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Jorge Luis Borges

lHISTORIA DE LA ETERNIDAD

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...Supple me ntu m Livii; Historia infinita
te mporis atque aeternitatis.. .

QUEVEDO : Perinola, 1632.

. .. n or pro mise that they would beco me in


general, by learning criticis m, m ore useful,
happier, or wiser.

JOHNSON : Preface to Shakespeare, 1765.


PR Ó L OG O

Poco dir é de la singular "historia de la eternidad" que da no m bre a estas


p á ginas. En el principio hablo de la filosofía plat ó nica; en u n trabajo que
aspiraba al rigor cronol ó gico, m á s razonable h ubiera sido partir de los
hex á metros de Parm é nides ("no ha sido n u nca ni ser á, porque ahora es"). No
s é c ó mo pude co mparar a "in m ó viles piezas de m useo" las formas de Plat ó n y
c ó mo no sentí, leyendo a Escoto Erígena y a Schopen hauer, que éstas son
vivas, poderosas y org á nicas. Entendí que sin tie mpo no hay m ovi miento
(ocupaci ó n de lugares distintos en m o m e ntos distintos); no entendí que
ta mpoco puede haber in movilidad (ocupaci ó n de u n m is mo lugar en
m o m e ntos distintos).

Dos artículos he agregado que co mple me ntan o rectifican el texto: La


m et áfora, de 1952; El tie mpo circular, de 1943.

El i mprobable y acaso inexistente lector a quien le interesen Las ken ningar


puede interrogar el breviario Antiguas literaturas ger m á nicas, que publiqu é en
M éjico en 1951, con la colaboraci ó n de Delia Ingenieros.

El m é rito o la culpa de la resurrecci ó n de estas p á ginas no tocar á por cierto a


m i kar ma, sino al de m i generoso y tenaz a migo Jos é Ed m u n do Cle me nte.

J. L. B.

Buenos Aires, 24 de m ayo de 1953.


H I STOR IA D E LA ETER N I DA D

•I

En aquel pasaje de las En é adas que quiere interrogar y definir la naturaleza


del tie mpo, se afir ma que es indispensable conocer previa me nte la eternidad,
que —seg ú n todos saben — es el m o delo y arquetipo de aqu é l. Esa advertencia
li m i nar, tanto m á s grave si la cree mos sincera, parece aniquilar toda
esperanza de entendernos con el ho m bre que la escribi ó. El tie mpo es u n
proble ma para nosotros, u n te mbloroso y exigente proble ma, acaso el m ás
vital de la m etafísica; la eternidad, u n juego o u na fatigada esperanza. Lee mos
en el Ti meo de Plat ó n que el tie m po es u na i magen m ó vil de la eternidad; y
ello es apenas u n acorde que a ni ngu no distrae de la convicci ó n de que la
eternidad es u na i magen hecha con sustancia de tie m po. Esa i magen, esa
burda palabra enriquecida por los desacuerdos h u m a nos, es lo que m e
propongo historiar.

I nvirtiendo el m étodo de Plotino ( ú nica m a nera de aprovecharlo) e m pezar é por


recordar las oscuridades in herentes al tie m po: m isterio m etafísico, natural,
que debe preceder a la eternidad, que es hija de los ho m bres. U na de esas
oscuridades, no la m á s ardua pero no la m e nos her mosa, es la que nos i m pide
precisar la direcci ó n del tie mpo. Que fluye del pasado hacia el porvenir es la
creencia co m ú n, pero no es m á s il ó gica la contraria, la fijada en verso espa ñol
por Miguel de U na m u no:
l
lNocturno el río de las horas fluye
desde su m a na ntial que es el m a ñ a na
eterno... 1
Ambas son igual m e nte verosí miles —e igual m e nte inverificables. Bradley
niega las dos y adelanta u na hip ótesis personal: excluir el porvenir, que es u na
m era construcci ó n de n uestra esperanza, y reducir lo "actual" a la agonía del
m o m e nto presente desintegr á ndose en el pasado. Esa regresi ó n te mporal
suele corresponder a los estados decrecientes o insípidos, en tanto que
cualquier intensidad nos parece m archar sobre el porvenir... Bradley niega el
futuro; u na de las escuelas filos óficas de la I ndia niega el presente, por
considerarlo inasible. La naranja est á por caer de la ra ma, o ya est á en el
suelo, afir ma n esos si m plificadores extra ños. Nadie la ve caer.

Otras dificultades propone el tie mpo. U na, acaso la m ayor, la de sincronizar el


tie m po individual de cada persona con el tie mpo general de las m ate m áticas,
ha sido harto voceada por la reciente alar ma relativista, y todos la recuerdan
—o recuerdan haberla recordado hasta hace m uy poco. (Yo la recobro así,
deform á n dola: Si el tie mpo es u n proceso m e ntal, ¿có mo lo pueden co mpartir
m i les de ho m bres, o aun dos ho m bres distintos?) Otra es la destinada por los
eleatas a refutar el m ovi m iento. Puede caber en estas palabras: Es i mposible
que en ochocientos a ñ os de tie mpo transcurra u n plazo de catorce m i n utos,
porque antes es obligatorio que hayan pasado siete, y antes de siete, tres

1
El concepto escol ástico del tie mpo co mo la fluencia de lo potencial en lo actual es afín a esta idea. Cf. los objetos
eternos de Whitehead, que constituyen "el reino de la posibilidad" e ingresan en el tie mpo.
m i n utos y m edio, y antes de tres y m edio, u n m i n uto y tres cuartos, y así
infinita me nte, de m a nera que los catorce m i n utos n u nca se cu mplen. Russell
rebate ese argu m e nto, afir ma ndo la realidad y aun vulgaridad de n ú m eros
infinitos, pero que se dan de u na vez, por definici ó n, no co mo t ér mi no "final"
de u n proceso en u m erativo sin fin. Esos guaris mos anor males de Russell son
u n bue n anticipo de la eternidad, que ta mpoco se deja definir por
en u m eraci ó n de sus partes.

Ning u na de las varias eternidades que planearon los ho m bres —la del
no m i nalis mo, la de Ireneo, la de Plat ó n — es u na agregaci ó n m ec á nica del
pasado, del presente y del porvenir. Es u na cosa m á s sencilla y m á s m á gica:
es la si m ultaneidad de esos tie m pos. El idio ma co m ú n y aquel diccionario
aso m broso dont chaque é dition fait regretter la pr éc é dente, parecen ignorarlo,
pero así la pensaron los m etafísicos. Los objetos del al ma son sucesivos, ahora
S ócrates y despu é s u n caballo —leo en el quinto libro de las En é adas—,
sie mpre u na cosa aislada que se concibe y m i les que se pierden; pero la
Inteligencia Divina abarca junta me nte todas las cosas. El pasado est á en su
presente, así co mo ta mbi é n el porvenir. Nada transcurre en ese m u n do, en el
que persisten todas las cosas, quietas en la felicidad de su condici ó n. Paso a
considerar esa eternidad, de la que derivaron las subsiguientes. Es verdad que
Plat ó n no la inaugura —en u n libro especial, habla de los "antiguos y sagrados
fil ósofos" que lo precedieron — pero a m plía y resu me con esplendor cuanto
i maginaron los anteriores. Deussen lo co mpara con el ocaso: luz apasionada y
final. Todas las concepciones griegas de eternidad convergen en sus libros ya
rechazadas, ya exornadas tr á gica me nte. Por eso lo hago preceder a Ireneo,
que ordena la segu nda eternidad: la coronada por las tres diversas pero
inextricables personas.

Dice Plotino con notorio fervor: Toda, cosa en el cielo inteligible ta mbi é n es
cielo, y allí la tierra es cielo, co mo ta mbi é n lo son los ani males, las plantas, los
varones y el m ar. Tienen por espect áculo el de u n m u n do que no ha sido
engendrado. Cada cual se m ira en los otros. No hay cosa en ese reino que no
sea di áfana. Nada es i mpenetrable, nada es opaco y la luz encuentra la luz.
Todos est á n en todas partes, y todo es todo. Cada cosa es todas las cosas. El
sol es todas las estrellas, y cada estrella es todas las estrellas y el sol. Nadie
ca mi na allí co mo sobre u na tierra extranjera. Ese u niverso u n á ni m e, esa
apoteosis de la asi milaci ó n y del interca m bio, no es todavía la eternidad; es u n
cielo li mítrofe, no e ma ncipado entera me nte del n ú m ero y del espacio. A la
conte mplaci ó n de la eternidad, al m u n do de las formas u niversales quiere
exhortar este pasaje del quinto libro: Que los ho m bres a quienes m aravilla
este m u n do —su capacidad, su her mosura, el orden de su m ovi miento
continuo, los dioses m a nifiestos o invisibles que lo recorren, los de mo nios,
á rboles y ani males — eleven el pensa miento a esa Realidad, de la que todo
esto es la copia. Ver á n ahí las formas inteligibles, no con prestada eternidad
sino eternas, y ver á n ta mbi é n a su capit á n, la Inteligencia pura, y la Sabiduría
inalcanzable, y la edad gen uina de Cronos, cuyo no m bre es la Plenitud. Todas
las cosas in mortales est á n en é l. cada intelecto, cada dios y cada al ma. Todos
los lugares le son presentes, ¿adonde ir á? Est á en la dicha, ¿a qu é probar
m u da nza y vicisitud? No careci ó al principio de ese estado y lo gan ó despu és.
En u na sola eternidad las cosas son suyas: esa eternidad que el tie mpo
re meda al girar en torno del al ma, sie mpre desertor de u n pasado, sie mpre
codicioso de u n porvenir. Las repetidas afirmaciones de pluralidad que
dispensan los p árrafos anteriores, pueden inducirnos a error. El u niverso ideal
a que nos convida Plotino es m e nos estudioso de variedad que de plenitud; es
u n repertorio selecto, que no tolera la repetici ó n y el pleonas mo. Es el in m óvil
y terrible m useo de los arquetipos plat ó nicos. No s é si lo m iraron ojos m ortales
(fuera de la intuici ó n visionaria o la pesadilla) o si el griego re moto que lo ide ó,
se lo represent ó algu na vez, pero algo de m useo presiento en é l: quieto,
m o nstruoso y clasificado. . . Se trata de u na i maginaci ó n personal de la que
puede prescindir el lector; de lo que no conviene que prescinda es de algu na
noticia general de esos arquetipos plat ó nicos, o causas pri mordiales o ideas,
que pueblan y co mponen la eternidad.

U na prolija discusi ó n del siste ma plat ó nico es i m posible aquí, pero no ciertas
advertencias de intenci ó n proped é utica. Para nosotros, la ú lti ma y firme
realidad de las cosas es la m ateria— los electrones giratorios que recorren
distancias estelares en la soledad de los áto mos —; para los capaces de
platonizar, la especie, la forma. En el libro tercero de las En é adas, lee mos que
la m ateria es irreal: es u na m era y h ueca pasividad que recibe las formas
u niversales co mo las recibiría u n espejo; é stas la agitan y la pueblan sin
alterarla. Su plenitud es precisa me nte la de u n espejo, que si m ula estar lleno y
est á vacío; es u n fantas ma que ni siquiera desaparece, porque no tiene ni la
capacidad de cesar. Lo funda me ntal son las formas. De ellas, repitiendo a
Plotino, dijo Pedro Mal ó n de Chaide m ucho despu és: Hace Dios co mo si vos
tuvi ésedes u n sello ochavado de oro que en u na parte tuviese u n le ó n
esculpido; en la otra, u n caballo; en otra, u n á g uila, y así de las de m ás; y en
u n pedazo de cera i m pri mi é sedes el le ó n; en otro, el á guila; en otro, el
caballo; cierto est á que todo lo que est á en la cera est á en el oro, y no pod éis
vos i mpri mir sino lo que allí ten é is esculpido. Mas hay u na diferencia, que en
la cera al fin es cera, y vale poco; m as en el oro es oro, y vale m ucho. En las
criaturas est á n estas perfecciones finitas y de poco valor: en Dios son de oro,
son el m is mo Dios. De ahí pode mos inferir que la m ateria es nada.

Da mos por m a lo ese criterio y au n por inconcebible, y sin e m bargo lo


aplica mos continua me nte. U n capítulo de Schopen hauer no es el papel en las
oficinas de Leipzig ni la i m presi ó n, ni las delicadezas y perfiles de la escritura
g ótica, ni la en u m eraci ó n de los sonidos que lo co mponen ni siquiera la
opini ó n que tene mos de é l; Miria m Hopkins est á hecha de Miria m Hopkins, no
de los principios nitrogenados o m i nerales, hidratos de carbono, alcaloides y
grasas ne utras, que forma n la sustancia transitoria de ese fino espectro de
plata o esencia inteligible de Hollywood. Esas ilustraciones o sofis mas de
bue na volu ntad pueden exhortarnos a tolerar la tesis plat ó nica. La
form ulare mos así: Los individuos y las cosas existen en cuanto participan de la
especie que los incluye, que es su realidad per ma ne nte. Busco el eje m plo m á s
favorable: el de u n p ájaro. El h á bito de las bandadas, la peque ñez, la identidad
de rasgos, la antigua conexi ó n con los dos crep úsculos, el del principio de los
días y el de su tér mino, la circunstancia de que son m á s frecuentes al oído que
a la visi ó n —todo ello nos m u eve a ad m itir la pri macía de la especie y la casi
perfecta n ulidad de los individuos. 2 Keats, ajeno de error, puede pensar que el
ruise ñ or que lo encanta es aquel m is mo que oy ó Ruth en los trigales de Bel é n
de Jud á ; Stevenson erige u n solo p ájaro que consu m e los siglos: el ruise ñ or
devorador del tie mpo. Schopen hauer, el apasionado y l úcido Schopen hauer,
2
Vivo, Hijo de Despierto, el i mprobable Robinson m etafísico de la novela de Abubeker Abentofail, se resigna a co mer
aquellas frutas y aquellos peces que abundan en su isla, sie mpre cuidando de que ni ngu na especie se pierda y el
u niverso quede e mpobrecido por culpa de é l.
aporta u na raz ó n: la pura actualidad corporal en que viven los ani m ales, su
desconoci miento de la m u erte y de los recuerdos. A ñade luego, no sin u na
sonrisa: Quien m e oiga asegurar que el gato gris que ahora juega, en el patio,
es aquel m is mo que brincaba y que traveseaba hace quinientos a ños, pensar á
de mí lo que quiera, pero locura m á s extra ña es i maginar que
funda me ntal me nte es otro. Y despu é s: Destino y vida de leones quiere la
leonidad que, considerada en el tie mpo, es u n le ó n in mortal que se m a ntiene
m e diante la infinita reposici ó n de los individuos, cuya, generaci ó n y cuya
m u erte forman el pulso de esa i mperecedera figura. Y antes: U na infinita
duraci ó n ha precedido a m i naci miento, ¿qu é fui yo m ie ntras tanto?
Metafísica me nte podría quiz á contestarme: "Yo sie mpre he sido yo; es decir,
cuantos dijeron yo durante ese tie mpo, no eran otros que yo."
Presu mo que la eterna Leonidad puede ser aprobada por m i lector, que sentirá
u n alivio m ajestuoso ante ese ú nico Le ó n, m u ltiplicado en los espejos del
tie m po. Del concepto de eterna H u m a nidad no espero lo m is mo: s é que
n uestro yo lo rechaza, y que prefiere derra marlo sin m iedo sobre el yo de los
otros. Mal signo; formas u niversales m ucho m á s arduas nos propone Plat ó n.
Por eje m plo, la Mesidad, o Mesa Inteligible que est á en los cielos: arquetipo
cuadr ú pedo que persiguen, condenados a ensue ñ o y a frustraci ó n, todos los
ebanistas del m u n do. (No puedo negarla del todo: sin u na m esa ideal, no
h ubi éra mos llegado a m esas concretas.) Por eje mplo, la Triangularidad:
e mi ne nte polígono de tres lados que no est á en el espacio y que no quiere
denigrarse a equil átero, escaleno o is ósceles. (Ta mpoco lo repudio; es el de las
cartillas de geo metría.) Por eje m plo: la Necesidad, la Raz ó n, la Postergaci ó n, la
Relaci ó n, la Consideraci ó n, el Tama ñ o, el Orden, la Lentitud, la Posici ó n, la
Declaraci ó n, el Desorden. De esas co modidades del pensa miento elevadas a
formas ya no s é qu é opinar; pienso que ni ng ú n ho m bre las podr á intuir sin el
auxilio de la m u erte, de la fiebre, o de la locura. Me olvidaba de otro arquetipo
que los co mprende a todos y los exalta: la eternidad, cuya despedazada copia
es el tie mpo.

Ignoro si m i lector precisa argu me ntos para descreer de la doctrina plat ó nica.
Puedo su m i nistrarle m uchos: u no, la inco m patible agregaci ó n de voces
gen éricas y de voces abstractas que cohabitan sans g é ne en la dotaci ó n del
m u n do arquetipo; otro, la reserva de su inventor sobre el procedi m iento que
usan las cosas para participar de las formas u niversales; otro, la conjetura de
que esos m is mos arquetipos as é pticos adolecen de m ezcla y de variedad. No
son irresolubles: son tan confusos co mo las criaturas del tie mpo. Fabricados a
i magen de las criaturas, repiten esas m is m as ano malías que quieren resolver.
La Leonidad, diga mos, ¿có mo prescindir á de la Soberbia y de la Rojez, de la
Melenidad y la Zarpidad? A esa pregu nta no hay contestaci ó n y no puede
haberla: no espere mos del t ér mi no leonidad u na virtud m uy superior a la que
tiene esa palabra sin el sufijo3.
3
No quiero despedirme del platonis mo (que parece glacial) sin com u nicar esta observaci ó n, con esperanza de que la
prosigan y justifiquen: Lo gen érico puede ser m á s intenso que lo concreto. Casos ilustrativos no faltan. De chico,
veraneando en el norte de la provincia, la llanura redonda y los ho mbres que m ateaban en la cocina m e interesaron, pero
m i felicidad fue terrible cuando supe que ese redondel era "pa mpa", y esos varones, "gauchos". Igual, el i maginativo que
se ena mora. Lo gen érico (el repetido no m bre, el tipo, la patria, el destino adorable que le atribuye) pri ma sobre los rasgos
individuales, que se toleran en gracia de lo anterior.
El eje mplo extre mo, el de quien se ena mora de oídas, es m uy co m ú n en las literaturas persa y ar ábiga. Oír la
descripci ó n de u na reina —la cabellera se mejante a las noches de la separaci ó n y la e migraci ó n pero la cara co mo el día
de la delicia, los pechos co mo esferas de m arfil que dan luz a las lu nas, el andar que averg üenza a los antílopes y
provoca la desesperaci ó n de los sauces, las onerosas caderas que le i mpiden tenerse en pie, los pies estrechos como u na
cabeza de lanza —y ena morarse de ella hasta la placidez y la m uerte, es u no de los te mas tradicionales en las 10001
Noches. Léase la historia de Badrbasi m, hijo de Shahri m á n, o la de Ibrahi m y Yamila.
Vuelvo a la eternidad de Plotino. El quinto libro de las En é adas incluye u n
inventario m uy general de las piezas que la co mponen. La Justicia est á ahí, así
co mo los N ú m eros (¿hasta cu á l?) y las Virtudes y los Actos y el Movi miento,
pero no los errores y las injurias, que son enfer medades de u na m ateria en
que se ha m a leado u na Forma. No en cuanto es m elodía, pero sí en cuanto es
Armonía y es Rit mo, la M úsica est á ahí. De la patología y la agricultura no hay
arquetipos, porque no se precisan. Quedan excluidas igual me nte la hacienda,
la estrategia, la ret órica y el arte de gobernar —aunq ue, en el tie m po, algo
deriven de la Belleza y del N ú m ero. No hay individuos, no hay u na forma
pri mordial de S ócrates ni siquiera de Ho m bre Alto o de E m perador; hay,
general me nte, el Ho m bre. En ca mbio, todas las figuras geo m étricas est á n ahí.
De los colores s ó lo est á n los pri marios: no hay Ceniciento ni Purp úreo ni Verde
en esa eternidad. En orden ascendente, sus m á s antiguos arquetipos son
é stos: la Diferencia, la Igualdad, la Moci ó n, la Quietud y el Ser.

He mos exa mi nado u na eternidad que es m á s pobre que el m u n do. Queda por
ver c ó mo la adopt ó n uestra iglesia y le confío u n caudal que es superior a
cuanto los a ñ os transportan.

•I I

El m ejor docu me nto de la pri mera eternidad es el quinto libro de las En é adas;
el de la segu nda o cristiana, el onceno libro de las Confesiones de San Agustín.
La pri mera no se concibe fuera de la tesis plat ó nica; la segu nda, sin el m isterio
profesional de la Trinidad y sin las discusiones levantadas por predestinaci ó n y
reprobaci ó n. Quinientas p á ginas en folio no agotarían el te ma: espero que
estas dos o tres en octavo no parecer á n excesivas.

Puede afirmarse, con u n suficiente m argen de error, que "nuestra" eternidad


fue decretada a los pocos a ñ os de la dolencia cr ó nica intestinal que m at ó a
Marco Aurelio, y que el lugar de ese vertiginoso m a n dato fue la barranca de
Fourvi ère, que antes se no m br ó Foru m vetus, c é lebre ahora por el funicular y
por la basílica. Pese a la autoridad de quien la orden ó —el obispo Ireneo—, esa
eternidad coercitiva fue m ucho m á s que u n vano para me nto sacerdotal o u n
lujo eclesi á stico: fue u na resoluci ó n y fue u n ar ma. El Verbo es engendrado por
el Padre, el Espíritu Santo es producido por el Padre y el Verbo, los gn ósticos
solían inferir de esas dos in negables operaciones que el Padre era anterior al
Verbo, y los dos al Espíritu. Esa inferencia disolvía la Trinidad. Ireneo aclar ó
que el doble proceso —generaci ó n del Hijo por el Padre, e misi ó n del Espíritu
por los dos— no aconteci ó en el tie m po, sino que agota de u na vez el pasado,
el presente y el porvenir. La aclaraci ó n prevaleci ó y ahora es dog ma. Así fue
pro m ulgada la eternidad, antes apenas consentida en la so m bra de alg ú n
desautorizado texto plat ó nico. La buena conexi ó n y distinci ó n de las tres
hip ó stasis del Se ñ or, es u n proble ma inverosí mil ahora, y esa futilidad parece
conta mi nar la respuesta; pero no cabe duda de la grandeza del resultado,
siquiera para ali me ntar la esperanza: Aeternitas est m eru m hodie, est
i m m ediata et lucida fruitio reru m infinitaru m. Tampoco, de la i m portancia
e mocional y pol é m ica de la Trinidad.
Ahora, los cat ó licos laicos la consideran u n cuerpo colegiado infinita me nte
correcto, pero ta mbi é n infinita me nte aburrido; los liberales, u n vano
cancerbero teol ó gico, u na superstici ó n que los m uchos adelantos de la
Rep ú blica ya se encargar á n de abolir. La trinidad, claro es, excede esas
fór m ulas. I maginada de golpe, su concepci ó n de u n padre, u n hijo y u n
espectro, articulados en u n solo organis mo, parece u n caso de teratología
intelectual, u na defor maci ó n que s ó lo el horror de u na pesadilla pudo parir. El
infierno es u na m era violencia física, pero las tres inextricables Personas
i m portan u n horror intelectual, u na infinitud ahogada, especiosa, co mo de
contrarios espejos. Dante las quiso denotar con el signo de u na superposici ó n
de círculos di áfanos, de diverso color; Don ne, por el de co mplicadas
serpientes, ricas e indisolubles. Toto coruscat trinitas m ysterio, escribi ó San
Paulino; Fulge en pleno m isterio la Trinidad.

Desligada del concepto de redenci ó n, la distinci ó n de las tres personas en u na,


tiene que parecer arbitraria. Considerada co mo u na necesidad de la fe, su
m isterio funda me ntal no se alivia, pero despuntan su intenci ó n y su e m pleo.
Entende mos que renu nciar a la Trinidad —a la D ualidad, por lo m e nos— es
hacer de Jes ús u n delegado ocasional del Se ñor, u n incidente de la historia, no
el auditor i m perecedero, contin uo, de n uestra devoci ó n. Si el Hijo no es
ta mbi é n el Padre, la redenci ó n no es obra directa divina; si no es eterno,
ta mpoco lo ser á el sacrificio de haberse denigrado a ho m bre y haber m u erto
en la cruz. Nada m e nos que u na infinita excelencia pudo satisfacer por u n
al ma perdida para infinitas edades, inst ó Jere mías Taylor. Así puede justificarse
el dog m a, si bien los conceptos de la generaci ó n del Hijo por el Padre y de la
procesi ó n del Espíritu por los dos, siguen insin ua ndo u na prioridad, sin contar
su culpable condici ó n de m eras m et áforas. La teología, e m pe ñada en
diferenciarlas, resuelve que no hay m otivo de confusi ó n, puesto que el
resultado de u na es el Hijo, el de la otra el Espíritu. Generaci ó n eterna del Hijo,
procesi ó n eterna del Espíritu, es la soberbia decisi ó n de Ireneo: invenci ó n de
u n acto sin tie mpo, de u n m utilado zeitloses Zeitwort, que pode mos tirar o
venerar, pero no discutir. Así Ireneo se propuso salvar el m o nstruo, y lo
consigui ó . Sabe mos que era ene m igo de los fil ósofos; apoderarse de u na de
sus ar mas y volverla contra ellos, debi ó causarle u n belicoso placer.

Para el cristiano, el pri mer segundo del tie m po coincide con el pri mer segu ndo
de la Creaci ó n —hecho que nos ahorra el espect áculo (reconstruido hace poco
por Val éry) de u n Dios vacante que devana siglos baldíos en la eternidad
"anterior". Man uel Swedenborg (Vera christiana religio, 1771) vio en u n confín
del orbe espiritual u na estatua alucinatoria por la que se i magina n devorados
todos aquellos que deliberan insensata y est éril me nte sobre la condici ó n del
Se ñ or antes de hacer el m u n do.

Desde que Ireneo la inaugur ó, la eternidad cristiana e m pez ó a diferir de la


alejandrina. De ser u n m u n do aparte, se aco mod ó a ser u no de los diecinueve
atributos de la m e nte de Dios. Librados a la veneraci ó n popular, los arquetipos
ofrecían el peligro de convertirse en divinidades o en á n geles; no se neg ó por
consiguiente su realidad —sie m pre m ayor que la de las m eras criaturas— pero
se los redujo a ideas eternas en el Verbo hacedor. A ese concepto de los
u niversalia ante res viene a parar Alberto Magno: los considera eternos y
anteriores a las cosas de la Creaci ó n, pero s ó lo a m a nera de inspiraciones o
formas. Cuida m uy bien de separarlos de los u niversalia in rebus, que son las
m is m as concepciones divinas ya concretadas varia me nte en el tie m po, y —
sobre todo— de los u niversalia post res, que son las concepciones
redescubiertas por el pensa m iento inductivo. Las te mporales se distinguen de
las divinas en que carecen de eficacia creadora, pero no en otra cosa; la
sospecha de que las categorías de Dios pueden no ser precisa me nte las del
latín, no cabe en la escol ástica... Pero advierto que m e adelanto.

Los m a n uales de teología no se de moran con dedicaci ó n especial en la


eternidad. Se reducen a prevenir que es la intuici ó n conte m por á nea y total de
todas las fracciones del tie m po, y a fatigar las Escrituras hebreas en pos de
fraudulentas confir maciones, donde parece que el Espíritu Santo dijo m uy m a l
lo que dice bien el co mentador. Suelen agitar con ese prop ósito esta
declaraci ó n de ilustre desd é n o de m era longevidad: U n día delante del Se ñ or
es co mo m i l a ñ os, y m i l a ñ os son co mo u n día, o las grandes palabras que oyó
Mois és y que son el no m bre de Dios: Soy El Que Soy, o las que oy ó San Juan el
Teó logo en Patmos, antes y despu és del m ar de cristal y de la bestia de color
escarlata y de los p ájaros que co men carne de capitanes: Yo soy la A y la Z, el
principio y el fin. 4 Suelen copiar ta mbi é n esta definici ó n de Boecio (concebida
en la c árcel, acaso en vísperas de m orir por la espada): Aeternitas est
inter minabilis vitae tota et perfecta possessio, y que m e agrada m á s en la casi
voluptuosa repetici ó n de Ha ns Lassen Martensen: Aeternitas est m eru m hodie,
est i m m ediata et lucida fruitio reru m infinitaru m. Parecen desde ñ ar, en
ca mbio, aquel oscuro jura me nto del á n gel que estaba de pie sobre el m ar y
sobre la tierra (Revelaci ó n, X, 6): y jur ó por Aquel que vivir á para sie mpre, que
ha creado el cielo y las cosas que en é l est á n, y la tierra y las cosas que en
ella est á n, y la m ar y las cosas que en ella est á n, que el tie mpo dejar á de ser.
Es verdad que tie mpo en ese versículo, debe equivaler a de mora.

La eternidad qued ó co mo atributo de la ili mitada m e nte de Dios, y es m uy


sabido que generaciones de te ó logos ha n ido trabajando esa m e nte, a su
i magen y se mejanza. Ning ú n estí mulo tan vivo co mo el debate de la
predestinaci ó n ab aeterno. A los cuatrocientos a ñ os de la Cruz, el m o nje ingl és
Pelagio incurri ó en el esc á ndalo de pensar que los inocentes que m u eren sin el
bautis mo alcanzan la gloria. 5 Agustín, obispo de Hipona, lo refut ó con u na
indignaci ó n que sus editores acla ma n. Not ó las herejías de esa doctrina,
aborrecida de los justos y de los m á rtires: su negaci ó n de que en el ho m bre
Ad á n ya he m os pecado y perecido todos los ho m bres, su olvido abo m i nable de
que esa m u erte se tras mite de padre a hijo por la generaci ó n carnal, su
m e nosprecio del sangriento sudor, de la agonía sobrenatural y del grito de
Quien m uri ó en la cruz, su repulsi ó n de los secretos favores del Espíritu Santo,

4
La noci ó n de que el tie mpo de los ho mbres no es con me nsurable con el de Dios, resalta en u na de las tradiciones
isl á micas del ciclo del m iraj. Se sabe que el Profeta fue arrebatado hasta el s é pti mo cielo por la resplandeciente yegua
Alburak y que convers ó en cada u no con los patriarcas y á ngeles que lo habitan y que atraves ó la U nidad y sinti ó u n frío
que le hel ó el coraz ó n cuando la m a no del Se ñor le dio u na pal mada en el ho m bro. El casco de Alburak, al dejar la tierra,
volc ó u na jarra llena de agua; a su regreso, el Profeta la levant ó y no se había derra mado u na sola gota.

5
Jesucristo había dicho: Dejad que los ni ñ os vengan a m i; Pelagio fue acusado, natural me nte, de interponerse entre los
ni ñ os y Jesucristo, libr á ndolos así al infierno. Co mo el de Atanasio (Satanasio), su no mbre per mitía el retru écano; todos
dijeron que Pelagio (Pelagius) tenía que ser u n pi é lago (pelagus) de m aldades.
su restricci ó n de la libertad del Se ñor. El britano había tenido el atrevi mie nto
de invocar la justicia; el Santo —sie m pre sensacional y forense— concede que
seg ú n la justicia, todos los ho m bres m erece mos el fuego sin perd ó n, pero que
Dios ha deter minado salvar algu nos, seg ú n su inescrutable arbitrio, o, co mo
diría Calvino m ucho despu és, no sin brutalidad: porque sí (quia voluit). Ellos
son los predestinados. La hipocresía o el pudor de los te ólogos ha reservado el
uso de esa palabra para los predestinados al cielo. Predestinados al torme nto
no puede haber: es verdad que los no favorecidos pasan al fuego eterno, pero
se trata de u na preterici ó n del Se ñ or, no de u n acto especial. . . Ese recurso
renov ó la concepci ó n de la eternidad.

Generaciones de ho m bres idol átricos habían habitado la tierra, sin ocasi ó n de


rechazar o abrazar la palabra de Dios; era tan insolente i maginar, que
pudieran salvarse sin ese m e dio, co mo negar que algu nos de sus varones, de
fa mosa virtud, serían excluidos de la gloria. (Zwingli, 1523, declar ó su
esperanza personal de co mpartir el cielo con H ércules, con Teseo, con
S ócrates, con Arístides, con Arist óteles y con S é neca.) U na a m plificaci ó n del
noveno atributo del Se ñ or (que es el de o m nisciencia) bast ó para conjurar la
dificultad. Se pro m ulg ó que é sta i m portaba el conoci miento de todas las
cosas: vale decir, no s ó lo de las reales, sino de las posibles ta mbi é n. Se
rebusc ó u n lugar en las Escrituras que per mitiera ese co mple m e nto infinito, y
se encontraron dos: u no, aquel del pri mer Libro de los Reyes en que el Se ñor
le dice a David que los ho m bres de Keilah van a entregarlo si no se va de la
ciudad, y é l se va; otro, aquel del Evangelio seg ú n Mateo, que i m preca a dos
ciudades: ¡Ay de ti, Korazín! ¡Ay de ti, Bethsaida! porque si en Tiro y en Sid ó n
se h ubieran hecho las m aravillas que en vosotras se ha n hecho, ha tie mpo
que se h ubieran arrepentido en saco y en ceniza. Con ese repetido apoyo, los
m odos potenciales del verbo pudieron ingresar en la eternidad: H ércules
convive en el cielo con Ulrich Zwingli porque Dios sabe que h ubiera observado
el a ñ o eclesi ástico, la Hidra de Lerna queda relegada a las tinieblas exteriores
porque le consta que h ubiera rechazado el bautis mo. Nosotros percibi mos los
hechos reales e i magina mos los posibles (y los futuros); en el Se ñor no cabe
esa distinci ó n, que pertenece al desconoci miento y al tie mpo. Su eternidad
registra de u na vez (uno intelligendi actu) no sola me nte todos los instantes de
este repleto m u n do sino los que tendrían su lugar si el m á s evanescente de
ellos ca mbiara —y los i m posibles, ta mbi é n. Su eternidad co mbinatoria y
pu ntual es m ucho m á s copiosa que el u niverso.

A diferencia de las eternidades plat ó nicas, cuyo riesgo m ayor es la insipidez,


é sta corre peligro de ase mejarse a las ú lti mas p á ginas de Ulises, y aun al
capítulo anterior, al del enor me interrogatorio. U n m ajestuoso escr úpulo de
Agustín m o der ó esa prolijidad. Su doctrina, siquiera verbal me nte, rechaza la
condenaci ó n; el Se ñ or se fija en los elegidos y pasa por alto a los r éprobos.
Todo lo sabe, pero prefiere de morar su atenci ó n en las vidas virtuosas. Juan
Escoto Erígena, m aestro palatino de Carlos el Calvo, deform ó gloriosa me nte
esa idea. Predic ó u n Dios indeter minable; ense ñó u n orbe de arquetipos
plat ó nicos; ense ñó u n Dios que no percibe el pecado ni las formas del m a l;
ense ñó la deificaci ó n, la reversi ó n final de las criaturas (incluso el tie mpo y el
de mo nio) a la u nidad pri mera de Dios. Divina bonitas consu m m abit m alitia m,
aeterna vita absorbebit m orte m, beatitudo m iseria m. Esa m ezclada eternidad
(que a diferencia de las eternidades plat ó nicas, incluye los destinos
individuales; que a diferencia de la instituci ó n ortodoxa, rechaza toda
i m perfecci ó n y m iseria) fue condenada por el sínodo de Valencia y por el de
Langres. De divisione naturae libri V, la obra controversial que la predicaba,
ardi ó en la hoguera p ú blica. Acertada m edida que despert ó el favor de los
bibli ófilos y per miti ó que el libro de Erígena llegara a n uestros a ños.

El u niverso requiere la eternidad. Los te ó logos no ignoran que si la atenci ó n


del Se ñ or se desviara u n solo segu ndo de m i derecha m a no que escribe, ésta
recaería en la nada, co mo si la ful mi nara u n fuego sin luz. Por eso afirma n que
la conservaci ó n de este m u n do es u na perpetua creaci ó n y que los verbos
conservar y crear, tan ene m istados aquí, son sin ó ni m os en el Cielo.

•I I I

Hasta aquí, en su orden cronol ó gico, la historia general de la eternidad. De las


eternidades, m ejor, ya que el deseo h u m a no so ñó dos sue ños sucesivos y
hostiles con ese no m bre: u no, el realista, que an hela con extra ño a mor los
quietos arquetipos de las criaturas; otro, el no m i nalista, que niega la verdad
de los arquetipos y quiere congregar en u n segundo los detalles del u niverso.
Aqu é l se basa en el realis mo, doctrina tan apartada de n uestro ser que
descreo de todas las interpretaciones, incluso de la m ía; éste en su contendor
el no m i nalis mo, que afirma la verdad de los individuos y lo convencional de los
g é neros. Ahora, se mejantes al espont á neo y alelado prosista de la co media,
todos hace mos no m i nalis mo sans le savoir: es co mo u na pre misa general de
n uestro pensa miento, u n axio ma adquirido. De ahí, lo in útil de co me ntarlo.
Hasta aquí, en su orden cronol ó gico, el desarrollo debatido y curial de la
eternidad. Ho m bres re motos, ho m bres barbados y m itrados la concibieron,
p ú blica me nte para confundir herejías y para vindicar la distinci ó n de las tres
personas en u na, secreta me nte para resta ñar de alg ú n m odo el curso de las
horas. Vivir es perder tie mpo: nada pode mos recobrar o guardar sino bajo
forma de eternidad, leo en el espa ñ ol e mersonizado Jorge Santayana. A lo cual
basta yuxtaponer aquel terrible pasaje de Lucrecio, sobre la falacia del coito:
Co mo el sediento que en el sue ñ o quiere beber y agota formas de agua que
no lo sacian y perece abrasado por la sed en el m e dio de u n río: así Venus
enga ñ a a los a ma ntes con si m ulacros, y la vista de u n cuerpo no les da
hartura, y nada pueden desprender o guardar, aunque las m a nos indecisas y
m utuas recorran todo el cuerpo. Al fin, cuando en los cuerpos hay presagio de
dichas y Venus est á a pu nto de se mbrar los ca mpos de la m ujer, los a ma ntes
se aprietan con ansiedad, diente a moroso contra diente; del todo en vano, ya
que no alcanzan a perderse en el otro ni a ser u n m is mo ser. Los arquetipos y
la eternidad —dos palabras— pro meten posesiones m á s firmes. Lo cierto es
que la sucesi ó n es u na intolerable m iseria y que los apetitos m a g n á ni mos
codician todos los m i n utos del tie m po y toda la variedad del espacio.

Es sabido que la identidad personal reside en la m e m oria y que la an ulaci ó n


de esa facultad co mporta la idiotez. Cabe pensar lo m is m o del u niverso. Sin
u na eternidad, sin u n espejo delicado y secreto de lo que pas ó por las al mas,
la historia u niversal es tie mpo perdido, y en ella n uestra historia personal —lo
cual nos afantas ma inc ó m oda me nte. No basta con el disco gra mof ó nico de
Berliner o con el perspicuo cine mat ó grafo, m eras i m á genes de i m á ge nes,
ídolos de otros ídolos. La eternidad es u na m á s copiosa invenci ó n. Es verdad
que no es concebible, pero el h u m ilde tie mpo sucesivo ta mpoco lo es. Negar la
eternidad, suponer la vasta aniquilaci ó n de los a ños cargados de ciudades, de
ríos y de j ú bilos, no es m e nos increíble que i maginar su total salva me nto.

¿Có mo fue incoada la eternidad? San Agustín ignora el proble ma, pero se ñala
u n hecho que parece per mitir u na soluci ó n: los ele me ntos de pasado y de
porvenir que hay en todo presente. Alega u n caso deter minado: la
re me moraci ó n de u n poe ma. Antes de co menzar, el poe ma esta en m i
anticipaci ó n; apenas lo acab é, en m i m e m oria; pero m ie ntras lo digo, est á
distendi é ndose en la m e m oria, por lo que llevo dicho; en la anticipaci ó n, por lo
que m e falta decir. Lo que sucede con la totalidad del poe ma, sucede con cada
verso y con cada sílaba. Digo lo m is mo, de la acci ó n m á s larga de la que
forma parte el poe ma, y del destino individual, que se co mpone de u na serie
de acciones, y de la h u m a nidad, que es u na serie de destinos individuales. Esa
co mprobaci ó n del ínti mo enlace de los diversos tie m pos del tie mpo incluye, sin
e m bargo, la sucesi ó n, hecho que no condice con u n m o delo de la u n á ni m e
eternidad.

Pienso que la nostalgia fue ese m o delo. El ho m bre enternecido y desterrado


que re me mora posibilidades felices, las ve sub specie aeternitatis, con olvido
total de que la ejecuci ó n de u na de ellas excluía o postergaba las otras. En la
pasi ó n, el recuerdo se inclina a lo inte mporal. Congrega mos las dichas de u n
pasado en u na sola i magen; los ponientes diversa me nte rojos que m iro cada
tarde, ser á n en el recuerdo u n solo poniente. Con la previsi ó n pasa igual: las
m á s inco m patibles esperanzas pueden convivir sin estorbo. Dicho sea con
otras palabras: el estilo del deseo es la eternidad. (Es verosí mil que en la
insin uaci ó n de lo eterno —de la i m m ediata et lucida fruitio reru m infinitaru m —
est é la causa del agrado especial que las en u m eraciones procuran.)

•I V

S ó lo m e resta se ñ alar al lector m i teoría personal de la eternidad. Es u na


pobre eternidad ya sin Dios, y aun sin otro poseedor y sin arquetipos. La
form ul é en el libro El idio ma de los argentinos, en 1928. Trascribo lo que
entonces publiqu é ; la p á gina se titulaba Sentirse en m u erte.

"Deseo registrar aquí u na experiencia que tuve hace u nas noches: fruslería
de masiado evanescente y ext ática para que la lla me aventura; de masiado
irrazonable y senti me ntal para pensa miento. Se trata de u na escena y de su
palabra: palabra ya antedicha por m í, pero no vivida hasta entonces con
entera dedicaci ó n de m i yo. Paso a historiarla, con los accidentes de tie mpo y
de lugar que la declararon.

"La re me moro así. La tarde que precedi ó a esa noche, estuve en Barracas:
localidad no visitada por m i costu m bre, y cuya distancia de las que despu és
recorrí, ya dio u n extra ñ o sabor a ese día. Su noche no tenía destino algu no;
co mo era serena, salí a ca mi nar y recordar, despu és de co mer. No quise
deter minarle ru m bo a esa ca mi nata; procur é u na m á xi ma latitud de
probabilidades para no cansar la expectativa con la obligatoria antevisi ó n de
u na sola de ellas. Realic é en la m a la m e dida de lo posible, eso que lla ma n
ca mi nar al azar; acept é, sin otro consciente prejuicio que el de soslayar las
avenidas o calles anchas, las m á s oscuras invitaciones de la casualidad. Con
todo, u na suerte de gravitaci ó n fa miliar m e alej ó hacia u nos barrios, de cuyo
no m bre quiero sie m pre acordar me y que dictan reverencia a m i pecho. No
quiero significar así el barrio m ío, el preciso á m bito de la infancia, sino sus
todavía m isteriosas in m ediaciones: confín que he poseído entero en palabras y
poco en realidad, vecino y m itol ó gico a u n tie mpo. El rev és de lo conocido, su
espalda, son para m í esas calles pen ú lti mas, casi tan efectiva me nte ignoradas
co mo el soterrado ci miento de n uestra casa o n uestro invisible esqueleto. La
m archa m e dej ó en u na esquina. Aspir é noche, en asueto serenísi mo de
pensar. La visi ó n, nada co mplicada por cierto, parecía si m plificada por m i
cansancio. La irrealizaba su m is ma tipicidad. La calle era de casas bajas, y
au nq ue su pri mera significaci ó n fuera de pobreza, la segunda era cierta me nte
de dicha. Era de lo m á s pobre y de lo m á s lindo. Ningu na casa se ani maba a la
calle; la higuera oscurecía sobre la ochava; los portoncitos —m á s altos que las
lí neas estiradas de las paredes — parecían obrados en la m is ma sustancia
infinita de la noche. La vereda era escarpada sobre la calle; la calle era de
barro ele me ntal, barro de Am érica no conquistado a ú n. Al fondo, el callej ó n, ya
ca mpeano, se des moronaba hacia el Maldonado. Sobre la tierra turbia y
ca ótica, u na tapia rosada parecía no hospedar luz de lu na, sino efundir luz
ínti ma. No habr á m a nera de no m brar la ternura m ejor que ese rosado.

"Me qued é m irando esa sencillez. Pens é, con seguridad en voz alta: Esto es lo
m is mo de hace treinta a ñ os... Conjetur é esa fecha: é poca reciente en otros
países, pero ya re mota en este ca mbiadizo lado del m u n do. Tal vez cantaba u n
p ájaro y sentí por é l u n cari ñ o chico, y de ta ma ñ o de p ájaro; pero lo m á s
seguro es que en ese ya vertiginoso silencio no h ubo m á s ruido que el ta mbi é n
inte mporal de los grillos. El fácil pensa m iento Estoy en m i l ochocientos y
tantos dej ó de ser u nas cuantas aproxi mativas palabras y se profundiz ó a
realidad. Me sentí m u erto, m e sentí percibidor abstracto del m u n do: indefinido
te mor i m b uido de ciencia que es la m ejor claridad de la m etafísica. No creí, no,
haber re montado las presuntivas aguas del Tie mpo; m á s bien m e sospech é
poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra eternidad.
S ó lo despu é s alcanc é a definir esa i maginaci ó n.

"La escribo, ahora, así: Esa pura representaci ó n de hechos ho mog é neos —
noche en serenidad, parecita lí mpida, olor provinciano de la m a dreselva, barro
funda me ntal— no es m era me nte id é ntica a la que h ubo en esa esquina hace
tantos a ñ os; es, sin parecidos ni repeticiones, la m is m a. El tie mpo, si pode mos
intuir esa identidad, es u na delusi ó n: la indiferencia e inseparabilidad de u n
m o m e nto de su aparente ayer y otro de su aparente hoy, bastan para
desintegrarlo.

"Es evidente que el n ú m ero de tales m o m e ntos h u m a nos no es infinito. Los


ele me ntales —los de sufri miento físico y goce físico, los de acerca miento del
sue ñ o, los de la audici ó n de u na m ú sica, los de m ucha intensidad o m ucho
desgano— son m á s i m personales a ú n. Derivo de ante ma no esta conclusi ó n: la
vida es de masiado pobre para no ser ta mbi é n in m ortal. Pero ni siquiera
tene mos la seguridad de n uestra pobreza, puesto que el tie m po, f ácil me nte
refutable en lo sensitivo, no lo es ta mbi é n en lo intelectual, de cuya esencia
parece inseparable el concepto de sucesi ó n. Quede, pues, en an écdota
e mocional la vislu m brada idea y en la confesa irresoluci ó n de esta hoja el
m o m e nto verdadero de é xtasis y la insin uaci ó n posible de eternidad de que
esa noche no m e fue avara."

*
El prop ó sito de dar inter és dra m ático a esta biografía de la eternidad, m e ha obligado a ciertas
defor maciones: verbigracia, a resu m ir en cinco o seis no m bres u na gestaci ó n secular.

He trabajado al azar de m i biblioteca. Entre las obras que m á s serviciales m e fueron, debo m e ncionar las
siguientes :

Die Philosophie der Griechen, von Dr. Paul Deussen. Leipzig, 1919.

Select works of Plotinus. Translated by Tho mas Taylor. London, 1817.

Passages illustrating Neoplatonis m. Translated with an introduction by E. R. Dodds. London, 1932.

La philosophie de Plat ó n, par Alfred Fouill é e. París, 1869.

Die Welt als Wille u nd Vorstellu ng, von Arthur Schopen hauer. Herausgegeben von Eduard Grisebach.
Leipzig, 1892.

Die PhiLosophie des Mittelalters, von Dr. Paul Deussen. Leipzig, 1920.

Las confesiones de San Agustín. Versi ó n literal por el P. Á n gel C. Vega. Madrid, 1932.

A m o n u m e nt to Saint Augustine. London, 1930.

Dog matik, von Dr. R. Rothe. Heidelberg, 1870.

Ensayos de critica filos ófica, de Men é n dez y Pelayo. Madrid, 1892.


LAS KE N N I N GAR

U na de las m á s frías aberraciones que las historias literarias registran, son las
m e nciones enig m áticas o ken ni ngar de la poesía de Islandia. Cundieron hacia
el a ñ o 100: tie m po en que los thulir o rapsodas repetidores an ó ni mos fueron
desposeídos por los escaldos, poetas de intenci ó n personal. Es co m ú n
atribuirlas a decadencia; pero ese depresivo dicta men, v álido o no,
corresponde a la soluci ó n del proble ma, no a su planteo. B ástenos reconocer
por ahora que fueron el pri mer deliberado goce verbal de u na literatura
instintiva.
E mpiezo por el m á s insidioso de los eje m plos: u n verso de los m uchos
interpolados en la Saga de Grettir.

El h éroe m at ó al hijo de Mak;


H ubo te mpestad de espadas y ali me nto de cuervos.

En tan ilustre línea, la buena contraposici ó n de las dos m et áforas —


tu m ultuosa la u na, cruel y detenida la otra— enga ñ a ventajosa me nte al lector,
per miti é ndole suponer que se trata de u na sola fuerte intuici ó n de u n co mbate
y su resto. Otra es la desairada verdad. Ali me nto de cuervos —confes é moslo
de u na vez— es u no de los prefijados sin ó ni m os de cad á ver, así. co mo
te mpestad de espadas lo es de batalla. Esas equivalencias eran precisa me nte
las ken ningar. Retenerlas y aplicarlas sin repetirse, era el ansioso ideal de esos
pri mitivos ho m bres de letras. En buena cantidad, per mitían salvar las
dificultades de u na m étrica rigurosa, m uy exigente de aliteraci ó n y ri ma
interior. Su e m pleo disponible, incoherente, puede observarse en estas líneas:

El aniquilador de la prole de los gigantes


Quebr ó al fuerte bisonte de la pradera de la gaviota.
Así los dioses, m ie ntras el guardi á n de la ca mpana se la me ntaba,
Destrozaron el halc ó n de la ribera.
De poco le vali ó el rey de los griegos
Al caballo que corre por arrecifes.

El aniquilador de las crías de los gigantes es el rojizo Thor. El guardi á n de la


ca mpa na es u n m i nistro de la n ueva fe, seg ú n su atributo. El rey de los griegos
es Jesucristo, por la distraída raz ó n de que é se es u no de los no m bres del
e m perador de Constantinopla y de que Jesucristo no es m e nos. El bisonte del
prado de la gaviota, el halc ó n de la ribera y el caballo que corre por arrecifes
no son tres ani males an ó m alos, sino u na sola nave m a ltrecha. De esas
penosas ecuaciones sint ácticas la pri mera es de segu ndo grado, puesto que la
pradera de la gaviota ya es u n no m bre del m ar... Desatados esos n udos
parciales, dejo al lector la clarificaci ó n total de las líneas, u n poco d écevante
por cierto. La Saga de Njal las pone en la boca plut ó nica de Steinvora, m a dre
de Ref el Escaldo, que narra acto continuo en l úcida prosa c ó mo el tre me ndo
Thor lo quiso pelear a Jes ús, y é ste no se ani m ó . Niedner, el ger ma nista,
venera lo "hu m a no-contradictorio" de esas figuras y las propone al inter és "de
n uestra m o derna poesía, ansiosa de valores de realidad".

Otro eje m plo, u nos versos de Egil Skalagrí msson:


Los te ñ idores de los dientes del lobo
Prodigaron la carne del cisne rojo.
El halc ó n del rocío de la espada
Se ali me nt ó con h é roes en la llanura.
Serpientes de la lu na de los piratas
Cu m plieron la volu ntad de los Hierros.

Versos co mo el tercero y el quinto, deparan u na satisfacci ó n casi org á nica. Lo


que procuran tras mitir es indiferente, lo que sugieren n ulo. No invitan a so ñar,
no provocan i m á genes o pasiones; no son u n pu nto de partida, son t ér minos.
El agrado —el suficiente y mí ni mo agrado — est á en su variedad, en el
heterog é neo contacto de sus palabras 6. Es posible que así lo co mprendieran
los inventores y que su car ácter de sí mbolos fuera u n m ero soborno a la
inteligencia. Los Hierros son los dioses; la lu na de los piratas, el escudo; su
serpiente, la lanza; rocío de la espada, la sangre; su halc ó n, el cuervo; cisne
rojo, todo p ájaro ensangrentado; carne del cisne rojo, los m u ertos; los
te ñ idores de los dientes del lobo, los guerreros felices. La reflexi ó n repudia
esas conversiones. Luna de los piratas no es la definici ó n m á s necesaria que
recla ma el escudo. Eso es indiscutible, pero no lo es m e nos el hecho de que
lu na de los piratas es u na fórm ula que no se deja ree mplazar por escudo, sin
p érdida total. Reducir cada ken ni ng a u na palabra no es despejar inc ó g nitas:
es an ular el poe ma. Baltasar Graci á n y Morales, de la Sociedad de Jes ús, tiene
en su contra u nas laboriosas perífrasis, de m ecanis mo parecido o id é ntico al
de las ken ni ngar. El te ma era el estío o la aurora. En vez de proponerlas
directa me nte las fue justificando y coordinando con recelo culpable. He aquí el
producto m ela nc ó lico de ese af á n:
lDespu é s que en el celeste Anfiteatro
El jinete del día
Sobre Flegetonte tore ó valiente
Al lu m i noso Toro
Vibrando por rejones rayos de oro,
Aplaudiendo sus suertes
El her moso espect áculo de Estrellas
—Turba de da mas bellas
Que a gozar de su talle, alegre m ora
Enci ma los balcones de la Aurora —;
Despu é s que en singular m eta morfosis

6
Busco el equivalente cl ásico de ese agrado, el equivalente que el m á s insobornable de m is lectores no querr á invalidar.
Doy con el insigne soneto de Quevedo al duque de Osuna, horrendo en galeras y naves e infantería ar mada. Es fácil
comprobar que en tal soneto la espl é ndida eficacia del dístico
Su Tumba son de Flandes las Ca mpa ñ as
Y su Epitafio la sangrienta Luna
es anterior a toda interpretaci ó n y no depende de ella. Digo lo m is mo de la subsiguiente expresi ó n: el llanto
m i litar, cuyo "sentido" no es discutible, pero sí baladí: el llanto de los m i litares. En cuanto a la sangrienta Luna, m ejor es
ignorar que se trata del sí mbolo de los turcos, eclipsado por no s é qu é piraterías de don Pedro Téllez Gir ó n.
Con talones de plu m a
Y con cresta de fuego
A la gran m u ltitud de astros lucientes
(Gallinas de los ca mpos celestiales)
Presidi ó Gallo el boquirrubio Febo
Entre los pollos del tindario H uevo,
Pues la gran Leda por traici ó n divina
Si e mpoll ó clueca concibi ó gallina...
El frenesí taurino-gallin áceo del reverendo Padre no es el m ayor pecado de su
rapsodia. Peor es el aparato l ó gico: la aposici ó n de cada no m bre y de su
m et áfora atroz, la vindicaci ó n i m posible de los dislates. El pasaje de Egil
Skalagrí msson es u n proble ma, o siquiera u na adivina nza; el del inverosímil
espa ñ ol, u na confusi ó n. Lo ad m irable es que Graci á n era u n buen prosista; u n
escritor infinita me nte capaz de artificios h á biles. Pru é belo el desarrollo de esta
sentencia, que es de su plu m a: Peque ñ o cuerpo de Chrys ó logo, encierra
espíritu gigante; breve panegírico de Plinio se m i de con la eternidad.

Predo mi na el car ácter funcional en las ken ni ngar. Definen los objetos por su
figura m e nos que por su e m pleo. Suelen ani m ar lo que tocan, sin perjuicio de
invertir el procedi m iento cuando su te ma es vivo. Fueron legi ó n y est á n
suficiente me nte olvidadas: hecho que m e ha instigado a recopilar esas
desfallecidas flores ret óricas. He aprovechado la pri mera co mpilaci ó n, la de
Snorri Sturluson —fa moso co mo historiador, co mo arque ó logo, co mo
constructor de u nas termas, co mo genealogista, co mo presidente de u na
asa m blea, co mo poeta, co mo doble traidor, co mo decapitado y co mo
fantas ma 7. En los a ñ os de 1230 la aco meti ó, con fines preceptivos. Quería
satisfacer dos pasiones de distinto orden: la m o deraci ó n y el culto de los
m ayores. Le agradaban las ken ni ngar, sie m pre que no fueran harto intrincadas
y que las autorizara u n eje m plo cl ásico. Traslado su declaraci ó n li m i nar: Esta
clave se dirige a los principiantes que quieren adquirir destreza po ética y
m ejorar su provisi ó n de figuras con m et áforas tradicionales o a quienes
buscan la virtud de entender lo que se escribi ó con m isterio. Conviene
respetar esas historias que bastaron a los m ayores, pero conviene que los
ho m bres cristianos les retiren su fe. A siete siglos de distancia la
discri mi naci ó n no es in útil: hay traductores ale ma nes de ese cal moso Gradus
ad Parnassu m boreal, que lo proponen co mo Ersatz de la Biblia y que juran
que el uso repetido de an écdotas noruegas es el instru me nto m á s eficaz para
ale ma nizar a Ale ma nia. El doctor Karl Konrad —autor de u na versi ó n
m utiladísi ma del tratado de Snorri y de u n folleto personal de 52 "extractos
do m i nicales" que constituyen otras tantas "devociones ger m á nicas", m uy
corregidas en u na segunda edici ó n — es quiz á el eje m plo m á s l ú gubre.

El tratado de Snorri se titula la Edda Prosaica. Consta de dos partes en prosa y


u na tercera en verso —la que inspir ó sin duda el epíteto. La segu nda refiere la
aventura de Aegir o Hler, versadísi mo en artes de hechicería, que visit ó a los
dioses en la fortaleza de Asgard que los m ortales lla ma n Troya. Hacia el
anochecer, Odin hizo traer u nas espadas de tan bru ñ ido acero que no se
precisaba otra luz. Hler se a mist ó con su vecino que era el dios Bragi,

7
Dura palabra es traidor. Sturluson —quizá— era u n m ero fan ático disponible, u n ho mbre desgarrado hasta el esc á ndalo
por sucesivas y contrarias lealtades. En el orden intelectual, s é de dos eje mplos: el de Francisco Luis Bern árdez, el m ío.
ejercitado en la elocuencia y la m é trica. U n vasto cuerno de agua m iel iba de
m a no en m a no y conversaron de poesía el ho m bre y el dios. Éste le fue
diciendo las m et áforas que se deben e m plear. Ese cat álogo divino est á
asesor á ndo m e ahora.

En el índice, no excluyo las ken ni ngar que ya registr é . Al co mpilarlo, he


conocido u n placer casi filat é lico.
casa de los p ájaros
casa de los vientos el aire.

flechas de m ar: los arenques.


cerdo del oleaje: la ballena.
á rbol de asiento: el banco.
bosque de la quijada: la barba.
asa m blea de espadas
te mpestad de espadas
encuentro de las fuentes
vuelo de lanzas
canci ó n de lanzas la batalla
fiesta de á guilas
lluvia de los escudos rojos
fiesta de vikings
fuerza del arco
pierna del o m ó plato el brazo.
cisne sangriento
gallo de los m u ertos el buitre
sacudidor del freno: el caballo.
poste del yel mo
pe ñ asco de los ho m bros la cabeza
castillo del cuerpo
fragua del canto: la cabeza del skald
ola del cuerno
m area de la copa la cerveza
yel mo del aire
tierra de las estrellas del cielo
ca mi no de la lu na el cielo
taza de los vientos

m a nzana del pecho


dura bellota del pensa miento el coraz ó n

gaviota del odio


gaviota de las heridas
caballo de la bruja el cuervo
pri mo del cuervo8

8
Definitu m in definitione ingredi non debet es la segunda regla m e nor de la definici ó n. Risue ñas infracciones co mo esta
(y aquella venidera de drag ó n de la espada: la espada) recuerdan el artificio de aquel personaje de Poe que en trance de
ocultar u na carta a la curiosidad policial, la exhibe como al desgaire en u n tarjetero.
tierra de la espada
lu na de la nave
lu na de los piratas el escudo
techo del co mbate
n ubarr ó n del co mbate

hielo de la pelea
vara de la ira
fuego de yel mos
drag ó n de la espada
roedor de yel mos la espada
espina de la batalla
pez de la batalla
re mo de la sangre
lobo de las heridas
ra ma de las heridas
riscos de las palabras: los dientes.

granizo de las cuerdas de los arcos


gansos de la batalla las flechas

sol de las casas


perdici ó n de los árboles el fuego
lobo de los te mplos

delicia de los cuervos


enrojecedor del pico del cuervo
alegrador del á guila
á rbol del yel mo el guerrero
á rbol de la espada
te ñ idor de espadas

ogra del yel mo


querido ali me ntador de los lobos el hacha
negro rocío del hogar: el hollín.
á rbol de lobos
caballo de m a dera la horca9
rocío de la pena: las l á gri mas.
drag ó n de los cad áveres
serpiente del escudo la lanza

espada de la boca
re mo de la boca la lengua

asiento del neblí


país de los anillos de oro la m a no

9
Ir en caballo de m adera al infierno, leo en el capítulo veintid ós de la Inli nga Saga. Viuda, balanza, borne y finibusterre
fueron los no m bres de la horca en la germanía; m arco (picture frame) el que le dieron los m alevos antiguos de N ueva
York.
techo de la ballena
tierra del cisne
ca mi no de las velas
ca mpo del viking el m ar
prado de la gaviota
cadena de las islas

á rbol de los cuervos


avena de á guilas el m u erto
trigo de los lobos

lobo de las m areas


caballo del pirata
reno de los reyes del m ar
patín de viking la nave
padrillo de la ola
carro arador del m ar
halc ó n de la ribera

piedras de la cara
lu nas de la frente los ojos

fuego del m ar
lecho de la serpiente
resplandor de la m a no el oro
bronce de las discordias
reposo de las lanzas: la paz
casa del aliento
nave del coraz ó n
base del al ma el pecho
asiento de las carcajadas

nieve de la cartera
hielo de los crisoles la plata
rocío de la balanza

se ñ or de anillos
distribuidor de tesoros el rey
distribuidor de espadas

sangre de los pe ñ ascos


tierra de las redes el río

riacho de los lobos


m area de la m atanza
rocío del m u erto
sudor de la guerra la sangre
cerveza de los cuervos
agua de la espada
ola de la espada
herrero de canciones: el skald.
her ma na de la lu na 10
fuego del aire el sol

m ar de los ani males


piso de las tormentas la tierra
caballo de la neblina
se ñ or de los corrales: el toro.
creci miento de ho m bres
ani maci ó n de las víboras el verano

her ma no del fuego


da ñ o de los bosques el viento
lobo de los cordajes

O mito las de segu ndo grado, las obtenidas por co mbinaci ó n de u n t ér mi no


si m ple con u na ken ning —verbigracia, el agua de la vara de las heridas, la
sangre, el hartador de las gaviotas del odio, el guerrero; el trigo de los cisnes
de cuerpo rojo, el cad áver— y las de raz ó n m itol ó gica; la perdici ó n de los
enanos, el sol; el hijo de n ueve m a dres, el dios Hei m dall. O m ito las ocasionales
ta mbi é n: el sost é n del fuego del m ar, u na m ujer con u n dije de oro
cualquiera11. De las de potencia m á s alta, de las que operan la fusi ó n arbitraria
de los enig mas, indicar é u na sola: los aborrecedores de la nieve del puesto del
halc ó n. El puesto del halc ó n es la m a no; la nieve de la m a no es la plata; los
aborrecedores de la plata son los varones que la alejan de sí, los reyes
dadivosos. El m é todo, ya lo habr á notado el lector, es el tradicional de los
li mosneros: el enco mio de la re misa generosidad que se trata de esti m ular. De
ahí los m uchos sobreno m bres de la plata y del oro, de ahí las ávidas
m e nciones del rey: se ñ or de anillos, distribuidor de caudales, custodia de
caudales. De ahí asi mis mo, sinceras conversiones co mo ésta, que es del
noruego Eyvind Skaldaspillir:

lQuiero construir u na alabanza


Estable y firme co mo u n puente de piedra.
Pienso que no es avaro n uestro rey
De los carbones encendidos del codo.

Esa identificaci ó n del oro y la lla ma —peligro y resplandor— no deja de ser


eficaz. El ordenado Snorri la aclara: Deci mos bien que el oro es fuego de los
brazos o de las piernas, porque su color es el rojo, pero los no m bres de la
plata son hielo o nieve o piedra de granizo o escarcha, porque su color es el
blanco. Y despu é s: Cuando los dioses devolvieron la visita a Aegir, éste los
hosped ó en su casa (que est á en el m ar) y los alu m br ó con l á m i nas de oro,
que daban luz co mo las espadas en el Valhala. Desde entonces al oro le
10
Los idio mas germ á nicos que tienen g é nero gra matical dicen la sol y el luna. Seg ú n Lugones ( El I mperio Jesuítico,
1904), la cos mogonía de las tribus guaraníes consideraba m acho a la luna y he mbra al sol. La antigua cosmogonía
del Jap ó n registra asi mis mo u na diosa del sol y u n dios de la lu na.
11
Si las noticias de De Qui ncey no m e equivocan (Writings, onceno tomo, p á gina 269) el m odo incidental de esa ú lti ma
es el de la perversa Casandra, en el negro poe ma de Licofr ó n.
dijeron fuego del m ar y de todas las aguas y de los ríos. Monedas de oro,
anillos, escudos claveteados, espadas y hachas, eran la reco m pensa del skald;
algu na extraordinaria vez, terrenos y naves.
Mi lista de ken ni ngar no es co mpleta. Los cantores tenían el pudor de la
repetici ó n literal y preferían agotar las variantes. Basta reconocer las que
registra el artículo nave —y las que u na evidente per m utaci ó n, liviana
ind ustria del olvido o del arte, puede m u ltiplicar. Abunda n asi mis mo las de
guerrero. Á rbol de la espada le dijo u n skald, acaso porque á rbol y vencedor
eran voces ho m ó ni m as. Otro le dijo encina de la lanza; otro, bast ó n del oro;
otro, espantoso abeto de las te mpestades de hierro; otro, boscaje de los peces
de la batalla. Algu na vez la variaci ó n acat ó u na ley: de m u é stralo u n pasaje de
Markus, donde u n barco parece agigantarse de cercanía.

lEl fiero jabalí de la inu ndaci ó n


Salt ó sobre los techos de la ballena.
El oso del diluvio fatigó
El antiguo ca mi no de los veleros
El toro de las m arejadas quebró
La cadena que a marra n uestro castillo.

El culteranis mo es u n frenesí de la m e nte acad é m ica; el estilo codificado por


Snorri es la exasperaci ó n y casi la reductio ad absurdu m de u na preferencia
co m ú n a toda la literatura ger m á nica: la de las palabras co mp uestas. Los m á s
antiguos m o n u m e ntos de esa literatura son los anglosajones. En el Beowulf —
cuya fecha es el 700—, el m ar es el ca mi no de las velas, el ca mi no del cisne, la
ponchera de las olas, el ba ñ o de la planga, la ruta de la ballena; el sol es la
candela del m u n do, la alegría del cielo, la piedra preciosa del cielo; el arpa es
la m a dera del j ú bilo; la espada es el residuo de los m artillos, el co mpa ñero de
pelea, la luz de la batalla, la batalla es el juego de las espadas, el chaparr ón
de fierro; la nave es la atravesadora del m ar; el drag ó n es la a me naza del
anochecer, el guardi á n del tesoro; el cuerpo es la m orada de los h uesos; la
reina es la tejedora de paz; el rey es el se ñor de los anillos, el á ureo a migo de
los ho m bres, el jefe de ho m bres, el distribuidor de caudales. Tambi é n las
naves de la Ilíada son atravesadoras del m ar —casi trasatl á nticos—, y el rey,
rey de ho m bres. En las hagiografías del 800, el m ar es asi m is mo el ba ño del
pez, la ruta de las focas, el estanque de la ballena, el reino de la ballena; el sol
es la candela de los ho m bres, la candela del día; los ojos son las joyas de la
cara; la nave es el caballo de las olas, el caballo del m ar; el lobo es el m orador
de los bosques; la batalla es el juego de los escudos, el vuelo de las lanzas; la
lanza es la serpiente de la guerra; Dios es la alegría de los guerreros. En el
Bestiario, la ballena es el guardi á n del oc éano. En la balada de Brunaburh —ya
del 900—, la batalla es el trato de las lanzas, el crujido de las banderas, la
co m u ni ó n de las espadas, el encuentro de ho m bres. Los escaldos m a nejan
pu ntual m e nte esas m is m as figuras; su in novaci ó n fue el orden torrencial en
que las prodigaron y el co mbinarlas entre sí co mo bases de m á s co mplejos
sí mbolos. Es de presu m ir que el tie mpo colabor ó. S ólo cuando lu na de viking
fue u na in m ediata equivalencia de escudo, pudo el poeta form ular la ecuaci ó n
serpiente de la lu na de los vikings. Ese m o m e nto se produjo en Islandia, no en
I nglaterra. El goce de co mponer palabras perdur ó en las letras brit á nicas, pero
en diversa forma. Las Odiseas de Chap ma n (a ñ o de 1614) abu nda n en
extra ñ os eje mplos. Algunos son her mosos (delicious-fingered Morning,
through-swu m the waves); otros, m era me nte visuales y tipogr áficos (Soon as
the white-and-red-m ixed-fingered Da me); otros, de curiosa torpeza, the
circularly-witted queen. A tales aventuras pueden conducir la sangre
ger m á nica y la lectura griega. Aquí ta mbi é n de cierto ger ma nizador total del
ingl é s, que en u n Word-book of the English Tongue, propone las en m ie ndas
que copio: lichrest por ce menterio, rede-craft por l ó gica, fourwinkled por
cuadrangular, outganger por e migrante, sweathole por poro, hair-bane por
depilatorio, fearnoug ht por guapo, bit-wise por gradual me nte, kinlore por
genealogía, bask-jaw por ré plica, wan hope por desesperaci ó n. A tales
aventuras pueden conducir el ingl és y u n conoci miento nost álgico del
ale m á n... Recorrer el índice total de las ken ningar es exponerse a la inc ó moda
sensaci ó n de que m uy raras veces ha estado m e nos ocurrente el m isterio —y
m á s inadecuado y verboso. Antes de condenarlas, conviene recordar que su
trasposici ó n a u n idio ma que ignora las palabras co mp uestas tiene que
agravar su in habilidad. Espina de la batalla o au n espina de batalla o espina
m i litar es u na desairada perífrasis; Ka mpfdorn o battle-thorn lo son m e nos 12.
Así ta mbi é n, hasta que las exhortaciones gra maticales de n uestro Xul-Solar no
encuentren obediencia, versos co mo el de Rudyard Kipling:

lIn the desert where the du ng-fed ca mp-s moke curled

o aquel otro de Yeats:

lThat dolphin-torn, that gong-tormented sea

ser á n ini m itables e i m pensables en espa ñol. . .


Otras apologías no faltan. U na evidente es que esas inexactas m e nciones eran
estudiadas en fila por los aprendices de skald, pero no eran propuestas al
auditorio de ese m o do esque m ático, sino entre la agitaci ó n de los versos. (La
descarnada fórm ula

agua de la espada = sangre

es acaso ya u na traici ó n.) Ignora mos sus leyes: desconoce mos los precisos
reparos que u n juez de ken ni ngar opondría a u na buena m et áfora de Lugones.
Apenas si u nas palabras nos quedan. I m posible saber con qu é inflexi ó n de voz
eran dichas, desde qu é caras, individuales co mo u na m ú sica, con qu é
ad m irable decisi ó n o m o destia. Lo cierto es que ejercieron alg ú n día su
profesi ó n de aso m bro y que su gigantesca ineptitud e m beles ó a los rojos
varones de los desiertos volc á nicos y los fjords, igual que la profunda cerveza
y que los duelos de padrillos 13. No es i m posible que u na m isteriosa alegría las
produjera. Su m is ma bastedad —peces de la batalla: espadas— puede
responder a u n antiguo h u m o ur, a chascos de hiperb óreos ho m brones. Así, en
esa m et áfora salvaje que he vuelto a destacar, los guerreros y la batalla se
funden en u n plano invisible, donde se agitan las espadas org á nicas y
m u erden y aborrecen. Esa i maginaci ó n figura ta mbi é n en la Saga de Njal, en

12
Traducir cada ken ni ng por u n sustantivo espa ñ ol con adjetivo especificante (sol do m é stico en lugar de sol de las
casas, resplandor m a n ual en vez de resplandor de la m a no) h ubiera sido tal vez lo m á s fiel, pero tambi é n lo m e nos
sensacional y lo m á s difícil —por falta de adjetivos.
13
Hablo de u n deporte especial de esa isla de lava y de duro hielo: la ri ña de padrillos. Enloquecidos por las yeguas
urgentes y por el cla mor de los ho mbres, éstos peleaban a sangrientos m ordiscos, alguna vez m ortales. Las alusiones
a ese juego son n u merosas. De u n capit á n que se bati ó con denuedo frente a su da ma, dice el historiador que c ó mo
no iba a pelear bien ese potro si la yegua estaba m ir á ndolo.
u na de cuyas p á ginas est á escrito: Las espadas saltaron de las vainas, y
hachas y lanzas volaron por el aire y pelearon. Las ar mas los persiguieron con
tal ardor que debieron atajarse con los escudos, pero de n uevo m uchos fueron
heridos y u n ho m bre m uri ó en cada nave. Este signo se vio en las
e m barcaciones del ap óstata Brodir, antes de la batalla que lo deshizo.

En la noche 743 del Libro de las 1001 noches, leo esta ad mo nici ó n: No
diga mos que ha m u erto el rey feliz que deja u n heredero co mo este: el
co medido, el agraciado, el i mpar, el le ó n desgarrador y la clara lu na. El sí mil,
conte mpor á neo por ventura de los ger m á nicos, no vale m ucho m á s, pero la
raíz es distinta. El ho m bre asi milado a la lu na, el ho m bre asi milado a la fiera,
no son el resultado discutible de u n proceso m e ntal: son la correcta y
m o m e nt á nea verdad de dos intuiciones. Las ken ni ngar se quedan en sofis mas,
en ejercicios e m b usteros y l á ng uidos. Aquí de cierta m e m orable excepci ó n,
aquí del verso que refleja el incendio de u na ciudad, el fuego delicado y
terrible:

Arden los ho m bres; ahora se enfurece la Joya.

U na vindicaci ó n final. El signo pierna del o m ó plato es raro, pero no es m e nos


raro del brazo del ho m bre. Concebirlo co mo u na vana pierna que proyectan las
sisas de los chalecos y que se deshilacha en cinco dedos de penosa largura, es
intuir su rareza funda me ntal. Las ken ningar nos dictan ese aso m bro, nos
extra ñ an del m u n do. Pueden m otivar esa l úcida perplejidad que es el ú nico
honor de la m etafísica, su re m u neraci ó n y su fuente.

Buenos Aires, 1933.

POSDATA. Morris, el m i n ucioso y fuerte poeta ingl és, intercal ó m uchas ken ningar
en su ú lti ma epopeya, Sigurd the Volsung. Trascribo algu nas, ignoro si
adaptadas o personales o de las dos. Lla ma de la guerra, la bandera; m area de
la m atanza, viento de la guerra, el ataque; m u n do de pe ñascos, la m o nta ña;
bosque de la guerra, bosque de picas, bosque de la batalla, el ej ército; tejido
de la espada, la m u erte; perdici ó n de Fafnir, tiz ó n de la pelea, ira de Sigfrido,
su espada.

Padre del perfu me ¡oh jaz mín! pregonan en El Cairo los vendedores. Mauthner
observa que los árabes suelen derivar sus figuras de la relaci ó n padre-hijo. Así:
padre de la m a ñ a na, el gallo; padre del m erodeo, el lobo; hijo del arco, la
flecha; padre del fortín (patr ó n de la cuevita), el zorro; padre de los pasos, u na
m o nta ñ a. Otro eje m plo de esa preocupaci ó n: en el Qur á n, la prueba m á s
co m ú n de que hay Dios, es el espanto de que el ho m bre sea generado por
u nas gotas de agua vil.

Es sabido que los pri mitivos no m bres del tanque fueron landship, landcruiser,
barco de tierra, acorazado de tierra. M ás tarde le pusieron tanque para
despistar. La ken ning original era de masiado evidente. Otra ken ning es lech ó n
largo, que era el eufe mis mo goloso que los caníbales dieron al plato
funda me ntal de su ré gi me n.

El ultraísta m u erto cuyo fantas ma sigue sie m pre habit á ndo m e, goza con estos
juegos. Los dedico a u na clara co mpa ñ era de los heroicos días. A Norah Lange,
cuya sangre los reconocer á por ventura.

POSDATA DE 1962. Yo escribí algu na vez, repitiendo a otros, que la aliteraci ó n y


la m et áfora eran los ele me ntos funda me ntales del antiguo verso ger m á nico.
Dos a ñ os dedicados al estudio de los textos anglosajones m e llevan, hoy, a
m odificar esa afir maci ó n.

De las aliteraciones entiendo que eran m á s bien u n m e dio que u n fin. Su


objeto era m arcar las palabras que debían acentuarse. U na prueba de ello es
que las vocales, que eran abiertas, es decir m uy diversas u na de otra,
aliteraban entre sí. Otra es que los textos antiguos no registran aliteraciones
exageradas, del tipo afair field full of folk, que data del siglo xiv.

En cuanto a la m et áfora co mo ele me nto indispensable del verso, entiendo que


la po m pa y la gravedad que hay en las palabras co mp uestas eran lo que
agradaba y que las ken ni ngar, al principio, no fueron m etaf óricas. Así, los dos
versos iniciales del Beowulf incluyen tres ken ni ngar (daneses de lanza, días de
anta ñ o o días de a ñ os, reyes del pueblo) que cierta me nte no son m et áforas y
es preciso llegar al d éci mo verso para dar con u na expresi ó n co mo hronrad
(ruta de la ballena, el m ar). La m et áfora no habría sido pues lo funda me ntal
sino, co mo la co mparaci ó n ulterior, u n descubri miento tardío de las literaturas.

*
Entre los libros que m á s serviciales m e fueron, debo m e ncionar los siguientes:

The Prose Edda, by Snorri Sturlusson. Translated by Arthur Gilchrist Brodeur. New York, 1929.

Die Jangere Edda m it de m sogen nanten ersten gra m m atischen Traktat. Uebertragen von Gustav Neckel
u n d Felix Niedner. Jena, 1925.

Die Edda. Uebersetzt von H ugo Gering. Leipzig, 1892.

Eddalieder, m it Gra m m atik, Uebersetzung u n d Erl ä uterungen. Von Dr. Wil hel m Ranisch. Leipzig, 1920.

V ö lsunga Saga, with certain songs fro m the Elder Edda. Translated by Eiríkr Magn ússon and Willia m
Morris. London, 1870.

The Story of Burnt Njal. From the Icelandic of the Njals Saga, by George Webbe Dasent. Edinburgh, 1861.

The Grettir Saga. Translated by G. Ainslie H ig ht. London, 1913.

Die Geschichte von Goden Snorri. Uebertragen von Felix Niedner. Jena, 1920. Islands Kultur zur
Wikingerzeit, von Felix Niedner. Jena, 1920.

Anglo-Saxon Poetry. Selected and translated by R. K. Gordon. London, 1931.

The Deeds of Beowulf. Done into m o dern prose by John Earle. Oxford, 1892.
LA M ET Á F O RA

El historiador Snorri Sturluson, que en su intrincada vida hizo tantas cosas,


co mpil ó a principios del siglo XIII u n glosario de las figuras tradicionales de la
poesía de Islandia en el que se lee, por eje mplo, que gaviota del odio, halc ó n
de la sangre, cisne sangriento o cisne rojo, significan el cuervo; y techo de la
ballena o cadena de las islas, el m ar; y casa de los dientes, la boca.
Entretejidas en el verso y llevadas por é l, estas m et áforas deparan (o
depararon) u n aso m bro agradable; luego senti mos que no hay u na e moci ó n
que las justifique y las juzga mos laboriosas e in útiles. He co mprobado que
igual cosa ocurre con las figuras del si m bolis mo y del m arinis mo.

De "frialdad ínti ma" y de "poco ingeniosa ingeniosidad" pudo acusar


Benedetto Croce a los poetas y oradores barrocos del siglo XVII; en las
perífrasis recogidas por Snorri veo algo así co mo la reductio ad absurdu m de
cualquier prop ó sito de elaborar m et áforas n uevas. Lugones o Baudelaire, he
sospechado, no fracasaron m e nos que los poetas cortesanos de Islandia.

En el libro tercero de la Ret órica, Arist óteles observ ó que toda m et áfora surge
de la intuici ó n de u na analogía entre cosas disí miles; Middleton Murry exige
que la analogía sea real y que hasta entonces no haya sido notada (Countries
of the Mind, II, 4). Arist óteles, co mo se ve, funda la m et áfora sobre las cosas y
no sobre el lenguaje; los tropos conservados por Snorri son (o parecen)
resultados de u n proceso m e ntal, que no percibe analogías sino que co mbina
palabras; algu no puede i m presionar (cisne rojo, halc ó n de la sangre), pero
nada revelan o co m u nican. Son, para de algu na m a nera decirlo, objetos
verbales, puros e independientes co mo u n cristal o co mo u n anillo de plata.
Pareja me nte, el gra m ático Licofronte lla m ó le ó n de la triple noche al dios
H ércules porque la noche en que fue engendrado por Zeus dur ó co mo tres; la
frase es m e m orable, allende la interpretaci ó n de los glosadores, pero no ejerce
la funci ó n que prescribe Arist óteles. 14

En el I King, u no de los no m bres del u niverso es los Diez Mil Seres. Har á treinta
a ñ os, m i generaci ó n se m aravill ó de que los poetas desde ñ aran las m uchas
co mbinaciones de que esa colecci ó n es capaz y m a ni ática me nte se li m itaran a
u nos pocos grupos fa mosos: las estrellas y los ojos, la m ujer y la flor, el tie m po
y el agua, la vejez y el atardecer, el sue ñ o y la m u erte. En u nciados o
despojados así, estos grupos son m eras trivialidades, pero vea mos algu nos
eje mplos concretos.

En el Antiguo Testa mento se lee (I Reyes 2:10): Y David dur mi ó con sus
padres, y fue enterrado en la ciudad de David. En los na ufragios, al h u n dirse la
nave, los m arineros del Dan ubio rezaban: Duer mo; luego vuelvo a re mar 15.
Her ma no de la Muerte dijo del Sue ñ o, Ho m ero, en la Ilíada; de esta her ma ndad
diversos m o n u m e ntos funerarios son testi monio, seg ú n Lessing. Mono de la
m u erte (Affe des Todes) le dijo Wilhel m Kle m m, que escribi ó asi mis mo: La
m u erte es la pri mera noche tranquila. Antes, Heine había escrito: La m u erte
14
Digo lo m is mo de " á guila de tres alas", que es no mbre m etaf órico de la flecha, en la literatura persa (Browne: A
Literary History of Persia, III, 262).
15
Tambi é n se guarda la plegaria final de los m arineros fenicios: "Madre de Cartago, devuelvo el re mo". A juzgar por
m o nedas del siglo II antes de Jesucristo, debe mos entender Sid ó n por Madre de Cartago.
es la noche fresca; la vida, el día tormentoso. . . Sue ñ o de la tierra le dijo a la
m u erte, Vigny; viejo sill ó n de ha m aca (old rocking-chair) le dicen en los blues a
la m u erte: é sta viene a ser el ú lti mo sue ñ o, la ú lti ma siesta, de los negros.
Schopen ha uer, en su obra, repite la ecuaci ó n m u erte-sue ño; b áste me copiar
estas líneas: Lo que el sue ñ o es para el individuo, es para la especie la m u erte
(Welt als Wille, II, 41). El lector ya habr á recordado las palabras de Ha m let:
Morir, dor mir, tal vez so ñ ar, y su te mor de que sean atroces los sue ñ os del
sue ñ o de la m u erte. Equiparar m ujeres a flores es otra eternidad o trivialidad;
he aquí algu nos eje mplos. Yo soy la rosa de Sar ó n y el lirio de los valles, dice
en el Cantar de los Cantares la sula m ita. En la historia de Math, que es la
cuarta "ra ma" de los Mabinogion de Gales, u n príncipe requiere u na m ujer que
no sea de este m u n do, y u n hechicero, "por m e dio de conjuros y de ilusi ó n, la
hace con las flores del roble y con las flores de la reta ma y con las flores de la
ul m aria". En la quinta "aventura" del Nibelu ngenlied, Sigfrid ve a Krie m hild,
para sie m pre, y lo pri mero que nos dice es que su tez brilla con el color de las
rosas. Ariosto, inspirado por Catulo, co mpara la doncella a u na flor secreta
(Orlando, I, 42); en el jardín de Armida, u n p ájaro de pico purp úreo exhorta a
los a ma ntes a no dejar que esa flor se m archite. (Gerusale m m e, XVI, 13-15). A
fines del siglo XVI, Malherbe quiere consolar a u n a migo de la m u erte de su
hija y en su consuelo est á n las fa mosas palabras: Et, rose, elle a v écu ce que
vivent les roses. Shakespeare, en u n jardín, ad m ira el hondo ber mell ó n de las
rosas y la blancura de los lirios, pero estas galas no son, para é l, sino so mbras
de su a mor que est á ausente (Sonnets, XCVIII). Dios, haciendo rosas, hizo m i
cara, dice la reina de Sa motracia en u na p á gina de Swinburne. Este censo
podría no tener fin 16; b á ste me recordar aquella escena de Weir of Her miston —
el ú lti mo libro de Stevenson — en que el h éroe quiere saber si en Cristina hay
u n al ma "o si no es otra cosa que u n ani mal del color de las flores".

Diez eje mplos del pri mer grupo y n ueve del segundo he juntado; a veces la
u nidad esencial es m e nos aparente que los rasgos diferenciales. ¿Qui é n, a
priori, sospecharía que "sill ó n de ha m aca" y "David dur mi ó con sus padres"
proceden de u na m is m a raíz?

El pri mer m o n u m e nto de las literaturas occidentales, la llíada, fue co mp uesto


har á tres m i l a ñ os; es verosí mil conjeturar que en ese enor me plazo todas las
afinidades ínti mas, necesarias (ensue ñ o-vida, sue ñ o-m u erte, ríos y vidas que
trascurren, etc étera), fueron advertidas y escritas algu na vez. Ello no significa,
natural me nte, que se haya agotado el n ú m ero de m et áforas; los m odos de
indicar o insin uar estas secretas si m patías de los conceptos resultan, de
hecho, ili mitados. Su virtud o flaqueza est á en las palabras, el curioso verso en
que Dante (Purgatorio, I , 13), para definir el cielo oriental invoca u na piedra
oriental, u na piedra lí mpida en cuyo no m bre est á, por venturoso azar, el
Oriente: Dolce color d'oriental zaffiro es, m á s all á de cualquier duda,
ad m irable; no así el de G ó ngora (Soledad, I, 6): En ca mpos de zafiros pace
estrellas que es, si no m e equivoco, u na m era grosería, u n m ero é nfasis 17.
16
Tambi é n está con delicadeza la i magen en los famosos versos de Milton ( P. L. IV, 268-271) sobre el rapto de
Proserpina, y son éstos de Darío:

Mas a pesar del tie mpo terco,


m i sed de a mor no tiene fin;
con el cabello gris m e acerco
a los rosales del jardín.
17

Ambos versos derivan de la Escritura, "Y vieron al Dios de Israel; y había debajo de sus pies co mo u n e mbaldosado
Alg ú n día se escribir á la historia de la m et áfora y sabre mos la verdad y el error
que estas conjeturas encierran.

de zafiro, se mejante al cielo cuando est á sereno". ( Éxodo, 24; 10.)


LA D OCTR I NA D E LOS CICLOS

Esa doctrina (que su m á s reciente inventor lla ma del Eterno Retorno) es


form ulable así:

El n ú m ero de todos los áto mos que co mponen el m u n do es, au nque


des mesurado, finito, y s ó lo capaz co mo tal de u n n ú m ero finito (aunque
des mesurado ta mbi é n) de per m utaciones. En u n tie mpo infinito, el n ú m ero de
las per m utaciones posibles debe ser alcanzado, y el u niverso tiene que
repetirse. De n uevo nacer ás de u n vientre, de n uevo crecer á tu esqueleto, de
n uevo arribar á esta m is ma p á gina a tus m a nos iguales, de n uevo cursar ás
todas las horas hasta la de tu m u erte increíble. Tal es el orden habitual de
aquel argu m e nto, desde el preludio insípido hasta el enor me desenlace
a me nazador. Es co m ú n atribuirlo a Nietzsche.

Antes de refutarlo -e m presa de que ignoro si soy capaz- conviene concebir,


siquiera de lejos, las sobrehu m a nas cifras que invoca. E m piezo por el áto mo.
El di á m etro de u n áto mo de hidr ó geno ha sido calculado, salvo error, en u n
cien m i llon é si mo de centí metro. Esa vertiginosa peque ñ ez no quiere decir que
sea indivisible: al contrario Rutherford lo define seg ú n la i magen de u n siste ma
solar, hecho por u n n úcleo central y por u n electr ó n giratorio, cien m i l veces
m e nor que el áto mo entero. Deje mos ese n úcleo y ese electr ó n y conciba mos
u n frugal u niverso, co mp uesto de diez áto mos. (Se trata, claro est á, de u n
m odesto u niverso experi me ntal: invisible, ya que no lo sospechan los
m icroscopios; i m ponderable ya que ni ngu na balanza lo apreciaría.) Postule mos
ta mbi é n -sie m pre de acuerdo con la conjetura de Nietzsche- que el n ú m ero de
ca mbios de ese u niverso es el de las m a neras en que se pueden disponer los
diez áto mos, variando el orden en que est é n colocados. ¿Cu á ntos estados
diferentes puede conocer ese m u n do, antes de u n eterno retorno? La
indagaci ó n es fácil: basta m u ltiplicar 1 x 2 x 3 x 4 x 5 x 6 x 7 x 8 x 9 x 10,
prolija operaci ó n que nos da la cifra de 3.628.800. Si u n partícula casi
infinitesi mal de u niverso es capaz de se mejante variedad, poca o ni ng u na fe
debe mos prestar a u na m o notonía del cos mos. He considerado 10 áto mos;
para obtener dos gra mos de hidr ó geno, precisaría mos bastante m á s de u n
bill ó n de billones. Hacer el c ó m p uto de los ca mbios posibles en ese par de
gra mos - vale decir, m u ltiplicar u n bill ó n de billones por cada u no de los
n ú m eros enteros que lo anteceden- es ya u na operaci ó n m uy superior a la
paciencia h u m a na.

Ignoro si m i lector est á convencido; yo no lo estoy. El indoloro y casto


despilfarro de n ú m eros enor mes obra sin duda ese placer peculiar de todos los
excesos, pero la Regresi ó n, sigue m á s o m e nos Eterna, aunq ue a plazo
re moto. Nietzsche podría replicar: “Los electrones giratorios de Rutherford son
u na novedad para m í, así co mo la idea -tan escandalosa para u n fil ó logo- de
que pueda partirse u n áto mo. Sin e m bargo, yo ja m ás des me ntí que las
vicisitudes de la m ateria fueran cuantiosas; yo he declarado sola me nte que no
eran infinitas.” Esa verosí mil contestaci ó n de Friedrich Nietzsche m e hace
recurrir a Georg Cantor y a su heroica teoría de conjuntos.

Cantor destruye el funda me nto de la tesis de Nietzsche. Afirma la perfecta


infinitud del n ú m ero de pu ntos del u niverso, y hasta de u n m etro de u niverso,
o de u na fracci ó n de ese m etro. La operaci ó n de contar no es otra cosa para é l
que la de equiparar series. Por eje m plo, si los pri mog é nitos de todas las casas
de Egipto fueron m atados por el Á n gel, salvo los que habitaban en casas que
tenía en la puerta u na se ñ al roja, es evidente que tantos se salvaron co mo
se ñ ales rojas había, sin que esto i m porte en u m erar cu á ntos fueron. Aquí es
indefinida la cantidad; otras agrupaciones hay en que es infinita. El conjunto
de los n ú m eros naturales es infinito, pero es posible de mostrar que son tantos
los i m pares co mo los pares

Al 1 corresponde el 2
Al 3 corresponde el 4
Al 5 corresponde el 6, etc étera

La prueba es tan irrefutable co mo baladí, pero no difiere de la siguiente de


que hay tantos m ú ltiplos de tres m i l dieciocho co mo n ú m eros hay -sin excluir
de é stos al tres m i l dieciocho y sus m ú ltiplos

Al 1 corresponde el 3018
Al 2 corresponde el 6036
Al 3 corresponde el 9054
Al 4 corresponde el 12072, etc étera

Cabe afir mar lo m is mo de sus potencias, por m á s que éstas se vayan


ratificando a m e dida que progrese mos

Al 1 corresponde el 3018
Al 2 corresponde el 30182 el 9.108.324
Al 3, etc étera

U na genial aceptaci ó n de estos hechos ha inspirado la fórm ula de que u na


colecci ó n infinita -verbigracia, la serie natural de n ú m eros enteros- es u na
colecci ó n cuyos m ie m bros pueden desdoblarse a su vez en series infinitas.
(Mejor para eludir toda a m big ü edad: conjunto infinito es aquel conjunto que
puede equivaler a u no de sus conjuntos parciales.) La parte, en esas elevadas
latitudes de la n u m eraci ó n, no es m e nos copiosa que el todo: la cantidad
precisa de pu ntos que hay en el u niverso es la que hay en u n m etro, o en u n
decí metro, o en la m á s ho nda trayectoria estelar. La serie de los n ú m eros
naturales est á bien ordenada: vale decir, los t ér mi nos que la forma n son
consecutivos; el 28 precede al 29 y sigue al 27. La serie de los pu ntos del
espacio (o de los instantes del tie m po) no es ordenable así; ni ng ú n n ú m ero
tiene u n sucesor o u n predecesor in m ediato. Es co mo la serie de los quebrados
seg ú n la m a g nitud. ¿Qu é fracci ó n en u m erare mos despu és de 1/2? No 51/100
porque m á s cerca est á 201/400; no 201/400 porque m á s cerca... Igual sucede
con los pu ntos, seg ú n George Cantor. Pode mos sie m pre intercalar otros m á s,
en n ú m ero infinito. Sin e m bargo, debe mos procurar no concebir ta ma ñ os
decrecientes. Cada pu nto “ya”es el final de u na infinita subdivisi ó n.
El roce del her moso juego de Cantor con el her moso juego de Zarathustra es
m ortal para Zarathustra. Si el u niverso consta de u n n ú m ero infinito de
tér mi nos, es rigurosa me nte capaz de u n n ú m ero infinito de co mbinaciones -
y
la necesidad de u n eterno retorno queda vencida. Queda su m era posibilidad,
co mp utable en cero

•I I

Escribe Nietzsche, hacia el oto ñ o de 1883: Esta lenta ara ñ a arrastr á ndose a la
luz de la lu na, y esta m is ma luz de la lu na, y t ú y yo cuchicheando en el
port ó n, cuchicheando de eternas cosas, ¿no he mos coincidido ya en el
pasado? ¿Y no recurrire mos otra vez el largo ca mi no, en ese largo te mbloroso
ca mi no, no recurrire mos eterna me nte? Así hablaba yo, y sie mpre con voz
m e nos alta, porque m e daban m iedo m is pensa mientos y m is
traspensa mientos. Escribe Eude mo parafraseador de Arist óteles, u nos tres
siglos antes de la Cruz: Si he mos de creer a los pitag óricos, las m is mas cosas
volver á n pu ntual me nte y estar éis con migo otra vez y yo repetir é esta doctrina
y m i m a no jugar á con este bast ó n, y así de lo de m á s. En la cos mogonía de los
estoicos, Zeus se ali me nta del m u n do : el u niverso es consu m ido cíclica me nte
por el fuego que lo engendr ó, y resurge de la aniquilaci ó n para repetir u na
id é ntica historia. De n uevo se co mbina n las diversas partículas se mi nales, de
n uevo informa n piedras, árboles y ho m bres - y a ú n virtudes y días, ya que para
los griegos era i m posible u n no m bre sustantivo sin algu na corporeidad. De
n uevo cada espada y cada h éroe, de n uevo cada m i n uciosa noche de
inso m nio.

Co mo las otras conjeturas de la escuela del Pórtico, esa de la repetici ó n


general cundi ó por el tie m po, y su no m bre t écnico, apokatastasis, entr ó en los
Evangelios (Hechos de los Ap óstoles, III, 21), si bien con intenci ó n
indeter minada. El libro doce de la Civitas Dei de San Agustín dedica varios
capítulos a rebatir tan abo mi nable doctrina. Esos capítulos (que tengo a la
vista) son harto en m ara ñ ados para el resu me n, pero la furia episcopal de su
autor parece preferir dos m otivos; u no, la aparente in utilidad de esa rueda;
otro, la irrisi ó n de que el Logos m u era co mo u n pruebista en la cruz, en
funciones inter mi nables. Las despedidas y el suicidio pierden su dignidad si los
m e n udean; San Agustín debi ó pensar lo m is mo de la Crucifixi ó n. De ahí que
rechazara con esc á ndalo el parecer de los estoicos y pitag óricos. É stos arg üían
que la ciencia de Dios no puede co mprender cosas infinitas y que esa eterna
rotaci ó n del proceso m u n dial sirve para que Dios lo vaya aprendiendo y se
fa miliarice con é l; San Agustín se burla de su vanas revoluciones y afir ma que
Jes ús es la vía recta que nos per mite h uir del laberinto circular de tales
enga ñ os.

En aquel capítulo de su Ló gica que trata de la ley de la causalidad, John Stuart


Mill declara que es concebible -pero no verdadera- u na repetici ó n peri ódica de
la historia, y cita la “égloga m esi á nica” de Virgilio:

Jam redit et virgo, redeunt Saturnia regna...

Nietzsche, helenista, ¿pudo acaso ignorar a esos precursores? Nietzsche el


autor de los frag me ntos sobre los presocr áticos, ¿pudo no conocer u na
doctrina que los discípulos de Pit á goras aprendieron?18 Es m uy difícil creerlo -e
in útil. Es verdad que Nietzsche ha indicado, en m e m orable p á gina, el preciso
18
Esta perplejidad es in útil. Nietzsche, en 1874, se burla de la tesis pitag órica de que la historia se repite cíclica me nte.
(Vo m Nutzen u nd Nachteil der Historie) (Nota de 1953)
lugar en que la idea de u n eterno retorno lo visit ó: u n sendero en los bosques
de Silvaplana, cerca de u n vasto bloque pira midal, u n m e diodía del agosto de
1881 -“a seis m i l pies del ho m bre y del tie mpo”. Es verdad que ese instante
es u no de los honores de Nietzsche. In mortal el instante , dejar á escrito, en
que yo engendr é el eterno regreso. Por ese instante yo soporto el Regreso
(Unschuld des Werdens, II, 1308). Opino, sin e m bargo, que no debe mos
postular u na sorprendente ignorancia, ni ta mpoco u na confusi ó n h u m a na
harto h u m a na, entre la inspiraci ó n y el recuerdo, ni ta mpoco u n delito de
vanidad. Mi clave es de car ácter gra matical, casi dir é sint áctico. Nietzsche
sabía que el Eterno Retorno es de las fábulas o m iedos o diversiones que
recurren eterna me nte, pero ta mbi é n sabía que la m á s eficaz de las personas
gra maticales es la pri mera. Para u n profeta, cabe asegurar que la ú nica.
Derivar su revelaci ó n de u n epíto me, o de la Historia philosophiae graeco-
ro manae de los profesores suplentes Ritter y Preller, era i m posible a
Zarathustra, por razones de voz y de anacronis mo -cuando no tipogr áficas. El
estilo prof ético no per mite el e m pleo de las co millas ni la erudita alegaci ó n de
libros y autores...
Si m i carne h u m a na asi mila carne brutal de ovejas, ¿qui é n i m pedir á que la
m e nte h u m a n asi mile estados m e ntales h u m a nos? De m ucho repensarlo y de
padecerlo, el eterno regreso de las cosas es ya de Nietzsche y no de u n
m u erto que es apenas u n no m bre griego. No insistir é: ya Miguel de U na m u no
tiene su p á gina sobre esa prohijaci ó n de los pensa mientos

Nietzsche quería ho m bres capaces de aguantar la in m ortalidad. Lo digo con


palabras que est á n en sus cuadernos personales, en el Nachlass, donde grab ó
ta mbi é n estas otras: Si te figuras u na larga paz antes de renacer, te juro que
piensas m a l. Entre el ú lti mo instante de la conciencia y el pri mer resplandor
de u na vida n ueva hay “ning ú n tie mpo” -el plazo dura lo que u n rayo, au nque
no basten a m e dirlo billones de a ños. Si falta u n yo, la infinitud puede
equivaler a la sucesi ó n.

Antes de Nietzsche la in m ortalidad personal era u na m era equivocaci ó n de las


esperanzas, u n proyecto confuso. Nietzsche la propone co mo u n deber y le
confiere la lucidez atroz de u n inso m nio. El no dor mir (leo en el antiguo tratado
de Robert Burton) harto crucifica a los m e lanc ó licos , y nos consta que
Nietzsche padeci ó esa crucifixi ó n y tuvo que buscar salva me nto en el a margo
hidrato de cloral. Nietzsche quería ser Walt Whit ma n, quería m i n uciosa me nte
ena morarse de su destino. Sigui ó u n m étodo heroico: desenterr ó la intolerable
hip ótesis griega de la eterna repetici ó n y procur ó educir de esa pesadilla
m e ntal u na ocasi ó n de j ú bilo. Busco la idea m á s horrible del u niverso y la
propuso a la delectaci ó n de los ho m bres. El opti mista flojo suele i maginar que
es nietzscheano; Nietzsche lo enfrenta con los círculos del eterno regreso y lo
escupe así de su boca.

Escribi ó Nietzsche: No an helar distantes venturas y favores y bendiciones, sino


vivir de m o do que quera mos volver a vivir, y así por toda la eternidad .
Mauthner objeta que atribuir la m e nor influencia m oral, vale decir pr áctica, a
la tesis del eterno retorno, es negar la tesis -pues equivale a i maginar que algo
puede acontecer de otro m odo. Nietzsche respondería que la form ulaci ó n del
regreso eterno y su dilatada influencia m oral (vale decir pr áctica) y las
cavilaciones de Mauthner y su refutaci ó n de las cavilaciones de Mauthner, son
otros tantos necesarios m o m e ntos de la historia m u n dial, obra de las
agitaciones at ó micas. Con derecho podría repetir lo que ya dej ó escrito: Basta
que la doctrina de la repetici ó n circular sea probable o posible. La i magen de
u n m era posibilidad nos puede estre mecer y rehacer. ¡Cu á nto no ha obrado la
posibilidad de penas eternas! Y en otro lugar: En el instante en que se
presenta esa idea, varían todos los colores- y hay otra historia.

•I I I

Alguna vez nos deja pensativos la sensaci ó n “de haber vivido ya ese
m o m e nto”. Los partidarios del eterno retorno nos juran que así es e indagan
u na corroboraci ó n de su fe en esos perplejos estados. Olvidan que el recuerdo
i m portaría u na novedad que es la negaci ó n de la tesis y que el tie m po lo iría
perfecciona ndo -hasta el ciclo distante en que el individuo ya prev é su destino
y prefiere obrar de otro m odo... Nietzsche, por lo de m á s, no habl ó n u nca de
u na confir maci ó n m n e m ó nica del Regreso 19.
Tampoco habl ó - y eso m erece destacarse ta mbi é n- de la finitud de los áto mos.
Nietzsche niega los áto mos; la ato mística no le parecía otra cosa que u n
m odelo del m u n do, hecho exclusiva me nte para los ojos y el entendi m iento
arit m ético... Para fundar su tesis, habl ó de u na fuerza li m itada,
desenvolvi é ndose en el tie m po infinito, pero incapaz de u n n ú m ero ili m itado
de variaciones. Obr ó no sin perfidia: pri mero nos precave contra la idea de u na
fuerza infinita -“ ¡cuide mos de tales orgías del pensa m iento”-y luego
generosa me nte concede que el tie m po es infinito. Asi mis mo le agrada recurrir
a la Eternidad Anterior. Por eje mplo: u n equilibrio de la fuerza c ós mica es
i m posible, pues de no serlo, ya se habría operado en la Eternidad Anterior. O si
no: la historia u niversal ha sucedido u n n ú m ero infinito de veces -en la
Eternidad Anterior. La invocaci ó n parece v á lida, pero conviene repetir que esa
Eternidad Anterior (o aeternitas a parte ante , seg ú n le dijeron los te ó logos) no
es otra cosa que n uestra incapacidad natural de concebirle principio al tie mpo.
Adolece mos de la m is ma incapacidad en lo referente al espacio, de suerte que
invocar u na Eternidad anterior es tan decisivo co mo invocar u n Infinitud A
Mano Derecha. Lo dir é con otras palabras: si el tie m po es infinito para la
intuici ó n, ta mbi é n lo es para el espacio. Nada tiene que ver esa Eternidad
Anterior con el tie m po real discurrido; retroceda mos al pri mer segu ndo y
notare mos que é ste requiere u n predecesor, y ese predecesor otro m á s, y así
infinita me nte. Para resta ñ ar ese regressus in infinitu m , San Agustín resuelve
que el pri mer segu ndo del tie mpo coincide con el pri mer segu ndo de la
Creaci ó n -non in te mpore sed cu m te mpore incepit creatio.

Nietzsche recurre a la energía; la segunda ley de la termodin á m ica declara


que hay procesos energ éticos que son irreversibles. El calor y la luz no son
m á s que formas de la energía. Basta proyectar u na luz sobre u na superficie
negra para que se convierta en calor. El calor, en ca m bio, ya no volver á a la

19
De esta aparente confirmaci ó n, N éstor Ibarra escribe: “Il arrive aussi que quelque perception nouvelle nous frappe
co m me u n souvenir, que nous croyons reconnaître des objets ou des accidents que nos so m mes pourtant s ûrs de
rencontrer pour la pre mi ère fois. J’imagine qu’il s’agit ici d’un curieux co mporte ment de notre m é m oire. U ne
perception quelconque s’effectue de abord, m ais sous le seuil du conscient. U n instant apr ès, les excitations agissent,
m ais cette fois nous les recevons dans le conscient. Notre m é m oire est d éclanch ée et nous offre bien le senti me nt du
‘deja vu’; m ais elle localise m al ce rappel. Pour en justifier la faiblesse et le trouble, nous lui supposons u n
consid érable recul dans le temps; peut-être le renvoyons-nous plus loin de nous encore, dans le r édouble me nt de
quelque vie ant érieure. Il s’agit en réalit é d’un pass é in m é diat; et ’ab
l îme qui nous en s épare est celui de notre
distracci ó n."
forma de la luz. Esa co mprobaci ó n de aspecto inofensivo o insípido, an ula el
“laberinto circular” del Eterno Retorno.

La pri mera ley de la termodin á m ica declara que la energía del u niverso es
constante; la segu nda, que esa energía propende a la inco m u nicaci ó n, al
desorden, au nq ue la cantidad total no decrece. Esa gradual desintegraci ó n de
las fuerza que co mponen el u niverso, es la entropía. U na vez alcanzado el
m á xi mo de entropía, u na vez igualas las diversas te mperaturas, u na vez
excluida (o co mpensada) toda acci ó n de u n cuerpo sobre otro, el m u n do ser á
u n fortuito concurso de áto mos. En el centro profundo de las estrellas, ese
difícil y m ortal equilibrio ha sido logrado. A fuerza de interca mbios el u niverso
entero lo alcanzar á, y estar á tibio y m u erto.

La luz se va perdiendo en calor; el u niverso, m i n uto por m i n uto, se hace


invisible. Se hace m á s liviano ta mbi é n. Alguna vez, ya no ser á m á s que calor:
calor equilibrado, in m ó vil, igual. Entonces habr á m u erto

U na incertidu m bre final, esta vez de orden m etafísico. Aceptada la tesis de


Zarathustra, no acabo de entender c ó mo dos procesos id é nticos dejan de
aglo merarse en u no. ¿Basta la m era sucesi ó n, no verificada por nadie? A falta
de u n arc á ngel especial que lleve la cuenta, ¿qu é significa el hecho de que
atravesa mos el ciclo trece m i l quinientos catorce, y no el pri mero de la serie o
el n ú m ero trescientos veintid ós con el exponente en dos m i l? Nada, para la
pr áctica -lo cual no da ñ a al pensador. Nada para la inteligencia -lo cual ya es
grave.

1934, Salto Oriental

*
Entre los libros consultados para la noticia anterior, debo m e ncionar los siguientes:

Die U nsch uld des Weindes, von Friedrich Nietzsche. Leipzig, 1931

Also sprach Zaarathustra, von Friedrich Nietzsche. Leipzig, 1892

Introduction to m athe matical philosophy, by Bertrand Russel. London, 1919

The A B C of ato ms, by Bertrand Russel. London, 1927

The nature of the physical world, by A. S. Eddington. London, 1928

Die Philosophie der Griechen, von Dr. Paul Deussen. Leipzig, 1919

W örterbuch der Philosopie, von Fritz Mauthner. Leipzig, 1923

La ciudad de Dios, por San Agustín. Versi ó n de Díaz de Beyral. Madrid, 1922.
EL TIE MP O CIRC ULAR

Yo suelo regresar eterna me nte al Eterno Regreso; en estas líneas procurar é


(con el socorro de algu nas ilustraciones hist óricas) definir sus tres m o dos
funda me ntales.

El pri mero ha sido i m p utado a Plat ó n. É ste, en el trig ési mo noveno p árrafo del
Ti meo, afir ma que los siete planetas, equilibradas sus diversas velocidades,
regresar á n al pu nto inicial de partida: revoluci ó n que constituye el a ño
perfecto. Cicer ó n (De la naturaleza de los dioses, libro segu ndo) ad m ite que no
es fácil el c ó m p uto de ese vasto período celestial, pero que cierta me nte no se
trata de u n plazo ili mitado; en u na de sus obras perdidas, le fija doce m i l
novecientos cincuenta y cuatro "de los que nosotros lla ma m os a ños" (T ácito:
Di á logo de los oradores, 16). Muerto Plat ó n, la astrología judiciaria cundi ó en
Atenas. Esta ciencia, co mo nadie lo ignora, afirma que el destino de los
ho m bres est á regido por la posici ó n de los astros. Alg ú n astr ólogo que no
había exa mi nado en vano el Ti meo form ul ó este irreprochable argu m e nto: si
los períodos planetarios son cíclicos, ta mbi é n la historia u niversal lo ser á; al
cabo de cada a ñ o plat ó nico renacer á n los m is mos individuos y cu m plir á n el
m is mo destino. El tie m po atribuy ó a Plat ó n esa conjetura. El 1616 escribi ó
Lucilio Vanini: "De n uevo Aquiles ir á a Troya; renacer á n las cere mo nias y
religiones; la historia h u m a na se repite; nada hay ahora que no fue; lo que ha
sido, ser á ; pero todo ello en general, no (co mo deter mi na Plat ó n) en
particular" (De ad mirandis naturae arcanis, di á logo 52). En 1643 Tho mas
Browne declar ó en u na de las notas del pri mer libro de la Religio m edici: "A ñ o
de Plat ó n —Plato's year— es u n curso de siglos despu és del cual todas las
cosas recuperar á n su estado anterior y Plat ó n, en su escuela, de n uevo
explicar á esta doctrina." En este pri mer m o do de concebir el eterno regreso, el
argu m e nto es astrol ó gico.

El segundo est á vinculado a la gloria de Nietzsche, su m á s pat ético inventor o


divulgador. U n principio algebraico lo justifica: la observaci ó n de que u n
n ú m ero n de objetos —áto mos en la hip ótesis de Le Bon, fuerzas en la de
Nietzsche, cuerpos si mples en la del co m u nista Blanq ui — es incapaz de u n
n ú m ero infinito de variaciones.

De las tres doctrinas que he en u m erado, la m ejor razonada y la m á s co mpleja,


es la de Blanqui. É ste, co mo De m ócrito (Cicer ó n: Cuestiones acad é m icas, libro
segundo, 40), abarrota de m u n dos facsi milares y de m u n dos disí miles no s ólo
el tie mpo sino el inter mi nable espacio ta mbi é n. Su libro her mosa me nte se
titula L'eternit é par les astres; es de 1872. Muy anterior es u n lac ó nico pero
suficiente pasaje de David H u m e; consta en los Dialogues concerning natural
religi ó n (1779) que se propuso traducir Schopen hauer; que yo sepa, nadie lo
ha destacado hasta ahora. Lo traduzco literal me nte: "No i magine mos la
m ateria infinita, co mo lo hizo Epicuro; i magin é m osla finita. U n n ú m ero finito
de partículas no es susceptible de infinitas trasposiciones; en u na duraci ó n
eterna, todos los órdenes y colocaciones posibles ocurrir á n u n n ú m ero infinito
de veces. Este m u n do, con todos sus detalles, hasta los m á s m i n úsculos, ha
sido elaborado y aniquilado, y ser á elaborado y aniquilado: infinita me nte"
(Dialogues, VIII).
De esta serie perpetua de historias u niversales id é nticas observa Bertrand
Russell: "Muchos escritores opina n que la historia es cíclica, que el presente
estado del m u n do, con sus por menores m á s ínfi mos, tarde o te mprano
volver á . ¿Có mo form ula esa hip ótesis? Dire mos que el estado posterior es
n u m é rica me nte id é ntico al anterior; no pode mos, decir que ese estado ocurre
dos veces, pues ello postularía u n siste ma cronol ó gico —since that would
i mply a syste m of dating — que la hip ótesis nos prohibe. El caso equivaldría al
de u n ho m bre que da la vuelta al m u n do: no dice que el pu nto de partida y el
pu nto de llegada son dos lugares diferentes pero m uy parecidos; dice que son
el m is mo lugar. La hip ótesis de que la historia es cíclica puede en u nciarse de
esta m a nera: forme mos el conjunto de todas las circunstancias
conte mpor á neas de u na circunstancia deter minada; en ciertos casos todo el
conjunto se precede a sí m is mo" (An inquiry into m ea ni ng and truth, 1940,
p á g. 102).

Arribo al tercer m o do de interpretar las eternas repeticiones: el m e nos


pavoroso y m elodra m ático, pero ta mbi é n el ú nico i maginable. Quiero decir la
concepci ó n de ciclos si milares, no id é nticos. I m posible formar el cat álogo
infinito de autoridades: pienso en los días y las noches de Brah ma; en los
períodos cuyo in m ó vil reloj es u na pir á m ide, m uy lenta me nte desgastada por
el ala de u n p ájaro, que cada m i l y u n a ñ os la roza; en los ho m bres de
Hesíodo, que degeneran desde el oro hasta el hierro; en el m u n do de
Her áclito, que es engendrado por el fuego y que cíclica me nte devora el fuego;
en el m u n do de S é neca y de Crisipo, en su aniquilaci ó n por el fuego, en su
renovaci ó n por el agua; en la cuarta buc ó lica de Virgilio y en el espl é ndido eco
de Shelley; en el Eclesiast és; en los te ósofos; en la historia deci mal que ide ó
Condorcet, en Francis Bacon y en Uspenski; en Gerald Heard, en Spengler y en
Vico; en Schopen hauer, en E merson; en los First principles de Spencer y en
Eureka de Poe. . . De tal profusi ó n de testi monios b ásta me copiar u no, de
Marco Aurelio: "Aunq ue los a ñ os de tu vida fueren tres m i l o diez veces tres
m i l, recuerda que ni ng u no pierde otra vida que la que vive ahora ni vive otra
que la que pierde. El t ér mi no m á s largo y el m á s breve son, pues, iguales. El
presente es de todos; m orir es perder el presente, que es u n lapso brevísi mo.
Nadie pierde el pasado ni el porvenir, pues a nadie pueden quitarle lo que no
tiene. Recuerda que todas las cosas giran y vuelven a girar por las m is m as
ó rbitas y que para el espectador es igual verla u n siglo o dos o infinita me nte"
(Reflexiones, 14).

Si lee mos con algu na seriedad las líneas anteriores (id est, si nos resolve mos a
no juzgarlas u na m era exhortaci ó n o m oralidad), vere mos que declaran, o
presupone n, dos curiosas ideas. La pri mera: negar la realidad del pasado y del
porvenir. La en u ncia este pasaje de Schopen ha uer: "La forma de aparici ó n de
la voluntad es s ó lo el presente, no el pasado ni el porvenir: éstos no existen
m á s que para el concepto y por el encadena m iento de la conciencia, so metida
al principio de raz ó n. Nadie ha vivido en el pasado, nadie vivir á en el futuro; el
presente es la forma de toda vida" (El m u n do co mo volu ntad y representaci ó n,
pri mer to mo, 54). La segu nda: negar, co mo el Eclesiast és, cualquier novedad.
La conjetura de que todas las experiencias del ho m bre son (de alg ú n m odo)
an á logas, puede a pri mera vista parecer u n m ero e m pobreci miento del
m u n do.

Si los destinos de Edgar Allan Poe, de los vikings, de Judas Iscariote y de m i


lector secreta mente son el m is mo destino —el ú nico destino posible —, la
historia u niversal es la de u n solo ho m bre. En rigor, Marco Aurelio no nos
i m pone esta si m plificaci ó n enig m ática. (Yo i magin é hace tie mpo u n cuento
fant ástico, a la m a nera de Le ó n Bloy: u n te ó logo consagra toda su vida a
confutar a u n heresiarca; lo vence en intrincadas pol é m icas, lo den u ncia, lo
hace que mar; en el Cielo descubre que para Dios el heresiarca y é l forma n u na
sola persona.) Marco Aurelio afir ma la analogía, no la identidad, de los m uchos
destinos individuales. Afirma que cualquier lapso —u n siglo, u n a ñ o, u na sola
noche, tal vez el inasible presente— contiene íntegra mente la historia. En su
forma extre ma esa conjetura es de fácil refutaci ó n: u n sabor difiere de otro
sabor, diez m i n utos de dolor físico no equivalen a diez m i n utos de á lgebra.
Aplicada a grandes períodos, a los setenta a ños de edad que el Libro de los
Sal mos nos adjudica, la conjetura es verosí mil o tolerable. Se reduce a afir mar
que el n ú m ero de percepciones, de e mociones, de pensa m ientos, de
vicisitudes h u m a nas, es li m itado, y que antes de la m u erte lo agotare mos.
Repite Marco Aurelio: "Quien ha m irado lo presente ha m irado todas las cosas:
las que ocurrieron en el insondable pasado, las que ocurrir á n en el porvenir"
(Reflexiones, libro sexto, 37).

En tie mpos de auge la conjetura de que la existencia del ho m bre es u na


cantidad constante, invariable, puede entristecer o irritar; en tie mpos que
declinan (co mo é stos), es la pro mesa de que ni ng ú n oprobio, ni ngu na
cala midad, ni ng ú n dictador podr á e m pobrecernos.
LOS TRAD UCTORES D E LAS 1 0 0 1 N OC HES

•I . EL CAPIT Á N B URTO N

En Trieste, en 1872, en u n palacio con estatuas h ú m edas y obras de


salubridad deficientes, u n caballero con la cara historiada por u na cicatriz
africana —el capit á n Richard Francis Burton, c ó nsul ingl és — e m prendi ó u na
fa mosa traducci ó n del Quitab alif laila ua laila, libro que ta mbi é n los ru míes
lla ma n de las 1001 Noches. U no de los secretos fines de su trabajo era la
aniquilaci ó n de otro caballero (ta mbi é n de barba tenebrosa de m oro, ta mbi é n
curtido) que estaba co mpilando en I nglaterra u n vasto diccionario y que m uri ó
m ucho antes de ser aniquilado por Burton. É se era Eduardo Lane, el
orientalista, autor de u na versi ó n harto escrupulosa de las 1001 Noches, que
había suplantado a otra de Galland. Lane tradujo contra Galland, Burton
contra Lane; para entender a Burton hay que entender esa dinastía ene m iga.

E mpiezo por el fundador. Es sabido que Jean Antoine Galland era u n arabista
franc és que trajo de Esta m bul u na paciente colecci ó n de m o nedas, u na
m o nografía sobre la difusi ó n del caf é, u n eje m plar ar ábigo de las Noches y u n
m aronita suple me ntario, de m e m oria no m e nos inspirada que la de
Shahrazad. A ese oscuro asesor —de cuyo no m bre no quiero olvidar me, y
dicen que es Ha n na— debe mos ciertos cuentos funda me ntales, que el original
no conoce: el de Aladino, el de los Cuarenta Ladrones, el del príncipe Ah med y
el hada Peri Ban ú, el de Abulhas á n el dor mido despierto, el de la aventura
nocturna de Har ú n Arrashid, el de las dos her ma nas envidiosas de la her ma na
m e nor. Basta la sola en u m eraci ó n de esos no m bres para evidenciar que
Galland establece u n canon, incorporando historias que har á indispensables el
tie m po y que los traductores venideros —sus ene m igos— no se atreverían a
o mitir. Hay otro hecho in negable. Los m á s fa mosos y felices elogios de las
1001 Noches —el de Coleridge, el de Tom ás De Quincey, el de Stendhal, el de
Tennyson, el de Edgar Allan Poe, el de New ma n — son de lectores de la
traducci ó n de Galland. Doscientos a ñ os y diez traducciones m ejores ha n
trascurrido, pero el ho m bre de Europa o de las Am éricas que piensa en
las 1001 Noches, piensa invariable me nte en esa pri mer traducci ó n. El epíteto
m i lyu nanochesco ( milyu nanochero adolece de criollis mo, m i lyu nanocturno de
divergencia) nada tiene que ver con las eruditas obscenidades de Burton o de
Mardrus, y todo con las joyas y las m a gias de Antoine Galland.

Palabra por palabra, la versi ó n de Galland es la peor escrita de todas, la m á s


e m b ustera y m á s d é bil, pero fue la m ejor leída. Quienes inti maron con ella,
conocieron la felicidad y el aso m bro. Su orientalis mo, que ahora nos parece
frugal, encandil ó a cuantos aspiraban rap é y co mplotaban u na tragedia en
cinco actos. Doce pri morosos vol ú m e nes aparecieron de 1707 a 1717, doce
vol ú m e nes in n u m erable me nte leídos y que pasaron a diversos idio mas,
incluso el hi nd ustani y el árabe. Nosotros, m eros lectores anacr ó nicos del siglo
veinte, percibi mos en ellos el sabor dulzarr ó n del siglo dieciocho y no el
desvanecido aro ma oriental, que hace doscientos a ños deter mi n ó su
in novaci ó n y su gloria. Nadie tiene la culpa del desencuentro y m e nos que
nadie, Galland. Alguna vez, los ca mbios del idio ma lo perjudican. En el prefacio
de u na traducci ó n ale ma na de las 1001 Noches, el doctor Weil esta mp ó que
los m ercaderes del i m perdonable Galland se ar ma n de u na "valija con d átiles",
cada vez que la historia los obliga a cruzar el desierto. Podría argu m e ntarse
que por 1710 la m e nci ó n de los d átiles bastaba para borrar la i magen de la
valija, pero es in necesario: valise, entonces, era u na subclase de alforja.

Hay otras agresiones. En cierto panegírico atolondrado que sobrevive en los


Morceaux choisis de 1921, Andr é Gide vitupera las licencias de Antoine
Galland, para m ejor borrar (con u n candor del todo superior a su reputaci ó n) la
literalidad de Mardrus, tan fin de si ècle co mo aqu é l es siglo dieciocho, y m ucho
m á s infiel.

Las reservas de Galland son m u n da nas; las inspira el decoro, no la m oral.


Copio u nas líneas de la tercer p á gina de sus Noches: II alia droit à
l'apparte me nt de cette princesse, qui, ne s'attendant pas a le revoir, avait
reç u dans son lit u n des derniers officiers de sa m aison. Burton concreta a ese
nebuloso "officier": u n negro cocinero, rancio de grasa de cocina y de hollín.
Ambos, diversa me nte, defor ma n: el original es m e nos cere monioso que
Galland y m e nos grasiento que Burton. (Efectos del decoro: en la m esurada
prosa de aqu é l, la circunstancia recevoir dans son lit resulta brutal.)

A noventa a ñ os de la m u erte de Antoine Galland, nace u n diverso traductor de


las Noches: Eduardo Lane. Sus bi ó grafos no dejan de repetir que es hijo del
doctor Theophilus Lane, prebendado de Hereford. Ese dato gen ésico (y la
terrible Forma que evoca) es tal vez suficiente. Cinco estudiosos a ños vivi ó el
arabizado Lane en El Cairo, "casi exclusiva me nte entre m usul m a nes, hablando
y escuchando su idio ma, confor m á ndose a sus costu m bres con el m á s perfecto
cuidado y recibido por todos ellos co mo u n igual". Sin e m bargo, ni las altas
noches egipcias, ni el opulento y negro caf é con se milla de carda mo m o, ni la
frecuente discusi ó n literaria con los doctores de la ley, ni el venerado turbante
de m uselina, ni el co mer con los dedos, le hicieron olvidar su pudor brit ánico,
la delicada soledad central de los a mos del m u n do. De ahí que su versi ó n
eruditísi ma de las Noches sea (o parezca ser) u na m era enciclopedia de la
evasi ó n. El original no es profesional m e nte obsceno; Galland corrige las
torpezas ocasionales por creerlas de m a l gusto. Lane las rebusca y las
persigue co mo u n inquisidor. Su probidad no pacta con el silencio: prefiere u n
alar mado coro de notas en u n apretado cuerpo m e nor, que m ur m uran cosas
co mo é stas: Paso por alto u n episodio de lo m á s reprensible, Supri mo u na
explicaci ó n repugnante, Aquí u na línea de masiado grosera para la traducci ó n,
Supri mo necesaria me nte otra an écdota, Desde aquí doy curso a las o misiones,
Aquí la historia del esclavo Bujait, del todo inapta para ser traducida. La
m utilaci ó n no excluye la m u erte: hay cuentos rechazados íntegra me nte
"porque no pueden ser purificados sin destrucci ó n". Ese repudio responsable y
total no m e parece il ó gico: el subterfugio puritano es lo que condeno. Lane es
u n virtuoso del subterfugio, u n indudable precursor de los pudores m á s
extra ñ os de Hollywood. Mis notas m e su m i nistran u n par de eje mplos. En la
noche 391, u n pescador le presenta u n pez al rey de los reyes y éste quiere
saber si es m acho o he m bra y le dicen que her mafrodita. Lane consigue
aplacar ese i m procedente coloquio, traduciendo que el rey ha pregu ntado de
qu é especie es el ani mal y que el astuto pescador le responde que es de u na
especie m ixta. En la noche 217, se habla de u n rey con dos m ujeres, que yacía
u na noche con la pri mera y la noche siguiente con la segunda, y así fueron
dichosos. Lane dilucida la ventura de ese m o narca, diciendo que trataba a sus
m ujeres "con i m parcialidad"... U na raz ó n es que destinaba su obra "a la m esita
de la sala", centro de la lectura sin alar mas y de la recatada conversaci ó n.

Basta la m á s oblicua y pasajera alusi ó n carnal para que Lane olvide su honor y
abu nde en torceduras y ocultaciones. No hay otra falta en é l. Sin el contacto
peculiar de esa tentaci ó n, Lane es de u na ad mirable veracidad. Carece de
prop ósitos, lo cual es u na positiva ventaja. No se propone destacar el colorido
b árbaro de las Noches co mo el capit á n Burton, ni ta mpoco olvidarlo y
atenuarlo, co mo Galland. É ste do mesticaba a sus árabes, para que no
desentonaran irreparable me nte en París; Lane es m i n uciosa me nte agareno.
É ste ignoraba toda precisi ó n literal; Lane justifica su interpretaci ó n de cada
palabra d udosa. É ste invocaba u n m a n uscrito invisible y u n m aronita m u erto;
Lane su m i nistra la edici ó n y la p á gina. É ste no se cuidaba de notas; Lane
acu m u la u n caos de aclaraciones que, organizadas, integran u n volu m e n
independiente. Diferir: tal es la nor ma que le i m pone su precursor. Lane
cu m plir á con ella: le bastar á no co mpendiar el original.

La her mosa discusi ó n New ma n-Arnold (1861-62), m á s m e m orable que sus dos
interlocutores, ha razonado extensa me nte las dos m a neras generales de
traducir. New ma n vindic ó en ella el m o do literal, la retenci ó n de todas las
singularidades verbales: Arnold, la severa eli m i naci ó n de los detalles que
distraen o detienen. Esta conducta puede su mi nistrar los agrados de la
u nifor midad y la gravedad; aqu é lla, de los contin uos y peque ños aso m bros.
Ambas son m e nos i m portantes que el traductor y que sus h á bitos literarios.
Traducir el espíritu es u na intenci ó n tan enor me y tan fantas mal que bien
puede quedar co mo inofensiva; traducir la letra, u na precisi ó n tan
extravagante que no hay riesgo de que la ensayen. M ás grave que esos
infinitos prop ó sitos es la conservaci ó n o supresi ó n de ciertos por menores; m á s
grave que esas preferencias y olvidos, es el m ovi m iento sint áctico. El de Lane
es a me no, seg ú n conviene a la distinguida m esita. En su vocabulario es co m ú n
reprender u na de masía de palabras latinas, no rescatadas por ni ng ú n artificio
de brevedad. Es distraído: en la p á gina li m i nar de su traducci ó n pone el
adjetivo ro m á ntico, lo cual es u na especie de futuris mo, en u na boca
m usul m a na y barbada del siglo doce. Alguna vez la falta de sensibilidad le es
propicia, pues le per mite la interpolaci ó n de voces m uy llanas en u n p árrafo
noble, con involu ntario buen éxito. El eje mplo m á s rico de esa cooperaci ó n de
palabras heterog é neas, debe ser é ste que traslado: And in this palace is the
last information respecting lords collected in the dust. Otro puede ser esta
invocaci ó n: Por el Viviente que no m u ere ni ha de m orir, por el no m bre de
Aquel a quien pertenecen la gloria y la per manencia. En Burton —ocasional
precursor del sie m pre fabuloso Mardrus— yo sospecharía de fórm ulas tan
satisfactoria me nte orientales; en Lane escasean tanto que debo suponerlas
involu ntarias, vale decir gen ui nas.

El escandaloso decoro de las versiones de Galland y de Lane ha provocado u n


g é nero de burlas que es tradicional repetir. Yo m is m o no he faltado a esa
tradici ó n. Es m uy sabido que no cu m plieron con el desventurado que vio la
Noche del Poder, con las i m precaciones de u n basurero del siglo trece
defraudado por u n derviche y con los h á bitos de Sodo ma. Es m uy sabido que
desinfectaron las Noches.

Los detractores argu m e ntan que ese proceso aniquila o lasti ma la buena
inge n uidad del original. Est á n en u n error: el libro de m i l noches y u na noche
no es ( moral me nte) ingen uo; es u na adaptaci ó n de antiguas historias al gusto
aplebeyado, o soez, de las clases m e dias de El Cairo. Salvo en los cuentos
eje mplares del Sendebar, los i m p udores de las 1001 Noches nada tienen que
ver con la libertad del estado paradisíaco. Son especulaciones del editor: su
objeto es u na risotada, sus h éroes n u nca pasan de changadores, de m e n digos
o eun ucos. Las antiguas historias a morosas del repertorio, las que refieren
casos del Desierto o de las ciudades de Arabia, no son obscenas, co mo no lo
es ni ngu na producci ó n de la literatura preisl á m ica. Son apasionadas y tristes,
y u no de los m otivos que prefieren es la m u erte de a mor, esa m u erte que u n
juicio de los ale mas ha declarado no m e nos santa que la del m ártir que
atestigua la fe... Si aproba mos ese argu m e nto las ti mideces de Galland y de
Lane nos pueden parecer restituciones de u na redacci ó n pri mitiva.

S é de otro alegato m ejor. Eludir las oportunidades er óticas del original, no es


u na culpa de las que el Se ñ or no perdona, cuando lo pri mordial es destacar el
a m biente m á gico. Proponer a los ho m bres u n n uevo Deca mer ó n es u na
operaci ó n co mercial co mo tantas otras; proponerles u n Ancient m ariner o u n
Bateau ivre, ya m erece otro cielo. Littma n n observa que las 1001 Noches es,
m á s que nada, u n repertorio de m aravillas. La i m posici ó n u niversal de ese
parecer en todas las m e ntes occidentales, es obra de Galland. Que ello no
quede en d uda. Menos felices que nosotros, los árabes dicen tener en poco el
original: ya conocen los ho m bres, las costu m bres, los talis ma nes, los desiertos
y los de mo nios que esas historias nos revelan.

*
En alg ú n lugar de su obra, Rafael Cansinos Ass é ns jura que puede saludar las
estrellas en catorce idio mas cl ásicos y m odernos. Burton so ñaba en diecisiete
idio mas y cuenta que do mi n ó treinta y cinco: se mitas, dravidios,
indoeuropeos, eti ó picos. . . Ese caudal no agota su definici ó n: es u n rasgo que
concuerda con los de m á s, igual m e nte excesivos. Nadie m e nos expuesto a la
repetida burla de H udibras contra los doctores capaces de no decir
absoluta me nte nada en varios idio mas: Burton era ho m bre que tenía
m uchísi mo que decir, y los setenta y dos vol ú m e nes de su obra siguen
dici é ndolo. Destaco algu nos títulos al azar: Goa y las Monta ñ as Azules, 1851;
Siste ma de ejercicios de bayoneta, 1853; Relato personal de u na
peregrinaci ó n a Medina, 1855; Las regiones lacustres del África Ecuatorial,
1860; La Ciudad, de los Santos, 1861; Exploraci ó n de las m esetas del Brasil,
1869; Sobre u n her mafrodita de las islas del Cabo Verde, 1869; Cartas desde
los ca mpos de batalla del Paraguay, 1870; Ú lti ma Thule o u n verano en
Islandia, 1875; A la Costa de Oro en pos de oro, 1883; El Libro de la Espada
(pri mer volu m e n) 1884; El jardín fragante de Nafzauí —obra p ó stu ma,
entregada al fuego por Lady Burton, así co mo u na Recopilaci ó n de epigra mas
inspirados por Priapo. El escritor se deja traslucir en ese cat á logo: el capit á n
ingl é s que tenía la pasi ó n de la geografía y de las in n u m erables m a neras de
ser u n ho m bre, que conocen los ho m bres. No difa mar é su m e m oria,
co mpar á ndolo con Morand, caballero biling ü e y sedentario que sube y baja
infinita me nte en los ascensores de u n id é ntico hotel internacional y que
venera el espect áculo de u n ba ú l... Burton, disfrazado de afgh á n, había
peregrinado a las ciudades santas de Arabia: su voz había pedido al Se ñor que
negara sus h uesos y su piel, su dolorosa carne y su sangre, al Fuego de la Ira y
de la Justicia; su boca, resecada por el sa m ú n, había dejado u n beso en el
aerolito que se adora en la Caaba. Esa aventura es c élebre: el posible ru mor
de que u n incircunciso, u n nazraní, estaba profanando el santuario h ubiera
deter minado su m u erte. Antes, en h á bito de derviche, había ejercido la
m e dicina en El Cairo —no sin variarla con la prestidigitaci ó n y la m a gia, para
obtener la confianza de los enfer mos. Hacia 1858, había co ma ndado u na
expedici ó n a las secretas fuentes del Nilo: cargo que lo llev ó a descubrir el
lago Tanganika. En esa e m presa lo agredi ó u na alta fiebre; en 1855 los
so malíes le atravesaron los carrillos con u na lanza. (Burton venía de Harrar,
que era ciudad vedada a los europeo, en el interior de Abisinia.) N ueve a ños
m á s tarde, ensay ó la terrible hospitalidad de los cere moniosos caníbales del
Daho m é ; a su regreso no faltaron ru mores (acaso propalados, y cierta me nte
fome ntados, por é l) de que había "co mido extra ñas carnes" —co mo el
o m nívoro proc ó nsul de Shakespeare 20. Los judíos, la de mocracia, el Ministerio
de Relaciones Exteriores y el cristianis mo, eran sus odios preferidos; Lord
Byron y el Isla m, sus veneraciones. Del solitario oficio de escribir había hecho
algo valeroso y plural: lo aco metía desde el alba, en u n vasto sal ó n
m u ltiplicado por once m esas, cada u na de ellas con el m aterial para u n libro —
y algu na con u n claro jaz mín en u n vaso de agua. Inspir ó ilustres a mistades y
a mores: de las pri meras b áste me no m brar la de Swinburne, que le dedic ó la
segunda serie de Poe ms and Ballads —in recognition of a friendship which I
m ust always count a mo ng the hig hest honours of m y life — y que deplor ó su
deceso en m uchas estrofas. Ho m bre de palabras y haza ñ as, bien pudo Burton
asu m ir el alarde del Div á n de Al motanabí:

El caballo, el desierto, la noche m e conocen,


El h u é sped y la espada, el papel y la plu ma.

Se advertir á que desde el antrop ófago a mateur hasta el polígloto dur miente,
no he rechazado aquellos caracteres de Richard Burton que sin dis mi n uci ó n de
fervor pode mos apodar legendarios. La raz ó n es clara: el Burton de la leyenda
de Burton, es el traductor de las Noches. Yo he sospechado algu na vez que la
distinci ó n radical entre la poesía y la prosa est á en la m uy diversa expectativa
de quien las lee: la pri mera presupone u na intensidad que no se tolera en la
ú lti ma. Algo parecido acontece con la obra de Burton: tiene u n prestigio previo
con el que no ha logrado co mpetir ni ng ú n arabista. Las atracciones de lo
prohibido le corresponden. Se trata de u na sola edici ó n, li m itada a m i l
eje mplares para m i l suscritores del Burton Club, y que hay el co mpro miso
judicial de no repetir. (La reedici ó n de Leonard C. S mithers "o mite
deter minados pasajes de u n gusto p ési mo, cuya eli mi naci ó n no ser á
la me ntada por nadie"; la selecci ó n representativa de Ben nett Cerf —que
si m ula ser integral— procede de aquel texto purificado.) Aventuro la hip érbole:
recorrer las 1001 Noches en la traslaci ó n de Sir Richard no es m e nos increíble

20
Aludo al Marco Antonio invocado por el apostrofe de C ésar:

... on the Alps


It is reported, thou didst eat strange flesh
Which so me did die to look on ...

En esas líneas, creo entrever alg ú n invertido reflejo del m ito zool ógico del basilisco, serpiente de m irada m ortal.
Plinio (Historia Natural, libro octavo, p árrafo 53) nada nos dice de las aptitudes p óstu mas de ese ofidio, pero la
conjunci ó n de las dos ideas de m irar y m orir (vedi Napoli e poi m ori). tiene que haber influido en Shakespeare.
La m irada del basilisco era venenosa; la Divinidad, en ca mbio, puede m atar a puro esplendor —o a pura
irradiaci ó n de m a na. La visi ó n directa de Dios es intolerable. Mois és cubre su rostro en el m o nte Horeb, porque tuvo
m iedo de ver a Dios; Haki m, profeta del Joras á n, us ó u n cu á druple velo de seda blanca para no cegar a los ho m bres. Cf.
tambi é n Isaías, VI, 5, y I Reyes, XIX, 13.
que recorrerlas "vertidas literal me nte del árabe y co mentadas" por Si m bad el
Marino.
Los proble mas que Burton resolvi ó son in n u m erables, pero u na conveniente
ficci ó n puede reducirlos a tres: justificar y dilatar su reputaci ó n de arabista;
diferir ostensible me nte de Lane; interesar a caballeros brit á nicos del siglo
diecinueve con la versi ó n escrita de cuentos m us ul m a nes y orales del siglo
trece. El pri mero de esos prop ósitos era tal vez inco m patible con el tercero; el
segundo lo indujo a u na grave falta, que paso a declarar. Centenares de
dísticos y canciones figuran en las Noches; Lane (incapaz de m e ntir salvo en lo
referente a la carne) los había trasladado con precisi ó n, en u na prosa c ó moda.
Burton era poeta: en 1880 había hecho i m pri mir las Casidas, u na rapsodia
evolucionista que Lady Burton sie m pre juzg ó m uy superior a las Rubaiy át de
FitzGerald... La soluci ó n "prosaica" del rival no dej ó de indignarlo, y opt ó por
u n traslado en versos ingleses —procedi miento de ante ma no infeliz, ya que
contravenía a su propia nor ma de total literalidad. El oído, por lo de m ás,
qued ó casi tan agraviado co mo la l ó gica. No es i m posible que esta cuarteta
sea de las m ejores que ar m ó :

A nig ht whose stars refused to run their course,


A nig ht of those which never see m outworn:
Like Resurrection-day, of longso me length
To hi m that watched and waited for the m orn. 21

Es m uy posible que la peor no sea é sta:

A sun on wand in knoll of sand she showed,


Clad in her cra moisy-h ued che misette:
Of her lips' ho ney-dew she gave m e drink
And with her rosy cheeks quencht fire she set.

He m e ncionado la diferencia funda me ntal entre el pri mitivo auditorio de los


relatos y el club de suscritores de Burton. Aquellos eran pícaros, noveleros,
analfabetos, infinita me nte suspicaces de lo presente y cr édulos de la m aravilla
re mota; é stos eran se ñ ores del West End, aptos para el desd é n y la erudici ó n y
no para el espanto o la risotada. Aqu é llos apreciaban que la ballena m uriera al
escuchar el grito del ho m bre; é stos, que h ubiera ho m bres que dieran cr édito a
u na capacidad m ortal de ese grito. Los prodigios del texto —sin duda
suficientes en el Kordof á n o en Bulak, donde los proponían co mo verdades —
corrían el albur de parecer m uy pobres en Inglaterra. (Nadie requiere de la
verdad que sea verosí mil o in m ediata me nte ingeniosa: pocos lectores de la
Vida y Correspondencia de Carlos Marx recla ma n indignados la si metría de las
Contreri mes de Toulet o la severa precisi ó n de u n acr óstico.) Para que los
suscritores no se le fueran, Burton abund ó en notas explicativas "de las
costu m bres de los ho m bres isl á m icos". Cabe afir mar que Lane había
preocupado el terreno. Indu m e ntaria, r égi me n cotidiano, pr ácticas religiosas,
arquitectura, referencias hist óricas o alcor á nicas, juegos, artes, m itología —
eso ya estaba elucidado en los tres vol ú m e nes del inc ó modo precursor.
Faltaba, previsible me nte, la er ótica. Burton (cuyo pri mer ensayo estilístico

21
Tambi é n es m e morable esta variaci ó n de los m otivos de Abulbeca de Ronda y Jorge Manrique:

• Where is the wight who peopled in the pass


Hi nd-land and Sind; and there the tyrant played?...
había sido u n infor me harto personal sobre los prostíbulos de Bengala) era
desaforada me nte capaz de tal adici ó n. De las delectaciones m orosas en que
par ó, es buen eje mplo cierta nota arbitraria del to mo s épti mo, graciosa me nte
titulada en el índice capotes m é la ncoliques. La Edinburgh Review lo acus ó de
escribir para el alba ñ al; la Enciclopedia Brit á nica resolvi ó que u na traslaci ó n
integral era inad m isible, y que la de Edward Lane "seguía insuperada para u n
e m pleo real me nte serio". No nos indigne de m asiado esa oscura teoría de la
superioridad científica y docu m e ntal de la expurgaci ó n: Burton cortejaba esas
c ó leras. Por lo de m á s, las m uy poco variadas variaciones del a mor físico no
agotan la atenci ó n de su co me ntario. É ste es enciclop é dico y m o ntonero, y su
inter és est á en raz ó n inversa de su necesidad. Así el volu m e n 6 (que tengo a
la vista) incluye u nas trescientas notas, de las que cabe destacar las
siguientes: u na condenaci ó n de las c árceles y u na defensa de los castigos
corporales y de las m u ltas; u nos eje mplos del respeto isl á m ico por el pan; u na
leyenda sobre la capilaridad de las piernas de la reina Belkís; u na declaraci ó n
de los cuatro colores e m ble m áticos de la m u erte; u na teoría y pr áctica oriental
de la ingratitud; el infor me de que el pelaje overo es el que prefieren los
á n geles, así co mo los genios el doradillo; u n resu me n de la m itología de la
secreta Noche del Poder o Noche de las Noches; u na den u ncia de la
superficialidad de Andrew Lang; u na diatriba contra el r égi me n de mocr ático;
u n censo de los no m bres de Moh á m ed, en la Tierra, en el Fuego y en el Jardín;
u na m e nci ó n del pueblo a malecita, de largos a ñ os y de larga estatura; u na
noticia de las partes pudendas del m usul m á n, que en el var ó n abarcan del
o m bligo hasta la rodilla, y en la m ujer de pies a cabeza; u na ponderaci ó n del
asa'o del gaucho argentino; u n aviso de las m olestias de la "equitaci ó n"
cuando ta mbi é n la cabalgadura es h u m a na; u n grandioso proyecto de
encastar m o nos cinoc éfalos con m ujeres y derivar así u na subraza de buenos
proletarios. A los cincuenta a ñ os, el ho m bre ha acu m u lado ternuras, ironías,
obscenidades y copiosas an écdotas; Burton las descarg ó en sus notas. Queda
el proble ma funda me ntal. ¿Có mo divertir a los caballeros del siglo diecinueve
con las novelas por entregas del siglo trece? Es harto conocida la pobreza
estilística de las Noches. Burton, algu na vez, habla del "tono seco y co mercial"
de los prosistas árabes, en contraposici ó n al exceso ret órico de los persas;
Littman n, el novísi mo traductor, se acusa de haber interpolado palabras co mo
pregu nt ó, pidi ó, contest ó, en cinco m i l p á ginas que ignoran otra fór m ula que
dijo —invocada invariable me nte. Burton prodiga con a mor las sustituciones de
ese orden. Su vocabulario no es m e nos dispar que sus notas. El arcaísmo
convive con el argot, la jerga carcelaria o m arinera con el t ér mi no t écnico. No
se abochorna de la gloriosa hibridaci ó n del ingl és: ni el repertorio escandinavo
de Morris ni el latino de Johnson tienen su benepl ácito, sino el contacto y la
repercusi ó n de los dos. El neologis mo y los extranjeris mos abu ndan: castrato,
incons é quence, hauteur, in gloria, bagnio, langue fourr ée, pu ndonor, vendetta,
Wazir. Cada u na de esas palabras debe ser justa, pero su intercalaci ó n i m porta
u n falseo. U n buen falseo, ya que esas travesuras verbales —y otras
sint ácticas— distraen el curso a veces abru m ador de las Noches. Burton las
ad m i nistra: al co mienzo traduce grave me nte Sulay ma n, Son of David (on the
twain he peace!); luego —cuando nos es fa miliar esa m ajestad— lo rebaja a
Salo m ó n Davidson, Hace de u n rey que para los de m á s traductores es "rey de
Sa marcanda en Persia", a King of Sa marcand in Barbarian-land; de u n
co mprador que para los de m á s es "col érico", a m a n of wrath. Ello no es todo:
Burton reescribe íntegra mente —con adici ó n de por menores circunstanciales y
rasgos fisiol ó gicos— la historia li m i nar y el final. Inaugura así, hacia 1885, u n
procedi m iento cuya perfecci ó n (o cuya reductio ad absurdu m) considerare mos
luego en Mardrus. Sie m pre u n ingl és es m á s inte m poral que u n franc és: el
heterog é neo estilo de Burton se ha anticuado m e nos que el de Mardrus, que
es de fecha notoria.

2 . EL D OCTOR M AR D R US

Destino parad ójico el de Mardrus. Se le adjudica la virtud m oral de ser el


traductor m á s veraz de las 1001 Noches, libro de ad m irable lascivia, antes
esca moteada a los co mpradores por la buena educaci ó n de Galland o los
re milgos puritanos de Lane. Se venera su genial literalidad, m uy de mostrada
por el inapelable subtítulo Versi ó n literal y co mpleta del texto árabe y por la
inspiraci ó n de escribir Libro de las m i l noches y u na noche. La historia de ese
no m bre es edificante; pode mos recordarla antes de revisar a Mardrus.

Las Praderas de oro y m i nas de piedras preciosas del Masudí describen u na


recopilaci ó n titulada Hez ár Afsane, palabras persas cuyo recto valor es Mil
aventuras, pero que la gente apoda Mil noches. Otro docu me nto del siglo diez,
el Fihrist, narra la historia li m i nar de la serie: el jura me nto desolado del rey
que cada noche se desposa con u na virgen que hace decapitar en el alba, y la
resoluci ó n de Shahrazad que lo distrae con m aravillosas historias, hasta que
enci ma de los dos, ha n rodado m i l noches y ella le m u estra su hijo. Esa
invenci ó n —tan superior a las venideras y an á logas de la piadosa cabalgata de
Chaucer o la epide m ia de Giovan ni Boccacio— dicen que es posterior al título,
y que se urdi ó con el fin de justificarlo... Sea lo que fuere, la pri mitiva cifra de
1000 pronto ascendi ó a 1001. ¿Có mo surgi ó esa noche adicional que ya es
i m prescindible, esa m aq uette de la irrisi ó n de Quevedo —y luego de Voltaire—
contra Pico de la Mir á ndola: Libro de todas las cosas y otras m uchas m á s?
Littman n sugiere u na conta mi naci ó n de la frase turca bin bir, cuyo sentido
literal es m i l y u no y cuyo e m pleo es m uchos. Lane, a principios de 1840,
adujo u na raz ó n m á s her mosa: el m á gico te mor de las cifras pares. Lo cierto
es que las aventuras del título no pararon ahí. Antoine Galland, desde 1704,
eli m i n ó la repetici ó n del original y tradujo Mil y u na noches: no m bre que ahora
es fa miliar en todas las naciones de Europa, salvo I nglaterra, que prefiere el de
Noches árabes. En 1839 el editor de la i m presi ó n de Calcuta. W . H.
Macnaghten, tuvo el singular escr ú pulo de traducir Quitab alif laila ua laila por
Libro de las m i l noches y u na noche. Esa renovaci ó n por deletreo no pas ó
inadvertida. John Payne, desde 1882, co menz ó a publicar su Book of the
thousand nig hts and one nig ht; el capit á n Burton, desde 1885, su Book of the
thousand nig hts and a nig ht; J. C. Mardrus, desde 1899, su Livre des m i lle
n uits et u ne n uit.

Busco el pasaje que m e hizo definitiva me nte dudar de la veracidad de este


ú lti mo. Pertenece a la historia doctrinal de la Ciudad de Lat ó n, que abarca en
todas las versiones el fin de la noche 566 y parte de la 578, pero que el doctor
Mardrus ha re mitido (el Á n gel de su Guarda sabr á la causa) a las noches 338-
346. No insisto; esa reforma inconcebible de u n calendario ideal no debe
agotar n uestro espanto. Refiere Shahrazad-Mardrus: El agua seguía cuatro
canales trazados en el piso de la sala con desvíos encantadores, y cada canal
tenía u n lecho de color especial: el pri mer canal tenía u n lecho de p órfido
rosado; el segu ndo, de topacios; el tercero, de es meraldas, y el cuarto, de
turquesas; de m odo que el agua se te ñía seg ú n el lecho, y herida por la
atenuada luz que filtraban las sederías en la altura, proyectaba sobre los
objetos a mbientes y los m uros de m á r mol u na dulzura de paisaje m arino.

Corno ensayo de prosa visual a la m a nera del Retrato de Dorian Grey, acepto
(y au n venero) esa descripci ó n; co me versi ó n "literal y co mpleta" de u n pasaje
co mp uesto en el siglo trece, repito que m e alar ma infinita me nte. Las razones
son m ú ltiples. U na Shahrazad sin Mardrus describe por en u m eraci ó n de las
partes, no por m utuas reacciones, y no alega detalles circunstanciales co mo el
del agua que trasluce el color de su lecho, y no define la calidad de la luz
filtrada por la seda, y no alude al Sal ó n de Acuarelistas en la i magen final. Otra
peque ñ a grieta: desvíos encantadores no es árabe, es notoria me nte franc és.
Ignoro si las anteriores razones pueden satisfacer; a m í no m e bastaron, y tuve
el indolente agrado de co mp ulsar las tres versiones ale ma nas de Weil, de
He n ni ng y de Littma n n, y las dos inglesas de Lane y de Sir Richard Burton. En
ellas co mprob é que el original de las diez líneas de Mardrus era éste: Las
cuatro acequias dese mbocaban en u na pila, que era de m ár mol de diversos
colores.

Las interpolaciones de Mardrus no son u nifor mes. Algu na vez son


descarada me nte anacr ó nicas —co mo si de golpe discutiera la retirada de la
m isi ó n Marchand. Por eje m plo: Do mi naban u na ciudad de ensue ñ o. . . Hasta
donde abarcaba la vista fija en los horizontes ahogados en la noche, c úpulas
de palacios, terrazas de casas, serenos jardines, se escalonaban en aquel
recinto de bronce, y canales ilu mi nados por el astro se paseaban en m i l
circuitos claros a la so mbra de los m acizos, m ie ntras que all á en el fondo, u n
m ar de m etal contenía en su frío seno los fuegos del cielo reflejado. O é sta,
cuyo galicis mo no es m e nos p ú blico: El m ag nífico tapiz de colores gloriosos,
de diestra lana, abría sus flores sin olor en u n prado sin savia, y vivía toda la
vida artificial de sus florestas llenas de p ájaros y ani males, sorprendidos en su
exacta belleza natural y sus líneas precisas. (Ahí las ediciones árabes rezan: A
los lados había tapices, con variedad de p ájaros y de fieras, reca mados en oro
rojo y en plata blanca, pero con los ojos de perlas y de rubíes. Quien los m ir ó,
no dej ó de m aravillarse. )

Mardrus no deja n u nca de m aravillarse de la pobreza de "color oriental" de las


1001 Noches. Con u na persistencia no indigna de Cecil B. de Mille, prodiga los
visires, los besos, las pal m eras y las lu nas. Le ocurre leer, en la noche 570:
Arribaron a u na colu m na de piedra negra, en la que u n ho m bre estaba
enterrado hasta las axilas. Tenía dos enor mes alas y cuatro brazos: dos de los
cuales eran co mo los brazos de los hijos de Ad á n y dos co mo las patas de los
leones, con las u ñ as de hierro. El pelo de su cabeza era se mejante a las colas
de los caballos y los ojos eran co mo ascuas y tenía en la frente u n tercer ojo
que era co mo el ojo del lince. Traduce lujosa me nte: U n atardecer, la caravana
lleg ó ante u na colu m na de piedra negra, a la que estaba encadenado u n ser
extra ñ o del que no se veía sobresalir m as que m e dio cuerpo, ya que el otro
m e dio estaba enterrado en el suelo. Aquel busto que surgía de la tierra,
parecía alg ú n engendro m o nstruoso clavado ahí por la fuerza de las potencias
infernales. Era negro y del ta ma ñ o del tronco de u na vieja pal mera decaída,
despojada de sus pal mas. Tenía dos enor mes alas negras y cuatro m a nos de
las cuales dos eran se mejantes a las patas u ñ osas de los leones. U na erizada
cabellera de crines á speras co mo cola de onagro se m ovía salvaje me nte sobre
su cr á neo espantoso. Baj ó los arcos orbitales lla meaban dos pupilas rojas, en
tanto que la frente de dobles cuernos estaba taladrada por u n ojo ú nico, que
se abría in m ó vil y fijo, lanzando resplandores verdes co mo la m irada de los
tigres y las panteras.

Algo m á s tarde escribe: El bronce de las m urallas, las pedrerías encendidas de


las c ú pulas, las terrazas c á ndidas, los canales y todo el m ar, así co mo las
so mbras proyectadas hacia Occidente, se casaban bajo la brisa nocturna y la
lu na m á gica. M á gica, para u n ho m bre del siglo trece, debe haber sido u na
calificaci ó n m uy precisa, no el m ero epíteto m u n da no del galante doctor... Yo
sospecho que el árabe no es capaz de u na versi ó n "literal y co mpleta" del
p árrafo de Mardrus, así co mo ta mpoco lo es el latín, o el castellano de Miguel
de Cervantes.

En dos procedi m ientos abu nda el libro de las 1001 Noches: u no, pura me nte
formal, la prosa ri mada; otro, las predicaciones m orales. El pri mero,
conservado por Burton y por Littma n n, corresponde a las ani maciones del
narrador: personas agraciadas, palacios, jardines, operaciones m á gicas,
m e nciones de la Divinidad, puestas de sol, batallas, auroras, principios y
finales de cuentos. Mardrus, quiz á m isericordiosa me nte, lo o mite. El segundo
requiere dos facultades: la de co mbinar con m ajestad palabras abstractas y la
de proponer sin bochorno u n lugar co m ú n. De las dos carece Mardrus. De
aquel versículo que Lane m e m orable me nte tradujo: And in this palace is the
last infor mation respecting lords collected in the dust, n uestro doctor apenas
extrae: Pasaron, todos aquellos! Tuvieron apenas tie mpo de reposar a la
so mbra de m is torres. La confesi ó n del á n gel: Estoy aprisionado por el Poder,
confinado por el Esplendor, y castigado m ie ntras el Eterno lo m a n de, de quien
son la Fuerza y la Gloria, es para el lector de Mardrus: Aquí estoy encadenado
por la Fuerza Invisible hasta la extinci ó n de los siglos.

Tampoco la hechicería tiene en Mardrus u n coadjutor de buena voluntad. Es


incapaz de m e ncionar lo sobrenatural sin algu na sonrisa. Finge traducir, por
eje mplo: U n día que el califa Abdel m é lik, oyendo hablar de ciertas vasijas de
cobre antiguo, cuyo contenido era u na extra ña h u m areda negra de forma
diab ó lica, se m aravillaba en extre mo y parecía poner en duda la realidad de
hechos tan notorios, h ubo de intervenir el viajero Tálib ben-Sahl. En ese
p árrafo (que pertenece, co mo los de m á s que alegu é, a la Historia de la Ciudad
de Lató n, que es de i m ponente Bronce en Mardrus) el candor volu ntario de tan
notorios y la duda m á s bien inverosí mil del califa Abdel m é lik, son dos
obsequios personales del traductor.

Continua me nte, Mardrus quiere co mpletar el trabajo que los l á nguidos árabes
an ó ni mos descuidaron. A ñade paisajes art-nouveau, buenas obscenidades,
breves interludios c ó m icos, rasgos circunstanciales, si metrías, m ucho
orientalis mo visual. U n eje m plo de tantos: en la noche 573, el gualí Muza
Ben n useir ordena a sus herreros y carpinteros la construcci ó n de u na escalera
m uy fuerte de m a dera y de hierro. Mardrus (en su noche 344) reforma ese
episodio insípido, agregando que los ho m bres del ca mpa me nto buscaron
ra mas secas, las m o n daron con los alfanjes y los cuchillos, y las ataron con los
turbantes, los cinturones, las cuerdas de los ca mellos, las cinchas y las
guarniciones de cuero, hasta construir u na escalera m uy alta que arri maron a
la pared, sosteni é ndola con piedras por todos lados... En general, cabe decir
que Mardrus no traduce las palabras sino las representaciones del libro:
libertad negada a los traductores, pero tolerada en los dibujantes —a quienes
les per miten la adici ó n de rasgos de ese orden... Ignoro si esas diversiones
sonrientes son las que infunden a la obra ese aire tan feliz, ese aire de patra ña
personal, no de tarea de m over diccionarios. S ólo m e consta que la
"traducci ó n" de Mardrus es la m á s legible de todas —despu é s de la
inco m parable de Burton, que ta mpoco es veraz. (En ésta, la falsificaci ó n es de
otro orden. Reside en el e m pleo gigantesco de u n ingl és charro, cargado de
arcaísmos y barbaris mos.)

Deploraría (no por Mardrus, por m í) que en las co mprobaciones anteriores se


leyera u n prop ósito policial. Mardrus es el ú nico arabista de cuya gloria se
encargaron los literatos, con tan desaforado éxito que ya los m is mos arabistas
saben quien es. Andr é Gide fue de los pri meros en elogiarlo, en agosto de
1899; no pienso que Cancela y Capdevila ser á n los ú lti mos. Mi fin no es
de moler esa ad m iraci ó n, es docu me ntarla. Celebrar la fidelidad de Mardrus es
o mitir el al ma de Mardrus, es no aludir siquiera a Mardrus. Su infidelidad, su
infidelidad creadora y feliz, es lo que nos debe i m portar.

3 . E N N O LITT MA N N

Patria de u na fa mosa edici ó n árabe de las 1001 Noches, Ale ma nia se puede
(vana) gloriar de cuatro versiones: la del "bibliotecario aunq ue israelita"
Gustavo Weil —la adversativa est á en las p á ginas catalanas de cierta
Enciclopedia—; la de Max Hen ni ng, traductor del Cur á n; la del ho m bre de
letras Fé lix Paul Greve; la de En no Littman n, descifrador de las inscripciones
eti ó picas de la fortaleza de Axu m . Los cuatro vol ú m e nes de la pri mera (1839-
1842) son los m á s agradables, ya que su autor —desterrado del África y del
Asia por la disentería— cuida de m a ntener o de suplir el estilo oriental. Sus
interpolaciones m e m erecen todo respeto. A u nos intrusos en u na reuni ó n les
hace decir: No quere mos parecernos a la m a ñ a na, que dispersa las fiestas. De
u n generoso rey asegura: El fuego que arde para sus h u é spedes trae a la
m e m oria el Infierno y el rocío de su m a no benigna es co mo el Diluvio; de otro
nos dice que sus m a nos eran tan liberales co mo el m ar. Esas bue nas
apocrifidades no son indignas de Burton o Mardrus, y el traductor las destin ó a
las partes en verso —donde su bella ani maci ó n puede ser u n Ersatz o
suced á neo de las ri mas originales. En lo que se refiere a la prosa, entiendo
que la tradujo tal cual, con ciertas o misiones justificadas, equidistantes de la
hipocresía y del i m p udor. Burton elogia su trabajo — "todo lo fiel que puede ser
u na traslaci ó n de índole popular". No en vano era judío el doctor Weil "aunq ue
bibliotecario"; en su lenguaje creo percibir alg ú n sabor de las Escrituras.

La segunda versi ó n (1895-1897) prescinde de los encantos de la pu ntualidad,


pero ta mbi é n de los del estilo. Hablo de la su m i nistrada por He n ni ng, arabista
de Leipzig, a la U niversalbibliothek de Philipp Recla m . Se trata de u na versi ó n
expurgada, aunq ue la casa editorial diga lo contrario. El estilo es insípido,
tesonero. Su m á s indiscutible virtud debe ser la extensi ó n. Las ediciones de
Bulak y de Breslau est á n representadas, a m é n de los m a n uscritos de
Zotenberg y de las Noches Suple me ntales de Burton. Hen ni ng traductor de Sir
Richard es literaria me nte superior a Hen ni ng traductor del árabe, lo cual es
u na m era confirmaci ó n de la pri macía de Sir Richard sobre los árabes

En el prefacio y en la terminaci ó n de la obra abu nda n las alabanzas de Burton


—casi desautorizadas por el infor me de que éste m a nej ó "el lenguaje de
Chaucer, equivalente al árabe m e dieval". La indicaci ó n de Chaucer co mo u na
de las fuentes del vocabulario de Burton h ubiera sido m á s razonable. (Otra es
el Rabelais de Sir Tho mas Urquhart.)

La tercer versi ó n, la de Greve, deriva de la inglesa de Burton y la repite, con


exclusi ó n de las enciclop é dicas notas. La public ó antes de la guerra el Insel-
Verlag.

La cuarta (1923-1928) viene a suplantar la anterior. Abarca seis vol ú m e nes


co mo aqu é lla, y la firma En no Littma n n: descifrador de los m o n u m e ntos de
Axu m, en u m erador de los 283 m a n uscritos eti ó picos que hay en Jerusal é n,
colaborador de la Zeitschrift für Assyriologie. Sin las de moras co mplacientes
de Burton, su traducci ó n es de u na franqueza total. No lo retraen las
obscenidades m á s inefables: las vierte a su tranquilo ale m á n, algu na rara vez
al latín. No o mite u na palabra, ni siquiera las que registran —1000 veces— el
pasaje de cada noche a la subsiguiente. Desatiende o reh úsa el color local; ha
sido m e nester u na indicaci ó n de los editores para que conserve el no m bre de
Al á, y no lo sustituya por Dios. A se mejanza de Burton y de John Payne,
traduce en verso occidental el verso árabe. Anota ingen ua m e nte que si
despu é s de la advertencia ritual "Fulano pron u nci ó estos versos" viniera u n
p árrafo de prosa ale ma na, sus lectores quedarían desconcertados. Su mi nistra
las notas necesarias para la buena inteligencia del texto: u na veintena por
volu m e n, todas lac ó nicas. Es sie m pre l úcido, legible, m e diocre. Sigue (nos
dicen) la respiraci ó n m is m a del árabe. Si no hay error en la Enciclopedia
Brit á nica, su traducci ó n es la m ejor de cuantas circulan. Oigo que los arabistas
est á n de acuerdo; nada i m porta que u n m ero literato —y é se, de la Rep ú blica
m era me nte Argentina— prefiera disentir.

Mi raz ó n es esta: las versiones de Burton y de Mardrus, y au n la de Galland,


s ó lo se dejan concebir despu é s de u na literatura. Cualesquiera sus lacras o sus
m é ritos, esas obras características presuponen u n rico proceso anterior. En
alg ú n m odo, el casi inagotable proceso ingl és est á adu m brado en Burton —la
dura obscenidad de John Don ne, el gigantesco vocabulario de Shakespeare y
de Cyril Tourneur, la afici ó n arcaica de Swinburne, la crasa erudici ó n de los
tratadistas del m i l seiscientos, la energía y la vaguedad, el a mor de las
te mpestades y de la m a gia. En los risue ñ os p árrafos de Mardrus conviven
Sala m m b ó y Lafontaine, el Manequí de Mi m bre y el ballet ruso. En Littman n,
incapaz co mo Washington de m e ntir, no hay otra cosa que la probidad de
Ale ma nia. Es tan poco, es poquísi mo. El co mercio de las Noches y de Ale ma nia
debi ó producir algo m á s.

Ya en el terreno filos ófico, ya en el de las novelas, Ale ma nia posee u na


literatura fant ástica —m ejor dicho, s ó lo posee u na literatura fant ástica. Hay
m aravillas en las Noches que m e gustaría ver repensadas en ale m á n. Al
form ular ese deseo, pienso en los deliberados prodigios del repertorio —los
todopoderosos esclavos de u na l á m para o de u n anillo, la reina Lab que
convierte a los m usul m a nes en p ájaros, el barquero de cobre con talis ma nes y
fór m ulas en el pecho — y en aquellas m á s generales que proceden de su índole
colectiva, de la necesidad de co mpletar m i l y u na secciones. Agotadas las
m a gias, los copistas debieron recurrir a noticias hist óricas o piadosas, cuya
inclusi ó n parece acreditar la buena fe del resto. En u n m is mo to mo conviven el
rubí que sube hasta el cielo y la pri mera descripci ó n de Su matra, los rasgos de
la corte de los Abbasidas y los á n geles de plata cuyo ali me nto es la
justificaci ó n del Se ñ or. Esa m ezcla queda po ética; digo lo m is mo de ciertas
repeticiones. ¿No es portentoso que en la noche 602 el rey Shahriar oiga de
boca de la reina su propia historia? A i mitaci ó n del m arco general, u n cuento
suele contener otros cuentos, de extensi ó n no m e nor: escenas dentro de la
escena co mo en la tragedia de Ha m let, elevaciones a potencia del sue ño. U n
arduo y claro verso de Tennyson parece definirlos:

Laborious orient ivory, sphere in sphere.

Para m ayor aso m bro, esas cabezas adventicias de la Hidra pueden ser m á s
concretas que el cuerpo: Shahriar, fabuloso rey "de las Islas de la China y del
I ndost á n" recibe n uevas de Tárik Benzeyad, gobernador de Tánger y vencedor
en la batalla del Guadalete... Las antesalas se confunden con los espejos, la
m á scara est á debajo del rostro, ya nadie sabe cu á l es el ho m bre verdadero y
cu á les sus ídolos. Y nada de eso i m porta; ese desorden es trivial y aceptable
co mo las invenciones del entresue ño.

El azar ha jugado a las si metrías, al contraste, a la digresi ó n. ¿Qu é no haría u n


ho m bre, u n Kafka, que organizara y acentuara esos juegos, que los rehiciera
seg ú n la deformaci ó n ale ma na, seg ú n la U n hei m lichkeit de Ale ma nia?

Adrogu é, 1935.

Entre los libros co mp ulsados, debo en u m erar los que siguen:

Les Mille et u ne Nuits. contes árabes traduits par Galland. París, s. d.

The Thousand and One Nig hts co m m o n ly called The Arabian Nig hts'
Entertain me nts A new translation from the Arabic, by E. W. Lane. London,
1839.

The Book of the Thousand Nights and a Night. A plain and literal translation by
Richard F. Burton. London (?), n. d. Vols VI, VII, VIII.

The Arabian Nights. A co mplete (sic) and u nabridged selection fro m the
fa mous literal translation of R. F. Burton. New York, 1932.

Le Livre des Mille N uits et U ne N uit. Traduction litt érale et co mplete du texte
á rabe, par le Dr. J. C Mardrus. París, 1906.

Tausend u nd e me Nacht. Aus de m Arabischen ü bertragen von Max Hen ni ng.


Leipzig, 1897.

Die Erz ä hlu ngen aus den Tausendu ndein N ächten. Nach de m arabischen
Urtext der Calcuttaer Ausgabe vo m Jahre 1839 ü bertragen von En no Littma n n.
Leipzig, 1928.
D OS N OTAS

•EL ACERCA M IE NTO A ALM OTASI M

Philip Guedalla escribe que la novela The approach to Al-Mu'tasi m del abogado
Mir Bahadur Alí, de Bo mbay, "es u na co mbinaci ó n algo inc ó moda (a rather
u nco mfortabLe co mbination) de esos poe mas aleg óricos del Isla m que raras
veces dejan de interesar a su traductor y de aquellas novelas policiales que
inevitable me nte superan a John H. Watson y perfeccionan el horror de la vida
h u m a na en las pensiones m á s irreprochables de Brighton". Antes, Mr. Cecil
Roberts había den u nciado en el libro de Bahadur "la doble, inverosímil tutela
de Wilkie Collins y del ilustre persa del siglo doce, Ferid Eddin Attar" —
tranquila observaci ó n que Guedalla repite sin novedad, pero en u n dialecto
col érico. Esencial me nte, a m bos escritores concuerdan: los dos indican el
m ecanis mo policial de la obra, y su u ndercurrent místico. Esa hibridaci ó n
puede m overnos a i maginar alg ú n parecido con Chesterton; ya
co mprobare mos que no hay tal cosa.

La editio princeps del Acerca miento a Al mot ási m apareci ó en Bo mbay, a fines
de 1932. El papel era casi papel de diario; la cubierta an u nciaba al co mprador
que se trataba de la pri mer novela policial escrita por u n nativo de Bo m bay
City. En pocos m eses, el p ú blico agot ó cuatro i m presiones de m i l eje m plares
cada u na. La Bo mbay Quarterly Review, la Bo mbay Gazette, la Calcutta
Review, la Hi ndustan Review (de Alahabad) y el Calcutta English ma n,
dispensaron su ditira mbo. Entonces Bahadur public ó u na edici ó n ilustrada que
titul ó The conversation with the m a n called Al-Mu'tasi m y que subtituló
her mosa me nte: A ga me with shifting m irrors (Un juego con espejos que se
desplazan). Esa edici ó n es la que acaba de reproducir en Londres Vítor
Gollancz, con pr ó logo de Dorothy L. Sayers y con o misi ó n —quizá
m isericordiosa— de las ilustraciones. La tengo a la vista; no he logrado
juntar me con la pri mera, que presiento m uy superior. A ello m e autoriza u n
ap é ndice, que resu me la diferencia funda me ntal entre la versi ó n pri mitiva de
1932 y la de 1934. Antes de exa mi narla —y de discutirla— conviene que yo
indique r á pida me nte el curso general de la obra.

Su protagonista visible —no se nos dice n u nca su no m bre —es estudiante de


derecho en Bo mbay.

Blasfe matoria me nte, descree de la fe isl á m ica de sus padres, pero al declinar
la d éci ma noche de la lu na de m u harra m, se halla en el centro de u n tu m ulto
civil entre m usul m a nes e hi nd ú es. Es noche de ta mbores e invocaciones: entre
la m uchedu m bre adversa, los grandes palios de papel de la procesi ó n
m usul m a na se abren ca mi no. U n ladrillazo hi nd ú vuela de u na azotea; alguien
h u n de u n pu ñ al en u n vientre; alguien ¿musul m á n, hi nd ú? m u ere y es
pisoteado. Tres m i l ho m bres pelean: bast ó n contra rev ó lver, obscenidad contra
i m precaci ó n, Dios el Indivisible contra los Dioses. At ónito, el estudiante
librepensador entra en el m otín. Con las desesperadas m a nos, m ata (o piensa
haber m atado) a u n hi nd ú . Atronadora, ecuestre, se midor mida, la policía del
Sirkar interviene con rebencazos i m parciales. H uye el estudiante, casi bajo las
patas de los caballos. Busca los arrabales ú lti mos. Atraviesa dos vías
ferroviarias, o dos veces la m is m a vía. Escala el m uro de u n desordenado
jardín, con u na torre circular en el fondo. U na chus ma de perros color de lu na
(a lean and evil m ob of m ooncoloured hou nds) e merge de los rosales negros.
Acosado, busca a m paro en la torre. Sube por u na escalera de fierro —faltan
algu nos tra mos— y en la azotea, que tiene u n pozo renegrido en el centro, da
con u n ho m bre escu á lido, que est á orinando vigorosa me nte en cuclillas, a la
luz de la lu na. Ese ho m bre le confía que su profesi ó n es robar los dientes de
oro de los cad á veres trajeados de blanco que los parsis dejan en esa torre.
Dice otras cosas viles y m e nciona que hace catorce noches que no se purifica
con bosta de b úfalo. Habla con evidente rencor de ciertos ladrones de caballos
de Guzerat, "co medores de perros y de lagartos, ho m bres al cabo tan infa mes
co mo nosotros dos". Est á clareando: en el aire hay u n vuelo bajo de buitres
gordos. El estudiante, aniquilado, se duer me; cuando despierta, ya con el sol
bien alto, ha desaparecido el ladr ó n. Ha n desaparecido ta mbi é n u n par de
cigarros de Trichin ó polis y u nas rupias de plata. Ante las a me nazas
proyectadas por la noche anterior, el estudiante resuelve perderse en la India.
Piensa que se ha m ostrado capaz de m atar u n id ó latra, pero no de saber con
certidu m bre si el m usul m á n tiene m á s raz ó n que el id ó latra. El no m bre de
Guzerat no lo deja, y el de u na m alka-sansi ( m ujer de casta de ladrones) de
Palanpur, m uy preferida por las i m precaciones y el odio del despojador de
cad á veres. Arguye que el rencor de u n ho m bre tan m i n uciosa me nte vil
i m porta u n elogio. Resuelve —sin m ayor esperanza— buscarla. Reza, y
e m prende con segura lentitud el largo ca mi no. Así acaba el segu ndo capítulo
de la obra.

I m posible trazar las peripecias de los diecin ueve restantes. Hay u na


vertiginosa pululaci ó n de dra matis personae —para no hablar de u na biografía
que parece agotar los m ovi m ientos del espíritu h u m a no (desde la infa mia
hasta la especulaci ó n m ate m ática) y de u na peregrinaci ó n que co mprende la
vasta geografía del Indost á n. La historia co menzada en Bo m bay sigue en las
tierras bajas de Palanpur, se de mora u na tarde y u na noche en la puerta de
piedra de Bikanir, narra la m u erte de u n astr ólogo ciego en u n alba ñal de
Benares, conspira en el palacio m u ltiforme de Kat ma nd ú, reza y fornica en el
hedor pestilencial de Calcuta, en el Machua Bazar, m ira nacer los días en el
m ar desde u na escribanía de Madr ás, m ira m orir las tardes en el m ar desde u n
balc ó n en el estado de Travancor, vacila y m ata en Indapur y cierra su órbita
de leguas y de a ñ os en el m is mo Bo m bay, a pocos pasos del jardín de los
perros color de lu na. El argu me nto es este: u n ho m bre, el estudiante incr édulo
y fugitivo que conoce mos, cae entre gente de la clase m á s vil y se aco moda a
ellos, en u na especie de certa men de infa mias. De golpe —con el m i lagroso
espanto de Robinson ante la h uella de u n pie h u m a no en arena— percibe
algu na m itigaci ó n de infa mia: u na ternura, u na exaltaci ó n, u n silencio, en u no
de los ho m bres aborrecibles. "Fue co mo si h ubiera terciado en el di á logo u n
interlocutor m á s co mplejo." Sabe que el ho m bre vil que est á conversando con
é l es incapaz de ese m o m e nt á neo decoro; de ahí postula que éste ha reflejado
a u n a migo, o a m igo de u n a migo. Repensando el proble ma, llega a u na
convicci ó n m isteriosa: En alg ú n pu nto de la tierra hay u n ho m bre de quien
procede esa claridad; en alg ú n pu nto de la tierra est á el ho m bre que es igual
a esa claridad. El estudiante resuelve dedicar su vida a encontrarlo.

Ya el argu m e nto general se entrev é: La insaciable busca de u n al ma a trav és


de los delicados reflejos que é sta ha dejado en otras: en el principio, el tenue
rastro de u na sonrisa o de u na palabra; en el fin, esplendores diversos y
crecientes de la raz ó n, de la i maginaci ó n y del bien. A m e dida que los ho m bres
interrogados ha n conocido m á s de cerca a Al mot ási m, su porci ó n divina es
m ayor, pero se entiende que son m eros espejos. El tecnicis mo m ate m ático es
aplicable: la cargada novela le Bahadur es u na progresi ó n ascendente, cuyo
tér mi no final es el presentido "ho m bre que se la ma Al mot ási m". El in m ediato
antecesor de Al mot ási m es u n librero persa de su ma cortesía y felicidad; el
que precede a ese librero es u n santo... Al cabo de los a ños, el estudiante llega
a u na galería "en cuyo fondo hay u na puerta y u na estera barata con m uchas
cuentas y atr ás u n resplandor". El estudiante golpea las m a nos u na y dos
veces y pregu nta por Al mot ási m. U na voz de ho m bre —la increíble voz de
Al mot ási m — lo insta a pasar. El estudiante descorre la cortina y avanza. En
ese pu nto la novela concluye.

Si no m e enga ñ o, la buena ejecuci ó n de tal argu me nto i m pone dos


obligaciones al escritor: u na, la variada invenci ó n de rasgos prof éticos; otra, la
de que el h éroe prefigurado por esos rasgos no sea u na m era convenci ó n o
fantas ma. Bahadur satisface la pri mera; no s é hasta d ó n de la segunda. Dicho
sea con otras palabras: el inaudito y no m irado Al mot ási m debería dejarnos la
i m presi ó n de u n car ácter real, no de u n desorden de superlativos insípidos. En
la versi ó n de 1932, las notas sobrenaturales ralean: "el ho m bre lla mado
Al mot ási m" tiene su algo de sí mbolo, pero no carece de rasgos idiosincr ásicos,
personales. Desgraciada me nte, esa buena conducta literaria no perdur ó. En la
versi ó n de 1934 —la que tengo a la vista— la novela decae en alegoría:
Al mot ási m es e m ble ma de Dios y los pu ntuales itinerarios del h éroe son de
alg ú n m odo los progresos del al ma en el ascenso m ístico. Hay por menores
afligentes: u n judío negro de Kochín que habla de Al mot ási m, dice que su piel
es oscura; u n cristiano lo describe sobre u na torre con los brazos abiertos; u n
la ma rojo lo recuerda sentado "co mo esa i magen de m a nteca de yak que yo
m odel é y ador é en el m o nasterio de Tashilh u npo". Esas declaraciones quieren
insin uar u n Dios u nitario que se aco moda a las desigualdades h u m a nas. La
idea es poco esti m ulante, a m i ver. No dir é lo m is mo de esta otra: la conjetura
de que ta mbi é n el Todopoderoso est á en busca de Alguien, y ese Alguien de
Alguien superior (o si m ple me nte i m prescindible e igual) y así hasta el Fin —o
m ejor, el Sinfín— del Tie mpo, o en forma cíclica. Al mot ási m (el no m bre de
aquel octavo Abbasida que fue vencedor en ocho batallas, engendr ó ocho
varones y ocho m ujeres, dej ó ocho m i l esclavos y rein ó durante u n espacio de
ocho a ñ os, de ocho lu nas y de ocho días) quiere decir eti mol ó gica me nte El
buscador de a mparo. En la versi ó n de 1932, el hecho de que el objeto de la
peregrinaci ó n fuera u n peregrino, justificaba de oportuna m a nera la dificultad
de encontrarlo; en la de 1934, da lugar a la teología extravagante que declar é.
Mir Bahadur Alí, lo he m os visto, es incapaz de soslayar la m á s burda de las
tentaciones del arte: la de ser u n genio.

Releo lo anterior y te mo no haber destacado bastante las virtudes del libro.


Hay rasgos m uy civilizados: por eje mplo, cierta disputa del capítulo diecin ueve
en la que se presiente que es a migo de Al mot ási m u n contendor que no rebate
los sofis mas del otro, "para no tener raz ó n de u n m o do triunfal".

Se entiende que es honroso que u n libro actual derive de u no antiguo; ya que


a nadie le gusta (co mo dijo Johnson) deber nada a sus conte mpor á neos. Los
repetidos pero insignificantes contactos del Ulises de Joyce con la Odisea
ho m é rica, siguen escuchando —n u nca sabr é por qu é — la atolondrada
ad m iraci ó n de la crítica; los de la novela de Bahadur con el venerado Coloquio
de los p ájaros de Farid al-Din Attar, conocen el no m e nos m isterioso aplauso
de Londres, y aun de Alahabad y Calcuta. Otras derivaciones no faltan. Alg ú n
inquisidor ha en u m erado ciertas analogías de la pri mer escena de la novela
con el relato de Kipling On the City Wall ; Bahadur las ad m ite, pero alega que
sería m uy anor mal que dos pinturas de la d éci ma noche de m u harra m no
coincidieran...

Eliot, con m á s justicia, recuerda los setenta cantos de la inco m pleta alegoría
The Fa ërie Queene en los que no aparece u na sola vez la heroína, Gloriana —
co mo lo hace notar u na censura de Richard Willia m Church. Yo, con toda
h u m ildad, se ñ alo u n precursor lejano y posible: el cabalista de Jerusal é n, Isaac
Luria, que en el siglo XVI propal ó que el al ma de u n antepasado o m aestro
puede entrar en el al ma de u n desdichado, para confortarlo o instruirlo. Ibb ûr
se lla m a esa variedad de la m ete m psícosis 22.

•ARTE DE I NJUR IAR

U n estudio preciso y fervoroso de los otros g é neros literarios, m e dej ó creer


que la vituperaci ó n y la burla valdrían necesaria me nte algo m á s. El agresor
( me dije) sabe que el agredido ser á é l, y que "cualquier palabra que pronu ncie
podr á ser invocada en su contra", seg ú n la ho nesta prevenci ó n de los
vigilantes de Scotland Yard. Ese te mor lo obligar á a especiales desvelos, de los
que suele prescindir en otras ocasiones m á s c ó modas. Se querr á invul nerable,
y en deter minadas p á ginas lo ser á. El cotejo de las buenas indignaciones de
Paul Groussac y de sus panegíricos turbios —para no citar los casos an á logos
de Swift, de Johnson y de Voltaire— inspir ó o ayud ó esa i maginaci ó n. Ella se
disip ó cuando dej é la co mplacida lectura de esos escarnios por la investigaci ó n
de su m é todo.

Advertí en seguida u na cosa: la justicia funda me ntal y el delicado error de m i


conjetura. El burlador procede con desvelo, efectiva me nte, pero con u n
desvelo de tah úr que ad m ite las ficciones de la baraja, su corruptible cielo
constelado de personas bic éfalas. Tres reyes m a n da n en el poker y no
significan nada en el truco. El pole mista no es m e nos convencional. Por lo
de m á s, ya las recetas callejeras de oprobio ofrecen u na ilustrativa m aq uette

22
En el decurso de esta noticia, m e he referido al Mantiq al-Tayr (Coloquio de los p ájaros) del místico persa Farid al-Din
Ab ú Talib Muh á m m ad ben Ibrahi m Attar, a quien m ataron los soldados de Tule, hijo de Zingis Jan, cuando Nishapur fue
expoliada. Quiz á no h uelgue resu mir el poe ma. El re moto rey de los p ájaros, el Si m urg, deja caer en el centro de la China
u na plu ma espl é ndida; los p ájaros resuelven buscarlo, hartos de su antigua anarquía. Saben que el no m bre de su rey
quiere decir treinta p ájaros; saben que su alc ázar est á en el Kaf, la m o nta ña circular que rodea la tierra. Aco meten la casi
infinita aventura; superan siete valles, o m ares; el no mbre del pen ú lti mo es V értigo; el ú lti mo se lla ma Aniquilaci ón.
Muchos peregrinos desertan; otros perecen. Treinta, purificados por los trabajos, pisan la m o nta ña del Si m urg. Lo
conte mplan al fin: perciben que ellos son el Si m urg y que el Si murg es cada u no de ellos y todos. (Tambi é n Plotino —
En é adas. V, 8, 4— declara u na extensi ó n paradisíaca del principio de identidad: Todo, en el cielo inteligible, est á en todas
partes. Cualquier cosa es todas las cosas. El sol es todas las estrellas, y cada estrella es todas las estrellas y el sol.) El
Mantiq al-Tayr ha sido vertido al franc és por Garcín de Tassy; al ingl és por Edward FitzGerald; para esta nota he
consultado el d éci mo tomo de las 1001 Noches de Burton y la m o nografía The Persian m ystics: Attar (1932) de Margaret
Smith.
Los contactos de este poe ma con la novela de Mir Bahadur Alí no son excesivos. En el vig ési mo capítulo, u nas
palabras atribuidas por u n librero persa a Al mot ási m son quiz á, la m ag nificaci ó n de otras que ha dicho el h éroe; esa y
otras a mbiguas analogías pueden significar la identidad del buscado y del buscador; pueden tambi é n significar que éste
influye en aqu é l. Otro capítulo insin ú a que Al mot ási m es el "hind ú" que el estudiante cree haber m atado.
de lo que puede ser la pol é m ica. El ho m bre de Corrientes y Es meralda adivina
la m is ma profesi ó n en las m a dres de todos, o quiere que se m u de n en seguida
a u na localidad m uy general que tiene varios no m bres, o re meda u n tosco
sonido —y u na insensata convenci ó n ha resuelto que el afrentado por esas
aventuras no es é l, sino el atento y silencioso auditorio. Ni siquiera u n lenguaje
se necesita. Morderse el pulgar o to mar el lado de la pared (Sa mpson: I will
take the wall of any m a n or m aid of Montague's. Abra m: Do you bite your
thu m b at us, sir?) fueron, hacia 1592, la m o neda legal del provocador, en la
Verona fraudulenta de Shakespeare y en las cervecerías y lupa nares y
re ñ ideros de osos en Londres. En las escuelas del Estado, el pito catal á n y la
exhibici ó n de la lengua rinden ese servicio.

Otra denigraci ó n m uy general es el t ér mino perro. En la noche 146 del Libro


de las m i l noches y u na, pueden aprender los discretos que el hijo del le ó n fue
encerrado en u n cofre sin salida por el hijo de Ad á n, que lo reprendi ó de este
m odo: El destino te ha derribado y no te pondr á de pie la cautela, oh perro del
desierto.

U n alfabeto convencional del oprobio define ta mbi é n a los pole m istas. El título
se ñ or, de o misi ó n i m prudente o irregular en el co mercio oral de los ho m bres,
es denigrativo cuando lo esta mpa n. Doctor es otra aniquilaci ó n. Mencionar los
sonetos co metidos por el doctor Lugones, equivale a m edirlos m a l para
sie m pre, a refutar cada u na de sus m et áforas. A la pri mer aplicaci ó n de
doctor, m u ere el se midi ós y queda u n vano caballero argentino que usa cuellos
postizos de papel y se hace rasurar día por m e dio y puede fallecer de u na
interrupci ó n en las vías respiratorias. Queda la central e incurable futilidad de
todo ser h u m a no. Pero los sonetos quedan ta mbi é n, con m ú sica que espera.
(Un italiano, para despejarse de Goethe, e miti ó u n breve artículo donde no se
cansaba de apodarlo il signore Wolfgang. Esto era casi u na adulaci ó n, pues
equivalía a desconocer que no faltan argu m e ntos aut é nticos contra Goethe.)

Co meter u n soneto, e mitir artículos. El lenguaje es u n repertorio de esos


convenientes desaires, que hacen el gasto principal en las controversias. Decir
que u n literato ha expelido u n libro o lo ha cocinado o gru ñ ido, es u na
tentaci ó n harto fácil; quedan m ejor los verbos burocr áticos o tenderos:
despachar, dar curso, expender. Esas palabras áridas se co mbina n con otras
efusivas, y la verg ü enza del contrario es eterna. A u na interrogaci ó n sobre u n
m artillero que era, sin e m bargo, decla mador, alguien inevitable me nte
co m u nic ó que estaba re matando con energía la Divina Co media. El epigra ma
no es abru madora me nte ingenioso, pero su m ecanis mo es típico. Se trata
(co mo en todos los epigra mas) de u na m era falacia de confusi ó n. El verbo
re matar (redoblado por el adverbio con energía) deja entender que el
acri mi nado se ñ or es u n irreparable y s órdido m artillero, y que su diligencia
dantesca es u n disparate. El auditor acepta el argu m e nto sin vacilar, porque
no se lo proponen co mo argu me nto. Bien form ulado, tendría que negarle su fe.
Pri mero, decla mar y subastar son actividades afines. Segu ndo, la antigua
vocaci ó n de decla mador pudo aconsejar las tareas del m artillero, por el bue n
ejercicio de hablar en p ú blico.

U na de las tradiciones satíricas (no despreciada ni por Macedonio Fern á ndez ni


por Quevedo ni por George Bernard Shaw) es la inversi ó n incondicional de los
tér mi nos. Seg ú n esa receta fa mosa, el m é dico es inevitable me nte acusado de
profesar la conta mi naci ó n y la m u erte; el escribano, de robar; el verdugo, de
fome ntar la longevidad; los libros de invenci ó n, de ador mecer o petrificar al
lector; los judíos errantes, de par á lisis; el sastre, de n udis mo; el tigre y el
caníbal, de no perdonar el ruibarbo. U na variedad de esa tradici ó n es el dicho
inocente, que finge a ratos ad m itir lo que est á aniquilando. Por eje m plo: El
festejado catre de ca mpa ñ a debajo del cual el general gan ó la batalla. O: U n
encanto el ú lti mo fil m del ingenioso director Rene Clair. Cuando nos
despertaron...
Otro m é todo servicial es el ca mbio brusco. Verbigracia: U n joven sacerdote de
la Belleza, u na m e nte adoctrinada de luz hel é nica, u n exquisito, u n verdadero
ho m bre de gusto (a rat ó n). Asi mis mo esta copla de Andalucía, que en u n
segundo pasa de la infor maci ó n al asalto:

Veinticinco palillos
Tiene u na silla.
¿Quieres que te la ro mpa
En las costillas?

Repito lo formal de ese juego, su contrabando pertinaz de argu m e ntos


necesaria me nte confusos. Vindicar real me nte u na causa y prodigar las
exageraciones burlescas, las falsas caridades, las concesiones traicioneras y el
paciente desd é n, no son actividades inco m patibles, pero sí tan diversas que
nadie las ha conjugado hasta ahora. Busco eje m plos ilustres. E m pe ñado en la
de molici ó n de Ricardo Rojas, ¿qu é hace Groussac? Esto que copio y que todos
los literatos de Buenos Aires ha n paladeado. Es así c ó mo, verbigracia, despu é s
de oídos con resignaci ó n, dos o tres frag me ntos en prosa gerundiana de cierto
m a m otreto p ú blica me nte aplaudido por los que apenas lo ha n abierto, m e
considero autorizado para no seguir adelante, ateni é ndo me, por ahora, a los
su marios o índices de aquella copiosa historia de lo que org á nica me nte n u nca
existi ó . Me refiero especial me nte a la pri mera y m á s indigesta parte de la
m ole (ocupa tres to mos de los cuatro): balbuceos de indígenas o m estizos...
Groussac, en ese buen m a l h u m or, cu m ple con el m á s ansioso ritual del juego
satírico. Si m ula que lo apena n los errores del adversario (despu é s de oídos
con resignaci ó n); deja entrever el espect áculo de u na c ólera brusca (pri mero
la palabra m a m otreto, despu é s la m o le) ; se vale de tér minos laudatorios para
agredir (esa historia copiosa) en fin, juega co mo quien es. No co mete pecados
en la sintaxis, que es eficaz, pero sí en el argu m e nto que indica. Reprobar u n
libro por el ta ma ñ o, insin uar que qui é n va a ani m ársele a ese ladrillo y acabar
profesando indiferencia por las zonceras de u nos chinos y u nos m u latos,
parece u na respuesta de co mpadrito, no de Groussac.
Copio otra celebrada severidad del m is mo escritor: Sentiría mos que la
circunstancia de haberse puesto en venta el alegato del doctor Pi ñero, fuera
u n obst áculo serio para su difusi ó n, y que este sazonado fruto de u n a ño y
m e dio de vagar diplo m ático se li mitara a causar ''i mpresi ó n" en la casa de
Coni. Tal no suceder á, Dios m e diante, y al m e nos en cuanto penda de
nosotros, no se cu mplir á tan m elanc ó lico destino. Otra vez el aparato de la
piedad; otra vez la diablura de la sintaxis. Otra vez, ta mbi é n, la banalidad
portentosa de la censura: reírse de los pocos interesados que puede congregar
u n escrito y de su pausada elaboraci ó n. U na vindicaci ó n elegante de esas
m iserias puede invocar la tenebrosa raíz de la s átira. É sta (seg ú n la m á s
reciente seguridad) se deriv ó de las m a ldiciones m á gicas de la ira, no de
razona mie ntos. Es la reliquia de u n inverosí mil estado, en que las lesiones
hechas al no m bre caen sobre el poseedor.

Al á n gel Satanail, rebelde pri mog é nito del Dios que adoraron los bogo m iles, le
cercenaron la partícula il, que aseguraba su corona, su esplendor y su
previsi ó n. Su m orada actual es el fuego, y su h u ésped la ira del Poderoso.
I nversa me nte narran los cabalistas, que la si miente del re moto Abra m era
est éril hasta que interpolaron en su no m bre la letra he, que lo hizo capaz de
engendrar.

Swift, ho m bre de a margura esencial, se propuso en la cr ó nica de los viajes del


capit á n Le m uel Gulliver la difa maci ó n del g é nero h u m a no. Los pri meros —el
viaje a la di m i n uta rep ú blica de Liliput y a la des mesurada de Brobding nag —
son lo que Leslie Stephen ad mite: u n sue ñ o antropo m étrico, que en nada roza
las co mplejidades de n uestro ser, su fuego y su á lgebra. El tercero, el m á s
divertido, se burla de la ciencia experi me ntal m e diante el consabido
procedi m iento de la inversi ó n: los gabinetes destartalados de Swift quieren
propagar ovejas sin lana, usar el hielo para la fabricaci ó n de la p ó lvora,
ablandar m á r mol para al mo hadas, batir en l á m i nas sutiles el fuego y
aprovechar la parte n utritiva que encierra la m ateria fecal. (Ese libro incluye
ta mbi é n u na fuerte p á gina sobre los inconvenientes de la decrepitud.) El
cuarto viaje, el ú lti mo, quiere de mostrar que las bestias valen m á s que los
ho m bres. Exhibe u na virtuosa rep ú blica de caballos conversadores,
m o n ó ga mos, vale decir, h u m a nos, con u n proletariado de ho m bres
cuadr ú pedos, que habitan en m o nt ó n, escarban la tierra, se prenden de la
ubre de las vacas para robar la leche, descargan su excre mento sobre los
otros, devoran carne corro mpida y apestan. La fábula es contraproducente,
co mo se ve. Lo de m á s es literatura, sintaxis. En la conclusi ó n dice: No m e
fastidia el espect áculo de u n abogado, de u n ratero, de u n coronel, de u n
tonto, de u n lord, de u n tah úr, de u n político, de u n rufi á n. Ciertas palabras, en
esa bue na en u m eraci ó n, est á n conta mi nadas por las vecinas.

Dos eje m plos finales. U no es la c é lebre parodia de insulto que nos refieren
i m provis ó el doctor Johnson. Su esposa, caballero, con el pretexto de que
trabaja en u n lupanar, vende g é neros de contrabando. Otro es la injuria m á s
espl é ndida que conozco: injuria tanto m á s singular si considera mos que es el
ú nico roce de su autor con la literatura. Los dioses no consintieron que Santos
Chocano deshonrara el patíbulo, m uriendo en é l. Ahí est á vivo, despu és de
haber fatigado la infa mia. Deshonrar el patíbulo. Fatigar la infa mia. A fuerza de
abstracciones ilustres, la ful mi naci ó n descargada por Vargas Vila reh úsa
cualquier trato con el paciente, y lo deja ileso, inverosí mil, m uy secundario y
posible me nte in m oral. Basta la m e nci ó n m á s fugaz del no m bre de Chocano
para que algu no reconstruya la i m precaci ó n, oscureciendo con m a ligno
esplendor todo cuanto a é l se refiere —hasta los por menores y los sínto mas de
esa infa mia.

Procuro resu m ir lo anterior. La s átira no es m e nos convencional que u n di álogo


entre novios o que u n soneto distinguido con la flor natural por Jos é María
Mon ner Sans. Su m étodo es la intro misi ó n de sofis mas, su ú nica ley la
si m ult á nea invenci ó n de buenas travesuras. Me olvidaba: tiene ade m ás la
obligaci ó n de ser m e m orable.

Aquí de cierta ré plica varonil que refiere De Quincey (Writings, onceno to mo,
p á gina 226). A u n caballero, en u na discusi ó n teol ó gica o literaria, le arrojaron
en la cara u n vaso de vino. El agredido no se in m ut ó y dijo al ofensor: Esto,
se ñ or, es u na digresi ó n; espero su argu me nto. (El protagonista de esa r éplica,
u n doctor Henderson, falleci ó en Oxford hacia 1787, sin dejarnos otra m e m oria
que esas justas palabras: suficiente y her mosa in m ortalidad.)

U na tradici ó n oral que recogí en Ginebra durante los ú lti mos a ños de la
pri mera guerra m u n dial, refiere que Miguel Servet dijo a los jueces que lo
habían condenado a la hoguera: Arder é, pero ello no es otra cosa que u n
hecho. Ya seguire mos discutiendo en la eternidad.

1933, Adrogu é .

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