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Los cristales en la herida como revelación de una memoria oculta en Mapocho de Nona
Fernández
consecuencia de un acto previo; con ella debe cargar la Rucia. Una herida abierta, sucia, llena
La Rucia es una mujer que vive en una mentira y su lesión en la cabeza es la viva
representación de eso. Ella junto a su hermano, el Indio, han crecido con el ocultamiento de
su madre sobre la verdadera historia que los construye. Para poder comprender la situación,
es necesario trasladarse a la infancia de los hermanos; ambos en casa con su abuela, su madre
y su padre, este último profesor de historia que, además, cuenta con una increíble elocuencia
e imaginación que utiliza para contar historias a los niños del vecindario. No obstante, un día
tocan a su puerta los militares, mencionando que buscan a Fausto (el padre), él agarra su
Posterior a esto, la madre decide tomar a sus hijos y llevarlos por el mundo en un trayecto
constante, para evitar cualquier imagen que pueda hacerle recordar algo de su vida en la
capital de Chile. Es necesario precisar que nunca les revela la verdad de porqué se fueron de
su casa y en dónde está su padre; en vez de eso, decide mentirles y les comenta que su
progenitor ha muerto en un incendio del barrio donde solían vivir. Los niños a modo de no
dejar morir el recuerdo de su padre, deciden asignar una día y mes para conmemorarlo y
permanece para siempre. La inocencia del Indio no dura mucho, y cuando descubre que
Fausto sigue vivo, decide increpar a su madre y revelarle la verdad a la Rucia. Alcoholizado
se sube al auto y emprende viaje hasta la casa de su madre y su hermana, allí ellas se suben
para ser llevadas al destino final: la playa en donde se encuentra la animita de su padre; mas
las cosas se salen de control y terminan volcados precipicio abajo: su madre muerta. Este
accidente es el punto de inflexión para la memoria de la Rucia. Por el impacto del choque, la
protagonista termina con una herida abierta en su cabeza y la incrustación de varios cristales
en ella y en su cuero cabelludo. Lo recién mencionado, se puede afirmar con la siguiente cita
de Carolina Parra:
autoexilia por el miedo a que los militares puedan hacerle a ella o a sus hijos, sino
porque los desconecta totalmente de Chile. Al reconocer cualquier hecho o cosa que
Aquí se evidencia un escape constante de la madre para no recordar nada que tenga
que ver con Chile y su fragmento de familia que quedó allí. Dado esto mismo, es que ambos
niños crecen con una parte menos de su historia y de lo que integra la identidad de cada uno,
Se puede establecer, dado lo comentado en los anteriores párrafos, que aquella herida
que carga la Rucia es el primer signo de develación de sus recuerdos, gracias a que su madre
ha muerto y sus mentiras se fueron con ella. Durante su trayecto post accidente, la Rucia
deambula por las calles de Santiago buscando al Indio, pero de lo que ella no es consciente,
es que, realmente, ella va despejando el camino para el encuentro con su memoria, con su
infancia, con su gente y con su identidad. La novela inicia con la protagonista perdida por las
calles capitalinas, pensando en dónde estaba situada su casa, pues el impedimento que ponía
su madre para conocer su pasado, le ocasiona el bloqueo del conocimiento sobre su tierra y
del barrio en particular donde vivía: “Tendría que recorrerlo entero, desde la cordillera hacia
abajo, para poder encontrar algo que la ubicara y la llevara a su barrio de infancia, y con
todos los cambios que han hecho, con tanto aviso de neón, tanta vitrina de color
De esta manera, cuando ella mantiene su herida abierta con cristales incrustados,
también está teniendo abiertos aquellos recuerdos que son aprisionados por las astillas que,
no por coincidencia, son de un material transparente, lo que puede significar la verdad de los
este sentido, se puede interpretar que aquel corte es la alegoría de la memoria rasgada y
atacada, que busca de cualquier forma poder ser reconocida. Esto, según la propuesta que
duelo, en donde menciona que “En tanto imagen arrancada del pasado, mónada que retiene en
sí la sobrevida del mundo que evoca, la alegoría remite antiguos símbolos a totalidades ahora
quebradas, datadas, los reinscribe en la transitoriedad del tiempo histórico” (10), en otras
palabras, la herida es la que retiene la memoria que se ha visto atacada y cubierta por su
madre, signo que se ancla a un pasado y sobrevive a una amenaza, circulando y resistiendo
por ende, una revelación de memoria, es cuando la Rucia se encuentra en el techo de la que
fue su casa de infancia, y aparece una pareja en medio de la noche, él “tirando de un carretón
de madera” (54) y ella dentro del vehículo, con las tripas afuera y ensangrentada. Le piden
que rece un Ave María por ellos y le entregan unas velas (símbolo de transparencia y
descubrimiento en tanto ilumina lo que está oscuro u oculto), ella las recibe y queda algo
desentendida; posterior a eso ocurre la gran acción: “De pronto un hilo de sangre comienza a
correr por la frente de la Rucia. Ella lo limpia y descubre que una pequeña astilla de vidrio ha
salido de su mollera. Es una de las tantas que le quedaron incrustadas después del choque.
Por fin una afuera, pensó que nunca más se las podría sacar de encima . . . sin posibilidad de
curarse jamás ” (Fernández 56). El cristal se desprende por una razón que ella desconoce:
ambos personajes que se aparecieron frente a ella, eran sus vecinos que fueron cruelmente
víctimas del actuar militar; la pareja estaba relacionada directamente con ella, convivieron en
un mismo lugar, con los mismos moradores del barrio, y con la misma injusticia de
familia se desmoronó y los hermanos fueron condenados a vivir como extranjeros por la
tierra). Además, no es coincidente que la narradora use la palabra mollera en vez de cabeza,
pues la primera hace alusión al entendimiento, a la cabeza en tanto mente, que es donde se
un hecho importante, y es que nadie le dice verbalmente aquella memoria que ha sido
ocultada, sino que se da con escenas de muertos que rondan en el barrio y se le aparecen
como luciérnagas para iluminar su pasado. Así es también como lo comenta Lenka
Guaquiante, pues “Mapocho presenta un escenario en que los muertos que no pasaron a la
historia constantemente deambulan mudos, dando cuenta del secreto, haciendo patente la
realidad de lo no dicho. El secreto tiene esta materialidad difusa, que no habla exactamente,
pero que, desde el silencio, marca su presencia” (s/p), esto permite que la herida adquiera un
carácter alegórico aún más fuerte, pues es la encargada de poseer aquellas verdades que, por
miedo a las palabras implica saber que las palabras pueden arrojarnos hacia el exterior de
nosotros mismos y otorgarnos en este acto un segundo nacimiento, una nueva infancia que
nos modifique para siempre y que ya no podemos ver, oír, sentir o incluso vivir de la misma
manera” (19); dicho de otra manera, la verbalización permite gestar otra realidad adversa a la
vivida, no obstante lo que necesita la Rucia es reconstruir a base de algo que ya ha ocurrido,
no necesita darle vida a nuevas situaciones, sino reconocer y saber su pasado, por lo que para
eso no necesita el habla, solo una imagen que desbloquee su recuerdo y le entregue su
Parra menciona que “Todas estas almas en pena van facilitando que la Rucia recuerde
y que encuentre datos de su verdadera historia, con lo que van guiando, de alguna forma, el
camino de la Rucia hacia la verdad. De este modo, los muertos hablan más que los vivos, sus
cuerpos putrefactos y quemados dan más señales que las palabras de su madre” (28), por lo
tanto se termina entrelazando los tiempos del pasado con el presente, los vivos con los
muertos y el recuerdo con el olvido. En este aspecto el tiempo de la novela “Es un tiempo
vertiginoso, pero no porque vaya rápido sino porque vuelve sobre sí mismo y se espeja,
física” (Horne 24), esto ya que los muertos ayudan a otra fallecida (la Rucia) a revivir aquello
que no se le fue enseñado o que ha olvidado que vivió; el espacio es nebuloso, de igual
manera su memoria.
se hace presente determina que la novela retroceda en su afirmación de que “el barrio está
muerto”. La firmeza del recuerdo, contenido bajo ese eufemismo de barrio nuevo y
desmemoriado, se revela como el sustrato de realidad que mantiene la identidad social, su
verdadera carne” (Guaquiante s/p), aquel sustrato del que hace referencia la autora, se puede
ver justamente en la presencia de aquellas almas andantes, que irán develando su historia real.
Por ende, siguiendo esta línea, tanto los difuntos como la herida, serían elementos
intempestivos, en tanto “Lo intempestivo sería aquello que piensa el fundamento del presente,
desgarrándose de él para vislumbrar lo que ese presente tuvo que ocultar para constituirse en
cuanto tal -lo que, en otras palabras, a ese presente le falta” (Avelar 17), dicho de otra
manera, aquellos personajes que le ayudan están desarmando el presente para revelarles el
pasado oculto, y mientras ocurre eso la herida sostiene aquellos vestigios que quedan de su
pasado, esperando por ser liberados junto a la astilla de cristal en la que se materializa.
Los cristales en la herida, por tanto, ayudan a ordenar un poco mejor aquellos hechos
literal, es que al final de la novela se develará aquel acertijo que es inferido en primera
instancia y que se propone al inicio del presente trabajo: “De pie sobre el último puente del
río, la Rucia recuerda mientras ve a su madre perderse en las aguas. Una astilla de vidrio ha
vuelto a escaparse de su cabeza. Por la frente un hilo de sangre le corre suave para saltarse a
la mejilla y ahí escurrirse líquido y rojo hasta el cuello. Una astilla afuera, un recuerdo
nuevo” (172). El cristal que se desprende le entrega una información nueva que no poseía o le
El conocer y entender los diferentes aspectos que ella no entendía ni sabía, logran que
aquellas astillas incrustadas puedan salir, para dar, finalmente, el espacio completo para que
la herida sane, pues, anteriormente, “ [la madre] les veta la capacidad de pensar y de
reafirmarse como sujetos que puedan superar estas heridas” (Parra 23). No obstante, es
necesario destacar que en el final de la novela, nunca se esclarece que su herida es cerrada
por completo ni tampoco que está cicatrizada; en adhesión, cuando se presenta la escena de
despedida entre ella y su abuela, el cajón queda abierto, ya que es adornado con flores secas,
y el cuerpo de la Rucia puede ser observado por el Indio. Por tanto, al igual que el ataúd de la
Rucia, la herida no se ha cerrado y, a modo de deducción, esto sucede porque su herida está
muerta al igual que sus recuerdos. Por más que ella pudo descifrar, con ayuda de las almas
transitorias, su memoria, las astillas están abstractamente cargadas para siempre en su herida,
pues murió con ellas y de allí, aunque salgan, dejan su marca para la eternidad.
Bibliografía:
Letras.mysite. 2010.
Horne, Luz. Futuros menores. Filosofías del tiempo y arquitecturas del mundo desde
20-36.