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Universidad Andrés Bello

Departamento de Artes y Humanidades


Curso: Seminario I
Profesor: Luis Valenzuela Pardo
11 de abril 2023

Los cristales en la herida como revelación de una memoria oculta en Mapocho de Nona
Fernández

“Dicen que no tiene descanso.


Dicen que mientras no encuentre su cabeza,
nunca lo tendrá. Dicen.Eso dicen”.
(Mapocho, Nona Fernández)

La herida es una lesión, un corte, un daño que queda plasmado en el cuerpo a

consecuencia de un acto previo; con ella debe cargar la Rucia. Una herida abierta, sucia, llena

de sedimentos y, a veces, sangrienta; esta permanece a lo largo de toda la novela, resiste en la

cabeza de la protagonista y, puede decirse, que tampoco termina por cicatrizar.

La Rucia es una mujer que vive en una mentira y su lesión en la cabeza es la viva

representación de eso. Ella junto a su hermano, el Indio, han crecido con el ocultamiento de

su madre sobre la verdadera historia que los construye. Para poder comprender la situación,

es necesario trasladarse a la infancia de los hermanos; ambos en casa con su abuela, su madre

y su padre, este último profesor de historia que, además, cuenta con una increíble elocuencia

e imaginación que utiliza para contar historias a los niños del vecindario. No obstante, un día

tocan a su puerta los militares, mencionando que buscan a Fausto (el padre), él agarra su

chaqueta, se despide de su familia y emprende camino junto a los hombres de verde.

Posterior a esto, la madre decide tomar a sus hijos y llevarlos por el mundo en un trayecto

constante, para evitar cualquier imagen que pueda hacerle recordar algo de su vida en la

capital de Chile. Es necesario precisar que nunca les revela la verdad de porqué se fueron de

su casa y en dónde está su padre; en vez de eso, decide mentirles y les comenta que su

progenitor ha muerto en un incendio del barrio donde solían vivir. Los niños a modo de no
dejar morir el recuerdo de su padre, deciden asignar una día y mes para conmemorarlo y

hacen además una animita para poder hablarle y rezarle.

Sin embargo lo anteriormente dicho, la mentira es un arma de doble filo y nunca

permanece para siempre. La inocencia del Indio no dura mucho, y cuando descubre que

Fausto sigue vivo, decide increpar a su madre y revelarle la verdad a la Rucia. Alcoholizado

se sube al auto y emprende viaje hasta la casa de su madre y su hermana, allí ellas se suben

para ser llevadas al destino final: la playa en donde se encuentra la animita de su padre; mas

las cosas se salen de control y terminan volcados precipicio abajo: su madre muerta. Este

accidente es el punto de inflexión para la memoria de la Rucia. Por el impacto del choque, la

protagonista termina con una herida abierta en su cabeza y la incrustación de varios cristales

en ella y en su cuero cabelludo. Lo recién mencionado, se puede afirmar con la siguiente cita

de Carolina Parra:

Desde un comienzo la madre tiene la predisposición a no contar la verdadera historia

de lo que le ocurrió a su padre y de alejarlos definitivamente de él. Pues no sólo se

autoexilia por el miedo a que los militares puedan hacerle a ella o a sus hijos, sino

porque los desconecta totalmente de Chile. Al reconocer cualquier hecho o cosa que

le recordara a Santiago o a alguna persona conocida, la madre se cambiaba de casa y

los llevaba a un lugar donde nada pudiera recordarle su país (20).

Aquí se evidencia un escape constante de la madre para no recordar nada que tenga

que ver con Chile y su fragmento de familia que quedó allí. Dado esto mismo, es que ambos

niños crecen con una parte menos de su historia y de lo que integra la identidad de cada uno,

pues lo que los conforma está siempre sentando bases en su pasado.

Se puede establecer, dado lo comentado en los anteriores párrafos, que aquella herida

que carga la Rucia es el primer signo de develación de sus recuerdos, gracias a que su madre

ha muerto y sus mentiras se fueron con ella. Durante su trayecto post accidente, la Rucia
deambula por las calles de Santiago buscando al Indio, pero de lo que ella no es consciente,

es que, realmente, ella va despejando el camino para el encuentro con su memoria, con su

infancia, con su gente y con su identidad. La novela inicia con la protagonista perdida por las

calles capitalinas, pensando en dónde estaba situada su casa, pues el impedimento que ponía

su madre para conocer su pasado, le ocasiona el bloqueo del conocimiento sobre su tierra y

del barrio en particular donde vivía: “Tendría que recorrerlo entero, desde la cordillera hacia

abajo, para poder encontrar algo que la ubicara y la llevara a su barrio de infancia, y con

todos los cambios que han hecho, con tanto aviso de neón, tanta vitrina de color

maquillándolo todo, se hace muy difícil” (Fernández 20).

De esta manera, cuando ella mantiene su herida abierta con cristales incrustados,

también está teniendo abiertos aquellos recuerdos que son aprisionados por las astillas que,

no por coincidencia, son de un material transparente, lo que puede significar la verdad de los

hechos que ocurrieron en su familia, y no sucesos inventados o disfrazados por la madre. En

este sentido, se puede interpretar que aquel corte es la alegoría de la memoria rasgada y

atacada, que busca de cualquier forma poder ser reconocida. Esto, según la propuesta que

establece Avelar en su obra Alegorías de la derrota: la ficción postdictatorial y el trabajo del

duelo, en donde menciona que “En tanto imagen arrancada del pasado, mónada que retiene en

sí la sobrevida del mundo que evoca, la alegoría remite antiguos símbolos a totalidades ahora

quebradas, datadas, los reinscribe en la transitoriedad del tiempo histórico” (10), en otras

palabras, la herida es la que retiene la memoria que se ha visto atacada y cubierta por su

madre, signo que se ancla a un pasado y sobrevive a una amenaza, circulando y resistiendo

desde su infancia hasta su adultez.

Una de las primeras situaciones en donde se produce un desprendimiento de cristal y,

por ende, una revelación de memoria, es cuando la Rucia se encuentra en el techo de la que

fue su casa de infancia, y aparece una pareja en medio de la noche, él “tirando de un carretón
de madera” (54) y ella dentro del vehículo, con las tripas afuera y ensangrentada. Le piden

que rece un Ave María por ellos y le entregan unas velas (símbolo de transparencia y

descubrimiento en tanto ilumina lo que está oscuro u oculto), ella las recibe y queda algo

desentendida; posterior a eso ocurre la gran acción: “De pronto un hilo de sangre comienza a

correr por la frente de la Rucia. Ella lo limpia y descubre que una pequeña astilla de vidrio ha

salido de su mollera. Es una de las tantas que le quedaron incrustadas después del choque.

Por fin una afuera, pensó que nunca más se las podría sacar de encima . . . sin posibilidad de

curarse jamás ” (Fernández 56). El cristal se desprende por una razón que ella desconoce:

ambos personajes que se aparecieron frente a ella, eran sus vecinos que fueron cruelmente

víctimas del actuar militar; la pareja estaba relacionada directamente con ella, convivieron en

un mismo lugar, con los mismos moradores del barrio, y con la misma injusticia de

arrebatarles su vida (a la Rucia metafóricamente, ya que después de llevarse a su padre, la

familia se desmoronó y los hermanos fueron condenados a vivir como extranjeros por la

tierra). Además, no es coincidente que la narradora use la palabra mollera en vez de cabeza,

pues la primera hace alusión al entendimiento, a la cabeza en tanto mente, que es donde se

albergan los recuerdos.

Junto con la caída de las astillas y el conocimiento de un nuevo recuerdo, se produce

un hecho importante, y es que nadie le dice verbalmente aquella memoria que ha sido

ocultada, sino que se da con escenas de muertos que rondan en el barrio y se le aparecen

como luciérnagas para iluminar su pasado. Así es también como lo comenta Lenka

Guaquiante, pues “Mapocho presenta un escenario en que los muertos que no pasaron a la

historia constantemente deambulan mudos, dando cuenta del secreto, haciendo patente la

realidad de lo no dicho. El secreto tiene esta materialidad difusa, que no habla exactamente,

pero que, desde el silencio, marca su presencia” (s/p), esto permite que la herida adquiera un
carácter alegórico aún más fuerte, pues es la encargada de poseer aquellas verdades que, por

medio de un tercer personaje que encarna el espíritu perdido e intranquilo, se devela.

En este mismo sentido, Horne explica lo siguiente respecto a la verbalidad: “Tenerle

miedo a las palabras implica saber que las palabras pueden arrojarnos hacia el exterior de

nosotros mismos y otorgarnos en este acto un segundo nacimiento, una nueva infancia que

nos modifique para siempre y que ya no podemos ver, oír, sentir o incluso vivir de la misma

manera” (19); dicho de otra manera, la verbalización permite gestar otra realidad adversa a la

vivida, no obstante lo que necesita la Rucia es reconstruir a base de algo que ya ha ocurrido,

no necesita darle vida a nuevas situaciones, sino reconocer y saber su pasado, por lo que para

eso no necesita el habla, solo una imagen que desbloquee su recuerdo y le entregue su

identidad: los espíritus de su pasado.

Parra menciona que “Todas estas almas en pena van facilitando que la Rucia recuerde

y que encuentre datos de su verdadera historia, con lo que van guiando, de alguna forma, el

camino de la Rucia hacia la verdad. De este modo, los muertos hablan más que los vivos, sus

cuerpos putrefactos y quemados dan más señales que las palabras de su madre” (28), por lo

tanto se termina entrelazando los tiempos del pasado con el presente, los vivos con los

muertos y el recuerdo con el olvido. En este aspecto el tiempo de la novela “Es un tiempo

vertiginoso, pero no porque vaya rápido sino porque vuelve sobre sí mismo y se espeja,

porque tiene recurrencias, porque irrumpe en el tiempo homogéneo y cronológico de la

física” (Horne 24), esto ya que los muertos ayudan a otra fallecida (la Rucia) a revivir aquello

que no se le fue enseñado o que ha olvidado que vivió; el espacio es nebuloso, de igual

manera su memoria.

Anclado a lo desarrollado en el párrafo anterior, “La obstinación con que el silencio

se hace presente determina que la novela retroceda en su afirmación de que “el barrio está

muerto”. La firmeza del recuerdo, contenido bajo ese eufemismo de barrio nuevo y
desmemoriado, se revela como el sustrato de realidad que mantiene la identidad social, su

verdadera carne” (Guaquiante s/p), aquel sustrato del que hace referencia la autora, se puede

ver justamente en la presencia de aquellas almas andantes, que irán develando su historia real.

Por ende, siguiendo esta línea, tanto los difuntos como la herida, serían elementos

intempestivos, en tanto “Lo intempestivo sería aquello que piensa el fundamento del presente,

desgarrándose de él para vislumbrar lo que ese presente tuvo que ocultar para constituirse en

cuanto tal -lo que, en otras palabras, a ese presente le falta” (Avelar 17), dicho de otra

manera, aquellos personajes que le ayudan están desarmando el presente para revelarles el

pasado oculto, y mientras ocurre eso la herida sostiene aquellos vestigios que quedan de su

pasado, esperando por ser liberados junto a la astilla de cristal en la que se materializa.

Los cristales en la herida, por tanto, ayudan a ordenar un poco mejor aquellos hechos

que provienen del pasado y se mezclan en su presente espiritual o en tránsito. De manera

literal, es que al final de la novela se develará aquel acertijo que es inferido en primera

instancia y que se propone al inicio del presente trabajo: “De pie sobre el último puente del

río, la Rucia recuerda mientras ve a su madre perderse en las aguas. Una astilla de vidrio ha

vuelto a escaparse de su cabeza. Por la frente un hilo de sangre le corre suave para saltarse a

la mejilla y ahí escurrirse líquido y rojo hasta el cuello. Una astilla afuera, un recuerdo

nuevo” (172). El cristal que se desprende le entrega una información nueva que no poseía o le

era ocultada, y esto, a su vez, le permite apaciguar la eventual interrogante de su identidad, de

su padre, de su barrio y de lo huacha.

El conocer y entender los diferentes aspectos que ella no entendía ni sabía, logran que

aquellas astillas incrustadas puedan salir, para dar, finalmente, el espacio completo para que

la herida sane, pues, anteriormente, “ [la madre] les veta la capacidad de pensar y de

reafirmarse como sujetos que puedan superar estas heridas” (Parra 23). No obstante, es

necesario destacar que en el final de la novela, nunca se esclarece que su herida es cerrada
por completo ni tampoco que está cicatrizada; en adhesión, cuando se presenta la escena de

despedida entre ella y su abuela, el cajón queda abierto, ya que es adornado con flores secas,

y el cuerpo de la Rucia puede ser observado por el Indio. Por tanto, al igual que el ataúd de la

Rucia, la herida no se ha cerrado y, a modo de deducción, esto sucede porque su herida está

muerta al igual que sus recuerdos. Por más que ella pudo descifrar, con ayuda de las almas

transitorias, su memoria, las astillas están abstractamente cargadas para siempre en su herida,

pues murió con ellas y de allí, aunque salgan, dejan su marca para la eternidad.
Bibliografía:

Avelar, Idelber. “Introducción: Alegoría y postdictadura”. Alegorías de la derrota. La

ficción postdictatorial y el trabajo del duelo. Santiago: Cuarto propio: 2001.

Fernández, Nona. Mapocho. Santiago: Uqbar Editores. 2008.

Guaquiante, Lenka. “Mapocho de Nona Fernández: herida y palabra callada”.

Letras.mysite. 2010.

Horne, Luz. Futuros menores. Filosofías del tiempo y arquitecturas del mundo desde

Brasil. Santiago: Universidad Alberto Hurtado Ediciones, 2021.

Parra, Carolina. “Capítulo II: La recuperación de la memoria y la construcción de la

Identidad en Mapocho”. La reconstrucción de la memoria familiar y la construcción

de la identidad en Mapocho de Nona Fernández. Tesis. Universidad de Chile. 2014.

20-36.

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