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La gracia supone la naturaleza

(Grandmaison, La vida interior del apóstol)

GRACIA Y NATURALEZA

La gracia (habitual) es, según la doctrina de la Iglesia, una vida divina y,


por consiguiente, no debida, que Dios nos comunica mediante una adopción que
nos hace participantes de los méritos de Jesucristo. Esta vida divina se adapta a
nuestra vida natural, sin aboliría, sin absorberla, pero sí elevándola, como el
injerto utiliza la savia del tronco de inferior calidad para hacerle sustentar frutos
sabrosos (es san Pablo quien hace esta comparación). La gracia, en sí misma, lejos
de contradecir a la naturaleza, la transforma, la perfecciona, tiende a divinizarla, la
eleva a un orden mejor, superior, trascendente. Hay pues, en último término, no ya
oposición sino armonía entre la naturaleza y la gracia.
Sin embargo, porque nuestra naturaleza, nuestra vida puramente humana
(abstracción hecha del auxilio divino, sobrenatural), si bien no está en modo alguno
viciada en su fondo e irremediablemente corrompida (lo que constituye el error de
Lutero) está empero caída y en condición miserable, espiritualmente descentrada en
relación al fin último, sobrenatural, que Dios le ha asignado, ocurre por ello que se
establece un conflicto, una oposición temporaria y accidental, pero viva y sentida,
entre nuestras inclinaciones naturales, demasiado humanas y carnales, por una
parte, y los reclamos espirituales, divinos, sobrenaturales, de la gracia por otra.
Esta oposición innata, original, se ve aun reforzada en nosotros por la
atmósfera malsana y nociva en que vivimos las más de las veces, los malos ejem-
plos que recibimos, las faltas de aquellos de quienes en alguna medida
dependemos, y sobre todo por nuestras propias faltas.
De ahí procede el estado de lucha que se establece entre el mal yo, "el
hombre animal que no comprende lo que viene del Espíritu de Dios'' (1 Cor 2,14),
y el mejor yo, el hombre nuevo creado en nosotros por Dios, que nos incorpora a
la familia divina, nos hace hijos de Dios y hermanos de Cristo. De ahí viene que, a
menudo y por largo tiempo, la victoria y el crecimiento de este hombre nuevo, el
desarrollo en nosotros de la vida superior, espiritual, cristiana, implicarán un
esfuerzo costoso, sacrificios, y parecerán oponerse a la expansión natural,
estorbarla, debilitarla, e incluso contradecirla.
Sólo lentamente y al fin de un proceso tales sacrificios aparentes o reales
se verán manifiestamente compensados, contrapesados y superados por logros de
orden espiritual en donde todo aquello que la naturaleza humana deseaba
normalmente volverá a encontrarse, en una medida y según un modo incom-
parablemente mejores. Entonces veremos que, según la doctrina de Jesús, la
mortificación es la ruta austera que lleva a una vida más abundante, y la "cruz" es
el camino de la gloria y de la felicidad.

EL VASO DE ARCILLA

Paréceme que, en la mayoría de los casos, se pasa por tres fases en la


dirección de las almas. En un primer momento se tiene una visión justa en su
fondo, pero un poco corta y cartesiana, incompleta, de la profunda diferencia entre
lo auténticamente espiritual y sus remedos. Y uno se ve llevado a suponer estos
últimos, y a ver ilusiones, sin más, en los estados mixtos en los que aparecen el
factor nervioso, el temperamento, la reacción de las pasiones humanas y de la
enfermedad. Más adelante, alertados por una dura experiencia, nos vemos
tentados de adoptar criterios positivistas, médicos y casi de orientación freudiana,
porque hemos comprobado, aun en los mejores y a menudo sin que ellos mismos
tengan conciencia de ello, esa mezcla. Y también vemos que, aun en la vida de los
santos, tal mezcla está presente. Verdad es, sin duda, que existen santos muy
sanos, muy equilibrados en todos los órdenes, ya sea en una vida corta, como
Juana de Arco, en una vida de mediana duración, como santo Tomás de Aquino, o
en una vida larga, como san Vicente de Paul. Pero vemos también santos —y de
los más grandes: san Pablo, santa Teresa de Avila— que han padecido
enfermedades durante largos períodos de su vida, y algunos —como santa
Margarita María— que prácticamente nunca han dejado la condición de enfermos.
Y por último tenemos el caso de grandes espirituales, como el P. Juan José Surin,
que indiscutiblemente han sido "grandes nerviosos". Entonces, nos vemos
tentados de generalizar y de reducirlo todo a la explicación fisiológica, simplista.
Finalmente se llega, a mi entender, a una concepción más justa, más completa,
verdaderamente real, de las cosas. Esta manera de ver atempera la primera (de la
cual conserva la orientación general, que era la buena) mediante la segunda (en la
que se ha aprendido mucho, en cuanto al dosaje de los elementos en juego, y en
cuanto a la interpretación global, matizada, de los hechos). Esta manera de
apreciar se fundamenta en la verdad completa, que es ésta: la llama espiritual
encendida por Dios en nuestros corazones humanos es en sí misma pura y divina,
pero "la llevamos en vasos de arcilla" no solamente frágiles, sino además
groseros, a veces rajados, llenos de escorias. Nuestra vida interior se halla siempre
así marcada con el sello de nuestra nada, moldeada en sus modalidades,
contaminada a veces en cierta medida por miserias de salud, de temperamento, de
pasiones humanas.

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