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La narrativa y el mal

LA LITERATURA tiene una relación antigua y próspera con el


mal. No hay un mito, una leyenda, un relato, una novela
que no conciba el mal como una fuerza genuinamente hu-
mana y a la vez como un artificio de impulso del mecanismo
narrativo. Desde la serpiente en el paraíso donde habitaban
Adán y Eva hasta la atmósfera sombría, dispersa, anónima
que puebla los prodigiosos relatos de Franz Kaflza, las fuerzas
malignas son esenciales a toda historia.
En gran parte de las novelas y relatos clásicos y moder-
nos, el mal es concebido como un portador de la verdad. La
aparición del mal es una fuerza que desata consecuencias en
la historia, y gracias a ella nos adentramos en la verdad esen-
cial de los personajes.
En mitos antiguos como el de Adán y Eva, o su antecesor,
el de Prometeo y Pandora, el mal toma la forma de la rebelión
y la búsqueda del conocimiento. En la historia contada por
Hesíodo, Prometeo roba el fuego de los dioses para llevarlo
a los hombres. Prometeo es una encarnación de la rebeldía,
que trae un castigo para la especie humana. Ese castigo toma
la forma de una mujer y se convierte en Pandora -la an-
tecesora de Eva-, que seduce a Epimeteo, el hermano de
Prometeo. Desoyendo los consejos de Prometeo, que le pide
no aceptar los regalos de los dioses, Epimeteo recibe a Pan-
dora. Esta abre la caja y libera todos los males sobre la Tierra.
Pandora descubre el mal, es decir, hace conocer la realidad al

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género humano. La rebelión, e! mal y e! descubrimiento de la
realidad van así asociados en ese mito original.
En el mito de Adán y Eva, el mal aparece corporizado
inicialmente bajo la forma de la serpiente. La serpiente es
una antigua encarnación de! mal que ya aparecía en e! mito
de Apolo. La historia de Adán y Eva, que fue dramatizada por
] ohn Milton, podria definirse como un esquema clásico de
narración. Al inicio, Adán y Eva viven en un tiempo inmó-
vil, e! perfecto tiempo del paraíso. La llegada de la serpiente
es un factor perturbador, e! inicio del tiempo real. Con la
serpiente, es decir la amenaza de! mal, en e! tercer libro del
Génesis, llega la acción, el tiempo narrativo. La serpiente le
informa a Eva que si toma esa fruta, se abrirán sus ojos y
podrá ser como los seres divinos, que conocen la diferen-
cia entre e! bien y e! mal. La tentación le otorgará a Eva la
capacidad de discernir, o sea la lucidez. En otras palabras,
la divinidad. Con la manzana, ella y Adán dejarán de ser
simples humanos.
Con la llegada de la serpiente aparecen todos los ingre-
dientes narrativos: e! conflicto, el dilema, la transgresión.
Adán y Eva se enfrentan a un dilema. El dilema es un motor
esencial de la acción, y a la vez un estímulo de la relación
entre el personaje y e! lector. La curiosidad, un instinto tan
humano como subversivo, es también un instinto divino, que
hace que los hombres trasciendan su condición. "Vas a ser
como los dioses", le dice la serpiente a Eva. "Conocerás la
diferencia entre el bien y e! mal". Esta tentación de la divini-
dad, conocida como curiosidad, es e! motivo por e! que los
protagonistas dan un paso decisivo en la trama: rompen la ley.
Al tomar la manzana de! Árbol del Conocimiento del Bien y
e! Mal, Adán y Eva están buscando una verdad que trasciende
su entorno. Pero no olvidemos que la fuente de! mal, es decir,
la manzana, era ya parte de! paraíso. El mal ya existía en ese
lugar aparentemente perfecto, porque, como bien sabían los

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autores del mito, no hay un lugar perfecto, no existe un lugar
puro. El paraíso ya contenía el germen de su destrucción.
El mito de Adán y Eva supone desde su propia narración
que no existe un absoluto moral. La serpiente es una mensa-
jera que ya vivia en el paraíso y que llama la atención a Adán
y Eva sobre un tesoro y una tentación que ya existía dentro
de ellos. El tesoro aparente es la manzana, pero el verdadero
tesoro prohibido es la curiosidad. Adán y Eva no son buenos
o malos. Encaman más bien la unidad de ambos principios.
El paraíso no era perfecto, puesto que contenía el Árbol del
Conocimiento, la fuente de su ruptura. Desobedecer la ley se
origina en un impulso transgresor que la serpiente despierta
en los personajes.
En Adán y Eva la fuerza irresistible de la curiosidad y la
imaginación prevalecen sobre el instinto de preservación, la
seguridad. Ambos son los primeros lectores y los primeros
escritores, aquellos que rompen con la palabra de Dios para
ejercer la suya propia. Como cualquier escritor, como cual-
quier lector, Adán y Eva trascienden sus límites; poseídos por
la necesidad de trascender, rompen la ley e inauguran el tiem-
po de la narrativa. Este es el tiempo progresivo, de desarrollo,
el esforzado tiempo del trabajo. No es el tiempo de los dioses
ni de los humanos, sino de aquellos seres que los integran.
No deja de ser curioso que Adán y Eva tuvieran dos hijos:
Caín y Abel. Uno de ellos expresa el mal y el otro el bien. Pero
Caín y Abel son hermanos. Están unidos. Esa dualidad es
la unidad que desde entonces, de acuerdo al mito cristiano,
funda la humanidad. El bien y el mal son intercambiables.
Uno no puede entenderse sin el otro. Transgredir la ley, co-
mer de la manzana, dejarse llevar por la curiosidad y el afán
de nuevas experiencias son el origen de cualquier historia.
La tragedia griega abunda en personajes transgresores.
Allí están Edipo, Antígona, Teseo, Prometeo para recordár-
noslo. En el período barroco, el Quijote, que viaja por las

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llanuras de España buscando hacer e! bien, es sin duda tam-
bién un transgresor. La visión de Cervantes es de una comple-
jidad enorme, porque el Quijote rompe la norma de la razón
para inaugurar una ley propia, la de la locura de! caballero
andante, con sus propios códigos cerrados a los de! mundo
exterior. El Quijote es un transgresor pero también un defen-
sor de la ley. Desde e! inicio descubrimos, sin embargo, que
su apuesta por e! bien solo podrá traer calamidades tanto a él
como a su compañero, e! representante de la realidad, San-
cho Panza. El Quijote es un transgresor a la ley de la razón
porque afirma la ley de la justicia. En nombre de! bien idea-
lizado, siembra e! mal para sí mismo y para quienes quiere
ayudar. Si Sancho empieza personificando e! bien, es decir,
la razón, poco a poco va entregándose al espíritu del Quijote.
El Quijote se vuelve un personaje moralmente ambiguo, un
idealista de! bien que siembra e! mal para los demás y para
sí mismo. La historia acaba cuando la transgresión es derro-
tada. La realidad se impone bajo la forma de! Caballero de
la Blanca Luna, y trae al Quijote de regreso a casa. "Quítame
la vida pues me has quitado la honra", le dice el Quijote al
Caballero, después de la batalla. El Caballero de la Blanca
Luna perdona la vida al Quijote. Entonces sabemos que su
transgresión ha terminado. Su vida y la historia que nos la
cuenta, también. Solo puede morir, pues le es imposible vivir
en un mundo sin mitos que pueda encamar.

Pero, ¿qué entendemos por un personaje maligno, un perso-


naje que de algún modo encarna el ma]? Podemos coger al
azar algunos de nuestros villanos preferidos, por ejemplo e!
Vautrin de Balzac y e! Yago de Shakespeare. Son personajes

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malignos que van corrompiendo a sus víctimas: Lucien de
Rubempré y Othello. Sin embargo, la grandeza de los per-
sonajes malvados se logra a partir de una intuición de sus
debilidades, es decir, de su humanidad. El villano necesita
a sus víctimas, y en cierto modo depende de ellas. Yago ne-
cesita tanto a Othello que hay algo de humano en su afecto
destructivo por él. Vautrin, por su lado, necesita ascender
y enriquecerse. Para ello, requiere adiestrar a sus discípu-
los, seducir a Eugéne Rastignac o a Lucien de Rubempré, a
quienes domina y de quienes sin embargo depende. Hay una
dosis apasionada de afecto de Yago y de Vautrin hacia sus
victimas. Lo que nos hace admirar a Yago o a Vautrin es el
repertorio de recursos que usan para influir y apoderarse de
sus victimas, los objetos de su deseo. Yago y Vautrin son seres
malignos pero también seres admirables y vulnerables. Sus
autores, al humanizarlos, los hacen más reales, más próximos
y complejos. No son estereotipos. Son seres reales. Son prin-
cipios activos del desarrollo de la trama.
El hecho de que Yago tenga más monólogos que Othello
(ocho contra tres, ha contado Harold Bloom), lo convierte en
una figura estelar. Y aquí viene una relación que me interesa
establecer, la de la maldad y el poder. Yago ha perdido el
poder pues ha sido relegado por Othello a favor de Casio, y
busca recuperarlo. Vautrin le enseña a Lucien Rubempré las
lecciones de la vida en la ciudad, y la lucha por el poder en
la sociedad de París.
Si Othello hubiera sido un hombre más astuto, Yago ha-
bría sido apenas un fastidio para él. Al igual que la serpiente
con Adán y Eva en el paraíso, Yago revela la verdad oculta
en su víctima. El mal no está en él sino en Othello. Yago
solo revela el lado vulnerable, débil, tormentoso, maligno de
Othello. Es gracias a él que conocemos realmente a un rey
que, por otro lado, es el héroe de innumerables batallas, un
ídolo de su pueblo: gracias a Yago, sabemos que Othello es

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un individuo inseguro y celoso que va a matar a la inocen-
te Desdémona. Asimismo, Vautrin revela el lado oscuro de
Lucien: su necesidad de triunfar y de figurar en el falso y
acartonado mundo de la sociedad francesa. Sabemos que
Lucien es ambicioso y arribista gracias a Vautrin. Sabemos
que Adán y Eva son curiosos, desobedientes y mentirosos,
gracias a la serpiente. El mal, una vez más, es partador de
la verdad. Pero esta verdad maligna ya estaba inscrita en el
corazón de los inocentes.
Algunos relatos modernos como El extraño caso del doctor
Jekyll y Mr Hyde (1886), de Robert Louis Stevenson, son un
comentario a esta unidad del bien y el mal. La pócima que
convierte al doctor Jekyll en Mr. Hyde todas las noches es
una via de transición de su propia identidad. Mr. Hyde revela
quién es doctor Jekyll, lo completa, lo reformula y lo huma-
niza. Otra fábula de la era victoriana, Las aventuras de Alicia
en el país de las maravillas (1865), de Lewis Carroll, muestra
un mundo al revés, donde impera la antilógica, es decir, un
mundo aparentemente opuesto al que la realidad victoriana
de su protagonista preconizaba. El país de las maravillas de
Alicia es el de los transgresores de la lógica, la ley y el sentido
común. La sociedad victoriana, cultara represiva del bien, es
la mayor generadora de visiones del mal.
En "La literatura y el mal", Georges Bataille desarrolló
la idea de que la narrativa y el arte en general son la conse-
cuencia de las represiones de nuestros deseos tanáticos. Se-
gún Bataille, nuestra educación social nos obliga a reprimir
estos deseos violentos que se quedan almacenados en nues-
tro inconsciente. La literatura y el arte nos dan, sin embargo,
una gran ocasión de liberar esos deseos. Por eso creamos
personajes siniestros, grotescos o atemorizantes que repre-
sentan ese lado oscuro y reprimido. En los relatos, a través
de los personajes que nos representan, podemos realizar las
transgresiones que no podemos realizar en la vida. Si en la

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vida nos es imposible matar, robar, amar libremente, o reali-
zar cualquier acción punible, allí están nuestros héroes que
lo hacen por nosotros. Por eso los leemos, los admiramos,
acaso los amamos. Esta idea de Bataille siempre me ha pa-
recido sugerente, aunque insuficiente, para explicar nues-
tra pasión por el mal y los villanos en la narrativa. Aunque
la tesis de Bataille me parece parcialmente cierta, creo que
nuestra identificación con los héroes malignos es un asunto
más complejo y natural que el de la realización simbólica de
las represiones tanáticas.
En ese sentido, tal vez todas las narraciones puedan
definirse como versiones de un mismo asunto esencial: el de
las relaciones entre los seres humanos y la ley. Desde Adán
y Eva hasta Kafka, para volver a mi ejemplo original, las
historias nos cuentan siempre cómo los seres humanos han
roto alguna forma de la ley. Con ello se han definido como
quienes son. Al hacerlo, Adán, nuestro padre, un curioso,
un soñador, es también un rebelde que aspira ala divinidad.
Lo mismo puede decirse de Pandora, que funda el mal, es de-
cir completa la verdad, en la especie humana. Romper la ley
es abrir una brecha en el mundo. Es revelar la verdad. Esta
revelación de la verdad oculta siempre les ha interesado a
escritores y lectores, que son, por definición, también trans-
gresores. Adán y Eva, Promete o y Pandora: nuestros padres.

Las novelas de Vargas Llosa parecen sugerirnos que la maldad


es inseparable del poder, su ejercicio natural. En América La-
tina, vivimos con frecuencia esta ecuación. En un continente
que ha sido pródigo en dictaduras, esta relación se ha encar-
nado con demasiada frecuencia y ha sido objeto de muchas

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obras literarias. Entre nosotros, las obras literarias que repre-
sentan el poder y la maldad se remontan al siglo XIX. Una de
las más importantes es sin duda "El matadero" (1838-1840),
de Esteban Echeverría, que grafica la situación de Argenti-
na bajo la dictadura de Rosas. Algunos dictadores históricos
como el presidente Francia de Paraguay y el presidente Truji-
110 de Santo Domingo han dado lugar a novelas de Roa Bastos
y Vargas Llosa, en las que el dictador es el protagonista.
Tenemos muchas historias que contar a propósito de
nuestros dictadores. El dictador Somoza en Nicaragua tenía
en los jardines de Palacio de Gobierno dos jaulas. Una de
ellas tenía aves del paraíso. La otra, prisioneros políticos. El
dictador Melgarejo de Bolivia nombró -en una noche de
borrachera- Ministro de Relaciones Exteriores a su caba-
110. El dictador Odría del Perú ordenó derogar la ley de la
gravedad. La dictadura argentina diseñó nuevos aparatos de
tortura, como la picana eléctrica. La idea del mal, como en
Shakespeare o en Balzac, es inseparable de la idea del abuso
o la destrucción del poder.
Pocos han reflexionado sobre el poder como Elias Canetti
en su gran ensayo "Masa y poder" (1960), donde establece la
relación entre poder y paranoia. Su análisis de los reyes afri-
canos y del oficial nazi Schreber define claramente la fuerza
delirante de la paranoia. El sueño del poderoso es sobrevivir
a sus enemigos. Sueña con un mundo en el que solo exis-
ten subordinados suyos. El poderoso sentencia a personas a
muerte porque piensa que de ese modo pospondrá la suya
propia, en un universo que concibe como una carnicería na-
tural. Canetti enfatiza la importancia de las órdenes que dan
los poderosos. Una orden es, originalmente, un pedido de
retirada del otro. En ese sentido, dice Canetti, un león que
persigue a un animal débil en realidad le ordena que se vaya.
Cuando el león mata a uno de los animales de la manada, ya
no persigue al resto. Esa es la razón por la que la manada está

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dispuesta a sacrificar a uno de sus miembros por la supervi-
vencia del grupo. El sacrificio es parte de la relación.
Al analizar los esquemas de poder de los reyes africanos,
Canetti hace una comparación ilustrativa que puede servir
para cualquier relación de poder. De acuerdo con ella, cada
vez que un superior le da una orden a uno de sus subordina-
dos, le clava un aguijón. El receptor de la orden solo quiere
liberarse del aguijón para a su vez clavarlo en alguien; en
otras palabras, quiere pasarle el aguijón a otra persona. En
este sentido, el mecanismo del poder es inseparable del ejer-
cicio de la violencia.

El procedimiento esencial en mitos como el de Adán y Eva es


registrar las respuestas de los protagonistas ante la aparición
del poder. En ese sentido, muchas novelas pueden definirse
como una exploración de la maldad. Las familias y las socie-
dades son una conspiración para ocultar los lados oscuros
de ellas mismas. La narrativa, en cambio, es un intento por
descubrir esas zonas oscuras, por revelar su entraña maligna.
Creo que una de las tareas de la novela es precisamente re-
coger estos instantes privilegiados, los momentos en que las
zonas ocultas, las representaciones del mal, se revelan para
siempre.
Si su asunto es el de las relaciones entre los seres huma-
nos y la ley, la narrativa es por ello una exploración en los
límites de la conducta. Al contar historias, los escritores esta-
mos tratando de descubrir hasta qué extremos de la conducta
pueden llegar los seres humanos. Para hacerlo, los colocamos
en situaciones extremas donde deben hacerse de un modo
instintivo, no racional, algunas preguntas. Estas preguntas

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se ocultan bajo el barniz de la civilización y las normas de
la convivencia a las que los seres humanos se obligan. Solo
la narrativa puede hurgar debajo de estas capas de cultura
para hacerlas. ¿Por qué razones los personajes de una novela
están dispuestos a hacer lo que hacen? ¿Por qué o por quién
estarían dispuestos a dar la vida? ¿Qué hace que se enamoren
o se odien o busquen prevalecer o destruirse o aislarse? ¿Qué
motivos los pueden llevar a enfrentar y romper alguna ley?
¿Cuál es el costo del sacrificio y hasta dónde son capaces de
llegar para realizarlo? Estas son preguntas que se registran
en la acción de los personajes, en la narración misma. Son
preguntas que están implícitas en las historias. Por fortuna, la
experiencia humana está llena de misterios, es decir, llena de
motivos para relatos. Y tanto el mal como el bien, que convi-
ven en nosotros como una unidad, son misterios que nunca
llegaremos, felizmente, a explicar. El trabajo del escritor es,
más bien, compartir asombros.

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