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HACIA UN ANÁLISIS CONCEPTUAL DE DISCURSOS SOBRE DESIGUALDAD EN EL

CAMPO EDUCATIVO EN MÉXICO (1964-2008).

Jesús Aguilar Nery


Estudiante del Doctorado en Ciencias en la especialidad en Ciencias Educativas.
Departamento de Investigaciones Educativas.
Centro de Investigación y de Estudios Avanzados del IPN (CINVESTAV).

Ponencia presentada en el II Congreso Nacional de Ciencias Sociales, octubre 20-23 2009, en la

ciudad de Oaxaca.

Introducción
Propongo una aproximación de los principales desplazamientos discursivos en el campo de la
investigación educativa en México relacionados con el tema de la desigualdad en las últimas
décadas, a partir del posicionamiento que ofrece el análisis conceptual de discurso (ACD); una
perspectiva novedosa para abordar los procesos de construcción de saberes y conocimientos tanto
en el ámbito de las disciplinas como de fenómenos concebidos trans o multidisciplinariamente.
Desde esta perspectiva la atención se centra en rastrear los movimientos de surgimiento y cambio
en el plano de las formaciones conceptuales, buscando esclarecer qué tipo de problematizaciones
y representaciones sobre los procesos educativos pudieron ir tomando forma a partir de las
conceptualizaciones propias de una época determinada (Granja, 2003); en nuestro caso acerca de
las desigualdades en el campo educativo.
Para realizar mi cometido, en primer lugar, esbozo una caracterización del ACD como
perspectiva analítica; enseguida presento la estrategia metodológica y una caracterización general
de los materiales que analizo. Luego procedo al rastreo de las trayectorias discursivas de las
desigualdades en el campo educativo en México, a partir de una división temporal en 4 periodos;
cierro el documento con algunas consideraciones acerca de un quinto periodo en curso.

El análisis conceptual de discurso como herramienta para el estudio de la configuración de


conocimientos.

El ACD parte de planteamientos filosóficos de corte “postfundacionalista”, “postpositivistas” o


de crítica a los esencialismos (Buenfil 2007:6-7), tales como las perspectivas arqueológica y
genealógica de Foucault y la deconstruccionista de Derrida, el posmarxismo, la hermenéutica,
etc. En esta perspectiva es nodal entender la noción de discurso como una configuración de
significaciones, esto es, como articulación de significaciones posibilitadas desde las relaciones de
poder, por lo tanto tiene un carácter relacional, precario, abierto e incompleto; lejos de
concepciones que lo reducen a lo lingüístico, o lo oponen a lo extralingüístico (Buenfil y Granja,
2002: 43).
El análisis conceptual de discurso aborda los procesos de formación y cambio a nivel de los
contenidos de conocimiento (problemas, temas, conceptos, nociones) a través de los cuales una
sociedad construye descripciones sobre funciones especializadas, en este caso, la educación. El
ACD delimita y aborda el problema de la configuración de conocimientos orientándose con
preguntas como las siguientes: ¿cómo tienen lugar los procesos de emergencia, desarrollo y
cambio en la formación de conocimientos?, ¿a través de qué dinámicas fueron tomando forma,
volumen y densidad histórica las nociones, conceptos y categorías utilizados para observar y
describir los procesos de la educación?, ¿qué es lo que cambia a nivel de las construcciones
teóricas y cómo suceden estos cambios? (Granja 2003:237)
El análisis conceptual procede de un entramado híbrido donde se entrecruzan varias miradas
disciplinarias: sociológica, histórica y epistemológica. La mirada sociológica apunta hacia una
comprensión centrada en la sociogénesis de los conocimientos, esto es, ver la producción de
conocimientos, contextualizando los procesos de elaboración y divulgación como procesos
socioculturales en espacios contingentes y en redes de relaciones entre participantes de
comunidades académicas; la mirada epistemológica proporciona elementos para poner en relieve
lógicas de construcción de formulaciones conceptuales y construcción de sentidos, a partir de la
ubicación de dinámicas observadas en las trayectorias conceptuales; la mirada historiográfica
aporta elementos para rastrear la producción de conocimientos en momentos determinados,
acentuando los aspectos de cambio, transformación y ruptura (Granja 2000: 64; Rojas 2008:243)
Desde el ACD se pueden explorar las configuraciones discursivas, a partir de sus elementos y
relaciones constitutivas. Inspirado en perspectivas foucaultianas y derridianas, se ubican
elementos para “desmontar” las lógicas con que se estructuraron las formulaciones conceptuales
de un período determinado, a fin de comprender dentro de una dimensión histórico-social
concreta qué permanece y qué cambia a nivel discursivo, así como las formas y los movimientos
que se hallan implicados en dichos cambios y/o permanencias. Para ello las nociones de
configuración y texto resultan herramientas adecuadas. Con la noción de configuración se
propone el rastreo de movimientos en las formaciones conceptuales vinculados con la producción
de conocimientos, a partir de nociones particulares: “emergencia”, “desarrollo”,
“desplazamiento” y “sedimentación. En cuanto a la utilización de la noción de texto, en el sentido
derrideano, ésta recupera la idea de tejido de significaciones producidas en un determinado
contexto, esto es, contingentemente construidas e imbricadas con otras significaciones (Granja
2000:66-67; Granja 2003: 241-242).
Otra vertiente de desarrollos teóricos que aporta elementos al ACD procede del pensamiento
sistémico del sociólogo alemán Niklas Luhmann, en particular su teoría de la observación, los
conceptos de observación de segundo orden, latencia y autorreferencia apuntalan el problema de
la construcción de conocimientos de modo potencialmente fértil (Granja 2003: 242).
Siguiendo a Luhmann (1996:59), el conocimiento es entendido como un proceso que se
desarrolla mediante operaciones de observación que emplean distinciones. El conocimiento tiene
en la observación su matriz generadora, entendida ésta como procesamiento de selecciones,
donde se efectúa de manera simultánea un doble movimiento: indicar y distinguir. Al observar
cualquier objeto o proceso se pone en acción este doble movimiento: se enfoca una parte (se
indica) y todo lo demás queda puesto en suspenso (se distingue). No se puede operar en ambos
lados al mismo tiempo. Desde la parte enfocada se generan enlaces de sentido que explican y
describen al objeto o proceso estudiado, la parte distinguida no se excluye simplemente sino que
puede reintroducirse en observaciones posteriores.
Operativamente, mediante el uso de distinciones clave o directrices puede jugarse una doble
aplicación: a) como apoyo para definir la organización y la estructura del análisis de una
investigación; b) como guía de orientación que permite efectuar el análisis de las trayectorias
conceptuales. Con las distinciones clave se obtienen pistas sugerentes sobre la construcción del
conocimiento educativo, porque destacan puntos de observación que dirigen la mirada hacia
movimientos específicos. (Rojas 2008: 247)
En suma, desde el análisis conceptual de discurso toma forma una concepción en la que el
conocimiento, incluido el científico, es visto como resultado de procesos de construcción y
articulación de significaciones que emergen de manera contingente y se transforman en el
2
tiempo. Mediante este entramado el ACD mantiene una tensión productiva en la forma de enfocar
los procesos de emergencia, desarrollo y cambio en la formación de conocimientos: ni totalmente
determinados por contextos sociales, institucionales y de relaciones de fuerza (visiones
externalistas) ni exclusivamente posibilitados a partir de una legalidad epistémica (visiones
internalistas), sino como articulaciones complejas y cambiantes entre lo histórico-social y lo
epistémico, que no siguen secuencias rígidas de desarrollo (Granja 2000:64, Rojas 2008:243).
El análisis conceptual se pregunta por los procesos de cambio en los sistemas de significación
poniendo énfasis en los momentos de equilibrio de las estructuras en donde entran en juego
relaciones de diversa naturaleza: de antagonismo y exclusión así como de complementariedad y
coexistencia. El cambio se analiza como condición estructurante del proceso y no como distancia
o interfase entre etapas de estabilidad. Se trata de pensar el proceso desde sus cambios, desde un
momento particular en su devenir.

Nota metodológica
Analizo artículos, libros, tesis e informes de investigación publicados por autores mexicanos y
extranjeros de universidades o instituciones nacionales, entre 1970 y 2008, así como la
producción de organismos internacionales como el Banco Mundial; ubicados en libros, revistas e
Internet, sumando 88 documentos, localizados en los centros más importantes de investigación
nacionales e internacionales, p.e. la UNAM, el DIE, la UPN, COLMEX, FLACSO, EBSCO,
ERIC, Redalyc, SPRINGER, IIPE, UNESCO, Taylor and Francis, Jstor, Google, etc. Más del
65% fueron documentos localizados vía Internet. 1
El criterio de selección de los materiales ha sido que explícitamente refirieran temas y problemas
de desigualdades educativas y/o escolares. En otras palabras, que durante la búsqueda de los
materiales, principalmente a través de los catálogos y las bases de datos electrónicas, fueron
localizados por utilizar en sus títulos o resúmenes (abstracts) tales términos. Luego fui
recuperando documentos impresos, los cuales dieron pauta para localizar otros materiales. O bien
materiales recomendados; de este modo no es un archivo cerrado, pretendo incorporar los textos
y autores más significativos.
El 52% de la muestra (46) fueron publicados a partir del año 2000, alcanzando la cota más alta en
2007 con 9 publicaciones, también en 2003 hay un porcentaje alto con 8 documentos, mismos
que en 1995. La década de los noventa arroja un 25% de documentos seleccionados (22),
mientras en la década de los ochenta fueron apenas 8 (9%), lo cual contrasta con los 12
documentos (14%) de la década de los setenta.

La construcción académica de las desigualdades


El concepto de desigualdad está íntimamente ligado al de igualdad ya que, recíprocamente, la
ausencia de uno de ellos determina la aparición del otro. Una definición de desigualdad casi
intuitiva, mejor, lógica o puramente matemática, nos remite a hablar de desigualdad cuando
existe o se da cualquier diferencia entre 2 elementos o grupos de elementos (Noguera, 2004:5).
Sin embargo, este sentido puramente matemático adquiere diversas interpretaciones cuando se le
ubica en el campo de las ciencias sociales. A menudo, en estudios e investigaciones, uno se

1
Para el presente documento, por razones de espacio, citaré algunos de los textos y autores más representativos, para
ejemplificar los argumentos.

3
encuentra que al referirse a las desigualdades, éstas se sobreentienden y se supone obvio lo que
significan.
En sociología, por ejemplo, es frecuente encontrar que las desigualdades son propiedades de
ciertas relaciones entre personas o grupos de personas. Se dice que la relación entre un capitalista
y un obrero es “desigual” en algún sentido como lo es entre un burócrata y un jornalero. De
acuerdo con Noguera (2004:4), la dificultad de esta acepción estriba en la imprecisión e incluso
ambigüedad del tipo de relaciones que se pretenden calificar. Debido a que falta una distinción
entre desigualdad y diferencia, hay imprecisión del o los criterios y quién los formula.
Por su parte, es frecuente que entre economistas se definan las desigualdades como propiedades
de determinadas distribuciones. La distribución de ingresos entre individuos o grupos es ejemplar
de este planteamiento; en este caso se trata de saber qué distribuciones son más o menos
desiguales, pues la igualdad perfecta rara vez se presenta (Noguera, 2004:5). Este planteamiento
ha sido dominante, no sólo en el campo económico, sino en el campo educativo, por ejemplo
Martínez Rizo (2002:418), plantea que la desigualdad, de modo abstracto, se refiere a “la manera
en que se distribuye cierto bien entre los miembros de una población. Para especificar dicha
noción en un caso concreto, es necesario precisar de qué bien se trata y cuál es la población entre
la que se distribuye, además, se requiere contar con una medida de esa desigualdad”.
De acuerdo con Noguera puede decirse que la diferencia entre las citadas significaciones (la
sociológica y la económica) es de perspectiva: si hay una relación “desigual” entre dos personas o
grupos, hay una distribución “desigual” de algo entre esas personas o esos grupos (de poder, de
oportunidades, de acción, etc.). Una observación –crítica- sobre ambas acepciones es que se trata,
en el mejor de los casos, de una visión descriptiva de las relaciones estadísticas entre ciertos
bienes o “cosas” y las necesidades de las personas, pero que suele ser unidimensional y poco
explicativa de las causas específicas de los procesos de cambio (Muñoz Izquierdo, 1997:174).
De tal modo, coincido con la propuesta de Noguera en definir, desde la sociología, la desigualdad
como:
Un tipo específico de diferencia que consiste en una asignación social o institucional que
concede ventajas o desventajas (o beneficios y perjuicios) que afectan la “libertad real” de los
individuos, sobre la base de determinadas acciones, estados o características de origen social y/o
natural (2004:6. Subrayado en el original).
En suma, desde este punto de vista se pone énfasis en entender las desigualdades como una
relación asimétrica (no mera diferencia), que en gran medida tiene que ver con el poder en sus
múltiples dimensiones, asimismo abre el planteamiento a la búsqueda de explicaciones, con ello
busca rebasar el punto de vista meramente descriptivo.
Pero estoy corriendo. Ceo que es importante rastrear la configuración del término desigualdades
sociales en un plano histórico e internacional, para luego explorar las desigualdades educativas,
tanto en el ámbito internacional como nacional. Vayamos con lo primero.

Breve recorrido por la trayectoria de las desigualdades sociales

Entre los muchos estudiosos que han abordado el tema, traigo a colación un recuento reciente, del
sociólogo mexicano Minor Mora (2004:11). Él sintetiza la discusión sobre desigualdades sociales
especialmente a partir de la Ilustración, inscribiéndolas en el debate entre dos corrientes de
pensamiento que subsistieron hasta la década de 1960, luego deja apuntadas algunas vertientes
desarrolladas a partir de los años setenta, cunado el debate se torna más complejo y
transdisciplinario.

4
Por un lado, la corriente liberal planteaba, en primer lugar, que las desigualdades sociales
expresaban un “orden natural”. Sostenía que el desarrollo histórico, y más específicamente, “el
advenimiento y expansión creciente del capitalismo han implicado una tendencia creciente hacia
una mayor igualdad social.” Este argumento ofreció como respaldos: “la abolición de la
esclavitud, la superación de las relaciones de servidumbre y vasallaje, la promulgación de la
declaración de los Derechos del Hombre (durante la Revolución Francesa), y posteriormente los
Derechos Universales del Hombre (en el siglo 20 –sic-).” (Mora 2004:11)
Por otro lado, la tradición crítica, y fundamentalmente su versión más radical, la vertiente
marxista, se estructuró en torno a un núcleo temático que rechazaba el individualismo radical
presente en el pensamiento liberal, su visión acrítica de las consecuencias de la expansión del
capitalismo en materia de desarrollo social e individual, y más aún, su conclusión sobre la
inevitabilidad de la persistencia histórica de las desigualdades sociales. Para Mora, de su lectura
novedosa de la historia, la corriente marxista encontró en la génesis y el desarrollo de la
propiedad privada, el origen de la desigualdad social, y con ello, denunció los discursos liberales
como ideológicos. Adicionalmente, denunció que la expansión del capitalismo conduciría a un
ensanchamiento en las brechas de equidad social. De tal modo, dicha tendencia podría alterarse
sólo “mediante la organización social de las clases sociales víctimas de la explotación y
dominación de un sistema político que, pese a sus formas republicanas, era esencialmente
antidemocrático.” (2004:12).
El debate entre liberales y radicales se fue agotando, ya que no resolvió problemas
fundamentales, ni aportaba significados para entender los cambios acelerados de la segunda
mitad del siglo XX. De acuerdo con Mora (2004:14), la convergencia de nuevos desarrollos
teóricos y la existencia de nuevas realidades sociales, sirvieron como estímulos para la
redefinición del debate. Estas nuevas realidades hacían evidente la complejidad del tema y su
carácter multifacético. Simultáneamente se cuestionaba, por una parte, la noción de
desigualdades naturales en que se sustentaba el núcleo central del pensamiento liberal-
conservador, y por otra, también se tomaba distancia de las tesis marxistas, según las cuales el
desarrollo capitalista generaría inevitablemente mayores desigualdades sociales. De acuerdo con
nuestro autor, el problema de fondo pasaba a ser ahora el de “especificar los contextos
institucionales particulares; es decir, los modelos de regulación sociopolítica, que favorecían
procesos de igualdad social creciente en el marco de los sistemas capitalistas de producción.”
(2000:16).
Según Mora, la propuesta de John Rawls en los años setenta (1973) dio un giro radical en
términos teóricos en la medida que cambió la pregunta de investigación. Con Rawls se pasó de
interrogarse sobre las condiciones requeridas para la abolición de la desigualdad social, a indagar
sobre los requerimientos sociales, institucionales, morales y jurídicos que exige la conformación
de una “sociedad justa”. Mora (citando a Bryan Turner), sostiene «se evolucionó de un concepto
filosófico y abstracto de igualdad social a otro más sociológico y “operativo”». (2004:20)
Para Mora la teoría de la justicia de Rawls replanteó el debate sobre la desigualdad social,
situándolo, ahora, en torno a “temas de igualdad en el proceso de distribución de los recursos
disponibles en un sistema social concreto”. El replanteamiento de Rawls conduce a admitir un
marco normativo “universal”, donde algunos tipos de desigualdad son aceptables socialmente
hablando, así como legítimos, en la media en que sean parte de una dinámica que genere
suficiente espacio para la movilidad social ascendente, la integración social plena, esto cuando se
producen contextos sociales que han “creado las condiciones para la nivelación de las
oportunidades y las condiciones estructurales que afectan el desempeño individual y el logro de
las metas que cada cual se plantea en materia de desarrollo personal.” (2004:33).
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De acuerdo con Mora, Rawls y su teoría de la justicia, pese al avance que implican, no terminan
de resolver algunos problemas centrales en el debate sobre las teorías de la desigualdad. Algunos
de los problemas irresueltos, son que toda su teoría se mueve a nivel del individuo; en contraste
Mora dice que la teoría sociológica ha demostrado que la sociedad no es un agregado de
individuos aislados y desprovistos de intereses particulares. Asimismo, Rawls no parece tomar en
cuenta, de manera seria y decidida, el problema de la distribución desigual del poder y las
acciones que diferentes fuerzas sociales pueden emprender para orientar el desarrollo social en su
beneficio. Finalmente, siguiendo a Sen (1999:102, citado por Mora), está la duda en torno al
hecho de que los “bienes primarios” podría no ser la variable que una sociedad debe maximizar.
Por tal motivo Sen crítica a Rawls «al concentrarse en los medios para alcanzar la libertad en vez
de en la extensión de la libertad», razón por la cual “su teoría sobre una estructura básica
equitativa de la sociedad se ha quedado corta en la atención prestada a la libertad como tal”. En
razón de lo anterior Sen se inclina por formular una propuesta alternativa a la de Rawls según la
cual debe fomentarse la igualdad de “capacidades” antes que la universalización de los bienes
sociales básicos.(2004:38-41). 2
Amartya Sen ha sido un pensador original en relación con este tema, cuyo impacto mundial se ha
dado durante la década de los noventa, considerándose que ha dado otra vuelta de tuerca al
estudio de las desigualdades (Urquijo 2007:139). La pregunta para Sen es más bien ¿cuál es el
sentido de la igualdad? Mejor aún, ¿igualdad de qué? Este giro se ha dicho que permite
redimensionar conceptualmente el problema de la igualdad, ampliando su espectro de
información pasando de los recursos y los bienes primarios con que cuenta una persona a aquello
que logra hacer o ser, y con ello, involucra la variable ética para responder a la pregunta lanzada
sobre cuál es la igualdad que debe ser considerada como estructurante de un proyecto político
(López 2005:66). En otras palabras, desde esta postura ya no se pregunta por el grado de
satisfacción de las personas o por la cantidad de recursos con que cuentan para llevar un tipo de
vida u otra, sino por lo que las personas son capaces de hacer o ser realmente. Desde el enfoque
propuesto por Sen la variable central son las capabilities, que son los logros o habilidades para
realizar ciertos functionings 3(“funcionamientos”) que se consideran valiosos (Fituossi y
Rosanvallon 1997:105).
En cierto modo, con planteamientos como los de Sen, en la las últimas dos décadas, se advierte
una complejización de los elementos que constituyen las desigualdades, ya no “la desigualdad”
(única y con mayúsculas), sino además se da un paso para enlazar otro concepto protagónico que
vino a estructurar una serie de debates en torno a la discusión teórica y de las políticas públicas
sobre la igualdad/desigualdad especialmente en los años noventa: la equidad (Fituossi y
Rosanvallon 1997:105).

2
Mora también critica la ambigüedad en la noción de “bienes sociales básicos” formulada por Rawls, entre otras
razones, por la naturaleza amplia de dichos bienes, que abarcan tanto el campo de lo social, como el de la política, el
psicológico y el económico. Así como su ambigua definición de los “menos favorecidos”, la cual según Mora no
responde a quiénes son éstos.
3
Señalo lo difícil que resulta precisar los términos capabilities y functionings, utilizados por Sen, pues en la
traducción al español resultan algo confusos al lector, como se puede ver en el trabajo de Urquijo (2007) (ver
también Boltvinik 2007:57 nota 5). Sin embargo, el pensamiento de Sen ha inspirado a numerosos investigadores
que han llevado sus planteamientos al campo educativo en casi todo el mundo. Véase la página Web del Capability
and Education Thematic Group, donde destacan algunos textos del mexicano Pedro Flores Crespo. Aunque también
ha generado una importante ola de críticas sobre sus alcances y limitaciones (Boltvinik 2007:66-68).

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En conclusión de este breve recorrido, podría decir que la actual configuración general en torno a
las desigualdades sociales está siendo trastocada por una avalancha de nuevos estudios
disciplinarios, tras o multidisciplinarios, nuevos enlaces de preguntas, nuevos temas, problemas,
datos, intentos de responder a su pluralidad de dimensiones, e incluso asaltan perplejidades, por
lo que ahora también se impone un mayor debate en torno a ellas. Se trata de un campo inestable
y en pugna sobre sus modos de entenderlas, analizarlas y enfrentarlas, en breve, se reconocen
nuevos entramados. Algunos analistas hablan de la ampliación de las desigualdades
“tradicionales” (estructurales) y la aparición de “nuevas” desigualdades (Fituossi y Rosanvallon
1997), de su persistencia (Tlliy 1998), la conveniencia de distinguir entre desigualdades relativas
y absolutas (Rambla 2003:670); pero creo la mayoría coincide en su multidimensionalidad, su
complejidad y sus redes y tensiones con otras categorías como género, etnia, clase, etc., así como
su necesaria contextualización sociocultural (Oliveira 2007; Therborn 2006; Reygadas 2004,
entre otros). Los entramados de la desigualdad son ahora tal vez más dinámicos que antes, la
diseminación del tejido de significaciones entre disciplinas es particular e impacta a los diversos
tipos de problemas o intereses de investigación, esto se ha venido sedimentando de modos
variados e impredecibles, pero también las maneras de comprenderlas, de medirlas, de establecer
mecanismos para intervenir en su operación. Tal el caso del campo educativo, que es a donde
ahora dirijo mis baterías.

La configuración de las desigualdades educativas en el ámbito internacional


Según Martínez Rizo (2002:416), los sociólogos británicos se encuentran entre los primeros que
distinguieron desigualdades educativas desde la primera mitad del siglo XX, pero sobre todo hay
una gran coincidencia en anclar en los Estados Unidos su principal emergencia e impulso a
mediados de los años sesenta. En especial a partir de la publicación del polémico Informe
Coleman de 1966, pues así lo reconocieron dentro y fuera de las fronteras estadounidenses
(Coleman 1968, Martínez Rizo, 1983, 1992; Latapí 1993[1994]; López 2005; INEE 2007a:121,
entre otros). De hecho, Coleman, investigador de la universidad John Hopkins, ubica la
emergencia de la desigualdad en la educación estadounidense a partir del dictamen de la Suprema
Corte de 1954, cuando se trastocó por cuarta vez la idea de igualdad de oportunidades
educativas. 4 En esa fecha la Suprema Corte dictaminó que la separación “racial”, legal hasta ese
momento, intrínsecamente constituía desigualdad de oportunidades educativas para los negros de
los estados sureños; además, a partir de ese momento se introdujo un nuevo supuesto de gran
trascendencia para el futuro del concepto, aunque no exento de polémica e incluso ambigüedad:
que la igualdad de oportunidades depende de alguna manera de los resultados de la educación
(Coleman 1968:15). Coleman señala una quinta etapa de los cambios de la idea de “igualdad de
oportunidades” que instala plenamente la discusión sobre la desigualdad de oportunidades
educativas en la década de los sesenta: la Encuesta de la Oficina de Educación sobre Igualdad de
Oportunidades Educativas. Esta encuesta fue realizada por Coleman y otros colegas conforme a

4
La primera etapa en la evolución del concepto de igualdad de oportunidades educativas lo ubica Coleman cuando se
sostenía que todos los niños debían ser expuestos al mismo plan de estudios en la misma escuela. La segunda etapa
asumió que niños diferentes tendrían en el futuro ocupaciones diferentes y que la igualdad de oportunidades requería
proveer de planes de estudios diferentes para cada tipo de estudiantes. La tercera la ubica más o menos en 1896,
cuando la Suprema Corte estadounidense sostuvo para los estados del sur la noción de instalaciones "separadas pero
iguales" [época de la segregación “racial”], esta etapa terminó en 1954. (Coleman 1968:14. Nota y traducción
propias)

7
un mandato del Acta de Derechos Civiles de 1964 para valorar "la carencia de igualdad de
oportunidades educativas" entre diferentes grupos raciales en los Estados Unidos.
La planificación de la encuesta no partió de un concepto único de desigualdad de oportunidades
educativas, por lo que se propusieron dar información parcialmente de al menos cinco
acepciones, enfocándose la encuesta especialmente en la cuarta definición, teniendo como
justificación principal que tales resultados podían ser mejor traducidos en políticas sobre los
efectos de la educación. A continuación anoto las cinco definiciones.
Un primer tipo de desigualdad fue definido en términos de diferencias de los insumos de la
comunidad a la escuela, como gasto por alumno, edificios escolares, bibliotecas, calidad de
profesores, entre otros.
Un segundo tipo de desigualdad fue definido en términos de la composición “racial” de las
escuelas; siguiendo la decisión de la Suprema Corte de 1954, la educación segregada era
intrínsecamente desigual. De tal modo, habrá desigualdad de la educación dentro del sistema
escolar mientras las escuelas tengan una composición racial diferente.
Un tercer tipo de desigualdad incluiría varias características intangibles de la escuela así como
factores detectables como insumos de la comunidad hacia la escuela. Estos intangibles serían
cosas tales como moral del profesorado, expectativas docentes sobre los estudiantes, nivel del
interés del alumnado en el aprendizaje u otros. Cualquiera de tales factores afectará el impacto de
la escuela sobre los estudiantes, pero tal definición no precisa en qué medida, o qué tan relevantes
podrían ser estos factores para la calidad escolar.
Un cuarto tipo de desigualdad se definió en términos de consecuencias de la escuela sobre los
individuos con iguales antecedentes y capacidades. En esta definición, la (des)igualdad de
oportunidades educativas es la (des)igualdad de resultados, considerando el mismo insumo
individual. Con tal definición, la desigualdad podría venir de diferencias en los insumos escolares
y/o de la composición de cosas intangibles como las descritas.
Tal definición requeriría que dos medidas previas para determinar la desigualdad. Primera,
determinar el efecto de varios factores sobre los resultados educativos (concibiéndolos
ampliamente, incluyendo no sólo actitudes de logro hacia el aprendizaje, autoimagen, sino quizás
otras variables). Esto proporcionaría varias medidas de la calidad de la escuela en términos de su
efecto sobre sus estudiantes. Segunda, sería necesario determinar la exposición diferencial de
negros (u otros grupos minoritarios) y blancos en escuelas de calidad alta y baja.
Un quinto tipo fue definido en términos de consecuencias de la escuela para individuos de
desiguales antecedentes y capacidades. En esta definición, la (des)igualdad es la (des)igualdad de
resultados, dados insumos individuales diferentes. Los ejemplos más llamativos de la desigualdad
aquí serían niños con una lengua materna diferente del inglés. Otros ejemplos serían niños de
bajo aprovechamiento, provenientes de hogares donde hay pobreza de expresión verbal o una
ausencia de experiencias que enriquezcan la elaboración conceptual. Tal definición llevada al
extremo implicaría que la igualdad educativa es alcanzada sólo cuando los resultados educativos
(logros y actitudes) son los mismos para minorías raciales y religiosas como para el grupo blanco
dominante. (Coleman 1968: 16-17. Traducción: JAN)
Me he detenido en los planteamientos hechos por Coleman, porque contienen una red conceptual
que prácticamente se ha mantenido presente de distintos modos hasta nuestros días, sobre todo
porque reconoció el paso de una concepción centrada hasta ese momento en los insumos
escolares hacia otra centrada en los efectos de tales insumos sobre los logros de los estudiantes
(Coleman 1968:22). En otras palabras, Coleman sintetiza y sienta las bases de una configuración
conceptual que luego se disemina y se aloja en otros entramados, como los elaborados en el caso
mexicano.
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La emergencia del discurso de las desigualdades educativas en México
Podemos ubicar la emergencia del debate en México a mediados de los años sesenta del siglo
XX, imbuida en los discursos “desarrollistas” y del “capital humano” (Granja 1997:173-4), ya
que México vivía bajo los últimos influjos de la dinámica económica que iba camino a cumplir 3
décadas de crecimiento sostenido, conocida, no sin exageración, como “milagro mexicano”,
desde donde se veía con optimismo a la educación como una inversión, y hubo un marcado
interés por el financiamiento de los sistemas educativos, preocupados sobre todo por la cobertura
(Ibarrola 1981:103; Noriega 1998:362). Pero nuestro país también cruzaba por procesos de
cambio como el acelerado crecimiento poblacional, la transición de pasar a ser un país cada vez
más urbanizado, con clases medias en auge, el afianzamiento del Estado corporativista y su
impronta nacionalista revolucionaria en combinación con ciertas tendencias internacionales
(Camacho 2007:10). La política educativa nacional en los sesenta fue orientada por el Plan de
Once Años (1959-1970), y a decir de Camacho (2007:10): “en este periodo la política educativa
del gobierno mexicano se caracterizó por ser nacionalista, centralista y procurar cubrir
cuantitativamente las demandas de educación básica, al mismo tiempo que intentar fortalecer la
educación media y superior para mejorar el desarrollo industrial de México.”
Durante el periodo de Díaz Ordaz aparece la educación técnica y la educación para el empleo,
como una de las prioridades principales, aunque en opinión de Martínez Rizo “no puede hablarse
de cambios sustantivos en la política nacional” previa (2001:111). Fue una época en la que los
problemas económicos no parecían tan acuciantes, aunque según Camacho, sí los políticos, ya
que grupos de clase media continuaba incrementándose aceleradamente y exigían mayores
oportunidades de participación en la sociedad. Fue así que algunos grupos de universitarios se
manifestaron organizadamente en contra del autoritarismo, el paternalismo y la censura del
gobierno, lo cual tuvo como momento trágico la represión de 1968 (Camacho 2007:11).
Propiamente, unos de los primeros escritos donde encontramos referidas las desigualdades
educativas son los textos de Pablo Latapí, a quien se le adjudica la paternidad profesional de la
investigación educativa en México, a partir de una institución pionera (no pública) en nuestro
país: El Centro de Estudios Educativos (CEE), fundado en 1963.
La emergencia en México del tema y los problemas sobre desigualdad(es) educativa(s), entonces,
no se desprendieron directamente de la discusión del Informe Coleman de 1966 (1968), como
puede verse en las fechas de los escritos de Latapí, sino de un entramado que emanó de las
corrientes educativas internacionales y nacionales en boga, que tenían como horizonte la teoría
del capital humano de fuertes raíces norteamericanas, y donde la economía de la educación era
dominante en los modos de hacer investigación y de entender el campo educativo.
La referencia a desigualdades educativas las podemos ver explícitamente en varios textos
publicados entre 1964 y 1965. En 1964 aparece un texto académico coordinado por Latapí:
“Diagnostico educativo nacional”; el cual de acuerdo con María de Ibarrola, fue determinante
“para precisar la forma de ver la escolaridad de la población mexicana como una escolaridad muy
desigualmente distribuida entre la población”, destacando su manera de medir la desigualdad, la
cual tuvo gran influencia en otros estudios, pues propuso conceptos fácilmente
operacionalizables, la mayoría de origen económico: analfabetismo simple y funcional; oferta de
oportunidades, demanda potencial, real; matricula global vs eficiencia terminal; distribución del
presupuesto educativo del PIB, etc. (1981:94). En ese texto se realiza un balance de los primeros
5 años del Plan de Once Años, donde destaca más que los aciertos, “las fallas que tenía el
gobierno en la distribución de la escolaridad” (Ibarrola 1981:96). Ella subraya también su
filiación con planteamientos de la teoría del capital humano, cierto empirismo metodológico y

9
funcionalismo, en todos estos enfoques subyace como resultado principal, describir ciertas
correlaciones entre desigualdades sociales y “desigualdades escolares”, pero soslayando su
explicación; así como una crítica radical al sistema educativo, como la que luego se vislumbró
desde la corriente marxista (Ibarrola 1981:95).
En otros dos textos más de corte divulgativo, aparecen explícitamente referencias a las
desigualdades. El primero, un articulo periodístico de 1964, titulado “Educación y justicia
social”, Latapí sostiene que suponiendo haya escuelas suficientes, según la perspectiva oficial, “la
desigualdad económica de la sociedad seguirá influyendo en la desigualdad educativa, la cual, a
su vez, cerrará el circulo vicioso determinando una ulterior desigualdad en la capacidad de
ingresos de la siguiente generación. A una sociedad de fuertes desigualdades económicas
corresponde un sistema escolar de fuertes desigualdades educativas” (Citado por Martínez Rizo
2001:126). En el segundo texto, un folleto de difusión del CEE de 1965, Latapí habla de
desigualdad de oportunidades escolares, para referirse a que “Las plazas escolares de enseñanza
primaria se distribuyen desigualmente entre el campo y la ciudad”, así como entre las escuelas
con grados completos en ambos contextos, también reconoce la desigual distribución de maestros
sin titulo y maestros titulados, y finalmente la desigual eficiencia terminal de las escuelas rurales
y urbanas (1965:11-12).

Primera sedimentación y ruptura: los años setenta


Podemos decir que la primera sedimentación de la noción de desigualdades educativas en México
tuvo lugar durante la segunda mitad de los años sesenta, pues se desenvolvió y se diseminó en el
campo de los estudios educativos casi sin rupturas, hasta entrada la década de los setenta con la
irrupción de los vientos marxistas, que soplaron en prácticamente todo el campo de las ciencias
sociales y humanas en nuestro país, y envolvieron prácticamente al resto del mundo. En nuestro
país esto tuvo como marco la incorporación de nuevos investigadores procedentes de
instituciones de nueva creación, en la transición de la década de los sesenta y setenta, como el
CINVESTAV (Departamento de investigaciones educativas) y el Centro de Investigación y
Servicios Educativos (CISE) de la UNAM, el grupo de historia de la educación del COLMEX, la
UAM, ENEP´s, incluso el ITAM (Ibarrola 1981:91-92), aunque seguían destacando los aportes
del CEE.
La sedimentación la podemos apreciar en la lógica de las distinciones que fueron corrientes en
esa época para hablar de las desigualdades educativas. De una parte, con los trabajos del CEE o
los inspirados por ellos propongo argumentar que respondieron a la siguiente diferencia directriz:
simplificación/complejización.
Latapí desde sus primeros trabajos denuncia la simplificación de los informes gubernamentales,
describiendo con los mismos datos oficiales, las ausencias y fallas de la actuación del gobierno en
cuanto a la cantidad de recursos, principalmente económicos, que destinaban a la escolaridad de
la población, así como a las pautas de distribución de la misma (Latapí, 1970[1973a]; también
Ibarrola 1970; Mir 1971). Sin dejar de reconocer los aciertos los avances y el crecimiento de las
oportunidades de escolaridad en el país (Ibarrola 1981:101). Por lo anterior, Latapí y otros
investigadores, plantearon un balance tanto de los aciertos como de las omisiones o errores en
torno a reconocer las desigualdades en el campo educativo nacional, complejizado la cantidad de
elementos que describían las desigualdades, así como sus interacciones.
Desde esta diferencia directriz se posibilitó la crítica al optimismo gubernamental fundado en la
premisa simplificadora de que la educación, entendida básicamente como acceso a la escolaridad,
era un “factor determinante” para el desarrollo, una “inversión en capital humano”, que se

10
traducirían en una justa distribución del bienestar, dentro del gran mecanismo de producción que
era como se pensaba al país (Granja 1997:174). De este modo, se precisaba que a pesar de los
avances el gobierno no ofrecía “las oportunidades de escolaridad necesarias para hacer frente a la
demanda de la población, faltaba financiamiento, escuelas y maestros, todo ello en detrimento de
la población con las condiciones de vida más desfavorables” (Ibarrola 1981:96).
Al mismo tiempo esta diferencia habilitó una serie de mecanismos para reconocer, analizar y
explicar las desigualdades en la escolaridad, sobre todo sus correlaciones con indicadores
socioeconómicos, territoriales a escala nacional o regional, teniendo como resultado constante,
que las trayectorias escolares se correlacionaban con la desigualdad social, mejor, con la
desigualdad socioeconómica. La utilización de técnicas de medición estadística para grandes
poblaciones aprovecharon, principalmente, los datos censales nacionales, o estudios como el Plan
de Once Años, para construir diversos indicadores simples o compuestos que les dieron
elementos para hablar de la desigualdad de oportunidades, por ejemplo, según las plazas entre el
campo y el medio urbano, las escuelas completas e incompletas, los maestros titulados y sin
titular, la eficiencia terminal y “el desperdicio económico” que representaba los “desertores” y
los “reprobados”, desigualdades regionales en el financiamiento a la educación superior, etc.
(Latapí 1965; Mir 1971).
Con lo anterior, quiero llamar la atención sobre algo aparentemente obvio, este entramado
discursivo sobre las desigualdades en el campo educativo no tuvo una eliminación en las décadas
posteriores, a pesar de las críticas a algunas de sus conclusiones o la demolición de sus supuestos
fundamentales, basta ver los trabajos desarrollados por el INEE a partir de su fundación en 2002,
que en cierto modo han dado continuidad, o para llamarle en términos de Luhmann hubo un
“reingreso” (re-entry), de este tipo de maneras de hacer investigación, aunque también debe
mencionarse los cambios y refinamientos en metodologías, posiciones teóricas, etc., respecto a
los pioneros, y que se encuentran diseminadas en las décadas intermedias, por ejemplo los
trabajos de Martínez Rizo (1992, 2002); Bracho (1995a, 2002) y Aguado (1991).
Sin embargo, un primer desplazamiento discursivo, mejor dicho, ruptura, vino dada por el influjo
de las vertientes marxistas, a principios de la década de 1970, cuyo movimiento global se
sedimentó en el trascurso de esa misma década, hasta que a principios de la siguiente –los
ochenta- se vieron cuestionadas algunas de sus variantes, otras desaparecieron, algunas más se
transformaron imbricándose con otros entramados que sobreviven hasta nuestros días.
En la primera mitad de los años setenta, planteo que se aprecia un desplazamiento conceptual al
aplicar una observación de segundo orden, pues se instala una nueva diferencia directriz dentro
del campo de estudio de las desigualdades educativas entre lo es y lo que debería ser; mejor, entre
potencialidad conservadora/potencialidad transfomadora, o usando la denominación al uso:
reproducción/transformación.
Con esta distinción, por una parte, se concretan algunas de las críticas más sólidas a los supuestos
del funcionalismo y del “empirismo metodológico” de los trabajos pioneros. Algunos de los
supuestos cuestionados fueron a) que las fuerzas imperantes en el interior de la estructura de la
sociedad tienden hacia el equilibrio interno, esto es, el cambio es “funcional” al sistema; b)
rechazan la lógica de que a mayor escolaridad mayor desarrollo, y por ende, mayor igualación
social; c) cuestionan la visión de que el sistema escolar es “neutro”, capaz de abstraerse de las
influencias del contexto social y político, ignorando los sentidos de la escuela como institución y
sobre su propia organización; d) debaten el supuesto de que las desigualdades sociales se
desprenden de la desigual capacidad de la población, y de que la escuela es el medio “más
objetivo para distribuir los roles sociales”, por lo que si la escuela no “funciona” bien es por
causa de obstáculos localizados, fundamentalmente, fuera de ella (Muñoz Izquierdo y Lavín
11
1988:126,128; Ibarrola 1981:98-99,103-104). Asimismo quedaban preguntas sin respuesta, por
ejemplo, la explicación de por qué a pesar del aumento en la escolaridad de la población ésta no
repercutía de modo generalizado en movilidad ocupacional o de ingresos; al contrario, en muchos
casos se demostró que existía cierta “devaluación” de la escolaridad (Ibarrola 1981:101).
Por otra parte, la directriz planteada vislumbró una visión sobre el sistema educativo inmerso en
un sistema social que al mismo tiempo hizo visibles los límites de la educación como “inversión
productiva”, que supuestamente se traducirían en una justa distribución del bienestar; en breve,
las vertientes marxistas mostraban el carácter “estabilizador”, más que transformador del sistema
escolar, a pesar de la retórica al respecto, sobre todo de los discursos gubernamentales (Guzmán,
J.T. y S. Schmelkes 1973:174; Latapí 1971[1973b])
Esta nueva directriz se vio reforzada por una nueva constelación de conceptos y nociones, tales
como lucha de clases, estructuras de poder, reproducción económica y cultural, formaciones
sociales, hegemonía, coyuntura, dependencia, colonialismo interno, dialéctica, conflicto, etc., que
irán formando enlaces diversos y tramas teórico-metodológicas que configuraron distintas
vertientes, que comparten ciertas premisas, por ejemplo, sobre el cambio social relacionado con
el conflicto entre clases sociales (en obvio contraste con la postura funcionalista), pero también
hay muchos matices y desarrollos que suelen ligarse a figuras representativas de cada vertiente:
althusserianos, gramscianos, reproductivistas, teóricos de la resistencia, etc.
Imposible caracterizar en este espacio cada una de ellas, así como sus trayectorias, por lo que a
riesgo de simplificar, daré rasgos generales sobre lo que grosso modo se conoce como la vertiente
“reproduccionista”, principalmente Buadelot y Establet (1975) [1971] y Bowles y Gintis (1981)
[1976], y Bourdieu y Passeron (1970) debido a su interés explícito en el tema de las
desigualdades y su impacto en el campo educativo, diseminado desde los primeros años la década
de 1970, pero que se ha mantenido en el debate vigente hasta nuestro días (Blanco 2007). 5
Algunos de los enlaces que posibilitó la vertiente de la “reproducción” es atribuir “a la educación
la función principal de reproducir la fuerza de trabajo y establecer una correspondencia entre las
actitudes y valores que transmite la escuela y las relaciones sociales de producción.” (Muñoz
Izquierdo y Lavín 1998:129). Tal vez la versión más extrema, fue la de Baudelot y Establet
(1975), quienes a partir del análisis de la escuela capitalista en Francia, argumentaron que bajo la
imagen de una escuela igualitaria, se ocultaba la selección con que opera el sistema, el cual
reflejaba la pirámide social. Ambos denunciaban el papel reproductor del sistema educativo
expresado en la creación de dos circuitos de escolaridad, proveyendo de habilidades y destrezas
desiguales a dos distintos sectores de la población: para unos, habilidades y destrezas que
permitirían el desarrollo de tareas rutinarias y burocráticas; las de mayor grado de dificultad
prepararían a otros para los puestos de dirección.
En el marco de este entramado, de acuerdo con Muñoz Izquierdo y Lavín “la desigualdad social
resulta en gran medida determinante del fracaso escolar y se atribuye una importancia
fundamental a los factores económicos, sociales y culturales que inducen al niño al fracaso
escolar”. Y en su interpretación extrema, el fracaso escolar estaría determinado por condiciones
estructurales propias de la lógica del sistema capitalista imperante y, por tanto, las soluciones se

5
Debemos reconocer que los “reproduccionistas” no formaron una “escuela”, sino tal vez un “enfoque”, pues los
puntos de partida conceptuales, las categorías analíticas, los desarrollos específicos y los puntos de llegada son en
varios de ellos distintos, sobre todo de Bourdieu y Passeron, quienes curiosamente “apadrinan” este enfoque por el
título de su famoso texto, pero paradójicamente son quienes guardan mayor distancia de los “vértigos
simplificadores” en que se les leyó en esa época, pero también posteriormente (Granja 1993).

12
encuentran en la estructura socioeconómica: “Sólo a través de la transformación de las relaciones
sociales de producción podrían darse los cambios superestructurales en el plano educativo,
tendiente a la superación del problema del rezago escolar.” (1988:130). Por esa época
encontramos una lectura semejante hecha por Latapí del trabajo de Boudon (1974), donde cita
como una de sus conclusiones: la solución definitiva para que haya una verdadera igualdad de
oportunidades de educación “no se encuentra en el sistema educativo, sino en el sistema de
estratificación social mismo.” (1975a:187) [1994a]. Las consecuencias suscitadas por estos
planteamientos, conducían generalmente a desresponsabilizar a las escuelas en los procesos de
mejora de fenómenos como el “rezago escolar”, tema común en esa época.
En la mayoría de estudios de signo marxista, como alternativas al carácter estabilizador de los
cambios, esto es, modificar la reproducción conservadora, se pugnaba por transformaciones
sistémicas, transformaciones sociales y sobre todo “valorales”, incluso “revolucionarias”
(literalmente mediante el uso de las armas), pues se preveía que eran muchos los intereses y los
poderes fácticos que habían de cambiar, y no cederían a sus privilegios ni a su status quo. Para
ello se apelaba al “potencial” transformador de las clases subalternas y/o populares, por medio de
una suerte de espiral concientizadora hasta alcanzar a toda la sociedad (Guzmán y Schmelkes
1973:213).
Estos movimientos en las formaciones discursivas tuvieron su correlato en el contexto
sociohistórico en que se fueron desenvolviendo, transformaciones enmarcadas en la reforma
educativa posterior al año 1968. De este modo, a principios de la década de los setenta, el
gobierno de Echeverria se dio a la tarea de actualizar su bagaje “revolucionario” y revitalizar las
instituciones, que sufrían desconfianza y cierto desprestigio. La política educativa se convirtió en
un eje central para la construcción de un nuevo consenso y reagrupamiento, eso sí, vertical, de
una nueva legitimidad. El discurso político populista y autocrítico que reconocía desigualdades y
errores, impregnó a la nueva “reforma educativa” anunciada por el presidente (Aguilar y Meyer,
1990:247).
La llegada de cohortes crecientes de alumnos al final de la primaria y la secundaria, como
resultado de los esfuerzos anteriores, hizo que entre 1970-1976 la presión de la demanda se
transfiriera a los niveles siguientes, dando inicio a una época de crecimiento sin precedentes de la
educación media superior y superior, que se afrontó con una política de apoyo a la creación de
nuevas instituciones en esos niveles, tanto públicas como privadas. En primaria se efectuó una
reforma curricular y se elaboraron nuevos libros de texto. La retórica de la “reforma educativa”,
tuvo como expresión legal la Ley Federal de Educación, expedida en 1973, y su característica
más relevante fue la transformación de los libros de texto para primaria, se pretendió expandir los
servicios educativos para que llegaran a los grupos más dispersos, aunque también coincidía que
eran los más desfavorecidos, por ejemplo, a través de la telesecundaria 6, así como ampliación de
la gama de opciones para el desarrollo del magisterio nacional, etcétera, intentando una
preparación adecuada a las necesidades del desarrollo tecnológico mundial de la época.
Más tarde, en el sexenio de López Portillo, en medio de una crisis económica caracterizada por
los desequilibrios entre los sectores productivos, la inflación, la fuga de capitales, la
vulnerabilidad externa, la devaluación del peso, los ajustes en los acuerdos con el Fondo
Monetario Internacional (1976) y un clima de incertidumbre, inquietud e inconformidad políticas,

6
Si bien se crearon nuevas modalidades de atención escolar, incluso varias de ellas innovadoras, que fueron menos
homogéneas y rígidas, lo cierto es que a menudo en sus inicios se pensaron más en términos de cobertura, que de
pertinencia o de “calidad”.

13
el gobierno apostó a la expansión de la economía a partir del descubrimiento de reservas
petroleras y bajó el tono populista del discurso de su antecesor (González y Monterrubio,
1993:156; Aguilar y Meyer, 1990:249-52).
Desencantos, imbricaciones y nuevos desplazamientos. Los años ochenta

A principios de la década de 1980, encontramos los primeros esfuerzos de síntesis de los debates
sobre las desigualdades en el ámbito escolar en nuestro país, síntoma inequívoco de la
maduración de la problemática y de su desenvolvimiento. El texto de María de Ibarrola publicado
en 1981, es el primer “estado del arte” nacional en torno a las desigualdades en el campo
educativo, aunque en realidad el trabajo tenía como misión inicial, abordar los estudios realizados
sobre educación y clases sociales, como parte de los trabajos al primer Congreso Nacional de
Educación. Explícitamente hace un recorrido por las investigaciones “que privilegian aspectos de
la estructura de clases, sea que se vea como tal o que se vea únicamente en sus manifestaciones
más superficiales de desigualdad social” (1981:89). A pesar de su intento de precisión termina
por referirse a las “desigualdades escolares” (no educativas) y su relación con la desigualdad
social, y algo más tangencialmente su correspondencia con la estructura de clases. El texto
resume importantes debates entre las décadas de los sesenta y ochenta, deteniéndose tanto en las
críticas a las posiciones desarrollistas, organizadas por un lado en torno a tramas conceptuales del
capital humano, el empirismo metodológico, el funcionalismo y, por otro lado, el marxismo
reproduccionista o lineal. De su análisis desprende una apuesta por lo que llama marxismo
dialéctico o de las contradicciones como alternativa a todos los anteriores planteamientos, ya que
éste trata “lo educativo como un proceso social histórico y concreto, a relacionarlo
dialécticamente con estructuras de poder económico, político y social y centrar el eje de
comprensión en las luchas en torno a esos poderes” (1981:115).
En 1983 encontramos dos estudios que hacen un balance relacionado con el tema que me ocupa.
Por una parte, un texto de Martínez Rizo titulado “Calidad y distribución de la educación. Estado
del arte y bibliografía comentada”. En realidad es más lo segundo que lo primero, pues reseña
parte de la polémica internacional (con énfasis en los trabajos estadounidenses), sobre las
explicaciones de las causas de la “desigualdad de los resultados obtenidos en las escuelas por
diferentes grupos de alumnos”, enmarcándolas en dos polémicas: herencia vs medio; medio
familiar vs medio escolar (1983:60). Esto llevó a polarizar entre investigaciones de tipo “caja
negra” (insumo-producto) vs “caja trasparente” (proceso), esto es, estudios cuantitativos vs
cualitativos. Explícitamente toma como antecedente la polémica desatada por el Informe
Coleman, incluso esto puede notarse cuando se refiere a los “resultados” de las escuelas. Aunque
también refiere algunos estudios nacionales, pero sólo cita los trabajos de Muñoz Izquierdo, con
ello resulta muy parcial para ser un balance adecuado para la época. En general, se infiere de sus
conclusiones que el debate entre genetistas y ambientalistas es una polémica sin solución, mejor,
que tal vez conviene tratar de unir, o bien, insistir en que lo importante es “saber cómo influye
cada factor y no tanto en qué medida lo hace” (1983:78). Para ello, insiste también en la
posibilidad de prestar más ayuda efectiva a los estudiantes con los resultados más bajos, así como
desarrollar metodologías más adecuadas para mejorar las capacidades intelectuales, entre otras,
que mejoren su rendimiento.
Por otra parte, tenemos la primera revisión teórica del concepto como tal –desigualdades
educativas- e indicadores de la misma. Se trata de una conferencia que dictó Latapí en 1983 en
Toledo, España, publicada en 1985. Habla de la desigualdad, en sentido “sociopolítico”, para
referirse a bienes sociales susceptibles de ser distribuidos diferencialmente. La educación es uno

14
de ellos. “Pero en su caso, hay varias razones por las que la discusión sobre la igualdad en su
distribución se vuelve particularmente ambigua.” 7
Para precisar en qué sentido trata de la [des]igualdad educativa, Latapí distingue tres planos en
los que se realiza el fenómeno de la distribución de la educación. Analizando de lo general a lo
particular:
“en el primer plano el proceso de igualación educativa sociohistóricamente: se busca la
explicación de las desigualdades en su relación con los proyectos políticos que han guiado a la
sociedad y en los cambios que éstos han producido en las relaciones de poder y en la estructura
social. En este primer plano, la configuración del poder, las reglas y conflictos entre los grupos
sociales, el diferente valor que para cada grupo cobra la educación y las formas en que luchan
por obtenerla determinan el proceso de igualación educativa. En un segundo plano, el análisis
del proceso de igualación educativa es referido a la política seguida por el Estado. Por efecto de
la capacidad diferencial de presión efectiva de cada grupo social sobre el Estado, éste adopta
políticas concretas, principalmente de asignación de recursos, que favorecen más a un grupo que
a otro y repercuten sobre la distribución social de la educación. En un tercer plano, finalmente, el
proceso de igualación en la distribución de la educación puede analizarse en indicadores
concretos que son producto tanto del juego de fuerzas, alianzas y conflictos del primer plano
como de las políticas educativas del segundo. Estos indicadores expresan probabilidades
estadísticas de la población y de los diversos grupos que la integran. Los más importantes entre
ellos son tres: a) la igualdad de oportunidades de acceso y supervivencia en la educación formal;
b) la igualdad de resultados académicos efectivamente logrados; y c) la igualdad de resultados
externos al sistema educativo, en cuanto son obtenidos en función de la educación (sobre todo
ocupación e ingreso).” (Latapí 1985)[1994b].
De los tres textos anteriores podemos inferir la “reflexividad” del campo, en términos de
Luhmann, de las desigualdades en el campo educativo y es cuando se inicia la discusión interna
para ubicar sus sedimentaciones, sus límites, su conceptualización, sus herramientas de
intelección, sus finalidades y sus estrategias de intervención.
También en los trabajos citados de Latapí e Ibarrola podemos reconocer una primera “batalla
conceptual”, pues el primero habla de “desigualdades educativas”, mientras la segunda refiere a
“desigualdades escolares”; aunque también para esas fechas había en circulación otras
denominaciones más o menos semejantes, lo que puedo inferir de la producción de la época es
que se va decantando la primera como dominante, acorde con la discusión internacional en boga.
Latapí claramente distingue en su texto entre educación y escolarización (educación formal, le
llama) y sostiene que por lo regular las investigaciones se restringen a ésta, pues a menudo los
investigadores se ven rebasados por la amplitud de los espacios y procesos educativos, más allá
de la escuela. En sus palabras “Hablar de la distribución igualitaria o no igualitaria de esta
educación llamada informal es prácticamente imposible” (1985:199). Sobre la base de un
argumento análogo, Ibarrola (1981:93) sostiene la misma diferenciación entre escolarización y
educación, pero ella es más congruente y habla entonces de desigualdades escolares; en cambio
Latapí a pesar de sus consideraciones habla de “desigualdades educativas”. Mi hipótesis es que a
él le ganó la dimensión internacional de la discusión, esto es, para mantener su propia inserción

7
Latapí explica en el mismo texto que un bien social puede tener valor en sí mismo, porque permite alcanzar otros
bienes, o por ambas cosas. La educación cae en esta última categoría: se la considera un bien en sí misma, a la vez
que condición necesaria para tener acceso a otros bienes: ocupación, ingreso, prestigio, poder, etc. Esta pluralidad de
posibles valoraciones es una primera razón que hace ambiguo con frecuencia el discurso sobre su distribución. Otra
razón es que la educación está culturalmente condicionada. Cada sociedad y cada grupo dentro de ella, la ubica de
diversa manera en el conjunto de bienes apetecibles. Finalmente, la igualdad en la distribución de los bienes sociales
nunca puede ser absoluta; siempre se halla en proceso: el de igualación o su contrario.

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internacional como investigador reconocido prefirió la denominación en uso en el debate
internacional (p.e. Coleman, los reproduccionistas), dando como sobreentendido que “todos”
sabían que hablar de “lo educativo” era una suerte de eufemismo de “educación formal”. Como
se infiere de su toma de posición al respecto: “Por eso es usual, y así lo haremos también en este
trabajo, limitarse a analizar la desigualdad de la educación formal”. (1985:199-200). En mi
opinión, por tal motivo no se objetó en el ámbito nacional tal inconsistencia, y probablemente
tampoco se reparó en ella, pues en cierto modo se refieren a lo mismo y tal vez se pensó era “sólo
cuestión de semántica”.
En este periodo podemos decir que no es posible una sola distinción clave para dar cuenta de los
cambios que se dieron respecto a la comprensión y explicación de las desigualdades. Propongo,
desde una observación de segundo orden, una que resulta nodal, a saber, la distinción
pesimismo/optimismo, la cual se imbrica con otra que también resulta significativa como
directriz: macro/micro.
De una parte, el panorama de los estudios nacionales, hasta mediados de los ochenta, seguía
enfrascado en las discusiones y revisiones del marxismo, del estructuralismo e incluso del
funcionalismo, a través de problemas de corte macroestructural, ya en un plano diacrónico o
sincrónico, para ello se construyeron explicaciones de igual naturaleza (p.e. Ibarrola 1984).
En general, los análisis macrosociales dominaban la escena, pero las respuestas una y otra vez
parecían desesperanzadoras, un pesimismo campeaba en el imaginario académico, e incluso
social, los datos parecían confirmar las visiones más deterministas, pero también las más
simplificadas o reduccionistas, y con ello, cierta dosis de fatalismo mantuvo entrampada la
investigación y las acciones gubernamentales (Bertolucci 2000:40; Martínez Rizo 1992:109);
incluso a escala latinoamericana se advertía una “atmósfera de perplejidad y pesimismo respecto
de las perspectivas de la región” (CEPAL 2008). Además, cabe recordar que bajó el ritmo de
producción académica sobre temas de desigualdad y prácticamente de toda la investigación del
país, debido a los recortes económicos durante la década de los ochenta.
Si bien las posturas inspiradas en el marxismo aportaban cuestionamientos globales sobre el
desarrollo del sistema educativo, también es plausible sostener que no aportaban soluciones
operativas, como lo reconocía Latapí (1985) [1994b], sino propuestas radicales, incluso poco
viables, a partir de una polarización social irreconciliable o de una postergación del cambio
igualmente difusa. En cualquier caso, hubo cuestionamientos a ciertas premisas dogmáticas del
marxismo y se fueron abandonando las propuestas inspiradas en la reproducción de Althusser o
de Baudelot y Establet. Las de inspiración gramsciana se fueron articulando a otros entramados
discursivos, buscando ubicar la educación en la lucha por la hegemonía, otras vertientes también
fueron sufriendo apropiaciones parciales y/o fusiones no previsibles unos años antes.
De otra parte, al mismo tiempo que se iba sedimentando el pesimismo, en la transición de la
década de los ochenta, se empiezan a perfilar estudios enfocados al análisis de procesos al
interior de la escuela, los cuales hunden sus raíces en enfoques antropológicos y/o interpretativos.
La mayoría se proponían la búsqueda y la comprensión de los mecanismos y procesos
cualitativos involucrados en la actividad escolar. Los problemas y temáticas se deslizaron hacia
los procesos minúsculos y cotidianos dentro del salón de clase y el espacio institucional:
interacciones entre maestros y alumnos, transmisión de contenidos explícitos, el curiculum

16
“oculto”, usos del lenguaje, organización del tiempo escolar, mecanismos de autoridad, procesos
de socialización, etc. (Granja 1993). 8
Estas investigaciones, aunque limitadas generalmente a la descripción y explicación de
situaciones micro, descubrieron fenómenos importantes en la operación cotidiana del sistema
escolar y sus desigualdades, pero también encontraron un anclaje para la intervención y la
posibilidad de conseguir cambios, aunque fuese en esa dimensión. En este periodo encontramos
el desarrollo de la “investigación-acción” (principalmente en el campo de la educación de adultos
y “educación popular”) que fue adquiriendo “consistencia metodológica y reforzando programas
educativos que se proponen la liberación de los oprimidos” (Latapí 1993) [1994c].
De hecho, podemos ver en estas últimas vertientes la apelación a nuevos elementos, que contrario
a ciertas simplificaciones de inspiración marxista o estructuralista, llaman la atención por
construir un entramado más complejo del campo de las desigualdades, aunque no necesariamente
el asunto de las desigualdades fue prioritario en dichos estudios, mejor, empezaron a dominar
términos como “rezago”, “exclusión” y “fracaso escolar”, que aludían a esa dimensión micro y a
“factores endógenos”, eclipsando las “desigualdades educativas/escolares”, vistas a la luz de los
planteamientos macro y de “factores exógenos” (Muñoz y Lavín 1988). De hecho, en el
exhaustivo trabajo de síntesis de estos autores, a partir de investigaciones en Latinoamérica, para
mejorar el acceso y la permanencia en primaria, es que podemos reconocer la polarización entre
enfoques macro/micro o que dividen los elementos explicativos de las desigualdades entre
factores externos e internos a las escuelas, aunque ya había sido denunciada como una
polarización estéril anteriormente, por ejemplo, por Martínez Rizo (1983).
Asimismo, en la segunda mitad de la década vemos en muchas de las investigaciones revisadas
por Muñoz y Lavín el desplazamiento del interés por la cobertura de la educación básica, eje de
las políticas hasta 1982, cuando se alcanzó según la versión oficial a cubrir las solicitudes de
plazas, pasando ahora al tema de la “calidad”, generalmente entendida como alcanzar el
aprendizaje que estipulan los objetivos curriculares. Aunque debemos reconocer con Granja
(1997:170), las diversas connotaciones que fue adquiriendo ese término, desde tener que ver con
la pertinencia de la oferta escolar y la relevancia de los contenidos hasta la atención diferencial de
la demanda social o la mejora de la “gestión” centrada en las escuelas, planteamientos que fue
más evidentes entrada la década de los noventa.
Cabe recordar algunos elementos sociopolíticos para contextualizar los cambios discursivos
referidos en este periodo. A partir de 1976, se hizo obligatoria la programación en todas las
dependencias del sector público federal, y con ello, la elaboración de documentos oficiales fue
un modo de sedimentar la perspectiva gubernamental de ahí en adelante. De esa época data el
Programa y Metas del Sector Educativo 1979-1982 y su exitoso programa de “Primaria para
todos los niños”, pero donde no se hace una explicita referencia a las desigualdades educativas.
Desafortunadamente, al final del sexenio el balance económico era desastroso: la caída de los
precios del petroleo, el excesivo endeudamiento externo, el alza en las tasas de interés
internacionales, la fuga de capitales, la crisis financiera y la devaluación del peso, provocaron una
inflación galopante, desempleo, fuertes restricciones al gasto publico, un descenso en los ingresos
de amplios sectores de la población y, por lo tanto, en su nivel de vida (González y Monterrubio,
1993:157; Aguilar y Meyer, 1990: 247-64). A la crisis económica se sumaba el descontento

8
En México fueron muy apreciados los trabajos de las investigadoras del DIE-CINVESTAV: Ruth Paradise (1979) y
Rockwell (1982), entre otros.

17
provocado por el anuncio de la nacionalización de la banca (septiembre de 1982), reprobada por
amplios sectores de la población.
EI gobierno de Miguel de la Madrid (1982-1988) intentó salir de la crisis económica y evitar una
explosión social a partir de un modelo de economía mixta que incentivara la inversión privada
externa e interna, y un “adelgazamiento” del Estado, pensado como administrativamente
moderno, no centralizado, racional y calculador. Es ésta una época en México como
prácticamente toda América Latina, de acuerdo con Reimers, cuando la preocupación central de
los Estados está en los enormes niveles de endeudamiento externo, en los “procesos de ajuste
económico y (…) existe un consenso tácito en que el desarrollo social y las reformas en políticas
sociales son un tema de segunda prioridad” (2000a:19).
Nuevas sedimentaciones y nuevos desplazamientos: los años noventa

De acuerdo con Granja (1997:174-175), quien reseña los influyentes planteamientos de la


Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) y la UNESCO, acerca de la
transición entre las décadas ochenta y noventa en América Latina, en esa época empezó a circular
una “renovada concepción de lo educativo”, llegando a calificar el desempeño económico previo
como un sonado fracaso en “compatibilizar el crecimiento con la equidad”, pues ningún país de
la región consiguió ambos objetivos simultáneamente, ni se cumplieron las expectativas de
democratización para la consecución de una ciudadanía moderna, tampoco las promesas de
inserción internacional en condiciones de autentica competitividad, según una reciente valoración
de la propia CEPAL (2008:14). Las prioridades fueron el aumento de la competitividad y la
eficiencia de los sistemas educativos, y menos la búsqueda de la equidad.
Entrada la década de 1990, en Latinoamérica empiezan a ser protagónicas nuevas formas de
entender el papel de la educación en general, quedando al centro argumentos que hablan de la
“transformación de las estructuras productivas” unidas a una “progresiva equidad social”,
articuladas a través de ideas como la expansión del conocimiento, asociado al progreso de las
tecnologías de información y comunicación, así como al “desarrollo de la capacidad de aprender
a aprender”, en un marco de adecuación institucional permanente, en breve, sintetizadas en el
slogan: “la educación y el conocimiento como eje de la transformación productiva con equidad”
(CEPAL-UNESCO 1992). Sin embargo, de acuerdo con Reimers, en el marco del modelo
neoliberal la propuesta de preservar la equidad como objetivo estratégico, junto con la
competitividad económica, no se tradujo en proposiciones operativas concretas (2000b:17). Al
contrario, según Torres y Tenti, apoyados en un estudio de la CEPAL, en la región: “las reformas
instrumentadas entre 1990 y 1998 (liberalización de las importaciones y de los sistemas
financieros, privatizaciones y reforma fiscal, entre otras) fueron acompañadas de una disminución
de las tasas de crecimiento económico y de incremento de la productividad, así como de una
distribución más desigual de los ingresos (2000:5).
En el caso de México, desde el punto de vista económico, la década de 1990 puede caracterizarse
por tres períodos: de 1991 a 1994 con crecimiento económico lento; crisis a lo largo de 1995 y
parte de 1996, y recuperación en los últimos cuatro años. (López 2008:93). Pon lo tanto, concluye
López: “los cambios en la pobreza durante la década de 1990 parecen estar asociados al ciclo
económico y no a cambios en la distribución del ingreso. Este resultado difiere sustancialmente
del caso de la década de 1980 ya que, durante ese período, la causa principal del aumento de la
pobreza fueron los deterioros en la distribución del ingreso” (2008:97).
En suma, durante los años noventa apreciamos la fragua de una nueva constelación de conceptos
y nociones que nos remiten a un movimiento en las formas de entender no sólo la educación en

18
términos generales, p.e. ciudadanía, competitividad, equidad, desregulación, sino también
emergieron otros términos medulares en las políticas educativas nacionales e internacionales
como eficiencia, calidad, programas compensatorios, descentralización, etc., varias de ellas,
como parte de las recomendaciones de política de los bancos y otros organismos internacionales
(Torres y Tenti 2000:9; Reimers 2000a:20). También acudimos a la “resemantización” de
categorías como conocimiento, aprendizaje, equidad, etc., así como del papel que se les adjudica
en el desarrollo (Granja 1997:176).
Entonces, para los años recientes tampoco no hay una sola distinción clave que aprehenda toda la
gama de cambios que se suscitaron para configurar los discursos académicos de las últimas
décadas, pues en general hay una permanente imbricación de planteamientos anteriores, y el
asomo de nuevos anudamientos, especialmente a partir de la primera mitad de los años noventa.
Por esta razón a continuación exploro un par de las posibles directrices que pude reconocer en la
producción académica nacional en las décadas más recientes. Con lo anterior también llamo la
atención sobre el incremento notable en la producción nacional, especialmente a partir del nuevo
siglo, además de la incorporación de nuevos investigadores cobijados por nuevas instituciones,
p.e. como L. Aguilar, del ITESO; T. Bracho del CIDE; E. Aguado del Colegio Mexiquense; F.
Reimers de la U. de Harvard, C. Ornelas de la UAM, del SNTE y del Observatorio Ciudadano de
la Educación, por mencionar algunos. La mayoría de ellos con una producción constante e
incluso impulsando foros como el del Colegio Mexiquense en 1995 (Aguado y Pieck); los
trabajos en Harvard entre 1998-2000, coordinados por Reimers (2003), el Coloquio organizado
por Solana en 2004, o el libro compilado por Ornelas (2001), en honor a Pablo Latapí.
Tal vez la diferencia directriz más significativa de la década de los noventa, la encontramos en la
primera mitad, sobre todo porque sedimenta una serie de cambios normativos, sería la de
prescripción/ descripción.
A principios de la década de 1990, especialmente la política de educación básica en México
adquiere nuevos bríos, pues hay una ruptura con lo que Reimers denomina primera generación de
políticas sobre la “equidad educativa”. 9 En el marco del Acuerdo Nacional para la Modernización
de la Educación Básica (ANMEB) firmado en 1992, elemento transformador trascendente, como
“política de Estado” 10 (Latapí 2004:48), y la sanción de la Ley General de Educación (1993), el
Estado asumió un compromiso explícito con la reducción de desigualdades educativas
encauzándolas por medio de programas compensatorios, un gesto de reconocimiento de un
incumplimiento histórico y asumiendo el deterioro de la mayoría de la población por las severas
crisis económicas. Asimismo, se amplían los años de la educación obligatoria, pasando a 9 años,
y más tarde, a partir de 2002, se decretó fueran 10, y que llegado el ciclo 2008-2009 serían 12,
esto es, sumar 3 años de preescolar (INEE 2007b:33).
El Programa para Abatir el Rezago Educativo (PARE), iniciado en 1992, marca el inicio de los
programas compensatorios, que según Torres y Tenti (2000:10-11), canalizan recursos “hacia el
fortalecimiento de aquellos factores considerados estratégicos para mejorar la calidad de la
educación ofrecida a la población que habita las regiones rurales más desfavorecidas del país.”
En lo fundamental, esta política ha tendido a concentrar recursos en aquellos aspectos materiales

9
Reimers ubica la primera etapa entre 1950 y 1980, cuando fue prioritario ampliar el acceso, en particular a la
educación primaria, aunque también en otros niveles. En esa etapa fue prioritario, en las políticas educativas
latinoamericanas, “la igualdad de oportunidades”, entendida más como expansión en el acceso (2000a:19).
10
Latapí habla de política de Estado caracterizándola por su “continuidad a través del tiempo y de los cambios de
gobierno”, como lo advierte en el caso del ANMEB.

19
(infraestructura física, materiales didácticos) y no materiales (especialmente capacitación de
agentes educativos escolares) que conforman la oferta de educación básica rural.
Sin embargo, de acuerdo con Reimers (2000a): “tales programas no igualan las oportunidades
educativas entre distintos grupos sociales ni en cuanto a los resultados educativos, ni en cuanto a
los insumos que reciben distintos niños”. Esto en parte, porque se limitan “a mejorar las condicio-
nes educativas de los pobres y no a reducir la desigualdad educativa.” Con ello Reimers reconoce
cierta ambivalencia sobre la prioridad de la equidad frente a los objetivos de mejorar la calidad y
la eficiencia en la gestión, pues en la mayoría de países donde se llevan a cabo programas
compensatorios “el objetivo principal es el mejoramiento de la calidad global del sistema
educativo, con algunos programas suplementarios para atender la equidad”.
De tal modo, a diferencia de la década de los ochenta, cuando se consideró que se había cubierto
la normatividad constitucional de ofrecer plazas escolares de educación primaria (al menos a los
que la solicitaban), aunque fueran de “calidad desigual” o se reconociera como “devaluada”,
hubo una vuelta de tuerca al incrementar los años de escolaridad en la Ley General de Educación,
y de paso, se abrió un apartado que atendía directamente cuestiones de “equidad”. Esto en parte,
para estar a tono con los cambios suscitados a nivel internacional, especialmente al comprar el
sistema educativo nacional con otros sistemas “en vías desarrollo”, pero sobre todo tratando de
emular a las naciones “de primer mundo”. Aunque también en el marco del impulso internacional
a la educación y la igualdad, como propósitos de políticas educativas “globales”, a partir de la
Cumbre Mundial de Educación para Todos en Jomtien, Tailandia, en 1990.
Las modificaciones legislativas nacionales renovaron, por una parte, la cuestión de la cobertura,
tanto en educación primaria, pero ahora con énfasis también en la secundaria, incluso más tarde
incluyendo el preescolar, por otra parte, se echaron a andar los debates en torno al “combate a la
pobreza extrema”, que habían denunciado tanto los estudios de carácter etnográfico como los
renovados estudios macro, pues para entonces se habían desarrollado nuevas técnicas estadísticas,
más sofisticadas y a la vez nuevas bases de datos nacionales, buscando hacer de la “cultura de la
evaluación” un elemento indispensable para la planificación del sistema.
A partir de la nueva normativa, las investigaciones adquieren un nuevo marco de exigencia
después del año 1993, teniendo como conspicua representante a Teresa Bracho (1995, 2002,
2003), para señalar el cumplimiento, mejor dicho, la falta de cumplimiento de los preceptos
constitucionales, y con ello, podemos ver el “reingreso” de las denuncias de los años sesenta, en
el sentido de distinguir las acciones e inacciones gubernamentales en relación con hacer poco o
nada en contra de las desigualdades educativas, que dicho sea de paso también notamos cierta
dispersión en la nomenclatura, pues se habla a la par de desigualdad en la calidad de la educación
o distribución inequitativa (Schmelkes 1994), justicia educativa (Latapí 1993) de pobreza
educativa (Bracho 1995b; Reimers 2000b), distribución social del conocimiento (Bracho 1995a),
así como de desigualdad de oportunidades educativas ya sea haciendo énfasis en el acceso, la
permanencia o los resultados, o de alguna combinación de los 3 elementos de la trayectoria
escolar (Aguado 1991; Martínez Rizo 1992, 2002, entre otros).
Otro eje que puede ayudarnos a pensar los desplazamientos conceptuales ocurridos en los años
noventa es la distinción entre síntesis y análisis. Debido a que todavía a finales de los ochenta se
encontraban polarizados los estudios sobre desigualdades educativas, en la década siguiente se
impulsaron estudios que trataban de romper con la dicotomía, o bien eludir el dilema. Uno de
estos resultado fue la utilización del concepto de “capital cultural”, que como sabemos fue
acuñado por Bourdieu en los setenta. Bracho fue una de las primeras en rearticularlo en sus
estudios y más tarde fue articulado en varios trabajos del INEE, (INEE 2007a; 2007c), aunque
varios de sus principales promotores lo asocian con lo que se conoce como la corriente de
20
“escuelas eficaces” y no con los debates sobre el “reproduccionismo escolar” (Fernández 2003;
Fernández y Blanco 2004; Blanco 2007). Otra vertiente de trabajos apela a perspectivas
“estructuracionistas” como Flores Crespo (2002) o de unir análisis de factores internos y externos
(Reimers 2003), pero también proliferan estudios que profundizan en el análisis de un elemento
de los múltiples que atraviesan la desigualdad en el campo educativo, por ejemplo, “la iniquidad
de género” (Zubirán dixit 2004), el peso de las desigualdades de ingreso (López-Acevedo 2006) o
algunos de los pasos de la trayectoria escolar (acceso, permanencia o egreso).
A propósito de lo anterior, otro rasgo que caracteriza la producción académica nacional de las
décadas más recientes es hablar de la complejidad del fenómeno de las desigualdades educativas,
destacado especialmente a mediados de los noventa (Latapí 1993 [1994c]; Bracho1995a:29).11
De tal modo, podemos decir que otra característica de la distinción síntesis es que a partir de ella,
se buscó la “complementariedad” que se había polarizado entre estudios centrados casi
exclusivamente en factores exógenos, a la manera de muchas investigaciones de los años sesenta
y setenta, y los que enfatizaban exclusivamente factores internos de la escuela de los años
ochenta. Ejercicios de integración los podemos apreciar desde la segunda mitad de los noventa,
con el advenimiento de las evaluaciones de los programas compensatorios (Muñoz Izquierdo
1995; Torres y Tenti 2000; Ornelas 2001; López 2008, entre otros).
En general, las evaluaciones de los programas hacen un balance que finalmente suele estar
cargado hacia las fallas u omisiones, y suelen concluir con una llamada de atención para lograr
una articulación de las experiencias positivas, que permitan un abordaje más integral de los
problemas de desigualdad, pugnando sean concebidos dentro de una agenda social que exceda los
límites de la política educativa. A medida que se hace de la equidad un objetivo estratégico de su
desarrollo –afirman Torres y Tenti- “se hace más evidente la necesidad de intervenir en forma
integral sobre las múltiples dimensiones de la exclusión social. Cuando se trata de "abatir
rezagos" o de "reducir desigualdades educativas", la necesidad de políticas integradas que
intervengan sobre los factores que definen tanto a la oferta como a la demanda educativa, se hace
más evidente (2000: 20).

A modo de cierre: entramados múltiples, heterogéneos y tensos en la primera década del


siglo XXI.

En este apretado recorrido por las trayectorias discursivas acerca de las desigualdades en el
campo educativo en México, a modo de síntesis, podemos decir que ha venido a configurarse
como un terreno de indagación a partir de mediados de la década de 1960, casi al mismo tiempo
que en el resto del mundo, deviniendo como un fenómeno complejo a medida que se ha
profundizado en su estudio, conectado de varias formas con la desigualdad social, pero reforzado
por ciertas condiciones escolares, que tienden muchas veces a reproducirla inconscientemente.
Los desplazamientos que pudimos rastrear en México nos llevan a señalar, al menos, cinco
periodos: 1) mediados de los años sesenta, cuando ubicamos su emergencia; 2) abarca
prácticamente la década de los setenta, teniendo la primera ruptura a principios de la misma; 3)
fines de los setenta hasta finales de los ochenta; 4) la primera mitad de la década de los noventa;

11
Aunque ya desde fines de los ochenta Muñoz Izquierdo y Lavín concluían que “La tendencia más reciente es
visualizar el problema en un contexto integral, que involucra a la familia y a la comunidad en el servicio educativo
como un medio de lograr una mayor eficiencia, eficacia y relevancia en la educación básica.” (1988: 173).

21
5) posterior a la segunda mitad de los noventa a la fecha. Si no he puesto fechas precisas es
porque no estoy proponiendo una temporalidad lineal, progresiva, sino yuxtapuesta, a veces hasta
“involutiva”, como lo pudimos apreciar en algunos planteamientos recientes que reanudan temas
de los años setenta, otros que insisten en conclusiones obtenidas ya desde los sesenta, etc.
De tal modo, podemos decir que han cambiado las maneras de entender las desigualdades hacia
modos más complejos, demandado intervenciones cada vez más integrales para hacerles frente,
considerando nuevas relaciones y tensiones, incluso construyendo nuevas estrategias para
resistirlas o al menos atenuarlas. Pero también hay otras distinciones que resultan interesantes
para seguir explorando los desplazamientos particulares de los discursos sobre las desigualdades
educativas o escolares, así como para trazar un bosquejo más exhaustivo de sus trayectorias en la
década más reciente, pero por razones de espacio apenas las apunto para otro trabajo, viéndolas
como una red que se entreteje con tramas discursivas previas, pero también en diálogo con las
condiciones de producción y los arreglos institucionales e incluso con las formas de difusión y
relaciones de poder entre agentes gubernamentales y académicos. Así pues, menciono apenas
algunos hilos de esa red compleja: heterogeneidad, tensión, diferencia, complementariedad,
inclusión, entre otras.
Toda esta red está anclada en la profundidad de los cambios sociales producidos en los últimos
20 años, e implica volver a analizar el modo de definir y articular los factores “exógenos” y
“endógenos” para hacer inteligibles los problemas no resueltos, como la falta de cobertura, la
deserción, la pertinencia, etc., y los nuevos problemas como el impacto de las nuevas tecnologías
de información y comunicación, la “brecha digital”, los impactos en la construcción de
subjetividades en los estudiantes, los docentes, entre otros muchos, ya que en los últimos años se
consolidaron escenarios donde están en riesgo incluso las condiciones sociales mínimas que
hacen posible que tenga lugar el proceso educativo.
La preocupación por la transformación social y la escuela como una institución social
privilegiada en la promoción del cambio, articulan en gran medida la heterogénea producción de
conocimiento socioeducativo sobre las desigualdades, y ha sido mediante herramientas ligadas al
ACD que en este documento se ha propuesto hacer una primera reconstrucción de las complejas
trayectorias discursivas para conseguirlo.

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