad como intensidad, en términos de terror, sino en términos de
negatividad entendida como trivialidad, banalidad, repetición, rutina, monotonía, griseidad.
Los grises de Beckett son más negativos, en términos adornianos, que los negros intensos
de Kafka.
Cuando ya no se puede advertir, en lenguaje positivo, lo que la sociedad tiene de
concentracionario (porque lo concentracionario se ha banalizado), el lenguaje es más
negativo que cuando lo concentracionario está más descripto y se vuelve más terrorífico. Es
por terrorífico que el lenguaje kafkiano todavía produce identificación. El lenguaje artístico
es más negativo en Los días felices, cuando esa no vida se le ha convertido a Winnie
prácticamente en hábito, que cuando se nos hiela la sangre por la descripción de la cantidad
de cadenas y subcadenas con que está sujetado el condenado de En la colonia penitenciaria
antes de la ejecución.
Adorno llega a decir, en el capítulo 1 de Teoría estética, que el arte preautónomo
tiene muy poco que ver con el concepto que tenemos de arte. Es decir, al modo como se
desarrollaba el arte antes de la modernidad, nosotros no lo llamaríamos arte. Cuanto más
integrado está el arte a la vida menos se parece a lo que entendemos por arte una vez que lo
conocemos a partir de su autonomía. Todo lo que nos lleva a definir como tal al arte
preautónomo lo hacemos desde el concepto de arte que se instala a partir del momento de
su autonomía. Entonces, incluso el arte relacionado con la instrumentalidad, con la
artesanía, con la decoración, lo analizamos en lo que pueda tener de autónomo, y no en lo
que tiene de preautónomo. Una misa de Bach la analizamos en todo lo que no tiene de
misa, y no en todo lo que sí tiene de misa, de servicio a un ritual; apreciamos como belleza
lo que tiene de no cultual, no lo que tiene de cultual; no digo que no consideramos ese
aspecto cultual de la misa, sino que lo que nos hace escuchar esa misa es lo que no tiene de
misa: la composición musical. Lo que permite escuchar una misa como una no misa -poner
un CD y separar lo que se escucha como música de la situación religiosa para la que fue
compuesta-, es la prevalencia del concepto de obra de arte autónoma. En este sentido, la
relación que el arte preautónomo tendría con la verdad es leída desde el arte autónomo. Y
así es que vamos a buscar todo lo que las obras que no eran autónomas tenían de autónomas
(porque esas obras alguna autonomía tendrían).
Para Adorno ni el receptor ni el productor son el sujeto de la obra de arte. El sujeto
de la obra de arte es un sujeto inexistente: el sujeto emancipado. Por eso está expresado en
lenguaje negativo. Ahora bien, teniendo en cuenta esto, si nos centramos en el problema del
receptor, no hay manera de el sujeto-receptor no esté escindido: el disfrute de la obra de
arte se realiza en una esfera particular, separada de las otras esferas (económica, familiar,
política, religiosa, etc.). El disfrute estético supone que a la esfera del arte, en la sociedad
burguesa, se le concede una libertad que al resto de las esferas no se les concede. Mientras
todas las demás esferas: la económica, la religiosa, la política, etc., son heterónomas, la
esfera artística es la de la autonomía. Por ejemplo, en las otras esferas, todo es medio para
un fin. En la esfera artística, todo es fin en sí mismo. En las otras esferas, todo es cosa
valuable en términos de dinero. En la esfera artística, toda cosa es valuable en términos de
dinero de acuerdo con una lógica que no es la misma que la de las otras esferas, porque un
pedazo de trapo pintado puede llegar a valer millones de dólares, y otro pedazo de trapo
pintado puede no valer nada. Aparece la figura del mercado del arte como un mercado que,
en principio, en la época burguesa, delata la autonomía del arte. Podemos decir: dado que
el arte es autónomo, las obras de arte pueden valer de una manera distinta que los útiles. El
tipo de cosa que es la obra de arte delata su autonomía en el hecho de que puede establecer
su valor también de manera autónoma, respecto del mercado a secas. Insisto: esto es así, en
el nacimiento de la sociedad burguesa y el de la estética. Ahora bien, es cierto que la
autonomía del arte lo es respecto de la metafísica y de la moral. Pero esto no significa que
la obra de arte se pueda desvincular totalmente de la esfera mercantil. En ese sentido, el
mercado del arte se rige por valores económicos que no son los mismos del mercado a
secas, por lo cual objetos que no tienen intrínsecamente ningún valor pueden llegar a valer
millones de dólares. Todo lo que en el mundo del arte tiene carácter de cosa tiene a su vez
un valor de cambio que es incomparable con lo que se considera el valor de cambio de ese
mismo objeto fuera de la esfera del arte. Esta relación, en lugar de encubrir la relación entre
el valor de uso y el valor de cambio en la sociedad del intercambio, lo que hace es
desnudarla. En lugar de que el fetichismo de las mercancías quede encubierto por la
autonomía de la obra de arte es desencubierto por la existencia de las obras de arte. El
hecho de que exista la esfera del arte es testimonio de que los valores de cambio en la
sociedad de intercambio son arbitrarios, o si quieren ustedes, humanos, y no objetivos. Con
lo cual, además, son modificables. Esos valores no tienen ningún peso metafísico. Los
valores económicos –del mismo modo que los valores económicos de las obras de arte- son
impuestos humanamente y, en ese sentido, por humanamente creados, humanamente
susceptibles de ser depuestos. Verdaderamente, la arbitrariedad de la sociedad del
intercambio se pone en evidencia en el mercado del arte, en lugar de ser encubierta por el
mercado del arte.
Si la esfera artística es el reino de la libertad, el reino de los fines –diríamos en el
lenguaje de la ética kantiana-, la sociedad es el reino de los medios. Lo que a las obras de
arte les permite resistirse a ser fagocitadas por la sociedad es simplemente la
incomunicación con ella. No hay nada en las obras de arte, metafísicamente hablando, que
las haga un en sí distinto de las cosas de este mundo. No hay ningún misterio metafísico en
la mercancía producida como arte. Simplemente, la incomunicación con la sociedad
convierte las obras de arte en algo que se vuelve más dificultosamente subsumible a la
lógica del intercambio que las cosas que fueron creadas dentro de esta lógica.
De este modo, aquí tenemos otro vuelco dialéctico: la obra de arte no tiene, en tanto
cosa, ningún misterio metafísico, es un objeto cualquiera, no tiene nada que la haga en sí
valiosa, y lo único que la hace valiosa –y en términos inconmensurables con el mercado
propio de la sociedad del intercambio- es la incomunicación que tiene con ella. Es como si
ese objeto artístico se volviera un objeto que no es de este mundo simplemente porque está
incomunicado con él, y no porque tenga un en sí que lo haga verdadero, un en sí que lo
haga un objeto otro respecto de la sociedad. Qué es esto: un pedazo de tela pintado con
unos colores que se compran en un negocio, y que tienen un valor de cambio X. No hay
ningún misterio. Cualquiera podría hacerlo, y cualquiera puede aprender a hacerlo. Es un
saber que se aprende en las escuelas. No hay nada por lo cual ese objeto pueda ser
considerado como no de este mundo.
Y sin embargo, el gesto burgués es el de separarlo del resto de los objetos, no
porque tenga algo particular en tanto objeto, sino por la mínima o máxima incomunicación
con la sociedad que tiene ese objeto, lo cual hace que se sustraiga a la fagocitación
inmediata, típica del objeto del intercambio. A partir de que se hace ese reconocimiento de
que el objeto está incomunicado respecto de la lógica social, ya no puede ser
mercantilizado en los términos de la sociedad del intercambio. Por ejemplo, si alguien
quisiera pagar por él tendría que pagar un precio simbólico; rematarlo, y ver quién da más
por él, en tanto el valor, precisamente, se lo fijan voluntariamente los seres humanos. Es
decir, en realidad, todos los precios son producto de la voluntad humana en la sociedad del
intercambio, pero aparecen como objetivos, mientras que los precios de las obras de arte
desnudan ese carácter voluntario, instituido.
El momento en el cual la sociedad se puede concebir como falsa es el momento en
que el arte puede tener alguna relación con la verdad, esto es, una relación de su lenguaje
con la verdad. Ahora bien, en el mismo momento en el cual se establece esa relación del
arte con la verdad, inevitablemente, se puede empezar a leer la historia del arte,
retrospectivamente, como teniendo una relación con la verdad. Por eso, en mi opinión,
algunos intérpretes de Adorno, como Albrecht Wellmer, simplifican su lectura, al decir que
en la medida en que hay arte, hay alguna relación con la verdad, como si fuera una
dialéctica cerrada que lleva a que en Beckett haya más verdad que en Fidias (para lo cual en
Fidias tiene que haber algún grado de verdad). Y no es mecánicamente así: no es una
dialéctica espiralada y ascendente, de los mínimos grados de verdad (de la negatividad
cero, digamos) a los máximos grados de verdad (la negatividad a la enésima potencia, la
negatividad beckettiana). Eso es una caricatura de la dialéctica abierta. En todo caso, el
momento de la autonomía de la obra de arte es fundante de la relación arte-verdad y
permite encontrarla hacia atrás y hacia adelante, pero esto no significa que la verdad
progrese porque los materiales artísticos se agotan y, en la medida en que se agotan, los que
se empiezan a utilizar en su lugar son más verdaderos que los anteriores. Esto sería
equivalente a decir que una poesía prosaica es más verdadera que una poesía rimada, en ese
sentido lineal; o sería como decir que los cantares de gesta en tanto arte popular no son
verdaderos por lo que tienen de servidumbre a algo que no es el arte por sí mismo y, en
cambio, los poemas de Stefan George o de von Hofmannsthal son, en lo que tienen de
autónomos por su lenguaje negativo, más verdaderos, y que, de la Edad Media a la
Modernidad, ha progresado la verdad. En ninguna dialéctica –tampoco en la dialéctica
hegeliana- hay progreso. Comparen, si no, la estética de Hegel con la estética de Adorno.
Tampoco para Hegel la forma romántica es “más verdadera” que la forma clásica,
simplemente porque los dioses griegos son menos parecidos a la Idea que el Dios de los
monoteísmos. En la dialéctica adorniana, al no haber una Idea, el problema de la
negatividad (en su relación con la verdad) es más complejo. Porque lo verdadero es lo no
idéntico, no lo idéntico.
La de Adorno es una estética objetivista sin un contenido invariante –me refiero a un
contenido invariante como es la Idea en la dialéctica hegeliana. No hay en Adorno un
equivalente de la Idea hegeliana que se manifieste en un material artístico sensible ni tampoco
un equivalente del hecho de que esa Idea, manifestada en el material artístico sensible, se
corresponda con el modo en el cual los hombres se representan a los dioses (o a lo divino).
En Dialéctica negativa, en el punto 2 del tercer modelo de la tercera parte (el modelo
dedicado a la metafísica), Adorno hace una reflexión respecto del lugar que tiene el arte dentro
de la cultura que sirve de algún modo para enmarcar el problema de la negatividad dentro de
Teoría estética. En ese punto, retoma el final de un ensayo suyo de 1955, “Crítica cultural y
sociedad”, a partir del cual se había malentendido que él habría querido decir que “no se puede
escribir un poema después de Auschwitz” (algo que Adorno nunca dijo ni escribió, pero que
suele repetirse como si lo hubiera dicho, muchas veces porque no se conoce la totalidad del
texto donde lo habría dicho). Transcribo ahora el final del ensayo “Crítica cultural y
sociedad”, publicado en el libro homónimo. Y luego vemos cómo Adorno lo retoma en
Dialéctica negativa.
Cuanto más total es la sociedad tanto más cosificado está el espíritu y tanto más
paradójico es su intento de liberarse por sí mismo de la cosificación. Hasta la más
afilada conciencia del peligro puede degenerar en cháchara. La crítica cultural se
encuentra frente al último escalón de la dialéctica entre cultura y barbarie. Luego
de lo que pasó en el campo de Auschwitz es cosa barbárica escribir un poema y
este hecho corroe, incluso el conocimiento que dice por qué se ha hecho hoy
imposible escribir poesía. El espíritu crítico, si se queda en sí mismo, en
autosatisfecha contemplación, no es capaz de enfrentarse con la absoluta
cosificación que tuvo entre sus presupuestos el progreso del espíritu, pero que hoy
se dispone a desangrarlo totalmente.
Adorno, T. W., Teoría estética, trad. Jorge Navarro Pérez, Madrid, Akal, 2004,
pp. 17-18
Por un lado, la sociedad burguesa hay que entenderla como el único contexto en el cual
el arte, para Adorno, se puede volver autónomo. En la sociedad burguesa, de algún modo,
están dadas las condiciones para que los hombres proyecten en la sociedad la emancipación
social y no la circunscriban a una esfera donde esa posibilidad permanecería intacta pero
irrealizable. Pero la emancipación social no sucede (pensemos, fundamentalmente, en la
brevedad de la Comuna, en 1871 y en la represión a los comuneros). Por lo tanto, se trataría de
pensar esa libertad que queda irrealizada en la sociedad e intacta en el arte como una libertad
que es proporcional a la falta de libertad (o al grado de opresión) en el todo (en la sociedad
devenida un todo). Esa libertad que reina en el arte no es una libertad que le pertenezca
intrínsecamente, sino que le pertenece a la sociedad.
Ahora bien, esa libertad reinante en el arte, en tanto prestada, en la medida que no se
realiza socialmente, tiene la posibilidad de desarrollarse no absolutamente sin obstáculos,
pero, por lo menos, con otro tipo de obstáculos que no son los que puede tener la libertad
social. Si las libertades sociales son siempre restrictas, la libertad del arte no es irrestricta, pero
tiene otras restricciones que las sociales. Se trata de las restricciones propias de la forma. La
forma es la racionalidad de la obra de arte.