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Julio de la Vega-Hazas Ramírez.

Las relaciones laborales en Julio de la


Vega-Hazas Ramírez (Ed). El mensaje social cristiano.Editorial EUNSA,
Pamplona, 2007. pp. 109-125.

Las relaciones laborales


Julio de la Vega-Hazas Ramírez
Doctor en Filosofía

Uno de los temas que mejor permiten apreciar el contraste


entre la antropología griega clásica y la hebrea derivada de la Biblia
es el trabajo. El ideal heleno se centraba en la idea de contempla-
ción, y respondía a una cierta mentalidad dualista alimentada por
filósofos como Platón; incluso Aristóteles, que veía al ser humano
como un ser único, unidad sustancial de alma y cuerpo, participa-
ba de esta aspiración, para la cual el trabajo era un lastre del que
valía la pena librarse para poder elevarse a una actividad más ele-
vada, puramente intelectual. En cambio, el judaísmo del Antiguo
Testamento recibía en la Escritura una noción unitaria del hombre
y, desde el mismo momento inicial de la creación, el mandato de
Dios de trabajar la tierra, el trabajo. El Génesis presenta al hombre
como sacerdote de la creación: por medio de su trabajo y su ora-
ción, está llamado a hacer de puente entre el mundo irracional y
el Supremo Hacedor, de forma que, por medio suyo, el universo
pueda glorificar a Dios. La misma noción de Dios acusa esta dife-
rencia de visiones. El Dios aristotélico es, sobre todo, un Ser Su-
premo que se autocontempla permanentemente; el Dios bíblico es
un Dios hacedor –creador– que se complace en su obra.
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El cristianismo viene a reforzar el valor del trabajo humano.


Se podrían mencionar citas del Nuevo Testamento, pero más im-
portante es el hecho de que Jesucristo, Dios encarnado, dedica
la mayor parte de su existencia en carne mortal a un trabajo. La
ocupación que escogió, por cierto, era artesanal, y por tanto, muy
completa, donde se conjugaban armónicamente aspectos manua-
les con aspectos más intelectuales. Como el cristianismo entendió
desde el principio que toda la vida terrena de Cristo ha tenido un
valor redentor, debería haberse visto también desde el principio
que una de las primeras consecuencias es que el trabajo adquiere
un valor redentor desde entonces. San Pablo así parece verlo, y
muestra un legítimo orgullo en el hecho de que supo combinar su
actividad de apóstol con su anterior oficio de fabricante de lonas.
Sin embargo, el ideal monacal que se abrió paso al cabo de
unos pocos siglos enturbió esta consideración del valor del trabajo.
Se apoyó en pasajes como el que recoge el diálogo del Señor en
Betania, diciendo a Marta que se preocupaba y afanaba en muchas
cosas, cuando solo una era necesaria. Durante muchos siglos, se ha
querido ver en este pasaje, sobre todo, una contraposición entre la
vida activa y la contemplativa, en la cual Cristo se decanta por la
segunda. Sin embargo, se corre el riesgo con ello de interpretar el
Evangelio con categorías de pensamiento aparecidas siglos después,
que resultan ajenas a la conceptuación misma de su mensaje. Sería
más adecuado interpretar este pasaje a la luz de otras palabras del
Señor, y en particular, al mensaje del Sermón de la Montaña, que
incluye frases como las siguientes, recogidas por San Mateo: «No
estéis preocupados por vuestra vida, qué vais a comer; o por vuestro
cuerpo: con qué os vais a vestir. (...) Mirad las aves del cielo. No
siembran, ni siegan, ni almacenan en granos, y vuestro Padre celes-
tial las alimenta. ¿Es que no valéis vosotros mucho más que ellas?».
Como se aprecia a primera vista, el contexto es claramente distinto,
pero el caso es que prevaleció hasta poco antes de nuestros días la
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interpretación de la supremacía, no ya de la contemplación en sí


misma sobre la acción, sino de lo que podríamos denominar una
estilo de vida contemplativo sobre otro activo, que confería al tra-
bajo un papel secundario en el plan de Dios para con el hombre.
En filosofía, la dicotomía de contraposición contemplación-tra-
bajo responde a una antropología dualista, que ha dejado hondas
raíces en el pensamiento occidental, que perduran incluso hoy en
día. La filosofía aristotélica, que veía al hombre de otro modo, deja-
ba espacio para una valoración muy distinta del trabajo. Una moral
centrada en las cuatro virtudes cardinales –prudencia, justicia, for-
taleza y templanza– tenía que advertir que el trabajo es medio im-
prescindible para su cultivo y desarrollo. A la vez, un ideal humano
situado en la amistad tenía que ver que esta se genera y fortalece
en el emprendimiento de una tarea común. Pero, por múltiples
razones, ni siquiera el propio Aristóteles vio las cosas de este modo,
y tampoco en el pensamiento filosófico o antropológico, el trabajo
ocupó un lugar significativo. El replanteamiento de su importancia
se debió en buena parte a factores muy alejados de la doctrina o la
filosofía cristianas. Por una parte, la moderna sociedad industriali-
zada que hace su aparición principalmente en el siglo XIX empieza
a ver en el trabajo un factor de producción y una mercancía, y se
pregunta por su valor, abriendo indirectamente un espacio a una
antropología del trabajo. Una reacción antiliberal produjo, por otro
lado, filosofías como el marxismo, donde el trabajo tiene un papel
de primer rango no solo antropológico, sino incluso metafísico:
el hombre mismo, en esta concepción, ya no es, sino que se hace
mediante su actividad, su trabajo. El marxismo aspira a construir
no ya solo una nueva sociedad, sino incluso una nueva naturaleza
mediante la actividad organizada, o sea, el trabajo.
Todas estas novedades, y la nueva situación social, hacen que
el Magisterio de la Iglesia se empiece a interesar por el trabajo
como asunto doctrinal. La Rerum novarum, firmada por León
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XIII en 1891, se refiere al trabajo continuamente, pero solo para


reivindicar un salario justo y unas condiciones laborales dignas.
La perspectiva es aún muy limitada; así, en el n. 15 afirma que
«los trabajos remunerados, si se atiende a la naturaleza y a la filo-
sofía cristiana, no son vergonzosos para el hombre, sino de mucha
honra, en cuanto dan honesta posibilidad de ganarse la vida». Al
trabajo de Nazaret se alude en el n. 18 como argumento para mos-
trar que ganarse el sustento con el trabajo no es algo vergonzante:
«Y esto lo confirmó realmente y de hecho Cristo, Señor nuestro,
que por la salvación de los hombres se hizo pobre siendo rico; y,
siendo Hijo de Dios y Dios él mismo, quiso, con todo, aparecer y
ser tenido por hijo de un artesano, ni rehusó pasar la mayor parte
de su vida en el trabajo manual».
Cuarenta años más tarde, en 1931, la encíclica Quadragesimo
anno no aporta novedades en lo que respecta al aspecto aquí estu-
diado. No obstante, surgen por esos años algunos elementos que
propiciarán con el tiempo un cambio de perspectiva. El principal
es la doctrina del fundador del Opus Dei, San Josemaría, sobre el
trabajo como vía de santificación. Nace principalmente como una
espiritualidad, pero enseguida se aprecian sus consecuencias en la
construcción de una teología del trabajo, pues pasa a verlo como
un elemento clave en la economía de la creación y de la redención,
y en la doctrina social de la Iglesia.
Estas tres dimensiones del trabajo –vocación natural de la per-
sona, dimensión social, y parte integrante de la economía de la
Redención– las recoge el Magisterio conciliar, particularmente en
la Gaudium et spes. Así, señala en el n. 34 que los hombres «con
razón pueden pensar que con su trabajo desarrollan la obra del
Creador, sirven al bien de sus hermanos y contribuyen de modo
personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia». Y
el ejemplo de Cristo es contemplado con una profundidad nue-
va: «Siguiendo el ejemplo de Cristo, quien ejerció el artesanado,
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alégrense los cristianos de poder ejercer todas sus actividades tem-


porales haciendo una síntesis vital del esfuerzo humano, familiar,
profesional, científico o técnico, con los valores religiosos, bajo
cuya altísima jerarquía todo coopera a la gloria de Dios» (n. 43).
Da también unos criterios éticos más concretos, que mencionare-
mos algo más adelante.
Juan Pablo II dedica toda una encíclica al trabajo: la Laborem
exercens. Con un estilo propio, incorpora al discurso, además de
una visión antropológica «desde arriba», con el trabajo visto a la
luz de los principios del ser del hombre y la Revelación, una visión
«desde abajo», un análisis a partir de la realidad observable, con esa
particular «fenomenología cristiana» que resulta tan útil en con-
creto para la moral. Afirma, reiteradamente, que el trabajo es algo
fundamental para el hombre, y es el centro de la doctrina social de
la Iglesia. Con respecto a lo primero, se puede leer en el n. 9 que
«el trabajo es un bien del hombre –es un bien de su humanidad–,
porque mediante el trabajo el hombre no solo transforma la na-
turaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza
a sí mismo como hombre; es más, en un cierto sentido, “se hace
más hombre”». En el número siguiente, añade que «el trabajo es
el fundamento sobre el que se forma la vida familiar, la cual es un
derecho natural y una vocación del hombre», de forma que «estos
dos ámbitos de valores (trabajo y familia) deben unirse entre sí
correctamente y correctamente compaginarse». A gran escala, este
valor antropológico del trabajo tiene una consecuencia clara, ex-
puesta en el n. 12: «es el principio de la prioridad del trabajo sobre
el capital», que responde a «la primacía del hombre respecto a las
cosas», pues «todo lo que está contenido en el concepto de capital
–en sentido restringido– no es más que un conjunto de cosas».
Y, en lo referente al valor específicamente cristiano, la encíclica
señala que el continuado trabajo de Cristo permite hablar de un
«evangelio del trabajo» (n. 26).
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Podemos finalizar este repaso de documentos magisteriales –ne-


cesariamente breve y esquemático–, con algunas referencias a la
encíclica Centesimus annus, relativas no tanto al trabajo en sí mis-
mo, sino a la entidad donde principalmente se realiza, la empresa,
que resultan esclarecedoras en el tema que nos ocupa. Así, en el
n. 35 leemos que «la finalidad de la empresa no es simplemente la
producción de beneficios, sino más bien la existencia misma de la
empresa como comunidad de hombres que, de diversas maneras,
buscan la satisfacción de sus necesidades particulares y constituyen
un grupo particular al servicio de la sociedad entera». Esto debe
ser así porque, como se afirma en el n. 43, «la empresa no puede
considerarse únicamente como una sociedad de capitales; es, al
mismo tiempo, una sociedad de personas, en la que entran a for-
mar parte de manera diversa y con responsabilidades específicas
los que aportan el capital necesario para su actividad y los que
colaboran con su trabajo».
Llegados a este punto, podemos continuar señalando una serie
de principios básicos que deben regir el mundo laboral, para pasar
a continuación a detallar algunas consecuencias. Resulta imposi-
ble aquí agotar todos los aspectos de la cuestión, de forma que nos
centraremos en algunos que son fundamentales, y pensando sobre
todo en las actuales sociedades desarrolladas, con una situación
y unos problemas bastante distintos a los de sociedades econó-
micamente menos avanzadas. Una vez hechas estas aclaraciones,
podemos especificar los principios:
1. La clave central para valorar la ética del trabajo es la virtud
de la justicia, con sus características de reciprocidad y equidad y
que, por supuesto, no se identifica con mínimos legales –ni pue-
den esgrimirse estos para decir que se cumple con lo justo– 1. A la

1. «El problema clave de la ética social es la justa remuneración por el


trabajo realizado» (Laborem exercens, 19).
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vez, hay que tener en cuenta la profundidad antropológica de la


justicia. Como virtud natural que se refiere al prójimo, no se que-
da en una pura prestación y contraprestación, sino que conduce a
la solidaridad y encuentra su culmen en la relación recíproca más
humana y más noble: la amistad. En la relación laboral tiene su
modulación propia, pero responde del modo más genuino a la
noción de la empresa como comunidad humana 2.
2. En segundo lugar, conviene hacer una aclaración que pue-
de parecer una perogrullada, pero que, a veces, puede perderse de
vista: que, como señala Santo Tomás, lo único que se opone a la
virtud es el pecado 3. Lo cual significa que una injusticia, cuando
es advertida como tal y es evitable, es un pecado, cuya gravedad
se ajusta a los patrones habituales. La doctrina social de la Iglesia
no es una teoría social con una carga de utopía, sino moral, que
proporciona unos criterios de conducta que deben ser puestos en
práctica en la medida de las posibilidades reales.
3. En tercer lugar, el trabajo responde a una necesidad huma-
na, profundamente enraizada en su ser, y por tanto, no se le puede
contemplar únicamente como un medio de subsistencia 4. De ahí

2. «En efecto, la finalidad de la empresa no es simplemente la produc-


ción de beneficios, sino más bien la existencia misma de la empresa como
comunidad de hombres que, de diversas maneras, buscan la satisfacción de sus
necesidades fundamentales y constituyen un grupo particular al servicio de la
sociedad entera» (Centesimus annus, 35).
3. Un buen ejemplo lo encontramos en el siguiente texto, referido a la lla-
mada «acepción de personas» (la discriminación injusta): «Queda así claro que
la acepción de personas se opone a la justicia distributiva en cuanto se sale de
la proporción. Pero nada se opone a la virtud sino el pecado. Por consiguiente
la acepción de personas es pecado» (Suma Teológica, II-II, q.63, a.2).
4. «El trabajo es un bien del hombre –es un bien de su humanidad–,
porque mediante el trabajo el hombre no solo transforma la naturaleza adap-
tándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre,
es más, en un cierto sentido “se hace más hombre”» (Laborem exercens, 9).
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que los aspectos retributivos del trabajo no pueden ser los únicos a
tener en cuenta para valorar la moralidad de las situaciones labora-
les. El desempleo, como puede comprobarse fácilmente, no solo es
un problema económico, sino humano, y hace daño a la persona
aunque esté bien cubierto económicamente.
4. En cuarto lugar, y como consecuencia de lo anterior, con el
trabajo se pone en juego la dignidad humana, y los derechos y de-
beres inherentes a la misma no pueden considerarse disponibles ni
renunciables 5. Por este motivo, no pueden estimarse moralmente
aceptables unas condiciones de trabajo por el mero hecho de ser
aceptadas o ser pactadas, del mismo modo que es inaceptable ofre-
cerse como esclavo para remediar necesidades básicas.
5. En quinto lugar, desde un punto de vista específicamen-
te cristiano, la vocación del empleador y del trabajador les debe
llevar a buscar una santidad que se identifica con el heroísmo en
la virtud, y por tanto, con la práctica de una justicia heroica, con
todo el contenido que se ha señalado –de la misma manera que,
por ejemplo, la santidad supone una templanza heroica–, que es
informada por una caridad, asimismo, llamada al heroísmo 6. Se
oye a veces decir que «las empresas no hacen caridad», lo cual
en cierto sentido puede ser cierto, pero lleva consigo un mensaje
equívoco. La empresa en sí es una persona jurídica, y el sujeto de la
virtud es la persona física, pero la unidad de vida del cristiano hace
que deba vivir la caridad en cualquier lugar, también en el mundo

5. «Más aún, ni siquiera por voluntad propia puede el hombre ser trata-
do, en este orden [el laboral], de una manera inconveniente o someterse a una
esclavitud del alma, pues no se trata de derechos de los que el hombre tenga
pleno dominio, sino deberes para con Dios» (Rerum novarum, 30).
6. «La norma cristiana es que hay que purificar por la cruz y la resurrec-
ción de Cristo y encauzar por caminos de perfección todas las actividades
humanas, las cuales, a causa de la soberbia y el egoísmo, corren diario peligro.»
(Const. Gaudium et spes, 37).
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empresarial y laboral 7. Pensar que esto es ingenuo supondría una


ruptura con la moral cristiana y la adopción de una mentalidad
que corresponde a un maquiavelismo de la empresa, los negocios
y el trabajo, mundos que se regirían por un cinismo competitivo
en vez de por una auténtica moral.
6. Y, en sexto y último lugar, hay que constatar que la relación
laboral no solo afecta a las partes que la contratan, sino también
a la sociedad entera. El Magisterio reciente ha hecho hincapié en
esta dimensión social de la empresa y del trabajo, puesto que la
actividad laboral es un servicio prestado a la sociedad y contribuye
a su edificación y recta ordenación 8. En el mundo empresarial
tiene hoy una creciente conciencia de este aspecto, y ha acuñado el
término «responsabilidad social de la empresa» o «responsabilidad
social corporativa». Sin embargo, es menos frecuente la conciencia
de que esta responsabilidad afecta también a los aspectos laborales
además de a otros relacionados con el mundo empresarial, como
puede ser la calidad del producto o la protección del medio am-
biente.
Una vez enunciados los principios, podemos pasar a ver al-
gunas aplicaciones, en cinco apartados, examinando algunos de
los deberes fundamentales relacionados con el trabajo, en los que,
junto al enunciado, se añade algún ejemplo que puede servir para
ilustrar.

7. «De donde se sigue que el mensaje cristiano no aparta a los hombres de


la edificación del mundo ni les lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que,
al contrario, les impone como deber el hacerlo» (Const. Gaudium et spes, 34).
8. «El hombre trabaja para cubrir las necesidades de su familia, de la co-
munidad de la que forma parte, de la nación y, en definitiva, de toda la hu-
manidad. Colabora, asimismo, en la actividad de los que trabajan en la misma
empresa e igualmente en el trabajo de los proveedores o en el consumo de
los clientes, en una cadena de solidaridad que se extiende progresivamente»
(Centesimus annus, 43).
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1. La retribución. Es el asunto más básico; aparece con acen-


tos fuertes ya en el Antiguo Testamento, y en el nuevo, en la Epís-
tola de Santiago, con tonos veterotestamenterios –conforme a los
cuales defraudar el salario al jornalero es un pecado que clama
al cielo–; también es el centro de los primeros documentos de
Doctrina Social de la Iglesia, como la Rerum novarum. En la ac-
tualidad, quizás no sea el principal problema en las sociedades
más desarrolladas, pero siempre será importante. En ellas, no es
sencillo determinar cuál es la retribución justa; desde luego, ya
no puede hablarse de salarios de subsistencia familiar para fijarla.
Habrá que tener en cuenta el trabajo en sí mismo, las posibili-
dades de la empresa y el mercado 9. Pero, a la vez, no es difícil
detectar la existencia de algunas injusticias, como pueden ser la
existencia de los llamados «salarios-basura» simplemente porque
el mercado lo cubre, el aprovecharse de personas en situación irre-
gular de residencia para pagar sensiblemente menos que a través
de contratos regularizados, o el disfrazar situaciones laborales de
jóvenes como aprendizaje cuando no lo son y pagar así muy poco
o no pagar nada. La retribución variable –por comisión de ventas,
sobre todo– presenta otras posibilidades: es inmoral, por ejemplo,
ofrecer empleos de ventas a domicilio retribuidos por comisión
sobre ventas asignando zonas en las que se sabe que apenas se va
vender nada a sabiendas de que el empleado se cansará pronto y
acudirán otros al reclamo.
También se plantean cuestiones éticas sobre retribuciones ex-
cesivas, sobre todo, de directivos de sociedades anónimas. Sucede
con alguna frecuencia que, en ciertos sectores de directivos, se dis-
paran las retribuciones movidas por personas que se las han puesto

9. «Una justa retribución del rédito debe establecerse no solo en base a los
criterios de la justicia conmutativa, sino también de justicia social» (Compen-
dio de la Doctrina Social de la Iglesia, 303).
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a sí mismos y por un clima de narcisismo profesional en el que se


piensa que todo depende de su talento. Si de hecho son claramen-
te sobredimensionadas, son injustas y por tanto, inmorales, y cada
vez más se van percibiendo como tales.
Para hablar de justicia, hay que referirse a la contraprestación,
que consiste en trabajar, en un rendimiento aceptable. Es una
obligación grave, y lo es de justicia. Sería equivocado plantear este
deber en términos exclusivos de laboriosidad –y esto vale también
en el caso de estudiantes–, pues la obligación primaria al respecto
es de justicia 10.
2. La dedicación. En el Occidente avanzado, han quedado atrás
en la Historia aquellas formas de auténtica explotación que impo-
nían a los obreros un horario abusivo, lo que fue objeto de aten-
ción de los primeros documentos de doctrina social de la Iglesia.
Sin embargo, en nuestros días reaparecen no tanto con lo que hoy
se denomina «trabajadores de cuello azul», sino con los de «cuello
blanco»: ejecutivos y empleados cualificados del sector servicios.
Se trata no de una imposición contractual –sería ilegal–, sino más
bien de una presión indirecta, que da al empleado una gran carga
de trabajo que le exige, de hecho, un horario sobredimensionado,
o incluso, simplemente, que se pide una devoción a la empresa

10. La Laborem exercens plantea este deber en un sentido más amplio que
el de justicia con quien contrata al trabajador: «El trabajo es una obligación,
es decir, un deber del hombre y esto en el múltiple sentido de la palabra. El
hombre debe trabajar, bien sea por el hecho de que el Creador lo ha ordena-
do, bien sea por el hecho de su propia humanidad, cuyo mantenimiento y
desarrollo exigen el trabajo. El hombre debe trabajar por respeto al prójimo,
especialmente por respeto a la propia familia, pero también a la sociedad a la
que pertenece, a la nación de la que es hijo, a la entera familia humana de la
que es miembro, ya que es heredero del trabajo de generaciones y al mismo
tiempo coartífice del futuro de aquellos que vendrán con él en el sucederse de
la historia. Todo esto constituye la obligación moral del trabajo, entendido en
su más amplia acepción» (n. 16).
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tal que está mal visto irse a casa a la hora, de forma que quien lo
haga ya sabe que está el primero en la lista de prejubilaciones y el
último en la de ascensos. En ocasiones se alega que esa dedicación
está particularmente bien retribuida, como contraprestación a esa
gran dedicación, y que, en último término, es algo que dentro
del mercado se escoge o se rechaza libremente, pues se ofrecen
empleos de todo tipo. Sin embargo, aunque todo eso fuera verdad
–con frecuencia lo es solo a medias–, esa conducta seguiría siendo
inmoral, como lo es toda explotación estable (no se entra aquí en
situaciones transitorias o de emergencia) 11. La razón es sencilla:
daña al hombre. Polarizar toda la dedicación y el esfuerzo humano
en una sola dimensión del hombre o en una sola actividad trae
como consecuencia, se quiera o no, empequeñecer a la persona
en sus otras dimensiones y actividades 12. Cuando es una situación
permanente, contradice abiertamente a la insistencia magisterial
en la armonización de trabajo y familia, y, en términos de respon-
sabilidad social, supone, de hecho –aunque no se haga con esa
intención–, un ataque a la familia, con graves consecuencias en la
práctica: padres que apenas dedican tiempo a su familia, madres
que se ven discriminadas precisamente por ser madres o porque
piensan serlo, rupturas familiares por falta de trato mutuo, etc. El
que se acepte voluntariamente –no siempre es así– no quita nada
a su gravedad moral. A esto hay que añadir que este aspecto in-

11. «Actualmente, el conflicto presenta aspectos nuevos y, tal vez, más


preocupantes: los progresos científicos y tecnológicos y la mundialización de
los mercados, de por sí fuente de desarrollo y progreso, exponen a los traba-
jadores al riesgo de ser explotados por los engranajes de la economía y por la
búsqueda desenfrenada de la productividad» (Compendio de la Doctrina Social
de la Iglesia, 279).
12. «Esto tiene un sentido propio, al ser una relativización del trabajo,
que debe estar orientado al hombre: el trabajo es para el hombre y no el hom-
bre para el trabajo» (Deus caritas est, 74).
Las relaciones laborales 121

cluye, asimismo, que se concedan las necesarias vacaciones, y que


puedan serlo de verdad. Así, recientemente declaraba Benedicto
XVI que resulta indispensable que el hombre «no se deje dominar
por el trabajo, que no lo idolatre, ni pretenda encontrar en él el
sentido último y definitivo de la vida»; a la vez que «al hombre,
ligado a la necesidad del trabajo, el reposo le abre la perspectiva de
una libertad más plena» (Homilía 19-III-2006).
Por supuesto, aquí también debe haber una contrapartida por
parte del trabajador, que consiste en dedicar de hecho el tiempo
previsto, y dedicarlo con intensidad. Fraudes, como por ejemplo,
conseguir días de baja por enfermedad ficticia o pedir a un com-
pañero que fiche por uno, son eso, fraudes, y como tal deben ser
valorados.
3. La estabilidad 13. La estabilidad en el trabajo no es sola-
mente una garantía de estabilidad económica –ya solo eso tiene
importancia–, sino también de estabilidad personal y familiar,
máxime cuando lo más frecuente hoy día es que trabajen los dos
cónyuges y busquen domicilio y colegio para sus hijos acorde con
ello. Es, por tanto, un bien –bien económico, bien humano y bien
moral– que debe ser perseguido. Es cierto que la temporalidad y el
despido son muchas veces inevitables, pero también lo es que esto
no debe ser motivo para causarlos cuando no hay razones suficien-
tes distintas de lo que se piensa como conveniente para la empresa

13. Hay que reconocer que apenas hay referencias directas sobre este
tema en los documentos de la DSI, y no aparece en el Compendio. Sin embar-
go, por una parte, es un asunto que ha pasado a primer plano en las sociedades
desarrolladas actuales, y tiene una clara incidencia ética; y, por otra parte, se
pueden deducir con certeza criterios prácticos de los documentos de la DSI.
En concreto, el trabajo como desarrollo humano, la necesaria estabilidad fa-
miliar y, sobre todo, el más reciente principio de la empresa como comunidad
humana, señalan inequívocamente que la estabilidad es un bien a proteger, y
que es su quiebra la que necesita justificación en cada caso.
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–si se piensa a medio y largo plazo, se ve que muchas veces no es


así, pero un vicio común en la actualidad es no saber ir más allá del
corto plazo–. De ahí que, una vez pasado el razonable periodo de
prueba inicial, la intención de quien contrata empleados debe ser
que permanezcan indefinidamente, incluso si por bien motivadas
causas, como el hecho de que en algunos sectores baja el rendi-
miento cuando se hace fijo a un trabajador, jurídicamente hay más
precariedad. Y, además de las razones señaladas, si se quiere hacer
de la empresa una verdadera comunidad humana, la estabilidad
es una condición necesaria para ello. De ahí que conductas como
buscar la precariedad permanente –contratar durante una tempo-
rada, no renovar por un periodo, y volver a contratar a la misma
persona para repetir el ciclo– o, incluso, buscar la permanente re-
novación de personal para evitar que nadie le haga sombra al jefe
o hacerse imprescindible, deban considerarse como injusticias, y
por tanto, como conductas inmorales.
La empresa debe comportarse lealmente con el trabajador. Y
este, en justa reciprocidad, debe corresponder con lealtad hacia la
empresa. Aquí hay muchas posibles conductas contrarias que sería
interminable enumerar, aunque normalmente, las personas saben
qué significa en concreto en cada puesto de trabajo.
4. Ambiente de trabajo. Es evidente que las empresas deben
cumplir con lo regulado en asuntos como la seguridad en el tra-
bajo. Pero, además de las condiciones materiales, hay que pres-
tar atención a las condiciones humanas, tan importantes o más
que las anteriores. Tienen las responsabilidad, en la medida de sus
posibilidades, de crear las condiciones para que el trabajo sea un
factor de estabilidad personal, satisfacción y desarrollo de la perso-
nalidad 14. Por ejemplo, los hombres necesitamos unos estímulos

14. «La alienación [humana] se verifica también en el trabajo, cuando se


organiza de tal manera que “maximaliza” solamente sus frutos y ganancias y no
Las relaciones laborales 123

de competitividad para dar de sí lo que cabe esperar, y a la vez,


una solidaridad que nos haga sentirnos aceptados y respaldados
por un equipo de personas. Competitividad y solidaridad deben
estar convenientemente armonizadas y dosificadas. Actitudes que
promuevan la competitividad, suprimiendo la solidaridad con el
pretexto de la mayor productividad, y que convierten a los traba-
jadores de una empresa en rivales permanentes, generando así un
ambiente de egoísmo y desconfianza hacia los demás, suponen un
daño personal que es contrario a la moral. También lo es someter
al empleado a una permanente tensión, con constantes evaluacio-
nes que pueden suponer su despido. Por otra parte, no hace falta
explicar la necesidad de que el ambiente en el lugar de trabajo sea
de honradez y no se deje arrastrar por la frivolidad.
En este aspecto, no está de más señalar que el ambiente de
una empresa no depende solo de sus directivos: depende de todos.
Y, por tanto, todos sus integrantes deben aplicarse personalmente
todo lo que en este aspecto se debe exigir a los directivos.
5. Formación y promoción. En los años más recientes, se va
abriendo paso la noción de formación permanente, y la necesidad
de que la empresa proporcione formación a sus empleados 15. La
pregunta que se puede hacer aquí es si esa formación, aparte de ser
un activo para la empresa, es, de algún modo, una obligación con
respecto a los trabajadores. La respuesta es compleja, pero podría

se preocupa de que el trabajador, mediante el propio trabajo, se realice como


hombre, según que aumente su participación en una auténtica comunidad
solidaria, o bien su aislamiento en un complejo de relaciones de exacerbada
competencia y de recíproca exclusión, en la cual es considerado solo como un
medio y no como un fin» (Centesimus annus, 41).
15. «En general, la vida laboral de las personas debe encontrar nuevas y
concretas formas de apoyo, comenzando precisamente por el sistema formati-
vo, de manera que sea menos difícil atravesar etapas de cambio, de incertidum-
bre y de precariedad» (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 290).
124 Julio de la Vega-Hazas Ramírez

aventurarse una respuesta positiva cuando es necesaria para que el


trabajador, con el correr de los años, pueda mantener el puesto o
pueda, razonablemente, cambiar a otro puesto si la nueva tecno-
logía suprime el que tenía. Por lo demás, es también ético dedicar
un tiempo razonable a la formación, de forma que una formación
continua fuera de horas de trabajo no perjudique de manera casi
permanente la disponibilidad de tiempo para dedicarse a otras co-
sas, y en particular, a la familia.
Sobre la promoción, hay que decir, en primer lugar, que no
responde a un derecho estricto, salvo cuando se ha estipulado –bas-
ta la palabra dada–, o se han establecido unos criterios para ello
–automáticos, de concurso o de cumplimiento de requisitos– y se
cumplen por parte del candidato. De todas formas, siempre es un
estímulo positivo, digno de ser tenido en consideración. En todo
caso, hay una necesidad humana de que se reconozcan los servi-
cios prestados, y, de una u otra forma, hace falta satisfacerla. El
trabajador, por su parte, debe corresponder de modo adecuado, lo
que supone varias cosas, entre ellas, el asumir las responsabilidades
que le confían.
Los cinco apartados que hemos examinado no pretenden ago-
tar todos los aspectos que se podrían tratar. No nos hemos deteni-
do en otros, como la igualdad en el trato –siempre relativa, pero
que debe ser auténtica– o, si se prefiere así, la no discriminación
–que presenta aspectos como la discriminación de la mujer, el mo-
bbing o acoso laboral–; el complejo tema de la participación de
los trabajadores en la gestión o, incluso, en la propiedad de la em-
presa; el derecho de sindicación –muy tratado por el Magisterio,
pero hoy en día reconocido sin problemas, aunque puede presen-
tar conflictos de otro tipo–; o el de huelga, un tema más complejo
que hace años por la variedad de tipos de huelga que han surgido.
Tampoco se han tratado los asuntos alrededor de la Seguridad So-
cial, que también presenta gran variedad de cuestiones.
Las relaciones laborales 125

El mundo laboral es complejo, y el espacio disponible no per-


mite tratar todos los problemas que surgen dentro de él. De todas
formas, quizás sea más importante mencionar algunos y situarse
en lo que significa en la práctica el esfuerzo por vivir en este te-
rreno la doctrina social de la Iglesia. Lo primordial es buscar aquí
la rectitud moral y la necesidad de que, como en todo comporta-
miento humano, las relaciones laborales estén regidas por la virtud,
en particular la de la justicia. Junto a ella, la necesaria prudencia
–que vivida por un cristiano supone una visión sobrenatural– se
debe encargar de buscar soluciones concretas para cada uno de
los problemas y cuestiones planteadas. Si se viven con honradez,
justicia, solidaridad y caridad las cuestiones aquí mencionadas, no
cabe duda de que también se descubrirá lo que pide la moral en el
resto, y se cumplirán, asimismo, sus exigencias. La doctrina social
de la Iglesia se quedaría en un buen deseo sin la razón práctica que
busca su aplicación concreta, sin la voluntad decidida de vivirla y
sin la gracia que hace posible la heroicidad en la virtud, también
en la que hay que poner en juego en el mundo laboral. El cristiano
tiene por tanto, ante sí, una tarea a la vez apasionante y difícil: la
de quien no solo vive de modo ejemplar, sino que también pro-
mueve estas exigencias del Evangelio. Como señala el n. 25 de la
Laborem exercens, «hace falta, por lo tanto, que esta espiritualidad
cristiana del trabajo llegue a ser patrimonio común de todos. Hace
falta que, de modo especial en la época actual, la espiritualidad del
trabajo demuestre aquella madurez, que requieren las tensiones y
las inquietudes de la mente y el corazón».

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