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ACTUALIDAD | POR:

o Nicolás Alonso
jueves 09 de octubre de 2014

La guerra del "Grupo Alga"


Entre 1979 y 1980, frente a la posibilidad de una guerra con Argentina, la
Armada envió seis veces al Canal de Beagle a un equipo de biólogos marinos
chilenos, liderado por el futuro Premio Nacional de Ciencias Bernabé Santelices,
con la misión de montar una industria de algas en la isla Navarino, y así ganar
un eventual litigio en La Haya. Tres décadas después, sus protagonistas cuentan
una historia que se mantuvo en secreto.
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© Antonio Larrea
“Dijo: ‘Vamos a ir a una guerra. Tenemos calculados unos mil
muertos. Vamos a ir a La Haya y tendremos que demostrar que hay
gente produciendo. Y lo único que hay en la zona son esas payasadas
suyas de güiros en donde nuestros motores se enredan’”, recuerda
Bernabé Santelices.

Cuando esa mañ ana de agosto de 1977 se abrió la puerta de su laboratorio en la Facultad de
Medicina de la U. Cató lica, el bió logo Bernabé Santelices levantó la vista de la correspondencia
que estaba revisando, y lo que vio le cortó la respiració n. Estaban parados frente a él, con sus
rigurosos uniformes, el vicealmirante y rector designado de la universidad, Jorge Swett, junto
a un uniformado de alto rango, gordo y má s bien bajo, que lo miraba muy serio. Santelices,
que había vuelto hace dos añ os de realizar su doctorado en la Universidad de Hawai, y cuya
antipatía por la Junta Militar era conocida, reparó en un detalle: las insignias en los antebrazos
del hombre.

“Mierda, le llegan hasta el codo. Qué habré hecho”, cuenta el científico que alcanzó a pensar,
justo antes que Swett lo presentara: se trataba del vicealmirante de la Armada, Charles LeMay,
una de las principales autoridades de la rama. Su imaginació n se disparó : pensó que lo iban a
deportar, pero no sabía por qué. Pero las palabras que escuchó no fueron ésas, y 28 añ os
después las reproduce con la exactitud de los momentos definitivos.

LeMay se sentó y habló , frente al bió logo inmó vil, de tres pequeñ as islas: Picton, Nueva y
Lénox. Fue directo. Le informó que tras los resultados del laudo arbitral inglés, que daba a
Chile las tres islas en disputa,  Argentina no iba a aceptar el resultado. Siguió hablando: le
explicó que se iban a tener que ir a un juicio en La Haya, y que ante ese escenario necesitaban
montar una industria de lo que fuera en esas islas perdidas. 

El hombre se detuvo. Lanzó una advertencia: lo que le iba a decir era secreto de Estado. No
podría, le dijo, comentarlo ni con su almohada. Santelices asintió .
-Dijo: “Vamos a ir a una guerra. Va a durar unos meses y vamos a circunscribirla al Sur.
Tenemos calculados unos mil muertos”. Yo estaba petrificado. Pensaba: esto no me puede
estar pasando a mí. Luego dijo: “Vamos a ir a La Haya y tendremos que demostrar que hay
gente produciendo. Ahí es donde necesitamos a gente como usted. Porque lo ú nico que hay…”,
y no se me olvida, porque lo dijo con humor: “Lo ú nico que hay en la zona son esas payasadas
suyas de gü iros en donde nuestros motores se enredan”.

Santelices entendió . A sus 32 añ os, era el mayor experto en algas del país. La visita tenía
sentido, pero el plan era poco realista: se sabía poco y nada de esas islas, un territorio
desconocido para la ciencia mundial, por donde había pasado Darwin y poco má s. Era cierto
que había macrocystis piryfera, un alga que en California producía entonces cinco mil
toneladas de alginato al añ o, un derivado usado para lácteos y cosmética. Pero también que en
seis meses -el plazo de LeMay-, y sin ningú n antecedente previo sobre la productividad, era
imposible montar una industria. 

Luego de vacilar unos momentos, el ecó logo respondió que sí, que iba a meterse en el
problema. Hoy, a sus 68 añ os y sentado en su oficina en la U. Cató lica, dice que sintió una
responsabilidad, el peso del país encima. Y que ademá s -y que esto fue lo que lo decantó -,
entendió que con recursos ilimitados era la oportunidad má s grande en la historia de las
ciencias marinas en el país. En un territorio donde nadie había puesto un pie.

Necesitaba compañ eros de viaje. Al primero que se lo planteó fue a Juan Carlos Castilla, de 37
añ os, ecó logo de la UC como él, especialista en invertebrados y también futuro Premio
Nacional de Ciencias. Eran amigos desde estudiantes. Castilla venía llegando de la Universidad
de Duke, donde había hecho su posdoctorado en ecología experimental, una rama de
vanguardia que los fascinaba a ambos, y que planteaba el estudio de la ecología a través de
experimentos en terreno, superando el trabajo descriptivo tradicional de los bió logos
marinos.

-Le dije: ¡Es nuestra oportunidad de hacer ecología experimental! -exclama hoy, emocionado a
sus 74 añ os, Castilla-. Nos guiaba la irresponsabilidad de la juventud. É ramos ambiciosos, y
era una posibilidad ú nica. Una vez allá, me empecé a dar cuenta de en qué nos habíamos
metido.

Santelices, que no podía dar muchos detalles, se dio cuenta antes, cuando se enteró de que en
el Sur ya estaban pintando cruces blancas sobre los techos de las casas, para salvarse de
bombardeos. 

Entonces supo en qué se estaban metiendo.

EL CASTING Y LA GUERRA
Luego de un primer viaje de reconocimiento a la zona, Santelices definió algunas cosas: se
quedarían en Puerto Toro, una playa de la isla Navarino -justo frente a Picton- con acceso a los
bancos de algas, donde había un puñ ado de casas y el ú ltimo puesto de Carabineros de Chile. Y
má s importante, iba a necesitar un estudio como nunca antes se había hecho en Chile: con un
equipo de especialistas de varias universidades, para no destruir a las má s de 50 especies de
invertebrados que vivían en las macrocystis. “Tiene que ser un esfuerzo nacional”, le dijo a
LeMay. Decidió mantener el espíritu de los concursos científicos, y llamó a un casting de
proyectos.

Se hizo en mayo, en el Ministerio de Defensa. Sentados a la par, el ecó logo y el vicealmirante


escucharon a una decena de grupos de investigadores presentar sus ideas. Santelices recuerda
con pudor ese momento: “Fue una boludez, todos querían hacer todo. Unos pedían 25 mil
dó lares y otros 250 mil. LeMay se me acercó y me dijo: ¿Esto no está saliendo como esperabas,
no?”. Cuando terminaron de exponer, el uniformado hizo algo que hasta hoy le vale a
Santelices la antipatía de varios de los científicos presentes: se paró , levantó todas las
carpetas, y las dejó caer sobre la mesa.
-Usted decide quién va y quién hace qué. Avísame el lunes -le dijo, y luego se retiró de la sala,
en medio del silencio de sus colegas.

El bió logo tardó dos meses en armar un proyecto interdisciplinario sin precedentes en la
ciencia chilena. También el má s caro hasta ese momento: 250 mil dó lares. Los elegidos como
cabezas del grupo fueron Juan Carlos Castilla, experto en invertebrados de la UC, Carlos
Moreno, especialista en peces de la U. Austral, y Krysler Alvear, de la U. de Concepció n. Cada
uno llevaría sus ayudantes, y en total serían un grupo de unas 15 personas, que se irían
rotando para tener siempre presencia allá . Santelices era el responsable de todos.

El primer viaje fue en agosto de 1979, y bastó para que entendieran que el asunto no era un
juego. El proyecto se había congelado un añ o por el aumento de las hostilidades tras el fallo
inglés. Cuando los científicos llegaron a Puerto Williams, en medio de una fuerte nevazó n, lo
primero que los impactó fue ser trasladados en lanchas con torpedos, bajo la vigilancia de un
marino armado todo el tiempo. Era poco má s que un simbolismo: pronto supieron que solos,
en medio de ese caserío de cañ erías congeladas y clima brutal que era Puerto Toro, ni ese
marino ni los cinco carabineros del lugar podrían hacer nada por ellos. Santelices se asustó .

-Veíamos las marcas de las trincheras, las torpederas pasar. Me dijeron: si llegan los
argentinos, griten que son científicos. No podía dormir esos días. ¿Qué pasaba si
desembarcaban 20 tipos y nos llevaban? 

Luego fueron asimilando todo. Estaban excitados por las posibilidades científicas, se
imaginaban poniendo a Chile en el primer plano mundial de la ecología. Fueron seis viajes,
aunque el proyecto implicaba cuatro expediciones principales: una por cada estació n entre
agosto de 1979 y julio de 1980. Para la segunda de ellas, los militares argentinos ya conocían
su presencia, y los vigilaban. Carlos Moreno pudo sentir el ruido de las hélices volando bajo
cuando se sumergía en el mar helado del lugar.

-Los helicó pteros nos vigilaban, pero nosotros seguíamos en lo nuestro. Las plantas eran
gigantescas, el agua prístina: tú sentías que buceabas en el espacio.  Los colegas de Ushuaia
me decían que por la radio hablaban de un grupo de espías, del “grupo alga”, que estaba
minando el mar. Creo que éramos una estrategia para mantener intrigados a los vecinos. 

Los pasos por Puerto Williams, antes y después de cada viaje, eran bravos. Allí dormían con
600 marinos, en un galpó n de camarotes séxtuples, donde las noches solían terminar a golpes
en el bar. Bebiendo con un grupo de 15 boinas negras, oían sobre operaciones nocturnas
delirantes: de có mo en la noche se pasaban al lado argentino para minar el aeropuerto de
Ushuaia. En los trayectos por mar solían cruzarse con torpederas argentinas. Los marinos se
mostraban los traseros y las ametralladoras de una cubierta a la otra. Ellos miraban. Un
atardecer recalaron en Lénox, y vieron a un par de centenares de soldados emerger corriendo
de entre la vegetació n a buscar armamento y comida, y en minutos volver a perderse en la
isla.

Patricio Ojeda, entonces de 26 añ os y ayudante de Santelices, solía estar metido en los


momentos de tensió n. Recuerda el miedo en varias imá genes: en un buque chileno y una
torpedera persiguiendo a una embarcació n argentina entre rá fagas de tiros cerca del Cabo de
Hornos; a bordo del Elicura, una barcaza chilena, tratando de bloquear a un navío argentino.
Pero sobre todo hay un momento que tanto él como Santelices y Castilla recuerdan como el
que pudo ser el final de la historia.

Fue al comienzo del tercer viaje, en un trayecto entre Punta Arenas y Puerto Williams. Poco
tiempo antes, el piloto del avió n que solía llevar al grupo a la isla había desaparecido en uno
de sus regresos. Ahora iban en un avió n naval, y Ojeda iba sacando fotos, tratando de
adaptarse a volar sin presurizació n. Entonces vieron una barcaza argentina en aguas chilenas.
Sin avisar, el piloto arrojó el avió n en picada sobre el navío, y los científicos, descompuestos,
pudieron ver a los argentinos destapando sus ametralladoras. Las amenazas duraron varios
minutos. Cuando Ojeda ya no dudaba de que los derribarían, vieron al navío darse la vuelta y
emprender su retirada.
-Ahí nos dimos cuenta de que si había guerra, íbamos a quedar al medio. 
El “Grupo Alga” en pleno. En el centro, con gorro de lana oscuro y anteojos, Bernabé Santelices.

Abajo: el paisaje en Puerto Toro en la época de las expediciones científicas. 

LA BATALLA CIENTÍFICA
Para finales del tercer viaje, ya habían hecho la cantidad de experimentos suficientes para
confirmar que montar una industria de alginato en el Beagle era una pésima idea. Las
macrocystis, maravillosas como objeto de estudio, no eran tan abundantes, y por las
condiciones del mar crecían con lentitud. Eso sumado a los costos de operar en un clima
brutal.

Los militares los seguían apoyando, pero cada vez parecían menos interesados. La tensió n con
Argentina estaba bajando, y LeMay ya estaba cerca del retiro. Sin la presió n de la guerra, el
grupo pudo darse un festín de experimentos: hicieron el informe de un ecosistema marino
má s grande de Sudamérica, que se tradujo en alrededor de 15 papers que fueron referencia
mundial en la materia. Todos describen esos días como un “paraíso científico”, entre amagues
de una guerra fantasma. En algú n punto, Santelices ideó una forma simple de darle algo ú til a
los marinos: estudió si las especies marinas de la zona tenían mayor influencia del Atlá ntico o
del Pacífico, como posible argumento ante un eventual arbitraje en La Haya. Acertó :
pertenecían al Pacífico.

Entretanto, liberaban tensiones agarrá ndose a patadas en una canchita de fú tbol en Puerto
Toro, y se hastiaban de comer las centollas de la isla. Juan Carlos Castilla estaba fascinado:
había logrado responder la pregunta que lo tenía absorto: cuál era el carnívoro que se comía a
los erizos en el Beagle, para que éstos no se comieran todas las algas. En California era el
chungungo, pero acá no aparecía ninguno. Luego de decenas de experimentos, comprendió :
en el Sur de Chile, por la lluvia y las corrientes, las algas eran tan productivas que literalmente
llovían sobre los erizos, y éstos tenían pequeñ as pinzas para tomarlas. Demostrar que dos
ecosistemas similares en el mundo podían funcionar de forma distinta -y uno de ellos sin
carnívoro- cambió un paradigma ecoló gico. Carlos Moreno, en tanto, marcó otro punto fuerte,
demostrando experimentalmente que la reducció n de algas influía directamente en la
disminució n de peces, como un bosque y sus aves.

Son só lo un par de los artículos que componen el dossier de 686 pá ginas  que Santelices
entregó a la Armada un añ o después del ú ltimo viaje. Hoy está seguro de que fue guardado en
algú n estante sin que nadie le echara un vistazo. El enorme informe, fechado en julio de 1981,
culmina con una recomendació n: no emprender la explotació n econó mica de las algas del
Beagle, y mejor probar con las algas del Norte de Chile. Nunca nadie les comentó   si algo de lo
que hicieron tuvo alguna influencia para que en 1984 la mediació n papal decidiera que las
islas eran chilenas. Les parece poco probable.

Lo que sí influyeron, y transformaron, fue a la ecología marina chilena. Sus trabajos sobre el
Beagle fueron ovacionados en congresos de todo el mundo, y el grupo que pasó por el
proyecto, desde distintos lados, convirtió a Chile en líder iberoamericano en ecología
experimental. A la par de EE.UU. y Australia. “En esos pocos añ os produjimos una cantidad de
informació n al nivel de lo que estaban haciendo los gringos hace 40 añ os, y se lo traspasamos
a cientos de estudiantes”, dice el bió logo Julio Vá squez, entonces ayudante de Castilla. “La
ecología experimental parte ahí, de un grupo de gallos hambrientos, que se fueron a meter
donde las papas quemaban”.

La clave del boom posterior, coinciden, fueron los lazos que quedaron entre los científicos que
participaron en la misió n, que hasta hoy colaboran, y que derivaron en que Santelices
replicara el modelo, creando en los 90 los Fondos de Financiamiento de Centros de
Investigació n en Á reas Prioritarias.

Lazos como el recuerdo de una tarde, al final del tercer viaje, cuando no hablaban mucho
entre ellos de las tensiones, ni de los miedos. Aunque existieran. Esa tarde, cuenta Patricio
Ojeda, en que un teniente le ofreció su fusil arriba de la barcaza Elicura, en la que iban
atravesando el Beagle,  por si quería relajarse disparando. 

-Para el lado chileno -recuerda que le dijo-. Si no quieres empezar la guerra. 


El primer disparo atrajo al resto del grupo. El teniente les trajo un fusil a cada bió logo, con un
cargador de 40 tiros. Entonces pasaron frente a una roca llena de lobos de mar. 

Ojeda apretó el gatillo. Los lobos saltaron al agua y ellos se quedaron ahí, durante esos cinco
minutos de catarsis final, entre el ruido y la pó lvora, con la tarde cayendo a sus espaldas.

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