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protegerme

contra la pereza, la enfermedad había gastado mis fuerzas y, como


había observado desde hacía tiempo, especialmente cuando dejé de amar a
Albertina, las fuerzas de mi memoria. Ahora bien, la recreación por la memoria
de las impresiones en las que luego había que profundizar, que había que
esclarecer, que transformar en equivalentes de inteligencia, ¿no era acaso una de
las condiciones, casi la esencia misma de la obra de arte tal como la concibiera
un momento antes en la biblioteca? ¡Ah, si yo tuviera todavía las fuerzas que
estaban aún intactas en la fiesta que entonces evoqué al ver François le Champi!
De aquella fiesta, donde mi madre abdicó, databa, con la muerte lenta de mi
abuela, la declinación de mi voluntad, de mi salud. Todo se decidió en el
momento en que no pudiendo ya soportar la espera hasta el día siguiente para
posar los labios en el rostro de mi madre, me decidí, salté de la cama y, en
camisón, me fui a instalar a la ventana por donde entraba la luz de la luna hasta
que oí marcharse a monsieur Swann. Mis padres le habían acompañado, oí
abrirse la puerta del jardín, sonar la campanilla, volver a cerrarse...
Entonces pensé de pronto que si tenía aún fuerzas para realizar mi obra,
aquella fiesta que -como antaño en Combray ciertos días que influyeron sobre
mí-me dio, hoy mismo, a la vez la idea de mi obra y el miedo de no poder
realizarla, marcaría ciertamente ante todo en ésta la forma que antaño presentí en
la iglesia de Combray, y que, habitualmente, nos es invisible, la del Tiempo.
Sin duda hay otros muchos errores de nuestros sentidos -hemos visto que
diversos episodios de este relato me lo demostraron-que falsean para nosotros el
aspecto real de este mundo. Pero, en fin, en la transcripción más exacta que yo
me esforzaría por dar, podría, en rigor, no cambiar el lugar de los sonidos,
abstenerme de separarlos de su causa, al lado de la cual la inteligencia los sitúa a
posteriori, aunque hacer cantar dulcemente la lluvia en medio de la estancia y
caer en diluvio en el patio la ebullición de nuestra tisana no debiera ser en suma
más desconcertante que lo que tan a menudo hacen los pintores cuando pintan,
muy cerca o muy lejos de nosotros, según las leyes de la perspectiva, la
intensidad de los colores y la primera ilusión de la mirada nos los hagan ver, una
vela o un pico que luego el razonamiento trasladará a distancias a veces
enormes. Aunque el error sea más grave, podría continuar, como se suele hacer,
poniendo trazos en el rostro de una transeúnte, cuando en el lugar de la nariz, de
las mejillas y de la barbilla, no debiera haber más que un espacio vacío sobre el
que jugaría cuando más el reflejo de nuestros deseos. Y aun cuando yo no
tuviera tiempo de preparar, cosa ya mucho más importante, las cien máscaras
que conviene poner a un mismo rostro, aunque sea según los ojos que lo ven y el
sentido con que leen los rasgos, y, para los mismos ojos, según la esperanza o el
miedo, o, por el contrario, según el amor y el hábito que ocultan durante treinta

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