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PRIMAVERA SOMBRIA

UNICA ZURN

PROLOGO

¿Es este libro una confesión?, ¿una declaración?, ¿un desahogo?, ¿un ejercicio?

Cada hipótesis parece encontrar justificación en este texto siempre diferente, en el que la
protagonista, Unica Zürn niña, ella, .aparece como el objeto de estudio de una clase de anatomía
corporal y emocional. Unica Zürn escritora adulta parece señalar con el puntero la intersección de
las piernas de la niña Unica y abrirlas sin pudor para que veamos cómo aletea el despertar del
deseo. Incluso los sentimientos de la niña Unica parecen numerados en una pizarra, o prendidos
con alfileres en un tablero como mariposas muertas, como si no sintieran, aunque, al mismo
tiempo, parezcan aullar.

Cuando alguien comunica un secreto se produce un trasvase de experiencia: el que lo aprende se


introduce en un mundo hasta entonces inaudible, y en él reconoce hasta qué punto el silencio
estaba hecho de sonido.

Podría decirse que primavera sombría es un libro de secretos. No sabemos bien si por la visión que
su autora tiene de su salvaje iniciación a la vida, o porque nos resulta imposible no juzgar así la
naturaleza extraordinaria de la intimidad que pone al descubierto. Es decir, parece una confesión,
aunque tal vez lo que hace Unica Zürn no sea confesarse, y se trate, simplemente, de
reconstrucción de un hecho que la devuelve una y otra vez al punto de partida, que la explica.

Existe una clase de secreto que se revela sin perder su condición de secreto: la poesía. Y si este
libro parece muchas veces una confesión fría, distante, el manual de un cirujano, la asepsia queda
compensada por la trascendencia de las imágenes, la transgresora fuerza simbólica de cada una de
sus elecciones, que siempre termina por volver al lugar del que surgió, que se dice a sí mismo
conservando, intacto, todo su misterio.

Primavera sombría es literatura del escalofrío: lo que se cuenta tiene una naturaleza ardiente –la
iniciación erótica, la formación de una personalidad, la respuesta personal ante el enigma de la
vida- aunque parezca contarse con lengua de hielo y mirada distante de analista, esa con la que se
relata un suceso que no nos atañe. Calor junto a frío. Es como el relato de un incendio bajo el
agua, como asistir al vaciado de una concha. Confesiones, declaraciones de esta naturaleza, en las
que el secreto se comunica sin asomo de pudor, sólo son posibles en alguien que no tiene nada
que perder, que quizá nunca lo tuvo, y que confía sólo en el milagro de la escritura; aunque,
paradójicamente, se conduzca como si esperase algo en lo que no cree: son los mensajes
interiores de los solos.

Leer este libro, de algún modo, supone recorrer el arco que va del suicidio soñado, acariciado por
una niña de doce años, al suicidio real que se producirá cuarenta y dos años más tarde, cuando
Unica Zúrn, la autora de esa fantasía, se tire realmente por el balcón de un piso de París.
La muerte parece perseguir a los que conocen el arte de multiplicar la existencia. Y esa
multiplicación se produce cuando la vida es un marco excesivamente estrecho para albergar todos
sus sueños.

Carl G. Jung decía que la enfermedad mental era un sueño hecho realidad. No se trata de un juego
de palabras: el sueño ocupa el espacio de la vigilia, invade el territorio de la cotidianeidad y se
adueña de este lado de la realidad. El que así vive pierde el código de comunicación que le permite
relacionarse con los demás: se alimenta de sucesos diferentes, a la luz de un astro diferente. De
algún modo el sol y la luna invierten sus valores: la noche juega a ser el día, y el día se convierte en
una larga noche.

Unica Zúrn padeció múltiples crisis esquizofrénicas, que ti recluyeron en distintos manicomios,
durante los últimos años de su vida. Es imposible no ver en este libro, también, una suerte de
antesala a la enfermedad: el diario de una semilla; nos sentimos tentados de buscar los signos de
una locura en estado latente. Hay tal decisión adulta en su comportamiento de niña, tanta
radicalidad en sus visiones. Y. sin embargo, deberemos estar atentos para no equivocar nuestra
lectura, para no reducirla a los parámetros de la enfermedad. Incluso si fuera posible seguir ese
rastro, éste nunca podría separarse del de otro nacimiento, el del poder creador de la poesía. Si no
todos los sueños son sueños reveladores, no todas las visiones tienen el poder de la universalidad.
Sin duela, cualquier relato construido desde la esquizofrenia tendrá la capacidad ele
sorprendernos, tal vez de perturbarnos: sutilmente, insinuando, o por la vía del miedo, Siempre
nos dice que existe otra vida, un mundo paralelo y fascinante, que nosotros no podemos ver; nos
hablan de una realidad invisible, en la que podemos introducirnos; nos prestan unos ojos y una
nueva piel.

Unica Zürn transmite una vida salvaje, que, aunque extraña a la mayoría, resulta invencible como
experiencia. La desarrollemos o no, la vida salvaje también nos pertenece, vive en nosotros como
semilla. Y si su libro a veces nos duele, lo hace porque al desnudarse de tal modo, nos desnuda;
porque su desnudez es transgresora y contagiosa, porque los vestidos, más que quitarse, son
arrancados del cuerpo. Los cuchillos de Unica Zürn cortan, los jugos empapan la página, la fiebre
contagia la lectura. La mujer que se tiró del balcón de aquel piso de París, en el año 1970, era de
una belleza que André Pierre de Mandiargues, gran amigo de la escritora, calificó de «diabólica».

Era una «alucinada, pero una «alucinada sutil». Una forma de decir, que, en su alucinación, había
elección estética, que no todos los ayes que retumbaban en su cabeza tenían el mismo valor.

Al leer el relato de su iniciación sexual, y asistir al nacimiento del masoquismo (la lengua del perro
que lame su sexo se convierte en un cuchillo; mientras alcanza el orgasmo un personaje de su
fantasía la degüella ... ), es inevitable pensar en su cuerpo adulto, que Hans Bellmer, el artista
alemán con quien compartió muchos años de su vida, utilizó como modelo para su famosa
Poupée: su carne desnuda, atada con un cordel, como un lomo de carne, a punto de ser asado en
un horno.

Unica Zürn retrata su masoquismo, su papel de víctima, y Bellmer ejerce sobre ella su sádica
creatividad. Hans Bellmer, postrado en una silla de ruedas, será testigo del suicidio de Unica, de su
venganza, quizá. Y será desde el piso en el que él vivía desde el cual ella se arroje al vacío.
Se casó y tuvo dos hijos que perdió al romper su matrimonio. Estuvo enamorada de Hcuri
Michaux, quien la visitaba con Bellmer cuando, tras una crisis, terminaba internada en un
psiquiátrico. Se relacionó con el grupo surrealista formado por Mari Rav, Marcel Duchamp o Max
Ernst. Dibujó animales fantásticos, pesadillas. La luz de su lámpara siempre fue diferente.

La primavera de Unica Zürn es sombría. Ella parece vivir bajo la luz de un eclipse que le conducirá a
la muerte. Y, mientras tanto, observa la vida, a veces como si fuera un hecho totalmente ajeno a
ella, infinitamente lejano. La otra vida. Esa que casi todos los días llamamos la nuestra.

En este libro de profunda carga autobiográfica la infancia se convierte en un laboratorio en el que


se ensaya la potencialidad dela vida. Y la vida es siempre insuficiente para explicar la vida.

Podría decirse que todos los creadores lo son gracias a una suerte de locura que les permite
agrandar los límites de la vida cotidiana.

Es posible sonar, es posible que el sueño pase a formar parte de la vigilia; no todos tienen la
capacidad de pasar a la acción, de encarnar la materia del sueño.

La mayoría de los mundos literarios, lo son de ida y vuelta: entras y sales de ellos. Hay, sin
embargo, constructores de mundos que, raptados por otras voces interiores, no regresan más (las
voces del sueño, que termina en pesadilla, se convierten en las coordenadas de una nueva
geografía).

Unica Zürn, se atreverá a convertir su enfermedad, la crónica de su crisis mental, en materia


literaria.

En su impresionante libro El hombre jazmín asistiremos al diario de una crisis y viviremos el viaje
que va del vértigo del vuelo a la caída. De la felicidad máxima a la desolación.

Al final de su vida, Unica Zürn se preguntaba si, su pasión por lo extraordinario era la razón por la
cual recaía una y otra vez en su enfermedad, si las crisis no eran una válvula de escape contra el
tedio.

En Primavera Sombría relata cómo, de niña, se enamora por primera vez. Su enamorado, dos años
mayor que ella, le escribe una larguísima carta de cuatro palabras, que «tarda horas en leer». El
intercambio de palabras, el aumento de la tensión parece conducir, inevitablemente, al beso.
«Todas las niñas esperan eso», escribe Unica. «Ella no. Si él le diera un beso, se habría acabado el
juego. Ella desea vivir siempre en la espera.»

El beso simboliza para Unica un sello, la conclusión de su deseo, y ella no quiere que termine
jamás. Unica Zürn vivió y escribió siempre en el límite de los acontecimientos, alargándolos,
dotándolos de múltiples significados, contagiándolos de eternidad. Resucitar el deseo una y otra
vez fue su forma de vivir.

Menchu Gutiérrez.
PRIMAVERA SOMBRIA

Su padre es el primer hombre que conoce ella: una voz grave, unas cejas pobladas, bellamente
arqueadas sobre unos ojos negros y risueños. Una barba que la pincha cuando él le da un beso.
Olor a humo de cigarrillos, cuero yagua de colonia. Sus botas crujen, su voz es fosca y cálida. Sus
caricias son arrebatadas y festivas. Él se divierte con la muñequita de la cuna. Ella le quiere nada
más verlo. Al nacer ella, él vuelve de la guerra. La primera impresión que ella recibe de él es
profunda e inolvidable. Ella lo prefiere a las mujeres que habitualmente están a su lado. [Aquel
olor suyo, aquellas manos fuertes y largas, aquella voz profunda!

Pero en seguida, según va creciendo, ella advierte con dolorosa sorpresa que él casi no para en
casa. Le echa de menos. Su ausencia le hace conocer la nostalgia.

Cuando él regresa, tras una larga ausencia, le besa la mano como a una señora. Ella se siente
fuertemente atraída. Él deja la casa una y otra vez, nervioso, y regresa al cabo de varios meses,
bronceado y tranquilo.

Ella no sabe qué hace él duran te aquel tiempo. Ella experimenta la atracción que ejercen los
ausentes misteriosos. Es su primera lección. Él lleva a casa a sus amigos, que la llaman «princesa»,
la lanzan al aire y ella, con la tranquilidad que le produce todo lo que viene del hombre, se siente
salvada en el último instante antes de la terrible caída. A sus ojos, el hombre es un gran mago, un
ser que todo lo puede, incluso lo más increíble. A los dos años, ella oye su primera canción. La
guerra toca a su fin. La llevan por la calle en su cochecito y pasa junto a una terraza llena de
soldados de gris, con sus armas.

Los hombres cantan una vieja canción de soldados que, en el día gris y lluvioso, suena muy triste y
trágica: Diez mil hombres se van de maniobras, tatarachún, tachún, se van de maniobras, ta-ta-ra-
chún...

La criada suelta el cochecito, se sienta en el murete del jardín y se echa a llorar. Entonces la niña
empieza a llamar a gritos a su padre, como si él estuviera a punto de morir. La pequeña tiene un
horrible presentimiento.

Pero la guerra termina y el padre regresa. Está muy serio y muy delgado, y se ha sentado a su
escritorio. Es una mesa enorme, llena de papeles. Una lámpara con pantalla verde ilumina su cara,
hermosa y triste. Parece estar enfermo. Ella no sabe que estuvo a punto de morir de tifus cuando
ella le llamaba con aquella angustia.

Ella se sienta debajo del escritorio, en la oscuridad., v, le acaricia los relucientes zapatos. Le
observa cómo observa a todos los de la casa. Así pues, hay hombres y hay mujeres. Sus
ocupaciones son diferentes. En su cuarto, cuando tiene que dormir, mira la cruz que forman los
listones de la ventana. La cruz le hace pensar en la división de las personas en hombres y mujeres:
la línea vertical es el hombre; la horizontal, la mujer. El punto en el que ambas líneas se cruzan
supone un misterio. (Ella no sabe nada del amor.) Los hombres llevan pantalones; las mujeres,
faldas. Lo que se esconde debajo de los pantalones lo sabe ella porque ha visto a su hermano. Lo
que le ve entre las piernas cuando él se desnuda le recuerda una llave, y ella, en su vientre, lleva la
cerradura. Al igual que todos los niños, ella descubre la diferencia entre los sexos. A solas, sin ser
vista, busca estampas en la biblioteca de su padre. Halla el diccionario y ve en él unas figuras que
se parecen a su hermano ya ella misma.

Entonces empieza un largo período dominado por la idea del cuerpo masculino. Es una auténtica
fascinación. Su padre, al que ella observa con curiosidad mientras se viste, intuye su intención de
descubrir lo prohibido y hurta el sexo a su mirada, como si se avergonzara. Pero ella está animada
de una curiosidad malsana. Una larga mañana de domingo, la niña sube a la cama de su madre, y
se asusta de aquel cuerpo enorme que ha perdido toda su belleza. La insatisfecha mujer se lanza
sobre la niña con una boca húmeda y una lengua temblorosa y larga como aquella cosa que su
hermano esconde dentro del pantalón. Ella salta de la cama, despavorida e indignada. Nace en ella
una aversión viva e irreductible hacia la madre y la mujer. Ella no sabe que el matrimonio de sus
padres es un fracaso, pero lo sospecha cuando el padre lleva a casa a una señora desconocida,
muy guapa y elegante, que le regala una enorme y preciosa muñeca. Ella, resentida y desesperada
por la triste situación de su casa, con un cuchillo saca los ojos a la muñeca, le abre la barriga y
rasga su bonito vestido. De los mayores, nadie se digna decir ni una palabra acerca de esta
destrucción. Ella ve a su padre pendiente de la señora guapa, ajeno a la presencia de la niña. Ella
sien te que la invade una soledad espantosa y empieza a odiar el mundo de los mayores. Aparece
el marido de la señora guapa -un escandinavo gordo y rubio platino-, y la madre se dedica a él
como si fuera lo más natural. Viven ahora en la casa dos parejas que no disimulan sus relaciones.
Para quitar de en medio a la niña., la madre la manda a la cama después de comer. Imposible
dormir en la habitación oscurecida. Ella piensa dónde puede encontrar su propio complemento. Se
lleva a la cama todos los objetos duros y alargados que encuentra en su cuarto y se los introduce
entre las piernas: unas tijeras frías y relucientes, una regla, un peine y el mango de un cepillo.
Mirando la cruz de la ventana, busca su propio complemento masculino. Se monta en la fría
barandilla de metal de su cama blanca. Se quita la cadena de oro que lleva al cuello y la pasa por
entre las piernas. Se palpa frenéticamente hasta hacerse daño. Se levanta sigilosamente y se
desliza, desnuda, por la barandilla de la escalera. Tiene su primer orgasmo mientras duerme y
adquiere la facultad de provocárselo a voluntad.

Al despertar una mañana, recuerda que durante la noche le ha sucedido algo estremecedor. Pero,
de tanto jugar con su cuerpo, está agotada y el corazón le late con tanta fuerza que casi no puede
respirar. Está pálida y tiene ojeras. A su padre le gusta su fragilidad y la llama «figurita de marfil».
Hasta los doce años, ella lo prefiere a todos los hombres. La señora guapa se ha ido. Su penetrante
perfume permanece en las habitaciones de la casa durante mucho tiempo. Su madre ha
encontrado un nuevo amante que siempre está llevando regalos a la niña. Su padre viaja por
Oriente Medio. Le manda postales de mujeres cubiertas con velos. La casa está silenciosa. Nadie
se preocupa de ella. Luego aparece en la casa un personaje nuevo y extraño, una criadita joven,
una tal Frieda Splitter. La niña no se separaría de ella. Sigue a Frieda por toda la casa mientras la
criada trabaja. Después del almuerzo, Frieda se va a su habitación, se echa en la cama y lee un
grueso libro que se titula: El castillo de StolzenbeJg. En la sobrecubierta hay un dibujo de colores
vivos, de la hermosa condesa a caballo, de caza. Lleva un sombrero con una pluma verde. Sobre su
hombro descansa un halcón. Su amante está escondido entre la maleza. Frieda se ha quitado el
vestido. Lleva una combinación violeta con puntillas blancas. Tiene los labios pintados y sus
cabellos caen en negros bucles sobre sus blancos hombros. Huele a perfume de lilas. Tiene las
uñas largas y rojas. Los tacones de sus zapatos son altos y muy delgados. Frieda fuma y come
bombones mientras lee. Parece una gran señora. La niña se tiende encima de Frieda y pone sus
labios sobre los de la muchacha para atrapar el humo del cigarrillo. Frieda la deja hacer: que la
acaricie, que la bese, que la tire del pelo y que le haga cosquillas en las plantas de los pies. Frieda
tiene dieciocho años y quiere ser artista de cine. Los domingos por la tarde va al baile. La niña
observa cómo se desnuda, cambia su ropa interior por la negra, se empolva y perfuma las axilas,
las orejas y el interior de las bragas. Frieda no se recata ante la niña que, sentada en la cama, sigue
devotamente todos sus movimientos. Frieda se convierte en centro de todas las maravillas. La
cómoda de Frieda está llena de ropa interior de seda y encaje. Frieda colecciona cajas de jabón de
vivos colores. Los cajones de la cómoda de Frieda huelen como una perfumería, lleva ligas con
rosas bordadas en seda. y, con lo bonita que es, trabaja como una loca en aquella casa enorme, de
grandes habitaciones. El trabajo es duro. Frieda no es muy fuerte y por las noches cae en la cama
como muerta. Lástima que tenga un amigo repugnante: un tipo mayor, barrigón, calvo, con coche.
Viene a buscarla todos los domingos por la tarde.

A la niña le gustaría que Frieda se casara con un príncipe joven y guapo, que la llevara a vivir al
castillo de Stolzenberg. La madre no puede seguir soportando en la casa a aquella muchacha joven
y delgada.

La madre está celosa porque la niña sólo habla de Frieda Splitter, y la despide con el pretexto de
que no trabaja lo suficiente. La niña está desconsolada. La sucesora de Frieda es fea y jorobada. Se
terminaron los buenos ratos pasados en la habitación de Frieda. Ya no huele a perfume. La niña
descubre un pendiente olvidado por Frieda y lo guarda junto a sus tesoros.

En el colegio ha encontrado dos amigos de su edad. Su preferido es uno que tiene cara de chino.
Es callado como ella. Su carita amarilla es como una máscara impenetrable. Sus ojos negros,
pequeños y rasgados, dan a su cara una expresión apasionada. Es tímido y está muy enamorado
de ella. Cuando lo conoce, ella tiene diez arios. Él lleva la gorra de terciopelo verde del colegio.
Tiene un amigo, que lo sigue a todas partes en bicicleta, muy alegre, que la hace reír con sus
payasadas. Sabe hacer unas muecas muy difíciles. A veces, a ella, de tan to reír, le da dolor de
barriga. Esta pareja tan dispar va a verla casi todas las tardes. Poco a poco, ella se consuela de la
marcha de Frieda Splitter. Pasan muchas horas los tres en el porche cubierto de yedra. Franz, el
que hace el payaso, y Eckbert, el callado. Muchas veces, los tres niños gozan de la ingravidez de
sus cuerpos y, temerarios, se arrojan desde lo alto de la tapia para aterrizar sobre las manos y los
pies, ágiles como gatos. Bailan y giran más y más aprisa hasta caer al suelo mareados. Juegan a los
bandidos y la princesa. La princesa se esconde entre los arbustos para huir de los bandidos.
Cuando la hacen prisionera, los bandidos se convierten en indios que atan a su víctima al poste del
martirio y le disparan flechas. El juego se hace peligroso, y eso es lo que a ella le gusta. Le vendan
los ojos. Encienden fuego, tan cerca que su vestido empieza a arder. Le tiran del pelo. La pellizcan
y la golpean. Ella no deja oír ni una queja. Sufre en silencio, perdida en ensueños masoquistas en
los que no caben pensamientos de venganza ni desquite. El dolor y el sufrimiento le causan placer.
Ella tira de sus ligaduras y siente con gusto cómo se le clavan en la carne. Se burlan de ella, la
ridiculizan, la insultan. Pero ella imita la impasibilidad de Eckbert y, al fin, cuando la sueltan, es una
heroína invencible. Fuman la pipa de la paz en tres cáscaras de castaña, en las que echan hojas
secas trituradas y clavan una fina calla. Aquello les hace toser y llorar.

El tiempo hasta la hora de la cena pasa volando. Ella se sienta a la mesa redonda, con su madre y
su hermano, y mira tristemente el sitio vacío de su padre. Entonces la invade toda la tristeza de
sus diez años: Frieda se ha marchado. Su padre se ha marchado. Ella odia a su madre, y su
hermano es un extraño para ella. Después de la cena, se sienta en el suelo, en un rincón de la
habitación, y mira por centésima vez las ilustraciones de Veinte mil leguas de viaje submarino de
Jules Verne. Está enamorada del rostro moreno y melancólico del capitán Nemo y experimenta un
miedo delicioso de los pulpos gigantes que penetran en el submarino, el Nautilus, a los que los
hombres cortan los tentáculos que se retuercen. El capitán Nemo es uno de sus héroes, los
personajes sin los que no podría vivir. Para ella es más próximo y comprensible que las personas
que la rodean. A las nueve, la mandan a la cama y todas las noches, temblando de miedo, recorre
el largo caminó, por grandes salas, la escalera y el oscuro corredor, hasta su habitación.

Todas las noches, siente terror al oír crujir los huesos del gran gorila que, cree ella, hace su ronda
por la casa. El gorila que viene a estrangulada. Todas las noches, ella mira al pasar el gran cuadro
de Rubens: El rapto de las sabinas. Las dos mujeres, desnudas y gruesas, le recuerdan a su madre y
le dan asco. Los dos raptores, morenos y apuestos, que las suben a sus briosos caballos, le inspiran
admiración, y ella les pide que la protejan del gorila. La niña reza a toda una serie de héroes
pintados que la miran desde viejos y oscuros cuadros. Uno le recuerda a Douglas Fairbanks al que
ha visto de pirata y de ladrón de Bagdad en el cine de la escuela. Siente ser niña. Le gustaría ser un
hombre, un hombre ya mayor, con barba negra y ojos oscuros y llameantes. Pero es una niña que
suda de miedo porque cree que debajo de la cama hay un gorila. El miedo a lo invisible la
atormenta.

¿Quién sabe si por la noche el esqueleto del gorila no trepará por la yedra que crece junto a su
ventana y entrará en su cuarto? Sus huesos duros y puntiagudos la triturarán en la cama. El miedo
adquiere proporciones de catástrofe cuando, al correr, tropieza con los sables colgados de la
pared que caen con estrépito en la oscuridad. Entra en su cuarto atropelladamente y cierra la
puerta. Corre el pestillo. Por esta vez, ha escapado con vida. ¿Quién sabe lo que ocurrirá mañana
por la noche?

Después de desnudarse y meterse en la cama, con toda la fuerza de su imaginación convoca a su


habitación vacía a una numerosa guardia nocturna, que forma alrededor de su cama, en silencio y
actitud protectora. Allí están todos sus héroes: los dos raptores de las sabinas, el árabe forzudo y
huraño que pintó su tío Falada, Douglas Fairbanks con la espada desnuda y las pistolas al cinto, y el
capitán Nemo, que interpreta al órgano una música vibrante y alentadora. Ella ve claramente
aquel oscuro círculo de guardianes reunidos en su habitación y sabe que a ellos les deberá llegar
viva al día siguiente.

Aquella tarde viene a verla su amiga Elisa Urquiza, una orgullosa española, y las dos interpretan la
horripilante y dolorosa historia del «hijo perdido», tragedia inventada por ella. Se ponen unos
trajes árabes de seda que su padre ha traído de Oriente, adornados con pasamanería dorada. Han
dejado la habitación a oscuras. Es de noche y están en el desierto. Son una pareja real: padre y
madre que, con largos y desgarradores gemidos, lloran al hijo perdido. Las niñas han inventado un
lenguaje doliente, a base de alaridos, capaz de expresar todo el dolor del mundo y que nadie
entiende más que ellas. Es un lenguaje sólo de vocales. Cuando se sienten ya casi extenuadas,
abren los postigos y contemplan el sol, aturdidas. Es de día. Han pasado toda la noche llorando al
hijo perdido. Entonces empiezan a pelearse: las dos quieren ser el hijo perdido que, muy lejos de
allí, yace bañado en sangre en un lóbrego bosque en el que le atacaron los bandidos. Elisa vierte
un frasco de tinta roja sobre el traje árabe y se ata a la cabeza un pañuelo manchado de rojo. Es la
más rápida de las dos. Se tumba en el suelo, extiende brazos y piernas y cierra los ojos jadeantes.
El hijo perdido está agonizando. Ella mira a Elisa con envidia y piensa que ella lo haría mucho
mejor. Cuando Elisa se cansa de revolcarse por el suelo y gemir, le toca actuar a ella. Ella
interpreta al padre que encuentra a su hijo, le limpia la sangre y le venda las heridas.

El hijo despierta a la vida, después de tragar una amarga medicina, y es coronado rey una vez que
el viejo rey se tira al suelo y se muere. Lo mejor y lo más emocionante de la obra era el lenguaje de
los gemidos. En la habitación a oscuras, ellas perdían sus inhibiciones. Luego, salen al jardín y
representan Uncas, el último mohicano, al que Magua clava su largo cuchillo en el corazón. Y luego
su padre, Chingachgook, entona su largo lamento fúnebre. Declaman páginas enteras de El
cazador de gamos de Cooper, que se saben de memoria. En todos sus juegos dominan el horror y
el peligro. Ellas se entregan sin reservas al drama. La vida monótona y protegida de la familia
resulta aburrida, y todo está permitido con tal de mantener la emoción. La vida, sin la desgracia, es
insoportable.

Una tarde de aquel julio caluroso y pesado, con la electrizante amenaza de una tormenta en el
aire, su hermano entra sigilosamente .en su cuarto y la echa sobre la cama. Con la cara impasible y
un silencio alarmante, él se desabrocha el pantalón y le enseña aquel objeto que tiene entre las
piernas y que ya es muy largo. Ella siente curiosidad y miedo. Sabe lo que va a hacerle, pero le
desprecia porque no es más que un estúpido de dieciséis arios. Ella se resiste con furia, pero él es
más fuerte. Ella le desprecia porque no es más que un chiquillo Él se le echa encima, hunde su
«cuchillo» (así lo llama ella) en su «herida» y, respirando con fuerza, aplasta el pequeño cuerpo de
la niña.

Él se mueve rápidamente arriba y abajo. Ella siente un dolor punzante y nada más. Está
avergonzada y defraudada. Su entrega al círculo de héroes que rodean su cama por la noche es lo
bastante excitante y placentera como para permitirle renunciar a esta triste realidad que le depara
su hermano. Después de un tiempo que a ella le parece muy largo, él se levanta de la cama y sale
de la habitación sin decir nada. Al poco rato, vuelve a entrar. Trae la cara colorada y una expresión
de rabia: «Si se lo cuentas a mamá, te mato de una paliza». Ella le mira en silencio y con desprecio.
Se siente ultrajada y furiosa.

Aquello convierte a los dos hermanos en enemigos mortales.

A ella le gustaría matar a su hermano. Él consiguió lo que quería porque era más fuerte. Ella le
desea todos los males. Sueña que le tortura hasta la muerte.

A veces, cuando Franz viene de visita, la hace reír tanto que ella se orina en las bragas. El perro,
atraído por el olor, le mete la cabeza entre las piernas. Esto le da una idea. Baja al sótano, entra en
la perrera y se tiende en el frío suelo de cemento con las piernas abiertas. El frío aumenta el
placer, mientras el perro empieza a lamerle entre las piernas. Ella, extática, ofrece su vientre a la
lengua paciente del animal.
Le duele la espalda -está duro el suelo-, pero a ella le gusta experimentar dolor con el placer. La
emoción es grande, y la posibilidad de que en cualquier momento entre alguien y la sorprenda
hace que sea mayor. Oye a la secretaria de su padre que escribe a máquina en la habitación de al
lado. Mientras ella, durante horas, se entrega a la lengua del perro, arriba, su hermano ha hecho
un nuevo descubrimiento. Sentado delante del tocador de su madre se frota con el aparatito
eléctrico de dar masaje. Es un aparato que, al contacto con el cuerpo, produce vibraciones y él lo
introduce por la abertura del pantalón. Cuando ella sube del sótano, débil y un poco mareada, ve
eyacular a su hermano con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados. El cielo se ha
oscurecido. Amenaza tormenta. La atmósfera está cargada. Los mayores no se preocupan de los
niños que sólo piensan en experimentar una vez más aquella sensación indescriptible.

Dos amigos de su hermano se esconden en una tubería larga y oscura de una obra de la calle y se
masturban durante la tormenta. Ella entra en la biblioteca de su padre y se sume en la
contemplación de los grabados obscenos de la Historia de las costumbres de Fuchs. Al mismo
tiempo, le parece mal que su padre posea semejantes libros. Ella quisiera a su padre noble como
un Dios. Se esconde en un rincón, detrás de la butaca de piel, y se masturba mientras mira los
grabados. No puede pensar en otra cosa. Pero la voluptuosidad experimentada con tanta
frecuencia deja un vacío deprimente. Ella busca un auténtico complemento y no lo encuentra.
Todo es mentira. Todos los niños de su edad hacen experimentos parecidos. Las niñas que ella
conoce se introducen lápices, zanahorias y velas entre las piernas, se frotan con los ángulos de las
mesas y se revuelven, inquietas, en las sillas.

Y todas, aun tan jóvenes, intuyen que el remedio para su precoz desasosiego sólo puede llegarles
del hombre. Pero ninguna conoce a un hombre que quiera tomada en sus brazos. Aún son muy
pequeñas. Entre sí no disimulan. Hablan sin recato de lo que ocurre con sus cuerpos. Descubren,
desengañadas, que las amigas no saben más que ellas. Mientras giran en círculo, desvalidas,
suenan con el porvenir. Ella sueña con la acometida de un hombre moreno. Ella desea con todas
sus fuerzas a un hombre violento y brutal. Por las noches, en su cuarto, ella imagina una sala negra
que refulge a la luz de las antorchas. El negro, el tono más inquietante que ella conoce, domina la
escena. Ella se encuentra tendida sobre un bloque de mármol negro y frío, de cantos vivos. Su
raptor la ha atado. Está desnuda. Tiembla de frío y de emoción. El lúgubre resplandor de las
antorchas se refleja en las negras paredes de mármol. Los cantos del lecho de tortura se le clavan
en la espalda. El círculo de hombres vestidos de negro se cierra en torno a ella. Unos ojos febriles
la miran por los orificios de tétricas máscaras. Muchos de ellos llevan relucientes cascos. Cuando
se quitan las máscaras, ella ve los rostros feroces de árabes, chinos, negros e indios. Ella prefiere a
los hombres-, de color. Ninguno se parece a alguien que ella conozca. Permanece muda y casi
inmóvil. Les tiene miedo. El miedo es muy importante para ella. Ella ama el miedo y el horror. Se
siente muy honrada de ser centro de atención de estos hombres. Todos están armados. Han
venido a matarla. Esto es para ella un gran honor. Son reyes, son príncipes. Suena una estridente
música de órgano. Es una música que retumba, desgarradora. El que toca es el capitán Nemo. Ella
tira de sus ligaduras para que se le claven en la carne. Es tan viva su imaginación que le parece
experimentar el dolor. No siempre imagina la escena hasta la muerte, que llega tras mil lentas
puñaladas. Está prohibido gritar o mover la cara. Un cuchillo se hunde lentamente en su «herida»
y se convierte en la lengua cálida y móvil del perro. Mientras ella experimenta el orgasmo, un indio
la degüella lentame!1te. Sólo puede imaginar estas escenas a solas y a oscuras. Nadie va a salvarla.
Y cada noche ella sufre la muerte.

Durante el día tiene que ir a la escuela. Hay un profesor del que está enamorada y que la prefiere a
todas las niñas de la clase por ser la que hace las mejores redacciones.

Las demás le tienen envidia.

Con voz bien timbrada, el profesor les lee poesías líricas o dramáticas. Corre el rumor de que antes
de dedicarse a la enseñanza era actor. Tiene el cabello rubio tirando a gris, nariz de gancho y ojos
verdes, de gato. Viste con elegancia y habla de una forma muy peculiar, arrastrando las sílabas y
recalcando la erre. Ello le da cierto deje extranjero, y todo lo exótico entusiasma a las niñas, Ella, al
igual que muchas de sus compañeras, está enamorada de él. A veces, él sorprende las miradas
tiernas que ella le lanza sin disimular. Está casado. Su esposa había sido alumna suya, A mediodía
le espera a la puerta de la escuela. Con el tiempo, se le abulta el vientre de un modo horrible. Las
niñas saben que está embarazada y no pueden apartar los ojos del pantalón del profesor. Las
fascina el hecho de que su adorado profesor, que hasta entonces se contaba entre los seres
elegidos y superiores se haya acostado con su mujer y le haya hecho un hijo, lo mismo que sus
propios padres. Ellas se lo toman a mal. De la noche a la mañna, él deja de ser un dios para
convertirse en un simple mortal. Ellas le reprochan que sea como los demás hombres. En sus
conversaciones, le derriban del trono en el que lo habían sentado y lo arrastran por el fango. Le
insultan y dicen de él obscenidades. Cuando les pregunta la lección, le contestan disparates en
tono burlón y descarado. Es como si en la clase hubiera caído una maldición. El aire está
enrarecido. Se ha roto el encanto. Él se enfurece, pero al mismo tiempo se siente halagado porque
sospecha la causa de aquel cambio. Les pone deberes de castigo y les hace quedarse después de la
clase. Ya no les lee poesías sino que repasa con ellas la odiosa gramática. Se siente avergonzado y
dolido por la «impureza», como la llama él, de los pensamientos infantiles.

¡Cómo se apaciguan las niñas el día en que la esposa del profesor aparece a la puerta del colegio
otra vez delgada y bonita! Empuja un cochecito de niños, Todas quieren acariciar al pequeño. Les
parece que aquel nuevo ser las libera de los complicados problemas de las personas mayores, que
aún no son los suyos pero que ya se insinúan de vez en cuando. Poco a poco, él recupera todo su
prestigio a los ojos de sus alumnas. Todo va bien.

Pero la tranquilidad no dura mucho. Un mediodía de verano, cuando ella y su amiga regresan de la
escuela -las calles están desiertas a esta hora-, se encuentran al hombre de la bicicleta. Un trozo
de carne, horrible y asqueroso, asoma de su pantalón. Es una cosa reluciente y horripilante que
parece señalarlas. Él las llama, animándolas a tocar aquel objeto monstruoso que a ellas les parece
que mide por lo menos medio metro. Ellas, despavoridas, se cogen de la mano y echan a correr
con todas sus fuerzas hacia casa. Pero entonces experimentan la angustiosa impresión de los
sueños, de que no se mueven del sitio como si se les pegaran los pies al suelo. Convencidas de que
aquel trozo de carne crece y crece y las persigue, se precipitan en la casa y cierran
atropelladamente la puerta. Entran corriendo en el despacho del padre que, en tono pausado,
está dictando una carta a su secretaria. Torpemente, ellas le cuentan lo ocurrido. El padre
pregunta si no sería que el hombre, sencillamente, quería hacer pipí en la calle. Pero cuando ellas
dicen que el de la bicicleta les ha pedido que tocaran aquello, él llama a la policía. La policía quiere
saber qué aspecto tenía el hombre. Las niñas no se acuerdan de nada más que del objeto que
tenía entre las piernas.

Arriba, en su habitación, ella se asoma a la ventana y mira afuera. El hombre ha desaparecido, la


calle está desierta. La amiga, envalentonada por la seguridad de sentirse en casa, dice: «Si
estuviera ahí fuera, ahora mismo bajaría y lo tocaría». A las dos les entra una risa histérica y
persistente. Su excitada fantasía les sugiere las situaciones más increíbles que podrían darse si el
hombre de la bicicleta estuviera allí, en la calle. Ahora, disipado ya el primer susto, ellas le
seguirían el juego, pero él no sospecha la oportunidad que ha perdido. Está buscando nuevas
víctimas a las que asustar y escandalizar, porque eso es lo que a él le gusta. «Quizá, si llegamos a
hacer lo que nos pedía, luego nos mata y nos entierra en el Grunewald», dice ella, pensativa. «Me
gustaría que estuviera ahí fuera», dice la amiga una vez más. «Yo saldría y lo tocaría.»

«La culpa no es del asesino sino de la víctima. » (Esta frase fue pronunciada por un célebre
abogado berlinés durante un proceso por atentado contra la moral que tuvo gran resonancia en
los años veinte.)

El ser humano está rodeado de peligros. Esto lo saben las dos. Pero estos peligros tienen para ellas
un encanto perverso. Una especie de liberación de la rutina diaria, del tedio que induce al bostezo.
Por la tarde, cuando va de compras con la criada, se cruzan con mi hombre que les grita una
palabra obscena. Una palabra que las niñas sólo pronuncian en susurros y que significa la unión
entre el hombre y la mujer, Ella hace como si no hubiera comprendido y, para mortificar a la
criada, le pide que se la repita. La criada se sonroja y calla. De pronto, el mundo está lleno de
palabras como ésta. Parece como si no existieran otras. Los pensamientos de todos parecen girar
inexorablemente en torno al sexo. Aparentemente, ya no hay secretos para ella. Desde lo ocurrido
con su hermano, lo sabe todo. Tiene diez años. Se siente vacía y triste. Le molesta que su padre
posea libros obscenos. ¡Su padre! El hombre que, por su encanto, es como un dios. La decepción
es tan grande como la que le deparó su adorado profesor. Y de su madre sólo espera lo peor. Se ha
desenmascarado muy pronto. No es una mujer a la que se pueda respetar. Es egoísta. Sólo piensa
en su tranquilidad y su comodidad. Antes de entrar en su habitación, tienes que llamar a la puerta
durante mucho rato, y no es seguro que te deje entrar, ¿Qué hace todo el día allí metida? En la
casa no mueve ni un solo dedo, para no ensuciar sus manos pequeñas y cuidadas. Nunca sale al
jardín. Nunca juega con sus hijos. Pero recibe muchas visitas, muchas visitas. Es elegante pero
gorda. Se comporta como una mujer de mundo. Tiene una risa cristalina y fría. Se hace teñir el
pelo tan a menudo que ya no se sabe de qué color lo tiene en realidad. Combate
desesperadamente la grasa y la pesadez de su cuerpo deforme. «Mi madre tiene tres maridos»,
dice ella a todo el que quiere oída. Realmente, hay dos hombres que la visitan más a menudo que
su marido.

A veces, cuando se siente muy sola, llama a la puerta de la habitación de su madre, pero sólo muy
de tarde en tarde se la deja entrar. Su madre está sentada delante de su secreter, escribiendo en
su Diario. Todos los oías anota algo. En la mesa hay más de veinte de aquellos cuadernos llenos,
¿qué habrá escrito en ellos? A veces, cuando la soledad aprieta, ella se abraza a su madre, pero la
madre la aparta de sí como si fuera un objeto y le hace arrancarle las canas con una pinza. Es un
trabajo muy aburrido, y si ella lo hace es porque su madre le da cinco pfennings por cada cana que
le arranca.
Ella vive en guerra con su hermano. Le coacciona: «Si no me prestas la bicicleta, le cuento a mamá
lo que me hiciste». La bicicleta es nueva y muy bonita, y su hermano está muy orgulloso de ella.
Pero ¿qué puede hacer él? Se la presta para una hora. Ella la lanza a toda velocidad contra un
camión. Tiene que pagar la reparación con el dinero de su asignación. Todo sale mal. Los días son
insoportables, llenos de pequeños sinsabores. Y el sol luce estúpidamente en un cielo siempre
azul. Para poder soportar la vida, no tiene más remedio que refugiarse con todo su afán en la
fantasía. Buscando un desahogo en la pelea, dice a su hermano: «Si no me devuelves el dinero de
la reparación de la bicicleta, le digo a mamá lo que hacías con el aparato de masaje». El hermano
le da una bofetada. Ella le araña y le muerde. Él es más fuerte. Sollozando de rabia, ella se echa en
la cama, vuelve él levantarse de un salto y corre el pestillo de la puerta. No volverá a salir de la
habitación. Nunca más volverá a comer, y morirá de hambre y de pena.

En el colegio, una niña le dice que está enamorada de un hombre que usa monóculo. Esto la
molesta y le hace sentir celos. Dice a su compañera que ella está enamorada de un conde que vive
en su misma calle y tiene dientes de oro.

Las niñas presumen de sus imaginarias aventuras con los hombres. Lydia Gille, su compañera de
banco, le dice que tiene un tío que juega con ella a los médicos. Él le explica, por ejemplo, que está
enferma del bajo vientre y que tiene que operaria. Él la desnuda y la mete en la bañera. Empuña la
ducha de mano, abre el grifo del agua caliente y le ducha la «herida». Cada vez que Lydia lo
cuenta, mete la mano en las bragas)' la mueve con rapidez. No le da miedo que la vean las demás.
Masturbarse en público parece aumentar el placer.

Bruscamente, sin saber cómo, ella se enamora perdidamente de Eckberl. Su cara impasible de
chino, sus silencios, le dan, a sus ojos, un aire de misterio. Es el chico más interesante de todos los
que conoce.

Los dos suben al desván, cierran la pesada puerta de hierro y guardan silencio, cohibidos. Los dos
piensan en lo mismo, en un beso. Eckbert tiene dos años más que ella.

Ninguno de los dos ha recibido nunca un beso de verdad. Eckbert ha oído decir que hay que abrir
la boca y hacer algo con la lengua. ¡Qué difícil! Él no se cree capaz de eso. Él es muy serio. Toma
papel y lápiz y le escribe su primera carta de amor:

«Te quiero. Eternamente tuyo, Eckbert.» A él esta carta le parece larguísima y atrevida. Cuando
piensa en todas las cosas indecibles que le gustaría escribirle y que ella tiene que sospechar, si es
que también le quiere, ésta es una carta que uno tarda horas en leer. Él no se atreve a dársela en
propia mano. Ella se sienta en el caballo de balancín y hace como si se hubiera olvidado de él. Con
una mi rada de soslayo, le ve trepar a la escalera de hierro y dejar la carta prendida en la lumbrera.
El baja y, sin mirarla, entra en una pequeña habitación y se pone a revolver en un cajón. Ella,
agradecida por su discreción, trepa a la escalera y recoge la carta. Han inventado un lenguaje
secreto que nadie más que ellos entiende. Cuidado, mucho cuidado, nunca se sabe lo que puede
ocurrir. Sin duda tienen enemigos terribles que son una amenaza para su amor.

Ella escribe en el reverso del papel: «Yo te quiero más allá de la eternidad con un amor más
ardiente que el fuego».
Sube la escalera y deja la carta en el mismo sitio. Pasan horas escribiéndose cartas como éstas.
Poco a poco, ellos se hacen más atrevidos y las cartas, más largas. «Si estuvieras en peligro de
muerte, yo te salvaría aunque me costara la vida.»

«Eres la más hermosa del mundo. Mataré a quien diga lo contrario... » Entonces ella se tiende en
un rincón y cierra los ojos. Está temblando de expectación. Silencio... Turbación. Él no sabe qué
tiene que hacer. Le pone en la mano un rollito de papel. Ella oye alejarse sus pasos. Desenrolla el
papel y lee: «Yo sé con qué podría despertarte»

Ella da la vuelta a la hoja y escribe esta pregunta: «¿Con qué?». Ella ya sabe lo que él va a escribir.
Todas las niñas esperan eso. Ella no. Si él le diera un beso, se habría acabado el juego. Ella desea
vivir siempre en la espera. Con el beso terminaría todo. ¿Qué puede venir después? Al segundo
beso, todo se hace costumbre. Ella se pone de pie y se va sollozando. ¿Tan corto es el amor? ¿No
hay entonces nada más que besos y abrazos? ¿Y luego aquello que le hizo su hermano? ¿Eso es
todo realmente?

Él la ve alejarse desconsolado. No; no puede comprender a una muchacha como ella. Aquel
verano ella aprende a nadar. Son unos baños viejos, de madera, construidos sobre unos postes.
Baños Hallensee, se llaman.

Cuando cruzas la pasarela te parece que todo el establecimiento se balancea. Eso te da una
sensación de inseguridad. Los postes están cubiertos de musgo y algas. Se reflejan en el agua
turbia y verde. Cuando alquilas una cabina para desnudarte, te dan una chapa redonda, con una
cadenita que tienes que colgarte de la muñeca, Hay una piscina grande y poco honda para los
niños que no saben nadar. Una escalera baja hasta el agua. Dos monitores altos y tostados por el
sol dan la clase. Le atan a la espalda un gran tambor de hojalata y, además, la sujetan con un
gancho atado a una caria. El monitor empieza a contar rítmicamente y ella tiene que hacer los
movimientos al compás. Después de la clase, ella contempla, admirada, al profesor que se
zambulle desde el trampolín de diez metros. Vuela con los brazos extendidos, como un pájaro, y
entra en el agua con un movimiento suave y elegante. Después de nadar, ella se tiende en la
pasarela a tomar el sol. La maravillosa distensión que sigue al baño le deja el cuerpo blando y
relajado. Para ella, que tiene tendencia a agarrotarse, el baño es una experiencia insólita.

Está boca arriba, con los brazos extendidos, recibiendo el sol como una bendición. Le es tan grata
la caricia del sol que, por una vez, ni sola se siente. Toda la tristeza ha desaparecido y está
contenta de poder salir de casa unas horas. En los baños huele muy bien: a agua, a madera
secándose al sol, a humo de cigarrillo y al perfume de los aceites bronceadores. El agua golpea los
postes con un sonido rítmico y perezoso. La voz del monitor, que sigue contando los movimientos,
suena monótona, como un canto, sobre el lago. Los bañistas conversan en voz baja y soñolienta.
Ella se incorpora y empieza a observar a las personas mayores. ¡Observar! Fuente inagotable de
deleite para ella. Ve un grupo de niños que, silenciosamente, hacen corro en torno a unos
hombres con aspecto de extranjeros. De pronto, al ver al más alto de ellos, su corazón empieza a
latir con fuerza. Es idéntico a uno de los hombres morenos que por las noches aguardan en la sala
negra de las antorchas, para matarIa. Con un impulso poderoso e irrepetible, ella elige a aquel
hombre para que sea el depositario de un amor profundo y secreto.
Él no la ve, no la conoce. No sabe nada de la conmoción que ella ha sentido al verle. Por fin ella
tiene su primer gran secreto. Aquellos hombres hablan una lengua que los niños no entienden.
Esto aumenta más aún su aire de misterio. Con cuidado, procurando no llamar la atención, ella se
levanta y se une al corro de niños. Quiere estar cerca de él. De pronto, su cara resplandece de
emoción y de una alegría incontenible. Pero, al mismo tiempo, siente una profunda pena. Él es un
hombre. Es inalcanzable para ella.

Ella contempla su cuerpo hermoso, largo, bronceado, de extremidades finas, y su cara oscura y
melancólica. Él respira profunda y sosegadamente. Sobre su pecho descansa un amuleto de oro,
colgado de un cordón negro. Está echado sobre un albornoz a rayas azules y rojas que pone un
fondo exquisito y mágico a su figura. Tiene el pelo negro, brillante y ensortijado. Sus ojos son
enormes, con una expresión grave e intrépida. Sus tres amigos bromean con los niños. El calla,
pero los mira con expresión cariñosa. Parecen conjugarse en él todas las razas hermosas y nobles
de la tierra. Y ella se embebe en aquella cara. Está convencida de que nunca verá otra más
hermosa. Dos profundos pliegues dan a su boca un aire de melancolía. Por fin, ella sabe por qué
vive: para conocerle. En las horas de negra desesperación, se ha preguntado muchas veces por
qué está en este mundo. Reprocha a sus padres el haberla traído a él. Este mundo, que se le
aparecía hostil y adusto. Se siente tan estremecida de gozo que no le importaría morir ahora
mismo. Para ella no puede haber nada más fantástico y excitante que contemplar el rostro de este
desconocido. Por primera vez en su vida, quiere a alguien que no es su padre. Es el sentimiento
más sublime que ha experimentado en su vida. Está temblando y tiene lágrimas en los ojos. Esta
noche, en su habitación, llorará durante horas. Siente un nudo en la garganta que casi la ahoga. Sí,
sin duda se morirá de esta gran emoción. ¿Quién podría resistir el amor sin morir? Su mala suerte
ha hecho que conozca su primer amor siendo todavía una niña. No tiene experiencia y está
indefensa. Se siente como una paja él merced de un huracán. Le parece estar en el centro de un
torbellino. Nadie puede ayudarla. Nadie sospecha siquiera lo que le ocurre. Sí, ahora está segura,
ella vino al mundo porque tenía que conocer a este hombre. Y con este encuentro empieza un
profundo dolor. El amor le rebosa. Ella es aún muy pequeña para contener ese sentimiento. Es tan
grande y tan profundo... ¿Es que él no va a mirarla? Pero, mientras lo piensa, ella sabe ya que sería
incapaz de sostener su mirada. Está convencida de que, al sentir sobre ella sus ojos negros, ha de
empezar a arder. Aún está a salvo de esa primera mirada que ella anhela con todas sus fuerzas. Se
olvida de sus padres y dela casa en que vive. Olvida que ya es hora de regresar y ponerse a hacer
los deberes...

Aquella noche ella vuela como un fantasma alrededor de la casa y mira por su ventana. Los ojos de
él se posan en ella con una mirada larga, grave, serena. Entonces ella da una palmada junto a su
cara y se echa a llorar. Aunque en realidad él no se dignara dedicarle una sola mirada, ella puede
imaginar que la mira con aquellos ojos en los que brilla un amor profundo y estremecedor. Él
permanece inclinado sobre ella mientras ella duerme. Ella es la niña que a él le gustaría tener y no
tiene. Él está en la ventana y sonríe cuando ella despierta. Toda la habitación se llena de su
sonrisa. Delante del espejo, ella trata de parecerse a él. Sus movimientos son ligeros y gráciles.
Para complacerle, ella quisiera ser una hermosa sílfide. Se siente dueña de una riqueza inmensa.
Es una sensación casi insoportable. Después de tantos días de vacío y soledad, de repente vive en
la opulencia. Es una opulencia que crece y crece. Sólo cuando duerme, descansa de este frenesí.
Por las mañanas, al salir de casa para ir a la escuela, mira calle arriba y abajo, para ver si él viene y,
aunque no lo vea, sabe que la acompaña continuamente. Ella olvida que él ni siquiera sabe quién
es, pero está convencida de que conoce toda su vida. Ella cree en los milagros. Ël cruza todas las
puertas cerradas. Él conoce todos los objetos de la casa. Él sabe que ella ha intentado ya dibujar su
rostro. Él conoce el escondite y el dibujo, trazado con tanto afán, que hasta se le parece. Poco a
poco, sus otros héroes desaparecen. Ya no sueña con la sala de mármol negro en la que es
sacrificada. Ahora ya no quiere morir. Ahora no quiere sino pensar en él. Le molesta cumplir las
pocas obligaciones que se le exigen. En la escuela no puede concentrar la atención. Es una mala
alumna. Cada vez se sume más en sus ensueños. Cuando le dirigen la palabra, se asusta. Pero
Eckbert y Franz adivinan su se secreto. La han observado en los baños. Han visto cómo mira al
desconocido. Pero ellos no la atormentan con burlas ni bromas. Eckbert está triste. Ella hace como
si no le viera. No contesta sus cartas. Él se retrae. Ella va a los baños todas las tardes y, después de
la clase de natación, se sienta en la pasarela de madera a contemplar al desconocido cuando él
está distraído. Él fuma con los ojos cerrados. Una chica de la escuela se ha sentado a su lado. Tiene
unos pechos grandes y hermosos. Es una muchacha mayor que ella. Ahora siente el martirio de los
celos. La muchacha tiene experiencia en el arte de coquetear. Se ha sentado tan cerca del
desconocido que sus hombros se rozan al menor movimiento, como por casualidad. Sin mirar
siquiera a la muchacha, él se levanta y se zambulle en el agua. ¡Y cómo se alegra ella! Aquella
noche, en casa, dibuja su rostro una y otra vez. Esconde las hojas en el cajón del escritorio, lo
cierra y guarda la llave. Durante la cena, no pronuncia ni una palabra. Se acuesta temprano para
poder pensar en él. Trata de imaginar qué ocurrirá cuando hable con él por primera vez. ¿Es que
no va a hablarle nunca?

Un día de lluvia en que no puede ir a los barrios, trata de imaginar que no volverá a verle más. La
posibilidad de amar siempre y con la misma intensidad sólo la tiene el que ama sin esperanza. Ella
intuye algo de esta verdad. Es como la tableta de chocolate que tanto deseas y que nadie te
regala. No dejas de pensar en ella y llega a tener una importancia enorme. Es inalcanzable.

Vuelve a brillar el sol y ella despierta de su letargo. El sol es ahora lo más importante. Por las altas
ventanas del vestíbulo entran rayos de sol en los que bailan motas de polvo. Ella trata de
encaramarse hasta el cielo por aquella franja luminosa. A veces es muy infantil, a pesar de sus
doce años, Cree en los milagros. Y se cae de su rayo de sol y se da de bruces. Quizá otro día lo
consiga.

Se acercan las vacaciones, la época de libertad total. Ya no tiene que hacer deberes.

Su madre no se opone a que esté casi siempre fuera de casa. Su padre está de viaje. Apenas sabe
nada de él. Le echa mucho de menos, pero con él tampoco podría hablar de su amor secreto.

Desgraciadamente, aquel día su hermano y sus amigos van también a los baños. Ella observa
sentada con los demás niños que rodean a los extranjeros. Nota su ensimismamiento reverente.
Ello le molesta. La vigila estrechamente, como un policía. Ve la expresión de entrega que hay en su
cara. Ella, empero, se olvida de su hermano como se olvida de todo cuando está cerca del
desconocido. Deliberadamente, se ha situado a su espalda. Todavía no quiere que se fije en ella.
¡Qué contraste con los otros niños que esperan los caramelos que él va a repartirles dentro de
poco! Él se pone de pie y se lanza al agua. La muchacha mayor de los pechos grandes y hermosos
le sigue. Esta muchacha tiene experiencia y se comporta como una mujer enamorada. Nada tan
cerca de él que le roza con su cuerpo. Él la agarra por la cabeza y la sumerge. Las niñas ríen
encantadas. Les molesta su experiencia. Ella espera el momento en que él suba al trampolín y
haga uno de sus maravillosos y elegantes saltos. Él reluce al sol, vuela como un pájaro, como un
pez, a la luz cegadora. Hoy no están sus amigos. Todos los niños saben cómo se llama. Tiene un
nombre aristocrático, largo y complicado. Al parecer, no trabaja. Los niños creen que es un actor
célebre. Pero ninguno de ellos ha visto ninguna película suya. (Es verdad que es actor. Hace
papeles muy pequeños y tiene muy poco dinero, pero viste como un príncipe. Probablemente,
come muy poco y se hospeda en una habitación mísera.)

Aquella experiencia infantil de su primer amor la instruye con más eficacia que cualquier persona
mayor: es necesario mantenerse inmóvil en su actitud de adoración. Hacer de la pasividad una ley.
¿Qué le ha ocurrido a la muchacha de los pechos grandes y hermosos? Se ha ganado su desprecio.

Ella, por el contrario, quiere ser la única que no se acerque a él. Tal vez ni siquiera sea actor. A
ninguno de los niños le ha hablado de sí mismo. Permanece echado tranquilamente sobre su
hermoso albornoz, fumando. Da la impresión de que no necesita la compañía de nadie. Ella trata
de imitarle y rehúye a Eckbert y a Franz. La soledad se le antoja noble. Ella practica el arte de
observarlo sin que él lo note. Ella cree que nadie sabe nada de su adoración por él.

Pero se equivoca. Su hermano lo ha adivinado todo con una sola mirada. Un día, a pesar de que
hace un tiempo espléndido, él no va a los baños, Dicen que está enfermo. Ella cree morir de la
angustia y el temor. Está tan apenada que no habla con nadie. No piensa más que en volver a
verle. Ella sabe que es amigo del profesor de natación. Armándose de valor, le pide la dirección al
profesor, Vive en Uhlandstrasse, 20. Esto queda muy lejos de los baños. Ella se pone en camino.
No tiene costumbre de andar por la ciudad. Ella vive en Grunewald , un barrio de chalets de las
afueras. La gente la aturde. Los coches le dan miedo. Camina de prisa y con la cabeza baja. No mira
a la gente a la cara. El camino es fácil. Desde los baños, siempre en línea recta. Pero está lejos,
muy lejos. Y ella tiene miedo de no encontrar las señas.

Ella va cada vez más aprisa y el camino no se acaba. Llega a una zona elegante de la ciudad, en la
que hermosas mujeres, con vestidos caros, sentadas en las terrazas de los cafés, toman pasteles
de nata. Está acalorada y despeinada. Lleva el vestido de verano más viejo que tiene. Ya le está un
poco pequeño. Se encuentra fea y desastrada, al lado de aquellas señoras de la ciudad, con sus
vestidos de seda de colores. Ellas llevan anillos y pulseras, y abren y cierran bolsos relucientes con
un chasquido metálico. Sacan la barra de los labios y se pintan. Cruzan sus piernas de seda,
enseñando zapatos de tacón alto y fino. Ella lleva las sandalias viejas y rotas y va sin calcetines. Le
da vergüenza que él haya de verla así.

Aprieta la moneda de plata con su mano pequeña y sucia. Debajo del brazo lleva la toalla en la que
ha envuelto el bañador mojado. Cuando por fin llega a la Uhlandstrasse se siente casi sin fuerzas.
El corazón le late con violencia, de la emoción de estar cerca de su casa. Se pregunta si la dejarán
entrar. Ve un puesto de frutas y, con su marco de plata, compra una libra dc melocotones de
California. Por fin llega al número 20 y entra. El profesor le ha dicho que el extranjero vive en una
pensión. Ella sube la escalera y todo su valor la abandona. Siente deseos de dar media vuelta y
correr a casa. Sólo el temor de que él esté gravemente enfermo, tal vez en peligro de muerte, la
anima a llamar a la puerta. Abre una mujer mayor, de pelo blanco, que la mira con extrañeza.
Con sus últimas fuerzas, ella pregunta por él y dice en voz baja que ha venido a visitarle porque
está enfermo. La mujer la hace pasar y llama con los nudillos a una puerta blanca y alta: «Tiene
visita», dice a través de la puerta. «Adelante», responde una voz desde dentro. La mujer abre y la
niña entra en la habitación. Aprieta la bolsa de melocotones contra el pecho y casi no se atreve a
saludar. Le parece estar viviendo el momento más importante de su existencia y, al mismo tiempo,
sabe qué hace algo monstruoso. Una niña de doce años no visita a un desconocido en su
habitación.

¿No estará comportándose como la muchacha de los pechos grandes? ¿No quería permanecer
siempre en segundo término, sin llamar la atención? Pero ya es tarde. La mujer la ha hecho entrar
rápidamente en la habitación y ha vuelto a cerrar la puerta.

Él la mira desde la cama con sus ojos grandes y tristes. Lleva el albornoz y un pañuelo al cuello. Se
incorpora lentamente, mientras crece el asombro en su mirada. A ella, de la vergüenza, le gustaría
que se la tragase la tierra. No sabe qué decir. Se maldice por haber venido. Le parece que nada es
verdad: el largo recorrido por calles desconocidas, la gente, los coches, la escalera, la puerta
extraña a la que ha llamado. Ella, violenta, mira la bolsa de melocotones que lleva en la mano y la
deja en la cama, sin decir nada. « ¿A qué has venido? -pregunta él frunciendo el entrecejo-. ¿No te
he visto en los baños?» Está afónico, más que hablar, susurra. Debe de dolerle mucho la garganta.
Ella le mira en silencio, rendidamente, como le ha mirado siempre. De pronto, él la recuerda con
claridad: es la más reservada de las chicas que ha visto en los baños. Muchas veces se ha
preguntado por qué los niños se sienten atraídos por él, sin encontrar la respuesta. Tal vez sea su
pasividad lo que le hace interesante a sus ojos, Es verdad que los niños le gustan. Quizá ellos se
den cuenta sin necesidad de palabras. Pero le parece~ increíble que aquella niña, la más tímida de
todos, haya ido a verIe. Le da miedo. De pronto, se da cuenta de la veneración que hay en sus ojos
grandes y oscuros. Brusca- mente, adivina lo que ella siente y se asusta.

Con intención de intimidarla y disipar, al mismo tiempo, sus disparatadas ilusiones, le dice
severamente: «Las niñas no entran así en las habitaciones de los desconocidos. ¿Qué diría tu
padre si se enterara?».

«Oh, no pienso decírselo», le asegura ella.

« ¿Qué es eso?», él señala la bolsa de los melocotones.

«Los compré para usted, con mi dinero»,

Dice ella, ufana.

El, para disimular su turbación, toma un melocotón y lo muerde. Le ofrece otro a ella. y, en
silencio, contentos de haber encontrado una ocupación que les evita tener que hablar, comen
lentamente la fruta. Ella toma un hueso que él ha escupido y, sonriendo, lo guarda en el bolsillo
del vestido. «Un recuerdo », susurra sonrojándose. El hueso de melocotón será para ella un
talismán. Ya está pensando si alguien podrá agujerearlo para colgárselo al cuello con un cordón. Se
le están ocurriendo unas ideas maravillosas. En su escritorio pondrá un cajón secreto dedicado a
él, lleno de recuerdos suyos. Ya no tiene miedo. Confía plenamente en él. Él ahora sabe que ella le
quiere. Pero es posible que hoy le vea por última vez. ¡Quién sabe las cosas horribles que pueden
suceder, que les impidan volver a verse! El mundo puede chocar con el sol y explotar y consumirse
en un enorme incendio. Puede ser que ella se muera, o que se muera él. Uno nunca sabe qué
desgracia le acecha. Pueden ocurrir cosas espantosas que hagan que no vuelvan a encontrarse.
Entonces ella le hace una petición. La timidez le hace hablar tan bajo que él tiene que inclinarse
para oída: «Por favor, ¿podría darme uno de sus cabellos?». Toda su felicidad depende ahora de lo
que él responda. Él se siente conmovido por su gravedad. Intuye que aquél es para ella un día muy
importante. [Lo, que habrá tenido que luchar para ir a verle! Él. Con gesto amistoso, inclina la
cabeza y la niña arranca cuidadosamente un cabello y lo envuelve en un papel. Luego, cierra la
mano en torno al envoltorio con ademán protector y le mira sonriendo.

Finalmente, con toda su osadía, le pide una foto. Con un suspiro, él se levanta y busca la más
pequeña de sus fotografías. «Escóndela bien, para que nadie la encuentre», le dice. Ahora
comparten un secreto. Ella puede y no puede separarse de él. A él le parece estar en compañía de
un confiado animalito. Sí, es verdad: él prefiere los niños y los animales a las personas mayores.
Los mayores en seguida le aburren y hacen o dicen cosas desagradables.

Ella envuelve la fotografía en otro papel. Ahora tiene un secreto en cada mano. Le mira
silenciosamente. Él no está bien. Tiene fiebre y le duele la garganta. «Ahora ya puedo morirme
tranquila», le dice. y, nuevamente, él se estremece por aquella seriedad.

Por fin, él le pide que vuelva a su casa. Ella tiene que prometerle no pararse en ningún sitio e ir a
casa directamente. Él tiene miedo de que le ocurra algo, sola en la ciudad. Ella le deja y, como en
sueños, emprende el largo camino de regreso. Ahora ella se siente lo bastante fuerte como para
no volver a verle más. Desde el principio, el suyo fue un amor sin esperanza. Al llegar a casa, se
sienta ante su escritorio y dibuja un retrato de él, copiándolo de la pequeña foto. Luego dibuja
otro y luego otro. No puede dejar de dibujar. El parecido es cada vez mayor. Ella esconde los
dibujos en un cajoncito. Luego guarda la llave. El escritorio se convierte en el mueble más
importante de su habitación. Ahora tiene que hallar un escondite para la fotografía.

No se atreve a guardada en el escritorio.

Nunca se sabe...

Con el cortaplumas, hace un corte en el papel de la pared, debajo de un cuadro, y mete en él la


fotografía. Pero ¿quién sabe si no la encontrarán allí también? La angustia la necesidad de
esconder la fotografía de manera que nadie pueda hallarla. ¿Acaso no le ha pedido él que la
esconda bien? ¿Y si un día quitan los cuadros para empapelar o pintar?

Ella desconfía de la manía del orden de las personas mayores, que le ha costado ya más de un
preciado juguete, tirado a la basura sin más. Con ayuda del cortaplumas, vuelve a sacar la
fotografía y la esconde en la mano durante un rato, pensativa. Al fin se pinta en su cara una
expresión de dolor y decisión: sólo hay una solución.

Se introduce la fotografía en la boca, la mastica cuidadosamente y se la traga. Ya se ha fundido con


él. Esto le recuerda la ceremonia del hermanamiento por la sangre. Ahora queda por resolver el
problema de qué hacer con el cabello. Saca una vela, lacre rojo y cerillas, y envuelve el cabello en
una bola de lacre; fija la bola a una cinta negra y se ata al cuello el amuleto. El hueso de melocotón
lo enterrará en el jardín y de él nacerá un melocotonero y, 'cuando sea vieja, se sentará a la
sombra del árbol y pensará en él.
Su larga ausencia no ha pasado inadvertida en casa. Cuando le preguntan dónde ha estado, ella
inventa una explicación que no convence a nadie. Su hermano, contento de poder jugarle una
mala pasada, habla a la madre acerca del desconocido de los baños y de cómo ella le sigue a todas
partes. La madre le prohíbe volver a los bailas y la manda a la cama sin cenar a una hora en que
todavía es de día y hace buen tiempo para jugaren el jardín.

Aún brilla el sol y cantan los pájaros. Ella siente un profundo desconsuelo. La prohibición de volver
a los baños le impedirá seguir viéndole. Ella se creía capaz de no verle más, pero ahora este
pensamiento se le hace insoportable. No volver a verle significa la muerte para ella. Se tiende en la
cama y espera que se haga de noche. Aprieta en la mano su pequeño amuleto rojo y piensa en él
con un amor desesperado. Ahora le gustaría poder hablar con su padre y contárselo todo, pero su
padre, como siempre, está de viaje.

No esperan su regreso hasta dentro de dos semanas.

Ella odia a su hermano con todas sus fuerzas. De no ser por él, todo iría bien. Siempre tiene que
hacerse el policía con ella. Le desea la mayor de las desgracias. Le gustaría vede morir a sus pies,
entre los más atroces sufrimientos. Y odia a su madre que, con su prohibición de volver a los
baños, le ha causado el mayor dolor de su vida. ¡Qué repugnante es el mundo en el que tiene que
vivir! Está rodeada de enemigos. Por todas partes, barreras y obstáculos. Mira por la ventana y
piensa en la muerte cercana. Ha decidido arrojarse por la ventana. Si diera un gran salto, dándose
un fuerte impulso, podría morir «en suelo extraño». Caería en el jardín de al lado. De este modo, si
su cadáver no se encontraba en el jardín de sus padres, su familia recibiría una impresión más
fuerte todavía. Morir «en suelo extraño». Es una frase que ha leído no sabe dónde, pero que no ha
podido olvidar. ¡Ah, qué ganas tiene que se haga de noche! Pero los pájaros siguen cantando y el
sol no acaba de ponerse. Ella sabe que únicamente la oscuridad le dará el valor necesario para
morir. Se sienta en la tienda de indios que ha montado en su habitación y contempla por última
vez sus tesoros. El pequeño Buda indio, regalo de su padre, el brazalete de una princesa egipcia y
un almohadón turco.

Tiene una colección de cuentas de vidrio de colores y mucho papel de plata, con el que ha hecho
seis grandes bolas. Yuna colección de cintas para el pelo, una colección de sellos, dos abanicos
japoneses y las Veinte mil leguas de viaje submarino de Jules Verne. Y su tigre de trapo, con el que
jugaba de pequeña. Con su tienda, quiso imitar la preciosa «sala india» en la que se guardan las
colecciones de objetos orientales de su padre. Dejar esta tienda y no volver a ver la sala india le
causa un gran dolor. [Ah, es tan bonita su casa! ¡Las flechas envenenadas del África: ¡La alfombra
india, con sus dragones bordados en oro! Los muebles llenos de arabescos. Allá, en la sala india, o
aquí, en su tienda, se encuentra el mundo de sus sueños, el que ella ama por encima de todo. ¡Y
cómo admiraron la tienda sus compañeras del colegio! ¿Qué dirán los otros niños cuando se
enteren de que ha muerto? ¿Y los profesores? ¿La echarán de menos? Seguramente, la olvidarán
en seguida. Pero ella habrá encontrado por fin la paz. Se sien te herida y desgraciada y empieza a
llorar. Y ¿qué dirá él? ¿Se enterará siquiera de que ha muerto? Seguramente, se lo dirán los otros
niños en los baños, y él sabrá que ha muerto por amor. Ella suspira y solloza violentamente. Se
siente más sola que nunca. La casa está en silencio, como si ya nadie viviera en ella.

Su padre guarda una pistola cargada en la mesita de noche. ¿Habrá pensado también alguna vez
en matarse? Ella intuye que no hay en el mundo quien no haya pensado en la muerte.
Y él, él, con aquellas dos caras tan distintas, con su sonrisa luminosa v feliz cuando mira a los niños
que se solazan con su compañía como con el calor del sol. Y su cara seria, cuando cierra sus ojos
negros y se queda inmóvil al sol. ¿Será feliz? Desde luego que no. ¿Habrá en el mundo alguna
persona que sea feliz? ¿Cuántos serán los que, en todo el mundo, estén ahora junto a una ventana
pensando en arrojarse al vacío? La invade una cálida compasión hacia todos los seres humanos,
hacia los animales y hacia sí misma. Está llorando a gritos. Asustada, se mete un pañuelo en la
boca para que no la oigan. No quiere ver a nadie. Aunque su madre y su hermano vinieran a
pedirle perdón por el dolo que le han causado, ella no abriría la puerta. No les perdonaría. Poco a
poco, oscurece. Ella se calma lentamente. Cesan las lágrimas. Ella aprieta la bola de lacre con la
mano y piensa que nadie sabe lo que hay dentro. Cuando, por la mañana, la encuentren muerta,
se preguntarán qué significa la bola.

Abre el cajón del escritorio y saca los dibujos. No quiere dejar nada que pueda delatar su amor. Le
duele quemar aquellos retratos, pero tiene que hacerlo. Tal vez la entierren con su amuleto al
cuello. Saca del armario su pijama más bonito y se lo pone. Se mira al espejo por última vez.
Imagina el golpe que su cuerpo dará en el suelo y las manchas de tierra y de sangre que habrá en
el pijama.

En el cementerio reinará un silencio de muerte y la gente se mirará con ojos de culpabilidad: ¿No
sabéis que aquí hay una niña que se mató por amor? Y en adelante los padres serán menos
severos y más cariñosos con sus hijos, para que no les ocurra lo mismo. Y Piensa también en el
duro v estrecho ataúd), en el que no podrá estirar los brazos y las piernas corno hace en su cama
blanda. Estará rígida como un soldado. ¿Y si no se mata al caer y la salvan?

¿Y si queda inválida para siempre?

¿Son suficientes dos pisos para matarse? ¿Y si subiera al desván? ¿No será más seguro tirarse
desde el desván? ¡Terribles complicaciones! Pero no se atreve a salir de su habitación. Podría verla
alguien... Le gustaría estar guapa cuando esté muerta. Le gustaría que la gente la admirase, que
nunca nadie hubiera visto a una más muerta más hermosa que ella.

Ya está casi oscuro en la habitación. Sólo llega a la ventana el resplandor de una farola de la calle.
Ya le es indiferente morir «en suelo extraño» o en su jardín. Se sube al alféizar, se sujeta con
fuerza a la cuerda de la persiana y ve su oscura silueta en el espejo. Le parece encantadora y
empieza a sentir compasión de sí misma. «Se acabó», dice en voz baja, y, antes de que sus pies se
separen del alféizar, ya se siente muerta. Cae de cabeza v se desnuca. ¡Su cuerpecito queda
extrañamente doblado sobre la hierba. El primero que la encuentra es el perro. El animal mete la
cabeza entre las piernas de la niña y empieza a lamer. En vista de que no se mueve, se tiende a su
lado llorando suavemente.

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