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lHISTORIA DE LA ETERNIDAD
J. L. B.
•I
1
El concepto escol ástico del tie mpo co mo la fluencia de lo potencial en lo actual es afín a esta idea. Cf. los objetos
eternos de Whitehead, que constituyen "el reino de la posibilidad" e ingresan en el tie mpo.
m i n utos y m edio, y antes de tres y m edio, u n m i n uto y tres cuartos, y así
infinita me nte, de m a nera que los catorce m i n utos n u nca se cu mplen. Russell
rebate ese argu m e nto, afir ma ndo la realidad y aun vulgaridad de n ú m eros
infinitos, pero que se dan de u na vez, por definici ó n, no co mo t ér mi no "final"
de u n proceso en u m erativo sin fin. Esos guaris mos anor males de Russell son
u n bue n anticipo de la eternidad, que ta mpoco se deja definir por
en u m eraci ó n de sus partes.
Ning u na de las varias eternidades que planearon los ho m bres —la del
no m i nalis mo, la de Ireneo, la de Plat ó n — es u na agregaci ó n m ec á nica del
pasado, del presente y del porvenir. Es u na cosa m á s sencilla y m á s m á gica:
es la si m ultaneidad de esos tie m pos. El idio ma co m ú n y aquel diccionario
aso m broso dont chaque é dition fait regretter la pr éc é dente, parecen ignorarlo,
pero así la pensaron los m etafísicos. Los objetos del al ma son sucesivos, ahora
S ócrates y despu é s u n caballo —leo en el quinto libro de las En é adas—,
sie mpre u na cosa aislada que se concibe y m i les que se pierden; pero la
Inteligencia Divina abarca junta me nte todas las cosas. El pasado est á en su
presente, así co mo ta mbi é n el porvenir. Nada transcurre en ese m u n do, en el
que persisten todas las cosas, quietas en la felicidad de su condici ó n. Paso a
considerar esa eternidad, de la que derivaron las subsiguientes. Es verdad que
Plat ó n no la inaugura —en u n libro especial, habla de los "antiguos y sagrados
fil ósofos" que lo precedieron — pero a m plía y resu me con esplendor cuanto
i maginaron los anteriores. Deussen lo co mpara con el ocaso: luz apasionada y
final. Todas las concepciones griegas de eternidad convergen en sus libros ya
rechazadas, ya exornadas tr á gica me nte. Por eso lo hago preceder a Ireneo,
que ordena la segu nda eternidad: la coronada por las tres diversas pero
inextricables personas.
Dice Plotino con notorio fervor: Toda, cosa en el cielo inteligible ta mbi é n es
cielo, y allí la tierra es cielo, co mo ta mbi é n lo son los ani males, las plantas, los
varones y el m ar. Tienen por espect áculo el de u n m u n do que no ha sido
engendrado. Cada cual se m ira en los otros. No hay cosa en ese reino que no
sea di áfana. Nada es i mpenetrable, nada es opaco y la luz encuentra la luz.
Todos est á n en todas partes, y todo es todo. Cada cosa es todas las cosas. El
sol es todas las estrellas, y cada estrella es todas las estrellas y el sol. Nadie
ca mi na allí co mo sobre u na tierra extranjera. Ese u niverso u n á ni m e, esa
apoteosis de la asi milaci ó n y del interca m bio, no es todavía la eternidad; es u n
cielo li mítrofe, no e ma ncipado entera me nte del n ú m ero y del espacio. A la
conte mplaci ó n de la eternidad, al m u n do de las formas u niversales quiere
exhortar este pasaje del quinto libro: Que los ho m bres a quienes m aravilla
este m u n do —su capacidad, su her mosura, el orden de su m ovi miento
continuo, los dioses m a nifiestos o invisibles que lo recorren, los de mo nios,
á rboles y ani males — eleven el pensa miento a esa Realidad, de la que todo
esto es la copia. Ver á n ahí las formas inteligibles, no con prestada eternidad
sino eternas, y ver á n ta mbi é n a su capit á n, la Inteligencia pura, y la Sabiduría
inalcanzable, y la edad gen uina de Cronos, cuyo no m bre es la Plenitud. Todas
las cosas in mortales est á n en é l. cada intelecto, cada dios y cada al ma. Todos
los lugares le son presentes, ¿adonde ir á? Est á en la dicha, ¿a qu é probar
m u da nza y vicisitud? No careci ó al principio de ese estado y lo gan ó despu és.
En u na sola eternidad las cosas son suyas: esa eternidad que el tie mpo
re meda al girar en torno del al ma, sie mpre desertor de u n pasado, sie mpre
codicioso de u n porvenir. Las repetidas afirmaciones de pluralidad que
dispensan los p árrafos anteriores, pueden inducirnos a error. El u niverso ideal
a que nos convida Plotino es m e nos estudioso de variedad que de plenitud; es
u n repertorio selecto, que no tolera la repetici ó n y el pleonas mo. Es el in m óvil
y terrible m useo de los arquetipos plat ó nicos. No s é si lo m iraron ojos m ortales
(fuera de la intuici ó n visionaria o la pesadilla) o si el griego re moto que lo ide ó,
se lo represent ó algu na vez, pero algo de m useo presiento en é l: quieto,
m o nstruoso y clasificado. . . Se trata de u na i maginaci ó n personal de la que
puede prescindir el lector; de lo que no conviene que prescinda es de algu na
noticia general de esos arquetipos plat ó nicos, o causas pri mordiales o ideas,
que pueblan y co mponen la eternidad.
U na prolija discusi ó n del siste ma plat ó nico es i m posible aquí, pero no ciertas
advertencias de intenci ó n proped é utica. Para nosotros, la ú lti ma y firme
realidad de las cosas es la m ateria— los electrones giratorios que recorren
distancias estelares en la soledad de los áto mos —; para los capaces de
platonizar, la especie, la forma. En el libro tercero de las En é adas, lee mos que
la m ateria es irreal: es u na m era y h ueca pasividad que recibe las formas
u niversales co mo las recibiría u n espejo; é stas la agitan y la pueblan sin
alterarla. Su plenitud es precisa me nte la de u n espejo, que si m ula estar lleno y
est á vacío; es u n fantas ma que ni siquiera desaparece, porque no tiene ni la
capacidad de cesar. Lo funda me ntal son las formas. De ellas, repitiendo a
Plotino, dijo Pedro Mal ó n de Chaide m ucho despu és: Hace Dios co mo si vos
tuvi ésedes u n sello ochavado de oro que en u na parte tuviese u n le ó n
esculpido; en la otra, u n caballo; en otra, u n á g uila, y así de las de m ás; y en
u n pedazo de cera i m pri mi é sedes el le ó n; en otro, el á guila; en otro, el
caballo; cierto est á que todo lo que est á en la cera est á en el oro, y no pod éis
vos i mpri mir sino lo que allí ten é is esculpido. Mas hay u na diferencia, que en
la cera al fin es cera, y vale poco; m as en el oro es oro, y vale m ucho. En las
criaturas est á n estas perfecciones finitas y de poco valor: en Dios son de oro,
son el m is mo Dios. De ahí pode mos inferir que la m ateria es nada.
Ignoro si m i lector precisa argu me ntos para descreer de la doctrina plat ó nica.
Puedo su m i nistrarle m uchos: u no, la inco m patible agregaci ó n de voces
gen éricas y de voces abstractas que cohabitan sans g é ne en la dotaci ó n del
m u n do arquetipo; otro, la reserva de su inventor sobre el procedi m iento que
usan las cosas para participar de las formas u niversales; otro, la conjetura de
que esos m is mos arquetipos as é pticos adolecen de m ezcla y de variedad. No
son irresolubles: son tan confusos co mo las criaturas del tie mpo. Fabricados a
i magen de las criaturas, repiten esas m is m as ano malías que quieren resolver.
La Leonidad, diga mos, ¿có mo prescindir á de la Soberbia y de la Rojez, de la
Melenidad y la Zarpidad? A esa pregu nta no hay contestaci ó n y no puede
haberla: no espere mos del t ér mi no leonidad u na virtud m uy superior a la que
tiene esa palabra sin el sufijo3.
3
No quiero despedirme del platonis mo (que parece glacial) sin com u nicar esta observaci ó n, con esperanza de que la
prosigan y justifiquen: Lo gen érico puede ser m á s intenso que lo concreto. Casos ilustrativos no faltan. De chico,
veraneando en el norte de la provincia, la llanura redonda y los ho mbres que m ateaban en la cocina m e interesaron, pero
m i felicidad fue terrible cuando supe que ese redondel era "pa mpa", y esos varones, "gauchos". Igual, el i maginativo que
se ena mora. Lo gen érico (el repetido no m bre, el tipo, la patria, el destino adorable que le atribuye) pri ma sobre los rasgos
individuales, que se toleran en gracia de lo anterior.
El eje mplo extre mo, el de quien se ena mora de oídas, es m uy co m ú n en las literaturas persa y ar ábiga. Oír la
descripci ó n de u na reina —la cabellera se mejante a las noches de la separaci ó n y la e migraci ó n pero la cara co mo el día
de la delicia, los pechos co mo esferas de m arfil que dan luz a las lu nas, el andar que averg üenza a los antílopes y
provoca la desesperaci ó n de los sauces, las onerosas caderas que le i mpiden tenerse en pie, los pies estrechos como u na
cabeza de lanza —y ena morarse de ella hasta la placidez y la m uerte, es u no de los te mas tradicionales en las 10001
Noches. Léase la historia de Badrbasi m, hijo de Shahri m á n, o la de Ibrahi m y Yamila.
Vuelvo a la eternidad de Plotino. El quinto libro de las En é adas incluye u n
inventario m uy general de las piezas que la co mponen. La Justicia est á ahí, así
co mo los N ú m eros (¿hasta cu á l?) y las Virtudes y los Actos y el Movi miento,
pero no los errores y las injurias, que son enfer medades de u na m ateria en
que se ha m a leado u na Forma. No en cuanto es m elodía, pero sí en cuanto es
Armonía y es Rit mo, la M úsica est á ahí. De la patología y la agricultura no hay
arquetipos, porque no se precisan. Quedan excluidas igual me nte la hacienda,
la estrategia, la ret órica y el arte de gobernar —aunq ue, en el tie m po, algo
deriven de la Belleza y del N ú m ero. No hay individuos, no hay u na forma
pri mordial de S ócrates ni siquiera de Ho m bre Alto o de E m perador; hay,
general me nte, el Ho m bre. En ca mbio, todas las figuras geo m étricas est á n ahí.
De los colores s ó lo est á n los pri marios: no hay Ceniciento ni Purp úreo ni Verde
en esa eternidad. En orden ascendente, sus m á s antiguos arquetipos son
é stos: la Diferencia, la Igualdad, la Moci ó n, la Quietud y el Ser.
He mos exa mi nado u na eternidad que es m á s pobre que el m u n do. Queda por
ver c ó mo la adopt ó n uestra iglesia y le confío u n caudal que es superior a
cuanto los a ñ os transportan.
•I I
El m ejor docu me nto de la pri mera eternidad es el quinto libro de las En é adas;
el de la segu nda o cristiana, el onceno libro de las Confesiones de San Agustín.
La pri mera no se concibe fuera de la tesis plat ó nica; la segu nda, sin el m isterio
profesional de la Trinidad y sin las discusiones levantadas por predestinaci ó n y
reprobaci ó n. Quinientas p á ginas en folio no agotarían el te ma: espero que
estas dos o tres en octavo no parecer á n excesivas.
Para el cristiano, el pri mer segundo del tie m po coincide con el pri mer segu ndo
de la Creaci ó n —hecho que nos ahorra el espect áculo (reconstruido hace poco
por Val éry) de u n Dios vacante que devana siglos baldíos en la eternidad
"anterior". Man uel Swedenborg (Vera christiana religio, 1771) vio en u n confín
del orbe espiritual u na estatua alucinatoria por la que se i magina n devorados
todos aquellos que deliberan insensata y est éril me nte sobre la condici ó n del
Se ñ or antes de hacer el m u n do.
4
La noci ó n de que el tie mpo de los ho mbres no es con me nsurable con el de Dios, resalta en u na de las tradiciones
isl á micas del ciclo del m iraj. Se sabe que el Profeta fue arrebatado hasta el s é pti mo cielo por la resplandeciente yegua
Alburak y que convers ó en cada u no con los patriarcas y á ngeles que lo habitan y que atraves ó la U nidad y sinti ó u n frío
que le hel ó el coraz ó n cuando la m a no del Se ñor le dio u na pal mada en el ho m bro. El casco de Alburak, al dejar la tierra,
volc ó u na jarra llena de agua; a su regreso, el Profeta la levant ó y no se había derra mado u na sola gota.
5
Jesucristo había dicho: Dejad que los ni ñ os vengan a m i; Pelagio fue acusado, natural me nte, de interponerse entre los
ni ñ os y Jesucristo, libr á ndolos así al infierno. Co mo el de Atanasio (Satanasio), su no mbre per mitía el retru écano; todos
dijeron que Pelagio (Pelagius) tenía que ser u n pi é lago (pelagus) de m aldades.
su restricci ó n de la libertad del Se ñor. El britano había tenido el atrevi mie nto
de invocar la justicia; el Santo —sie m pre sensacional y forense— concede que
seg ú n la justicia, todos los ho m bres m erece mos el fuego sin perd ó n, pero que
Dios ha deter minado salvar algu nos, seg ú n su inescrutable arbitrio, o, co mo
diría Calvino m ucho despu és, no sin brutalidad: porque sí (quia voluit). Ellos
son los predestinados. La hipocresía o el pudor de los te ólogos ha reservado el
uso de esa palabra para los predestinados al cielo. Predestinados al torme nto
no puede haber: es verdad que los no favorecidos pasan al fuego eterno, pero
se trata de u na preterici ó n del Se ñ or, no de u n acto especial. . . Ese recurso
renov ó la concepci ó n de la eternidad.
•I I I
¿Có mo fue incoada la eternidad? San Agustín ignora el proble ma, pero se ñala
u n hecho que parece per mitir u na soluci ó n: los ele me ntos de pasado y de
porvenir que hay en todo presente. Alega u n caso deter minado: la
re me moraci ó n de u n poe ma. Antes de co menzar, el poe ma esta en m i
anticipaci ó n; apenas lo acab é, en m i m e m oria; pero m ie ntras lo digo, est á
distendi é ndose en la m e m oria, por lo que llevo dicho; en la anticipaci ó n, por lo
que m e falta decir. Lo que sucede con la totalidad del poe ma, sucede con cada
verso y con cada sílaba. Digo lo m is mo, de la acci ó n m á s larga de la que
forma parte el poe ma, y del destino individual, que se co mpone de u na serie
de acciones, y de la h u m a nidad, que es u na serie de destinos individuales. Esa
co mprobaci ó n del ínti mo enlace de los diversos tie m pos del tie mpo incluye, sin
e m bargo, la sucesi ó n, hecho que no condice con u n m o delo de la u n á ni m e
eternidad.
•I V
"Deseo registrar aquí u na experiencia que tuve hace u nas noches: fruslería
de masiado evanescente y ext ática para que la lla me aventura; de masiado
irrazonable y senti me ntal para pensa miento. Se trata de u na escena y de su
palabra: palabra ya antedicha por m í, pero no vivida hasta entonces con
entera dedicaci ó n de m i yo. Paso a historiarla, con los accidentes de tie mpo y
de lugar que la declararon.
"La re me moro así. La tarde que precedi ó a esa noche, estuve en Barracas:
localidad no visitada por m i costu m bre, y cuya distancia de las que despu és
recorrí, ya dio u n extra ñ o sabor a ese día. Su noche no tenía destino algu no;
co mo era serena, salí a ca mi nar y recordar, despu és de co mer. No quise
deter minarle ru m bo a esa ca mi nata; procur é u na m á xi ma latitud de
probabilidades para no cansar la expectativa con la obligatoria antevisi ó n de
u na sola de ellas. Realic é en la m a la m e dida de lo posible, eso que lla ma n
ca mi nar al azar; acept é, sin otro consciente prejuicio que el de soslayar las
avenidas o calles anchas, las m á s oscuras invitaciones de la casualidad. Con
todo, u na suerte de gravitaci ó n fa miliar m e alej ó hacia u nos barrios, de cuyo
no m bre quiero sie m pre acordar me y que dictan reverencia a m i pecho. No
quiero significar así el barrio m ío, el preciso á m bito de la infancia, sino sus
todavía m isteriosas in m ediaciones: confín que he poseído entero en palabras y
poco en realidad, vecino y m itol ó gico a u n tie mpo. El rev és de lo conocido, su
espalda, son para m í esas calles pen ú lti mas, casi tan efectiva me nte ignoradas
co mo el soterrado ci miento de n uestra casa o n uestro invisible esqueleto. La
m archa m e dej ó en u na esquina. Aspir é noche, en asueto serenísi mo de
pensar. La visi ó n, nada co mplicada por cierto, parecía si m plificada por m i
cansancio. La irrealizaba su m is ma tipicidad. La calle era de casas bajas, y
au nq ue su pri mera significaci ó n fuera de pobreza, la segunda era cierta me nte
de dicha. Era de lo m á s pobre y de lo m á s lindo. Ningu na casa se ani maba a la
calle; la higuera oscurecía sobre la ochava; los portoncitos —m á s altos que las
lí neas estiradas de las paredes — parecían obrados en la m is ma sustancia
infinita de la noche. La vereda era escarpada sobre la calle; la calle era de
barro ele me ntal, barro de Am érica no conquistado a ú n. Al fondo, el callej ó n, ya
ca mpeano, se des moronaba hacia el Maldonado. Sobre la tierra turbia y
ca ótica, u na tapia rosada parecía no hospedar luz de lu na, sino efundir luz
ínti ma. No habr á m a nera de no m brar la ternura m ejor que ese rosado.
"Me qued é m irando esa sencillez. Pens é, con seguridad en voz alta: Esto es lo
m is mo de hace treinta a ñ os... Conjetur é esa fecha: é poca reciente en otros
países, pero ya re mota en este ca mbiadizo lado del m u n do. Tal vez cantaba u n
p ájaro y sentí por é l u n cari ñ o chico, y de ta ma ñ o de p ájaro; pero lo m á s
seguro es que en ese ya vertiginoso silencio no h ubo m á s ruido que el ta mbi é n
inte mporal de los grillos. El fácil pensa m iento Estoy en m i l ochocientos y
tantos dej ó de ser u nas cuantas aproxi mativas palabras y se profundiz ó a
realidad. Me sentí m u erto, m e sentí percibidor abstracto del m u n do: indefinido
te mor i m b uido de ciencia que es la m ejor claridad de la m etafísica. No creí, no,
haber re montado las presuntivas aguas del Tie mpo; m á s bien m e sospech é
poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra eternidad.
S ó lo despu é s alcanc é a definir esa i maginaci ó n.
"La escribo, ahora, así: Esa pura representaci ó n de hechos ho mog é neos —
noche en serenidad, parecita lí mpida, olor provinciano de la m a dreselva, barro
funda me ntal— no es m era me nte id é ntica a la que h ubo en esa esquina hace
tantos a ñ os; es, sin parecidos ni repeticiones, la m is m a. El tie mpo, si pode mos
intuir esa identidad, es u na delusi ó n: la indiferencia e inseparabilidad de u n
m o m e nto de su aparente ayer y otro de su aparente hoy, bastan para
desintegrarlo.
*
El prop ó sito de dar inter és dra m ático a esta biografía de la eternidad, m e ha obligado a ciertas
defor maciones: verbigracia, a resu m ir en cinco o seis no m bres u na gestaci ó n secular.
He trabajado al azar de m i biblioteca. Entre las obras que m á s serviciales m e fueron, debo m e ncionar las
siguientes :
Die Philosophie der Griechen, von Dr. Paul Deussen. Leipzig, 1919.
Die Welt als Wille u nd Vorstellu ng, von Arthur Schopen hauer. Herausgegeben von Eduard Grisebach.
Leipzig, 1892.
Die PhiLosophie des Mittelalters, von Dr. Paul Deussen. Leipzig, 1920.
Las confesiones de San Agustín. Versi ó n literal por el P. Á n gel C. Vega. Madrid, 1932.
U na de las m á s frías aberraciones que las historias literarias registran, son las
m e nciones enig m áticas o ken ni ngar de la poesía de Islandia. Cundieron hacia
el a ñ o 100: tie m po en que los thulir o rapsodas repetidores an ó ni mos fueron
desposeídos por los escaldos, poetas de intenci ó n personal. Es co m ú n
atribuirlas a decadencia; pero ese depresivo dicta men, v álido o no,
corresponde a la soluci ó n del proble ma, no a su planteo. B ástenos reconocer
por ahora que fueron el pri mer deliberado goce verbal de u na literatura
instintiva.
E mpiezo por el m á s insidioso de los eje m plos: u n verso de los m uchos
interpolados en la Saga de Grettir.
6
Busco el equivalente cl ásico de ese agrado, el equivalente que el m á s insobornable de m is lectores no querr á invalidar.
Doy con el insigne soneto de Quevedo al duque de Osuna, horrendo en galeras y naves e infantería ar mada. Es fácil
comprobar que en tal soneto la espl é ndida eficacia del dístico
Su Tumba son de Flandes las Ca mpa ñ as
Y su Epitafio la sangrienta Luna
es anterior a toda interpretaci ó n y no depende de ella. Digo lo m is mo de la subsiguiente expresi ó n: el llanto
m i litar, cuyo "sentido" no es discutible, pero sí baladí: el llanto de los m i litares. En cuanto a la sangrienta Luna, m ejor es
ignorar que se trata del sí mbolo de los turcos, eclipsado por no s é qu é piraterías de don Pedro Téllez Gir ó n.
Con talones de plu m a
Y con cresta de fuego
A la gran m u ltitud de astros lucientes
(Gallinas de los ca mpos celestiales)
Presidi ó Gallo el boquirrubio Febo
Entre los pollos del tindario H uevo,
Pues la gran Leda por traici ó n divina
Si e mpoll ó clueca concibi ó gallina...
El frenesí taurino-gallin áceo del reverendo Padre no es el m ayor pecado de su
rapsodia. Peor es el aparato l ó gico: la aposici ó n de cada no m bre y de su
m et áfora atroz, la vindicaci ó n i m posible de los dislates. El pasaje de Egil
Skalagrí msson es u n proble ma, o siquiera u na adivina nza; el del inverosímil
espa ñ ol, u na confusi ó n. Lo ad m irable es que Graci á n era u n buen prosista; u n
escritor infinita me nte capaz de artificios h á biles. Pru é belo el desarrollo de esta
sentencia, que es de su plu m a: Peque ñ o cuerpo de Chrys ó logo, encierra
espíritu gigante; breve panegírico de Plinio se m i de con la eternidad.
Predo mi na el car ácter funcional en las ken ni ngar. Definen los objetos por su
figura m e nos que por su e m pleo. Suelen ani m ar lo que tocan, sin perjuicio de
invertir el procedi m iento cuando su te ma es vivo. Fueron legi ó n y est á n
suficiente me nte olvidadas: hecho que m e ha instigado a recopilar esas
desfallecidas flores ret óricas. He aprovechado la pri mera co mpilaci ó n, la de
Snorri Sturluson —fa moso co mo historiador, co mo arque ó logo, co mo
constructor de u nas termas, co mo genealogista, co mo presidente de u na
asa m blea, co mo poeta, co mo doble traidor, co mo decapitado y co mo
fantas ma 7. En los a ñ os de 1230 la aco meti ó, con fines preceptivos. Quería
satisfacer dos pasiones de distinto orden: la m o deraci ó n y el culto de los
m ayores. Le agradaban las ken ni ngar, sie m pre que no fueran harto intrincadas
y que las autorizara u n eje m plo cl ásico. Traslado su declaraci ó n li m i nar: Esta
clave se dirige a los principiantes que quieren adquirir destreza po ética y
m ejorar su provisi ó n de figuras con m et áforas tradicionales o a quienes
buscan la virtud de entender lo que se escribi ó con m isterio. Conviene
respetar esas historias que bastaron a los m ayores, pero conviene que los
ho m bres cristianos les retiren su fe. A siete siglos de distancia la
discri mi naci ó n no es in útil: hay traductores ale ma nes de ese cal moso Gradus
ad Parnassu m boreal, que lo proponen co mo Ersatz de la Biblia y que juran
que el uso repetido de an écdotas noruegas es el instru me nto m á s eficaz para
ale ma nizar a Ale ma nia. El doctor Karl Konrad —autor de u na versi ó n
m utiladísi ma del tratado de Snorri y de u n folleto personal de 52 "extractos
do m i nicales" que constituyen otras tantas "devociones ger m á nicas", m uy
corregidas en u na segunda edici ó n — es quiz á el eje m plo m á s l ú gubre.
7
Dura palabra es traidor. Sturluson —quizá— era u n m ero fan ático disponible, u n ho mbre desgarrado hasta el esc á ndalo
por sucesivas y contrarias lealtades. En el orden intelectual, s é de dos eje mplos: el de Francisco Luis Bern árdez, el m ío.
ejercitado en la elocuencia y la m é trica. U n vasto cuerno de agua m iel iba de
m a no en m a no y conversaron de poesía el ho m bre y el dios. Éste le fue
diciendo las m et áforas que se deben e m plear. Ese cat álogo divino est á
asesor á ndo m e ahora.
8
Definitu m in definitione ingredi non debet es la segunda regla m e nor de la definici ó n. Risue ñas infracciones co mo esta
(y aquella venidera de drag ó n de la espada: la espada) recuerdan el artificio de aquel personaje de Poe que en trance de
ocultar u na carta a la curiosidad policial, la exhibe como al desgaire en u n tarjetero.
tierra de la espada
lu na de la nave
lu na de los piratas el escudo
techo del co mbate
n ubarr ó n del co mbate
hielo de la pelea
vara de la ira
fuego de yel mos
drag ó n de la espada
roedor de yel mos la espada
espina de la batalla
pez de la batalla
re mo de la sangre
lobo de las heridas
ra ma de las heridas
riscos de las palabras: los dientes.
espada de la boca
re mo de la boca la lengua
9
Ir en caballo de m adera al infierno, leo en el capítulo veintid ós de la Inli nga Saga. Viuda, balanza, borne y finibusterre
fueron los no m bres de la horca en la germanía; m arco (picture frame) el que le dieron los m alevos antiguos de N ueva
York.
techo de la ballena
tierra del cisne
ca mi no de las velas
ca mpo del viking el m ar
prado de la gaviota
cadena de las islas
piedras de la cara
lu nas de la frente los ojos
fuego del m ar
lecho de la serpiente
resplandor de la m a no el oro
bronce de las discordias
reposo de las lanzas: la paz
casa del aliento
nave del coraz ó n
base del al ma el pecho
asiento de las carcajadas
nieve de la cartera
hielo de los crisoles la plata
rocío de la balanza
se ñ or de anillos
distribuidor de tesoros el rey
distribuidor de espadas
es acaso ya u na traici ó n.) Ignora mos sus leyes: desconoce mos los precisos
reparos que u n juez de ken ni ngar opondría a u na buena m et áfora de Lugones.
Apenas si u nas palabras nos quedan. I m posible saber con qu é inflexi ó n de voz
eran dichas, desde qu é caras, individuales co mo u na m ú sica, con qu é
ad m irable decisi ó n o m o destia. Lo cierto es que ejercieron alg ú n día su
profesi ó n de aso m bro y que su gigantesca ineptitud e m beles ó a los rojos
varones de los desiertos volc á nicos y los fjords, igual que la profunda cerveza
y que los duelos de padrillos 13. No es i m posible que u na m isteriosa alegría las
produjera. Su m is ma bastedad —peces de la batalla: espadas— puede
responder a u n antiguo h u m o ur, a chascos de hiperb óreos ho m brones. Así, en
esa m et áfora salvaje que he vuelto a destacar, los guerreros y la batalla se
funden en u n plano invisible, donde se agitan las espadas org á nicas y
m u erden y aborrecen. Esa i maginaci ó n figura ta mbi é n en la Saga de Njal, en
12
Traducir cada ken ni ng por u n sustantivo espa ñ ol con adjetivo especificante (sol do m é stico en lugar de sol de las
casas, resplandor m a n ual en vez de resplandor de la m a no) h ubiera sido tal vez lo m á s fiel, pero tambi é n lo m e nos
sensacional y lo m á s difícil —por falta de adjetivos.
13
Hablo de u n deporte especial de esa isla de lava y de duro hielo: la ri ña de padrillos. Enloquecidos por las yeguas
urgentes y por el cla mor de los ho mbres, éstos peleaban a sangrientos m ordiscos, alguna vez m ortales. Las alusiones
a ese juego son n u merosas. De u n capit á n que se bati ó con denuedo frente a su da ma, dice el historiador que c ó mo
no iba a pelear bien ese potro si la yegua estaba m ir á ndolo.
u na de cuyas p á ginas est á escrito: Las espadas saltaron de las vainas, y
hachas y lanzas volaron por el aire y pelearon. Las ar mas los persiguieron con
tal ardor que debieron atajarse con los escudos, pero de n uevo m uchos fueron
heridos y u n ho m bre m uri ó en cada nave. Este signo se vio en las
e m barcaciones del ap óstata Brodir, antes de la batalla que lo deshizo.
En la noche 743 del Libro de las 1001 noches, leo esta ad mo nici ó n: No
diga mos que ha m u erto el rey feliz que deja u n heredero co mo este: el
co medido, el agraciado, el i mpar, el le ó n desgarrador y la clara lu na. El sí mil,
conte mpor á neo por ventura de los ger m á nicos, no vale m ucho m á s, pero la
raíz es distinta. El ho m bre asi milado a la lu na, el ho m bre asi milado a la fiera,
no son el resultado discutible de u n proceso m e ntal: son la correcta y
m o m e nt á nea verdad de dos intuiciones. Las ken ni ngar se quedan en sofis mas,
en ejercicios e m b usteros y l á ng uidos. Aquí de cierta m e m orable excepci ó n,
aquí del verso que refleja el incendio de u na ciudad, el fuego delicado y
terrible:
POSDATA. Morris, el m i n ucioso y fuerte poeta ingl és, intercal ó m uchas ken ningar
en su ú lti ma epopeya, Sigurd the Volsung. Trascribo algu nas, ignoro si
adaptadas o personales o de las dos. Lla ma de la guerra, la bandera; m area de
la m atanza, viento de la guerra, el ataque; m u n do de pe ñascos, la m o nta ña;
bosque de la guerra, bosque de picas, bosque de la batalla, el ej ército; tejido
de la espada, la m u erte; perdici ó n de Fafnir, tiz ó n de la pelea, ira de Sigfrido,
su espada.
Padre del perfu me ¡oh jaz mín! pregonan en El Cairo los vendedores. Mauthner
observa que los árabes suelen derivar sus figuras de la relaci ó n padre-hijo. Así:
padre de la m a ñ a na, el gallo; padre del m erodeo, el lobo; hijo del arco, la
flecha; padre del fortín (patr ó n de la cuevita), el zorro; padre de los pasos, u na
m o nta ñ a. Otro eje m plo de esa preocupaci ó n: en el Qur á n, la prueba m á s
co m ú n de que hay Dios, es el espanto de que el ho m bre sea generado por
u nas gotas de agua vil.
Es sabido que los pri mitivos no m bres del tanque fueron landship, landcruiser,
barco de tierra, acorazado de tierra. M ás tarde le pusieron tanque para
despistar. La ken ning original era de masiado evidente. Otra ken ning es lech ó n
largo, que era el eufe mis mo goloso que los caníbales dieron al plato
funda me ntal de su ré gi me n.
El ultraísta m u erto cuyo fantas ma sigue sie m pre habit á ndo m e, goza con estos
juegos. Los dedico a u na clara co mpa ñ era de los heroicos días. A Norah Lange,
cuya sangre los reconocer á por ventura.
*
Entre los libros que m á s serviciales m e fueron, debo m e ncionar los siguientes:
The Prose Edda, by Snorri Sturlusson. Translated by Arthur Gilchrist Brodeur. New York, 1929.
Die Jangere Edda m it de m sogen nanten ersten gra m m atischen Traktat. Uebertragen von Gustav Neckel
u n d Felix Niedner. Jena, 1925.
Eddalieder, m it Gra m m atik, Uebersetzung u n d Erl ä uterungen. Von Dr. Wil hel m Ranisch. Leipzig, 1920.
V ö lsunga Saga, with certain songs fro m the Elder Edda. Translated by Eiríkr Magn ússon and Willia m
Morris. London, 1870.
The Story of Burnt Njal. From the Icelandic of the Njals Saga, by George Webbe Dasent. Edinburgh, 1861.
Die Geschichte von Goden Snorri. Uebertragen von Felix Niedner. Jena, 1920. Islands Kultur zur
Wikingerzeit, von Felix Niedner. Jena, 1920.
The Deeds of Beowulf. Done into m o dern prose by John Earle. Oxford, 1892.
LA M ET Á F O RA
En el libro tercero de la Ret órica, Arist óteles observ ó que toda m et áfora surge
de la intuici ó n de u na analogía entre cosas disí miles; Middleton Murry exige
que la analogía sea real y que hasta entonces no haya sido notada (Countries
of the Mind, II, 4). Arist óteles, co mo se ve, funda la m et áfora sobre las cosas y
no sobre el lenguaje; los tropos conservados por Snorri son (o parecen)
resultados de u n proceso m e ntal, que no percibe analogías sino que co mbina
palabras; algu no puede i m presionar (cisne rojo, halc ó n de la sangre), pero
nada revelan o co m u nican. Son, para de algu na m a nera decirlo, objetos
verbales, puros e independientes co mo u n cristal o co mo u n anillo de plata.
Pareja me nte, el gra m ático Licofronte lla m ó le ó n de la triple noche al dios
H ércules porque la noche en que fue engendrado por Zeus dur ó co mo tres; la
frase es m e m orable, allende la interpretaci ó n de los glosadores, pero no ejerce
la funci ó n que prescribe Arist óteles. 14
En el I King, u no de los no m bres del u niverso es los Diez Mil Seres. Har á treinta
a ñ os, m i generaci ó n se m aravill ó de que los poetas desde ñ aran las m uchas
co mbinaciones de que esa colecci ó n es capaz y m a ni ática me nte se li m itaran a
u nos pocos grupos fa mosos: las estrellas y los ojos, la m ujer y la flor, el tie m po
y el agua, la vejez y el atardecer, el sue ñ o y la m u erte. En u nciados o
despojados así, estos grupos son m eras trivialidades, pero vea mos algu nos
eje mplos concretos.
En el Antiguo Testa mento se lee (I Reyes 2:10): Y David dur mi ó con sus
padres, y fue enterrado en la ciudad de David. En los na ufragios, al h u n dirse la
nave, los m arineros del Dan ubio rezaban: Duer mo; luego vuelvo a re mar 15.
Her ma no de la Muerte dijo del Sue ñ o, Ho m ero, en la Ilíada; de esta her ma ndad
diversos m o n u m e ntos funerarios son testi monio, seg ú n Lessing. Mono de la
m u erte (Affe des Todes) le dijo Wilhel m Kle m m, que escribi ó asi mis mo: La
m u erte es la pri mera noche tranquila. Antes, Heine había escrito: La m u erte
14
Digo lo m is mo de " á guila de tres alas", que es no mbre m etaf órico de la flecha, en la literatura persa (Browne: A
Literary History of Persia, III, 262).
15
Tambi é n se guarda la plegaria final de los m arineros fenicios: "Madre de Cartago, devuelvo el re mo". A juzgar por
m o nedas del siglo II antes de Jesucristo, debe mos entender Sid ó n por Madre de Cartago.
es la noche fresca; la vida, el día tormentoso. . . Sue ñ o de la tierra le dijo a la
m u erte, Vigny; viejo sill ó n de ha m aca (old rocking-chair) le dicen en los blues a
la m u erte: é sta viene a ser el ú lti mo sue ñ o, la ú lti ma siesta, de los negros.
Schopen ha uer, en su obra, repite la ecuaci ó n m u erte-sue ño; b áste me copiar
estas líneas: Lo que el sue ñ o es para el individuo, es para la especie la m u erte
(Welt als Wille, II, 41). El lector ya habr á recordado las palabras de Ha m let:
Morir, dor mir, tal vez so ñ ar, y su te mor de que sean atroces los sue ñ os del
sue ñ o de la m u erte. Equiparar m ujeres a flores es otra eternidad o trivialidad;
he aquí algu nos eje mplos. Yo soy la rosa de Sar ó n y el lirio de los valles, dice
en el Cantar de los Cantares la sula m ita. En la historia de Math, que es la
cuarta "ra ma" de los Mabinogion de Gales, u n príncipe requiere u na m ujer que
no sea de este m u n do, y u n hechicero, "por m e dio de conjuros y de ilusi ó n, la
hace con las flores del roble y con las flores de la reta ma y con las flores de la
ul m aria". En la quinta "aventura" del Nibelu ngenlied, Sigfrid ve a Krie m hild,
para sie m pre, y lo pri mero que nos dice es que su tez brilla con el color de las
rosas. Ariosto, inspirado por Catulo, co mpara la doncella a u na flor secreta
(Orlando, I, 42); en el jardín de Armida, u n p ájaro de pico purp úreo exhorta a
los a ma ntes a no dejar que esa flor se m archite. (Gerusale m m e, XVI, 13-15). A
fines del siglo XVI, Malherbe quiere consolar a u n a migo de la m u erte de su
hija y en su consuelo est á n las fa mosas palabras: Et, rose, elle a v écu ce que
vivent les roses. Shakespeare, en u n jardín, ad m ira el hondo ber mell ó n de las
rosas y la blancura de los lirios, pero estas galas no son, para é l, sino so mbras
de su a mor que est á ausente (Sonnets, XCVIII). Dios, haciendo rosas, hizo m i
cara, dice la reina de Sa motracia en u na p á gina de Swinburne. Este censo
podría no tener fin 16; b á ste me recordar aquella escena de Weir of Her miston —
el ú lti mo libro de Stevenson — en que el h éroe quiere saber si en Cristina hay
u n al ma "o si no es otra cosa que u n ani mal del color de las flores".
Diez eje mplos del pri mer grupo y n ueve del segundo he juntado; a veces la
u nidad esencial es m e nos aparente que los rasgos diferenciales. ¿Qui é n, a
priori, sospecharía que "sill ó n de ha m aca" y "David dur mi ó con sus padres"
proceden de u na m is m a raíz?
Ambos versos derivan de la Escritura, "Y vieron al Dios de Israel; y había debajo de sus pies co mo u n e mbaldosado
Alg ú n día se escribir á la historia de la m et áfora y sabre mos la verdad y el error
que estas conjeturas encierran.
Al 1 corresponde el 2
Al 3 corresponde el 4
Al 5 corresponde el 6, etc étera
Al 1 corresponde el 3018
Al 2 corresponde el 6036
Al 3 corresponde el 9054
Al 4 corresponde el 12072, etc étera
Al 1 corresponde el 3018
Al 2 corresponde el 30182 el 9.108.324
Al 3, etc étera
•I I
Escribe Nietzsche, hacia el oto ñ o de 1883: Esta lenta ara ñ a arrastr á ndose a la
luz de la lu na, y esta m is ma luz de la lu na, y t ú y yo cuchicheando en el
port ó n, cuchicheando de eternas cosas, ¿no he mos coincidido ya en el
pasado? ¿Y no recurrire mos otra vez el largo ca mi no, en ese largo te mbloroso
ca mi no, no recurrire mos eterna me nte? Así hablaba yo, y sie mpre con voz
m e nos alta, porque m e daban m iedo m is pensa mientos y m is
traspensa mientos. Escribe Eude mo parafraseador de Arist óteles, u nos tres
siglos antes de la Cruz: Si he mos de creer a los pitag óricos, las m is mas cosas
volver á n pu ntual me nte y estar éis con migo otra vez y yo repetir é esta doctrina
y m i m a no jugar á con este bast ó n, y así de lo de m á s. En la cos mogonía de los
estoicos, Zeus se ali me nta del m u n do : el u niverso es consu m ido cíclica me nte
por el fuego que lo engendr ó, y resurge de la aniquilaci ó n para repetir u na
id é ntica historia. De n uevo se co mbina n las diversas partículas se mi nales, de
n uevo informa n piedras, árboles y ho m bres - y a ú n virtudes y días, ya que para
los griegos era i m posible u n no m bre sustantivo sin algu na corporeidad. De
n uevo cada espada y cada h éroe, de n uevo cada m i n uciosa noche de
inso m nio.
•I I I
Alguna vez nos deja pensativos la sensaci ó n “de haber vivido ya ese
m o m e nto”. Los partidarios del eterno retorno nos juran que así es e indagan
u na corroboraci ó n de su fe en esos perplejos estados. Olvidan que el recuerdo
i m portaría u na novedad que es la negaci ó n de la tesis y que el tie m po lo iría
perfecciona ndo -hasta el ciclo distante en que el individuo ya prev é su destino
y prefiere obrar de otro m odo... Nietzsche, por lo de m á s, no habl ó n u nca de
u na confir maci ó n m n e m ó nica del Regreso 19.
Tampoco habl ó - y eso m erece destacarse ta mbi é n- de la finitud de los áto mos.
Nietzsche niega los áto mos; la ato mística no le parecía otra cosa que u n
m odelo del m u n do, hecho exclusiva me nte para los ojos y el entendi m iento
arit m ético... Para fundar su tesis, habl ó de u na fuerza li m itada,
desenvolvi é ndose en el tie m po infinito, pero incapaz de u n n ú m ero ili m itado
de variaciones. Obr ó no sin perfidia: pri mero nos precave contra la idea de u na
fuerza infinita -“ ¡cuide mos de tales orgías del pensa m iento”-y luego
generosa me nte concede que el tie m po es infinito. Asi mis mo le agrada recurrir
a la Eternidad Anterior. Por eje mplo: u n equilibrio de la fuerza c ós mica es
i m posible, pues de no serlo, ya se habría operado en la Eternidad Anterior. O si
no: la historia u niversal ha sucedido u n n ú m ero infinito de veces -en la
Eternidad Anterior. La invocaci ó n parece v á lida, pero conviene repetir que esa
Eternidad Anterior (o aeternitas a parte ante , seg ú n le dijeron los te ó logos) no
es otra cosa que n uestra incapacidad natural de concebirle principio al tie mpo.
Adolece mos de la m is ma incapacidad en lo referente al espacio, de suerte que
invocar u na Eternidad anterior es tan decisivo co mo invocar u n Infinitud A
Mano Derecha. Lo dir é con otras palabras: si el tie m po es infinito para la
intuici ó n, ta mbi é n lo es para el espacio. Nada tiene que ver esa Eternidad
Anterior con el tie m po real discurrido; retroceda mos al pri mer segu ndo y
notare mos que é ste requiere u n predecesor, y ese predecesor otro m á s, y así
infinita me nte. Para resta ñ ar ese regressus in infinitu m , San Agustín resuelve
que el pri mer segu ndo del tie mpo coincide con el pri mer segu ndo de la
Creaci ó n -non in te mpore sed cu m te mpore incepit creatio.
19
De esta aparente confirmaci ó n, N éstor Ibarra escribe: “Il arrive aussi que quelque perception nouvelle nous frappe
co m me u n souvenir, que nous croyons reconnaître des objets ou des accidents que nos so m mes pourtant s ûrs de
rencontrer pour la pre mi ère fois. J’imagine qu’il s’agit ici d’un curieux co mporte ment de notre m é m oire. U ne
perception quelconque s’effectue de abord, m ais sous le seuil du conscient. U n instant apr ès, les excitations agissent,
m ais cette fois nous les recevons dans le conscient. Notre m é m oire est d éclanch ée et nous offre bien le senti me nt du
‘deja vu’; m ais elle localise m al ce rappel. Pour en justifier la faiblesse et le trouble, nous lui supposons u n
consid érable recul dans le temps; peut-être le renvoyons-nous plus loin de nous encore, dans le r édouble me nt de
quelque vie ant érieure. Il s’agit en réalit é d’un pass é in m é diat; et ’ab
l îme qui nous en s épare est celui de notre
distracci ó n."
forma de la luz. Esa co mprobaci ó n de aspecto inofensivo o insípido, an ula el
“laberinto circular” del Eterno Retorno.
La pri mera ley de la termodin á m ica declara que la energía del u niverso es
constante; la segu nda, que esa energía propende a la inco m u nicaci ó n, al
desorden, au nq ue la cantidad total no decrece. Esa gradual desintegraci ó n de
las fuerza que co mponen el u niverso, es la entropía. U na vez alcanzado el
m á xi mo de entropía, u na vez igualas las diversas te mperaturas, u na vez
excluida (o co mpensada) toda acci ó n de u n cuerpo sobre otro, el m u n do ser á
u n fortuito concurso de áto mos. En el centro profundo de las estrellas, ese
difícil y m ortal equilibrio ha sido logrado. A fuerza de interca mbios el u niverso
entero lo alcanzar á, y estar á tibio y m u erto.
*
Entre los libros consultados para la noticia anterior, debo m e ncionar los siguientes:
Die U nsch uld des Weindes, von Friedrich Nietzsche. Leipzig, 1931
Die Philosophie der Griechen, von Dr. Paul Deussen. Leipzig, 1919
La ciudad de Dios, por San Agustín. Versi ó n de Díaz de Beyral. Madrid, 1922.
EL TIE MP O CIRC ULAR
El pri mero ha sido i m p utado a Plat ó n. É ste, en el trig ési mo noveno p árrafo del
Ti meo, afir ma que los siete planetas, equilibradas sus diversas velocidades,
regresar á n al pu nto inicial de partida: revoluci ó n que constituye el a ño
perfecto. Cicer ó n (De la naturaleza de los dioses, libro segu ndo) ad m ite que no
es fácil el c ó m p uto de ese vasto período celestial, pero que cierta me nte no se
trata de u n plazo ili mitado; en u na de sus obras perdidas, le fija doce m i l
novecientos cincuenta y cuatro "de los que nosotros lla ma m os a ños" (T ácito:
Di á logo de los oradores, 16). Muerto Plat ó n, la astrología judiciaria cundi ó en
Atenas. Esta ciencia, co mo nadie lo ignora, afirma que el destino de los
ho m bres est á regido por la posici ó n de los astros. Alg ú n astr ólogo que no
había exa mi nado en vano el Ti meo form ul ó este irreprochable argu m e nto: si
los períodos planetarios son cíclicos, ta mbi é n la historia u niversal lo ser á; al
cabo de cada a ñ o plat ó nico renacer á n los m is mos individuos y cu m plir á n el
m is mo destino. El tie m po atribuy ó a Plat ó n esa conjetura. El 1616 escribi ó
Lucilio Vanini: "De n uevo Aquiles ir á a Troya; renacer á n las cere mo nias y
religiones; la historia h u m a na se repite; nada hay ahora que no fue; lo que ha
sido, ser á ; pero todo ello en general, no (co mo deter mi na Plat ó n) en
particular" (De ad mirandis naturae arcanis, di á logo 52). En 1643 Tho mas
Browne declar ó en u na de las notas del pri mer libro de la Religio m edici: "A ñ o
de Plat ó n —Plato's year— es u n curso de siglos despu és del cual todas las
cosas recuperar á n su estado anterior y Plat ó n, en su escuela, de n uevo
explicar á esta doctrina." En este pri mer m o do de concebir el eterno regreso, el
argu m e nto es astrol ó gico.
Si lee mos con algu na seriedad las líneas anteriores (id est, si nos resolve mos a
no juzgarlas u na m era exhortaci ó n o m oralidad), vere mos que declaran, o
presupone n, dos curiosas ideas. La pri mera: negar la realidad del pasado y del
porvenir. La en u ncia este pasaje de Schopen ha uer: "La forma de aparici ó n de
la voluntad es s ó lo el presente, no el pasado ni el porvenir: éstos no existen
m á s que para el concepto y por el encadena m iento de la conciencia, so metida
al principio de raz ó n. Nadie ha vivido en el pasado, nadie vivir á en el futuro; el
presente es la forma de toda vida" (El m u n do co mo volu ntad y representaci ó n,
pri mer to mo, 54). La segu nda: negar, co mo el Eclesiast és, cualquier novedad.
La conjetura de que todas las experiencias del ho m bre son (de alg ú n m odo)
an á logas, puede a pri mera vista parecer u n m ero e m pobreci miento del
m u n do.
•I . EL CAPIT Á N B URTO N
E mpiezo por el fundador. Es sabido que Jean Antoine Galland era u n arabista
franc és que trajo de Esta m bul u na paciente colecci ó n de m o nedas, u na
m o nografía sobre la difusi ó n del caf é, u n eje m plar ar ábigo de las Noches y u n
m aronita suple me ntario, de m e m oria no m e nos inspirada que la de
Shahrazad. A ese oscuro asesor —de cuyo no m bre no quiero olvidar me, y
dicen que es Ha n na— debe mos ciertos cuentos funda me ntales, que el original
no conoce: el de Aladino, el de los Cuarenta Ladrones, el del príncipe Ah med y
el hada Peri Ban ú, el de Abulhas á n el dor mido despierto, el de la aventura
nocturna de Har ú n Arrashid, el de las dos her ma nas envidiosas de la her ma na
m e nor. Basta la sola en u m eraci ó n de esos no m bres para evidenciar que
Galland establece u n canon, incorporando historias que har á indispensables el
tie m po y que los traductores venideros —sus ene m igos— no se atreverían a
o mitir. Hay otro hecho in negable. Los m á s fa mosos y felices elogios de las
1001 Noches —el de Coleridge, el de Tom ás De Quincey, el de Stendhal, el de
Tennyson, el de Edgar Allan Poe, el de New ma n — son de lectores de la
traducci ó n de Galland. Doscientos a ñ os y diez traducciones m ejores ha n
trascurrido, pero el ho m bre de Europa o de las Am éricas que piensa en
las 1001 Noches, piensa invariable me nte en esa pri mer traducci ó n. El epíteto
m i lyu nanochesco ( milyu nanochero adolece de criollis mo, m i lyu nanocturno de
divergencia) nada tiene que ver con las eruditas obscenidades de Burton o de
Mardrus, y todo con las joyas y las m a gias de Antoine Galland.
Basta la m á s oblicua y pasajera alusi ó n carnal para que Lane olvide su honor y
abu nde en torceduras y ocultaciones. No hay otra falta en é l. Sin el contacto
peculiar de esa tentaci ó n, Lane es de u na ad mirable veracidad. Carece de
prop ósitos, lo cual es u na positiva ventaja. No se propone destacar el colorido
b árbaro de las Noches co mo el capit á n Burton, ni ta mpoco olvidarlo y
atenuarlo, co mo Galland. É ste do mesticaba a sus árabes, para que no
desentonaran irreparable me nte en París; Lane es m i n uciosa me nte agareno.
É ste ignoraba toda precisi ó n literal; Lane justifica su interpretaci ó n de cada
palabra d udosa. É ste invocaba u n m a n uscrito invisible y u n m aronita m u erto;
Lane su m i nistra la edici ó n y la p á gina. É ste no se cuidaba de notas; Lane
acu m u la u n caos de aclaraciones que, organizadas, integran u n volu m e n
independiente. Diferir: tal es la nor ma que le i m pone su precursor. Lane
cu m plir á con ella: le bastar á no co mpendiar el original.
La her mosa discusi ó n New ma n-Arnold (1861-62), m á s m e m orable que sus dos
interlocutores, ha razonado extensa me nte las dos m a neras generales de
traducir. New ma n vindic ó en ella el m o do literal, la retenci ó n de todas las
singularidades verbales: Arnold, la severa eli m i naci ó n de los detalles que
distraen o detienen. Esta conducta puede su mi nistrar los agrados de la
u nifor midad y la gravedad; aqu é lla, de los contin uos y peque ños aso m bros.
Ambas son m e nos i m portantes que el traductor y que sus h á bitos literarios.
Traducir el espíritu es u na intenci ó n tan enor me y tan fantas mal que bien
puede quedar co mo inofensiva; traducir la letra, u na precisi ó n tan
extravagante que no hay riesgo de que la ensayen. M ás grave que esos
infinitos prop ó sitos es la conservaci ó n o supresi ó n de ciertos por menores; m á s
grave que esas preferencias y olvidos, es el m ovi m iento sint áctico. El de Lane
es a me no, seg ú n conviene a la distinguida m esita. En su vocabulario es co m ú n
reprender u na de masía de palabras latinas, no rescatadas por ni ng ú n artificio
de brevedad. Es distraído: en la p á gina li m i nar de su traducci ó n pone el
adjetivo ro m á ntico, lo cual es u na especie de futuris mo, en u na boca
m usul m a na y barbada del siglo doce. Alguna vez la falta de sensibilidad le es
propicia, pues le per mite la interpolaci ó n de voces m uy llanas en u n p árrafo
noble, con involu ntario buen éxito. El eje mplo m á s rico de esa cooperaci ó n de
palabras heterog é neas, debe ser é ste que traslado: And in this palace is the
last information respecting lords collected in the dust. Otro puede ser esta
invocaci ó n: Por el Viviente que no m u ere ni ha de m orir, por el no m bre de
Aquel a quien pertenecen la gloria y la per manencia. En Burton —ocasional
precursor del sie m pre fabuloso Mardrus— yo sospecharía de fórm ulas tan
satisfactoria me nte orientales; en Lane escasean tanto que debo suponerlas
involu ntarias, vale decir gen ui nas.
Los detractores argu m e ntan que ese proceso aniquila o lasti ma la buena
inge n uidad del original. Est á n en u n error: el libro de m i l noches y u na noche
no es ( moral me nte) ingen uo; es u na adaptaci ó n de antiguas historias al gusto
aplebeyado, o soez, de las clases m e dias de El Cairo. Salvo en los cuentos
eje mplares del Sendebar, los i m p udores de las 1001 Noches nada tienen que
ver con la libertad del estado paradisíaco. Son especulaciones del editor: su
objeto es u na risotada, sus h éroes n u nca pasan de changadores, de m e n digos
o eun ucos. Las antiguas historias a morosas del repertorio, las que refieren
casos del Desierto o de las ciudades de Arabia, no son obscenas, co mo no lo
es ni ngu na producci ó n de la literatura preisl á m ica. Son apasionadas y tristes,
y u no de los m otivos que prefieren es la m u erte de a mor, esa m u erte que u n
juicio de los ale mas ha declarado no m e nos santa que la del m ártir que
atestigua la fe... Si aproba mos ese argu m e nto las ti mideces de Galland y de
Lane nos pueden parecer restituciones de u na redacci ó n pri mitiva.
*
En alg ú n lugar de su obra, Rafael Cansinos Ass é ns jura que puede saludar las
estrellas en catorce idio mas cl ásicos y m odernos. Burton so ñaba en diecisiete
idio mas y cuenta que do mi n ó treinta y cinco: se mitas, dravidios,
indoeuropeos, eti ó picos. . . Ese caudal no agota su definici ó n: es u n rasgo que
concuerda con los de m á s, igual m e nte excesivos. Nadie m e nos expuesto a la
repetida burla de H udibras contra los doctores capaces de no decir
absoluta me nte nada en varios idio mas: Burton era ho m bre que tenía
m uchísi mo que decir, y los setenta y dos vol ú m e nes de su obra siguen
dici é ndolo. Destaco algu nos títulos al azar: Goa y las Monta ñ as Azules, 1851;
Siste ma de ejercicios de bayoneta, 1853; Relato personal de u na
peregrinaci ó n a Medina, 1855; Las regiones lacustres del África Ecuatorial,
1860; La Ciudad, de los Santos, 1861; Exploraci ó n de las m esetas del Brasil,
1869; Sobre u n her mafrodita de las islas del Cabo Verde, 1869; Cartas desde
los ca mpos de batalla del Paraguay, 1870; Ú lti ma Thule o u n verano en
Islandia, 1875; A la Costa de Oro en pos de oro, 1883; El Libro de la Espada
(pri mer volu m e n) 1884; El jardín fragante de Nafzauí —obra p ó stu ma,
entregada al fuego por Lady Burton, así co mo u na Recopilaci ó n de epigra mas
inspirados por Priapo. El escritor se deja traslucir en ese cat á logo: el capit á n
ingl é s que tenía la pasi ó n de la geografía y de las in n u m erables m a neras de
ser u n ho m bre, que conocen los ho m bres. No difa mar é su m e m oria,
co mpar á ndolo con Morand, caballero biling ü e y sedentario que sube y baja
infinita me nte en los ascensores de u n id é ntico hotel internacional y que
venera el espect áculo de u n ba ú l... Burton, disfrazado de afgh á n, había
peregrinado a las ciudades santas de Arabia: su voz había pedido al Se ñor que
negara sus h uesos y su piel, su dolorosa carne y su sangre, al Fuego de la Ira y
de la Justicia; su boca, resecada por el sa m ú n, había dejado u n beso en el
aerolito que se adora en la Caaba. Esa aventura es c élebre: el posible ru mor
de que u n incircunciso, u n nazraní, estaba profanando el santuario h ubiera
deter minado su m u erte. Antes, en h á bito de derviche, había ejercido la
m e dicina en El Cairo —no sin variarla con la prestidigitaci ó n y la m a gia, para
obtener la confianza de los enfer mos. Hacia 1858, había co ma ndado u na
expedici ó n a las secretas fuentes del Nilo: cargo que lo llev ó a descubrir el
lago Tanganika. En esa e m presa lo agredi ó u na alta fiebre; en 1855 los
so malíes le atravesaron los carrillos con u na lanza. (Burton venía de Harrar,
que era ciudad vedada a los europeo, en el interior de Abisinia.) N ueve a ños
m á s tarde, ensay ó la terrible hospitalidad de los cere moniosos caníbales del
Daho m é ; a su regreso no faltaron ru mores (acaso propalados, y cierta me nte
fome ntados, por é l) de que había "co mido extra ñas carnes" —co mo el
o m nívoro proc ó nsul de Shakespeare 20. Los judíos, la de mocracia, el Ministerio
de Relaciones Exteriores y el cristianis mo, eran sus odios preferidos; Lord
Byron y el Isla m, sus veneraciones. Del solitario oficio de escribir había hecho
algo valeroso y plural: lo aco metía desde el alba, en u n vasto sal ó n
m u ltiplicado por once m esas, cada u na de ellas con el m aterial para u n libro —
y algu na con u n claro jaz mín en u n vaso de agua. Inspir ó ilustres a mistades y
a mores: de las pri meras b áste me no m brar la de Swinburne, que le dedic ó la
segunda serie de Poe ms and Ballads —in recognition of a friendship which I
m ust always count a mo ng the hig hest honours of m y life — y que deplor ó su
deceso en m uchas estrofas. Ho m bre de palabras y haza ñ as, bien pudo Burton
asu m ir el alarde del Div á n de Al motanabí:
Se advertir á que desde el antrop ófago a mateur hasta el polígloto dur miente,
no he rechazado aquellos caracteres de Richard Burton que sin dis mi n uci ó n de
fervor pode mos apodar legendarios. La raz ó n es clara: el Burton de la leyenda
de Burton, es el traductor de las Noches. Yo he sospechado algu na vez que la
distinci ó n radical entre la poesía y la prosa est á en la m uy diversa expectativa
de quien las lee: la pri mera presupone u na intensidad que no se tolera en la
ú lti ma. Algo parecido acontece con la obra de Burton: tiene u n prestigio previo
con el que no ha logrado co mpetir ni ng ú n arabista. Las atracciones de lo
prohibido le corresponden. Se trata de u na sola edici ó n, li m itada a m i l
eje mplares para m i l suscritores del Burton Club, y que hay el co mpro miso
judicial de no repetir. (La reedici ó n de Leonard C. S mithers "o mite
deter minados pasajes de u n gusto p ési mo, cuya eli mi naci ó n no ser á
la me ntada por nadie"; la selecci ó n representativa de Ben nett Cerf —que
si m ula ser integral— procede de aquel texto purificado.) Aventuro la hip érbole:
recorrer las 1001 Noches en la traslaci ó n de Sir Richard no es m e nos increíble
20
Aludo al Marco Antonio invocado por el apostrofe de C ésar:
En esas líneas, creo entrever alg ú n invertido reflejo del m ito zool ógico del basilisco, serpiente de m irada m ortal.
Plinio (Historia Natural, libro octavo, p árrafo 53) nada nos dice de las aptitudes p óstu mas de ese ofidio, pero la
conjunci ó n de las dos ideas de m irar y m orir (vedi Napoli e poi m ori). tiene que haber influido en Shakespeare.
La m irada del basilisco era venenosa; la Divinidad, en ca mbio, puede m atar a puro esplendor —o a pura
irradiaci ó n de m a na. La visi ó n directa de Dios es intolerable. Mois és cubre su rostro en el m o nte Horeb, porque tuvo
m iedo de ver a Dios; Haki m, profeta del Joras á n, us ó u n cu á druple velo de seda blanca para no cegar a los ho m bres. Cf.
tambi é n Isaías, VI, 5, y I Reyes, XIX, 13.
que recorrerlas "vertidas literal me nte del árabe y co mentadas" por Si m bad el
Marino.
Los proble mas que Burton resolvi ó son in n u m erables, pero u na conveniente
ficci ó n puede reducirlos a tres: justificar y dilatar su reputaci ó n de arabista;
diferir ostensible me nte de Lane; interesar a caballeros brit á nicos del siglo
diecinueve con la versi ó n escrita de cuentos m us ul m a nes y orales del siglo
trece. El pri mero de esos prop ósitos era tal vez inco m patible con el tercero; el
segundo lo indujo a u na grave falta, que paso a declarar. Centenares de
dísticos y canciones figuran en las Noches; Lane (incapaz de m e ntir salvo en lo
referente a la carne) los había trasladado con precisi ó n, en u na prosa c ó moda.
Burton era poeta: en 1880 había hecho i m pri mir las Casidas, u na rapsodia
evolucionista que Lady Burton sie m pre juzg ó m uy superior a las Rubaiy át de
FitzGerald... La soluci ó n "prosaica" del rival no dej ó de indignarlo, y opt ó por
u n traslado en versos ingleses —procedi miento de ante ma no infeliz, ya que
contravenía a su propia nor ma de total literalidad. El oído, por lo de m ás,
qued ó casi tan agraviado co mo la l ó gica. No es i m posible que esta cuarteta
sea de las m ejores que ar m ó :
21
Tambi é n es m e morable esta variaci ó n de los m otivos de Abulbeca de Ronda y Jorge Manrique:
2 . EL D OCTOR M AR D R US
Corno ensayo de prosa visual a la m a nera del Retrato de Dorian Grey, acepto
(y au n venero) esa descripci ó n; co me versi ó n "literal y co mpleta" de u n pasaje
co mp uesto en el siglo trece, repito que m e alar ma infinita me nte. Las razones
son m ú ltiples. U na Shahrazad sin Mardrus describe por en u m eraci ó n de las
partes, no por m utuas reacciones, y no alega detalles circunstanciales co mo el
del agua que trasluce el color de su lecho, y no define la calidad de la luz
filtrada por la seda, y no alude al Sal ó n de Acuarelistas en la i magen final. Otra
peque ñ a grieta: desvíos encantadores no es árabe, es notoria me nte franc és.
Ignoro si las anteriores razones pueden satisfacer; a m í no m e bastaron, y tuve
el indolente agrado de co mp ulsar las tres versiones ale ma nas de Weil, de
He n ni ng y de Littma n n, y las dos inglesas de Lane y de Sir Richard Burton. En
ellas co mprob é que el original de las diez líneas de Mardrus era éste: Las
cuatro acequias dese mbocaban en u na pila, que era de m ár mol de diversos
colores.
En dos procedi m ientos abu nda el libro de las 1001 Noches: u no, pura me nte
formal, la prosa ri mada; otro, las predicaciones m orales. El pri mero,
conservado por Burton y por Littma n n, corresponde a las ani maciones del
narrador: personas agraciadas, palacios, jardines, operaciones m á gicas,
m e nciones de la Divinidad, puestas de sol, batallas, auroras, principios y
finales de cuentos. Mardrus, quiz á m isericordiosa me nte, lo o mite. El segundo
requiere dos facultades: la de co mbinar con m ajestad palabras abstractas y la
de proponer sin bochorno u n lugar co m ú n. De las dos carece Mardrus. De
aquel versículo que Lane m e m orable me nte tradujo: And in this palace is the
last infor mation respecting lords collected in the dust, n uestro doctor apenas
extrae: Pasaron, todos aquellos! Tuvieron apenas tie mpo de reposar a la
so mbra de m is torres. La confesi ó n del á n gel: Estoy aprisionado por el Poder,
confinado por el Esplendor, y castigado m ie ntras el Eterno lo m a n de, de quien
son la Fuerza y la Gloria, es para el lector de Mardrus: Aquí estoy encadenado
por la Fuerza Invisible hasta la extinci ó n de los siglos.
Continua me nte, Mardrus quiere co mpletar el trabajo que los l á nguidos árabes
an ó ni mos descuidaron. A ñade paisajes art-nouveau, buenas obscenidades,
breves interludios c ó m icos, rasgos circunstanciales, si metrías, m ucho
orientalis mo visual. U n eje m plo de tantos: en la noche 573, el gualí Muza
Ben n useir ordena a sus herreros y carpinteros la construcci ó n de u na escalera
m uy fuerte de m a dera y de hierro. Mardrus (en su noche 344) reforma ese
episodio insípido, agregando que los ho m bres del ca mpa me nto buscaron
ra mas secas, las m o n daron con los alfanjes y los cuchillos, y las ataron con los
turbantes, los cinturones, las cuerdas de los ca mellos, las cinchas y las
guarniciones de cuero, hasta construir u na escalera m uy alta que arri maron a
la pared, sosteni é ndola con piedras por todos lados... En general, cabe decir
que Mardrus no traduce las palabras sino las representaciones del libro:
libertad negada a los traductores, pero tolerada en los dibujantes —a quienes
les per miten la adici ó n de rasgos de ese orden... Ignoro si esas diversiones
sonrientes son las que infunden a la obra ese aire tan feliz, ese aire de patra ña
personal, no de tarea de m over diccionarios. S ólo m e consta que la
"traducci ó n" de Mardrus es la m á s legible de todas —despu é s de la
inco m parable de Burton, que ta mpoco es veraz. (En ésta, la falsificaci ó n es de
otro orden. Reside en el e m pleo gigantesco de u n ingl és charro, cargado de
arcaísmos y barbaris mos.)
3 . E N N O LITT MA N N
Patria de u na fa mosa edici ó n árabe de las 1001 Noches, Ale ma nia se puede
(vana) gloriar de cuatro versiones: la del "bibliotecario aunq ue israelita"
Gustavo Weil —la adversativa est á en las p á ginas catalanas de cierta
Enciclopedia—; la de Max Hen ni ng, traductor del Cur á n; la del ho m bre de
letras Fé lix Paul Greve; la de En no Littman n, descifrador de las inscripciones
eti ó picas de la fortaleza de Axu m . Los cuatro vol ú m e nes de la pri mera (1839-
1842) son los m á s agradables, ya que su autor —desterrado del África y del
Asia por la disentería— cuida de m a ntener o de suplir el estilo oriental. Sus
interpolaciones m e m erecen todo respeto. A u nos intrusos en u na reuni ó n les
hace decir: No quere mos parecernos a la m a ñ a na, que dispersa las fiestas. De
u n generoso rey asegura: El fuego que arde para sus h u é spedes trae a la
m e m oria el Infierno y el rocío de su m a no benigna es co mo el Diluvio; de otro
nos dice que sus m a nos eran tan liberales co mo el m ar. Esas bue nas
apocrifidades no son indignas de Burton o Mardrus, y el traductor las destin ó a
las partes en verso —donde su bella ani maci ó n puede ser u n Ersatz o
suced á neo de las ri mas originales. En lo que se refiere a la prosa, entiendo
que la tradujo tal cual, con ciertas o misiones justificadas, equidistantes de la
hipocresía y del i m p udor. Burton elogia su trabajo — "todo lo fiel que puede ser
u na traslaci ó n de índole popular". No en vano era judío el doctor Weil "aunq ue
bibliotecario"; en su lenguaje creo percibir alg ú n sabor de las Escrituras.
Para m ayor aso m bro, esas cabezas adventicias de la Hidra pueden ser m á s
concretas que el cuerpo: Shahriar, fabuloso rey "de las Islas de la China y del
I ndost á n" recibe n uevas de Tárik Benzeyad, gobernador de Tánger y vencedor
en la batalla del Guadalete... Las antesalas se confunden con los espejos, la
m á scara est á debajo del rostro, ya nadie sabe cu á l es el ho m bre verdadero y
cu á les sus ídolos. Y nada de eso i m porta; ese desorden es trivial y aceptable
co mo las invenciones del entresue ño.
Adrogu é, 1935.
The Thousand and One Nig hts co m m o n ly called The Arabian Nig hts'
Entertain me nts A new translation from the Arabic, by E. W. Lane. London,
1839.
The Book of the Thousand Nights and a Night. A plain and literal translation by
Richard F. Burton. London (?), n. d. Vols VI, VII, VIII.
The Arabian Nights. A co mplete (sic) and u nabridged selection fro m the
fa mous literal translation of R. F. Burton. New York, 1932.
Le Livre des Mille N uits et U ne N uit. Traduction litt érale et co mplete du texte
á rabe, par le Dr. J. C Mardrus. París, 1906.
Die Erz ä hlu ngen aus den Tausendu ndein N ächten. Nach de m arabischen
Urtext der Calcuttaer Ausgabe vo m Jahre 1839 ü bertragen von En no Littma n n.
Leipzig, 1928.
D OS N OTAS
Philip Guedalla escribe que la novela The approach to Al-Mu'tasi m del abogado
Mir Bahadur Alí, de Bo mbay, "es u na co mbinaci ó n algo inc ó moda (a rather
u nco mfortabLe co mbination) de esos poe mas aleg óricos del Isla m que raras
veces dejan de interesar a su traductor y de aquellas novelas policiales que
inevitable me nte superan a John H. Watson y perfeccionan el horror de la vida
h u m a na en las pensiones m á s irreprochables de Brighton". Antes, Mr. Cecil
Roberts había den u nciado en el libro de Bahadur "la doble, inverosímil tutela
de Wilkie Collins y del ilustre persa del siglo doce, Ferid Eddin Attar" —
tranquila observaci ó n que Guedalla repite sin novedad, pero en u n dialecto
col érico. Esencial me nte, a m bos escritores concuerdan: los dos indican el
m ecanis mo policial de la obra, y su u ndercurrent místico. Esa hibridaci ó n
puede m overnos a i maginar alg ú n parecido con Chesterton; ya
co mprobare mos que no hay tal cosa.
La editio princeps del Acerca miento a Al mot ási m apareci ó en Bo mbay, a fines
de 1932. El papel era casi papel de diario; la cubierta an u nciaba al co mprador
que se trataba de la pri mer novela policial escrita por u n nativo de Bo m bay
City. En pocos m eses, el p ú blico agot ó cuatro i m presiones de m i l eje m plares
cada u na. La Bo mbay Quarterly Review, la Bo mbay Gazette, la Calcutta
Review, la Hi ndustan Review (de Alahabad) y el Calcutta English ma n,
dispensaron su ditira mbo. Entonces Bahadur public ó u na edici ó n ilustrada que
titul ó The conversation with the m a n called Al-Mu'tasi m y que subtituló
her mosa me nte: A ga me with shifting m irrors (Un juego con espejos que se
desplazan). Esa edici ó n es la que acaba de reproducir en Londres Vítor
Gollancz, con pr ó logo de Dorothy L. Sayers y con o misi ó n —quizá
m isericordiosa— de las ilustraciones. La tengo a la vista; no he logrado
juntar me con la pri mera, que presiento m uy superior. A ello m e autoriza u n
ap é ndice, que resu me la diferencia funda me ntal entre la versi ó n pri mitiva de
1932 y la de 1934. Antes de exa mi narla —y de discutirla— conviene que yo
indique r á pida me nte el curso general de la obra.
Blasfe matoria me nte, descree de la fe isl á m ica de sus padres, pero al declinar
la d éci ma noche de la lu na de m u harra m, se halla en el centro de u n tu m ulto
civil entre m usul m a nes e hi nd ú es. Es noche de ta mbores e invocaciones: entre
la m uchedu m bre adversa, los grandes palios de papel de la procesi ó n
m usul m a na se abren ca mi no. U n ladrillazo hi nd ú vuela de u na azotea; alguien
h u n de u n pu ñ al en u n vientre; alguien ¿musul m á n, hi nd ú? m u ere y es
pisoteado. Tres m i l ho m bres pelean: bast ó n contra rev ó lver, obscenidad contra
i m precaci ó n, Dios el Indivisible contra los Dioses. At ónito, el estudiante
librepensador entra en el m otín. Con las desesperadas m a nos, m ata (o piensa
haber m atado) a u n hi nd ú . Atronadora, ecuestre, se midor mida, la policía del
Sirkar interviene con rebencazos i m parciales. H uye el estudiante, casi bajo las
patas de los caballos. Busca los arrabales ú lti mos. Atraviesa dos vías
ferroviarias, o dos veces la m is m a vía. Escala el m uro de u n desordenado
jardín, con u na torre circular en el fondo. U na chus ma de perros color de lu na
(a lean and evil m ob of m ooncoloured hou nds) e merge de los rosales negros.
Acosado, busca a m paro en la torre. Sube por u na escalera de fierro —faltan
algu nos tra mos— y en la azotea, que tiene u n pozo renegrido en el centro, da
con u n ho m bre escu á lido, que est á orinando vigorosa me nte en cuclillas, a la
luz de la lu na. Ese ho m bre le confía que su profesi ó n es robar los dientes de
oro de los cad á veres trajeados de blanco que los parsis dejan en esa torre.
Dice otras cosas viles y m e nciona que hace catorce noches que no se purifica
con bosta de b úfalo. Habla con evidente rencor de ciertos ladrones de caballos
de Guzerat, "co medores de perros y de lagartos, ho m bres al cabo tan infa mes
co mo nosotros dos". Est á clareando: en el aire hay u n vuelo bajo de buitres
gordos. El estudiante, aniquilado, se duer me; cuando despierta, ya con el sol
bien alto, ha desaparecido el ladr ó n. Ha n desaparecido ta mbi é n u n par de
cigarros de Trichin ó polis y u nas rupias de plata. Ante las a me nazas
proyectadas por la noche anterior, el estudiante resuelve perderse en la India.
Piensa que se ha m ostrado capaz de m atar u n id ó latra, pero no de saber con
certidu m bre si el m usul m á n tiene m á s raz ó n que el id ó latra. El no m bre de
Guzerat no lo deja, y el de u na m alka-sansi ( m ujer de casta de ladrones) de
Palanpur, m uy preferida por las i m precaciones y el odio del despojador de
cad á veres. Arguye que el rencor de u n ho m bre tan m i n uciosa me nte vil
i m porta u n elogio. Resuelve —sin m ayor esperanza— buscarla. Reza, y
e m prende con segura lentitud el largo ca mi no. Así acaba el segu ndo capítulo
de la obra.
Eliot, con m á s justicia, recuerda los setenta cantos de la inco m pleta alegoría
The Fa ërie Queene en los que no aparece u na sola vez la heroína, Gloriana —
co mo lo hace notar u na censura de Richard Willia m Church. Yo, con toda
h u m ildad, se ñ alo u n precursor lejano y posible: el cabalista de Jerusal é n, Isaac
Luria, que en el siglo XVI propal ó que el al ma de u n antepasado o m aestro
puede entrar en el al ma de u n desdichado, para confortarlo o instruirlo. Ibb ûr
se lla m a esa variedad de la m ete m psícosis 22.
22
En el decurso de esta noticia, m e he referido al Mantiq al-Tayr (Coloquio de los p ájaros) del místico persa Farid al-Din
Ab ú Talib Muh á m m ad ben Ibrahi m Attar, a quien m ataron los soldados de Tule, hijo de Zingis Jan, cuando Nishapur fue
expoliada. Quiz á no h uelgue resu mir el poe ma. El re moto rey de los p ájaros, el Si m urg, deja caer en el centro de la China
u na plu ma espl é ndida; los p ájaros resuelven buscarlo, hartos de su antigua anarquía. Saben que el no m bre de su rey
quiere decir treinta p ájaros; saben que su alc ázar est á en el Kaf, la m o nta ña circular que rodea la tierra. Aco meten la casi
infinita aventura; superan siete valles, o m ares; el no mbre del pen ú lti mo es V értigo; el ú lti mo se lla ma Aniquilaci ón.
Muchos peregrinos desertan; otros perecen. Treinta, purificados por los trabajos, pisan la m o nta ña del Si m urg. Lo
conte mplan al fin: perciben que ellos son el Si m urg y que el Si murg es cada u no de ellos y todos. (Tambi é n Plotino —
En é adas. V, 8, 4— declara u na extensi ó n paradisíaca del principio de identidad: Todo, en el cielo inteligible, est á en todas
partes. Cualquier cosa es todas las cosas. El sol es todas las estrellas, y cada estrella es todas las estrellas y el sol.) El
Mantiq al-Tayr ha sido vertido al franc és por Garcín de Tassy; al ingl és por Edward FitzGerald; para esta nota he
consultado el d éci mo tomo de las 1001 Noches de Burton y la m o nografía The Persian m ystics: Attar (1932) de Margaret
Smith.
Los contactos de este poe ma con la novela de Mir Bahadur Alí no son excesivos. En el vig ési mo capítulo, u nas
palabras atribuidas por u n librero persa a Al mot ási m son quiz á, la m ag nificaci ó n de otras que ha dicho el h éroe; esa y
otras a mbiguas analogías pueden significar la identidad del buscado y del buscador; pueden tambi é n significar que éste
influye en aqu é l. Otro capítulo insin ú a que Al mot ási m es el "hind ú" que el estudiante cree haber m atado.
de lo que puede ser la pol é m ica. El ho m bre de Corrientes y Es meralda adivina
la m is ma profesi ó n en las m a dres de todos, o quiere que se m u de n en seguida
a u na localidad m uy general que tiene varios no m bres, o re meda u n tosco
sonido —y u na insensata convenci ó n ha resuelto que el afrentado por esas
aventuras no es é l, sino el atento y silencioso auditorio. Ni siquiera u n lenguaje
se necesita. Morderse el pulgar o to mar el lado de la pared (Sa mpson: I will
take the wall of any m a n or m aid of Montague's. Abra m: Do you bite your
thu m b at us, sir?) fueron, hacia 1592, la m o neda legal del provocador, en la
Verona fraudulenta de Shakespeare y en las cervecerías y lupa nares y
re ñ ideros de osos en Londres. En las escuelas del Estado, el pito catal á n y la
exhibici ó n de la lengua rinden ese servicio.
U n alfabeto convencional del oprobio define ta mbi é n a los pole m istas. El título
se ñ or, de o misi ó n i m prudente o irregular en el co mercio oral de los ho m bres,
es denigrativo cuando lo esta mpa n. Doctor es otra aniquilaci ó n. Mencionar los
sonetos co metidos por el doctor Lugones, equivale a m edirlos m a l para
sie m pre, a refutar cada u na de sus m et áforas. A la pri mer aplicaci ó n de
doctor, m u ere el se midi ós y queda u n vano caballero argentino que usa cuellos
postizos de papel y se hace rasurar día por m e dio y puede fallecer de u na
interrupci ó n en las vías respiratorias. Queda la central e incurable futilidad de
todo ser h u m a no. Pero los sonetos quedan ta mbi é n, con m ú sica que espera.
(Un italiano, para despejarse de Goethe, e miti ó u n breve artículo donde no se
cansaba de apodarlo il signore Wolfgang. Esto era casi u na adulaci ó n, pues
equivalía a desconocer que no faltan argu m e ntos aut é nticos contra Goethe.)
Veinticinco palillos
Tiene u na silla.
¿Quieres que te la ro mpa
En las costillas?
Al á n gel Satanail, rebelde pri mog é nito del Dios que adoraron los bogo m iles, le
cercenaron la partícula il, que aseguraba su corona, su esplendor y su
previsi ó n. Su m orada actual es el fuego, y su h u ésped la ira del Poderoso.
I nversa me nte narran los cabalistas, que la si miente del re moto Abra m era
est éril hasta que interpolaron en su no m bre la letra he, que lo hizo capaz de
engendrar.
Dos eje m plos finales. U no es la c é lebre parodia de insulto que nos refieren
i m provis ó el doctor Johnson. Su esposa, caballero, con el pretexto de que
trabaja en u n lupanar, vende g é neros de contrabando. Otro es la injuria m á s
espl é ndida que conozco: injuria tanto m á s singular si considera mos que es el
ú nico roce de su autor con la literatura. Los dioses no consintieron que Santos
Chocano deshonrara el patíbulo, m uriendo en é l. Ahí est á vivo, despu és de
haber fatigado la infa mia. Deshonrar el patíbulo. Fatigar la infa mia. A fuerza de
abstracciones ilustres, la ful mi naci ó n descargada por Vargas Vila reh úsa
cualquier trato con el paciente, y lo deja ileso, inverosí mil, m uy secundario y
posible me nte in m oral. Basta la m e nci ó n m á s fugaz del no m bre de Chocano
para que algu no reconstruya la i m precaci ó n, oscureciendo con m a ligno
esplendor todo cuanto a é l se refiere —hasta los por menores y los sínto mas de
esa infa mia.
Aquí de cierta ré plica varonil que refiere De Quincey (Writings, onceno to mo,
p á gina 226). A u n caballero, en u na discusi ó n teol ó gica o literaria, le arrojaron
en la cara u n vaso de vino. El agredido no se in m ut ó y dijo al ofensor: Esto,
se ñ or, es u na digresi ó n; espero su argu me nto. (El protagonista de esa r éplica,
u n doctor Henderson, falleci ó en Oxford hacia 1787, sin dejarnos otra m e m oria
que esas justas palabras: suficiente y her mosa in m ortalidad.)
U na tradici ó n oral que recogí en Ginebra durante los ú lti mos a ños de la
pri mera guerra m u n dial, refiere que Miguel Servet dijo a los jueces que lo
habían condenado a la hoguera: Arder é, pero ello no es otra cosa que u n
hecho. Ya seguire mos discutiendo en la eternidad.
1933, Adrogu é .