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AFECTACIÓN

ESTAR-EN-LA-TRAMPA:
ETNOGRAFÍAS EN AMÉRICA DEL SUR
CELESTE MEDRANO Y FRANCISCO PAZZARELLI (EDS.)
SANTIAGO MARTÍNEZ MEDINA, LUISA ELVIRA
BELAUNDE, JOSÉ MARÍA MIRANDA PÉREZ, ROMINA
CRAVERO, VALENTINA STELLA, MARCOS ROMÁN
GASTALDI, MARÍA BERNARDA MARCONETTO, EMILIO
ROBLEDO, MARÍA CARMAN, CAROLINA ÁLVAREZ
ÁVILA, GABRIEL RODRIGUES LOPES, SUZANE DE
ALENCAR VIEIRA, VERÓNICA S. LEMA
AFECTACIÓN.
Estar-en-la-trampa: etnografías en América del Sur
Financiamiento

Agencia Nacional de Promoción Científica (PICT N° 2019 nº 4032)


Secretaría de Ciencia y Técnica, Universidad Nacional de Córdoba (29 nov. 2022)

AVALES INSTITUCIONALES
"Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad Nacional de Córdoba
(Res. 764/2020)"

Ilustraciones inspiradas en el Tarot de Marsella: bolígrafo, lápiz y tinta sello


sobre cartón (17x20 cm). Celeste Medrano.
--
Colección Autonomia

Dirección editorial: Ariel Pennisi - Rubén Mira


Dirección de colección: Ariel Pennisi - Adrián Cangi
Diseño de colección: Ruben Mira - Lalo Díaz
Diseño de ejemplar: Lalo Díaz

Los libros se encuentran en: www.rededitorial.com.ar

Agosto 2022
AFECTACIONES
ESTAR-EN-LA-TRAMPA:
ETNOGRAFÍAS EN AMÉRICA
DEL SUR
ÍNDICE

PREFACIOS:

Tanta trampa 9
Nicolás Viotti

El tapiz de los afectos 15


Noelia Billi

INTRODUCCIÓN:

Desde la trampa: una introducción posible 19


Celeste Medrano - Francisco Pazzarelli

PRIMERA PARTE:
Movimientos Etnográficos 33

Manos y tactos en la etnografía de cuerpos


parcialmente afectados 37
Santiago Martínez Medina

Cuando la ropa también hace trabajo de campo.


Experiencias oníricas en el Putumayo 49
Luisa Elvira Belaunde

Todos somos afectados. Conflictos y verdades


en una comunidad puneña 65
José María Miranda Pérez

Agroecología vs Agronegocio: o de cómo lidiar


con las tendencias a aplanar la complejidad 81
Romina Cravero

autonomía –3
Abrirse al dolor ajeno: la afectación como
punto de partida para la reflexión 95
Valentina Stella

Hacia una arqueología afectada en un ex Centro


Clandestino de Detención 109
Marcos Román Gastaldi

You will find, inshallah. Hallazgos y afectos en


la Necrópolis tebana de Lúxor 123
María Bernarda Marconetto

Lo que los sueños hacen: el revés de las


relaciones entre los qom 137
Emilio Robledo

Los sueños de campo de una etnografía animal/humano 151


María Carman

La etnógrafa y su perro de “campo”: afectación


con muchas pulgas 167
Celeste Medrano

El miedo es no poder estar solo 183


Francisco Pazzarelli

Las dificultades de un camino: relevando


territorio comechingón 197
Carolina Álvarez Ávila

Diferencia y experiencia: entrelazamientos


cosmopolíticos para una etnografía 211
Gabriel Rodrigues Lopes

4–
SEGUNDA PARTE:
Aperturas Teórico-Metodológicas 227

Ser afectado y dejarse afectar: despliegues metodológicos 229


Suzane de Alencar Vieira

Lo indecible, los límites y las maneras de


(escribir sobre) la afección 243
Verónica S. Lema

POSFACIOS:

Más allá de las palabras 255


Isabel Naranjo

Pasos hacia una constelación de saberes 257


Eduardo Molinari

Afectarse-con 263
Felipe Vander Velden

autonomía –5
Evaluadores:

Adrianna Cecconi
École Nationale Supérieure d'Architecture de Marseille

Dorothee Delacroix
Université Sorbonne Nouvelle

Felipe Magaldi
Universidade Federal do Rio de Janeiro

Florencia Tola
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Universi-
dad Nacional de San Martín

Gemma Orobitg
Departamento de Antropología Social, Universidad de Barcelona

Guillerme Boccara
CentreNational de la Recherhe Scientifique, Unidad de investigación
Mondes Américains, Ecole des Hautes Études en Sciences Sociales

Luis Cayón
Universidad de Brasilia

Luisa Belaunde
Universidad Nacional Mayor de San Marcos

Marcelo Gonzáles Gálvez


Pontificia Universidad Católica de Chile

Piergiorgio Di Giminiani
Pontificia Universidad Católica de Chile

Santiago Martínez Medina


Instituto de Investigación de Recursos Biológicos Alexander von Humboldt

6–
Hace exactamente cien años, en 1922, Bronislaw Manlinowski
publicaba Los argonautas del Pacífico Occidental, la obra que definiría
buena parte de las formas modernas de la antropología llamada cien-
tífica. En la “Introducción” a este, su más famoso libro, defendía una
etnografía marcada por la convivencia, de largo plazo: solo así, afir-
maba el antropólogo, sería posible comprender en profundidad las
relaciones vitales, humanas y cosmológicas, de aquellas personas
cuyas vidas nos interesan. Ofrecía, además, definiciones y recomen-
daciones de método que nos siguen interpelando: insistía en el deber
de suspender prejuicios e ideas preconcebidas que pudieran oscure-
cer la percepción y observación de otros mundos; defendía la parti-
cipación personal, abandonando el cuaderno de notas cuando fuera
necesario para sumarse a los ciclos vitales; y alertaba sobre la nece-
sidad de reconocer la “independencia cultural y mental” de nuestros
interlocutores, de ninguna manera deudora del pensamiento hege-
mónico occidental.
Un siglo después, en pleno Antropoceno y cercades por proyectos
mundiales que nos pretenden sin cuerpos y sin encuentros, segui-
mos convocando a la etnografía y a sus transformaciones centena-
rias. No como salvadora ni como consejera: hoy la exhortamos como
arte menor, como resistencia infinitesimal, y como arma mayor.
Medio para la afectación y herramienta para imaginar otras herra-
mientas, la reivindicamos en su rebeldía, en sus atrevimientos y en
sus arrojos. No es necesario abandonar Gaia para conocer otros mun-
dos: aquí, en estas páginas, hay encuentro, atravesamiento y sudor.
Mucho sudor.

autonomía –7
8–
Prefacio

Tanta trampa
Nicolás Viotti
CONICET-Escuela IDAES, UNSAM

La trampa es un término que tiene mala prensa. Entre nosotros,


y asumo aquí una ficción contrastiva siempre parcial en donde los
potenciales lectores de este libro viven mayoritariamente en un
mundo occidental letrado, blanco y secularizado, la expresión “caer
en la trampa” implica ser víctima de una acción externa siempre deni-
grante. Ser o estar atrapado es sinónimo de una reducción de nuestra
“capacidad de agencia”, como suele decirse, ofendiendo al paradigma
de la voluntad libre con que el evangelio de la cultura occidental ha
construido nuestra subjetividad autónoma. “Estar atrapado” per-
tenece al mismo campo semántico moderno de la “alienación”, la
“manipulación” o, incluso, el “fetichismo”: el modelo mayor de una
libertad reducida supeditada a un dios-objeto. La propuesta concep-
tual y analítica de este libro organizado y curado por Celeste Medrano
y Francisco Pazzarelli, y la colección de ensayos que lo acompañan,
se propone descomponer ese sentido común de la trampa como una
versión degenerada de las relaciones y convertirla en un punto de
reflexión epistemológica y política: pensar desde la trampa, pensar
entrampados, estar en la trampa. Podría decirse que toda la antropo-
logía, al menos la mejor antropología, la que nos sigue provocando,
ha sido siempre un conocimiento desde las trampas en la medida en
que en sus momentos más álgidos produjo un descentramiento del
modelo binario de una subjetividad atrapada versus una subjetivi-

autonomía –9
dad libre: del laberinto se sale por arriba o, mejor, del narcisismo se
sale con la diferencia.
El problema de estar y pensar desde la captura, más allá de la
polaridad del aprisionamiento/libertad, es obviamente el de una
antropología de las relaciones. Pero no solo de las relaciones sociales,
sino de todas las relaciones descriptibles y trazables, las que se esta-
blecen entre seres, fuerzas, artefactos y personas, tanto como las que
componen a la personas mismas (que deja de ser una unidad dada –el
individuo– y pasa a ser un producto contingente a ser analizado). En
las últimas décadas la búsqueda de un nuevo lenguaje en la antropo-
logía y en las ciencias sociales en general puso en el centro de la dis-
cusión categorías como “agenciamiento” o “afectación”. Esta última
fue propuesta de modo paradigmático por Jeanne Favret-Saada para
no recaer en la terminología binaria de la cohesión vs. sujeto/agen-
cia/libertad y, por lo tanto, en la proyección de la cosmo-praxis occi-
dental moderna dominante sobre la pluralidad de los regímenes de
acción y construcción de mundo.
Si bien este movimiento abrió una cuña en el debate antropoló-
gico, en las últimas décadas el problema de la “afectación” se ha con-
vertido en una especie de discurso del método algo difuso. Sería inte-
resante indagar en las condiciones de circulación silvestre, lo cual tal
vez nos aportaría una reflexión sugerente sobre los sentidos comunes
de nuestras antropologías dominantes y sus imágenes de la diferen-
cia y la alteridad. Más allá de esa reflexión, sin duda necesaria, lo que
sí es un hecho es que sus usos muchas veces acompañan ciertos ses-
gos que anulan su potencia creadora y su capacidad de innovación.
Una primera deriva es que suele utilizarse como sinónimo de “hacer
trabajo de campo etnográfico”. Incluso aparece como una declara-
ción más o menos convencional sobre el “tomarse en serio el punto
de vista del otro” (queda siempre abierto un debate: ¿qué significa
“tomar en serio”?). Un segundo uso más específico unifica la pro-
puesta de sustracción del sujeto de conocimiento del relacionalismo
metodológico con el gesto posmoderno de una versión más o menos
difusa de la reflexividad etnográfica que alienta la autoindagación
con un tono psicológico más cercano a la literatura del yo que a la
producción de diferencia. Proliferan así tesis, artículos y conferen-

10 –
cias que, en alguna sección, declaran “ser afectados” casi como un
sinónimo de haber entrado a campo o como una condición literal de
“sentirse conmovido” o “implicado” en alguna relación con las per-
sonas devenidas en interlocutores del trabajo etnográfico. Ese movi-
miento adquiere mayor intensidad y confusión cuando se introduce
el problema de la “empatía”, cara a cierta tradición fenomenológica,
tanto en sus versiones éticas como epistemológicas. La “afectación”
aparece entonces como la continuidad natural de una mirada univer-
salista (en general de modo implícito) que moviliza toda una retórica
sobre el “sufrimiento” y las “emociones” para declarar una transfor-
mación en el campo que no pasa de una forma sofisticada del espejo
narcisista.
Un tercer uso de la “afectación” se encuentra en trabajos donde
proliferan las anécdotas asiladas de “situaciones raras” o “no enten-
dibles por la racionalidad” (del investigador), en general esos traba-
jos suelen declarar la dificultad de los enfoques “intelectualistas”
para entender al otro pero dicen muy poco sobre cómo esas relacio-
nes dan cuenta de las cosmo-praxis del otro realmente existentes. El
“tomarse en serio al otro” muchas veces queda entonces en una pre-
gunta metodológica sobre un hiato epistémico u ontológico, sin lle-
var a término todas las consecuencias posibles de lo que ese encuen-
tro revela para entender más y mejor a ese otro. La radicalidad de las
ideas desplegadas en este libro, inspiradas en la antropóloga Favret-
Saada, y en una posición epistemológica más amplia basada doble-
mente en el pragmatismo filosófico y en la tradición estructuralista
de un pensamiento de la diferencia, recorre un camino diferente que
se planta en la mejor tradición de la antropología como dispositivo de
traducción o, mejor dicho, de su imposibilidad constitutiva.
Toda traducción es, primero, una trasposición. Pero, especial-
mente, toda traducción da cuenta de una relación entre totalidades.
Las mejores escenas de “afectación” de este libro no son anécdotas ais-
ladas, o al menos no deberían serlo, sino intentos de una traducción
entre totalidades pensadas más allá del modelo tradicional de una
representación o de una abstracción lógica. ¿Qué es aquí una totali-
dad? Sin duda, no es un dispositivo cerrado, homogéneo y uniforme,
pero toda teoría de la afectación conlleva una teoría de la diferencia

autonomía –11
entre mundos y esos mundos, para ser concebidos como tales, necesi-
tan por lo menos dos cosas. Según Marilyn Strathern, es necesario, en
primer lugar, una operación de contraste: una “ficción etnográfica”.
En segundo lugar, una noción del todo que sea abierta o que permita
leer “conexiones parciales”. La retórica de la afectación sin la posibili-
dad de una traducción (incluso fallida) entre mundos corre el riesgo de
una repetición ingenua sobre la importancia del “punto de vista del
nativo” (o las relaciones estrictamente sociales) sin asumir su radica-
lidad epistémica u ontológica o una colección de curiosidades caracte-
rizadas por el exotismo y amparadas en un empirismo vacío que suma
momentos “enigmáticos” sin una reflexión seria sobre las cosmo-pra-
xis diferenciales que esas relaciones habilitan.
Producir antropología desde la trampa, desde las formas de cap-
tura que el trabajo de campo genera es una apuesta a radicalizar las
formas de pensar la diferencia y el pluralismo. En un horizonte de
homogeneización y de persecución a la multiplicidad realmente
existente, Estar en la trampa. Antropologías afectadas en Sudamérica llega
como un viento de renovación epistemológica y política a las antro-
pologías practicadas en castellano. Ese aire nuevo aparece además en
un contexto urgido de más y mejor imaginación para reinventar las
formas de pensar y vivir la multiplicidad de mundos, porque es jus-
tamente hoy donde la amenaza es mayor para la pluralidad de modos
de existencia, bombardeados con munición gruesa por una episteme
neoconservadora dispuesta a convertirse en el nuevo sentido común
dominante, pero también en una guerra de baja intensidad por las
miradas tímidas sobre la diferencia multicultural o la hibridación.
Los cruces entre afectación y agentes no-humanos atraviesan
indagaciones sobre los abdómenes de niños indígenas migrantes
en Bogotá, las sustancias corporales y los sueños en colectivos indí-
genas del Putumayo, las piedras y los sueños en Egipto, el compar-
tir sueños y las relaciones con los perros entre los qom del Chaco
argentino, el estatuto de lo onírico en una relación multiespecie de
Buenos Aires, los cerros, la tierra y el miedo en las tierras altas del
Noroeste argentino, el lugar de los caminos en colectivos comechin-
gones en Córdoba (Argentina) y la relación con los espíritus guías de
la umbanda en la caatinga bahiana (Brasil). El estatuto situado de lo

12 –
verdadero moviliza otros regímenes de afectación en la Puna jujeña
(Argentina), en el mundo del agronegocio cordobés (Argentina),
entre colectivos mapuche-tehuelche de la Patagonia (Argentina), en
los restos arqueológicos de un ex centro clandestino de detención en
Córdoba (Argentina). Finalmente, se despliegan reflexiones sobre el
problema teórico-metodológico de la afectación misma, sus condi-
ciones de enunciación en la antropología contemporánea y sus lími-
tes, cuando no solo se escribe sino cuando se dice (o se invoca) en la
oralidad. Todos esos trabajos narran desde una zona de frontera de
mundos en constante recomposición y sus autores escriben, viven y
piensan atrapados allí. Es probable que asumir esa condición de atra-
pados, enredados en las líneas de fondo de este mundo que parece
ser único y homogéneo pero se revela infinitamente mas diverso y
discontinuo, nos ponga en un lugar mucho más humilde y sincero
para los tiempos por venir.

autonomía –13
14 –
El tapiz de los afectos
Noelia Billi
UBA-CONICET

Desde la Modernidad, el conocimiento requiere, dice Haraway, un


testigo modesto. Es más, dado que no existe, lo crea. Se trata de una
figura cuya virtud es la invisibilidad autoinducida que hace verosími-
les unas modestas narrativas que reflejarían la realidad como lo hace
un espejo. Para el pueblo de los modernos, conocer equivale a mediar
entre el mundo y el pensamiento (dominios radicalmente escindidos),
volverse incorpóreo, mirar el mundo desde afuera, con la distancia higié-
nica que permite eludir la corporalidad, siempre sospechosa de pasio-
nes singulares. La condición de posibilidad del conocimiento científico
ha sido la postulación de un lenguaje capaz de ser mero reflejo, pura
expresión de las representaciones mentales de un sujeto. Ser el legí-
timo ventrílocuo del objeto, dice Haraway, es la meta de todo testigo
que se precie de su modestia y esto ha configurado los requisitos del
modo de vida experimental, cuyas consecuencias, entre otras, son la
obsesión por cuidar la cientificidad de los estigmas de la política y una
forma muy particular de demarcar ámbitos públicos y privados con
diferentes grados de acceso, permisos, autorizaciones y legitimidad.
Dado que nunca se trata tan solo de la participación en la escena mate-
rial, la ciencia genera dispositivos literarios que le permiten transmi-
tir, comunicar, dar cuenta de la regularidad de los hechos. Así pues,
la operatoria científica depende de una narrativa con aspiraciones de
pulcritud que barre bajo la alfombra la experiencia en un sentido fou-
caultiano, aquello que surge del triángulo integrado por formas de
saber, sistemas de normas y configuraciones subjetivas. Como tecno-

autonomía –15
logía, la ciencia produce géneros, razas y clases que le permiten poner
a un lado la relacionalidad inherente a cualquier diferenciación social.
De este modo, el sexismo, racismo y clasismo de nuestra tradición no
pueden prescindir de la construcción esencialista de tipos de personas
(una cultura), y a su vez la ciencia debe crearse una especie de metacul-
tura (la cultura sin cultura, fuera del mundo humano y también de la
“naturaleza”) a partir de la cual enunciar verdades válidas para todos.
Según esta potente imaginación semiótico-material, la modestia
del sujeto de la ciencia (eso que como tipo social distinguimos como
varón, blanco, heterosexual, hablante de una lengua estándar) debe
encontrarse en lo mental, un ámbito que se pretende incorporal por-
que, para decir la verdad, no se puede estar bajo los efectos de nada del
orden de la particularidad. Verdad e imparcialidad constituyen el dúo
que dinamiza el conocimiento científico, pero que se vuelve muy pro-
blemático cuando objeto y sujeto de conocimiento coinciden. De allí
la siempre fallida empresa de unas ciencias humanas que postulan al
Hombre como fundamento del saber a sabiendas de que no hay una
esencia que pueda estabilizarse sino una opacidad irreductible que lo
arranca de sí y lo arroja al afuera (Foucault). En este entuerto, la etno-
grafía surgió y se transformó a sí misma, se moduló de acuerdo con
objetivos variables (coloniales, capitalistas, nacionales, administrati-
vos) y es desde sus inicios la sede de un tipo de reflexión que suele estar
a la vanguardia en la interrupción de las narrativas monolíticas de
cómo llega a ser y a funcionar esa forma “humana” que cada vez des-
conocemos más y, quizás por eso mismo, no deja de obsesionarnos.
El afecto ocupa un lugar destacado en los enfoques que discu-
ten el privilegio –atribuido a la razón en la definición tanto del ser
humano como de las dinámicas que lo tienen como protagonista–.
En el amplio espectro de sus formulaciones contemporáneas, están
aquellas que plantean una noción de afecto que atraviesa los diversos
modos de existencia, es decir, que pueden ser asignadas tanto a lo
humano como a lo que no lo es. Sin ser una prerrogativa humana,
el afecto es un modo de nombrar la vibración que da cuerpo a la rela-
cionalidad (Bennett). En este enclave, no puede ser reducido a “con-
trapeso” de la razón (con la cual formaría una especie de pareja cuyo
mayor mérito consistiría en la reedición del dualismo alma-cuerpo),

16 –
pero tampoco puede ser solo el adversario “silencioso” del lenguaje
(como si este excluyera la dimensión afectiva). Siguiendo a Blan-
chot, podría decirse que lo afectivo emerge con y en “la cosa escrita”
porque los afectos integran un campo de fuerzas impersonal y neutro
del cual ni el lenguaje ni el cuerpo se hallan excluidos. En este sen-
tido, es posible pensarlo como una dimensión que no se agota en la
asociación a lo corporal, ni en la oposición a la razón o al lenguaje.
Por esta vía, los afectos parecen constituir una potencia que no es de
alguien sino que reexiste bajo regímenes de realidad de intensidades
diversas que tensionan lo que hay.
Herederos rigurosos de un enfoque que busca simetrías en el seno
de la diferenciación, quienes practican la etnografía desde siempre
saben que su ámbito de exploración es el afuera. Pero lo que surge en
los relatos de este libro se aleja del afuera entendido como la extra-
ñeza del Otro cuya gramática (su cultura) habría que cartografiar, y
presenta un problema nuevo. Si durante décadas los estudiosos de
las culturas hicieron un esfuerzo por modelizar un sistema de repre-
sentaciones ajeno a partir de la interiorización lúcida de un lenguaje
al que nunca podían pertenecer por completo, aquí nos encontramos
con una apuesta distinta: ¿qué sucede cuando esa luz que irradia
la observación metódica se eclipsa por una cercanía que bordea lo
insoportable? ¿Qué hacer cuando no se puede estar a distancia por-
que se está atrapado por afectos que no pueden ser esclarecidos con
las técnicas del análisis que reducen la palabra a vehículo de repre-
sentaciones y símbolos? Si el afecto (psicologizado) era un obstáculo
para el pensamiento, aquí es, por el contrario, la fuerza privilegiada
de las mallas relacionales en que todo lo que existe necesariamente
surge y se aloja. Es en este sentido que todo saber riguroso deberá
ser producto de una dinámica nueva: aquella donde quien investiga
debe adoptar como principio la no soberanía. Modestia difícil, quizás
imposible, si ni siquiera se dispone del propio lenguaje, de la propia
conciencia. Acaso se trate de una trampa, acaso la trampa sea el locus
de un tipo de saber nuevo y, como tal, exija una escritura que, fuera
de la temporalidad del informe y la experiencia vivida, haga posible
el silencio donde podamos escuchar otros ecos, las huellas de aquello
que nos atrapa y nos lleva más allá de los límites de un nosotros irri-

autonomía –17
sorio. El afecto pensado como campo impersonal es lo que se eviden-
cia en estas escrituras, donde la trampa es tener que inventar una
lengua que no es la propia pero tampoco la de nadie más, para hablar
de lo que no puede, en principio, pensarse ni conocerse, lo que pasa y
a la vez permite el pasaje.
¿Qué pasa a través de una palabra, de un sonido que no llega a
adquirir consistencia ni como palabra, de un objeto, de un ser ani-
mado, de eso que parece ser la huella muda de algo que percibimos en
otro tiempo que nunca fue presente? No se sabe del todo y al mismo
tiempo es lo único que querríamos saber. Por eso se aborda como un
sueño, como la magia o como el trauma: a partir de sus efectos, de
los que no se puede escapar, y cuyo transporte vertiginoso o lento
padecemos. Padecer no nombra aquí una carencia, sino más bien la
forma posible de una fuerza de la que no podemos ser la causa y que
nos encuentra. El afecto, cuando es impersonal, es el medio en que
algo del orden del encuentro acontece, encuentro-trampa. Si fuera
una planta no sería una carnívora, que digiere inocente e impasible-
mente, sino una trepadora que lanza sus zarcillos y borda un tapiz
con todo lo que encuentra a su paso. En esa red nos encontramos,
monstruosa porque nos toca sin pedirnos permiso, en una fricción
que nos conecta con algo que se vuelve significativo aunque no poda-
mos ponerle un nombre.

18 –
Desde la trampa: una
introducción posible

Celeste Medrano
Instituto de Ciencias Antropológicas, Universidad de Buenos
Aires. CONICET, Argentina

Francisco Pazzarelli
Instituto de Antropología de Córdoba, CONICET. Universidad
Nacional de Córdoba, Argentina

Cuando los embrujados me contaban sus historias, nunca era porque


yo fuera una etnógrafa, sino porque ellos pensaban que yo estaba, como
ellos, “atrapada” en “hechizos”.
Favret-Saada, 2009: 10 (traducción propia)1

Este libro es una intervención. Un riesgo. Propone navegar entre


mundos, con la intención de explorar sus conexiones, interlocucio-
nes y tránsitos posibles. Para eso, recorre el trabajo de antropólo-
gues que cayeron en la trampa y escriben desde allí. Estar atrapades2

1  En el original: “…quand des ensorcelés me racontaient leur histoire, ce n’était jamais


parce que j’étais ethnographe, mais parce qu’ils avaient pensé que j’étais ‘prise’,
comme eux, dans ‘les sorts’” (Favret-Saada, 2009: 10).
2  En este libro, algunes autores decidieron usar lenguaje inclusivo. En estos casos, y
para unificar su expresión, elegimos la utilización de la letra “e”.

autonomía –19
describe un tipo de relación, la forma que toma el encuentro con
otres cuando los mundos que habitamos se fecundan mutuamente.
¿Cuándo se cae en la trampa? En principio, diríamos, al hacer etno-
grafía. La etnografía es la herramienta de campo, que supone encuen-
tros pragmáticos y situados con mundos diferentes a los nuestros.
Los capítulos que siguen se enfrentan a estos desafíos desde los
enfoques de diferentes autoras y autores, cuyas investigaciones se
confrontan con relaciones y eventos etnográficos en los cuales sus
cuerpos y subjetividades se ven interpelados, en ocasiones atrapa-
dos, afectados. En conjunto, nos ofrecen una mirada multiplicadora
y amplificada sobre los modos en que el conocimiento de base etno-
gráfica se entrelaza con disposiciones y afectos previos, teorías y
reflexiones sobre la propia naturaleza de la antropología. Además,
cada escritura en formato breve, ensaya conexiones posibles con
otros discursos y propicia la interlocución con todo tipo de lectores.3
En este sentido, sin dejar de proponer un debate académico que
recupera conceptos e ideas de la disciplina, la mayoría de ellas
apuesta a socializar los modos etnográficos de conocimiento hacia
campos de saber e interés donde este método no es frecuente.
Esta introducción recorre algunas de las relaciones y conceptos
que ponen en juego los capítulos, con la intención de sugerir ciertas
conversaciones entre textos, autores e ideas.

Favret-Saada y ser-estar-afectada

Entre 1969 y 1972, Jeanne Favret-Saada, nacida en Túnez, luego de


haber estudiado filosofía en Francia, comenzó a realizar sucesivos y
reiterados viajes a la Bocage, una zona rural del noroeste de Francia.4

3  Para no sobrecargar una introducción que pretende ser breve, colocamos las refe-
rencias a otres autores en las notas al pie. En los siguientes capítulos, se utiliza un
sistema de citación dentro de los párrafos.
4  Desde la publicación de su primera monografía etnográfica en 1977, Favret-Saada
se dedicó a una serie de libros y artículos que continuaron desarrollando sus reflexio-
nes. Para una lectura detallada acerca del derrotero de su pensamiento y propues-
tas, dirigimos al lector al penúltimo capítulo de este libro, escrito por la antropóloga
Suzane de Alencar Vieira.

20 –
Su objetivo era estudiar la brujería, apartándose de las miradas prejui-
ciosas que describían esta práctica, entre otras cosas, como “primitiva”.
En su libro monográfico (1977), describió de modo absolutamente
original una experiencia de inmersión en el campo, que excedía las
formas y contenidos del mismo. Allí daba cuenta de cómo, sin desearlo
ni preverlo, se vio atrapada por las redes de la brujería local que empe-
zaron a interpelarla. El ser-estar-afectada devino indispensable para
entender el mundo de los hechizos y, a partir de ese momento, no
pudo eludir la fuerza de esta idea y comenzó a registrar y dar impor-
tancia a las relaciones involuntarias en las que se veía inmersa.
Durante este trabajo de campo, la autora conoció a muchas víc-
timas de brujería y también a varias “desembrujadoras”. Aunque su
objetivo inicial era realizar una etnografía sobre el asunto, les cam-
pesines del lugar solo comenzaron a hablarle del tema cuando asu-
mieron que su interés provenía del hecho de estar ella misma hechi-
zada. Otres le hablaban a partir de que supusieron que ella misma
era una desembrujadora. Lo que Favret-Saada experimentaba era la
imposibilidad de hablar por fuera de las relaciones locales: es decir,
afirmaba que solo era posible hablar de hechizos si una había sido,
de alguna manera, también atrapada por la brujería. Esta posición,
reflexionaba la etnógrafa, no obliga a discernir si una realmente está
o no embrujada, si una “cree” o no en eso, o si una es o no es una des-
embrujadora. Estar atrapada está por fuera de los marcos de esa polí-
tica de la evidencia. No tiene que ver con la certeza de una realidad
sino, entre otras cosas, con la mirada que nuestres interlocutores
tienen de nuestra posición en el campo y con nuestra imposibilidad
como etnógrafes de decidir completamente dónde estar.
El devenir de las relaciones que la antropóloga iba explorando
hizo que se concentrara en un trabajo extenso con Madame Flora,
una mujer que desembrujaba mediante la lectura del tarot y la car-
tomancia, además de pequeños rituales de limpieza y protección que
prescribía a sus clientes. Favret-Saada intentó realizar un acompaña-
miento etnográfico a estas sesiones, pero rápidamente percibió que
esto era imposible, al menos en los términos clásicos de la etnogra-
fía. Durante los encuentros entre la tarotista y las víctimas de bru-
jería, la antropóloga se veía imposibilitada de registrar, recordar y

autonomía –21
sistematizar lo que veía y sentía. La intensidad de las sesiones se tra-
ducía en una especie de amnesia etnográfica que impedía cualquier
tipo de registro clásico. Sin embargo, en lugar de intentar y hasta
casi forzar una “observación participante” imposible, la etnógrafa
decidió dejarse llevar por las situaciones y soltar las exigencias del
método, cuyo registro se vio rápidamente reducido a grabaciones en
cassettes. Favret-Saada decidió quedarse.
En la década de 1990, luego de publicar su etnografía, Favret-Saada
dedicó un esfuerzo específico a reconsiderar sus reflexiones de campo.
Lejos de la observación participante (especialmente, de sus formas más
racionalizadas), pero también de cualquier tipo de “empatía”, redefinió
suexperienciadecapturacomoelestadodeser-estar-afectada(êtreaffecté).5
A partir de ese momento, esta noción pasó a ser presentada y pen-
sada como una herramienta que permitía interpelar las exigencias
del método clásico. Y aunque es cierto que nadie puede elegir ser afec-
tado (es una condición que depende de las relaciones de campo), sí es
posible desarrollar una disposición metodológica amplia que permita
dejarse llevar por las fuerzas del campo. Se trata de permanecer en la
incomodidad de lo incontrolable, y de abrazarla como un modo de
conocimiento. Para esto, deben ser convocadas nuevas disposiciones
corporales y afectivas, aquellas que la razón analítica opaca.
Durante muchos años, y a pesar de su potencia, sus reflexiones
pasaron desapercibidas en muchas discusiones sobre etnografía. En
otros casos, fueron retomadas pero despojadas de la fuerza radical
de sus argumentos, transformándolas en una variación de la idea de
reflexividad. No obstante, y tal vez eso sea un desprendimiento ines-
perado por la autora, en los últimos años sus reflexiones comenzaron
a resonar con muchas perspectivas contemporáneas. Especialmente,
con aquellas interesadas en discutir etnográficamente las diferen-
cias radicales que existen entre los mundos visitados por les antropó-
logues. Ser-estar-afectade puede ser hoy una forma de pensar los modos

5  En francés, el verbo être retiene la ambigüedad entre ser y estar, lo que en español
generalmente termina siendo traducido como ser-estar. Aquí, seguimos esta opción
con la intención de enfatizar, simultáneamente, la afectación como una disposición
previa (siempre disponible, virtualmente) y como un estado relacional, que depende
de un anclaje empírico.

22 –
posibles de conexión entre estas realidades divergentes, que desafían
las traducciones antropológicas más frecuentes.
A estas nuevas conexiones, repletas de incomodidades elegimos
llamarlas estar-en-la-trampa.

Estar-en-la-trampa

Las discusiones sobre el conocimiento etnográfico se encuentran


atravesadas, generalmente, por la idea de reflexividad como una
herramienta del antropólogue para, entre otras cosas, hacer cons-
cientes sus propios lugares de enunciación y verdad. Las discusiones
sobre este asunto en antropología llevan décadas y miles de páginas
escritas; sería imposible resumirlas aquí con justicia. En su lugar, y
solo para enfatizar una de las aristas del debate, es posible retomar un
comentario de Marilyn Strathern, que constituye parte de sus tempra-
nas respuestas a las críticas posmodernas hacia la práctica antropoló-
gica. La autora inglesa apunta contra el riesgo de asociar la “reflexi-
vidad” con el único trabajo de generar una mayor “autoconciencia”
del antropólogue, aumentando sus herramientas de “crítica”.6
En otras palabras, que el encuentro etnográfico con otres termine
siendo transformado en una disposición que solo nos sirva para ase-
gurar los modos que aseguran las certezas de nuestro mundo.
Lo anterior también nos recuerda lo que el antropólogo Claude
Lévi-Strauss (1979) afirmaba sobre la observación participante: que
el observador forme parte de la observación lo lleva a la búsqueda
de una mayor autoconciencia, pero solo como la primera parte de la
reflexión etnográfica. Lo necesario, lo que viene después, es despla-
zarse de la comodidad de ese lugar para observarse (como “objeto”)

6 “Existe una tendencia a equiparar reflexividad con mayor autoconciencia, y así


considerarla una virtud personal que una persona sensible revela en sus escritos.
Puede parecer que los antropólogos están predestinados sólo a perfeccionar una
autoconciencia cada vez más exquisita” (Marilyn Strathern 1987: 17-18, nuestra tra-
ducción). Nos recuerda también un pasaje del texto clásico de Favret-Saada, “Être
Affecté”: “Cuando un etnógrafo acepta ser afectado, eso no supone identificarse con
el punto de vista nativo, ni aprovecharse de la experiencia para ejercitar su narci-
sismo” (Favret-Saada 1990b: 7; ver también 1990a).

autonomía –23
desde el punto de vista de otre. Se trataría, podríamos decir, de
una suerte de ejercicio “perspectivo” del trabajo etnográfico que no
domestique la diferencia. En términos de Favret-Saada, podríamos
decir que se trata de dejarnos impactar por aquellas fuerzas y relacio-
nes que afectan a las personas con las que trabajamos, para desde allí
mirar nuevamente el trabajo antropológico.
En relación a estas ideas, en 2003, el antropólogo brasileño Mar-
cio Goldman describió un evento que podía ser traducido en los tér-
minos de ser-estar-afectade. Durante el despacho de una hija de santo,7
del candomblé de Bahía, le solicitaron ayuda en el traslado de los
objetos de la fallecida: al llegar al lugar y mientras se terminaba el
ritual, el antropólogo comenzó a escuchar una percusión que lle-
gaba de lejos. No sabía de dónde provenía el sonido, pero luego uno
de sus interlocutores le sugirió que esos tambores podían no ser de
este mundo, sino del mundo de los muertos. Más allá de intentar
discernir de dónde provenían “realmente” los tambores (explicación
materialista), o de pretender explicar las razones que llevaban a su
interlocutor a “creer” eso (explicación mística), Goldman se sirve de
la fuerza de este evento etnográfico en términos de “afección”: se tra-
taba de un evento de comunicación involuntaria, parcialmente inte-
ligible gracias a la intervención de su interlocutor de campo. Aquí el
autor se descubre viviendo un tipo de experiencia que no es la misma
que la de sus interlocutores, pero que tiene con las de elles un punto
de contacto –de manera similar a como Favret-Saada se encontró
viviendo una situación de brujería que, aunque diferente de las vivi-
das por les campesines, tenía con las de elles una conexión.
Además, creemos que Goldman realiza un movimiento extra, al
extender las reflexiones sobre la afección en el marco de las discu-
siones contemporáneas sobre conexiones parciales y simetrías entre
mundos. Los tambores, en este sentido, reclamaban ser entendidos
en su intensidad, como un evento entre-mundos, más allá de las clá-
sicas políticas de la evidencia. Antes que dedicarse a “desentrañar”

7  En el candomblé, cuando se produce el deceso de una hija o hijo de Santo, se orga-


niza el despojo o “despacho” de los objetos del fallecido.

24 –
su veracidad, Goldman toma en serio las palabras de sus interlocuto-
res confiriéndole, en su descripción, dignidad ontológica al evento.
Lo que interesa a este libro es resaltar este desplazamiento, que
tiene la capacidad de servirse de la afección para imaginar conexio-
nes posibles entre mundos. Estar-en-la-trampa es la forma que elegi-
mos para describir las consecuencias que la afectación tiene en el diá-
logo entre realidades divergentes, en un intento por hacer explícita
la confluencia de diversas trayectorias de pensamiento y de trabajo
etnográfico.
Estar-en-la-trampa, así, condensa el ejercicio transversal del tipo
de etnografía que aquí defendemos: uno que se dispone a las fuerzas
del campo y no evade la necesidad de hacer de estos impactos una
experiencia de conocimiento. Insistimos en que no se trata de trans-
formar estas fuerzas en “datos culturales” o “creencias”, ni de reducir
el ser-estar-afectade a una anécdota personal o a un hecho social facti-
ble de ser completamente explicado (Favret-Saada 1990b). Las fuer-
zas de la afección escapan a la expectativa de la representación y del
control de la disciplina y nos obligan a habitar las encrucijadas, deli-
neando una política de conversación entre mundos cuya administra-
ción escapa a nuestro patrimonio exclusivo.

Los textos

Los textos que componen este libro se confrontan con diferentes tipos
de afecciones en campo.8 La primera de las fuerzas que se hace presente
es aquella que interpela las posibilidades de los cuerpos en el trabajo
etnográfico. ¿Qué puede y qué no puede un cuerpo?, se preguntan Luisa
Elvira Belaúnde y Santiago Martínez Medina. ¿Es posible “tocar” otras
“realidades”, atravesar anatomías que no pertenecen a nuestro mundo?
La sangre menstrual y las vísceras, que suelen pensarse domiciliadas
en una anatomía universal, devienen aquí materialidades particulares,
que enlazan mundos y dibujan los contornos de cuerpos que nunca se

8  Algunos de los textos publicados aquí formaron parte de dos talleres, realizados
en 2016 y 2020 en la Universidad Nacional de Córdoba, que tuvieron el objetivo de
discutir las nociones de afecto y afección en el trabajo de campo etnográfico.

autonomía –25
ajustan a la figura humana. El sentir de los cuerpos, de etnógrafes y de
otres, conecta experiencias de conocimiento, que permiten la conver-
sación, pero señala, también, sus límites. Las conexiones son siempre
parciales.
Como si se comiera un animal vivo, que no para de moverse en
las vísceras, el trabajo etnográfico vuelve a casa en el cuerpo. El tra-
bajo no termina, nunca, en el campo. El campo no es un lugar, es
un campo de fuerzas, que sigue moviéndose mientras está activo. Lo
prolonga la escritura.9 Lo prolongan los sueños. Esta segunda fuerza,
que inaugura el texto de Belaúnde se extiende en los escritos de María
Carman, Bernarda Marconetto y Emilio Robledo. El mundo incon-
trolable de los sueños, que afecta, de igual y diferente manera a la
vez, a etnógrafes y a sus interlocutores se transforma en una de las
versiones más claras del estar-en-la-trampa. “Soñar con el campo”,
más que el reflejo de una psique (pre)ocupada con el estudio etno-
gráfico, puede ser el efecto de un proceso de afección que excede la
individualidad pretendida del etnógrafe. Las apariciones de un genio
egipcio que regatea, de una orangutana que abraza, de pruebas de
fuerza en el monte chaqueño, se transforman para les interlocutores
en pruebas claras de que el etnógrafe está, al menos momentánea-
mente, implicado en su mundo. Pero lo más importante: al conferir
dignidad al campo de fuerzas oníricas, las disposiciones para el cono-
cimiento se reconducen hacia lugares que nuestres interlocutores
reconocen como fértiles. El etnógrafe también es en el sueño.10
Hay seres que parecieran vivir solo en sueños; hasta que se hace
trabajo de campo. A esto apuntan el texto de Carolina Álvarez Ávila,

9  Existen muchos textos y reflexiones sobre la escritura etnográfica y su importan-


cia en la interpretación/traducción de los mundos estudiados (como ejemplos con-
temporáneos de la antropología local, ver Guber 2011, 2013; Quirós 2014). Para esta
introducción, nos resultan estimulantes las reflexiones de Marylin Strathern (1999),
que considera la escritura como un “segundo campo”, que entra en comunicación,
y también movimiento (según Stolze Lima 2013), con el trabajo etnográfico original.
Ver también las reflexiones de Favret-Saada (2012) sobre las relaciones entre escri-
tura etnográfica y brujería.
10  “Ser-en-el-sueño” es una categoría de Pablo Wright (2008) que nos ilumina sobre
las formas indígenas qom de existencia, sugiriendo analogías entre las experiencias
oníricas y de vigilia. Aquí la extendemos, de forma algo especulativa, para imaginar
modos posibles de describir el ser-estar-afectade en el trabajo de campo.

26 –
y los nuestros, Celeste Medrano y Francisco Pazzarelli. En los paisa-
jes de las sierras, del monte chaqueño y de las quebradas andinas
convergen relaciones vitales que, muchas veces, desafían los Reinos
11
modernos en los que se pretende ordenar la vida y sus modos.
Plantas, animales y humanos deben fabricarse, continuamente,
y el etnógrafe, en una radicalización de la observación-participante,
deviene parte activa de esa red de manufacturas mutuas: se hacen
perros, se hacen montes, se hacen paisajes. ¿Se hacen montañas? Las
perspectivas que las “rocas” tienen sobre les etnógrafes, y las relacio-
nes involuntarias que les imponen, vienen a disputar los límites de
lo abiótico y la potencia de aquello que, sin exigir “vida”, existe y nos
arroja a la trampa. ¿Cuántas realidades, cuántas verdades?
Ser-estar-afectade discute la idea de una verdad. ¿Cuáles son los
modos de existencia de las verdades de otros mundos? Las reflexiones
de Romina Cravero, Marcos Gastaldi, José María Miranda, Gabriel
Rodrigues Lopes y Valentina Stella demuestran que el ingreso al
mundo de las verdades de nuestros interlocutores depende de rela-
cionamientos que exigen perder el control y abandonar nuestras
voluntades iniciales. Integrar parcialmente estas relacionalida-
des supone cortar momentáneamente con nuestras redes previas12,
incluso aquellas que nos permiten presentarnos como “expertes” en
situaciones de violencia y conflicto. Al contrario, frecuentemente
las comunicaciones involuntarias en campo reclaman un involucra-
miento en tanto parientes o amigues, antes que como colaboradores
o militantes. Los textos de este libro señalan que las verdades rara vez
significan acuerdos y que las divergencias adquieren una densidad
ontológica que es necesario habitar.
Estar-en-la-trampa se aleja de cualquier relativismo o exotismo y de
cualquier intento de“explicar” las verdades ajenas, si por eso entende-

11 Un texto reciente de Bernarda Marconetto y Juan Villanueva (2019) apunta a la


hegemonía de los Reinos y sus divisiones en el pensamiento arqueológico contem-
poráneo que, sin duda, ayuda también a pensar el trabajo etnográfico.
12  ‘Cortar la red’ (cutting the network) es un ejercicio que Marilyn Strathern sugiere
como un momento de “pausa interpretativa” (1996: 522) que nos permita detener la
producción de sentidos culturales para que otros mundos y sus relaciones particu-
lares proliferen.

autonomía –27
mos la operación de aplanar las multiplicidades de los mundos ajenos13.
Se trata, en todo caso, de habitar la incomodidad de aquello que
nuestres interlocutores tienen como sus verdades, incluso cuando
son para nosotres inexplicables o cuando van en contra de nuestras
certezas morales. En este sentido, y siguiendo la provocación de
otro antropólogo brasilero, Viveiros de Castro, podríamos decir que
no es la “relatividad de lo verdadero, sino la verdad de lo relativo”14
lo que describe el gesto etnográfico que defendemos.

***

Las fuerzas convocadas hasta aquí, las del cuerpo, del sueño, de
la vida y de la verdad, resumen brevemente los modos en que cada
autor y autora declina etnográficamente la idea y el estado de estar-
en-la-trampa. Se trata, en varios casos, de reflexiones en curso, mez-
clas y combinaciones impuras, que nos obligan a pensar los estados y
modos del trabajo de campo.
En la segunda parte de este libro, dos textos finales conforman
un último movimiento, de carácter teórico-metodológico, que ofrece
herramientas para continuar pensando aquello presentado por los
capítulos de corte etnográfico. El texto de Suzane de Alencar Vieira,
primero, describe con precisión los sentidos posibles y las consecuen-
cias potenciales de la afección y de sus formas. El detalle de su análi-
sis de la obra de Favret-Saada y de sus consecuencias sobre la antropo-
logía contemporánea nos conduce, en segundo y último lugar, a una
reflexión sobre sus límites. ¿Qué sucede cuando la trampa impide
hablar? ¿Cómo emerge lo indecible? El texto de Verónica Lema asume
el desafío de escribir sobre esta imposibilidad: de lo que sucede
cuando el cuerpo no tiene espacio para que habiten ciertas palabras.

13 Al respecto, es relevante subrayar la diferencia metodológica (y ética, política…)


que recupera Marcio Goldman (2006: 28) entre “explicación” y “explicitación”, a la
hora de imaginar la posibilidad de una teoría etnográfica.
14  Recuperamos aquí la cita y el diálogo que propone Viveiros de Castro (2002: 129)
con Deleuze, en su artículo “O nativo relativo”, considerado seminal para muchas de
las reflexiones que dieron origen a los esfuerzos de este libro.

28 –
***

Y asumiendo el desafío de lo incontrolable, decidimos montar


una última trampa.

Trampa-Tarot

Imaginamos este libro como un campo de fuerzas abierto. Uno que


no clausure el devenir de cada texto. ¿Cómo hacerlo? Volver a desple-
gar las ideas es parte del trabajo de los lectores, pero ¿es posible antes
dar un paso más? ¿Interpelar a los textos con una reflexión que les sea
ajena, que hable otras lenguas, que formule otras preguntas? ¿Dejar-
los en un estado de indeterminación extra? En las múltiples respues-
tas que se nos aparecían, decidimos, por un lado, convocar a varies
colegas para que leyeran y opinaran sobre el contenido del libro,
haciendo de sus devoluciones la actual contratapa y los, múltiples,
prefacios y posfacios de este volumen. Pero, por otro lado, queríamos
abrir el libro todavía más. Y, entonces, el tarot emergió como la posi-
bilidad más obvia, la que exudaba la etnografía de Favret-Saada.
En uno de sus textos, originalmente publicado en 1990 (“Ah! la
féline, la sale voisine...”) y luego incluido como Capítulo 4 del libro Désorce-
ler, la autora describe y analiza los modos en que la desembrujadora,
Madame Flora, utiliza los juegos de cartas para tratar a sus clientes.
Como en toda tirada de tarot, existen códigos de colores y asociacio-
nes entre palabras, imágenes, frases y números, que permiten inter-
pretar los males que aquejan a los embrujados, los orígenes de los
hechizos y las formas de resolverlos. Cada tirada, cada carta, cada
composición, abre un nuevo campo de posibilidades, revela conexio-
nes, proporciona salidas.
Imaginamos, entonces, un ejercicio extra: “tomar en serio” los
modos de conocimiento desplegados en la Bocage, sus gestos y sus
materialidades. Se tratará de exponernos a la lengua oracular de los
arcanos del tarot. Es decir, tiraremos las cartas para el libro que tene-
mos entre manos. Sin embargo, antes que incorporar las cartas en los
términos de una “simetría” entre saberes o como parte de un juego

autonomía –29
que sugiera equivalencias o traducciones apresuradas, nos interesa
invocarlas como una fuerza extra que interpele a los capítulos, sin
necesidad de ninguna explicación posterior. Una que nos obligue, al
menos parcialmente, a perder parte del control. Con esto en mente,
y en anuencia con les autores, arrojamos los textos a esta nueva
trampa que obligará, tal vez, a una reterritorialización de las ideas
en un campo que no les es propio. Un territorio de incomodidades.
Entonces, ¿cómo juega el tarot en este libro (el tarot es un juego
de cartas, ante todo)?15 Las cartas se inmiscuyen (¿conversan?) entre
los textos etnográficos. La tarotista que diseñó el ejercicio y abrió el
campo de fuerzas de este libro, Flor Zentner, realizó una tirada para
cada uno de los espacios que intermedian los textos. En cada caso y
luego de mezcladas, las cartas, todos arcanos mayores,16 se dispusie-
ron boca abajo para luego descubrir tres de ellas. La extensa lectura
que se hacía de cada tríada era luego condensada en un pequeño
texto; ambas cosas, cartas y “lectura”, se ubican entre un capítulo
y otro. Estos conjuntos de imágenes-texto, en ocasiones parecen
extender las interpretaciones de los autores hacia otros lenguajes,
subrayan ideas y relaciones, o apuntan conexiones impensadas. En
cualquiera de los casos, se presentan como mapas posibles, pistas
para navegar hacia la conversación entre mundos.
El formato elegido para la presentación de las tiradas, que entrega
las imágenes de las cartas junto a una breve lectura poética, intenta
escapar a las explicaciones cerradas. Al contrario, se abre a las múl-
tiples interpretaciones posibles que tanto autores como lectores pue-
den hacer. Así, pueden ser consultadas en continuidad con los capítu-
los que preceden o anteceden, como conectores entre textos, de forma
aislada, o componiendo un relato propio. Con esto, se abre la puerta

15  Sin dudas, no pretendemos simular ningún desembrujamiento aquí –ni tampoco,
en principio, esperamos ningún efecto terapéutico. Al tirar el tarot, lo que nos inte-
resa es ejercitar la posibilidad de que emerja un discurso alternativo y, en principio,
exterior a los procesos de afección que evocan los textos y a las descripciones que
hacen sus protagonistas. En otras palabras, creemos que las cartas vienen a desafiar
la autoridad epistemológica de les autores sobre sus propias relaciones construidas
en campo.
16  Madame Flora, la desembrujadora consultada por Favret-Saada, hacía uso de una
versión del tarot de Madame Lenormand; en nuestro caso recurrimos a los arcanos
mayores de una versión del Tarot de Marsella.

30 –
a nuevas incomodidades generativas, que permitan habitar trampas
antes impensadas.
La tarotista decidió realizar una última tirada de cartas, general.
Además de cierre o corolario final de las reflexiones etnográficas de
les autores, las últimas cartas bocetan, para nosotres, una inespe-
rada interpelación al quehacer antropológico, a las potencialidades
de la etnografía, pero también a sus límites y desafíos. Tal vez, la
ciencia que Occidente supo inventar para pensarse a sí mismo a tra-
vés de les otres sea solo un paso, un brote joven, indispensable quizá,
para imaginar algo más.

Desear-trampas.

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32 –
Primera Parte

Movimientos Etnográficos

autonomía –33
34 –
Energías opuestas, la integración del inicio, gestación.
Conexión, cielo y tierra, ego y humildad. La unión como camino,
entrelazar la armonía abierta.
Lo que va de la mano: complementos paralelos.
Tensión, sin fusión.

autonomía –35
36 –
Manos y tactos en la etnografía
de cuerpos parcialmente
afectados
Santiago Martínez Medina

Nuestro cuerpo mismo es el ejemplo palmario de lo ambiguo


William James (2020: 110).

No tocar

autonomía –37
La imagen procede de mi diario de campo etnográfico. En ella intento
ubicar en lo que es un burdo esquema del tronco de un humano la
posición de una entidad elusiva para mi comprensión y mi sensación
anatómica. Debo decir que estudié y me gradué como médico y que,
trabajando en un hospital de nivel básico en Bogotá, fue que conocí
de primera mano que puede que los niños tengan en el abdomen
cosas que no salen en los libros de anatomía. Mi principal fuente esa
mañana fue doña Elena, una mujer que contaba con unos setenta y
tantos años en la fecha en que tracé estas líneas en el diario, el 12 de
febrero de 2011. Sin embargo, mi diario dice que en este momento
también estaba con otras señoras, algunas de las cuales colaboraron
en este particular dibujo, todas ellas cabildantes indígenas urba-
nas pertenecientes a un proceso de reorganización étnica similar a
los varios que surgieron en la última década del siglo XX en Colom-
bia (Martínez Medina 2009; Jackson 2019). Para entonces ya llevaba
varios años intentando sentir lo que tocan en los abdómenes las muje-
res que saben curar el descuaje, una dolencia bastante común entre
los niños del altiplano de la cordillera oriental colombiana. Había
asistido ya a varios de estos tratamientos, consistentes en masajes
vigorosos sobre los abdómenes embadurnados en aceite. Según estas
mujeres, el masaje reubicaba una tripa en su lugar, la que algunas de
ellas llaman cuajo, corrigiendo los síntomas gastrointestinales de los
niños –en particular diarrea, malestar general, palidez y una larga
lista de lo que yo llamaba “síntomas inespecíficos”–. En el masaje, o
sobo, la sobandera no solo siente con sus manos, sino que también
escucha con sus oídos el cuajo, de tal manera que es capaz no solo de
identificarlo, sino también de ubicarlo de nuevo en su posición.
Alrededor del punto que señala el ombligo en la ilustración, un área
en blanco delimita lo que me decían era el lugar donde debería estar
esa curiosa tripa. Los círculos cruzados por líneas señalan las muchas
localizaciones donde estas mujeres han encontrado el cuajo volteado.
Al lado del esquema se lee: “1-Baja por el susto, un golpe, siempre para
abajo o montarse a un lado. A veces se baja tanto –cicla [bicicleta], sal-
tar lazo, pasamanos– va a dar con el golpe al lado inguinal”. Al otro
lado, dice: “2-frío-de cólico-puede afectar el cuajo”. Esas son las razo-
nes por las cuales se desubica esta tripa: golpes, movimientos bruscos,

38 –
cambios de temperatura. Mi esquema hace un énfasis en la ubicación,
dejando las causas fuera del cuerpo. Hoy en día pienso que tampoco es
gratuito que dibujara esos lugares como figuras redondeadas, densas,
consistentes. La fuerza de la descripción del cuajo como tripa me hace
imaginarlo y dibujarlo, como un órgano.
Mi esquema se complementa con un dato etnográfico: nunca he
podido tocar o escuchar el cuajo. Cuando las sobanderas intentaban
enseñarme, yo sentía en los abdómenes de los niños enfermos el tipo
de entidades que aprendí a sentir y a escuchar en la carrera de medi-
cina, tiempo antes de conocer a estas mujeres. Toco órganos, toco
estructuras anatómicas, toco resistencias musculares, escucho peris-
taltismos. Aquello que mis manos no sienten, intento trazarlo en mi
diario de campo. Cuando Nelsy, terapeuta tradicional de la misma
comunidad, vio el dibujo me dijo sin muchos rodeos que el cuajo vol-
teado está donde se lo puede sentir. Entendí entonces que las muje-
res no necesitan esquemas que señalen localizaciones porque ellas
tienen manos capaces de hacer cuajo en las barriguitas de los niños
descuajados. El esquema obviamente era para mí: intentaba el gesto
de la anatomía médica que es capaz de materializar entidades ana-
tómicas en ilustraciones. Además de no tocar y no escuchar, estaba
haciendo que aquello que está más allá de mis manos y mis oídos
se hiciera en un medio que le es ajeno. En ese sentido Nelsy es con-
tundente ya que el cuajo volteado es siempre también las manos de
la sobandera que lo siente, lo ubica y lo reposiciona. Es donde se lo
siente. Es mi ilustración la que intenta hacer del cuajo volteado algo
separado de las manos que saben tocarlo, de los oídos que saben escu-
charlo, de los cuerpos donde se voltea y de aquellas mujeres que saben
sobarlo. Mi esquema es otra manera de no tocar el cuajo y, no obs-
tante, es una manera de intentar experimentarlo.

¿A qué nos obligan nuestros cuerpos?

La barriguita, el aceite de cocina, las manos de la sobandera. La


mujer, doña Elena, Nelsy, doña Mercedes, toca algo y escucha algo.
Invita a que yo toque y escuche. Yo toco otra cosa, si escucho algo escu-

autonomía –39
cho movimientos intestinales. La mujer con paciencia y generosidad
vuelve a tocar y me invita de nuevo. ¿Cómo si ella lo tiene entre sus
manos y pone allí mis manos, yo no toco lo que ella me invita a tocar?
Estamos tocando juntos algo dentro del abdomen del niño, pero no
tocamos lo mismo porque al menos yo no toco cuajo volteado. La
simultánea presencia de dos entidades en la relación entre el abdo-
men de los niños y nuestras manos es una suerte de equivocación
(Viveiros de Castro 2004) en la que no podemos estar del todo seguros
incluso sobre si estamos tocando lo mismo, por más que nuestras
manos estén tocando juntas algo. Esta equivocación de los cuerpos
evidencia una divergencia en lo que el cuerpo del niño puede tener
dentro que puede ser sentido con las manos, y una divergencia de
las manos que son capaces de sentir algo, que no es una sola cosa,
juntas. En este ejercicio, aunque tocamos juntos nunca tocamos una
sola cosa. Si nuestras prácticas convergen en algo es en que tocando
el abdomen se obtiene noticia de lo que está adentro, que puede, a su
turno, ser de alguna forma intervenido, movilizado, reposicionado.
Más allá de ello no puedo estar seguro. Tocamos y no tocamos jun-
tos con la sobandera: en este caso uno es demasiado y muy poco al
mismo tiempo.
Más que esta curiosa aritmética, me interesa pensar en la manera
en la que mis manos me obligan a tocar ciertas cosas y no otras. Des-
pués de años de entrenamiento, mi tacto no es cualquier tacto. Es un
tacto entonado con el tipo de entidades para las cuales fue entrenado
(Despret 2008). Hígado, intestino, peritoneo, presencia de masas,
resistencia muscular. Si tener un cuerpo “es aprender a ser afectado”,
en el sentido de efectuado, movido, puesto en movimiento (Latour
2004), el largo entrenamiento médico ha hecho que mis manos
aprendan a ser afectadas por aquello que saben tocar, y a lo que
tocan, afectado por mis manos. En el anfiteatro, en el consultorio,
en la sala quirúrgica me hice con un cuerpo al tiempo que hacía el
cuerpo de cierta manera. Un cuerpo hecho de cuerpos estrechamente
articulados (Martínez Medina 2016, 2021).
Hay centenares de ejemplos, por ahora solo algunos: los médi-
cos aprenden a palpar el abdomen del paciente acostado para que sus
músculos estén relajados y puedan así permitir la exploración pro-

40 –
funda. Este simple gesto, pedir al paciente que se acueste, implica
una manera de tocar que moviliza al paciente con el fin de permitir al
médico ser movido por lo que el interior del paciente tiene que decir.
Y ese es solo el principio. Se aprenden consistencias y se aprenden
maneras de tocar. Se aprenden presiones y formas de presionar. Los
buenos médicos aún saben golpear el abdomen con sus dedos para
recibir información de sus contenidos: a la percusión los órganos
sólidos suenan mate, mientras los órganos con aire en su interior
son sonoros sin llegar a ser timpánicos. Semiología es el nombre de
la ciencia de la entonación de los cuerpos en medicina. Se aprende a
sentir y a pensar de otra manera siempre en contacto con otro cuerpo,
siempre en, a través y por la relación.
Existen otros contactos y otras relaciones. Recuerdo que doña
Mercedes, después de unas cuantas preguntas a la madre de los niños
descuajados, también les pide que se acuesten. Ella también explora
el abdomen con sus ojos, mira la cara de los niños, su palidez o su
rubor. Las sobanderas saben ver en los niños descuajados cuándo tie-
nen un ojo más pequeño que el otro o un pie más largo que su con-
trario. Luego, también con el abdomen del enfermo desnudo, doña
Mercedes aplica aceite casero y empieza a palpar. Sus manos son
hábiles y se mueven en círculo alrededor del ombligo, arriba y abajo,
con fuerza. Las sobanderas tienen unas manos que pueden responder
al cuajo volteado al tiempo que pueden hacerlo en los abdómenes de
los niños enfermos. Escuchan también. Un sonido que para mí es gas
en el intestino puede que sea cuajo para las sobanderas, cuajo siendo
reposicionado por sus manos. No lo sé, no puedo estar seguro. El
masaje termina cuando la sobandera siente que ha logrado su come-
tido. Muchas de ellas repiten el procedimiento al menos tres veces,
otras utilizan una faja para evitar que el cuajo vuelva a desplazarse.
Isabelle Stengers piensa con la figura de la “captura recíproca” la
manera en la que en las prácticas emergen entidades en y por la rela-
ción, proceso de “coinvención de un ser y de aquello que sus requisi-
tos han satisfecho” (Stengers 2010: 38). Lo que las mujeres llaman
cuajo y que describen como una tripa existe para ellas y ellas existen
para el cuajo. Las mujeres son sobanderas porque pueden sobar (aun-
que soban muchas más cosas que cuajos), mientras que el cuajo es

autonomía –41
cuando la sobandera en el sobo lo encuentra volteado y lo reposiciona.
Stengers hace un énfasis especial en los requisitos. Su análisis no es
de condiciones de posibilidad sino de obligaciones y requerimientos.
En la medida en que se trata de un logro práctico, estos requisitos que
deben satisfacerse son por completo materiales y situados. En nues-
tro caso, el abdomen del niño descuajado y las manos de la soban-
dera, los síntomas que yo describo como “inespecíficos” y el aceite de
cocina o la faja que se pone en algunos casos. No todos los requisitos
son igualmente perentorios. Algunos tienen el poder de obligar: si se
satisfacen obligan el acuerdo entre pares, si no lo hacen la entidad
no puede emerger en la acción. En el caso que nos convoca pienso
que las manos de la sobandera son obligatorias, porque otras manos,
las mías, no permiten la emergencia del cuajo. Con Stengers puedo
así formular mi pregunta sobre la obligación de los cuerpos. Si las
manos de la sobandera son una obligación para la existencia del cuajo
–y viceversa, aunque no en la misma medida, ya que la captura recí-
proca no implica simetría–, puedo ver en mi fracaso al hacer cuajo
el resultado de la forma en que mis manos no cumplen con la obli-
gación que el cuajo demanda. Manos cuyas articulaciones con otras
entidades significan y responden a otras obligaciones.
Esta noción de “captura recíproca” da un sentido aún más estricto
al proceso de entonación mutua con el que también estábamos pen-
sando manos y entidades dentro de los abdómenes. En mi trabajo
este sentido es importante como quiera que permite imaginar las
implicaciones que las prácticas de sobar o de palpar anatómicamente
tienen entre ellas, en particular en la manera en la que la segunda
tiende a anular a la primera. Stengers considera que su concepto
ayuda a “resistir la tentación de confundir ideas y prácticas” (Sten-
gers 2010: 39): las ideas podrían “coexistir angelicalmente, o lúcida-
mente reconocer que son, de hecho, ‘solo ideas’”, mientras que las
prácticas, con este sentido de requisitos no.
Las prácticas no pueden, más que los seres vivos, dirigirse a un
mundo silente, el dócil sustrato de convicciones e interpretaciones;
su modo de existencia es relacional y constreñido, no alucinatorio y
visionario; sus manifestaciones no se refieren a una autoridad más

42 –
general de quién serían una traducción local, sino al aquí y ahora que
fabrican y que las hace posibles. (Stengers 2010: 40)
Aquí y ahora que puede estar sujeto a una divergencia profunda,
aquella de lo que yo sentía y de lo que la sobandera sentía en el mismo
abdomen, al mismo tiempo. Si permanecemos en la práctica obten-
dremos solamente ese momento intensivo de divergencia. No hay
aquí ninguna posibilidad más allá de la de advertir que nuestras
manos en relación con el abdomen se exceden mutuamente. Si opto
por el gesto que autoriza a la medicina para decir lo que hay en el
cuerpo, son mis manos las que hacen que el cuajo no sea posible,
porque están obligadas y me obligan a otras entidades, a otras rela-
ciones, a otras maneras de hacer el cuerpo y mi cuerpo. Un cuerpo que
obliga y que es obligado es un cuerpo político, en el sentido ontoló-
gico del término.

Tocar como etnógrafo

Hoy miro mi vieja ilustración y recuerdo a las señoras que generosa-


mente me permitieron entrar a sus casas y a sus huertas, a las habi-
taciones en las que hacían sus sobos y a las cocinas donde preparaban
el café que luego compartíamos. Me llamaban doctor. Fui, de hecho,
el médico de algunas de ellas, como lo fui de muchos de los niños
descuajados, cuando hacía consulta externa en el pequeño centro
de salud del barrio. Ellas no intentaban enseñarme el cuajo volteado
porque fuese antropólogo, sino porque era médico. Hoy pienso
que por ello palpábamos juntos los abdómenes. De forma compleja,
aunque era mi interés etnográfico el que me llevaba a solicitarles que
me enseñaran, eran las manos del médico las que palpaban. Ellas,
por su parte, enseñaban gustosas al doctor que no sentía, y al tiempo
abrían todo un campo de indagación antropológica para mí.
De alguna forma este juego de encuentros parciales está tam-
bién plasmado en la ilustración. No solo está ahí lo que las mujeres
dijeron y yo interpreté en términos médicos (haciendo, por ejemplo,
del cuajo volteado una entidad redondeada, que ocupa un espacio y
que se puede ilustrar, una medicalización en la medida en que hace

autonomía –43
del cuajo un órgano o una estructura anatómica), sino también ese
intento fútil de traducción. Más que cuajo volteado, la ilustración se
refiere a nuestra relación, una relación etnográfica atravesada por la
medicina alopática y la anatomía médica, por ese otro vínculo en el
que yo era médico y ellas podían ser mis pacientes. Un intento más de
mi cuerpo por experimentar el cuajo en relación con las mujeres que
probablemente querían que yo pudiera pintarlo, tocarlo y escucharlo.
Tener un cuerpo es aprender a ser afectado. Es exponerse cotidia-
namente a la pregunta por lo que puede un cuerpo o, para decirlo de
otra forma, es exponerlo a afectos que puede que no pueda soportar
(Deleuze 2005). No se puede saber de antemano. Lo que puede un
cuerpo debe ser resuelto siempre de manera situada y concreta. Mi
cuerpo obligado por sus propias articulaciones no puede hacer cuajo
volteado como lo hacen las sobanderas, pero es mi cuerpo el que siente
el desconcierto de palpar y sentir, de oír y no escuchar, de pintar y no
ver. Es la intensidad de la divergencia que pone en acción el cuajo
volteado no tocado, no escuchado, no visto, el que se constituye en
un motor para pensar. Me pone en movimiento, me afecta. Sin dejar
de tocar como médico ya no estaba tocando solo como médico. Tocaba
también como etnógrafo, un tipo de tacto parcialmente conectado,
pero no exactamente igual, capaz de sentir en la experiencia del no
tacto el efecto intensivo de la divergencia.
Jeanne Favret-Saada (1990) nos propone dar a la afección un esta-
tuto epistemológico, que parte de hacer de la participación etnográ-
fica un escenario para “dejarse afectar” o “aprender a ser afectado”.
Si consideramos al cuerpo como el sustrato material atravesado por
los afectos y definido en parte por estos (Deleuze 2005), tendríamos
que decir que la propuesta de Favret- Saada es también la de una
etnografía corporal, que pasa por explorar los límites de lo que nues-
tro cuerpo es capaz, “lo que no significa, por supuesto, que los afectos
involucrados sean los mismos para antropólogo y nativos, sino solo
que todos sean ‘afectados’” (Goldman 2008: 9). Nuestros cuerpos no
son capaces de todos los afectos, aunque no sepamos de cuáles son
capaces. En este espacio ambiguo, en el que entiendo Goldman (2003)
encuentra la razón para pensar la etnografía en términos de devenir,
es donde el cuajo volteado empieza a ser otra cosa en y por el trabajo

44 –
etnográfico. Un concepto sobre lo que está más allá de las manos
y de la ilustración, lo que no puede tocarse, aunque se lo toque, lo
que no puede verse, aunque se lo dibuje. Un concepto sobre cómo el
entrenamiento científico-técnico hace cuerpos que responden a cier-
tas obligaciones. Un motor, también, para comprender la forma en
la que nuestros cuerpos obligados son parte activa de la política de
las cosas. Intentando atrevidamente empujar a los autores que nos
inspiran, podríamos decir que la situación fecunda es aquella en la
que siendo afectado el afecto no es, de hecho, el mismo. Es enton-
ces cuando atizados por lo que nuestros cuerpos pueden solo parcial-
mente, podemos elaborar otra versión de lo que estudiamos, una en
la que el cuajo, en este caso, es una entidad elusiva y un concepto
sobre lo elusivo de ciertas entidades.
El cuajo volteado no tocado, no escuchado, no visto requiere de un
cuerpo que aprende poco a poco las obligaciones que este le demanda.
La pregunta debería ser entonces por cómo aproximarnos a estos afec-
tos de una forma experimental. La respuesta tendrá que encontrarla
cada uno según sus propias obligaciones, según sus propios cuerpos.
En mi caso implicó evitar al máximo completar el movimiento al que
me empujaban mis manos médicas: decir que el cuajo es realmente
aquello que yo tocaba cuando no tocaba cuajo. Aceptar que no sé que
es el cuajo, que no lo siento como lo sienten las sobanderas, que al
ilustrarlo fracaso. Cuidar al máximo la sensación de sorpresa, incre-
dulidad y extrañeza del cuajo que me afecta. Esta es, claro, una res-
puesta que siempre será parcial e incompleta, abierta a las nuevas
experiencias que me atraviesan.

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46 –
La danza del cosmos, colores. Flexibilidad, doblar sin quebrar.
Convivir no es mezclar: sin mojarse, sin quemarse.
Lo que excede.
Saberse extendido, comunidades ampliadas, lo mayor en lo
menor.

autonomía –47
48 –
Cuando la ropa también hace
trabajo de campo. Experiencias
oníricas en el Putumayo
Luisa Elvira Belaunde

En febrero de 2005 estaba en la comunidad de Mashunta, en el


río Putumayo, con dos colegas colombianos, Rufina Román y Juan
Álvaro Echeverri, cuando algo insólito nos sucedió. Viajábamos en
esa región amazónica de frontera entre Perú, Ecuador y Colombia,
siguiéndole la pista al yoco (Paullinia yoco), una planta medicinal muy
valorada por sus habitantes originarios, los siekopai,17 con quienes yo
había conducido mi investigación de doctorado hacía quince años.18
Nuestro equipo de investigación había sido organizado por Juan
Álvaro, especialista en el pueblo murui (uitoto), vecino de los sieko-
pai, y Rufina, investigadora indígena murui. También nos acompa-
ñaban un hombre murui y su hijo adolescente, que eran los lanche-
ros de nuestro bote. Cuando llegamos a la comunidad de Mashunta
fuimos bien acogidos, pero sucedió que un hombre mayor, que se

17 El pueblo siekopai pertenece a la familia lingüística tukano occidental y habita


la cuenca del Napo- Putumayo, con una población total de aproximadamente 700
personas en Ecuador y 800 en Perú. También son llamados secoya y airo pai (o aido
pai); este último nombre solía ser su autodenominativo en el Perú y yo lo utilizaba en
mis textos etnográficos (Vickers 1989; Casanova, 1980; Moya 1992; Cipolletti 2008,
Belaunde 2001). A finales de 2019, las federaciones ecuatorianas (OISE) y peruanas
(OISPE) decidieron que desde ese momento en adelante utilizarían el autodenomi-
nativo “siekopai”, que significa “gente pintada de rayas de colores”.
18  Entre sus múltiples usos, el yoco es usado de madrugada por los adultos siekopai
para hacer una bebida de sabor amargo, que te despabila y “hace botar la pereza”
(Bolivar, 2007; Belaunde y Echeverri, 2008a y 2008b; Belaunde, 2019).

autonomía –49
encontraba mal, falleció. Nosotros participamos del velorio y perma-
necimos en una vieja casita sobre palafitos alejada de la comunidad.19

Sueños sincronizados

Una mañana salimos a buscar yoco silvestre y cuando estábamos


en pleno bosque sentí algo que las mujeres reconocemos inmedia-
tamente: me estaba bajando la menstruación. ¡Eso no estaba en mi
calendario! Sin decir nada, me aparté rápidamente detrás de los arbus-
tos para intentar contener la eminente mancha en la ropa. Cuando
regresé, estaba tan fastidiada, que sin darme cuenta comencé a
golpear el machete que llevaba en la mano contra un árbol caído.
Inmediatamente, nuestro guía siekopai me recriminó. No anoté sus
palabras, pero fueron algo así: “No hay que golpear. Un wati puede
escuchar y te va a seguir”.
Me sorprendió la firmeza de su tono. Seguimos buscando las plán-
tulas de yoco y, de tarde, volvimos a la comunidad exhaustos. Nues-
tra casa era tan chica que apenas cabíamos los cinco miembros del
equipo para pernoctar juntos bajo techo. Juan Álvaro prefería dormir
en la hamaca, mientras los demás dormíamos sobre el suelo, con col-
chón y mosquitero.
En plena noche, un estruendo nos despertó. Algo pesado había
caído en el piso, haciendo remecer los palafitos desgastados de la
casa. “¡Ahhh ahhh ahhh!”, escuchamos en la oscuridad. “¿Qué fue?”,
preguntó el lanchero. “Me caí de la hamaca”, refunfuñó Juan Álvaro.
Y todos nos quedamos en silencio. Cuando amaneció, Juan Álvaro fue
el primero en hablar: “Esa muchachita me quería dominar”, dijo.
Nunca imaginé que este episodio fuera a inspirar un artículo,
entonces no apunté sus palabras; pero Juan Álvaro nos contó lo
siguiente. Soñó que una jovencita amazónica, pequeña pero for-

19  La viuda quemó su ropa y arrojó al río sus objetos de metal para permitir que los
varios aspectos espirituales que se desprenden del cadáver pudieran seguir su curso
de transformación post mortem. Destruir las pertenencias es una práctica funeraria
común en la Amazonía (Belaunde, 2001).

50 –
zuda, se enfrentaba físicamente a él. Para protegerse de su ataque,
él le tomó los puños con las manos, jalando de un lado al otro, inten-
tando librarse de ella. En una de esas, de tanto forcejear en el sueño,
su hamaca dio un giro y se cayó al piso estrepitosamente, despertán-
dose él y todos nosotros con el susto.
Escuché su relato entre divertida y sorprendida, porque súbi-
tamente recordé que yo también estaba soñando algo extrañísimo
cuando me desperté con su caída y me había quedado durante un
largo rato pensado antes de volver a dormirme. Decidí contar mi
sueño a mi turno, pero antes de que llegase a abrir la boca, el lan-
chero, dijo, “pues yo también estaba soñando y cuando te caíste se
cortó mi sueño”.
Contó que estaba soñando algo placentero, pero frustrante. Estaba
en un puerto ribereño, bebiendo cerveza y flirteando con las mujeres
mestizas del bar. Se le acercó una mujer comerciante y justo cuando
ella se estaba ofreciendo a él para enamorar, lo despertó el golpe sobre
el piso de la casa. “¡Estaba llegando lo mejor!”, exclamó.
Todos soltamos la risa. Me alistaba a narrar mi parte, cuando el
hijo del lanchero se me adelantó y contó la suya. Dijo que soñó que
una mujer mayor lo venía a abrazar con cariño y cuando se despertó
con el golpe, se dio cuenta de que estaba acurrucado contra Rufina.
“Sí”, le respondió ella, “sentí que colocabas tu cabeza en mi hombro”;
pero la propia Rufina no había soñado nada. Fue la única que no adi-
cionó un sueño a nuestra sesión matutina de narración onírica.
Me armé de valor y empecé a hablar. Era algo incómodo. Yo
había soñado que estaba en un gigantesco lugar lleno de tiendas,
con estantes de repisas altísimas repletas de mercancía, principal-
mente ropa, mucha ropa. Caminaba de repisa en repisa mirando la
ropa, buscando algo que comprar, cuando de pronto, sentí que me
bajaba la menstruación y tuve que buscar un baño. Alguien me con-
dujo y entré a un pequeño baño cubierto de loza. Frente al lavadero
me saqué la ropa interior para lavar la sangre que la manchaba; pero
mientras la frotaba con las manos, un sentimiento de duda e incre-
dulidad me iba tomando porque veía que la contextura de la mancha
cambiaba. Lo que al principio se veía como una mancha de sangre,
después, aparecía con una contextura más grumosa y anaranjada.

autonomía –51
“Esto no es sangre”, me dije a mí misma en el sueño, consciente del
asombro que se apoderaba de mí, “¡esto es chicha de pifuayo!”. Justo
en ese momento, me despertó la caída de Juan Álvaro.
“Parece que ese espíritu del bosque nos ha seguido”, concluyó el lan-
chero mirándome. El pifuayo es el fruto de la palmera Bactris gasipaes20
con el que los siekopai preparan una chicha espesa de color anaran-
jado rojizo. Como febrero es el mes de la cosecha, nos habían servido
chicha en abundancia durante nuestra estadía. Yo no le había dicho
a nadie que la razón por la cual me había puesto a golpear el tronco
de árbol con mi machete era porque me había venido la menstrua-
ción; pero todos lo entendieron cuando escucharon mi sueño. Es
algo sabido en esa zona de la Amazonía que las mujeres menstruan-
tes emanan un olor particularmente atractivo para los espíritus wati
potencialmente dañinos del bosque, a menudo asociados a algunos
aspectos de los muertos.
Yo conocía el pensamiento siekopai sobre los wati y los peligros
cósmicos asociados a la menstruación desde mi investigación docto-
ral. Cuando menstrúan, las mujeres deben permanecer sentadas en
hojas de plátano, mientras una hija mayor o sus esposos cocinan y se
encargan de los niños y la casa. No deben acercarse al río ni al bosque
porque el olor de su sangre atrae a los wati. Tampoco deben acercarse
a los hombres, ni siquiera a sus maridos, porque corren el riesgo de
enfermarse, con dolor de cabeza y hemorragia nasal; esto les sucede
especialmente a los hombres conocedores del chamanismo21. Yo
misma había tenido que someterme a dichas restricciones y les había
dedicado buena parte de mis escritos antropológicos; pero nunca
había experimentado personalmente la visita de un wati en sueños

20 El pifuayo (Bactris gasipaes), también llamado chontaduro en Colombia y


pupunha en Brasil. Los siekopai cultivan las variedades cuyos troncos no tienen espi-
nas, lo que permite recoger los frutos sin tener que derrumbarlas. Esta palmera tiene
gran importancia mitológica y ritual, que no examinaré en este artículo (Cipolletti,
1988; Vicker, 1989).
21  El chamanismo siekopai está basado en la ingestión de yajé (Banisteriopsis caapi)
y otras plantas, inclusive el yoco (Paullinia yoco) que permiten un “cambio de cuerpo”
y un viaje al “otro lado” (yeque tente) cósmico (Bolivar 2007; Belaunde y Echeverri
2008a y b; Cipolletti 2008).

52 –
(Belaunde 1992; 2001; 2006; 2018; Dainese et al., 2016; Matos et al.,
2019).
Tampoco había tenido sueños sincronizados. Como muchos otros
pueblos amazónicos, los siekopai suelen contarse los sueños al des-
pertar y, a partir de esas narraciones, toman decisiones sobre las
actividades a realizar durante el día. Yo había descrito esta práctica
narrativa en mi etnografía, pero no sabía que los sueños también
podían provenir de una experiencia de sincronía onírica. Era la pri-
mera vez que compartía mis sueños con personas que, como yo, esta-
ban de visita en las comunidades siekopai, y constatábamos juntos
que nuestros sueños estaban interconectados.

Cambiando de ropa

Después de esa noche, no tuvimos más sueños notables ni hablamos


del asunto. Por supuesto, me quedaron mil preguntas y un vívido
recuerdo de la sensación espacial y de duda que tuve durante el sueño.
¿Por qué había soñado con estantes repletos de ropa? ¿Serían una
forma onírica de los árboles del bosque? Hasta cierto punto mi sueño
parecía ser una réplica de lo que había sucedido durante el día: comen-
zaba a menstruar y me preocupaba por la mancha en la ropa. Pero,
¿por qué había soñado que la mancha no era de sangre sino de chicha
de pifuayo? Me dije que, tal vez, había soñado con esa bebida porque
durante nuestra estadía en Mashunta había bebido en abundancia;
pero, una conversación con una colega brasileña cambió mi mirada.
Varios meses después, pasé por Río de Janeiro de camino a Salva-
dor de Bahía, donde yo trabajaba; y fui a visitar a Tania Stolze Lima
y Marcio Goldman, a quienes conocía desde hacía algún tiempo. Me
animé a contarle a Tania sobre mi sueño y la evaluación que ella rápi-
damente me brindó me dejó atónica: “¡Você estava virando onça, Luisa!”.
¿Cómo así, yo me “estaba volviendo jaguar”? No entendí nada.
“¡Pero claro! Para el jaguar, lo que nosotros vemos como sangre
humana, es su chicha; más aun la chicha de pifuayo que es colo-
rada”, me explicó Tania con una gran sonrisa. De inmediato, sus
palabras ordenaron el rompecabezas que tenía en la mente. Ahora

autonomía –53
podía entender no solamente por qué había soñado con chicha de
pifuayo sino también por qué durante el sueño yo había sentido
tanto asombro, duda e incredulidad al notar que lo que yo había visto
como sangre en mi ropa era una bebida colorada.
No pretendo explicar aquí las nociones amazónicas de perspectiva
que Tania ha elucidado desde su artículo pionero de 1996 (Lima, 1996,
2002) y que tienen fuertes resonancias con las concepciones cosmo-
lógicas siekopai. Como entre muchos pueblos amazónicos, la pala-
bra siekopai para “cuerpo” se refiere a la “piel” (canihuë) entendida
como un conjunto que reúne los diversos elementos de la persona en
vida. A su vez, la piel es concebida como un tipo de ropa que puede
ser retirada y cambiada durante los sueños y los viajes chamánicos.
La mirada perspectivista de Tania sobre la chicha de pifuayo me hizo
comprender que los estantes repletos de ropa de mi sueño podrían
tener algo que ver con el cambio de cuerpo/ropa que estaba viven-
ciando oníricamente, más allá de mi preocupación constante por la
mancha en mi ropa interior.
Lo que quiero es resaltar que la lectura perspectivista que Tania
hizo de mi sueño me convenció de raíz; pero no de una manera inte-
lectual, teórica, sino de manera afectiva y sensorial, en mi cuerpo y
en mi ropa. Comprendí que había vivido oníricamente lo que es estar
entre dos perspectivas: lavando mi ropa interior estaba cambiando
de ropa/cuerpo y de perspectiva, me estaba volviendo jaguar. El
recuerdo de esa sensación, mezcla de asombro, duda e incredulidad
al ver que la mancha en mi ropa no era sangre sino chicha de pifuayo,
sigue nítida en mis recuerdos hasta el día de hoy. Si no me volví
jaguar, si no fui más allá de ese asombro de estar “entre dos” perspec-
tivas, fue gracias a la sincronización de los sueños que experimenté
con mis compañeros de viaje, esa noche en la comunidad de Mas-
hunta. Mientras todos soñábamos algo proprio, Juan Álvaro estaba
luchando en sueños contra la muchachita que lo quería dominar y
cayó al piso, despertándonos y logrando romper el hechizo del wati que
nos estaba envolviendo a todos, aunque a cada uno de manera dife-
rente. Nuestra experiencia de sincronización onírica fue, entonces,
un tipo de combate chamánico. ¿Qué hubiera pasado si ese wati con el
que soñamos hubiese logrado sus fines con cada uno de nosotros? ¿Si

54 –
la muchachita hubiese vencido, la comerciante consumado su acto
de seducción, la madre apretado su abrazo y si yo no hubiese tenido
ninguna duda de que era chicha de pifuayo?

Afectada por lo que afecta a las mujeres

En 1988, había iniciado mi trabajo de campo en la comunidad sieko-


pai de Vencedor Huajoya, en la región del Napo-Putumayo peruano,
cuando empecé a menstruar y, realmente, nada me había preparado
para eso. En la London School of Economics, donde hacía mi doctorado,
teníamos un curso de práctica etnográfica y habíamos debatido sobre
el involucramiento y la reflexividad del etnógrafo, pero nunca nadie
me dijo que la menstruación podía afectar tanto el quehacer etno-
gráfico. Yo había llevado unos paños de algodón y, cuando me vino la
regla, me fui a lavarlos al río, sin avisar a nadie; pero unas mujeres se
dieron cuenta y se acercaron a preguntarme, en una mezcla de sieko-
pai y castellano, si yo estaba “haciendo sitsio”. Por coincidencia esta
palabra siekopai se parece a la palabra “sucio” y se refiere a diversas
sustancias que salen del cuerpo, que deben ser expulsadas, y provie-
nen de la sangre (sie). Me dijeron que no debía entrar al río porque
podría tener una hemorragia y que tampoco podía caminar por allí
porque los hombres iban a enfermar.
Se marcharon; parecía que era una broma. Pero, no lo era. Pasa-
ron los días y, una noche, cuando todos habíamos colocado los mos-
quiteros para dormir, la dueña de la casa, doña Eugenia, me mostró
la luna en lo alto y dijo “de aquí a poco vas a estar haciendo sitsio”. Ella
ya sabía perfectamente cuando iba a menstruar de nuevo. No tuve
cómo escapar del ritual. Me senté en hojas de plátano en un rincón
de la casa, a pesar de todas mis protestas. En la mañana todos se
iban a la chacra. Me decían “te vas a quedar aquí mirando” y me deja-
ron sola; pero después de unas horas siempre mandaban a un niño
con alguna cosa para comer envuelta en hojas de plátano. Cuando
volvieron de tarde, me preguntaron: “¿Has estado triste y solita?”. Me
trataban con cariño y los hombres que pasaban cerca de la casa excla-
maban en castellano: “¡Estás haciendo sitsio. Así la gente vive bien!”.

autonomía –55
Cada mes viví esa situación paradójica: de estar recluida, reali-
zando un ritual de impureza y subordinación femenina –la teoría
antropológica lo calificaba en esos términos– que yo rechazaba, pero
al mismo tiempo percibía que era algo muy modulado, porque era un
momento de aceptar estar en una posición de vulnerabilidad, reci-
bir los cuidados y ser objeto de pensamiento de los demás. De esta
manera, por medio de mi experiencia personal de la reclusión mens-
trual, comprendí que la menstruación no era una función biológica
puesto que afectaba todo alrededor.
Cuando regresé a Inglaterra para escribir la tesis quería abordar
la menstruación como un hecho social total; pero en aquella época
hablar sobre mujeres menstruantes era considerado una biologiza-
ción del género. Los pocos antropólogos que se interesaban por el
tema seguían a Françoise Héritier (Héritier-Augé, 1991) y afirmaban
que era determinante de la subordinación universal de la mujer. La
propuesta de Joanna Overing (1986), mi orientadora de tesis, que veía
en la menstruación una capacidad de autonomía y conocimiento
femenino, calzaba mejor con mi experiencia. Sin embargo yo que-
ría tratar el tema transversalmente, desde el cuerpo, los afectos,
la crianza, la economía y la cosmología. Desde mi experiencia, era
indudable que la reclusión menstrual restringía severamente a las
mujeres, pero no podía ser reducida a una tecnología masculina de
control social y subordinación de las mismas.
Quería iniciar mi tesis contando qué había pasado conmigo, pero
solamente me atreví a hacerlo cuando publiqué mi primer libro,
Viviendo bien (Belaunde, 1992, 2001). Hablar de la experiencia personal
de la reclusión menstrual era algo académicamente indebido. Con-
versando con antropólogas mujeres, les preguntaba sobre sus expe-
riencias, pero ninguna había tenido mi suerte. Me explicaron que no
menstruaron en el campo, o que no les exigieron que se sometieran
a la reclusión. Bruna Franchetto (1996) y Anne Marie Colpron (2004)
escribieron excelentes textos sobre sus sentimientos ante las prácti-
cas menstruales amazónicas, pero no desde sus propias vivencias de
la reclusión. En los últimos años, felizmente, el interés por el tema
está creciendo, y es interesante notar que quienes insisten en la
importancia sociocosmológica y territorial de la sangre menstrual

56 –
son las jóvenes antropólogas indígenas, especialmente en el Brasil
(Matos et al., 2019).
Aunque recién llego al punto de mencionar el nombre de Jeanne
Favret-Saada (1977), el diálogo con sus propuestas metodológicas,
epistémicas y ontológicas ha recorrido todo este artículo. Les mots, la
mort, les sorts fue uno de los primeros libros de antropología no amazó-
nica que leí antes de empezar el doctorado. Su enfoque me ha acom-
pañado implícitamente a lo largo de mi carrera, como algo interna-
lizado. No obstante, nunca antes había escrito un texto etnográfico
con el propósito de explicitar las posibles conexiones entre la manera
como ambas fuimos afectadas durante nuestros trabajos de campo,
ella por las prácticas francesas de la hechicería y yo por las de la mens-
truación amazónicas.
Antes que nada, resalto que dicha conexión no pasa por la supo-
sición de que las mujeres siekopai, conocedoras de las dimensiones
invisibles o espirituales de la menstruación, podrían ser conside-
radas brujas con peligrosos poderes, como es el caso en algunos con-
textos europeos donde la menstruación está envuelta en silencio.
Entre los siekopai es casi lo contrario. Son las mujeres que descono-
cen dichas dimensiones espirituales quienes acarrean peligros para
ellas mismas y para los demás. Las mujeres son grandes conocedoras
de sus ritmos reproductivos y es habitual que sea un dato de conoci-
miento público cuando una mujer está menstruando. Eso fue lo que
me animó a hablar públicamente de mi propia menstruación.
La conexión con Favret-Saada pasa, más bien, por la experiencia
de ser vitalmente afectada por algo aparentemente inaceptable o
incomprensible, que se apoderó de nuestras vidas más allá de nues-
tra voluntad, nos dejó sin saber cómo continuar haciendo etnografía
y acabó mudando el curso de toda nuestra producción antropológica.
La práctica de la reclusión menstrual no fue algo agradable ni deseado
por mí. Al principio, la falta de libertad de movimiento me suscitó
tanto rechazo que inventé varias excusas para salir de la comunidad
e ir a visitar a las religiosas que estaban en el poblado vecino durante
los días en que iba a menstruar según mis cálculos. Pero a pesar de
mis sentimientos conflictuados, con el tiempo encontré una nueva
motivación para seguir investigando con el uso como referencia de

autonomía –57
mi propia experiencia y de la de las mujeres que compartían la prác-
tica conmigo y me brindaban cuidados.
Como argumenta Favret-Saada, cuando ella afirma que fue afec-
tada por la hechicería, no significa que fue afectada de la misma
manera como lo fueron las personas del Bocage con las que hacía tra-
bajo de campo; sino que fue afectada por aquello que las afectaba.
Igualmente, en mi caso yo no fui afectada por la práctica menstrual
siekopai de la misma manera como lo eran las mujeres siekopai;
pero fui afectada por lo que las afectaba. Además, como en el caso
de Favret-Saada, dejé de ser la etnógrafa que estudiaba a los siekopai
y pasé a ser una persona vulnerable que requería sus cuidados. Esa
afectación me posibilitó una entrada situada, un punto de vista pro-
pio, encarnado y vivencial, sobre sus prácticas y concepciones. En ese
sentido, mi vivencia de la menstruación permite tender un puente
entre las propuestas de Jeanne Favret-Saada (1977) sobre ser afectada
y Dona Haraway (1995) sobre la crítica feminista a partir de los cono-
cimientos situados.
Eso transformó el curso de mis estudios y me dediqué a escribir
sobre la notable complejidad de la hematología siekopai presente
en cosas tan diversas como el mito de la vagina dentada, la elabo-
ración de los alimentos, el chamanismo y la cosmología. ¿Qué es la
sangre para los pueblos amazónicos? es una pregunta que he estado
rodeando desde que fui afectada por ella. Durante mi doctorado
experimenté principalmente los aspectos sociales, afectivos y más
visibles y de protección de la reclusión menstrual. Los peligros espi-
rituales los conocía únicamente de manera intelectual, sin haberlos
vivido. Adquirí un conocimiento vivencial en 2005, en la comunidad
de Mashunta, cuando mis cuatro compañeros de viaje y yo tuvimos
sueños sincronizados y nos los narramos los unos a los otros.

Una memoria persistente

Antes de comenzar a escribir este texto, le mandé un mensaje de


WhatsApp a Juan Álvaro Echeverri para preguntarle si se acordaba
de lo sucedido y si podía mencionar su nombre en mi texto. No

58 –
habíamos hablado sobre el asunto desde hacía quince años. Al día
siguiente, me llegó su respuesta:
Luisa, claro que me acuerdo de esa noche en Mashunta (creo
que fue) y los sueños. Si no estoy mal, en tu sueño tu viste tu ropa
manchada con chicha de chontaduro, ¿o me equivoco? Y estuvo rela-
cionado con que el día anterior a esa noche cuando estábamos en el
monte a ti te llegó el período y empezaste a machetear como loca –y
yo creo que el wati (¿así se llama?) nos siguió hasta la casa. ¿Será? Y
me parece que el joven (hijo del motorista uitoto) soñó con una pros-
tituta (blanca) que lo seducía –y yo en cambio soñé con una mujer
indígena que me quería dominar. Por mí no hay problema que cuen-
tes esa historia o incluso uses mi nombre (29 de octubre 2020).
Me sorprendió su detallado relato después de tantos años. Para
él también lo que sucedió esa noche en Mashunta era una memo-
ria persistente. Termino, entonces, subrayando la persistencia de la
memoria de ser afectado a nivel personal y colectivo como un índice
de su efecto transformativo sobre la y el etnógrafo. En ese sentido,
coincido con las reflexiones de Marcio Goldman (2003) sobre la exten-
sión temporal de la etnografía, en la medida en que esta se prolonga
después del campo. Las experiencias de afectación reaparecen a lo
largo de los años, en sueños, conversaciones, sensaciones, así como
durante el proceso de escritura de artículos mucho tiempo después
de la experiencia de campo original. ¿Los wati existen? ¿Las amena-
zas espirituales que acechan cuando las mujeres menstruantes quie-
bran las restricciones de la reclusión menstrual son “reales”? No sé
si lo serán, pero me afectaron y su impacto me permitió revisitar mi
trayectoria de trabajo antropológico dedicado al estudio de prácticas
y concepciones amazónicas de la menstruación desde el cuerpo, los
afectos y la transformación.

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autonomía –61
62 –
La verdad cambia de forma, reinventar. Un círculo debe morir,
otro aparece. Todo lo posible, todas las posibilidades.
Lo que ya no es tuyo.
Formas inquietas. Serpientes, danza giratoria: transmutar.

autonomía –63
64 –
Todos somos afectados.
Conflictos y verdades en una
comunidad puneña
José María Miranda Pérez

En 2018, comencé un trabajo etnográfico en la comunidad aborigen


de San Miguel de Colorados (puna de Jujuy, Argentina) en el marco de
mi proyecto doctoral, como investigador y responsable de la edición
de un libro que buscaría difundir la historia de la comunidad.22 La
intención de los/as coloradeños/as es utilizar el libro como un docu-
mento escrito que apoye su ocupación ancestral en el territorio, ya que
desde 2009 están en conflicto con el Gobierno de Jujuy por proyectos
mineros de litio en Salinas Grandes23 (Gallardo 2011; Göbel 2013). La
propuesta fue resultado de un acuerdo por el cual podría trabajar con
las familias si, con la misma información recolectada para la inves-
tigación, producía un libro que quedara a nombre de la comunidad,
con su historia. Actualmente el proyecto se encuentra en desarrollo,
aunque ha tenido varios inconvenientes organizativos debido a la
dificultad para sentar consensos colectivos.
Mi estancia en Colorados se ha caracterizado por una doble posi-
ción: como etnógrafo, conviviendo meses con las familias anfitrio-
nas y participando de sus actividades cotidianas; y como aliado,

22  San Miguel de Colorados es una de las treinta y tres comunidades de la cuenca de
Salinas Grandes y Laguna de Guayatayoc (Salta-Jujuy). Se compone de aproximada-
mente ochenta familias que desarrollan un abanico de actividades productivas, entre
agrícolas, ganaderas, salineras, empleos estatales y turismo.
23  Salinas Grandes forma parte del llamado triángulo del litio, junto con los salares de
Atacama (Chile) y Uyuni (Bolivia). La reciente demanda internacional de este metal
ha reorganizado estos territorios como enclaves de explotación neoextractivista,
generando conflictos con comunidades locales e indígenas (ver Svampa 2008).

autonomía –65
un experto de afuera encargado de ayudar a la comunidad, participando en
asambleas y siendo objeto de decisiones comunitarias. En diferen-
tes momentos esta situación se volvió crítica al verme sobrepasado
por ambas responsabilidades, muchas veces incompatibles desde mi
punto de vista. En otras palabras, me llevó a “ser afectado”, resultado
de una exposición involuntaria al sistema de decisiones comunita-
rias. Este estado fue más allá de la observación participante e implicó
cambios concretos en las condiciones de mi estadía y en el proyecto
del libro (Favret-Saada 2014: 62). A lo largo de un lento aprendizaje,
que más de una vez se tornó frustración, fui probando estrategias
para lidiar con esta situación, utilizando como referencia mis inte-
racciones cotidianas con las familias coloradeñas. En retrospectiva,
algunas funcionaron y me ayudaron a encontrar cierto equilibrio en
mi relación con la comunidad. En esta presentación quiero aprove-
char el retorno al campo y el análisis que viene después (Stolze Lima
2013), para ensayar algunas reflexiones en torno a los malentendidos
que surgieron entre los/as coloradeños/as y yo en el contexto de esta
doble posición; especialmente con respecto a mi forma de compren-
der la decisión colectiva como resultado del consenso y las prácticas
comunitarias alrededor de las verdades y posicionamientos familiares.

Haciendo el libro

El proyecto del libro se trata en las asambleas mensuales de la


comunidad, donde presento mis avances dejándolos a consideración
para correcciones y cambios. También se establecen las visitas y acti-
vidades para seguir con la recopilación de datos. Después de acordar
estos puntos es usual que los/as coloradeños/as hagan críticas y suge-
rencias sobre mis formas de trabajar, porque a sus ojos no lo hago con
el suficiente compromiso. En un comienzo las peticiones de cambio eran
constantes y difíciles de satisfacer; una vez, acusándome de lento,
se me pidió escribir veinte páginas diarias, sin aclarar exactamente
sobre qué, para que en dos meses el libro estuviera listo y diéramos
por concluido el proyecto. Con el tiempo descubrí que estas quejas no
siempre buscaban un impacto real y que quejarme era una manera

66 –
efectiva de lidiar con ellas. Ante los reclamos de “usted no avanza con
el libro”, yo respondía, “ustedes no se ponen de acuerdo con nada”.
A lo largo de mi convivencia aprendí que este tipo de reclamos no
se dan comúnmente entre extraños sino entre conocidos y parientes, y
son un signo de que las relaciones están bien. El reconocimiento de
modos de trabajar y hacer diferentes, con cierta conflictividad alre-
dedor (quejas, peleas, desacuerdos), es un rasgo común de la sociabi-
lidad coloradeña que además se intensifica en el contexto de la orga-
nización colectiva.
Otro inconveniente radica en que lo que se establece en las asam-
bleas rara vez se cumple. Por lo general las decisiones deben ser vuel-
tas a tomar fuera de los espacios comunitarios, familia por familia.
Cuando la asamblea toma una decisión en nombre de la comunidad,
en los hechos solamente me autoriza a hablar con cada familia de
forma particular. Una situación frustrante en los casos en que se
organizaron actividades que después se cancelaron, porque fuera de
las reuniones las familias se expresaron en desacuerdo. Una caracte-
rística de estos consensos es su posibilidad de cambiar según las cir-
cunstancias, ser revocados o desconocidos si las personas se sienten
demasiado comprometidas.
Por último, la dificultad de arreglos satisfactorios en temas que
requieren de la aprobación comunitaria, como la elección de los
contenidos del libro, por la resistencia de las familias a resignar
sus opiniones o lo que a veces llaman sus posicionamientos. La medida
local de gestión de las asambleas24 y toda actividad comunitaria en
Colorados es la familia. Por consiguiente, la instauración de consen-
sos colectivos depende en última instancia de las opiniones y votos
familiares.25 Incluso los talleres del libro espacialmente realizados

24 Las asambleas se realizan de forma periódica, aunque su frecuencia depende


de la necesidad de temas a revisar y de su urgencia. Se labra un acta de inicio, se
comentan los temas a tratar, pasando por cada uno, escuchando las opiniones de
quienes deseen hablar y eventualmente se votan decisiones. La intención general es
llegar siempre a un consenso para decidir las cosas por unanimidad. Este consenso,
no obstante, tiene sus propios sentidos, como veremos en esta presentación.
25 En principio, la definición local de familia describe a un conjunto de personas
relacionadas entre sí (mediante lazos de consanguinidad y afinidad) que ocupan una
casa y un conjunto de puestos estacionales, constituyendo una unidad doméstica
con autonomía productiva. En consonancia con otras regiones andinas (ver Mayer

autonomía –67
en coordinación con la asamblea para ponerse de acuerdo no han logrado
buenos resultados, al menos en el corto plazo. Situación que no ha
impedido a los/as coloradeños/as exigirme anotar hasta la última
palabra expuesta en estas infructíferas reuniones para que “des-
pués lo escriba bonito para el libro”, asumiendo que el encargado de
establecer los consensos requeridos por el proyecto soy yo. En otras
ocasiones, las familias también se han negado a otorgarme informa-
ción elemental, como el nombre de una vertiente o cerro que debía
marcar en el mapa de la comunidad; renuencia que se intensificaba
según la relación de parentesco con quienes vivían en esos lugares.
Con el tiempo comprendí que no se trataba de una negativa a coope-
rar conmigo, sino que para los/as coloradeños/as hablar del territorio
es necesariamente hablar de familias particulares; es hablar de sus
parajes, campos, animales, vertientes y los modos en que los traba-
jan, crían y conocen, incluyendo los modos en que llaman a las cosas.
Cuando preguntaba por los nombres de algunos sitios, la respuesta
muchas veces era “no sabemos”. Ante mi insistencia, me aclaraban,
“no sabemos cómo les dicen sus dueños. Sí conocemos pero con otro
nombre y es el nombre que le dan sus dueños el que tiene que ir en el
libro para evitar peleas”.

Territorios, posicionamientos y verdades

El parador turístico de Salinas Grandes inició su actividad en 2014.


Es un emprendimiento gestionado por tres comunidades aboríge-
nes, entre ellas Colorados, convirtiéndose en una importante fuente
de recursos económicos y foco de disputa con el Gobierno de Jujuy
por proyectos mineros de litio.26 Es considerado un espacio de tra-
bajo para las familias, desde donde también se vigila el territorio

2004), una familia puede estar conformada por los padres y sus hijos, pero también
por sus yernos, nueras y nietos que todavía no constituyeron un hogar propio; todos
son una familia mientras vivan en una misma casa y dependan de los mismos recur-
sos. Esto supone que su opinión, o voto, en la asamblea también es uno.
26  El parador ofrece visitas guiadas a las piletas de sal de la Cooperativa Mineros de
Salinas Grandes (comunidad aborigen de Santuario de Tres Pozos) y a los ojos de
agua ubicados en el interior del salar. El circuito incluye una presentación detallada

68 –
(el salar) y se establecen contactos con potenciales aliados: turistas,
activistas, periodistas, artistas, etc. algunos de los cuales llegan con
el propósito de ofrecer su ayuda a las comunidades.27 Desde la mirada
local, el trabajo en Salinas Grandes no puede separarse de las tareas
vinculadas al cuidado y resistencia contra el extractivismo. Los/as
coloradeños/as se refieren a esta indisociabilidad como posicionarse en
el territorio, una expresión utilizada en las asambleas y que se apoya en
un tipo de relación con el espacio, cuyo origen está en el trabajo con la
tierra: ser dueños. Esta categoría describe la necesidad de las familias
de trabajar bien los campos para volverlos productivos y así afirmar su
pertenencia.28 Por ejemplo, las familias que abandonan por mucho
tiempo sus parcelas pueden dejar de ser consideradas dueñas, inde-
pendientemente de sus títulos de propiedad (Lema y Pazzarelli 2015).
Cuando los/as coloradeños/as afirman la necesidad de posicionarnos en
salinas, por medio del trabajo diario en el Parador y las canteras de sal,
reactualizan las condiciones para ser sus dueños, que consisten en
establecer la primera línea de defensa.29
No obstante, posicionarse no implica ponerse de acuerdo, al menos
en el sentido consensual de la palabra. Una cuestión destacada por otro
uso local del término en contextos de coordinación y discusión colec-
tiva es: “uno tiene que tomar posición, no ceder en nuestras razones
porque sabemos que son verdad”. Posicionarse reconoce un vínculo
entre posición y verdad que promueve el sostenimiento de puntos de
vista singulares, ocasionando peleas en la organización y ejecución de
tareas colectivas: desde la limpieza de acequias hasta la toma de deci-
siones en asambleas. Los/as coloradeños/as consideran que las tareas

del trabajo de las tres comunidades con la sal y su relación de dependencia, cuidado
y respeto con el territorio.
27 Utilizo el término “aliado” para referirme a las personas y organizaciones no
comunitarias que realizan tareas y actividades vinculadas a la movilización indígena
y los conflictos territoriales.
28  Trabajar bien depende de la coordinación de un conjunto de técnicas productivas
y rituales que acompañan y promueven la reproducción cíclica de las plantas, los
animales, la sal, las personas, las vertientes, etc.
29  La importancia de la extracción artesanal de sal para la comunidad no puede ser
abordada en esta presentación, basta señalar que el turismo y la sal son las principa-
les actividades productivas que habilitan a los/as coloradeños/as como dueños de
Salinas Grandes.

autonomía –69
conjuntas son necesarias (“no se pueden hacer solo”) pero poco desea-
bles porque confrontarse es habitual (muchos quilombos).
Las habilidades y conocimientos de trabajar bien dotan a las fami-
lias de los requisitos necesarios para posicionarse como dueñas de la
tierra y defender sus verdades en las asambleas. Son el origen y efecto
simultáneo de las relaciones técnicas y rituales que cada familia
entabla con sus casas, rastrojos, animales, pachas, almas, etc. para
volverlos productivos, fértiles. A pesar de que estas habilidades y cono-
cimientos comparten una estructura común poseen importantes
variaciones según las familias que las ejecuten. Para los/as colorade-
ños/as estas variaciones son las que importan, ya que proporcionan
el contenido diferencial de cada experiencia familiar de trabajo. Son
estas experiencias singulares las que expresan los puntos de vista
familiares y defienden en la coordinación de una actividad colectiva
o en una discusión asamblearia.
Sin embargo, en las tareas del campo, las familias tienen opcio-
nes para lidiar con los posicionamientos sin recurrir a los consensos
(mandar un peón, ausentarse, reconciliarse temporalmente o sim-
plemente pelearse), que no tienen en los conflictos con el Estado y
las empresas. En estos casos, la necesidad de elaborar acuerdos para
defender el territorio aparece muchas veces como innegociable. En
una oportunidad, durante mi estadía, el Gobierno de Jujuy anun-
ció el tratamiento de un proyecto de ley para expropiar una parcela
familiar y construir un centro de interpretación turística en Salinas
Grandes (“Morales pretende expropiar tierras”, 2019). En la vorágine
de recolectar información, con asesoramiento de su abogada y junto
con la familia afectada, las autoridades de Colorados escribieron dos
cartas para exigir al gobierno que suspendiera el tratamiento del
proyecto por haber incumplido el derecho de las comunidades indí-
genas al consentimiento libre e informado. A los pocos días, en una
asamblea extraordinaria, el comunero informó las medidas, discul-
pándose de antemano por las urgencias del caso. Para mi sorpresa,
esta declaración desató una ola de denuncias acusándolo de haber
pasado por encima de la asamblea. Aunque se reconocía que las accio-
nes tomadas eran correctas, se condenaba no haber pedido primero la
autorización. La discusión se extendió y devino en un conflicto entre

70 –
varias familias por desacuerdos en los límites parcelarios del área en
cuestión, que exigían decidir las acciones a llevar adelante. A partir
de este momento, la asamblea pasó a girar en torno de estos reclamos,
convirtiéndose en una ronda de oradores donde cada coloradeño/a
expuso su punto de vista cuidando de no cuestionar el de las familias
en disputa. Finalmente, al único acuerdo al que se llegó fue que nunca
más el comunero y la comisión podrán tomar una decisión solos.
Los posicionamientos territoriales (que dependen de ser dueños) y
los posicionamientos asamblearios (con verdades que no se resignan)
emergen de las familias y su relación con los lugares que habitan y
trabajan. Cuando alguien se posiciona no lo hace como un individuo
aislado, sino como parte de un conjunto de relaciones familiares
con la verdad y el territorio que afectan la toma de decisiones colec-
tivas. Cuando la comunidad se ve amenazada estos posicionamien-
tos familiares no desaparecen; se realinean a través de prolongadas
negociaciones que tienden a reforzar sus particularidades y diferen-
cias. La necesidad de acuerdos no es objetada, pero los desacuerdos
no pueden ser sacrificados para su obtención. En el conflicto por el
proyecto de expropiación fue necesario escuchar la opinión de cada
persona-familia-parcela para reajustar los vínculos interfamiliares y
territoriales en juego, lo que llevó a que la disputa familiar reempla-
zara por momentos al conflicto territorial con el Estado.

Todos somos afectados

Las negativas y desacuerdos que presenté al principio, suponiendo


un problema organizativo para el proyecto, no tienen nada de extraor-
dinario desde el punto de vista local. Sin embargo, el libro presenta
exigencias consensuales que lo conectan con el tipo de conflicto des-
crito arriba. Cada taller busca obtener una decisión representativa que
pueda ser transcrita como un relato comunitario, igual que las cartas
que el comunero envió al Gobierno de Jujuy y que después la asamblea
denunció. No espero que todas las familias cuenten las mismas his-
torias, pero sí que lleguen a un acuerdo que permita subordinar sus
diferencias a un objetivo común. Este razonamiento se funda en mis

autonomía –71
prácticas organizativas, pertenecientes al mundo urbano, académico
y político del que provengo. Son expresiones de un modo hegemónico
de comprender las decisiones colectivas como resultado de consensos
representativos. Este es el punto de convergencia entre los conflictos
territoriales y el proyecto del libro: ambos demandan acuerdos de
voces unificadas, aunque sea a través de ficciones consensuales. Esto
no coincide con el modo local de elaborar los acuerdos colectivos, que
depende de posicionamientos familiares que resisten las represen-
taciones englobantes.30 Las asambleas prefieren dilatar el tiempo en
favor de reajustar los vínculos interfamiliares, alineándolos de forma
parcial y provisoria. Esta tarea puede involucrar silencios, peleas con
reconciliaciones temporales, el aplazamiento de decisiones y la posi-
bilidad de revisar los consensos obtenidos, incluso revirtiéndolos. Las
asambleas no solo reconocen los desacuerdos familiares, los mantie-
nen vivos durante el proceso de colectivización comunitaria. La pala-
bra territorio en Colorados no solo incluye al espacio bajo la jurisdicción
de la comunidad, sino las relaciones de divergencia entre los puntos de
vista familiares que lo componen. Aunque territorio se dice en singu-
lar expresa vínculos plurales.
Al igual que muchas comunidades indígenas de la puna invo-
lucradas en conflictos territoriales, Colorados se articula con una
amplia gama de organizaciones no comunitarias (movimientos
sociales, partidos políticos, ONG, abogados, académicos, funciona-
rios). Esta red de aliados ha tenido en diferentes momentos la tarea
de elaborar documentación legal, científica y audiovisual que ha
facilitado ante el Estado y la opinión pública la imagen de una comu-
nidad unida, consciente y con pruebas que justifican sus reclamos
(Weinberg 2005; Li 2017). Aunque los/as coloradeños/as no se incli-
nan por los consensos englobantes son conscientes de que el Estado,
las empresas y sus aliados los demandan. He sido testigo del enojo
de investigadores, empresarios y líderes políticos ante los silencios

30  Si bien podemos hablar de un todo comunitario y los/as coloradeños/as lo hacen,


este es un todo no englobante. Dicho de otra manera, un todo que no pretende abar-
car a las familias bajo una representación consensual, obligándolas a suspender sus
diferencias. Es un todo divergente, parecido a un mosaico de piezas heterogéneas
que, según las circunstancias, se acomodan o alinean de una forma u otra, siempre
con la posibilidad de cambiar o deshacerse para volver a empezar.

72 –
y desacuerdos de las asambleas comunitarias. Sin embargo, los con-
flictos en una zona asediada por proyectos mineros obligan a los(as
coloradeños/as a adaptarse a estas demandas, intentado mantener
sus formas de colectivización al mismo tiempo. Aunque parezcan
opuestas, las asambleas en defensa de una agresión territorial y los
talleres que buscan información plantean el mismo dilema para la
comunidad: respetar los posicionamientos familiares (necesarios
para la defensa territorial), produciendo al mismo tiempo una deci-
sión que la represente como una unidad ante los otros.
Si bien existen algunas soluciones locales que no voy a desarrollar
por falta de espacio,31 aquí solo quiero enfatizar lo siguiente: los/as
coloradeños/as también son afectados/as por su relación con modos
no locales de hacer las cosas. Mucho se dice de la afección que padece
el etnógrafo, atrapado en las lógicas del mundo que investiga, poco
sobre aquella que produce. Las afecciones integran un sistema de
posiciones, son relacionales (Favret-Saada 2014). He intentado sugerir
que el proyecto del libro forma parte de una realidad ajena y simultá-
neamente conectada a la comunidad. Lejos de ser una particularidad
de la etnografía, o de mi biografía personal, es parte de una articu-
lación general entre comunidades indígenas y organizaciones no
comunitarias en un contexto de movilización. Soy un aliado más que
tiene la tarea de ayudar a la comunidad, algo que no sucede sin provocar
situaciones que expresan la mutua afección de formas diferentes de
hacer, obligadas a lograr cierta efectividad para ambas partes. Las
quejas sobre mi falta de compromiso al trabajar, las decisiones que
cambian fuera de las asambleas y los constantes desacuerdos sobre
los contenidos del libro son reflejo de que los/as coloradeños/as tam-
bién son afectados y se posicionan con respecto a la situación que
el libro les plantea. Por ejemplo, elegir un solo nombre para aquello
que tiene tantos nombres como familias. Los/as coloradeños/as tam-
bién se ven obligados/as a ensayar estrategias para lidiar conmigo y
avanzar con el proyecto, modificándolas según mis reacciones. Nos

31  Una es la delegación de requisitos, documentación e incluso consensos a otros no


comunitarios. Otra, es el aplazamiento indefinido de la toma de decisiones comunita-
rias, convocando reuniones tras reuniones hasta que todas las familias opinen igual o
la urgencia se vuelva impostergable.

autonomía –73
afectamos juntos y reajustamos la relación en función de eso: como
cuando respondí a los reclamos con más reclamos y pasé a formar
parte de una relación que poco a poco se volvía más familiar.
También hay algo que me diferencia como aliado y es la prác-
tica etnográfica, que me ubica en una posición análoga a la de los/
as coloradeños/as. En las asambleas y talleres también debo defen-
der y sostener mis posicionamientos, con el cuidado de dar espacio
a los posicionamientos y verdades de los demás, así como contribuir
en la toma de decisiones colectivas para posibilitar la existencia del
proyecto. Cuando digo análogo, no me refiero ni a igual ni a equi-
valente, lo que quiero decir es que si bien mi reacción a los modos
en que la comunidad produce sus decisiones no es la misma (y no
puede serlo), la condición de afectación sí. Aunque mi posición
no es equiparable a la de un/a coloradeño/a, ambos somos afectados
por el mismo sistema de relaciones: padecemos de forma diferente
pero conectada las obligaciones, frustraciones y soluciones de quie-
nes estamos involucrados en la vida comunitaria, dentro y fuera de
las asambleas. Esta posición me permitió afectarme por dos modos
distintos de fundamentar la verdad y las decisiones. También me
permitió reconocer que ser dueños produce un tipo de pertenencia de y
hacia la tierra que depende de una relación entre el trabajo, el sacrifi-
cio y los ciclos vitales que no puede ser definida como propiedad; pro-
blematizando la oposición entre lo individual y lo colectivo en favor
de lo singular. Sin esta categoría es imposible comprender el gesto
de las familias coloradeñas al afirmar que son dueñas del salar, ni
dimensionar su papel en la defensa comunitaria.
La afección entendida como una condición sine qua non de las rela-
ciones no puede darse de forma unilateral: nosotros también afecta-
mos a los/as otros/as en la medida en que los/as otros/as nos afectan
a nosotros. No tiene que ver con la empatía u otro ejercicio identi-
ficatorio, porque los efectos producidos en los diferentes polos de la
relación no tienen que ser los mismos y la mayoría de las veces no lo
son. Para los/as coloradeños/as las exigencias de los acuerdos asam-
blearios de despluralizar sus puntos de vista y el territorio producen
otras formas de pluralizarlos: silencios, aplazamientos, delegacio-
nes, peleas, etc. En cambio, para mí y otros aliados la no adhesión a

74 –
las formas universalizantes del consenso representativo, en el sentido
moderno de la palabra, suponen juicios de valor y explicaciones sobre
lo que realmente está sucediendo (Latour 2004: 23).
Por otro lado, la afeccón como experiencia y método afirma una
característica del conocimiento etnográfico: lo importante no es asu-
mir que la verdad es relativa, sino que lo relativo es verdad (Vivei-
ros de Castro 2002). La insistencia en evitar una perspectiva englo-
bante que subordine las verdades familiares al tomar una decisión
comunitaria, prefiriendo los alineamientos temporales y precarios,
ilustra esta afirmación. El que estos malentendidos se manifiesten
tanto en los conflictos territoriales como en el proyecto del libro es
índice de las continuidades de ciertos universalismos entre la Polí-
tica y la Ciencia (Stengers 2017). Aunque para muchos de nosotros,
que buscamos ayudar a las comunidades, las asambleas representan
un ejercicio igualitario y ejemplar de colectivización, son también
un requisito (compartido con el Estado y las empresas) para relacio-
narnos con ellas. Si bien hay un grado de inevitabilidad en el caso
de los escenarios extractivistas, ser conscientes de que estas prácti-
cas no son las mismas en todas partes puede facilitar la articulación.
Algo que puede lograrse a través de la provincialización del consenso
representativo, de la conceptualización como una posible vía entre
otras de constituir la acción colectiva; del aprendizaje para convi-
vir con cierto nivel de incertidumbre en nuestras relaciones con las
comunidades, la misma en la que me encuentro hoy con respecto al
proyecto del libro, por ejemplo.
En Colorados es imposible abstraer las verdades del territorio y las
familias de las decisiones. Las asambleas defienden esta afirmación
cada vez que ponen en un mismo nivel de importancia las decisio-
nes comunitarias y los posicionamientos familiares. Es una lección
local sobre el uso de la divergencia y el desacuerdo como formas de
colectivización posible, así como un reclamo a los universalismos
que llevamos al campo, incluso con las mejores intenciones. No hay
una solución global sobre lo que hay que hacer para mejorar estas
articulaciones, tan necesarias como forzosas para las comunidades
en el actual escenario de conflictos neoextractivistas. Sin embargo,
comenzar a afectarnos es quizás una respuesta parcial para procu-

autonomía –75
rar una potencial relación fértil, recuperando un término local. Una
relación en la que pongamos en un mismo nivel de importancia las
verdades de las comunidades y las nuestras.

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autonomía –77
78 –
Cambio. Formas de ver. Al mismo tiempo, pero en otro lugar,
conectado y fijo, lo anclado se mueve.
El lugar de la confianza, el momento de la magia.
El árbol y el camino.

autonomía –79
80 –
Agroecología vs Agronegocio:
o de cómo lidiar con las
tendencias a aplanar la
complejidad
Romina Cravero

En el texto que sigue32 me propongo recuperar de mi trabajo de


campo, lo que había quedado en los márgenes de mis reflexiones prin-
cipales sobre experiencias agroecológicas en la región pampeana de
Córdoba.33 Esto no es casual ya que toca aquellas fibras neurálgicas de
mi experiencia como etnógrafa. Busco aquí reponer lo que considero
un dispositivo de conocimiento que me permitió comprender más
allá de lo que había inicialmente imaginado. Pero, a diferencia de
lo que me produce explicitar cuáles fueron “las técnicas” de recolec-
ción de datos –lo que hice o no para acceder o sistematizar mis datos–,
al referirme a la afección como un dispositivo de conocimiento, aún
hoy, tiempo después, se moviliza en mi cuerpo una energía que me
estremece.
En otras palabras, a diferencia del recuerdo de un dolor físico que
sufrimos en el pasado, que a pesar de que rememoremos su inten-
sidad no podemos volver a revivirlo, los afectos movilizados en el
trabajo de campo perduran, nos habitan, nos acompañan. Al recor-
darlos, al ejercitar la memoria, podemos revivir algunas dosis de esa
intensidad que se produce en nuestros encuentros con otres.

32  Una primera parte de dicho trabajo conforma una tesis de maestría que obtuvo el
primer lugar en la edición 2020 del Premio Archetti y su publicación se encuentra en
prensa por la editorial Antropofagia.
33  Agradezco a les compiladores de esta publicación la generosa invitación a escri-
bir estas páginas y al evaluador anónime por la calidad y calidez de sus comentarios.

autonomía –81
A continuación, voy a explicitar aquellas situaciones etnográficas
que me forzaron a pensar distinto, a ralentizar el pensamiento, en
clave de identificar algunos desconciertos que, a posteriori, permi-
tieron desplazamientos analíticos. Propongo aquí que, a diferencia
de otras modalidades de investigación social, aquellas “intensidades
específicas” –como las describe Favret-Saada (1990)–, que movilizan
afectos y efectos a los que accedemos y se producen en el trabajo de
campo, son condición para aprehender aquella porción del mundo
social al que nos incorporamos a participar como etnógrafes. Y, en
mi caso, fue una condición necesaria para comprender y, por tanto,
poder contar algo más que la reafirmación de que “los malos son
malos y los buenos son buenos”, tomando prestada una frase de la
antropóloga Julieta Quirós (2019: 201).

Participar

Cuando inicié mi trabajo de campo, en 2017, con productores que


hacen agroecología, estaba interesada en conocer las “alternativas” o
“resistencias” a lo que periodistas y académicxs denominan “agrone-
gocio”. Este último, en la provincia de Córdoba, y en su mayoría en la
Argentina, se refleja en extensas praderas cultivadas de monocultivo
de soja transgénica, tanto en zonas tradicionalmente agropecuarias
–que es el caso de los establecimientos que acompañé– como en otras
históricamente caracterizadas por el monte nativo y prácticas pro-
ductivas generalmente denominadas como campesinas.
Cuando comencé está investigación, mi esquema de análisis daba
por sentado que encontraría confrontación o, al menos, una tenden-
cia al conflicto entre quienes participan de la agroecología y quienes
lo hacen en el agronegocio. Pero este no se presentaba tan llanamente
en mi territorio etnográfico. Por ejemplo, en una conversación con
una productora agroecológica, ella me mostraba las complicaciones
que le traía la fumigación de los campos linderos que mataban o afec-
taban sus cultivos o los árboles que plantaba para protegerse de los
vientos. No obstante, después de un rato de quejas y reclamos me

82 –
miró fijo y me dijo: “Igual, los entiendo. Si sos productor y tenés cien
hectáreas sos un miserable en este sistema”.
Aquello, lejos de ser un episodio aislado constituía una compren-
sión reiterada de mis interlocutores de la agroecología hacia quienes
producían commodities agrícolas, como ser soja y maíz transgénicos, y
a mí me desconcertaba porque, como adelanté, daba por supuesta la
primacía de un antagonismo.
Mis interlocutores que hacen agroecología exploran formas de
producir alimentos que califican como “sanos”, “sustentables”,
“medicinales”, en base a la experimentación con técnicas ecológicas
y saberes tradicionales, que comercializan a través de canales cortos
que, a su vez, garantizan precios accesibles para sus consumidores.
Pero, además, de que sus decisiones productivas van a contrapelo del
mainstream del agro, también producen formas de vivir y trabajar en el
mundo rural, en los márgenes de la hegemonía del agronegocio, con
mucho esfuerzo y dedicación. No podía poner en cuestión su compro-
miso y determinación por hacer agroecología a partir de aquellas alo-
cuciones de comprensión para quienes producen commodities que, no
obstante, me desconcertaban.
Me interesa aquí reparar que, aunque me propuse registrar todo
(todo) en mi diario de campo, desde el inicio fui haciendo opera-
ciones de sistematización de datos, en el mismo registro y mental-
mente, subrayando lo que consideraba relevante. Pero aquello que
definía como tal, justamente, se correspondía con los supuestos de
mi modelización teórica y tendía a ignorar aquello que generaba
“ruido”. Estas operaciones fluían prerreflexivas y, hoy considero,
tenían un efecto tranquilizador. Desde mi punto de vista, estaba ante
una prometedora investigación, ya que mis datos señalaban que la
soja, sembrada hasta en la banquina, ponía en evidencia su avance
sobre tierras tradicionalmente agroganaderas y las personas que
hacían agroecología me iban a presentar “alternativas” ecológicas y
mostrar cómo “resistían” a aquella hegemonía del agronegocio.
Dicha modelización que yo me preocupaba por reafirmar no
estaba construida tan solo a través de bibliografía. También era
resultado de otras experiencias y afectaciones previas. Con grado en
comunicación social, durante varios años, había participado en dis-

autonomía –83
tintas coberturas periodísticas colaborativas y medios alternativos,
asumiendo la responsabilidad por amplificar las voces de lxs afec-
tadxs por la contaminación con agroquímicos, que entendía menos
audibles en un debate social aún centrado en quién acaparaba la
renta agraria –por ejemplo, la controversia social que organiza pos-
turas a favor y en contra del impuesto a la exportación de commodi-
ties agrícolas– y en menor medida en el cuestionamiento al modelo
tecno y socioproductivo o al reconocimiento de sus consecuencias.
En particular, acompañé la lucha de las “Madres de Ituzaingó”, que
denuncian desde principios del milenio las enfermedades en un
barrio, ubicado en las periferias de la ciudad de Córdoba, expuesto
a la fumigación de los campos linderos, así como la resistencia a la
instalación de la planta de procesamiento de semillas de la empresa
ícono de la agricultura con transgénicos e insumos químicos, Mon-
santo, en una localidad del Gran Córdoba.
La experiencia etnográfica que aquí estoy recuperando se sitúa
en esta misma provincia, pero a 150 kilómetros de la cuidad capi-
tal donde resido y transcurrieron aquellos procesos de organización
ciudadana. Los establecimientos agroecológicos pertenecen a la por-
ción territorial de la provincia de Córdoba que integra la tradicional
región agroganadera de las pampas argentinas. Allí me instalé pri-
mero durante dos meses consecutivos y luego continué viajando por
períodos de una, dos o tres semanas, entre 2017 y 2019.
En la primera etapa de mi trabajo de campo acompañé las ruti-
nas diarias de las personas que conformaban seis establecimientos
agroecológicos. Por mis experiencias previas, podría decir que llegué
a campo lista para detener “mosquitos”, maquinaria agrícola utili-
zada para fumigación terrestre con agroquímicos –aunque reconozco
que estoy exagerando–. Se trata de una acción directa que había visto
en distintas ocasiones en otros lugares de la provincia y del país.
Pero aquel modelo teórico sobre extractivismo y agronegocio
comenzó a resquebrajarse. En mis interacciones lo primero que tuve
que amoldar fue mi vocabulario, era demasiado beligerante para el
contexto y mis interlocutores. Nadie utilizaba la palabra agronego-
cio, mucho menos saqueo. A la producción de soja con agroquímicos

84 –
la denominaban convencional y la contraponían a la tradicional, la
que antes hacían ellos mismos o sus padres y abuelos.
Por supuesto, y más allá del vocabulario, hacer agroecología
rodeados de campos de soja no era un dato que pasara desapercibido
en la zona, observado con suspicacia o curiosidad por lxs produc-
torxs locales. No obstante, mis interlocutores no estaban en guerra.
E insisto, no estoy diciendo que para estxs productorxs agroecológi-
cos la convivencia entre sistemas productivos fuera una opción vista
como deseable a largo plazo. Pero, así proyectasen un cambio social
y productivo, no estaban en guerra con lxs productorxs de la agricul-
tura “convencional” porque, justamente, eran sus vecinxs. El tiempo
compartido me permitió constatar que, con estas personas que pro-
ducen soja, en algunos casos, habían compartido además parte de
sus vidas, conocían a sus hijxs, nietxs, hermanxs.
A esa trama de relaciones la pude reconstruir de a poco, convi-
viendo con ellxs. Es decir, participando de esa vida social –no obser-
vándola ni entrevistándola–. En las rutinas diarias mis interlocutorxs
me enseñaban cómo era el mundo (su mundo) y cómo funcionaba.
Y me lo mostraban no solo a través de lo que decían –que en general,
sí sus discursos estaban cargados de condenas a la producción con-
vencional por contaminante, por atentar contra la biodiversidad, por
enriquecer a pocas empresas– sino fundamentalmente a través de lo
que hacían, de cómo lo hacían, de lo que no hacían y no decían (Qui-
rós 2019: 190). Por ejemplo, aunque condenaban con sus juicios esta
producción convencional, no condenaban a lxs productorxs que la lle-
vaban adelante, ni denunciaban o intentaban detener las fumigacio-
nes con agroquímicos en los campos linderos a sus establecimientos.
No obstante, hay algo más a considerar. No solo que no estaban
en guerra porque no se enfrentaban directamente con lxs produc-
torxs de la zona. Aunque podrían haber mantenido una mayor indi-
ferencia, algo más sucedía aquí. Como adelanté, mis interlocutorxs
que hacen agroecología sostienen una mirada comprensiva frente a
aquellxs que hacen soja.
“El productor está atrapado, tiene que fumigar, tiene que hacer soja.
No le queda otra” –me decía la mujer que conduce el primer campo agro-

autonomía –85
ecológico de la zona fundado hace casi veinte años–. Y ese productor era
su vecino o también podía ser su hijo, su sobrino, su cuñado.
Además, productorxs de soja también habían sido algunos de
mis interlocutorxs que hacen agroecología hacía tan solo unos años.
Cambios que operaron en complejas transiciones socioproductivas,
a saber: porque necesitaban ese ingreso monetario. El marido de
Mabel, la ingeniera agrónoma que, luego de dirigir cultivos de soja
por diez años, empezó a producir granos sin gluten de manera agro-
ecológica, durante un año más continuó trabajando en la empresa
de commodities. O, análogamente, durante dos años, Fernando vendió
agroquímicos mientras se formaba en agroecología. También hacen
soja algunxs productorxs que les prestan tierras o maquinarias a mis
interlocutorxs de la agroecología.
¿Estaba haciendo trabajo de campo en una localidad de cínicos?
No y nunca se me cruzó por la cabeza que eso pudieran estar haciendo
las personas con las que yo compartía la cotidianeidad. Todo trans-
curría con “naturalidad” en esa vida social a la que yo me había inte-
grado a participar como antropóloga, es decir, ocupando un lugar en
el entramado de relaciones sociales (Favret- Saada 1990). Y ese trans-
currir con naturalidad tiene que ver con las fuerzas que nos envuelven
en nuestros encuentros con otrxs, que nos confrontan en situacio-
nes no dirigidas, que se producen en el devenir del encuentro, que
no elegimos y, a veces, no deseamos. Pero lo que sí elegimos cuando
hacemos trabajo de campo incorporándonos a un universo social es
participar. Por ello, participar es una condición para dejarse afectar.
Ahora bien, me sucedió durante varios meses que, apenas me
distanciaba de aquella naturalidad de la experiencia inmediata, que-
daba desconcertada en mis intentos de analizar lo que se producía o
traducirlo para mis colegas de la ciudad. Lo que intento reponer aquí
es que aquel esquema analítico con el que yo inicié mi investigación
podía ser constatado (en pocas semanas y con algunas entrevistas)
y no es mi objetivo aquí plantear que sea del todo inexacto o menos
valioso como investigación empírica. Lo que sí me interesa aquí
poner en relieve es que dejarme afectar, a partir de incorporarme a
la vida social de aquella zona rural, me permitió abrir paso a otras
preguntas que no habría podido imaginar y que ya no pude eludir.

86 –
Este tipo de involucramiento que se produce en las convivencias
etnográficas nos da un acceso distintivo al carácter vívido de los pro-
cesos sociales y posibilita sostener una concepción amplia –más para-
lingüística que logocéntrica– de aquello que puede constituir un dato
etnográfico. En otras palabras, es una operación que le da “estatuto
epistemológico” a todo aquello que estamos en condiciones de cap-
tar y percibir a partir de lo que vivimos en campo, incluyendo esas
“intensidades específicas” (Favret-Saada 1990), afectos y efectos que
se despliegan entre las personas en los procesos sociales. Aunque para
ello sea necesario habitar el desconcierto y explorar la incomodidad.

Tomar en serio

Un día “haciendo dedo” al costado de la ruta para trasladarme a uno


de los establecimientos que acompañaba, subí a un auto cuyo con-
ductor me dijo “estoy en la vereda de enfrente” cuando le conté que
iba camino a un campo agroecológico. Sin mediar mucho preámbulo,
me interpeló diciendo: “trabajo hace treinta años en la fumigación
aérea, trabajo con mi hijo, no haría algo que lo pusiera en riesgo. Vos
no sabés lo que fue para nosotros cuando nos empezaron a decir que
éramos genocidas”.
Aquella fue una de mis primeras interacciones con alguien que for-
maba parte de la producción de commodities, en este caso como presta-
dor de servicios, y mi interlocutor demostró un agudo ojo sociológico
que rápidamente me identificó dentro de aquel grupo de personas que
denunciaban la contaminación de las fumigaciones. Algunos meses
después, empecé a hacer trabajo de campo entre quienes participan
de la producción agroindustrial y a acompañar sus dramas cotidianos.
Fue el tiempo y la convivencia los que me habilitaron a compren-
der que mi esquema analítico inicial podía servir bien para compren-
der estos procesos sociales desde la lente de los conflictos urbanos y
las personas afectadas por la contaminación. O para analizar la rela-
ción de “tal” empresa minera (o del rubro que fuera) en “x” territorio
sin arraigo o anclajes locales efectivos. Pero, la experiencia etnográ-
fica me mostraba que aquello que denominábamos agronegocio en

autonomía –87
localidades ruralizadas, como las del agropampeano, se desplegaba
a través de sofisticados anclajes como son las agronomías y acopiado-
ras locales, las instituciones educativas y del Estado como el Instituto
Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), las asociativas con sedes
locales e inscriptas en las trayectorias familiares como son las Coo-
perativas, la Federación Agraria o la Sociedad Rural… y una presión
modernizadora que data de más de medio siglo.
Me animo a arriesgar que lxs productorxs con los que me vinculé
tienen grabado a fuego que hay que modernizarse para que no te pase
como a fulano que “tuvo que dejar el campo” o que por no ampliarse
“sus hijos tuvieron que irse a la ciudad”. Son expertos en decir lo que
hay que hacer, ese “deber ser” que en ocasiones es caracterizado como
una “confianza acrítica” en el saber tecnocientífico. No obstante,
una atenta mirada etnográfica es capaz de reponer que, en general,
cumplen solo parcialmente con “lo que hay hacer” para moderni-
zarse; pero ese es otro tema sobre el que no me detendré en este texto.
Aquí me interesa recuperar que cuando empecé a hacer trabajo
de campo con quienes están en la producción convencional me pre-
guntaba –parafraseando al antropólogo Marcio Goldman (2008: 6)–,
si sería capaz de tomar en serio lo que me decían tal como pude hacer
con quienes hacen agroecología. Ideológicamente más cercana, los
desafíos de esa primera etapa de mi trabajo de campo me resultaron
más “manejables”. Pero, ¿qué sentido tendría compartir lo cotidiano
si luego iba monologar que “lo que hacen está mal”?
En algunos casos, acompañé a personas que la literatura especiali-
zada define como farmers y que en mi territorio etnográfico se denomi-
nan chacareros o colonos. Son productores pequeños y medianos, con
varias generaciones en la actividad, algunos con tierra propia, otros
arrendatarios porque el campo familiar resultó chico y no pudieron
heredar; también están los que tuvieron que salir de la producción
por el avance de la sojización que desplazó primero a lxs productorxs
“más ineficientes” y que algunos continuaron en actividades ligadas
al agro como mecánicos de maquinaria agrícola o contratistas para
las labores de siembra, cosecha o fumigación.
Acostumbrados solo a la visita de agrónomos o veterinarios –y
hombres–, allí mi presencia resultaba mucho más extraña que en los

88 –
campos agroecológicos. Y a mi pobre competencia para hablar de ren-
dimientos agrícolas o maquinaria, la fui compensando demostrán-
doles mi interés en conocer lo que hacían. A productorxs introver-
tidxs, que en interacciones con otras personas no enunciaban más
que monosílabos, los escuché durante horas enseñarme y contarme
entusiasmadxs sobre sus máquinas, sus animales o sus plantas.
Algunxs de aquellxs productorxs desafiaron mi capacidad de
abrirme a escuchar porque, por momentos, manifestaban mucho de
lo que está o estaba más allá de mis marcos normativos o de toleran-
cia. Por ejemplo, JB es un ferviente detractor de los gobiernos progre-
sistas, cuando viaja a la ciudad suele discutir y enojarse con jóvenes
que limpian vidrios en las esquinas a los que acusa de “vagos”. En
otras palabras, tiene una personalidad que choca con las disposicio-
nes urbanas progresistas o de izquierda, con las cuales me identifico.
Está muy preocupado por las restricciones para fumigar con agroquí-
micos que establecen distancias mínimas respecto a poblados, así
como por el crecimiento urbano que entiende cada vez se acerca más
a las tierras agropecuarias, por ello, suele expresar retóricamente
“decime vos cómo vamos a hacer para producir”. Entiéndase: produ-
cir sin agroquímicos. Un día lo vi indicarle a su hijo la receta para
fumigar con una combinación de químicos muy fuerte –y contami-
nante– y acompañé una parte de esa jornada de aplicación. Cuando
eso sucedió, yo ya conocía a JB y su historia, sabía que, sin tierra pro-
pia, alquila hace cuarenta años las mismas 150 hectáreas donde está
también su vivienda; a eso lo complementa alquilando otros lotes
pequeños de 10, 15 o 20 hectáreas que no son interesantes para las
grandes empresas (recuérdese que en la región pampeana hasta qui-
nientas hectáreas es considerado “chico” para la escala productiva
actual). Complementa los ingresos que genera con su producción tra-
bajando como contratista de labores con su maquinaria “para la gente
de la zona”, cómo suele expresar. Todo eso es condición de posibilidad
para que su hijo más chico esté en la ciudad de Córdoba estudiando y
su hijo más grande, que nació con un solo brazo, tenga una actividad
donde desempeñarse. De hecho, aquella tarde que los acompañé este
joven era el que manejaba el mosquito de fumigación con gran peri-
cia, pero sin protección.

autonomía –89
En cierta literatura académica, periodística o militante, el gené-
rico “los sojeros” funciona para equiparar indistintamente medianxs
productorxs, grandes empresas, megaempresas trasnacionales, pools
de siembra, Monsanto, fideicomisos, fumigadorxs; por mencionar
algunos de lxs variadxs actorxs que participan diferencialmente en
la producción de commodities agrícolas. En mi territorio etnográfico la
mayor superficie de tierra sembrada con soja transgénica no perte-
nece ni a los pools, ni es manejada por aquel estereotipo de “sociedad
anónima” en la cual el principal anonimato es el de los propietarios
de la compañía. No niego que eso exista, pero no es lo que acontece
en mi territorio etnográfico.
Aunque productorxs chicxs y medianxs en la estructura socio-
productiva local, como el caso de JB, son con quienes más compartí,
también, hice trabajo de campo acompañando a algunas personas
que conforman los establecimientos más grandes a nivel local. Tal es
el caso de la empresa que más tierra acaparó, que compró y arrienda
tierras familiares de algunos de mis interlocutores, pero –escuché
más de una vez– “ojo, las compró en buena ley”. Los dueños de la gran
empresa local nacieron y crecieron en uno de los pueblitos de menos
de dos mil habitantes de la zona, donde también tienen una planta
procesadora de granos que emplea de manera directa a quinientas
personas. Aunque, cada tanto, a través del chiste se manifiesta el
discurso oculto (Scott 2004), son reconocidos socialmente como parte
de los que “se quedaron” y “dan trabajo a la gente”. En otras palabras,
componen un complejo y no poco conflictivo “nosotros” con un pro-
fundo arraigo local.
¿Estoy diciendo que es un mundo sin controversias o pacificado?
En absoluto, y tampoco implica negar las desigualdades estructura-
les y las responsabilidades. Pero lo que intento reponer es que, en mi
experiencia, dejarme afectar por el punto de vista de mis interlocu-
torxs implicó –como adelanté– permitir que mi marco conceptual se
resquebrajara y contaminara, como condición para complejizar la
mirada y aplacar la tendencia a un pensamiento dicotómico y sim-
plificante sobre el mundo rural.
Así, aquella comprensión de quienes hacen agroecología hacia la
posición que ocupan sus vecinxs, familiares y amigxs que producen

90 –
de manera convencional, me enseñó que, en ese universo, los pro-
pósitos valen tanto como las personas y la vida compartida; incluso
cuando sus prácticas y discursos los diferencien y eso sea vivido con
tensiones, angustias y contradicciones. Ante la presión de las fuerzas
globales del capital que aceleran cambios en los territorios rurales,
que concentran aún más el poder de algunas pocas empresas y des-
plazan a pequeñxs y medianxs productorxs, resistir a la hegemonía
del agronegocio se compone no solo de oposición para mis interlo-
cutorxs. Lo alternativo de aquellas experiencias agroecológicas no
es tan solo hacer alimentos de otro modo para que sean más sanos
y ambientalmente sustentables. Es, también, crear formas de vivir
y trabajar en el mundo rural, en los márgenes de la hegemonía del
agronegocio; algo que JB también está haciendo.
Ahora bien, aquello que llamamos “el punto de vista nativo”, más
que a “perspectivas” de carácter intelectual, como formas de conce-
bir o significar, refiere a formas de hacer y crear vida social (Quirós,
2019: 188). Restituir las condiciones de sentido del punto de vista de
mis interlocutorxs, aprehenderlas, comprenderlas no quiere decir
para mí “creer” –en términos de fusionarme–, en el supuesto caso de
que eso tuviera algún valor. Tampoco implica empatizar o justifi-
car. Es más bien un ejercicio que intenta simetrizar la posición de
sus palabras en mis textos, de darle valor analítico para comprender
cómo funciona ese mundo social.
En mi caso, hacer trabajo etnográfico implicó disponerme a par-
ticipar de ese universo, acompañar sus rutinas cotidianas dejando
que la comunicación espontánea y no dirigida, verbal y no verbal,
los afectos y efectos movilizados me enseñaran aquel mundo social.
Dejarme afectar implicó poder reponer “las cuestiones” que les pre-
ocupan, interesan, motivan, enorgullecen o avergüenzan (Guber
2014: 15) y, también, situar mi resistencia a sus palabras (Goldman
2008: 9) para indagarlas.
Una distinción más puedo señalar y es respecto a la reflexibilidad.
Aunque la relación entre ambas resulta, al menos, inextricable; con-
sidero que un hilo donde jalar para diferenciarlas es el momento en
el que se producen. La afección es un proceso que se da en el trabajo
de campo y es inherentemente incontrolable. Se produce en esa por-

autonomía –91
ción de vida compartida. En cambio, la reflexibilidad es una opera-
ción de control que, para el caso del investigadorx, apunta a objetivar
aquellos procesos intersubjetivos de su relación con las personas con
las que trabaja y las condiciones constitutivas del mismo. Un ejem-
plo de ello podría ser este texto.
En cambio, los afectos que se producen en nuestras experiencias
con otrxs nos arrastran por más que intentemos sostener una “apa-
riencia de orden”. Y aunque no implique que sean vividos de la misma
forma, sí involucran estar afectadxs por las mismas fuerzas que se
producen en el entre con otros.

Bibliografía

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GOLDMAN, Marcio. 2008. “Os Tambores do Antropólogo: Antropolo-
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SCOTT, James C. 2004. Los dominados y el arte de la resistencia. México: Era.

92 –
Discernir en el reverso. Todo hace.
La palabra y la perspectiva del sol: lo externo se hace interno.
Habitar la potencia, múltiplo.
Se enciende el camino.
Luz.

autonomía –93
94 –
Abrirse al dolor ajeno: la
afectación como punto de
partida para la reflexión
Valentina Stella

En 2009, conocí a les integrantes de una comunidad mapuche-


tehuelche en la provincia de Chubut (Patagonia, Argentina). Desde
ese primer encuentro establecí un vínculo especial con las personas,
sus historias y aquel lugar. Durante casi diez años mi familia y yo
acompañamos los procesos de lucha y diversas reivindicaciones iden-
titarias y comunitarias llevadas a cabo por esta y otras comunidades
mapuche-tehuelche de la zona de la costa y valle de Chubut.34 Mi
“campo” de investigación, a partir del cual realicé mis tesis de licen-
ciatura y de doctorado en Antropología (Stella 2013, 2018), se fue deli-
mitando en base a los espacios territoriales, las trayectorias de vida y
las relaciones que configuran aquella región.
Hace tres años este “campo” se vio transformado cuando salió a la
luz una denuncia por abuso sexual que involucraba a la familia inte-
grante de aquella primera comunidad que había conocido tiempo
atrás. Luego de escuchar el testimonio de la víctima –un relato que en
casi veinte años no pudo ser expresado debido a lo doloroso y traumá-
tico de la experiencia– mi relación con esta familia y con aquel “campo”
se modificó de manera radical. Aquel testimonio produjo un quiebre

34 Esta región está ubicada al noreste de la provincia de Chubut, en el territorio


geográfico delimitado por los actuales departamentos de Viedma y Rawson. Las
comunidades urbanas mapuche-tehuelche que habitan en esta zona son el resultado
de procesos históricos y particulares de formación de grupos que se caracterizan
por la migración y el arribo de personas y familias indígenas con diversas historias
de vida y provenientes de distintos lugares rurales de esta y de otras provincias de la
Patagonia argentina.

autonomía –95
del vínculo afectivo, familiar y personal que yo tenía con la comunidad
y desestabilizó mis reflexiones nacidas del trabajo realizado junto con
elles, en el que se involucraban sus historias y militancias.
A partir de ciertas inquietudes que me fueron surgiendo sobre mi
rol como antropóloga y sobre las relaciones y acontecimientos que se
despliegan en nuestros trabajos de campo cuando abordamos trayec-
torias de recuperación de identidades y de luchas surcadas por pro-
blemas estructurales más profundos, este capítulo busca reflexionar
sobre ciertas experiencias desde la propuesta metodológica de la afec-
tación o “ser afectada” de Jeanne Favret-Saada.

El viaje iniciático

Diez años atrás daba inicio a mi primer trabajo de campo con una
comunidad (Lof) mapuche-tehuelche35 de una localidad de la región
de la costa y valle de Chubut. Unos meses antes de mi primer arribo
a la zona me había contactado con la familia que conforma el Lof
para acordar un posible encuentro. Les había anticipado entonces mi
interés en conversar sobre sus luchas y su militancia como comuni-
dad mapuche-tehuelche en espacios urbanos donde las presencias
y existencias de comunidades y familias indígenas son, muchas
veces, negadas por los discursos dominantes y la historia oficial. Les
comenté también que era una estudiante de Antropología y que que-
ría consultarles sobre la posibilidad de trabajar e investigar colabo-
rativamente sobre sus historias de vidas familiares y comunitarias.
Incluso les conté mis ansiedades acerca de la utilidad de mi inves-
tigación, confesándoles mi voluntad de aportar, con mi trabajo, a
los aspectos de las luchas que elles considerasen necesarios. Una vez
constatada la aceptación de la familia mapuche- tehuelche, a los dos
días estaba viajando para encontrarme con elles.
Todavía recuerdo ese primer encuentro con entrañable afecto.
Sabiendo que era la primera vez que visitaba la zona y que viajaba

35 En Chubut, y a fines del siglo XX, emergieron distintas iniciativas indígenas de
autoadscripción utilizando la autodefinición de “mapuche-tehuelche”, que hace refe-
rencia a la composición de comunidades y familias integradas por ambos pueblos.

96 –
sola, el padre y la madre de la familia36 me avisaron que me espera-
rían en la terminal de ómnibus: “cuando veas un paisano37 grandote
y gordo, ese soy yo junto con mi esposa”. A las siete de la mañana del
día y lugar acordados, allí se encontraban ambos parados, esperán-
dome. La amabilidad con la que me recibieron en mi primer viaje
favoreció una conexión muy especial con aquella familia, con sus
historias y con aquel lugar.

El ejercicio de la afectación

Ese encuentro fue el primero de muchos otros a partir de los cua-


les establecimos un vínculo muy estrecho. Durante casi diez años mi
compañero, sus hijas y luego nuestra hija compartimos conversacio-
nes, acompañamos distintos procesos de lucha y diversas instancias
significativas llevadas a cabo por esta y otras Lof de la zona.38 En cada
regreso a la región y cada encuentro con les integrantes de las fami-
lias –entre los que compartimos mafun (“casamiento”), nacimientos
de hijes, cuestiones de salud, entre muchas otras situaciones– se
fueron generando nuevas razones y motivaciones personales para
estar allí, más allá del solo hecho de investigar. Esto me llevó a optar
por realizar casi todos mis trabajos de campo junto a mi familia; una
elección que se tornó decisión política y luego fuerte marca en nues-
tra historia familiar.
A lo largo de esos años mis trabajos de campo se fueron impreg-
nando de concepciones e intereses de un fuerte ejercicio de reflexivi-
dad basado en el retorno sobre mis prácticas. Mis etnografías estaban

36 La composición de las comunidades indígenas urbanas de esta región varía


según los casos: algunas están compuestas por varias familias que no tienen lazos
consanguíneos en común; otras están conformadas por varias familias con relaciones
de consanguinidad; y otras tantas están integradas por personas que conforman un
solo núcleo familiar (Stella 2018).
37 El término “paisanos” es un concepto nativo utilizado entre muchas familias y
comunidades indígenas de la Patagonia y hace referencia a personas que se recono-
cen como mapuche y/o tehuelche.
38  Con el paso de los años fui ampliando el campo de investigación a la región de
la costa y el valle de la provincia. Esto me llevó a conocer, relacionarme y trabajar en
conjunto con varias comunidades que habitan esta zona.

autonomía –97
atravesadas por elementos personales y emocionales que se pusieron
en juego en el campo y que formaban parte de la investigación (Gha-
sarian 2002).
Implicada en este ejercicio de reflexividad, mis trabajos de campo
revelaban cada vez una mayor afectación y apertura a las prácticas,
palabras y relatos “nativos” (Goldman 2003). Además de “estar ahí”,
de “observar” y de “participar”, estas etnografías fueron transfor-
mando mi subjetividad (Ghasarian 2002), lo que se tradujo en una
tendencia a dejarme interpelar por las personas desde otro lugar.
Ya no solo era la estudiante de Antropología que estaba haciendo su
tesis, también era una amiga que no por cualquier cosa había lle-
gado hasta aquel lugar: “en algún lado tendrás el espíritu de nuestra
hermana [fallecida] que gracias a vos está presente acompañándo-
nos siempre. Lo sentí así en cuanto llegaste a la familia”, fueron las
palabras de una de las integrantes de la comunidad luego de haberles
acompañado en el proceso y la ceremonia de restitución de los restos
humanos de uno de sus ancestros.
Las relaciones con el territorio, con las fuerzas del lugar, con las
personas, con sus ancestros y con sus historias develaban otras formas
de entender, de ser y de habitar: sus formas de componer un mundo
(Dos Santos y Tola 2016). Cada una de estas instancias se tornó un ins-
trumento para el conocimiento a partir del cual me dejé afectar, lo
que también produjo ciertas inquietudes e incomodidades sobre mi
rol como antropóloga y sobre los métodos que había aprendido en la
universidad. Por ejemplo, por momentos sentía que era “poco antro-
póloga”, que los trabajos de campo no estaban bien realizados, me cos-
taba mucho pedir permiso para grabar las conversaciones o realizar
entrevistas más pautadas con el lonko (autoridad política) de la comu-
nidad o, en ciertos momentos, me perturbaba el hecho de no poder
registrar, preguntar y entender todo lo que sucedía alrededor.
Estas experiencias vividas con mi familia fueron interpelando
nuestras subjetividades y nuestras formas de conocimiento. Mi com-
pañero y yo nacimos y crecimos en Bariloche (Río Negro); una ciudad
–como la mayoría de las ciudades y poblados de la Patagonia– cuya
configuración social está atravesada por una historia más amplia de

98 –
avasallamiento y genocidio39 llevados a cabo por el Estado argentino
contra los pueblos indígenas de la Patagonia. Constituidas por este
evento crítico (Das 1995), las historias y las configuraciones sociales
de estas ciudades están conformadas por una fuerte ideología racista
y clasista que no solo invisibilizó la presencia de familias mapuche y
tehuelche en sus territorios, sino que además las perpetuó en situa-
ciones de discriminación, desigualdad y marginalidad.
En cada uno de los viajes y encuentros con las comunidades indí-
genas de la región mi compañero era interpelado por las familias, en
tanto mapuche. Es sabido que el genocidio indígena en la Patagonia
generó que las formas mapuche y tehuelche de ser, de entender y de
habitar el mundo se vieran alteradas en la mayoría de los casos. Y
sus consecuencias se presentan hoy en día en forma de olvidos for-
zados, de no saberes y de desconexiones en torno a las identidades
como indígenas.
El compartir experiencias similares a muchas de las trayectorias
de vida sobre las cuales fuimos escuchando a lo largo de los años habi-
litó a mi compañero a ocupar un lugar, a formar parte de la historia
de este pueblo y así reconstruir su identidad desde un lugar de “orgu-
llo” y “aceptación” de su pertenencia como mapuche. Las historias
familiares de migración de los campos a las ciudades, las infancias
atravesadas por la pobreza y las distintas formas de violencia y des-
igualdad vividas se entramaron en una historia en común. En ese
sentido cobraron singular importancia para él los aprendizajes de los
significados y de las prácticas mapuche como los pewma (“sueños”),
nguillatun (“ceremonias”), ngütram40 (“historias verdaderas”), gülam
(“consejos”), entre otras performances y artes verbales.
En mi caso, como antropóloga barilochense no mapuche y
habiendo crecido en contextos de discriminación y estigmatización
hacia los indígenas, los vínculos y las relaciones con estas familias

39  En 1880 el Estado argentino se propuso continuar el avance sobre las tierras indí-
genas y extender la ocupación del territorio nacional –norte del Gran Chaco y sur de
Pampa y Patagonia–, lo que dio inicio a una de las más violentas y extendidas cam-
pañas militares contra los pueblos originarios.
40 El género discursivo ngütram suele ser el modo en que se nombra en mapu-
zungun a las narrativas del arte verbal mapuche que se caracterizan por su carácter
verdadero y recontado a través de generaciones.

autonomía –99
y comunidades mapuche-tehuelche me llevaron a involucrarme con
sus prácticas, epistemologías y proyectos de lucha desde un lugar de
respeto, compromiso y cuidado. Al igual que le ocurrió a mi compa-
ñero, estas historias y vivencias hicieron que repensara mi propia
subjetividad. No en el sentido de devenir mapuche (algo imposible),
pero sí en reflexionar sobre las cosas o relaciones que encontraba “en
común” con estas personas, así como sobre las cosas que identificaba
como distintas e incómodas a mi realidad (Goldman 2003).
Sucedió, además, que, en tanto elles interpelaban a mi compa-
ñero como mapuche, las relaciones y las formas en las que yo era tra-
tada también comenzaron a cambiar. Si bien yo continuaba siendo
winka (“no mapuche”), el hecho de compartir la vida, de estar en
pareja y de formar familia con un mapuche incidió en los vínculos:
ya no solo me invitaban como etnógrafa comprometida con la causa
mapuche, sino que además me hacían partícipe como amiga que
compartía su mundo junto con uno de elles. En otras palabras, las
relaciones con las personas se tornaron distintas cuando elles consi-
deraron que yo también podía estar afectada (Favret-Saada 1990, en
Goldman 2005) en las prácticas, las concepciones y las percepciones
del mundo mapuche.
Así afectada e implicada, mis preguntas y reflexiones no solo bus-
caron poner en valor las formas mapuche-tehuelche de conformar
mundos, sino también develar, comprender el valor performativo
que estas tienen sobre las relaciones políticas, los tránsitos cotidia-
nos y las configuraciones territoriales en las que se despliegan.

Testimonios que producen nuevas afectaciones

En 2018, a partir de una denuncia pública y penal por abuso y viola-


ción que realizó una actriz argentina en contra de un actor –hechos
que habían ocurrido en 2009–, comenzó a desplegarse un fuerte
movimiento social acompañado por distintos colectivos y organiza-
ciones militantes del feminismo, Ni Una Menos, “Actrices Argenti-
nas” y diversas expresiones de apoyo bajo el lema “mirá cómo nos
ponemos”. Esta movilización generó que muchas mujeres comenza-

100 –
ran a denunciar públicamente hechos de abusos mediante variadas
expresiones de repudio y denuncias. Entre estas expresiones hubo
una puntual que se caracterizó por reunir en espacios públicos (pla-
zas y calles) a víctimas de abuso sexual para visibilizar estos delitos
que muchas mujeres se animaban a contar por primera vez.
En este contexto, mientras regresábamos de un viaje con mi
familia, me enteré a través de una publicación en una red social
que una de las integrantes de la familia de la comunidad mapuche-
tehuelche (que además es nuestra amiga) había participado de esta
convocatoria denunciando a su padre por violación. En las fotos de
aquella marcha se la podía ver acompañada de su hermana mayor
sosteniendo un cartel cuya leyenda decía: “¡No me callo nunca más,
lo siento papá. Es lo que corresponde, no puedo sostener más tu
careta! No más miedo, no más vergüenza, esta soy yo (…)”. Luego de
un tiempo de militar en espacios del feminismo, de realizar distintas
terapias y de estar acompañada por su hermana y su cuñado, esta
mujer se encontraba denunciando públicamente por primera vez a
su padre por un delito cometido hacía casi veinte años, cuando era
una niña.
A los pocos días acordé con ambas hermanas un encuentro para
conversar. Me señalaron que querían relatarme cómo habían suce-
dido los hechos y la forma en que aquella denuncia había desatado
un conflicto familiar. Además, en ese encuentro, me compartieron
historias desgarradoras que nunca antes había escuchado, secretos
silenciados a lo largo de más de veinte años. Los testimonios de estas
dos mujeres de la comunidad me dejaron una profunda angustia y
desazón. Al regresar a mi casa, mientras evocaba y narraba el relato
a mi compañero, comencé a llorar y a sentir fuertes dolores en todo
el cuerpo que persistieron durante los siguientes dos o tres días. La
sensación era como si me hubiesen tirado al piso y, ahí tirada, me
hubiesen dado patadas y golpes. Después de este evento no volvimos
a contactarnos con el resto de les integrantes de la comunidad y fue-
ron muy pocas las veces que hablé sobre el tema en ámbitos acadé-
micos y no académicos. Y, las pocas veces que lo hice, me sucedía lo
mismo que aquella primera vez cuando había oído estos relatos: me
invadía la angustia, los dolores y el enojo. Sentía que me encontraba

autonomía –101
afectada, pero de una manera distinta a las otras experiencias rela-
tadas. Esta era una afectación que me era muy difícil de poder com-
prender, asimilar y explicar.
Ser afectada por estos testimonios de abusos, violencia y sufrimiento
no significó establecer una relación de “empatía” con estas dos mujeres
o de “fusión” como sería “ponerse” o “estar” en su lugar (Zapata y Geno-
vesi 2017: 64). La afectación implicó la posibilidad de experimentar en
mi propia persona el sufrimiento, el dolor y el enojo del otro. Esto me
abrió un tipo de comunicación específica con ellas, una comunicación
–como señala Favret-Saada– involuntaria y desprovista de intencionali-
dad, de racionalidad y verbalidad (Zapata y Genovesi 2017).
Recibir estos y otros relatos y testimonios de estas dos mujeres 41me
llevó a transitar un torbellino de afectaciones y desafectaciones. Por
un lado, sentía que en el lapso de muchos años había sido afectada
en múltiples relaciones y experiencias que habían potenciado ciertos
sentimientos de alegría y tristeza (Deleuze 2008)42 que me implica-
ban al ser parte de una amistad y de un vínculo especial con aquella
comunidad. Me refiero a afectaciones atravesadas por la tristeza que
provocaron las injusticias y desigualdades históricas padecidas por
estas familias indígenas. Pero en aquel momento esas historias de
abuso y de violencia familiar hicieron que la afectación fuera de otra
manera. El dolor testimoniado –con palabras, con gestos, silencios y
acciones– me permitió vivenciarlo y ser afectada por él.
Por otro lado, esta afectación me produjo la necesidad de tener
que tomar distancia de aquel mundo y de las relaciones establecidas
con el resto de la familia. Aquel dolor testimoniado y vivenciado en
mi propio cuerpo creó una barrera infranqueable con esa comunidad,
una relación con la que ya no podía lidiar, con la que ya no era posible
dejarme llevar por eventos de “comunicación involuntaria” (Zapata y
Genovesi 2017) y de permeabilidad de mundos con aquellas personas.
Aquí una serie de preguntas me abrumaron de manera creciente:

41  Y, con el tiempo, conocer otras historias desgarradoras de otras mujeres cercanas
a esta familia.
42  Spinoza considera que los afectos contienen dos polos, el de la tristeza y el de la
alegría. Ambos polos completan mi potencia, ya sea disminuyéndola o aumentán-
dola (Deleuze 2008).

102 –
¿este acontecimiento –tanto el delito como el silencio y la complici-
dad por parte del resto de la familia– echaba una sombra irreparable
sobre los trabajos que había realizado junto a esta comunidad? Y, en
tal caso, ¿qué podía hacer ahora con aquellos testimonios recibidos?
¿Podía reflexionar o dar cuenta del dolor de estas mujeres?
Aquellos lazos que había construido con el “campo” se vieron alte-
rados. Me resultaba muy difícil retomar las reflexiones que había
emprendido con aquelles miembres de la comunidad durante tantos
años. Fue a partir de la participación en el taller “La afectación, los
afectos y el trabajo de campo en antropología”43 que, luego de tres
años, encontré algunas palabras, categorías y espacios compartidos
sobre situaciones relacionadas a las etnografías y las afectaciones
que me ayudaron a pensar sobre esta experiencia. Esta posibilidad
me permitió tomar un poco de distancia y ver las cosas desde otro
lugar, con nuevos puntos de vista.44

El dolor como punto de partida para la reflexión

Si bien entiendo que la afectación propuesta por Favret-Saada es dis-


tinta a aquella vivida a partir de los testimonios de estas mujeres,
considero que su planteamiento metodológico me permitió acer-
carme al sufrimiento y a la incomunicabilidad del mismo desde otras
aristas y “sensibilidades” (Favret-Saada 1990, en Goldman 2005).
Coincido con Strathern (2014) en que la variable tiempo es fun-
damental en la producción de conocimiento antropológico. Pienso,
entonces, que dejar que los sucesos maduraran fue –y continúa
siendo– una instancia necesaria en este proceso de reflexión sobre
esas experiencias etnográficas que están cargadas de dilemas y

43  Este taller se realizó en julio de 2020, en el marco de un proyecto de investiga-


ción titulado “Modos de conocimiento, Giro Ontológico y Cosmopolíticas: etnogra-
fías comparadas” (SE-CyT-FFyH-Universidad de Córdoba, y Núcleo de Etnografía
Amerindia).
44  Agradezco profundamente el acompañamiento, la escucha y la lectura atenta y
los comentarios y sugerencias de Celeste Medrano, María Carman, Silvia Urtubey y
mis amigas y compañeras del GEMAS. Sin estos espacios colectivos y compartidos
con ellas hubiese sido muy difícil poder escribir sobre este tema.

autonomía –103
problemas existenciales (Da Matta, en Carman 2006: 23). En este
camino, Stengers (2014) propone la ralentización de los pensamien-
tos como un ejercicio que no tiene como objetivo explicar o demos-
trar la veracidad o cientificidad de ciertos acontecimientos, sino más
bien provocar una especie de desaceleración de los razonamientos,
una disminución del ritmo y de la velocidad para dar respuestas o
definiciones concretas sobre aquellas situaciones que nos movilizan
o nos interpelan como antropólogues.
Transitando este tiempo de ralentización pude acercarme desde otro
lugar a lo incomunicable de aquellas experiencias de violencia; vincu-
larme con la dificultad que encontraba para producir relatos o palabras
sobre el sufrimiento del otro (Das 2008). Me pregunto, parafraseando a
Venna Das, ¿cómo puedo, entonces, conocer el dolor del otro? y ¿cómo
puedo desde ese dolor generar algún tipo de reflexión? (Das 2008).
Dejarme afectar por estas violencias, desigualdades, padeci-
mientos y fragmentos de una historia más amplia y abrumada fue
un modo de conocer y acceder al dolor ajeno no con el intelecto, sino
con el cuerpo, con las emociones y con los sentidos (Ortega 2008). Al
transmitirme sus testimonios, mis interlocutoras me propusieron el
desafío de aceptar entrar en ellos, de comprenderlos y vivenciarlos
“como socia, y que comprometiera allí los desafíos de mi existencia
de entonces” (Zapata y Genovesi 2017: 61). Al compartirme sus expe-
riencias estas dos mujeres me exigieron que reparara por mi propia
cuenta (y no por cuenta de la ciencia) los efectos reales de esas viven-
cias de dolor y padecimiento de violencias e injusticias. No me com-
partieron sus testimonios como antropóloga para que reflexionara
sobre las realidades e injusticias sociales, sino como mujer, como
amiga, como hija, como madre y como persona que pudiera expe-
rimentar aquellos sufrimientos y la forma de poder sobrellevarlos.
A falta de palabras para explicar los actos que me resultaban inin-
teligibles, la afectación estableció una relación involuntaria que
hizo que el dolor del otro me ocurra (Das 2008, Ortega 2008). Esta
afectación promovida por aquel dolor conllevó el riesgo de que el pro-
yecto de producción de conocimiento que había construido junto con
la comunidad se “desvaneciera” (Zapata y Genovesi 2017: 65) o que-
brara. Sin embargo, y a la distancia, entiendo que aquello produ-

104 –
cido, aprendido y reflexionado a partir de mis etnografías con esta
comunidad –y con otras comunidades indígenas– no han perdido su
“validez” ni su importancia. Por el contrario, ser afectada por los tes-
timonios de estas mujeres potenció aquel encuentro como un nuevo
modo de conocimiento de otras realidades no vividas ni comprendi-
das hasta aquel momento.
A medida que comparto con colegas y amigas estos primeros borra-
dores, emergen nuevas historias de padecimientos y abusos que con-
figuran los entramados cotidianos de nuestra sociedad. Entiendo,
para finalizar, que dejarse afectar por el dolor del otro es –como lo
fue en mi caso– un punto de partida para permitirse reflexionar
sobre los efectos corrosivos de la violencia. Creo que este puede ser un
buen ejercicio para intentar comprender y reparar, como sugiere Das
(2008), los espacios de coexistencia social.

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‘ser afectado’ como medio de conocimiento en el trabajo de
campo antropológico”. Avá, 1(23): 49- 67.

106 –
Caminos que llegan por otros lados. El animal y la herramienta
de poder.
Opción-inacción. Parar es hacer, es moverse.
¿Cuántas riendas (teatro)?
Dejarse mirar: crisis, magia.

autonomía –107
108 –
Hacia una arqueología afectada
en un ex Centro Clandestino de
Detención
Marcos Román Gastaldi

La experiencia sobre la cual reflexiono en este trabajo ocurrió entre


2010 y 2012. La misma se originó a raíz de una solicitud de la Comisión
de la Memoria de Pilar (CMP) al Archivo Provincial de la Memoria de
Córdoba (APMC), donde se requería asesoramiento para visibilizar y
proteger –de su posible destrucción por una obra pública propiciada
por el municipio– a la actual plazoleta de la memoria, ex CCD de la
última dictadura militar, conocido como “Puesto Caminero de Pilar”
(PCP), vinculado con el circuito represivo del ex CCD “Departamento
2 de la Policía de la Provincia de Córdoba” (D2).45
En ese momento fui convocado a participar de dicho asesoramiento
debido a que desde 2006 he estado colaborando con el APMC –autoridad
que por ley debe velar por los sitios de memoria declarados en toda la
provincia– realizando, en el ex CCD D2, distintas tareas como el regis-
tro y relevamiento de las inscripciones en los calabozos, la excavación
de un sótano, la realización de una muestra, entre otras.46
Mi participación en este trabajo, como parte del APMC a lo largo
de esos años y algunas intervenciones aisladas hasta 2018, moviliza-
ron un conjunto de sentimientos, sensaciones, posiciones políticas
y visiones disciplinares que, revisitadas ocho años después, me lle-

45  Efectuamos un análisis pormenorizado de los trabajos realizados en dos artículos


(Gastaldi 2012, 2014). Recomiendo leer Laguens (2020) quien también desarrolló
investigaciones etnográficas a partir de 2015.
46  Esos trabajos fueron coordinados por Andrés Laguens, Mirtha Bonnin y la direc-
tora del APM, Ludmila Catela Da Silva.

autonomía –109
varon a plantearme dos interrogantes que guían este escrito: a) ¿Qué
rol le cabe a la arqueología, en tanto disciplina experta, a la hora de
intervenir en esta clase de conflictos? y b) ¿Qué tienen para decirnos a
los arqueólogos las comunidades con las que trabajamos, sobre nues-
tra propia disciplina?

De ex CCD a Plazoleta de la Memoria

El ex CCD PCM, desde los inicios de la democracia, sufrió una serie de


marcaciones y desmarcaciones como espacio de memoria. A inicios
del período democrático –no se ha podido establecer el año exacto–
existió un primer intento de marcación del espacio mediante la
colocación de un monolito en el frente del edificio, el que fue reti-
rado por el municipio y tirado al río Segundo. La casa, donde fun-
cionó el centro se siguió utilizando como dependencia policial hasta
que fue abandonada. Posteriormente se instaló una familia prove-
niente de Córdoba. En 2007, llegó una orden de desalojo de la familia
y un pedido de demolición por parte del municipio. La intendencia la
demolió con la excusa de que en el lugar se “juntaban indigentes y
generaba un problema de inseguridad” (diario Día Siete, 20/03/2007).
Durante esos años existieron distintos pedidos, por parte de algunos
familiares de desaparecidos y vecinos del lugar, de frenar el acto y
reconocer al espacio como patrimonio histórico y recuperarlo como
parte de la memoria local, pero no fueron tomados en cuenta. El des-
alojo violento de la familia y la demolición del edificio catalizaron
que en 2008 se conformara la Comisión de la Memoria de Pilar y Río
Segundo – localidad pegada a Pliar–. Esta comisión fue la que inició
la solicitud al Concejo Deliberante del municipio de Pilar para que se
conformara el espacio donde estaba el CCD como una plazoleta de la
memoria. El 24 de marzo de 2008 se inauguró la Plaza de la Memoria
se realizó un acto colectivo con diferentes organizaciones e institu-
ciones (el municipio entre otras), y se reconoció al lugar como espa-
cio recuperado.

110 –
Arqueología en la “Plazoleta de la Memoria”

En 2010, la CMP se enteró de la existencia de un proyecto de reforma


del puente que cruza el río Segundo ubicado muy cerca de la Plazoleta
de la Memoria. En dicho proyecto, en el lugar donde estaba la plazoleta
figuraba una rotonda de acceso al puente, es decir si se ejecutaba la
obra, el espacio debería ser destruido. En virtud de esta nueva amenaza
la Comisión recurrió al APM para que interviniera y la asesorara en la
realización de acciones para conservar la plazoleta. Fue en ese marco
en el cual el APM solicitó mi participación en este asesoramiento.
La primera acción que realizamos en conjunto con la Comisión
fue organizar el taller “Relieves de la Memoria” en la localidad de
Pilar, en el que nos juntamos diferentes equipos, que veníamos inter-
viniendo en distintos centros clandestinos o espacios de la memoria
en el país, para compartir las experiencias y pensar posibles acciones
a realizar en la plazoleta.
La concreción del taller en Pilar y no en el APM de Córdoba fue un
pedido explícito de la CMP; para ellos era muy importante visibilizar
ante las autoridades locales (municipio que impulsaba la obra) y veci-
nos del lugar, la llegada de equipos de arqueólogos que trabajaban en ex
CCDs muy conocidos del país (Mansión Seré de Buenos Aires y el Pozo en
Rosario). Esto les permitía legitimar sus reclamos sobre la importancia
y relevancia de conservar el espacio como plazoleta de la memoria.
El último día del encuentro, por pedido de la Comisión, realiza-
mos una intervención en el mástil de la Plazoleta que intentó dar pre-
sencia pública a la realización de este taller con arqueólogos. Entre
todos construimos una flor de celofán de 4 m de altura y la atamos al
mástil de la plazoleta; esta obra simbolizaba a los treinta mil deteni-
dos-desaparecidos y al trabajo colectivo realizado en el taller.
El taller y la colocación de la flor fueron solo dos de los tantos
eventos de intervención que continuamente la Comisión y los fami-
liares de desaparecidos venían realizando en la plazoleta desde 2008
(plantar árboles, actos conmemorativos para el 24 de marzo, recita-
les, colocación de un monolito, entre otras acciones).
Desde 2010 hasta fines de 2012, en conjunto con el Archivo y la
Comisión, realizamos encuentros cada quince días para ir acordando

autonomía –111
actividades e intervenciones. Los encuentros los realizábamos en la
escuela “Juan Bautista Bustos” de la localidad dado que los miembros
más activos de la Comisión eran maestras de dicha escuela.
Durante el lapso de tiempo de mi participación, los miembros de la
Comisión, ante los distintos agentes con los cuales disputaban la visi-
bilización y marcación de este lugar como espacio de memoria, solían
recurrir, para defender sus posiciones, a la frase “tenemos un arqueó-
logo”. Señalando con eso que sus reclamos sobre la importancia del
lugar a nivel histórico y forense debían ser tenidos en cuenta porque
eran opiniones fundadas en un análisis científico, de un profesional
arqueólogo. Desde el primer momento que comencé a participar, la
Comisión me colocó como mediador y barrera entre el municipio y las
acciones de defensa de la plazoleta. Me encontré yendo a reuniones con
autoridades municipales, elaborando recomendaciones técnicas y de
conservación del espacio, mediando en los conflictos entre el APM, el
municipio y CMP, e inclusive saliendo en la radio.
La Comisión movilizaba la autoridad que la arqueología me con-
fería para decir qué hacer y no hacer, no solo en momentos en que
se tensaban las relaciones con las autoridades locales, sino también
durante las distintas reuniones en las que participé con miembros de
la Comisión para definir las acciones a realizar en torno a la plazoleta.
En muchas de esas reuniones las miradas se dirigían a mí en tanto
arqueólogo para decidir cómo seguir con las acciones de visibilización
del espacio de memoria. En una reunión un miembro del APM señaló
la necesidad de excavar para hallar lo que hubiera quedado de los
cimientos, de tal forma de marcar el espacio y visibilizar la presencia
del ex CCD. En ese momento la gente de la Comisión no dijo nada,
solo me miraron para ver qué opinaba yo, como arqueólogo. Realizar
dicha acción implicaba que una parte importante de la plazoleta no
pudiera usarse como venía haciéndose por parte de la Comisión y los
vecinos, particularmente niños que jugaban en ella. Me encontré en
una encrucijada, no estaba seguro de cuál sería la mejor acción. Visi-
bilizar los cimientos e integrarlos como parte de los restos materiales
del CCD podría ser un freno importante a las acciones del municipio
sobre el espacio; pero implicaría una modificación muy importante
del espacio de la plazoleta al momento y con él de la dinámica de uso

112 –
de la misma. No hacerlo podría ser contraproducente, en tanto que
en general históricamente el ex CCD PCM sufrió marcaciones y des-
marcaciones muy drásticas como espacio de la memoria, y una de
ellas lo terminó demoliendo.
A esas alturas, opté por plantear las implicancias que señalé ante-
riormente, y preguntar qué opinaban ellos, los de la Comisión, sobre
qué acción realizar. En ese instante se produjo una situación rela-
tivamente incómoda, tanto por parte de mis compañeros del APM,
como de los miembros de la Comisión, un silencio, que de alguna
forma demarcaba cierta frustración en los participantes al no encon-
trar una respuesta clara sobre cómo seguir. En mí también caló esa
sensación de no estar cubriendo expectativas. Al final de la reunión
se decidió que seguiríamos interviniendo la plazoleta con diferentes
acciones pero, por el momento, sin modificar todo el espacio. Con-
servar el muro que había quedado en pie en el lugar era lo principal y
además elaborar un plano del espacio y tratar de reconstruir la lógica
de funcionamiento del sitio.
Actualmente, en arqueología la figura de la “autoridad” arqueoló-
gica para decidir sobre si algo es arqueológico o no, o qué debe ser con-
servado del pasado y cómo vincularse con eso, está en fuerte discusión.
En la Argentina la arqueología ha intervenido tanto en la habilitación,
como en la negación de reclamos por territorios indígenas, recupera-
ción de los cuerpos de antepasados muertos e incluso por lugares sagra-
dos y objetos.47 Al comenzar a trabajar en Pilar tenía muy presente este
debate. Mi intención, cuando se me convocó, fue no imponer mi visión
sobre lo que se debería hacer en la plazoleta, sino propiciar el diálogo y
coconstruir junto con la Comisión acciones y narrativas sobre el espa-
cio. Parte de mi respuesta en dicho encuentro se debió a este posiciona-
miento. De alguna forma, en aquella reunión, al plantear las posibi-
lidades que yo veía y consultarles qué opinaban, estaba esquivando el
convite a decidir sobre qué hacer en este lugar.
Mi aceptación para involucrarme en este trabajo se inició por
empatía, por compromiso por develar lo sucedido; no se trató ni de

47  Ver para el caso de la arqueología de contextos de represión en el siglo XX, Zaran-
kin et al. (2012). Para otros casos arqueológicos, ver Jofre (2011).

autonomía –113
un contrato, ni de mi tema de investigación. En aquel momento yo
tenía una beca doctoral de Conicet para investigar sobre tecnología
cerámica en la Provincia de Catamarca. Mi frustración era que yo me
veía ante los miembros de la CMP como un compañero, un miembro
más de la Comisión, no como un “experto” externo, especie de perito
que indica qué hacer.

No soy compañero, soy arqueólogo…

A lo largo de mi participación experimenté esa contradicción conti-


nuamente entre mi deseo de intervenir como un compañero más, mi
posición política y epistemológica dentro de la arqueología y aquella
pretendida por las personas que integraban la Comisión. Esa inco-
modidad se vio amainada cuando pude confeccionar y entregar a la
Comisión un plano del lugar.
En 2011, se consiguió un plano del puesto caminero que poseía
la Policía Provincial, y se realizó un trabajo arqueológico de releva-
miento superficial para observar la presencia de los cimientos en la
plazoleta. Pequeños sondeos en distintas zonas de la plazoleta per-
mitieron observar que aún se encontraban los cimientos de la casa,
salvo algunos sectores de acceso vehicular al patio que habían sido
destruidos por la ampliación de la ruta 9 que pasa al costado. De esta
intervención se pudo obtener un plano de aquellos cimientos que aún
se conservan y se lo superpuso con el plano de la policía. Cuando pre-
senté el plano terminado a la Comisión, mi sensación de frustración
amainó dado la satisfacción de los participantes. De alguna forma el
plano vino a llenar el vacío que había dejado la demolición; fue como
volver a tener la casa. Inmediatamente el plano fue presentado por la
Comisión ante el municipio y se publicó en la revista del APM.
Se señaló que desde el inicio este centro tuvo marcaciones y des-
marcaciones como espacio de memoria, incluso su destrucción
indicó la ausencia o presencia subterránea del ex CCD PCP. Pero,
además, esa materialización del ex CCD en el plano y los cimientos
movilizó y afectó a los miembros de la Comisión. Ellos, en un primer
momento, no creían que había sobrevivido la mayoría de los cimien-

114 –
tos del espacio. Aquí la arqueología afectó la relación de la Comisión
con el lugar, con su ausencia, pero también la del resto de actores. De
alguna forma el ex CCD irrumpió o emergió de nuevo como referente
material de lo sucedido en este lugar.
La ejecución de este plano y los efectos que produjo me hicieron dar
cuenta que fue recién cuando pasé de posicionarme como un “compa-
ñero más” y actué según lo que ellos esperaban que hiciera un arqueó-
logo –descubrir los restos materiales ocultos del centro y reconstruir el
espacio–, es que dicha tensión o sensación de frustración amainó casi
completamente. Al final comprendí que el único lugar esperado y
útil de mi participación, no tenía que ver con participar de una causa
común, sino con ser arqueólogo, producir mapas, informes técnicos
y otras acciones. Por lo que para ellos yo no era “Marcos, un compa-
ñero que es arqueólogo, que nos puede ayudar en este tema”, sino que
era “Arqueólogo” en un sentido más impersonal, o como señalaban
desde que comencé a participar, “tenemos un arqueólogo”.

El devenir ladrillo de la arqueología en el ex CCD PCP

En 2012, una semana antes de la realización del Festival de la Memo-


ria que se realiza en la Plazoleta de la Memoria todos los años, el juz-
gado de Río Segundo dictó una orden de desalojo de la casa vecina a
la plaza. El municipio en un acto violento, al mismo tiempo que des-
alojó a la familia, demolió la casa y, con ella también el muro perime-
tral del ex CCD PCM que conformaba la medianera entre la vivienda
a ser desalojada y la plazoleta. En el mismo instante del derrumbe,
gente de la Comisión realizó una cadena humana para que al menos
quedara parte del muro. No lo lograron y las palas mecánicas lo des-
truyeron. La destrucción del muro, es un acto, al igual que la demo-
lición de la casa en 2007, de invisibilización y desmarcación de este
espacio, como espacio de la memoria.
El muro perimetral, a lo largo de los años de uso como plazoleta,
se había transformado en un referente material de las acciones de
visibilización y conservación de dicho lugar como espacio de memo-
ria. Los actos escolares, de conmemoración o festivales de la memoria

autonomía –115
realizados en la plazoleta siempre lo tenían de fondo, como símbolo
material, prueba de la existencia del ex CCD PCP. En varias ocasio-
nes se lo tuvo que repintar, porque al estar al lado de la ruta 9, una
de las más transitadas, las casas de repuesto de la zona lo pintaban
con publicidades. Para evitar dichas pintadas y visibilizar aún más
el muro, en una de las reuniones quincenales, se acordó intervenir
una parte del mismo, como una nueva acción de desmarcación. La
actividad consistió en que los alumnos de la Escuela Bustos pintaran
en cuadritos de madera algo alegórico de lo que había ocurrido en el
lugar. Un artista compiló todo en un marco de metal de 2 m por 2 m.
La obra se transformó en una especie de narrativa visual contada por
los alumnos de lo que había sucedido en ese lugar. Este gran marco
se empotró en el muro y se inauguró con un acto conmemorativo.
Desde un punto de vista arqueológico, el muro, a lo largo del uso de
este espacio, fue recibiendo sucesivas capas estratigráficas, que fue-
ron sedimentando las sucesivas luchas de la Comisión por conservar
y visibilizar el espacio de la plazoleta (pintados, repintados, obras
de arte, telón de fondo de actividades etc.). Esas capas superpuestas
produjeron una densificación del muro que pasó de ser solo el resto
material de un ex CCD demolido, a ser monumento de la lucha por
mantener este espacio como plazoleta de la memoria.
La demolición del muro, con todas estas capas superpuestas que
lo transformaban en monumento, produjo una reacción inversa a
la invisibilización pretendida por el municipio al destruirlo. Al con-
trario, esta acción produjo la hipervisibilización de dicho espacio.
El repudio de lo sucedido no solo se dio a nivel público a través de
medios locales, sino que trascendió a los medios provinciales y llegó
a los nacionales. Este hecho hizo que el municipio dejara de realizar
acciones en contra de este espacio y comenzara un proceso de con-
servación de la plazoleta. A fin de ese año se realizó un acto, con las
autoridades de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, el
APM, la CMP y el municipio, inaugurando un cartel donde estaba
impreso el plano de los cimientos y posible disposición interna del ex
CCD PCP que realizáramos en 2011.
Este hecho de hipervisibilización, además generó un cambio en el
estatuto y materialidad de muro. En el acto de fin de año que se realizó

116 –
en la plaza central de Pilar, donde participaron las distintas escuelas de
la localidad, en el que se mostraron las actividades realizadas durante
el año por estudiantes y maestras, los alumnos de la escuela Bustos,
junto con sus maestras, levantaron en una de las esquinas de la plaza
el muro de la plazoleta de la memoria que había sido destruido. En
este caso, el muro fue construido de ladrillos de cartón –cajas forra-
das en papel blanco–, los cuadros que componían la obra retirada por
el municipio ahora son de papel. Las distintas actividades realizadas
en la plaza, están ahí, son parte del muro, las fotos que las retratan
están adosadas en cada ladrillo que compone el mismo. Hay fotos de
cuando realizamos el plano y estábamos mapeando y rastreando los
cimientos, a su vez pusieron una imagen del plano en sí y está la flor
de celofán del Taller de la Memoria, entre muchas otras.
El muro ha cambiado de componentes, tiene otros materiales; sin
embargo, se podría decir que en algún punto, se trata del mismo muro,
en tanto conserva la potencia de significación, marcación y visibiliza-
ción de aquel que fuera demolido: el de ser símbolo de ese pasado y de la
lucha por los sentidos del mismo en el presente. La desmarcación bru-
tal que sufrió el muro de la plazoleta en parte lo liberó de su especifici-
dad material de tener que ser un muro de ladrillo anclado fijamente en
una plaza. Esa liberación, no solo le permitió conservar intacta toda su
densidad de significado, esa estratigrafía de la que habláramos arriba,
sino que permitió que fuera llevado a otros espacios del pueblo, a otras
plazas, se volvió una especie de monumento móvil. A su vez, permi-
tió que mi práctica arqueológica fuera trasformada en una capa más
de ese muro, la participación como arqueólogo “experto” en el sentido
dado por la Comisión, en este caso, se transformó en uno más de esos
sedimentos. En esta nueva materialidad del muro me transformé en
ladrillo, terminé formando parte de él. Por más que yo no quisiera
ejercer la autoridad que moviliza la arqueología, o trataba de limitar
su influencia, esta quedó plasmada en el cartel del sitio de memoria y
en los ladrillos de cartón que componen el nuevo muro. Aquí la comu-
nidad, a la vez que reconocía el rol de autoridad que esta disciplina
tiene a la hora de luchar por sentidos del pasado y particularmente
cuando se trata de restos materiales, logró disciplinar esa violencia

autonomía –117
epistémica y reconvertirla en combustible para visibilizar ese pasado
que se pretendió borrar.
Goldman (en Argañaraz y Torres 2017: 155) señala que los “antro-
pólogos estamos entrenados para explicar a los otros pero jamás para
asociarnos a ellos, para hablar ‘con’ ellos y que ellos nos ayuden a
entender a otros, o a nosotros mismos, pero con sus propias
teorías”. Ante esta proposición y la experiencia que comenté, me
surge un interrogante: ¿qué tipo de asociación se podría realizar con
la arqueología que me planteaba la Comisión, de tal forma que me
permita repensar la autoridad arqueológica y la práctica arqueológica
en contextos de demanda? Mi primera posición intentaba minimizar
la autoridad que confiere la arqueología como diciplina para señalar
si algo es digno de conservarse o no y qué hacer con ello. Eso generaba
tensiones, incomodidades y por otro lado producía un efecto contra-
rio a lo perseguido, terminaba limando justamente lo único útil de
hacer intervenir a un arqueólogo en estos conflictos. La experiencia
transitada, revisitada hoy permite darme cuenta de cómo la arqueo-
logía, que me planteó la Comisión en este espacio, era una arqueolo-
gía que no debía renegar de su autoridad, sino que debía, por medio
de mi participación, en mi aspecto más técnico y profesional, recon-
ducir dicha autoridad calcándola al servicio de los afectos de otros, y
no solo a los suyos propios.48
Volviendo al inicio sobre qué nos enseña esta experiencia para
pensar nuestra práctica profesional en contextos de demanda, más
que ir con conceptos cerrados sobre el rol de nuestra diciplina, sus
límites, propiedades, debemos estar abiertos a esos afectos (Favret-
Saada 1990) que nos atraviesan en nuestra práctica, tornarlos objetos
de nuestras reflexiones, de nuestras metodologías, de nuestras inter-
venciones. Además, nos permite salirnos de las discusiones inter-
nas de la diciplina y dejar entrar sin golpear, como dice la canción, a
otras posibles arqueologías. Pretendo con esta reflexión haber traído
la arqueología, que me planteó la Comisión, como forma conceptual
y teórica, que permita repensar, torcer, afectar las formas de vincula-

48  Agradezco a los evaluadores por esta sugerencia.

118 –
ción que realizamos con esas otras arqueologías con las que nos aso-
ciamos en nuestras prácticas profesionales.

Bibliografía

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nal de Catamarca.

autonomía –119
120 –
Herramientas de la quietud en marcha. Movimiento y forma:
afuera/adentro.
Encrucijadas, confluencias, lo propio-ajeno.
Antesis: magia y deseo en el camino.

autonomía –121
122 –
You will find, inshallah. Hallazgos y
afectos en la Necrópolis tebana
de Lúxor
María Bernarda Marconetto

Piedras con sonido a metal y la visita de Morgâni

En la zona arqueológica conocida como Necrópolis Tebana, en la


ribera occidental de Lúxor (Egipto), todo el mundo está al tanto
cuando aparece algún pozo o el acceso a alguna cámara antes cubier-
tos por sedimento. Con todo el mundo, me refiero a diversidad de
personas con las que interactuamos, gente a la que podríamos lla-
mar “los vivos de la necrópolis” (habitantes, trabajadores, artesanos,
guardias, funcionarios estatales, inspectores, turistas, guías, inves-
tigadores) así como a toda una suerte de entidades que incluyen a
genios o la baraka, entre otros.
Mientras participo de los trabajos arqueológicos en la Tumba de
Amenemhat y su esposa Henutiri (TT123), quienes vivieron durante
el reinado del faraón Tutmosis III entre 1479 y 1425 a. C., ubicada en
el valle de los nobles en el sector conocido como Sheikh abd el Qurna,
suelo pasar bastante tiempo en el taller de Ahmed, un artista que
reproduce en piedra caliza motivos de tumbas vecinas, en especial la
de Ramose (el Gran Visir de Akenatón). El taller es la parte restante de
una de las tantas construcciones demolidas cuando se desalojó a los
qurnawi de la necrópolis en 2007. Allí esculpe Ahmed, algún apren-
diz, al tiempo que hermanos y otros familiares (hombres) están habi-
tualmente fumando, tomando té, ofreciendo objetos a los turistas.

autonomía –123
Durante la temporada de 2018-2019 mientras se abría un pozo detec-
tado en el patio de la TT123 que luego desembocaría en una cámara
funeraria, uno de los hermanos de Ahmed (el escultor) empezó a
darme algunos consejos “para encontrar algo Inshallah”. Él hablaba
muy bien francés, por lo que nos entendíamos claramente, pero no
logré comprender cómo es que golpeando la piedra caliza sonaría a
metal, por más que él insistía…
Como suele ocurrir con algunas experiencias de campo, lo entendí
tiempo después leyendo Ruines et Paysages d´Egypte escrito por Gastón
Maspero más de cien años antes de que tuviera lugar esa conversa-
ción. Maspero, director del Servicio de Antigüedades entre 1881 y
1914, dedica en su libro un capítulo a las “leyendas y supersticiones”
de los trabajadores y guardias del templo de Karnak. Menciona que
todos los sitios arqueológicos están en mayor o menor medida embru-
jados (ensorcelés) pero el templo de Karnak con sus grandiosos monu-
mentos es el ard marsoud. Este término es traducido por Maspero como
“tierra encantada” (enchantée) por excelencia, aunque puede también
traducirse como “la tierra de las provisiones”. Una tradición que,
según el autor, se ha transmitido de padres a hijos “atravesando los
siglos y dos religiones” mantiene viva la memoria de los tesoros que
guardaba el santuario de Amón en tiempos de la grandeza de Tebas
y aun después (Maspero 1910: 149). El oro brillaba sobre la madera de
las puertas, sobre el calcáreo de los muros y el granito de los obelis-
cos y estatuas, sin hablar de los lingotes y vasos que guardaban sus
recintos. Maspero señala que aun si el dorado se borró hace tiempo,
los fellahines (campesinos) continúan creyendo que el metal aún está
allí y nadie puede verlo debido al sortilegio que los magos de antaño
arrojaron sobre el lugar. Alguien que pudiera escapar a ese encanto
vería no solo los obeliscos sino los bloques de granito o alabastro caí-
dos brillar al sol como en el pasado. Relata Maspero:

(…) más de un guardia me llevó misteriosamente ante un


bloque que yacía semienterrado en algún pozo aislado, y veri-
ficando que nadie nos espiara, golpeó con su bastón hacién-
dome notar el ruido metálico que emitía: el mago había sido

124 –
lo suficientemente hábil para velar el brillo del oro, pero no
tanto para disfrazar su sonido (1910: 150).

Alcanzaría con romper la piedra recitando la fórmula apropiada


y el oro reaparecería. Gente que llega de todas partes del Magreb lo
intenta, dibujan un círculo, sahúman, recitan oraciones y casi siem-
pre fallan, pero los campesinos “pretenden”, escribe Maspero, que
quien lo logra consigue riquezas por el resto de su vida. Esta lectura
no solo iluminó la conversación de aquel día mientras vaciábamos de
relleno el pozo del patio de la TT 123, sino tambien un extraño sueño
que viví durante ese trabajo de campo.
Los genios custodian los tesoros, a veces los defienden ferozmente
y a veces los conceden a quienes quieren favorecer. Es notable que los
relatos tienen recurrentes improntas morales respecto a la generosi-
dad y el uso de las riquezas. Hay un genio negro llamado Morgâni,
que habita la puerta norte del recinto de Montou en Karnak, conocida
como beb-el-abd (“puerta del esclavo”). Sobre él existen abundantes his-
torias acerca de sus apariciones, en las que evalúa el comportamiento
del candidato a su ayuda, entre las cuales rescato la siguiente:

Cuentan que a fines del 1800, el capitan de un barco car-


gado de lentejas y habas, debido al mal tiempo ancló su barco
junto al templo de Karnak, en la ribera oriental. Al acercarse
a la costa, un mendigo le pidio un ardeb (151 kilos) de len-
tejas, el capitán se negó, el mendigo pidió medio, luego un
cuarto, finalmente el capitan accedió a darle la cantidad que
cupiera entre las manos del mendigo. Este le agradeció y le dio
un papel escrito recomendándole ir por la noche a la beb-el-abd,
golpear tres veces sobre una piedra y así aparecería un negro
al que debía decir “Oh Morgâni, mira este papel” y esperar. La
noche antes de retomar su viaje, el capitán siguió el consejo
y fue a la puerta del esclavo. Apareció el negro y llevándolo a
una habitación le dio tanto oro como lentejas le dio al men-
digo y agregó “si le hubieras dado un ardeb hubieras tenido un
ardeb, vete e instruido con el ejemplo, sé más generoso”. (Mas-
pero 1910: 151)

autonomía –125
Duermo habitualmente en la ribera occidental, del lado de los
muertos; al otro lado del Nilo se levantan imponentes los templos
de Lúxor y Karnak, donde habita Morgâni. Una noche durante la
misma temporada de campo en que abrimos el pozo del patio, tuve
un sueño de esos que no se olvidan y ponen en duda la barrera entre
lo onírico y lo real. Me encontraba en una habitación en penumbras
recostada sobre un banco largo con almohadones, típico de las casas
de la zona, mientras miraba televisión cuando apareció en la habita-
ción un hombre negro, alto, con turbante blanco y vestido con una
galabeya, ofreciéndome algo que parecía una estatuilla, semejante a
las réplicas faraónicas que se venden a los turistas. Respondí en árabe
a su oferta con un la, la shukran (“no, no gracias”); sin embargo el per-
sonaje insistió, volví a negarme y comenzó a acercarse insistiendo en
su ofrecimiento. No pude distinguir si era una venta o un regalo, pero
sentí que me forzaba, se acercaba aun cuando yo lo rechazaba, me
asusté, intenté buscar ayuda en mi madre a quien vi junto a mí en el
banco aunque sin éxito, hasta que él se acercó lo suficiente para aga-
rrar mi brazo en el momento exacto en el que el terror me despertó.
Si hay una palabra justa que pueda describir el estado en el que
me encontré al despertar, esta es afectada. Le conté el sueño a mi
compañero de equipo Ze Pellini, quien me dijo que era un sueño
típico de genios, tema caro para él sobre el que viene indagando
hace ya varios años (Pellini 2018). Esa fue una temporada con sus
bemoles, me esguincé un tobillo al entrar a la tumba, el agua de la
canilla de mi cocina estaba extrañamente electrificada lo cual tenía
asombrados a los electricistas que la visitaron, tuve fiebre y sucedie-
ron otras vicisitudes, la mayoría despues del sueño. No comenté mi
sueño con el dueño de la casa en la que vivía por pudor, aunque en los
días subsiguientes los diversos problemas domésticos que se fueron
sucediendo, hicieron que él esbozara discretamente que algo extraño
pasaba conmigo, cuestión en la que coincidían los electricistas claro.
También después del sueño llegó el hallazgo de varios cuerpos en una
cámara que se abría bajo el pozo a unos cinco metros por debajo del
patio de la tumba.
Leí a Maspero meses despues de regresar del trabajo de campo, el
sonido del metal en la piedra y el sueño cobraron un sentido que no le

126 –
había dado en su momento. Me sorprendí y volví a afectarme nueva-
mente al reconocerme en ese viejo texto. Me pregunté si acaso había
estado avara con el personaje del sueño, me respondí que no, no es
realmente un adjetivo que me calzara. La sensación fue en principio
de sorpresa e incomodidad por la aparición de un personaje que sentí
invasivo, incomodidad que se transformó en miedo y terminó en
espanto, ¿hay algo en el campo que me afecte asi?, ¿mi relacion con
los objetos arqueólogicos puede ser acaso afectada por un genio como
lo es para la población local? La pregunta central podría ser si soy
capaz de intentar afectarme por un modo local de hallar, que incluye
genios, sin refugiarme entre las faldas de mi madre encarnando a
occidente en el sueño, como sugirieron dos queridos lectores.

You will find… Inshallah

El vínculo entre el hallazgo y el deseo de que Alá haga posible que


encuentre algo es un punto que intuyo significativo, y que al tiempo
me ha generado interrogantes sobre las prácticas (de)coloniales del
campo de la arqueología.
La frase you will find inshallah deseando que encuentre algo, me fue
dedicada por parte de diversas personas en diferentes situaciones
sobre las que volveré más adelante. La expresión inshallah ‫هللا ءاش نا‬,
enunciación recurrente ante diversidad de circunstancias, equivale
a un “si Dios quiere” o más exactamente a “que Dios lo haga posi-
ble”. Me sorprendían estos deseos, mi culpa colonial me obligaba a
no parecer una despojadora de bienes culturales. “El fin del trabajo
no es encontrar cosas valiosas” intentaba explicar, pero no parecía
convencer a nadie, Inshallah inshallah…
Esos deseos, como mencioné son enunciados en diversas circuns-
tancias por diferentes personas con las que interactúo. El container que
sirve de baño en el sector de la necrópolis en que trabajamos, luce un
llamativo empapelado floreado y cuenta con agua a través de un con-
fuso sistema que hacen funcionar tres jóvenes mientras interceptan
turistas para venderles algún souvenir. El agua debe venir de fuera y
hay que comprarla; ese mismo año con unas arqueólogas búlgaras

autonomía –127
financiamos el agua del baño durante la temporada de campo. Las
conversaciones con los encargados del container se hicieron habitua-
les, creo que me tomaron cariño, criticábamos juntos a las turistas
europeas que no dejan propina, mi arabínglish mejoraba y empezaron
los buenos deseos de you will find inshallah, deseos a los que comencé a
prestar atención. Deseos que también ocurren en el taller del escul-
tor, o en el Fayrouz donde solemos comer o fumar shisha. Me permití
extenderme en detalles del vínculo con los encargados del baño
porque introducen elementos que muestran que el lazo se tornó
amistoso a partir de una negociación – por el agua– y se cimentó en
charlas ligadas a los ingresos que allí obtienen, o denostando a quie-
nes no dejan baqshish (“propina”), detalles que entiendo no son meno-
res. La frase you will find Inshallah procede de gente con la que tengo una
relacion amistosa y al tiempo en cierto modo comercial. Por ejemplo,
en el taller del escultor, a los litros de té y las extensas charlas com-
partidas, se suman varias horas negociando objetos que suelo regalar
a mi regreso, e incluso a las ventas que ayudo a hacer cuando acercan
turistas de habla hispana. En el Fayrouz, mis conversaciones con Kha-
led, en repetidas ocasiones se daban en su oficina instalada bajo una
parra, mientras me cambiaba divisas. Los intercambios eran siempre
largos y densos, sí, pero finalmente justos.
Las relaciones económicas justas y generosas pueblan los relatos
acerca de Morgâni, así como cientos de cuentos árabes de las Mil y una
noches, u otros relatos recogidos por Maspero (1910: 189) o por el mismo
Howard Carter entre los trabajadores con quienes abrió la tumba de
Tutankamón y que plasmó en su autobiografía (Carter n.d., en Van
der Speck 2011). Las narraciones notablemente parecen mostrar una
misma cadencia respecto a premiar la generosidad y los tratos justos.
Los hallazgos arqueológicos no escapan a esto.
Ante un hallazgo arqueológico interesante se dice mabruk, una de
las congratulaciones más habituales en caso de embarazos y naci-
mientos. En las bodas u otros logros de la vida se enuncia alf mabruk,
que podría traducirse superficialmente como miles de bendiciones,
aunque es mucho más que esto. En diversas frases empleadas en
fórmulas de cortesía o religiosas se incluyen palabras que, tal como
mabruk, provienen de la raíz brk (Radi 2014). El término más potente

128 –
asociado a esta raíz es baraka. Mucho se ha hablado en la literatura
etnográfica del mundo árabe de la baraka, por lo que no me extenderé
aquí (ver Blakman 1927 [2000]; Chelhod 1955; Hell 2002; Perrin 2004;
Van der Speck 2011; entre otros). Se trata de una emanación benéfica
que ciertas personas u objetos pueden transmitir, particularmente
por contacto. Los sitios y el material arqueológico también pueden
transmitir baraka.
Durante el último trabajo de campo en 2020, tuvimos ocasión de
visitar y relevar algunas de las casas/tumba que aún siguen en pie en
Qurnet Murraï recorriéndolas en compañía de uno de sus antiguos
habitantes. Si bien la población fue casi completamente desalojada
de la necrópolis, la demolición no alcanzó este sector quedando como
un relicto de lo que alguna vez fuera la ocupación qurnawi en los fal-
deos de la montaña el Qurn. Bismala al-rahman al-rahim (“por el nombre
de Alá, el compasivo, el misericordioso”) se lee escrito en tiza sobre
la puerta de ingreso a la que llamamos tumba azul. Mientras inten-
taba leer qué decía, Ahmed, trabajador de la necrópolis, se acerca
a explicarme que son algunos de los noventa y nueve nombres de
Alá y agrega que con eso mafish afrit. Garantía para quien ingrese de
ausencia de espíritus malignos, o de ser afectado por genios. Tam-
bien he oído a trabajadores enunciar discretamente la Bisamala ante
el hallazgo de un cuerpo o algún hallazgo singular.
Un hallazgo arqueológico parece tener una potencia benéfica al
tiempo que puede acarrear el riesgo de molestar a algún genio (bueno
o malo); claramente lidiar con los hallazgos no es cosa sencilla. Hay
modos diferentes de hallar, y el deseo de hallazgo debe entenderse en
todas las dimensiones que involucra.

Dos caras, dos afecciones

Creo encarnar dos personajes a ambos lados del Nilo. En la ribera


oriental, del lado de los vivos, en la ciudad de Lúuxor, mi aspecto
homologable al de una turista italiana (tal y como me identifican
regularmente) me hace blanco constante de ofertas de todo tipo:
paseos en calesh, boat, pañuelos, souvenirs, camellos, incluso apuestos

autonomía –129
donceles. Eso me molesta, me incomoda en el sentido occidental,
podríamos decir que me afecta aunque no en el sentido de Favret-
Saada. La sensación de acoso me agobia como a más de un extran-
jero. Esa parte es la que de algún modo se sintió molesta e invadida
por el genio Morgâni en su visita onírica al sentir que me ofrecía (ven-
día o regalaba) algo que yo no quería aceptar.
En la ribera occidental, del lado de los muertos, donde vivo y
conozco mucha gente con la que tengo vínculos de vecindad, de tra-
bajo e incluso cariño, soy otras cosas. Una arqueóloga venida de muy
lejos, que ensaya un árabe con un acento extrañísimo que divierte;
“la mujer que fuma”; a la que se invita a tomar café frente al bar al
que no puedo entrar por ser mujer, pero me cruzan el café del otro lado
de la calle a exigencia de Mohamed; la mudira (“jefa”), entre muchas
otras seguramente. A esta es a quien se le desea you will find inshallah.
De este lado del río, esta arqueóloga con “intereses decoloniales”,
podría permitirse ser afectada por la lógica local de relación con los
hallazgos aceptando sus luces y sus sombras. Es a esta a la que posi-
blemente la visita de Morgâni aterró ya que no quería venderle nada
sino llevarla, en palabras de Haber (2017) “del otro lado del hallazgo” y
esa es la afectación en el sentido de la autora que nos convoca.
Ante el potente y esencial vínculo con lo arqueológico al que referí
en el apartado anterior, pasible de afectar a propios y ajenos, la idea
de “despojo” que habita la culpa colonial de reproducir las ya cente-
narias prácticas extractivistas de la arqueología en la región, toma
tal vez una forma diferente. Posiblemente el problema no sea tanto
apropiarnos de los objetos (aunque desde la década de 1980 quedan
bajo custodia del Estado Egipcio), sino la incomprensión de qué son
exactamente esos objetos y sus lazos de relevancia ontológica para esa
comunidad. Afortunadamente, ha corrido bastante tinta sobre estas
cuestiones en arqueología (Hamilakis y Anagnostopoulos, 2009; Gar-
cía Canclini, 2010; Rivolta et al. 2014; Haber, 2017, entre otros) aun-
que posiblemente no la suficiente. Los pocos trabajos críticos ligados
a esta región definen a las “misiones arqueológicas” como un polo de
oposición a los intereses locales (Meskel 2010; Van der Speck 2011).
Esta perspectiva convierte el deseo de you will find, inshallah en un con-
trasentido que descoloca. Sin embargo, si nos permitimos explorar el

130 –
encuentro, el you will find, inshallah invita a enredarse en una trama que
habilite a una mirada respetuosa y simétrica.
El dejarse afectar en los términos de Favret-Saada (1990) en tanto
herramienta metodológica que da relevancia a aquello que nace del
encuentro, puede acompañar una exploración más profunda. Los
intercambios justos, las generosidades, las improntas morales en
relación con la riqueza antes mencionados, son parte contitutiva de
un modo local de hallar que es necesario atender. Pemitirse explo-
rar el encuentro es también permitirse soñar con genios y escuchar
sonidos metálicos en tanto invitación a ese modo local de hallar en
la “tierra de las provisiones”. La pregunta central enunciada acerca
de si soy capaz de intentar afectarme por ese modo local de hallar, que
involucra genios, siento que es potente en tanto se desplace del lugar
narcisista de si el investigador o investigadora cree, o no, en ciertas
entidades. El dilema –o la tentación– de creer, discutida por Kathe-
rin Ewing (1994) en base a su propia situación al soñar con un santo
musulmán, ilumina el hecho de que ciertas experiencias puedan afec-
tar, o no, la sensibilidad religiosa personal de quien investiga, aun-
que lo relevante es cuánto modifican las herramientas conceptuales
rígidamente ancladas a nuestros saberes. En definitiva, son esas las
herramientas a partir de las cuales moldeamos el cómo encontramos
objetos arqueológicos y al mismo tiempo damos forma al modo en el
que nos encontramos con las personas. Dejarse intersectar por estas
entidades, en términos de Ewing (1994) y en línea con Favret-Saada,
apunta asimismo, a la reconfiguración de los vínculos y habilita a un
involucramiento que sin dudas hará florecer la indagación.
Tanto los deseos de hallazgo como la visita de Morgâni, aborda-
dos aquí, me afectan a mí en tanto investigadora, como a mis herra-
mientas conceptuales. Me invitan a un encontrar(nos) distinto. Me
enseñan que los dos personajes, que encarno o me encarnan alterna-
tivamente en las dos riberas, pueden traducirse en modos diferen-
tes de hallar: un modo local con sus peligros y potencias; y un modo
foráneo, profaraónico, conservacionista al tiempo que extractivista,
que intersecta a la academia internacional con las políticas estatales
egipcias. El cruce entre ambas orillas del Nilo se hace en barco y hay
que elegir: el grande y lento que usa la población local, o el rapido

autonomía –131
y pintoresco usado por los turistas. También hay otro barco, el que
desde siempre cruza las almas acompañando al sol entre el lado de los
vivos y el de los muertos, pero ese no es para cualquiera…

Bibliografía

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autonomía –133
134 –
Sostener, soledad en el afuera. Manejar a la bestia, el dibujo de
las palabras salvajes que habla la diferencia.
Conocer, hacer un borde posible.
La orilla de la magia.

autonomía –135
136 –
Lo que los sueños hacen: el
revés de las relaciones entre
los qom
Emilio Robledo

Hablar, actuar y describir en torno al sueño

Un tema que recorre las anotaciones resultantes de experiencias etno-


gráficas o de contacto interétnico en diversos lugares es el relativo al
sueño y sus mensajes en cuanto posibilidad de conocimiento de la vida
circundante en la vigilia.49 Una escena relativa a esta cuestión viví, en
2012, al llegar por primera vez a Taxaqui Dolagui, la comunidad del
pueblo qom50 donde iniciaría mi trabajo de campo etnográfico en El
Impenetrable chaqueño.51 Luego de acomodarme en la habitación
que mis anfitriones me habían cedido, recibía a diario la visita alter-
nada de diferentes personas que venían a presentarse y a conocerme.

49  Para otros registros de sueños que anticipan llegadas en el Gran Chaco, ver Miller
(1995: 1) y Sánchez Labrador (1770: 191-92).
50  Es un pueblo indígena del Gran Chaco sudamericano, que pertenece a la familia
étnico-lingüística guaycurú. Antes de la colonización europea vivió organizado en
grupos reducidos de familias extensas que desarrollaban actividades de caza-pesca-
recolección-meleo, en base a un estilo de vida con una alta movilidad espacial. Su
incorporación a la sociedad nacional supuso su sedentarización, evangelización e
inclusión en relaciones salariales en industrias agro-forestales. Este proceso confi-
guró comunidades localizadas en parajes rurales y barrios periurbanos en las provin-
cias argentinas de Chaco, Formosa, Santa Fe y Buenos Aires, así como en Paraguay
y Bolivia.
51  Región ubicada alrededor del curso medio del río Bermejo, caracterizada por una
gran diversidad de flora y fauna autóctona del bosque en transición entre el Chaco
húmedo y el seco.

autonomía –137
Uno de esos días alguien me contó, casi al pasar, que su esposa había
soñado la noche anterior a mi arribo, que yo llegaría. Dijo que en su
sueño habían aparecido escenas sobre la llegada de alguien extraño
al paraje, por eso ella había quedado estupefacta cuando escuchó que
un desconocido había llegado. Dada la sorpresa que según el marido
había embargado a su mujer, se podía pensar que ella no había experi-
mentado antes un sueño con un mensaje de este tipo. Sin embargo, su
marido lo consideró tan relevante que quiso compartirlo en la primera
de las muchas conversaciones que tuvimos.
En ese momento, este evento no significó para mí más que una
aparente coincidencia o una extraña sensibilidad de la mujer. Solo
más tarde empezó a adquirir algún sentido en el marco de la socia-
bilidad local, al notar cuánto interés genuino era depositado a diario
en la cuestión de los sueños. En las comunidades qom de la región,
se habla de sueños en tono jocoso, de reserva y meditación, y hasta
muchas veces de reprobación, pero nadie es indiferente al tema. Yo
mismo era indagado con frecuencia sobre cuál había sido mi sueño la
noche anterior, para recibir luego comentarios con sesgos de humor,
recomendación o simplemente silencio. Con el correr del tiempo, me
percaté de que los sueños no resultaban importantes solo por el con-
tenido y los mensajes consecuentes, ante los cuales el observador se
ve obligado a tomar la decisión de ubicarlos en una categoría razona-
ble en el marco de la etnografía, sino que soñar y hablar de sueños
establecía una dinámica propia de las interacciones entre narradores
y oyentes, así como entre las personas, los lugares y objetos implica-
dos por el sueño.
Existe una extensa literatura acerca de los sueños en los pueblos
indígenas chaqueños (Califano 1990; Califano y Dasso 1990; Idoyaga
Molina 1990; Wright 1990, 2015). Difícilmente encontremos etnogra-
fías en la región que no hagan alusión de algún modo a la cuestión
en las relaciones locales, tal es su generalidad en el Gran Chaco indí-
gena. En términos generales, esta literatura ha mostrado que la expe-
riencia onírica se encuentra íntimamente vinculada a otras formas
de visiones nacidas de estados que alteran la percepción en el marco
de danzas y cantos rituales, así como en el curso de dolencias. Parti-
cularmente, el sueño se relaciona con la obtención o pérdida de poder

138 –
chamánico,52 aunque también con otro tipo de poderes y capacidades,
como la del espíritu santo en el marco del evangelismo local.53 Desde
la óptica nativa, soñar es señal de iniciación en facultades extraordi-
narias, experiencia de la que no todos participan. Asimismo, el sueño
constituye un estado específico en el que la persona puede continuar
con interacciones sociales que sostiene en la vigilia; hecho que se hace
palpable en el modo como los soñadores se refieren al contenido de sus
sueños, solapándolos a menudo a otros contenidos provenientes de la
experiencia personal o de relatos míticos e históricos.
Analistas sobre la temática en pueblos indígenas de otras regio-
nes han llamado la atención sobre la tendencia a una perspectiva
“sicologizante” en el abordaje antropológico, enfocando su “interés
en el contenido de los sueños y las relaciones únicamente entre sue-
ños y soñador” (Perrin 1990: 13). En este marco adquirió importante
gravitación la versión freudiana sobre la correlación entre el sueño y
el deseo del individuo. Cabe notar, sin embargo, que en pueblos de
tradición cazadora- recolectora el sueño se articula en la intersubjeti-
vidad, ya que el soñar y compartir sueños posibilita conocer los sen-
timientos y pensamiento de los otros, orientando así la acción social
(Wax 2004). Finalmente, se ha advertido que el estudio de los sueños
“muchas veces no tiene que ver con significados ocultos, detección
de mensajes proféticos, deseos liberados, o incluso con adverten-
cias morales sobre nuestros comportamientos en sociedad, sino con
los procedimientos a través de los cuales sostenemos las relaciones
sujeto-cultura” (Tobón 2015: 339).
En este trabajo, más que centrarme en el análisis de contenidos
de sueños o sus interpretaciones, lo haré en el papel que tiene para
los qom el soñar y en sus conexiones con el sentir y pensar en la vida
diurna. Retomo fragmentos de mi trabajo de campo para reflexionar
sobre mi incorporación en una dinámica íntima y específica dentro
de las relaciones nativas, que inició junto a mi propia experiencia de

52 Esto es, habilidades y conocimientos que provienen de seres no-humanos que


habitan los montes, ríos y pastizales circundantes, pero que tienen consecuencias
concretas en la vida humana.
53  Entre los qom, el chamanismo y el evangelismo se encuentran íntima y compleja-
mente relacionados (consultar Wright, 2015)..

autonomía –139
soñar y compartir sueños con mis interlocutores. En estas interaccio-
nes, se destacan efectos que alcanzan la acción y percepción de todos
los intervinientes, que son entendidos como una afección, sensu
Favret-Saada (2005, 2015).

Iniciados

Pensando en visitar el alejado paraje Pozo del Rancho, famoso por


ser el hogar de un chamán de renombre, Quishiguem (“el que vuela”),
es que propuse a uno de mis interlocutores, conocido en el lugar, que
me acompañara. Cuando le conté mi idea, Ricardo cambió su sem-
blante y empezó a lagrimear, “¿me está hablando en serio?”, me pre-
guntó con la voz entrecortada, “¡Así es!” repuse con una sonrisa mien-
tras intentaba darle ánimo con un abrazo afectuoso. Él me invitó a
apartarnos del fogón donde otros podrían escucharnos y me explicó el
motivo de su llanto. Dijo que no estaba triste, sino sorprendido por mi
invitación, ya que días atrás había tenido un extraño sueño que no
conseguía entender. Él se encontraba caminando por el campo que
está detrás de la casa del anciano Quishiguem, allí donde hay un gran
algarrobo (Prosopis alba) característico del lugar. Al acercarse le llamó
la atención que en el tronco se hallaba clavado una suerte de tene-
dor de metal. Él intentaba desclavarlo, pero luego se despertó. Desde
ese momento, permaneció perturbado por el enigmático sueño, sin
entender si vendría a decirle algo y, en ese caso, ¿de qué se trataría?
Al parecer no había querido compartir su sueño con otros, ni darle
entidad alguna. Sucedía que ahora llegaba yo proponiéndole visitar
ese paraje y a dicho anciano, avivando así las dudas que aquel sueño
había dejado en él, ¿y si ese tenedor se encontraba clavado allí? se pre-
guntaba. Ahora quería ir a buscar en el sitio para ver si hallaba algo.54
Roberto, un vecino de Ricardo, conjeturaba que cuando se sale de

54  Al igual que la mujer que había anticipado mi llegada, Ricardo no parecía haber
experimentado algo semejante en sus sueños. No todos tienen sueños que se vin-
culen tan claramente con su vida diurna. Entre aquellos que sueñan, hay quienes se
ven a sí mismos volando. De ahí que a esos “soñadores” (choxonaxaicpi) se los llame
también “voladores” (quishiguempi).

140 –
paseo por el monte o a parajes vecinos, raramente se lo hace sin un
propósito cierto, se va a: “buscar presas o poder, eso que decimos en
nuestra lengua nshitaxat”. Según él, a pesar de las carencias, los qom
nunca pierden las esperanzas, siempre están pidiendo y confían en
que van a encontrar eso que piden en sus plegarias. A veces se pide
capacidad para curar, para entender los mensajes y la lengua de
otros (humanos o no-humanos), habilidades para usar la palabra
en público o destreza para cantar y danzar. Se considera que esas
potencias no siempre dan lo que se busca porque escuchan solo al que
“sabe pedir”. Roberto explica que cuando se sueña, a menudo, se ven
personas y objetos concretos en lugares determinados, por ejemplo,
la orilla de una laguna, una casa conocida, o bien un pueblo desco-
nocido y nunca antes visto. Asegura que en muchos casos se trata de
encuentros con personas que están ofreciendo su poder al buscador
y otras veces son oponentes que roban las capacidades que detenta
el soñador o bien lo dañan.55 Por eso, concluye que los paseos que el
soñador hace en la vida diurna, no serían tan arbitrarios, “ellos van
a algún lugar a buscar algo que vieron”, que generalmente es poder.

Soñadores (choxonaxaicpi)

No todos los paseos diurnos son producto de una decisión, ni suce-


den a posteriori del sueño, sino que pueden ser fruto de extravíos y
confundirse con la temporalidad onírica.
Al respecto, un anciano que respondía a mi pregunta sobre la
necesidad de orar para solicitar permiso y protección a las personas
no-humanas que viven en montes y ríos, sostuvo que:

Si uno no ora pueden pasarle cosas, uno se puede per-


der aunque conozca el lugar. Porque a esos [existentes no-

55  Desde la óptica de Roberto, esos actantes oníricos pueden ser personas humanas
que el soñador conoce, como parientes, vecinos, chamanes (pi’oxonaqpi), amigos o
gente que lo “envidia” y con quienes se mantienen discrepancias; o bien seres no-
humanos que desde la mirada qom son considerados personas, debido a sus cuali-
dades volitivas, reflexivas y sociales. Ver Tola (2010, 2019).

autonomía –141
humanos] que viven ahí a veces no le gusta que uno entre sin
permiso. Un día me perdí por un monte de por acá cerca. Yo
conozco ese monte, siempre voy ahí, pero ese día me perdí.
Es como que en mi cabeza yo sabía dónde estaba, pero daba
vueltas y vueltas y no podía encontrar el camino para volver a
mi casa. Después de un rato de dar vueltas fui a dar cerca de la
orilla de un río y ahí lo vi. Era el jefe de ese río, el que manda
ahí, entonces me invitó a ir a su casa abajo del agua. Primero
yo no me animaba, pero yo sabía quién era él. Yo sabía que si
él me quería dar su poder me iba a dar, entonces me animé
y lo acompañé. Cuando llegamos vi su casa. Era grande, con
cerco, vacas, chanchos, chivos y tiene gente que le sirve ¡Ahí
abajo es lindo! Entonces me invitó a entrar a su casa, me hizo
sentar y me preguntó ¿qué quería comer? Yo pedí miel,
porque me gusta mucho. Él dijo: podés comer toda la miel
que quieras, entonces me trajo un vasito pequeñito lleno de
miel. Yo vi eso y me empecé a reír ¡Eso no me va a llenar! le
dije. Probá, me dijo. Entonces tomé de un solo trago la miel
porque era poca. Pero cuando dejé el vasito sobre la mesa ya
estaba lleno de miel de nuevo. Entonces, tomé de nuevo y vol-
vía a quedar lleno el vasito y así ¡Nunca se acababa! Hasta que
quedé lleno [satisfecho]. Y me dijo, viste, no tenés que des-
confiar de lo que te digo, si querés que yo te ayude, no tenés
que desconfiar de mí.

A pesar de no ser explícita la referencia a una experiencia onírica,


tiempo después llegué a conectar este relato con el tema, al conocer
historias en otras comunidades qom vecinas sobre descensos sub-
acuáticos ocurridos en sueños. Allí, personas con habilidades cha-
mánicas habían descendido, en diferentes momentos, al fondo de
lagunas de las inmediaciones, encontrándose con objetos extraor-
dinarios como grandes meteoritos, casas y corrales con animales y
hasta con una joven qom quien, habiendo sido capturada de niña
por el dueño de una laguna, ahora vivía con él ya como su esposa. La
prueba de lo visto por los primeros en esos paseos subacuáticos es que
otros que los siguieron pudieron corroborarlo. El caso paradigmático
es el de la niña capturada. En los primeros descensos, los soñadores
qom pudieron verla como era al momento de ausentarse de su comu-

142 –
nidad, más tarde la vieron siendo una joven y luego casada e incluso
siendo madre de un hijo.

Compartiendo sueños

En una época, durante 2018,56 empecé a soñar con frecuencia. La


mayoría de las veces con contextos y personas que no formaban parte
de mi realidad en el trabajo de campo, pero Roberto, mi anfitrión,
aparecía de una u otra manera en aquellas escenas confusas. Empecé
a compartir con él periódicamente las imágenes y sensaciones que
me habían dejado aquellos sueños.57 Fue cuando más aprendí acerca
de la perspectiva qom sobre la experiencia de soñar.
Una vez soñé que competía en un extraño juego que consistía en
tomar con las manos un cable de alta tensión. Al concluir la prueba,
todos cayeron desmayados salvo dos personas y yo. Sabiéndome con
capacidades extraordinarias, en seguida me vi en un una laguna y al
lado mío Roberto en un impecable traje con sombrero, todo de color
blanco. Se lo veía joven y fuerte.
Estábamos de pesca, él caminaba en el agua sin perder su elegan-
cia mientras hablaba, reía y me señalaba los peces que nadaban a
nuestros pies. Yo no necesitaba más que agacharme para tomarlos
con las manos y colocarlos en una bolsa. Parecía tan fácil que quería
agarrar siempre más y más peces. Al terminar mi relato, Roberto dijo
que yo “estaba fuerte”, consiguiendo ganar a quienes compiten con-
migo. Agregó que estaba aprendiendo y que no tendría inconvenien-
tes de enfrentar a mis oponentes.
Otra vez soñé que había sido llevado a un juicio al que consideraba
muy fácil de resolver. Ni siquiera necesitaba de un defensor letrado.

56  Se trataba de un período de preocupación e incertidumbre porque las cosas en el


campo no marchaban bien. Enojos y desaires de interlocutores que en años anterio-
res se habían mostrado interesados en colaborar con mi trabajo, y que hora se mos-
traban desconfiados o con humor cambiante. Era también el tiempo en el que veía a
Roberto con frecuentes dolores de columna debido a su trabajo en la construcción
y con conflictos familiares.
57 Mis libretas de anotaciones de esos momentos se empezaron a llenar de frag-
mentos de sueños y los comentarios subsecuentes de Roberto.

autonomía –143
Bastó que mostrara una sola prueba para que el juez me diera la
razón. Roberto dijo algo parecido a lo afirmado sobre el sueño ante-
rior, que les “estaba ganando a quienes [me] critican” y agregó que
“ese juez era un shiyaxaua58 [potencia no-humana], porque es alguien
que sabe mucho y puede darse cuenta de quién miente”. Al parecer
este personaje estaba tutelándome.
A los días, Roberto tuvo un sueño que lo inquietó. Había soñado
por cuarta vez en poco tiempo lo que él consideraba “el mismo sueño”.
Alguien le enseñaba el camino para llegar a su casa que se encontraba
en proceso de construcción, debiendo concluirla. Roberto creía que
se trataba de un shiyaxaua que quería darle un poder, pero no estaba
seguro. Me explicaba que ver una casa era algo bueno, generalmente
es donde se encuentra poder, pero ¿por qué alguien soñaría el mismo
escenario y los mismos elementos tantas veces? “¡Eso no es normal!”,
sostenía. Conjeturaba que era un anuncio de mal o enfermedades y eso
lo tornaba notoriamente preocupado. Para calmar su desazón yo inten-
taba vincular su sueño con su ardua labor en la construcción. Él me
escuchaba sin responder. El resto de la familia presente seguía nuestra
conversación en silencio. Intempestivamente, una hija de Roberto se
retiró de la sala con un gesto de notable disgusto diciendo que “esas son
cosas de pi’oxonaq [chamán]”. Si soñar es buscar poder, lo que preocu-
paba a algunos era que Roberto fuera a conseguirlo. Como todos saben
aquí, tener poder para curar implica dedicarse a una tarea que even-
tualmente llevará a conflictos con aquellos que enferman a los sana-
dos por el curandero. Además, quien recibe capacidades de este tipo de
potencias no- humanas debe dar algo a cambio (imen), lo que general-
mente implica que alguien cercano enfermará.59 Desde ese momento,
empecé a comprender cómo soñar puede afectar a otros.

58  Shiyaxaua refiere a todo existente corpóreo o incorpóreo que tenga capacidad de
discernimiento, voluntad y comunicación, pudiendo aludir tanto a personas humanas
vivas o muertas, o potencias no-humanas como al espíritu santo, seres auxiliares del
chamán y dueños de especies, entre otros. En este contexto, Roberto la usa para refe-
rirse específicamente a las potencias no-humanas que ostentan poderes (nshitaxat).
59  Meses atrás la familia había recibido la noticia de que una hermana de Roberto
se encontraba enferma debido a ataques brujeriles, por lo cual se había mudado a
vivir con ellos para ponerse a salvo y recuperarse. En este marco, a la hija de Roberto
le preocupaba que su padre ingresara en un conflicto que pudiera alcanzar a toda
la familia.

144 –
La noche siguiente a esa charla, soñé que sobrevolaba una ciudad
buscando a Roberto. Recorría las calles de un barrio fabril sin éxito
hasta que una nube negra, que se elevaba sobre un tendido eléctrico,
me obligó a descender bruscamente. Preocupado porque el sueño
implicara negativamente a Roberto, lo esperaba con ansiedad para
contárselo. Al escucharme dijo que no tenía que ver con él, sino con-
migo. Se trataba de obstáculos en mis estudios que no conseguía resol-
ver. Dijo que el vuelo hablaba de alguien que estaba aprendiendo un
conocimiento muy importante, que era mi profesión, pero ¿por qué no
podía encontrarlo a él?, pregunté. A su parecer eso formaba parte de
la actitud y pensamiento del “buscador” y “como vos sos un ’ipiaxaic,60
siempre estás buscando algo, igual que yo. En el sueño nunca encon-
trás lo que estás buscando. Eso es así, siempre hay algo más, porque el
buscador siempre necesita algo que buscar”, sentenció. También dijo
que la ciudad posiblemente fuera la morada de algún shiyaxaua, pero
que no conseguiríamos saberlo ya que yo aún era inexperto.
Pasado un tiempo, Roberto me contó que noches antes había tenido
un sueño tan intenso que despertó sobresaltado y sollozando. En sus
palabras, “había estado en una lucha” en la que también me encon-
traba yo junto a sus hermanos. Nuestros atacantes nos habían embos-
cado y nos superaban en número. Él había hecho todo lo posible por
contrarrestar sus embestidas, pero no había conseguido repelerlas.
Sin conseguir salvarnos, debió escapar del acorralamiento para poner
a resguardo su vida. Mientras me hablaba, recordaba su desconsuelo
al verse impotente en el sueño. Con voz apagada, pero segura me pidió
que me cuidara, porque a su entender “nuestros enemigos estaban ata-
cándonos” y al parecer él estaba perdiendo fuerzas para protegernos. A
partir de ese momento, comprendí los temores de su hija y adquirí otra
percepción acerca de los riesgos físicos y metafísicos que me rodeaban
al transitar caminos, bosques, visitar nuevas comunidades o participar
de eventos colectivos nocturnos, que hasta ese momento habían sido
dinámicas usuales de mi trabajo de campo.

60  Alude a quien realiza actividades de caza-pesca-recolección-meleo. Meses antes


de esta conversación, Roberto y sus hijos habían concluido que mi profesión debía
ser como la de quien busca sus alimentos adentrándose con cautela en montes y
ríos, para luego regresar a salvo a su casa.

autonomía –145
A modo de balance: entre la experiencia onírica y la experiencia
etnográfica

Son diversas las aristas que los sueños proponen como temáticas de
análisis. Por el momento, quiero detenerme en la faz comunicativa
involucrada. Para los qom no resulta de interés soñar solo como una
experiencia individual, sino compartir los sueños. En estos discur-
sos es común que los narradores digan “en mi sueño”, “vi”, “visité”,
“estaba” o “estoy”, en lugar de “soñé con”, resaltando una relación
directa entre el sujeto de la acción y el referente. Así, se construyen
sentencias formalmente semejantes a las que podemos ver en el
relato de historias personales durante la vida diurna. Esta continui-
dad entre la narración del sueño y experiencias de la vida cotidiana
aparece en el relato del anciano que se extravía. Asimismo, muchas
de estas historias llegan a conjugarse en la memoria personal y colec-
tiva con otros relatos (históricos o míticos), como es el caso de los via-
jeros subacuáticos que vieron bajo el agua a la muchacha qom captu-
rada. Otras veces los sueños dan lugar a una conversación en la que
intervienen más claramente elementos afectivos y emocionales que
tienen un papel relevante en el conocimiento mutuo, la persuasión y
orientación de expectativas y acciones. Podemos pensar que el com-
partir sueños compone eventos de habla que combinan rasgos de dos
estilos salientes en el arte verbal qom, la narrativa y la conversación
informal (na’qtaxayaxac) (Messineo 2004, 2014).
De lo anterior se desprende que, desde el punto de vista nativo,
soñar está en el seno de las interacciones sociales, antes que en el
individuo. El sueño no se reduce a una suerte de reflejo representa-
cional de la vida diurna social y consciente, ya que lo que sucede en él
puede tener efectos sobre esta última. Soñar como “buscar poder”, no
involucra solo deseos íntimos del soñador o cualquier otro elemento
que se encuentre en la base de estos, sino que implica a otros cono-
cidos o desconocidos. Se trata de un planteo elemental de la noción
nativa de persona, la cual en lugar de ser concebida como un indivi-
duo constituido por una conciencia y un cuerpo, entendidos como
sustancias disímiles, emerge como un agrupamiento de expresio-
nes (nombre, facultad volitiva, sombra, corazón, etc.) concatenadas

146 –
unas a las otras (Wright 2010; Tola 2012). La persona es un existente
que se encuentra en transformación, debido a afecciones permanen-
tes de otros humanos y no-humanos con los que sostiene tratos a dia-
rio (Tola 2012). El sueño es uno de los ámbitos en los que estos pueden
acontecer. Aquí, obtener o perder poder y ser dañado no son otra cosa
que efectos de una interacción, que inicia en el sueño, pero que tiene
continuidad con lo que sucede en la vigilia.
Iniciarme en el soñar y compartir sueños, y su registro, me permi-
tió aproximarme a estos a partir de la perspectiva nativa, pero sobre
todo participar de otros modos en los que tiene lugar la interacción y
el conocimiento de la alteridad entre los qom. Narrar y oír sueños acre-
centó las ideas que tenía sobre mis interlocutores, sus ansiedades,
percepciones, nociones de poder y los lugares que frecuentan, pero
también promovió un autoconocimiento afectado por mis relaciones
en campo y las nociones que allí orientan la vida social. Asimismo,
debido a la forma compleja como los sueños conectan a narradores y
oyentes, así como a las personas, lugares y objetos que emergen de
la experiencia onírica, pude figurarme un posible “revés” de los vín-
culos en los que participaba a diario. Finalmente, si concebimos a la
etnografía como producto del registro de interacciones con la alteri-
dad, el sueño, como un espacio esencialmente de relación con otros,
aparece como un ámbito relevante de una teoría etnográfica nativa
en la que me sumergí gracias a la experiencia de soñar en campo.

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148 –
Mover hacia afuera. Transformación,
necesidad que pisa los talones.
La autoridad de la forma, traerse; el deseo de la magia y la
exigencia del sueño.
Matar la o.

autonomía –149
150 –
Los sueños de campo de una
etnografía animal/humano
María Carman

Introducción

Quiero explorar parte del universo que se abre al etnógrafe a partir


de lo que denomino los sueños de campo. ¿Dónde empieza y dónde ter-
mina nuestra etnografía? ¿Cómo conferir entidad etnográfica a ese
material, en apariencia anómalo? ¿Qué nuevos agenciamientos se
ponen en juego en los sueños de campo y cómo tener la delicadeza de no
arruinarlos en su posterior inscripción, si esta alguna vez acontece?
Para responder parte de estas preguntas voy a retomar fragmen-
tos de una etnografía que estamos emprendiendo en Buenos Aires
junto a una colega y que involucra a abogados, jueces, proteccionis-
tas, expedientes judiciales, audiencias públicas, un zoológico, un
santuario y una orangutana.
Desde mi perspectiva, un sueño de campo puede ser definido como
una de las afectaciones específicas de nuestra práctica etnográfica
susceptible de transformarse en conocimiento antropológico, al
igual que otras afectaciones de experimentación directa, intensas,
cercanas al inconsciente y prácticamente inenarrables de nuestra
práctica disciplinar (Favret-Saada 1990). Quiero componer un juego
de espejos entre el suceso etnográfico “legítimo”, tangible, y su apa-
rente sucedáneo en el sueño. ¿O el acontecimiento en la vigilia era el
sucedáneo del sueño?

autonomía –151
La orangutana Sandra

El enredo de acontecimientos etnográficos sueño/vigilia que voy a


contarles está sucediendo ahora mismo, en el marco de una etnogra-
fía que transcurre más allá de los límites de lo humano. Junto a Vale-
ria Berros, una colega abogada, estamos investigando el caso judicial
de la orangutana Sandra, la primera gran simia declarada persona
no humana en el mundo.
En 2014, la Asociación de Funcionarios y Abogados por la Defensa
de los Derechos de los Animales (AFADA) presenta un habeas corpus con
el objeto de liberar a la orangutana Sandra, que vivía en el ex zooló-
gico de la ciudad de Buenos Aires desde 1994. Sandra es una oran-
gutana híbrida que desciende de progenitores de Sumatra y Borneo:
el cruce de especies que permitió su existencia se produjo bajo una
situación de cautiverio.
Sandra es descripta en el habeas corpus como una orangutana depri-
mida, sin vida digna y con sufrimiento psíquico, que no logra vivir
su condición de animal arbóreo por las limitaciones de su recinto. Se
alude a Sandra como una paciente que debe ser externada, liberada
y reubicada en un santuario donde pueda pasar sus últimos días. Al
igual que algunas organizaciones internacionales –como la ONG Pro-
yecto Gran Simio–, la ONG local AFADA sostiene que como nuestros
parientes más próximos –los neandertales– se extinguieron, debe-
mos extender los derechos humanos a nuestros actuales parientes
vivos –aún no extinguidos pero en serio peligro– más cercanos: gori-
las, bonobos, orangutanes y chimpancés.
Un primer fallo de la Cámara Federal de Casación Penal declara a
Sandra sujeto de derechos en 2014. La escueta resolución, que expresa
una posición absolutamente novedosa respecto del estatuto jurídico de
los animales, circula velozmente a través de la prensa internacional.
Un año más tarde, y a partir de una nueva demanda judicial, la
jueza Liberatori declara a Sandra persona no humana y sujeto de
derechos, tras encendidos debates entre expertos durante dos61

61 Durante las audiencias, funcionarios del ex zoológico aludieron a Sandra como


el animal: argumentaron que ella se encontraba en buen estado y se opusieron a
su traslado. Un segundo bloque de actores –abogados defensores, un veterinario y

152 –
audiencias públicas. Sandra fue finalmente trasladada a un santua-
rio de grandes simios en Estados Unidos en 2019.

Nuestra simiedad, nuestra humanidad

El affaire Sandra me resultaba fascinante, aunque tuve muchas


dudas respecto de cuánto involucrarme. Coordino desde hace años
un equipo de investigación que trabaja problemáticas sociourbanas
junto a habitantes de villas y asentamientos. Mis compañeros de
equipo fueron los primeros en formularme bromas, a veces cargadas
de algún reproche, que comenzaban en este tono: “ahora que te dedi-
cás a los monos y te olvidaste de los pobres...”.
Sus palabras resonaban en mi mente y me sentía cerca de darles
la razón. Algunas aperturas ontológicas que emprendemos hacia
otres62 en nuestro trabajo de campo son bienvenidas por nuestros
pares, y otras apenas comprendidas; un doble estándar respecto de
campos legítimos o excéntricos que no me era desconocido.
¿De dónde venía esa intuición y qué sentido tenía para mí cru-
zar esa cuerda floja, cuando yo venía de otra tradición? Le propuse a
Valeria escribir un solo artículo, luego del cual daríamos por finali-
zada nuestra colaboración. Además de entrevistar a los interlocuto-
res humanos clave, pude interactuar con la orangutana Sandra: la
conocí primero en fotografías, luego en sueños y finalmente en per-
sona. Hubo una comunicación con ella tanto en la vigilia como en los
sueños, y ambas experiencias resultaron decisivas para dar forma a
esta etnografía en curso.
En el primer sueño, Sandra caminaba en cuatro patas y estaba ves-
tida con un jardinero de jean. Luego se erguía, sosteniéndose en sus
patas traseras; me miraba a los ojos y me abrazaba. Sandra sabía que
yo la soñaba, que escribía sobre ella y me alentaba a seguir hacién-

primatólogos– refirió a Sandra como la orangutana: demostraron que sufría zoocosis


y tenía riesgo de morir (Carman y Berros 2020a).
62  Ese doble estándar incluye la supresión de los sueños o visiones del/la etnógrafe,
y no así aquellos de les natives.

autonomía –153
dolo con su mirada profunda y su actitud corporal. Establecimos una
comunicación muda, de contacto visual y físico.
Viví este primer sueño como un consuelo de unos importantes
apuntes sobre ella que yo había perdido tras una violenta ráfaga de
viento al borde de un río, cuyo contenido jamás pude reconstruir.
Venía de sufrir esa pérdida y ahora ganaba esta presencia. ¿Podía
desechar ese sueño como inútil, cuando yo había quedado conmo-
cionada y se lo contaba una y otra vez a quien quisiera escucharme?
Este sueño de campo tuvo un perturbador contrapunto con la Sandra
de carne y hueso. Conocí a Sandra en 2018 en el zoológico ya clau-
surado de Buenos Aires, donde todavía estaba confinada. El juzgado
monitoreaba regularmente su bienestar hasta que pudiera ser trasla-
dada al santuario y yo logré sumarme a ese régimen de visitas.
Sandra parecía un ser humano de mirada vivaz, “atrapado” en el
cuerpo cobrizo de una orangutana. En un sutil protocolo al que pronto
me habitué, Sandra evitaba mirarme si yo la miraba a los ojos, pero
me escaneaba a sus anchas apenas yo desviaba la vista. Abría bana-
nas y se desplazaba con elegancia a lo largo del recinto. Un biólogo
explicó que aquello era un saludo entre primates. Los chimpancés, celo-
sos, gritaban desde su recinto para acaparar nuestra atención.
Sandra elegía cómo (re)conocerme, haciendo uso de un modo obli-
cuo de comunicación no lingüística (Kohn 2017: 304). Por mi parte,
conocerla en sueños me había preparado para conocerla en persona.
Vidrio de por medio, ella me enseñó a intersectar nuestras miradas
de forma sutil; yo puse en práctica esa etiqueta que desconocía para
entrar en contacto.

Sandra se multiplica

Luego de conocer a Sandra, los sueños sufrieron un viraje: soñaba


más asiduamente con ella y otros animales en peligro de extinción.
Comencé a estar más atenta a estos sueños simios y a escribirlos, ya
que el primer sueño nunca lo había anotado.63

63 Este “olvido” no es casual: muchas de las afectaciones no son consideradas,

154 –
Vi a una orangutana joven que caminaba en dos patas y
se vestía como humana. Tenía abundante pelo rojizo y pare-
cía tanto una mujer lobo como una cruza entre orangutana y
ser humano. Su postura corporal y sus gestos mostraban a un
ser que quería ser más humano que orangután: ella necesitaba
asimilarse a uno de ambos grupos y este es el grupo en donde
había podido hacerlo. Esta orangutana/humana se vestía de
negro; tenía unos ojos enormes y cautivantes. Era huidiza
y misteriosa, como la Sandra del zoológico que conocí; ella
también se llamaba Sandra.

Más tarde soñé otra vez con esta joven, Sandra, y su madre.

Ahora caminaba en cuatro patas y era una orangutana,


aunque conservaba su cruza con humano: hablaba, miraba a
los ojos y su comportamiento era parecido al de nuestra espe-
cie. Su madre era un híbrido aún más complejo: cruza entre
oveja, humano y orangután. Se llamaba Sonia. A simple vista
era una oveja de dos colores, mitad blanca mitad cobriza,
aunque más corpulenta que una oveja común. No obstante,
también era una cruza con humano, ya que hablaba, tenía
destreza en sus manos y se dedicaba a la investigación.

Sonia nos relataba –a mi colega Vicky y a mí– el derrotero


de ella y su hija entre humanos: los problemas de discrimi-
nación que sufrían y sus ganas de seguir trabajando en una
ciencia más equitativa para todes. Llamó a esta causa con
un neologismo; creo que era “equiciencia”. Su hija Sandra la
escuchaba con orgullo.
Vicky y yo llórabamos durante la charla, impactadas por la
fuerza de ese ser atrapado en ese cuerpo de oveja, orangután
y humano. Esa terrible cruza había sido provocada por seres
humanos. ¿Sonia y Sandra eran conejitos de indias para ser
conservadas a cualquier precio y evitar que su especie desapa-

mientras se las está viviendo, como un material etnográfico. Su incorporación suele


ser tardía, luego de muchas sedimentaciones. Lo que más nos afecta puede desafiar
la rememoración, o bien ser difícil de reconstruir y narrar (Favret-Saada 1990: 6).

autonomía –155
rezca del planeta? Sandra nos alcanzó un cuadernillo impreso
con la historia de su mamá. Vicky y yo nos fotografiamos con
ellas y rogábamos que las fotografías “llegaran” a la superfi-
cie de la vigilia para que los demás comprendieran nuestra
experiencia.

Un doble agenciamiento

A partir de los sueños, Sandra adquiere para mí un rostro, una cor-


poralidad –e incluso una fusión de corporalidades– que me resultan
inescindibles del resto del campo. ¿No son estos sueños, también, un
saludo entre primates? ¿Qué nueva composición emerge allí? ¿Esta-
mos aquí en presencia de un doble agenciamiento?
La perspectiva del mutuo agenciamiento me fue inspirada por el
trabajo de Despret (2021) sobre la relación entre los vivos y los muer-
tos. La filósofa belga rebate la concepción del duelo como una rela-
ción con uno mismo de pura interioridad, en tanto oculta la relación
activa que los vivos mantienen con los que no están. Despret se inte-
rroga de qué modo, en un contexto cultural moderno y en apariencia
desencantado, las personas hacen algo por sus difuntos. Un padre
continúa escribiendo cartas a su hijo muerto para que viva algunos
años más; un joven viudo le prepara a su esposa su plato favorito en
su cumpleaños. Cada uno fabrica un modo de presencia de los difun-
tos y transforma a esos seres en personas.
La filósofa advierte sobre los riesgos de desmembrar el agencia-
miento, que en su caso se expresaría en otorgarle una prioridad onto-
lógica al imaginario de los vivos o a la voluntad de los muertos. En
ambos casos, dice Despret, le quitaría significación, destruiría lo que
hace su brillo de realidad y su fuerza ontológica.
En mis sueños, Sandra muestra un costado humano y yo, a mi
vez, me “orangutanizo”: me siento más próxima a un gran simio de
lo que jamás hubiera imaginado.64 Las fronteras del recinto desapa-
recen para permitir un abrazo orangutana/humana. Un vínculo se

64  Ibídem. De modo similar a los mitos trabajados por Lévi-Strauss, Wright (2007:
9-10) explica la naturaleza de los pensamientos y los sueños de los qom como algo
que “les viene”: “no soy yo el que pienso sino que es algo que se piensa en mí”.

156 –
teje sin una intervención deliberada, diría Despret (2021): quizás se
trata simplemente de dejarse llevar, de volverse sensible a un “eso
piensa” que transcurre a través nuestro.
¿Se trata de sueños perspectivistas (Viveiros de Castro en Tobón
2015: 345) en los que los animales, vistos como gente, están provistos
de actuaciones morales? Incapaz de agotar las respuestas, mi preocu-
pación gira en torno a cuidar “lo que le otorga a la situación su poten-
cialidad de existir” (Despret 2021: 4); vale decir, dejarme tomar por
los enigmas y los regímenes de vitalidad que esta vuelve posible, y
no cometer el error de no tomar a los seres en serio.65
Los límites entre Sandra –los grandes simios– y yo se vuelven poro-
sos en los sueños. A partir de los sueños simios comencé a desarrollar
una sensibilidad hacia la literatura transespecie, la cosmopolítica
animal y vegetal y la literatura antropológica sobre la extinción: cuá-
les son los puntos de vista y las formas de estar-en-el-mundo que des-
aparecen para siempre (Despret 2017: 217-221).
Vivo estos sueños recurrentes como una presencia. ¿Me trans-
formé sin querer en una proteccionista o conservacionista, propia
de aquellos colectivos de los que siempre me sentí “a salvo”, a pru-
dente distancia? ¿Maniglier (en Viveiros de Castro 2010: 15) tiene
razón cuando sugiere que la práctica de la antropología nos devuelve
de nosotros mismos una imagen en la que no nos reconocemos? San-
dra no solo es una persona para la justicia argentina: Sandra también
es una persona para mí, en un sentido diferente: alguien con quien
pude comunicarme en distintos registros66.
¿Cómo comprender, como sugiere Kohn (2017: 275) una etnografía
expandida por los requerimientos de realidades que no se limitan a
lo humano? Utilizo aquí la noción de etnografía expandida –que en
Kohn remite a las exploraciones sobre la comunicación transespecie–

65 Ibídem. Como ironiza Tsing (2015: 184), el excepcionalismo humano nos ciega
para lograr una mejor comprensión de la interdependencia entre las especies, parti-
cularmente cuando esta nos involucra: la “naturaleza” humana es también una rela-
ción entre especies
66  Para los achuar, una persona es un ser con quien puedo comunicarme en cantos
o sueños. Quizás los animales solo pueden ser aprendidos en toda su plenitud en el
curso de los sueños, como señala Descola (1998: 27) respecto de las experiencias de
este pueblo.

autonomía –157
para interrogar también sobre los sueños del etnógrafe con aquellos
humanos y no humanos partícipes de su investigación.
El autor señala que ser consciente de otro ser requiere estar atento
a los delicados intentos de comunicación involucrados en las inte-
racciones entre diferentes tipos de sí mismos que habitan posicio-
nes diferentes y a menudo desiguales (Kohn 2017). Goldman (2003)
sugiere algo similar con el concepto deleuziano de devenir animal,
concebido como aquello que nos arranca de nosotros mismos, de toda
identidad sustancial posible.
En el caso de la comunidad runa trabajada por Kohn, ser cons-
ciente de otros implica una difuminación del propio ser: una bús-
queda por conocer las intenciones, objetivos y deseos de otros sí
mismos, aunque a la par en permanente tensión por mantener la
diferencia (Kohn 2017: 286-288).
En nuestro caso, no se trata de una difuminación sino de un pru-
dente descentramiento, una apertura a esos seres que habitan un
dominio ontológico diferente. Esto nos evoca el tacto etnográfico que
Fravet-Saada (2013) describe como requisito metodológico: una suerte
de reserva, de silencio, de dejar flotar una demanda en función del
interlocutor y del momento; pasividad instituida en método. En un
sentido similar, Rémy (2014) reivindica el tacto del etnógrafe que
utiliza sus fallas y errores –y sus prácticas involuntarias como soñar,
agregaría yo– como medios de conocimiento.
Y es que a diferencia del programa de investigación “consciente”,
yo no me propuse soñar. Una vez que los sueños emergieron, no
puedo hacer otra cosa que seguir esa huella, lo cual me resulta una
experiencia familiar ya que estos siempre funcionaron como el motor
de mis proyectos de escritura (Carman 2006a: 31-50, 2006b: 187-190).
Quizás la mejor manera de explicar por qué vale la pena sumar
esas otras voces y “músicas” es hacerse la pregunta contrafáctica:
¿qué sucede si reprimimos esos afectos e ignoramos los materiales
demasiado personales o “impuros”? ¿En qué medida nuestra etno-
grafía sería distinta? Al silenciar o purificar en exceso aquellas expe-
riencias etnográficas irremediablemente atadas a una biografía o
más allá de toda explicación racional, el resultado no puede ser más

158 –
que una artificiosa desarticulación de las agencias allí enredadas; es
decir, un empobrecimiento.
Por otra parte, los sueños con Sandra y otros simios híbridos me
traen ecos y matices dialógicos con distintas circunstancias de nues-
tro campo: la preocupación de los abogados defensores por comprender
la etología de los orangutanes y la personalidad específica de Sandra;
las alusiones antropomórficas, reivindicativas o cosificantes –según el
actor en cuestión– respecto de Sandra y otros grandes simios.
Asimismo, no sabemos cómo vive Sandra los cambios de los últimos
años: la ausencia del público, el mejoramiento del recinto, su mudanza
al santuario. Esta es la primera vez que emprendo una etnografía sin
poder entrevistar al “informante clave”. Mis sueños son una de las vías
de exploración que tengo a mano para tratar de comprender quién es
Sandra, qué siente y qué piensa, pese a que nunca podemos saber lo
que otros sí-mismos –humanos o no humanos– están realmente pen-
sando (Kohn 2017: 289). Si bien no puedo extraer de los sueños respues-
tas directas a mis preguntas, estos me ayudan a re-enfocar en algunos
nudos del trabajo de campo difíciles de descifrar.
Pese a todas las limitaciones, los sueños simios me proveyeron de una
fragilidad y un impulso vital para formular hipótesis audaces sobre
Sandra en nuestra etnografía. Veamos un ejemplo: nuestro trabajo
concibe las presentaciones judiciales a favor de grandes simios como
una estrategia de igualación entre primates humanos y no huma-
nos en pos de lograr la cercanía moralmente exacta con estos últimos
(Carman y Berros 2020b). La reflexión sobre mis sueños de campo y mis
propias relaciones humano-animal resultó clave para lograr, desde
mi punto de vista, una interpretación más profunda de las relacio-
nes humano-animal implicadas en esta etnografía. Como mencioné
antes, la interrogación sobre estas implicaciones personales también
forma parte de una etnografía expandida.
Y si los sueños simios se multiplican, la etnografía también; el artí-
culo inicial mutó en un vasto proyecto de artículos y un libro. Los
sueños con Sandra y otros “animales salvajes”, ensambles orangu-
tán-humano o animal-animal, me arraigan al campo; la investiga-
ción se enriquece en una rueda sin fin.

autonomía –159
Conclusiones

Los sueños de campo pueden albergar un encuentro multiespecie, ser


una vía de comunicación privilegiada con las personas con las cuales
trabajamos, o ser un “eso piensa” que se tramita a través nuestro. En
tanto registro etnográfico, los sueños añaden nuevas capas a aquello
que vimos, olimos y escuchamos en la vigilia. ¿O no estamos también
oliendo, escuchando y viendo cuando cerramos los ojos y soñamos?
Los sueños de campo también expresan tensiones políticas y ontoló-
gicas. En el caso de Sandra, los sueños se insertan en un continuum
de exploraciones sobre las cambiantes fronteras entre animalidad
y humanidad; las zoologías plurales que habitan nuestros mundos
y las relaciones sociales entre primates humanos y no humanos
(Medrano 2018), y las crecientes corrientes de empatía hacia los ani-
males en las sociedades occidentales. ¿Sandra es una persona, una
orangutana mujer, un híbrido-Frankenstein o simplemente un
bicho, un animal más del zoo?
Estoy siendo afectada por una experiencia animal-humano en la
vigilia y el sueño. En los sueños, Sandra me ofrece una presencia, un
contacto cálido frente a las faltas, como si dijera: “¿perdiste tus pape-
litos icónicos? Aquí estoy. Si ya no podés visitarme en el zoológico,
yo te visito durante las noches”. Estos “agenciamientos complicados”
en los cuales animales y humanos obran juntos se inscriben en redes
más amplias de ecologías heterogéneas (Despret 2018: 12) que mez-
clan, en nuestro caso, abogados, proteccionistas, cuidadores, san-
tuarios, zoológicos y bosques.
Las experiencias de campo que exceden nuestra comprensión –y
nos sumergen en ciclos de afectaciones, desafectaciones y reafecta-
ciones–67 resultan valiosas para conocer a seres de nuestra investiga-

67 Con esta expresión refiero a una dinámica intersubjetiva que impregna nuestro
trabajo de campo y se encuentra más allá de nuestro control. Los ciclos de afectacio-
nes, desafectaciones y reafectaciones involucran sucesivas aperturas y clausuras en
las vías de comunicación, conscientes o no, con nuestros interlocutores de campo.
Ciertos acontecimientos o contactos interpersonales tienen el poder de desafec-
tarnos: el campo se vuelve una experiencia ajena, como si estuviésemos contem-
plándolo detrás de un vidrio empañado. La reafectación puede producirse cuando
menos la esperamos: volvemos a “estar ahí”, en un sentido existencial, embebidos
de esos vínculos y devenires, atrapados en el sens du jeu. En términos spinozianos,

160 –
ción bajo nuevos ángulos; para reinventar nuestros modos de pensar
y practicar el oficio; y también para volvernos otros. Yo terminé sin-
tiéndome, por así decirlo, más simia de lo que me creía capaz: tenía
más cosas en común con Sandra de lo que hubiera intuido.
Los sueños irrumpen en el marco de esa incesante conversa-
ción e inmersión en un mundo que es el trabajo de campo. Ambos,
etnografía y sueño, son viajes de la experiencia de los que salimos
transformados.
Tenemos una noción de cuándo comienza una etnografía, pero
es difícil saber cuándo culmina. Somos antropólogos las 24 horas:
vivimos dentro de nuestra etnografía, así como uno vive dentro de un
sueño o de los personajes de su novela mientras la escribe.
Al igual que la ficción, los sueños de campo nos permiten ensayar otras
posibilidades ontológicas68: de qué modo el mundo, Sandra, otros
animales híbridos y nuestros vínculos con ellos podrían haber sido. Estas
exploraciones amplían nuestra imaginación antropológica, como los
poemas de campo u otras aventuras antropológico-literarias iniciadas por
la antropología posmoderna, sobre las cuales resta mucho por decir.

el afecto otra vez “llena” o efectúa nuestra potencia (Deleuze 2008: 94-95). Esta
cadena de transformaciones aporta los colores únicos de nuestro trabajo de campo:
ningún otro etnógrafe podría llevar adelante la misma investigación que nosotros.
Un buen ejemplo de esta rueda de afectaciones, desafectaciones y reafectaciones
puede encontrarse en el trabajo de Stella en este mismo volumen.
68  Si Sandra hablara, no utilizaría las palabras ni las ideas que yo le adjudico. No es
suficiente imaginar cómo hablan los animales o atribuirles habla humana: los huma-
nos estamos obligados a responder a las restricciones impuestas por las modalida-
des semióticas que los animales utilizan para comunicarse entre sí (Kohn 2017: 304).
Nuestro mundo también se define por cómo nos vemos atrapados en los mundos
interpretativos, las múltiples naturalezas –los Umwelten– de los otros tipos de seres
con los que nos relacionamos (Ibídem: 306; Von Uexküll 2016). Volvamos ahora a las
aperturas ontológicas y horizontes de lo posible que trazan los sueños de campo: mi
diálogo con Sandra durante el sueño fue una forma de comunicarnos, al igual que el
saludo entre primates en el ex zoológico. Así como los sueños de los perros no per-
tenecen solo a los perros –como formula Kohn (2017) en su célebre trabajo sobre la
comunicación transespecie–, mis sueños simios tampoco me pertenecen realmente.

autonomía –161
Agradecimientos

Esta investigación se desarrolló en el marco del proyecto UBACYT


20020170100052BA “Tensiones entre prácticas del habitar de los sec-
tores populares y políticas urbanas o ambientales: análisis etnográ-
fico en diversos espacios bajo conflicto”. Este trabajo ha recibido
financiamiento de la European Union’s Horizon 2020 Research and
Innovation Programme (Proyecto CONTESTED_TERRITORY, Marie
Sklodowska-Curie Grant Agreement nº 873082).

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autonomía –163
164 –
La herida supura. ¿Qué debe coexistir? Serendipia.
Lo que te encuentra: desierto, arrojo. Provocar el arsenal,
estimular las formas.
Llega el día,
el uno,
inicio.

autonomía –165
166 –
La etnógrafa y su perro de
“campo”: afectación con
muchas pulgas
Celeste Medrano

Estimades lectores, voy a empezar autobiográficamente porque


lo que quiero narrar es un evento de “campo”, o una serie de acon-
tecimientos que aún no son inteligibles para mí. Tal vez no lo sean
nunca o quizás no me animo a asumir el desenlace de los mismos; y
la forma que puedo darle al relato empieza contándome. Sintética-
mente, durante mi primera temporada en Formosa como etnógrafa
crié un perrito y este desapareció el día en que me fui para regresar
solo el día anterior a mi retorno, casi un año después.69 Remontán-
dome a los inicios, en 2008 graduada como bióloga, con muy some-
ras nociones sobre etnografía y desconociendo a Lévi-Strauss, Mali-
nowski, Mauss, Douglas, Evans-Pritchard, Turner y a todo el panteón
de socios fundadores de las “ciencias del hombre”, comencé un doc-
torado en Antropología. Por aquellos tiempos mi objetivo era devenir
etnozoóloga70 y, como zoóloga ya era, me abismé hacia la otra mitad.
Ideé un plan para conocer lo que los qom sabían sobre los animales.
Los y las qom (o tobas) conforman un colectivo indígena de gru-
pos familiares que antiguamente se dedicaban a la caza, la pesca y la
recolección como modo de subsistencia y organizaban sus recorridos

69  Debo ciertas modificaciones cruciales introducidas en este texto a Luis Cayón
quien, como evaluador del presente manuscrito, se dedicó con inmensa generosidad
a leerlo y comentarlo.
70  Hoy podría definirse a la etnozoología como la ciencia que estudia como “otrxs”
se vinculan, conocen, utilizan, piensan y simbolizan a los animales; aunque a mí
me gusta describirla como el “diálogo de diferentes puntos de vistas zoológicos”
(Medrano y Vander Velden 2018: 19).

autonomía –167
en lo que hoy se conoce como la biorregión del Gran Chaco –una vasta
llanura semiárida que se extiende sobre parte del norte de la Argen-
tina, del este de Bolivia, del oeste de Paraguay y del centro-oeste de
Brasil, a lo largo de un millón de kilómetros cuadrados–. En la actua-
lidad los y las qom residen en comunidades rurales en el noreste de
la Argentina o en barrios ubicados en los márgenes de grandes urbes
(Buenos Aires, Santa Fe, Rosario, Resistencia, Formosa, entre otras).
Lxs que aún moran en regiones de su antiguo territorio no viven
exclusivamente del monte y sus recursos, ya que la expoliación terri-
torial, la sedentarización y la colonización condicionaron el acceso a
los antiguos lugares de aprovisionamiento.
El plan para conocer la etnozoología qom, incluía –por supuesto–
trabajo etnográfico en comunidades. Entonces, luego de superar los
anticonsejos patriarcales de mi primer director de beca, un frustrado
viaje inicial y los relatos que los “criollos” me narraban sobre los “abo-
rígenes”, arribé a El Desaguadero, una comunidad qom emplazada a
7 km de la ciudad de El Colorado, casi sobre el río Bermejo en Formosa.
Cuando llegué, lo hice sola y con la decisión de pasar seis meses de
continua y profunda inmersión en “el campo”, como ya había apren-
dido que tenía que hacer. Si bien mis objetivos eran conocer las rela-
ciones humanx-animal y lo que ya había empezado a llamar zoología
qom, rápidamente se agregó un propósito que, no incluido en el “plan
de trabajo”, se presentó urgente: asegurar mi perpetuación física –
garantizada de inmediato mediante la ingesta de alimentos y agua–
pero, principalmente, gestionar mi situación emocional.
Y, aunque luego devine parte de la extensa familia Molina de El
Desaguadero –y viví completamente integrada a la casa que Anas-
tasia Molina† y Evaristo Alegre† habían emplazado–, los primeros
meses los pasé en una –por momentos muy angustiante– soledad
acompañada. Así, sin querer, y como les adelanté, adopté un perro.
Era un cachorro que, recogido en los alrededores de la comunidad,
habían bautizado Capullo pues tenía la punta de su cola blanca
como los capullos de algodón que lxs qom habían cosechado durante
mucho tiempo (figura 1). Empecé a compartir mi comida con Capullo
y a dormir con él.
En principio, los perros aunque no todos como ya leerán– aguar-

168 –
dan a los costados de la mesa y son alimentados con sobras una vez
finalizada la ingesta de lxs humanxs. Los qom y sus perros no comen
literalmente juntos pero la escena delinea comportamientos que
van forjando vínculos específicos a partir del acto de “dar alimen-
tos”. Fausto y Costa califican a estas relaciones como de “dependen-
cia vital” (2013: 157)71 separándolas de los genuinos actos de comen-
salidad –del ‘comer juntos– que implican “comidas compartidas por
adultos plenamente productivos” (ibídem). Participé, en cambio, en
un escenario donde determinados perros, aunque en segundo lugar
y fuera de la mesa, comen junto a los humanxs, mastican los hue-
sos que estos han chupado, consustancializándose así unos con otrxs
en el devenir de unos lazos donde los cuerpos no se contienen sino
que se recortan como vinculados (cfr. Vilaça 2002: 352). Yo guardaba
mis sobras para Capullo, él “lamía mis huesos” pero también, des-
oyendo los consejos de los Molina, él dormía en mi cama. Y pasó que
en este “dormir juntos”, el lecho se pobló de pulgas caninas. Me vi en
la situación de tener que resolver esto sola y llegué hasta el pueblo en
busca de un shampú antipulgas con el que comencé a bañar a Capu-
llo en El Desaguadero.
Estos últimos cuidados que derramaba hacia mi perro provocaban
primero risa y luego crítica pero así, llena de las pulgas que comparti-
mos con mi “compañero no-humano de campo”, yo fui aprendiendo
sobre los perros qom. Cuando me fui de El Desaguadero –luego de mis
prometidos seis meses– tuve que dejar a mi “pareja etnográfica ani-
mal”. Lo que sucedió cuando regresé me enseñó todo acerca de las
relaciones entre la etnógrafa (o sea yo), su perro (o sea Capullo), lxs
qom y los perros de lxs qom. Lo que leerán a continuación desarro-
llará este desenlace y lo que el mismo me sigue susurrando sobre la
afectación, los afectos y el estar afectada en campo.

71  Todas las traducciones que figuran en este capítulo son propias.

autonomía –169
Figura 1: Capullo y yo en 2011 junto a parte de la familia Molina; de derecha a
izquierda: Anastasia, Dianita, Roberto, Marcos y Evaristo (foto de la autora).

Perros chaqueños

En base a una profusa revisión documental, Felipe Vander Velden


(2017) afirma que las primeras narrativas de la conquista estaban
llenas de perros que, traídos por los europeos, se ocupaban de inti-
midar, aterrorizar y atacar –de “aperrear” (Pineda Camacho 1987:
87)–72 a las poblaciones locales. Según los primeros etnógrafos del
Gran Chaco, el perro era el único animal doméstico que los indíge-
nas conocían antes de la llegada de los blancos (Karsten 1932: 41; Nor-
denskiöld 2002: 173). En base a evidencia zoológica e histórica, Alfred

72  Pineda Camacho da cuenta, en base a fuentes históricas, del uso que hacían
los españoles de los perros para controlar y/o aniquilar a los pobladores indígenas
durante la conquista. “Los españoles estaban auxiliados en su política de muerte por
esos perros que debían ser vistos como jaguares por parte de los nativos. Aún hoy,
muchos grupos nativos clasifican a los perros bajo la categoría ‘tigre’” (1987: 99);
situación que no ocurre en el contexto qom donde el perro es nombrado pioq y el
tigre quiyoq.

170 –
Métraux señaló que los canes chaqueños son mestizos de razas euro-
peas y los indígenas los adquirieron recién durante el siglo XVIII (1996
[1946]: 108). En base a recientes estudios arqueológicos se acuerda en
aceptar que, respecto al Nuevo Mundo, los perros domésticos más
antiguos provienen de América del Norte y poseen una antigüedad
de entre 10.000 y 8.5000 años a.p. (Acosta et al. 2011: 179). Si bien la
existencia de perros prehispánicos entre los grupos cazadores-reco-
lectores del extremo sur de Sudamérica ha sido confirmada (Prates
et al. 2010; Acosta et al. 2011), los registros indicarían que habrían
existido en proporciones muy bajas y recién a partir del siglo XVI se
habrían cruzado con los perros europeos introducidos dando origen a
la difusión actual de la especie (Acosta et al. 2011). Inclusive, “recién
en los siglos XVIII y XIX los perros parecen haber sido activamente
incorporados a los sistemas de caza por los aborígenes que habitaban
distintas regiones” (ibídem: 193), incluso el Chaco.
En la Amazonía ecuatoriana, por ejemplo, Philippe Descola men-
ciona que “los achuar no cazan siempre con perros y hubo una época,
antes de la llegada de los españoles, en la que ignoraban hasta su exis-
tencia” (1996: 321) y Laura Rival presenta un testimonio que refleja
cómo los huaorani aprendieron de los quechua a cazar con perros
(2002: 77). Vander Velden menciona que los pobladores indígenas del
Puruborá hacia 1900, “ya estaban familiarizados con los perros (y de
alguna manera diferenciaron a los perros que conocían de los ‘perros
de los hombres blancos’)” (2017: 537). Llama la atención que en otras
etnografías amazónicas contemporáneas, como por ejemplo la de
Eduardo Viveiros de Castro (1992) escrita entre los araweté del Xingú
(Brasil) o la de Carlos Fausto (2001) entre los parakanãs del Tocantins
(Brasil), donde se describen extensamente escenas de cacería, no se
menciona al perro ni se lo ve en las imágenes que los etnógrafos pre-
sentan para ilustrar la vida doméstica de estos indígenas. El mismo
Vander Velden narra cómo los perros llegados de la mano de los
caucheros a las tierras karitiana de Rondonia, fueron rápidamente
adoptados por estos indígenas (2009). Kenneth Kensinger aporta
una pequeña mención entre los cashinahua del este de Perú: “Solo
cuando un hombre va de caza breve [y en busca de pequeñas presas],
su perro lo acompaña” (1995: 14).

autonomía –171
Hacer perro qom

Voy a concentrarme ahora en los perros qom. Lo primero que percibí


en terreno fue que el perro era un excelente “indicador de campo”
(Medrano 2016). Cuando yo llegaba a una casa donde algún perro se
apartaba de la famélica jauría que normalmente merodeaba el área
de cocina y se encontraba bien alimentado, sabía que allí alguien aún
realizaba actividades de marisca, que es como se llama a la acción
de salir a cazar y/o pescar. Ese perro, el mariscador, era además uno
de los pocos con nombre y vivía relajado pues sabía que en algún
momento iba a recibir comida. Así fui sabiendo que, al margen de
ostentar cuidados especiales, los perros mariscadores participan en
actividades de aprendizaje y son “curados para ser especialistas” en
la caza de animales del monte.
Para “curar” y hacer baqueano a un perro, la primera acción con-
siste en llevarlo al monte junto a otros ya experimentados. Una vez
que el pioq (que es la palabra qom para perro) aprendió a comportarse
en el monte –esto significa, entre otras cosas, no correr ni ladrarle a
los chivos y vacas de los vecinos criollos–, pasa a integrar legítima-
mente el grupo de marisca. Los perros, como lxs humanxs, van adop-
tando regímenes corporales –o sea, maneras de comer y desplazarse,
comunicarse, reproducirse, en síntesis: vincularse– particulares que
les permiten explorar ambientes pacientemente, en silencio y con
una actitud de observación no solo ante futuras presas sino también
ante el peligro. Así los y las qom lo van “haciendo perro cazador”.
Florencia Tola menciona que la persona qom se corporiza –se torna
cuerpo– a partir de acciones e interacciones con otrxs, estando los
cuerpos asociados a procesos de metamorfosis corporal que se man-
tienen a lo largo de la vida de las personas (2012). Mi primera conclu-
sión era que los perros también se iban haciendo de esta manera.
Para curar al perro de manera que sea “entendido” se lo somete
a tratamientos con grasas y otras partes del cuerpo de diversas espe-
cies de manera tal que el animal vaya adquiriendo sus propiedades.
Phillipe Descola documentó cómo, para los achuar, “cada perro está
dotado de una personalidad individual que puede ser corregida o
modificada por el trabajo de la educación” (1996: 316). Todos conocen

172 –
los tabúes alimenticios que deben respetar los perros y, al margen de
su entrenamiento para ser cazadores, estos son moldeados a través de
“un saber mágico muy elaborado” (ibídem: 318). Lo que yo aprendí en
El Desaguadero difería solo en minúsculos detalles de esta narración.
Particularmente elocuentes eran los sentimientos que los hom-
bres y las mujeres desplegaban en relación con los perros. Muchas
décadas atrás, Alfred Métraux (1996 [1946]) había documentado que
la actitud hacia los perros era peculiar ya que, si bien los indígenas
no los alimentaban y los maltrataban, los mismos se ofendían si
alguien trataba de matarlos. Yo aprendí que no se trata de la misma
manera al perro casero –ese que no sale a cazar, que vive nerviosa-
mente flaco y sin nombre– que al mariscador. Los primeros siempre
tienen hambre y están al acecho para poder conseguir o robar aun-
que sea pequeños trozos de comida y, debido a este comportamiento,
son duramente tratados. Los segundos demuestran una actitud más
distinguida tal vez porque saben que en algún momento, como ya
expresé, serán alimentados. Por otro lado, y como también ya men-
cioné, no se tiene mucho cuidado en colocarles nombres a los prime-
ros mientras que sí los reciben los segundos. De este modo, si obte-
nía claras respuestas cuando preguntaba por los nombres de aquellos
perros que participaban de la marisca (Barbincha, Cotaque, Capitán,
Copaic, Lobito, Panzón), los nombres de aquellos perros “caseros” (no-
mariscadores) o bien no existían o bien eran imprecisos y se referían
a características fenotípicas sobresalientes del animal: “la mancha-
dita”, “la marroncita”.73 Todo esto parece componer perros diferentes.
Elisa, la esposa de Anastasio, un antiguo mariscador, relató que
tenían una perra para la marisca que se encontraba enferma y falle-
ció. Cuando esto ocurrió, su marido “no fue más a mariscar, porque él
se iba con esa perrita y la extrañaba. Hasta que le dijo a su esposa: ‘yo
me voy a salir un rato’ y se fue al Chaco porque demás la extrañaba”.
Ha sido ampliamente documentado en las etnografías chaqueñas
que, ante el deceso de un familiar, los parientes se alejan del sitio
cambiando el lugar de residencia (Karsten 1932; Métraux 1996 [1946];

73  Diego Villar (2005) publicó sugestivos datos referidos a la onomástica de los
perros chané.

autonomía –173
Tola 2012). Valoré la actitud de Anastasio muy relacionada con esta
práctica. Joanna Overing menciona que es “a través de la cooperación
en el trabajo, la comensalidad, el compartir y el cuidado diario recí-
proco, [que las personas] se involucran mutuamente en la creación de los
demás” (1999: 96, cursivas propias); en el Chaco, el perro se va creando a
la par de su compañero cazador y viceversa de modo tal que lo que se
genera son “lazos íntimos de confianza” (ibídem: 99). En definitiva,
esto efectiviza vínculos de convivialidad que, al consustancializar
cuerpos –humanxs y no-humanxs en este caso–, cumplen roles clave
en la fabricación del parentesco, tal como señaló Vilaça (2002).
Tola demuestra que los regímenes de corporalidad qom pueden
entenderse “no como algo fijo y estable, (…) sino como el resultado
circunstancial y cambiante de las manifestaciones, las combinacio-
nes y los agenciamientos de personas que son pensadas como com-
puestas de extensiones corporales y componentes desterritorializa-
bles del cuerpo” (2012: 34). En vistas de lo que iba aprendiendo, y de
estas discusiones etnográficas, comencé a hipotetizar que el perro,
así como el arma del cazador, son extensiones del mismo. Voy a desa-
rrollar un poco esto.
Desde el punto de vista lingüístico, la lengua qom posee indica-
dores semánticos de posesión cuya principal distinción es la de su
carácter inalienable (que significa íntimo, inherente, inseparable)
versus alienable (que significa no íntimo, accidental, adquirido o
transferible). La lingüista Cristina Messineo menciona que “cuanto
más inalienable es la relación de posesión, menor es la distancia for-
mal entre el poseedor y lo poseído” (2003: 124). Algunos de los domi-
nios a los que pertenecen los nombres que llevan obligatoriamente
marca de poseedor son las partes del cuerpo; los términos de paren-
tesco; algunas enfermedades; rastros o imágenes del cuerpo y algu-
nos objetos fabricados por el hombre. Entre estos últimos se encuen-
tran las armas que los qom emplean para mariscar; así se las puede
considerar como extensiones del cuerpo del humanx que las porta y
manipula. Releyendo mi etnografía, resultaba claro que el arma es
una extensión corporal de la persona. Había anotado por ejemplo
y entre muchas otras cosas, cómo los mariscadores habían per-
dido la suerte en la caza, producto de que algún chamán o una

174 –
conaxanaxae (una especialista en brujería) habían realizado acciones
sobre el arma.
Ahora bien, el perro, a pesar de no poseer marca de inalienabili-
dad desde el punto de vista lingüístico, presentaba claras conexio-
nes corporales con lxs humanxs. Anastasia y Chopa me comentaron
que si los perros de los vecinos se pelean, también lo van a hacer sus
dueños. De igual forma registré cómo una conaxanaxae produjo la
enfermedad de un hombre manipulando el cuerpo de su perro. Un
antiguo mariscador me comentó: “la cabeza del perro también sirve
para cuando alguien murió por brujería, entonces hay que poner la
cabeza del perro debajo de la cabeza del muerto y al tiempo le llega la
enfermedad al que brujeó”. Otro qom me narró que: “si algún fami-
liar muere, hijo o hermano, y uno come puchero, entonces los huesos
de ese puchero hay que quemarlos, no hay que dejar que coman los
perros porque produce, enfermedad” cuando los perros mastican la
saliva de quienes quedaron vivos. De tal forma, si bien lxs humanxs
pueden transformar a sus perros, estos últimos también pueden des-
atar procesos metamórficos en sus dueñxs.
Así, con lo que a mí me parecía una pobre evidencia y desafiando
los postulados lingüísticos empecé a sostener, luego de mi primer
campo, que ciertos perros –principalmente los elegidos como maris-
cadores– eran inalienables de sus compañerxs humanxs. Escribí que,
sin dejar de ser una animal, el perro está más próximo a los humanxs
que el resto de los ejemplares de la fauna, comparte la vida doméstica
y es moldeado, transformado, educado, socializado de maneras simi-
lares a las de un humanx qom cualquiera (Medrano 2016). Ocupando
así un borde difuso, el locus de la ambivalencia, la metamorfosis, la
relacionalidad que moldea existentes, adquiere una continuidad sus-
tancial –una consustancialidad–, con las personas que los albergan;
pero al mismo tiempo el perro pasa a compartir su vida con gallinas,
cabras, caballos y con otros ejemplares de la fauna que, traídos del
monte, son incorporados como mascotas. No deja de ser un animal
pero no alcanza a ser un verdadero pariente.

autonomía –175
Afectarme perro

[T]ambién era necesario escuchar los tambores de los muertos para


que los de los vivos empezaran a sonar diferente (Goldman 2003: 452).

Me acuerdo que luego del primer pero extenso campo elaboré estos
resultados que sinteticé arriba y los comenté en una reunión cientí-
fica. Una colega me preguntó cuál era la diferencia respecto al adies-
tramiento y la familiarización teniendo en cuenta las prácticas occi-
dentales de tratar a ciertos perros. Mi respuesta fue taxativa. Si bien
al perro en las sociedades modernas se lo educa, se le da un nombre
y se lo adiestra, el pensamiento occidental continúa marcado por un
dualismo que mantiene a humanxs y no-humanxs separados en dos
dominios ontológicos. Contrariamente, en el pensamiento qom –así
como en el de muchas otras sociedades indígenas–, lxs humanxs, lxs
no-humanxs y los animales se continúan respecto a unas mismas
bases de interioridad sobre las que se debe edificar el devenir de regí-
menes corporales particulares. Las consecuencias prácticas de esto
son un adiestramiento canino basado en el contagio y las consustan-
cialidades observadas entre lxs qom y sus perros, respondí yo. Todo
cambió cuando acepté tomar todo esto en serio, cuando admití lo que
me había sucedido la segunda vez que volví al campo.
Era mayo de 2011, arribé a El Desaguadero después de once meses
de haber partido. Por aquella época no había Whatsapp e intercam-
biábamos noticias a cuenta gotas a través de sms’s, cada vez que las
partes involucradas en la conversación teníamos crédito. Al llegar me
recibieron los Molina y Capullo, noté que tras los abrazos, las lágri-
mas de emoción y las primeras y más banales noticias, había unas
caras de inquietud. Casi al final del día y medio en secreto uno me
contó: Capullo había desaparecido luego de mi partida de la comu-
nidad, nadie se había intranquilizado, pero cuando yo avisé que vol-
vería se alarmaron ante la ausencia. Sin embargo, mi perro había
regresado el día anterior y aunque este evento solucionaba las preo-
cupaciones, los rostros aún guardaban una pátina de ansiedad. Creo
haber aprendido algo de lo que pasó muchos años más tarde.
¿Capullo había desaparecido durante once meses? ¿Había

176 –
estado viviendo con otrxs o simplemente se había esfumado como
se esfumó mi corporalidad hacía otro mundo –el metropolitano–?
¿Cómo se había enterado de mi regreso? Y aquí es donde, como men-
ciona Jeanne Favret-Saada (1990), ya no se qué o cómo escribir. En
el mundo qom, yo había fabricado involuntariamente un perro, el
mío, y esa corporalidad se integraba combinando mi cuerpo y el de
Capullo. Al mismo tiempo, Capullo me había fabricado a mí como
su hacedora y esa emergencia de mundo solo devenía en el aconteci-
miento de ambos; donde devenir “no es una analogía, ni una imagi-
nación, sino una composición” (Deleuze y Guattari 2006: 262) y afec-
tación es un devenir momentáneo en un desterritorializado quiasma
de mundos, en un instante de reversión de in-posibles. La poderosa
afectación nos hacía a los dos parcialmente otros, un perro qom que
es fabricado por una emergencia –yo– con inconciencia de mundo
–el qom–, un mundo que titila, una etnógrafa que tropieza, cae y
se embarduna de lo que pretende entender. Vuelvo a citar a Favret-
Saada: “esto no es observación participante ni, mucho menos, empa-
tía” (1990: 4), Capullo se negó a jugar conmigo el juego de la Gran
División nosotrxs-ellxs (ibídem: 101) y me propuso un tipo de comu-
nicación no verbal (ibídem: 104-106) y así, desbordada por la situa-
ción y los afectos, supe lo que es “hacer un perro”. Tal como menciona
el epígrafe de este apartado, fue necesaria esta composición para que
“hacer un perro qom” comenzara a sonar diferente. También Capu-
llo supo lo que es “hacer una compañera humana” aunque no creo
que encuentre – con las herramientas del mundo académico occi-
dental– la forma legítima de poder representar este evento simétrico
Capullo-yo/yo-Capullo.

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autonomía –179
180 –
Comer, la celebración. La ilusión de la confianza.
Salir al bosque, volver en pequeño.
Necesidad-decisión.
El ombligo que se sabe: probar ojos.
Círculo.

autonomía –181
182 –
El miedo es no poder estar solo
Francisco Pazzarelli

En este texto presento una descripción, desdoblada en dos, que se


ocupa de un “mismo” evento acontecido en Huachichocana, una
pequeña comunidad aborigen de las tierras altas de Jujuy (Argen-
tina), en donde realicé mi trabajo de campo etnográfico. Allí, las
personas viven entre los 3.000 y 4.200 metros de altura, en un terri-
torio de quebradas muy angostas que se abren a medida que se sube,
para terminar en extensas pampas. Por esos lugares, transitan dia-
riamente para pastorear animales, buscar agua, trabajar, regar los
campos o llegar hasta la escuela. Los senderos y caminos, algunos
más marcados que otros, son parte de la experiencia cotidiana de
internarse en los cerros, donde se comparte el espacio con “otros” a
los que generalmente hay que pedir permiso o pagar para transitar sin
problemas. Esos otros incluyen a la propia tierra, cerros y animales
salvajes, pero también a seres otros-que-humanos, como Pachamama,
las vertientes u ojos de agua, e incluso a cada una de las piedras del
camino, que potencialmente pueden entrar en relación con el cami-
nante.74 Se afirma que muchos de estos seres pueden comer a las perso-
nas, pues poseen un deseo de hambre interminable, que se expresa
a través de las variaciones del agarrar, enfermar, soplar. Caminando, se
aprende muy rápido que las personas somos deseadas de formas que
ni siquiera llegamos a imaginar.
En el mes de agosto, todas estas relaciones se intensifican: es el
momento en que la tierra reclama ser atendida mediante diferentes

74  Recuerda la advertencia que los ojibwa hacían a Hallowell cuando preguntó si
todas las piedras estaban vivas: “¡No! Pero algunas si” (“No! But some are”) (2002
[1960]: 24).

autonomía –183
comidas en eventos rituales llamados dar de comer. La tierra está espe-
cialmente abierta, más sedienta que lo normal y dispuesta a dar el zar-
pazo sobre aquellos que no consigan controlar sus emociones o quie-
bren las reglas de la buena conducta. En agosto, además, es cuando
mejor se diluyen las formas de cualquier discurso sobre la cosmopolí-
tica de Pachamama que evite hablar sobre las formas concretas en que
la tierra mastica y digiere a los hijos que ella misma cría, escupiendo
los huesos pelados al año siguiente.

Subida al cerro, primera vuelta

Hacía unos meses que estaba en el campo y ya había comenzado


agosto y los rituales del dar de comer. Unos días atrás, había llegado
Verónica Lema, amiga y colega, que como todos los años también
pasaría una temporada allí. En uno de nuestros días libres, quisimos
recorrer uno de los senderos que conducía a la cima de un cerro que
nos interesaba para un trabajo cartográfico. Como se trataba de un
camino muy largo, nos aconsejaron ir acompañados y cerramos trato
con uno de los tíos solteros de una familia amiga. Preparamos todo
para salir bien temprano en la mañana, pero cuando nos levantamos
descubrimos los rastros de una borrachera que incluía a nuestro guía
y dimos el paseo por perdido. Cerca del mediodía, no obstante, uno
de los niños nos avisó que su tío ya estaba mejor. Se suponía que era
imprescindible salir temprano, pero todos dijeron que aún teníamos
tiempo, incluso la abuela de la familia. Ella era una persona muy
conocida, con muchos saberes sobre los secretos del cerro y los saberes
de la curación. Fue quien primero nos enseñó que debíamos cuidar-
nos de todas las piedras del camino. Ella era además la que conocía
con precisión cómo llegar al lugar donde queríamos ir y había dado
las instrucciones para el camino: si salíamos por un camino corto y
apurando el paso, podríamos ir y volver antes del anochecer.
Salimos, entonces. Subiríamos a través de una quebrada muy
estrecha y empinada, conocida por albergar un ojo de agua del que se
sirven varias familias. Al llegar a las cercanías de la vertiente, pre-
guntamos a nuestro compañero si no era conveniente pedirle a Pacha-

184 –
mama por un buen viaje, con un pago de coca y alcohol, como habíamos
sido enseñados. Pero nos dijo que era mejor hacerlo arriba cuando lle-
gáramos, un pago para agradecer, que entonces era mejor aprovechar
para caminar. Su explicación no nos convenció del todo, pero igual
empezamos a andar. La quebradita era muy estrecha y empinada, y a
veces había que escalar con manos y pies. La hora tampoco era la ade-
cuada para esa travesía: ya eran las dos de la tarde, el sol quemaba y
a cada paso me convencía de que salir no había sido una buena idea.
Parábamos de tanto en tanto para tomar agua. Yo estaba completa-
mente transpirado, cargaba mis abrigos en la espalda y usaba una
remera y un sombrero como única protección contra el sol.
En general, ellos dicen que soy buen caminador y siempre logro acom-
pañar el ritmo, pero esta vez era diferente. El calor y el apuro me dejaban
completamente exhausto. Hacía muchas paradas y en un momento
empecé a maldecir cada piedra que pisaba, cuestionando mentalmente
la decisión de salir fuera de horario. En una de esas paradas, escuché
gritar mi nombre, parecía una voz de mujer, seguramente alguna pas-
tora que estaba con los animales en las cercanías, tal vez burlándose
de mi caminar. Le pregunté a nuestro guía cuál de ellas sería, pero me
dijo que no había escuchado nada y que siguiéramos camino. Para ese
momento, ya había comenzado a soplar el viento de la tarde, sonando a
través de las rocas con ruidos extraños; también pensé que las palabras
podían ser engaños del viento.
En mi estado, rápidamente, quedé último en la fila y en el zigza-
gueo de la quebrada a veces perdía de vista a mis compañeros por unos
segundos. Estaba intentando alcanzarlos, cuando de nuevo escuché
que alguien gritaba mi nombre. Me detuve para intentar ubicar a la
pastora, pero nada. Cuando volví a caminar, mis compañeros habían
avanzado y nos los veía. Los llamé y me gritaron que estaban más ade-
lante y que esperarían arriba. Apuré el paso hasta encontrarme con
una pendiente muy pronunciada, cubierta de saye, una especie de
manto de arena y pedregullo. La vi muy difícil. Aseguré la campera
a la espalda, ajusté mi sombrero y comencé a subir, escalando con
manos y pies. El viento aumentaba y me costaba avanzar. Al aproxi-
marme a la cima, las ráfagas se llevaron mi sombrero que fue a caer
abajo, en la quebrada. Podía verlo desde arriba y por un momento

autonomía –185
pensé en bajar a buscarlo, pero desistí. Seguí subiendo, ahora con
el sol pegándome en los ojos. Unos metros más arriba, el viento se
puso insoportable, no conseguía ver, mis pies se hundían en la arena
y comencé a arrastrarme. Una nueva ráfaga se llevó la campera que
tenía en la espalda y fue a quedar junto con el sombrero, bien abajo.
Para ese momento ni siquiera pensaba a recuperar nada; estaba
muy alto, con poca estabilidad y podía tropezar y caerme al arroyo.
Solo quedaba terminar de subir, así que me aferré a algunos cactus
para trepar hasta arriba, cubierto de tierra, con las manos lastimadas
y completamente exhausto. Caminé un poco más y encontré a mis
compañeros que me esperaban sentados bajo una piedra. Les conté
lo sucedido y estuvieron de acuerdo en que esa pendiente era com-
plicada de subir; pero encontraron mi dificultad un poco extrema,
e incluso me preguntaron sobre la posibilidad de volver a buscar mis
ropas. Yo no quería saber nada con volver a bajar por ese lugar, enton-
ces no hablamos más del tema y seguimos camino. Al llegar a destino
hicimos nuestro pago, conocimos el lugar y después de comer algo
emprendimos nuestra vuelta por otro camino, esta vez más fácil.
Llegamos a la casa antes del anochecer, bastante cansados. Nos
esperaba la familia, con pan y mate caliente, entusiasmados para
saber cómo nos había ido. El tío mencionó que yo había perdido el
sombrero y les contamos las circunstancias; algunos se rieron y me
tildaron de tonto. La charla continuaba, unos temas se iban transfor-
mando en otros, pero la abuela volvía cada tanto sobre el sombrero.
Quería que le contara las circunstancias específicas, pero todos la
interrumpían para hablar de cualquier otra cosa; con Verónica nos
miramos y nos leímos el pensamiento. La abuela insistía con el
tema, hasta que nuestro guía agregó que yo también había perdido
mi campera. Entonces, todos se pusieron más obedientes y escucha-
ron las preguntas de la mujer, a quien le terminé contando sobre mi
cansancio extremo, sobre la dificultad de escalar, sobre el viento.
Me preguntó si había caminado enojado y asentí, aunque relativi-
zando mis maldiciones. Preguntó si habíamos pagado a la tierra antes
de subir y dijimos que no, mirando al tío, quien fue calificado de irres-
ponsable por habernos descuidado en esa quebrada tan peligrosa. Sor-
prendidos, preguntamos el por qué del peligro y la respuesta enton-

186 –
ces nos pareció obvia: en ella vive el ojo de agua conocido por todos
como malo y vengativo. No es imposible caminar por allí, pero hay que
hacerlo como se debe. Las preguntas de la abuela siguieron hasta que
llegamos a un dato clave: le conté que desde la altura yo podía ver
las ropas y casi decidí bajar a buscarlas.
Entonces me confirmó con satisfacción sus sospechas: la tierra
lo quiso comer. Y para hacerlo, me quitó mis ropas y se las presentó para
llamarlo, para tentarlo, para que yo bajara a buscarlas y, seguramente,
morir en el intento; mi decisión de seguir camino había sido la
correcta. Todo escucharon con atención su descripción de las cosas y
no hubo desacuerdos.
A esa altura, yo sabía que había que pagar y pedir permiso antes de
hacer cualquier caminata, que no se debe caminar con enojo y que
la pérdida del sombrero nunca es una buena señal. Lo sabía porque
era parte de las conversaciones comunes en el campo, pero también
porque es parte de la bibliografía básica.75 Ese día, no obstante, yo
parecía no saber nada, hice todo mal y volví a casa con una mezcla
de negación y aturdimiento, una especie de amnesia etnográfica (ver
Favret- Saada 2009: 11). Mientras, en el cerro quedaban mi sombrero
y mi campera para que la Pacha o los diablos los vistieran o los usa-
ran para quién sabe qué cosas. “A usted la tierra se lo quiso comer
y usted tiene que pedir perdón”, me dijo la mujer; de otro modo, la
tierra terminaría de hacer su trabajo. Esto porque, aunque este tipo
de situaciones inicie en general sin que la persona se entere, al saberlo
uno debe hacer algo, actuar, para que romper con aquella conexión
establecida en el cerro. Sus palabras me forzaban a actuar.
Esa noche me la pasé mirando una vela que la propia abuela nos
había dado para leer la llama e iluminar el camino futuro; dos días
después, Verónica tenía que volver a la ciudad y volví a quedarme
solo. Entonces llegó Pablo, pariente político de la anciana y un gran
conocedor de los saberes de antes. Tomamos unos mates y volvió a pre-
guntarme sobre el suceso. Luego de repetir todo nuevamente, me
respondió que él y su familia creían que lo mejor era volver al cerro

75  No es posible en este breve texto ahondar en referencias a la etnología andina;


baste decir que los hechos mencionados aquí sobre la irascibilidad del paisaje son
por demás comunes en la bibliografía regional.

autonomía –187
a buscar mis ropas para que no me pasara nada malo. Él sabía cómo
hacerlo, pero yo tenía que acompañarlo. Su intervención me dejaba
con una sensación ambigua: la confirmación de que la tierra me había
querido comer –y que me estaba comiendo, es decir, yo estaba de algún modo
enfermo–, y la tranquilidad de estar en sus manos. Le confesé mis
inquietudes y me volvió a repetir que no me asustara, que no estaba
solo. Combinamos en salir al día siguiente después del mediodía;
nuevamente, esa noche dormí mal.

Subida al cerro, segunda vuelta

Llegó la hora y pasé a buscar a Pablo. La abuela le dio unas instruc-


ciones que yo no quise ni estaba en condiciones de escuchar, por mi
estado emocional y la perspectiva de tener que volver a subir esa que-
brada altísima. Algo en sus gestos, además, me empujaba a man-
tenerme al margen. Al pasar por el corral de ovejas, Pablo buscó una
soga que pasó sobre sus hombros, sobre la que tampoco pregunté
nada, y salimos. Atravesamos el río hablando de cualquier cosa y lle-
gamos hasta el inicio de la quebrada. Esta vez sí hicimos un pago antes
de subir: un pequeño agujero en la tierra, donde asperjamos alcohol
y coca. Pablo dispersó las hojas y me dijo que las señas eran buenas
e indicaban que debíamos caminar sin parar. Solo ahí, después de
dos años de conocerlo, descubrí que sabía leer la coca.76 Comenzamos
a subir sin detenernos, tal como aconsejaba el presagio, mientras
Pablo me contaba que esa quebrada albergaba muchos ojos de agua,
viejos y secos, y que había que andar con cuidado: caminando con-
tentos y tranquilitos, con respeto. Mucho menos, con miedo. Mencionó
entonces la palabra que yo estaba evitando pronunciar.
En una de las paradas para tomar agua, Pablo comentó que todo
estaba silencioso. Asentí y me explicó que, a diferencia de la ciudad,
en el cerro no había sonidos. Asentí de nuevo, pero él insistía en

76  Los límites de la observación participante (Favret-Saada 1990) se hacían pre-


sentes: solo conocí las capacidades de Pablo cuando me enfermé y él pudo verme
como un interlocutor posible. Luego de este evento, y a pesar de que lo intenté,
nunca más pude conversar sobre el tema.

188 –
hablar sobre el silencio. La charla me parecía fútil, hasta que com-
prendí que él sabía que dos días atrás yo había escuchado voces en el
cerro, que me habían separado del grupo. Era su forma, sutil, de che-
quear mis oídos. Con una intranquilidad en aumento, le dije a Pablo
que no estaba escuchando nada. Solo entonces, cuando lo afirmé en
voz alta, se conformó y seguimos caminando.
Le avisé unos metros antes de llegar al lugar donde había perdido
la ropa y entonces hicimos un nuevo pago, de coca y alcohol, con un
pedido especial para que todo fuera bien. Dimos la vuelta a una roca y
encontramos mi sombrero y mi campera. Estaban en la misma posi-
ción en que los había visto caer: el viento no los había movido y nin-
gún animal los había tocado. Pablo me miró con un gesto de ¿viste?
Tomó las ropas, las dobló con cuidado y las cargó en su espalda, pues
yo todavía no podía tocarlas. Nos enfrentamos entonces a la misma
pendiente de saye y me dijo que tenía que escalarla nuevamente, que
faltaba solo eso, que él iría primero y que si yo lo precisaba me ayuda-
ría con la soga. Le dije que eso ya me parecía una exageración, pero
él me explicó que la había cargado justamente para este momento:
para sacarme si es que la tierra quería comerme nuevamente, para
enlazarme como a un animal y arrastrarme hacia su lado del mundo
si es que alguien o algo me reclamaba como suyo. Terminó diciendo
algo así como “cada uno va a tirarte para su lado”.
Comencé a subir sin hablar y solo al final precisé de su ayuda para
llegar a la cima (aunque sin usar la soga). Fue difícil, pero no como
antes. Cuando estuvimos arriba me dijo que ya había pasado todo,
que habíamos hecho lo que tenía que ser hecho, que mi cuenta con
la tierra estaba saldada y que ahora tomaríamos un camino diferente
para bajar, más fácil. Caminamos distendidos e incluso disfruta-
mos de la visita de un cóndor que se nos aproximó, toda una seña. Al
bajar, la abuela nos esperaba contenta; ya sabía que todo había resul-
tado bien antes de vernos llegar. El proceso terminó con los rituales
de limpieza de las ropas.

autonomía –189
Ver, decir, describir

Historias como la anterior no son “extraordinarias”. La mayoría de


las veces, estos malos- encuentros en el cerro desencadenan enferme-
dades, más o menos graves; y aunque la muerte es una consecuencia
menos probable, nunca es imposible. Los huacheños diferencian dos
modos, conectados entre sí, de estas relaciones: estar siendo coquiado y
ser comido. El primero supone que uno está siendo lentamente mas-
ticado por la Pachamama, como una hoja de coca a la que extrae su
jugo, que se manifiesta en enfermedades o debilitamientos corpo-
rales: uno va siendo vaciado desde adentro. El ser comido es la muerte
definitiva, que en ocasiones sigue al ser coquiado. En mi caso, según la
abuela, la tierra había comenzado a coquiarme desde el momento en
que me robó el sombrero y eso habría terminado fatalmente si yo no
hacía algo al respecto. En ese momento yo no quise intelectualizar
demasiado la cuestión pues mi trabajo de campo no había terminado
y todavía me quedaban muchas caminatas en soledad. No registré
nada en mi libreta y demoré varios años en sistematizarlo como una
descripción; resulta movilizador incluso ahora, cuando escribo con
mucho respeto estas líneas.
Algo que todavía me impacta es la fuerza de la palabra y de la
descripción (para usar un término caro a la etnografía) como medio
de fabricar relaciones. Por ejemplo, yo nunca había estado some-
tido a evaluaciones de mis anfitriones sobre mi salud personal; pero
en este caso, tanto la identificación del problema, como sus cau-
sas y resolución estuvieron en sus manos. Esto fue posible porque
la abuela reconstruyó lo que me pasaba utilizando mi descripción
de los hechos para volver a describir lo que, desde su perspectiva,
“realmente” me estaba pasando. Incluso recopiló información que
yo inicialmente oculté, como la de aquellas voces que escuché en la
caminata. Todo esto se transformó en una nueva vuelta al cerro, para
rehacer el mismo camino, pero ahora de la forma “correcta”. En esta
nueva descripción de las cosas, la anciana y Pablo hacían dos cosas.
Por un lado, me señalaban el camino para ver correctamente lo que
había sucedido, me indicaban el tipo de relación en la que había que-
dado comprometido sin buscarlo (al menos, conscientemente) y los

190 –
modos de librarme de ella. Pero, por otro lado y a la par, ellos tam-
bién estaban describiendo para esos “otros” del cerro que yo no podía
quedarme con ellos, pues les estaba pidiendo perdón. Era una doble
tarea en la que nos comprometíamos a un nuevo “trabajo de ver” las
cosas, para entonces hacerlas posibles.77 Ese trabajo ayudaría a des-
andar la confusión de relaciones en la que yo estaba involucrado. Por
eso, había sido importante afirmar en voz alta que ya no estaba escu-
chando voces. Nada de lo que dijéramos o hiciéramos allí estaba por
fuera de las relaciones que estábamos intentando componer.78

Miedo

Mencioné que durante la primera caminata y el proceso de estar


siendo coquiado, sentí miedo. Mi miedo apuntaba a un “estar solo”,
me sentía en una intemperie relacional, sin saber cómo salir de allí.
Pablo, por su parte, me avisaba que era mejor abandonar esa emo-
ción y yo entendía eso como la necesidad de tener coraje. Pero Pablo
me hablaba de otro miedo, el que sobreviene cuando uno está en sole-
dad, sin los suyos, pero que solo termina de definirse en relación a
otro. Ese miedo es una certeza, que invertía el origen de mi miedo
inicial: en realidad, nunca se puede estar solo. Eso era justamente lo
que me enfermaba en ese momento: no estaba solo, pues había sido
escogido sin saberlo.
Cuando caminamos con el tío por primera vez por la quebrada,
recusamos la posibilidad de asociarnos amistosamente con la tierra.
Elegimos, podría decirse, hacer ese camino en “soledad” –sobre todo,
yo–. Pero lo cierto es que no se puede estar solo en el cerro. En todo

77  Me inspiro en las ideas en torno al “trabajo de mirar” (“work of seeing”; Strathern
2013: 78-94).
78  Los procesos de desembrujamiento descriptos por Favret-Saada suponen narra-
tivas (ejemplificadoras y exhortativas) que hacen “comprensible” la situación y movi-
lizan a la acción (2009: 31 y ss.; ver también 1980: 25 y ss.). Aunque mis problemas
con el cerro no podrían, en principio, ser localmente descriptos como brujería, la
importancia de la palabra, hablada y pensada, es igualmente indiscutible. Y creo que
esto es válido como también la necesidad del silencio en otras situaciones del cerro,
tal el caso de la curación de ciertas enfermedades, sobre las que no puedo exten-
derme aquí.

autonomía –191
caso, uno puede intentar elegir con quién estar (a través de un pago);
pero si uno no elige, la consecuencia no es la soledad, sino que otro
va a “elegirte”. Y uno nunca puede saber con certeza quién será: en
este caso, la Pacha, el cerro, el viento, y/o la tierra eran los que me lla-
maban (mediante el oído, la vista, la fuerza). El miedo en el cerro es
la certeza visceral de que la soledad no existe y la terrible convicción
de que no siempre será uno quien elija con quién estar. Caminar sin
miedo, entonces, era asumir mi pertenencia a las redes relacionales
del mundo humano, de mi familia anfitriona. Solo una vez asumida
esa descripción de las cosas, es que podía redescribirse el mundo del
que ahora sí quería ser parte.
Distinguir entre estos miedos parece ahora una intelectualiza-
ción retrospectiva, pero no es solo eso; el proceso de diagnóstico y
curación exige la explicitación de esa distinción. Todo el proceso de ser
agarrado está definido por la confusión de quien está siendo presa de la
tierra. Una persona que enferma a causa de la tierra tiene dificultad
para pensar correctamente, y solo puede ser diagnosticada por un ter-
cero.79 Solo así es posible narrar y renarrar la situación, para compren-
derla y modificarla. Así como hacer un pago y caminar correcta-
mente por los mismos lugares augura un buen destino, redescribir
con palabras precisas también ayuda a fabricar la nueva realidad a la
que uno desea pertenecer. Algo de todo esto se aproxima a los modos
en que Favret-Saada era “tomada” (prise) por la brujería (1977, 2009),
y me lleva a pensar que, así como en aquel caso, aquí tampoco hay
relación (significativa) posible con los eventos del estar siendo coquiado
que no pase por la afección.

Criar

Luego de terminados los eventos del cerro, la abuela dejó entrever


en nuestras conversaciones cotidianas que, aunque potencialmente
cualquiera puede ser agarrado, la tierra termina escogiendo a alguien
de la “familia”. Haber sido una “presa deseable”, entonces, me infor-

79  Generalmente, otra persona; pero también un oráculo o un sueño.

192 –
maba del alcance de mis relaciones previas –lo que para cualquier
etnógrafo es un dato importante–. Tener miedo fue una forma de
saberme familia. Pero el asunto no terminaba allí. Como por un
efecto de redistribución de relaciones, durante esos eventos pasé de
las manos de la tierra a las de anciana, que nunca dejó de jactarse
de haberme “salvado” e instaló entre nosotros un tipo de conexión
más intensa que la anterior, de la cual nunca pude recusarme. Todo
pasó como si la abuela hubiera ganado una pelea que me tenía como
trofeo. En ocasiones, eso parecía convertirme en su confidente, pues
además de nuestras agradables charlas cotidianas, ella pasó a con-
tarme otras cosas (como antiguos secretos que yo no estaba necesa-
riamente interesado en conocer) e incluso a asumir que yo estaba “de
su lado” cuando se producía alguna rencilla familiar. Ella redescribía
ante los otros la nueva red relacional en la que yo me encontraba.
Con eso creo que entendí dos cosas. Primero, que salvarme de la
tierra no suponía una vuelta a mi estado relacional anterior; se abría
un nuevo mundo. Segundo, que esa era, al menos parcialmente, una
relación de crianza. En buena parte de los Andes, la crianza apunta
a una relación de pertenencia mutua, como la que existe entre una
madre y su hijo, o entre una pastora y sus animales. En ella, las
existencias se atraviesan y el componente asimétrico entre criador y
criado termina de definirse cuando se especifica contra quién se cría.
Creo que la descripción que movilizó mi segunda subida al cerro fue
para la abuela una forma de accionar en contra de la tierra, midiendo
fuerzas y reclamando para sí lo que el cerro intentaba robar. En otras
palabras, ella logró lo que la tierra no pudo: hacerme suyo, al menos
por un tiempo.
Y a partir de entonces, cada vez que podía, dejaba entrever que
yo era uno de sus “queridos”; y aunque yo también la quería mucho,
estaba claro que “querer” o “no querer” no dependía de mí. Ahora
estaba con ella. Ya no tenía que tener miedo.

autonomía –193
Bibliografía

FAVRET-SAADA, Jeanne. 1977. Les mots, la mort, les shorts. La sorcellerie


dans le bocage. París: Gallimard.
. 1990. “Être Affecté”. Gradhiva, 8: 3-9. París: Musée de l’Homme.
. 2009. Désorceler. París: Éditions de l’Olivier.
HALLOWELL, Irving. 2002[1960]. “Ojibwa Ontology, Behavior, and
World View.” In: Harvey, G. (ed.), Readings in indigenous reli-
gions, 18-49 pp. Bloomsbury, Publishing.
STRATHERN, Marilyn. 2013. Learning to See in Melanesia: Four Lectures
Given in the Department of Social Anthropology. Cambridge University, 1993-
2008. Londres: HAU Books.

194 –
Latencia. Emocionalidad de las sombras. El viaje sale a flote y
equilibra la belleza: proceso. Poblar el límite.
Desarme y espinas. El revés del espejo.

autonomía –195
196 –
Las dificultades de un
camino: relevando territorio
comechingón
Carolina Álvarez Ávila

“El camino de Yastay es un camino que tiene que ser difícil porque
uno entra caminando como hombre, pero después pasas por ramas,
las ramas te raspan, como que te van sacando un ADN y te van
viendo el corazón…”. Así nos preparaba la casqui curaca80 de la comuni-
dad comechingona Tulián a un grupo de mujeres, antes de iniciar
el camino que nos conduciría a conocer algunos sitios81 ceremoniales
en San Marcos Sierras, pueblo del noroeste cordobés (Argentina). En
el marco de un proyecto de mapeo participativo y de confección de
una cartografía social, consensuado y planificado con comunidades
indígenas, nos topamos con experiencias que nos desafiaron a pen-
sar nuestro quehacer extensionista y etnográfico.
En este trabajo me interesa reparar en la experiencia sensible de
recorrer el camino de Yastay, en las dificultades de un camino de
monte que se cerraba con su vegetación tupida, pero se abrían a noso-

80  Casqui curaca es un rol comunitario, el de autoridad política y administrativa.


81  Solapada con los territorios comunitarios se encuentra la Reserva Arqeológica
Quilpo, creada en 2015 e impulsada por el trabajo de la Agencia Córdoba Cultura y
su área de Patrimonio Cultural. En el marco de creación de la Reserva, las comunida-
des registraron algunos sitios arqueológicos con algunos técnicos estatales. Si bien
este trabajo es valorado por las comunidades, les preocupaba que el relevamiento
no se hubiera completado y que había más para decir de los lugares ya registrados,
transformándose esto en uno de los objetivos de nuestro trabajo extensionista. Elijo
destacar esta palabra para enfatizarla como nativa, para entrever que si bien puede
conectarse –total o parcialmente– con la noción de sitio contenida en la ley, tam-
bién esta idea fue enriquecida o disputada por nuestros interlocutores definiendo
los lugares como afectivos, espirituales, altares ceremoniales, entre otros sentidos.

autonomía –197
tros otros circunstanciales en el territorio. Recorrerlo nos permitió
conocer sitios ceremoniales y espirituales donde habitan espíritus y
otros no-humanos, así como repensar las relaciones y afectaciones
mutuas al relevar el territorio.

El primer paso

Corría agosto de 2016, el primer viaje –de otros muchos– que reali-
zaba un equipo de estudiantes y docentes de la Universidad Nacional
de Córdoba a San Marcos Sierras. El proyecto de extensión que nos reu-
nía tenía como objetivo llevar a cabo un relevamiento territorial con
comunidades comechingonas en esa localidad.82 Sabíamos que comen-
zaríamos a recorrer diversos lugares, pero no habíamos definido pre-
viamente hacia dónde iríamos, con quiénes ni cómo. El entusiasmo y
la incertidumbre nos inundaban. Había ido a San Marcos antes, como
una de las tantas turistas que eligen ese destino de las sierras cordobe-
sas, un pueblo tranquilo y hippie; ideal para disfrutar la cercanía del río,
perder la noción del tiempo entre feriantes y artesanos, atardecer con
alguna cerveza en los alrededores de la plaza central y volver a Córdoba
con algún frasco de miel. Ahora volvía con ojos de antropóloga, cons-
ciente de que habríamos de indagar en lugares e historias que como
turistas nos resultan invisibles o fragmentarios.
Con el equipo extensionista nos hospedamos en un hostel cerca
del río San Marcos. Mariela Tulian, la casqui curaca, llegó a mediodía
para darnos la bienvenida y planear el fin de semana. Aquel fue el
inicio de la ejecución del proyecto: ya estábamos en territorio, por
comenzar a relevar y registrar. En el patio del hostel, sentados en
ronda, nos fuimos presentando uno a uno brevemente y luego dialo-

82  Los proyectos “Tierra de Comechingones. Reconstrucción territorial y mapeo


colaborativo de sitios patrimoniales comechingones en San Marcos Sierras” (2016-
2018) y “Mapeando el territorio ancestral. Memorias y lugares comechingones en San
Marcos Sierras y alrededores” (2019-2020) fueron financiados por la Secretaría de
Extensión Universitaria, Universidad Nacional de Córdoba y participamos allí docentes
investigadores, estudiantes y graduados de las carreras de geografía, antropología y
comunicación social. Las comunidades locales que participaron fueron Tay Pichin y
la comechingona sanavirona Tulián.

198 –
gamos acerca de las expectativas del proyecto, sus desafíos y algunas
planificaciones futuras.
En esa charla se hicieron evidentes algunos de los marcos de
interpretación de la comunidad Tulián que subyacían al proyecto
extensionista: la lucha por el territorio, la posibilidad de adelantar el
trabajo que contemplan los relevamientos de la Ley Nacional 26.16083
–a cargo de un equipo técnico operativo– pero también la profundi-
dad histórica de la defensa del lugar que habitan. Esa profundidad
se encarnó en el sucinto relato que Mariela realizó sobre el juicio a la
corona española, iniciado en 1804 y ganado en 1809.84 Luego repasa-
mos recorridos posibles y algunos cómo de nuestro trabajo de releva-
miento. En primer lugar, Mariela explicó que era importante alterar lo
menos posible el territorio, puesto que otros factores vienen afectando el
monte y el pueblo: el avance de la infraestructura turística, los loteos
desenfrenados, el rally, la minería, etc. También se refirió a la nece-
saria precaución cuando entráramos a terrenos privados, debido a la
virulencia de algunos conflictos territoriales del último tiempo,
con peleas con cuchillos, secuestros y denuncias policiales. Y, final-
mente, otro cómo que nos involucraba de lleno: habría mucha infor-
mación que tenía que quedar entre nosotros y las comunidades. No
explicó más, solo completó la idea con un voto de confianza: nosotros
sabríamos reconocer cuándo lo compartido debía quedar en secreto.
En ese entonces, como equipo extensionista, preveíamos otros cómo
para el relevamiento, que incluían técnicas del tipo: georreferencia-
ción a través de GIS, registro a través de cámaras de fotografía y video,

83  Esta ley declara la emergencia en materia de posesión y propiedad indígena y


suspende, por cuatro años, la ejecución de sentencias y cualquier acto procesal o
administrativo cuyo objeto sea el desalojo o desocupación de las tierras contempla-
das. Fue prorrogada tres veces, en parte debido a los graves conflictos territoriales en
curso y porque supone relevamientos territoriales comunitarios que aún no han sido
concretados en varias provincias del país.
84  Este juicio que la comunidad Tulián inició contra la corona española quedó refle-
jado en un expediente que pudo recuperar la comunidad en el Archivo Histórico Pro-
vincial, en la ciudad de Córdoba. Este archivo, junto con otros documentos coloniales
y las memorias orales de los abuelos, inspiraron a Mariela a escribir un libro sobre
esos archivos, las memorias y las luchas en el territorio, titulado Zoncoipacha. Desde
el corazón del Territorio. El legado de Francisco Tulián. Para un análisis de esta obra
ver Álvarez Ávila (2020).

autonomía –199
toma de notas y búsqueda de posibles archivos catastrales y otros
documentos que sirvieran a los objetivos de la cartografía social.
El sábado por la tarde recorrimos algunos lugares ubicados en
espacios públicos del pueblo: el algarrobo de Nonsacate, la escultura
ubicada en la plaza central de San Marcos –ideada y encargada por las
comunidades–, los morteros y el sillón del cacique a orillas del río San
Marcos y otros morteros en medio del pasaje Monteagudo. Todos estos
lugares están señalizados mediante carteles que brevemente explican
lo que uno está viendo, incluso algunos están incluidos en la web de
la Municipalidad del pueblo como atractivos turísticos. Ya no recuerdo
en qué momento de aquel sábado, Mariela advirtió sobre el recorrido
del domingo, sobre la dificultad del camino de Yastay y lo que el propio
camino “agenciaría” en nosotras. No reparé en la centralidad de sus
palabras sino hasta tiempo después de haberlo transitado.

Recorriendo el camino de Yastay, entre dificultades y


afectaciones

El domingo nos trasladamos a la casa de Mariela y desde allí cami-


namos pocas cuadras, por la calle de tierra principal del barrio. De
repente, frenó y nos comenzó a contar cómo ingresar a los sitios por-
que estos tienen diferentes puertas.

A veces algunas puertas son evidentes, a veces no. Noso-


tros desde tiempos inmemoriales entramos por acá. Al ingre-
sar uno debe poder identificar si el espíritu es amigo, si te
va a aceptar o te va a afectar. Nosotros, como el espíritu nos
conoce, entramos pisando con el pie izquierdo, directo al
corazón. En cambio, Uds. deben ingresar con el derecho, por-
que el espíritu no los conoce y para que no los afecte.

Luego agregó que ella también estaba pidiendo permiso por


nosotros. Fuimos ingresando a un terreno de monte, sin ninguna
construcción a la vista, por un camino claramente marcado y sin
vegetación de altura. Escasos metros después, al pie de un enorme

200 –
algarrobo, nos detuvimospara registrar el primer sitio, el Mojón.
Luego de escuchar atentamente el relato de Mariela sobre aquel lugar,
filmarla, grabarla y tomar notas, con gran expectativa iniciamos el
camino de Yastay, territorio que –por ser masculino– solo debe ser
recorrido por mujeres, o por un número mayoritario de ellas respe-
tando la siguiente distribución: cada siete féminas, un hombre. Ese
día diez mujeres y un hombre emprendimos la travesía, cuyo destino
final era la Casa del Uturunko, o la casa del hombre puma.
Cuando iniciamos la caminata –sin saber cuánto demoraríamos
o a qué distancia se encontraba un sitio del otro– todo parecía mara-
villoso. Comenzamos esquivando un par de arbustos y avanzando en
fila. El clima era afable, si bien estábamos en invierno, el sol calentaba
lo suficiente como para estar con remera de manga corta o larga y los
abrigos colgando. Varias cámaras de foto registraban aquel caminar.
Había comentarios, risas, alguna que otra charla entre caminantes
y voluntad y entusiasmo colectivos. Pero lentamente la vegetación
del monte se fue volviendo cada vez más cerrada, comenzamos a
esquivar piedras, a subir y pegar pequeños saltos para acompañar
la geografía del terreno. Arbustos, árboles y hierbas comenzaron a
ser realmente un desafío: ramas entreveradas ralentizaban nuestro
andar, había que olvidarse de todo y concentrarse no solo por dónde
se pisaba, sino también por el resto del espacio donde nos movía-
mos; o sea, había que acompasar el cuerpo a volúmenes y formas aje-
nas. Había que esquivar o mover momentáneamente con la mano –y
precipitadamente– algunas ramas para caber y avanzar. Probable-
mente todas habíamos transitado alguna experiencia similar previa-
mente, caminar haciéndonos espacio entre plantas, haciendo(nos) el
mínimo daño posible, mirando hacia atrás para advertir cómo venía
el resto de los caminantes o entregar una rama movida a la persona
inmediatamente posterior. Pero esto de avanzar así, en una especie
de malla de ramas entreveradas, sin ningún camino o huella mar-
cado a la vista, costaba y sorprendía. No había nada automático en
ese andar, era pura concentración, una conexión obligada con el pai-
saje que cada quien iba resolviendo como mejor le salía. Si se esqui-
vaba alguna rama, súbitamente aparecía otra, con el riesgo de ras-

autonomía –201
parse o pincharse y teniendo entonces que cambiar de posición para
poder transitar en medio de la vegetación.
Caminar no era caminar, era fluctuar entre diversas posiciones:
agacharse, dar un pequeño brinco, erguirse, dar un paso largo, otro
corto, y volver a agacharse, así durante lo que me parecieron, en ese
momento, interminables minutos. Mariela guiaba a paso firme
y no la vimos detenerse nunca por voluntad propia, solo cuando le
avisábamos que alguna se había demorado. Estábamos en medio
del monte, ya sin ningún sendero marcado, y me preguntaba –con
creciente preocupación– si nuestra guía conocía certeramente el
lugar. Tampoco la veía vestida de manera “adecuada”, una remera,
jean y zapatillas urbanas, o sea, una vestimenta que no se condecía
con semejante travesía. Afloraban por doquier mi habitus de clase
media urbana y mi escepticismo. Por momentos también pensaba
en mis compañeras, algunas diez años más jóvenes ¿sus cuerpos
percibían los mismos efectos de aquel transitar? ¿Sentirían cansan-
cio, ansiedad, preocupación? Me sentí vieja y pensé mucho acerca
de mis prejuicios, en el cambio de paisaje entre mi anterior trabajo
de campo y este nuevo lugar, en las dinámicas comunitarias y el tra-
bajo extensionista. Asumiéndome cordobesísima, el monte nativo
cordobés me provocaba un inesperado e incómodo extrañamiento,
dejaba marcas en el cuerpo y desafiaba algo tan cotidiano y naturali-
zado como caminar. Además, venía de casi una década de trabajo de
campo en el sudeste de Neuquén; no en la Patagonia de postal suiza,
sino en la estepa gris, llena de tierra y gramínea. Aquellos paisajes
me habían hecho pensar siempre en lo inconmensurable. Caminar
allá o moverme en bicicleta, de un puesto a otro, dependía de factores
tales como frío, hielo, nieve y viento, todas fuerzas de la naturaleza
que modulaban el andar y otras prácticas y ceremonias (Álvarez Ávila
2017). ¿Podía algún otro paisaje desafiar(me) así? ¿Con qué imágenes
y experiencias del monte nativo llegaba(mos) a aquel destino?
Luego de un largo rato, que no podría cuantificar, llegamos a un
primer sitio ceremonial: un conjunto rocoso de más de diez metros de
altura, de un gris jaspeado oscuro. Enfrente había también piedras
de gran tamaño, pero no tan altas. Cerca de aquel paredón, nos detu-
vimos, cada una donde podía porque no había espacio para acomo-

202 –
darnos en semicírculo o en fila ordenada como anteriormente hici-
mos. Mariela compartió que allí hacían ceremonias, que había un
sillón de fertilidad (uno entre varios en el territorio) y otros sitios donde
dejaban ofrendas. Contó que con mujeres de la comunidad venían
frecuentemente, tal como las abuelas desde tiempos inmemoriales.
Que de aquel lugar se habían robado unas vasijas, morteros, conanas
de piedra y otras ofrendas que habían dejado allí. Luego de esa pri-
mera explicación, volvimos a caminar y cuando la mayoría se acercó
lo más posible al sillón de fertilidad volvió a detenerse. Sabiendo que
una de nosotras la estaba grabando como parte del registro, comenzó
a explicar que ahí iban a pedir por la salud de algún integrante de la
comunidad o familiar enfermo, que cuando las personas sanan o se
alivian vuelven a dejar algún elemento en agradecimiento (pequeños
objetos de cerámica o algún objeto de la persona por la que se pidió):

Y venimos entre las mujeres, venimos pidiendo desde


nuestra sensibilidad femenina. (…) Yo creo que la medicina
es el pedido, es el momento, es esto. Yo te aseguro que vos
te sentás ahí, sola y es la mejor terapia antiestrés del mundo.
Los sonidos, la música del lugar. Aquí el espíritu se siente,
se escucha y se respira. Porque los abuelos nos dicen todo el
tiempo: el sonido nos trae mensajes, y el perfume también.
El perfume de nuestro monte es impresionante y medicinal.
El espíritu tiene el perfume del enjambre de abejas. Vos a
veces lo sentís y decís “dónde están las abejas, no las veo”. Y
sin embargo sentís la presencia del espíritu. Y te sentás ahí
te aseguro te invade la presencia del espíritu. Si alguna vez
alguna quiere volver y experimentar alguna ceremonia, solo
tienen que avisar. Estos lugares están abiertos y nosotros que-
remos que Uds. se comprometan no solo con la ciencia, sino
también espiritualmente. Si algunas de Uds. lo necesitan, no
hace falta que sea en este trayecto, si quieren venir a visitar-
nos y compartir alguna ceremonia solo nos tienen que avisar.

Todas agradecimos en voz alta la invitación. Luego, explicó que el


sillón de fertilidad es donde quienes quieren procrear realizan ceremo-
nias. Aquella fue otra sorpresa. Hacía un tiempo –ni breve ni tampoco

autonomía –203
tan prolongado– que buscaba quedar embarazada. Creo que muchas
mujeres que atravesamos esa búsqueda, reconocemos lo conmovedor
de ese momento vital y que el deseo de maternar se cuela en momen-
tos inusitados: cosas rutinarias o insignificantes nos afectan de otra
forma. En aquel momento, quise estar sola con Mariela, preguntarle
cómo era la ceremonia, saber más, como si solo preguntar me acer-
cara a ella. No concreté nada, cuando me tocó pasar cerca únicamente
toqué la piedra con la mano, respetuosamente y en silencio.
Desde allí hasta la casa del Uturunko el camino me resultó dis-
tinto, más abierto, pero más escarpado. Nos topamos con varios
conjuntos de piedras grandes y nos señaló posibles huellas de pumas
y sus guaridas (tiempo después eso se volvería un chiste viveirosde-
castresiano con algunos integrantes del equipo: el “devenir jaguar”
de aquella travesía, un modo de subvertir la adrenalina que generó
la experiencia). Cuando llegamos a la Casa del Uturunko, donde
habita el espíritu del hombre puma –un espíritu muy celoso, explicó
Mariela–, sabíamos que habíamos llegado a la meta. Aquella también
era una formación rocosa bastante grande, gris oscura y jaspeada,
en algunos intersticios crecían plantas. Allí también nos ubicamos
donde pudimos, algunas trepamos las piedras y otras se quedaron
más cerca de Mariela para poder grabarla. Cuando todas estuvimos
acodadas en algún lugar, escuchamos atentas lo que contó.
El lugar fue dinamitado para lotearlo a mediados de 2011 y luego
se siguió deteriorando porque las piedras quedaron flojas y se des-
moronaron. Pero al ir con las abuelas, estas dijeron que el espíritu
seguía vivo, que no se había ido. Antes de la dinamita, hacían cere-
monia en círculo, entraban paradas porque aquel era una especie de
enorme alero. También había un cántaro muy antiguo que desapa-
reció cuando comenzaron a lotear esa zona y a destruir varios sitios.
La comunidad se movilizó, hicieron notas al Instituto Nacional de
Asuntos Indígenas (INAI) y a la Municipalidad de la localidad, pero
no hubo respuestas para proteger esos lugares. “Hoy todo está descui-
dado, en el proceso de urbanización también hay un gran descuido
de todo, falta planificación y protección”. Con un adjetivo familiar
al utilizado para describir al espíritu del hombre puma, Mariela
agregó: “siempre tuvimos recelo de otras personas en este sitio, es

204 –
algo bastante nuevo que estemos todas acá pero el deterioro es tal que,
si es preciso, estamos dispuestos a hacerlo público, con tal de que se
proteja el lugar. Estos son lugares de afecto desde donde surge ener-
gía para otros lados”.85
Para volver el camino que tomamos fue otro completamente dife-
rente, más abierto, sin tanta vegetación arbustiva y menos escar-
pado. Regresar resultó rápido y sencillo, lo que insta a preguntarnos:
¿por qué Mariela había optado por un camino difícil? ¿Fue dificultoso
también para ella? ¿Por qué era importante el orden de los sitios?
¿Cómo se conectaba el recorrido con la invitación a comprometernos
también espiritualmente? En una pausa de la travesía había comen-
tado que existen aún más caminos: “las abuelas vienen por otro lado,
ingresan por aquel cerro y en la oscuridad. Ellas ven otras cosas. A
mí me han invitado, pero yo aún siento que no estoy lista”. ¿Será que
nosotras sí estábamos listas –aun sin saberlo– para experimentar el
camino de Yastay?

Caminar los compromisos, transitar las afectaciones

Como mencioné, al inicio del proyecto pautamos utilizar una serie


de técnicas para registrar y relevar, con entrecruzamiento de metodo-
logías de la geografía y la antropología. Hemos reflexionado en otros
escritos sobre algunos desafíos de los lugares recorridos (Palladino y
Álvarez Ávila, 2018; Álvarez Ávila y Palladino, 2019) y sucintamente
también sobre los supuestos metodológicos con los que iniciamos y
ciertas modificaciones que realizamos al trabajar (Álvarez Ávila, Asis
Maleh y Palladino, 2020). Pero no nos detuvimos, hasta ahora, en
las conexiones entre relevar el territorio comechingón y nuestras pro-
pias afectaciones. Durante la primera jornada, cuando relevamos en
lugares públicos, la información que compartieron y el modo en que

85  El hacerlo público refiere a que, con tal de que sea restituido a las comunidades
(está en campo privado ahora) y/o no se lo modifique o destruya más, las comuni-
dades evaluarían volverlo un sitio turístico, tal como ya hay otros. Esto no se tradu-
ciría en decir o revelar todo de estos lugares, sino que sería más bien una estrategia
que les permitiría disputar este territorio, concebido como ancestralmente propio y
cuidarlo de un deterioro en curso.

autonomía –205
accedimos a ella, nos resultaron sorprendentes –como el relato de
aquel juicio colonial o los marcadores de aboriginalidad presentes en
el territorio que difieren de los de la mayoría de las localidades en la
provincia, donde lo comechingón suele ser invisibilizado o aun pre-
terizado–. Pero, aunque sorpresivo y muy poco familiar, todo aque-
llo fue inteligible: relato, escucha, preguntas, respuestas, registro
de georreferenciación, fotografías, grabaciones y notas. No fue sino
hasta el camino de Yastay que experimenté que en este trabajo
extensionista estábamos expuestas a experiencias que nos desaco-
modarían, afectarían y comprometerían en múltiples niveles, como
suele ocurrirnos durante un trabajo de campo individual.
Si bien en toda bibliografía, curso o seminario sobre metodología
etnográfica aprendemos que importa registrar no solo lo que la gente
dice y dice que hace, sino también lo que hace, algunas experiencias
parecen trascender las “clásicas” técnicas de registro y nos afectan
o atrapan tal y como lo experimenta y formula Favret-Saada (1990).
No suponemos o planteamos con esto un reemplazo de las primeras
por el enfoque de la antropóloga francesa –en parte porque afectarse/
dejarse afectar no es una búsqueda deliberada– pero sí nos pregunta-
mos si esto puede modificar o potenciar el trabajo de campo y nues-
tros objetivos extensionistas.
Aquel camino y sus dificultades no fueron inteligibles. No tenía
repertorio etnográfico para transitarlo sin incomodidad, no entendí
qué nos estaba comunicando esa experiencia. Cuando llegamos a
la primera parada, la del sillón de fertilidad, uno de los convites de
Mariela se explicitó: “quiero que se comprometan espiritualmente,
no solo científicamente”. Fue una invitación hablada, pero había que
volverla camino, iniciarla aquel día y continuar nuestro compromiso
durante los años que siguieran. Con el tiempo transcurrido entiendo
que Yastay fue una experiencia donde la palabra adquirió ese carác-
ter parcial e incompleto como medio de comunicación, que invita a
reflexionar sobre cómo se producen y comparten conocimientos y qué
ocurre cuando nuestra sensibilidad y seguridades se ven afectadas o
trastocadas. La experiencia del camino –o de un recorrido que fue-
ron varios caminos y, a su vez, algunos de otros muchos posibles– es
afectación sensu Favret-Saada en tanto y en cuanto quedamos atra-

206 –
padas en esa comunicación involuntaria para nosotras, que movilizó
múltiples dimensiones de aquel relevamiento territorial que iniciá-
bamos, compartiendo un quantum de energía, una comunicación
que trascendió lo dicho y observado.
Desde allí se desprende uno de nuestros compromisos, que ya no
es solo científico tal como instaba Mariela: incluir en la cartografía
estas experiencias que nos afectaron dentro de la cartografía social,
porque son parte de cómo se ensamblan, transitan y habitan esos
territorios. Un compromiso atado al desafío de reparar en los medios
de representación a nuestro alcance: ¿puede una cartografía, por
más colaborativa e interactiva que sea, volcar estas afectaciones del
andar? Sin lugar a dudas, el ser afectado/dejarse afectar –y no solo las
técnicas etnográficas al servicio del relevamiento y registro– pueden
potenciar la apuesta que estamos llevando adelante. Y aquí es donde
invierto –aunque sea aún un aporte parcial e inacabado de nuestro
transitar las afectaciones–: en la descripción lo más vívida posible de
nuestro recorrido, de parte de ese mundo sensible que compartimos.
D-escribir la experiencia puede articularse y potenciar una cartogra-
fía que, por más interactiva que sea, no deja de ser una re-presen-
tación recortada y limitada de esos territorios afectantes, donde se
ensamblan y agencian espíritus, humanos y no humanos.
Finalmente, destacar la idea de caminar es importante porque
el Mojón, los sitios ceremoniales, la casa del Uturunko y los cerros
colindantes están conectados no tanto por caminos trazados, sino
más bien por el movimiento entre ellos y la experiencia sensible de
estar ahí, entre humanos, espíritus y no humanos. Por ende, una
propuesta recibida por parte de la dueña de uno de los campos para
proteger el Mojón les ha resultado insuficiente: “no tiene sentido solo
una parte, sino el todo”, nos decían algunos interlocutores nativos.
Tal como Ingold manifiesta: “Los lugares, entonces, son delinea-
dos por el movimiento, no por los límites externos al movimiento.
(…) Esta es la malla (meshwork) de senderos entrelazados por la que la
gente lleva adelante su vida. Mientras uno esté en el camino, está
siempre en alguna parte. Pero cada ‘alguna parte’ está en el camino
hacia alguna otra parte” (2015: 14-15).

autonomía –207
Bibliografía

ÁLVAREZ ÁVILA, Carolina. 2017. “Levantar viento en la rogativa. Seña-


les, equivocaciones y comunicaciones entre humanos y fuerzas
de la naturaleza”. Antípoda, 29: 149-173.
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208 –
Llegar en ambas cosas-casas. Ejercicio esmerilado,
sopesar los contornos.
¿Dónde hallar lo que pierde el encuentro?
Hilo y linaje.
Contestar el reflejo.

autonomía –209
210 –
Diferencia y experiencia:
entrelazamientos
cosmopolíticos para una
etnografía
Gabriel Rodrigues Lopes

Lo insólito como creador de mundo

En mis primeras semanas de trabajo de campo etnográfico en la selva


de caatinga86 del estado de Bahia (Brasil), en agosto de 2015, solía pasar
mucho tiempo en la comunidad rural Lagoa do Caldeirão ayudando a la
curandera Giselia en las tareas de la cocina, a su marido (y mi primo)
Carlos a alimentar o pastorear a los animales de crianza y a sus dos
hijos, Adriano y Wesley a cabalgar con los caballos para que no per-
dieran la costumbre de cargar personas en sus lomos. Esta comuni-
dad es un lugar que desde niño siempre me ha gustado, por la vas-
tedad de la caatinga de alrededor, por la presencia cariñosa, fuerte y
alegre de mi tía Carminha y por las numerosas historias de magias,
embrujos y desconocidos asustadores.
Tras la muerte de mi tía en diciembre de 2014, Giselia se hizo res-
ponsable de aquella inmensa casa, donde antes vivían los nueve hijos

86  La caatinga es un ecosistema exclusivamente brasilero, de gran biodiversidad y


predominante en nueve estados del Nordeste de Brasil. Su área de extensión es de
casi 900 mil kilómetros cuadrados, ocupando cerca del 12% del territorio nacional;
el clima es semiárido, con lluvias intermitentes, aunque sea considerada la región
semiárida más lluviosa del mundo (con una media de 200 a 800 mm anuales, que
puede llegar a 1.200 mm), con abundante vegetación xerófila, muy adaptada a las
temporadas de sequía y a la elevada evapotranspiración.

autonomía –211
de la matriarca y por donde pasaba un sinfín de visitantes, de vecinos
a parientes, de políticos a curanderos y hechiceros. Cierto día, en esa
casa, yo estaba por despedirme de Giselia y Carlos para seguir viaje al
distrito urbano de Pilar (distante unos 25 km), a fin de ordenar mis
notas de campo y organizarme para ir al día siguiente a la comunidad
rural Arapuá. En el comedor de la casa nos dimos un abrazo cariñoso y
ya con la mochila en la espalda, tuve que hacer un inmenso esfuerzo
para entender lo que acababa de decirme ella. Todavía con una de sus
manos sobre mi hombro, Giselia me dijo: “disno”.
Mientras yo me preguntaba si había escuchado bien, ella se dirigió
despreocupadamente a un estante para buscar algo y le pregunté qué
significaba esa palabra que nunca había escuchado. Ella me respon-
dió que tampoco sabía qué era, pues no fue su intención pronunciarla,
y que si salió así tan fácil se debía a que era un mensaje de espíritus
aliados, conocidos en la caatinga como guías. “¿Cómo es? ¿Un recado para
mí?”, le dije sorprendido. “É. Disno, é na língua deles lá, sei não o que é, mas
disseram que isso vai servir para tua pesquisa”.87 Ella se rio de mi quijada que
se caía, lo que provocó mi risa y la de Carlos. Nos despedimos. Salí
entonces, manejando el auto por el sendero de tierra y ripio, aturdido y
encantado, bajo la compañía de las estrellas y de aquel acontecimiento
espectacular que iría a guiarme durante los siguientes cuatro años de
investigación etnográfica y hasta este manuscrito. Como más tarde
vine a entender, yo acababa de experimentar por mi cuerpo, y no por la
ciencia antropológica, “los efectos reales de esa red particular de comu-
nicación” (Favret-Saada 2005: 157).
Un evento cósmico que todavía no pasó. Al no saber, hasta hoy,
qué significa disno, tal palabra sigue siendo una evidencia-guía de
que el pensamiento no puede capturar y agarrar lo “real”, pues disno es
mayor que el pensamiento y que la realidad, es una figura espectral
de lo “real”, un indicio de que lo inimaginable aún existe y que puede
agarrarnos y afectarnos. Cabe a nosotres imaginar, experimentando,
qué hacer con esa palabra-dimensión, con un acontecimiento que
conecta mundos, con una intensidad que hace converger pasado y

87  “Sí. Disno es en la lengua de ellos, no sé qué es, pero dijeron que eso iba a servir
para tu investigación”.

212 –
futuro sin cesar. Disno fue y es un acontecimiento que engendra y abre
posibles. Aquel encuentro entre una curandera, un espíritu aliado y
yo me ha enseñado que “lo posible no preexiste, él es creado por el
acontecimiento” (Deleuze 2016: 246). Pese a que hasta hoy ni yo, ni
cualquier nativo sepa qué significa disno, reconocí con el tiempo que
aquel había sido un evento disruptivo y completamente desconocido
en campo que me otorgaba tres opciones: hacer de cuenta que no
existió, proyectar nociones extrínsecas a él (negándolo/neutralizán-
dolo) o tomarlo en serio como un desconocido radical.
Casi tres años después, en agosto de 2018, pero como “conti-
nuando” lo anterior, Giselia me ofreció darme un “passe” –ritual
común en la umbanda (religión de matriz africana)– porque yo iba a
viajar a un congreso en Cali (Colombia). Allí, la curandera opera como
una mediadora entre mis guías y yo, a fin de que la divinidad me puri-
fique, me limpie, me proteja y me ofrezca alguna recomendación, si
lo juzga necesario. Estaba sentado delante de ella y observé que sus
manos se movían sobre mi cabeza, luego las puso sobre mis orejas,
cada una de un lado y las alejaba en la secuencia, volvía a repetir lo
mismo, tapaba mis orejas y destapaba, en seguida agarró mis manos
y las frotó entre las suyas. Mientras iba haciendo esos movimientos,
decía las siguientes frases, más o menos en esos términos: “tienes
que organizar los pensamientos, voy a destapar tus oiças [oídos] para
que sepas escuchar mejor, para que puedas traducirlos y llevarlos
hacia otros lados”.
Salí de ese bautismo de campo con la seguridad de que la antropolo-
gía no sería para mí apenas una profesión, sino un oficio, un modo de
vivir y una práctica chamánica capaz de alterar mis presupuestos sobre
la dimensión de lo dado, sobre lo que hace de innato para mí; y eso
porque “acepté el lugar que me había sido asignado (…) aceptar ‘partici-
par’ y ser afectado no tiene nada que ver con una operación de conoci-
miento por empatía” (Favret-Saada 2005: 158). Más bien, experimentar
es el mejor o el único conducto con el cual es posible aproximarnos a
la posición e intensidad que acompañan la afección (ibídem). En otros
términos, antes que la semántica y su tarea de imaginar la profundi-
dad de significados, el tejer alianzas con extra-humanos requiere de

autonomía –213
la “dimensión pragmática de la comunicación” que se ocupa de poner
atención en cómo el mundo es afectado (Taddei 2019: 83).
Recibir el passe fue un ritual iniciático que me permitió abrir la
posibilidad para una “teoría etnográfica” (Goldman 2006), es decir,
para un modo de comprensión-descripción de las experiencias nati-
vas, vinculadas a sus lógicas concretas y sensibles y agenciadas en el
trabajo de campo etnográfico, capaz de decir algo no solo sobre sus
modos de existencia, sino “funcionar como matriz de inteligibilidad
en y para otros contextos” (Goldman 2006: 171). La teoría etnográ-
fica es una traducción, un “equívoco controlado” (Viveiros de Cas-
tro 2004) claramente más vinculado a la afectación por Otro que a la
identidad o a la representación de la diferencia en cualquier tipo de
comprensión predeterminada; ella está así más para una “diferen-
cia de perspectiva” que produce relación (Viveiros de Castro 2015) que
otra versión de teorías nativas o teorías antropológicas. La presencia de
una divinidad puede afectar la experiencia etnográfica y esta, conta-
minada por una agencia extrahumana, puede producir afectación,
tensión, alteración, una fisura interna en el hacer antropológico
al proponer una “teoría etnográfica de la relación” que lo implique
directamente, por ejemplo. En suma, vivir una prueba en el cuerpo
es necesario para afectar los “límites del propio pensamiento para
poder empezar a descubrir el de los otros” (Albert 2016: 519), presen-
tando al mundo otros posibles que operarán como un acontecimiento,
un devenir al pensamiento.
El presente texto es una “forma” de decirle al lector/a qué aprendí
con el disno y, al mismo tiempo, continuar sin saber qué decir aún. Inten-
taré desglosar en adelante algunos aprendizajes a partir de mi inter-
acción con la divinidad que, diferente de la tradición moderna occiden-
tal, es inmanente y materialmente presente en la caatinga.

La diferencia radical como forma de relación

Casi simultáneamente con el relato arriba descripto, estaba yo


estrechando relaciones con otro de mis principales interlocutores

214 –
en el trabajo de campo, el rezador Capuxo,88 al principio en su casa,
en la comunidad rural Fortuna, luego en el distrito Pilar. Capuxo
es una referencia, una autoridad en el dom de la cura y de la protec-
ción (“cerrar el cuerpo”) en las comunidades rurales del municipio
de Jaguarari, distante 450 km de la capital, Salvador. Siempre le dio
curiosidad hablar sobre mi vida en Buenos Aires, que le compartiera
mis relatos de campo sobre los demás rastejadores nativos –personas
habilidosas para leer, entender y comunicarse con agencias extrahu-
manas diversas, a fin de ofrecer una cura, ubicar la posición de una
vena de agua subterránea, bloquear hechizos, decodificar huellas
sobre la tierra, etc.–; sobre el porqué de mi interés en acompañarlo
en sus sesiones de cura, en conversar sobre sus sueños, su infancia
y sus “poderes”. Él me escuchaba con interés cuando le decía que era
justamente sobre lo que le interesaba a él que a mí me interesaba y él
sabía que yo estaba dispuesto al devenir que implicaba “participar”
de la curandería. Al decirle que mi experiencia con él me servía para
pensar, escribir y por eso andaba con mi cuaderno y mi grabadora,
para mejor relatar lo que había aprendido con ellos a otras personas
de otros parajes, en congresos, en grupos de trabajo y en universi-
dades, Capuxo afirmó: “É, você é lapigado como eu”.89
“¿Y qué es eso de lapigado?”. “É ser sutil, não é enrolado [en el sentido de
trabado, bloqueado]. Sutil, lapigado… sutil… lapigado”, y se rio. “Lapigado
quer dizer aquele que diz as coisas, é ligeiro né? De repente diz as coisas, é assim, é
assim, é assim. É sutil, sutil!”,90 y volvió a reírse junto a su hijo. Meses
después, cuando nos volvimos a encontrar, nuevamente me dijo que
yo era lapigado. Estaba intrigado nuevamente, una nueva palabra,
aparentemente en portugués, que no conocía. “Pero no tengo su dom,
ni sus poderes Capuxo, cómo puedo ser lapigado como usted”, le dije. “É
sabido, sutil”. “¿Quién más es lapigado, la adivinadora Giselia, el curandero
Sinhô y el feiticeiro Maneca, también lo son?”. “É, é tudo lapigado”.
Como, obviamente, no le podría pedir a Capuxo que me diese una

88  Recomiendo la entrevista realizada a Capuxo en 2012, disponible en: https://


www.youtube.com/watch?v=r9_LSa8-OS0
89  “Eres lapigado como yo.”.
90  “Es ser sutil, no ser enrollado (…). Lapigado quiere decir aquel que dice las cosas,
ligero, ¿no? De pronto dice las cosas, ‘es así’, ‘es así’, ‘es así’. Sutil, sutil.”

autonomía –215
conceptualización académica sobre tal término, nuevamente esperé
que el trabajo de campo la fuera tejiendo poco a poco. Si las operacio-
nes analíticas vendrían con el tiempo no es porque con cierto tiempo de
convivencia con los nativos yo tendría acceso a los secretos de sus tér-
minos, más bien, el “tiempo es en sí mismo una relación” (Goldman
2016: 111) con la cual podremos percibir cómo fuimos afectados y qué
hacer con eso. Diversas veces después, el rezador volvió a repetir esta
palabra para mí, siempre en el contexto de mis curiosidades y de mis
comentarios sobre la vida de los nativos que nacieron con el dom. Este
les permite, por un lado, diferenciarse de sus pares en razón de sus
distintos poderes y, por otro, les abre, deja en abierto un campo de posi-
bles desconocidos. “Supe” entonces que Capuxo “inventó” la palabra
lapigado, pero, tal como Giselia, lo había hecho junto con su guía, ante
mi presencia y, según él, a causa de ella. Más de dos años después de
aquel encuentro puedo aventurarme a decir que para Capuxo, lapigado
es una persona en continuidad ontológica con el mundo nativo y, al
mismo tiempo, capaz de mantener su alteridad en relación al mismo
“colectivo”, es decir, sostener la diferencia en torno a los saberes y
poderes de cada rastejador.
Si fui considerado parte de ese “colectivo” no fue por mis poderes
semejantes a los suyos que, hasta donde sé, no los tengo, sino por
comportarme de modo cultural-moralmente nativo, estar abierto y
predispuesto a afectarme por su mundo (y tal vez por ello, ser consi-
derado un personaje conceptual más en su sociocosmología) y, simul-
táneamente, mantener la alteridad de antropólogo. La escritura
etnográfica parece ser tomada como una variación posible del dom.
Es como si la “cultura antropológica” (representada por mi figura)
provocara el efecto de autorreflexión colectiva (los caatingueiros91 lapi-
gados), configurando un movimiento en marcha de “invención de
la cultura” (Wagner 2012). Si lapigado implica una relación humano-
extrahumano, este concepto nativo es una operación recursiva y

91  Término nativo de autoadscripción o empleado por nativos urbanos de la caat-


inga para referirse a los oriundos de la selva de caatinga. Otros términos son: materos,
povo do mato, roceiros. No puedo profundizar aquí las implicaciones que esta noción
nativa conlleva para el clásico término sertanejo, creado como extensión de la pal-
abra sertão, deudora esta de la ideología del mestizaje colonial. Para más detalles cf.
Lopes (2020; 2021, 2022).

216 –
perspectivista, del mismo modo que el disno. Ambos emergieron de
la relación rezador-divinidad-yo, zona privilegiada de diferenciación,
donde la diferencia es pura intensidad. En otras palabras, desde ese
lugar-relación, en que disno y lapigado son apenas índices, indicadores de
su existencia presupuesta, es común a muchos nativos “aprender” a
hallar agua subterránea, a “curar” nuevas enfermedades, a “apagar”
fuego a distancia, a virar árbol, etc.
Ese “modo de existencia lapigado” no es función de su ambiente,
no depende de la caatinga, ella apenas invita, propone; “sino del ser
que se muestra capaz de él” (Stengers 2014: 24, cursiva de la autora,
negrita agregada), es decir, depende de la apertura a la posibilidad de
afectarse de cierta persona, una que será lapigada porque ha logrado
aprender a virar-otro a través de un desconocido y que, aunque pueda
familiarizarse con este, eventualmente podrá encontrarse con otro
desconocido, porque esto no cesa de acontecer en su mundo. Tal cual el
disno, en tanto fuerza, afuera, exterioridad, lapigado es, parafraseando
a Eduardo Viveiros de Castro (2001), más que otro [alteridad] porque
es Otro [una relación de alteración]; y ambos piden, como condición
de ser inteligibles, apertura del etnógrafo hacia nuevas relaciones
que le lleven a lugares no confortables, a encuentros en que deter-
minado modo de pensar convencional se asuste, se vea sacudido, arras-
trado para la zona de lo indiscernible, de lo indeterminado. Veamos
brevemente qué he aprendido a partir de esas interferencias extra-
humanas en mi quehacer etnográfico y por qué lo más relevante ha
sido no-hacer.

Efectos etnográficos extrahumanos

La diferencia que me separa de los nativos de la caatinga, los caatin-


gueiros, no solo existe, sino que debe ser resaltada como una forma de
entablar una conexión, un puente. Supe allí que no debería intere-
sarme por nuestra similitud (somos nativos de la caatinga de la provin-
cia de Bahía, hablamos portugués, nuestras relaciones matrimonia-
les y de comensalidad son semejantes, así como nuestros funerales,
etc.), sino por lo que nos distinguía (hay personas en la caatinga que

autonomía –217
nacen con el dom y este guarda de modo inmanente diversos y des-
conocidos poderes, uno de estos es virar-hormiguero, virar-extrahumano,
virar-divinidad).
La experiencia entre los caatingueiros juega un papel fundamental, pues
es lo que habilita la emergencia de la percepción frente a la memoria,
que tiende a remitir a la identidad, y demuestra así que elementos
conocidos y comunes como orines, sonidos, ruidos, frutos secos, colo-
res, etc. puedan dislocarse de lo ordinario de la memoria nativa y pasar
a ganar autonomía, deviniendo ellos mismos personajes cruciales para
y en el mundo-caatinga. Una zona en que la existencia de extrahumanos
no es apenas posible sino necesaria tanto para el devenir caatingueiro en
otros modos de relación (con el bioma, con animales y humanos) como
para mantener abiertas las posibilidades de existir y habilitar otra ima-
gen del pensamiento. La experiencia es entonces un modo de acceder al
conocimiento y su premisa es que para conocer algo desconocido no es
preciso representarlo (pues eso igualaría puntos de vistas diferentes)
sino estar abierto a dejarse afectar por y con él, por un “sinsentido”, a
ponerse desnudo al “libre juego de afectos desproveídos de representa-
ción” (Favret-Saada 2005: 161), bien como a sus consecuencias concep-
tuales, epistémicas y ontológicas.
Aprendí con mis amigos y parientes que la experiencia exprime una
verdad más allá de lo falso o lo verdadero, es una “verdad suficiente”
(Costa 2020). Los nativos habitan un mundo pasible de ser inventado
y corroborado por la experiencia. O sea, disno es una “verdad pragmá-
tica” pues ella misma es su verificación; seguir su rastro, sus efec-
tos sobre mí cuerpo es una acción emprendida como consecuencia
de aquella verdad-rastro. En aquel momento ella era lo “real” y esto
requiere un arte de la atención y de la acción del etnógrafo (una ver-
sión del rastejador nativo, un decodificador de evidencias). Disno fue
inventado y solamente reinventándome, habitando un “devenir-
antropólogo-afectable” podría saber que disno es un camino para mi
propia diferenciación. En tanto “acontecimiento”, disno y lapigado
“crea[n] una nueva existencia, produce[n] una nueva subjetividad
(nuevos entrelazamientos con el cuerpo, el tiempo, el medio [milieu],
la cultura, el trabajo…” (Deleuze 2016: 246).
Percibí entonces, que lo que torna sensible la diferencia de los pun-

218 –
tos de vista es la diferencia misma, lo “dispar” (Zourabichvili 2011),
como el disno. Lo dispar ahuyenta la representación, esa operación
estadocéntrica que busca unificar lo diverso. A través de lo descono-
cido, del susto, es posible instaurar y activar el arte de pensar de otro
modo, “porque pensar se inicia con la diferencia, algo se distingue” (ibí-
dem: 136). Estar abierto a eso era ya una línea de fuga a aquel modo de
hacer etnografía que intenta “proteger el etnólogo (ese ser acultural,
cuyo cerebro solamente contendría proposiciones verdaderas) contra
cualquier contaminación por su objeto” (Favret-Saada 2005: 157); era
ponerse a disposición del devenir frente a un encuentro insospechado
producido por aquellos encuentros también inesperados e insólitos
entre dos rezadores, espíritus aliados y yo. El plan general del disno fue
y es retirar el pensamiento y mis modos de pensar de los caminos acos-
tumbrados del lenguaje y del pensar (Petronílio 2020).92
Al mismo tiempo que disno, en tanto verdad, prevé ella también
“imprevé” (Viveiros de Castro 2019) el mundo, puesto que deja espa-
cio para desconocer lo previsto, para que las creatividades nativas no
puedan, ni deban ser capturadas. Es un mecanismo de anticipación-
conjuración de una antropología que, al tomar la alteridad como
estratégica y tornarla confortable para pensar y elaborar conceptos
(Taddei 2018), puede, sin desear, anestesiar el pensamiento nativo
con su método científico y categorías que, a veces, tienden a buscar
el sentido último de las cosas, a explicar demasiado. Disno, lapigado y
passe (la acción chamánica de la curandera para que yo pueda traducir
disno y lapigado), son así antídotos, un veneno antimonotonía.
Aclaro así al amigue lector que mi objetivo aquí no es responder
qué son esos términos nativos, sino percibirlos, devenir en ellos, com-
prenderlos en su diferencia misma y aprender en esa trayectoria. Pen-
samos a través de signos, afecciones del afuera; esas nociones hibri-
das nativas son signos que movilizan el arte de pensar, arriban a un
punto de frontera del pensamiento que nos obliga a abandonar cer-
tezas y reconocer que lo insólito produce afectación y es desde ahí que
él irá ganando sentido. Y como tal, desbordan aquellos afectos vincu-

92  As dobras do sertão: entre Guimarães Rosa e Gilles Deleuze. Entrevista com
Paulo Petronílio, por Caio Souto”. Conversações Filosóficas. Disponible en: https://
www.youtube.com/watch?v=TMfCJ-zoJVg

autonomía –219
lados a una autorreferencia. Es en tanto línea de fuga, que escapa a
la representación, que la evidencia, la indicialidad, el susto pueden
hacer emerger verdades otras. La génesis del acto de pensar está en
el encuentro con el afuera, un exterior que nos roba la tranquilidad,
la paz, la escena.

A modo de fin

Si disno y passe fueron los disparadores de una etnografía, lapigado


expresa una relación fractal, es decir, es una variación o modulación
del disno, del passe. Disno es un evento que deja reticente a la seguridad
propia de la Razón y que altera los modos como esta suele ser puesta
en la escena. Esa noción se desempeña como el “idiota”, presentado
por la filósofa Stengers en su “propuesta cosmopolítica”, como algo,
una exterioridad que nos incita a sostener una posición de “no saber
radical”, frente a un acontecimiento (no-hacer lo que haríamos rápi-
damente), porque la cosmopolítica tiene que ver apenas “con un sen-
timiento de espanto que hace mascullar las seguridades” (2014: 22).
El idiota, el disno o el lapigado “no niega los saberes articulados, no los
denuncia diciendo que mienten, ni es la fuente oculta de un saber
que los trascendiese” (ibídem: 25) sino que, en tanto diferencia, nos
provoca desconcierto, reluctancia, duda, vacilación. Y, aunque su
alteridad se mantenga, pues no tiene por qué convertirse en identi-
dad, la diferencia que nos separa de “él” es la misma que nos conecta
(hay intercambio de perspectivas-posiciones), pues la diferencia no
precisa ser exótica (en el sentido trivial de la crítica posmoderna),
sino que ella es relación, la condición de posibilidad de una convergen-
cia, de un encuentro contaminante.
Por fin, al escribir estas líneas me preguntaba: ¿cómo evitar que
mis reflexiones aquí no terminaran por instaurarse tal como el punto
de vista de la estrella Sirius que todo ve, justamente cuando se dedica
a estudiar cosmopolíticas de la diferencia? Una respuesta posible
son estos conceptos-preceptos surgidos a partir de experiencias de
alteridad (disno, passe y lapigado), que operan como un afuera capaz
de afectar nuestras categorías de pensamiento y, si ahora existen

220 –
es porque en algún momento el etnógrafo se dejó afectar por aque-
llas fuerzas que también mueven a los nativos y en esta relación se
permitió rever sus premisas sobre qué es “relación”. Al escribir este
texto, posible por haber concedido “estatuto epistemológico a esas
situaciones de comunicación involuntaria y no intencional” (Favret-
Saada 2005: 160), busqué producir no solo “efectos epistemológicos
sino también efectos ontológicos” (Goldman 2017: 16) y eso no para
que el lector/a afirme que tras ese pequeño ensayo “¡espíritus aliados
sin lugar a dudas existen!”, sino para que ciertas afirmaciones tra-
vestidas de científicas y que neutralizan el pensamiento caatingueiro
no sean tan fácilmente proferidas y, aún más, consideradas verdad
tan rápidamente.

Epílogo

Meses después de haber escrito ese manuscrito y entregado mi tesis


doctoral a la universidad, salí de vacaciones a despejar la mente y,
nuevamente, de modo insólito, el disno irrumpió y, otra vez, en una
afección profunda para el campo de los sentidos que, tal cual un plie-
gue, al tiempo en que cerraba un mundo, abría otro. Una mujer de
ojos verde-azulados, que lleva un pequeño girasol alrededor de su
pupila, se me cruzó como un rayo en la ciudad playera de Aracaju.
Como todo evento extraordinario, me encontraba inhabilitado para
no dedicarle toda mi atención. Tempranito, en un río de aguas verdes
y saladas, le narré en detalle mis experiencias de campo. Michele,
muy interesada, me miró hondamente con una sonrisa liviana,
aquella típica de los seres humanos que llevan la sabiduría consigo, y
me dijo: “ao escrever você desatou o nó, disno é des- nó”.93
Des-nudo estuve delante del trabajo de campo etnográfico y de sus
efectos posteriores que me guiaron en el ejercicio de ser mediador-
traductor-afectante entre mundos, porque fui y quise ser contami-
nado de diferencia. Este ensayo es el resultado de afectos producidos a
partir de experiencias relacionales de alteridad que, a su vez, “reac-

93  “Al escribir desataste el nudo, disno es des-nudo.”

autonomía –221
ciona sobre los propios afectos agenciados” (Goldman 2016: 117), es
decir, lo que antes parecía inamovible, el disno, devino des- nó, des-
nudo. Y, como bien dijo el cantautor Gilberto Gil, recordemos que “la
desnudez es la suma de todas las ropas”.

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autonomía –223
224 –
Salir, caminar sin ver.
La afección de la luna, resonancias-con-mundo. Colorimetrías.
Dar lugar, volver a salir.
Poderes sopesados: purgar.
El emperador en la reflexividad. ¿Se puede volver a abrir? Ego.
La silla/El camino-otro.
¿Seremos mármol o enredadera?

autonomía –225
226 –
Segunda parte

Aperturas
Teórico-Metodológicas

autonomía –227
228 –
Ser afectado y dejarse afectar:
despliegues metodológicos
Suzane de Alencar Vieira

Los afectos surgen en el encuentro etnográfico, durante la inmer-


sión en una investigación de campo de larga duración. Sus efectos
pueden provocar una profunda reorientación metodológica de la
investigación. Pero, ¿qué es ser afectado? ¿Y cuál es el lugar de los
afectos en el conocimiento antropológico?
En un principio, estar afectado era una especie de guiño para que
Jeanne Favret-Saada entrara en la red de comunicación específica de
la brujería. Tras casi dos años de trabajo de campo, los campesinos
del Bocage, en el oeste de Francia, sólo empezaron a hablarle de bru-
jería cuando ella misma fue alcanzada por los hechizos.
El objetivo de este capítulo es destacar las consecuencias de esta
disposición a “ser afectado” para la etnografía y para el proyecto de
conocimiento de la antropología. Sostengo, a partir de mis lecturas
e interpretaciones de la obra de Favret-Saada, que el agenciamiento
metodológico sintetizada como “ser afectado” implica tres movi-
mientos distintos. En primer lugar, es una experiencia personal en
la que el etnógrafo se sitúa y participa en un sistema de comunica-
ción nativo. En segundo lugar, el etnógrafo se posiciona y se deja
afectar como quien incorpora una disposición metodológica. Y, en el
tercer movimiento, el etnógrafo extiende los efectos de esa experien-
cia a sus prácticas de conocimiento dejando que todo el dispositivo
etnográfico se vea afectado por ella.
De este modo, “ser afectado” se refiere, al mismo tiempo, a un
acontecimiento no planificado y no controlado del encuentro etno-

autonomía –229
gráfico, y a una disposición del etnógrafo a dejarse afectar y a afectar
todo el plan de la investigación y su texto.
Con la ayuda de la teoría de la fuerza de la brujería enunciada en
la etnografía de Jeanne Favret- Saada (1977), de situaciones de mi
propia investigación de campo sobre el humor en las comunidades
quilombolas de Bahía, Brasil, y de las nociones de Espinoza (2010)
de afecto (affectus) y afecto (affectios), basadas en la interpretación de
Deleuze (1977), hipotetizo que los afectos emergerían como un nuevo
principio organizador de la experiencia etnográfica. Creo que Jeanne
Favret-Saada inaugura un modo de descripción etnográfica que pres-
cinde de la primacía de la representación.
La expresión “ser afectado” dio título a la conclusión metodoló-
gica y epistemológica de su obra sobre la brujería publicada como
capítulo final del último libro de la trilogía: Les Mots, la mort, les
sorts: La sorcellerie dans le Bocage (1977), Corps pour corps: Enquête
sur la sorcellerie dans le Bocage (1981) y Désorceler (2009).
Tras su investigación de campo sobre la brujería en el Bocage,
Favret-Saada se dedica a entender el desembrujamiento como una
forma de terapia e invierte algunos años de estudios en el psicoaná-
lisis. El artículo “Ser afectado” marca el momento en que, tras una
inmersión en las prácticas de la terapia del desembrujamiento y del
psicoanálisis, retoma su reflexión sobre la etnografía.
Con cada traducción y reedición, ese breve artículo provocó largos
comentarios y produjo efectos. A veces estos efectos se prolongaban
como una “incomprensión entusiasta”94, dejando la sensación de
una contribución extraordinaria pero indescifrable. Otras veces,
la repercusión del texto quedó amortiguada por una aproximación
entre la noción de afecto y el sentido de la afectividad, asimilándose
así como una constatación trivial de la presencia de la subjetividad en
la investigación o del aspecto iniciático de la experiencia de campo.
Creo que considerar el lugar de los afectos en la investigación
de campo, en la forma en que entiendo el trabajo de Jeanne Favret-

94  En una entrevista con Arnaud Esquerre et al, Jeanne Favret-Saada (2004) utilizó
esta expresión de Walter Benjamin para caracterizar la repercusión de su etnografía
Les mots, la mort, les sorts (1977) que fue rechazada por los profesores titulares y
abrazada por los jóvenes estudiantes.

230 –
Saada, no conduce a una antropología de las emociones, ni a una
antropología cognitiva, sino a una antropología pragmática y a
una dimensión no representacional de la experiencia etnográfica.
Los afectos, como explica la etnógrafa (Favret- Saada, 2005, 2008),
no representan. Pueden curar o producir cualquier otro efecto en los
cuerpos, pero no se reducen a un estado subjetivo, a una conmoción
sentimental o a una actitud empática, como subraya en otro lugar
(Favret-Saada, 1990).

En los límites de la representación

La etnografía es abordada como una modalidad del “ser afectado”


(Favret-Saada, 2013). Esta propuesta metodológica gana más elemen-
tos cuando se pone en paralelo con otras modalidades que se expre-
san a través del juego de los afectos, como, por ejemplo, la brujería
y la psicoterapia. Sin embargo, mientras que en las terapias del psi-
coanálisis y del desembrujamiento, el psicoanalista y el desembru-
jador conducen a un paciente/víctima a “desenredarse” de los afec-
tos hechiceros o de las pasiones tristes que disminuyen su poder de
existir, en la etnografía el “estar afectado” es una recomendación de
método según la cual el etnógrafo debe sostener, soportar el dejarse
atrapar y posicionarse intencionalmente.
Al situar la brujería, la etnografía y la terapia en el ámbito de los
afectos, Favret-Saada torna inoperante la dicotomía realidad/repre-
sentación. La experiencia mediada por el afecto precede a la represen-
tación y la significación y, por tanto, pone a prueba los límites de la
capacidad de escribir y representar en la producción de la etnografía.
En varios momentos, Favret-Saada (2005, 2008, 2015) reafirma
una “opacidad esencial del sujeto frente a sí mismo” que puede atri-
buirse al inconsciente, en el psicoanálisis, o a las intensidades que
afectan a las personas, en la brujería. La autora se da cuenta de que
algo sucede en el encuentro etnográfico y resuena en la experiencia
del etnógrafo, pero evade la representación directa. Este plano de la
comunicación “no verbal, no intencional e involuntaria” es anterior
a la elaboración cognitiva y subjetiva.

autonomía –231
La propuesta de “ser afectado” invita a los antropólogos a abrirse a
una forma de pensar la investigación antropológica fuera del marco
representacional y provoca una desviación de la filosofía dualista que
separa mente y cuerpo, emoción y razón. Tal y como entiendo esta
reorientación metodológica, “ser afectado” reposiciona al etnógrafo
como sujeto vulnerable, al tiempo que se apoya en una disposición
activa para posicionarse en el mundo desde los criterios de la objeti-
vidad nativa. Tomar en serio a los afectos implica riesgos, como el de
guiarse por una forma de conocer corporizado y por la percepción de
los nativos sobre el mundo, que el etnógrafo asume preliminarmente
como desconocido.

Ser afectado

Si seguimos la expresión “ser afectado”95, en el sentido adoptado por


Favret-Saada, es posible colocar en perspectiva a los afectos en su
forma verbal y en el modo de presentación en voz pasiva. Esta forma de
enunciación indica un cambio en el posicionamiento del investigador
como sujeto vulnerable, que no tiene pleno control de su experiencia
de conocimiento. Si recurrimos a una especie de gramática o forma de
enunciación spinoziana, en lugar de decir que tenemos ideas y senti-
mos, representamos y construimos la investigación, creo que esta for-
mulación supone una apertura para imaginar que, en la experiencia
etnográfica, estamos atravesados por ideas y fuerzas que se afirman en
nosotros y, bajo sus efectos, en nuestros cuerpos, sufrimos la variación
continua de nuestra potencia para actuar, pensar y sentir.
Como discutí en otra ocasión (Vieira, 2021), la disposición a lidiar
con la pérdida de control sobre la experiencia y sobre el proyecto de
conocimiento antropológico desplaza al investigador a un lugar de
vulnerabilidad. Este lugar de los que renuncian a la coordinación
lógica y semántica de su proyecto de conocimiento tiende a desmon-
tar las pretensiones textuales de autoridad etnográfica y otras ficcio-

95  “Être affecté” en francés; como en portugués y español, el verbo en voz pasiva
desplaza al sujeto de la acción.

232 –
nes de control de la investigación. No se trata de imaginarse como
un nativo o de intentar una aproximación exhaustiva a su punto
de vista. Como señala la autora (Favret-Saada, 2013), lo que está en
juego es ocupar literalmente el mismo lugar que los nativos, es decir,
ser afectado por lo que les afecta, posicionarse en este nuevo lugar
vulnerable a la afectación.
Al igual que en la brujería, en la que los hechizos afectan no
sólo al hechizado, sino a todo su dominio (familiares, propiedades,
ganado, cultivos, etc.), creo que en la etnografía los afectos también
van más allá de la esfera de la experiencia personal. No basta con
estar afectado personalmente, hay que afectar a todo el dispositivo
etnográfico. Por lo tanto, es crucial la voluntad del etnógrafo de hacer
que esta experiencia resuene en todo el plan de investigación, en sus
prácticas de campo y en su práctica de escritura, llevándolas a una
profunda transformación.
De este modo, la presencia de los afectos en la investigación de
campo no sólo se referiría a momentos excepcionales en los que el
etnógrafo experimentaría los efectos de poderes o fuerzas mágicas,
sino también, de forma más amplia, a situaciones más sutiles en las
que el etnógrafo dudaría sobre la constitución del mundo al cual está
siendo expuesto. Dicho de otro modo, creo que, para ser afectado,
es importante estar dispuesto a entrar en un desacuerdo pragmático
con el determinismo ontológico de Occidente o de las ciencias moder-
nas en la organización de la objetividad.
El procedimiento crucial de la etnografía implica un “estar en pre-
sencia de” y una “atención flotante”, como explica la autora: “el
etnólogo deja flotar sus referencias y abandona al nativo el cuidado
de designar el lugar que debe ocupar -un lugar desconocido para el
investigador, en un sistema de lugares que es precisamente el objeto
de la investigación.” (Favret-Saada 2017: 299, traducción propia).

Dejarse afectar

¿Qué cambia la disposición a “ser afectado” en la forma de pensar la


práctica y la producción de conocimiento en antropología? Si durante

autonomía –233
la investigación de campo el etnógrafo puede ser tomado por afectos de
forma inesperada, este acontecimiento, sin embargo, no sería suficiente
para provocar una reorientación metodológica de la investigación. Sería
necesario, por tanto, dejarse afectar (su cuerpo y su pensamiento).
Dejarse afectar es también una disposición activa que libera una
nueva forma de realizar la investigación de campo y de concebir la expe-
riencia etnográfica desde este estado pre- representacional de los afec-
tos. La capacidad de afectación del etnógrafo y de su proyecto de conoci-
miento resulta decisiva para la realización de la investigación de campo.
Para ampliar este punto, me gustaría unir la idea de la autora de
estar afectado y las nociones de Spinoza sobre el afecto y la afectivi-
dad. La filosofía de Spinoza aparece aquí como una dimensión adi-
cional para ayudar a pensar en algunos posibles desdoblamientos de
la propuesta metodológica de la autora.
Aunque Jeanne Favret-Saada optó inicialmente por una forma-
ción en filosofía en Túnez y Francia, y dedicó una monografía al estu-
dio del “Tratado teológico-político” de Spinoza (Favret- Saada, 2008),
no hay ninguna referencia explícita al pensamiento de este filósofo
en su obra. Antes de decidirse a formarse en etnología en Francia,
Favret-Saada frecuentó los cursos de Gilles Deleuze sobre Spinoza en
la Universidad de París en 1978. En su autobiografía (Favret-Saada,
2008), este reencuentro con el pensamiento filosófico estuvo a punto
de hacerla volver al campo de la filosofía.
Deleuze sugiere, a partir de su lectura de la Ética de Spinoza, que
las afecciones (affectio) son marcas o efectos de un cuerpo sobre otro,
el estado de un cuerpo afectado, mientras que los afectos (affectus)
corresponden a la variación de un estado a otro. Para Deleuze, el
afecto es la “línea melódica de la variación continua”.
El afecto, en este lenguaje filosófico, describe la variación de la
fuerza de existencia de un cuerpo y también se refiere a una forma de
conocer a partir de esta variación. El afecto es aquello que conocemos
a través de sus efectos en el cuerpo, a través de encuentros que hacen
variar el grado de afectabilidad de un cuerpo, como observó Deleuze
(1978). El afecto evoca, en este sentido, un modo de pensamiento no
representativo, una variación continua en la fuerza de existir o en la
potencia de actuar.

234 –
Es precisamente en los encuentros donde vemos variar el poder
de afectar y ser afectado de un cuerpo o pensamiento. La etnografía
mantendría un buen rango de variación, este poder de deformarse
bajo el efecto de otro pensamiento. En esta perspectiva, una cuestión
pasaría a ser importante: ¿qué son nuestros cuerpos y pensamientos
en relación con otros cuerpos y pensamientos?
Para responder a tal pregunta, arriesgo una traducción spino-
ziana del encuentro etnográfico en el que la experiencia de campo
se organiza en términos de afectos y no de representación. En esta
experimentación etnográfico-filosófica, el principal locus de crea-
ción del conocimiento antropológico no serían tanto los conceptos y
teorías que lo definen como ciencia, ni siquiera la creación textual;
el vector creativo sería el encuentro etnográfico, que es el espacio de
variación de los afectos.
Aquí la etnografía no se toma como una narrativa entre otras o
como una de segunda mano. En este punto, Favret-Saada se opone a
la concepción de la etnografía de Clifford Geertz (1989). Lo que sitúa
la práctica del etnógrafo y la práctica del nativo en una relación de
inmanencia no es la función de narrar o representar, sino el poten-
cial que tienen antropólogos y nativos para ser afectados.
La teoría sobre la acción de los hechizos ofrece un modelo fruc-
tífero para ayudar a entender el lugar de los afectos en la investiga-
ción etnográfica. Desde esta perspectiva, las palabras no son sólo
vehículos de significados. A diferencia de esas formulaciones herme-
néuticas, las palabras transmiten hechizos, provocan afectos en los
cuerpos cuya forma de acción se aparta del supuesto de una eficacia
simbólica o de los efectos performativos del lenguaje (Favret-Saada,
2014b). En este plano filosófico en el que no opera la separación entre
cuerpo y mente, los afectos llegan a los cuerpos sin necesidad de dar-
les sentido, sin la mediación de la función simbólica y sin el control
de la conciencia.
En la antropología de la autora (especialmente en Favret-Saada,
2013), el material de trabajo de la etnografía es la comunicación en
sentido amplio y no sólo el lenguaje. En las situaciones comunicati-
vas, los aspectos no verbales son tan importantes como los verbales.

autonomía –235
Y parte de la comprensión de esa experiencia no pasa por la media-
ción de las palabras.
La comunicación es también el medio crucial para la acción de
los afectos hechiceros, según la teoría de la fuerza campesina del
Bocage. Los hechizos actúan sobre diferentes formas de comunica-
ción y sobre distintos tipos de signos (palabras, objetos, seres, gestos,
etc.). Las palabras afectan antes de significar y, por tanto, se toman
como afectos, en una dimensión infrasemántica. Hablar hace variar
el grado de afectación de los cuerpos, haciéndolos más o menos vul-
nerables a las afecciones de los hechizos.
La indeterminación de la inmersión del trabajo de campo implica
una apertura a aspectos de la experiencia que no son inteligibles.
Incluso Malinowski, precursor de la investigación etnográfica, reco-
gía información y registraba hechos que no comprendía. Pero la crea-
tividad de este antropólogo clásico no se limitó a la inmersión como
método. Cambiar radicalmente el contexto de control de la práctica
del conocimiento antropológico fue una contribución fundamen-
tal que dejó a la investigación de campo. En una época en la que los
esquemas teóricos y la comparación garantizaban el control “cientí-
fico” de la explicación antropológica, Malinowski cambió el contexto
de control del trabajo antropológico para incluir la perspectiva de los
nativos. Con la exigencia metodológica de seguir “el punto de vista
de los nativos”, concede a los interlocutores de la investigación la pre-
rrogativa del significado sobre sus prácticas y los acontecimientos de
la vida social (Malinowski, 1978).
Creo que la etnografía de Jeanne Favret-Saada, al hacer flotar sus
propias referencias del mundo, explora otras consecuencias de la
inmersión en el trabajo de campo. Al resistirse a tomar la brujería
como una creencia, desestabiliza las prerrogativas de las ciencias
modernas sobre la definición de lo que es real o plausible. En este
caso, tanto el significado de las prácticas culturales como la defini-
ción del mundo están en manos de los nativos.
Para tomar el mundo de la brujería como un mundo desconocido,
suspende los supuestos antropológicos sobre la brujería que tienden a
tomarla como una creencia, pero también la certeza sobre el mundo
al que se exponía durante la investigación de campo. El trabajo de la

236 –
etnografía se convierte en volver a presentar el mundo de la brujería
como un mundo plausible, no sólo como prácticas culturales, sino
como fuerzas y modos de afectación.
Jeanne Favret-Saada mantiene así la indefinición inaugural del
método etnográfico: si no sabemos en qué mundo nos sumergimos,
tampoco sabemos cómo participar en él. Sólo tenemos la experiencia
personal como medio de acceso al conocimiento y las prácticas autóc-
tonas como guía. El etnógrafo se sitúa en el lugar de la duda (del
que no sabe) y se deja posicionar por sus interlocutores. Así es como
ocupa un lugar en este mundo desconocido. Los límites de lo que es
real o plausible y de lo que es importante conocer están en manos de
los nativos. El método sigue siendo agenciado por el etnógrafo, pero
las prerrogativas epistemológicas (definir lo que es relevante o perti-
nente de conocer) y ontológicas (definir qué mundo nos atraviesa) se
le “conceden” a los nativos.

Ser afectado por el humor

Al principio de mi investigación de campo en la comunidad Quilombo


de Malhada, en el municipio de Caetité, en el estado de Bahía, Brasil,
mis preguntas sobre el significado de las palabras o las demandas de
relatos sobre el proceso de resistencia política contra la empresa minera
de uranio y el parque eólico en su territorio no despertaban ningún
interés por parte de los habitantes. No producían diálogo y no parecían
tener sentido para las formas locales de interacción.
Los niños de la comunidad, en cambio, nunca perdían la opor-
tunidad de burlarse de mí por el simple placer de contradecir mis
expectativas. Fueron las primeras invitaciones a participar en sus
travesuras las que tardé en aceptar. Me convirtieron en una persona
extrañamente divertida al no devolver las provocaciones e insistir
en preguntas serias llenas de “porqués” infructuosos. Me hicieron
darme cuenta de la importancia del humor en las relaciones sociales
que mis suposiciones sobre la vida social y la movilización política
me impedían ver. El humor de estas políticas discursivas provocó un
desvío de mis preguntas de investigación y me llevó a tratar el carác-

autonomía –237
ter equívoco de mi presencia, de mis actitudes y de la realización de
la propia investigación.
Poco sabía yo, en ese momento inicial de trabajo, que las estra-
tegias de resistencia de esa comunidad consistían precisamente en
reírse de las formas mayoritarias de poder y conocimiento.
El humor desarmaba las jerarquías preconstituidas para luego
producir el compromiso social en un plan de comunicación más
simétrico. Para entablar una comunicación con la gente fue necesa-
rio transformar la escena de la investigación en un juego de preguntas
y respuestas de burla. El chiste era un rasgo tan sutil del lenguaje
cotidiano de las comunidades quilombolas que me llevó algún tiempo
tomarlo en serio, o mejor dicho, tomarlo con humor. La capacidad de
hacer reír a la gente se convirtió en algo fundamental para la conti-
nuidad de mi investigación de campo (Vieira, 2015).
De la misma manera que, en la experiencia de campo de Favret-
Saada (1977), para tratar la brujería era necesario ser atrapado por hechi-
zos, para tematizar y experimentar la socialidad del Quilombo de Mal-
hada, era necesario ser atrapado por la broma, para caer también en la
broma de la travesura y convertirse en una persona risible y traviesa.
Este lugar de vulnerabilidad del etnógrafo durante la investi-
gación de campo implica una especie de “intercaptura” de las con-
venciones dialógicas nativas que afectan no sólo a la dirección de la
investigación, sino también a la forma de hacer y concebir la antro-
pología fuera del marco de la jerarquía del conocimiento.
Para ser afectado, era necesario llevar adelante la voluntad de pro-
longar, en mis propias prácticas de conocimiento, las consecuencias
de un momento del encuentro etnográfico en el que mi etnografía y
yo estábamos atravesadas, enredadas por afectos no representados;
en este caso, los afectos del humor que eran cruciales allí para consti-
tuir y actualizar las relaciones sociales, incluida la relación de inves-
tigación. Desde el momento en que me dejé afectar por el humor,
el habla nativa dejó de ser, para mí, un hecho que había que obser-
var y anotar, y pasó a exigir un tipo de participación muy específica
mediada por el humor.

238 –
Observación y participación

A pesar de la síntesis dedicada al método etnográfico, Favret-Saada


(2005, 1990) constata la incongruencia entre las palabras que compo-
nen el nombre de aquella práctica tan cara para el trabajo de campo:
la observación participante. La etnografía de la autora lleva esta sín-
tesis a un callejón sin salida, donde la observación de la brujería no
es posible sin la participación entendida como una forma de tomar
parte en su sistema de lugares.
Al igual que en la brujería y la terapia, en la etnografía la parti-
cipación es la vía para la comprensión. Contaminarse de afectos es
importante para entender lo que le pasa al otro (Favret- Saada, 2014a).
Observar” y “participar” son dos ejes entre los que vacila el etnó-
grafo durante su trabajo de campo. La observación se ajusta a la pre-
tensión de formular un conocimiento científico, mientras que la par-
ticipación se abre a la posibilidad de verse afectado.
Favret-Saada experimenta una forma alternativa de enfrentarse a
esta herencia científica en la antropología a través de la participación:

Aunque durante mi trabajo de campo yo no estaba segura


de lo que estaba haciendo ni por qué, hoy me sorprende la
claridad de mis elecciones metodológicas de entonces: todo
sucedió como si me hubiera comprometido a hacer de la “par-
ticipación” un instrumento para el conocimiento. (Favret-
Saada, 2013: 62)

La participación no es evidente. ¿Qué sería la participación en un


trabajo de campo sobre la brujería? ¿Qué significa participar en
determinadas situaciones? Por supuesto, no se reduce a la conviven-
cia, al seguimiento de las actividades cotidianas, a la comunicación
ordinaria. Como en mi investigación de campo (Vieira, 2015), en la
participación no sabemos qué nos va a atrapar (qué afectos, qué expe-
riencias nos van a asaltar), qué nos va a sacar de nuestra mente y nos
va a sacar de la posición de observador. A diferencia de la observa-
ción, participar no puede determinarse de antemano, ya que el con-

autonomía –239
trol de las convenciones de la participación está en manos de nuestros
interlocutores.
Lo que Favret-Saada problematiza en su investigación sobre la
brujería, por tanto, puede experimentarse en la investigación etno-
gráfica en general. La etnógrafa entra en una cadena de mediaciones
(personas, palabras, relatos, obras y rituales), en una red de comu-
nicación involuntaria que hace que la brujería exista para ella. Creer o
no en la brujería deja de ser decisivo, pues no se trata aquí de una con-
vicción o inclinación subjetiva, sino de afectos perturbadores que se
manifiestan a través de sus efectos en el cuerpo de la etnógrafa. Es un
conocimiento encarnado que altera la separación entre la representa-
ción y el mundo, que actúa como ficción controladora de la experien-
cia etnográfica.
Este encuentro es imprevisible para el antropólogo porque, al ini-
ciar esta relación de investigación, aún no sabe cuáles son los crite-
rios de realidad de sus interlocutores y todavía no puede tomarse en
serio las cuestiones de existencia que son fundamentales para ellos.
Llegar a ser capaz de tomar en serio lo que la gente se toma en serio es
un arduo aprendizaje.
Favret-Saada supo extraer de su experiencia de aprendizaje de la
brujería los afectos y, a partir de ellos, reinventar el método etnográ-
fico. Así como Lévi-Strauss extrajo del mito la transformación como
operación del pensamiento, me atrevo a decir que Favret-Saada supo
extraer de la brujería los afectos no representables de la experiencia
humana y el “ser afectado” como dispositivo metodológico crucial
de la experiencia etnográfica.

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. 2015. Resistência e Pirraça na Malhada: Cosmopolíticas Quilombolas no Alto
Sertão de Caetité. Rio de Janeiro: UFRJ/Museu Nacional.

242 –
Lo indecible, los límites y las
maneras de (escribir sobre) la
afección
Verónica S. Lema

Este escrito recorre una serie de preguntas y reflexiones. En primer


lugar, el principal y fundante obstáculo: ¿cómo escribir sobre lo inde-
cible?, ¿cómo hacerlo de una forma que no lleve a un sinsentido? y,
sobre todo, ¿para qué hacerlo?
En segundo lugar, se consideran los “limites” de la afección:
¿existen? ¿Hay un fenómeno de clausura que marca el fin del ser/estar
afectado? ¿Hay que esperar que suceda dicho fin para poder escribir
sobre el tema? Esta última pregunta nos lleva al tercer lugar de esta
enumeración: ¿cuándo se escribe sobre la afección? ¿Es lo mismo que
hablar sobre ella? ¿Se puede pensar en el carácter coconstitutivo de la
afección y la comunicación?

Primer lugar: lo indecible

¿Cómo se manifiesta la afección? Tanto en la literatura sobre el tema


como en el contexto de reflexiones desarrolladas recientemente en
nuestro grupo de trabajo, se constata que esto puede ocurrir de diver-
sas maneras. A pesar de la diversidad, los relatos suelen contar con
una base narrativa común: algo que pasó mientras se hacía trabajo
de campo (resumido como “el campo”), sea un evento puntual o una
serie de episodios que cuajan en una nueva sustancia que se separa
del resto y emerge como afección. En mi caso, fue precisamente la
convocatoria a participar de reuniones donde se compartía y reflexio-

autonomía –243
naba sobre el tema lo que me hizo ver que no podía hablar sobre lo
que me había sucedido “en campo”.96 Literalmente no podía hablar
del tema. Aclaro que no me refiero a un evento traumático que me
sucediera a mí o a alguna otra persona, de hecho, lo sucedido (que
tampoco puede ser clausurado en un evento puntual) no tiene nada
que ver con personas.
¿Qué sucedió entonces? Sucintamente, manifestaciones corpora-
les, oníricas y relacionales que se dieron luego del trabajo de campo y
espacialmente por fuera del mismo, pero que remitían fuertemente al
lugar. Cosas que desestimé al inicio, hasta que comenzaron a manifes-
tarse de forma más persistente y eclosionaron cuando intenté hablar
de ellas, de darles forma y sentido para poder comunicarlas.97 Emocio-
nes muy intensas e inesperadas se disparaban de manera inconteni-
ble al querer decir algo, incluso sin mencionar casi nada de lo que me
estaba pasando y mucho menos entrar en detalles de lo que creía que
había sucedido. En fin, me dije, claramente no puedo hablar de esto,
pero no por un efecto retrospectivo o evocativo, no era estar sensibili-
zada por el recuerdo de algo que ya había pasado, la imposibilidad de
hablar se debía a que algo se seguía manifestando desde la afección y
no por fuera de ella. Esto venía de adentro, no de afuera de la experien-
cia, tan de adentro como un hígado en el interior de un cuerpo, pero,
¿cómo pensarse?, como hígado ¿o como cuerpo?
Lo anterior me indicaba que no estaba ante un hecho cerrado y
pasado, sino que aún estaba transitando el estado de afección; algo
aún me estaba conmoviendo de manera exacerbada. Luego de escuchar
a colegas reflexionar sobre el tema, “tomé en serio”98 (ver más ade-
lante) lo que me estaba pasando, aceptando la sospecha del origen
y de por qué se manifestaba del modo en que lo hacía, todo lo cual
cobraba sentido en su carácter de indecible. Si bien aún hay aspectos

96  Me refiero a mi trabajo como arqueóloga en la puna de Jujuy.


97  Particularmente ante la invitación para exponer en el taller “La afectación, los
afectos y el trabajo de campo en Antropología” al cual finalmente asistí solo como
oyente.
98  La traducción “tomar en serio”, refiere a lo propuesto por Viveiros de Castro
como la actitud teórico- metodológica de levar a sério las palabras nativas (2002:
129).

244 –
que no comprendo (y que sospecho no podré hacerlo hasta volver a
campo) algunas de las cosas que me han pasado resuenan –en el sen-
tido de que no se identifican– con ciertos relatos locales sobre sucesos
similares; constatar esto me permitió transitar mejor este estado. Asi-
mismo, leer trabajos sobre afección como los de Favret-Saada (1990)
o Goldman (2003, 2008) –lo que no había hecho porque “eso a mí no
me había pasado”– me permitió considerar que mi experiencia no
era tan extraña. Todo lo anterior fue en parte lo que me instó a acep-
tar la invitación de los editores de este libro a escribir sobre el tema.
También esto originaba una pregunta exploratoria para mí ¿será lo
mismo escribir que hablar? Estarán apreciando al leer estas líneas
que no, pero voy a retomar esta cuestión un poco más adelante.
En esta primera parte me interesa también responder sobre la
validez de todo esto, el por qué hacerlo, yendo más allá de lo anecdó-
tico. Cuando el verse afectado sucede,99 ¿dónde radica lo epistemoló-
gico o metodológico? ¿Cuáles son los dispositivos que permiten ir de
la experiencia a la generación de conocimiento? (Favret-Saada 1990;
Goldman 2008). En mi caso creo que fue el “tomarme en serio” –un
proceder que sospecho no hacía por considerarlo narcisista o autorre-
ferencial– como vía para “llevar a serio”. 100
Muchas veces la afección implica una transformación en el dis-
poner cognoscitivo de quien la ha transitado, un awareness, o toma de
conciencia. Esto también aplica a mi caso, pero sin que radique solo
en una operación mental nueva, sino también en reconocer algo que
pasa por el cuerpo. Esto genera una suerte de “reverberación somá-
tica” de lo que, en apariencia, es igual. Para entender esta expresión

99  Favret-Saada habla de aceptar el dejarse afectar, en mi caso no fue una decisión
metodológica en campo, sino algo percibido por fuera del mismo. Cabe mencionar
que la autora narra que ella misma constató que estaba afectada, por lo cual existiría
una suerte de “autodiagnóstico”, aunque no de manera exclusiva.
100  Para entender a qué remite esta expresión creo que es esclarecedor el siguiente
párrafo de Goldman: “…hasta dónde somos capaces de apoyar la palabra nativa, las
prácticas y los saberes de aquellos con quienes elegimos vivir por un tiempo. Y, como
consecuencia, hasta dónde somos capaces de promover nuestra propia transfor-
mación a partir de estas experiencias. En otras palabras, el problema es hasta qué
punto somos capaces de escuchar realmente lo que un ‘nativo’ tiene para decir, de
llevarlo a serio, lo que no significa, evidentemente ni acordar con él, ni constatar que
él está de acuerdo con nosotros, ni, mucho menos, obligarlo a estar de acuerdo con
nosotros (Viveiros de Castro 2002)”. (2008: 8, traducción propia).

autonomía –245
se pueden considerar las esferas aparentemente inmóviles del pén-
dulo de Newton a través de las cuales se desplaza la fuerza que, por
su intermedio y sin modificarlas, logra mover las esferas contiguas.

Péndulo de Newton.

Así, el disponer que se genera con la afección permite conectar con


cosas que estuvieron siempre junto a uno en campo (fenómenos,
relaciones, vitalidades, características) pero que no eran percibidas
ni mucho menos aprehendidas. La afección permite la actualización
de una virtualidad, una forma de “llevar a serio”, siendo la actuali-
zación lo que permite que lo que siempre estuvo allí como potencial,
se manifieste (incluso a través de quien investiga) y pueda ser cono-
cido. Empleo la imagen del péndulo de Newton también porque el
“golpe de efecto” no me eyectó por fuera de mi objeto de interés como
arqueóloga, este sigue siendo –podría decirse– el mismo, mi relación
con él es la que ha cambiado, algo propio del trabajo de campo como
proceso (Goldman 2003).
Deseo también aclarar que mi interés no es centrarme en mi expe-
riencia, sino que la misma pueda aportar al entendimiento de cier-
tos aspectos de la afección. En mi caso no tomé en serio las palabras
nativas, ellas me sirvieron, sí, pero lo que tomé en serio fue el fenó-
meno al cual ellas referían y lo hice –a pesar de mis honestos intentos
previos de hacerlo desde el intelecto– cuando tomé en serio lo que me

246 –
estaba sucediendo sobre todo a nivel corporal, un dispositivo somá-
tico para conocer que hasta ese momento estaba inactivo. Llevar-me
a serio permitió entonces ver la manifestación –la existencia y la vita-
lidad– de aquello que permanece en campo. Es por ello que hablar de
mi experiencia, es hablar de (lo) otro.

Segundo lugar: los límites

Tanto el trabajo fundante de Favret-Saada (1990), como los de Gold-


man (2003, 2008) y las instancias de intercambio con colegas, dejan
en claro la relación inextricable entre afección y trabajo de campo.
En el aporte de Goldman (2003) vemos que los sucesos en y por fuera
del campo lo llevaron a entender lo acontecido y su relevancia para
el tema que se encontraba trabajando. Al igual que en el caso de este
autor, en el mío hubo manifestaciones físicas y oníricas pero, a dife-
rencia del mismo, mi afección no se evidenció durante mi estadía en
campo, allí no pasó nada fuera de lo normal. Entendiendo al trabajo
de campo como proceso (Goldman 2003) y los vínculos entre este y
la afección (Favret-Saada 1990), preguntarse por los límites de esta
última es quizá preguntarse sobre los límites del primero. Además,
si el trabajo de campo es un devenir y “el devenir, en efecto, es el
movimiento mediante el cual un sujeto emerge de su propia condi-
ción a través de una relación de afectos que logra establecer con otra
condición” (Goldman 2003: 464) puede pensarse que no hay límites,
en tanto el devenir no es una transformación, o bien, que los mismos
son móviles y contingentes. Este autor habla específicamente de un
“devenir nativo”; en mi caso no estoy segura de estar refiriéndome
precisamente a eso, es decir, no me atrevo aún a adjetivar el deve-
nir (¿quizá un devenir campo?), pero creo que para poder entender
el carácter del devenir es importante atender a las “conexiones con
las fuerzas minoritarias que pululan en nosotros” (Goldman 2008: 7).
A partir de lo anterior se podría decir que el campo no termina en
el campo mismo, esta continuidad, o conectividad, remite a otra pro-
pia del trabajo arqueológico: el vestigio como huella que aúna pasado
y presente (Haber 2017). En mi caso algo sucedió y sigue sucediendo,

autonomía –247
pero al mismo tiempo; por eso digo que mi imposibilidad de hablar
no es evocativa. Estoy conmovida (movida-con) porque se manifiestan en
el reverberar dos fuerzas coconstitutivas (el campo y mi cuerpo). En
este sentido la huella es contacto, la herida es contagio, una apertura,
un intercambio. Si la misma sutura, su cicatriz se camufla como hue-
lla, si supura se actualiza como presencia. Esa “herida” no fue, como
dije, un evento traumático en campo, se acerca más a una conmoción
cuyas sacudidas más fuertes se sintieron cuando ya no estaba en el
mismo. La herida es también una escisión, un corte o schyze. Volveré
sobre esto más adelante.
En definitiva, creo que lo que no puede negarse es que hay un antes
y un después de eso que llamamos afección y que la bisagra entre un
momento y otro puede ser un hecho puntual o varios sucesos, algo
claramente identificable o, contrariamente, difuso pero presente. Se
podría decir que, en tanto “me” afecta, por más que salga del campo,
la afección sigue. En mi caso es un poco así y un poco no, no es que
yo sea una reterritorialización de algo que previamente se desterrito-
rializó (Goldman 2003), soy desde el inicio y sigo siendo el campo de
manifestación del fenómeno, el mismo no existe por fuera de mí por-
que requiere de un cuerpo para poder manifestar parte de los regíme-
nes de existencia que lo componen. Cuerpo y campo (como territorio)
son coconstitutivos en este punto. ¿Tiene sentido entonces seguir
preguntándose por los límites? Esto nos lleva indefectiblemente al
tercer y último lugar.

Tercer lugar: comunicación y escritura

Algunas publicaciones y muchos de los relatos de colegas narran


cómo luego de situaciones que los afectaron estando en campo, per-
maneciendo o no aún en el mismo, surgió la necesidad de contarle
a alguien de confianza (generalmente colegas-amigos) lo que estaba
pasando. En la mayoría de esas situaciones estos son aspectos no
menores ya que los narradores destacan cómo ello trajo alivio, con-
tención, acompañamiento y muchas veces un mejor entendimiento
de lo que estaba sucediendo. Es decir, comunicar la afección mientras

248 –
se la está transitando puede ocurrir, pero como confidencia a alguien
en busca de apoyo, siendo un acto bastante privado, al igual que escri-
bir en el diario de campo sobre la misma. Sin embargo, escribir una
publicación o ponencia sobre el tema suele ser un acto retrospectivo y,
obviamente, público. Favret-Saada dice: “en el momento en que uno
está más afectado, no puede relatar la experiencia; en el momento en
que la relata, no puede entenderla. El momento del análisis vendrá
después” (1990: 9, traducción propia). Podemos pensar que también
el tiempo para escribir (y publicar) es ese después, la autora habla
incluso de una escisión (schyze) entre la parte afectada y la que quiere
registrar y comprender esa experiencia para que sea objeto de estudio
científico. Todo esto nos hace volver sobre el tema de los límites.
En este texto deseo detenerme específicamente en qué ocurre
cuando hablar sobre hace a la afección, la posibilita, la alimenta,
crece dentro y supura desde ese lugar interno que también está en
otro lugar externo (huella, vestigio, hígado, herida). Se me dirá “no
podés hablar o escribir detalles de lo que ocurrió porque seguís afec-
tada”; sí, pero lo que deseo destacar es que el estado de afectación era
una virtualidad hasta que quise hablar de ello; primera subversión de
un límite. A su vez, ese no poder –ese cerrarse literalmente la gar-
ganta– me advirtió sobre el carácter de lo que estaba pasando, algo
cuyo domicilio era mi cuerpo, pero a la vez el campo, otra subversión
de un supuesto límite. En este punto creo que es importante retomar
este pasaje del texto de Goldman:

Esto, por un lado, podría servir para poner en marcha la


hipótesis, hoy de moda, de una distancia casi infranqueable
entre la experiencia del trabajo de campo y la escritura etno-
gráfica. Esta hipótesis, derivada de una concepción tímida y
positivista de la escritura, esconde lo que sabe cualquier escri-
tor: que el acto de escribir cambia al que escribe. En antropo-
logía, la lectura de apuntes y cuadernos de campo, la inmer-
sión en el material recopilado y, principalmente, la propia
escritura etnográfica revive el trabajo de campo, volviéndo-
nos afectados nuevamente. Por otro lado, el efecto del sueño
en mi obra también revela que, al revivir en el momento de la

autonomía –249
escritura etnográfica, la desterritorialización sufrida en el campo
puede encontrar un nuevo suelo para reterritorializar. Solo lo
que es representado en primer lugar, por supuesto, por la pro-
pia etnografía; pero eso también puede ser parte de la vida del
etnógrafo en su conjunto, revelando el carácter ilusorio de la
distancia que aparentemente separa nuestro devenir nativo
y el devenir que compone nuestra existencia (Goldman 2003:
469, traducción y cursivas propias).

En este caso, el autor refiere a un segundo momento de afección


ligado al primero y a cómo la escritura puede implicar –a pesar de su
carácter retrospectivo– una nueva afección. En su momento entendí
esto como el rebote de la misma pelota en dos lugares distintos:
cuando sucede y se vive, cuando se recuerda y se escribe. Al pensar mi
experiencia de no poder comunicar lo sucedido en función del texto
de Goldman, entendí que el hablar poco tenía que ver con evocar (la
pelota no había rebotado en un nuevo lugar), sino que era más cer-
cano a invocar (la esfera en el péndulo reverberando inmóvil en el
mismo lugar). Sin embargo, el autor habla de escribir, no de hablar,
¿es significativa esa diferencia?, ¿importa si esa “escritura etnográ-
fica” se hace pública o no?
En el tiempo que transcurrió entre el intento de hablar sobre
el tema y este texto, escribí varias notas personales en momentos
inesperados que aparecen de forma intermitente en las hojas de un
cuaderno –de ¿no campo?– que llevo con anotaciones diarias que van
desde listas de compras a temas personales. Escribía sobre lo que
me sucedía como indicios, junto a intentos de reflexión y muchas
preguntas. Al principio lo hacía casi con la misma alteración que al
momento de hablar, con el tiempo la escritura me fue apaciguando,
de alguna forma inscribirla ahí, en el papel, hacía que sintiera un
poco de control sobre la experiencia. Esta escritura conecta con el
alivio y el lugar seguro para pensar que otros colegas han encon-
trado al hablar en confidencia sobre la afección mientras esta
sucede, pero no conecta en el aspecto comunicacional de dichos
casos. Retomando las palabras de Goldman, pero con otro sentido,
quizá desterritorializar en el papel podía hacerme lograr la exterio-
ridad que necesitaba, como cuando se aleja algo para poder enfocar

250 –
la vista o tener una mejor perspectiva desde diversos ángulos y así
una imagen más completa.101
Lo anterior me sirve para reflexionar acerca de que no habría un
acto o tipo de escritura y tampoco solo dos soportes: libreta de campo o
publicación. En mi caso, la tercera escritura, en libreta de “no” campo
y privada, me resultó –inesperadamente– esencial. Me permitió salir
también de la primera dualidad que me planteé: oralidad versus escri-
tura. Esa división me surgió no solo por una tendencia en nuestra tra-
dición de pensamiento a hacer dicha división, sino porque no he escu-
chado a la gente local referirse a los efectos de escribir sobre algo, sino
lo que acontece al hablar sobre algo.102 Ahora pienso que esta división
puede ser una trampa y que es el acto de comunicar lo importante,
acompañado por dos aspectos fundantes: cuándo hacerlo y con quién.
Esta combinación, es decir las formas particulares de la comunica-
ción, es parte del ser afectado, del devenir (del) campo.

Comentarios finales

Siento que este texto no pueda decir mucho más de lo dicho hasta
aquí, mi intención y la propuesta eran escribir sobre los límites de
la afección en relación a la comunicación de la misma. En las líneas
anteriores intenté abordar estos aspectos, pero aún quedan pregun-
tas abiertas o respondidas a medias: ¿qué hacer cuando hablar de la
afección es hacer a la misma? ¿Qué sucede cuando al hablar no solo
se evoca sino también se invoca? ¿Fueron las escrituras modulaciones

101  Esto podría verse como una escritura reificante o enajenante que exterioriza la
experiencia para poder analizarla, algo propio de nuestros procedimientos heurísti-
cos, pero también se conecta con otros procedimientos para entender lo que a uno
le ocurre mientras está afectado, como hablar en confidencia con alguien. Creo que
estas distintas estrategias se conectan con el fenómeno de escisión ya mencionando.
102  A este respecto solo puedo referirme al poder transformador que tiene el hablar
sobre algo a nivel local. Así, conversar sobre ciertas cosas con cierta gente (sobre
todo por fuera de la familia) altera aquello de lo que se habla, pudiendo incluso oca-
sionar la eclosión de su opuesto. Esto alerta también sobre el valor local de ciertos
“secretos” los cuales pueden ser fundamentales tanto para situaciones que podría-
mos pensar más cercanas a la arqueología (hallazgos de restos) o no (procedimien-
tos técnicos), aunque esta “cercanía” puede ser engañosa. Este complejo tema será
merecedor de un trabajo a futuro.

autonomía –251
en el conjurar –en sus dos acepciones– la afección? Espero que estas
preguntas y este escrito puedan aportar a entender algunos aspectos
de la afección.
Más allá de donde se manifieste la misma, la afección siempre
refiere al campo y creo que uno de sus efectos es el “llevar a serio” –
incluyéndonos en ese acto– lo que antes no nos era posible (esbozando
así un límite) convirtiéndose ella misma en un dispositivo de conoci-
miento. Siempre pensé que ese llevar a serio era un ejercicio intelec-
tual que debía partir de mi propia voluntad, un disponer mío; ahora
entiendo que no es necesariamente así, o no de manera excluyente.
La relevancia del (no) hablar me hizo darme cuenta de que estaba
ante un fenómeno coconstitutivo ente el campo y yo, como una
continuidad territorial con distintas modulaciones, de allí que el
“llevarme a serio” fuera esencial para interpelar la idea original de
campo, la cual solemos dar por sentada. La redacción de notas pri-
vadas “por fuera” del campo como ejercicio de escisión e inscripción
desterritorializadora, lograda tiempo después del intento de hablar
con colegas, permitió trazar un puente escritural hacia este texto.
Queda ahora transitar, investigar y reflexionar desde la nueva
relación que se está cuajando con el que ha sido siempre mi objeto de
interés, investigación y estudio, pero ese será el “después” y lo escrito
hasta aquí, el “antes”, como esbozando un nuevo límite aparente-
mente inmóvil, pero reverberante.

252 –
Palabra es pala y
abra para que
entre la luz.
Labra parabólicamente y en su
labrar labra antes que nada al
palabrador.
La palabra pone al
lado lo conocido y por
conocer
CON o SER
ser con.

Cecilia Vicuña

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VIVEIROS DE CASTRO, Eduardo. 2002. “O nativo relativo”. Mana,
8(1):113-148.

autonomía –253
254 –
Posfacio

Más allá de las palabras


Isabel Naranjo
Universidad Nacional de Córdoba

“Sueños. Sueños potentes, inevitables y realistas que la gente tenga


cada vez que duerme” fue la respuesta que dio Martha a Dios cuando este
le preguntó cuál sería la utopía realmente posible en el cuento de ciencia
ficción escrito por Octavia Butler, titulado El libro de Martha. Una experien-
cia tan intensa que tendría la capacidad de afectar de manera contun-
dente el ritmo de la vigilia, lo que conocemos por realidad, el rumbo del
mundo. Las consecuencias de la realización de este deseo utópico difícil-
mente podían ser imaginadas por el personaje en tanto concebido como
la base para una drástica transformación del pensamiento que auguraba
un porvenir con rasgos que escaparían a toda intención de predecirlos.
En una operación semejante a la propuesta por Martha, que pretende
emancipar al sueño de la noción de pensamiento degradado con la que
generalmente se lo asocia, dotándolo del poder de torcer los destinos del
mundo y de sus habitantes, las antropologías afectadas devuelven la dig-
nidad y la importancia que fuera negada a los discursos y las prácticas
nativas con la implantación de una supuesta autoridad etnográfica. Pen-
samientos y sentimientos –como sugiere Marcio Goldman– profunda-
mente afectados por la palabra nativa, reflexión antropológica llevada al
límite por el efecto de otro pensamiento radicalmente distinto. Se trata,
por tanto, de un ejercicio que busca cambiar definitivamente las ideas
consolidadas en torno a la experiencia etnográfica, la pretendida objeti-
vidad de quien observa, la asepsia de la práctica científica, el carácter fan-
tasioso e infantil con el que muchas veces se ha definido al pensamiento
nativo. Desandar los caminos por los que habitualmente ha transitado

autonomía –255
el pensamiento, encontrar ajeno el lenguaje poblado de palabras cuya
fuerza radica en la repetición incesante, afirmar que lo relativo es verdad.
Ser afectado, a la manera presentada por la antropóloga tunecina
Jeanne Favret-Saada allá por la década de 1970 cuando, interesada por
la existencia contemporánea de la brujería en la sociedad francesa,
se vio envuelta dentro de la lógica de funcionamiento de la misma,
víctima de un hechizo. La revelación derivada de esta experiencia se
convirtió en una valiosísima herramienta metodológica que privile-
gia la comunicación involuntaria e inconsciente sobre la representa-
ción y el análisis simbólico. Dejarse afectar obliga a acortar las distan-
cias impuestas por la práctica científica asumiendo un compromiso
que pone al cuerpo en el centro del juego. Exponer el cuerpo y dejar
que el zarandeo sacuda imágenes e ideas preconcebidas y estar, como
bien lo indica el título del libro que aquí presentamos, en la trampa.
Un trabajo de inmersión y compromiso que implica asumir una
serie de riesgos en relación no solo con los objetivos de la investiga-
ción académica, sino con las concepciones que han definido el campo
disciplinar de la antropología. Los afectos emergen como un nuevo
principio organizador de la experiencia etnográfica dando lugar a
intensidades que circulan como vibraciones o cargas energéticas que
toman la forma de la palabra escrita en el diario de campo o son tan
aplastantes que frente a ellas solo es posible guardar silencio.
La apertura que supone el dejarse afectar habilita la comunicación
no verbal, involuntaria y despojada de intenciones como también la
posibilidad de incorporación de nuevos interlocutores. Como en los
sueños, el carácter inconsciente de la afectación favorece el encuen-
tro con otros existentes y potencia la capacidad de discernimiento
del mundo circundante. Ser afectado, al igual que soñar, extiende
el enlace con lo extraordinario, con lo que se esconde de la sobrie-
dad, con lo que no salta a simple vista. Es el terreno de aquello que
el lenguaje no alcanza, no toca y, sin embargo, constituye mundo.
Permitir que el relato etnográfico se contamine de las derivas pro-
pias de la experiencia onírica y de los afectos puestos en juego en la
confluencia con humanos y otros existentes no puede más que enri-
quecer el acontecimiento vívido y las prácticas de construcción de
conocimiento. Hay que soñar, pues, con las antropologías afectadas.

256 –
Posfacio

Pasos hacia una constelación


de saberes
Eduardo Molinari
Artista visual. Docente Investigador del Departamento de
Artes Visuales de la Universidad Nacional de las Artes (UNA).
Fundador del Archivo Caminante.

Ahora ya no llora…
Preso en mi ciudad ¡Ja, ja, ja!
Casi ya no llora,
¡atrapado en libertad!103

Una embestida

Hace más de dos semanas que confundo los límites del día y la noche.
Me cuesta dormir, me cuesta levantarme, me cuesta mucho con-
centrarme. Escribir (como para mí dibujar o hacer collages) es siem-
pre escribir dónde, escribir cuándo, escribir junto a quiénes y para
quiénes. Me percibo escribiendo sobre un libro-intervención, un
libro-riesgo, perturbado, atravesado dolorosamente por una embes-
tida de violencia política y de odio (de clase, género y raza, me dicen
mis sentidos antes que mi cerebro) que ha pasado de la palabra a la
acción. Imposible, siguiendo la premisa principal de este libro, no
quedar atrapade allí. Re-sentipensar sobre nuestros modos de cono-
cer el mundo es una tarea urgente y agradezco a Celeste Medrano y

103  Los Redonditos de Ricota. Fragmento de Preso en mi ciudad, en el disco


Oktubre, 1986.

autonomía –257
Francisco Pazzarelli (y a todes les autores) su invitación a compartir
un espacio y tiempo para hacerlo de modo colectivo.

Habitar la paradoja

Mis reflexiones, preguntas o inquietudes provienen de un punto de


enunciación vinculado a mi práctica artística (en las artes visuales),
investigativa, pedagógica y activista, un hacer que indaga las relacio-
nes entre arte, historia y territorio y que, desde 2001, desarrolla un
archivo visual y gráfico en progreso con el nombre de Archivo Cami-
nante.104 Creo que es importante señalarlo pues uno de los desafíos
centrales que Estar-en-la-trampa. Antropologías afectadas en Sudamérica nos
propone es, desde mi perspectiva, habitar la liminalidad. Esto es:
animarnos a permanecer (a no huir) en las situaciones, experiencias
y vivencias (no en las elucubraciones intelectuales, ideas, conceptos,
razones) en las que se genera una tensión entre campos ontológicos.105
En el contexto global de aceleración de conflictos sociales, ambien-
tales y sanitarios, la mayoría de las veces provocados por la reproduc-
ción casi autómata de un modelo político y económico hegemónico
(el capitalismo neoextractivista, financiero y semiótico), violento
contra la biodiversidad y la propia existencia humana, las prácti-
cas artísticas (desde las más variadas formaciones y disciplinas) se
encuentran realizando procesos de intervención y transformación en
diversos tiempos y lugares, junto a comunidades, organizaciones y
actores sociales que dan cuenta de cosmovisiones diferentes, incluso
–en palabras provenientes de la “Introducción” a esta publicación–
buscando “modos posibles de conexión entre realidades divergen-
tes”. Creo que este libro brinda herramientas de enorme intensidad
y utilidad para concretar esas conexiones posibles, al mismo tiempo
que nos desplaza (o empuja amablemente) hacia el borde de una

104  www.archivocaminante.blogspot.com
105  Resulta de interés, por provenir de otra disciplina artística (el teatro) el conjunto
de reflexiones que propone al respecto Jorge Dubatti en su libro Teatro Matriz-Teatro
Liminal. Estudios de Filosofía del Teatro y Poética comparada, Buenos Aires, Atuel,
2014.

258 –
dimensión vibrátil, muy estimulante para pasar a la acción: la inco-
modidad. ¿Cómo buscar la convergencia entre diferentes ramas de
las ciencias, entre distintos modos de conocer el mundo, justamente
a partir de las divergencias?
Habitar la paradoja sea tal vez una forma primordial del hacer y
pensar proveniente de los lenguajes artísticos que permite trabajar
modos de convergencia entre investigadores pertenecientes a dis-
tintas disciplinas a la hora de ser-estar-afectades. También de con-
figurar colectiva e interculturalmente una metodología trans(in)
disciplinar que provoque líneas de fuga del orden clasificatorio y
emprendedor del conocimiento que propone el modelo académico
universitario de la nueva derecha neoliberal. Señala Suely Rolnik
respecto de la principal potencia micropolítica de la operación artís-
tica: “(…) interviene en la tensión de la dinámica paradójica ubicada
entre la cartografía dominante, con su relativa estabilidad por un
lado, y del otro la realidad sensible en permanente cambio, producto
de la presencia viva de la alteridad que no cesa de afectar nuestros
cuerpos”.106 Estar-en-la-trampa-también-es-desobedecer.

Un campo constelado

El “trabajo de campo” propone, tradicionalmente, una observación


(una relación más o menos íntima con el objeto de estudio) y la reco-
lección de datos. Ambas tareas desarrolladas en “la vida real”, de modo
de poder estudiar la relación de ciertas teorías con dicha realidad.
Pero… ¿en qué se transforma “el campo” cuando habitamos la encru-
cijada generada por las fuerzas de la afección? ¿Adónde va a parar esa
“realidad” cuando se otorga “dignidad ontológica a los eventos” en
los que co-existimos de modo situado y concreto con entidades elu-
sivas? Articulando preceptos y afectos, podemos precisar que “todo
territorio es una diferencia, nunca la totalidad del espacio-tiempo.
Si entendemos (dicha totalidad) como la totalidad de flujos y fuerzas,

106  ROLNIK, Suely. La memoria del cuerpo contamina el museo. Disponible en:
https://transversal.at/transversal/0507/rolnik/es (última consulta, 16/09/2022).

autonomía –259
la totalidad cósmica de la que emergen las formas que constituyen
nuestra percepción e imaginación, un territorio sería apenas una de
esas formas, perceptibles, reconocibles o imaginables (…) Un terri-
torio es la definición, determinación o demarcación de un conjunto
limitado de flujos y fuerzas”.107 ¿Podremos investigadores e investiga-
des salir indemnes de dichos flujos y fuerzas? Creo que no.
Adentrándome en la particular forma territorial que les autores
nos proponen, me animo a dar unos pasos al interior de la encruci-
jada. Como cuando caminamos el bosque, el monte o la selva, las
encrucijadas suman una nueva dimensión a lo que hasta entonces
permanecía unido. El encuentro de senderos o caminos sugiere que
existe más de una realidad y que será muy difícil, sino imposible,
conocerlas de modo simultáneo. La encrucijada, lugar con tradición
mágica y de brujería, de encuentro con mundos desconocidos y con
seres sobrenaturales y/o hasta malignos. Las encrucijadas hacen esta-
llar el “campo”. Se hace añicos como realidad única y se transforma
en una constelación (a la vez luminosa y oscura) que nos permite
tomar conciencia de la existencia de una multiplicidad de mundos
(de formas ontológicas y epistemológicas). Cómo toda constelación,
no es relevante ni deseable su ordenamiento sino la casi infinita posi-
bilidad de encontrar puertas de ingreso, recorridos y sitios de salida.
Y abre, además, un nuevo interrogante: ¿quién observa a quién?,
¿quién investiga a quién en este campo estallado-estrellado?

Saberes vivos para un mundo mágico

Dice la primera acepción del diccionario de la Real Academia Espa-


ñola (una suerte de policía del lenguaje castellano) que “mundo” sig-
nifica: conjunto de todo lo existente. Sin embargo, las dos siguientes
acepciones hacen referencia solamente al “conjunto” o “sociedad”
humana. Pero… ¿de quién es el mundo que habitamos? ¿Adónde van

107  HINDERER CRUZ, Max Jorge, 2021. Territorios y ficciones políticas (fuerzas,
flujos y formas). In: ANTUÑA, Jesús; GIORDANO, Verónica y MOLINARI, Eduardo
(comps.), Comunidad, Territorio, Futuro. Prácticas de investigación y activismo en la
convergencia de Arte y Ciencias Sociales, Buenos Aires, Teseo.

260 –
a parar los mundos de las otras especies, de las múltiples manifesta-
ciones de la vida en el planeta tierra? ¿Adónde va a parar el mundo de
los muertos, los ancestros, las apariciones, los espectros, fantasmas
y deidades? ¿Y el de los entes artificiales que nos acompañan? Desde
mis experiencias de investigación (con herramientas y métodos artís-
ticos) aparecen intentos de respuesta a estas preguntas que encuen-
tro en profunda sintonía con los planteos desarrollados en este libro.
Justamente, lógica del intento (crear requisitos y realizar los pasos
necesarios para alcanzar cierto objetivo sin tener la certeza absoluta
de conseguirlo) nos abre a una metodología en la que no hay una bre-
cha entre teoría y praxis. Se trata de pensar con todo el cuerpo, tal
como afirman Natalia Calderón y Abel Cervantes en su trabajo sobre
la investigación artística.108 Allí mismo, la filósofa Marina Garcés
propone el concepto de “cuerpos continuados”, cuerpos más allá de la
dualidad unidad-separación. Finalmente se trata de expandir dicha
noción hacia todo el ecosistema en el que desarrollamos nuestras
vidas: humanes y no humanes, territorio (inclusive las ciudades),
todes somos un cuerpo continuado, un único cuerpo vivo.
Para finalizar, en Estar-en-la-trampa. Antropologías afectadas en Sudamé-
rica se tiran las cartas de Tarot. Invoca una fuerza extra, mágica. Una
que permita mantener abierto el devenir de sus textos, que obliga
a perder parte del control sobre ellos. Diría, junto a Calderón y Cer-
vantes, que se trata de una forma de búsqueda de saberes vivos, “no
cuantificables como objetos o datos y que se resisten a la lógica acu-
mulativa capitalista al estar en continuo cambio (…) son relaciones
epistémicas y ontológicas entre cuerpos y territorios y, por tanto,
tienen impresas fuertes implicaciones políticas y éticas que se dejan
ver a flor de piel”.109 Las cartas (artefactos ancestrales que a través de
sus diversas encarnaduras desestabilizan las codificaciones domi-
nantes y opresoras entre formas y contenidos, entre significantes y
significados, entre palabras e imágenes) activan de modo poderoso
las fuerzas centrípetas y centrífugas de la liminalidad. A través de

108  CALDERÓN, Natalia; CERVANTES, Abel y SALAZAR, Atzin. 2022. Saberes vivos
en la Investigación Artística, p. 29. Xalapa: Instituto de Artes Plásticas, Universidad
Veracruzana.
109  Idem anterior, p. 30.

autonomía –261
sus impresiones y resonancias sutiles sobre nuestras pieles y cuer-
pos, traen hacia los saberes antropológicos y etnográficos todo lo que
está afuera de la antropología y la etnografía. Y viceversa, hacen via-
jar estos saberes desde un adentro hacia territorios insospechados.
Confiamos en la fertilidad de dicho viaje mágico, de dicho desborde
y desestabilización para la concreción de una abundante creación
colectiva de nuevas narrativas investigativas en busca de justicia
social, espacial y ambiental.

262 –
Posfacio

Afectarse-con
Felipe Vander Velden
Universidade Federal de São Carlos, Brasil

Mi punto de partida aquí es el mismo que el de los demás autores


y autoras de este libro, cuando reflexionan sobre el argumento que
podríamos resumir como “el día en que fui atrapado”. Conmigo, todo
comenzó durante mi primer período de investigación de campo, en
junio de 2003, en la aldea Central (Kyõwã) del pueblo indígena Kari-
tiana, en el estado de Rondônia, al suroeste de la Amazonía brasi-
leña.110 En esa ocasión, nos enteramos del triste fallecimiento de
Nazaré Baixinha, una de las mujeres más ancianas entre las kari-
tiana en ese momento y sin duda una gran conocedora de muchas de
sus llamadas tradiciones. Lamentablemente, no llegué a conocerla
personalmente: Doña Nazaré estaba internada desde hacía meses en
un hospital de Porto Velho, capital del estado de Rondônia, donde
falleció, lo que fue motivo de gran consternación. Al día siguiente de
su muerte, su cuerpo fue trasladado a la aldea Central, donde reci-
bió el debido tratamiento funerario. Una curiosa coincidencia, sin
embargo, ya se sentía en el aire: justo en ese momento, cuando Doña
Nazaré dejó el mundo de los vivos, yo estaba terminando de leer un

110  Los Karitiana son, hoy en día, cerca de 450 individuos que ocupan siete aldeas en
el norte de Rondônia, en el norte del país, en la porción sur de la Amazonía. Habitan
una tierra indígena oficialmente demarcada, aunque dos de los pueblos están fuera
de los límites del territorio formalmente reconocido. Hablan una lengua de la familia
arikém, del tronco tupi (para más información, ver Storto y Vander Velden 2022).

autonomía –263
pequeño libro sobre las prácticas funerarias karitiana, elaborado por
la lingüista Luciana Storto a partir de lo que le había sido narrado
años atrás por la propia mujer recientemente fallecida (Storto 1998).
Tal vez estaba a punto de caer en la trampa...
Al atardecer, después del funeral, se formaron nubes de tonos
rosados y rojizos en el horizonte distante, aunque visibles desde el
pueblo. Nada extraño en los ocasos del día durante los veranos ama-
zónicos, calurosos, secos y marcados por extensos incendios en las
grandes haciendas vecinas, que muchas veces tiñen el cielo. Pero
esta explicación, por supuesto, no era suficiente. Ge ambo, “la sangre
subió”, me dijo un señor que, a mi lado, observaba las nubes roji-
zas. Por supuesto, le pregunté a qué se refería, y escuché como res-
puesta una de esas fascinantes elaboraciones nativas que, respecto
del mundo de los muertos, tan inaccesible para nosotros, la antro-
póloga Manuela Carneiro da Cunha (1986) llama la “zona libre” de
fabulación, especulación o imaginación humana: cuando alguien
muere entre los karitiana, la sangre que todavía queda en el cuerpo
“se esparce” y sube al cielo, que “recibe” esta sangre, y que aparece
porque el sol porta un casco de plumas rojas de guacamayo, igual
que el utilizado por los guerreros homicidas en los antiguos enfren-
tamientos con los pueblos enemigos. Así, el firmamento enrojeció
porque el sol “recibió y se comió la sangre” de la difunta que acababa
de perder el líquido que la mantenía con vida, ya que los espíritus,
por definición, no tienen sangre.
Otras cosas inusuales, al menos desde mi perspectiva, sucedieron
esa misma tarde. A medida que pasaban los minutos, escuchamos
un trueno aislado, seguido de una lluvia fina y rápida. Los karitiana
seguían explicándome que todo estaba desarrollándose exactamente
como debía suceder en el oscuro día de una muerte. Cuando alguien
muere, “siempre hay ruido en el cielo, pero no mucho”; se dice que
“solo habrá truenos, solo truenos pasarán”, indicando un estruendo
en un cielo despejado y sin nubes. Se trata de un tipo específico de
trueno, llamado dokoit’pyroky (“trueno que hace ruido”), que no se
debe escuchar, ya que anuncia más muertes –entonces, se deben
tapar los oídos– y que es producido por un enorme armadillo gigante
(Priodontes maximus) que vive en el cielo y, con su pezuña, forma parte

264 –
de la bóveda celeste. Es por eso mismo, incluso, que los karitiana
saben que este armadillo devora cadáveres y, por lo tanto, la carne de
este animal no puede servir de alimento a los humanos: como carro-
ñero que es, hace que las personas envejezcan rápidamente –es decir,
los acerca a la muerte–. Siguiendo a este extraño sonido que vino de
lo alto, llegó una lluvia rápida, llamada “lluvia de muerto” (yjbopo’e),
indicando que el mismo clima estaba enojado por esa muerte, por
cualquier muerte. Fue en este extraño día de junio de 2003 que,
parece, caía en la trampa.

***

Durante mucho tiempo he reflexionado sobre esos acontecimien-


tos. Mi primera reacción, por supuesto, fue pensar que las palabras
corrían detrás del mundo, por así decirlo, para tratar de explicarlo
y darle cierta certeza tranquilizadora. Siempre after the fact, los kari-
tiana estarían llenando con razones locales o ancestrales los huecos
que los hechos inauditos causaban en el mundo. Por supuesto, en mi
mundo, no en el de ellos. Aferrado a mi realidad –un joven investi-
gador, evidentemente aún no afectado por Favret-Saada, Viveiros de
Castro y el giro ontológico en antropología– solo podía concebir que
la karitiana debían tener, al fin y al cabo, explicaciones para cual-
quier cosa que pudiese suceder en la fecha de una muerte. De cierto
modo, estaba prestando atención –como buen antropólogo, creo, al
menos en ese momento– a lo que decía la gente, pero no al mundo
en el que vivían –y que no explicaban–. Incluso intenté, en otros luga-
res, dar alguna apertura teórico-metodológica a otra experiencia
extraordinaria que tuve, años después, en la aldea karitiana de Rio
Candeias (Vander Velden 2018), sobre relación general entre realidad
y creencia, respecto de la existencia de seres en la selva que nosotros
consideramos criaturas fantásticas (como los Mapinguari entre los
karitiana) y, por tanto, naturalmente inexistentes fuera de las crea-
ciones socioculturales humanas (Vander Velden 2016). El tema de
este libro, por lo tanto, me ha interesado desde hace mucho.
Puedo, por lo tanto, mediante las herramientas adquiridas a tra-
vés de mi formación en antropología, otorgar algún sentido –cier-

autonomía –265
tamente, no todos–, a estos fenómenos desde la perspectiva de los
karitiana, en base a lo que me dijeron y a la forma en que los descri-
bieron y expusieron sus razones de ser. Pero esa sería, digamos, la
parte fácil. El problema espinoso es ¿cómo explicar para mí los eventos
recuperados arriba? ¿Qué sucedió aquel atardecer delante de mí? ¿Caí
en la trampa? A diferencia de lo que solemos estudiar al respecto, yo
no estaba embrujado, no escuché los tambores de los muertos, no
llovió (solo) para mí, ni algún animalito cuya vida perdoné volvió a
buscarme para finalmente ser sacrificado –tal y como ha sido narrado
por Paul Nadasdy (2007: 35-37) en el Ártico canadiense–. Yo solo vi
lo que todos vieron y lo que cualquiera, tal vez, podría haber visto,
estando en un mundo o en otro: después de todo, el cielo se torna rojo
durante muchos atardeceres, con cierta frecuencia. Pero, ¡hechizos,
tambores del más allá, lluvias personalizadas y animales que se ofre-
cen a morir parecen algo más raros! Entonces, después de todo, ¿fui
realmente afectado?
Ser-estar afectado sería vivir, simultáneamente, en dos mundos,
o dar un paso más allá del nuestro para, con eso, habitar, aunque
sea temporalmente, otro, un mundo (del) otro y así, entonces, ima-
ginar conexiones posibles ambos. Un desplazamiento radical, un
viaje –en el sentido fuerte del término– casi interplanetario, pues es
entre mundos diferentes. Y aunque Favret-Saada (1990) advertía que
ser-estar-afectado no puede ser solo un ejercicio narcisista, siempre
intenté tomar, incluso, la potencia de los afectos desde un punto de
vista menos egocéntrico. Es decir, concebir la afectación no como
el hecho de funcionar de otra manera, porque se funciona en otro
mundo, sino como la necesidad de aprender que es ese otro mundo el
que tiene otro funcionamiento. En cierto sentido, antes que ser-estar
afectado, se trataría de ver cómo el mundo se afecta a sí mismo: afec-
tarse-con el mundo y sus diversos habitantes, disolverse, en cierto
modo, en este mundo (del) otro. En una palabra: afectarse-con.
Porque, en el límite, solo puedo afectarme a mí mismo si, juntos,
afecto a los karitiana y con ellos y con el mundo, todos nos afecta-
mos. Tomando prestada la luminosa idea de Donna Haraway (2007),
para quien nunca se entra en devenir solitariamente (becoming), sino
siempre en un devenir-con (becoming-with), me pregunto si, al fin y al

266 –
cabo, fui yo quien estaba siendo afectado en esos días de 2003, o fue
el mundo el que se afectaba por la muerte de Nazaré Baixinha y, con
eso, me afectó a mí, a la karitiana y a sí mismo (al mundo mismo).
Creo que, finalmente, todos allí nos afectamos mutuamente, caí-
mos en una de esas trampas que el mundo nos prepara, haciéndonos
vibrar colectivamente en su misma frecuencia. Fui afectado no por
el mundo habitado por los karitiana, sino con los karitiana y con su
mundo que, de alguna manera, se convirtió, aunque fuera por un
breve lapso, también en el mío. Me gusta imaginar ese afectar-con
para que podamos afirmar que el ser afectado puede no ser solo una
contingencia que depende exclusivamente de la presencia de etnógra-
fos (y así llegar al mundo de las discusiones antropológicas), porque
el mundo se afecta a sí mismo –y con eso, afecta a todos – sin parar.
Y si nosotros, estudiosos, somos afectados-con el mundo y con nues-
tros interlocutores, por el simple hecho de estar ahí en el momento
en que todos fueron afectados-con el mundo, esta potencia sensitiva
puede estar abierta a todos los que estén dispuestos a reconocerla y
vivirla. Todo el mundo está afectado, etnógrafo, indígenas, sus alia-
dos, el mundo, el cielo, el sol, los muertos, los armadillos celestes, el
clima. Quizás entonces podamos empezar, en efecto, a discutir cone-
xiones insospechadas y radicales entre el giro ontológico y las críticas
posmodernas a la situación de todos aquellos que tienen la oportuni-
dad de mirar por la ventana a lo insólito, sean antropólogos o no. La
sangre siempre sube cuando uno deja este plano de existencia. Puedo
verlo desde mi ventana, en esta tarde de invierno mientras escribo,
lejos del campo, lejos de la karitiana, pero siempre cerca del mundo.
Estar cerca del mundo. Mantenerse cerca de varios otros mundos,
de mundos otros –porque no siempre podemos estar en ellos, dentro de
ellos, todo el tiempo–. Para mí allí reside el misterio. Estar en la trampa
puede implicar el paso momentáneo a otro mundo, al mundo (del)
otro. Pero, pensando con Claude Lévi-Strauss, disfruto imaginando un
mundo –el nuestro, tan falto de atención y cuidado– tan extraordina-
riamente rico y complejo que los científicos apenas hemos comenzado
a arañar la superficie de sus innumerables maravillas. Con eso, esta-
ríamos siempre, todo el tiempo, en un mundo otro y extraño, afec-
tándonos continuamente con él: confundiéndonos con la trampa que,

autonomía –267
como sugirió Alfred Gell (1996), imita, para ser efectiva, a su presa.
Mantenerse atrapado, afectado-con el lado oculto y al mismo tiempo
maravilloso del mundo: quizás por eso el gran antropólogo francés
nos sugirió que, para alcanzar una fracción del poder de los mitos,
deberíamos escucharlos como escuchamos música (Lévi-Strauss 2004
[1964]: 33-52); dejarse disolver en ellos, devenir-con ellos, dejarse
afectar-con ellos, aunque sea dentro de un apartamento en París: “[d]
urante veinte años”, decía Lévi-Strauss en la célebre entrevista a Didier
Eribon, “despertando de madrugada, embriagado de mitos, vivía real-
mente en otro mundo” (Lévi-Strauss y Eribon 1990: 170).
Cuando doña Nazaré Baixinha dejó el (“su”, “nuestro”) mundo,
muchos hombres y mujeres karitiana que eran próximos a ella se
raparon completamente el cabello. Todos aquellos que reconocieran
algún parentesco con la difunta debían hacerlo, porque el espíritu de
la muerta, desgarrado por el anhelo de los vivos, podría tirar de los
cabellos de los que quedaban, tratando de llevarlos al otro lado, lo que
provocaría severos dolores de cabeza. Atrapado por el cielo rojo sangre
y por los truenos provocados por el movimiento enfurecido del gran
armadillo celestial, también decidí cortarme el cabello en la parte
superior de la cabeza, como hacen quienes admiten conexiones genea-
lógicas o afectivas un poco más alejadas –incluso, la simple amistad o
el reconocimiento– con los muertos. Me afeité. Y mis cabellos nunca
volvieron a crecer en el punto de la cabeza de donde fueron quitados,
puedo dar fe de eso. ¿Evidencia de calvicie prematura o señal de que
los muertos están permanentemente aquí, buscando compañía para
su devastadora soledad? ¿Están mis propios muertos intentando tra-
tarme de la misma manera que los muertos karitiana tratan a sus
parientes vivos? ¿Serían mis muertos, o los muertos karitiana que,
al afectarme con ellos, se hicieron también míos? Si los muertos son
otros (Carneiro da Cunha 1978; Praet 2014), y el otro soy yo, ¿no estaré
yo mismo permanentemente en compañía de los muertos?
“No sé” – como decía siempre el famoso personaje de Ariano Suas-
suna, en la obra de teatro O Auto da Compadecida – “¡Solo sé que fue así!”.
Mientras tanto, el biógrafo Patrick Wilcken (2011: 21) nos recuerda
que a Lévi-Strauss le fascinaban los caleidoscopios, las salas de los
espejos, los jeroglíficos… y las cartas.

268 –
Biografías de las y los autores

Carolina Álvarez Ávila es Doctora en Ciencias Antropológicas y


Licenciada en Comunicación Social por la Universidad Nacional de
Córdoba y Magister en Estudios Amerindios por la Universidad Com-
plutense de Madrid. Es Investigadora Asistente del Consejo Nacional
de Investigaciones Científicas y Técnicas, con lugar de trabajo en el
Instituto de Antropología de Córdoba. Actualmente se desempeña
como Secretaria de Investigación, Ciencia y Técnica de la Facultad
de Filosofía y Humanidades, Universidad Nacional de Córdoba.
Allí es Profesora en la Licenciatura en Antropología y la Maestría en
Antropología. Con una beca de extensión universitaria comenzó a
trabajar en 2005 en Neuquén, Patagonia argentina, en una comu-
nidad mapuche. Allí investigó largamente, produciendo su Trabajo
Final de grado y la Tesis doctoral, defendida en 2015. Esta última se
enmarcó en discusiones devenidas de la apertura ontológica de la
antropología, cuestiones que permean sus proyectos y producciones
científicas. Durante los últimos años, el territorio cordobés la fue
interpelando y, sin querer queriendo, fue interesándose en los pro-
cesos de reemergencias y recomunalizaciones indígenas en la pro-
vincia, cada vez más consolidados. Desde 2016 codirige dos proyec-
tos de extensión universitaria, pensados colaborativamente con dos
comunidades comechingonas en San Marcos Sierras y cuyos objetivos
fueron mapear participativamente y construir una cartografía social
que visibilice una serie de sitios, prácticas, memorias y conocimien-
tos del territorio que habitan, para defenderlo y reclamar sus dere-
chos. También ha dirigido proyectos de investigación que estudian
situada y críticamente cómo operan el multiculturalismo e intercul-
turalidad, trabajo que decantó en un libro colectivo editado con los
Dres Bompadre y Marchesino (2020, Prometeo editorial), y en pro-
ducciones individuales donde analiza temáticas tales como conflic-
tos ontológicos, agencia de fuerzas de la naturaleza y afectaciones
vinculadas al mapeo participativo con comunidades indígenas (2014,
2017 y 2021). Posee trabajos en coautoría sobre las experiencias exten-
sionistas citadas (2018, 2019 y 2020).

autonomía –269
María Carman es Doctora en Antropología Social (Universidad de
Buenos Aires), Investigadora Principal CONICET y Profesora de la
Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Coordina el Equipo Antropología,
ciudad y naturaleza del Área de Estudios Urbanos del Instituto Germani
(UBA), donde dirige tesistas. Publicó los siguientes ensayos: Las
trampas de la cultura. Los intrusos y los nuevos usos del barrio de Gardel (Paidós,
2006); Las trampas de la naturaleza. Medio ambiente y segregación en Buenos Aires
(FCE, 2011) y Las fronteras de lo humano. Cuando la vida humana pierde valor y
la vida animal se dignifica (Siglo XXI, 2017). También publicó dos com-
pilaciones: Segregación y diferencia en la ciudad (FLACSO, 2013, junto a R.
Segura y N. Vieira) y Resistir Buenos Aires. Cómo repensar las políticas exclu-
yentes desde una praxis popular (Siglo XXI, 2021, junto a R. Olejarczyk). Es
además autora de las novelas Los Elegidos (Sudamericana), El pájaro de
hueso (Mondadori y XVIII Premio Lengua de Trapo de novela, España)
y el poemario Ganar el cielo (Biblos). En los últimos 25 años, Carman
emprendió etnografías con habitantes de casas tomadas, villas,
asentamientos y complejos habitacionales porteños, así como con
pescadores artesanales de la provincia de Buenos Aires. Estas investi-
gaciones incluyeron el trabajo de campo con vecinos de clase media,
representantes de ONG y de reparticiones estatales. Actualmente
investiga las relaciones animal-humano, el reconocimiento de los
animales como sujeto de derechos y los dispositivos de inclusión y
exclusión de diversos ambientalismos contemporáneos. Trabaja
también problemáticas sobre relocalizaciones de sectores populares
en la cuenca Matanza-Riachuelo; el conflicto entre cartoneros y gru-
pos en contra de la tracción a sangre; las formulaciones contemporá-
neas en torno a los derechos de la naturaleza en América Latina y la
captura incidental de especies marinas amenazadas de extinción en
pesquerías costeras bonaerenses con un enfoque transdisciplinario.

Romina Cravero tiene estudios de grado en comunicación social y


desde hace más de 10 años colabora en medios alternativos y comuni-
tarios. Es integrante desde sus inicios del Programa de Teoría Social
del Centro de Investigaciones y Estudios sobre Cultura y Sociedad del
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, que dirige
el Dr. Javier Cristiano y becaria doctoral del mismo. En 2015 empezó

270 –
a estudiar Antropología en la Maestría de la Universidad Nacional de
Córdoba y quedó fascinada por la indagación etnográfica, aquella que
va al ras de las experiencias. Se integró al equipo de Antropología de
la Política Vivida radicado en el Instituto de Antropología de Córdoba,
que dirige la Dra. Julieta Quirós, interesada en estudiar experiencias
agroproductivas ecológicas como alternativas al hegemónico régi-
men agroalimentario. Así fue que inició, a comienzos del año 2017,
un trabajo de campo intensivo que continúa hasta la actualidad en
establecimientos del Departamento Gral. San Martín, ubicado en la
región pampeana de Córdoba. Durante estancias sucesivas -de un
mes, de una semana, de dos semanas, ...- acompañó las rutinas dia-
rias de integrantes de distintos establecimientos; es decir, compar-
tiendo la vida cotidiana. En 2019 presentó su tesis de maestría en la
que analizó cuatro experiencias agroecológicas indagando las lógicas
que organizan y estructuran sus prácticas productivas y reproducti-
vas. Ese trabajo ganó el Premio “Eduardo Archetti” en la 13° edición
en el año 2020 y fue publicado por la editorial Antropofagia en 2021.
Actualmente se encuentra escribiendo su tesis de doctorado donde
analiza la trama de relaciones que producen y reproducen a cuatro de
las principales actividades de la zona: el agronegocio de commodities
agrícolas, la agroecología y las dos actividades regionales que carac-
terizan a la zona, la ganadería láctea y la producción de maní.

Suzane de Alencar Vieira es profesora adjunta de la Facultad de


Ciencias Sociales y del Programa de Posgrado en Antropología Social
de la Universidad Federal de Goiás, Brasil. Doctora en Antropolo-
gía Social por el Museo Nacional de la UFRJ y Máster en Antropolo-
gía Social por la Unicamp. En 2009, durante su maestría, comenzó
a investigar narrativas del accidente radiactivo con Cesio-137 ocu-
rrido en 1987, en la ciudad de Goiânia, en el estado de Goiás (Brasil).
Guiada por estudios de catástrofes y enfoques desde la antropología
de la ciencia y la tecnología, en 2011, durante su doctorado, comenzó
a seguir los movimientos ambientales antinucleares y, a través de su
rastro de movilización política, llegó a las comunidades rurales qui-
lombolas del interior de Bahía. (Brasil) que especularon sobre riesgos
ambientales, sequía prolongada y cambio climático mientras resis-

autonomía –271
tían a las actividades de una empresa minera de uranio radioactivo
y al proyecto de instalación de un parque eólico en su territorio. En
octubre de 2011, realizó una investigación exploratoria en comunida-
des campesinas de Caetité acompañada por el movimiento ambien-
tal local. De enero a octubre de 2012, permaneció en la comunidad de
Quilombo de Malhada y, por lo tanto, se dedicó a una investigación
de campo a largo plazo. En enero de 2014 y 2019, realizó visitas de corta
duración a comunidades rurales. Actualmente se está embarcando
en una nueva investigación de campo postdoctoral sobre sus tecno-
logías de visualización de aguas subterráneas, artes de adivinación y
técnicas para observar, capturar y almacenar agua. Escribe artículos
y libros en los campos de la antropología de poblaciones afrobrasile-
ñas, antropología política, teoría antropológica, antropología de la
ciencia, ecología política, ecofeminismo y antropología del desastre.
Autora del libro “Césio-137, drama azul: irradiación en narrativas”
(Canone, 2014). Coordina el núcleo de investigación CAROÁ (Colec-
tivo de Antropología de Resistencia y Ontologías Ambientales) y es
investigadora en NanSi (Núcleo de Antropología Simétrica).

Marcos Román Gastaldi es Doctor en Ciencias Naturales (Arqueolo-


gía) por la Universidad Nacional de la Plata. Actualmente es Profesor
Adjunto a cargo de Estudios de Cultura Material de la Licenciatura
de Antropología de la Universidad Nacional de Córdoba e Investigador
Adjunto del Instituto de Antropología de Córdoba (Consejo Nacional
de Investigaciones Científicas y Técnicas). Desde los años 2000 desa-
rrolla sus investigaciones en la Provincia de Catamarca, donde estu-
dia las relaciones humano-objetos en distintos contextos pasados y
presentes. Ha realizado investigaciones sobre herramientas agríco-
las en la Puna de Atacama y; sobre vasijas cerámicas, casas y mon-
tículos ceremoniales en el Valle de Ambato. A partir del 2010, hasta
la actualidad, su investigación se desarrolla en la Sierra de El Alto-
Ancasti de la misma provincia, donde estudia las diversas maneras
de habitar y producir los espacios domésticos y residenciales durante
el Primer Milenio d.C. La experiencia que el autor presenta en este
escrito, fue un trabajo por demanda, no tuvo vinculación con un
proyecto de investigación específico, sino como colaboración con

272 –
el Archivo Provincial de la Memoria de Córdoba y la Comisión de la
Memoria de Pilar. Se realizó en un período de 3 años consecutivos
(2010-2012), sumado a algunas intervenciones aisladas en 2013 y
2018. El trabajo en sí no fue planificado a manera de un proyecto de
investigación, donde existe una planificación escalonada de tareas y
actividades. Las intervenciones, durante ese lapso de tiempo tuvie-
ron una intensidad dispar y fueron variadas: organización y partici-
pación en talleres, participación de reuniones de planificación con la
Comisión de la Memoria de Pilar y el Archivo (cada 15 días aproxima-
damente), realización de trabajos de relevamiento arqueológico en
campo, participación en actos escolares, intervención en conflictos
con autoridades municipales por la conservación del espacio, elabo-
ración de recomendaciones, peritaje de afectación de restos del cen-
tro clandestino, entre otros.

Verónica Soledad Lema es Licenciada en Antropología y Doctora en


Ciencias Naturales por la Universidad Nacional de La Plata, actual-
mente es investigadora del CONICET con lugar de trabajo en el
IDACOR-Museo de Antropología-Universidad Nacional de Córdoba.
Su principal tema de interés es la relación entre personas y plantas
desde momentos prehispánicos hasta la actualidad, habiendo reali-
zado investigaciones de corte arqueológico, etnobotánico y etnográ-
fico en las provincias de Salta, Catamarca, Chaco y Buenos Aires en
Argentina, al igual que en el Chaco chuquisaqueño de Bolivia junto
a grupos avá-guaraníes y en los Andes peruanos junto a campesinos
quechuahablantes del departamento de Huánuco. Su área principal
de trabajo ha sido, sin embargo, el Noroeste de Argentina, concen-
trando en los últimos años las tres líneas de indagación antes men-
cionadas en la provincia de Jujuy. En esta última ha trabajado en la
zona central de Quebrada de Humahuaca y en Puna con estancias de
trabajo cortas en diversos pueblos y comunidades como la de Rachaite
(Depto. de Cochinoca) y en profundidad en la comunidad aborigen de
Huachichocana (Depto de Tumbaya). En este último caso, realizó su
trabajo de campo durante los últimos diez años, generalmente junto
a alumnos de diversas carreras y universidades y también junto al
Dr. Pazzarelli. El mismo incluyo visitas cortas y estancias de unos

autonomía –273
veinte días, de dos a cinco veces en el transcurso de cada año. Las
actividades realizadas en campo, además de convivencia, incluyeron
talleres, caminatas, entrevistas, participación en eventos sociales y
en asambleas comunitarias, prospecciones, mapeos participativos,
relevamientos de arte rupestre y excavaciones arqueológicas. Tam-
bién realizó tareas colaborativas junto a miembros de la comunidad
y docentes de la escuela primaria local, incluyendo cuadernillos edu-
cativos, material gráfico para el turismo, un documento audiovisual
y el libro “De pircas, cardones, rastrojos, chivos y cuevas: historia de
la comunidad aborigen de Huachichocana”.

Maria Bernarda Marconetto es licenciada en Ciencias Antropoló-


gicas (orientación arqueológica) por la Universidad de Buenos Aires
y Doctora en Ciencias Naturales por la Universidad Nacional de La
Plata. Profesora adjunta a cargo de la asignatura Arqueología y Natu-
raleza en el Departamento de Antropología en la Facultad de Filosofía
y Humanidades en la Universidad Nacional de Córdoba e investiga-
dora independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Cientí-
ficas y Técnicas, radicada en el Instituto de Antropología de Córdoba.
Se ha interesado en el estudio de las relaciones entre humanos y
plantas usando herramientas de la arqueobotanica desde hace más
de 25 años, tema sobre el cual cuenta con numerosas publicaciones.
Actualmente dirige el proyecto Arqueología y Naturaleza(s) decolo-
niales, que indaga en las materialidades de diversos modos de rela-
ción entre los humanos y las entidades habitualmente clasificadas
como plantas, animales o fenómenos meteorológicos desde una pers-
pectiva decolonial. Desde 2017 participa del Brazilian Archaeological
Program in Egypt, junto con investigadores de la Universidad Federal
de Minas Gerais, participando de trabajos de campo arqueológicos en
la necrópolis de Luxor, permaneciendo cada año entre 45 y 50 días.

Santiago Martínez Medina es magister y doctor en Antropología


por la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia, y médico por la
Universidad Nacional de Colombia. Actualmente es investigador en
el Instituto de Investigación de Recursos Biológicos Alexander von
Humboldt. Entre 2005 y 2010 trabajó como médico e investigador

274 –
en diferentes proyectos de salud pública con la comunidad indígena
muisca de Bosa. Parte de esta experiencia de campo fue publicada en
el libro Poderes de la mimesis. Identidad y curación en la comunidad
indígena muisca de Bosa (Uniandes, 2008). Entre 2011 y 2016 realizó
su proyecto doctoral en dos facultades de medicina en la ciudad de
Bogotá, interesado por la multiplicidad del cuerpo producido en prác-
ticas médicas diversas. Su tesis posteriormente fue publicada en for-
mato de libro con el título Anatomización. Una disección etnográfica
de los cuerpos (Uniandes, 2021), en la que se vale de la estadía prolon-
gada en escenarios de práctica médica, en particular en anfiteatros y
laboratorios de anatomía. Actualmente su trabajo se encuentra entre
la Antropología y los Estudios de las Ciencias y las Tecnologías, par-
ticularmente enfocado en la relación entre los conocimientos como
prácticas y los cuerpos como composiciones de elementos material
y semióticamente heterogéneos. Recientemente ha incursionado en
el estudio de otras prácticas científicas y no científicas, incluyendo a
la biología, otras ciencias naturales, la veterinaria, y el cuidado y (re)
producción animal, prestando atención a los (des)encuentros entre
conocimientos divergentes y sus posibilidades de apertura.

Celeste Medrano es bióloga por la Universidad Nacional del Lito-


ral, Doctora en Antropología por la Universidad de Buenos Aires,
pos-doctora por el Programa de Posgraduación en Antropología
Social (PPGAS, Museu Nacional de Río de Janeiro) y cuenta con una
Diplomatura en prácticas artísticas situadas en territorio (Universi-
dad Nacional de las Artes, Buenos Aires). Es Investigadora Adjunta
del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas
(CONICET) con lugar de trabajo en el Instituto de Ciencias Antropo-
lógicas de la Universidad de Buenos Aires. Desde 2008 realiza trabajo
de investigación etnográfica entre los indígenas qom del Chaco argen-
tino. Puntualmente vivió seis meses junto a la familia Molina en el
Desaguadero, una comunidad indígena formoseña, para desplegar
luego otras estadías de entre dos y tres semanas que se continúan
hasta el presente en diferentes lugares de las provincias de Formosa
y Chaco. Los temas en los que se concentró versan sobre lo vinculado
a la zoología indígena, sus métodos y formas-transformaciones que

autonomía –275
la delinean, la relación animalidad/humanidad, la composición de
mundo que se despliega en un marco metafísico de continuidades
animal- humanas, la cosmopolítica y las nociones de territorio. A
esto se suma, desde 2016 y hasta 2018, un trabajo entre los indíge-
nas mbya guaraní sobre los mismos temas, y dos exploraciones etno-
gráficas incipientes: sobre el uso de plantas para sahumar y sobre
las memorias-río, ambas en el litoral fluvial santafecino. Entre los
libros publicados se destacan: Zoología qom. Conocimientos tobas sobre el
mundo animal (Ediciones Biológica, 2011), Gran Chaco. Ontologías, poder
y afectividad (con F. Tola y L. Cardin, Rumbo Sur/iwgia, 2013) y ¿Qué
es un animal? (con Felipe Vander Velden, Rumbo Sur, 2018). Actual-
mente integra el Núcleo de Etnografía Amerindia (NUETAM) confor-
mado por un equipo interdisciplinario cuyo fin es la profundización y
divulgación de la labor etnográfica con pueblos indígenas.

José María Miranda Pérez es licenciado en Antropología por la Uni-


versidad Nacional de Córdoba. Actualmente es doctorando en Cien-
cias Antropológicas en la misma casa de estudios y becario del Consejo
Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Entre 2014 y 2017
realizó un estudio antropológico sobre economías y modos de colecti-
vización locales en una feria de migrantes peruanos en la ciudad de
Córdoba. Desde 2018 realiza una investigación etnográfica junto a
la comunidad aborigen de San Miguel de Colorados en el Noroeste
Argentino (Provincia de Jujuy), enfocándose en las relaciones entre
ontologías, prácticas comunitarias y conflictos territoriales. Dicha
investigación se encuentra en curso y hasta el momento se ha llevado
adelante diez meses de trabajo de campo, con estadías de entre dos
y tres meses de duración; y se proyecta la realización de una última
estadía de tres meses y visitas puntuales más cortas en los próximos
dos años. Entre sus publicaciones más recientes, se encuentra el libro
“Junto, tupido y abundante. Economías feriantes y (contra)organiza-
ción política” (Antropogafia, 2018).

Francisco Pazzarelli es Doctor en Ciencias Antropológicas por la


Universidad Nacional de Córdoba. Actualmente es Profesor Asistente
en la Carrera de Antropología de la misma casa de estudios e Investi-

276 –
gador Adjunto del Instituto de Antropología de Córdoba, del Consejo
Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Entre 2006 y 2011
realizó investigaciones sobre arqueología y antropología de la cocina y
de la alimentación en el Noroeste Argentino (provincia de Catamarca),
enfocándose en las relaciones culinarias y fabricación de socialidades,
tejiendo algunas interpretaciones entre pasado y presente. En 2011
inició un estudio etnográfico, aún en curso, sobre transformaciones
culinarias y relaciones humano-animal en la comunidad de Huachi-
chocana, provincia de Jujuy (Argentina). Allí realizó unos doce meses
de trabajo de campo, distribuidos en estadías de entre dos semanas y
tres meses, además de muchas visitas puntuales; varias de estas estan-
cias fueron compartidas con la Dra. Verónica Lema, con quien escribió
trabajos sobre el área. Actualmente, continúa investigando sobre estos
temas, enfocándose en la dimensión metafísica que los afectos ani-
males poseen para los pueblos indígenas andinos, desde una mirada
etnológica más amplia, que incorpora otras regiones de tierras altas
así como una discusión con la antropología de las tierras bajas suda-
mericanas. En este sentido, inició recientemente un trabajo compara-
tivo con regiones del sur de Bolivia, proponiendo una etnografía de los
usos y transformaciones de cuerpos animales en la intersección entre
prácticas culinarias, medicinales y oraculares. Entre sus publicaciones
más recientes, se cuenta la compilación “Animales humanos, huma-
nos animales. Relaciones y transformaciones en mundos indígenas
sudamericanos”, editada junto a las Dras. Lucila Bugallo y Penelope
Dransart (Antropofagia, 2021).

Emilio Robledo es Doctor en Ciencias Antropológicas por la Univer-


sidad Nacional de Córdoba. Actualmente es Profesor Adjunto en la
Universidad Nacional de Córdoba, donde enseña teoría social e his-
toria económica y social. Es miembro de NUETAM (UBA), un núcleo
de estudios dedicado a la etnografía amerindia y de NNAC (UNC) un
núcleo de investigación que explora las relaciones entre cultura y
naturaleza. Conduce trabajo de campo etnográfico desde el año 2012
entre las comunidades toba (qom) que habitan en el curso medio del
río Bermejo, un pueblo indígena de habla guaycurú del Gran Chaco
Sudamericano. En su tesis de maestría, dirigida por el Dr. Andrés

autonomía –277
Dapuez, estudió la territorialidad indígena, donde se interesó por las
consecuencias del cambio social y las prácticas locales de movilidad
espacial y dispersión socio-territorial en la ocupación contemporá-
nea de un territorio reconocido como parte del patrimonio toba. En
su tesis doctoral, dirigida por la Dra. Florencia Tola, Emilio Robledo
estudió los efectos de relaciones que involucran a la alteridad humana
y no-humana en la constitución del cuerpo-persona. Sus intereses
de investigación incluyen tópicos tales como mitología, relaciones
humano-no humano, corporalidad, agencia, teoría etnográfica y
más recientemente cultura material y diversidad técnica.

Gabriel Rodrigues Lopes es Doctor en Antropología Social por la


Universidad de Buenos Aires (UBA). Actualmente es profesor a cargo
del seminario “Creatividades indígenas. Etnografías afectadas por la
alteridad y renovación conceptual”, junto a un equipo docente, en la
carrera de ciencias antropológica en la misma casa de estudios. Ha
sido profesor concursado en la Universidad Federal de Sergipe (UFS,
Brasil), docente invitado en diversas universidades latinoamericanas
(México, Costa Rica, Guatemala, Argentina) y ha recibido de diver-
sas becas internacionales (CNPq, CONICET, Ministerio de Educación
de Argentina, CALAS e IDRC- CRDI). Entre 2015 y 2020 realizó poco
más de once meses de investigación etnográfica junto a lxs nativos de
la caatinga de Bahia (Brasil), distribuidas en estadías entre un y dos
meses, en torno a la socialidad caatingueira, sus relaciones humano-
extra-humano y sus teorías sobre la diferencia, la alteridad, la rela-
ción, el devenir y el fin del mundo. Actualmente se dedica a estudiar la
literatura de cordel como auto-etnografía nativa y la práctica nativa
de rastejar los indicios de diferentes agencias que pueblan la caatinga
(animales, humanos, espíritus, divinidades, demiurgos, futuros,
etc.) en tanto antropología y filosofía nativa. Es miembro del Núcleo
de Etnografía Amerindia (Nu Et Am/UBA).

Valentina Stella es Doctora en Antropología de la Universidad Buenos


Aires y docente en las carreras de Antropología (Universidad Nacional
de Río Negro) y de Historia (Universidad Nacional del Comahue). Es
becaria posdoctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas

278 –
y Técnicas en el Instituto de Investigaciones en Diversidad Cultural y
Procesos del Cambio (Bariloche, Río Negro), bajo la dirección de la Doc-
tora Ana Ramos. Desde el año 2008 forma parte del Grupos de Estudios
sobre Memorias Alterizadas y Subordinadas. En el 2009 comenzó a via-
jar a la zona de la costa y valle de la provincia de Chubut para realizar
trabajo de campo (con estadías entre cinco y diez días en cada viaje)
junto con comunidades y organizaciones mapuche-tehuelche. Fue a
partir del trabajo de investigación en una de las localidades de aquella
región que realizó su tesis de licenciatura sobre las subjetividades polí-
ticas de los/as mapuche-tehuelche urbanos. Luego, en su investigación
doctoral (años 2013-2018), trabajó en esta misma zona enfocándose en
los modos en que se relacionan las personas mapuche- tehuelche para
conformar grupos como lugares de apego y como instalaciones estra-
tégicas para la acción en espacios urbanos y semi-urbanos, y con el fin
de comprender las formas en que los diversos proyectos políticos indí-
genas entraman redes más amplias de pertenencia y militancia. En la
actualidad, sus trabajos en colaboración con comunidades y familias
mapuche y mapuche- tehuelche se centran en la reconstrucción de las
memorias indígenas, y en los análisis y puesta en valor de los procesos
de territorialidad, relacionalidad y ancestralidad. Recientemente ha
sido seleccionada para el ingreso a Carrera del Investigador del Consejo
Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas con su proyecto “Los
procesos de regionalización en la comprensión de pertenencias y luchas
indígenas: territorialidad, relacionalidad y ancestralidad entre comu-
nidades mapuche y mapuche-tehuelche de la provincia de Chubut”.

autonomía –279
280 –
Colección Autonomía

“Autonomía” es una pregunta lanzada a los próximos y a los


desconocidos. Para la autonomía, la política es la pluralidad de las
políticas como modos de ser, hacer y vivir. Es la decisión vital en la que
se juega el compromiso con lo Común de las prácticas de existencia. La
autonomía es una localización múltiple: articulación, intercambio
y reparto móvil entre la identidad interiorizada y los muchos
exteriorizados, entre singularidades irreductibles y pragmatismos
de tránsito. Se trata de la ruptura móvil que propone la autonomía,
en tanto opone en su propia constitución la expresión simultánea de
la identidad y de los muchos en una síntesis paradójica y productiva.
La autonomía se pronuncia ante cualquier constricción de una
interioridad y de la figura temible que tiende hacia una devoración
teológica y totalitaria. Autonomía es el nombre de una política del
anudamiento incesante de singularidades sin modelo teatral trágico
o cómico, ni de puesta en escena de la fundación. Ni sustancia ni
forma, la política autonomista es sólo gesto que anuda singularidades
sin pretensiones teológico-políticas. No hay autonomía si la política
es funcional y consensual con aspiraciones al poder de Estado
porque carece de dimensión ética. Autonomía es un gesto subjetivo
colectivo que se presenta para incidir como pensamiento operante y
contagioso. Se sustrae de cualquier actividad del poder porque desea
para sí una práctica libre. No acredita en ningún tipo de clientela
porque lo que rige su movimiento no es el principio de interés. Antes
es un vector de autoafección y autoorganización que aspira a lo
Común por la gratuidad de su compromiso local.
Autonomía no es un gesto político de abolición o de destitución,
sino un acto ético de diferenciación vital movido por la necesidad, que
aspira a producir o proseguir desplazamientos de ruptura subjetiva,
colectiva y popular. Está del lado de las fuerzas activas que atraviesan

autonomía –281
las prácticas sociales y nunca de su reducción a las jefaturas. Nombre
que presenta ebulliciones que hacen al movimiento de la historia,
aunque en modo alguno se lo encontrará aliado con dictaduras revo-
lucionarias o conservadoras. En el agregado sensible de la autonomía
no prosperan nociones jerárquicas como: articulación política entre
Pueblo, Partido y Estado sostenida en la idea de representación; con-
senso constitucional y formal centrado en el parlamentarismo y sub-
ordinación de la política a razones económicas y jurídicas. Nunca la
autonomía se opondrá a la ampliación de derechos civiles, aunque su
razón vital se articula sólo donde es posible una movilización social
abierta al porvenir. Para el Estado, la articulación autonomista es
incompleta y utópica; para las resistencias ciudadanas, la potencia
de articulación autonomista proviene de los afectos que insisten en
la creación de modos de vida posibles y por venir.
Autonomía, antes que una pretensión social y política fundada en
algún tipo de lógica instituida, es una suerte de disposición destitu-
yente/instituyente que se desplaza entre tradiciones políticas, ener-
gías sociales y acciones singulares. Es el nombre de una reserva de
libertades y fraternidades; también, una invención de relaciones lan-
zadas a las capacidades comunes y diversas. Ni una figura del poder ni
un rechazo a todo tipo de institucionalidad, sino un arte perceptivo de
los lugares intermedios que desconfía de las formas de dominio y se
permite imaginar nuevas instituciones para la vida colectiva. Desde
las autonomías instituyentes la política no está dominada por la eco-
nomía y la juridicidad como potencias ciegas, sino por la invención
de redes vitales de cooperación que inventan legalidades por la necesi-
dad. No creemos en las fatalidades de una razón económica o jurídica
que suprima la posición y decisión política. La política de las formas
de vida sólo es del orden del pensamiento si decide “algo”, si inventa
el lugar de la decisión, más allá del “sentido histórico”, en la práctica
efectiva de la vida de los muchos.
La autonomía es transitiva, no sustantiva y formal: nunca persi-
gue una articulación total o definitiva entre las organizaciones civiles
y los órganos de poder del Estado, sino que fogonea aperturas dadas
a nuevos lazos sociales. Aspira a formas de ser que no se reducen al
nombre de “mayorías” sino al de los “muchos” como resistencia a

282 –
todo poder coagulado. Incide, más allá de todo deseo de facción o de
vanguardia, en el proceso de formación de instancias colectivas de
decisión y expresión: autonomía vital antes que contractual, conta-
giosa antes que persuasiva, cooperativa antes que competitiva, ético-
política antes que moral, libertaria antes que delegativa, expresiva
antes que representativa. De este modo, la autonomía se presenta
como una construcción de criterios propios que leen y transitan las
fuerzas colectivas de producción de enunciados, de valor y de deseos
dispuestos a lo Común, para que “cualquiera” los use en la dirección
que convenga a su potencia, a su modo de potenciarse con los demás.
Descubrimos la autonomía política en la efervescencia de las
prácticas, en el ensayo y error de la construcción de espacios y tiem-
pos comunes y en la apertura flexible a la novedad que irrumpe. La
autonomía no es revolucionaria, no tiene que ver con la fantasía de
una ruptura “total”, sino con una imaginación política y un arduo
trabajo en las tramas de vinculación social, narrativas y afectivas.
Autonomía, entonces, no se presenta como un saber o iluminación,
sino como un principio de investigación permanente o un tanteo
existencial de las aperturas de la vida colectiva.
La autonomía no reconoce límites trascendentes y externos jus-
tificables como el temeroso principio contenedor del caos, sino inte-
ligencias afectivas que forjan las elecciones y se organizan en virtud
de una potencia. Redes que marchan y ensayan lenguajes, miradas,
conceptos y modos de intercambio. Alerta a lo sensible y a la efer-
vescencia que agita las multiplicidades en lo Común, resiste a las
voces sombrías y nihilistas cuya única respuesta es el imperativo
de la administración o destrucción de lo existente y la reproducción
de un estrecho sentido común o su vacío. Ya que aun cambiando de
“contenidos” la administración y reproducción de lo existente man-
tiene e impone su poderosa matriz perceptiva. Autonomía es una
invitación a ensanchar la percepción de lo posible y a crear márgenes
en la percepción de lo imposible. Autonomía es un deseo de cons-
trucción de formas dinámicas de alegría colectiva: una política que
pone de relieve el anudamiento como singularidad de sentido. Su
acontecimiento es la toma de la palabra desde su práctica efectiva y
su estilo es el trabajo errante del sentido en los desciframientos sin-

autonomía –283
gulares afectivos. Sólo habla desde los medios materiales y desde el
trabajo de pensamiento encarnado frente a los saqueos del planeta.
No anuncia profecías, sólo afirma la necesidad de anudamientos en
los acontecimientos singulares de sensación y sentido. No pone de
relieve modelo alguno sino vías de acceso al encadenamiento en sí
como lazo social. No comunica un sentido orgánico y teleológico sino
que expresa la relación en sí misma.

Adrián Cangi y Ariel Pennisi

284 –
autonomía –285
Estar en la trampa es el sustancial aporte de un conjunto de
investigadores sudamericanos que se arriesgan a reflexionar, a
cielo abierto, acerca de sus campos de trabajo y de sus trabajos
AFETACIÓN. ESTAR-EN-LA-TRAMPA · Medrano-Pazzarelli (eds.)

de campo. Y lo hacen con ellos mismos adentro, desde los


rumbos imprevisibles que traza y sigue quien se aventura al
conocimiento de las personas y de todo aquello que las conmue-
ve, les interesa, las afecta. Sin legislar desde el Olimpo académi-
co, ni predecir desde la Omni-Ciencia, la etnografía y todos sus
hacedores se entregan a las interacciones que necesariamente
los desafían y los transforman del modo menos pensado, por el
costado que más desafía a sus habituales certezas… las
académicas entre otras. Como una fuerza ineludible, quien lea
estas páginas quedará sumido en los múltiples sentidos de la
trampa del atrevimiento, comprendiendo, acompañando y
debatiendo junto a las decisiones que los autores aquí reunidos
le proponen para salir de ella. Acaso para no salir nunca. Acaso
para sugerir nuevas sendas del ser-estar-afectado que nacen y
también se apartan de las que cinco décadas atrás nos propuso
Jeanne Favret-Saada, la gran antropóloga tunecino-francesa que
estudió la brujería en el país que fuera, alguna vez, el ombligo del
mundo civilizado. Esta vez, las sendas las trazan y las abren los
humanos y los no-humanos de América Latina desde sus
entrañables antropologías…que son las nuestras.
Rosana Guber

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