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DAVID HUME

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INVESTIGACIÓN SOBRE
LOS PRINCIPIOS
DE LA MORAL
Edición y Traducción
Gerardo López Sastre

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COLECCIÓN AUSTRAL
ESPASA CALPE
DAVID HUME
INVESTIGACIÓN SOBRE
LOS PRINCIPIOS
DE LA MORAL
Edición y Traducción
Gerardo López Sastre

COLECCIÓN AUSTRAL
ESPASA CALPE
Serie: Pensamiento
Asesor- José Juan González Encinar

Edición original: Enquirv conccming the Principies


of Moráis. 1751
Edición y traducción: Gerardo López Sastre

© Espasa-Calpe. S. A.

Maqueta de cubierta: Enríe Satuí

Depósito legal: M. 38.210-1991


ISBN 84-239-7242-9

Impreso en España
Printed in Spain
Talleres gráficos de la Editorial Espasa-Calpe. S. A.
Carretera de Irán. km. 12,200. 28049 Madrid
ÍN D IC E

Introducción de Gerardo López Sastre ........... 9

Bibliografía ......................................................... 27

INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS


DE LA MORAL

Sección I: De los principios generales de la moral. 31

Sección II: De la benevolencia ............................ 39


Parte I .................................................................. 39
Parte II ................................................................. 41

Sección III: De la justicia .................................... 47


Parte I ....... 47
Parte II ................................................................ 58

Sección IV: De la sociedad política..................... 72

Sección V: Por qué agrada la utilidad................. 79


Parte 1 ................................................................. 79
Parte II ................................................................ 85
8 I n d ic e

Sección VI: De las cualidades útiles a nosotros


mismos ....................:........................................... 101
Parte I ................................................................. 101
Parte II ................................................................ 113

Sección VII: De las cualidades inmediatamente


agradables a nosotros mismos ........................... 120

Sección VIII: De las cualidades inmediatamente


agradables a los demás ...................................... 132

Sección IX: Conclusión ....................................... 140


Parte I ................................................................. 140
Parte II ................................................................ 151

A péndice I: Sobre el sentimiento moral ............. 158

A péndice II: Del amor a uno mism o................... 169

A péndice III: Algunas consideraciones adiciona­


les con respecto a la justicia............................... 178

A péndice IV: De algunas disputas verbales........ 188

U n d iá lo go ........................................................... 202
IN T R O D U C C IÓ N

La sociedad escocesa iba a experimentar importantes


transformaciones a lo largo del siglo xvm. En 1707 tenía
lugar la unión de Escocia e Inglaterra; para Escocia esto
suponia la oportunidad de participar de los beneficios de
los mercados y las colonias inglesas y de salir asi de la
perenne pobreza que hasta este momento la había carac­
terizado. De hecho, en cincuenta años nos encontraremos
con una sociedad completamente nueva: dinámica, flo­
reciente, y volcada hacia el progreso material. Estos cam­
bios correrán paralelos con un esplendor cultural sin pre­
cedentes en su historia. La ilustración escocesa tendrá
exponentcs de la talla de Adam Smith, Lord Raines,
Adam Ferguson y el mismo David Hume. Las rápidas
transformaciones de la sociedad en que vivían por fuerza
tuvieron que servir de estímulo a su pensamiento. El que
entre sus preocupaciones destacaran la moral, la historia
y la economía no es una mera casualidad.
Por lo que se refiere a David Hume (1711-1776), las
preocupaciones que en un sentido amplio llamaríamos fi­
losóficas datan de una edad muy temprana. Según su
propia confesión a James Boswell, de joven había sido
religioso. De hecho, tomando su religión con una gran
seriedad habría emprendido la tarea de comparar su ca­
rácter y su conducta con el modelo que se ofrecía en The
Whole Duty o f Man, un manual calvinista publicado en
10 GERARDO LÓPEZ. SASTRE

1658 de forma anónima. Al final de esta obra se encon­


traba un catálogo de vicios titulado «Brief Heads o f Self-
Examination, especially before the Sacrament, collected
out o f the foregoing Treatise, concerning the breaches o f
our Dnty». Entre otros vicios allí enumerados se encon­
traban el no creer que hay un Dios o en su Palabra; co­
locar la religión en el mero atender a los sermones, sin
practicar su doctrina; envanecerse con una alta opinión
de uno mismo respecto de nuestros talentos naturales,
honores, riquezas, ingenio, etc.; perder el tiempo en com­
pañías ociosas, etc. Pues bien, el joven Hume habría re­
sumido este catálogo y habría procedido a examinarse de
acuerdo con él. «Esto», comentó a Boswell, «era una ac­
tividad singular; por ejemplo, ver si, no obstante aven­
tajar a sus compañeros de escuela, no tenia orgullo o va­
nidad»
No sabemos exactamente cuándo Hume comenzó a
pensar que su tentativa era «absurda» J; pero lo cierto es
que en un determinado momento, y según él mismo nos
cuenta, la influencia de las magnificas representaciones
de la virtud y la filosofía que se encontraban en las obras
de Cicerón. Séneca y Plutarco le condujo a emprender la
tarca de mejorar su carácter buscando fortalecerse «con­
tra la muerte, la miseria, la vergüenza, el dolor y todas
las otras calamidades de la vida» s. Tenemos, entonces,
que si Hume en un primer momento intentó ser un cris­
tiano devoto y estricto (de acuerdo con las doctrinas cal­
vinistas del momento), después ha intentado convertirse
en algo parecido a un estoico romano. La verdad es que
los resultados de la unión de este último empeño con una*1
1 James Boswell. «An Accouni o f my Las! Interview with David
Hume. Esq.», publicado como Apéndice A en D. Hume. Dialogues
Concerning Natural Religión, editados, con una introducción, por Nor­
man K.cmp Smith. Bobbs-Merril. Indianápolis y Nueva York. 1963.
pág. 76.
Ihiilent.
1 The Letlers o f David Hume, editadas por J. Y. T. Greig. 2 vols.,
Oxford Univcrsity Press, Oxford. 1932; vol. 1. pág. 14.
INTRODUCCIÓN II

vida ardientemente dedicada al estudio no pudieron ser


peores. En los últimos meses de 1729 la «enfermedad de
los sabios», la melancolía o spleen se apoderaba de él.
A fin de librarse de su enfermedad, a Hume no le quedó
otro remedio que dejar de lado sus estudios por algún
tiempo y dedicarse a un tipo de vida más activa. Así, en
1734 acudió a Bristol para trabajar en las oficinas de un
importante comerciante. Después de unos meses se con­
sideró en condiciones de reanudar sus estudios, y para
ello pasó a Francia.
Sus años de residencia en este país se emplearon en la
elaboración de la que, sin ninguna duda, es su obra más
importante: el Tratado de la naturaleza humana. Esta
obra consta de tres libros. Los dos primeros («Del enten­
dimiento» y «De las pasiones») se publicaron en 1739; el
tercero («fíe la moral»), en 1740 4. Pocas veces un autor
4 En lo que se refiere a este Libro III del Tratadi* hay que destacar
tanto las teorías que en él se defienden como una notable ausencia que
el lector de la época no dejaría de percibir: el hecho de que Hume ofrece
una filosofía moral y política completamente secular, sin referencia al­
guna a un ámbito que trascienda esta vida. En una carta dirigida a
Francis Hutcheson. Hume resalta especilicamente esta implicación de
su teoría. Si cuando declaramos que una acción o el carácter de un
hombre es vicioso, lo único que estamos diciendo es que, debido a la
constitución particular de nuestra naturaleza, experimentamos un sen­
timiento de censura a partir de su contemplación (y ésta es en su sus­
tancia la teoría moral que Hume defiende), ¿no se sigue de esto que la
moralidad atañe únicamente a la naturaleza y a la vida humana?,
¿cómo podemos, entonces, estar seguros del carácter moral de la divi­
nidad?. ¿posee acaso sentimientos como los nuestros? Sólo la experien­
cia podría responder a estas preguntas. Pero, como se apresuraba a
insistir Hume. «¿Qué experiencia tenemos con respecto a seres superio­
res?», Leiters, ed. cit.. vol. l. pág. 40. En otra carta también dirigida a
Hutcheson, Hume nos ha dejado constancia de su ruptura con el cris­
tianismo en el que había sido educado: «deseo tomar mi catálogo de
virtudes de Sobre los deberes de Cicerón, no del Wltole Duty o f Man.
De hecho, tuve en cuenta el primer libro en todos mis razonamientos»
(se refiere a los razonamientos del Libro III del Trinadol. Letters,
cd. cit., vol I, pág. 34. En la Investigación sobre los principios de la moral
volverá a insistir en la oposición entre estos dos modelos morales: «Su­
pongo que si Cicerón viviera ahora, se encontraría que es dilicil enca­
denar sus opiniones morales a sistemas estrechos: o persuadirle de que
12 GERARDO LÓPEZ SASTRE

se ha sentido más orgulloso de su obra y ha sido más


consciente de su importancia, y pocas veces el fracaso ha
sido tan grande. El mismo Hume escribió en su Autobio­
grafía: «Jamás intento literario alguno fue más desafor­
tunado que mi Tratado de la Naturaleza Humana. Salió
muerto de la imprenta, sin alcanzar siquiera una distin­
ción tal, que provocara un murmullo entre los fanáti­
cos» 5. Esta falta de éxito parece que se debía fundamen­
talmente a dos motivos: a las deficiencias estilísticas de
la obra (y ello en una época dominada por el ideal de la
elegancia literaria), y a que sus argumentos tendían a ser
demasiado largos y complicados. Resultaba evidente, en­
tonces, que si Hume quería dar a conocer sus teorías fi­
losóficas tenía que buscar un nuevo vehículo para expre­
sar sus pensamientos. La solución de este problema se
materializó en su decisión de escribir ensayos. De acuer­
do con esto, en 1741 Hume publicaba de forma anónima
(igual que el Tratado) un volumen de Ensayos Morales y
Políticos; un segundo volumen saldría a la luz en enero
de 1742. La variedad de temas que Hume trata en estos
ensayos es muy grande. Su mirada filosófica se ocupa
tanto de la superstición y del entusiasmo religioso como
de la avaricia; tanto de la dignidad de la naturaleza
humana y del estudio de la historia como del amor y el
matrimonio. Pero lo que nos interesa resallar aqui es que,
como cabía esperar, su estilo elegante, ameno y algo di­
dáctico ganó inmediatamente la aceptación del público.
Todavía en 1742, Hume pudo escribir con legítimo or­
gullo a Henry Home: «Los Ensayos se han agotado en
Londres, según me informan dos cartas de caballeros in­
gleses que conozco. ..., Innys, el gran librero en Paul's*4
las únicas cualidades que habían de admitirse como virtudes, o reco­
nocerse como formando parte del mérito personal, eran las que se re­
comendaban en The Whote Duty o f Man.» The Philosophical Works o f
David Hume, editadas por Tilomas Hill Green y Thomas Hodgc Grose,
4 vols.. Londres. 1874-1875; vol. IV, pág. 285.
’ M y Own Life, publicado como suplemento a la ed. til. de los Dia­
logues, pág. 234.
INTRODUCCIÓN 13

Church Yard se pregunta por qué no hay una nueva edi­


ción, porque no puede encontrar ejemplares para sus
clientes.... Puede que ... impulsen al resto de mi filosofía,
que es de una naturaleza más duradera, aunque también
más difícil y trabajosa»
En relación a esta última afirmación de Hume. E. C.
Mossner se ha preguntado muy acertadamente: ¿cómo
podía pensar Hume que estos ensayos, que habían apa­
recido sin el nombre de su autor, iban a servir para pro-
mocionar al resto de su filosofía, es decir, al también
anónimo Tratado? Lo que Hume debía de tener en mente
no es tanto la posibilidad de que el éxito de los Ensayos
favoreciera las ventas del Tratado como la posible con­
veniencia de la forma ensayistica para los temas de que
se había ocupado en este último \
Hume tenía, por tanto, un nuevo proyecto, y se volcó
al mismo con entusiasmo. Su primer resultado iba a apa­
recer en 1748. En efecto, en este año se publicaban los
Ensayos filosóficos sobre el entendimiento humano *; una
nueva presentación de las ideas más importantes del Li­
bro 1 del Tratado. Un segundo resultado aparecería a fi­
nales de 1751: la reformulación del Libro 111. «De la mo­
ral», del Tratado, la Investigación sobre los princi­
pios de la moral . Cuando Hume se ocupe de esta obra
en su Autobiografía, escribirá: «en mi opinión (que no
debería juzgar este tema), es incomparablemente el mejor
de todos mis escritos, sean estos históricos, filosóficos o
literarios» *. Una cosa, desde luego, es cierta. Pocas veces
* New Leiters o f David Hume, editadas por R. Klibansky y
E. C. Mossner, Oxford University Press, Oxford, I9S4, pág. 10.
’ Véase E. C. Mossner, The Life o f David Hume. Oxford University
Press, Oxford. 1970, pág. 140.
1 Diez años después Hume daría a esta obra el titulo por el que
desde entonces es conocida: An Enquirr concerning Human Undersian-
ding.
My Own Life, cd. cit.. pág. 236. Hume manifestará el mismo con­
vencimiento en Leiiers. cd. cit., vol I. págs. I7S y 227. Entre el Li­
bro III del Tratado y la Investigación sobre los principios de la moral
(igual que ocurre con el Libro I y la Investigación sobre el entendimiento
14 GERARDO LÓPEZ SASTRE

en la historia de la filosofía se ha sabido unir tan bien el


análisis riguroso y la profundidad con la claridad expo­
sitiva y la elegancia estilística como Hume lo ha hecho
en esta obra.
¿Qué finalidad pretendía alcanzar Hume con sus in­
vestigaciones morales? ¿Qué ideas importantes se expo­
nen en esta Investigación sobre los principios de la
moral? Aun reconociendo la dificultad de ofrecer una
respuesta breve a estas preguntas, algo si cabe decir.
Hume va a partir de la realidad de las distinciones mo­
rales. Todos nosotros efectuamos a diario juicios morales
(esto es bueno, aquello es malo). Pues bien, ¿qué es lo
que en realidad estamos expresando con los mismos?
Para nuestro autor es un hecho indudable que cuando
afirmamos que una acción o una cualidad mental es vir­
tuosa sólo estamos diciendo que su contemplación sus­
cita en nosotros un sentimiento de aprobación. Igual­
mente, cuando declaramos que algo es un vicio lo que
estamos manifestando es que la presencia de ese algo nos
hace experimentar un sentimiento de desaprobación o
censura. ¿De dónde surgen estos sentimientos? Sólo cabe
ofrecer una respuesta a esta pregunta: de la peculiar
constitución de nuestra naturaleza, de nuestra forma de
ser. Simplemente estamos hechos de tal manera que
aprobamos ciertas cosas y rechazamos otras. Como ha­
bía escrito Hume en su ensayo «El escéptico»: «no hay
nada en si mismo estimable o despreciable, deseable u
odioso, bello o deforme; sino que todos estos atributos
humano) hay derlas diferencias; pero éste es un tema que. aunque ha
dado lugar a interpretaciones contrapuestas, no necesita preocupamos
aquí. De todas formas, un buen tratamiento de estas diferencias puede
encontrarse en N. Kcmp Smith, The Philosophy o f David Hume. A cri­
tica! study afila origins and central doctrines. Macmillan. Londres, 1964
(I.* cd. 1941). págs. 124-125. I5I-IS2. y todo el capitulo XXIV, «The
relation o f the Treaiise to the Enquiñes», págs. 519*540. Puede consul­
tarse igualmente, aunque con algunas diferencias con respecto a la opi­
nión de Kcmp Smith, el libro de D. Millcr. Philosophy and Idcology in
Hunut's Poliiical Thought. Oxford University Press. Oxford. .981. pagi­
nas 5-10.
INTRODUCCIÓN 15

surgen de la estructura y constitución particular del sen­


timiento y el afecto humanos» ,0. Por lo tanto, el bien y
el mal moral son enteramente relativos a nuestros
sentimientos La moral empieza y termina con la na­
turaleza humana ,J.
Una vez que se admite que «toda cualidad o acción de
la mente que está acompañada de la aprobación general de
la humanidad» es virtuosa inmediatamente surge la si­
guiente pregunta: ¿qué cualidades aprueban o estiman to­
dos los hombres? Este no es un tema sobre el que sea fácil
equivocarse. Para responder a esta pregunta lo único que
tenemos que hacer es practicar una introspección mínima
(«entrar en nuestro propio pecho», dirá Hume) y consi­
derar qué cualidades desearíamos que nos fueran atri­
buidas. Es más, la misma naturaleza del lenguaje nos
ayuda, pues toda lengua posee un conjunto de expresio­
nes que se toman en un sentido elogioso y otro conjunto
de palabras que se toman en el opuesto. Bastará, por
consiguiente, poseer la menor familiaridad con el idioma
para que, sin necesidad de ningún razonamiento, poda­
mos encontrar las cualidades que los hombres aprueban
o censuran. Una vez hecho esto, sólo nos quedará des­
cubrir las circunstancias o particularidades que son co­
munes a las cualidades agradables y aquellas otras cir­
cunstancias que son propias de las condenables para en­
contrar asi los principios de los que se deriva toda
aprobación o censura.
Iv «The Sceplic». en The Philosophical IVarks o f David Hume.
vol. III. pág. 216.
11 Véase «The Sceplic», ed. cil.. pág. 221.
u Resulta obligado dejar constancia de que David Fate Norton ha
propuesto una interpretación diferente de la teoría moral de Hume.
Véanse su David Hume: Common-Sense Moralisl. Sceptical Metaphv-
.vician. Prínccton University Press. Prínceton, 1982. y su articulo
«Hume’s Moral Ontology». Hume Studies. lOth Anniversary Issue.
1985, págs. 189-214; pero cfr. la apasionada réplica al libro de Norton
por parte de J. Martin StalTord. «Hutchcson. Hume and the Ontology
o f Moráis». The Journal a f Valué Inquiry. 19, 1985. págs. 133-151.
a Investigación sobre tas principios de la moral (en adelante citare­
mos esta obra únicamente como Investigación). ed. cit.. pág. 173.
16 GERARDO LÓPEZ SASTRE

Pues bien, ¿qué cualidades aprobamos en los demás o


desearíamos que se nos atribuyeran? ¿No es cierto que
todos nosotros aprobamos la laboriosidad, la constancia,
la benevolencia, la lealtad, un espíritu alegre y jovial, los
buenos modales, etc.? A lo largo de esta Investigación
Hume irá analizando un extenso conjunto de cualidades
cuya mera inspección proporciona placer y aprobación
(es decir, son virtudes de acuerdo con la definición que
ha propuesto), y observará que presentan ciertos rasgos
comunes; o, dicho de otra forma, que todas estas cuali­
dades pueden clasificarse de acuerdo con una división
cuádruple. Algunas cualidades son útiles a los demás
(como, por ejemplo, la integridad, la justicia, la veraci­
dad, la lealtad, etc.); otras son útiles a la misma persona
que las posee (como la prudencia, la laboriosidad, la
constancia, una frugalidad razonable, etc.); unas terceras
resultan imnediatamente agradables a las demás personas
(como, por ejemplo, la cortesía, la corrección, la agudeza
y el ingenio, un espíritu vivaz en la conversación, etc.); y,
por último, hay algunas cualidades que son inmediata­
mente agradables a su poseedor (pensemos en la alegría y
el humor, en la delicadeza de gusto, en la afición al pla­
cer, en la tranquilidad filosófica, etc.) A modo de re­
sumen de todo su análisis. Hume escribirá: «¿Qué es más
natural, por ejemplo, que el siguiente diálogo? Supondre­
14 Ni que decir tiene que una misma cualidad puede incluirse al mis­
mo tiempo en varias categorías. Pensemos, por ejemplo, en que el buen
humor resulta inmediatamente agradable tanto a la persona que lo po­
see como a los demás. O que la honradez y la sinceridad son útiles a
los demás, pero que, una vez que se han establecido sobre este funda­
mento, resultan también ventajosas para la persona que las posee, pues
se convierten en fuente de consideración y confianza. Otra caracterís­
tica que habría que destacar de la teoría moral que Hume está propo­
niendo es que explica muy bien las variaciones referentes a los grados
de consideración de que han gozado diversas virtudes en circunstancias
históricas diferentes. Asi. en épocas de guerra, la virtud del valor (pues­
to que resulta más útil) gozará de una estima más alta. La laboriosidad
y el espirílu de empresa se apreciarán especialmente en una sociedad
comercial, etc.
INTRODUCCIÓN 17

mos que una persona, dirigiéndose a otra, afirma: eres


muy afortunado por haber dado tu hija a O l e a n t e s . Es
un hombre de honor y humanidad. Todo el que tiene al­
guna relación con él está seguro de obtener un trato justo
y amable [cualidades útiles a otros]. También yo te feli­
cito, dice otro, por las expectativas prometedoras de este
yerno, cuya asidua aplicación al estudio de las leyes, cuya
penetración rápida y conocimiento precoz tanto de los
hombres como de los negocios le auguran los más gran­
des honores y progresos [cualidades útiles a la misma per­
sona]. Me sorprendéis, replica un tercero, cuando habláis
de Oleantes como un hombre de negocios y aplicado. Le
encontré hace poco en un circulo de la compañía más
alegre, y era el alma y la vida misma de nuestra conver­
sación; nunca antes había observado en nadie tanta agu­
deza unida a tan buenas maneras; tanta galantería sin
afectación, y tanto conocimiento ingenioso presentado de
una forma tan elegante [cualidades inmediatamente agra­
dables a los demás]. Todavía le admiraríais más, dice un
cuarto, si le conocierais más intimamente. Ese buen hu­
mor que podéis observar en él no es un destello repentino
provocado por el hecho de encontrarse en compañía. Re­
corre todo el tenor de su vida y hace que mantenga una
serenidad en su semblante y una tranquilidad en su alma
continuas. Se ha encontrado con pruebas difíciles, tanto
desgracias como peligros, y en virtud de su grandeza de
espíritu fue, sin embargo, superior a todas ellas [cuali­
dades agradables a la misma persona]. Caballeros, la ima­
gen que habéis bosquejado aquí de Cleantcs, exclamé, es
la de un mérito consumado. Cada uno de vosotros habéis
dado una pincelada a su Figura; y de un modo inopinado
habéis sobrepasado todos los retratos trazados por G r a -
c i á n o C a s t i g l i o n e . Un filósofo podría escoger este ca­
rácter como un modelo de virtud perfecta» ls.
Resulta claro, entonces, que todo aquello que resulte
inútil o desagradable para los demás o para la persona
" Investigación, págs. 245-246.
18 GERARDO LÓPEZ SASTRE

que posea las cualidades en cuestión habrá de colocarse,


por el contrario, en el catálogo de los vicios. En este sen­
tido, Hume se mostrará orgulloso, como él mismo dice,
de haber presentado a la virtud con todos sus encantos:
«Cae el lúgubre vestido con el que la habían recubierto
muchos teólogos y algunos filósofos; y no aparece nada
sino la gentileza, la humanidad, la beneficencia, y la afa­
bilidad; es más. en momentos adecuados aparece el jue­
go, la travesura y la alegría. No nos habla de rigores y
austeridades inútiles, de sufrimiento y autonegación. De­
clara que su único propósito es hacer a sus devotos y a
toda la humanidad, durante todos los instantes de su
existencia, si ello es posible, joviales y felices; y no se se­
para nunca de buena gana de ningún placer si no es con
la esperanza de obtener una compensación amplia en al­
gún otro periodo de sus vidas. El único esfuerzo que exi­
ge es el de un cálculo exacto y una preferencia firme por
la felicidad más grande» ,6.
Alegría, felicidad, gentileza. ¿Podría ofrecerse otra
concepción de la virtud que presentara más atractivos?
Después de todo lo dicho, el que Hume insista con fre­
cuencia en que la virtud lleva en si misma su propia re­
compensa y conduce normalmente a la prosperidad de
sus practicantes no nos resultará sorprendente '7.
Lo que llevamos visto hasta aquí parecería indicarnos
que Hume se está moviendo en un nivel básicamente des­
criptivo. Habría reunido el tipo de cualidades y acciones
que valoran los hombres y habría explicado el porqué de
esta estimación. Nos habría proporcionado un buen
ejemplo, en suma, de lo que hoy podríamos llamar socio­
logía de la moral. Esto es cierto; pero que los análisis de
Hume también tienen una dimensión normativa es fácil
de ver. La contraposición que en su cita anterior estable­
cía entre su perspectiva y la de «muchos teólogos y al-*17
'* Investigación, pág. 254.
17 Véase Letters, vol. I, págs. 139 y 278; y el ensayo «Of Impudenee
and Modesly», en The Philosophical Works..., vol. IV. pág. 380.
INTRODUCCIÓN 19

gunos filósofos» apuntaba precisamente a este punto. Al


fin y al cabo, las conductas que esos teólogos y filósofos
recomendaban encarecidamente han sido dominantes en
nuestra historia. Una descripción completa de la conduc­
ta moral de los hombres ha de tener en cuenta su aprecio
por (supuestas) virtudes como el celibato, el ayuno, la pe­
nitencia, la mortificación, la humildad, el sacrificio, una
vida basada en la soledad y el silencio, y, como resume
Hume, «toda la serie de virtudes monásticas» ¿Qué tie­
nen en común toda esta gama de virtudes? A nadie se le
escapará que, precisamente, el no ser virtudes de acuerdo
con la concepción que Hume ha propuesto. Como escribe
nuestro autor: «ni aumentan la fortuna de un hombre en
el mundo [es decir, no son útiles para uno mismo}, ni le
convierten en un miembro más valioso de la sociedad [es
decir, tampoco son útiles para los demás]; ni le cualifican
para el solaz de la compañía [no son, pues, inmediata­
mente agradables a los demás}, ni aumentan su poder de
disfrutar consigo mismo [tampoco resultan ser, por tan­
to, inmediatamente agradables para uno mismo]»
¿Cómo han surgido estas virtudes típicamente religio­
sas (pues, en definitiva, de ellas se trata)? Planteando la
pregunta desde un ángulo diferente, ¿cómo puede expli­
carse el que sean directamente opuestas a la concepción
que, de acuerdo con Hume, toda persona se forma de
manera natural de lo que es la virtud? Hume responde a
estas preguntas destacando que la concepción de la vir­
tud como lo útil o lo agradable no depende para nada de
la existencia de ninguna deidad. Es decir, resulta comple­
tamente secular. Esto motiva que el creyente no encuen­
tre nada de valor específicamente religioso en este tipo de
virtudes. Ante los ojos del hombre religioso, el que cual­
quier persona sea un buen padre o un buen amigo, res­
tituya los préstamos que se le han hecho, dé muestras de
integridad y espíritu cívico, sea cortés, manifieste alegría*
l» Investigación, pág. 246.
Ibidem.
20 GERARDO LÓPEZ SASTRE

o buen humor, o se comporte de cualquier otra forma


que resulte ser útil o agradable, no es algo que pueda
recomendarlo en lo más mínimo a su divinidad. Son co­
sas que uno hace simplemente porque le gustan o porque
considera que se trata de la clase de comportamiento que
se debe a sí mismo o a los demás; aunque al mismo tiem­
po crea que no hay ningún dios en el universo. Por el
contrario, cuando alguien ayuna, decide mantenerse cé­
libe o lacera su cuerpo, ¿qué motivos puede tener para
estas conductas? Dado que está realizando algo que vio­
lenta sus inclinaciones naturales y que carece de toda uti­
lidad mundana, la única consideración que puede impul­
sarle a estas prácticas es que con las mismas está proban­
do más allá de toda duda la devoción que siente por el
ser divino 20. Así se explica el que, por su propia natu­
raleza, las virtudes religiosas hayan de ser desagradables
e inútiles21. Es gracias a estas características que este tipo
20 Véase «The Natural History o f Religión», en The Philosophical
Works..., vol. IV, págs. 358-359.
21 Inútiles, por supuesto, desde un punto de vista que solamente
tome en consideración las cosas de este mundo; pues el creyente espera
obtener el ciclo a través de su práctica, y, consiguientemente, podría
argumentar que no hay nada más útil. Dejando de lado el problema de
si esto no implica introducir motivaciones egoístas en el seno de la re­
ligión, el hecho cierto es que Hume cree haber probado que no hay
argumentos válidos que nos permitan demostrar ni la existencia de
Dios ni la inmortalidad del alma. Es más. en lo que se refiere a este
último punto, los únicos argumentos que deberían tenerse en cuenta
(aquellos que Hume denomina «argumentos físicos», los obtenidos a
partir de la analogía de la naturaleza) apoyan con fuerza la idea del
carácter perecedero del alma. Por ejemplo, la experiencia nos muestra
claramente que las alteraciones y cambios del cuerpo van acompañados
de transformaciones proporcionales en el alma (es decir, la parte pen­
sante del hombre). Podemos observar que la debilidad del cuerpo y la
del alma durante la infancia guardan una proporción exacta. Lo mismo
ocurre con su vigor en la edad adulta y con su decadencia gradual en
la vejez. ¿No deberíamos concluir, entonces, que el alma perecerá junto
con el cuerpo? Véase «Of the lmmortality of the Soul», en The Philo-
sopltical Works..., vol. IV, págs. 403-404. Puesto que parece, entonces,
que sólo tenemos esta vida, la utilidad mundana equivale a la utilidad
sin más. Lo que es inútil en esta vida no sirve absolutamente para nada.
Sobre las críticas de Hume a las pruebas tradicionales de la existencia
INTRODUCCIÓN 21

de acciones pueden ser testimonios fieles e indudables de


que con ellas lo único que se pretende es agradar a la
divinidad.
Hay, por tanto, una contraposición directa e inevitable
entre las virtudes que Hume defiende (y que podemos lla­
mar «seculares») y las virtudes religiosas; y esto implica
el que, desde la perspectiva de la felicidad y la prosperi­
dad de los individuos y de la sociedad en su conjunto, las
últimas deban considerarse como vicios. En contra de lo
que muchos pensadores anteriores habían defendido, la
religión no sólo no refuerza la moral, sino que al crear
sus propias clases de mérito busca trastocar y pervertir
nuestros sentimientos morales naturales. En efecto, una
vez que el devoto considera que mediante esas austeri­
dades y prácticas que Hume se complace en denominar
«supersticiosas» ha obtenido el favor divino, ¿no se sen­
tirá justificado para quebrantar todas las normas morales
en las relaciones con sus semejantes? Es así como se ex­
plicaría el que las restricciones que normalmente impo­
nen las reglas de la moralidad en el ámbito de la con­
ducta pierdan no pocas veces todo su efecto con el hom­
bre religioso. Como afirma uno de los personajes de los
Diálogos, «cuando los intereses de la religión están en
juego, ninguna moralidad puede tener fuerza suficiente
como para controlar al fanático entusiasta. El carácter
sagrado de la causa santifica cualquier medida que pueda
utilizarse para promoverla» Xi.
La verdad de esta observación viene confirmada de
una manera irrebatible por multitud de acontecimientos
que Hume narra en su Historia de Inglaterra. En este sen­
tido podemos mencionar a título de ejemplo uno de los
mismos. Al ocuparse de la rebelión irlandesa de 1641
contra los ingleses. Hume destaca las crueldades, los ase­
de Dios deben consultarse los análisis de las ideas de existencia y de
conexión necesaria que se encuentran en el Tratado; la sección XI de
la Investigación sobre el entendimiento humano, y los Diálogos.
” Dialogues Conceming Natural Religión, cd. cit.. pág. 222.
22 GERARDO LÓPEZ SASTRE

sinatos y las torturas cometidas por los enfurecidos irlan­


deses en el Ulster; añadiendo que «En medio de estas
barbaridades resonaba por todas partes el sagrado nom­
bre de la religión; no para detener las manos de los ase­
sinos. sino para conferir fuerza a sus golpes y endurecer
sus corazones contra todo movimiento de una simpatía
social o humana. Los sacerdotes señalaron que los ingle­
ses. en tanto que herejes, aborrecidos por Dios y detes­
tables para todos los hombres santos, debían ser exter­
minados; y el librar al mundo de estos enemigos decla­
rados de la piedad y la fe católicas se representó como la
más meritoria de todas las acciones. La naturaleza, que
en esas gentes rudas ya estaba suficientemente inclinada
hacia los actos atroces, se vio todavía más estimulada por
el precepto; y los prejuicios nacionales se vieron envene­
nados por esas aversiones más mortales e incurables que
surgen de una superstición enfurecida. Mientras la muer­
te terminaba con los sufrimientos de cada víctima, los fa­
náticos asesinos exclamaban con júbilo y alegría al oido
de los que expiraban que sus sufrimientos no eran sino el
comienzo de tormentos infinitos y eternos»B. Sobra
todo comentario.
Tenemos, entonces, que la religión genera su propia
concepción del tipo de acciones que son verdaderamente
virtuosas; y que al hacer esto socava la influencia de la
verdadera moralidad, convirtiéndose asi en responsable
de sucesos como el que acabamos de citar. Pero todavía
hay algo más. Igual que la religión produce su propia
clase de mérito, condena también como abominables
para Dios acciones que de otro modo resultarían com­
pletamente legítimas. Éste es precisamente el caso que
Hume estudia en su ensayo «Del suicidio». Sobre la con­
dena de que este acto ha sido objeto por parte del cris­
tianismo no parece que haya que insistir mucho. Pero
•” D. Hume, The Hisiory o f Englaml from ihe Invasión o f Julias Cae-
sar lo ihe Revalution o f l(iÍ8H. VI vols., Liberty Classles, índianápolis.
1983. vol. V, capitulo LX. pág. 343.
INTHODVCCIÓN 23

¿cómo habría que valorarlo desde el punto de vista de la


teoría moral que Hume defiende? Resulta evidente que
atendiendo únicamente a la felicidad de los individuos y
a los intereses del conjunto de la sociedad. En este sen­
tido, cuando el dolor y la desgracia rodean o amenazan
a una persona hasta tal punto que llega a sentir odio por
la propia vida: cuando la edad o la enfermedad convier­
ten la propia existencia en una pesada carga peor que la
aniquilación, ¿puede alguien dudar de que el suicidio está
de acuerdo con el propio interés?, ¿cómo, si no, podría
vencerse ese horror a la muerte que toda persona po­
see? M. Admitiendo, por tanto, que el suicidio puede res­
ponder al interés del individuo que lo comete, queda to­
davía por preguntarse: ¿está de acuerdo con los intereses
de la sociedad? Que en determinados casos la respuesta
puede ser positiva es fácil de ver. A este respecto. Hume
nos propone el siguiente ejemplo: Imaginémonos que es
detenida una persona que participaba en una conspira­
ción política favorable al interés público; y que este in­
dividuo sabe que al verse sometido a la tortura acabará
confesando lo que sabe. En estas circunstancias, ¿puede
dudarse de que al suicidarse estaría obrando de acuerdo
con el interés público? ¿No seria por ello altamente elo­
giado? **.
La teoría moral de Hume tiene, por tanto, una función
liberadora, pues en ella se proponen principios que pue­
den contribuir a la modificación de la vida de los
M Vcasc «Of Suicide», en The Philosophical Works.... vol. IV, pági­
na 414. Hay que (cncr en cuenta un presupuesto que recorre el trata­
miento de Hume del suicidio: éste es considerado como el acto de una
persona que realiza un cálculo racional de lo que le cabe esperar en el
futuro y en función del mismo decide continuar viviendo o morir. No
se trata, por tanto, de la autodcstrucción patológica de una víctima de
la depresión o de cualquier otra enfermedad mental. Por supuesto, to­
dos aquellos que consideren el suicidio como un acto inmoral habrán
de verlo también como algo diferente de la autodcstrucción del enfermo
que simplemente no sabe lo que hace.
u Vease «Of Suicide», ed. cit.. pág. 413.
24 GERARDO LÓPEZ SASTRE

hombres 2b. Hume, antes que Nietzsche, ha experimen­


tado la muerte de Dios. Estamos solos en el mundo y en
él tenemos que forjar nuestra propia vida. Puesto que no
podemos esperar ninguna ayuda del más allá, hemos de
consultar a nuestra propia naturaleza. Son nuestros sen­
timientos los que nos guiarán por los caminos de la feli­
cidad; son ellos los que nos harán felices contemplando
la dicha de los demás *11. Un verdadero escéptico no pue­
de ser muy optimista sobre el futuro de la humanidad.
Las atrocidades que componen nuestro pasado siempre
pueden repetirse. En cierta ocasión Hume escribió que
«para un filósofo e historiador la locura, imbecilidad y
maldad de la humanidad deberían aparecer como sucesos
normales» M; y los dos últimos siglos no han hecho nada
que pueda desmentirle. Pero no por esto el verdadero fi­
lósofo ha de resignarse a señalar dónde puede encontrar­
se la verdadera felicidad. El ser consciente de las imper­
fecciones humanas no hace sino dotar de más sentido a
ese esfuerzo por construir una sociedad más feliz y más
humana; y éste era el objetivo de la filosofía de Hume.
De aquí su valor.
Antes de terminar este prólogo parece conveniente de­
cir algo sobre nuestra traducción. Hume era un autor
puntilloso al que le gustaba introducir frecuentes cam­
bios en sus obras. La I nvestigación sobre los prin ­
cipios de la moral vio numerosas ediciones en vida de
Hume, y éste aprovechó las mismas para introducir di­
versas alteraciones. Nuestro deseo de recoger las mismas
nos decidió a seleccionar como texto base para nuestra
" Es importante resaltar aquí que el tipo de análisis que Hume rea­
liza sobre el suicidio con vistas a probar su legitimidad puede aplicarse
igualmente a toda una gama de conductas sexuales que tradicional-
mente el cristianismo ha condenado, pero cuyo carácter inmediatamen­
te agradable para uno mismo y para los demás parece claro.
11 Hume critica vigorosamente las concepciones de una naturaleza
humana egoísta. Ni la felicidad ni el sufrimiento de los demás nos dejan
indiferentes. Véase especialmente el Apéndice II. Del amor a uno miaño.
” New Letters. ed. cil., pág. 186.
INTRODUCCIÓN 25

traducción el que se encuentra en el vol. IV de The Phi-


losophical Works o f David Hume. Editadas por Thornas
Hill Green y Thornas Hodge Grose. IV volúmenes, Lon­
dres. 1874-1875. Green y Grose ofrecen la edición de
1777 (postuma) y recogen en notas las diferencias que
presentaban las ediciones anteriores. Hemos seguido esta
práctica y hemos utilizado igualmente la denominación
por letras que emplean para referirse a estas diferentes
ediciones. Así, a la I * cd., en 1751, la denominan ed. G;
y a las de 1753, 1758, 1760, 1764, 1768, 1770 y 1777 se
las denomina respectivamente ed. K., M, N, O, P, Q, R
(todas estas ediciones llevaban por titulo Essays and
Trcatises on SeveraI Suhjecls e incluían entre otras obras
a nuestra I n v e s t i g a c i ó n ). También hemos consultado
la edición de 1777 tal como aparece editada por Selby-
Bigge y revisada por P. H. Nidditch. y que cuenta con
excelentes notas aclaratorias de este último y la edi­
ción en disquetes conocida como HUMETEXT 1.0 * Es
importante señalar, por otra parte, que hemos colocado
tanto las notas de Hume como las nuestras (estas últimas
siempre entre paréntesis) siguiendo una misma numera­
ción. Igualmente, todo lo que en las notas de Hume se
encuentre entre paréntesis ha de leerse como añadido
nuestro. Por lo demás, nuestra traducción se ha visto fa­
cilitada por la consulta de dos traducciones al castellano
anteriores a la nuestra 3I; y de una al francés y otra
M Enquiñes concerning Human Vnderstanding and concerning ihe
Principies o f Moráis. Reimpresión de la ed. de 1777. con una Introduc­
ción y un Indice Analítico por L. A. Sciby-Biggc; 3 / ed.. con texto
revisado y notas por P. H. Nidditch. Oxford University Press. Oxford.
1975.
* Humetexl 1.0 es la primera fase de una edición completa en dis­
quetes de todas las obras de Hume, con la excepción de su Historia.
Ha sido preparada por T. L. Bcauchamp. D. F. Norton, y M. A. Stc-
wart. los editores de la edición critica de las Philosophical. Política!, and
Lilerary Works de Hume que tiene anunciada la Princcton University
Press.
" D. Hume. Investigación sobre los principios de la moral, traduc­
ción y prólogo de Manuel Fuentes Bcnot. Ed. Aguilar. Buenos Aires.
1968; y D. Hume. De la moral y otros escritos, prólogo, traducción y
26 GERARDO LÓPEZ SASTRE

italiana J1. A lo que tenemos que añadir la inestimable


ayuda de J. Martin Stafford, quien resolvió todas las du­
das que le planteamos, y de Eduardo Medina, que hizo
lo mismo con respecto a las citas de autores clásicos que
Hume ofrece. Sirvan estas palabras de agradecimiento a
los dos; y entiéndase que los errores que hayan quedado
sólo se deben a mi impericia. Por último, mi madre, al
lomar para si una carga absolutamente indebida de ta­
reas domésticas, hizo posible que acabara la traducción
en un tiempo razonable. No es sino mera justicia, por
tanto (aunque también pretende ser algo más), el que a
ella vaya dedicada.

notas de Dalmacio Negro Pavón, Centro de Estudios Constitucionales.


Madrid, 1982.
n D. Hume. Etiquete sur les principes de la inórale, traducción y
prefacio de Andró Lcroy, Aubier, París, 1948; D. Hume. Ricen-a sui
principi dalla nútrale (trad. de Mario Dal Pra), Un dialogo (irad. de En­
rico Misirella), en Operefilosojiche, vol 2", Latcr/a. Roma-Buri, 1987.
BIBLIOGRAFÍA

Las personas interesadas en la teoría moral de Hume


deberían complementar la lectura de esta Investigación
con la del Tratado. algunos ensayos, y sus escritos de te­
mática religiosa. Ofrecemos aquí la referencia de algunas
ediciones en castellano. Tratado de la naturaleza humana.
Traducción, Introducción y notas, de Félix Duque. Edi­
tora Nacional. 2 vols., Madrid, 1977 (reimpreso en un
vol. en Ed. Tecnos. Madrid, 1988); Historia natural de la
religión. Diálogos sobre la religión natural. Introducción
a la ed. castellana de Javier Sádaba. Traducción de Ángel
J. Cappelleti, Horacio López y Miguel Ángel Quinlanilla.
Ediciones Sígueme, Salamanca. 1974; Ensayos políticos.
Introducción y traducción de César Armando Gómez.
Unión Editorial, Madrid, 1975 (reimpreso con una nueva
Introducción de Josep M. Colomer en la Ed. Tecnos,
Madrid, 1987); Sobre el suicidio y otros ensayos. Selec­
ción, traducción y prólogo de Carlos Mellizo. Alianza
Ed., Madrid, 1985.
Pasando ya a comentarios sobre la filosofía de Hume,
a las obras que ya hemos tenido ocasión de citar en nues­
tro prólogo cabría añadir las siguientes. Como dos bue­
nas introducciones generales, Antony Flew: David Hume.
Philosopher o f Moral Science. Basil Blackwell. Oxford y
Nueva York. 1986; y John Valdimir Price: David Hume.
Twayne Press, Nueva York, 1968. Más extenso y más
28 BIBLIOGRAFIA

centrado en las preocupaciones morales de nuestro autor


es el libro de John B. Stewart: The Moral and Political
Philosophy o f David Hume. Columbia University Press,
Nueva York, 1963. Por último, a quien le interesen los
debates contemporáneos sobre la moral debería leer Eu­
genio Lecaldano: Hume e la naseita deU'etica contempo­
ránea. Laterza, Roma-Bari, 1991.

G erardo López Sastre


IN V ESTIG A C IÓ N
SOBRE LOS PR IN C IPIO S
DE LA M O RA L
SECCIÓN I

DE LOS PRINCIPIOS GENERALES


DE LA MORAL

Las discusiones con hombres que se muestran perti­


nazmente obstinados en sus principios son las más fasti­
diosas de todas; exceptuando, quizás, las que se desarro­
llan con personas completamente deshonestas que en
realidad no creen en las opiniones que defienden, sino
que loman parte en la controversia por afectación, por
espíritu de oposición, o por el deseo de mostrar una agu­
deza y finura intelectual superiores a las del resto de la
humanidad. En ambos casos cabe esperar la misma ad­
herencia ciega a sus propios argumentos; el mismo des­
precio para con sus contrincantes; y la misma vehemen­
cia apasionada en su insistencia en la sofistería y la fal­
sedad. Y como el razonamiento no es la fuente de donde
estos disputantes derivan sus principios, es inútil esperar
que cualquier lógica, la cual no habla a los afectos, les
induzca alguna vez a adoptar principios más sólidos.
A quienes han negado la realidad de las distinciones
morales se los puede clasificar entre los disputantes des­
honestos; pues no es concebible que una criatura humana
pueda creer seriamente que todos los caracteres y accio­
nes tienen el mismo derecho al afecto y la consideración
de todos los hombres. La diferencia que la naturaleza ha
1 («completamente deshonestas» se añadió en la ed. M ).
32 DAVID HVME

establecido entre un hombre y otro es tan grande, y se ve


además tan aumentada por la educación, el ejemplo y el
hábito, que, en donde los extremos opuestos caen inme­
diatamente bajo nuestra mirada, no hay escepticismo tan
escrupuloso, y apenas una certeza tan resuelta, como
para negar absolutamente toda distinción entre ellos. Por
muy grande que sea la insensibilidad de un hombre, a
menudo ha de sentirse tocado por las imágenes de lo co­
rrecto y lo incorrecto; y, por muy obstinado que
esté en sus prejuicios, tendrá que observar que los demás
son capaces de experimentar impresiones parecidas. Por
lo tanto, la única forma de convertir a un contrincante
de esta clase es dejarlo solo. Porque al encontrar que na­
die discute con él, es probable que, al fin, y de puro abu­
rrimiento, regrese por sí mismo del lado del sentido co­
mún y la razón.
Recientemente se ha entablado una disputa, mucho
más merecedora de examen, y que se refiere al funda­
mento general de la moral; si se deriva de la razón o
del sentimiento; si obtenemos su conocimiento median­
te una cadena de argumentos o inducciones, o por un
sentimiento inmediato y un sentido interno más fino; si,
como todo juicio sólido de verdad y falsedad, debería ser
la misma para todo ser racional e inteligente; o si, como
la percepción de la belleza y la deformidad, se basaría
completamente en la constitución y estructura particular
de la especie humana.
Aunque los filósofos del mundo antiguo afirman a me­
nudo que la virtud no consiste sino en la conformidad
con la razón, sin embargo, en general parecen considerar
a la moral como derivando su existencia del gusto y del
sentimiento. Por otra parte, nuestros investigadores mo­
dernos, aunque también hablan mucho de la belleza de
la virtud y de la deformidad del vicio, han intentado fre­
cuentemente, sin embargo, dar cuenta de estas distincio­
nes mediante razonamientos mctafísicos y deducciones
provenientes de los principios más abstractos del enten­
dimiento. En estos temas reinaba tal confusión, que entre
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 33

un sistema y otro, e incluso entre las partes de casi todos


los sistemas particulares, podía imperar una oposición de
la mayor importancia, y, sin embargo, nadie, hasta muy
recientemente, era consciente de ella. Ni siquiera el
elegante 2 Lord Shaftesbury, que fue quien primero
dio ocasión para notar esta distinción, y que en general
se adhería a los principios de los antiguos, está comple­
tamente libre de la misma confusión.
Hay que reconocer que ambos lados de la cuestión ad­
miten argumentos plausibles a su favor. Puede decirse
que las distinciones morales son discemibles mediante la
pura razón; ¿de dónde provendrían, si no, las numerosas
discusiones que se dan tanto en la vida cotidiana como
en la filosofía con respecto a este tema; la larga cadena
de pruebas aducidas a menudo por ambas partes; los
ejemplos citados, las autoridades a las que se apela, las
analogías empleadas, las falacias que se detectan, las in­
ferencias obtenidas, y las respectivas conclusiones ajus­
tadas a sus principios propios? La verdad es discutible;
no el gusto. Lo que existe en la naturaleza de las cosas
es la norma de nuestro juicio; lo que cada hombre siente
dentro de si mismo es la norma del sentimiento. Las pro­
posiciones de la geometría pueden demostrarse, los sis­
temas de la física pueden cuestionarse; pero la armonía
del verso, la ternura de la pasión, la brillantez del ingenio
deben proporcionar un placer inmediato. Ningún hom­
bre razona acerca de la belleza de otro; pero sí lo hace
frecuentemente sobre la justicia o injusticia de sus accio­
nes. En todo proceso criminal el primer objetivo del pri­
sionero es refutar los hechos alegados y negar las accio­
nes que se le imputan. Su segundo objetivo es probar
que, incluso si esas acciones tuvieron lugar realmente,
pueden justificarse como inocentes y legítimas. Según se
reconoce, es mediante deducciones del entendimiento
como se establece el primer punto. ¿Cómo podemos su-
' («elegante y sublime» en las ed. G y K).
34 DAVID IW M E

poner que se emplea una facultad de la mente diferente


en determinar el segundo?
Por otra parte, quienes resolverían todas las determi­
naciones morales en el sentimiento pueden intentar mos­
trar que es imposible para la razón el obtener jamás con­
clusiones de esta naturaleza. A la virtud le pertenece, di­
rán. el ser atractiva, y al vicio, el resultar odioso. Esto
constituye su misma naturaleza o esencia. Por el contra­
río, ¿pueden la razón y la argumentación asignar estos
diferentes epítetos a cualesquiera objetos, y declarar de
antemano que éste debe provocar amor y aquél odio?
O ¿a qué otra causa podemos asignar estas emociones
que no sea la constitución y estructura originales de la
mente humana, la cual se encuentra naturalmente adap­
tada para recibirlas?
La finalidad de todas las especulaciones morales con­
siste en enseñamos nuestro deber; y, mediante represen­
taciones adecuadas de la deformidad del vicio y la belleza
de la virtud, producir los hábitos correspondientes, com­
prometiéndonos a evitar el primero y abrazar la segunda.
Pero ¿cabe esperar obtener alguna vez este resultado a
partir de las inferencias y conclusiones del entendimiento,
que por si mismas no tienen control de los afectos de los
hombres ni ponen en movimiento sus poderes activos?
Estas inferencias y conclusiones descubren verdades;
pero cuando estas verdades nos resultan indiferentes, y
no provocan ni deseo ni aversión, no pueden tener nin­
guna influencia en nuestra conducta y comportamiento.
Lo que es honorable, lo que es justo, lo que es conve­
niente, lo que es noble, lo que es generoso toma posesión
de nuestro corazón y nos incita a abrazarlo y conservar­
lo. Lo que es inteligible, lo que es evidente, lo que es pro­
bable. lo que es verdadero procura únicamente la fría
aprobación del entendimiento; y, gratificando una curio­
sidad especulativa, pone con ello lin a nuestras investi­
gaciones.
Extínganse todos los cálidos sentimientos y predispo­
siciones a favor de la virtud, y todo disgusto o aversión
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 35

por el vicio. Vuélvase a los hombres completamente in­


diferentes hacia estas distinciones, y la moralidad no será
ya una investigación con aplicaciones prácticas, ni ten­
derá en lo más minimo a regular nuestras vidas y ac­
ciones.
Estos argumentos de ambos bandos (y podrían aducir­
se muchos más) son tan plausibles, que me siento incli­
nado a sospechar que tanto unos como otros pueden ser
sólidos y satisfactorios, y que la razón y el sentimiento
concurren en casi todas las determinaciones y conclusio­
nes morales. Es probable que la sentencia definitiva que
declara a los caracteres y a las acciones agradables u
odiosas, dignas de elogio o censurables; esta sentencia
que imprime en ellas la marca del honor o de la infamia,
la aprobación o la censura; que convierte a la moralidad
en un principio activo y hace de la virtud nuestra felici­
dad y del vicio nuestra miseria; es probable —digo— que
este juicio definitivo dependa de algún sentido interno o
sentimiento que la naturaleza ha hecho universal para
toda la especie. Porque, ¿qué otra cosa puede tener una
influencia de este tipo? Pero con vistas a preparar el te­
rreno para un sentimiento tal, y proporcionarle un dis­
cernimiento adecuado de su objeto, a menudo encontra­
mos que antes es necesario realizar muchos razonamien­
tos, hacer distinciones sutiles, obtener conclusiones
correctas, realizar comparaciones entre cosas distantes,
examinar relaciones complicadas y descubrir y determi­
nar hechos generales. Algunas clases de belleza —espe­
cialmente las naturales provocan nuestra aprobación y
estima a primera vista; y en donde fracasan en producir
este efecto resulta imposible mediante cualquier razona­
miento restaurar su influencia o adaptarlas mejor a nues­
tro gusto y sentimiento. Pero en muchos tipos de belle­
za, especialmente aquéllas de las artes más delicadas, se
requiere emplear muchos razonamientos con vistas a ex­
perimentar el sentimiento apropiado; y un gusto espurio
puede frecuentemente corregirse empleando argumentos
y reflexiones. Existen fundamentos sólidos para concluir
36 DAVID HUME

que la belleza moral tiene mucho en común con este úl­


timo tipo, y que requiere de la ayuda de nuestras facul­
tades intelectuales en orden a ejercer una influencia apro­
piada en la mente humana.
Pero aunque esta cuestión relativa a los principios
generales de la moral sea curiosa e importante, no ne­
cesitamos. por el momento, detenernos más en su estu­
dio. Porque si podemos ser tan afortunados como para
descubrir en el curso de esta investigación el verdadero
origen de la moral, se percibirá entonces fácilmente hasta
qué punto entran el sentimiento o la razón en todas las
determinaciones de esta naturaleza 5 4 Con el fin de al­
canzar este objetivo intentaremos seguir un método muy
simple: analizaremos ese conjunto de cualidades mentales
que constituyen lo que en la vida ordinaria llamamos mé­
rito personal. Consideraremos todo atributo de la
mente que convierte a un hombre en objeto de estima y
afecto o de aversión y desprecio; todo hábito, sentimien­
to o facultad que, cuando se adscribe a una persona, im­
plica alabanza o reproche, y que puede entrar en un pa­
negírico o en una sátira de su carácter y costumbres. La
viva sensibilidad que en este punto es tan universal entre
la humanidad proporciona a un filósofo una seguridad*
5 Véase el Apéndice I.
* (Las ed. G a N omitían hasta «esos principios universales de los
que se deriva en última instancia toda censura o aprobación», y ponían
en su lugar lo siguiente: «Mientras tanto, apenas nos será posible antes
de que esta controversia esté plenamente aclarada proceder de la ma­
nera precisa que requieren las ciencias; comenzando con definiciones
exactas de la virtud y el vicio, que son los objetos de nuestra presente
investigación. Pero haremos lo que puede estimarse con justicia como
satisfactorio. Consideraremos el tema como una cuestión experimental.
Llamaremos virtuosa a toda cualidad o acción de la mente que está
acompañada de la aprobación general de la humanidad: y denominare­
mos viciosa a toda cualidad que es objeto de una censura o reproche uni­
versal. Intentaremos reunir estas cualidades; y después de examinar por
ambos lados las diferentes circunstancias en que concurren, es de es­
perar que podamos por fin alcanzar el fundamento de la ética, y en­
contrar esos principios universales de que deriva en última instancia
toda censura o aprobación moral.»)
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 37

suficiente de que nunca puede equivocarse en mucho al


elaborar el catálogo de los objetos de su estudio, o in­
currir en el peligro de situarlos fuera de su lugar adecua­
do. Sólo necesita entrar por un momento en su corazón
y considerar si desearía o no que se le atribuyera esta o
aquella cualidad, o si tal o cual imputación procedería de
un amigo o de un enemigo. La misma naturaleza del len­
guaje nos guia casi infaliblemente en la elaboración de
un juicio de esta naturaleza; y como toda lengua posee
un conjunto de palabras que se toman en un buen sentido
y otro conjunto que se toman en el opuesto, la menor
familiaridad con el idioma basta para, sin ningún razo­
namiento, guiamos en la tarea de reunir y clasificar las
cualidades estimables o reprensibles de los hombres. El
único objetivo del razonamiento es el de descubrir por las
dos partes las circunstancias que son comunes a estas
cualidades; observar ese particular en que, por un lado,
concuerdan las cualidades estimables y aquel en que, por
el otro, lo hacen las censurables; y, desde aquí, alcanzar
el fundamento de la ética, y encontrar esos principios
universales de los que se deriva en última instancia toda
censura o aprobación. Como ésta es una cuestión de he­
cho, no de ciencia abstracta, sólo podemos esperar alcan­
zar el éxito si seguimos el método experimental e inferi­
mos máximas generales a partir de la comparación de ca­
sos particulares. El otro método científico, donde se
establece primero un principio general abstracto, y des­
pués se ramifica en una diversidad de inferencias y con­
clusiones, puede que sea más perfecto en si mismo, pero
conviene menos a la imperfección de la naturaleza hu­
mana, y es una fuente usual de ilusiones y errores tanto
en este tema como en otros. Los hombres están ya cu­
rados de su pasión por las hipótesis y los sistemas en la
filosofía natural, y no están dispuestos a escuchar otros
argumentos que los que se derivan de la experiencia. Ha
llegado el momento de que intenten una reforma similar
en todas las disquisiciones morales, y rechacen todo sis-
' 3X DAVID ¡WMF.

tema de ética, por sutil o ingenioso que sea, que no esté


fundado en hechos y observaciones.
Comenzaremos nuestra investigación sobre este tema
considerando virtudes sociales, la benevolencia y la jus­
ticia. Su explicación nos dará probablemente una clave
mediante la que podremos explicar otras virtudes s.*

* (Este párrafo se añadió en la ed. O).


SECCIÓN II

DE LA BENEVOLENCIA 4

Parte I

Quizá pueda considerarse que resulta superflua la ta­


rea de probar que los afectos benevolentes o más
amables ' son estimables, y que dondequiera que apa­
recen suscitan la aprobación y la buena voluntad de la
humanidad. Los epítetos sociable, de buen natural, hu­
mano, compasivo, agradecido, amigable, generoso, benéfi­
co, o sus equivalentes, son conocidos en todas las lenguas
y expresan universalmente el mérito más alto que la na­
turaleza humana es capaz de alcanzar. En donde estas
gratas cualidades están acompañadas de una buena cuna,
de poder y de talentos eminentes, y se despliegan en el
buen gobierno o en la educación provechosa de la hu­
manidad. parecen elevar a sus poseedores incluso por en­
cima del rango de la naturaleza humana y hacen que se
aproximen en cierta medida a la naturaleza divina. Una
capacidad muy elevada, un valor imperturbable, un éxito
próspero: esto sólo puede exponer a un héroe o político
a la envidia o a la animadversión del público. Pero tan*
* (En las cd. G a Q esta sección comenzaba con los párrafos —los
cuales formaban la Parte I— que posteriormente aparecieron como el
Apéndice II.-Del amor a uno mismo).
’ («son virtuosos — suscitan la estima, la aprobación, y...» en las
cd. G a N).
40 DAVID HUME

pronto como se añaden los elogios de humano y benéfi­


co, cuando se revelan ejemplos de clemencia, afecto o
amistad, la misma envidia queda en silencio o se une al
clamor popular de aprobación y aplauso.
Cuando P e r i c l e s , el gran hombre de Estado y general
a t e n i e n s e , yacía en su lecho de muerte, los amigos que
le rodeaban, juzgando que estaba inconsciente, comen­
zaron a dar rienda suelta al dolor que les causaba la ago­
nía de su protector enumerando sus grandes éxitos y cua­
lidades, sus victorias y conquistas, la inusual duración de
su gobierno y los nueve trofeos erigidos sobre los ene­
migos de la república. Olvidáis —grita el héroe moribun­
do, que lo había oido toda—, olvidáis el más eminente de
los elogios que pueden hacérseme, mientras que os detenéis
tanto en esos logros vulgares en los que la fortuna tuvo la
parte principal. No habéis notado que nunca ningún ciu­
dadano ha tenido que llevar luto por mi causa *.
En los hombres de talentos y capacidades más comu­
nes, las virtudes sociales se convierten, si ello es posible,
en todavía más indispensables y necesarias; porque en su
caso no hay nada eminente que pueda compensar su falta
o proteger a la persona tanto de nuestro disgusto más
profundo como de nuestro desprecio. Una gran ambición
y un valor elevado —dice C icerón — tienen tendencia
en los caracteres menos perfectos a degenerar en una fie­
reza turbulenta. Es aquí donde principalmente han de va­
lorarse las virtudes más dulces y sociables. Éstas son
siempre buenas y amables *.
La ventaja principal que J uvenal encuentra en la ca­
pacidad abarcadora que posee la especie humana es que
también da más alcance a nuestra benevolencia, y nos
proporciona más oportunidades para extender nuestra
bondadosa influencia que las que tienen las criaturas
inferiores 10. De hecho, hay que confesar que sólo me­
' Piut. en Pericles (38).
’ Cic. de OITiciis. lib. i (62 y 157).
Sal. XV. 139 y sig.
INVESTIGACIÓN SOBRELOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 41
diante ia práctica del bien puede un hombre disfrutar
verdaderamente de las ventajas de su eminencia. Por sí
misma, su posición elevada no hace sino exponerle más
al peligro y a la tempestad. Su única prerrogativa es la
de proporcionar refugio a los inferiores que reposan bajo
su abrigo y protección.
Pero olvido que mi tarea actual no es recomendar la
generosidad y la benevolencia, o pintar con sus colores
verdaderos todos los genuinos encantos de las virtudes
sociales. De hecho, estas virtudes atraen suficientemente
a todos los corazones desde el primer momento en que
se las percibe; y es difícil abstenerse de realizar alguna
salida elogiosa tantas veces como aparecen en el discurso
o en el razonamiento. Pero como nuestro objetivo aquí
es más la parte especulativa que la parte práctica de la
moral, bastará con observar (algo que creo que se con­
cederá fácilmente) que no existen cualidades que tengan
más derecho a la buena voluntad y a la aprobación ge­
neral de la humanidad que la benevolencia y la humani­
dad, la amistad y la gratitud, el afecto natural y el espí­
ritu público, o cualquier otra que proceda de una tierna
simpatía para con los demás y de una preocupación ge­
nerosa por nuestra clase y especie. Dondequiera que apa­
rezcan estas cualidades, parecen transmitirse en cierta
manera a todos aquellos que las contemplan, e inspirar
hacia si los mismos sentimientos afectuosos y favorables
que ellas aplican a su alrededor.

P arte I I 11

Podemos observar que al elogiar a cualquier hombre


benevolente y que practica el bien, existe una circunstan­
cia en la que nunca deja de insistirse suficientemente; a
saber, la felicidad y satisfacción que la sociedad obtiene
de su trato y buenos oficios. Somos propensos a mani­
" (Parte III en las ed. G a Q).
42 DAVID IIÜME

festar que se hace querer por sus padres más por la de­
voción de su cariño y por su cuidadosa solicitud que en
virtud de los lazos naturales. Sus hijos nunca sienten su
autoridad sino cuando se emplea por su bien. Cón él, los
lazos del amor se consolidan mediante la bondad y la
amistad. Los vínculos de la amistad se aproximan, en el
cumplimiento gustoso de lodos sus deberes, a los del
amor y la inclinación. Sus sirvientes y subordinados tie­
nen en él un recurso seguro; y no temen más al poder de
la fortuna sino en tanto que se ejerza sobre él. De él, el
hambriento recibe comida; el desnudo, ropa: el ignorante
y perezoso, habilidad y celo. Como el sol, un ministro
inferior de la providencia, él anima, vigoriza y sostiene al
mundo circundante.
La esfera de su actividad es más estrecha si está con­
finado a la vida privada; pero su influencia es siempre
saludable y benévola. Si se ve elevado a una posición su­
perior, la humanidad y la posteridad recogen el fruto de
su labor.
Como estos tópicos de alabanza nunca dejan de em­
plearse. y con éxito, cuando deseamos que se estime a
alguien, ¿no podemos concluir de ello que la u t i l i d a d
que resulta de las virtudes sociales constituye, al menos,
una parte de su mérito, y que es una fuente de esa apro­
bación y estima que universalmente se Ies presta?
Incluso cuando recomendamos una planta o un animal
como útiles y beneficiosos, les damos un aplauso y una
recomendación adecuados a su naturaleza: Igual que. por
otra parte, la reflexión sobre la influencia nociva de cual­
quiera de estos seres inferiores nos inspira siempre el sen­
timiento de aversión. El ojo se complace con el panorama
de campos de trigo y de viñedos plenos de uva. de ca­
ballos que pacen y del ganado que pasta; pero huye de
la visión de las zarzas y espinos que proporcionan refugio
a los lobos y las serpientes.
Una máquina, un mueble, un vestido, una casa bien
adaptados para nuestro uso y comodidad son bellos en
esa medida, y se contemplan con placer y aprobación. Un
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 43

ojo experimentado aprecia aquí muchas ventajas que es­


capan a las personas ignorantes y sin instrucción.
¿Puede decirse algo más convincente en alabanza de
una profesión como el comercio o la manufactura que
hacer notar las ventajas que procura a la sociedad? Y ¿no
se enfurecen un monje y un inquisidor cuando conside­
ramos a su orden como inútil y perniciosa para la hu­
manidad?
El historiador se recrea en poner de relieve los benefi­
cios que resultan de sus trabajos. El escritor de relatos de
una ficción extravagante mitiga o niega las malas con­
secuencias que se atribuyen a su género literario.
En general, ¡qué alabanza se encuentra implicada en
el simple epíteto útiñ ¡Qué reproche en su contrario!
Vuestros dioses, dice C icerón ij, oponiéndose a los
epicúreos , no tienen derecho a reclamar ningún culto
o adoración, cualquiera que sean las perfecciones imagi­
narias con que podáis suponer que están dotados, pues
carecen completamente de utilidad y están inactivos. In­
cluso los egipcios , a quienes tanto ridiculizáis, nunca
consagraron a ningún animal sino en función de su uti­
lidad.
Los escépticos afirman aunque absurdamente, que
el origen de todos los cultos religiosos se deriva de la uti­
lidad de los objetos inanimados, como el sol y la luna,
para la conservación y el bienestar de la humanidad. Ésta
es también la razón que normalmente dan los historia­
dores de la deificación de legisladores y héroes emi­
nentes M.
Plantar un árbol, cultivar un campo, engendrar hijos
constituyen actos meritorios de acuerdo con la religión
de Zoroastro.
En todas las determinaciones de la moral esta circuns-

" De Nal. Deor. lib i. (100-101).


11 Scxt. Emp. adversus Math. lib. viii.
'* Diod. Sic. passim.
44 DAVID HUME

tancia de la utilidad pública siempre se encuentra a la


vista de forma dominante; y dondequiera que surja una
disputa, en la filosofía o en la vida cotidiana, sobre los
límites del deber, la cuestión no puede decidirse con una
mayor certeza de ninguna otra manera que mediante la
determinación de los verdaderos intereses de la humani­
dad, en cualquier sitio donde se hallen. Si se encuentra
que ha prevalecido una opinión errónea, abrazada a par­
tir de apariencias; tan pronto como una experiencia más
amplia y un razonamiento más sólido nos proporcionan
nociones más adecuadas de los asuntos humanos, nos re­
tractamos de nuestra primera opinión y ajustamos de
nuevo los límites del bien y el mal morales.
El dar limosna a los mendigos ordinarios es algo que
se elogia de forma natural, porque parece aliviar la situa­
ción de los indigentes y afligidos. Pero cuando observa­
mos el estimulo que ello proporciona a la ociosidad y a
la depravación, consideramos esta clase de caridad más
como una debilidad que como una virtud.
El tiranicidio o asesinato de usurpadores y principes
opresores fue muy elogiado en los tiempos antiguos por­
que liberó a la humanidad de muchos de estos mons­
truos y parecía mantener en el temor a aquellos otros a
quienes la espada o el puñal no alcanzaba. Pero, desde
entonces, la historia y la experiencia nos han convencido
de que esta práctica aumenta la desconfianza y la cruel­
dad de los príncipes, y, por lo tanto, hoy en día con­
sideramos a un T i m o l e o n y a un B r u t o como ejem­
plos que no resultaría adecuado imitar, aun si los tra­
tamos con indulgencia en vista de los prejuicios de su
época.
La liberalidad de los príncipes se considera como una
muestra de beneficencia. Pero cuando sucede que el pan
cotidiano de las personas honestas y trabajadoras se con­
vierte a menudo y por esta causa en deliciosos manjares
para el ocioso y el pródigo, retiramos muy pronto nues­
tras precipitadas alabanzas. El pesar de un principe por
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 45

haber desaprovechado un día era noble y generoso. Pero


si su intención hubiera sido la de dedicarlo a realizar ac­
tos de generosidad para con sus codiciosos cortesanos,
era mejor el haberlo perdido que el emplearlo mal de esa
manera.
Durante mucho tiempo se consideró al lujo, o cierto
refinamiento en los placeres y comodidades de la vida,
como la fuente de toda corrupción en el gobierno y la
causa principal del surgimiento de facciones, sedicio­
nes, guerras civiles, y de la pérdida total de la libertad.
Por esta razón se lo juzgó universalmente como un vi­
cio y se convirtió en un tema de declamación para to­
dos los autores satíricos y los moralistas severos.
Aquellos que prueban, o que intentan probar, que tales
refinamientos tienden más bien al incremento de la la­
boriosidad, de la civilización y de las artes, regulan de
nuevo tanto nuestros sentimientos morales como polí­
ticos, y representan como laudable o ¡nocente lo que
anteriormente se había considerado como pernicioso y
censurable.
Parece innegable, por lo tanto, que en general nada
puede proporcionar más mérito a un ser humano que
la posesión del sentimiento de benevolencia en un gra­
do eminente; y que una parte, al menos, del mérito de
este sentimiento surge de su tendencia a promover los
intereses de nuestra especie y a hacer feliz a la sociedad
humana. Dirigimos nuestra mirada a las saludables
consecuencias de tal carácter y disposición; y todo lo
que tiene una influencia tan benéfica y promueve un
fin tan deseable se contempla con placer y complacen­
cia. Nunca se considera a las virtudes sociales separa­
das de sus tendencias beneficiosas; ni se las ve jamás
como estériles y sin fruto. La felicidad de la humani­
dad, el orden de la sociedad, la armonía de las familias,
el apoyo mutuo de los amigos se ven siempre como el
resultado de su apacible dominio sobre el corazón de
ios hombres.
46 DAVID HUME

Lo considerable que es la parte de su mérito que de­


beríamos atribuir a su utilidad se verá mejor tras poste­
riores disquisiciones l5; igual que la razón de que esta cir­
cunstancia tenga tal dominio sobre nuestra estima y
aprobación lé.

I« Sccc. III y IV.


I* Secc. V.
SECCIÓN III

DE LA JUSTICIA

Pa r t e I

Resultaría supcrfluo intentar probar que la justicia re­


sulta útil a la sociedad, y que, consecuentemente, al me­
nos una parte de su mérito debe surgir de esta conside­
ración. Que la utilidad pública es el único origen de la
justicia y que las reflexiones sobre las consecuencias be­
neficiosas de esta virtud constituyen el único fundamento
de su mérito es una proposición más curiosa e importan­
te, y merece más que la examinemos e investiguemos.
Supongamos que la naturaleza hubiera concedido a la
raza humana una abundancia tan plena de todas las con­
veniencias extemas que, sin ninguna incertidumbre, cui­
dado o trabajo de nuestra parte, todo individuo se en­
contrara completamente provisto de todas las cosas que
sus apetitos más voraces pudieran querer o su imagina­
ción más exuberante desear o anhelar. Supondremos que
su belleza natural sobrepasa todos los adornos adquiri­
dos; que la clemencia continua de las estaciones convierte
en inútiles todo vestido o ropa con que cubrirse; que las
plantas crudas le proporcionan la comida más deliciosa,
y una fuente clara. la bebida más rica. No se requiere
ningún trabajo. No hay que cultivar la tierra. No es ne­
cesaria la navegación. La música, la poesía y la contem­
48 DAVID HVME

plación constituyen su única ocupación. La conversa­


ción, la risa y la amistad, su única diversión.
Parece evidente que en un estado tan feliz florecerían
todas las demás virtudes sociales y se multiplicarían por
diez; pero nunca se habría soñado ni una sola vez con la
prudente y celosa virtud de la justicia. ¿Para qué hacer
un reparto de bienes cuando todo el mundo tiene ya más
que suficiente? ¿Para qué instituir la propiedad cuando
no es posible que haya ningún perjuicio? ¿Por qué llamar
mío a este objeto, cuando, si lo coge otro, sólo necesito
alargar mi mano para poseer algo del mismo valor? En
una situación de este tipo, al ser la justicia completa­
mente inútil, constituiría un ceremonial vano, y resultaría
imposible que tuviera un lugar en el catálogo de las vir­
tudes.
Incluso en la actual condición indigente de la huma­
nidad observamos que, dondequiera que la naturaleza ha
proporcionado algo beneficioso con una abundancia ili­
mitada, lo dejamos siempre en común para toda la raza
humana y no hacemos subdivisiones de derecho y pro­
piedad. El agua y el aire, aunque son los más necesarios
de todos los objetos, no se reivindican como propiedad
individual; ni puede nadie cometer una injusticia por el
uso y disfrute más profuso de estos bienes. En los países
grandes, fértiles y con pocos habitantes la tierra se con­
sidera de la misma manera. Y quienes defienden la liber­
tad de los mares en nada insisten más que en el uso ina­
gotable de los mismos para la navegación. Si las ventajas
que procura la navegación fueran tan inagotables, estos
pensadores nunca habrían tenido adversarios a quienes
refutar; ni se hubieran suscitado nunca pretensiones de
un control independiente y exclusivo sobre el océano.
En algunos países puede pasar durante determinados
períodos que se establezca la propiedad sobre el agua, y
no sobre la tierra ,7; si hay mayor abundancia de esta úl­
tima que la que pueden usar sus habitantes, mientras que
17
Génesis, capítulos xiii y xxi.
INVESTIGACIÓN SOBRE I.OS PRINCIPIOS DE LA MORAL 4V

el agua sólo se encuentra con dificultad y en cantidades


muy pequeñas.
Supongamos, igualmente, que aunque las necesidades
de la raza humana continúen siendo las mismas que en
el presente, sin embargo, la mente de los hombres se de­
sarrolla de tal modo y se encuentra tan repleta de amis­
tad y generosidad que todo hombre experimenta la ma­
yor ternura hacia todos los demás y no se preocupa más
por su propio interés que por el de sus congéneres. Parece
evidente que en este caso, en virtud de tal benevolencia
abarcadora, se suspendería la a p l i c a c i ó n de la justicia,
y nunca se habría pensado en las divisiones y barreras de
la propiedad y la obligación. ¿Por qué debería obligar a
otro mediante un contrato o una promesa a que realizara
un acto que me beneficia, cuando sé que ya se siente mo­
vido por la inclinación más fuerte a buscar mi felicidad,
y que realizará voluntariamente el servicio que deseo; a
no ser que el daño que reciba por ello sea más grande
que el beneficio que yo obtenga? En cuyo caso, él sabe
que, debido a mi amistad y humanidad innatas, seria el
primero en oponerme a su imprudente generosidad. ¿Por
qué levantar mojones entre los campos de mi vecino y los
míos cuando mi corazón no ha establecido ninguna se­
paración entre nuestros intereses, sino que comparte to­
das sus alegrías y penas con la misma fuerza y vivacidad
que si fueran originariamente mias? En esta suposición,
todo hombre, al ser como un segundo yo para los demás,
confiaría todos sus intereses a la discreción de cualquier
otro; sin envidias, divisiones o distinciones. Y toda la
raza humana formaría una única familia, donde todo se­
ría común y se usaría libremente, sin consideración a la
propiedad; pero también cuidadosamente, con un respeto
tan pleno a las necesidades de cada individuo como si
nuestros propios intereses se vieran afectados de la ma­
nera más intima.
En la disposición actual del corazón humano quizás
sería difícil encontrar ejemplos perfectos de afectos tan
amplios; pero, a pesar de lodo, podemos observar que el
50 DAVID H l'M E

caso de las familias se aproxima a ello; y que, cuanto más


fuerte es la benevolencia mutua entre ios individuos, más
se acercan a esa perfección, hasta que toda distinción de
propiedad se pierde y se confunde en gran medida entre
ios mismos. Entre las personas casadas las leyes suponen
que el lazo de la amistad es tan fuerte como para abolir
toda separación de posesiones; y a menudo tiene en rea­
lidad esta fuerza que se le atribuye. También puede ob­
servarse que durante el ardor de nuevos entusiasmos,
cuando todo principio se inflama hasta la extravagancia,
se ha intentado frecuentemente establecer la comunidad
de bienes; y sólo la experiencia de sus inconvenientes
—que surgen del disfrazado egoísmo de los hombres o de
su retomo— pudo hacer que los imprudentes fanáticos
adoptaran de nuevo las ideas de justicia y de una propie­
dad separada. Hasta tal punto es verdad que esta virtud
deriva enteramente su existencia de la necesidad de su
empleo en las relaciones y en la vida social de los hom­
bres.
Con vistas a convertir esta verdad en más evidente, in­
virtamos las suposiciones anteriores, y, llevando todo al
extremo opuesto, consideremos cuál seria el resultado de
estas nuevas situaciones. Supongamos que una sociedad
cae en una carencia tal de todas las cosas necesarias para
la vida cotidiana que la frugalidad y la laboriosidad más
grandes no pueden evitar ni que perezcan la mayor parte
de sus habitantes ni la extremada miseria del conjunto.
Creo que se admitirá fácilmente que, ante una emergen­
cia tan apremiante, las estrictas leyes de la justicia que­
dan en suspenso y dan paso a los motivos más fuertes de
la necesidad y la autoconservación. ¿Es un crimen, des­
pués de un naufragio, hacerse con cualesquiera medios o
instrumentos para nuestra salvación de que podamos
echar mano, y ello sin tener en cuenta las restricciones
que establecía el derecho de propiedad? O si una ciudad
sitiada estuviera pereciendo de hambre, ¿podemos supo­
ner que los habitantes de la misma vieran delante de ellos
cualquier medio que pudiera preservarles, y que perdie­
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL SI

ran sus vidas en virtud de un escrupuloso respeto a lo


que, en otras circunstancias, serían las reglas de la equi­
dad y la justicia? El empleo y la tendencia de esta vir­
tud es con vistas a conseguir la felicidad y la segundad
manteniendo el orden en la sociedad. Pero, en donde la
sociedad está cercana a perecer por una necesidad extre­
mada, no puede temerse un mal mayor a causa de la vio­
lencia y la injusticia: y en estas circunstancias, todo hom­
bre puede proveer para sí mismo por todos los medios
que la prudencia pueda dictarle o que el sentido de hu­
manidad le permita. Incluso en casos de necesidad menos
apremiante, el pueblo abre los graneros sin el consenti­
miento de sus propietarios; suponiendo justamente que
la autoridad de los magistrados puede extenderse con
toda equidad hasta este punto. Incluso si se reunieran un
cierto número de personas sin la autorización de las leyes
o de la jurisdicción civil, ¿se consideraría criminal o no­
civo un reparto equitativo de pan en una situación de
hambre, aunque se hubiera realizado utilizando la fuerza
e incluso la violencia?
Supongamos igualmente que un hombre virtuoso tu­
viera la mala suerte de caer en una sociedad de crimina­
les, lejos de la protección de las leyes y del gobierno. En
esta triste situación, ¿qué conducta debería adoptar? Ve
que prevalece una rapacidad tan extremada; tal falta de
consideración a la equidad, tal desprecio por el orden, tal
ceguera estúpida respecto a las consecuencias futuras,
como para conducir en muy poco tiempo al resultado
más trágico, y terminar en la destrucción del mayor nú­
mero de sus miembros y en la plena disolución de la so­
ciedad en lo que se refiere a los que sobrevivan. Mientras
tanto, a él no le quedará otro recurso que armarse, in­
dependientemente de a quién pertenezcan el escudo o la
espada que coja; hacerse con todos los medios de defensa
y seguridad que pueda; y al dejar de resultarle ú t i l para
su propia seguridad o la de otros su respeto especial por
la justicia, deberá consultar únicamente los dictados de
52 DAVID HUME

la autoconservación, sin preocuparse de quienes han de­


jado de merecer su cuidado y atención.
Aun en una sociedad que dispone de gobierno, cuando
cualquier hombre se hace detestable a la comunidad por
sus crímenes, es castigado por las leyes en sus bienes y en
su persona: esto es, las reglas usuales de la justicia se sus­
penden por un momento con respecto a él, y se convierte
en equitativo el infligirle, en beneficio de la sociedad, lo
que de otra manera no podría padecer sin injusticia y
agravio.
El furor y la violencia de una guerra declarada, ¿qué
es sino la suspensión de la justicia entre los bandos con­
tendientes, los cuales perciben que esta virtud ya no pre­
senta ninguna ventaja o utilidad para ellos? Las leyes de
la guerra, que toman entonces el lugar de las de la equi­
dad y la justicia, son reglas calculadas para la ventaja y
la utilidad en esta situación especial en que los hombres
se encuentran ahora. Y si una nación civilizada se viera
enfrentada a bárbaros que ni siquiera respetaran las nor­
mas de la guerra, la primera tendría que suspender tam­
bién su observancia de las mismas, pues ya no sirven para
nada; y debería convertir toda acción o enfrentamiento
en tan sangriento y pernicioso para sus agresores como
fuera posible.
Asi pues, las reglas de la equidad o justicia dependen
completamente del estado y condición particulares en
que se encuentran colocados los hombres: y deben su ori­
gen y existencia a esa utilidad que obtiene la comuni­
dad de su observancia estricta y constante. Invertid en
cualquier circunstancia importante la condición de los
hombres. Producid una abundancia o necesidad extre­
mas. Implantad en el corazón humano una moderación
y humanidad perfectas, o una completa rapacidad y ma­
licia. Al convertir a la justicia en totalmente inútil, des­
truís totalmente su esencia y supendéis su carácter obli­
gatorio para la humanidad.
La situación normal de la sociedad es un término me­
dio entre todos estos extremos. De forma natural somos
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 53

parciales con respecto a nosotros mismos y a nuestros


amigos; pero somos capaces de aprender las ventajas que
resultan de una conducta más equitativa. La mano abier­
ta y liberal de la naturaleza nos proporciona pocos pla­
ceres; pero podemos obtenerlos de ella con profusión me­
diante la destreza, el trabajo y la aplicación. De aquí que
las ideas de propiedad se conviertan en necesarias en
toda sociedad civil. De aqui deriva la justicia su utilidad
para la comunidad. Y sólo de ello surge su mérito y su
obligatoriedad moral.
Estas conclusiones son tan obvias y naturales que no
han escapado ni siquiera a los poetas en sus descripciones
de la felicidad que acompaña a la edad de oro o al reino
de Saturno . Si damos crédito a estas agradables ficcio­
nes, las estaciones eran tan benignas en este primer pe­
ríodo de la naturaleza que los hombres no necesitaban
procurarse ropas y casas como protección contra la vio­
lencia del calor y del frío. Los ríos fluían con vino y le­
che. Los robles daban miel; y la naturaleza producía es­
pontáneamente sus manjares más exquisitos. Pero éstas
no eran las principales ventajas de esa edad feliz. Las
tempestades no sólo estaban ausentes de la naturaleza;
sino que el corazón humano desconocía esas tempestades
más furiosas que en nuestra situación actual producen tal
tumulto y engendran tal confusión. Nunca se oyó hablar
de la avaricia, la ambición, la crueldad y el egoísmo. Los
únicos movimientos de que entonces tenia conocimiento
la mente eran el afecto cordial, la compasión y la sim­
patía. Incluso la puntillosa distinción entre lo mío y lo
tuyo estaba desterrada entre esta feliz raza de mortales,
y se había llevado consigo la mismas nociones de propie­
dad y obligación, justicia e injusticia.
Esta ficción poética de la edad dorada es en cierto
modo de la misma clase que la ficción filosófica del es­
tado de naturaleza; sólo que a la primera se la representa
como la condición más encantadora y pacifica que pueda
posiblemente imaginarse; mientras que a la segunda se la
describe como un estado de guerra y violencia mutuas, y
54 davwhume

que está acompañado de la necesidad más extremada. Se


nos dice que en los primeros tiempos de la humanidad
prevalecían tanto su ignorancia y su naturaleza salvaje
que no podían confiar los unos en los otros, sino que
cada uno tenía que depender de si mismo y de su propia
fuerza o astucia para lograr protección y seguridad. No
se sabia de ninguna ley; no se conocia ninguna norma de
justicia. No se tenia en cuenta ninguna distinción de pro­
piedad. El poder era la única medida del derecho: y una
lucha continua de lodos contra todos era el resultado de
la barbarie y del egoísmo indomado de los hombres
" Esta ficción de un estado de naturaleza como un estado de guerra
no la empezó, como ordinariamente se cree, el Sr. Hobbcs. Platón in­
tenta refutar una hipótesis muy similar en los libros segundo, tercero y
cuarto de Im República. Cicerón, por el contrario, la toma por cierta y
por reconocida universalmente en el siguiente pasaje (las ediciones G a
N añaden: «Que es la única autoridad que citare en lo referente a estos
razonamientos; no imitando en esto el ejemplo de PulTendorf, ni si­
quiera el de Grocio. quienes consideran que para toda verdad moral es
necesario contar con la autorización de un verso de Ovidio. Plauto o
Pctronio; tampoco imitaré el ejemplo de Mr. Woolaston. quien recurre
continuamente a los autores Hebreos y Árabes con la misma finali­
dad»): «Quis enim vestrum. judk.es. ignorat. ita naluram rerum tulissc.
ut quodam lempore (tomines, nondum ñeque naturali, ñeque civili jure
descripto. fusi per agros, ac dispersi vagaientur lanlumquc haberent
quantum manu ac viribus, per caedem ac vulnera, aut cripcrc. aut re­
tiñere poluissent? Qui igitur primi virtute & consilio praeslanti extitc-
runl. ii perspccto genere humanae docilitatis atque ingenii. dissipatos.
unum in locum congregaruni. eosque ex feritate illa ad juslitiam ac
mansuetudinem transduxcrunt. Tum res ad communem utilitatem,
quas publicas appellamus, tum conventícula hominum. quac postea ci-
vitales nominatac sunt. tum domicilia conjuncta, quas urbes dicamus,
invento & divino & humano jure, moenibus sepserunt. Atque ínter hanc
vitam. perpolitam humanitate. & illam immanem. nihil tam interest
quam jos atque vis. Horum utro uti nolimus. altero est utendum. Vim
volumus extinguí? Jus valcat nccessc est, id est. judicia. quibus omne
jus continctur. Judicia displiccnt. aut nulla. sunt? Vis dominetur nccessc
est? Hace vident omnes.» Pro Sext. I. 42. («¿Quién de vosotros en efec­
to, oh jueces, ignora que en función de la misma naturaleza de las cosas
hubo un tiempo en que los hombres, antes de toda determinación de
derecho natural o civil, vagaban dispersos por los campos, y que no
tenían más que lo que con sus manos y a la fuerza pqdian coger o
conservar, fuera matando o hiriendo? Es asi que los primeros que se
distinguieron por la superioridad de su virtud y su prudencia descu-
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 55

Es razonable cuestionarse si pudo existir alguna vez


una tal condición de la naturaleza humana, o —si efec­
tivamente existió— si pudo prolongarse tanto como para
merecer el nombre de estado. Como mínimo, los hombres
nacen necesariamente en el seno de una sociedad fami­
liar; y sus padres les inculcan ciertas reglas de compor­
tamiento y conducta. Pero hay que admitir esto, que si
alguna vez existió ese estado de guerra y de violencia mu­
tuas. la suspensión de todas las leyes de la justicia —de­
bido a su completa inutilidad - era un resultado nece­
sario e infalible.
Cuanto más modifiquemos nuestras concepciones de la
vida humana, y más nuevas e inusuales sean las perspec­
tivas desde las que la inspeccionemos, más nos conven­
ceremos de que el origen que aquí se asigna a la virtud
de la justicia es real y satisfactorio.
Si, entremezclada con los hombres, hubiera una clase
de criaturas que. a pesar de ser racionales, poseyeran una
fuerza tan inferior tanto corporal como mental—, que
fueran incapaces de toda resistencia, y nunca pudieran
hacemos sentir ante la provocación más extremada los
efectos de su resentimiento, creo que la consecuencia ne­
cesaria sería que estaríamos obligados por las leyes de la
humanidad a tratar con amabilidad a esas criaturas, pero
que, hablando con propiedad, no estaríamos sometidos a
brieron la docilidad y las disposiciones de los hombres, les congregaron
en un lugar c hicieron que pasaran de la ferocidad natural a la justicia
y a la suavidad de costumbres. Entonces se constituyeron para la uti­
lidad común las cosas que llamamos públicas; entonces se formaron
grupos de hombres que después se llamaron ciudades; entonces, una
vez inventado el derecho humano y divino, se rodearon de murallas los
hogares agrupados que llamamos urbes. De tal forma que entre esta
vida tan altamente humanizada y aquella otra no hay otra diferencia
que la que se da entre el derecho y ¡a violencia. Si no queremos em­
plear el uno tendremos que emplear la otra. ¿Queremos suprimir la vio­
lencia? Es necesario que prevalezca el derecho; esto es. las decisiones de
los tribunales en las que todo derecho está contenido. ¿Desagradan las
decisiones de los tribunales, o no son nada? Es de necesidad que do­
mine la violencia. Esto lo ven todos.»)
56 £>.417» HUME

ninguna restricción de la justicia con respecto a ellas, ni


podrían tener ningún derecho o propiedad, que serían ex­
clusivos de sus arbitrarios señores. Nuestra relación con
ellas no podría llamarse sociedad, pues ésta supone un
cierto grado de igualdad, sino dominio absoluto por un
lado y obediencia esclava por el otro. Deberían renunciar
de inmediato a cualquier cosa que nosotros codiciára­
mos. El único título por el que conservarían sus posesio­
nes sería nuestro permiso. El único freno por el que po­
drían controlar nuestra voluntad sin ley sería el recurso
a nuestra compasión y bondad. Y como jamás resulta
ningún inconveniente del ejercicio de un poder que está
tan firmemente establecido en la naturaleza, las restric­
ciones de la justicia y la propiedad, al ser completamente
inútiles, nunca tendrían lugar en una relación tan desi­
gual.
Esta es claramente la situación de los hombres con res­
pecto a los animales; y hasta qué punto puede decirse que
éstos poseen razón es algo que dejo que determinen
otros. La gran superioridad de los civilizados europeos
sobre los salvajes indios nos tentó a imaginarnos que
estábamos en la misma relación con respecto a ellos, e
hizo que nos liberáramos de todas las restricciones de la
justicia, e incluso del sentimiento de humanidad, en nues­
tro trato con los mismos. En muchas naciones el sexo
femenino está reducido a una esclavitud similar, y se le
incapacita para tener cualquier derecho de propiedad, si­
tuación que es la opuesta a la de sus amos y señores. Pero
aunque cuando los varones están unidos tienen en todos
los países fuerza corporal suficiente para mantener esta
severa tirania, sin embargo, son tales las insinuaciones,
destrezas y encantos de sus bellas compañeras, que nor­
malmente las mujeres son capaces de romper esa unión y
compartir con el otro sexo todos los derechos y privile­
gios de la sociedad.
Si la especie humana estuviera constituida por la na­
turaleza de tal forma que cada individuo poseyera dentro
de sí mismo todas las facultades que se requieren tanto
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 57

para su propia conservación como para la propagación


de la especie; si, por la intención primera del Creador su­
premo, estuviera cortada toda sociedad y relación entre
los hombres, parece evidente que un ser tan solitario seria
tan incapaz de justicia como de conversación y discurso
social. En donde las atenciones mutuas y el autocontrol
no sirven para nada, nunca dirigirán la conducta de un
hombre razonable. El curso precipitado de las pasiones
no se verá refrenado por la reflexión sobre las conse­
cuencias futuras. Y como aqui se supone que cada hom­
bre se ama sólo a si mismo, y que sólo depende de si
mismo y de su propia actividad para lograr su seguridad
y felicidad, en toda ocasión y con el máximo de su poder
reclamará la preferencia sobre cualquier otro ser, con
ninguno de los cuales está ligado por un nexo natural o
de interés.
Pero si suponemos que en la naturaleza está estable­
cida la unión de los sexos, inmediatamente surge una fa­
milia; y al encontrarse que su subsistencia requiere de re­
glas determinadas, éstas se adoptan inmediatamente,
aunque sin abarcar dentro de sus prescripciones al resto
de la humanidad. Supongamos que varias familias for­
man una sociedad que está completamente separada de
las demás; las reglas que preservan la paz y el orden se
amplían hasta abarcar toda esa sociedad; pero cuando
se las lleva un poco más lejos, al convertirse entonces en
completamente inútiles, pierden su fuerza. Sin embargo,
supongamos de nuevo que varias sociedades diferentes
mantienen algún tipo de relación para su mutua ventaja
y conveniencia; los limites de la justicia se extienden to­
davía más, en proporción a la amplitud de miras de los
hombres y a la fuerza de sus conexiones mutuas. La his­
toria, la experiencia y la razón nos instruyen suficien­
temente en este progreso natural de los sentimientos
humanos, y en la ampliación gradual de nuestra consi­
deración por la justicia en proporción a nuestra familia­
ridad con la creciente utilidad de esta virtud.
58 DAVID HVME

P a r t e 11

Si examinamos las leyes particulares que controlan la


justicia y determinan la propiedad, se nos presentará
también la misma conclusión. El bien de la humanidad
es el único objeto de todas estas leyes y regulaciones.
Para la paz y el interés de la sociedad no sólo se requiere
que las posesiones de los hombres estén separadas, sino
también que las reglas que seguimos al hacer la separa­
ción sean las mejores que puedan idearse para fomentar
los intereses de la sociedad.
Supongamos que una criatura dotada de razón, pero
que desconoce la naturaleza humana, deliberara consigo
misma sobre qué r e g l a s de justicia o propiedad pro­
moverían mejor el interés público y establecerían la paz
y la seguridad entre los hombres. Su pensamiento más
obvio sería el de asignar las posesiones mayores a la ma­
yor virtud, y dar a cada uno el poder de hacer el bien en
proporción a su inclinación. En una teocracia perfecta,
en donde un ser perfectamente inteligente gobierna me­
diante voliciones particulares, esta regla tendría cierta­
mente lugar, y podría servir a los propósitos más sabios.
Pero si la humanidad fuera a poner en práctica tal ley;
tan grande es la incertidumbre del mérito de los hombres
- tanto por su oscuridad natural como por la presunción
de cada individuo ~, que de ello no resultaría jamás nin­
guna regla determinada de conducta; y la total disolución
de la sociedad habria de ser la consecuencia inmediata.
Los fanáticos pueden suponer que el dominio se funda en
la gracia 19 y que sólo los santos heredarán la tierra *;
pero el magistrado civil pone muy justamente a estos su­
blimes teóricos al mismo nivel que los ladrones vulgares;
y les enseña, mediante el castigo más severo, que una re-

W (Véase Romanos. 6, 14).


» (Véase Salmos, 37, 29).
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 59

gla que a nivel especulativo puede parecer la más venta­


josa para la sociedad, puede resultar en la práctica, sin
embargo, completamente perniciosa y destructiva.
La historia nos enseña que. durante las guerras civiles,
hubo en Inglaterra fanáticos religiosos de esta clase;
aunque es probable que la tendencia natural de estos
principios provocase tal horror en la humanidad, que
obligara pronto a estos peligrosos entusiastas a renun­
ciar a sus principios, o, al menos, a ocultarlos. Los
niveladores que pretendían una distribución igualitaria
de la propiedad, eran quizás una clase de fanáticos polí­
ticos surgidos de la especie religiosa, y que reconocían
más abiertamente sus pretensiones; pues éstas tenían una
apariencia más plausible, tanto de ser practicables en si
mismas como de resultar útiles a la sociedad humana.
De hecho, hay que confesar que la naturaleza se mues­
tra tan generosa con la humanidad, que si todos sus do­
nes se distribuyeran equitativamente entre la especie y se
perfeccionaran mediante la habilidad y la laboriosidad,
cada individuo disfrutaría de todas las cosas que necesi­
tase, e incluso de la mayoría de las comodidades de la
vida; y jamás estaría sujeto a otros males que los que pu­
dieran surgir accidentalmente de la constitución y estruc­
tura enfermiza de su cuerpo. Hay también que confesar
que, siempre que nos apartamos de esta igualdad, roba­
mos al pobre una satisfacción mayor que la que conce­
demos al rico, y que la gratificación ligera de una vani­
dad frivola de un individuo frecuentemente cuesta más
que el pan de muchas familias, e incluso de provincias
enteras. Puede parecer, además, que la regla de la igual­
dad, puesto que seria útil en un grado muy alto, no es
impracticable del todo; pues ha tenido lugar, al menos en
11 (Sobre los niveladores — levellers— puede consultarse Macphcr-
son, C. B.: La teoría política del individualismo posesivo. Ed. Fonlanclla.
Barcelona, 1970. La opinión de Hume sobre los mismos puede verse en
su The History o f England from the invasión o f Julias Caesar lo ihe
Revolulion in ÍfiN8. VI volúmenes. Liberty Classics. Indianápolis, 1983.
vol. VI, capitulo LX, «The Commonwealth».)
60 DAVID IfVME

un nivel imperfecto, en algunas repúblicas, especialmente


en Esparta , en donde estuvo acompañada, se dice, de
las consecuencias más beneficiosas. Para no mencionar
que las leyes agrarias , tan frecuentemente reclamadas
en Roma , y puestas en práctica en muchas ciudades grie­
gas, procedían todas ellas de una idea general de la uti­
lidad de este principio.
Pero los historiadores, e incluso el sentido común, pue­
den informarnos que, por muy plausibles que puedan pa­
recer estas ideas de una igualdad perfecta, en última ins­
tancia son realmente impracticables; y que, aunque no lo
fueran, resultarían extremadamente perniciosas para la
sociedad humana. Haced que las posesiones de los hom­
bres sean muy iguales; sus diferentes grados de habilidad,
cuidado y aplicación destruirán inmediatamente esa
igualdad. O, si controláis estas virtudes, reduciréis la so­
ciedad a la indigencia más extrema, y, en vez de evitar la
pobreza y la miseria de unos pocos, las haréis inevitables
para toda la comunidad. Para descubrir toda desigualdad
en su primera aparición sería necesaria la investigación
más rigurosa, y se necesitaría la autoridad más severa
para castigarla y corregirla. Pero, además de que una au­
toridad tan grande pronto degeneraría en tiranía, y se
ejercería de forma muy parcial, ¿quién podría disponer
de ella en una situación como la que aquí se ha supuesto?
La perfecta igualdad de posesiones, al destruir toda je­
rarquía, debilita extremadamente la autoridad de los ma­
gistrados, y tiene que reducir todo poder casi a un mismo
nivel, igual que sucede con la propiedad.
Podemos concluir, por tanto, que con vistas a estable­
cer leyes que regulen la propiedad, tenemos que estar fa­
miliarizados con la naturaleza y situación de los hom­
bres; debemos rechazar apariencias que, aunque tengan
un tono de plausibilidad. pueden ser falsas; y debemos
buscar esas normas que resulten, en conjunto, más útiles
y beneficiosas. Allí donde los hombres no ceden a una
avidez demasiado egoísta o a un entusiasmo excesivo, el
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 61

sentido común y una ligera experiencia bastan para este


propósito.
¿Quién no ve, por ejemplo, que cualquier cosa que la
habilidad o la aplicación de un hombre produce o per­
fecciona debería siempre respetarse como suya; y ello con
vistas a estimular esos útiles hábitos y talentos? ¿No se
ve, igualmente, que la propiedad debería pasar a los hijos
y familiares, con el fin de servir al mismo propósito útil;
y que ha de poderse traspasar por consentimiento con
vistas a producir esas relaciones y ese comercio que son
tan beneficiosos para la sociedad humana: y que todos
los contratos y promesas deberían cumplirse escrupulo­
samente. a fin de mantener esa seguridad y confianza
mutuas que tanto promueven el interés general de la hu­
manidad?
Examinad a los autores que han escrito sobre las leyes
de la naturaleza; siempre encontraréis que. cualesquiera
que sean los principios de los que parten, es seguro que
al final acaban aquí; y que asignan como la razón última
de toda regla que establecen la conveniencia y las nece­
sidades de la humanidad. Una concesión obtenida de esta
manera, en oposición a los sistemas, tiene más autoridad
que si se hubiera realizado llevando adelante los mismos.
De hecho, ¿qué otra razón podrían dar de por qué esto
debe ser mío y aquello tuyo, puesto que la naturaleza ig­
norante seguramente nunca hizo una distinción de este
tipo? Los objetos que reciben esos nombres, en sí mis­
mos, nos son ajenos; están totalmente separados y segre­
gados de nosotros, y nada puede establecer la conexión
excepto los intereses generales de la sociedad.
Algunas veces puede que los intereses de la sociedad
requieran que haya una regla de justicia para un caso
particular, pero que no puedan escoger una regla deter­
minada entre varías que son igualmente beneficiosas. En
este caso, se echa mano de las analogías más leves; y ello
con vistas a prevenir esa indiferencia y ambigüedad que
serían la fuente de desacuerdos continuos. Así, se supone
que la sola posesión y la posesión primera confieren pro­
62 DAVID HUME

piedad alli donde nadie más tiene alguna demanda o pre­


tensión anteriores 22. Muchos de los razonamientos de los
juristas son de esta naturaleza analógica y dependen de
conexiones muy débiles de la imaginación.
¿Siente alguien escrúpulos en casos extraordinarios en
violar toda consideración hacia la propiedad privada de
los individuos y sacrificar por el interés público una dis­
tinción que se había establecido por motivo del mismo?
La seguridad del pueblo es la ley suprema. Todas las de­
más leyes particulares le están subordinadas y dependen
de ella. Y si se las sigue y gozan de consideración en el
curso normal de las cosas es sólo porque la seguridad y
el interés público normalmente exigen una administración
tan equitativa e imparcial.
Algunas veces tanto la utilidad como la analogía fra­
casan. y dejan las leyes de la justicia en una incertidum­
bre total. Por eso, es muy necesario que la prescripción
o posesión prolongada confiera propiedad; pero es im­
posible que la sola razón determine qué número de días,
meses o años deberían bastar para este fin. Las leyes ci­
viles ocupan aquí el lugar del código natural, y asignan
diferentes períodos de tiempo para la prescripción de
acuerdo con las diferentes utilidades que se propone el
legislador. Según las leyes de la mayoría de los países, las
letras de cambio y los pagarés prescriben más pronto que
los bonos, las hipotecas y los contratos de una naturaleza
más formal.
En general podemos observar que todos los asuntos re­
lacionados con la propiedad dependen de la autoridad de
las leyes civiles; las cuales extienden, moderan, modifican
y alteran las reglas de la justicia natural de acuerdo con
a (Hume escribe: «Thus possession alone, and firsl possession, is
suppossed to convcy property». cometiendo asi una violación de con­
cordancia —en vez de «is» debería poner «are»— pues la posesión (pre­
sente) y la posesión primera (o ocupación) son cosas distintas. Véase
A Trealise o f Human Nauire. Editado con un indice analítico por
L. A. Selby-Biggc. 2.‘ ed. con texto revisado por P. H. Nidditch. Oxford
Universily Press. Oxford, 1978. Libro III, Parte II. Sección III.
pág. 505).
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 6j

la conveniencia particular de cada comunidad. Las leyes


tienen, o deberían tener, una referencia continua a la for­
ma en que el gobierno está organizado, a las costumbres,
al clima, a la religión, al comercio y a la situación de cada
sociedad. Un autor reciente 23, de tanto genio como sa­
ber, se ha ocupado extensamente de este tema y ha es­
tablecido a partir de estos principios un sistema de co­
nocimiento político que abunda en pensamientos brillan­
tes e ingeniosos, y que no carece de solidezí4.
M (Las ediciones G y K dicen: «tanto de gran genio como de exten­
sos conocimientos,... el mejor sistema de conocimiento político que.
quizá, hasta ahora se ha comunicado al mundo).
14 El autor de L'Ksprii des Loix. Este ilustre escritor, sin embargo,
expone una teoría diferente, y supone que todo derecho se basa en cier­
tas relaciones o rapporis; lo que constituye un sistema que, en mi opi­
nión, nunca se reconciliará con la verdadera filosofía. Hasta donde pue­
do saber, el padre Malcbranchc fue el primero que propuso esta teoría
moral abstracta que después adoptaron Cudworlh (la referencia a Cud-
worth se añadió en la ed. O). Clarkc y otros: y que. como excluye todo
sentimiento y pretende basarlo todo en la razón, no ha carecido de se­
guidores en esta edad filosófica. Véase la Sección I y el Apéndice I. Con
respecto a la justicia, la virtud de que aqui nos ocupamos, el razona­
miento en contra de esta teoría parece breve y concluyente. Se admite
que la propiedad depende de las leyes civiles: se admite que las leyes
civiles no tienen otro objeto que el interés de la sociedad. Por lo tanto,
hay que admitir que este interés es el único fundamento de la propiedad
y la justicia. Para no mencionar que nuestra misma obligación de obe­
decer al magistrado y a sus leyes no se basa en otra cosa que en los
intereses de la sociedad.
Si algunas veces las ideas de justicia no se corresponden con las dis­
posiciones de la ley civil, encontraremos que estos casos, en vez de ser
objeciones, confirman la teoría expuesta arriba. En donde una ley civil
es tan perversa como para ir en contra de todos los intereses de la so­
ciedad. pierde toda su autoridad y los hombres juzgan de acuerdo con
las ideas de la justicia natural, que están de acuerdo con esos intereses.
También algunas veces las leyes civiles requieren para finalidades útiles
que se realice alguna ceremonia o formalidad para que un acuerdo sea
válido; y en donde falta, sus decretos van en contra del tenor usual de
la justicia; pero a quien se aprovecha de estas sutilezas no se le consi­
dera por lo común como un hombre honesto. De esta forma, los inte­
reses de la sociedad requieren que los contratos se cumplan, y no hay
un articulo más importante de la justicia civil o natural. Aunque a me­
nudo el omitir una condición de poca monta invalidará por ley un con­
trato, no en foro conseientiae, pero si en foro humano. según se expresan
64 DAVID HVME

¿En qué consiste ¡a propiedad de un hombre? En cual­


quier cosa que es licito que él, y sólo él, utilice. Pero, ¿qué
regla leñemos por la que podamos distinguir estos objetos?
Aquí tenemos que recurrir a estatutos, costumbres, pre­
cedentes, analogías y otras cien circunstancias; algunas
de las cuales son constantes e inflexibles, mientras que
otras son variables y arbitrarias. Pero el fin último en el
que expresamente acaban todas es el interés y la felicidad
de la sociedad humana. En donde esto no se tiene en
cuenta, nada puede parecer más caprichoso, antinatural
e incluso supersticioso que todas o la mayoría de las leyes
de la justicia y la propiedad.
Quienes se mofan de las supersticiones populares y de­
muestran la locura de tener una consideración especial
por determinados tipos de carne, o dias, lugares, posturas
e indumentarias, tienen una tarea fácil mientras exami­
nan todas las cualidades y relaciones de los objetos y no
descubren ninguna causa adecuada para ese afecto o
antipatía, veneración u horror que tienen una influencia
tan poderosa sobre una considerable parte de la huma­
nidad. Un sirio se moriría de hambre antes que probar
un pichón **; un egipcio no se acercaría al bacon :f\ Pero
si estas clases de comida se examinan mediante los sen­
tidos de la vista, el olfato o el gusto, o se analizan recu­
rriendo a la química, la medicina o la física, nunca se
encuentra ninguna diferencia entre ellas y cualquier otra
clase, ni puede darse con esa circunstancia particular que
proporcionaría un fundamento apropiado para la pasión
religiosa. Un ave es una comida legítima en jueves; en
los teólogos. En estos casos no se supone que el magistrado haya al­
terado el derecho, sino sólo que ha retirado su poder de hacerlo res­
petar. En donde su intención se extiende al derecho, y está de acuerda
con los intereses de la sociedad, nunca deja de modificar el derecho:
una prueba evidente del origen que se asignó arriba a la justicia y a la
propiedad.
(Véase Luciano: De Dea Syria. 54).
* (Véase Hcrodoto: Historia. II, 47; cf. Ihidem., 1Y, 188; Plutarco:
¡sil y Osiris, 8; y Levitico, 11.7).
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 65

viernes, execrable. En esta casa y en esta diócesis, los


huevos están permitidos durante la cuaresma; cien pasos
más allá, comerlos es un pecado detestable. Esta tierra o
este edificio ayer eran profanos; hoy, gracias a que se han
pronunciado ciertas palabras, se han convertido en san­
tos y sagrados. Uno puede afirmar con seguridad que, en
la boca de un filósofo, reflexiones como estas son de­
masiado evidentes para tener alguna influencia; porque
siempre se le tienen que ocurrir a primera vista a todo
hombre; y en donde no prevalecen por sí mismas, segu­
ramente es que se ven obstaculizadas por la educación, el
prejuicio y la pasión; no por la ignorancia o el error.
A una mirada poco atenta, o —más bien - a una re­
flexión demasiado abstracta, podría parccerle que una
superstición similar entra en todas las opiniones referen­
tes a la justicia; y que si un hombre expone su objeto, o
lo que llamamos propiedad, al mismo escrutinio de los
sentidos y de la ciencia, no encontrará, mediante la in­
vestigación más cuidadosa, ningún fundamento para la
diferencia que establece el sentimiento moral. De este ár­
bol puedo nutrirme legalmente; pero es un delito que to­
que el fruto de otro de la misma especie que está diez
pasos más allá. Si hubiera llevado estas ropas hace una
hora, hubiera merecido el castigo más severo; pero un
hombre, al pronunciar unas pocas silabas mágicas, las ha
convertido ahora en adecuadas para mi uso y servicio. Si
esta casa estuviera situada en el territorio vecino, sería
inmoral para mí el habitar en ella; pero al estar cons­
truida en esta ribera del río se encuentra sometida a una
ley municipal diferente y , 17 al convertirse en mía, no in­
curro en falta o censura. Puede pensarse que la misma
clase de razonamiento que tan exitosamente desenmas­
cara a la superstición también es aplicable a la justicia; y
que no es posible ni en un caso ni en otro señalar en el
objeto esa circunstancia o cualidad precisa que es el fun­
damento de la opinión.
♦7
(«al convertirse en mía» se añadió en la cd. Q).
66 n w w HUME

Pero hay esta diferencia esencial entre la superstición y


la justicia: la primera es frívola, inútil y opresiva; la se­
gunda es absolutamente indispensable para el bienestar
de la humanidad y la existencia de la sociedad. Cuando
hacemos abstracción de esta circunstancia (porque es de­
masiado visible para que se la pase por alto alguna vez),
hay que confesar que todas las consideraciones de dere­
cho y propiedad parecen tan enteramente sin fundamen­
to como la superstición más grosera y vulgar. Si los in­
tereses de la sociedad no estuvieran implicados de nin­
guna manera, el que la articulación por parte de otra
persona de ciertos sonidos implicando consentimiento
cambiara la naturaleza de mis acciones en relación con
un objeto particular seria tan ininteligible como el que un
sacerdote, al recitar una liturgia vestido con un cierto há­
bito y adoptando cierta actitud, consagre un montón de
ladrillos y madera y lo convierta desde entonces y para
siempre en sagrado
“ Es evidente que la voluntad o el consentimiento por si solos nun­
ca transfieren una propiedad,ni provocan la obligación de una promesa
—porque el mismo razonamiento se aplica a ambos casos—, sino que
la voluntad tiene que expresarse mediante palabras o signos para que
vincule a un hombre. Una vez introducida la expresión como algo su­
bordinado a la voluntad, pronto se convierte en la parte principal de
la promesa; y un hombre no estará menos atado por su palabra aunque
secretamente d¿ una dirección diferente a su intención o no conceda el
asentimiento de su espíritu. Pero aunque en la mayoría de los casos la
expresión constituye el todo de la promesa, sin embargo, no siempre es
asi: y alguien que utilice una expresión de la que no conoce el signifi­
cado y la emplee sin ninguna comprensión de sus consecuencias no es­
tará. ciertamente, ligado por ella. Es más, aunque conozca su signifi­
cado. si la emplea únicamente en broma, y con muestras evidentes de
que no tiene una intención sería de vincularse por ella, no estará bajo
ninguna obligación de cumplimiento; sino que para esto último es ne­
cesario que las palabras sean una expresión perfecta de la voluntad, sin
ningún signo contrarío. Sin embargo, esto no debemos llevarlo tan lejos
como para pensar que alguien de quien conjeturamos, gracias a la pe­
netración de nuestro entendimiento y a partir de ciertos signos, que
tiene la intención de engañarnos, no quede ligado por su promesa ver­
bal o expresión una vez que la aceptamos: sino que esta conclusión
debemos limitarla a aquellos casos donde los signos son de una natu­
raleza diferente que los del engaño. Si la justicia surge enteramente de
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 67

Estas reflexiones están lejos de debilitar las obligacio­


nes que impone la justicia, o de disminuir en nada el res­
peto más sagrado a la propiedad. Por el contrario, estos
sentimientos tienen que adquirir nueva fuerza con el ra­
zonamiento presente. Porque, ¿qué fundamento más só­
lido puede desearse o concebirse para cualquier deber
su utilidad para la sociedad, es fácil dar cuenta de todas estas contra­
dicciones; pero las mismas nunca podrán explicarse en base a cualquier
otra hipótesis.
Merece señalarse que las decisiones morales de los Jesuítas y de otros
casuistas poco exigentes se formaron normalmente en prosecución de
algunas sutilezas de razonamiento similares a las que aquí se han se­
ñalado, y procedían tanto del hábito de refinamiento escolástico como
de alguna corrupción del corazón, si podemos aceptar la autoridad de
Mons. Bayle. Véase su Diccionario, artículo Loyola. Y ¿por que la in­
dignación de la humanidad se ha elevado tan alto en contra de estos
casuistas, si no es porque todo el mundo percibía que la sociedad hu­
mana no podría subsistir si se autorizaran tales prácticas, y que a la
moral siempre hay que tratarla teniendo más en cuenta el interés pú­
blico que la regularidad filosófica? Todo hombre de buen sentido dijo:
si la dirección secreta de la intención pudiera invalidar un contrato,
¿dónde está nuestra seguridad? Y, sin embargo, un melalisico escolás­
tico podría pensar que en donde se suponía que una intención era ne­
cesaria, si esa intención no tuvo lugar realmente, no debería seguirse
ninguna consecuencia ni imponerse ninguna obligación. Puede que las
sutilezas de los casuistas no sean más grandes que las sutilezas de los
abogados a las que hemos aludido arriba; pero como las primeras son
perniciosas y las segundas inocentes e incluso necesarias, esta es la razón
de la acogida tan diferente que encuentran en el mundo.
(Este párrafo se añadió en la ed. O) La Iglesia de Roma tiene como
doctrina que el sacerdote puede invalidar cualquier sacramento me­
diante una dirección secreta de su intención. Esta posición se deriva del
seguimiento estricto y sistemático de la verdad evidente de que las pa­
labras vacias, sin ningún significado o intención por parte del hablante,
nunca pueden ir acompañadas de ningún efecto. Si la misma conclusión
no se admite en los razonamientos sobre los contratos civiles, donde se
concede que el asunto es de una importancia mucho menor que la sal­
vación eterna de miles de personas, esto procede enteramente de lo
conscientes que son los hombres del peligro y de los inconvenientes de
esta doctrina en el primer caso; y, en base a esto, podemos observar
que por muy categórica, arrogante y dogmática que pueda presentarse
una superstición, nunca puede transmitir una persuasión completa de
la realidad de sus objetos o ponerlos en cualquier grado al mismo nivel
que los incidentes normales de la vida que descubrimos mediante la
observación diaria y el razonamiento experimental.
68 DAVID HUME

que el observar que la sociedad humana, o incluso la na­


turaleza humana, no podrían subsistir sin su estableci­
miento; y que cuanto más inviolable sea el respeto que se
preste a ese deber mayores serán siempre los grados de
felicidad y perfección a los que llegarán aquéllas? **.
El dilema parece obvio: como la justicia tiende de for­
ma evidente a promover la utilidad pública y al mante­
nimiento de la sociedad civil, o el sentimiento de justicia
se deriva de nuestra reflexión sobre esta tendencia; o,
como el hambre, la sed y otros apetitos, el resentimiento,
el amor a la vida, el apego por los hijos, y otras pasiones,
surge de un instinto simple y original del corazón hu­
mano, y que la naturaleza ha implantado en nosotros
para fines saludables parecidos a los de éstos.30 Si esto
último es el caso, se sigue que la propiedad, que es el
objeto de la justicia, se distingue también por un instinto
simple y original, y no se determina mediante ningún ar­
gumento o reflexión. Pero, ¿quién oyó hablar alguna vez
de semejante instinto? O, ¿es éste un tema en el que pue­
dan hacerse nuevos descubrimientos? Podemos igualmen­
te intentar descubrir en el cuerpo nuevos sentidos que an­
teriormente hubieran escapado a la observación de toda
la humanidad.
Pero, además, aunque parece una proposición muy
simple el afirmar que la naturaleza distingue la propiedad
mediante un sentimiento instintivo, sin embargo, en rea­
lidad encontraríamos que para este propósito se reque­
rirían diez mil instintos diferentes, y empleados en obje­
tos de la mayor complejidad y que requieren el discerni­
miento más sutil. Porque, cuando se requiere una
definición de propiedad, se encuentra que esa relación se
disuelve ella misma en una posesión adquirida mediante
w (La ed. G omite todo lo que se encuentra entre este punto y apar­
te y el párrafo con el que concluye esta sección).
“ (La edición N omite «Si esto último es el caso» y pone en su
lugar: «Si la justicia surgió de un instinto original y simple del corazón
humano, incluso sin ninguna reflexión sobre esos intereses evidentes de
la sociedad que exigen de manera absoluta esa virtud, se sigue...»).
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAt. 69

ocupación, mediante el trabajo, por prescripción, por he­


rencia, por un contrato, etc. ¿Podemos creer que la na­
turaleza nos instruye en todos estos métodos de adqui­
sición mediante un instinto original?
También las palabras herencia y contrato representan
ideas infinitamente complicadas; y para definirlas con
exactitud no han sido suficientes cien volúmenes de leyes
y mil de comentaristas. ¿Abarca la naturaleza, cuyos ins­
tintos en los hombres son todos simples, objetos tan com­
plicados y artificiales, y ha creado un ser racional sin
confiar nada a la operación de su razón?
Pero todo esto, aun cuando se admitiera, no resultaría
satisfactorio. Las leyes positivas pueden, sin duda, trans­
ferir una propiedad. ¿Es mediante otro instinto original
que reconocemos la autoridad de reyes y senados, y se­
ñalamos todos los limites de su jurisdicción? Con vistas
al mantenimiento de la paz y el orden también hay que
conceder que los jueces, aun cuando su sentencia sea
errónea e ilegal, tienen una autoridad decisiva, y que. en
última instancia, fijan la propiedad. ¿Tenemos ideas in­
natas y originales de pretores, cancilleres y jurados?
¿Quién no ve que todas estas instituciones surgen simple­
mente de las necesidades de la sociedad humana?
Todos los pájaros de la misma especie, en todas las
épocas y paises, construyen sus nidos de la misma ma­
nera. En esto vemos la fuerza del instinto. Los hombres,
en diferentes tiempos y lugares, construyen sus casas de
modo distinto. Aquí percibimos la influencia de la razón
y la costumbre. Una inferencia similar puede obtenerse si
comparamos el instinto de generación con la institución
de la propiedad.
Por muy grande que sea la variedad de las leyes mu­
nicipales, hay que reconocer que sus nociones principales
coinciden con bastante frecuencia; y ello porque los fines
a los que tienden son exactamente semejantes en todas
partes. De forma parecida, todas las casas tienen un te­
jado y paredes, ventanas y chimeneas; aunque sean di­
ferentes en su configuración, apariencia y materiales. Las
70 DAVID HUME

finalidades de las casas, dirigidas hacia las comodidades


de la vida humana, no descubren más claramente su ori­
gen en la razón y en la reflexión que lo hacen los pro­
pósitos de las leyes municipales, los cuales apuntan todos
a un fin parecido.
No necesito mencionar las modificaciones que todas
las reglas de propiedad reciben de las conexiones y de los
sesgos más pequeños de la imaginación; y de las sutilezas
y abstracciones de los razonamientos y los tópicos jurí­
dicos. No hay posibilidad de reconciliar esta observación
con la noción de instintos originales.
Lo único que puede producir dudas acerca de la teoría
en la que estoy insistiendo es la influencia de la educación
y de hábitos adquiridos; cosas que nos acostumbran tan­
to a censurar a la injusticia, que no nos hacemos cargo
en cada caso de una reflexión directa sobre sus conse­
cuencias perniciosas. Por esta misma causa, las vistas que
nos resultan más familiares tienen tendencia a escapár­
senos; y, de la misma manera, lo que hemos realizado
con mucha frecuencia por ciertos motivos tenemos ten­
dencia a continuar haciéndolo mecánicamente, sin traer
a la memoria en cada ocasión las reflexiones que primero
nos movieron a ello. La conveniencia —o, más bien, la
necesidad - que conduce a la justicia es tan universal y
sugiere tamo en todas partes las mismas reglas, que el
hábito toma asiento en todas las sociedades; y no es sin
un cierto examen que somos capaces de descubrir su ver­
dadero origen. Sin embargo, la cuestión no es tan oscura,
pues, incluso en la vida cotidiana, recurrimos a cada
instante al principio de la utilidad pública y pregunta­
mos: ¿En qué se convertiría el mundo si prevalecieran tales
prácticas? ¿Cómo podría subsistir la sociedad bajo tales de­
sórdenes? Si la distinción o la separación de posesiones
fuera completamente inútil, ¿puede alguien concebir que
hubiera llegado alguna vez a prevalecer en la sociedad?
Así, en general, parece que hemos llegado a conocer la
fuerza de ese principio sobre el cual insistíamos aqui. y
que podemos determinar qué grado de estima o aproba­
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 71

ción moral puede resultar de las reflexiones sobre la uti­


lidad y el interés público. La necesidad de la justicia para
el mantenimiento de la sociedad es el único fundamento
de esa virtud; y puesto que ninguna excelencia moral es
más altamente estimada, podemos concluir que esta cir­
cunstancia de la utilidad tiene, en general, la energía más
fuerte y el dominio más completo sobre nuestros senti­
mientos. Por lo tanto, tiene que ser la fuente de una parte
considerable del mérito atribuido a la humanidad, la be­
nevolencia, la amistad, el espiritu público y otras virtudes
sociales de ese estilo: igual que es la única fuente de la
aprobación moral que se presta a la fidelidad, la justicia,
la veracidad, la integridad y los demás principios y cua­
lidades estimables y útiles. Está totalmente de acuer­
do con las reglas de la filosofía, e incluso de la razón
ordinaria, el que cuando se ha encontrado que un princi­
pio tiene en un caso una gran fuerza y energía, se le atri­
buya una energía similar en todos los casos parecidos.31
Esta es, de hecho, la regla principal del filosofar de
N ewton 32.

” (Esta última frase aparece como una nota en las ed. G a P; y allí
so habla de la segunda regla).
M Principia, iib. iii.
SECCIÓN IV

DE LA SOCIEDAD POLITICA

Si lodo hombre tuviera la sagacidad suficiente para


percibir en todo momento el fuerte interés que lo ata a
la observancia de la justicia y la equidad; y el vigor men­
tal suficiente para perseverar en una adherencia firme a
un interés general y distante, en oposición a los encantos
de las ventajas y los placeres del momento; en este caso,
nunca habría existido una cosa tal como el gobierno o la
sociedad política; sino que cada hombre, al seguir su li­
bertad natural, hubiera vivido en completa paz y armo­
nía con lodos los demás. ¿Qué necesidad hay de una ley
positiva donde la justicia natural es por sí misma un fre­
no suficiente? ¿Por qué crear magistrados donde nunca
surge ningún desorden ni iniquidad? ¿Por qué reducir
nuestra libertad original cuando siempre se encuentra
que su ejercicio más extremado es inocente y provechoso?
Es evidente que si el gobierno fuera totalmente inútil
nunca hubiera tenido lugar, y que el único fundamen­
to del deber de la lealtad es la ventaja que procura a
la sociedad al preservar la paz y el orden entre la huma­
nidad.
Cuando surgen un cierto número de sociedades polí­
ticas, y mantienen entre sí relaciones estrechas, inmedia­
tamente se descubre que un nuevo conjunto de reglas re­
sulta útil en esta situación particular; y, de acuerdo con
esto, se introducen bajo la denominación de leyes de las
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 73

n a c i o n e s . De esta dase son el carácter sagrado de la


persona de los embajadores, el abstenerse del empleo de
armas envenenadas, el dar cuartel en la guerra, y otras
de este estilo que están claramente calculadas para la ven­
taja de los Estados y reinos en sus relaciones mutuas.
Las reglas de la justicia que prevalecen entre los indi­
viduos no se hallan en estado de completa inoperancia en
las relaciones entre las sociedades políticas. Todos los
principes afectan respetar los derechos de otros príncipes,
y algunos, podemos estar seguros, lo hacen sin hipocre­
sía. Todos los días se establecen alianzas y tratados entre
Estados independientes, algo que seria únicamente un
gran desperdicio de pergamino si no se encontrara por
experiencia que tienen alguna influencia y autoridad.
Pero aqui está la diferencia entre los reinos y los indivi­
duos. La naturaleza humana no puede subsistir de nin­
gún modo sin la asociación de individuos; y esta asocia­
ción nunca podría tener lugar si no se respetaran las leyes
de la equidad y la justicia. El desorden, la confusión, la
guerra de lodos contra todos son las consecuencias ne­
cesarias de tal conducta licenciosa. Pero las naciones pue­
den subsistir sin mantener relaciones entre si. Incluso
pueden subsistir en alguna medida en una situación de
guerra general. La observancia de la justicia, aunque sea
útil entre ellas, no está protegida por una necesidad tan
fuerte como en el caso de los individuos; y la obligación
moral está en proporción con ha utilidad. Todos los po­
líticos, y la mayoría de los filósofos, concederán que en
determinadas situaciones de necesidad las r a z o n e s de
E s t a d o permiten prescindir de las reglas de la justicia e
invalidan cualquier tratado o alianza cuya estricta obser­
vancia sería perjudicial en alto grado a cualquiera de las
partes contratantes. Pero se reconoce que únicamente la
necesidad más extremada puede justificar que los indivi­
duos quebranten una promesa o invadan la propiedad de
otros.
Como en una comunidad confederada —tal como la
república A q i i e a de la Antigüedad, o los cantones s u i ­
74 OAy ID IIVMF

zos y las Provincias Unidas de los tiempos modernos—


la asociación tiene una utilidad peculiar, las condiciones
de unión tienen una autoridad y una sacralidad peculia­
res, y su violación se consideraría como no menos cri­
minal —o incluso más— que cualquier injusticia o per­
juicio privados.
La larga y desvalida infancia del hombre requiere la
unión de los padres para la subsistencia de sus hijos; y
esa unión requiere la virtud de la c a s t i d a d o fidelidad
al lecho conyugal. Se reconocerá fácilmente que sin esa
utilidad nunca se hubiera pensado en tal virtud M.
Una infidelidad de esta naturaleza es mucho más per­
niciosa en las mujeres que en los hombres. De aquí que
las leyes de la castidad sean mucho más estrictas con un
sexo que con el otro.
Todas estas reglas tienen que ver con la generación;
pero, sin embargo, no se supone que las mujeres que han
pasado la edad de tener hijos estén más exentas de las
mismas que aquellas que se encuentran en la flor de la
juventud y la belleza. Las reglas generales se extienden a
M La única solución que P latón ofrece a todas las objeciones que
podrían huccrsc a la comunidad de mujeres que establece en su repú­
blica imaginaría es KúXXtoxa yúp 8V| toOto xa i Léyctai xai XeXé^erai.
óxi xó pév (¡xt>¿Xipov xaXóv. xó 8é |)Xu|kQÓv uíoxqóv. Scile eiiim huid
A ditilur A dicetur. til quod ulite sil honestum esse, quod autem inuiile
sil lurpc esse. De Rcp. lib. 5, pág. 457, ex edit. Ser. («Porque lo mejor
que se dice y que será dicho es que lo provechoso es beilo y que lo
pernicioso feo» 457b. Cito de acuerdo con la traducción de Conrado
Eggcrs Lan en Platón: Diálogos IV República. Ed. Gredos, Madrid,
1986). Y ésta máxima no admitirá duda en lo que se refiere a la utilidad
pública: que es el sentido de Platón. Y. de hecho, ¿para qué otra fina­
lidad sirven todas las ideas de castidad y modestia? Nisi uiile est quod
facimos, frustra est gloria, dice Fedro («Si lo que hacemos es inútil, la
gloria es vana»). KaXóv xwv pXttPcQtbv oúSév, dice Plutarco de vitioso
pudore. Nihil corum quac damnosa sunt, pulchrum est («Nada de lo
que resulta pcijudicial es bello»). La misma era la opinión de los es­
toicos. <t>aoiv oóv oi Ixenxoi üyuOóv eivai (¡x)>éXr.iav ij oíiy Ctsquv
ityeXciui; <i>ó¿Áciuv pév Xéyovxec xf|v ¿CExqv xui xf|v anouóuiav hqo-
Ijiv. Sext. Emp. lib. iii, capitulo 20 (en realidad 22: «Los estoicos afir­
man. por tanto, que el bien es lo útil o no otra cosa que lo útil, signi­
ficando por útil la virtud y la acción correcta»).
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 75

menudo más allá del principio del que surgieron en un


primer momento; y esto en todos los asuntos del gusto y
del sentimiento. Es una anécdota bien conocida en París
que durante la furia del Mississippi 34 un individuo jo­
robado acudía todos los días a la rué de Q uincempoix.
en donde los agiotistas se reunían en gran número, y se
le pagaba muy bien por permitirles hacer uso de su jo­
roba como un escritorio sobre el que firmar sus contra­
tos. La fortuna que obtuvo mediante este recurso, ¿hizo
de él un individuo bien parecido, aunque se reconozca
que la belleza personal surge en una medida muy grande
de ideas de utilidad? La imaginación está influida por
asociaciones de ideas; las cuales, aunque en un principio
surgen del juicio, no se alteran fácilmente por cada ex­
cepción particular que nos ocurra. A lo que, en el caso
de la castidad, podemos añadir que el ejemplo de las se­
ñoras entradas en años sería pernicioso para las jóvenes;
y que las mujeres, al prever constantemente que cierto
momento les traerá la libertad de la indulgencia, adelan­
tarían de forma natural ese plazo, y pensarían con más
ligereza acerca de este deber general, tan necesario para
la sociedad.
Quienes viven dentro de la misma familia tienen opor­
tunidades tan frecuentes para licencias de esta clase que
nada podría preservar la pureza de las costumbres si se
permitiera el matrimonio entre los familiares más cerca­
nos, o si la ley o la costumbre ratificaran cualquier rela­
ción amorosa entre ellos. Por lo tanto, el incesto, al ser
pernicioso en un grado más alio, tiene también una ma­
yor vileza y deformidad moral unidas a él.
¿Cuál es la razón de que según las leyes atenienses
uno pudiera casarse con una hermanastra por parte del
padre, pero que no pudiera hacerlo si lo era por parte de
la madre? Claramente ésta: las costumbres de los ate­
nienses eran tan reservadas que a un hombre nunca se

u (La compañía del Mississippi se creó en Francia con la idea de


explotar el comercio colonial y acabó en un gran fracaso).
76 DAVID HUME

le permitía aproximarse a los aposentos de las mujeres,


incluso en la misma familia, a menos que fuera a visitar
a su propia madre. Su madrastra y las hijas de ésta se
encontraban tan separadas de él como las mujeres de
cualquier otra familia, y habia tan poco peligro de cual­
quier relación reprensible con ellas. Por una razón pare­
cida, los tios y las sobrinas podian casarse en A t e n a s :
pero en R o m a , donde la relación entre los sexos era más
abierta, no podían contraer esta alianza, y tampoco los
hermanastros y las hermanastras. La utilidad pública es
la causa de todas estas diferencias.
El repetir en peijuicio de un hombre cualquier cosa
que se le escapó en una conversación privada, o hacer un
uso similar de sus cartas privadas es muy censurable.
Donde no están establecidas tales reglas de fidelidad, el
intercambio libre y sociable de opiniones tiene que verse
extremadamente restringido.
Incluso al repetir historias de las que podemos prever
que no resultarán malas consecuencias, se considera
como un acto de indiscreción, si no de inmoralidad, el
dar el nombre del autor de las mismas. Estas historias, al
pasar de mano en mano y recibir todas las modificacio­
nes usuales, frecuentemente acaban llegando a las per­
sonas involucradas y producen animosidades y disputas
entre gentes cuyas intenciones eran de lo más inocentes e
inofensivas.
Tratar de descubrir secretos, abrir e incluso leer las
cartas de otras personas; espiar sus palabras, miradas y
acciones; ¿existen en la sociedad hábitos más inconve­
nientes? Por tanto, ¿existen hábitos más censurables?
Este principio es también el fundamento de la mayoría
de las leyes que regulan las buenas maneras; una clase de
moralidad menor, calculada para la comodidad de las
reuniones de personas y de la conversación ,s. Tanto las
excesivas formalidades como su escasez son condenables;
” (Véase el comienzo del capitulo XI del Leviathan, de Thomas
Hobbes).
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 77

y todo lo que promueve nuestra comodidad sin provocar


una familiaridad impropia es útil y laudable.
La constancia en las amistades, en los apegos y en las
relaciones establecidas es encomiablc, e imprescindible
para mantener la confianza y las buenas relaciones den­
tro de la sociedad. Pero en lugares de concurrencia ge­
neral, aunque casual, donde la búsqueda de la salud y del
placer reúne a la gente libremente, la conveniencia pú­
blica prescinde de esta máxima y la costumbre promueve
durante el tiempo que se permanece allí una conversación
sin reservas; y ello al concedernos el privilegio de romper
después, sin ningún quebrantamiento de la educación y
las buenas maneras, con cualquier conocido que no nos
resulte de un interés especial.
Incluso en sociedades que están basadas en los princi­
pios más inmorales y más destructivos de los intereses del
conjunto de la sociedad se requieren ciertas reglas, que los
miembros de tales sociedades se ven obligados a respetar
en función tanto de una especie de falso honor como del
interés privado. Se ha observado a menudo que los ladro­
nes y los piratas no podrían mantener su perniciosa unión
si no establecieran una nueva justicia distributiva entre
ellos e hicieran volver a esas leyes de la equidad que violan
en relación con el resto de la humanidad.
Odio a un compañero de borracheras que nunca olvi­
da, dice el proverbio griego . Las locuras de la última
orgia deberían enterrarse en un olvido eterno, y ello con
vistas a dar rienda suelta a las locuras de la próxima.
Entre las naciones en que las costumbres autorizan
hasta cierto punto una galantería inmoral, siempre que
se cubra con un fino velo de misterio, inmediatamente
surgen un conjunto de reglas calculadas para la conve­
niencia de esa relación. La famosa corte o parlamento del
amor en Provenza decidía antaño todos los casos difíciles
de esta naturaleza.
En las sociedades cuya finalidad son los juegos es ne­
cesario que haya leyes que los regulen; y estas leyes son
diferentes para cada juego. Reconozco que el fundamen­
78 DAVID HUME

to de tales sociedades es frivolo, y que sus leyes son en


gran medida —aunque no enteramente— caprichosas y
arbitrarias. Hay en ello una diferencia esencial entre las
mismas y las reglas de la justicia, la fidelidad y la lealtad.
Las sociedades humanas son absolutamente indispensa­
bles para la subsistencia de la especie; y la conveniencia
pública, que regula la moral, está establecida de forma
inviolable en la naturaleza del hombre y del mundo en el
que vive. Por lo tanto, y en cuanto a esto, la comparación
es muy imperfecta. De ella sólo podemos aprender la ne­
cesidad de reglas dondequiera que los hombres tengan
alguna relación entre sí.
Sin reglas, los hombres ni siquiera pueden cruzarse en
un camino. Los carreteros, los cocheros y los postillones
tienen principios en función de los que ceden el paso, y
estos principios se basan principalmente en la convenien­
cia y la comodidad mutuas. Aunque también algunas ve­
ces son arbitrarios; dependientes, al menos, de una clase
de analogía caprichosa parecida a muchos de los razo­
namientos de los juristas ,6.
Para llevar el asunto más lejos, podemos observar que
hasta es imposible que los hombres se maten entre sí sin
estatutos, máximas, y una idea de la justicia y el honor.
La guerra tiene sus leyes igual que la paz, e incluso esa
clase de guerra, propia de los deportes, que tiene lugar
entre luchadores, boxeadores, personas armadas con bas­
tones cortos y gladiadores se halla regulada por princi­
pios fijos. La utilidad y el interés común engendran in­
defectiblemente una norma de lo correcto y lo incorrecto
entre las partes interesadas.
“ Que el vehículo más ligero ceda el paso al más pesado; y que en
caso de vehículos de la misma dase el que va vacio ceda el paso al que
va cargado; esta regla se basa en la conveniencia. Que los que van a la
capital tengan preferencia sobre los que vienen de la misma; esto parece
basarse en alguna idea de la dignidad de la gran ciudad y de la prefe­
rencia del futuro sobre el pasado. Por razones parecidas, entre los pea­
tones. el ir por la derecha autoriza a continuar por el lado de la pared
y evita los empujones, algo que la gente pacifica encuentra muy desa­
gradable y molesto.
SECCIÓN V

POR QUÉ AGRADA LA UTILIDAD

Pa r te I

El atribuir a su utilidad el elogio que hacemos de las


virtudes sociales parece un pensamiento tan natural, que
uno esperaría encontrar este principio en todas partes en
los escritores que se ocupan de la moral, como el fun­
damento principal de sus razonamientos c investigacio­
nes. Podemos observar que en la vida cotidiana siempre
se apela a la circunstancia de la utilidad; y no se supone
que pueda ofrecerse un elogio más grande de un hombre
que el mostrar su utilidad para el público y enumerar los
servicios que ha realizado a la humanidad y a la socie­
dad. ¡Qué alabanza se hace, incluso de un objeto inani­
mado, si la regularidad y elegancia de sus partes no des­
truye su adecuación para un propósito útil! Y, ¡qué sa­
tisfactoria es la defensa de cualquier desproporción o
aparente deformidad si podemos mostrar la necesidad de
esa construcción especial para el uso deseado! A un artis­
ta o a alguien medianamente versado en la navegación,
un barco le parece más hermoso cuando su proa es más
ancha y grande que su popa, que si estuviera construido
con una regularidad geométrica precisa, en contradicción
con todas las leyes de la mecánica. Un edificio cuyas
puertas y ventanas formaran cuadrados perfectos haría
daño a la vista por esa misma proporción; pues está mal
HO DAVID HUME

adaptada para la figura de una criatura humana, a cuyo


uso se destinaba el edificio. ¿Qué hay de extraño, enton­
ces, en que un hombre cuyos hábitos y comportamientos
son perjudiciales para la sociedad, y peligrosos o perni­
ciosos para cualquiera que se relacione con él, sea, en
base a esto, un objeto de desaprobación, y comunique a
lodos los espectadores el sentimiento más fuerte de dis­
gusto y aborrecimiento? ,7.
Pero, quizá, la dificultad de dar cuenta de estos efectos
de la utilidad o de su contrario ha impedido que los fi­
lósofos los admitan en sus sistemas de ética, y los ha in­
ducido más bien a emplear cualquier otro principio para
explicar el origen del bien y el mal morales. Pero no es
una razón adecuada para rechazar un principio que está
confirmado por la experiencia el que no podamos dar
una explicación satisfactoria de su origen, ni seamos ca­
paces de resolverlo en otros principios más generales. Y
si reflexionáramos un poco sobre el presente tema, no
n No debemos imaginamos que porque un objeto inanimado pue­
da ser tan útil como un hombre, debe también, por tanto, de acuerdo
con este sistema, merecer la apelación de virtuoso. Los sentimientos
provocados por la utilidad son muy diferentes en estos dos casos; uno
está mezclado con afecto, estima, aprobación, etc., pero no el otro. De
manera similar, un objeto inanimado puede tener buen color y propor­
ciones. igual que una figura humana. Pero, ¿podemos alguna vez ena­
moramos del mismo? Hay un conjunto numeroso de pasiones y senti­
mientos de los que los seres pensantes racionales son. en virtud de la
constitución original de la naturaleza, los únicos objetos adecuados. Y,
aunque las mismísimas cualidades se transfieran a un objeto inanimado
e insensible, no excitarán los mismos sentimientos. A las cualidades be­
neficiosas de las hierbas y los minerales algunas veces se las llama, en
verdad, sus virtudes: pero esto es un efecto caprichoso del lenguaje que
no debería tenerse en cuenta en el razonamiento. Porque aunque haya
una especie de aprobación que acompaña incluso a los objetos inani­
mados cuando son beneficiosos, sin embargo, este sentimiento es tan
débil y tan diferente del que se dedica a los hombres de Estado y a los
magistrados benéficos que no debería ponerse bajo la misma clase o
denominación.
Un cambio muy pequeño en el objeto, incluso cuando se conservan
las mismas cualidades, destruirá un sentimiento. Asi. la misma belleza,
transferida a un sexo diferente, no provoca la pasión amorosa, al me­
nos donde la naturaleza no está extremadamente pervertida.
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL SI

tendríamos por qué sentirnos perplejos a la hora de dar


cuenta de la influencia de la utilidad y deducirla de los
principios más conocidos y aceptados de la naturaleza
humana.
Tanto los escépticos del mundo antiguo como los mo­
dernos han inferido fácilmente de la utilidad manifiesta
de las virtudes sociales que todas las distinciones morales
surgen de la educación y fueron inventadas en un primer
momento, y después fomentadas, por la habilidad de los
politicos, y ello con vistas a volver tratables a los hom­
bres y mitigar su egoísmo y ferocidad naturales, que los
incapacitaba para la vida en sociedad. De hecho, hasta
tal punto hay que reconocer que este principio del pre­
cepto y la educación tiene una poderosa influencia, que
frecuentemente puede incrementar o disminuir más allá
dé su grado natural los sentimientos de aprobación y
aversión, e incluso puede, en determinados casos, crear
sin ningún principio natural un nuevo sentimiento de esta
clase, como es manifiesto en todas las observancias y
prácticas religiosas. Pero seguramente ningún investiga­
dor juicioso admitirá nunca que todo afecto o aversión
morales provienen de este origen. Si la naturaleza no hu­
biera hecho una tal distinción, basada en la constitución
original de la mente, las palabras honorable y vergonzoso,
amable y odioso, noble y despreciable nunca hubieran te­
nido lugar en ninguna lengua, ni hubieran sido capaces
los politicos, si hubieran inventado estos términos, de
volverlos inteligibles o de hacerles transmitir una idea a
la audiencia. De modo que nada puede ser más superfi­
cial que esta paradoja de los escépticos; y estaría muy
bien si en los estudios más abstrusos de la lógica y la
metafísica pudiéramos obviar tan fácilmente los reparos
de esta secta igual que lo hacemos en las ciencias prác­
ticas y más inteligibles de la política y la moral.
Por consiguiente, hay que conceder que las virtudes so­
ciales tienen una amabilidad y belleza naturales que des­
de un principio anteceden a todo precepto o educación,
y que las recomienda a la estima de la humanidad igno­
82 DAVID HUME

rante, y atrae sus afectos. Y como la utilidad pública de


estas virtudes es la principal circunstancia de la que de­
rivan su mérito, se sigue que el fin que tienden a pro­
mover debe resultamos agradable de algún modo y estar
basado en algún afecto natural. Debe agradar o por con­
sideraciones de autointerés o por miras y motivos más
generosos.
A menudo se ha afirmado que como todo hombre tie­
ne una fuerte conexión con la sociedad y percibe la im­
posibilidad de su subsistencia solitaria, se convierte en
base a esto en partidario de todos esos hábitos o princi­
pios que promueven el orden en la sociedad y le aseguran
la tranquila posesión de una bendición tan inestimable.
Tanto como valoremos nuestra propia felicidad y bienes­
tar, asi debemos aplaudir la práctica de la justicia y de la
humanidad, pues sólo gracias a ellas puede mantenerse
la unión social y recoger cada hombre los frutos de la
asistencia y la protección mutuas.
Esta derivación de la moral del amor a uno mismo o
de una consideración por el interés privado es un pen­
samiento obvio, y no ha surgido completamente de las
salidas caprichosas y de los ataques medio en broma de
los escépticos. Para no mencionar a otros, P o l i b i o , uno
de los escritores más serios, prudentes y morales de la
antigüedad, ha asignado este origen cgoista a todos nues­
tros sentimientos de virtud Pero aunque el sólido sen-
" La humanidad desaprueba la desobediencia a los padres,
!tQooe<o|i£vou; tó gáXXov, xai ouXXoytqopévoui; óti tó itaQU7t/.fimov
¿xáotou; aíitáv ouyxuQf|oet («porque prevén el futuro y piensan que
también a ellos les puede ocurrir algo parecido»). La ingratitud, por
una razón parecida —aunque aquí parece mezclarse una consideración
más generosa—, auvayavaxTOüanw; pév tfii, itéXa?. áva^éeovta; 8’én'
uütoík; tó naeuTtXf|cnov, ¿£v únoyiYvexaí tt$ Evvotu trae' ¿xáotui tfjq
toO xa0f|xovtoe óuvápecix; xai 0£(o¿iu<;. Lib VI, capitulo 6 («irritados
por tal ofensa al prójimo e imaginándose a si mismos en aquella situa­
ción. De todo esto nace en cada hombre una cierta noción de deber,
de su fuerza y de su razón». Citamos de acuerdo con la siguiente tra­
ducción. Polibio: Historias. Libros V-XV. Traducción y notas de Ma­
nuel Balasch Rccort. Ed. Gredos, Madrid. 1981). Quizá el historiador
sólo quería decir que nuestra simpatía y humanidad se avivaba más por
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS l)E LA MORAL 83

tido práctico de este autor y su aversión a todas las su­


tilezas vanas hacen que su autoridad acerca de este tema
sea considerable, sin embargo, éste no es un asunto que
pueda decidirse apelando a autoridades, y la voz de la
naturaleza y la experiencia parece oponerse claramente a
la teoría egoísta.
Frecuentemente elogiamos acciones virtuosas realiza­
das en épocas muy lejanas y en países remotos; y allí la
mayor sutileza de la imaginación no descubrirá ninguna
apariencia de egoísmo ni encontrará ninguna conexión
de nuestra seguridad y felicidad actuales con unos suce­
sos que están tan ampliamente separados de nosotros.
Un acto generoso, valiente y noble, realizado por un
adversario, exige nuestra aprobación; aunque pueda re­
conocerse como perjudicial en sus consecuencias para
nuestro interés particular.
Cuando concurren el beneficio privado con el afecto
general por la virtud, fácilmente percibimos y reconoce­
mos la mezcla de estos sentimientos distintos, los cuales
se experimentan de forma muy distinta y tienen también
una influencia muy diferente sobre la mente. Quizá elo­
giamos con más presteza cuando la acción generosa y hu­
mana contribuye a nuestro interés particular. Pero los tó­
picos de alabanza en los que insistimos están muy lejos
de esta circunstancia. Y podemos intentar atraer a otras
personas a nuestros sentimientos sin intentar convencer­
las de que obtendrán algún beneficio de las acciones que
recomendamos a su aprobación y aplauso.
Construid el modelo de un carácter digno de alabanza,
que consista en todas las virtudes morales más amables.
Dad ejemplos en que se manifiesten de una manera emi­
nente y extraordinaria. Fácilmente despertáis la estima y
la aprobación de toda vuestra audiencia, quienes nunca
preguntarán en qué época y país vivió la persona que po­
seía estas nobles cualidades. Circunstancia ésta, sin cm-
la consideración de la semejanza de nuestro caso con el de una persona
que sufre: lo cual es una opinión justa.
94 DAVID HVUE

bargo, que para el egoísmo, o una preocupación por


nuestra propia felicidad individual, es la más importante
de todas.
Hubo una vez un hombre de Estado que, en medio de
la lucha y la contienda entre los distintos partidos, pre­
valeció hasta el punto de conseguir gracias a su elocuen­
cia el destierro de un adversario de talento; al cual siguió
en secreto, ofreciéndole dinero para su mantenimiento
durante el exilio y reconfortándolo con tópicos de con­
suelo por sus desgracias. ¡Ay!, gritó el político desterrado,
¡con qué pesar he de dejar a mis amigos en esta ciudad,
cuando incluso mis enemigos son tan generosos! Aunque
se trataba de un enemigo, la virtud le complacía aquí. Y
nosotros también la concedemos el justo tributo de la
alabanza y la aprobación; y no nos retractamos de estos
sentimientos cuando oímos que el hecho tuvo lugar en
Atenas hace unos dos mil años, y que los nombres de
las personas eran Esquines y D emóstenes.
¿Y a mí qué? Hay pocas ocasiones en que esta pregunta
no sea oportuna. Pero si tuviera esa influencia universal
e infalible que se le atribuye, convertiría en ridiculas toda
obra y casi todas las conversaciones que contuvieran una
alabanza o censura de hombres y costumbres.
No es sino un débil subterfugio el decir, cuando se ven
presionados por estos hechos y argumentos, que gracias
a la fuerza de la imaginación nos transportamos a no­
sotros mismos a países y épocas lejanas, y consideramos
el beneficio que habríamos obtenido de esos personajes
si hubiéramos sido sus contemporáneos y hubiésemos te­
nido relaciones con ellos. No es concebible que una pa­
sión o sentimiento real pueda surgir de un interés que
sabemos que es imaginario; especialmente cuando nues­
tro interés real se tiene constantemente a la vista, y a me­
nudo se le reconoce como completamente distinto del
imaginario, e incluso algunas veces como opuesto al
mismo.
Un hombre que es llevado al borde de un precipicio no
puede mirar hacia abajo sin temblar; y el sentimiento del
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 85

peligro imaginario actúa sobre él en oposición a la opi­


nión y a la creencia de su seguridad real. Pero la imagi­
nación está aquí estimulada por la presencia de un objeto
chocante; y, sin embargo, no prevalece excepto cuando
está auxiliada por la novedad y la apariencia insólita del
objeto. La costumbre pronto nos reconcilia con las al­
turas y los precipicios y hace que desaparezcan esos te­
rrores falsos y engañosos. Lo contrario es observable en
las estimaciones que hacemos de caracteres y costumbres;
y cuanto más nos habituamos a un escrutinio preciso de
la moral, más adquirimos un sentimiento delicado de las
distinciones más pequeñas entre el vicio y la virtud. De
hecho, en la vida cotidiana tenemos tales ocasiones fre­
cuentes de manifestar todo tipo de resoluciones morales
que ningún objeto de esta clase puede resultamos nuevo
o insólito; ni podría tenerse en pie ningún prejuicio o
punto de vista falso contra una experiencia tan común y
familiar. Al ser la experiencia la que sobre todo forma
las asociaciones de ideas, es imposible que una asociación
pueda establecerse y mantenerse en oposición frontal a
este principio.
La utilidad es agradable y provoca nuestra aproba­
ción. Ésta es una cuestión de hecho confirmada por la
observación diaria. Pero ¿útil? ¿para qué? Para el interés
de alguien, ciertamente. ¿Para el interés de quién, enton­
ces? No solamente para el nuestro. Porque nuestra apro­
bación frecuentemente se extiende más lejos. Por tanto,
debe ser el interés de aquellos a quienes sirve el carácter
o la acción aprobada; y estos individuos, podemos con­
cluir, por muy distantes que estén de nosotros, no nos
resultan completamente indiferentes. Explorando este
principio, descubriremos una gran fuente de las distincio­
nes morales.
86 DAVID HUME

Parte 11

El amor a uno mismo es un principio en la naturaleza


humana de una energía tan vasta, y el interés de cada
individuo está, por lo general, tan estrechamente relacio­
nado con el de la comunidad, que se puede disculpar
a esos filósofos que imaginaron que toda nuestra preo­
cupación por el bien público podía resolverse en una
preocupación por nuestra propia conservación y felici­
dad. Veían a cada momento ejemplos de aprobación o
censura, satisfacción o desagrado hacia caracteres y ac­
ciones; denominaron a los objetos de estos sentimientos
virtudes o vicios; observaron que los primeros tenían ten­
dencia a incrementar la felicidad de la humanidad; y los
segundos, su miseria; preguntaron si era posible que pu­
diéramos tener una preocupación general por la sociedad
o un resentimiento desinteresado por el bienestar o el
perjuicio de los demás; encontraron que era más simple
considerar todos estos sentimientos como modificaciones
del amor a uno mismo; y descubrieron una razón, al me­
nos, a favor de esta unidad de principio en la intima
unión de interés que es tan observable entre el del público
y el de cada individuo.
Pero, a pesar de esta frecuente confusión de intereses,
es fácil lograr lo que los filósofos naturales, tras lord Ba-
c o n , han dado en llamar el experimentum crucis, o ese
experimento que, ante cualquier duda o ambigüedad, in­
dica el camino adecuado. Hemos encontrado casos en los
que el interés privado era distinto del público, en que era
incluso contrario. Y, sin embargo, observamos que los
sentimientos morales continuaban, no obstante la sepa­
ración de intereses. Y siempre que estos intereses distin­
tos concurrían de forma notable, encontrábamos siempre
un incremento apreciable del sentimiento, y un afecto
más cálido por la virtud y un mayor aborrecimiento por
el vicio, o lo que llamamos con propiedad gratitud y ven­
ganza. Obligados por estos casos, tenemos que renunciar
INVESTIGACIÓN SOBRE 1.0$ PRINCIPIOS OE t.A MORA!. H7

a la teoría que da cuenta de todo sentimiento moral acu­


diendo al principio del amor a uno mismo. Tenemos que
admitir un afecto más general y conceder que los intere­
ses de la sociedad no nos resultan, incluso considerados
en sí mismos, completamente indiferentes. La utilidad es
sólo una tendencia hacia un cierto fin: y es una contra­
dicción en los términos que una cosa nos agrade como
medio para un fin, cuando el fin mismo no nos afecta de
ningún modo. Si la utilidad, por lo tanto, es una fuente
de sentimiento moral, y si esta utilidad no se considera
siempre con referencia al yo, se sigue que toda cosa que
contribuya a la felicidad de la sociedad se recomienda a
si misma directamente para nuestra aprobación y buena
voluntad. Aquí hay un principio que da cuenta, en buena
parte, del origen de la moralidad. Y ¿qué necesidad te­
nemos de buscar sistemas abstrusos y remotos cuando
hay uno tan obvio y natural?
¿Tenemos alguna dificultad en comprender la fuerza
de la humanidad y de la benevolencia? ¿O en concebir
que la mera visión de la felicidad, la alegría y la prospe­
ridad proporciona placer: y que la del dolor, el sufri­
miento y la tristeza comunica desasosiego? El rostro hu­
mano, dice H o r a c i o 40, toma prestadas sonrisas y lágri­
” Es inútil llevar nuestras investigaciones hasta el extremo de pre­
guntar por qué tenemos humanidad o un sentimiento de hermandad
para con los otros. Basta con que esto se experimente como siendo un
principio de la naturaleza humana. Tenemos que detenernos en algún
sitio en nuestro examen de las causas; y en toda ciencia existen algunos
principios generales más allá de los cuales no podemos esperar encon­
trar un principio más general. A ningún hombre le resulta completa­
mente indiferente la felicidad y la miseria de los demás. La primera
tiene una tendencia natural a proporcionar placer; la segunda, dolor.
Esto es algo que todo el mundo puede encontrar dentro de si mismo.
No es probable que estos principios puedan resolverse en principios
más simples y universales, cualesquiera intentos puedan haberse hecho
con vistas a este propósito. Pero si fuera posible, no pertenece al tema
presente; y aqui podemos considerar sin peligro a estos principios como
originales. ¡Seriamos felices si pudiéramos volver todas sus consecuen­
cias suficientemente claras y perspicuas!
“ Uti ridentibus arrident, ila flcnlibus adflcnt < Humani vullus.
88 DAVID HUME

mas del rostro humano. Reducid una persona a la


soledad y perderá todo goce, excepto los de tipo espe­
culativo y los sensuales; y ello porque los movimientos
de su corazón no están estimulados por movimientos co­
rrespondientes de sus semejantes. Los signos de tristeza
y aflicción, aunque son arbitrarios, nos llenan de melan­
colía: pero los indicios naturales —las lágrimas, los gritos
y los gemidos— nunca dejan de infundimos compasión
y desasosiego. Y si los efectos de la miseria nos tocan de
una manera tan viva, ¿puede suponerse que seamos com­
pletamente insensibles o indiferentes en relación a sus
causas cuando se nos presenta una conducta y un carác­
ter malicioso o traicionero?
Supondré que entramos en un piso bien diseñado, có­
modo y cálido. Necesariamente recibimos placer de su
mera inspección, porque nos presenta las ideas placen­
teras de comodidad, satisfacción y goce. Aparece su pro­
pietario, que es una persona hospitalaria, cortés y de
buen talante. Esta circunstancia, ciertamente, tiene que
embellecer el conjunto, y no podemos evitar fácilmente
el reflexionar con agrado en la satisfacción que por todas
partes producen su trato y sus buenos oficios.
Toda su familia expresa suficientemente su felicidad en
la soltura, tranquilidad, confianza y goce sereno que se
extiende sobre sus rostros. Experimento una agradable
simpatía ante la visión de tanto deleite, y nunca puedo
considerar su fuente sin sentir las emociones más agra­
dables.
Me cuenta que un vecino poderoso y cruel ha inten­
tado despojarle de su herencia, y que lleva tiempo per­
turbando todos sus inocentes placeres sociales. Siento
que inmediatamente surge en mí la indignación contra
semejante violencia e injuria.
HOR. (Arte poética. 101: «Como acompañan los rostros humanos con
su risa a los que ríen, de igual manera lloran con los que lloran». Tra­
ducción de Alfonso Cuatrecasas en Horacio: Odas. Epodos. Canto
secular. Arte poética. Ed. Bruguera. Barcelona, 1984.)
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 89

Pero no es extraño, añade, que un mal privado pro­


venga de un hombre que ha esclavizado provincias, des­
poblado ciudades y regado con sangre humana campos
y cadalsos. El panorama de tanta desdicha me golpea con
horror, y me siento movido por la antipatía más fuerte
contra su autor.
En general es cierto que dondequiera que vayamos,
cualquier cosa sobre la que reflexionemos o conversemos,
lodo nos presenta continuamente la visión de la felicidad
o la desdicha humana, y excita en nuestros corazones un
movimiento simpático de placer o desasosiego. Este prin­
cipio ejerce continuamente su energía activa en nuestras
ocupaciones serias y en nuestras diversiones despreocu­
padas.
Un hombre que entra en el teatro inmediatamente que­
da impresionado por la visión de una multitud tan gran­
de que participa de una diversión común; y experimenta
ante su simple vista una mayor sensibilidad o disposición
a verse afectado por todo sentimiento que comparte con
sus semejantes.
Observa que los actores están animados ante la pre­
sencia de un público que llena la sala, y que se elevan a
un grado de entusiasmo que no pueden lograr en mo­
mentos de soledad o calma.
Un poeta hábil comunica como por magia todos los
movimientos teatrales a los espectadores; quienes lloran,
se estremecen, se ofenden, se alegran, y se sienten infla­
mados con toda la variedad de pasiones que mueven a
los distintos personajes del drama.
Experimentamos una preocupación y ansiedad nota­
bles cuando cualquier suceso contraria nuestros deseos e
interrumpe la felicidad de nuestros personajes preferidos.
Pero cuando sus sufrimientos proceden de la perfidia, la
crueldad o la tirania de un enemigo, nuestros corazones
se ven afectados por el resentimiento más vivo contra el
autor de estas calamidades.
Se estima que va contra las reglas del arte el represen­
tar cualquier cosa fría e indiferente. El poeta debería evi­
90 DAVID HVMF.

tar, si es posible, introducir a un amigo lejano o a un


confidente que no tiene un interés directo en la catástro­
fe. pues comunican una indiferencia similar a la audien­
cia e impiden el desarrollo de las pasiones.
Pocas clases de poesía resultan más entretenidas que la
pastoral; y lodo el mundo es consciente de que la fuente
principal de su placer surge de esas imágenes de una tran­
quilidad apacible y tierna que representa en sus perso­
najes y que comunica un sentimiento parecido al lector.
Se reconoce que Sannazzaro, aunque presentó el ob­
jeto más magnífico de la naturaleza, se equivocó en su
elección al trasladar la escena a la orilla del mar. La idea
de la fatiga, el trabajo y el peligro que sufren los pesca­
dores nos resulta dolorosa; y ello por una inevitable sim­
patía que acompaña a toda concepción de la felicidad o
la miseria humanas.
A los veinte años, dice un poeta francés, Ovidio era
mi preferido. Ahora que tengo cuarenta, me pronuncio
por Horacio. Sin duda penetramos más fácilmente en
sentimientos que se parecen a los que experimentamos a
diario. Pero ninguna pasión puede resultamos comple­
tamente indiferente cuando está bien representada; por­
que no hay ninguna de la que todo hombre no tenga den­
tro de si al menos los gérmenes y primeros principios. La
función de la poesia es acercamos mediante representa­
ciones e imágenes vivaces todos los afectos, y hacer que
parezcan verdaderos y reales. Una prueba segura de que,
dondequiera que se encuentre esa realidad, nuestras men­
tes estarán inclinadas a verse fuertemente afectadas.
Cualquier noticia o acontecimiento reciente que tiene
que ver con el destino de Estados, de provincias, o de
muchos individuos resulta extremadamente interesante
incluso para aquellos cuyo bienestar no está afectado de
forma directa. Esta información se propaga con celeri­
dad. se escucha con avidez y se examina con atención y
preocupación. El interés de la sociedad parece ser en esta
ocasión, y en cierta medida, el interés de cada individuo.
No cabe duda de que la imaginación se ve afectada: aun­
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL P/

que puede que las pasiones que excita no sean siempre


tan fuertes y constantes como para tener una gran in­
fluencia en la conducta y el comportamiento.
La lectura de una historia parece un entretenimiento
tranquilo, pero no sería un entretenimiento en absoluto
si nuestros corazones no latieran con movimientos co­
rrespondientes a los que el historiador describe.
T ucídides y G uicciardini difícilmente mantienen
nuestra atención cuando el primero describe los enfren­
tamientos triviales de las pequeñas ciudades de G recia
y el segundo las innocuas guerras de Pisa. Las pocas per­
sonas involucradas, y su escaso interés, no llenan la ima­
ginación, y no despiertan nuestros afectos. Pero la an­
gustia profunda del numeroso ejército ateniense delan­
te de Si racusa; el peligro que tan de cerca amenazó a
Vknecia: estas historias sí excitan nuestra compasión, si
provocan terror y ansiedad.
El estilo indiferente y sin interés de Suetonio puede
convencemos de la cruel depravación de N erón o T i­
berio tanto como la brillante habilidad descriptiva de
T ácito. Pero, ¡qué diferencia de sentimiento! Mientras
que el primero relata fríamente los hechos, el segundo
pone delante de nuestros ojos las figuras venerables de
un Sorano o de un T rascas, intrépidos ante su destino
y únicamente preocupados por los apenados sufrimientos
de sus amigos y familiares. ¡Qué simpatía afecta entonces
a todo corazón humano! ¡Qué indignación contra el ti­
rano cuyo miedo sin fundamento o cuya malicia no pro­
vocada dio lugar a una barbaridad tan detestable!
Si nos acercamos más a estos temas; si eliminamos
toda sospecha de invención o engaño. ¡Qué poderosa
preocupación se despierta, y qué superior en muchos ca­
sos a los estrechos apegos del egoísmo y del interés pri­
vado! Las sediciones populares, el celo partidista, una
obediencia devota a lideres facciosos; éstos son algunos
de los efectos más visibles, aunque menos laudables, de
esta simpatía social de la naturaleza humana.
Podemos observar también que el carácter frívolo del
92 DAVID HUME

tema no es capaz de apartarnos completamente de lo


que transporta una imagen de afecto y sentimiento hu­
mano.
Incluso simpatizamos con la incomodidad trivial de
una persona que tartamudea y pronuncia con dificultad,
y sufrimos por él. Y es una regla de la critica que toda
combinación de sílabas o de letras que al pronunciarla
produce dificultades a los órganos del habla aparezca
también, por una especie de simpatía, como áspera y de­
sagradable al oído. Es más. cuando recorremos un libro
con la mirada somos conscientes de tales composiciones
inarmónicas, porque nos imaginamos continuamente que
alguien nos las está recitando y sufre debido a la pro­
nunciación de esos sonidos desapacibles. ¡Tan delicada es
nuestra simpatía!
Las posturas y los movimientos fáciles y sueltos son
siempre hermosos. Un aspecto sano y vigoroso es agra­
dable. Las ropas que abrigan sin hacerse pesadas para el
cuerpo, que lo cubren sin aprisionar sus miembros, están
bien diseñadas. En todo juicio acerca de la belleza se tie­
nen en cuenta los sentimientos de la persona afectada, y
éstos comunican al espectador toques parecidos de dolor
y placer4|. ¿Qué hay de extraño, entonces, en que no po­
damos emitir un juicio sobre el carácter y la conducta de
los hombres sin considerar las tendencias de sus acciones
y la felicidad o miseria que de ellas surge en relación a la
sociedad? ¿Qué asociación de ideas actuaría si ese prin­
cipio permaneciera aqui completamente inactivo?4Í.41
41 «Decentior equus cujus astricta sunt ilia; sed idcm vclocior. Pul-
cher aspeciu sit athlcta. cujus lacertos exereilalio expressit; idcm cer-
tamini paratior. Nunquam enim species ab utilimie dividitur. Sed hoc
quidem discemcre modici judicii est». («Un caballo cuyos flancos son
prietos no sólo es mejor para la vista, sino uuc también es más rápido.
Un atleta cuyos músculos se han desarrollado por el ejercicio tiene una
mejor apariencia; y además está más preparado para las competiciones
en que participe. En verdad, la verdadera belleza y la utilidad siempre
van juntas./ Sin embargo, no se requiere gran capacidad de juicio para
discernir esta verdad»). Quintiliano Inst. lib. viii. capitulo iii <10-11).
41 De un hombre siempre esperamos un mayor o menor grado de
INVESTIGACIÓN SOBRE I jOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 93

Si un hombre —en función de una fría insensibilidad


o del egoísmo estrecho de su temperamento— no se ve
afectado por las imágenes de la felicidad o la desdicha
humana, tiene que ser igualmente indiferente hacia las
imágenes del vicio y la virtud. Igual que, por otra parte,
siempre se encuentra que una cálida preocupación por
los intereses de nuestra especie va acompañada de un de­
licado sentimiento de todas las distinciones morales, de
un fuerte resentimiento ante los perjuicios ocasionados a
los hombres, y de una viva aprobación de su bienestar.
En este particular, aunque se observa una gran superio­
ridad de un hombre sobre otro, ninguno es, sin embargo,
tan completamente indiferente hacia el interés de sus se­
mejantes como para no percibir la distinción entre el bien
y el mal moral en base a las diferentes tendencias de las
acciones y principios. De hecho, ¿cómo podemos suponer
que sea posible que si se sometieran al juicio de cual­
quiera que tenga un corazón humano un carácter o sis-
bien en proporción a la posición que ocupa y de acuerdo con las rela­
ciones en que se encuentra, y cuando nos decepciona censuramos su
inutilidad; y le censuramos todavía mucho más si de su conducta y
comportamiento surge algún mal o peijuicto. Cuando los intereses de
un país se interfieren con Tos de otro estimamos los méritos de un hom­
bre de Estado por el bien o el mal que para su propio país resultan de
sus medidas y consejos, sin considerar el perjuicio que ocasione a sus
enemigos y rivales. Sus conciudadanos son los objetos que están más
cerca de nuestros ojos cuando determinamos su carácter. Y como la
naturaleza ha implantado en todos los individuos un mayor afecto por
su propio pais. nunca esperamos que tengan en cuenta a las nucioncs
lejanas cuando surge un enfrentamiento. Para no mencionar que somos
conscientes de que se promueve mejor el interés general de la humani­
dad cuando cada hombre consulta el bien de su propia comunidad que
mediante opiniones indeterminadas c imprecisas sobre el bien de la es­
pecie, de las que no podría resultar jamas ninguna acción provechosa
por falta de un objeto debidamente limitado sobre el que pudiera em­
plearse. (Esta última parte de la nota merece destacarse especialmente,
pues supone una aplicación al campo de las relaciones internacionales
del principio liberal de que el florecimiento y libre desarrollo de los
intereses estrictamente limitados y personales provocará de forma na­
tural una situación beneficiosa para el conjunto total. En este sentido
no puede sino recordar al famoso texto sobre la «mano invisible» de su
amigo Adam Smiih).
94 DAVID HUME

tema de conducta que es beneficioso y otro que resulta


pernicioso para la especie o para la comunidad, que ni
siquiera concediera una fría preferencia al primero, o le
atribuyera la consideración o el mérito más pequeños?
Supongamos que se da una persona tan egoista; admi­
tamos que el interés privado haya absorbido casi por en­
tero su atención: sin embargo, en los casos en los que éste
no está en juego, inevitablemente tiene que sentir alguna
propensión hacia el bien de la humanidad, y hacer de él
un objeto de elección si lodo lo demás resulta idéntico.
Un hombre que va paseando, ¿pisaría con el mismo gusto
los pies de una persona con gota, y contra la que no tiene
nada, que la dura piedra y el pavimento? Sin duda hay
una diferencia entre un caso y otro. Es seguro que tene­
mos en cuenta la felicidad y la desdicha de los demás al
ponderar los diversos móviles de una acción y que nos
inclinamos por la felicidad de los demás cuando no hay
consideraciones privadas que nos lleven a buscar nuestra
propia promoción o beneficio mediante el daño a nues­
tros semejantes. Y si los principios humanitarios son ca­
paces en muchos casos de influir en nuestras acciones,
tienen que tener en toda ocasión alguna autoridad sobre
nuestros sentimientos y hacer que demos una aprobación
general a lo que resulta útil a la sociedad y que censure­
mos lo que es peligroso o pernicioso. Los grados de estos
sentimientos pueden ser tema de controversia; pero uno
pensaría que toda teoría o sistema tiene que admitir la
realidad de su existencia.
Una criatura completamente maliciosa y malévola, si
existiera en la naturaleza tal ser, sería peor que indiferen­
te ante las imágenes del vicio y la virtud. Todos sus sen­
timientos tendrían que estar invertidos y ser directamente
opuestos a los que prevalecen en la especie humana.
Todo lo que contribuyera al bien de la humanidad, como
iría contra la inclinación determinada de sus deseos y as­
piraciones. tendría que producir en ella incomodidad y
desaprobación, y, por el contrario, todo lo que fuera ori­
gen de desorden y desdicha para la sociedad lo vería, por
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 95

la misma razón, con placer y complacencia. T i m ó n , a


quien probablemente se denominaba misántropo más
por su afectada melancolía que por una inveterada ma­
licia. abrazó con gran ternura a A l c i b i a d b s . ¡Continúa,
hijo mió!, exclamó, ¡gana la confianza del pueblo. Preveo
que un diü serás la causa de grandes calamidades para el
mismo! 4\ Si pudiéramos admitir los dos principios de los
m a n i q u e o s es una consecuencia infalible que sus senti­
mientos, tanto en relación a las acciones humanas como
con todo lo demás, tendrían que ser completamente
opuestos: y que todo caso de justicia y de humanidad,
debido a su tendencia necesaria, tendría que agradar a
una deidad y desagradar a la otra. Hasta tal punto se
parece toda la humanidad al principio bueno que. donde
el interés, el deseo de venganza o la envidia no pervierten
nuestra disposición, siempre nos inclinamos, en virtud de
nuestra filantropía natural, a conceder la preferencia a la
felicidad de la sociedad y, en consecuencia, a la virtud
sobre su opuesto. Una malicia absoluta, gratuita y desin­
teresada quizás nunca tiene lugar en el corazón humano:
o si lo ha tenido, debe haber pervertido tanto todos los
sentimientos morales como las emociones humanitarias.
Si se concede que la crueldad de N e r ó n era completa­
mente voluntaría, y no más bien el efecto del resenti­
miento y el miedo continuos, es evidente que T i g e l i n o .
más bien que S é n e c a o B u r r o , debe haber tenido su
aprobación firme y constante.
A un hombre de Estado o a un patriota que sirve a
nuestro país en nuestro propio tiempo se le concede siem­
pre una estima más calurosa que a alguien cuya influen­
cia benéfica se ejerció en épocas distantes o en naciones
lejanas: pues el bien que resulta de la generosa humani­
dad de este último, al estar menos relacionado con no­
sotros, parece más oscuro y nos afecta con una simpatía
menos viva. Podemos reconocer que el mérito es igual de
grande, aunque nuestros sentimientos no se elevan a la
" Plutarco en vita ALC. (16).
96 DAVID HUME

misma altura en ambos casos. El juicio corrige aquí las


desigualdades de nuestras emociones y percepciones in­
ternas, de igual manera que evita que nos equivoquemos
en relación a las variaciones de las imágenes que se pre­
sentan a nuestros sentidos externos. A doble distancia, el
mismo objeto proyecta realmente sobre el ojo una ima­
gen la mitad de pequeña; sin embargo, nos figuramos que
en ambas situaciones se muestra con las mismas dimen­
siones, porque sabemos que si nos aproximáramos su
imagen se expanderia en el ojo, y que la diferencia no
está en el objeto mismo, sino en nuestra posición con res­
pecto a él. De hecho, sin una tal corrección de las apa­
riencias, tanto en el sentimiento interno como en el ex­
terno, los hombres nunca podrían pensar o hablar con
sentido sobre ningún tema; pues sus situaciones fluctuan-
tes producen una continua variación en los objetos y
los ponen en posiciones y bajo luces diferentes y con­
trarias **.
Cuanto más conversemos con los hombres y cuantas
más relaciones sociales mantengamos, más nos familia­
rizaremos con esas distinciones y preferencias generales
sin las que nuestra conversación y discurso apenas po-
“ Por una razón parecida, en nuestras determinaciones o juicios ge­
nerales sólo se consideran las tendencias de las acciones y los caracteres;
no sus consecuencias reales y fortuitas: aunque en nuestro sentimiento
o emoción efectiva no podemos evitar tener una mayor consideración
por alguien cuya posición, unida a la virtud, le convierte en verdade­
ramente útil para la sociedad que por quien ejerce tas virtudes sociales
únicamente a nivel de buenas intenciones y de afectos benévolos. Se­
parando mediante un esfuerzo de pensamiento tan fácil como necesario
el carácter de la fortuna, declaramos iguales a estas personas y las con­
cedemos la misma alabanza general. El juicio corrige o intenta corregir
la apariencia. Pero no es capaz de prevalecer completamente sobre el
sentimiento.
¿Por qué se dice que este melocotonero es mejor que aquel otro? ¿No
es a causa de que produce más y mejor fruta? Y ¿no se le baria el mismo
elogio aunque los caracoles u otros bichos hubieran acabado con los
melocotones antes de que hubieran madurado por completo? También
en la moral, ¿no es el árbol conocido por sus frutos1! Y ¿no podemos
distinguir fácilmente entre la naturaleza y el accidente tanto en un caso
como en el otro?
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 97

drían hacerse inteligibles a los demás. El interés de cada


hombre únicamente le pertenece a él, y no puede supo­
nerse que las aversiones y deseos que resultan del mismo
afecten a los otros en una medida similar. Por lo tanto,
al estar formado el lenguaje general para el uso general,
tiene que moldearse sobre puntos de vista más generales
y tiene que conceder los epítetos de alabanza y censura
en conformidad con sentimientos que surgen de los in­
tereses generales de la comunidad. Y si en la mayor parte
de los hombres estos sentimientos no son tan fuertes
como los que se refieren a su bien privado, tienen sin em­
bargo que establecer una distinción, aun en el caso de las
personas más depravadas y egoístas, y unir la noción de
bien a una conducta benéfica y la de mal a la contraria.
Concederemos que la simpatía es mucho más débil que
nuestra preocupación por nosotros mismos, y que la sim­
patía con personas que están muy lejos de nosotros es
mucho más débil que la que tenemos con personas pró­
ximas y cercanas; pero, por esta misma razón, nos resulta
necesario en nuestros discursos y en nuestros juicios no
apasionados sobre los caracteres de los hombres pasar
por alto todas estas diferencias y convertir nuestros sen­
timientos en más públicos y sociales. Además de que no­
sotros mismos a menudo cambiamos nuestra situación en
este particular, lodos los días nos encontramos con per­
sonas que están en una situación diferente de la nuestra
y que nunca podrían conversar con nosotros si perma­
neciéramos continuamente en esa posición y punto de
vista que nos es peculiar. Por lo tanto, el intercambio de
opiniones en la sociedad y en la conversación nos hace
formar un criterio general c inalterable, mediante el que
podemos aprobar o desaprobar caracteres y conductas.
Y aunque el corazón no participe de esas nociones ge­
nerales ni regule todo su amor y odio por las diferencias
abstractas y universales del vicio y la virtud, sin tener en
cuenta al propio yo, o a las personas con las que estamos
más directamente relacionados, sin embargo, esas dife­
rencias morales tienen una influencia considerable, y al
9S DAVID HUME

bastar al menos para el discurso sirven para todos nues­


tros propósitos en el trato social, en el pulpito, en la es­
cena y en las escuelas45.
Asi pues, bajo cualquier luz que consideremos este
asunto, el mérito atribuido a las virtudes sociales siempre
aparece como uniforme, y surge principalmente de esa
estima que el sentimiento natural de benevolencia nos
conduce a prestar a los intereses de la humanidad y la
sociedad. Si consideramos los principios de la estructura
humana tal como aparecen a la observación y a la ex­
periencia cotidianas, tenemos que concluir, a priori, que
es imposible para una criatura como el hombre el ser to­
talmente indiferente al bienestar o al malestar de sus se­
mejantes, y no declarar espontáneamente, sin ninguna
consideración y estimación ulteriores, y de buena gana,
cuando nada le proporciona una inclinación particular,
que lo que promueve la felicidad de los mismos es bueno,
y que lo que tiende a su desdicha es malo. Entonces, aqui
están, al menos, las primeras nociones tenues o ideas ge­
nerales de una distinción generaI entre las acciones: y
según se suponga que aumenta la humanidad de la per­
sona, su conexión con los que salen perjudicados o se be­
nefician, y la concepción vivaz de su desdicha y felicidad,
su censura o aprobación consecuentes adquieren un vigor
proporcionado. No es necesario que una acción generosa
apenas mencionada en una vieja historia o en un lejano
periódico comunique fuertes sentimientos de aplauso y
admiración. La virtud colocada a tal distancia es como
una estrella fija, que aunque para el ojo de la razón pue-
" La naturaleza ha dispuesto sabiamente que las relaciones priva­
das prevalezcan normalmente sobre las consideraciones y los puntos de
vista universales; de otra manera, nuestras acciones y afectos se disi­
parían y perderían por falta de un objeto limitado y conveniente. De
esta forma, un pequeño beneficio hecho a nosotros o a nuestros amigos
más próximos excita más vivamente tos sentimientos de amor y apro­
bación que un gran beneficio hecho a una comunidad lejana. Pero aun
aqui sabemos, igual que con todos los sentidos, corregir estas desi­
gualdades mediante la reflexión y retener una norma general del vicio
y la virtud basada principalmente en la utilidad general.
INVESTIGACIÓN SOBRE EOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 99

de aparecer tan luminosa como el sol en su punto más


alto, está tan infinitamente alejada como para no afectar
a los sentidos ni con luz ni con calor. Acercad a esa vir­
tud familiarizándonos o relacionándonos con las perso­
nas. o incluso mediante una narración elocuente del caso;
nuestros corazones quedan inmediatamente atrapados,
nuestra simpatía se aviva, y nuestra fría aprobación se
convierte en los sentimientos más cálidos de amistad y
estima. Éstas parecen ser consecuencias necesarias e in­
falibles de los principios generales de la naturaleza hu­
mana. tal y como se descubren en la práctica y en la vida
diarias.
Invirtamos de nuevo estos puntos de vista y razona­
mientos. Consideremos la cuestión a posterior!; y, pon­
derando las consecuencias, investiguemos si el mérito de
las virtudes sociales no se deriva en gran medida de los
sentimientos de humanidad con que afectan a los espec­
tadores. Parece que es una cuestión de hecho que en to­
dos los asuntos la circunstancia de la utilidades, una fuen­
te de alabanza y aprobación; que continuamente se apela
a ella en todas las decisiones morales sobre el mérito y
demérito de las acciones; que es la única fuente de esa
alta consideración que se presta a la justicia, a la fideli­
dad, al honor, a la lealtad y a la castidad; que es inse­
parable de todas las demás virtudes sociales: de la hu­
manidad, la generosidad, la caridad, la afabilidad, la in­
dulgencia, la compasión y la moderación; y, en una
palabra, que es el fundamento de la parte principal de la
moral, la cual se refiere a la humanidad y a nuestros se­
mejantes.
También parece que, en nuestra aprobación general de
caracteres y costumbres, la tendencia útil de las virtudes
sociales no nos mueve por consideraciones de interés per­
sonal, sino que tiene una influencia mucho más universal
y dilatada. Parece que una tendencia hacia el bien públi­
co y a promover la paz. la armonía y el orden social —al
afectar los principios benevolentes de nuestra constitu­
ción— nos pone siempre del lado de las virtudes sociales.
100 DAVID Hl'M E

Y, como una confirmación adicional, también parece que


estos principios de humanidad y simpatia entran tan pro­
fundamente en todos nuestros sentimientos, y tienen una
influencia tan poderosa como para poder capacitarlos
para provocar el aplauso y la censura más fuertes. La
presente teoría es el simple resultado de todas estas in­
ferencias. cada una de las cuales parece basarse en una
experiencia y observación uniforme.
Si hubiera alguna duda de que en nuestra naturaleza
existe tal principio de humanidad o una preocupación
por los demás, al ver en innumerables casos que todo lo
que tiende a promover los intereses de la sociedad es tan
altamente aprobado, tendríamos que reconocer la fuerza
del principio benevolente: puesto que es imposible para
cualquier cosa agradar como medio para un fin cuando
el fin resulta totalmente indiferente. Por otra parte, si se
dudara de si hay implantado en nuestra naturaleza un
principio general de censura y aprobación moral; al ver
en innumerables ejemplos la influencia de la humanidad
tendríamos que concluir de ello que no es posible que
todo lo que promueve el interés de la sociedad no co­
munique placer, y que lo que es pernicioso no proporcio­
ne desasosiego. Cuando estas diferentes reflexiones y ob­
servaciones coinciden en establecer la misma conclusión,
¿no han de ofrecer una evidencia incuestionable a favor
de la misma?
Esperamos, sin embargo, que el desarrollo de este ar­
gumento aportará una confirmación adicional de esta
teoría al mostrar el surgimiento de otros sentimientos de
estima y respeto a partir de los mismos o parecidos prin­
cipios.
SEC CIÓN VI

DE LAS CUALIDADES ÚTILES


A NOSOTROS MISMOS

P a r t e 1 46

Parece evidente que cuando una cualidad o hábito se


somete a nuestro examen, si aparece como perjudicial de
algún modo para la persona que lo posee, o como algo
que la incapacita para los negocios y la acción, inmedia­
tamente es censurado y se lo clasifica entre sus Taitas e
imperfecciones. La indolencia, la negligencia, la falta de
orden y método, la obstinación, la inconstancia, la te­
meridad, la credulidad: nunca se ha considerado a estas
cualidades como indiferentes en un carácter; mucho me­
nos se las ha ensalzado como talentos o virtudes. Los
perjuicios que resultan de las mismas saltan a la vista in­
mediatamente y nos proporcionan el sentimiento de do­
lor y desaprobación.
Se admite que ninguna cualidad es completamente cen­
surable o digna de elogio. Todo depende de su grado.
Como dicen los peripatéticos, un justo medio es la ca­
racterística de la virtud. Pero este medio lo determina so­
bre todo la utilidad. Por ejemplo, una adecuada rapidez
y prontitud en los negocios es loable. Cuando falta no se*
* (En las ed. G a N esta sección comenzaba con una serie de pa­
rraros. que formaban la Parte I. y que posteriormente aparecieron
como el Apéndice IV.-Oc algunas disputas verbales).
102 DAVID IWME

hace ningún progreso en la realización de ningún pro­


pósito. Cuando se da en exceso nos compromete en me­
didas e iniciativas precipitadas y mal concertadas. Me­
diante estos razonamientos fijamos el medio adecuado y
recomendable en todas las disquisiciones sobre la moral
y la prudencia; y nunca perdemos de vista las ventajas
que resultan de tal carácter o hábito.
Ahora bien, como estas ventajas las disfruta la persona
que posee el carácter, nunca puede ser el amor a uno mis­
mo lo que haga que su visión resulte agradable para no­
sotros, los espectadores, e impulse nuestra estima y apro­
bación. Ninguna fuerza imaginativa puede convertirnos
en otra persona y hacer que nos figuremos que al ser esa
persona nos beneficiamos de esas cualidades estimables
que le pertenecen. O si pudiera hacerse esto, ninguna ce­
leridad imaginativa podría hacemos volver inmediata­
mente a nosotros mismos y conseguir que amáramos y
estimáramos a esa persona como diferente de nosotros.
Opiniones y sentimientos que son tan opuestos a la ver­
dad conocida, y entre si, nunca podrían tener lugar al
mismo tiempo y en la misma persona. Por lo tanto, toda
sospecha de consideraciones egoístas está aquí totalmen­
te excluida. Es un principio completamente distinto el
que actúa dentro de nosotros y hace que nos interesemos
por la felicidad.de la persona a la que contemplamos.
Cuando sus talentos naturales y habilidades adquiridas
nos proporcionan la perspectiva de elevación, progreso,
una posición en la vida, una prosperidad exitosa, un fír­
me dominio de la fortuna, y la ejecución de empresas
grandes y ventajosas, nos vemos golpeados por estas
imágenes agradables y sentimos que inmediatamente sur­
gen en nosotros la complacencia y el respeto hacia esa
persona. Las ideas de felicidad, alegría, triunfo y pros­
peridad están relacionadas con todas las circunstancias
de su carácter y difunden en nuestras mentes un agra­
dable sentimiento de simpatía y humanidad41.

41 Uno puede aventurarse a afirmar que no hay una criatura hu­


mana a la que la aparición de la felicidad —cuando no hay lugar para
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 103

Supongamos que una persona está constituida origi­


nariamente de tal forma que no tiene ninguna preocu­
pación por sus semejantes, sino que considera la felicidad
y el sufrimiento de todos los seres sensibles con una in­
diferencia más grande que a dos tonalidades colindantes
del mismo color. Supongamos que si se colocara a un
lado la prosperidad de las naciones y al otro su ruina, y
se le pidiera cjue escogiera, que permaneciera como el
asno del escolástico, indeciso y sin determinarse entre dos
motivos iguales; o, más bien, de forma parecida al mismo
asno colocado entre dos trozos de madera o de mármol,
sin ninguna inclinación o propensión hacia ningún lado.
Creo que habría que admitir que tal persona, al estar
completamente despreocupada del bien público de la co­
munidad o de la utilidad privada de otras personas, mi­
raría a todas las cualidades, por perniciosas o beneficio­
sas que fueran para la sociedad o para su poseedor, con
la misma indiferencia que al objeto más común y falto
de interés.
Pero si en vez de este monstruo imaginario, suponemos
que es un hombre el que juzga o se forma una determi­
nación sobre este caso, existe para él un fundamento cla­
ro de preferencia donde todo lo demás es igual; y por fría
que pueda ser su elección si su corazón es egoista. o si
las personas interesadas están muy lejos de él; tiene que

la envidia o la venganza— no proporcione placer, y la aparición de la


desdicha, incomodidad. Esto parece inseparable de nuestra estructura
y constitución. Pero únicamente las mentes más generosas se sienten
Impulsadas por ello a buscar con entusiasmo el bien de los demás y a
tener una verdadera pasión por su bienestar. En hombres de espíritu
estrecho y poco generoso esta simpatía no va más allá de una ligera
emoción de la imaginación que sólo sirve para provocar sentimientos
de complacencia y censura, y hacer que apliquen al objeto términos
honrosos o deshonrosos. Por ejemplo, una avaro codicioso elogia ex­
tremadamente la laboriosidad y m frugalidad incluso en otros, y las pone
en su estima por encima de todas las otras virtudes. Conoce el bien que
resulta de ellas y siente esa clase de felicidad con una simpatía más viva
uc cualquier otra que pudierais pintarle; aunque quizá no se despren-
3 cria de un chclin para enriquecer a esc hombre laborioso al que elogia
tanto.
104 DAVID HUME

haber, sin embargo, una elección o distinción entre lo que


es útil y lo que es pernicioso. Ahora bien, esta distinción
es la misma en todas sus partes que la distinción moral,
cuyo fundamento se ha buscado tan a menudo y tan en
vano. Las mismas cualidades de la mente, en todas las
circunstancias, resultan agradables al sentimiento moral
y al de humanidad; el mismo temperamento es suscepti­
ble de alcanzar altos grados de un sentimiento y del otro;
y las mismas alteraciones en los objetos por su proximi­
dad mayor o mediante sus relaciones avivan el uno y el
otro. Por lo tanto, según todas las reglas de la filosofía
debemos concluir que estos sentimientos son originaria­
mente el mismo; puesto que en cada detalle, incluso en
los más pequeños, están gobernados por las mismas leyes
y son provocados por los mismos objetos.
¿Por qué infieren los filósofos con la mayor certeza que
la luna se mantiene en su órbita mediante la misma fuer­
za de gravedad que hace que los cuerpos caigan cerca de
la superficie de la tierra sino porque se encuentra que es­
tos efectos son, tras los debidos cálculos, similares e igua­
les? Y ¿no debe este argumento provocar una convicción
tan fuerte en las disquisiciones morales como en las na­
turales?
Seria superfluo probar pormenorizadamente que todas
las cualidades útiles para el poseedor son aprobadas, y
las contrarias censuradas. Es suficiente una reflexión ^mí­
nima sobre lo que se experimenta en la vida diaria. Úni­
camente mencionaremos unos pocos casos, y ello con vis­
tas a disipar, si es posible, toda duda y vacilación.
La cualidad más necesaria para la realización de cual­
quier iniciativa útil es la prudencia ; mediante la misma
mantenemos un trato seguro con los demás, prestamos la
debida atención a su carácter y al nuestro, ponderamos
cada circunstancia de la empresa que emprendemos, y
empleamos los medios más seguros y adecuados para la
consecución de cualquier fin o propósito. Quizá la pru­
dencia pueda parecer una virtud de concejal —como la
llama el doctor Swift — a un C romwell o a un D e
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL tos

Retz ; y, al ser incompatible con esos vastos proyectos a


los que su coraje y su ambición los impulsaban, en ellos
puede constituir realmente una falta o imperfección. Pero
en la conducción de la vida ordinaria ninguna virtud re­
sulta más necesaria no sólo para tener éxito, sino para
evitar las decepciones y los fracasos más funestos. Como
observó un escritor elegante, sin ella, los mejores talentos
pueden resultar fatales para su poseedor; igual que Po-
lifemo , privado de su ojo, se encontraba únicamente
más expuesto, y ello en base a su enorme fuerza y esta­
tura.
En verdad, si no fuera demasiado perfecto para la na­
turaleza humana, el mejor carácter seria aquel que no es­
tuviera dominado por ninguna clase de temperamento,
sino que empleara por turnos el espíritu emprendedor y
la cautela según le resultaran útiles para el propósito par­
ticular que persigue. Tal es la excelencia que St . Evre-
mont atribuye al mariscal T urenne , quien, a medida
que envejecía, desplegaba más temeridad en las empresas
militares de cada campaña, y al estar, debido a una larga
experiencia, perfectamente familiarizado con todas las in­
cidencias de las guerras, avanzaba con mayor firmeza y
seguridad por un camino que conocía tan bien. Habió,
dice Maquiavelo , era precavido; Escipión, emprende­
dor; y ambos tuvieron éxito porque la situación de los
asuntos romanos durante el mando de cada uno de ellos
se adaptaba de forma especial a su genio; pero ambos
hubieran fracasado si estas situaciones se hubieran inver­
tido. Aquel cuyas circunstancias se adaptan a su tempe­
ramento es afortunado; pero quien puede adaptar su
temperamento a cualquier circunstancia es más excelente.
¿Qué necesidad hay de presentar los elogios de la la­
boriosidad y ensalzar sus ventajas para la adquisición
de poder y riquezas, o para hacerse con lo que llamamos
una fortuna en el mundo? De acuerdo con la fábula, gra­
cias a su perseverancia la tortuga ganó la carrera a la
liebre, aunque la rapidez de ésta era mucho mayor. El
106 DAVID HUME

tiempo de un hombre, cuando se utiliza bien, es como un


campo cultivado, del que unos pocos acres producen más
de lo que resulta útil para la vida que provincias extensas,
incluso de la tierra más fértil, que están invadidas por las
malas hierbas y las zarzas.
Pero toda perspectiva de éxito en la vida, o incluso de
una subsistencia tolerable, tiene que fracasar donde falta
una frugalidad razonable. En vez de incrementarse, el
acervo de uno disminuye cada día y deja a su poseedor
tanto más infeliz cuanto, no habiendo sido capaz de con­
finar sus gastos a unos ingresos considerables, menos
será capaz de vivir contento con unos pequeños. Las al­
mas de los hombres, de acuerdo con P latón 4\ infla­
madas por apetitos impuros, al perder el cuerpo, que era
lo único que les proporcionaba medios de satisfacción,
permanecen en la tierra y rondan los lugares donde sus
cuerpos están depositados; poseídas por un deseo vehe­
mente de recobrar sus perdidos órganos de sensación. Asi
podemos ver a derrochadores sin carácter que, habiendo
consumido su fortuna en desenfrenados excesos, se au-
toinvitan a toda mesa bien provista y a toda reunión de
placer, y son detestados incluso por los viciosos, y des­
preciados hasta por los necios.
Un extremo de la frugalidad lo constituye la avaricia,
que, como priva a un hombre de todo uso de sus riquezas
y restringe la hospitalidad y toda diversión social, es cen­
surada con justicia por partida doble. La prodigalidad, el
otro extremo, normalmente es más perjudicial para el
mismo hombre; a cada uno de estos extremos se lo cen­
sura más que al otro de acuerdo con la disposición de la
persona que censura y con su mayor o menor sensibilidad
hacia el placer, sea éste social o sensual.
49 Las cualidades a menudo derivan su mérito de
fuentes complicadas. La honradez, la fidelidad, la since­
ridad se elogian por su tendencia inmediata a promover*
* Fcdón (81 C -l».
M (Este párrafo y el siguiente se añadieron en la ed. N).
INVESTIGACIÓN SOBRE IO S PRINCIPIOS DE LA MORAL 107

los intereses de la sociedad; pero luego, una vez que estas


virtudes se han establecido sobre este fundamento, se las
considera también como ventajosas para la misma per­
sona y como la fuente de esa confianza y seguridad que
son las únicas cosas que pueden hacer que un hombre
goce de consideración en la vida. Cuando alguien olvida
el deber que en este particular tiene tanto para consigo
mismo como para con la sociedad, se convierte en tan
despreciable como odioso.
Esta consideración es quizás una fuente principal de la
fuerte censura que recae sobre cualquier falta de las mu­
jeres en cuanto a la castidad. La consideración más alta
que ese sexo puede adquirir se deriva de su fidelidad: y
una mujer se convierte en ordinaria y vulgar, pierde su
posición y queda expuesta a todo insulto cuando es de­
ficiente en este punto. La falta más pequeña es aquí su­
ficiente para arruinar su reputación. Una mujer tiene tan­
tas oportunidades de satisfacer secretamente esos deseos,
que nada puede darnos seguridad excepto su recato y pu­
dor absolutos; y cuando se ha cometido una falta una
vez, apenas puede recuperarse por completo. Si un hom­
bre se comporta como un cobarde en una ocasión, una
conducta contraria le restituye su reputación. Pero, ¿me­
diante qué acción puede una mujer cuya conducta ha
sido alguna vez disoluta ser capaz de asegurarnos que se
ha formado resoluciones mejores y que tiene el suficiente
autodominio para ponerlas en práctica?
Se admite que todos los hombres desean por igual la
felicidad; pero pocos tienen éxito en su búsqueda. Una
causa importante de esto es la falta de vigor de la men ­
te , el cual podría capacitarlos para resistir la tentación
del placer o comodidad del momento, y para proseguir
en la busca de ganancias y goces más distantes. Nuestros
afectos, en base a un panorama general de sus objetos,
forman ciertas reglas de conducta y ciertas medidas de
preferencia de unos sobre otros; y estas decisiones, aun­
que son realmente el resultado de nuestras propensiones
y pasiones apacibles (porque, ¿qué otra cosa puede de­
108 DAVID HUME

clarar que un objeto es elegible o lo contrario?); sin em­


bargo, por un abuso natural de los términos, se dice que
son determinaciones de la pura razón y reflexión. Pero
cuando alguno de estos objetos se aproxima a nosotros,
o adquiere las ventajas de una luz y posición favorables
que atrapan al corazón o a la imaginación, nuestras re­
soluciones generales se ven frecuentemente derrotadas;
preferimos un goce pequeño, y una tristeza y vergüenza
permanentes se abaten sobre nosotros. Y por mucho que
los poetas puedan emplear su ingenio y elocuencia para
celebrar el placer del momento y rechazar toda perspec­
tiva lejana de fama, salud o fortuna, resulta evidente que
esta práctica es la fuente de todo desenfreno y desorden,
arrepentimiento y desdicha. Un hombre de temperamen­
to firme y resuelto se adhiere con tenacidad a sus reso­
luciones generales y nunca es seducido por los encantos
del placer ni se aterra ante las amenazas del dolor; sino
que nunca pierde de vista esos objetivos distantes me­
diante los que asegura al mismo tiempo su felicidad y su
honor.
La autosatisfacción, en algún grado al menos, es una
ventaja que acompaña igualmente al necio y al sabio .
Pero es la única, pues no hay ninguna otra circunstancia
en la conducción de la vida en que estén al mismo nivel.
Negocios, libros, conversación; para todas estas cosas un
loco está completamente incapacitado; y excepto cuando
se ve condenado por su posición social a los trabajos más
ordinarios, permanece sobre la tierra como una carga
inútil. De acuerdo con esto se encuentra que los hombres
se muestran sumamente celosos de su reputación en este
particular; y se ven muchos casos de libertinaje y traición
plenamente reconocidos y hechos públicos; pero ninguno
de soportar con paciencia la imputación de ignorancia y
estupidez. Estoy perfectamente seguro de que incluso Di-
cearco , el general macedonio que, según nos cuenta
Polibio w, erigió públicamente un altar a la impiedad y
M
) Lib. xvii, capitulo 35.
INVESTIGACIÓN SOBRE IjOS PRINCIPIOS DE L* MORAL m

otro a la injusticia con vistas a desaliar a la humanidad,


se hubiera sobresaltado ante el epíteto de necio, y hubiera
meditado vengarse ante una apelación tan injuriosa. Ex­
cepto el afecto de los padres, el vínculo más fuerte y más
indisoluble en la naturaleza, ninguna relación tiene la
fuerza suficiente para soportar la aversión que provoca
este carácter. El amor mismo, que puede subsistir bajo la
traición, la ingratitud, la malicia y la infidelidad, se ex­
tingue inmediatamente cuando se percibe y reconoce su
presencia; y ni la deformidad ni la vejez son peores para
el dominio de esta pasión. ¡Tan horribles son las ideas de
una completa incapacidad para cualquier finalidad o em­
presa y de un continuo error y una conducta desafortu­
nada en la vida!
Cuando se pregunta: ¿qué es más valiosa, una com­
prensión rápida o una lenta?; ¿una que a primera vista
penetra profundamente en un tema, pero que no puede
realizar nada que requiera un estudio cuidadoso: o el ca­
rácter contrario, que tiene que lograrlo todo a fuerza de
aplicación?; ¿una cabeza despejada o una inventiva abun­
dante?; ¿un genio profundo o un juicio certero? Breve­
mente, ¿qué carácter o disposición particular del enten­
dimiento es más excelente que otra? Es evidente que no
podemos responder a ninguna de estas preguntas sin con­
siderar cuál de esas cualidades capacita mejor a un hom­
bre para el mundo y le lleva más lejos en cualquier em­
presa.
Si un sentido refinado y un sentido elevado no son tan
útiles como el sentido común, su rareza, su novedad y la
nobleza de sus objetos sirven de compensación en cierta
medida y hacen que la humanidad los admire. Igual que
el oro, que, aunque es menos utilizable que el hierro,
adquiere debido a su escasez un valor que es muy supe­
rior.
Los defectos del juicio no pueden remediarse mediante
ningún arte o invención; pero los de la memoria sí pue­
den frecuentemente remediarse tanto en los negocios
como en el estudio mediante el método y la laboriosidad.
no DAVID HUME

así como mediante el cuidado de poner todo por escrito;


de acuerdo con esto, casi nunca oimos que se dé como
razón del fracaso de un hombre en una empresa su mala
memoria. Pero, en la antigüedad cuando nadie podia so­
bresalir sin poseer un talento oratorio, y cuando la au­
diencia era demasiado refinada para soportar arengas tan
crudas e indigestas como las que nuestros oradores poco
preparados ofrecen a las asambleas públicas, la facultad
de la memoria era entonces de la mayor importancia, y ,
por consiguiente, era mucho más valorada que ahora.
Apenas se menciona en la antigüedad a algún gran genio
que no fuera célebre por este talento; y C i c e r ó n lo enu­
mera entre las demás cualidades sublimes del mismo
César 51.
Las maneras y las costumbres particulares alteran la
utilidad de las cualidades; y también alteran su mérito.
Los accidentes y las situaciones particulares tienen en
cierta medida la misma influencia. Siempre será más es­
timado quien posee esos talentos y dotes que convienen
a su situación y profesión que aquel a quien la fortuna
ha colocado mal en el pape) que le ha asignado. Las vir­
tudes privadas o interesadas son, por lo que se refiere a
esto, más arbitrarias que las públicas y sociales. En otros
aspectos, quizás estén menos sujetas a las dudas y a las
controversias.
En este reino ha prevalecido durante los últimos años
tal ostentación continua de espiriiu público entre los hom­
bres que llevan una vida activa, y de benevolencia entre
los que se dedican a una vida especulativa; y se han des­
cubierto tantas pretensiones falsas de ambas, que los
hombres de mundo son propensos, sin ninguna mala in­
tención. a mostrar una incredulidad sorda respecto a esas
cualidades morales, e incluso algunas veces a negar de
forma absoluta su existencia y realidad. De forma pare-
” Fuit in ¡lio ingeniutn. ralio. memoria, literac. cura, cogitalio. di-
ligcmia. &c. («En el había talento, razonamiento, memoria, cultura,
aplicación, pensamiento, diligencia, etc.»). Philip. 2. (45).
INVESTIGACIÓN SOBRE EOS PRINCIPIOS DE I.A MORAL m

cida, encuentro que, de antiguo, la continua declamación


de los Estoicos y de los Cínicos sobre la virtud, sus decla­
maciones magníficas y sus escasas realizaciones, produ­
jeron el disgusto de la humanidad: y L uciano , que. aun­
que licencioso con respecto al placer, es, sin embargo, en
otros aspectos, un escritor muy moral, algunas veces no
puede hablar de la virtud tan cacareada sin dar muestras
de mal humor e ironía **. Pero, seguramente, esta deli­
cadeza irritable, de dondequiera que surja, nunca puede
llevarse tan lejos que haga que neguemos la existencia de
toda clase de mérito y toda distinción de costumbres y
comportamiento. Además de la prudencia, la caute la, el
espíritu de empresa, la laboriosidad, la aplicación constante,
la frugalidad, la economía, el buen sentido, la circunspec­
ción, y el discernimiento; además de estas cualidades,
digo, cuyos mismos nombres provocan un reconocimiento
de su mérito, hay otras muchas a las que el escepticismo
más determinado no puede ni por un momento rehusar­
les un tributo de elogio y aprobación. La moderación, la
sobriedad, la paciencia, la constancia, la perseverancia, la
previsión, la consideración, la discreción, el orden, el arte
de la insinuación, la habilidad en el trato social 5\ la pre­
sencia de espíritu, la rapidez de concepción, la facilidad de
expresión, ningún hombre negará jamás que éstas, y mil
12 ’A(j£Tf|v tiva, xai áaó>|iuxa. xai Xligón? (teyáXf) <txovfj ¡jovci-
góvTov. («sus retahilas a grandes voces sobre virtud, entes incorpóreos
y otras necedades»), Luc. Timón 9. Igualmente. Kai cuvayuyóvxí? (ol
<t>iXóao<t>oi) eÚE^axámta petgáxia xf|V te JtoXvOgúXrixov ápexíiv
XQaytpfioOat. («reuniendo a jóvenes fáciles de engañar, declaman en
tono trágico sobre su cacareada virtud». Citamos de acuerdo con la
traducción de Andrés Espinosa Alarcón en Luciano: Obras /. Hd. Gre­
dos. Madrid. 1981). tearomenipo (30). En otro lugar 'H xoO yá q écttv
i) ftoXu0QóX«|io? ¿Qcttj. xai xai cipag|i£vi), xai xúxn» áw xóo-
tu tu xai xevá XQaypáxav óvópaxa; («¿dónde está la celebre Virtud, la
Naturaleza, el Destino o el Azar, nombres sin consistencia y carentes
de realidad (...)?» Traducción de Juan Zaragoza Botella en Luciano:
Obras ///. Ed. Credos. Madrid. 1990). Dcor. Concil. 13.
” (Traduzco «insinuation» y «address» por «el arte de la insinua­
ción» y «la habilidad en el trato social»).
¡12 DAVID HUUE

más de la misma clase, son excelencias y perfecciones.


Como su mérito consiste en su tendencia a servir a la
persona que las posee, sin ninguna gran demanda de me­
recimiento público y social, experimentamos pocos rece­
los ante sus pretensiones y las admitimos fácilmente en el
catálogo de las cualidades elogiosas. No nos damos cuen­
ta de que, mediante esta concesión, hemos preparado el
terreno para todas las demás excelencias morales, y ya
no podemos dudar por más tiempo de forma consis­
tente 54 con respecto a la benevolencia, el patriotismo y
el sentimiento de humanidad desinteresados.
Parece cierto, de hecho, que, como de costumbre, las
primeras apariencias resultan aqui extremadamente en­
gañosas, y que es más difícil resolver de forma especu­
lativa en el amor a uno mismo el mérito que atribuimos
a las virtudes interesadas que hemos mencionado arriba
que el de las virtudes sociales, la justicia y la beneficencia.
Para esta última finalidad sólo tenemos que decir que
cualquier conducta que promueve el bien de la comuni­
dad es amada, elogiada y estimada por la comunidad en
base a esa utilidad e interés de los que cada uno partici­
pa. Y aunque este afecto y consideración sean en realidad
gratitud, y no egoísmo, sin embargo, puede que esta dis­
tinción obvia se les escape fácilmente a los razonadores
superficiales; y, al menos, por un breve tiempo pueden
ponerse reparos y discutir. Pero como las cualidades que
únicamente tienden a la utilidad de su poseedor, sin re­
ferirse a nosotros o a la comunidad de ninguna forma,
son, sin embargo, estimadas y valoradas, ¿mediante qué
teoría o sistema podemos dar cuenta de este sentimiento
a partir del egoísmo, o deducirlo de este origen predilec­
to? Parece necesario confesar aquí que la felicidad o des­
dicha de los demás no nos resultan espectáculos comple­
tamente indiferentes; sino que la visión de la primera, sea
en sus causas o en sus efectos, como la de la luz del sol
o el panorama de llanuras bien cultivadas (para no llevar
M (En la cd. de G & G hay una errata; donde pone «confidcntly»
debería aparecer «consistenlly»).
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL ¡1 3

nuestras pretensiones más lejos), comunica una satisfac­


ción y alegría secretas; la aparición de la desdicha, como
la de una nube que amenaza tormenta o la de un paisaje
desolado, arroja una niebla melancólica sobre la imagi­
nación. Y, una vez que se hace esta concesión, desaparece
la dificultad; y podemos esperar que una interpretación
natural y no forzada de los fenómenos de la vida humana
prevalecerá entonces entre todos los investigadores es­
peculativos.

Parte i l 55

Puede que no sea inadecuado examinar en este lugar


la influencia de las dotes corporales y de los bienes de
fortuna sobre nuestros sentimientos de consideración y
estima; y examinar si estos fenómenos refuerzan o debi­
litan la presente teoría De forma natural ha de espe­
rarse que la belleza corporal, como suponían todos los
moralistas de la antigüedad, será similar en algunos as­
pectos a la del espíritu; y que toda clase de estima que se
presta a un hombre tendrá algo similar en su origen, tan­
to si surge de sus dotes mentales como si lo hace de la
situación de sus circunstancias exteriores.
Resulta evidente que una fuente considerable de belle­
za en todos los animales es el beneficio que obtienen de
la estructura particular de los miembros y partes de su
cuerpo; los cuales resultan apropiados para la forma de
vida particular a la que la naturaleza los ha destinado.
Las proporciones adecuadas de un caballo descritas por
J enofonte y Virgilio son las mismas que las aceptadas
en nuestros días por los tratantes de caballos; y ello por­
que su fundamento es el mismo: la experiencia de lo que
resulta perjudicial o útil en el animal.
's (Parte III en las ed. G a N).
” (Lo que aparece a continuación se añadió en la ed. N . la cual
terminaba este texto en «origen»).
114 DAVID HUME

Unas espaldas anchas, un vientre liso, unas articulacio­


nes Firmes, unas piernas esbeltas, todas estas caracterís­
ticas resultan hermosas en nuestra especie porque son
signos de Fuerza y vigor. Las ideas de utilidad y de su
contrarío, aunque no determinan completamente lo que
resulta bien parecido o deforme, son de Forma evidente
la Fuente de una parte considerable de la aprobación o la
aversión.
En la antigüedad, al ser la Fuerza y la habilidad cor­
porales de mayor utilidad e importancia en las guerras,
eran también mucho más estimadas y valoradas que aho­
ra. Para no insistir en H o m e r o y los poetas, podemos
observar que los historiadores no vacilan en mencionar
la fuerza corporal entre las demás cualidades de incluso
E p a m i n o n d a s , a quien reconocían como el mayor hé­
roe, hombre de Estado y general de entre todos los
g r i e g o s ” . Un elogio similar se tributaba a P o m p e y o ,
uno de los mayores de entre los romanos 5**. Este caso es
semejante a lo que observamos arriba con respecto a la
memoria.
Qué ridiculo y desprecio por parte de ambos sexos
acompaña a la impotencia; mientras que a su infeliz ob­
jeto se lo considera como alguien que está privado de un
placer tan importante en la vida y al mismo tiempo como
alguien incapacitado para transmitírselo a otros. La es­
terilidad en las mujeres, al ser también una clase de inu­
tilidad, es un reproche, aunque no del mismo grado. Algo
57 Diodoro Siculo. lib. xv (88). Puede que no sea inadecuado dar el
carácter de Epaminondas. tal como lo trazan los historiadores, con vis­
tas a mostrar las ideas de un mérito perfecto que prevalecían en aquella
época. En otros hombres ilustres, dice, observaréis que cada uno poseía
alguna cualidad brillante que era el origen de su fuma. En Epaminon­
das todas las virtudes se encontraban unidas: fuerza corporal, elocuen­
cia en la expresión, vigor mental, desprecio de las riquezas, disposición
amable, y lo que hay que considerar sobre lodo, valor y conducta ade­
cuada en la guerra.
* Cum alacribus, sahu; cum velocibus, cursa; cum validis recle cer-
tabal. («Competía en el salto con los más ligeros; en la carrera, con los
más veloces; en la lucha, con los más fuertes») Salustio apud Vcgct.
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL lis

cuya razón es muy clara de acuerdo con la presente


teoría ” ,
En la pintura y en la escultura no hay regla más indis­
pensable que la de equilibrar bien las figuras y colocarlas
con la mayor exactitud en su centro de gravedad adecua­
do. Una figura que no está bien equilibrada es fea; por­
que transmite las ideas desagradables de caida, daño y
dolor “ .
Como ya se ha explicado, una disposición o propen­
sión de la mente que capacita a un hombre para progre­
sar en el mundo y aumentar su fortuna tiene derecho a*
* (La ed. G añade en una nota: «Con vistas al mismo propósito
podemos observar un fenómeno que podría parecer algo trivial y ri­
diculo: si cualquier cosa que refuerza conclusiones tan importantes pu­
diera ser trivial; o si pudiera resultar ridiculo algo que se emplea en un
razonamiento filosófico: es una observación general que aquellos a
quienes denominamos apropiadamente hombres que resultan atractivos
a las mujeres (W omen’s Men en el original), que o se han señalado por
sus hazañas amorosas, o cuya constitución corporal u otros indicios
prometen un extraordinario vigor de esta clase, son bien recibidos por
el bello sexo, y de forma natural suscitan el afecto incluso de aquellas
mujeres cuya virtud o situación previenen cualquier propósito ac dar
empleo a esos talentos. La imaginación se complace con estas concep­
ciones. y entrando con satisfacción en las ideas de un disfrute tan pre­
dilecto. experimenta una complacencia y una buena voluntad hacia esa
persona. Un principio similar operando de una forma más amplia es la
fuente general del aumento de afecto y aprobación).
“ Todos los hombres tienen la misma propensión al dolor, al ma­
lestar y a la enfermedad: y pueden de nuevo recobrar la salud y el bie­
nestar. Como estas circunstancias no establecen ninguna distinción en­
tre un hombre y otro no dan origen al orgullo o a la humildad, a la
estima o al desprecio. Pero al comparar nuestra propia especie con
otras superiores es una reflexión muy mortificante el que todos noso­
tros tengamos que ser tan propensos a las enfermedades y las dolencias;
y, de acuerdo con esto, los teólogos utilizan este tema con vistas a aba­
tir la presunción y la vanidad. Tendrían más éxito si la inclinación nor­
mal de nuestros pensamientos no nos indujera continuamente a com­
pararnos con los demás. Las dolencias de la vejez resultan mortificantes
porque puede tener lugar una comparación con la juventud. El mal del
rey (escrófula) se oculta cuidadosamente, porque afecta a los demás y
a menudo se transmite a la posteridad. La situación es similar con las
enfermedades que comunican imágenes nauseabundas y espantosas;
por ejemplo, la epilepsia, las úlceras, las llagas, las costras, etc.
116 DAVID HUME

la estima y la consideración. Por lo tanto, puede supo­


nerse de Forma natural que la posesión efectiva de rique­
za y autoridad tendrá una considerable influencia sobre
estos sentimientos.
Examinemos cualquier hipótesis mediante la que po­
damos dar cuenta del respeto que se concede al rico y
poderoso. Encontraremos que ninguna es satisfactoria,
salvo la que lo deriva del placer que comunican al espec­
tador las imágenes de la prosperidad, la felicidad, la co­
modidad, la abundancia, la autoridad y la gratificación
de cada deseo. El amor a uno mismo, por ejemplo, que
algunos tanto aparentan considerar como la fuente de
todo sentimiento, resulta claramente insuficiente para
este propósito. Donde no aparece la buena voluntad o la
amistad es difícil concebir sobre qué podemos basar
nuestra esperanza de lograr alguna ventaja de las rique­
zas de los demás; aunque de forma natural respetamos a
los ricos, incluso antes de que den muestras de alguna
disposición favorable hacia nosotros.
Los mismos sentimientos nos afectan cuando estamos
tan alejados de la esfera de su actividad que ni siquiera
puede suponerse que posean el poder de sernos útiles. En
todas las naciones civilizadas a un prisionero de guerra
se le trata con el respeto debido a su rango; y es evidente
que las riquezas contribuyen mucho en la determinación
del rango de una persona. Si el nacimiento y la posición
social se tienen en cuenta, ello nos proporciona un ar­
gumento a favor de nuestro presente propósito. Porque,
¿qué es lo que llamamos un hombre de buena cuna sino
alguien que desciende de una larga sucesión de antepa­
sados ricos y poderosos, y que adquiere nuestra estima
por su relación con personas a las que estimamos? Por
tanto, aunque fallecidos, sus antepasados son respetados
en cierta medida a causa de sus riquezas; y, en conse­
cuencia, sin ninguna clase de expectativa.
Pero, para no ir tan lejos como a los prisioneros de
guerra o a los muertos a fin de encontrar ejemplos de este
respeto desinteresado hacia las riquezas, nos basta con
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 117

observar con un poco de atención esos fenómenos que


tienen lugar en la conversación y la vida corrientes. Un
hombre al que supondremos dotado de suficiente fortu­
na, pero sin ninguna profesión, al ser presentado a un
grupo de desconocidos, los trata de forma natural con
diferentes grados de respeto según se le informa de sus
diferentes fortunas y condiciones; aunque resulta impo­
sible que pueda proponerse tan de repente obtener algu­
na ventaja pecuniaria de ellos; y quizás no la aceptaría 61.
A un viajero siempre se le admite en sociedad y se le trata
con amabilidad en la proporción en que los sirvientes que
le acompañan y su carruaje y caballos hablan de él como
de un hombre de gran fortuna o de sólo mediana. En
resumen, las diferentes categorías de hombres están re­
guladas en gran medida por las riquezas; y esto tanto con
respecto a superiores como a inferiores, a desconocidos
como a conocidos.
Por lo tanto, no queda sino concluir que como desea­
mos las riquezas sólo como un medio para gratificar
nuestros deseos en el momento presente o en algún pe­
ríodo futuro imaginario, ellas provocan la estima de los
demás únicamente porque tienen esta influencia. De he­
cho, ésta es su misma naturaleza o esencia. Hacen refe­
rencia directa a las cosas que nos resultan útiles, a las
conveniencias y a los placeres de la vida. En otro caso,
la letra de un banquero que ha quebrado o el oro en una
isla desierta conservarían su pleno valor. Cuando nos
acercamos a un hombre que lleva lo que denominamos
una vida desahogada, se nos ofrecen las imágenes agra­
dables de abundancia, satisfacción, limpieza, calor, una
casa agradable, un mobiliario elegante, un servicio dili­
gente, y todo lo que resulta deseable en cuanto a comida,
bebida o ropa. Por el contrarío, cuando aparece un po­
bre, inmediatamente golpean nuestra fantasía las desa­
gradables imágenes de escasez, penuria, trabajo duro,
muebles sucios, ropas ordinarias y andrajosas, comida
61 (Se sobreentiende que «no la aceptaría» si se la ofrecieran).
118 DAVID HUME

nauseabunda y licores desagradables. ¿Qué otra cosa sig­


nificamos al decir que uno es rico y el otro pobre? Y
como la consideración o el desprecio constituyen la con­
secuencia natural de estas diferentes situaciones en la
vida, se ve fácilmente la evidencia y luz adicional que esto
arroja sobre nuestra teoría precedente con respecto a to­
das las distinciones morales 62.
Un hombre que se ha curado de todos los prejuicios
ridículos y que esté plena, sincera y firmemente conven­
cido. tanto por experiencia como gracias a la filosofía, de
que la diferencia de fortunas produce una diferencia me­
nor en lo que respecta a la felicidad de lo que normal­
mente se piensa, alguien así no reparte sus grados de es­
tima de acuerdo con el nivel de ingresos o las propieda­
des de sus conocidos. Puede, sin duda, mostrar una
deferencia mayor hacia el gran señor que hacia el vasallo,
porque las riquezas constituyen, gracias a su carácter es­
table y bien definido, la fuente de distinción más conve­
niente; pero sus sentimientos internos estarán más regu­
lados por el carácter personal de los hombres que por los
favores caprichosos y casuales de la fortuna.
En la mayoría de los países de E uropa , la familia, es
“ Hay algo extraordinario y aparentemente inexplicable en el fun­
cionamiento de nuestras pasiones cuando consideramos la fortuna y la
situación de los demás. El progreso y la prosperidad de otra persona
produce muy a menudo envidia, la cual contiene una fuerte mezcla de
odio, y surge sobre todo cuando nos comparamos con la misma. Al
mismo tiempo, o al menos en intervalos muy cortos, podemos sentir la
pasión del respeto, que es una especie de afecto o buena voluntad con
una mezcla de humildad. Por otra parte, las desgracias de nuestros se­
mejantes a menudo provocan compasión, la cual tiene una fuerte mez­
cla de buena voluntad. Este sentimiento de compasión está estrecha­
mente emparentado con el desprecio, que es una clase de aversión con
una mezcla de orgullo. Índico solamente estos fenómenos como un
lema de especulación para aquellos que sienten curiosidad por las in­
vestigaciones morales. Para nuestro propósito actual basta con obser­
var en general que el poder y las riquezas comúnmente causan respeto,
y la pobreza y la mezquindad, desprecio; aunque incidentes y puntos
de vista particulares pueden suscitar algunas veces las pasiones de la
envidia y la piedad.
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 119

decir, las riquezas hereditarias distinguidas por títulos y


símbolos recibidos del soberano, constituyen la principal
fuente de distinción. En I n g l a t e r r a se presta más con­
sideración a la abundancia y a la opulencia presentes.
Cada costumbre tiene sus ventajas e inconvenientes.
Donde se respeta el nacimiento, las mentes apáticas y sin
vigor permanecen en una altiva indolencia, y no sueñan
más que con linajes y genealogías. Los hombres de un
espíritu noble y ambicioso buscan el honor, la autoridad,
la fama y la aprobación. Donde las riquezas son el ¡dolo
principal prevalecen la corrupción, la venalidad y la ra­
piña; pero florecen las arles, las manufacturas, el comer­
cio y la agricultura. La primera parcialidad, al ser favo­
rable a la virtud militar, resulta más adecuada a las mo­
narquías. La segunda, al constituir el principal estímulo
para la laboriosidad, está más de acuerdo con un gobier­
no republicano. De acuerdo con esto, encontramos que
cada una de estas formas de gobierno, al alterar la utili­
dad de esas costumbres, tiene normalmente un efecto
proporcional sobre los sentimientos de los hombres.
SECCIÓN Vil

DE LAS CUALIDADES INMEDIATAMENTE


AGRADABLES A NOSOTROS MISMOS

Quienquiera que ha pasado una tarde con gente seria


y melancólica, y ha observado lo rápidamente que se ani­
mó la conversación y la vivacidad que se difundió sobre
los semblantes, los discursos y los comportamientos de
todos los presentes con la llegada de un contertulio alegre
y jovial; quien haya observado esto, digo, admitirá fácil­
mente que el buen humor posee un gran mérito y pro­
voca de forma natural la buena voluntad de la humani­
dad. De hecho, ninguna cualidad se comunica más fácil­
mente a todo lo que la rodea; porque ninguna tiene una
mayor propensión a exhibirse en una charla jovial y en
una diversión agradable. La llama se extiende a través de
todo el circulo, y a menudo atrapa a los más taciturnos
y malhumorados. Tengo cierta dificultad en admitir,
aunque lo diga H oracio , que los melancólicos odien a
los alegres; porque siempre he observado que cuando la
alegría es moderada y decente, la gente seria es la más
encantada, porque disipa la tristeza que normalmente los
oprime y les ofrece un goce que no les resulta usual.
A partir de esta influencia del buen humor, tanto para
comunicarse como para suscitar aprobación, podemos
percibir que hay otro conjunto de cualidades mentales
que, sin poseer ninguna utilidad o tendencia hacia un
bien adicional de la comunidad o del poseedor, difunden
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 121

una satisfacción sobre sus poseedores y obtienen la amis­


tad y la consideración. Para la persona que las posee su
sensación inmediata es agradable.
Otras participan del mismo humor y llegan a experi­
mentar el sentimiento por medio del contagio o la sim­
patía natural. Y como no podemos evitar amar todo lo
que agrada, surge una amable emoción hacia la persona
que transmite tanta satisfacción. Constituye un espec­
táculo de lo más animado. Su presencia difunde sobre
nosotros un disfrute y una complacencia serenas. Al en­
trar en sus sentimientos y disposición nuestra imagina­
ción se ve afectada de una forma más agradable que si se
nos presentara una disposición angustiada, taciturna,
abatida y melancólica. De aqui el afecto y aprobación
que acompaña a la primera y la aversión y disgusto con
que consideramos la segunda 61.
Pocos hombres envidiarían el carácter que C é s a r atri­
buye a C a s i o :
No le gustan los juegos
como a ti, Antonio. No oye música.
Sonríe rara vez; y lo hace de tal forma
como si se burlara de si mismo y despreciara a su espíritu
por poderse mover a sonreír por algo w
Como añade C ésar , tales hombres no son sólo por lo
común peligrosos, sino también, al tener poco contento
dentro de sí mismos, nunca pueden hacerse agradables a
los demás o contribuir a la diversión en sociedad. En to­
das las épocas y naciones civilizadas, al gusto por el pla-
*’ No hay nadie que en ocasiones especiales no se vea afectado por
todas las pasiones desagradables: el miedo, la cólera, el abatimiento, el
pesar, la melancolía, la ansiedad, etc. Pero estas pasiones, en tanto que
naturales y universales, no establecen ninguna diferencia entre un hom­
bre y otro, y nunca pueden ser objeto de censura. Es únicamente cuan­
do la disposición suscita una propensión hacia cualquiera de estas pa­
siones desagradables, que éstas desfiguran el carácter y, al producir
desasosiego, transmiten al espectador el sentimiento de desagrado.
“ (Hume está citando la escena II del acto I de Julio César, de Sha­
kespeare).
122 DAVID H VU E

cer, si va acompañado por la moderación y el decoro, se


lo considera un mérito considerable, incluso en los hom­
bres más grandes: y se convierte todavía en más necesario
en los de carácter y rango inferiores. La descripción que
un escritor f r a n c é s ofrece de la situación de su propia
mente en este particular resulta agradable: Amo a la vir­
tud sin austeridad, dice; al placer sin blandura: y a la vida
sin temer a su fin *s.
¿Quién no queda impresionado por algún ejemplo no­
table de g r a n d e z a de e s p I r i t u o Dignidad de Carácter;
por un sentimiento elevado, por el desdén de la esclavi­
tud. y por ese noble orgullo y espíritu que surge de una
virtud consciente? Lo sublime, dice L o n g i n o , a menudo
no es sino el eco o imagen de la magnanimidad; y cuando
esta cualidad aparece en alguien, aunque no pronuncie
una silaba, provoca nuestro aplauso y admiración; como
puede observarse en el famoso silencio de A yax en la
Odisea, que expresa un desden más noble y una indig­
nación más resuelta que las que cualquier lenguaje podría
transmitir
Si yo fuera A l e j a n d r o , dijo P a r m e n i o , aceptaría los
ofrecimientos de D a r í o . También lo haría yo, replicó
A l e j a n d r o , si fuera P a r m e n i o . Este dicho es admira­
ble por un principio similar, dice L o n g i n o *7.
¡Id!, les gritó el mismo héroe a sus soldados cuando se
negaron a seguirle a la I n d i a ; id a decirles a vuestros con­
ciudadanos que dejasteis a A l e j a n d r o completando la
conquista del mundo. « A l e j a n d r o » , decía el Príncipe de
C o n d é , que siempre admiró este pasaje, «abandonado
por sus soldados entre Bárbaros todavía no dominados
por completo, sentía dentro de si tal dignidad y derecho
de mando que no podia creer que fuera posible que al­
guien se negara a obedecerle. Tanto en E u r o p a como en45*7
45 «J'aimc la vertu sans rudesse / J'aime te plaisir, sans molesse /
J'aimc la vie, & n’en crains point la fin.» Sainl-Evremonc.
“ Cap. 9.
47 ídem.
INVESTIGACIÓN SOBRE IO S PRINCIPIOS DE LA MORAL 123
A s ia , entre g r i e g o s o p e r s a s , todo le resultaba indife­
rente. Dondequiera que encontraba hombres, se imagi­
naba que tenia que encontrar súbditos».
El confidente de M e d e a recomienda en la tragedia
cautela y sumisión; y al enumerar todas las desgracias de
esta desventurada heroína, la pregunta con qué cuenta
para hacer frente a sus numerosos e implacables enemi­
gos. Conmigo misma, replica, conmigo misma, afirmo, y
es suficiente. B o i l e a u recomienda con justicia este pa­
saje como un ejemplo de lo verdaderamente sublime **.
Cuando F o c i ó n , el modesto, el amable P o c i ó n , era
conducido al lugar de su ejecución, se volvió hacia uno
de sus compañeros de sufrimiento que se estaba lamen­
tando de su duro destino y le dijo; ¿No constituye bastan­
te gloria para ti morir con F o c i ó n ? m.
Opóngase la descripción que T á c i t o realiza de V i t e -
l í o , desposeído del imperio, prolongando su ignominia
por un despreciable amor a la vida, entregado a la des­
piadada multitud, zarandeado, abofeteado, pateado:
obligado mediante un puñal que colocaban bajo su men­
tón a mantener en alto la cabeza y a exponerse a lodo
tipo de insolencias. ¡Qué abyecta infamia! ¡Qué vil hu­
millación! Sin embargo, incluso aquí, dice el historiador,
dio algunas muestras de un espíritu que no se encontraba
completamente degenerado. A un tribuno que le insultó,
le replicó: Todavía soy tu emperador
Nunca disculpamos la absoluta falta de espíritu y dig-*10
“ Reflexión 10 sobre Longino.
" Plutarco en Focion (36).
10 Tacii. hisi. lib. iii. El autor, iniciando la narración, dice: Luniata
veste, foedum spectaeulum ducebatur. m ullís mcrepantibus. aulló inlacri-
numte: deformitas exitus miscricordiam abslulerai. («Era conducido
con la vestimenta desgarrada, repelente espectáculo, increpándole mu­
chos. sin llorarlo nadie. La indignidad de su final había suprimido la
compasión». Traducción de José María Requejo Prieto, en Tácito: His­
torias. Ed. Coloquio. Madrid. 1987). Para entrar enteramente en este
método de pensar debemos tener en cuenta las antiguas máximas de
que nadie debe prolongar su vida después que ésta se ha convertido en
deshonrosa: sino que. como uno siempre tenia derecho a disponer de
ella, se convertía entonces en un deber el deshacerse de la misma.
124 DAVID HUME

nidad de carácter, o un sentido adecuado de lo que se le


debe a uno mismo en sociedad y en las relaciones nor­
males de la vida. Este vicio constituye lo que con propie­
dad llamamos bajeza; cuando un hombre puede someter­
se a la esclavitud más infame para lograr sus Tines; ha­
lagar a quienes le insultan; y degradarse mediante
intimidades y familiaridades con inferiores indignos. Re­
sulta tan necesario un cierto grado de noble orgullo o
autoestima, que su ausencia en la mente desagrada del
mismo modo que la falta de la nariz, un ojo o cualquiera
de los rasgos de la cara o miembros del cuerpo más
importantes71.
La utilidad de la v a l e n t í a , tanto para el público
como para su poseedor, constituye un fundamento evi­
dente de su mérito. Pero cualquiera que considere debi­
damente la cuestión verá que esta cualidad tiene un brillo
peculiar que deriva completamente de sí misma y de esa
noble exaltación que resulta inseparable de ella. Su fi­
gura, trazada por pintores y poetas, muestra en cada
rasgo un carácter sublime y una confianza atrevida que
atrapan la vísta, comprometen los afectos y difunden
mediante la simpatía una sublimidad de sentimiento pa­
recida sobre cada espectador.
¡Con qué brillantes colores representa D e m ó s t e n e s 72
a F i l i p o cuando el orador se disculpa por su propia ad­
ministración y justifica ese pertinaz amor por la libertad
con que había inspirado a los a t e n i e n s e s ! «Contemplé
” La ausencia de una virtud puede a menudo constituir un vicio; y
de la clase más alta; como en el caso tanto de la ingratitud como de la
bajeza. Cuando esperamos algo bello, la desilusión nos proporciona
una sensación desagradable y produce una deformidad real. Un carác­
ter abyecto es además desagradable y despreciable desde otro punto de
vista. Cuando un hombre no se valora a si mismo, no es probable que
le tengamos en una estima muy alta. Y si la misma persona que se
rebaja ante sus superiores se muestra insolente con sus inferiores
—como pasa a menudo—, esta discrepancia en su conducta, en vez de
corregir el primer vicio, lo agrava sumamente mediante la adición de
un vicio todavía más odioso. Véase la Secc. VIII.
71 Pro Corona.
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 125

a F ilipo », dice, «con quien estabais enfrentados, expo­


niéndose resueltamente a cualquier herida en su perse­
cución del imperio y del dominio, su ojo ensangrentado,
su cuello torcido, su brazo y su muslo llenos de heridas,
abandonando alegremente cualquier parte de su cuerpo
en que la fortuna se lijara, con tal de que con lo que le
quedara pudiera vivir con honor y renombre. Y si se di­
jera que él, nacido en P ella , un lugar hasta entonces
humilde e innoble, se vería inspirado con una ambición
y una sed de fama tan grandes; mientras que vosotros,
atenienses, etc.». Estos elogios despiertan la admira­
ción más viva, pero vemos que las opiniones expuestas
por el orador no nos llevan más allá del héroe mismo, y
que ni siquiera consideran las futuras consecuencias ven­
tajosas de su valor.
La disposición marcial de los romanos, inflamada
por guerras continuas, había elevado tanto su estima de
la valentía, que, en su lengua, se la denominaba virtud ,
como forma de destacar su excelencia y distinguirla de
todas las demás cualidades morales. Según la opinión de
T ácito ” , los suevos adornaban su cabello con un noble
propósito : no con la intención de am ar o ser am ados . Úni­
cam ente se em bellecían para sus enem igos y con vistas a
parecer m ás terribles . Una opinión del historiador que so­
naría un poco extraña respecto a otras naciones y otras
épocas.
Según H erodoto 14, los escitas, después de quitar el
cuero cabelludo a sus enemigos, trataban a su piel como
al cuero, y la utilizaban como una tela: y quien tenia más
de estas telas era el más estimado entre ellos. Hasta tal
punto la valentía habia destruido en esta nación, como
en muchas otras, los sentimientos de humanidad. Una
virtud ciertamente mucho más útil y atractiva.
De hecho, puede observarse que entre todas las nacio­
nes bárbaras, que todavía no han tenido una experiencia*74
“ De moribus Germ.
74 Ub. iv.
126 DAVID HUME

plena de las ventajas que acompañan a la beneficencia, a


la justicia y a las virtudes sociales, la excelencia predo­
minante es la valentía; es la más celebrada por los poetas,
la que más recomiendan los padres e instructores, y la
que más admira el público en general. Las enseñanzas
morales de H o m b r o son en este particular muy diferen­
tes de las de F e n e l ó n , su elegante imitador; y son las
que convenían a una época en la que un héroe, como
observa T u c í d i d e s ” , podía preguntar a otro sin ofen­
derle si era o no un ladrón. Este era también, muy re­
cientemente, el sistema de ética que prevalecía en muchas
partes bárbaras de I r l a n d a ; si podemos dar crédito a
S p e n c e r en su acertada descripción del estado de ese
reino 76.
De la misma clase de virtudes que la valentía es esa
imperturbable t r a n q u i l i d a d filosófica superior al do­
lor, a la tristeza, a la ansiedad y a cada asalto de la for­
tuna adversa. Consciente de su propia virtud, dicen los
filósofos, el sabio se eleva sobre todos los accidentes de
la vida; y. situado de forma segura en el templo de la
sabiduría, mira por encima del hombro a los inferiores
mortales ocupados en la persecución de honores, rique­
zas, reputación, y cualquier disfrute frívolo. Llevadas al
extremo, estas pretensiones son sin duda demasiado ele­
vadas para la naturaleza humana. Sin embargo, llevan
consigo una magnificencia que se apodera del espectador
y le impresiona con admiración. Y cuanto más podamos
acercamos en la práctica a esta indiferencia y tranquili­
dad sublimes (porque debemos distinguirla de una insen­
sibilidad estúpida), mayor será el disfrute seguro que al-
’* Lib. i.
n Entre los hijos de los gentilhombres era una práctica normal, afir­
ma. el que tan pronto como eran capaces de usar sus armas, reunieran
rápidamente en tom o a si tres o cuatro vagabundos o patanes con quie­
nes iban por un tiempo de un lado a otro del pais sin trabajar en nada,
llevando únicamente cosas de comer, hasta que al fin se mciia en alguna
mala aventura que se le ofreciera; a partir de la que, al divulgarse, se
le consideraba un hombre de valia, en el que habia valor.
INVESTIGACIÓN SOBRE UOS PRINCIPIOS DE I,A MORAL 127

canzaremos dentro de nosotros mismos, y mayor gran­


deza de espíritu mostraremos al mundo. De hecho, la
tranquilidad filosófica puede considerarse solamente
como una rama de la magnanimidad.
¿Quién no admira a Sócrates: su constante serenidad
y contento en medio de la mayor pobreza y contrarie­
dades domesticas; su resuelto desprecio de las riquezas, y
su preocupación magnánima por conservar su libertad
cuando rechazaba toda ayuda de sus amigos y discípulos,
y evitaba incluso la dependencia de la obligación? EpIc-
teto ni siquiera tenía una puerta en su pequeña casa o
cobertizo: y, por lo tanto, perdió pronto su lámpara de
hierro, lo único que valía la pena llevarse del mobiliario
que tenia. Pero, resuelto a decepcionar en el futuro a to­
dos los ladrones, puso en su lugar una lámpara de barro,
que desde entonces conservó muy en paz.
Entre los antiguos, los héroes de la filosofía, igual que
los de la guerra y el patriotismo, tienen una grandeza y
fuerza de sentimiento que asombra a nuestras almas es­
trechas, y se ve precipitadamente rechazada como exce­
siva y sobrenatural. Admito que ellos, a su vez, hubieran
tenido una razón equivalente para considerar más cerca
de la ficción que de la realidad e increíble el grado de
humanidad, de clemencia, de orden, de tranquilidad, y de
otras virtudes sociales al que hemos llegado en los tiem­
pos modernos en la administración del gobierno, si al­
guien hubiera sido capaz entonces de hacerse una repre­
sentación adecuada de los mismos. Tal es la compensa­
ción que la naturaleza, o más bien la educación, ha
establecido en la distribución de excelencias y virtudes
entre esas épocas diferentes.
El mérito de la benevolencia que surge de su utili­
dad y de su tendencia a promover el bien de la humani­
dad ya se ha explicado, y es sin duda la fuente de una
parte considerable de esa estima que tan univcrsalmente
se la concede. Pero se admitirá también que la misma
suavidad y ternura del sentimiento, su atrayente afecto,
sus expresiones tiernas, sus atenciones delicadas, y lodo
m DAVID HUME

esc flujo de consideración y confianza mutuas que forma


parte de una cálida relación de amor y amistad; se ad­
mitirá, digo, que estos sentimientos, al ser deliciosos en
sí mismos, se comunican necesariamente a los especta­
dores y los hacen participar del mismo cariño y delica­
deza. Las lágrimas saltan de nuestros ojos de forma na­
tural ante la percepción de un cálido sentimiento de este
tipo. Nuestro pecho se agita, nuestro corazón palpita, y
se pone en movimiento lodo principio tierno y humano
de nuestra constitución y nos proporciona el goce más
puro y más satisfactorio.
Cuando los poetas describen los Campos E l í s e o s , en
donde sus bienaventurados habitantes no necesitan de la
ayuda de los demás, los representan sin embargo como
manteniendo una relación constante de amor y amistad,
y calman nuestra fantasía con la imagen placentera de
estas pasiones suaves y dulces. La idea de la tierna tran­
quilidad en una A r c a d i a pastoril resulta agradable en
función de un principio parecido, como se ha observado
más arriba 71.
¿Quién viviría entre continuas riñas, regañinas y repro­
ches mutuos? La brutalidad y dureza de estas emociones
nos perturban y desagradan. Sufrimos mediante el con­
tagio y la simpatía; y no podemos permanecer como es­
pectadores indiferentes, incluso aunque estemos seguros
de que no se seguirán consecuencias perniciosas de esas
pasiones enfurecidas.
Como una prueba segura de que no lodo el mérito de
la benevolencia se deriva de su utilidad podemos obser­
var que, a modo de una forma amable de censura, deci­
mos de una persona que es demasiado buena cuando se
excede en sus obligaciones sociales y lleva su atención
para con otros más allá de sus límites convenientes. De
una manera parecida decimos que un hombre es dema­
siado mimoso, demasiado intrépido, demasiado indiferente
en ¡o que se refiere a su fortuna. Reproches que, en el
77 Secc. V. Parte II.
INVESTIGACIÓN SOBRE IO S PRINCIPIOS DE LA MORAL 129

fondo, implican realmente más estima que muchos pa­


negíricos. Al estar acostumbrados a clasificar el mérito y
el demérito de los caracteres principalmente por sus ten­
dencias útiles o perniciosas, no podemos evitar aplicar el
epíteto de censura cuando descubrimos un sentimiento
que se desarrolla en un grado que resulta peijudicial.
Pero al mismo tiempo puede pasar que su noble eleva­
ción o su atractiva ternura se apodere tanto del corazón
que incremente más bien nuestra amistad y preocupación
por la persona 7Í.
Los amoríos y relaciones de E n r i q u e IV de F r a n c i a
durante las guerras civiles de la Liga resultaron frecuen­
temente perjudiciales para su interés y su causa; pero, al
menos, todos los jóvenes y enamoradizos, quienes son ca­
paces de simpatizar con las pasiones tiernas, admitirán
que esta misma debilidad (porque la denominarán así de
buena gana) tiene como efecto principal el hacerles que­
rer a este héroe e interesarles en sus peripecias.
El valor excesivo y la inflexibilidad resuelta de C ar ­
los XII arruinaron a su propio país y perjudicaron a to­
dos sus vecinos; pero tienen tal esplendor y grandeza en
su apariencia, que nos golpean con admiración; e incluso
se las podría aprobar en cierto grado si no fuera porque
a veces revelan síntomas demasiado evidentes de locura
y desorden.
Los atenienses pretendían haber sido los primeros en
inventar la agricultura y las leyes; y siempre se tuvieron
en una estima extremadamente alta en base al beneficio
que con ello proporcionaron a toda la raza humana.
También se jactaban, y con razón, de sus empresas gue­
rreras; especialmente de las llevadas a cabo contra esas
innumerables flotas y ejércitos persas que invadieron
G recia durante los reinos de D arío y de J erjes . Pero
aunque no se puedan comparar en cuanto a utilidad estos
™ A la jovialidad apenas se la podría censurar por su exceso, si no
fuera porque una alegría desbordada, sin tema o causa propias, es un
síntoma seguro y característico de locura, y en base a ello desagradable.
ISO DAVID H l'M E

honores pacíficos y los militares, encontramos, sin em­


bargo, que los oradores que han escrito unos panegíricos
tan elaborados de esta famosa ciudad han triunfado prin­
cipalmente al mostrar las hazañas guerreras. Lisias, T u-
cídides , P latón e Isócrates dan muestra todos ellos
de la misma parcialidad; la cual, aunque sea condenada
por la reflexión y por una razón serena, parece algo na­
tural en el espíritu humano.
Puede observarse que el gran encanto de la poesía con­
siste en descripciones vivas de las pasiones sublimes, la
magnanimidad, la valentía, el desdén por la fortuna; o de
los afectos tiernos, el amor y la amistad, que alegran el
corazón y difunden en él emociones y sentimientos si­
milares. Y aunque se observa que. cuando son excitadas
por la poesia. todas las clases de pasión, incluso las más
desagradables, como el pesar y la ira, transmiten satis­
facción en base a un mecanismo de la naturaleza que no
es fácilmente explicable, sin embargo, los afectos más
tiernos y elevados tienen una influencia peculiar y agra­
dan por más de una causa o principio. Para no mencio­
nar que sólo ellos hacen que nos interesemos por la suer­
te de las personas representadas o comunican cierta es­
tima y afecto por su carácter.
Y ¿es posible que pueda dudarse que este mismo talen­
to de los poetas para agitar las pasiones, esta excita ­
ción y elevación del sentimiento, es un mérito muy
considerable, y que al ser realzado por su extremada ra­
reza puede elevar a la persona que lo posee sobre cual­
quier carácter de la época en que viva? La prudencia, la
habilidad, la constancia y el gobierno benigno de A u­
gusto , adornados con todo el esplendor de su noble
cuna y de la corona imperial, no le hacen sino un com­
petidor desigual por la fama con Virgilio , que no pone
nada en el otro platillo de la balanza excepto las bellezas
sublimes de su genio poético.
La misma sensibilidad hacia estas bellezas, o una de­
licadeza de gusto, es en sí misma una belleza en cual­
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 131

quier carácter; pues transporta el más puro, duradero e


inocente de todos los disfrutes.
Éstos son algunos ejemplos de los distintos tipos de
mérito que se valoran por el placer inmediato que co­
munican a la persona que los posee. En este sentimiento
de aprobación no entran consideraciones de utilidad o de
consecuencias benéficas futuras; sin embargo, es de una
clase similar a ese otro sentimiento que surge de consi­
deraciones de utilidad pública o privada. Podemos ob­
servar que la misma simpatía social o sentimiento de so­
lidaridad con la felicidad o la desdicha humanas da ori­
gen a ambos; y esta analogía entre todas las partes de la
presente teoría puede considerarse justamente como una
confirmación de la misma.
SECCIÓN VIII

DE LAS CUALIDADES INMEDIATAMENTE


AGRADABLES A LOS DEMÁS 79

Así como los conflictos mutuos en la sociedad y las


oposiciones del interés y del egoísmo han obligado a la
humanidad a establecer las leyes de la justicia con vistas
a preservar las ventajas de la protección y la ayuda mu­
tuas, de manera parecida, las continuas discrepancias de
la vanidad y el orgullo de los hombres, cuando están en
compañía, han introducido las reglas de las buenas ma ­
neras o cortesía ; y ello con vistas a facilitar la relación
entre las mentes y una conversación y un comercio sin
perturbaciones. Entre gentes bien educadas se aparenta
una deferencia mutua; se disfraza el desprecio hacia
otros; se disimula la autoridad; se presta atención a cada
uno sucesivamente; y se mantiene un flujo natural en la
conversación; sin vehemencia, sin interrupción, sin deseo
de triunfar y sin aires de superioridad. Estas atenciones
y consideraciones resultan inmediatamente agradables a
los demás, haciendo abstracción de cualquier considera­
ción de utilidad o de tendencias benéficas. Procuran el
” Es la naturaleza y, en verdad, constituye la definición de la virtud
el ser una cualidad de la mente agradable o aprobada por todo el que la
considera o contempla. Pero algunas cualidades producen placer porque
son útiles a la sociedad, o porque son útiles o agradables para la misma
persona; otras lo producen de forma más inmediata; que es lo que ocu­
rre con la clase de virtudes aquí consideradas.
INVESTIGACIÓN SOBRE IO S PRINCIPIOS DE LA MORAL ¡33

afecto, promueven la estima, y aumentan extremadamen­


te el mérito de la persona que regula su conducta de
acuerdo con ellas.
Muchas de las formas que adoptan los buenos modales
son arbitrarias y casuales; pero aquello que expresan es
siempre lo mismo. Un e s p a ñ o l saldrá de su propia casa
delante de su huésped, para dar a entender que le deja
dueño de todo. En otros países, el propietario sale el úl­
timo, como una señal normal de deferencia y conside­
ración.
Pero para que un hombre sea una buena compañía per­
fecta debe tener tanto a g u d e z a e i n g e n i o como buenas
maneras. Puede que no sea fácil definir qué es la agudeza;
pero es fácil determinar con seguridad que es una cuali­
dad inmediatamente agradable a los demás, y que co­
munica en su primera aparición una viva alegría y satis­
facción a todos los que tienen cierta comprensión de la
misma. En verdad, la metafísica más profunda podría
emplearse para explicar los diferentes tipos y especies de
agudeza; y muchas clases de la misma, que ahora se acep­
tan únicamente en base al testimonio del gusto y del sen­
timiento, podrían resolverse quizá en principios más ge­
nerales. Pero para nuestro propósito actual es suficiente
con que la agudeza afecte al gusto y al sentimiento y que,
al proporcionar un goce inmediato, sea una fuente segura
de aprobación y afecto.
En los países donde los hombres pasan la mayor parte
de su tiempo en conversaciones, visitas y reuniones para
el entretenimiento mutuo, estas cualidades sociables, por
decirlo así, poseen una alta estima y constituyen una par­
te principal del mérito personal. En los países donde los
hombres llevan una vida más centrada en el hogar, y se
dedican a los negocios o se entretienen dentro de un
circulo más estrecho de conocidos, se tienen en conside­
ración de forma principal cualidades más sólidas. Así, he
observado a menudo que entre los f r a n c e s e s las pri­
meras preguntas que se hacen en relación a un descono­
cido son: ¿Es educado? ¿Es ingenioso? En nuestro propio
IJ4 DAVID HUME

país el elogio principal que se concede es siempre el de


decir que es una persona afable y juiciosa.
En la conversación resulta agradable el espíritu vivo de
diálogo, incluso para aquellos que no desean participar
en la charla. De aquí que el narrador de largas historias
o el declamador pomposo reciban muy poca aprobación.
Pues la mayoría de los hombres desean igualmente par­
ticipar a su vez en la conversación, y ven con muy malos
ojos esa locuacidad que les priva de un derecho del que
de forma natural son tan celosos.
Frecuentemente se encuentran en cualquier reunión
una clase de mentirosos inofensivos que se centran mucho
en lo maravilloso. Su intención usual es la de agradar y
entretener; pero como los hombres se deleitan más con
lo que toman por verdadero, esa gente está extremada­
mente equivocada sobre los medios de agradar, e incu­
rren en una censura universal. En las historias humorís­
ticas, sin embargo, se muestra cierta tolerancia con la
mentira o la invención; porque aquí resultan realmente
agradables y entretenidas, y la verdad no tiene ninguna
importancia.
La elocuencia, el genio de todas clases, incluso el buen
sentido y el razonamiento sólido, cuando se elevan a un
grado eminente y se emplean en temas de dignidad con­
siderable y discernimiento fino, todas estas cualidades
parecen inmediatamente agradables y tienen un mérito
distinto de su utilidad. Su carácter poco común, algo que
aumenta tanto el precio de cualquier cosa, debe igual­
mente añadir un valor adicional a esos nobles talentos de
la mente humana.
La modestia puede entenderse en diferentes sentidos,
incluso haciendo abstracción de la castidad, de la que ya
hemos tratado. Algunas veces significa esa delicadeza y
escrupulosidad en lo que se refiere al honor, ese temor de
la censura, ese miedo de entrometerse o causar daño a
los demás, ese p u d o r que es el guardián adecuado de
toda clase de virtud, y una defensa segura contra el vicio
y la corrupción. Pero su significado más usual es el que
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 135

tiene cuando se opone a atrevimiento y arrogancia, y ex­


presa una falla de confianza en nuestro propio juicio y
una debida atención y consideración hacia los demás.
Esta cualidad constituye, principalmente en los hombres
jóvenes, un signo seguro de buen sentido; y es también el
medio seguro de aumentar esta cualidad, pues mantiene
abiertos sus oidos a la instrucción y hace que traten siem­
pre de alcanzar nuevos logros. Pero tiene un encanto adi­
cional para cualquier espectador; pues halaga la vanidad
de todos los hombres al presentarles la apariencia de un
alumno dócil, que recibe con la adecuada atención y res­
peto cada palabra que pronuncian.
Los hombres tienen en general una propensión mucho
más grande a sobrcvalorarse que a subestimarse; no obs­
tante la opinión de A r i s t ó t f x e s *°. Esto nos hace más
celosos de los excesos del primer lado, y provoca que
consideremos con una indulgencia especial toda tenden­
cia hacia la modestia y la falta de confianza en uno mis­
mo; pues estimamos que el peligro de caer en un extremo
vicioso de esa naturaleza es menor. Es asi que en los paí­
ses donde los cuerpos de los hombres tienen propensión
a engordar demasiado, la belleza corporal se sitúa en un
grado mucho mayor de esbeltez que en los países donde
éste es el defecto más usual. Al verse impresionados tan
a menudo por ejemplos de una clase de deformidad, los
hombres piensan que nunca pueden mantenerse a una
distancia demasiado grande de la misma, y desean siem­
pre inclinarse hacia el lado opuesto. De manera parecida,
si se diera vía libre a la autoalabanza y se observara la
máxima de M o n t a i g n e de que uno dijera tan franca­
mente como es seguro que piensa: soy sensato, tengo co­
nocimientos, valor, belleza, o ingenio; si éste fuera el caso,
afirmo, todo el mundo es consciente de que caería sobre
nosotros tal torrente de presunciones, que convertirían a
la sociedad en totalmente inaguantable. Por esta razón la
costumbre ha establecido como una regla del trato pú-
*" Ethic. ad Nicomachum (1124a).
136 DAVID HUME

blico que los hombres no deben dar rienda suelta a la


alabanza de sí mismos ni incluso hablar mucho de si mis­
mos: y es sólo entre amigos intimos o entre gente de con­
ducta muy resuelta que a uno le está permitido hacerse
justicia. Nadie critica a M a u r i c i o , Príncipe de O r a n g e ,
por su réplica a la persona que le preguntó quién era en
su opinión el primer general de la época. El marqués de
S p í n o l a , dijo, es el segundo. Aunque hay que observar
que la alabanza implícita de si mismo está mejor asi que
si se hubiera expresado directamente, sin ningún velo o
disfraz.
Quien imagina que todas las demostraciones de defe­
rencia mutua han de tomarse seriamente y que un hom­
bre sería más digno de estima si ignorara sus propios mé­
ritos y talentos debe ser un pensador muy superficial.
Una pequeña propensión hacia la modestia, incluso en el
sentimiento interno, es considerada favorablemente, de
forma especial en la gente joven: y en la conducta exte­
rior se requiere una fuerte propensión hacia la misma.
Pero esto no excluye un noble orgullo y espíritu, que pue­
den mostrarse abiertamente en todo su alcance cuando
uno es victima de la calumnia o de la opresión de cual­
quier clase. La tenacidad de elevado espíritu de S ó c r a ­
t e s , como la llama C i c e r ó n , ha sido muy celebrada en
todas las épocas; y cuando se une a la usual modestia de
su conducta, forma un carácter brillante. El a t e n i e n s e
I f í c r a t e s , al ser acusado de traicionar los intereses de
su país, preguntó a su acusador: ¿Hubieras sido culpable
de ese crimen en una situación parecida? De ninguna ma­
nera, replicó el otro. ¿ Y puedes imaginar —exclamó el hé­
roe— que I f í c r a t e s sea adpable?*'. Brevemente, un es­
píritu generoso y que se estima a sí mismo, bien fundado,
disimulado de forma decente, y mantenido con valentía
frente a la desgracia y la calumnia, es una gran excelen­
cia, y parece derivar su mérito de la noble elevación de
su sentimiento o de su carácter inmediatamente agrada-
ftl Quintil, lib V. capitulo 12.
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 137

ble para su poseedor. En los caracteres ordinarios apro­


bamos una propensión a la modestia, que es una cuali­
dad inmediatamente agradable a los demás. El exceso vi­
cioso de la primera virtud, a saber, la insolencia o
arrogancia, resulta inmediatamente desagradable a los
demás. El exceso de la última lo es para el poseedor. Así
se ajustan los límites de estos deberes.
Está tan lejos de ser censurable un deseo de fama, de
reputación o de un buen nombre, que parece inseparable
de la virtud, de un gran talento y de una disposición no­
ble o generosa. La atención incluso a cuestiones triviales
con vistas a agradar es también esperada y exigida por la
sociedad; y, si se encuentra a un hombre en compañía,
nadie se sorprende al observar en él una mayor elegancia
en la ropa y un desenvolvimiento de la conversación más
agradable que cuando pasa su tiempo en casa y con su
propia familia. ¿En qué consiste, entonces, la vanidad ,
que es considerada tan justamente como una falta o im­
perfección? Parece consistir principalmente en una exhi­
bición tan inmoderada de nuestras ventajas, honores y
realizaciones; con una demanda tan abierta y pesada de
elogio y admiración, que resulta ofensiva para los demás
e invade demasiado su ambición y vanidad secretas. Es
además un indicio seguro de la falta de verdadera dig­
nidad y elevación de espíritu, algo que es un ornamento
tan grande en cualquier carácter. Porque, ¿a qué viene ese
impaciente deseo de aplauso; como si no tuvierais un jus­
to título al mismo y no pudierais razonablemente esperar
que os acompañe siempre? ¿Por qué mostrarse tan deseo­
so de informarnos de las grandes relaciones que habéis
mantenido; las cosas obsequiosas que os dijeron; los ho­
nores, las distinciones que habéis recibido; como si éstas
no fueran cosas obvias, y que podríamos fácilmente ha­
bernos imaginado por nosotros mismos sin que se nos
dijeran?
La d e c e n c i a , o una consideración adecuada a la
edad, el sexo, el carácter y la posición en el mundo, puede
clasificarse entre las cualidades que son inmediatamente
138 r)A VID HUME

agradables a los demás, y que por ello obtienen alabanza


y aprobación. Una conducta afeminada en un hombre,
un ademán rudo en una mujer, resultan feos porque no
son apropiados al carácter respectivo y difieren de las
cualidades que esperamos encontrar en cada sexo. Es
como si una tragedia abundara en bellezas cómicas, o
una comedia en bellezas trágicas. Las desproporciones
hacen daño a la vista y transmiten un sentimiento desa­
gradable a los espectadores. la fuente de censura y de­
saprobación. Éste es ese indecorum que C i c e r ó n ha ex­
plicado tan extensamente en sus Deberes.
También podemos dar a la l i m p i e z a un lugar entre las
otras virtudes; puesto que de forma natural nos hace
agradables a los demás y es una fuente importante de
amor y afecto. Nadie negará que una negligencia en este
particular es una falta; y como las faltas no son sino vi­
cios más pequeños, y esta falta no puede tener otro ori­
gen que la sensación de incomodidad que provoca en los
demás, podemos en este ejemplo aparentemente tan tri­
vial descubrir claramente el origen de las distinciones mo­
rales, algo sobre lo que los estudiosos se han enredado
ellos mismos en tales laberintos de perplejidad y error.
Pero además de todas las cualidades agradables, el ori­
gen de cuya belleza podemos en cierto grado explicar y
justificar, todavía queda algo misterioso c inexplicable
que transmite una satisfacción inmediata al espectador;
aunque este mismo espectador no pueda pretender deter­
minar el cómo, el porqué, o a causa de qué. Hay un
m o d o , una gracia, una facilidad, una elegancia, un yo-
no-sé-qué que algunos hombres poseen más que otros, y
que es muy diferente de la belleza externa y de la apa­
riencia atractiva, y que, sin embargo, capta nuestro afec­
to casi tan rápida y poderosamente. Y aunque se hable
principalmente de este modo en la pasión entre los sexos,
donde la magia oculta se explica fácilmente, sin embargo
seguramente prevalece también mucho en toda nuestra
estima de los caracteres, y constituye una parte impor­
tante del mérito personal. Por lo tanto, para esta clase de
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS OE LA MORAL 139

talentos hay que confiar enteramente en el testimonio cie­


go, pero seguro, del gusto y el sentimiento: y deben con­
siderarse como una parte de la ética que la naturaleza ha
dejado para confundir el orgullo de la filosofía y hacerla-
consciente de sus estrechos límites y de sus limitadas
adquisiciones.
Aprobamos a otra persona por su ingenio, corrección,
modestia, decencia, o cualquier otra cualidad agradable
que posea: aunque no figure entre nuestros conocidos, ni
nos haya proporcionado placer personalmente mediante
esos talentos. La idea que nos hacemos de su efecto sobre
sus conocidos posee una influencia agradable sobre nues­
tra imaginación, y nos proporciona el sentimiento de
aprobación. Este principio entra en todos los juicios que
nos formamos sobre las costumbres y los caracteres.
SECCIÓN IX

CONCLUSIÓN

Parte I

Puede parecer sorprendente, y con razón, que en una


época tan tardía un hombre encuentre necesario probar
mediante un razonamiento elaborado *J que el Mérito
personal consiste enteramente en la posesión de cualida­
des mentales útiles o agradables a la misma persona o a
los demás. Podría esperarse que este principio se le habría
ocurrido incluso a los primeros, rudos e inexpertos in­
vestigadores sobre la moral, y que se habría aceptado a
partir de su propia evidencia, sin ninguna controversia o
disputa. Todo lo que de alguna manera es valioso se cla­
sifica de forma tan natural bajo la división de útil o agra­
dable, lo utile o lo dulce, que no es fácil imaginar por qué
deberíamos buscar más allá o considerar la cuestión
como un asunto de investigaciones e indagaciones meti­
culosas. Y como todo lo que es útil o agradable tiene que
poseer estas cualidades respecto a la misma persona o a
los demás, la pintura o descripción completa del mérito
parece realizarse de forma tan natural como el sol pro­
yecta una sombra, o una imagen se refleja en el agua. Si
la superficie sobre la que se proyecta la sombra no es
accidentada e irregular; ni la superficie desde la que se
«2 («que la virtud o el mérito personal» en las ed. G a N).
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 141

refleja la imagen, oscilante y confusa; inmediatamente se


presenta una figura exacta, sin ningún arte o cuidado por
nuestra parte. Y parece una suposición razonable el que
los sistemas y las hipótesis han pervertido nuestro enten­
dimiento natural cuando una teoría tan simple y obvia
ha podido escapar durante tanto tiempo a la investiga­
ción más detallada.
Pero, independientemente de lo que haya pasado en la
filosofía con este tema, en la vida normal estos principios
se mantienen siempre incondicionalmente; y cuando rea­
lizamos algún panegírico o alguna sátira, cuando aplau­
dimos o censuramos una conducta o acción humana, no
se recurre nunca a ninguna otra consideración de alaban­
za o censura. Si observamos a los hombres en cualquier
relación de negocios o placer, en cualquier discurso y
conversación, encontraremos que en ningún sitio, excep­
to en las escuelas, se sienten perdidos con respecto a este
asunto. ¿Qué es más natural, por ejemplo, que el siguien­
te diálogo? Supondremos que una persona, dirigiéndose
a otra, afirma: eres muy afortunado por haber dado tu
hija a O l e a n t e s *j. Es un hombre de honor y humani­
dad. Todo el que tiene alguna relación con él está seguro
de obtener un trato justo y amable ***. También yo te fe­
licito, dice otro, por las expectativas prometedoras de
este yerno, cuya asidua aplicación al estudio de las leyes,
cuya penetración rápida y conocimiento precoz tanto de
los hombres como de los negocios le auguran los más
grandes honores y progresos *5. Me sorprendéis, replica
un tercero, cuando habláis de O l e a n t e s como un hom­
bre de negocios y aplicado. Le encontré hace poco en un
círculo de la compañía más alegre, y era el alma y la vida
misma de nuestra conversación; nunca antes había ob­
servado en nadie tanta agudeza unida a tan buenas ma­
*’ («Oleantes» es también el nombre de uno de los personajes de los
Diálogos sobre la religión natural, de Hume).
“ Cualidades útiles a los demás.
** Cualidades útiles a la misma persona.
142 DAVID HUME

ñeras; tanta galantería sin afectación, y tanto conoci­


miento ingenioso presentado de una forma tan
elegante "6. Todavía le admiraríais más, dice un cuarto,
si le conocierais más intimamente. Ese buen humor que
podéis observar en él no es un destello repentino provo­
cado por el hecho de encontrarse en compañia. Recorre
todo el tenor de su vida y hace que mantenga una se­
renidad en su semblante y una tranquilidad en su alma
continuas. Se ha encontrado con pruebas difíciles, tanto
desgracias como peligros, y en virtud de su grandeza de
espíritu fue, sin embargo, superior a todas ellas 87. Ca­
balleros. la imagen que habéis bosquejado aqui de
O l e a n t e s , exclamé, es la de un mérito consumado.
Cada uno de vosotros habéis dado una pincelada a su
figura; y de un modo inopinado habéis sobrepasado to­
dos los retratos trazados por G r a c i á n o C a s t i c l i o n e .
Un filósofo podría escoger este carácter como un modelo
de virtud perfecta.
Y asi como en la vida cotidiana se admite que toda
cualidad que resulta útil o agradable a nosotros mismos
o a los demás es una parte del mérito personal, así nin­
guna otra se recibirá jamás donde los hombres juzguen
las cosas de acuerdo con su razón natural y sin prejuicios,
sin las interpretaciones sofisticas y engañosas de la su­
perstición y la falsa religión. El celibato, el ayuno, la
penitencia, la mortificación, la negación de si mismo, la
humildad, el silencio, la soledad, y todo el conjunto de
virtudes monásticas, ¿por qué razón son rechazadas en
todas partes por los hombres sensatos, sino porque no
sirven para nada; ni aumentan la fortuna de un hombre
en el mundo, ni le convierten en un miembro más valioso
de la sociedad, ni le cualifican para el solaz de la com­
pañía, ni incrementan su poder de disfrutar consigo mis­
mo? Observamos, a la inversa, que van en contra de to­
dos estos fines deseables; embotan el entendimiento y en­
H Cualidades inmediatamente agradables a los demás.
” Cualidades inmediatamente agradables a la misma persona.
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 143

durecen el corazón; oscurecen la fantasía y agrian el


temperamento. Por lo tanto, las transferimos con justicia
a la columna opuesta y las colocamos en el catálogo de
los vicios; y ninguna superstición tiene la fuerza suficien­
te entre los hombres de mundo para pervertir completa­
mente estos sentimientos naturales. Un entusiasta melan­
cólico e insensato puede ocupar después de su muerte un
lugar en el calendario; pero casi nunca se le admitirá du­
rante su vida en intimidad y sociedad, excepto por aque­
llos que sean tan delirantes y sombríos como él.
Parece una suerte que la presente teoría no entre en esa
disputa ordinaria sobre ios grados de la benevolencia o
egoísmo que prevalecen en la naturaleza humana; una
disputa que probablemente nunca se resolverá, tanto
porque los hombres que han participado en la misma no
se dejan convencer fácilmente, como porque los fenó­
menos que ambas partes pueden aducir son tan variados
c inciertos, y están sujetos a tantas interpretaciones, que
apenas es posible compararlos con exactitud, u obtener
de ellos alguna conclusión o inferencia precisa. Para
nuestro propósito presente basta, si es que se admite, lo
que seguramente no puede cuestionarse sin caer en el ma­
yor absurdo, que en nuestro pecho se ha infundido cierta
benevolencia, por pequeña que sea; alguna chispa de
amistad por la especie humana; que alguna partícula de
la paloma forma parle de nuestra constitución, junto con
los elementos del lobo y la serpiente. Supongamos que
esos sentimientos generosos son muy débiles; que sean in­
suficientes para mover incluso una mano o un dedo de
nuestro cuerpo; todavía deben dirigir las determinaciones
de nuestro espíritu, y, cuando todo lo demás es igual,
producir una fría preferencia por lo que es útil y sirve
para algo a la humanidad sobre lo que resulta pernicioso
y peligroso. Por lo tanto, inmediatamente surge una dis­
tinción moral; un sentimiento general de censura y apro­
bación; una tendencia, por débil que sea, hacia los obje­
tos de la primera clase, y una aversión proporcional ha­
cia los de la segunda. Y estos razonadores que, con tanta
144 DAVID HVME

seriedad, mantienen el carácter predominantemente


egoísta de la especie humana, de ningún modo se escan­
dalizarán al oir de los débiles sentimientos de virtud im­
plantados en nuestra naturaleza. Por el contrario, se en­
cuentran tan dispuestos a mantener un principio como el
otro, y su espíritu de sátira (porque más parece de esto
que de corrupción) hace que de forma natural surjan am­
bas opiniones; las cuales tienen, de hecho, una gran, y
casi indisoluble, conexión entre si.
La avaricia, la ambición, la vanidad, y todas las pasio­
nes vulgarmente, aunque de forma impropia, compren­
didas bajo la denominación de egoísmo, están aqui ex­
cluidas de nuestra teoría sobre el origen de la moral, no
porque sean demasiado débiles, sino porque no tienen la
orientación adecuada para este propósito. La noción de
moral implica algún sentimiento común a toda la hu­
manidad, que recomienda el mismo objeto a la aproba­
ción general y hace que todos los hombres, o la mayoría
de ellos, concuerden en la misma opinión o decisión so­
bre él. Implica también algún sentimiento tan universal y
comprensivo como para abarcar a toda la humanidad y
convertir las acciones y conductas, incluso de las perso­
nas más alejadas, en objeto de aplauso o censura según
estén de acuerdo o en desacuerdo con esa regla de lo co­
rrecto que está establecida. Estas dos circunstancias im­
prescindibles pertenecen únicamente al sentimiento de
humanidad sobre el que aquí se está insistiendo. Las
otras pasiones producen en cada pecho muchos senti­
mientos poderosos de deseo y aversión, afecto y odio;
pero ni se sienten tan en común, ni son tan comprensivas
como para ser el fundamento de algún sistema general y
teoría sólida de la censura o la aprobación.
Cuando un hombre denomina a otro su enemigo, su
rival, su antagonista, su adversario, se entiende que habla
el lenguaje del egoísmo, y que expresa sentimientos que
le son peculiares y que surgen de su situación y circuns­
tancias particulares. Pero cuando otorga a cualquier
hombre ios epítetos de vicioso, odioso o depravado, habla
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 145

entonces otro lenguaje, y expresa sentimientos con los


que espera que todo su auditorio estará de acuerdo. Por
lo tanto, aquí debe apartarse de su situación privada y
particular, y debe escoger un punto de vista que sea co­
mún a él y a los demás. Debe mover algún principio uni­
versal de la constitución humana, y pulsar una cuerda en
la que toda la humanidad esté de acuerdo y en armonía.
Si, por tanto, quiere decir que este hombre posee cuali­
dades cuya tendencia es perniciosa para la sociedad, ha
escogido este punto de vista común, y ha tocado el prin­
cipio de humanidad en el que todos los hombres concu­
rren en cierto grado. Mientras que el corazón humano se
componga de los mismos elementos que en el presente,
nunca será completamente indiferente al bien público, ni
permanecerá enteramente impasible respecto a la tenden­
cia de los caracteres y las costumbres. Y aunque no se
puede considerar generalmente que este sentimiento de
humanidad sea tan fuerte como la vanidad o la ambición,
sin embargo, al ser común a todos los hombres, sólo él
puede ser el fundamento de la moral o de un sistema ge­
neral de censura o alabanza. La ambición de un hombre
no es la ambición de otro; y el mismo acontecimiento u
objeto no resultará satisfactorio para ambos. Pero la hu­
manidad de un hombre es la humanidad de todos, y el
mismo objeto afecta a esta pasión en todas las criaturas
humanas.
Pero los sentimientos que surgen de la humanidad no
sólo son los mismos en todas las criaturas humanas y
producen la misma aprobación o censura, sino que tam­
bién comprenden a todas las criaturas humanas; y no hay
ninguna cuya conducta o carácter no sea, por este medio,
un objeto de censura o aprobación para todas las demás.
Por el contrario, esas otras pasiones normalmente deno­
minadas egoístas producen sentimientos diferentes en
cada individuo de acuerdo con su situación particular, y
también contemplan a la mayor parte de la humanidad
con la mayor indiferencia y despreocupación. Quienquie­
ra que me tenga en alta consideración y estima halaga mi
146 DAVID HVME

vanidad; quienquiera que exprese desprecio hacia mí me


mortifica y ofende. Pero como mi nombre sólo es cono­
cido por una pequeña parte de la humanidad, son pocos
los que caen dentro de la esfera de esta pasión o excitan,
en base a ello, mi afecto o mi disgusto. Pero si describís
una conducta tiránica, insolente o bárbara que se da en
cualquier país o en cualquier época del mundo, en segui­
da dirijo mi vista hacia la tendencia perniciosa de tal con­
ducta y experimento el sentimiento de repugnancia y
desagrado hacia ella. Ningún carácter puede estar tan
distante como para resultarme, bajo esta luz, comple­
tamente indiferente. Lo que es beneficioso para la socie­
dad o para la misma persona debe preferirse siempre. Y
toda cualidad o acción de todo ser humano debe colo­
carse por este medio bajo alguna clase o denominación
que exprese una censura o aplauso general.
Por tanto, ¿qué más podemos pedir para distinguir los
sentimientos dependientes de la humanidad de aquellos
que se relacionan con cualquier o irá pasión, o p ara que­
darnos satisfechos de por qué los primeros, y no los se­
gundos. constituyen el origen de la moral? Cualquier
conducta que obtenga mi aprobación al afectar mi hu­
manidad logra también el aplauso de todo el mundo al
pulsar el mismo sentimiento en ellos. Pero lo que sirve a
mi avaricia o a mi ambición sólo agrada a estas pasiones
que hay en mi, y no afecta a la avaricia y a la ambición
del resto de la humanidad. No hay ninguna circunstancia
de la conducta de cualquier hombre que, con tal de que
manifieste una tendencia beneficiosa, no resulte agrada­
ble a mi humanidad, por muy distante que esté la per­
sona. Pero todo hombre que esté tan alejado que ni vaya
en contra ni sirva a mi avaricia y ambición es conside­
rado por estas pasiones como completamente indiferente.
Por tanto, al ser tan grande y tan evidente la distinción
entre estas clases de sentimiento, el lenguaje tiene que
moldearse en seguida en base a ella, y debe inventar un
conjunto especial de términos con vistas a expresar esos
sentimientos universales de censura o aprobación que
INVESTIGACIÓN SOBRE IjOS PRINCIPIOS DE I.A MORAL 147

surgen de la humanidad “ o de consideraciones de utili­


dad general y de su contrario. La virtud y el vicio lle­
gan entonces a ser conocidos. La moral es reconocida. Se
forman ciertas ideas generales sobre la conducta y el
comportamiento humano. Se esperan de los hombres ta­
les medidas en tales situaciones. Se determina que esta
acción está conforme con nuestra regla abstracta; que esa
otra es contraria. Y, mediante tales principios universa­
les, los sentimientos particulares del egoísmo son frecuen­
temente controlados y limitados
De los casos de tumultos populares, sediciones, faccio­
nes y pánicos, y de todas las pasiones de las que participa
una multitud, podemos aprender la influencia de la so­
ciedad en lo que se refiere a excitar y apoyar cualquier
emoción; pues encontramos que por este medio surgen de
" (Es decir, del sentimiento de humanidad; «humanidad» y «senti­
miento de humanidad» son utilizados por Hume indistintamente).
" Parece que es cierto, tanto por la razón como por la experiencia,
que un salvaje tosco y sin ninguna enseñanza regula principalmente su
amor y su odio mediante las ideas de utilidad y perjuicio privados, y
no tiene sino concepciones débiles de una regla general o sistema de
conducta. Odia con lodo su corazón al hombre que está frente a él en
la batalla, y no sólo en el mismo momento, algo que es casi inevitable,
sino para siempre: y no queda satisfecho sin la venganza y el castigo
más extremados. Pero nosotros, acostumbrados a la sociedad y a refle­
xiones de más alcance, consideramos que este hombre está sirviendo a
su propio país y a su comunidad; que cualquier hombre en la misma
situación haría lo mismo: que nosotros mismos en circunstancias pa­
recidas nos comportamos de una manera similar: que. en general, la
sociedad humana se mantiene mejor sobre tales máximas: y, mediante
estas suposiciones y consideraciones, corregimos en cierta medida nues­
tras pasiones más toscas y estrechas. Y aun cuando una parle muy
grande de nuestra amistad y enemistad se regule todavía por conside­
raciones privadas de beneficio y perjuicio, prestamos al menos este ho­
menaje a las reglas generales que estamos acostumbrados a respetar:
frecuentemente pervertimos la conducta de nuestro adversario impu­
tándole malicia o injusticia: y ello con vistas a dar salida a esas pasiones
que surgen del egoísmo y del interés privado. Cuando el corazón está
lleno de ira. nunca le faltan pretextos de esta naturaleza; aunque al­
gunas veces sean tan frivolos como auuellos por los que Horacio, al ser
casi aplastado por la caída de un árbol, finge acusar de parricidio al
primero que lo plantó.
14H DAVID HUME

los acontecimientos más frívolos y sin importancia los


desórdenes más ingobernables. S o l ó n no fue demasiado
cruel, aunque sí quizás un legislador injusto, cuando cas­
tigó a los que permanecieran neutrales en las guerras ci­
viles; y creo que pocos incurrirían en tales casos en el
castigo si se admitiera que sus afectos y sus discursos bas­
tan para absolverlos. Ningún egoísmo, y apenas ninguna
filosofía, tienen fuerza suficiente para mantener una total
imperturbabilidad e indiferencia; y tiene que ser más, o
menos, que un hombre quien no se encienda con la llama
común. ¿Qué tiene de extraño, entonces, el que se en­
cuentre que los sentimientos morales tienen tanta influen­
cia en la vida, aunque surjan de principios que a primera
vista pueden parecer un tanto exiguos y débiles? Pero te­
nemos que observar que estos principios son sociables y
universales. De alguna manera forman el partido de la
humanidad contra el vicio o el desorden, su enemigo co­
mún; y, según la preocupación benévola por los demás
se difunde en mayor o menor medida entre lodos los
hombres, y es la misma en todos ellos, aparece con más
frecuencia en el discurso, es apreciada en la sociedad y
en la conversación, y la censura y la aprobación conse­
cuentes a ella se despiertan de este modo de ese letargo
en el que probablemente permanecen en la naturaleza so­
litaria y no cultivada. Aunque otras pasiones sean quizás
originariamente más vigorosas: sin embargo, al ser egoís­
tas y privadas, son a menudo dominadas por su fuerza,
y ceden el dominio de nuestro corazón a esos principios
sociales y públicos.
Otra fuente de nuestra constitución que proporciona
una gran adición de fuerza al sentimiento moral es el de­
seo de fama, el cual gobierna con tal autoridad incontro­
lada en todas las mentes elevadas, y es a menudo el ob­
jetivo principal de todos sus propósitos y empresas. Me­
diante nuestro intento continuo y fervoroso de hacemos
con un carácter, un nombre y una reputación en el mun­
do, frecuentemente pasamos revista a nuestro compor­
tamiento y conducta, y consideramos cómo aparecen a
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 149
los ojos de aquellos que se nos acercan y nos observan.
Este continuo hábito de examinarnos a nosotros mismos
reflexivamente, por decirlo así, mantiene vivos todos los
sentimientos de lo correcto y de lo erróneo, y engendra
en las naturalezas nobles una cierta reverencia tanto por
ellas mismas como por los demás; lo cual es el guardián
más seguro de toda virtud. Las comodidades y placeres
animales pierden gradualmente su valor, mientras que
toda belleza interior y gracia moral se adquieren con
aplicación, y la mente logra toda perfección que pueda
adornar o embellecer a una criatura racional.
Aqui está la moralidad más perfecta que conocemos.
Aqui se presenta la fuerza de muchas simpatias. Nuestro
sentimiento moral es principalmente una emoción de esta
naturaleza. Y nuestra estima por nuestra reputación de­
lante de los demás parece surgir únicamente de una preo­
cupación por conservar nuestra reputación delante de
nosotros mismos; y con vistas a lograr esta Finalidad en­
contramos que es necesario apoyar nuestro juicio vaci­
lante en la aprobación correspondiente de la humanidad.
Pero, para que podamos ordenar estos temas y quitar
de en medio, si es posible, todas las dificultades, conce­
damos que todos estos razonamientos son falsos. Con­
cedamos que cuando resolvemos el placer que surge de
consideraciones de utilidad en los sentimientos de hu­
manidad y simpatía hemos adoptado una hipótesis equi­
vocada. Confesemos que es necesario encontrar alguna
otra explicación de ese aplauso que concedemos a los ob­
jetos —sean inanimados, animados o racionales— que
poseen una tendencia a promover el bienestar y el pro­
vecho de la humanidad. Por difícil que sea concebir que
se aprueba un objeto en base a su tendencia a un cierto
lin, cuando el mismo fin nos resulta totalmente indife­
rente; traguemos este absurdo y consideremos cuáles son
sus consecuencias. El bosquejo o definición precedente 90
del mérito personal tiene que retener todavía su evi-
" («de la virtud» en ed. G a N).
150 DAVID HUME

dencia y autoridad. Todavía debe admitirse que toda


cualidad de la mente que sea útil o agradable a la misma
persona o a los demás comunica un placer al espectador,
atrae su estima y es admitida bajo la denominación ho­
norable de virtud o mérito. ¿No son la justicia, la fideli­
dad, el honor, la veracidad, la lealtad, la castidad, esti­
madas únicamente en base a su tendencia a promover el
bien de la sociedad? ¿No es inseparable esa tendencia de
la humanidad, la benevolencia, la compasión, la genero­
sidad, la gratitud, la moderación, la ternura, la amistad
y todas las demás virtudes sociales? ¿Puede dudarse que
la laboriosidad, la prudencia, la frugalidad, la reserva, el
orden, la perseverancia, la previsión, el juicio y toda esta
clase de virtudes y talentos, cuyo catálogo no cabria en
muchas páginas; puede dudarse, digo, de que la tenden­
cia de estas cualidades a promover el interés y la felicidad
de su poseedor es el único fundamento de su mérito?
¿Quién puede cuestionar que una mente que mantiene
una continua serenidad y buen humor, una noble digni­
dad y un espíritu intrépido, una buena voluntad y un
afecto tiernos hacia todos los que la rodean, como tiene
más goce dentro de si misma, es también un espectáculo
más animoso y alegre que si estuviera abatida por la me­
lancolía, atormentada por la ansiedad, irritada por la ra­
bia o hundida en la depravación y en la vileza más
abyectas? Y en lo que se refiere a las cualidades inmedia­
tamente agradables a los demás, ellas hablan suficiente­
mente por sí mismas; y verdaderamente ha de ser un in­
feliz en su propio temperamento, o en su situación y re­
laciones, quien nunca haya percibido los encantos de un
ingenio divertido o de una afabilidad fluida, de una fina
modestia o de una amable gentileza en la conversación y
en los modales.
Soy consciente de que nada puede ser menos filosófico
que ser categórico y dogmático acerca de cualquier tema;
y que, incluso si pudiera mantenerse un escepticismo ex­
cesivo, éste no seria más destructor de toda investigación
y razonamiento justos. Estoy convencido de que cuando
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL ¡S t

los hombres se muestran más seguros y arrogantes es


cuando normalmente están más equivocados y han dado
allí rienda suelta a la pasión sin esa adecuada delibera­
ción y suspensión de juicio que son las únicas que pueden
protegerlos de los absurdos más grandes. Sin embargo,
tengo que confesar que esta enumeración pone el asunto
bajo una luz tan fuerte, que no puedo, en el momento
presente, estar más seguro de ninguna verdad que apren­
da a partir del razonamiento y la argumentación, que lo
que estoy de que el mérito personal consiste enteramente
en la utilidad o el carácter agradable de las cualidades
para la misma persona que las posee o para otras que
tienen alguna relación con ella. Pero cuando reflexiono
que, aunque se ha medido y delineado el volumen y la
figura de la tierra, aunque se han explicado los movi­
mientos de la marea, se ha sometido a sus propias leyes
el orden y la economía de los cuerpos celestes; y el mismo
infinito se ha reducido a cálculo; y, sin embargo, los
hombres todavía discuten sobre el fundamento de sus de­
beres morales. Cuando reflexiono sobre esto, digo, rein­
cido en una falta de confianza en mí mismo y en el es­
cepticismo, y sospecho que si una hipótesis tan evidente
fuera verdadera, hubiera recibido desde hace tiempo el
consentimiento y la aprobación unánime de la huma­
nidad.

Parte II

Habiendo explicado la aprobación moral que acom­


paña al mérito o a la virtud ” , no queda sino considerar
brevemente nuestra obligación interesada respecto a ella,
e investigar si todo hombre que preste alguna atención a
su propia felicidad y bienestar no favorecerá más sus pro­
pios intereses mediante la práctica de todos los deberes
morales. Si a partir de la anterior teoría esto puede de-
«1 (La cd. G omite la oración procedente).
152 DAVID HUME

terminarse claramente, tendremos la satisfacción de pen­


sar que hemos propuesto principios que no sólo cabe es­
perar que resistirán la prueba del razonamiento y la in­
vestigación, sino que pueden contribuir a la rectificación
de la vida de los hombres y a su mejora en moralidad y
virtud social. Y aunque la verdad filosófica de cualquier
proposición de ningún modo dependa de su tendencia a
promover los intereses de la sociedad, sin embargo, un
hombre actúa con mala voluntad al comunicar una teoría
que, por verdadera que sea, tiene que confesar que con­
duce a una práctica peligrosa y perniciosa. ¿Por qué hur­
gar en esos rincones de la naturaleza que difunden mo­
lestias a su alrededor? ¿Por qué sacar la pestilencia del
hoyo en el que está enterrada? Puede que se admire el
carácter ingenioso de vuestras investigaciones; pero vues­
tros sistemas serán detestados. Y la humanidad estará de
acuerdo, si no pueden refutarlos, en sumirlos al menos
en un olvido y silencio eterno. Las verdades que son per­
niciosas para la sociedad, si las hubiere, se someterán a
los errores que son saludables y ventajosos.
Pero, ¿qué verdades filosóficas pueden resultar más
ventajosas para la sociedad que las aquí expuestas, que
representan a la virtud con todos sus auténticos y más
atractivos encantos, y nos hacen aproximarnos a ella con
facilidad, familiaridad y afecto? Cae el lúgubre vestido
con el que la habian recubierto muchos teólogos y algu­
nos filósofos; y no aparece nada sino la gentileza, la hu­
manidad, la beneficencia, y la afabilidad; es más, en mo­
mentos adecuados aparece el juego, la travesura y la ale­
gría. No nos habla de rigores y austeridades inútiles, de
sufrimiento y autonegación. Declara que su único pro­
pósito es hacer a sus devotos y a toda la humanidad, du­
rante todos los instantes de su existencia, si ello es posi­
ble, joviales y felices; y no se separa nunca de buena gana
de ningún placer si no es con la esperanza de obtener una
compensación amplia para algún otro período de sus vi­
das. El único esfuerzo que exige es el de un cálculo exacto
y una preferencia firme por la felicidad más grande. Y si
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 153

algunos pretendientes austeros se acercan a ella, enemi­


gos de la alegría y del placer, o bien los rechaza como
hipócritas y embusteros, o, si los admite en su cortejo,
son clasificados, sin embargo, entre los menos favoreci­
dos de sus devotos.
Y, en verdad, para prescindir de toda expresión figu­
rada, ¿qué esperanza podemos tener de comprometer a
la humanidad con una práctica que reconocemos que
está llena de austeridad y rigor? O, ¿qué teoría de la mo­
ral puede servir a algún propósito útil si no puede mos­
trar mediante algún detalle concreto que todos los de­
beres que recomienda constituyen también el verdadero
interés de cada individuo? La ventaja especial del sistema
precedente parece ser el de proporcionar medios adecua­
dos para este fin.
Seguramente estaría de más probar que las virtudes
que son útiles o agradables de forma inmediata a la per­
sona que las posee son deseables en vista del interés pro­
pio. De hecho, los moralistas pueden ahorrarse todos los
esfuerzos que a menudo realizan para recomendar estos
deberes. ¿Con qué fin reunir argumentos para mostrar
que la moderación es ventajosa y los excesos de placer
perjudiciales, cuando resulta que estos excesos se deno­
minan de esta manera únicamente porque son perjudicia­
les; y que si el uso ilimitado de licores fuertes, por ejem­
plo, dañara tan poco la salud o las facultades de la mente
y el cuerpo como el uso del aire o del agua, no sería ni
una pizca más vicioso o censurable?
Parece igual de superfluo probar que las virtudes so­
ciables de las buenas maneras y el ingenio, la decencia y
la gentileza, son más deseables que las cualidades contra­
rías. La sola vanidad, sin ninguna otra consideración, es
un motivo suficiente para hacemos desear la posesión de
estos talentos. Ningún hombre ha sido deficiente en este
particular de forma voluntaría. Todos nuestros fallos
proceden aquí de la mala educación, la falta de capaci­
dad, o una disposición perversa e indócil. ¿Deseáis que
se codicie, se admire, se persiga vuestra compañía; o pre­
1S4 DAVID HUME

ferís que sea odiada, despreciada y evitada? ¿Puede al­


guien deliberar seriamente sobre esto? Como ningún dis­
frute es sincero sin alguna referencia a las personas con
las que uno se relaciona y a la sociedad; así, ninguna so­
ciedad puede resultar agradable, o incluso tolerable,
cuando un hombre siente que su presencia no es bien re­
cibida, y descubre por todas partes a su alrededor indi­
cios de disgusto y aversión.
Pero, ¿por qué no debería ocurrir lo mismo en la so­
ciedad más grande o confederación de la humanidad que
en los clubs y reuniones particulares? ¿Por qué es más
dudoso que las amplias virtudes de la humanidad, la ge­
nerosidad, la beneficencia son deseables con vistas a la
felicidad y al interés de uno mismo, que el que lo sean
los talentos restringidos del ingenio y la cortesía? ¿Es que
tememos que esos afectos sociales se interfieran en un
grado mayor y más inmediato que cualquier otra ocu­
pación con la utilidad privada, y que no se los pueda sa­
tisfacer sin algún sacrificio importante del honor y el pro­
vecho? Si es asi, no estamos sino mal instruidos acerca
de la naturaleza de las pasiones humanas, y nos encon­
tramos más influidos por distinciones verbales que por
diferencias reales.
Sea cual fuere la contradicción que de modo ordinario
pueda suponerse que hay entre los sentimientos y dispo­
siciones egoístas y las sociales, en realidad no son más
opuestas que las egoístas y las ambiciosas, las egoístas y
las vengativas, las egoístas y las vanidosas. Es preciso que
haya una propensión original de alguna clase que sirva
de base al egoísmo, proporcionando una afición por los
objetos de su búsqueda; y ninguna es más adecuada para
este propósito que la benevolencia o la humanidad. Los
bienes de fortuna se gastan en una u otra gratificación.
El avaro que acumula sus ingresos anuales y los presta
con interés, los ha gastado realmente en la gratificación
de su avaricia. Y sería difícil mostrar por qué un hombre
pierde más realizando una acción generosa que mediante
cualquier otra forma de gasto; puesto que lo máximo que
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 155

puede conseguir mediante el egoismo más elaborado es


la satisfacción de algún afecto.
Ahora bien, si la vida sin pasión tiene que resultar
completamente insípida y pesada; supongamos que un
hombre tiene pleno poder para modelar su propia dis­
posición, y que delibera sobre el apetito o deseo que es­
cogerá como fundamento de su felicidad y disfrute. Ob­
servará que todo afecto que se ve coronado por el éxito
ofrece una satisfacción proporcionada a su fuerza y vio­
lencia; pero además de esta ventaja que es común a todos
los afectos, el sentimiento inmediato de benevolencia y
amistad, humanidad y bondad, resulta dulce, suave, tier­
no y agradable, y esto independientemente de toda for­
tuna y accidentes. Estas virtudes están acompañadas,
además, de una grata conciencia o recuerdo, y nos man­
tienen en un estado de buena disposición tanto con
respecto a nosotros mismos como con respecto a los de­
más. pues retenemos la reflexión agradable de que hemos
cumplido nuestras obligaciones hacia la humanidad y la
sociedad. Y aunque todos los hombres se muestran ce­
losos de nuestros éxitos en los empeños de la avaricia y
la ambición, sin embargo, estamos casi seguros de su
buena voluntad y de sus buenos deseos en tanto que per­
severemos en los senderos de la virtud y nos dediquemos
a la realización de propósitos y planes generosos. ¿Existe
otra pasión en la que encontremos unidas tantas venta­
jas; un sentimiento agradable, una conciencia grata, una
buena reputación? Pero podemos observar que los hom­
bres están de suyo muy convencidos de estas verdades; y
que no es que se muestren deficientes en su deber hacia
la sociedad porque no deseen ser generosos, amigables y
humanos; sino porque no se sienten tales.
Tratando al vicio con el mayor candor y haciéndole
todas las concesiones posibles, tenemos que reconocer
que no hay en ningún caso el pretexto más mínimo para,
desde la perspectiva del interés propio, concederle prefe­
rencia sobre la virtud; excepto, quizá, en el caso de la
justicia, donde, considerando las cosas desde un cierto
156 D Al'W H V M E

punto de vista, a menudo puede parecer que un hombre


sale perdiendo por su integridad. Y, aunque se admita
que sin el respeto por la propiedad ninguna sociedad po­
dría subsistir, sin embargo, de acuerdo con la forma im­
perfecta en que se dirigen los asuntos humanos, un bri­
bón inteligente puede pensar en casos particulares que un
acto de iniquidad e infidelidad puede proporcionar una
adición considerable a su fortuna sin causar una brecha
considerable en la confederación o unión social. Que la
honestidad constituye la mejor política puede ser una bue­
na regla general, pero es susceptible de muchas excepcio­
nes. Y quizás pueda pensarse que se conduce con más
sabiduría quien observa la regla general y se aprovecha
de todas las excepciones.
He de reconocer que si un hombre piensa que este ra­
zonamiento está muy requerido de una respuesta, será un
poco difícil encontrar alguna que le resulte satisfactoria
y convincente. Si su corazón no se rebela contra tales má­
ximas perniciosas, si no siente aversión por los pensa­
mientos de maldad y bajeza, ha perdido, de hecho, un
motivo considerable a favor de la virtud; y podemos es­
perar que su práctica estará de acuerdo con su especu­
lación. Pero en todas las naturalezas candorosas la anti­
patía hacia la perfidia y la truhanería es demasiado fuerte
para ser contrapesada por perspectivas de beneficios o
ventajas pecuniarias. La paz interior del espirilu, la con­
ciencia de integridad, un examen satisfactorio de nuestra
propia conducta, éstas son circunstancias que resultan
muy necesarias para la felicidad, y que serán apreciadas
y cultivadas por todo hombre honesto que sienta su im­
portancia.
Tal persona tiene, además, la frecuente satisfacción de
contemplar a bribones que, a pesar de toda su astucia y
habilidades, son traicionados por sus propias máximas; y
que, aunque su propósito es estafar de una forma secreta
y controlada, se presenta un acontecimiento tentador, la
naturaleza es frágil, y caen en la trampa; de donde nunca
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 157

logran salir sin la pérdida total de su reputación y de


toda futura confianza y fe por parle de la humanidad.
Pero aunque consiguieran obrar en secreto y tener éxi­
to, el hombre honrado, si posee algún barniz de filosofía,
o incluso de la reflexión y la observación comunes, des­
cubrirá que los bribones resultan al final las mayores vic­
timas, y que han sacrificado el disfrute inestimable de
una reputación, en lo que se refiere al menos a ellos mis­
mos, por la adquisición de juguetes y chucherías sin va­
lor. ¿Qué pocas cosas son necesarias para satisfacer las
necesidades de la naturaleza? Y, en lo que respecta al pla­
cer; ¿qué comparación entre la satisfacción no comprada
de la conversación, las relaciones sociales, el estudio, in­
cluso de la salud y de las bellezas usuales de la natura­
leza; pero sobre todo la reflexión tranquila sobre la pro­
pia conducta; qué comparación, digo, entre estas satis­
facciones y las diversiones vacías y febriles del lujo y el
gasto? De hecho, esos placeres naturales realmente no
tienen precio; tanto porque están por debajo de todo pre­
cio en su obtención, como porque se encuentran por en­
cima de cualquiera en su disfrute.
APÉNDICE I

SOBRE EL SENTIMIENTO MORAL

Si se acepta la hipótesis precedente nos será fácil ahora


resolver la cuestión sobre los principios generales de la
moral con la que comenzamos92; y aunque aplazamos
la resolución de esta cuestión para que no nos envolviera
en aquel momento en especulaciones complejas y que re­
sultan inadecuadas para los discursos morales, podemos
reasumirla ahora y examinar en qué medida entra la ra­
zón o el sentimiento en todas las decisiones de elogio o
censura.
Suponiendo que uno de los principales fundamentos
del elogio moral está en la utilidad de cualquier cualidad
o acción, es evidente que la razón tiene que participar de
forma importante en todas las decisiones de esta clase;
pues sólo esta facultad puede instruirnos acerca de la ten­
dencia de las cualidades y acciones, e indicarnos sus con­
secuencias beneficiosas para la sociedad y su poseedor.
En muchos casos éste es un asunto sujeto a una gran con­
troversia. Pueden surgir dudas; pueden existir intereses
opuestos; y debe darse la preferencia a una opción en
función de consideraciones muy meticulosas y de una pe­
queña preponderancia de utilidad. Esto es especialmente
notable en cuestiones referentes a la justicia; como, de
hecho, es natural suponer a partir de esa clase de utilidad
" Secc. I.
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 159

que acompaña a esta virtud 93. Si cada uno de los casos


de justicia, como ocurre con los de benevolencia, resul­
tara útil a la sociedad, ésta sería una situación más sim­
ple, y rara vez susceptible de una gran controversia. Pero
como los casos individuales de justicia a menudo son per­
niciosos en su tendencia primera e inmediata, y como las
ventajas para la sociedad resultan únicamente de la ob­
servancia de la regla general, y de la concurrencia y com­
binación de varías personas en la misma conducta equi­
tativa. la situación se convierte aqui en más complicada
y compleja. Las circunstancias diversas de la sociedad,
las consecuencias diversas de cualquier práctica, los in­
tereses diversos que pueden ofrecerse: todo esto resulta
dudoso en muchas ocasiones, y está sujeto a una gran
discusión e investigación. El objeto de las leyes munici­
pales es decidir todas las cuestiones con respecto a la jus­
ticia. Los debates de los civilistas, las reflexiones de los
políticos, los precedentes de la historia y los documentos
públicos se dirigen todos ellos al mismo fin. Y a menudo
resulta indispensable una razón o juicio muy preciso para
adoptar la resolución correcta en medio de tales dudas
intrincadas, y que surgen de utilidades oscuras o contra­
rías.
Pero aunque la razón sea suficiente, cuando se encuen­
tra plenamente asistida y perfeccionada, para instruirnos
sobre las tendencias útiles o perniciosas de las cualidades
o acciones, ella sola no es suficiente para producir nin­
guna aprobación o censura moral. La utilidad es sólo
una tendencia hacia un cierto fin, y si el fin nos resultara
completamente indiferente, sentiríamos la misma indife­
rencia respecto al medio. Con vistas a conceder la pre­
ferencia a las tendencias útiles sobre las perniciosas es in­
dispensable que se manifieste aqui un sentimiento. Este
sentimiento no puede ser otro que una apreciación de la
felicidad de la humanidad y una indignación por su su­
frimiento; puesto que éstos son los diferentes fines que la
Véase el Apéndice III.
160 DAVID HUME

virtud y el vicio tienen tendencia a promover. Por lo tan­


to, la razón nos instruye aquí en las diferentes tendencias
de las acciones, y la humanidad establece una distinción
a favor de aquellas que son útiles y beneficiosas.
Esta partición entre las facultades del entendimiento y
del sentimiento en todas las decisiones morales parece
clara a partir de la hipótesis precedente. Pero supondré
que esta hipótesis es falsa. Será necesario buscar, enton­
ces. alguna otra teoría que pueda resultar satisfactoria; y
me atrevo a afirmar que nunca se encontrará ninguna
mientras supongamos que la razón es la única fuente de
la moral. Para probar esto resultará adecuado ponderar
las cinco consideraciones siguientes.
I. A una hipótesis falsa le resulta fácil conservar al­
guna apariencia de verdad mientras se mantenga com­
pletamente a un nivel de generalidades, utilice términos
indefinidos, y emplee comparaciones en vez de ejemplos.
Esto es especialmente digno de notarse en esa filosofía
que atribuye el discernimiento de todas las distinciones
morales a la sola razón, sin la concurrencia del senti­
miento. Es imposible que en cualquier ejemplo concreto
esta hipótesis pueda llegar a convertirse siquiera en in­
teligible; cualquiera que sea la imagen plausible que pue­
da ofrecer en los discursos y declamaciones generales.
Examinad, por ejemplo, la ofensa de ingratitud; la cual
tiene lugar siempre que, por un lado, observamos buena
voluntad, expresada y conocida, junto con la realización
de buenos oficios, y, por el otro, una respuesta de mala
voluntad o indiferencia, junto con malos oficios o desa­
tención. Analizad atentamente todas estas circunstancias,
y examinad sólo con vuestra razón en qué consiste el de­
mérito o la censura. Nunca llegaréis a ningún resultado
o conclusión.
La razón juzga o bien sobre cuestiones de hecho o bien
de relaciones. Investigad, primero, entonces, dónde está
esa cuestión de hecho que aquí llamamos ofensa; seña­
larla: determinad el tiempo de su existencia; describid su
esencia o naturaleza; explicad el sentido o facultad ante
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 161

la que se descubre. Reside en la mente de la persona que


es desagradecida. Por lo tanto, debe sentirla y ser cons­
ciente de ella. Pero allí no hay nada, excepto la pasión de
la mala voluntad o de la indiferencia absoluta. No podéis
decir que estas pasiones son siempre en sí mismas y en
todas las circunstancias ofensas. No; sólo son ofensas
cuando se dirigen hacia personas que antes han expre­
sado y manifestado buena voluntad hacia nosotros. Po­
demos inferir, por consiguiente, que la ofensa de ingra­
titud no es un hecho individual determinado; sino que
surge de un conjunto de circunstancias que, al presentar­
se al espectador, excitan el sentimiento de censura debido
a la particular estructura y constitución de su mente.
Esta descripción es falsa, me diréis. De hecho, la ofen­
sa no consiste en un hecho particular de cuya realidad nos
asegure la razón. Sino que consiste en ciertas relaciones
morales que descubre la razón; de la misma manera que
descubrimos mediante la razón las verdades de la geo­
metría o del álgebra. Pero, pregunto, ¿de qué relaciones
habláis aquí? En el caso propuesto más arriba veo pri­
mero buena voluntad y buenos olidos en una persona:
después, mala voluntad y malos oficios en otra. Entre
ellas se da la relación de contrariedad. ¿Consiste la ofensa
en esta relación? Pero supongamos que una persona ma­
nifestara hacia mí mala voluntad o que me hiciera malos
oficios; y que yo, a cambio, fuera indiferente hacia él o
le hiciera buenos oficios. Aquí hay la misma relación de
contrariedad-, y, sin embargo, mi conducta es a menudo
altamente loable. Dadle tantas vueltas como queráis a
este asunto; nunca podréis hacer descansar la moralidad
en la relación, sino que tendréis que recurrir a las deci­
siones del sentimiento.
Cuando se afirma que dos y tres es igual a la mitad de
diez, entiendo perfectamente esta reladón de igualdad.
Concibo que si divido diez en dos partes, una de las cua­
les tiene tantas unidades como la otra, y comparo una de
estas partes con dos más tres, aquélla contendrá tantas
unidades como este número compuesto. Pero cuando ex­
162 DAVID HUME

traéis de aquí una comparación con las relaciones mo­


rales, reconozco que me siento completamente perdido
sobre cómo entenderos. Una acción moral, una ofensa,
tal como la ingratitud, es un objeto complicado. ¿Con­
siste la moralidad en la relación de sus partes entre sí?
¿Cómo? ¿De qué manera? Especificad la relación. Sed
más concretos y explícitos en vuestras proposiciones y fá­
cilmente veréis su falsedad.
No, decís, la moralidad consiste en la relación de las
acciones a la regla de lo correcto; y se denominan buenas
o malas según concuerden o no con ella. ¿Qué es, enton­
ces. esta regla de lo correcto? ¿En qué consiste? ¿Cómo
se determina? Mediante la razón, decís, la cual examina
las relaciones morales de las acciones. Asi que las rela­
ciones morales se determinan mediante la comparación
de las acciones con una regla. Y esa regla se determina
considerando las relaciones morales de los objetos. ¿No
es éste un razonamiento admirable?
Todo esto es metafísica, exclamáis. Eso es suficiente.
No se necesita nada más para ofrecer una fuerte presun­
ción de falsedad. Sí, replico yo. Ciertamente aquí hay me­
tafísica. Pero está toda en vuestro lado; vosotros propo­
néis una hipótesis abstrusa que nunca puede hacerse in­
teligible y que no se corresponde con ningún ejemplo
o caso concreto. La hipótesis que nosotros adoptamos
es sencilla. Mantiene que la moralidad se determina
mediante el sentimiento. Define a la virtud como cual­
quier acción o cualidad mental que ofrece al espectador el
sentimiento placentero de aprobación; y al vicio como lo
contrarío. Procedemos después a examinar una sencilla
cuestión de hecho, a saber, qué acciones tienen esta in­
fluencia. Consideramos todas las circunstancias en que
concucrdan estas acciones; y procuramos obtener de ello
algunas observaciones generales referentes a estos senti­
mientos. Si llamáis a esto metafísica, y encontráis aqui
cualquier cosa abstrusa, sólo tenéis que concluir que el
sesgo de vuestra mente no es adecuado para las ciencias
morales.
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS l)F. LA MORAL M.<

11. Siempre que un hombre delibera sobre su propia


conducta (por ejemplo, si en el caso de una necesidad
apremiante sería mejor ayudar a un hermano o a un be­
nefactor) tiene que considerar esas distintas relaciones,
junto con todas las circunstancias y situaciones de las
personas, con vistas a decidir cuál es el deber y la obli­
gación superiores. Con el fin de determinar la proporción
de las líneas de cualquier triángulo es necesario examinar
la naturaleza de esta figura y las relaciones que sus di­
ferentes partes guardan entre sí. Pero, no obstante esta
aparente semejanza entre los dos casos, hay en el fondo
una diferencia extrema entre ambos. Alguien que razone
de forma especulativa sobre triángulos y círculos consi­
dera las diferentes relaciones dadas y conocidas entre las
partes de estas figuras; y de ahí infiere alguna relación
desconocida que depende de las anteriores. Pero en las
deliberaciones morales tenemos que conocer de antema­
no todos los objetos y todas sus relaciones entre si; y a
partir de una comparación del conjunto, decidir nuestra
elección o aprobación. No hay que averiguar ningún he­
cho nuevo. No hay que descubrir ninguna relación nue­
va. Todas las circunstancias del caso tienen que ponerse
delante de nosotros antes de que podamos fijar una sen­
tencia de censura o aprobación. Si alguna circunstancia
importante todavía no es conocida o resulta dudosa, te­
nemos que dedicar primero nuestra investigación o nues­
tras facultades intelectuales a asegurarnos de ella; y de­
bemos suspender por un tiempo toda decisión o senti­
miento moral. Mientras ignoremos si un hombre era o
no el agresor, ¿cómo podemos determinar si la persona
que lo mató es criminal o inocente? Pero después de que
sean conocidas todas las circunstancias y relaciones, el
entendimiento ya no tiene un campo adicional sobre el
que operar ni ningún objeto sobre el que pueda emplear­
se. La aprobación o censura que sobreviene entonces no
puede ser la obra del juicio, sino del corazón; y no es una
afirmación o proposición especulativa, sino una sensa­
ción o sentimiento activo. En las disquisiciones del en­
164 DAVID HUME

tendimiento inferimos algo nuevo y desconocido a partir


de circunstancias y relaciones conocidas. En las decisio­
nes morales todas tas circunstancias y relaciones deben
ser previamente conocidas; y la mente, a partir de la con­
templación del conjunto, siente alguna nueva impresión
de afecto o de disgusto, de estima o de desprecio, de
aprobación o de censura.
De aqui la gran diferencia entre un error de hecho y
uno de derecho **; y de aqui la razón por la que uno es
normalmente criminal y otro no. Cuando E d i p o mató a
L a y o , ignoraba la relación que les unía, y debido a cir­
cunstancias inocentes e involuntarias se formó opiniones
erróneas sobre la acción que había cometido. Pero cuan­
do N e r ó n mató a A g r i p i n a . todas las relaciones entre
él y esa persona, y todas las circunstancias del hecho, le
eran previamente conocidas. Pero el móvil de la vengan­
za, o el miedo, o el interés, prevalecieron en su salvaje
corazón sobre los sentimientos del deber y la humanidad.
Y cuando expresamos ese aborrecimiento contra él al que
en poco tiempo se hizo insensible, no es que veamos re­
laciones que él ignoraba: sino que, debido a la rectitud
de nuestra disposición, experimentamos sentimientos
contra los que él se había endurecido gracias a la adu­
lación y a una larga perseverancia en los mayores crí­
menes. Todas las determinaciones morales consisten, por
tanto, en estos sentimientos; no en el descubrimiento de
relaciones de ninguna clase. Antes de que podamos pre­
tender formar una decisión de esta clase, todo lo que se
refiere al objeto o a la acción debe ser conocido y deter­
minado. Nada queda entonces sino experimentar por
nuestra parte un sentimiento de censura o de aprobación
por el que declaramos a la acción criminal o virtuosa.
III. Esta doctrina se hará todavía más evidente sí
** (Hume escribe «a mislake o f fa c í and onc o f righi». Por razones
estilísticas traducimos aqui «right» como «derecho», mientras que en
otros lugares lo habíamos vertido como «correcto». Lo importante es
que se entienda que aqui «derecho» se entiende referido al ámbito de
la moral, no al jurídico).
/.VVESTIGACIÓN SOBRE W S PRINCIPIOS DE U MORAL 165

comparamos la belleza moral con la natural con la que


guarda un estrecho parecido en muchos detalles. Toda
belleza natural depende de la proporción, relación y po­
sición de las partes: pero resultaría absurdo inferir de ello
que la percepción de la belleza, como la de la verdad en
los problemas de la geometría, consiste enteramente en la
percepción de relaciones y se realiza enteramente me­
diante el entendimiento o las facultades intelectuales. En
todas las ciencias nuestra mente investiga las relaciones
desconocidas partiendo de las conocidas. Pero en todas
las decisiones del gusto o la belleza externa, todas las
relaciones se hacen patentes a la vista de antemano; y
a partir de entonces procedemos a experimentar un sen­
timiento de complacencia o de disgusto, de acuerdo con
la naturaleza del objeto y la disposición de nuestros ór­
ganos.
Euclides ha explicado plenamente todas las cualida­
des del círculo; pero en ninguna proposición ha dicho
una palabra sobre su belleza. La razón es evidente. La
belleza no es una cualidad del círculo. No está en nin­
guna parte de la linea cuyas partes se encuentran equi­
distantes de un centro común. Es sólo el efecto que esa
figura produce en la mente, cuya constitución o estruc­
tura peculiar la hace susceptible de experimentar tales
sentimientos. En vano buscaríais la belleza en el círculo,
o la rastrearíais mediante vuestros sentidos o mediante
razonamientos matemáticos en todas las propiedades de
esa figura.
Prestad atención a Palacio y a P hrrault cuando
explican todas las partes y proporciones de una columna.
Hablan de la cornisa, del friso, de la base, de la entabla­
dura, del fuste y del arquitrabe; y ofrecen la descripción
y la posición de cada una de estas partes. Pero si les pi­
dierais la descripción y la posición de su belleza, en se­
guida responderían que la belleza no está en ninguna de
las partes o miembros de una columna, sino que resulta
del conjunto cuando esa figura compleja se presenta ante
una mente inteligente, susceptible de esas sensaciones
166 DAVID UVUF.

más refinadas. Hasta que aparece tal espectador, no hay


nada excepto una figura de tales dimensiones y propor­
ciones determinadas. Sólo de los sentimientos del espec­
tador surge su elegancia y belleza.
Nuevamente, prestemos atención a C i c e r ó n cuando
describe los crímenes de un V e r r e s o de un C a t i l i n a ;
tenéis que reconocer que la bajeza moral resulta, de la
misma manera, de la contemplación del todo cuando se
presenta a un ser cuyos órganos tienen una estructura y
conformación especiales. El orador puede representar,
por un lado, a la ira, a la insolencia, a la barbarie; y, por
el otro, a la mansedumbre, al sufrimiento, a la tristeza y
a la inocencia. Pero si no experimentáis que la indigna­
ción o la compasión surgen en vosotros a partir de este
conjunto de circunstancias, seria inútil que le pregunta­
rais en qué consiste el crimen o la villanía contra la que
se pronuncia tan apasionadamente. ¿En qué momento o
en relación a qué asunto empezó por primera vez a exis­
tir? Y ¿qué ha sido de él unos pocos meses después, cuan­
do cada disposición o pensamiento de todos los actores
se encuentra completamente alterado o aniquilado? No
se puede dar una respuesta satisfactoria a ninguna de es­
tas cuestiones en base a la hipótesis abstracta de la moral;
y al final tenemos que reconocer que la falta o inmora­
lidad no es un hecho o relación especial que pueda ser el
objeto del entendimiento; sino que surge enteramente del
sentimiento de desaprobación que. debido a la estructura
de la naturaleza humana, inevitablemente experimenta­
mos a partir de la percepción de la barbarie o la traición.
IV. Los objetos inanimados pueden guardar entre si
las mismas relaciones que observamos en los agentes mo­
rales; aunque los primeros nunca pueden ser objeto de
amor u odio, ni, por consiguiente, son susceptibles de
mérito o iniquidad. Un árbol joven que descolla sobre su
progenitor y lo destruye95 se encuentra en todo en las
w («habiendo surgido de su semilla» en cd. G y K).
INVESTIGACIÓN SOBRE UOS PRINCIPIOS DF. LA MORAL 167

mismas relaciones que N erón cuando asesinó a Ag ri -


pina ; y si la moralidad consistiera meramente en relacio­
nes sería, sin duda, igualmente criminal.
V. Parece evidente que nunca se puede dar cuenta
mediante la razón de los fines últimos de las acciones hu­
manas, sino que se recomiendan enteramente a los sen­
timientos y afectos de la humanidad, sin ninguna depen­
dencia de las facultades intelectuales. Preguntad a un
hombre por qué hace ejercicio; responderá: porque desea
conservar su salud. Si preguntáis entonces: por qué desea
la salud, replicará en seguida: porque la enfermedades do­
loroso. Si lleváis más lejos vuestras preguntas y deseáis
una razón de por qué odia el dolor, es imposible que pue­
da ofrecer alguna. Éste es un Fin último, y nunca se re­
fiere a ningún otro objeto.
Quizás pueda responder también a vuestra segunda
pregunta, por qué desea la salud, que es necesaria para el
ejercicio de su vocación. Si le preguntáis ¿por qué? Dirá
que es el instrumento del placer. Y más allá de esto resulta
absurdo pedir una razón. Es imposible que pueda haber
un progreso in infinitunv, y que una cosa pueda ser siem­
pre la razón por la que se desea otra. Algo debe ser de­
seable por sí mismo y a causa de su acuerdo o confor­
midad inmediata con el sentimiento y el afecto humanos.
Ahora bien, como la virtud es un fin, y es deseable por
sí misma, sin premio o recompensa, meramente a partir
de la satisfacción inmediata que comunica, es necesario
que haya algún sentimiento ai que afecte; algún gusto o
emoción interna, o como quiera que os plazca llamarle,
que distinga el bien del mal moral, y que abrace al uno
y rechace al otro.
Así se determinan fácilmente las distintas fronteras y
funciones de la razón y del gusto. La primera transmite
el conocimiento de la verdad y la falsedad. El segundo
proporciona el sentimiento de belleza y deformidad, vicio
y virtud. Una descubre los objetos tal y como realmente
se encuentran en la naturaleza, sin ponerles ni quitarles
nada. El otro tiene una facultad productiva, y adornando
168 DAVID HUME

o tiñendo todos los objetos naturales con los colores


prestados por el sentimiento interno, hace surgir en cierta
forma una nueva creación. La razón, al ser fría e inde­
pendiente, no es un móvil para la acción, y dirige úni­
camente el impulso recibido del apetito o la inclinación,
indicándonos los medios de alcanzar la felicidad o evitar
el sufrimiento. El gusto, puesto que proporciona placer
o dolor, y constituye por ello la felicidad o el sufrimiento,
se convierte en un móvil para la acción, y es el primer
resorte o impulso del deseo y la volición. A partir de cir­
cunstancias y relaciones conocidas o supuestas, la pri­
mera nos conduce al descubrimiento de las que perma­
necían ocultas o desconocidas. Después de que todas las
circunstancias y relaciones están ante nosotros, el gusto
nos hace experimentar a partir del conjunto un nuevo
sentimiento de censura o aprobación. La norma de la ra­
zón, al basarse en la naturaleza de las cosas, es eterna e
inflexible, incluso para la voluntad del Ser Supremo. La
norma del gusto, al surgir de la estructura y constitución
interna de los animales, se deriva en el fondo de esa Vo­
luntad Suprema que dio a cada ser su naturaleza peculiar
y dispuso las distintas clases y órdenes de existencia.
APÉNDICE II 96

DEL AMOR A UNO MISMO

Hay un principio que se supone que prevalece entre


muchas personas y que es completamente incompatible
con toda virtud o sentimiento moral, y como no puede
proceder sino de la disposición más depravada, tiende a
su vez a fomentar todavía más esa depravación. Este
principio es el de que toda benevolencia es una mera hi­
pocresía; la amistad, un fraude; el espíritu público, una
farsa; la fidelidad, una trampa para obtener crédito y
confianza; y que, mientras todos nosotros perseguimos
en última instancia únicamente nuestro interés privado,
llevamos esos bellos disfraces con vistas a que otros bajen
su guardia y queden expuestos lo más posible a nuestras
tretas y maquinaciones. Resulta fácil imaginarse qué co­
razón debe tener quien profesa estos principios y no ex­
perimenta un sentimiento interior que desmienta una teo­
ría tan perniciosa. Y, también, el grado de afecto y be­
nevolencia que puede tener hacia una especie a la que
representa bajo unos colores tan odiosos, y a la que su­
pone tan poco susceptible de gratitud o de cualquier de­
volución de afecto. O, si no debiéramos atribuir comple­
tamente estos principios a un corazón corrupto, tendría­
mos, al menos, que dar cuenta de ellos a partir del*
* (En las ed. O a Q esto apareció como la Pane I de la Sec­
ción II).
170 DAVID HUME

examen más descuidado y precipitado. Ciertamente, los


razonadores superficiales, al observar muchas pretensio­
nes falsas entre los hombres, y no experimentando quizá
un freno muy fuerte en su propia disposición, podrían
obtener una conclusión precipitada y general: que todo
está corrompido por igual, y que los hombres, a diferen­
cia de todos los demás animales y, de hecho, de todos los
demás tipos de existencia, no admiten grados de bondad
o maldad, sino que son, en cada caso, las mismas cria­
turas bajo diferentes disí'races y apariencias.
Existe otro principio, de algún modo semejante al an­
terior, sobre el que los filósofos han insistido mucho y
que ha sido el fundamento de muchos sistemas; el que
afirma que ninguna pasión es o puede ser desinteresada,
cualquiera que sea el afecto que uno pueda tener, o ima­
ginarse que tiene, por los demás; que la amistad más ge­
nerosa, por sincera que sea. es una modificación del amor
a uno mismo; y que, aunque nosotros mismos lo igno­
remos, buscamos únicamente nuestra propia gratifica­
ción cuando parecemos comprometidos de la manera
más profunda en proyectos a favor de la libertad y la
felicidad de la humanidad. Por un giro de la imaginación,
por un refinamiento de la reflexión, por un entusiasmo
de la pasión, nos parece que participamos en los intereses
de los demás y nos imaginamos desprovistos de toda con­
sideración egoista. Pero, en el fondo, el patriota más ge­
neroso y el avaro más tacaño, el héroe más valiente y el
cobarde más abyecto, tienen en cada acción una igual
consideración por su propia felicidad y bienestar.
Quienquiera que concluya a partir de la aparente ten­
dencia de esta opinión que ios que la profesan posible­
mente no pueden experimentar los verdaderos sentimien­
tos de benevolencia o tener algún respeto por la auténtica
virtud, se encontrará a menudo, en la práctica, muy equi­
vocado. La probidad y el honor no eran desconocidos a
E picuro y a su secta. Ático y Horacio parecen haber
disfrutado por naturaleza y cultivado mediante la refle­
xión disposiciones tan generosas y amigables como las de
in vestig ac ió n sobre lo s pr in c ipio s d e ¡a m oral 171

cualquier discípulo de las escuelas más austeras. Y entre


los modernos. Hobbes y Locke . quienes mantuvieron el
sistema egoista de moral, tuvieron vidas intachables; y
esto a pesar de que el primero no se encontraba bajo nin­
guna restricción proveniente de la religión, que pudiera
suplir los defectos de su filosofía.
Un epicúreo o un iiobbesiano admiten fácilmente
que en el mundo existe la amistad sin hipocresía o dis­
fraz; aunque, mediante una química filosófica, pueden in­
tentar resolver los elementos de esta pasión —si puedo
hablar así— en los de otra, y explicar cada afecto como
amor a uno mismo retorcido y moldeado mediante un
determinado sesgo de la imaginación en una variedad de
apariencias. Pero como el mismo sesgo de la imaginación
no prevalece en cada hombre, ni da la misma dirección a
la pasión original, esto es suficiente, incluso de acuerdo
con el sistema egoísta, para establecer la diferencia más
grande en los caracteres humanos y para permitir deno­
minar virtuoso y humano a un hombre, y vicioso e inte­
resado de manera mezquina a otro. Aprecio al hombre
cuyo amor a si mismo, por el medio que sea, está orien­
tado de tal forma que le hace preocuparse por los demás
y le convierte en útil a la sociedad. Igual que odio y des­
precio a quien no tiene ninguna consideración por todo
lo que esté más allá de su propia gratificación y disfrute.
En vano sugeriríais que estos caracteres, aunque aparen­
temente opuestos, son en el fondo iguales, y que un sesgo
insignificante del pensamiento constituye toda la diferen­
cia que hay entre ellos. Cada carácter, a pesar de estas
diferencias insignificantes, aparece ante mi en la práctica
como bastante duradero e inalterable. Y en esto no hallo,
más que en otros asuntos, que los sentimientos naturales
que surgen a partir de las apariencias generales de las co­
sas sean destruidos fácilmente por reflexiones sutiles
sobre el origen diminuto de estas apariencias. El color
vivo y alegre de un semblante, ¿no me infunde compla­
cencia y placer, aunque sepa por la filosofía que todas
las diferencias de la tez surgen de las diferencias más
172 DAVID HUME

pequeñas de grosor en las partes más pequeñas de la piel,


por medio de las que una superficie es capaz de reflejar
uno de los colores originales de la luz y absorber los
demás?
Pero aunque la cuestión referente al egoísmo universal
o parcial del hombre no sea tan importante para la mo­
ralidad y la práctica como por lo general se piensa, es
ciertamente importante en la ciencia teórica de la natu­
raleza humana, y es un objeto adecuado para la curiosi­
dad y la investigación. Por lo tanto, puede que no sea
inapropiado el ofrecer algunas pocas reflexiones sobre la
misma en este lugar
La objeción más obvia a la hipótesis egoísta es que
como resulta contraria al sentir común y a nuestras no­
ciones más exentas de prejuicios, se requiere la capacidad
más grande de la filosofía para establecer una paradoja
tan extraordinaria. Al observador más descuidado le pa­
rece que hay disposiciones tales como la benevolencia y
la generosidad, y afectos tales como el amor, la amistad,
la compasión y la gratitud. Estos sentimientos tienen sus
causas, efectos, objetos y operaciones, señaladas por el
lenguaje y la observación cotidianas, y distinguidas cla­
ramente de aquéllas de las pasiones egoístas. Y, como
ésta es la apariencia evidente de las cosas, hay que ad­
mitirla hasta que se descubra alguna hipótesis que. pe­
netrando más profundamente en la naturaleza humana.
*' La benevolencia se divide de forma natural en dos clases, la ge­
neral y la particular. La primera es la que se da cuando no tenemos
amistad, relación o estima por la persona en cuestión, y experimenta­
mos únicamente una simpatía general por él. o una compasión por sus
sufrimientos y una alegría por sus placeres. La otra clase de benevolen­
cia se basa en una opinión sobre la virtud, sobre servicios que se nos
han prestado, o en algunas relaciones particulares. Ambos sentimientos
deben admitirse como reales en la naturaleza humana; pero si se resol­
verán en algunas consideraciones meticulosas del egoísmo es una cues­
tión más curiosa que importante. Al primer sentimiento —a saber, el
de benevolencia general, o humanidad, o simpatía— tendremos ocasión
de tratarlo frecuentemente en el curso de esta investigación: y a partir
de la experiencia general, sin ninguna otra prueba, lo acepto como real.
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAI. 173

pueda probar que los primeros afectos no son sino mo­


dificaciones de los segundos. Hasta ahora todos los in­
tentos de esta clase han resultado infructuosos, y parecen
haber procedido enteramente de ese amor a la simplicidad
que ha sido la fuente de tanto razonamiento falso en fi­
losofía. No entraré aquí en detalles sobre este lema. Mu­
chos filósofos capaces han mostrado la insuficiencia
de esos sistemas. Y daré por sentado lo que creo que la
menor reflexión hará evidente a todo investigador im­
parcial.
Pero la naturaleza del tema proporciona la presunción
más fuerte de que nunca se inventará en el futuro un sis­
tema mejor para dar cuenta del origen de los afectos be­
nevolentes a partir de los egoístas y reducir todas las di­
ferentes emociones de la mente humana a una simplici­
dad perfecta. En esta clase de filosofía el caso no es el
mismo que en la física. Muchas hipótesis sobre la natu­
raleza que eran contrarias a las primeras apariencias han
resultado sólidas y satisfactorias en base a un examen
más preciso. Son tan frecuentes los casos de este tipo, que
un filósofo juicioso y de ingenio 98 se ha aventurado a
afirmar que si hubiera más de una manera en que un fe­
nómeno pudiera producirse, existe una presunción gene­
ral a favor de que surja de las causas que son las menos
evidentes y familiares. Pero la presunción siempre se en­
cuentra en el lado contrario en todas las investigaciones
sobre el origen de nuestras pasiones y de las operaciones
internas de la mente humana. La causa más simple y más
evidente que pueda asignarse a un fenómeno es proba­
blemente la verdadera. Cuando un filósofo se ve obligado
en la explicación de su sistema a recurrir a reflexiones
muy intrincadas y refinadas, y a suponer que son esen­
ciales para la producción de alguna pasión y emoción,
tenemos razones para prevenirnos extremadamente con­
tra una hipótesis tan engañosa. Los afectos no son sen­
sibles a ninguna impresión proveniente de los refinamien-
Mons. Fontcnelle.
174 DAVID HUME

tos de la razón o la imaginación; y siempre se encuentra


que un esfuerzo vigoroso de estas últimas facultades des­
truye necesariamente, debido a la estrecha capacidad de
la mente humana, toda actividad de los primeros. Es cier­
to que nuestra intención o motivo predominante se nos
oculta frecuentemente a nosotros mismos cuando se en­
cuentra mezclado y confundido con otros motivos que la
mente, por vanidad o presunción, desea suponer que pre­
dominan más. Pero no hay ningún caso en que un en­
cubrimiento de esta naturaleza haya surgido del carácter
abstruso e intrincado del motivo. Un hombre que ha per­
dido a un amigo y protector puede vanagloriarse enga­
ñosamente de que todo su pesar surge de sentimientos
generosos, sin ninguna mezcla de consideraciones estre­
chas o interesadas. Pero un hombre que llora la pérdida
de un amigo valioso que necesitaba de su patronazgo y
protección, ¿cómo podemos suponer que su apasionada
ternura surge de ciertas consideraciones metafísicas re­
ferentes a un interés por uno mismo que no tiene fun­
damento o realidad? Tanto podemos figuramos que rue­
das y resortes diminutos, como los de un reloj, ponen en
movimiento un carro cargado, como dar cuenta del ori­
gen de la pasión a partir de reflexiones tan abstrusas.
Se encuentra que los animales son capaces de experi­
mentar bondad, tanto hacia su propia especie como hacia
nosotros; y en este caso no cabe la menor sospecha de
disfraz o artificio. ¿Daremos cuenta también de todos sus
sentimientos a partir de refinadas deducciones del interés
por uno mismo? O, si admitimos una benevolencia desin­
teresada en las especies inferiores, ¿mediante qué regla de
analogía podemos rechazarla en la superior?
El amor entre los sexos engendra una satisfacción y
una buena voluntad muy distintas de la gratificación de
un apetito. La ternura hacia sus vástagos en todos los
seres conscientes basta normalmente para contrapesar los
móviles más fuertes del amor a uno mismo, y no depende
de ningún modo de este afecto. ¿Qué interés puede tener
en perspectiva una madre cariñosa que pierde su salud
INVESTIGACIÓN SOBRE IO S PRINCIPIOS DE 1.4 MORAL 175

por los cuidados asiduos que prodiga a su hijo endrino,


y que después languidece y muere de pena cuando se li­
bera por la muerte de aquél de la esclavitud de esos cui­
dados?
¿No es el agradecimiento un afecto del corazón hu­
mano, o se trata meramente de una palabra, sin ningún
significado o realidad? ¿No encontramos más satisfac­
ción en la compañía de un hombre que en la de otro, y
no deseamos el bienestar de nuestro amigo, aunque la au­
sencia o la muerte nos impidan toda participación en el
mismo? O, ¿qué es lo que generalmente nos hace parti­
cipes del mismo, incluso cuando estamos vivos y presen­
tes, sino nuestro afecto y consideración por él?
Estos y otros miles de ejemplos son indicios de una
benevolencia general en la naturaleza humana cuando
ningún interés real nos une al objeto. Y cómo un interés
imaginario, conocido y confesado como tal. pueda ser el
origen de una pasión o emoción parece difícil de explicar.
Todavía no se ha descubierto ninguna hipótesis satisfac­
toria de esta clase, y no hay la menor probabilidad de
que la diligencia futura de los hombres se verá acompa­
ñada alguna vez de un éxito más propicio.
Pero, además, si consideramos correctamente el asun­
to, encontraremos que la hipótesis que admite una be­
nevolencia desinteresada, distinta del amor a uno mismo,
tiene realmente más simplicidad en sí misma y está más
conforme con la analogía de la naturaleza que aquella
que pretende resolver toda amistad y humanidad en este
último principio. Hay apetitos o necesidades corporales,
reconocidos por todos, que preceden necesariamente a
todo disfrute sensual y nos llevan directamente a buscar
la posesión del objeto. Asi, el hambre y la sed tienen
como fin el comer y el beber; y de la gratificación de estos
apetitos primarios surge un placer que puede convertirse
en el objeto de otra clase de deseo o inclinación que re­
sulta secundaria e interesada. De la misma manera, hay
pasiones mentales por las que somos impulsados de for­
ma inmediata a buscar objetivos particulares, como la
176 0 4 VID HUME

fama, el poder o la venganza, sin ninguna consideración


interesada: y cuando se alcanzan estos objetivos sobre­
viene un disfrute agradable como resultado de nuestros
afectos satisfechos. La naturaleza tiene que damos, me­
diante la constitución y estructura interna de la mente,
una propensión original hacia la fama antes de que po­
damos obtener algún placer de esa adquisición o perse­
guirla por motivos de amor a uno mismo y un deseo de
felicidad. Si no tengo vanidad no me deleito con la ala­
banza. Si estoy desprovisto de ambición, el poder no me
proporciona placer. Si no estoy enfadado, el castigo de
un adversario me es completamente indiferente. En todos
estos casos hay una pasión que apunta al objeto de modo
inmediato y lo constituye en nuestro bien o felicidad;
igual que hay otras pasiones secundarias que surgen des­
pués y lo persiguen como una parte de nuestra felicidad,
una vez que queda constituido como tal por nuestros
afectos originales. Si no hubiera ningún apetito antece­
dente al amor a uno mismo, esta propensión apenas po­
dría ejercerse, porque en este caso experimentaríamos do­
lores y placeres escasos y débiles, y tendríamos poca des­
dicha o felicidad que evitar o perseguir.
Ahora bien, ¿dónde está la dificultad en concebir que
pueda ocurrir lo mismo con la benevolencia y la amistad,
y que, a partir de la estructura originaria de nuestro tem­
peramento, podamos experimentar un deseo por la feli­
cidad o el bien de otro, el cual, mediante ese afecto, se
convierte en nuestro propio bien, y es perseguido después
por los motivos combinados de la benevolencia y del
goce propio? ¿Quién no ve que la venganza, por la sola
fuerza de la pasión, puede perseguirse de una forma tan
ansiosa que nos haga descuidar, a sabiendas, toda con­
sideración por la comodidad, el interés o la seguridad, y,
como algunos animales vengativos, infundir nuestras
mismas almas en las heridas que causamos a un enemi­
go? ” . Y ¿qué maligna debe ser la filosofía que no con-
” Animasquc in vulnere ponunt. («pierden su vida en la herida»)
INVESTIGACIÓN SOBREIJOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 177

ceda a la humanidad y a la amistad los mismos privile­


gios que se otorgan sin discusión a las pasiones más os­
curas de la enemistad y el resentimiento? Tal filosofía es
más una sátira que un verdadero bosquejo o descripción
de la naturaleza humana; y puede ser un buen funda­
mento para las burlas y las agudezas paradójicas, pero es
uno muy malo para cualquier razonamiento o argumento
serio.

Virg. (Geórgicas, IV, 238) Dum alten noccat, sui negligens, dice Séneca
de la cólera. De Ira. I. i. («con tal de dañar al otro, descuidada de si»,
traducción de Enrique Otón Sobrino, en Séneca: De la cólera. Alian­
za Ed.. Madrid. 1986).
APÉNDICE III 100

ALGUNAS CONSIDERACIONES ADICIONALES


CON RESPECTO A LA JUSTICIA

La intención de este Apéndice es proporcionar una ex­


plicación más detallada del origen y la naturaleza de la
justicia, e indicar algunas diferencias entre la misma y las
demás virtudes.
Las virtudes sociales de la humanidad y la benevolen­
cia ejercen su influencia de forma inmediata, por un ins­
tinto o tendencia directa que, sobre todo, no pierde de
vista el objeto singular que mueve los afectos, y no abar­
ca ningún plan o sistema ni las consecuencias resultantes
de la concurrencia, la imitación o el ejemplo de otros. Un
padre vuela en socorro de su hijo llevado por esa sim­
patía natural que le mueve y que no le deja tiempo para
reflexionar sobre los sentimientos o la conducta del resto
de la humanidad en circunstancias similares. Un hombre
generoso aprovecha alegremente una oportunidad de ser­
vir a su amigo porque en ese momento se siente bajo el
dominio de los afectos benéficos, y no se preocupa de si
cualquier otra persona en el universo se movió antes por
tales motivos nobles o comprobará en el futuro su in­
fluencia. En todos estos casos, las pasiones sociales tie­
nen a la vista un único objeto particular, y sólo persiguen
la seguridad o felicidad de la persona amada y estimada.
10» (Apéndice ii. en ed. G a Q).
INVESTIGACIÓN SOBRE EOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 179

Con esto quedan satisfechas; con ello se conforman. Y


como el bien que resulta de su influencia benévola es en
si mismo completo y entero, excita también el sentimien­
to moral de aprobación sin ninguna reflexión sobre con­
secuencias ulteriores y sin miras más amplias sobre la
concurrencia o la imitación de los otros miembros de la
sociedad. Por el contrario, si el amigo generoso o el pa­
triota desinteresado permaneciera solo en la práctica de
la beneficencia, esto, más bien, aumentaría su valor ante
nuestros ojos y uniría el elogio de rareza y novedad a sus
otros méritos más exaltados.
El caso es diferente con las virtudes sociales de la jus­
ticia y la fidelidad. Son muy útiles, o, de hecho, absolu­
tamente necesarias para el bienestar de la humanidad;
pero el beneficio que resulta de ellas no es consecuencia
de cada acto individual y singular; sino que surge del plan
o sistema total, al que concurre el conjunto o la mayor
parte de la sociedad. El orden y la paz generales son los
acompañantes de la justicia o de una abstinencia general
de las posesiones de los demás. Pero un respeto particular
por el derecho particular de un ciudadano individual pue­
de frecuentemente, considerado en sí mismo, producir
consecuencias perniciosas. El resultado de los actos indi­
viduales es aqui, en muchos casos, directamente opuesto
al del sistema total de las acciones, y el primero puede
resultar extremadamente peijudicial, mientras que el se­
gundo es ventajoso en el grado más alto. Las riquezas he­
redadas de un padre son, en las manos de un malvado, el
instrumento del daño. El derecho de sucesión puede en un
caso ser peijudicial. Su beneficio surge únicamente de la
observancia de la regla general; y esto es suficiente si de
este modo se compensan todos los males e inconvenientes
que provienen de caracteres y situaciones particulares.
C iro, joven y sin experiencia, únicamente consideraba
el caso individual que tenia ante él, y pensaba en una
conveniencia y adecuación limitadas cuando asignaba la
túnica larga al muchacho alto, y la túnica corta a otro de
menor talla. Su tutor le instruyó mejor cuando le indicó
ISO DAVID HUME

consecuencias y miras más amplias e informó a su alum­


no de las reglas generales e inflexibles que eran necesarias
para mantener el orden y la paz general en la socie­
dad 101.
La felicidad y la prosperidad de la humanidad que re­
sultan de la virtud social de la benevolencia y de sus sub­
divisiones puede compararse a un muro construido por
muchas manos, y que crece siempre con cada piedra que
se le añade y recibe un incremento proporcional a la di­
ligencia y cuidado de cada trabajador. La misma felici­
dad. cuando es producida por la virtud social de la jus­
ticia y sus subdivisiones, puede compararse a la cons­
trucción de una bóveda, donde cada piedra individual
caería al suelo por si misma, y toda la estructura no se
apoya sino en la combinación y asistencia mutua de sus
partes correspondientes.
Todas las leyes de la naturaleza que regulan la propie­
dad, asi como todas las leyes civiles, son generales, y con­
sideran únicamente algunas circunstancias esenciales del
caso, sin tener en cuenta los caracteres, las situaciones y
las relaciones de la persona interesada, o cualesquiera con­
secuencias particulares que puedan resultar de la deter­
minación de estas leyes en cualquier caso particular que
se presente. Despojan sin ningún escrúpulo a un hombre
benéfico de todas sus posesiones si se adquirieron erró­
neamente, sin un titulo adecuado; y ello con vistas a dár­
selas a un avaro egoista que ya ha amontonado inmensos
depósitos de riquezas superfluas. La utilidad pública re­
quiere que la propiedad sea regulada de acuerdo con re­
glas generales e inflexibles; y aunque se adopten las reglas
que mejor sirvan a este fin de la utilidad pública, resulta
imposible que eviten todos los infortunios particulares, o
que consigan que resulten consecuencias beneficiosas de
cada caso individual. Basta con que el plan o el proyecto
en conjunto sean necesarios para el mantenimiento de la
sociedad civil, y con que en general predomine con mucho
(Hume se refiere a I. iii. 16 de La ciropedia de Jenofonte).
INVESTIGACIÓN SOBRE W S PRINCIPIOS DE LA MORAL IS I

la balanza del bien sobre la del mal. Incluso las leyes ge­
nerales del universo, aunque han sido planeadas por una
sabiduría infinita, no pueden evitar todo mal o inconve­
niencia en cada operación particular,M.
Algunos han afirmado que la justicia surge de las con ­
venciones humanas , y que procede de la elección vo­
luntaría, del consentimiento o de la unión de la huma­
nidad. Si por convención se quiere decir aquí una promesa
(que es el sentido más usual de la palabra), nada puede
ser más absurdo que esta postura. El cumplimiento de las
promesas es en si mismo una de las partes más impor­
tantes de la justicia; y seguramente no estamos obligados
a mantener nuestra palabra porque hemos dado nuestra
palabra de mantenerla. Pero si por convención quiere de­
cirse un sentido del interés común, sentido que cada
hombre experimenta en su propio corazón, que observa
en sus prójimos, y que le lleva, en concurrencia con otros,
a un plan general o sistema de acciones que tiende a la
utilidad pública, debe reconocerse que, en este sentido, la
justicia surge de las convenciones humanas. Porque si se
admite (lo que, de hecho, es evidente) que las consecuen­
cias particulares de un acto particular de justicia pueden
ser perjudiciales tanto para el público como para los
individuos, se sigue que todo hombre, al adoptar esa
virtud, debe tener en cuenta el sistema o plan de conjun­
to, y debe esperar la concurrencia de sus prójimos en la
misma conducta y comportamiento. Si todas sus miras
terminasen en las consecuencias de cada uno de sus pro­
pios actos, su benevolencia y humanidad, igual que el
amor a si mismo, podrían prescribirle a menudo medidas
,M (En sus Diálogos Hume insistirá precisamente en que. como el
mundo está gobernado por leyes generales que muchas veces son fuente
de mal. no podemos concluir que el universo haya sido diseñado por
un dios todopoderoso y benévolo. Véase Dialogues Concerning Natural
Religión. Editados, con una introducción, por N. Kemp Smiin. Bobbs-
Merrill, Indianápolis y Nueva York, 1963. especialmente las pági­
nas 206-207).
182 OA y ID HUME

de conducta muy diferentes de las que están de acuerdo


con las reglas escritas del derecho y la justicia.
Asi, dos hombres manejan los remos de una barca por
una convención común, por interés común, sin ninguna
promesa o contrato. Así, el oro y la plata se convierten en
medidas de cambio; asi, el habla, las palabras y el lenguaje
se fijan mediante la convención y el acuerdo humanos.
Todo lo que es ventajoso para dos o más personas si todos
realizan su parte, pero que pierde toda ventaja si sólo uno
la realiza, no puede surgir de ningún otro principio. De
otra forma, no habría ningún motivo para que cualquiera
de ellos entrara en esc plan de conducta l05.
La palabra natural se toma comúnmente en tantos sen-
Esta teoría sobre el origen de la propiedad, y. por consiguiente,
sobre la justicia, es la misma en lo principal que la sugerida y adoptada
por Grocio: «Hiñe discimus. quac fuerit causa, ob quam a primaeva
communione rcrum primo mobilium, deinde & immobilium discessum
cst: nimirum quod cum non contenti homines vcsci sponte natis. antra
habitare, corpore aut nudo agere. aut corticibus arborum ferarumvc
pcllibus vestito. vitae genus exquisitius delegissent. industria opus fui»,
quam singuli rebus singulis adhiberent: Quo rninus autem fruclus in
commune conlerrentur. primum obslilit locorum, in quae homines dis-
cesserunl. distantia, deinde justitiae & amorís dcfcctus, per quem fiebat,
ul nec in labore, nec in consumlione fructuum. quae debebat. aequali-
tas servaretur. Simul discimus, quomodo res in proprietatcm iverint;
non animi actu solo, ñeque enim scire alii poterant, quid alii suum esse
vclient, ut eo abslinercnt, & ídem vello ptures poterant: sed pacto quo-
dam aut expresso. ut per divisioncm. aut tácito, ut per occupationem.»
De jure beiii & pacis. Lib. ü. capitulo 2. sccc. 2. art. 4 & 5. («De esto
aprendemos cuál fue la causa por la que se abandonó la primitiva pro­
piedad común, primero la de los objetos que pueden transportarse, des­
pués también la inmobiliaria. La razón fue que los hombres no se con­
tentaban con alimentarse de lo que la tierra producía de forma espon­
tánea. con habitar en cavernas, con andar desnudos o vestidos con
cortezas de árboles o pieles de animales salvajes: sino que querían un
modo de vida más refinado; lo que dio lugar a la laboriosidad, que uno
empleaba en una cosa y otro en alguna otra. La reunión de un fondo
común de productos se veia obstaculizada por la lejania de los lugares
en que habitaban; y además por la falta de justicia y amor, a conse­
cuencia de la cual no se mantenía la equidad adecuada ni en cuanto al
trabajo ni en cuanto al consumo de sus frutos. Vemos simultáneamente
cómo las cosas devinieron sujetas a la propiedad privada. Esto pasó no
mediante un simple acto del alma, porque uno no podía saber qué de-
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 183

tidos, y es de un significado lan vago, que parece vano


discutir si la justicia es o no natural. Si el amor a si mis­
mo y la benevolencia son naturales en el hombre, y si la
razón y la previsión son también naturales, entonces, el
mismo epíteto puede aplicarse a la justicia, al orden, a la
fidelidad, a la propiedad y a la sociedad. La inclinación
de los hombres, sus necesidades, les llevan a unirse; su
entendimiento y su experiencia les dicen que esta unión
es imposible allí donde cada uno no se guia por ninguna
regla y no respeta las posesiones de los demás; y de la
unión de estas pasiones y reflexiones, tan pronto como
observamos pasiones y reflexiones semejantes en los de­
más, ha surgido en todos los individuos de la especie hu­
mana, en un grado u otro, pero en todas las épocas y de
forma infalible y segura, el sentimiento de justicia. En un
animal tan sagaz, lo que surge necesariamente del ejer­
cicio de sus facultades intelectuales puede con razón es­
timarse natural l04.
El empeño constante de todas las naciones civilizadas
ha sido el de suprimir toda arbitrariedad y parcialidad de
las decisiones referentes a la propiedad, y fijar las senten­
cias de los jueces de acuerdo con miras y consideraciones
generales que puedan ser iguales para todos los miem­
bros de la sociedad. Porque —además de que nada po­
dría ser más peligroso que habituar a los tribunales a
considerar, incluso en el caso más insignificante, la amis-
seaban tener los demás: además de que varios podían desear la misma
cosa. Sino que se realizó por una clase de acuerdo, o expresado, como
por una división, o tácito, como por ocupación»).
Lo natural puede oponerse o a lo que es poco común, o a lo
milagroso o a lo artificial. En los dos primeros sentidos, la justicia y la
propiedad son indudablemente naturales. Pero como presuponen la ra­
zón, la previsión, el diseño, y una unión social y confederación entre
los hombres, quizás ese epíteto no se las pueda aplicar de forma estricta
en el último sentido. Si los hombres hubieran vivido sin sociedad nunca
se habría conocido la propiedad, y ni la justicia ni la injusticia habrían
existido. Pero, entre las criaturas humanas, la sociedad hubiera sido
imposible sin la razón y la previsión. Los animales inferiores que se
unen están guiados por el instinto, el cual suple el lugar de la razón.
Pero todas estas discusiones son meramente verbales.
¡H4 DAVID HVME

lad o la enemistad privada— es cierto que los hombres,


cuando se imaginan que no hubo otra razón para la pre­
ferencia de su adversario que el favor personal, son pro­
pensos a abrigar el rencor más fuerte contra los jueces y
magistrados. Por lo tanto, cuando la razón natural no
señala un criterio preciso relativo a la utilidad pública
por el que pucdah decidirse las controversias sobre la
propiedad, a menudo se elaboran leyes positivas para
ocupar su lugar y dirigir el procedimiento de lodos los
tribunales de justicia. Cuando estas leyes fracasan tam­
bién, como sucede a menudo, se acude a los precedentes;
y una decisión anterior, aunque se hubiera dado sin una
razón suficiente, se convierte debidamente en una razón
suficiente para una decisión nueva. Si faltan leyes o pre­
cedentes directos, se acude a la ayuda de los indirectos e
imperfectos; y se coloca al caso controvertido bajo los
mismos mediante razonamientos analógicos y compara­
ciones, similitudes y correspondencias que, a menudo,
son más imaginarías que reales. En general, puede afir­
marse con seguridad que, a este respecto, la jurispruden­
cia es diferente de todas las ciencias; y que en muchos de
sus asuntos más sutiles no puede decirse con propiedad
que haya verdad o falsedad en ninguna de las dos partes.
Si uno de los abogados somete el caso a una ley o pre­
cedente anterior mediante una comparación o analogía
refinada, el abogado de la parte contraria no tendrá di­
ficultad en encontrar una analogía o comparación opues­
ta; y la sentencia que otorga el juez se basa a menudo
más en el gusto y en la imaginación que en cualquier ar­
gumento sólido. La utilidad pública es el objetivo general
de todos los tribunales de justicia, y esta utilidad requiere
también una regla estable en todas las controversias.
Pero cuando se presentan varias reglas que son casi igua­
les c indiferentes, es un sesgo muy ligero del pensamiento
el que establece la decisión a favor de una parte u otra "’5.
Los intereses de la sociedad requieren de una manera absoluta
que haya una separación o distinción de posesiones, y que esta sepa-
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE U UORAI IB*

Antes de concluir este tema podemos observar que,


después de que consideraciones de utilidad general han
fijado las leyes de la justicia, se tienen muy en cuenta el
perjuicio, el infortunio y el daño que resultan a un indi­
viduo de la violación de las mismas, y constituyen una
fuente muy importante de esa censura universal que
acompaña a todo mal o iniquidad. Este abrigo, este ca­
ballo, son míos de acuerdo con las leyes de la sociedad,
y deben permanecer siempre en mi posesión. Cuento con
ración sea firme y constante: de aquí el origen de la justicia y la pro­
piedad. Qué posesiones se asignen a cada persona particular, esto re­
sulta, hablando en general, bastante indiferente: y a menudo se decide
por consideraciones y puntos de vista muy frívolos. Mencionaremos
unos pocos casos.
Si se formara una sociedad entre varios miembros independientes, la
regla más evidente sobre la que podrían ponerse de acucido sería la de
unir la propiedad a la posesión presente, y dejar que cada uno tenga
derecho a lo que disfruta en la actualidad. La relación de posesión que
tiene lugar entre la persona y el objeto atrae de forma natural a la re­
lación de propiedad.
Por una razón parecida, la ocupación o posesión primera se convierte
en el fundamento de la propiedad.
Cuando un hombre pone trabajo y laboriosidad en cualquier objeto
que antes no pertenecía a nadie, como cuando tala y talla un árbol,
cuando cultiva un campo, etc., las alteraciones que produce provocan
una relación entre el y el objeto, y de forma natural nos conducen a
unirlo a él mediante la nueva relación de propiedad. Esta causa con­
curre aqui con la utilidad pública, que consiste en el estimulo que pro­
porciona a la laboriosidad y al trabajo.
Quizás, también, el sentimiento privado de humanidad hacia el po­
seedor concurra en este caso con los otros motivos y nos lleve a dejar
con él lo que ha adquirido con su sudor y su trabajo, y sobre lo que se
ha hecho la ilusión de un goce permanente. Pero aunque el sentimiento
privado de humanidad no pueda ser de ninguna manera el origen de la
justicia, puesto que esta virtud contradice muchas veces a la anterior,
sin ambargo, una vez que se ha formado la regla de una posesión se­
parada y permanente gracias a las necesidades indispensables de la so­
ciedad, el sentimiento privado de humanidad, y una aversión a causar
perjuicios a otros, pueden dar lugar en un caso particular a una regla
de propiedad concreta. Me siento muy inclinado a pensar que el dere­
cho de sucesión o herencia depende mucho de estas conexiones de la
imaginación, y que la relación con un propietario anterior, al engendrar
una relación con el objeto, es la causa por la que la propiedad se trans­
fiere a un hombre tras la muerte de su pariente. Es cierto, la laborío-
186 DAVID H VU E

e! disfrute seguro de los mismos; al privarme de ellos se


ven defraudadas mis expectativas, y me enojáis a mi y
ofendéis a cualquier espectador por dos razones. En tan­
to que se violan las reglas de la equidad se trata de un
mal público; en tanto que se perjudica a un individuo, se
trata de un daño privado. Y, aunque la segunda consi­
deración no pueda tener lugar si no se ha establecido pre­
viamente la primera —porque, de otro modo la distin­
ción de mió y tuyo sería desconocida en la sociedad no
sidad se estimula más mediante la transferencia de posesión a los hijos
o a los parientes cercanos. Pero esta consideración sólo tendrá lugar en
una sociedad cultivada: mientras que el derecho de sucesión es tenido
en cuenta incluso entre los mayores bárbaros.
La adquisición de propiedad por accesión sólo puede explicarse re­
curriendo a las relaciones y conexiones de la imaginación.
La propiedad de los ríos, según las leyes de la mayoría de las nacio­
nes y el sesgo natural de nuestro pensamiento, se atribuye a los pro­
pietarios de sus riberas, exceptuando ríos tan inmensos como el Rhin
o el Danubio, que parecen demasiado grandes para que se sigan como
una accesión a la propiedad de los campos vecinos. Sin embargo, in­
cluso a estos ríos se los considera como propiedad de la nación a través
de cuyos dominios corren; pues la idea de una nación tiene el tamaño
adecuado para guardar proporción con los mismos y mantener con
ellos una tal relación en lia fantasía.
Las accesiones hechas a las tierras que constituyen las orillas de los
ríos pertenecen a estas, dicen los civilistas, a condición de que se rea­
licen mediante lo que se denomina aluvión; esto es, de modo insensible
e imperceptible: circunstancias estas que ayudan a la imaginación en la
conjunción.
Cuando una porción considerable se desgaja de una vez de una orilla
y se añade a la otra, no se convierte en propiedad de aquel en cuya
tierra cae hasta que se une con la misma, y hasta que los árboles y las
plantas hayan extendido sus raíces por ambas. Antes de esto, el pen­
samiento no las une lo suficiente.
Brevemente, tenemos que distinguir siempre entre la necesidad de
una separación y una permanencia en las posesiones de los hombres y
las reglas que asignan objetos particulares a personas particulares. La
primera necesidad es evidente, fuerte e invencible; la segunda puede de­
pender de una utilidad pública más ligera y frívola, del sentimiento pri­
vado de humanidad y de la aversión hacia los infortunios privados, de
las leyes positivas, de precedentes, de analogías y de conexiones y ses­
gos de la imaginación muy sutiles. (Esta nota se añadió en la ed. K).
'* (Algunos ejemplares de la ed. G no contienen este párrafo. En
otros la página ha sido arrancada y se ha añadido una nueva que si
contiene d mismo).
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 187

hay duda, sin embargo, de que la consideración por el


bien general se ve muy reforzada por el respeto al par­
ticular. Lo que perjudica a la comunidad, sin dañar a
ningún individuo, a menudo se toma más a la ligera. Pero
cuando el mal público más grande va unido también con
un mal privado considerable, no es extraño que la desa­
probación más grande acompañe a una conducta tan
perversa.
APÉNDICE IV 107

DE ALGUNAS DISPUTAS VERBALES

Nada es más usual para los Filósofos que el invadir la


provincia de los gramáticos y tomar parte en discusiones
sobre palabras, al mismo tiempo que imaginan que están
ocupándose de controversias de la mayor importancia e
interés. "* Fue con vistas a evitar altercados tan frívolos
e interminables que intenté explicar con la máxima cau­
tela el objeto de nuestra presente investigación; y pro­
puse, simplemente, elaborar, por una parte, una lista de
">T (Eslc apéndice aparece como la Parte I de la Sección VI en las
cd. G a N).
1011 (Las cd. G a M omiten lo que va desde aqui hasta «De hecho,
parece cierto...» y ponen: «Asi, si fuéramos a afirmar o a negar aqui
que todas las cualidades bables de la mente han de considerarse coma
virtudes o atributos morales, muchos imaginarían que habíamos entrado
en una de las especulaciones más profundas de la ¿tica, aunque es pro­
bable que se encontrara que durante todo el tiempo la mayor parte de
la discusión era enteramente verbal. Por consiguiente, para evitar tanto
como sea posible todos los altercados y sutilezas frivolas, nos conten­
taremos con observar, primero, que en la vida cotidiana los sentimien­
tos de censura o aprobación producidos por las cualidades mentales de
toda clase son muy similares; y, segundo. que lodos los moralistas del
mundo antiguo —los mejores modelos—, al tratar de las mismas es­
tablecen poca o ninguna diferencia entre ellas.»
La cd. N omite hasta «Si dijéramos, por ejemplo,...» y pone: «Asi, si
fuésemos a buscar una definición o descripción exacta de esas cuali­
dades mentales que se denominan virtudes, podríamos sentimos algo
perdidos, y podríamos encontrarnos envueltos desde el principio en di­
ficultades inextricables»).
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 189

aquellas cualidades mentales que son objeto de amor o


estima y que forman parte del mérito personal; y, por
otra parte, un catálogo de esas cualidades que son objeto
de censura o reproche y que restan valor al carácter de
la persona que las posee; uniendo a esto algunas reflexio­
nes sobre el origen de estos sentimientos de alabanza o
censura. En todas las ocasiones en que pudiera surgir la
menor duda, evité los términos virtud y vicio; porque al­
gunas de esas cualidades que clasifiqué entre los objetos
de alabanza reciben en la lengua inglesa el nombre de
talentos, más bien que el de virtudes; igual que a algunas
de las cualidades censurables o condenables se las llama
a menudo defectos, más bien que vicios. Cabe esperar,
quizá, que ahora, antes de que concluyamos esta inves­
tigación moral, separemos con exactitud las unas de las
otras; señalemos los limites precisos de las virtudes y los
talentos, de los vicios y los defectos; y que expliquemos
la razón y el origen de esta distinción. Pero con el fin de
excusarme de esta empresa, la cual resultaría al final úni­
camente una investigación gramatical, añadiré las cuatro
reflexiones siguientes, que contendrán lodo lo que tengo
la intención de decir sobre este asunto.
Primero, no encuentro que en inglés , o en cualquier
otra lengua moderna, estén fijados con precisión los lí­
mites entre las virtudes y los talentos, los vicios y los de­
fectos, o que pueda darse una definición precisa de los
unos como distintos de los otros en función de cualidades
opuestas. Si dijéramos, por ejemplo, que únicamente las
cualidades estimables que son voluntarías tienen derecho
al nombre de virtudes, pronto deberíamos recordar las
cualidades del valor, la ecuanimidad, la paciencia, el au­
todominio, y otras muchas a las que casi toda lengua cla­
sifica bajo este nombre, aunque dependen poco o nada
de nuestra elección. Si afirmáramos que sólo las cuali­
dades que nos impulsan a desempeñar nuestro papel en
sociedad tienen derecho a esta distinción honorable, tiene
que ocurrírsenos de inmediato que éstas son, en verdad,
las cualidades más valiosas, y que generalmente se las de­
¡90 DAVID HUME

nomina virtudes sociales; pero que este mismo epíteto


presupone que también hay virtudes de otra clase lw. Si
nos agarráramos a la distinción entre cualidades intelec­
tuales y cualidades morales, y afirmáramos que sólo las
últimas son virtudes reales y genuinas, porque sólo ellas
conducen a la acción, encontraríamos que muchas de
esas cualidades normalmente llamadas virtudes intelec­
tuales, como la prudencia, la penetración, la perspicacia,
la discreción, tienen también una influencia considerable
en la conducta. También puede adoptarse la distinción
entre el corazón y la cabeza. Las cualidades del primero
pueden definirse como aquellas que en su ejercicio in­
mediato van acompañadas de una emoción o sentimien­
to; y únicamente éstas pueden llamarse virtudes genuinas.
Pero la laboriosidad, la frugalidad, la moderación, la re­
serva. la perseverancia, y otros muchos poderes o hábitos
loables, a los que generalmente se denomina virtudes, se
ejercen sin ningún sentimiento inmediato en las persona
que los posee; y sólo le son conocidos por sus efectos. Es
una suerte que, en medio de esta aparente perplejidad, la
cuestión, al ser meramente verbal, no pueda tener posi­
blemente ninguna importancia. Un discurso filosófico y
moral no necesita entrar en todos estos caprichos del len­
guaje que tanto varían en los diferentes dialectos y en las
diferentes épocas del mismo dialecto. l,u En resumen, me
(La ed. N añade la siguiente nota: «Me parece que en nuestra
lengua siempre se ha reconocido que hay virtudes de m jehas clases di­
ferentes; pero cuando se dice que un hombre es virtuoso o se le deno­
mina un hombre de virtud, consideramos principalmente sus cualidades
sociales, que, de hecho, son las más valiosas. Se las llama virtudes como
forma de manifestar su excelencia.»).
(En lugar de las cuatro frases siguientes del texto principal, la
cd. N pone: «Puede pasar que tratando de etica podamos mencionar
algunas veces cualidades loables que la lengua inglesa no siempre cla­
sifica bajo el nombre de virtud; pero hacemos esto únicamente porque
nos sentimos perdidos en lo que respecta a trazar una linea exacta entre
unas y otras; o, al menos, porque consideramos este asunto como me­
ramente gramatical. Y, para justificar más completamente nuestra
práctica en este particular, intentaremos hacer manifiesto que. primero,
en la vida cotidiana los sentimientos de censura o aprobación provo-
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 191

parece que, aunque siempre se admita que hay virtudes


de muchos tipos diferentes, sin embargo, cuando a un
hombre se le llama virtuoso o se le denomina un hombre
de virtud, consideramos principalmente sus cualidades
sociales, que, de hecho, son las más valiosas. Es cierto,
al mismo tiempo, que cualquier defecto notable en cuan­
to a valor, moderación, economía, laboriosidad, enten­
dimiento o dignidad de espíritu, privaría incluso a un
hombre honesto y de muy buen natural de este título ho­
norable. ¿Quién dijo alguna vez, excepto como ironía,
que tal persona era un hombre de gran virtud, pero un
zopenco notorio?
Pero, en segundo lugar, no es extraño que las lenguas
no sean muy precisas al señalar los límites entre las vir­
tudes y los talentos, los vicios y los defectos: puesto que
la distinción que hacemos en nuestro juicio interno sobre
los mismos es tan pequeña. De hecho, parece cierto que
el sentimiento de una valía consciente, la satisfacción con
uno mismo que procede del examen de la propia con­
ducta y carácter; parece cierto, digo, que este sentimiento
—que, aunque es el más común de todos, no tiene un
nombre adecuado en nuestra lengua — surge tanto de
las dotes de valor y capacidad, laboriosidad e ingenio,
como de otras excelencias mentales. Por otra parte,
¿quién no se siente profundamente mortificado cuando
reflexiona sobre su propia locura y tendencias disolutas,
y no experimenta una secreta punzada o remordimiento
siempre que su memoria le presenta un incidente del pa-*1
cados por cualidades mentales de todo tipo son casi similares: y, segun­
do. que todos los moralistas del mundo antiguo —los mejores mode­
los— al tratar de las mismas establecen poca o ninguna diferencia entre
ellas.»).
111 El término orgullo se toma normalmente en un mal sentido: pero
este sentimiento parece indiferente, y puede ser bueno o malo según esté
bien fundado o no, y según las otras circunstancias que lo acompañen.
Los franceses expresan este sentimiento con el término amour propre,
pero como también expresan con el mismo término tanto el egoísmo
como la vanidad, surge de ahi una gran confusión en Rochefoucault y
en otros muchos escritores morales franceses.
192 DA y ID HUME

sado en el que se comportó estúpidamente o con malos


modales? El paso del tiempo no puede borrar las ideas
crueles de la imbecilidad de la propia conducta o de las
afrentas que su cobardía o imprudencia le han acarreado.
Todavía le persiguen en sus horas solitarias, ahogan sus
pensamientos más ambiciosos, y le muestran, incluso
ante si mismo, con los colores más despreciables y más
odiosos que puedan imaginarse.
Además, ¿hay algo que estemos más preocupados en
ocultar a los demás que tales desatinos, flaquezas y mez­
quindades, o que tengamos más miedo que lo descubran
la burla y la sátira? Y ¿no es el objeto principal de nues­
tra vanidad nuestro valor o saber, nuestra agudeza o edu­
cación, nuestra elocuencia o modales, nuestro gusto o ha­
bilidades? Todas ellas las exhibimos cuidadosamente, si
no con ostentación; y, por lo común, mostramos más am­
bición en sobresalir en ellas que incluso en las mismas
virtudes sociales, que, en realidad, son de una excelencia
tan superior. El buen natural y la honestidad, especial­
mente esta última, son necesarias de una forma tan in­
dispensable que. aunque la mayor censura acompaña a
cualquier violación de estos deberes, ningún elogio emi­
nente sigue a esos ejemplos comunes de las mismas que
parecen esenciales para el mantenimiento de la sociedad
humana. Y, a mi juicio, ésta es la razón por la que los
hombres, aunque a menudo ensalzan con tanta liberali­
dad las cualidades del corazón, son reservados a la hora
de elogiar las cualidades de su cabeza; porque se observa
que estas últimas virtudes, a las que se supone más raras
y extraordinarias, son los objetos más usuales de orgullo
y vanidad; y cuando se hace alarde de las mismas, en­
gendran una fuerte sospecha de estos sentimientos.
Resulta difícil decir si se daña más el buen nombre de
un indiviuo llamándole bellaco o llamándole cobarde, y
si un glotón bestial o un borracho no es tan detestable y
despreciable como un avaro egoista y miserable. Dadme
a elegir y, con vistas a mi propia felicidad y disfrute, pre­
feriría tener un corazón cordial y humano que poseer
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 193
juntas todas las otras virtudes de D emóstenes y F ilipo .
Pero, en relación al mundo, preferiría que se me consi­
derara dotado de un amplio genio y de un valor intré­
pido, y de esto esperaría ejemplos más fuertes de admi­
ración y aplauso general. El papel que uno desempeña en
la vida, la acogida que recibe en sociedad, la estima en
que le tienen sus conocidos todas estas ventajas dependen
tanto de su juicio y buen sentido como de cualquier otra
parte de su carácter. Aunque un hombre tuviera las me­
jores intenciones del mundo, y estuviera lo más alejado
de toda injusticia y violencia, nunca sería capaz de hacer
que se le respetara mucho si no tuviera, al menos, una
porción moderada de capacidades y entendimiento.
Así pues, ¿sobre qué podemos discutir aquí? Si el buen
sentido y el valor, la moderación y la laboriosidad, la sa­
biduría y el conocimiento forman —según se reconoce -
una parte considerable del mérito personal, si un hombre
que posee estas cualidades está más satisfecho consigo
mismo y tiene más derecho a la buena voluntad, la estima
y los servicios de los demás que alguien completamente
desprovisto de las mismas: si, resumiendo, los sentimien­
tos que surgen de estas cualidades y de las virtudes socia­
les son similares, ¿hay alguna razón para mostrarse tan
extremadamente escrupuloso sobre una palabra, o para
discutir si tienen derecho a la denominación de virtu­
des? "2. De hecho, puede pretenderse que el sentimiento
(Las ed. G a M añaden en una nota: «Me parece que en nuestra
lengua, al valor, a la moderación, a la laboriosidad, a la frugalidad,
etc., de acuerdo con la forma de hablar popular, se las denomina vir­
tudes: pero cuando se dice que un hombre es virtuoso, o se le denomina
un hombre de virtud, consideramos principalmente sus cualidades so­
ciales. Un discurso filosófico y moral no necesita entrar en todos estos
caprichos del lenguaje que varían tanto en diferentes dialectos y en las
diferentes épocas del mismo dialecto. Los sentimientos de los hombres,
al ser más uniformes y más importantes, son un lema más adecuado
para la especulación. Aunque, al mismo tiempo, podemos observar me­
ramente que, siempre que se habla de las virtudes sociales, en esta dis­
tinción está claramente implicada que hay también otras virtudes de
una naturaleza diferente.»).
¡94 DAVID IIVME

de aprobación que producen estas dotes, además de ser


inferior, es también de alguna manera diferente de aquel
que acompaña a las virtudes de la justicia y la humani­
dad. Pero esto no parece una razón suficiente para cla­
sificarlas enteramente bajo diferentes clases y nombres.
Los caracteres de C é s a r y de C a t ó n , según los traza
S a l u s t i o , son ambos virtuosos en el sentido más estricto
y más limitado de la palabra; pero de forma diferente; y
tampoco los sentimientos que surgen de ellos son ente­
ramente iguales. Uno suscita amor; el otro, estima. Uno
es amable; el otro, imponente. Desearíamos encontrar el
primer carácter en un amigo; el otro lo ambicionaríamos
en nosotros mismos. De una manera parecida, la apro­
bación que acompaña a la moderación, o a la laboriosi­
dad. o a la frugalidad, puede ser algo diferente de la que
se presta a las virtudes sociales, sin hacerlas de una clase
completamente diferente. Y, de hecho, podemos observar
que estas dotes, más que las otras virtudes, no producen
todas ellas la misma clase de aprobación. El buen sentido
y el genio engendran estima y respeto. La agudeza y el
humor excitan amor y afecto
El amor y la estima son casi la misma pasión, y surgen de causas
similares. Las cualidades que producen ambas comunican placer. Pero
cuando este placer es adusto y serio, o cuando su objeto es importante
y produce una Tuerte impresión, o cuando suscita algún grado de hu­
mildad y respeto, en todos estos casos, la pasión que surge del placer
se denomina más adecuadamente estima que amor. La benevolencia
acompaña a ambas, pero está unida al amor en un grado más alto.
Parece que hay siempre una mezcla más Tuerte de orgullo en el despre­
cio que de humildad en la estima; y la razón de esto no le resultará
difícil de encontrar a quien estudie con precisión las pasiones. Todas
estas diversas mezclas, composiciones y apariciones de sentimientos
Torman un tema muy curioso para la especulación, pero están lejos de
nuestro propósito actual. A lo largo de esta investigación siempre con­
sideramos en general que cualidades son objeto de aprobación o de
censura, sin entrar en todas las pequeñas diferencias de sentimiento que
provocan. Resulta evidente que todo lo que se desprecia, desagrada
también, al igual que lo que se odia; y aquí nosotros procuramos tomar
a los objetos de acuerdo con sus apariencias y aspectos más simples.
Estas ciencias no son sino demasiado propensas a parecer abstractas a
los lectores normales, incluso con todas las precauciones que podamos
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE U MORAL 195

Creo que la mayoría de la gente asentiría de forma na­


tural, sin premeditación, a la definición del elegante y jui­
cioso poeta:
La virtud (porque un mero buen natural es necedad)
Es juicio y espíritu con humanidad 114

¿Qué pretensiones a nuestra asistencia generosa o a


nuestros buenos oficios puede tener un hombre que ha
disipado su fortuna en gastos profusos, en vanidades inú­
tiles, en proyectos quiméricos, en placeres disolutos, o ju­
gando derrochadoramente? Estos vicios (porque no va­
cilamos en denominarlos asi) traen sobre los que están
entregados a los mismos una desdicha que no despierta
compasión y el desprecio.
Aqueo , un principe sabio y prudente, cayó en una
trampa fatal, que le costó su corona y su vida, después
de haber empleado toda precaución razonable para guar­
darse de ella. En base a esto, dice el historiador, es un
objeto adecuado de respeto y compasión; quienes le trai­
cionaron, sólo de odio y desprecio
La huida precipitada y la negligencia imprevisora de
Pompeyo al comienzo de las guerras aviles le parecieron
a C icerón errores tan notorios, que enfriaron comple­
tamente su amistad hacia ese gran hombre. De la misma
manera, dice, que se encuentra que la falta de limpieza, de
decencia o de discreción en una mujer a la que se corteja
la apartan de nuestro afecto. Porque asi se expresa él
cuando habla no en el papel de filósofo, sino en el de
estadista y hombre de mundo, a su amigo Ático
Pero el mismo C icerón , a imitación de todos los mo­
ralistas del mundo antiguo, cuando razona como un fi­
lósofo amplia mucho sus ideas acerca de la virtud, y com­
tomar para desembarazarlas de especulaciones superfluas y ponerlas al
nivel de todas las capacidades.
,M (John Armslrong) The art o f preserving Health. Libro 4.
1,5 Polibio, lib. viii, capitulo 2.
"* Lib. ix. epist. 10.
196 DA CID HUME

prende bajo ese nombre honorable todo don de la mente


o cualidad loable.117 Esto nos conduce a la tercera refle­
xión que nos propusimos hacer; a saber, que los moralis­
tas del mundo antiguo, los mejores modelos, no estable­
cieron una distinción importante entre las diferentes cla­
ses de dones y defectos mentales, sino que los trataron a
todos por igual bajo el nombre de virtudes y vicios, y los
convirtieron, sin distinción, en el objeto de sus razona­
mientos morales. La prudencia explicada en los Deberes
de C i c e r ó n 1111 es esa sagacidad que conduce al descu­
brimiento de la verdad y nos libra del error y la equivo­
cación. También se diserta largamente sobre la magna­
nimidad. la moderación y la decencia. Y, como este elo­
cuente moralista seguia la división recibida y común de
las cuatro virtudes cardinales, nuestros deberes sociales
no forman sino una sección en la distribución general de
su tema
(Esta sentencia se añadió en la cd. O).
"" Lib. i. capitulo 6.
"* Vale la pena citar el siguiente pasaje de Cicerón, porque es más
claro y explícito para nuestro propósito que cualquier cosa que pueda
imaginarse, y, en una discusión que es fundamentalmente verbal, debe
poseer una autoridad, en razón del autor, contra la que no puede ape­
larse; «Virtus autem. quac est per se ipsa laudabilis. el sinc qua nihil
laudan polesl. lamen habel plurcs partes, quarum alia est alia ad lau-
dationcm aplior. Sunt cnim aliac virones, quac videnlur in moribus
hominum. el quadam comitatc ac hencficcntia positac: aliac quae in
ingenii aliqua facúltate, aut animi magniludine ac robore. Nam ele-
mentia, justitia. benignitas. fidcs. fortiludo in pcriculiscommunibus.ju-
cunda est auditu in laudationibus. Omncs cnim hae virlulcs non tam
ipsis, qui eas in se habent. quam generi hominum frucluosae putantur.
Sapicntia et magniludo animi. qua omncs res humanac tenues ct pro
nihilo putantur; el in cogitando vis quaedam ingenii. el ipsa eloquentia
admirationis habet non minus. jucundilatis minus. Ipsos enim magis
videtur, quos laudamus. quam illos. apud quos laudamus, ornare ac
tucri: sed lamen in laudenda jungenda sunt ctiam hace genera virtutum.
Fcrunt cnim aures hominum, cum illa quac jucunda el grata, tum ctiam
illa, quac mirabilia sunt in virtute, laudari. («Pero la virtud, que es loa­
ble en si misma y sin la cual nada es loable, contiene sin embargo al­
gunas divisiones, de las que unas son más adecuadas para el elogio que
otras. Porque hay algunas virtudes que se manifiestan como cualidades
de la conducta de las personas y por una clase de bondad y benefteen-
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 197

Basta con que leamos con atención los títulos de los


capítulos de la Etica de A r i s t ó t e l e s para convencernos
de que clasifica al valor, la moderación, la magnificencia,
la magnanimidad, la modestia, la prudencia, y una fran­
queza viril entre las virtudes, igual que hace con la jus­
ticia y la amistad.
Soportar y abstenerse, esto es, ser paciente y continen­
te, parecía a algunos de los antiguos como un resumen
abarcador de toda la moral.
E p i c t e t o casi nunca ha mencionado el sentimiento de
humanidad y compasión excepto con vistas a poner en
guardia a sus discípulos contra el mismo. La virtud de
los e s t o i c o s parece consistir fundamentalmente en un
temperamento firme y en un entendimiento sólido. Con
ellos, como con S a l o m ó n y los moralistas orientales,
la locura y la sabiduría son equivalentes al vicio y a la
virtud.
Los hombres te alabarán, dice D a v i d 12°, cuando te
hagas bien a ti mismo. Odio a un hombre sabio, dice el
poeta g r i e g o , que no es sabio para sí mismo ,JI.

cía; mientras que otras consisten en habilidad intelectual o en un espí­


ritu elevado y fuerza de carácter. La clemencia, la justicia, la bondad,
la fidelidad, el valor ante los peligros públicos son temas aceptables en
un panegirico. puesto que se piensa que todas estas virtudes resultan
beneficiosas no tanto a sus posadores cuanto a la raza humana en
general. La sabiduría, la magnanimidad a cuya luz todas las cosas hu­
manas se consideran ligeras y banales, la fortaleza y la originalidad de
intelecto, y la misma elocuencia son igual de elogiadas; pero propor­
cionan menos placer; porque parecen adornar y proteger a los objetos
mismos de nuestros panegíricos más bien que al auditorio ante ef que
se realizan. Pero, sin embargo, las virtudes ac esta clase también deben
encontrar lugar en un panegírico, pues una audiencia aceptará que se
elogie a los aspectos de la virtud que provocan su admiración y a los
que inspiran placer y satisfacción»). De oral. lib. ii. cap. 89. Supongo
que si Cicerón viviera ahora, se encontraría que es difícil encadenar sus
opiniones morales a sistemas estrechos; o persuadirle de que las únicas
cualidades que habían de admitirse como virtudes, o reconocerse como
formando parte del mérito personal, eran las que se recomendaban en
The Whote Duly o f Man. (Esta nota se añadió en la cd. Q).
“ Salmo 49 (v. 19).
121 Mtofb q o$iari|v 8 otu ; oúx aiVrfi 0 0 4 *6 5 . Eurípides (la ed. G da
como referencia: Inccrt. apud Lucianum. apología pro mcrccdc con-
m 0.4 Vil) HUME

P l u t a r c o no se ve más obstaculizado en su filosofía


por los sistemas que en su historia. Cuando compara a
los grandes hombres de G r e c i a y R o m a opone con im­
parcialidad todos sus defectos y sus logros de cualquier
clase, y no omite nada importante que pueda rebajar o
ensalzar sus caracteres. Sus discursos morales contienen
la misma censura libre y natural de los hombres y las
costumbres.
Se considera que el carácter de A n í b a l , según lo traza
L iv io es parcial, pero éste le concede muchas virtudes
eminentes. Nunca hubo un genio, dice el historiador, más
capacitado por igual para los cargos opuestos de mandar
y obedecer, y, por lo tanto, resultaba difícil determinar si
era más querido por el general o por el ejército. A nadie
confiaba A s d r ú b a l de mejor gana la dirección de una
empresa peligrosa: bajo nadie manifestaban los soldados
más valor y confianza. Una gran audacia para enfrentar­
se al peligro; una gran prudencia en medio del mismo.
Ningún trabajo podía fatigar su cuerpo o sojuzgar su es­
píritu. El frío y el calor le eran indiferentes. Buscaba la
comida y la bebida como suministros para las necesida­
des de la naturaleza, no como gratificaciones de sus ape­
titos voluptuosos. Permanecía despierto o descansaba in­
distintamente de noche o de día. Estas grandes v i r t u d e s
se contrapesaban con grandes v i c i o s : una crueldad in­
humana, una perfidia más que púnica; ni verdad ni fe. ni
respeto a los juramentos, a las promesas o a la religión.
El carácter de A l e j a n d r o VI que se encuentra en
G u i c c i a r d i n i 123 es muy semejante, pero más justo; y es
una prueba de que los modernos, cuando hablan con na­
turalidad, emplean el mismo lenguaje que los antiguos.
En este papa, afirma, habia una capacidad y un juicio
singulares; una prudencia admirable; un talento maravi­
lloso para la persuasión: y en todas las empresas verda-
duciis. La ed. K hace lo mismo en el texto, pero realiza la corrección
en la Errata).
,a Lib. xxi. capitulo 4.
Lib. i.
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 199
deramente importantes, una diligencia y una destreza in­
creíbles. Pero estas virtudes se veian sobrepasadas infini­
tamente por sus vicios; ni fe, ni religión, con una avaricia
insaciable, una ambición exorbitante y una crueldad más
que bárbara.
P o l ib io reprendiendo a T i m e o por su parcialidad
contra A g a t o c l e s , al que él mismo reconoce como el
más cruel e impio de todos los tiranos, dice: si se refugió
en S i r a c u s a , como afirma este historiador, huyendo de
la suciedad, el humo y la fatiga de su profesión anterior
de alfarero; y si, partiendo de comienzos tan poco pro­
metedores. se convirtió en poco tiempo en amo de toda
S i c i l i a , puso en el mayor peligro al Estado c a r t a g i ­
n é s ; y murió al final en una edad avanzada y en posesión
de una dignidad soberana, ¿no debe concedérsele algo
prodigioso y extraordinario, y que poseía grandes talen­
tos y capacidades para los negocios y la acción? Por lo
tanto, su historiador no debería haber contado única­
mente lo que tendía hacia su reproche e infamia, sino
también lo que podía redundar en su a l a b a n z a y
HONOR.
En general podemos observar que la distinción de vo­
luntario o involuntario fue poco considerada por los
antiguos en sus razonamientos morales; en donde fre­
cuentemente trataban la cuestión de si ia virtud podía o
no enseñarse como muy dudosa ,25. Consideraban con ra­
zón que la cobardía, la bajeza, la informalidad, la ansie­
dad, la impaciencia, la locura y otras muchas cualidades
de la mente podian parecer ridiculas y deformes, despre­
ciables y odiosas, aunque fueran independientes de la vo­
luntad. Y no siempre podia suponerse que estuviera al
alcance de todos los hombres el obtener toda clase de be-124
124 Lib. x¡¡.
IB Véase Platón en Menón. Séneca de olio sap. capitulo 31. Véase
también Horacio. Virtutem doctrina pare!, naturaiw done!, («si la ciencia
proporciona virtud, o natura la dona», versión latinizante de Tarsicio
Herrera Zapién en Horacio: Epístolas. Libros /-//. Universidad Nacio­
nal Autónoma de México, México. 1972). Epist. lib. i. cp. 18. Acschincs
Socraticus. Dial. i. (Esta última referencia se añadió en la ed. O).
m DAVID HUME

llcza mental, más de lo que lo está el obtener toda clase


de belleza exterior.
126 Y aquí aparece la cuarta reflexión que me propuse
hacer, sugiriendo la razón por la que los filósofos mo­
dernos han seguido a menudo en sus investigaciones mo­
rales un curso tan distinto del de los antiguos. En tiem­
pos posteriores, la filosofía de todas clases, especialmente
la ética, ha estado unida más estrechamente con la teo­
logía de lo que se observó que lo estuviera nunca entre
los paganos: y como esta última ciencia no admite com­
promisos de ninguna clase, sino que somete toda rama
del conocimiento a sus propios propósitos, sin mucha
consideración por los fenómenos de la naturaleza o por
los sentimientos imparciales de la mente, de aquí que el
razonamiento, e incluso el lenguaje, hayan sido desviados
de su curso natural, y se hayan intentado establecer dis­
tinciones donde la diferencia entre los objetos era, en
cierto modo, imperceptible. Los filósofos, o, más bien,
los teólogos bajo este disfraz, al tratar toda moral en un
nivel parecido al de las leyes civiles, guardadas por las
sanciones del premio y el castigo, se vieron necesaria­
mente conducidos a hacer de esta circunstancia de volun­
tario o involuntario el fundamento de toda su teoría.
Todo el mundo puede emplear los términos en el sentido
que le plazca: pero, no obstante, esto debe admitirse, que
todos los días se experimentan sentimientos de censura y
alabanza que tienen a sus objetos más allá del dominio
de la voluntad o la elección, y de los que nos correspon­
de, si no como moralistas, sí al menos como filósofos es­
peculativos, ofrecer alguna explicación o teoría satisfac­
toria.
Un defecto, una falta, un vicio, un crimen; estas ex­
presiones parecen denotar diferentes grados de censura y
desaprobación: todas ellas, sin embargo, son en el fondo
casi de la misma clase o especie. La explicación de una
(Esta sentencia y lo siguiente no aparecen en las cd. G a N, las
cuales resumen: «Pero los lilósolbs modernos, al tratar...»).
investigación sobre los principios de la moral 201

nos conducirá fácilmente a una concepción adecuada de


las otras ,27; y es más importante atender a las cosas que
a las denominaciones verbales. Que tenemos un deber
para con nosotros mismos lo reconoce incluso el sistema
moral más vulgar, y tiene que ser importante examinar
ese deber para ver si resulta afín con el que tenemos para
con la sociedad. Es probable que la aprobación que
acompaña a la observancia de ambos sea de una natu­
raleza similar y surja de principios similares: sea el que
sea el nombre que podamos dar a cualquiera de estas dos
excelencias.

127
(El resto del párrafo se añadió en la ed. N).
UN DIÁLOGO

Mi amigo P alamedes , al que le gusta tanto en lo re­


ferente a si mismo como a sus principios moverse sin
rumbo fijo, y que ha recorrido, mediante el estudio y via­
jando, casi todas las regiones del mundo intelectual y ma­
terial, me sorprendió hace poco con un relato sobre una
nación en donde, me dijo, había pasado una parte con­
siderable de su vida, y a cuyos habitantes encontró, en su
mayor parte, extremadamente civilizados e inteligentes.
Existe un país en el mundo, dijo, llamado F o u r l i ,
cuya longitud y latitud no importan, cuyos habitantes
mantienen opiniones sobre muchas cosas, especialmente
sobre moral, que resultan diametralmentc opuestas a las
nuestras. A mi llegada encontré que tenia que someterme
a un doble esfuerzo: primero, aprender el significado de
los términos de su lenguaje; y, después, conocer el sentido
de estos términos y el elogio o la censura unidos a ellos.
Después de que una palabra me había sido explicada, y
se me había descrito el carácter que expresaba, yo con­
cluía que tal epíteto debía ser de forma necesaria el re­
proche más grande del mundo, y me vi extraordina­
riamente sorprendido cuando encontré que alguien lo
aplicaba delante de otros a una persona con la que vivia
en la amistad y la intimidad más grandes. Un dia le dije
a un conocido: Tú crees que C h a n g u i s es tu enemigo
mortal; me gusta acabar con las disputas; y. por lo tanto,
debo decirte que le oí hablar de ti de la manera más ob­
sequiosa. Pero, con gran sorpresa mía, cuando le repetí
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS BE LA MORAL 203

las palabras de C hancuis , pese a que las recordaba y las


había comprendido perfectamente, encontré que las to­
maba por la afrenta más mortal, y que muy inocente­
mente había convertido en completamente irreparable la
ruptura entre estas personas.
Como tuve la suerte de llegar a esta nación en una con­
dición muy ventajosa, me presentaron inmediatamente a
la mejor sociedad; y al manifestar A l c h e i c su deseo de
que fuera a vivir con él, acepté de buena gana su invita­
ción; pues encontré que era universalmente estimado por
su mérito personal; y, de hecho, todo el mundo en F our -
l i lo consideraba un individuo perfecto.
Una noche me invitó, como un pasatiempo, a que lo
acompañara a una serenata que quería ofrecer a G ulki,
de quien, me dijo, estaba enamoradísimo; y pronto hallé
que su gusto no era singular; porque nos encontramos a
muchos de sus rivales que habían acudido con el mismo
propósito. Concluí de forma muy natural que ,a esta
mujer a la que cortejaba debía ser de las más bellas de la
ciudad; y experimenté en ese momento una inclinación
secreta a verla y a conocerla. Pero cuando empezó a salir
la luna me sorprendió mucho el encontrar que nos hallá­
bamos en medio de la universidad, en donde G ulki es­
tudiaba; y me quedé un tanto avergonzado de haber
acompañado a mi amigo a tal empresa.
Me contaron después que la elección de G ulki por
parte de A lcheic gozaba de gran aprobación en toda la
buena sociedad de la ciudad; y que se esperaba que. al
mismo tiempo que gratificaba su propia pasión, desem­
peñara con ese joven los mismos buenos oficios que él
mismo debia a E lcoue . Parece ser que A lcheic era
muy bien parecido en su juventud y que habia sido cor­
tejado por muchos amantes, pero que habia concedido
sus favores principalmente al sabio E lcouf , a quien se
supone que debia en gran medida los asombrosos pro­
gresos que habia realizado en la filosofía y en la virtud.
ia («este amor suyo» en las ed. O y K).
204 OAVIO HUME

Me causó cierta sorpresa el que la esposa de A lchfjc


(que, por cierto, era también su hermana) no se escan­
dalizara en lo más mínimo por esta especie de infidelidad.
Casi al mismo tiempo descubrí (porque no se intentaba
mantenerlo en secreto para mí o para cualquier otro) que
A lcheic era un asesino y un parricida, y que había ma­
tado a una persona inocente, la conectada con él de la
forma más estrecha, y a la que, de acuerdo con todos los
lazos de la naturaleza y de la humanidad, tenia que pro­
teger y defender. Cuando le pregunté con toda la cautela
y deferencia imaginables cuál era el motivo de esta ac­
ción, replicó tranquilamente que entonces no gozaba de
una situación tan acomodada como la que disfrutaba en
el presente, y que había actuado en este particular según
el consejo de todos sus amigos.
Habiendo oído celebrar tan extremadamente la virtud
de A lcheic , simulé unirme al clamor popular, y pregun­
té únicamente por curiosidad, como un forastero, cuál de
todas sus acciones nobles era la que más se aplaudía, y
pronto encontré que todas las opiniones estaban de
acuerdo en conceder la preferencia al asesinato de Us-
bek . Este Usbek había sido hasta el último momento
amigo intimo de A lcheic , le había hecho muchos fa­
vores importantes, incluso había salvado su vida en cierta
ocasión; y según su testamento, que se encontró después
del asesinato, le había hecho heredero de una parte con­
siderable de su fortuna. Parece que A lcheic conspiró
con unos veinte o treinta más. la mayoría de los cuales
también eran amigos de Usbek ; y cayendo todos juntos
sobre este infeliz cuando estaba desprevenido, le habían
desgarrado con cien heridas; recompensándolo así por
todos sus favores y servicios prestados. Usbek. decía la
voz popular, tenia muchas cualidades buenas e importan­
tes. Sus mismos vicios eran brillantes, magníficos y ele­
vados; pero esta acción de A lcheic le puso muy por en­
cima de Usbek a los ojos de todos los jueces del mérito;
y es una de las más nobles sobre las que quizá haya bri­
llado el sol alguna vez.
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS OE t.A MORA!. 205

Otra parte de la conducta de A lchkic que también


encontré niuy aplaudida fue su comportamiento hacia
C alish , con quien estaba asociado en una empresa o
proyecto de alguna importancia. C alish , que era un
hombre apasionado, propinó un día una buena paliza a
A lchkic ; algo que éste tomó con mucha paciencia, es­
peró la vuelta del buen humor de C alish . mantuvo to­
davía una buena relación con él, y, gracias a esto, llevó
a un final feliz el asunto en el que estaban asociados, ga­
nando para sí un honor inmortal por su notable tempe­
ramento y moderación.
Hace poco he recibido una carta de un corresponsal de
Fourli , por la que me he enterado que después de mi
partida, habiendo enfermado A lchkic, se habia ahor­
cado honrosamente; y había fallecido en medio del la­
mento y del aplauso universales de sus conciudadanos.
Una vida tan virtuosa y noble, dicen todos los kourlia -
nos , no se podía coronar mejor que mediante un fin tan
noble; y A lchkic ha probado con ello, igual que con
todas sus demás acciones, lo que fue su principio cons­
tante durante su vida, y del que hizo alarde en sus últi­
mos momentos, que un hombre sabio apenas es inferior
al gran dios Vitzli. Éste es el nombre de la deidad su­
prema entre los fourlianos .
Las nociones de este pueblo, continuó Palamkdks,
son tan extraordinarias con respecto a ios buenos mo­
dales y a la sociabilidad como con respecto a la moral.
Mi amigo A lchkic organizó una vez una fiesta para en­
tretenerme en la que estaban presentes todos los mejores
talentos y filósofos de F ourli; y cada uno de nosotros
llevó consigo su comida al lugar donde nos reuníamos.
Observé que uno de ellos estaba peor provisto que el res­
to, y le ofrecí una parte de mi comida, que consistía en
una pollita asada; y no pude sino observar que él y todo
el resto de la reunión sonreían ante mi ingenuidad. Me
contaron que una vez A lcheic tuvo tanta influencia en
su club que los persuadió de comer en común, y que uti­
lizó un artificio para este propósito. Persuadió a aquellos
206 DAVID HVKiF.

a los que observó peor provistos de ofrecer su comida a


la reunión: tras lo que, los demás, que habían traído una
comida más exquisita, se sintieron avergonzados de no
hacer la misma oferta. Esto se considera como un acon­
tecimiento tan extraordinario que, según sé, se ha reco­
gido en la historia de la vida de A l c h k i c , que ha escrito
uno de los mayores genios de F o u r l i .
Por favor, P a l a m e d e s , le dije, cuando estabas en
F o u r l i , ¿aprendiste también el arte de poner en ridiculo
a tus amigos contándoles historias raras y riéndote des­
pués de ellos si te creían? Te aseguro, replicó, que si hu­
biera estado dispuesto a aprender tal lección, no había
un lugar en el mundo más apropiado. El amigo que estoy
mencionando tan a menudo no hacía nada de la mañana
a la noche que no fueran burlas, chanzas y tomaduras de
pelo; y apenas pedia saberse nunca si estaba de broma o
hablaba con la mayor seriedad. Pero tú piensas, enton­
ces, que mi historia es inverosímil, y que he utilizado, o
más bien abusado, del privilegio de un viajero. Seguro, le
dije, que no estabas sino bromeando. Costumbres tan
barbaras y salvajes no son sólo incompatibles con un
pueblo inteligente y civilizado, como dijiste que eran;
sino que apenas son compatibles con la naturaleza hu­
mana. Sobrepasan todo lo que hemos leído alguna vez
sobre los m i n g r e l i a n o s y los t u p i n a m b o s .
¡Ten cuidado con lo que dices!, exclamó. ¡ Ten cuidado
con lo que dices! No eres consciente de que estás blasfe­
mando, c injuriando a tus favoritos, los g r i e g o s , espe­
cialmente los a t e n i e n s e s , a quienes todo el tiempo me
he referido bajo esos nombres extraños que empleaba. Si
piensas bien, no hay ningún rasgo del carácter precedente
que no se pudiera encontrar en el hombre de más elevado
mérito de A t e n a s sin que disminuyera por ello en lo más
mínimo el lustre de su carácter. Los amoríos de los grie­
gos, sus matrimonios l29, el abandono de sus hijos, no
Las leyes de Atenas permitían que un hombre se casara con su
hermana por parte del padre. La ley de Solon prohibía la pederastía a
los esclavos como siendo un acto demasiado digno para personas tan
inferiores.
INVESTIGACIÓN SOBRE IjOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 207

pueden sino chocarte en el acto. La muerte de Usbek


corresponde exactamente a la de C ésar.
Todo para nada, dije, interrumpiéndole. No mencio­
naste que Usbek era un usurpador.
No lo hice, replicó, para que no descubrieras el para­
lelismo al que apuntaba. Pero, incluso añadiendo esta
circunstancia, no deberíamos vacilar en, de acuerdo con
nuestros sentimientos morales, denominar a Bruto y a
C asio traidores y asesinos ingratos. Aunque tú sabes que
son quizá los personajes más elevados de toda la Anti­
güedad; y que los atenienses les levantaron estatuas,
que colocaron cerca de las de Harmodio y A ristogi-
ton , sus propios liberadores. Y si crees que esta circuns­
tancia que mencionas es tan importante como para ab­
solver a estos patriotas, la compensaré con otra que no
he mencionado y que agravará por igual su crimen. Po­
cos días antes de la realización de su funesto propósito
todos ellos juraron lealtad a C ésar ; y declarando que
siempre tendrían a su persona por sagrada locaron el al­
tar con esas manos que ya habían armado para su
destrucción ,3#.
No necesito recordarle la famosa y aplaudida historia
de T emístocles, y su paciencia hacia el Espartano
E uribiadks, su jefe, quien acalorado por el debate le­
vantó su bastón hacia el en un consejo de guerra (que es
lo mismo que si le hubiera golpeado con él). ¡Golpea!,
grita el ateniense , ¡golpea!, pero escúchame.
Eres demasiado buen erudito para no descubrir en mi
última historia al irónico Sócrates y a su círculo ate­
niense ; y observarás seguramente que está copiada con
exactitud de J enofonte , cambiando únicamente los
nombres l3>. Creo que he puesto de relieve de una manera
adecuada que un ateniense de mérito podía ser un
hombre al que entre nosotros se le consideraría incestuo­
so, parricida, asesino, un traidor ingrato, perjuro, y algo
t» Apiano. Bell. Civ. lib. iii. Suclonio en vita Caesaris.
I» Mem. Soc. lib. iii. sub fine.
208 DAVID HOME

más demasiado abominable para nombrarlo; para no


mencionar su rusticidad y malos modales. Y habiendo
vivido de esta manera, su muerte podría ser enteramente
consecuente. Podría concluir la escena con un acto de­
sesperado de suicidio, y morir con las blasfemias más ab­
surdas en su boca. Y, a pesar de todo esto, tendría es­
tatuas, si no aliares, erigidas a su memoria; se compon­
drían poemas y oraciones en alabanza suya; grandes
sectas estarían orgullosas de llamarse por su nombre; y
la posteridad más distante mantendría ciegamente su ad­
miración; aunque si alguien semejante surgiera entre ellos
lo considerarían, y justamente, con horror y aborreci­
miento.
Debería haberme dado cuenta de tu ardid, replique.
Pareces complacerle en este tema, eres el único hombre
que conozco que está familiarizado con los antiguos y
que no los admira extremadamente. Pero en vez de ata­
car su filosofía, su elocuencia, o poesía, los temas habi­
tuales de controversia entre nosotros, pareces ahora cen­
surar su moral, y acusarlos de ignorancia en una ciencia
que es la única en que, según mi opinión, no han sido
superados por los modernos. Geometría, física, astrono­
mía, anatomía, botánica, geografía, navegación; en éstas
pretendemos con derecho la superioridad. Pero, ¿qué te­
nemos que podamos oponer a sus moralistas? Tus repre­
sentaciones de las cosas son erróneas. No tienes ninguna
indulgencia hacia las maneras y las costumbres de épocas
diferentes. ¿Juzgarías a un g r i e g o o a un r o m a n o por
el derecho consuetudinario de I n g l a t e r r a ? Óyele de­
fenderse de acuerdo con sus propias máximas, y pronún-
ciate después.
No existen maneras tan inocentes o razonables que no
puedan volverse odiosas o ridiculas si se miden por una
norma desconocida por las personas l32; especialmente si
empleas un poco de habilidad o elocuencia en agravar
(Obviamente, desconocida para las personas que tienen dichas
maneras o costumbres).
INVESTIGACIÓN SOBRE IOS PRINCIPIOS DE LA MORAI. 209
algunas circunstancias y en atenuar otras, según sirva
mejor al propósito de tu discurso. Todos estos ardides
pueden fácilmente volverse contra ti. Si pudiera informar
a los a t e n i e n s e s , por ejemplo, de que existe una nación
en la que el adulterio, tanto activo como pasivo, para
hablar asi, goza de la mayor boga y estima: en la que
todo hombre educado escoge como amante a una mujer
casada, la esposa quizá de su amigo y compañero, y se
valora en base a estas conquistas infames tanto como si
hubiera resultado vencedor varias veces en el boxeo o la
lucha en los juegos Olímpicos; en donde todos los hom­
bres se enorgullecen de su aceptación y complacencia con
respecto a su propia esposa, y se alegran de hacer amis­
tades o de promover su interés permitiéndola prostituir
sus encantos: e incluso, sin tales motivos, la conceden
plena libertad e indulgencia. Pregunto: ¿qué sentimientos
abrigarían los a t e n i e n s e s hacia tal pueblo; ellos que
nunca mencionaban el delito de adulterio sino junto con
el robo y el envenenamiento? ¿De qué se sorprenderían
más. de la villanía o de la bajeza de esta conducta?
Podría añadir que el mismo pueblo estaba tan orgullo­
so de su esclavitud y dependencia como los a t e n i e n s e s
de su libertad; y que aunque un hombre entre ellos se
viera oprimido, deshonrado, reducido a la miseria, insul­
tado o encarcelado por el tirano, consideraría todavía
como el mérito más alto amarle, servirle y obedecerle;
c incluso morir por su gloria y satisfacción más pequeña.
Estos nobles g r i e g o s probablemente me preguntarían si
estaba hablando de una sociedad humana o de alguna
especie servil e inferior.
Podría informar entonces a mi audiencia a t e n i e n s e
de que, sin embargo, a este pueblo no le faltaba temple
y valor. Si un hombre, aunque fuera su amigo íntimo,
lanzara contra ellos en una reunión privada una burla
que se aproximara de cerca a cualquiera de las que vues­
tros generales y demagogos se hacen unos a otros lodos
los dias en presencia de la ciudad entera, nunca podrían
perdonarle, sino que para vengarse le obligarían inme­
210 DAVID HUME

diatamente a atravesarles el cuerpo o a ser él mismo ase­


sinado. Y si un hombre que es para ellos un completo
desconocido les mandara que, arriesgando su propia
vida, le cortaran la garganta a su amigo íntimo, obede­
cerían inmediatamente, y se considerarían altamente
complacidos y honrados por el encargo. Éstas son sus
máximas acerca del honor. Ésta es su moralidad predi­
lecta.
Sin embargo, aunque estén tan prestos a desenvainar
su espada contra sus amigos y compatriotas, ninguna
desgracia, ninguna infamia, ningún dolor, ninguna mi­
seria harán nunca que esta gente vuelva la punta de la
espada contra su propio pecho. Un hombre de rango re­
maría en las galeras, mendigaría su pan, se pudriría en
una prisión, sufriría cualquier tortura, y, a pesar de todo,
conservaría su miserable vida. Antes que escapar de sus
enemigos mediante un noble desprecio de la muerte, re­
cibiría de forma infame la misma muerte de sus enemi­
gos, agravada por sus triunfantes insultos y por los su­
frimientos más intensos.
También es muy habitual entre estas gentes, continua­
ría, el construir cárceles en donde todas las habilidades
para acosar y torturar a los infelices prisioneros son cui­
dadosamente estudiadas y practicadas. Y es habitual que
un padre encierre a algunos de sus hijos en estas cárceles
con vistas a que otro hijo, al que no reconoce ni más ni
menos mérito que al resto, pueda disfrutar de toda su
fortuna y revolcarse en toda clase de voluptuosidades y
placeres. Nada es tan virtuoso, en su opinión, como esta
bárbara parcialidad.
Pero lo que resulta más extraño en esta nación capri­
chosa. cuento a los a t e n i e n s e s , es que una de vuestras
fiestas durante las s a t u r n a l e s 13\ cuando los esclavos
son servidos por sus amos, la continúan ellos seriamente
durante lodo el año y durante todo el curso de sus vidas;13
131 Los griegos celebraban la fiesta de Saturno o Cronos, igual que
los romanos. Véase Luciano. Epist. a Saturno.
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 211

acompañada además de algunas circunstancias que au­


mentan todavía más su carácter absurdo y ridiculo. Vues­
tra diversión sólo eleva por unos pocos días a aquellos a
quienes la fortuna ha derribado, y a quienes ella también
puede en uno de sus juegos realmente elevar para siempre
sobre vosotros. Pero esta nación ensalza seriamente a
aquellas personas a las que la naturaleza les ha sometido
y cuya inferioridad y debilidades son completamente in­
curables. Las mujeres, aunque carezcan de virtud, son sus
dueñas y soberanas. A ellas reverencian, elogian y mag­
nifican. A ellas prestan la mayor deferencia y respeto. Y
en todos los lugares y en todos los tiempos la superiori­
dad de las mujeres es fácilmente reconocida, y a ella se
someten todos los que tienen la menor pretensión de edu­
cación y cortesía. Casi ningún delito sería tan universal-
mente detestado como una infracción de esta regla.
No necesitas proseguir, replicó P a l a m e d e s ; puedo
conjeturar fácilmente a qué pueblo apuntas. Los rasgos
con que los has descrito son bastante correctos; y, sin
embargo, tienes que reconocer que apenas se encuentra
un pueblo en los tiempos antiguos o modernos cuyo ca­
rácter nacional esté, por lo general, menos sujeto a la de­
saprobación. Pero te doy las gracias por ayudarme con
mi argumento. No tenia intención de ensalzar a los mo­
dernos a costa de los antiguos. Sólo pretendía representar
la incertidumbre de todos estos juicios sobre caracteres;
y convencerle de que la moda, la usanza, la costumbre y
la ley son el principal fundamento de todas las determi­
naciones morales. Los a t e n i e n s e s eran ciertamente un
pueblo inteligente y civilizado; si alguna vez hubo uno;
y, sin embargo, a su hombre de mérito se lo podría con­
siderar con horror y abominación en esta época. Los
f r a n c e s e s son también, sin duda, un pueblo muy civi­
lizado e inteligente, y, sin embargo, su hombre de mérito
podría, con los a t e n i e n s e s , ser objeto del mayor des­
precio y ridículo, e incluso aborrecimiento. Y lo que con­
vierte al asunto en más extraordinario; se supone que es­
tos dos pueblos son los más similares en sus caracteres
212 DAVID HVME

nacionales de todos los de los tiempos antiguos y moder­


nos; y mientras que los i n g l e s e s se congratulan pensan­
do que se parecen a los r o m a n o s , sus vecinos del con­
tinente establecen el paralelismo entre ellos mismos y
esos g r i e g o s corteses. Por lo tanto, ¿qué gran diferencia
en los sentimientos morales tiene que encontrarse entre
las naciones civilizadas y las bárbaras, o entre naciones
cuyos caracteres tienen poco en común? ¿Cómo preten­
der fijar una norma para juicios de esta naturaleza?
Llevando el asunto a un nivel un poco más alto, repli­
qué, y examinando los primeros principios que cada na­
ción establece de condena o censura. El R u i n corre hacia
el norte, el R ó d a n o hacia el sur; sin embargo, ambos
nacen de la misma montaña y se mueven en sus direccio­
nes opuestas por el mismo principio de gravedad. Las di­
ferentes inclinaciones del terreno sobre el que discurren
causan toda la diferencia de sus cursos.
¿En cuantas circunstancias un hombre de mérito a t e ­
n i e n s e y otro f r a n c é s se parecerían con certeza entre
sí? Inteligencia, conocimiento, agudeza, elocuencia, hu­
manidad. fidelidad, verdad, justicia, valor, moderación,
constancia, dignidad de espíritu. Has omitido todas estas
circunstancias para insistir únicamente en los puntos en
que pueden, accidentalmente, estar en desacuerdo. Muy
bien; estoy descoso de ponerme de acuerdo contigo; y
procuraré dar cuenta de esas diferencias a partir de los
principios morales más universales y establecidos.
No deseo examinar los amores g r i e g o s con más de­
talle: observaré únicamente que, aunque censurables, sur­
gieron de una causa muy inocente, la frecuencia de los
ejercicios gimnásticos entre ese pueblo; y se los recomen­
daba, aunque absurdamente, como fuente de amistad,
simpatía, apego mutuo y fidelidad cualidades esti­
madas en todas las naciones y en todas las épocas.
El matrimonio entre hermanastros y hermanastras no
parece una gran dificultad. El amor entre los parientes
'M Plut. symp.. pág. 182. Ex edil. Serr.
INVESTIGACIÓN SOBRE /.O S PRINCIPIOS DE LA MORAL 213

más próximos es contrario a la razón y a la utilidad pú­


blica; pero el punto preciso en donde hemos de detener­
nos apenas puede fijarlo la razón natural; y, por lo tanto,
es un terna muy apropiado para la ley municipal o la cos­
tumbre. Si los atenienses fueron un poco demasiado le­
jos hacia un lado, el derecho canónico seguramente ha
llevado las cosas a una gran distancia en el otro ex­
tremo IJ5.
Si le hubieseis preguntado a un padre de Atenas por
qué privaba a su hijo de esa vida que tan recientemente
le había dado. Es porque lo amo, replicaría; y porque
considero la pobreza que debe heredar de mí como un
mal mayor que la muerte, la cual no es capaz de temer,
sentir u ofenderle l-H’.
¿Cómo ha de recuperarse la libertad pública, la más
valiosa de todas las ventajas, de las manos de un usur­
pador o de un tirano, si su poder le protege de la rebelión
pública y nuestros escrúpulos de la venganza privada?
Reconoces que su delito es capital de acuerdo con la ley:
y ¿debe constituir su seguridad plena la circunstancia más
agravante de su delito, el que se haya puesto a si mismo
por encima de la ley? No puedes replicar nada, salvo
mostrar los graves inconvenientes del asesinato; y cual­
quiera que se los hubiese demostrado claramente a los
antiguos hubiera reformado sus opiniones sobre este par­
ticular.
Para volver de nuevo tus ojos hacia la descripción que
he realizado de las costumbres modernas, reconozco que
resulta casi tan difícil justificar la galantería f r a n c e s a
como la g r i e g a ; salvo que la primera es mucho más na­
tural y agradable que la segunda. Pero parece que nues­
tros vecinos han acordado sacrificar algunos de los pla­
ceres domésticos a los sociables; y preferir un estado re­
lajado, la libertad y un comercio abierto, a la fidelidad y
constancia estríelas. Ambos fines son buenos, pero re-
IA5
Vcasc Investigación. Sccc. IV.
1.1*
Plut. de amore prolis. sub fine.
214 DAVID HUME

sulta algo difícil reconciliarlos; y no tenemos que sor­


prendernos si las costumbres de las naciones se inclinan
algunas veces demasiado hacia un lado y otras hacia el
opuesto.
La adhesión más inviolable a las leyes de nuestro país
se reconoce en todas partes como una virtud esencial; y
donde la gente no tiene la fortuna de poseer una asam­
blea legislativa, sino que tienen una única persona, la
lealtad más estricta es en este caso el patriotismo más
verdadero.
Seguramente nada puede ser más absurdo y bárbaro
que la práctica del duelo; pero quienes lo justifican dicen
que engendra educación y buenas maneras. Y puedes ob­
servar que un duelista siempre se valora a sí mismo en
base a su valor, su sentido del honor, su fidelidad y amis­
tad; cualidades que sin duda tienen aquí una dirección
muy extraña, pero a las que se ha estimado de forma uni­
versal desde la creación del mundo.
¿Han prohibido los dioses el suicidio? Un a t e n i e n s e
admite que debería evitarse. ¿Lo ha permitido la Deidad?
Un f r a n c é s admite que la muerte es preferible al dolor
y a la infamia.
Ves, por tanto, continué, que los principios en base a
los que razonan los hombres en la moral son siempre los
mismos, aunque las conclusiones que obtienen a menudo
son muy diferentes. Que todos ellos razonan correcta­
mente con respecto a este tema, más que con respecto a
cualquier otro, no le incumbe a ningún moralista mos­
trarlo. Es suficiente que los principios originales de cen­
sura o condena sean uniformes y que las conclusiones
erróneas puedan corregirse mediante razonamientos más
sólidos y una experiencia más amplia. Aunque han trans­
currido muchos siglos desde la caída de G r e c i a y
R o m a , aunque han tenido lugar muchos cambios en la
religión, el lenguaje, las leyes y las costumbres, ninguna
de estas revoluciones ha producido ninguna innovación
considerable en los sentimientos primarios de la moral,
igual que tampoco lo ha hecho en los concernientes a la
INVESTIGACIÓN SOBRE EOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 215

belleza externa. Quizás pueden observarse en ambos ca­


sos algunas diferencias insignificantes. Horacio 157 ce­
lebra una frente estrecha, y A nacreonte , unas cejas
unidas entre s í l38; pero el A polo y la Venus de la anti­
güedad son todavía nuestros modelos de belleza mascu­
lina y femenina; de igual manera que el carácter de Es-
a pión continúa siendo nuestro patrón para la gloría de
los héroes, y el de Cornelia , para el honor de las ma­
tronas.
Parece que nunca hubo una cualidad que alguien re­
comendara como una virtud o excelencia moral sino en
razón de resultar útil o agradable al mismo hombre o a
otros. Porque, ¿qué otra razón puede darse para el elogio
o la aprobación? O ¿qué sentido tendría ensalzar un buen
carácter o una buena acción que al mismo tiempo se ad­
mite que no son buenas para nada‘l Por lo tanto, todas las
diferencias en la moral pueden reducirse a este único fun­
damento general, y se las puede explicar por los puntos
de vista diferentes que la gente tiene de estas circunstan­
cias.
Algunas veces los hombres discrepan en su juicio sobre
la utilidad de un hábito o acción; algunas veces, también,
las peculiares circunstancias de las cosas convierten a una
cualidad moral en más útil que las demás y la conceden
una preferencia peculiar.
No resulta sorprendente que en un periodo de guerra
y desorden las virtudes militares sean más celebradas que
las pacificas y atraigan más la admiración y atención de
la humanidad. «Es normal», dice T ulio , «encontrar
cimbros , celtíberos , y otros bárbaros, que soportan
con una constancia inflexible todas las fatigas y peligros
de la campaña; pero que se desalientan en seguida bajo
el dolor y el peligro de una enfermedad que los vaya de­
bilitando; mientras que. por la otra parte, los griegos
Epist. lib. i, episl. 7. También lib. i. oda 3.
Oda 28. Pclronio —capitulo 86 — une ambas circunstancias
como bellezas.
" Tuse Quaest. lib. ii.
216 DAVID HVME

soportan pacientemente la lenta aproximación de la


muerte cuando viene pertrechada con la enfermedad y la
dolencia, pero huyen temerosamente de su presencia
cuando les ataca violentamente con espadas y puñales!».
¡Tan diferente es incluso la misma virtud del valor entre
las naciones pacificas y las belicosas! Y, de hecho, po­
demos observar que como la diferencia entre la guerra y
la paz es la más grande que surge entre las naciones y las
sociedades políticas, produce también las variaciones
más grandes en el sentimiento moral, y diversifica al má­
ximo nuestras ideas de virtud y mérito personal.
Algunas veces, también, la magnanimidad, la grandeza
de espíritu, el desdén por la esclavitud, un rigor y una
integridad inflexibles, pueden convenir más a las circuns­
tancias de una época que a las de otra, y tener una in­
fluencia más favorable tanto en los asuntos públicos
como en la propia seguridad y progreso de un hombre.
Por tanto, nuestra idea del mérito personal variará tam­
bién un poco con estas variaciones: y quizás se censure a
L a b e o n por las mismas cualidades que le procuraron
a C a t ó n la aprobación más alta.
Un nivel de lujo que en un nativo de Suiza puede ser
ruinoso y pernicioso, únicamente favorece las artes y fo­
menta la laboriosidad en un francés o en un inglés .
Por lo tanto, no hemos de esperar en Bkrna los mismos
sentimientos o las mismas leyes que prevalecen en Lon ­
dres o en París .
Las costumbres diferentes, igual que las utilidades di­
ferentes, tienen también alguna influencia; y al dar un
sesgo temprano a la mente pueden producir una propen­
sión superior hacia las cualidades útiles o hacia las agra­
dables; hacia las que consideran al yo o hacia las que
abarcan a la sociedad. Estas cuatro fuentes de sentimien­
to moral subsisten todavía; pero los accidentes particu­
lares pueden hacer que cualquiera de ellas mane en cierto
momento con más abundancia que en otro.
Las costumbres de algunas naciones excluyen a las mu­
jeres de toda relación social. Las de otras naciones las
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS 1>E U MORAL 217

convierten en una parte tan esencial de la sociedad y la


conversación que, salvo cuando se trata de negocios, al
sexo masculino se le supone casi completamente incapaz
de charlar o de entretenerse entre si. Como esta diferen­
cia es la más importante que puede tener lugar en la vida
privada, debe producir también la mayor variación en
nuestros sentimientos morales.
De todas las naciones en el mundo en las que la poli­
gamia no estaba permitida, los g r i e g o s parecen haber
sido los más reservados en su relación con el bello sexo,
y haber impuesto al mismo las leyes más estrictas de la
modestia y la decencia. Tenemos un convincente ejemplo
de esto en un discurso de L is ia s ,4#. Una viuda agravia­
da. arruinada, maltratada, convoca una reunión de unos
pocos de sus parientes y amigos más cercanos; y aunque
nunca antes habituada, dice el orador, a hablar en pre­
sencia de hombres, sus angustiosas circunstancias la obli­
garon a exponerles su situación. El mismo hecho de abrir
su boca en tal compañía requería, parece, una disculpa.
Cuando D e m ó s t e n e s demandó a sus tutores para ha­
cer que le devolvieran su patrimonio, le resultó necesario
en el curso del proceso probar que el matrimonio de la
hermana de A i o b o con O n e t e r era completamente
fraudulento, y que a pesar de su simulado matrimonio,
había vivido con su hermano en A t e n a s los dos años
que siguieron a su divorcio de su primer marido. Y es
notable que, aunque eran gente de la mejor fortuna y dis­
tinción de la ciudad, el orador no pudo probar este hecho
de otra forma que pidiendo que se interrogara a las es­
clavas de aquélla, y mediante el testimonio de un médico
que la habia visto en casa de su hermano durante una
enfermedad que ella padeció Ml. Asi do reservadas eran
las costumbres de los griegos.
Podemos estar seguros de que una pureza extremada
en las costumbres era la consecuencia de esta reserva. De*14
,4“ Oral. 32.
141 En Oncicrem.
218 DAVID MI ME

acuerdo con esto encontramos que, exceptuando las his­


torias fabulosas de E lena y C litemnestra . apenas hay
un ejemplo de un suceso de la historia griega que pro­
ceda de las intrigas de las mujeres. Por otra parte, en los
tiempos modernos, especialmente en una nación vecina,
las mujeres participan en todas las transacciones y en to­
dos los manejos de la Iglesia y del Estado. Y ningún
hombre que se despreocupe de obtener sus bendiciones
puede esperar tener éxito. Enrique III puso en peligro
su corona y perdió su vida tanto por su tolerancia con la
herejía como por incurrir en el desagrado del bello sexo.
Es inútil disimular: las consecuencias de un comercio
muy libre entre los sexos y de que vivan muy juntos ter­
minarán a menudo en amoríos y galanterías. Debemos
sacrificar algo de lo útil si estamos muy deseosos de ob­
tener todas las cualidades agradables; y no podemos pre­
tender alcanzar por igual todas las clases de ventajas. Los
ejemplos de desenfreno, al multiplicarse diariamente, de­
bilitarán el escándalo con un sexo y enseñarán al otro
paulatinamente a adoptar la famosa máxima de La F on -
taine con respecto a la infidelidad femenina, que si uno
la conoce, no es sino algo de poca importancia, y si uno no
la conoce, no es nada
Alguna gente se inclina a pensar que la mejor manera
de ajustar todas las diferencias y de mantener el medio
adecuado entre las cualidades útiles y agradables del sexo
es vivir con las mujeres a la manera de los romanos y
los ingleses (porque parece que las costumbres de estas
dos naciones son similares a este respecto),45; esto es, sin14*
,4! Quand on le svait. c'est peu de chose: Quand on I’ignore, ce n’cst
ríen.
141 Durante el tiempo de los emperadores, los romanos parecen ha­
ber sido más dados a los amorios y a las galanterías que los ingleses lo
son en el presente. Y las mujeres de condición, con vistas a retener a
sus amantes, intentaron dar un nombre de reproche a aquellos que eran
aficionados a ir con prostitutas y a los amoríos bajos. Se los llamaba
ancillarioli. Véase SEneca de bcncficiis. Lib i, capitulo 9. Véase tam­
bién Marcial, lib. xii, epig. 58.
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 219

galanterías 144 y sin celos. Por una razón equivalente, las


costumbres de los e s p a ñ o l e s y de los i t a l i a n o s de una
época anterior (porque en el momento actual son muy
diferentes) tienen que ser las peores de todas; porque fa­
vorecen a la vez las galanterías y los celos.
Estas costumbres diferentes de las naciones no afecta­
rán únicamente a un sexo. La idea del mérito personal
en los varones tiene que ser también diferente de alguna
manera con respecto al menos a la conversación, a los
modales y al humor. Una nación, aquella en donde los
hombres viven muy separados de las mujeres, aprobará
naturalmente más la prudencia: la otra nación, la alegría.
Con una, la sencillez de costumbres gozará de la mayor
estima; con la otra, la cortesía. La una se distinguirá por
el buen sentido y el juicio; la otra, por el gusto y la de­
licadeza. La elocuencia de la primera brillará más en el
senado; la de la otra, en el teatro.
Éstos, afirmo, son los efectos naturales de tales cos­
tumbres. Porque debe confesarse que el azar tiene una
gran influencia en las conductas nacionales; y en la so­
ciedad tienen lugar muchos sucesos de los que no se pue­
de dar cuenta de acuerdo con las reglas generales. ¿Quién
podría imaginar, por ejemplo, que los r o m a n o s , que vi­
vían libremente con sus mujeres, se mostrarían muy in­
diferentes hacia la música, y considerarían infame a la
danza; mientras que los g r i e g o s , que casi nunca veian
una mujer sino en sus propias casas, estarían continua­
mente tocando la flauta, cantando y danzando?
Las diferencias de sentimiento moral que surgen de
forma natural de un gobierno monárquico o republicano
son también muy evidentes; igual que las que proceden
de la riqueza o la pobreza generales, de la unión o la fac­
ción, de la ignorancia o el saber. Concluiré este largo dis­
curso observando que las costumbres y las situaciones d¡-
144 La galantería aquí mencionada es la de los amoríos y uniones,
no la de la obsequiosidad, ía cual se presta al bello sexo en Inglaterra
tanto como en cualquier otro país.
220 DAVID HVME

fcrcntes no cambian las ideas originales del mérito (aun­


que puedan cambiar algunas consecuencias) en ningún
punto que sea muy esencial, y que prevalecen sobre todo
en relación a los jóvenes, quienes pueden aspirar a las
cualidades agradables y pueden intentar complacer. Las
m a n e r a s , los o r n a m e n t o s , las g r a c i a s que alcanzan
el éxito en esta edad son más arbitrarias y casuales. Pero
el mérito de los años más maduros es el mismo en casi
todas partes: y consiste principalmente en la integridad,
la humanidad, la habilidad, el conocimiento y las demás
cualidades más sólidas y útiles de la mente humana.
Esto sobre lo que insistes, replicó P a l a m e d e s . puede
tener algún fundamento cuando te adhieres a las máxi­
mas de la vida normal y de la conducta ordinaria. La
experiencia y la práctica del mundo corrigen fácilmente
cualquier extravagancia considerable hacia un lado u
otro. Pero, ¿qué me dices de las costumbres y las vidas
artificiales? ¿Cómo concibas las máximas en que éstas se
basan en diferentes épocas y naciones?
¿Qué entiendes por costumbres y vidas artificiales?,
dije yo. Me explicaré, replicó. Tú sabes que en los tiem­
pos antiguos la religión tenía muy poca influencia en la
vida normal, y que los hombres creían que, después que
habían cumplido su deber mediante sacrificios y plegarias
en el templo, los dioses dejaban el resto de su conducta
para ellos mismos, y que les complacían u ofendían poco
esas virtudes o vicios que sólo afectaban a la paz y la
felicidad de la sociedad humana. En esas épocas, el re­
gular la conducta y el comportamiento corrientes de los
hombres era únicamente asunto de la filosofía; y, de
acuerdo con esto, podemos observar que al ser éste el
único principio por el que un hombre podia elevarse so­
bre sus congéneres adquirió un poderoso ascendiente so­
bre muchas personas, y produjo grandes singularidades
en lo que se refiere a máximas y comportamientos. En el
momento presente, cuando la filosofía ha perdido el en­
canto de la novedad, no tiene un influencia tan amplia;
sino que parece confinarse principalmente a especulado-
INVESTIGACIÓN SOBRE IOS PRINCIPIOS DE LA MORAL 221

nes de gabinete, igual que la religión del mundo antiguo


se limitaba a sacrificios en el templo. Su lugar lo ocupa
ahora la religión moderna, que inspecciona toda nuestra
conducta y prescribe una regla universal para nuestras
acciones, nuestras palabras, nuestros mismos pensamien­
tos e inclinaciones: una regla tanto más austera cuanto
que está guardada por recompensas y castigos infinitos,
aunque distantes; y ninguna violación de la misma puede
ocultarse o disfrazarse jamás.
D iógenes es el modelo más famoso de filosofía extra­
vagante. Busqucmosle un paralelo en los tiempos moder­
nos. No desacreditaremos a un nombre filosófico me­
diante una comparación con los dominicos o loyolas,
o cualquier fraile o monje canonizados. Comparémosle
con Pascal, un hombre de talento y de genio, igual que
el mismo D iógenes ; y quizá, también, un hombre de vir­
tud, si hubiese permitido que sus inclinaciones virtuosas
se ejercieran y mostraran.
El fundamento de la conducta de D iógenes consistía
en un esfuerzo por convertirse en un ser tan independien­
te como fuera posible, y en confinar todas sus necesida­
des, deseos y placeres dentro de si mismo y de su mente.
La intención de Pascal era mantener continuamente de­
lante de sus ojos un sentido de su dependencia, y no ol­
vidar nunca sus innumerables necesidades y flaquezas. El
antiguo se apoyaba a si mismo mediante la magnanimi­
dad, la ostentación, el orgullo y la idea de su propia su­
perioridad sobre sus semejantes. El moderno hacia pro­
fesión constante de humildad y humillación, de desprecio
y odio hacia si mismo, e intentaba alcanzar estas supues­
tas virtudes en la medida en que son alcanzables. Las
austeridades del griego tenían como finalidad acostum­
brarle a las privaciones y prevenir el sufrir alguna vez.
Las del francés las abrazaba éste meramente por si mis­
mas, y con vistas a sufrir tanto como fuera posible. El
filósofo se concedía los placeres más bajos, incluso en pú­
blico. El santo se negaba a si mismo los más inocentes,
incluso en privado. El primero creía que su deber era
222 DAVID HUME

amar a sus amigos, protestar contra ellos, reprocharlos y


regañarlos. El segundo procuró ser absolutamente indi­
ferente hacia sus parientes más próximos, y amar y ha­
blar bien de sus enemigos. El gran objetivo del ingenio
de D iógenes era cualquier clase de superstición: esto es,
cualquier clase de religión conocida en su tiempo. La mor­
talidad del alma era el principio que le servia de modelo;
e incluso sus opiniones acerca de una providencia divina
parecen haber sido licenciosas. Las supersticiones más ri­
diculas controlaban la fe y la práctica de Pascal: y un
desprecio extremado por esta vida, en comparación con la
futura, era el fundamento principal de su conducta.
Estos dos hombres se encuentran en este contraste no­
table: y, sin embargo, ambos han gozado de una admi­
ración general en sus diferentes épocas, y se los ha pro­
puesto como modelos a imitar. ¿Dónde está, entonces, la
norma universal de la moral de la que hablas? Y ¿qué
regla estableceremos para los numerosos sentimientos di­
ferentes —mejor dicho, contrarios— de la humanidad?
Un experimento que tiene éxito en el aire, dije, no
siempre tendrá éxito en el vacío. Cuando los hombres se
apartan de las máximas de la razón común y muestran
una preferencia por esas vidas artificiales, como tú las
llamas, nadie puede responder acerca de lo que les com­
placerá o les desagradará. Están en un elemento diferente
al del resto de la humanidad; y los principios naturales
de su mente no operan con la misma regularidad que si
se dejaran a si mismos, libres de las ilusiones de la su­
perstición religiosa o del entusiasmo filosófico.
>•

David Hume (1711-1776) fue uno de los filósofos más importantes


y característicos del llamado «Siglo de las Luces». Su pensamiento,
como el de todo buen ilustrado, estuvo siempre al servicio de los
hombres y de su liberación de toda clase de dogmatismos religio­
sos y políticos. En este sentido tenía mucha razón cuando conside­
raba que la INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE
LA MORAL era el mejor de todos sus escritos. En esta obra se
presenta una concepción completamente secular de la vida moral.
Los hombres estamos constituidos de tal forma que aprobamos na­
turalmente todo lo que resulta útil o inmediatamente agradable a
uno mismo o a los demás. En contra de lo que muchos se han em­
peñado en hacernos creer, las verdaderas virtudes no son el celiba­
to, el ayuno, la penitencia o cualquier práctica de este tipo, sino
la benevolencia, la integridad, la prudencia y un espíritu alegre y
jovial. Nuestra historia ha estado, pues, plagada de errores, pero
ha llegado el momento de que nos desprendamos de los mismos
e intentemos ser verdaderamente felices. Ésta es la tarea en la que
Hume quiere ayudarnos. La edición que ahora presentamos al lec­
tor ha sido preparada por Gerardo López Sastre, profesor de His­
toria de la Filosofía en la Universidad de Castilla-La Mancha y re­
conocido especialista en la obra de Hume.

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COLECCION AUSTRAL
ESPASA CALPE

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