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(Contraportada)

Este libro nos habla de la vida de Santo


Domingo de Guzmán, un hombre que, con
toda justicia, ha sido llamado genio hispano
de la cristiandad medieval. Misionero
infatigable, recorrió los caminos de Europa
como predicador de una verdad que ilumina
y enardece el espíritu. Conserva hoy plena
validez el sugestivo proyecto de vida
humana y cristiana que este alma prócer
propuso a los hombres de su tiempo. El
lema que polarizó su empresa apostólica —
contemplar e irradiar lo contemplado—
sigue siendo en nuestros días ideal y
programa de vida para todos aquellos que
forman la gran familia dominicana.
La biografía que el lector tiene en sus
manos se presenta aliviada de cargas
documentales y bibliográficas. Sin
embargo, todas las afirmaciones que en ella
se contienen han sufrido un riguroso
examen crítico. Sirviéndose de un rico
caudal de datos históricos, geográficos,
sociales y religiosos relativos a la Edad
Media, con amena y recia prosa, J. M.
Macías nos introduce en un conocimiento
serio de la personalidad y la vida de
Domingo de Guzmán y de la primera época
de la Orden de Predicadores.

1
SANTO DOMINGO
DE GUZMAN
FUNDADOR DE LA
ORDEN DE PREDICADORES

Por

José Manuel Macías

MADRID
1979

2
“Alabemos a los varones gloriosos, nuestros padres,
que vivieron en el curso de las edades. Grande gloria les
confirió el Señor. Con sus consejos guiaron al pueblo.
Fueron honrados entre sus coetáneos, e ilustres en sus
días. Muchos de ellos dejaron gran nombre para que se
canten sus alabanzas. La dicha perdura en su linaje. Su
heredad pasó a los hijos de sus hijos. Por siempre
permanecerá su descendencia y no se borrará su
gloria... Sus cuerpos fueron sepultados en paz; su
nombre vive de generación en generación. Los pueblos
se hacen lenguas de su sabiduría, y la asamblea pregona
sus alabanzas” (Eclo 44,1-15).
***
“No debemos limitarnos a admirar las virtudes de
los santos y a ponderar sus glorias; debemos también
tratar de imitarlos. Si hacemos lo que ellos hicieron,
seremos lo que ellos fueron” (San Juan Crisóstomo).
***
“Vi una multitud que nadie puede contar, de toda
nación, pueblo y lengua, que estaba delante del trono y
del Cordero, vestidos de túnicas blancas” (Ap 7,9).
***
“La Santísima Virgen abrió su manto, de tales
dimensiones, que cubría todo el cielo, y, bajo él, el
bienaventurado padre Domingo vio la muchedumbre
innumerable de sus religiosos” (relato de la beata
Cecilia Romana).

3
INDICE

PRELIMINAR...............................................................................................................5

CAPÍTULO I..................................................................................................................22
ETAPA ESPAÑOLA (1170-1205)...............................................................................22
1. Caleruega.................................................................................................................22
2. Gumiel de Izán........................................................................................................33
3. Palencia...................................................................................................................47
4. Osma........................................................................................................................69

CAPÍTULO II.................................................................................................................93
ETAPA FRANCESA (1206-1214)..............................................................................93
1. La herejía albigense.................................................................................................93
2 Misionero entre los cátaros.....................................................................................109
3. La santa predicación..............................................................................................126
4. La cruzada militar..................................................................................................143

CAPÍTULO III..............................................................................................................155
ETAPA ECUMÉNICA (1214 - 1221)........................................................................155
1. Fundador................................................................................................................155
2. La Orden de Predicadores.....................................................................................189
3. “Dies natalis”.........................................................................................................205

EPÍLOGO.....................................................................................................................215

4
PRELIMINAR

Santo Domingo de Guzmán es muy conocido en Italia y Francia.


Los últimos años de su vida ejerció su ministerio en Lombardía. En el
convento de San Nicolás de Bolonia organizó su orden; en él murió y en su
iglesia fue sepultado.
En Roma residió largas temporadas y fundó las casas de San Sixto y
de Santa Sabina. En esta última se asentó la Curia Generalicia de los
Predicadores algún tiempo después de la muerte del santo.
Italianos fueron multitud de dominicos y dominicas insignes: Santo
Tomás de Aquino; Capreolo, llamado Príncipe de los tomistas; Cayetano,
Savonarola; fray Angélico, el pintor; Santa Catalina de Sena, Santa
Catalina de Rici, Santa Inés de Montepulciano, y una constelación de
bienaventurados, predicadores, teólogos y místicos insignes.
En Francia vivió Santo Domingo doce años. Prulla, Fanjeaux,
Montreal fueron centros de su apostolado. En Tolosa fundó la orden.
El abad Mateo, los beatos Bertrán de Garriga y Reginaldo de Orleáns,
y varios entre los religiosos pioneros, fueron franceses.
El convento de Santiago de París contribuyó decisivamente a forjar el
carisma intelectual que el fundador quiso infundir en su instituto.
Si, desde el siglo XIII, la orden y la Iglesia universal se han
enriquecido espiritualmente con las aportaciones de los dominicos
franceses, es del dominio público que, particularmente en los últimos cien
años, ellos vienen siendo los principales promotores y responsables de las
grandes empresas culturales de investigación y difusión bíblica, teológica,
filosófica, social, etc., y los conductores de los más importantes
movimientos eclesiales, no sólo en su patria, sino a nivel internacional.
Santo Domingo de Guzmán es conocido en Francia a través de la
incansable actividad de sus religiosos, ciertamente; pero también en sí y
por sí mismo. El hecho de que cada diez años, por término medio,
aparezca en las librerías una nueva biografía del santo en lengua francesa y

5
se sigan reeditando muchas de las anteriores, es suficientemente
significativo.
En cuanto a la relevancia del fundador de los Predicadores en el
mundo hispánico, hay que distinguir dos tiempos: el pasado, entre los
siglos XIII y XIX, y el presente, correspondiente a la centuria actual.
Entre el XIII y el XVI, España se pobló de conventos dominicanos.
Descubierta América, los dominicos españoles sembraron de
fundaciones su suelo; primero en las Antillas; luego en todas partes, desde
Tejas y la Florida hasta los lugares más meridionales de la Argentina y
Chile.
A comienzos del XIX se podían contar con los dedos de la mano las
ciudades y villas de alguna importancia, tanto de la península como de
Hispanoamérica, en las que la orden no estuviera avecindada. Sus casas
podían estar dedicadas a San Pablo, a San Esteban, a San Ildefonso, a la
Santa Cruz o a Nuestra Señora en cualquiera de sus advocaciones. Daba
igual. Las gentes hispánicas de la metrópoli y del continente nuevo
llamaban a todas conventos de Santo Domingo.
Sus iglesias, espaciosamente inmensas, de mayor capacidad que casi
todas las catedrales, eran santuarios del culto divino solemne y coral,
oficina de administración cotidiana de sacramentos, abiertas al público
desde el amanecer hasta muy entrada la noche, desde el toque del Angelus,
al alba, hasta el de ánimas, cuando llegaba la hora de queda; y eran,
también y, sobre todo, centros permanentes de predicación teológica.
A través de los terciarios, o dominicos seglares, de los cofrades del
Rosario, del Santísimo Sacramento, del Nombre de Dios, asociaciones
oficial y tradicionalmente dirigidas por los dominicos, y de los fieles
asiduos a sus templos, el espíritu de la orden y de su fundador llegaba a las
familias, a los intelectuales, a la milicia, al mundo del trabajo profesional,
artesanal y rural, y a todos los rincones de la sociedad.
Desde España se trasvasó el alma del santo a las islas Filipinas, cuya
incorporación a la cultura cristiana occidental estuvo influida por los
dominicos, sobre todo a partir de la erección en Manila de la celebérrima
Universidad de Santo Tomás; y desde Filipinas, por la acción de los
misioneros de la provincia dominicana del Santísimo Rosario, constituida
en sus comienzos por dominicos españoles voluntarios, saltó el espíritu del
fundador a China, Japón y Formosa.

6
Durante siglos, en todos los países de la hispanidad y en otros,
escenarios de actividades dominicanas españolas, el nombre de Santo
Domingo era conocido y tratado con reverencia, admiración y amor.
Natural: en España había nacido el patriarca. En ella transcurrieron
treinta y seis años de los cincuenta y uno de su vida. Su orden, española;
españoles también la mitad de los miembros del equipo fundador. A lo
largo de varias centurias, la mayor parte de los obispos que regían las
diócesis de la península Ibérica y de las tierras hispanoamericanas y
filipinas fueron dominicos. Dominicos también la mayoría de los
predicadores, teólogos, juristas, confesores y capellanes de los principales
santuarios. Dominicanas las grandes cofradías, como las del Santísimo
Sacramento y las del Rosario, que estuvieron establecidas y en
funcionamiento en la totalidad de las parroquias del inmenso mundo
hispánico.
En el siglo XIX se produjo un cambio en la decoración. El solar de
España padeció más plagas y peores que las que la Biblia refiere en
relación con Egipto: la invasión napoleónica, los cambios de regímenes
políticos, las luchas internas y contiendas civiles, las guerras de ultramar,
sucesivas epidemias y pestes físicas, produjeron la ruina material y
espiritual de la nación.
La Orden de Predicadores fue una de las grandes víctimas de aquel
monumental desastre. Las tropas francesas desmantelaron todos sus
conventos. Tras del paso de los invasores, casi todos ellos hubieron de ser
restaurados en lo material y en lo funcional. Trabajo vano: pocos años
después, en 1835, un gobierno sectario decretó la supresión de todas las
comunidades religiosas masculinas en todos los territorios dependientes de
la corona de España, la incautación de sus bienes por el Estado y la
liquidación de todas sus actividades colegiales. Los poderes públicos se
apoderaron de todos los edificios y pertenencias de la orden, de sus
bibliotecas, museos, enseres. Sus iglesias y santuarios pasaron a los
obispos, con todo cuanto tenían dentro. El expolio alcanzó a todas las
órdenes religiosas.
Consecuencia: todo lo dominicano quedó disuelto: sus escuelas,
universidades, instituciones, cofradías; y los religiosos, sometidos
violentamente a exclaustración forzosa. Todo cuanto se había hecho por las
provincias nacionales y americanas a lo largo de siglos de trabajo quedó
pulverizado.

7
A finales del XIX cambió un poquito a mejor en relación con la vida
religiosa, la situación política de la nación.
Algunos dominicos exclaustrados sobrevivientes, naturalmente ya
muy ancianos, acometieron la heroica empresa de restaurar la orden en
España. Dios sabe a costa de cuánto esfuerzo lo lograron. Más de
cincuenta años fueron precisos para que tan ímproba labor comenzara a
producir frutos.
Ya funcionaba todo de nuevo satisfactoriamente.
De pronto, en unas semanas de 1936, desapareció la mayor parte de
lo tan arduamente conseguido en la etapa anterior.
Vuelta a empezar.
Algunos de los muchos conventos que en 1936 fueron incendiados,
pudieron ser reconstruidos. Pero no pudieron volver a la vida aquellos
espléndidos cuadros de religiosos que en plena actividad ministerial fueron
asesinados.
Donde fue posible, se reanudaron las actividades de la orden.
Hoy, los dominicos españoles, aunque afectados por la crisis general
surgida a raíz del concilio Vaticano II, que alcanza a todas las instituciones
eclesiales en todos los países, ocupan otra vez puestos de vanguardia y
responsabilidad en el terreno del apostolado, y el nombre de su fundador
comienza de nuevo a sonar redo en su propia patria.
***
De Emilio Ludwig, autor de tantas biografías, es este texto:
“Conviene bucear en la historia de los grandes hombres para aprender a
andar por la vida”.
Entre todos esos hombres que pueden merecer el calificativo de
grandes, los de mayor eficiencia ejemplar son los santos. Ellos no erraron
el camino.
Nosotros, sí, corremos el riesgo de equivocarlo. Vivimos ofuscados y
ensordecidos. Apenas si vemos a nuestro alrededor y oímos otras cosas que
incitaciones a la desorientación. En nuestro tiempo de crisis y de cambios,
por encima de todo, predominan las ráfagas deslumbrantes y el estruendo
ensordecedor del desarrollo económico. Los valores espirituales han
quedado marginados y como ocultos en una zona de sombra y de silencio.
Riadas de gente desconocen el significado trascendente de su vida
temporal o viven como si no lo conocieran.
8
Incluso quienes creemos conocerlo, estamos expuestos a quedar
aprisionados entre la balumba ambiental de esas masas humanas que se
mueven, y se agitan, y corren y vuelan tras de señuelos de la más crasa
materialidad, contagiados de la frivolidad y hedonismo que tienen conta-
minada la atmósfera psicológica de nuestra sociedad.
En el Evangelio siguen grabadas las enseñanzas de Jesús acerca de
nuestra naturaleza, nuestro destino, sentido de la existencia temporal y
realidad de la vida eterna, y sus consignas sobre lo único verdaderamente
necesario. Pero, para muchos, todo eso es letra muerta.
Tenemos en Jesucristo histórico y teológico el soberano maestro de
nuestro vivir. Puede que, en ocasiones, ese Jesucristo, por saber que es
Dios y hombre al mismo tiempo, nos parezca inimitable.
Pero a su imagen y semejanza se han tallado a sí mismos, los santos.
Imitando a éstos, nos asemejaremos al que ellos se asemejaron, al que dijo
de sí mismo, pero dirigiéndose a nosotros para que lo tuviéramos en
cuenta: “Soy el camino, soy la verdad y la VIDA”. Os he dado ejemplos
para que hagáis lo que yo he hecho. SEGUIDME.
Algunos de esos santos han tenido contextura racial similar a la
nuestra y se han movido en circunstancias ambientales muy parecidas a las
que nos connotan a nosotros, aunque entre unas y otras medien distancias
de siglos.
Tal es el caso del fundador de los Predicadores, español, castellano, el
hombre “más glorioso, el más operante, el de mayor trascendencia
histórica..., el genio hispánico de la cristiandad medieval”1.
Si colocáramos en una columna las problemáticas eclesiales y
sociales que enmarcaron su vida, y en otra las actuales, quedaríamos
sorprendidos por su similitud.
El lector que no conozca la historia de aquella época hallará retazos
de ella en esta biografía, y podrá comprobar cómo algunos estados de
cosas y situaciones de entonces se parecen extraordinariamente a contextos
ambientales nuestros.
Por ejemplo: En tiempos de Santo Domingo, la autoridad de la
Iglesia, notablemente centralizada, sufría duros ataques de contestación. A
cada paso se producían encontronazos entre los poderes civiles y
eclesiásticos. Señores y gente llana echaban en cara al clero su

1
José María de Garganta, O.P., Santo Domingo de Guzmán (BAO, Madrid 1947),
Introducción p.6.
9
entrometimiento en asuntos temporales y su politización. La falta de
formación religiosa y teológica era una lacra muy extendida en todos los
niveles y estamentos del mundo cristiano, alcanzando esa deficiencia a
multitud de sacerdotes, religiosos y hasta a una parte notable de altas
jerarquías episcopales, arzobispales y cardenalicias. Por doquier surgían
movimientos apostólicos con dirigentes que decían obedecer a
inspiraciones divinas, a menudo reacios a acatar la autoridad de los
obispos y del mismo papa. Proliferaron muy diversas sectas, cuyos
miembros asumían doctrinas más políticas que religiosas y, en nombre del
Evangelio, trataban de esparcirlas entre las clases sociales menos
favorecidas, prometiendo redimirlas de sus opresiones y autojustificando
su ministerio con credenciales subjetivas, usando y abusando de los
términos testimonio, espíritu, carisma. Prevalecía un ambiente de
relajación de costumbres, de ambición desmedida, de afán por los recursos
materiales y de olvido de los valores morales. So pretexto de liberaciones,
las masas humanas eran manipuladas por grupos de redentores, aunque
frecuentemente toda aquella caridad liberadora no persiguiese otro
objetivo que el del autoaupamiento.
¿Cabe semejanza mayor entre ese cuadro medieval y el panorama que
actualmente tenemos delante de los ojos?
Santo Domingo consagró su vida a purificar de miasmas el ambiente
letalizado de la Iglesia y de la sociedad de su tiempo.
Acertadamente, su primer biógrafo oficial, glosador de su obra,
contemporáneo suyo e inmediato sucesor en el gobierno general de la
Orden de los Predicadores, lo llamó “médico de las almas”2.
Desde la altura de su honradez personal y de su profunda formación
teológica vio el fundador castellano, cuando se asomó al mundo en
Palencia como maestro universitario, en Osma como canónigo y vicario
episcopal en Francia y en el norte de Europa y en Italia como embajador
del rey de Castilla, los estragos que causaban en la humanidad dos
enfermedades: el egoísmo individual y la desestimación de los valores
espirituales. Advirtió que ambas endemias procedían de la misma raíz: la
ignorancia. Su amor a Dios y al prójimo era de buena ley. De esa caridad
bidimensional no tardó en surgir, primero, su vocación de apóstol, y luego
una urgencia interior que le llevó a la fundación de su orden.

2
BEATO JORDÁN DE SAJONIA, Oración a Santo Domingo. Santo Domingo
10
Para atajar el progreso de los males exteriores, venían aplicando
algunos prelados más celosos, de acuerdo con Roma, remedios caseros de
cauterios, cataplasmas y linimentos.
Todo eso no resolvía nada.
El comprendió que había que llegar al fondo de la cuestión y arrancar
de cuajo la causa si se querían evitar los efectos. Había que desarraigar la
ignorancia llevando a las inteligencias de los hombres de arriba y de abajo,
de los dirigentes y de los dirigidos, la verdad por medio de una seria
información doctrinal.
A esa empresa se consagró personalmente, sin desmayo ni sosiego.
Buscó colaboradores, reclutó ayudantes que se unieron a él y se
proclamaron a sí mismos discípulos suyos, infundió en ellos inquietudes
apostólicas, los preparó intelectualmente. Así nacieron los dominicos. En
seguida de nacidos, los repartió por Francia, España, Italia, Escandinavia,
Teutonia, Inglaterra. Todo lo dejó preparado para que, cuando él faltara,
sus seguidores continuaran la obra de saneamiento, multiplicando los
centros de predicación y de enseñanza de la teología en todos los lugares
del mundo, y en el decurso de los tiempos y entre todas las gentes, porque
estaba convencido de que la ignorancia constituía la peor de las
enfermedades, por sus considerables cargas de fecundidad en orden a la
generación de infinidad de males.
La Orden de Predicadores tiene conciencia de haber sido fiel, durante
los setecientos cincuenta años de su existencia, al mandato de su fundador
y abriga el propósito de seguir enarbolando la bandera blanca de la verdad
como enseña de la misión que su santísimo patriarca y la Iglesia le
encomendaron cuando en 1214 se extendió el acta de su nacimiento.
***
Sobre Santo Domingo de Guzmán se ha escrito mucho. Es uno de los
santos cuya realidad histórica ha puesto más plumas en movimiento. Y se
sigue escribiendo a medida que la investigación va sacando a luz nuevos
datos.
Inició el camino bibliográfico el beato Jordán de Sajorna. Sucesor
inmediato del padre en el gobierno general, con el fin de dar a conocer los
orígenes de la orden a los religiosos nuevos que no habían conocido
personalmente al fundador, compuso un opúsculo. No trató de hacer una
biografía del santo, aunque su figura sea el tema central del breve relato.

11
En el librito del beato Jordán no hay cronología ni matizaciones de
circunstancias, ni comprobaciones históricas a base de documentos
escritos ni de fuentes críticamente depuradas. El autor, antes de entrar en la
nueva orden, siendo catedrático de la Universidad de París, se sintió
atraído por el ideal de vida que animaba a aquellos religiosos recién
instalados en el convento de Santiago. Quiso conocer al fundador y,
efectivamente, lo conoció cuando, a su regreso de España, el padre hizo su
primera visita oficial a la comunidad parisina. Se confesó con él y con él
trató verbalmente del asunto de su vocación. La estancia del santo en París
fue de corta duración y de muchos quehaceres. Aunque se entrevistaran
varias veces, no pudieron ser muchas las entrevistas ni largas.
Posteriormente, ya religioso, el beato Jordán convivió con el patriarca du-
rante unos días, y por dos veces, cuando acudió a Bolonia en
representación de su comunidad a los dos primeros capítulos generales
constituyentes. En ambas ocasiones, los capitulares tuvieron que
aprovechar el tiempo al máximo para evacuar, en sesiones continuas, la
multitud de temas que habían de estudiarse en aquellas reuniones. Se
infiere de todo esto que el conocimiento directo que el beato Jordán pudo
obtener de su predecesor fue más bien global y de conjunto que de
detalles. Para componer su libro hubo de recurrir más a referencias de
otros religiosos que a experiencias suyas personales.
Posteriormente surgieron algunos hagiógrafos: Han llegado hasta
nosotros los escritos de fray Pedro Ferrando y fray Domingo de Cerrato,
españoles; y los de fray Constantino de Orvieto y fray Gerardo de Frachet.
Se trata de leyendas piadosas, destinadas, como su nombre indica, a
ser leídas públicamente en los conventos de la orden para edificación de
los oyentes.
Todas ellas están fundamentalmente inspiradas en el relato del beato
Jordán y ampliadas, conforme al estilo de la época, con infinidad de
episodios maravillosos, tomados de las relaciones que circulaban por la
calle compuestas por los copleros a modo de romances, para ser recitadas
de lugar en lugar entre gentes sencillas, ávidas de sensacionalismo.
A los hagiógrafos no les interesaba el rigor histórico de los relatos,
sino el encumbramiento de la figura hagiografiada sobre los pedestales que
la admiración del auditorio se aprestaría a construir. De ahí que el valor
documental de cualquier hagiografía sea escaso.
Los primeros intentos de biografía sobre Santo Domingo parece que
corrieron a cargo de fray Teodorico de Apoldia y de fray Humberto de
12
Romans. Uno y otro, según sus posibilidades y las de la época, hicieron, a
su manera, algo de investigación personal. Así y todo, mucho de lo que
dejaron consignado lo tomaron directamente de los hagiógrafos
precedentes.
En el siglo XIV, la pasión del público por lo sensacional alcanzó
cotas insospechadas.
Los autores de Vidas de santos cargaron sus plumas con la tinta más
espesa del hondón de sus tinteros. Tanto más cuanto que unos y otros, a
menudo, entraban en competencia y entablaban verdaderos pugilatos para
ver quién decía cosas más estupendas de sus respectivos protagonistas.
En estas lides y en estos torneos, la fantasía de los escritores llegaba a
límites de difícil superación. Y su osadía también. Con tal de colocar cada
cual a su héroe preferido por encima de los demás, no tenían reparo en
inventar revelaciones, milagros, fenómenos sobrenaturales, testimonios
divinos y hasta demoníacos.
“El siglo XIV, dice el padre Vicaire —refiriéndose concretamente a
biógrafos de Santo Domingo—, ofrece en la persona de fray Galvano della
Fiamma el ejemplar característico de corruptor de la historiografía
dominicana. No será él solo. También, por ejemplo, Tomás de Siena, Alain
de la Roche, Bzovius. El más temible es Alain de la Roche, que a finales
del siglo XV difunde presuntos hechos hasta entonces ignorados, y
conocidos por él —dice— mediante revelación”3.
A partir del siglo XVIII, varios dominicos, trabajando
individualmente o en equipo, emprendieron la tarea meritoria de revisar las
fuentes dominicanas.
Los padres Echard, Quetif, Cuiper, Bremond, Mamachi, Touron y
otros más investigaron a fondo, y en escritos monográficos reunieron datos
históricos, separados de adherencias legendarias, y descubrieron cosas de
las que no se tenía noticia.
Como consecuencia de este aparato investigador surgieron anales,
biliarios, cartularios, series de actas de capítulos generales y provinciales
de los primeros tiempos...
Los padres Mothon, Denifle, Laurent, Balme, Leiladier, Collomb,
Berthier, Morthier, Walz, Mandonet y Vicaire contribuyeron
posteriormente a la formación de un archivo de riqueza incalculable que

3
M. H. VICAIRE, O.P., Historia de Santo Domingo. Versión español» del P. A.
Velasco, O.P., y del P. A. Conchado, O.P. (Juan Floss, Barcelona 1964) VI.
13
permite hoy escribir a los divulgadores, seriamente, sobre Santo Domingo
y la primera época de la orden.
A tan valiosos hallazgos hay que añadir otros indirectos, de carácter
histórico, geográfico, social y religioso, relativos a la Edad Media, útiles
para reconstruir con fidelidad el ambiente en que el santo se movió.
***
Cuando se proyectó la composición y publicación de esta nueva
biografía sobre Santo Domingo de Guzmán, editores y autor estuvieron de
acuerdo en que, dentro de una línea de seriedad y autenticidad histórica,
habida cuenta de que se destinaba a dar a conocer la figura del patriarca al
lector común, al hombre de la calle, y no precisamente a especialistas e
historiadores profesionales, debería salir aliviada de cargas documentales,
bibliográficas y de planteamientos críticos. Punto de vista acertado, puesto
que se trata, no de una obra de investigación, sino de divulgación.
No obstante, el autor entiende que debe, antes de seguir adelante,
hacer, desde aquí mismo, dos advertencias: una de carácter general, y otra
especialmente dirigida a los posibles lectores familiarizados con la historia
del santo, como son los dominicos y dominicas.
Primera: Lo que el padre Petitot hizo constar en el prólogo de su Vida
de Santo Domingo puede transcribirse respecto de esta biografía: “Todas
las afirmaciones esenciales estampadas en este libro han sufrido un
riguroso examen crítico”4.
Segunda: En las múltiples historias que sobre el fundador de los
Predicadores se han escrito a lo largo de siete siglos, cualquiera que haya
sido el idioma original, autores y lectores se veían ante tres cuestiones, de
las cuales una resultaba algo borrosa, otra imprecisa, y confusa la otra.
Borrosa la relativa al linaje del santo castellano.
Que Santo Domingo procedía de casas nobles de Castilla se daba por
supuesto. Abonaban la suposición sus apellidos de Guzmán y Aza, la
existencia en Caleruega, donde nació, de un torreón que habría pertenecido
a su familia y que desde siempre estuvo en propiedad de la orden, y al-
gunos documentos de notable antigüedad.
En el siglo XVIII surgieron impugnaciones contra esta suposición
tradicional, controversias al respecto y un resultado final de cierta
nebulosidad.
4
J. PETITOT, O.P., Santo Domingo de Guzmán (Verga» 1931), introducción VIII-
IX.
14
En 1931, el padre Eduardo Martínez, O.P., al publicar su Colección
Diplomática del Real Convento de Santo Domingo de Caleruega, puso
sobre la mesa de juego un buen puñado de triunfos a favor de la
ascendencia noble del santo. Pero, a juicio de los oponentes, aquel
interesante material documental no zanjaba totalmente la cuestión.
Sí la ha zanjado, y definitivamente, el padre Venancio Carro en su
obra póstuma Domingo de Guzmán. Historia documentada, pacientemente
elaborada a lo largo de varios años y publicada por la orden poco después
del fallecimiento del autor.
El padre Carro, hombre cerebral, acostumbrado de por vida a la
investigación de temas teológico-jurídicos, quiso ofrendar sus últimos años
al santo patriarca, por quien sentía acendrado cariño filial. Con incansable
tesón buceó en archivos, descubrió documentos y logró demostrar ta-
xativamente cómo Santo Domingo descendía, por líneas directas e
ininterrumpidas, de los fundadores del reino castellano, tanto por la vía
paterna como por la materna. Recompuso la cadena entera, con todos los
eslabones, y dejó fuera de dudas la consanguinidad de las casas de Aza y
de Guzmán con los primeros condes de la Reconquista y su parentesco con
los reyes de Castilla, León y Navarra.
Cuestión imprecisa: la relativa al viaje que por dos veces hizo Santo
Domingo desde España a un país genéricamente llamado Las Marcas,
como embajador de Alfonso VIII, para concertar la boda de un hijo de este
monarca con una princesa de aquella indeterminada región.
A las investigaciones de Jarl Gallón cuando preparaba su historia de
la provincia dominicana de Dacia, a los análisis de Vicaire y a los estudios
del padre Carro acerca del reinado de Alfonso VIII, debemos hoy el
conocimiento preciso, pero no suficientemente divulgado, de lo relacio-
nado con aquellos viajes y embajada.
Cuestión confusa: Todo lo referente a la persona del obispo de Osma
don Diego de Acebos, y sobre todo a su intervención en la campana
misionera cerca de los cátaros, fundación de Prulla, y sus connotaciones
con Santo Domingo en la planificación de la Orden de Predicadores.
De los documentos exhibidos por el padre Carro y de los estudios
exhaustivos sobre Alfonso VIII de Castilla hechos por el catedrático de la
Universidad de Madrid don Julio González, se infiere, aunque ni uno ni
otro autor hayan sacado las conclusiones pertinentes porque no era ése el
objeto de sus respectivos trabajos, que la intervención de don Diego de
Acebes en la misión entre los albigenses fue muy escasa, su colaboración
15
en la fundación de Prulla meramente material y pecuniaria, y su influencia
sobre Santo Domingo para el proyecto de institución de la Orden de
Predicadores absolutamente inexistente.
***
La naturaleza de esta biografía, intencionalmente proyectada hacia la
divulgación y con un número discreto de páginas, conlleva el dibujo de la
figura del santo a escala muy reducida. Tan reducida, que los lectores que
por otras fuentes la conozcan la hallarán aquí lastimosamente mutilada.
Quienes nada o muy poco saben de Santo Domingo, algo aprenderán
en esta lectura, aunque mucho menos de lo que sería necesario para
obtener una visión de conjunto de lo que fue y sigue siendo este hombre
extraordinario, gloria de España y de la Iglesia. Para enriquecer su cono-
cimiento pueden recurrir a obras más amplias. Las hay. Aparte de alguna
bibliografía auxiliar, los títulos más di reclamen le utilizados en la
composición de este modesto libro han sido los siguientes:
— Las primitivas Constituciones de la Orden de Predicadores, conforme
a la edición romana de 1690, hecha por mandato del Rvdmo. padre
Maestro general fray Antonio Clochc.
— Las Constituciones promulgadas por el Capítulo generalísimo “ad
Sálicos”, de 1932, durante el generalato del Rvdmo. padre Maestro fray
Estanislao Gillet, que han servido de base para la profesión de la mayor
parte de los dominicos actuales.
— Las novísimas Constituciones redactadas en el Capítulo generalísimo
de River Forest, en 1969, convocado y presidido por el Rvdmo. padre
Maestro fray Aniceto Fernández.
— Santo Domingo de Guzmán, del padre fray Jacinto Petitot, O.P.
Versión castellana del padre Veremundo Peña, benedictino de Silos
(Vergara 1931).
— Nuestra vida dominicana. Autor, F. D. Joret, O.P. Versión española
del padre Alberto Collel, O.P. Editorial Cruzada del Rosario (Barcelona
1954) (se escribió este libro para dar a conocer el espíritu de la orden a los
terciarios. Su lectura, utilísima, es casi imprescindible para cuantos desde
fuera de los conventos dominicanos quieran captar la entraña del alma de
Santo Domingo).

16
— Historia de Santo Domingo, de M. H. Vicaire, O.P., traducción de los
padres A. Velasco, O.P., y A. Conchado, O.P. Editor Juan Floss (Barcelona
1964) (acaso la más completa y autorizada biografía del santo).
— Domingo de Guzmán. Historia documentada, del padre Venancio
Diego Carro, O.P. Editorial OPE (Guadalajara 1973) (más que biografía de
conjunto es una densa monografía en torno a una temática principal, no
suficientemente tenida en cuenta por los biógrafos extranjeros ni por los
españoles: las influencias hispánicas en la personalidad y ministerio del
santo. Paralelamente, el autor subraya el carácter formalmente
intelectualista que la orden tuvo desde el anteproyecto de su fundación).
— Santo Domingo de Guzmán visto por sus contemporáneos.
Esquema biográfico, introducciones, versión y notas de los padres fray
Miguel Gelabert, O.P., y fray José María Milagro, O.P. Introducción
general por el padre fray José María de Garganta, O.P. Biblioteca de
Autores Cristianos (BAC) (Madrid 1947) (hay otra edición posterior. Esta
obra es tal vez la más adecuada para quienes quieran obtener una visión
bastante completa del santo y del marco histórico en que vivió. A mayor
abundamiento, se sirven en ella el opúsculo del beato Jordán de Sajorna,
las leyendas de algunos hagiógrafos, las declaraciones de los testigos que
intervinieron en el proceso de canonización, los relatos de sor Cecilia
Romana, el libro de las costumbres primeras de la orden, la regla de los
conventos y las constituciones de las monjas de San Sixto de Roma).
***
En la vida de Santo Domingo hubo tres etapas suficientemente
diferenciadas, si bien cada una de ellas fue continuación lógica y
complementaria de la anterior.
La primera corresponde a los años de su nacimiento, formación y
habilitación para su ministerio vocacional.
Abarca los treinta y seis primeros, transcurridos todos ellos en
España.
En esta biografía la llamamos etapa española. Cronológicamente
abarca desde el año 1170, en que el santo nació, hasta el 1205, que salió de
Osma en su primer viaje como embajador del rey de Castilla en misión
oficial cerca de la corte de Dinamarca.
Toda la historia conocida del santo correspondiente a esta larga etapa
va condensada en el capítulo primero. En él se narra la aparición y puesta
en órbita de una nueva estrella en el firmamento de la Iglesia.
17
En el himno de Laudes del oficio litúrgico que la orden celebra en las
fiestas de su fundador, se canta este verso: “Novum sidus exóritur”. Parece
un lema adecuado para definir el sentido que tuvieron esos treinta y seis
años.
Todos venimos a la existencia encajados en un proyecto previo y
eterno de Dios, dotados de libertad para realizarlo o no. De una libertad
física, no ética, entiéndase bien; porque moralmente tenemos obligación de
secundar el plan divino.
Ese plan, que a nivel de especie es uno y mismo para todos, tiene
tipificaciones peculiares en cada individuo.
Algunos nos comportamos como si hubiésemos venido al mundo
para hacer bulto, o a ser comparsas de los demás, o a romper nuestro
destino, o a quebrar el de los otros, o, lo que es peor, a destruir los
proyectos universales del Creador.
Llamamos fieles, por antonomasia, a los que ajustan su vida a la ley
de Dios. Y santos a los que secundan perseverantemente la voz divina tal
como la oyen en sus conciencias y se esfuerzan por escucharla e
interpretarla en cada momento, para ejecutar lo que les sugiere.
La santidad no consiste en hacer tales o cuales cosas más o menos
extraordinarias, ni en vivir fuera de serie, ni en permanecer tantas o
cuantas horas en actitud de oración, ni en extenuar el cuerpo a base de
penitencias, aunque todo esto suele darse en la vida de los santos; sino en
algo más sencillo y más complicado a la vez: en coordinar la propia
voluntad con la divina, de manera que cada uno de los actos humanos,
grandes o chicos, procedan de acuerdo con el querer de nuestro Señor.
La santidad es una sublimación de la fidelidad.
No suele Dios forzar nada ni recurrir a procedimientos de excepción
para dirigir la vida de los hombres en el escenario del mundo.
Él es causa principal primera de todas las cosas.
Ha creado el universo a modo de un gran reloj: con multitud de
piezas bien engranadas; le ha dado cuerda y lo ha echado a andar. Quiere
que todas esas piezas, que son las causas segundas, principales e
instrumentales, hagan su oficio, para que el reloj de que forman parte fun-
cione correctamente.
Así entendía San Agustín la Providencia.
El atributo divino que, referido al mundo en general y a muchas de
sus piezas, se llama metafísicamente causalidad (de causa), referido a los
18
hombres tiene un nombre más cálido: paternidad. También es como más
cálida la providencia que implica.
La asistencia de Dios sobre nosotros es semejante a la que ejerce
sobre el orden universal; pero con más mimosas intervenciones. Al ser
libres, tenemos capacidad para resistir las premociones de la gracia. A
veces ejercemos de libres y nos negamos a colaborar, o actuamos negativa-
mente, o nos inhibimos, o nos salimos del carril, o nos caemos al suelo.
Cuando ocurren estas dos últimas cosas, Dios Padre, pacientemente, nos
levanta y nos pone de nuevo en el sitio debido para que sigamos
funcionando.
Pero, si la pieza hombre se empecina en alardear de libre, y en caerse
una y otra vez y en decir ¡no quiero!, cada vez que el Padre trata de
levantarla y de resituarla, Dios, en cuyos designios no entra el de forzar a
nadie, acaba por respetar esa libertad ejercitada por el rebelde.
Si la pieza hombre utiliza su libre albedrío para secundar las
premociones divinas, entonces todo irá bien para él y para el plan
providencial de nuestro Señor. E irá bien para todos los demás.
Todo fue bien en la etapa española de Santo Domingo de Guzmán.
Surgió a la vida en Caleruega.
Se mantuvo durante su infancia y juventud dócil a sus padres y a sus
educadores, y a las resonancias de la voz divina en su propia conciencia.
Pasó por los diferentes escenarios de aprendizaje y entrenamiento en
que Dios lo fue colocando con vistas a prepararlo para el desempeño de la
misión trascendente que le tenía asignada: Caleruega, Gumiel de Izán,
Patencia, Osma, fueron otras tantas fases de esa primera etapa.
Una circunstancia, al parecer fortuita, hizo de puente entre la segunda
y la primera, aunque de fortuita no tuvo nada. La salida de Osma hacia Las
Marcas, con el paso obligado por el sur de Francia y el impacto producido
en su alma por el espectáculo de la herejía albigense, fueron factores
previstos en el plan divino para convertirlo en apóstol.
Así, suavemente, se inició esa etapa segunda, que puede decirse
francesa, porque en Francia transcurrió la vida del santo desde 1206 hasta
1214. En realidad, permaneció ininterrumpidamente en el mediodía
francés hasta 1217; los tres últimos años en función de apóstol, sí, pero
relevantemente como fundador.
El capítulo segundo de esta biografía trata de narrar las incidencias de
este período francés.
19
Lleva como lema otro verso del himno de Maitines de su oficio
litúrgico, que define perfectamente el celo con que desempeñó su actividad
misionera: “Ardebat quasi fácula”: ardía como una antorcha.
La tercera y última tuvo carácter de fin intencional último, óntica y
cronológicamente, en la dimensión temporal de su preciosa vida respecto
de los planes del Señor. ¡La meta! A ella quería Dios que el santo llegara.
A ella llegó conducido suavemente por la mano divina y recorriendo paso
a paso, con fidelidad, con deportividad sobrenatural, los estadios previos,
sin que jamás, por grande que fuera el cansancio experimentado a lo largo
de la carrera, abandonara la cancha.
Vale la pena insistir en ello: conducido suavemente por la mano
divina y dejándose llevar con docilidad.
Dios le fue dando a conocer sus deseos, no con revelaciones expresas
innecesarias, sino a través de lo que en filosofía cristiana se llaman las
causas segundas, mediante acontecimientos y resonancias de voces mudas
en su conciencia, que el siervo bueno trató en todo momento de interpretar
a base de intuiciones, razonamientos y deducciones lógicas.
Conviene a esta etapa final el nombre de ecuménica por varios
motivos: porque durante ella el santo se movió por tierras no sólo
francesas, también españolas e italianas; porque su apostolado,
intencionalmente, abarcó el mundo entero; que, para hacerlo posible,
fundó su orden con carácter de universalidad al servicio, no de un país ni
de una causa determinada, sino de toda la Iglesia y de todas las causas
espiritualmente provechosas a todas las almas.
Antes de marchar a la casa del Padre, dejó erigidos sesenta
conventos, centros de irradiación apostólica. Unos años más tarde eran
cuatrocientos. Al acabar el siglo en que él vivió pasaban del millar.
En el capítulo tercero se refiere la epopeya de la fundación.
Lleva por lema el símbolo de la luz y de la sabiduría. Le va bien.
La bula papal promulgadora de su canonización llama al santo fons
sapientiae.
La antífona que se canta en el oficio de sus festividades después del
Magníficat de las segundas vísperas, en la que se sintetiza la semblanza del
homenajeado, empieza por estas palabras: “¡Oh lumen Ecclesiae Doctor
veritatis!”, y sigue con otras del mismo tenor: “Aquam sapientiae
propinasti gratis...”: ¡Oh luz de la Iglesia, doctor de la verdad, distribuidor
generoso del agua de la sabiduría...

20
Comenzó esta etapa, la más corta de su vida, en 1214, con la
fundación de su orden. Temporalmente terminó en 1221, un seis de agosto,
en una celda del convento de San Nicolás de Bolonia, porque, en aquella
celda y en aquel día de aquel año, santísimamente su alma se desligó de las
ataduras del cuerpo y fue recibida en el seno del Señor.
Pero en realidad esa etapa ha venido a ser la de más larga duración.
No puede decirse que haya terminado, ni terminará, mientras siga viva su
obra y sus religiosos continúen realizando la misión para la que fueron
fundados.

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Capítulo I

ETAPA ESPAÑOLA (1170-1205)

“Novum sidus exóritur”:


Nace una nueva estrella.

Caleruega.—Gumiel.—Pal encía.—Osma

1. CALERUEGA

En la provincia de Burgos, a mitad de camino entre Aranda de Duero


y Silos, los mapas detallados de España suelen señalar un puntito leve. A
su lado consignan: Caleruega. Uno de tantos pueblos castellanos.
Cuando alguien se acerca al poblado, advierte que, por su campiña,
cielo, clima, luz; por sus días y sus noches y género de vida de sus
habitantes, se parece extraordinariamente a infinidad de tantos otros
pequeños núcleos sociales asentados a lo largo y ancho de Castilla, desde
Salamanca a León o desde Cuenca a Logroño.
Pero tiene Caleruega cosas que otros pueblos no tienen: un convento
de religiosas dominicas, otro convento de padres, que semeja un alcázar,
recientemente construido en torno a un torreón medieval en los solares que
en el siglo XII y XIII fueron asiento de un castillo.
Tiene, sobre todo, el hecho glorioso de que allí naciera Santo
Domingo de Guzmán.
El caserío y sus tierras llanas, los trigales y viñedos, vistos desde
lejos, parece como si estuvieran reverentemente arrodillados en oración
ante el torreón y los conventos.
Las gentes del pueblo se sienten espiritualmente emparentadas con el
santo, al que llaman cariñosamente “nuestro padre”.

22
El año 711, Tarik, generalísimo de los ejércitos de Muza, desembarcó
en Gibraltar al frente de sus tropas agarenas.
¡Que vienen los moros!, gritaban los cristianos, huyendo
despavoridos cada vez más hacia el norte.
A través de pueblos vacíos y tierras abandonadas, los invasores
pudieron avanzar con facilidad Iberia arriba.
En menos de tres años llegaron a la región que los romanos llamaron
Bardulia. Unas horas bastaron para que la ciudad más notable de aquella
comarca, Clunia, quedara convertida en un montón de ruinas.
El año 718 comenzó la Reconquista.
Fue penosa y lenta. No concluyó hasta el 1492.
Al mando de Don Pelayo, primero, y luego de Alfonso el Católico, y
de Fruela, y Aurelio, y Mauregato, y Bermudo y Alfonso II el Casto,
fueron los cristianos recuperando suelos yermos y escombreras de
anteriores poblaciones visigóticas y romanas.
Avanzaban un poco. Se detenían y reforzaban las tierras recuperadas
con líneas de castillos y torres de atalayas.
Los nobles que dirigían las campañas bélicas recibían de los reyes
señoríos sobre las zonas que iban arrebatando a los musulmanes.
A la vera de las fortalezas se edificaban casas para los defensores y
para los inmigrados, porque los refugiados entre las montañas del norte,
dejando sus escondrijos, acudían a repoblar los territorios vacíos.
Cada cabeza de familia podía acotar para su usufructo tanta cantidad
de campo como se atreviera a cultivar. Como renta debería abonar al señor
de aquella tierra la divisa: un tercio o la mitad, según los casos, de los
frutos de su trabajo.
Reyes y nobles fundaron en las zonas reconquistadas monasterios,
muchos monasterios, casi tantos como fortalezas. A los monjes se les
entregaban grandes extensiones de suelo, para que por sí mismos o
mediante colonos en régimen de aparcería pusiesen los páramos en cultivo.
A comienzos del siglo IX, la Bardulia era otra vez cristiana, con
nombre nuevo. Porque, a causa de tanto castillo, tras de la reconquista,
comenzó a ser llamada Castilla.
Castilla se llamaron también todas las tierras que por los costados y el
sur se iban recuperando.

23
Entre 882 y 890 se fundó la ciudad de Burgos, a orillas del Arlanzón,
con categoría de capitalidad: Caput Castellae.
En 893 se reedificó Zamora.
Por entonces también surgieron o resurgieron otras villas
importantes: Cardeña, Dueñas, Toro.
En 912, don Gonzalo Téllez, don Nuño Núñez y don Gonzalo
Fernández de Lara se repartieron entre sí el gobierno y alta posesión de
todas las tierras castellanas. Formaron con ellas tres condados. A sí
mismos se dieron el título de condes e intentaron independizar sus
respectivas demarcaciones del reino de León, que dos años antes había
creado Alfonso III para su hijo don García.
En 920, don Gonzalo Fernández de Lara levantó en un lugar de su
condado, que acaso ya se llamara Caleruega o empezara a llamarse así
desde entonces, una fortaleza o torreón, con vivienda noble y casas para
los vasallos. Cercó la plaza fuerte con muralla de tres puertas.

***
A medida que los moros retrocedían hacia el sur y las tierras se
pacificaban, se organizaba la vida en Castilla, con elementos romanos y
visigóticos restaurados, con otros dejados por los árabes y con factores
nuevos aconsejados por las circunstancias.
De aquellos primeros castellanos escribe Menéndez Pidal que,
aunque “más pobres en el suelo y género de vida que los de la costa,

24
merecieron ser señalados por Floro como nervio y vigor de la totalidad de
la península”.
En el poema de Fernán González se dice:
“Entonces era Castilla toda una alcaldía.
Magüer que era pobre e poco valía,
nunca de buenos homes fue Castilla vacía.
De cuáles ellos fueran, paresce hoy en día”5.
***
El señorío de Caleruega, fundado por el conde don Gonzalo
Fernández de Lara, fue pasando, por el sistema de herencia y mayorazgo, a
diferentes descendientes suyos.
En el siglo XII eran sus titulares don Félix de Guzmán y su esposa
doña Juana de Aza.
Ambos llevaban en sus venas sangre de los condes fundadores de
Castilla y de reyes castellanos y de los de León y Navarra.
Don Félix procedía, por línea recta, de don Nuño Núñez. Doña Juana,
de don Gonzalo Fernández de Lara, padre de Fernán González, el que
reunió en un solo condado, con categoría de reino, los tres anteriores.
Entre Guzmanes y Azas se habían dado con anterioridad muy
repetidos casos de alianzas matrimoniales. Don Félix y doña Juana eran
parientes entre sí.
El señorío de Caleruega, originariamente vinculado a la casa de Aza,
había venido a ser patrimonio, por una de esas reiteradas vinculaciones
entre ambas familias, del linaje de los Guzmanes.
Rico-home de sangre, y conde, es llamado don Félix en documentos
de la época.
Ricos-hombres y condes fueron también todos sus hermanos y todos
los varones de su numerosa familia. Todos tenían señoríos en la dilatada
Castilla. Unos heredados. Otros adquiridos en arriesgadas acciones de
guerra. Porque la Reconquista, cuando vivía don Félix, contaba ya con
cuatrocientos años de antigüedad, y la mayor parte de sus ascendientes
fueron caballeros a las órdenes inmediatas de sus respectivos reyes.

5
Cf. VENANCIO CARRO, O.P., Domingo de Guzmán. Historia documentada
(Madrid 1973) I p.33-34 notas 3 y 6.
25
Lo mismo ocurrió con los hermanos y antepasados del linaje de doña
Juana.
***
En 1160, los frentes de batalla quedaban lejos de Caleruega. Aquel
rincón castellano era un remanso de paz.
En ese año se casó don Félix.
O porque su salud no fuese muy robusta o porque su condición
apacible a ello le llevara, el caso es que, desde que se hizo su matrimonio
con doña Juana, en Caleruega se estableció, y se mantuvo el resto de su
vida alejado de la corte y de la profesión de las armas.
Dueño de una gran hacienda y administrador de la de su esposa, el
señor conde no se aburría. Tenía mucho en qué ocuparse gobernando las
heredades y vasallos que poseía en diferentes lugares de la comarca y
dirigiendo la vida social y laboral de los muchos colonos que cultivaban
sus tierras.
El castillo seguía pertrechado como fortaleza. Pero ni en lo alto del
torreón ni en sus almenas hacían guardia los centinelas, oteando el
horizonte como en otros tiempos. Tampoco en su plaza sonaban clarines
convocando a las armas.
Las tres puertas de la muralla permanecían abiertas desde la
madrugada hasta el oscurecer.
Los vasallos del señorío no eran guerreros, sino campesinos que
sembraban trigo, podaban viñas, apacentaban rebaños de ovejas o
cuidaban manadas de vacas por praderas y barbechos.
En los salones bajos del alcázar, por falta de uso, se oxidaban los
cascos, los escudos, petos y armaduras, las espadas y las lanzas.
A caballo, el rico-home recorría sus propiedades. En ocasiones, con
séquito de criados, hacía ausencias de días y de semanas para informarse
de cómo marchaban las cosas en otros avecindamientos de su jurisdicción.
Al regresar de esos viajes se recogía en su cámara.
Ante el escritorio de encina, entre vitelas y tinteros de loza ilustrada,
con plumas de ave, anotaba en pergaminos cuentas y datos de índole
administrativa.
Doña Juana vivía recogida en la mansión señorial. Tampoco le faltaba
qué hacer.

26
Dirigía las faenas de las criadas, que lucían arcas y estrados, sacaban
brillo de oro a candelabros, velones y braseros u ordenaban alacenas. O en
su sala de labor, con sus azafatas, entre ruecas, husos y madejas de lino y
cestos de lana, hilaba o tejía, manipulando devanaderas, argadillos y
telares, o bordaba tapices y reposteros para los muros y muebles, y cojines
para los escabeles y sillas de alto respaldo, que había muchos asientos que
ablandar y recubrir en las galerías y salones de un castillo con tantas
estancias.
Mientras el grupo de mujeres y su señora trabajaban, se recitaban
romances de guerreros, de sucesos milagrosos, se referían vidas de santos
y, algunos ratos, se rezaba.
También la señora condesa salía a veces del lugar para hacer novenas
en santuarios, o visitar en compañía de su marido a familiares asentados en
otros señoríos o profesos en abadías. De su sangre y de la de su esposo
tenían numerosos parientes monjes y monjas, algunos con báculo de
abades o abadesas en diferentes monasterios de la comarca.
Casa rica la de Caleruega, con despensas bien provistas y arcas llenas
y bodega muy abastecida de los caldos de sus viñedos.
Por grupos y caravanas se acercaban cada día al castillo peregrinos y
pobres. En toda la región era fama que quien llamaba a sus puertas era
socorrido con largueza, bien por la servidumbre, bien por la misma señora,
de quien se decía que era santa.
Se ponderaban por el contorno sus virtudes y hasta sus milagros.
Se contaba que, en una ocasión, ausente el conde, repartió vino de
una cuba que el señor tenía reservada para compromisos. Que había dado a
los pobres hasta la última gota del fondo del tonel. Que días después
regresó el esposo y pidió a la condesa una jarra de aquel vino. Que la
señora no se había turbado, sino orado, mientras en compañía de una
sirvienta bajaba a la bodega. Que la cuba estaba llena. Y que el conde
había asegurado que le habían servido del mismo vino que él pidiera,
precisamente del que sus criados le habían dicho que ya no quedaba nada.
Si rica en bienes de consumo era aquella casa de Caleruega,
igualmente abundaba en historia y en grandezas. Y más todavía en
religiosidad de fe y de virtudes. A juzgar por la vida de orden, puntualidad,
honestidad de costumbres, recogimiento, caridad y oración que en ella
hacían sus moradores, más que palacio, semejaba monasterio.
En realidad, el castillo de don Félix y de doña Juana era un hogar
cristiano según el corazón de Dios.
27
***
A su tiempo fueron llegando los hijos. Primero Antonio. Luego
Manés. Después un tercero que se llamó Domingo.
Una crónica premonstratense medieval recoge esta estrofa de un
romancero anónimo con sabor a Gonzalo de Berceo:
“De Sancto Domingo vos quiero contar
que fiz mill miragros por tierra e por mar.
Su padre fue Félix, de los de Guzmán;
su madre fue Juana, que con grant afán
lo parió en el día del Señor Sant Juan”.
No consigna la copla el año de este alumbramiento. Los
historiadores, tomando como base cálculos cronológicos muy afinados,
señalan el de 1170, que tiene además a su favor el valor testimonial de una
constante tradición dentro de la orden dominicana.
Ningún familiar del Bautista se llamaba Juan, decían a Zacarías sus
parientes, extrañados de que el padre hubiese elegido ese nombre para su
hijo.
Ningún pariente próximo de don Félix ni de doña Juana se llamó
Domingo.
El padre Carro ha logrado reconstruir documentalmente el
nomenclátor completo de ambas familias hacia atrás y hacia los lados en
muchas generaciones. Los abuelos paternos del santo fueron don Rodrigo
y doña Godo González de Lara. Los maternos, don García y doña Sancha
Pérez. Los hermanos de don Félix se llamaron don Alvaro, don Pedro y
don Femando. Los de doña Juana, don Femando, don Pedro, don Ordoño,
don Gonzalo y don García.
Ni entre los bisabuelos, tatarabuelos y tíos de diferente grado, ni entre
los ascendientes de ambas ramas, hasta doscientos y más años, se
encuentra el nombre de Domingo.
Pero los señores de Caleruega, además de la familia de sangre, tenían
otra espiritual: varios miembros de las casas de Guzmán y de Aza habían
sido, y algunos lo eran a la sazón, patronos y protectores de monasterios
masculinos y femeninos puestos bajo diferentes advocaciones.
El rico-home don Félix se llamó Félix por la devoción de sus padres
don Rodrigo y doña Godo a San Félix, titular de una abadía situada en las

28
estribaciones de los montes de Oca, enriquecida por sus abundantes dona-
ciones.
La casa de Aza profesaba gran devoción a San Mamés. Hasta tres
monasterios dedicados a este santo había en las tierras de la familia. Por
eso se llamó Mamés el hijo segundo de doña Juana. Luego el vulgo le
cambió una letra por otra y lo convirtió en Manés.
A dos horas de camino, andando o en cabalgadura, estaba y está,
respecto de Caleruega, la abadía de Silos.
La condesa era muy devota de su titular, Santo Domingo. Domingo
quiso que se llamase su tercer hijo, y Domingo se llamó.
A los señores del castillo pertenecía la iglesia de San Sebastián. Ellos
la sostenían con sus rentas, la dotaban de objetos para el culto y pagaban
los servicios del capellán, adscrito a la servidumbre de la casa.
Cuando nació Santo Domingo, esa iglesia no era parroquia, sino
templo que formaba parte del patrimonio de sus padres.
El edificio todavía subsiste. A pesar de sucesivas restauraciones,
conserva algunas de sus primitivas características románicas, y la base de
la pila en que fueron bautizados Antonio, Manés y Domingo. Sólo la base.
La pila no.
El amplio cuenco de piedra, recuerdo entrañable y reliquia venerada,
fue separado del pedestal y trasladado, hacia 1262, al interior del convento
que ese año se construyó para dominicas de clausura sobre parte del solar
del castillo, por orden de Alfonso X el Sabio y a sus expensas.
Guarnecida interior y exteriormente de plata sobredorada, con los
escudos de España, de la casa de Guzmán y de la orden grabados en ella,
instalada en el coro de las monjas, permaneció la venerable pila en
Caleruega hasta 1605. Ese año, a petición de Felipe III, con autorización
del Rvdmo. padre Maestro general de los Predicadores y con toda
reverencia, fue llevada al convento dominicano de San Pablo de Valladolid
para el bautizo del príncipe heredero, que luego fue rey con el nombre de
Felipe IV.
Al ser trasladada la corte a Madrid, la casa real manifestó deseos de
que fuese llevada a la nueva capital del reino y de que en ella quedase
permanentemente para poder ser utilizada en los bautismos de los hijos de
los reyes españoles. La orden accedió. La santa pila fue transportada desde
Valladolid a Madrid y depositada en el interior del convento de las

29
dominicas de Santo Domingo el Real, encargadas por las autoridades
dominicanas de su custodia.
Desde Felipe IV hasta Alfonso XIII inclusive, todos los soberanos
españoles de las casas de Austria y de Borbón, y sus hijos, han sido
bautizados en ella.
En 1936, turbas de milicianos prendieron fuego a la iglesia y
convento en que la reliquia se custodiaba. Las monjas, que de antemano
temían el peligro, previamente pusieron a buen recaudo aquel objeto, para
ellas y para toda la orden sagrado. Lograron mantenerlo oculto bajo lonas
y cachivaches, en la cochera de un amigo de la comunidad. Cuando
Madrid fue liberado por las tropas nacionales y el riesgo de profanaciones
conjurado, se hicieron nuevamente cargo de él. Reconstruidos años más
tarde convento e iglesia, la pila volvió a ocupar su sitio dentro de la
clausura conventual. De allí ha salido tres veces hasta el palacio de la
Zarzuela para el bautizo de los tres hijos del actual rey de España Juan
Carlos I.
***
Apenas se encontrará un santo de la Edad Media sobre cuya
concepción, nacimiento e infancia no hayan escrito sus biógrafos cosas
peregrinas. Casi siempre las mismas respecto de la mayor parte de todos
ellos: esterilidad previa de las madres, superación de la infertilidad tras de
encomendarse a tal o cual taumaturgo, presagios prenatales, signos del
cielo durante el bautizo de la criatura, austeridades precoces realizadas por
los pequeños desde casi recién nacidos, como negarse a mamar los viernes
por ser día de ayunos y abstinencias, saltar de sus cunas y tenderse a
dormir en el suelo durante las cuaresmas.
El episodio, rico en simbolismo, de que abejas construyeran en sus
boquitas entreabiertas un panal de miel sin causarles molestias y sin que
sus cuidadoras lo advirtieran, se repite tanto como el del albañil
desplazado del andamio y suspendido en el vacío por mandato del reli-
gioso taumaturgo y transeúnte ocasional, que no debe hacer el prodigio de
salvarle sin licencia de su superior, que le tiene prohibido hacer milagros, y
ha de ir antes al convento a demandar autorización.
Todas estas cosas se han dicho también del tercer hijo de don Félix de
Guzmán y de doña Juana de Aza. Hasta lo de la esterilidad de la madre,
pese a que ya había tenido antes dos alumbramientos.

30
La condesa lo habría concebido como un favor especial del cielo que
le alcanzara Santo Domingo de Silos.
En su gestación habría soñado que llevaba en sus entrañas un
cachorro blanco y negro que nada más nacer recorrería el mundo llevando
entre sus dientes una tea encendida.
Ya nacido, la madre y otras personas habrían descubierto que en la
frente del niño brillaba una estrella pequeñita.
Luego, el panal en su boca. Y que en cuaresma no había manera de
hacerlo dormir sino permitiéndole que se acostara en el suelo.
Historiadores y críticos actuales guardan prudente reserva sobre todos
estos episodios infantiles hagiológicos.
Por lo que se refiere a Santo Domingo, por supuesto que sus
hagiógrafos y biógrafos primeros, y muchos de los que en épocas
posteriores y hasta relativamente recientes escribieron de él, aceptaron
toda esa fenomenología.
Los más y mejor informados, entre los modernos, se inclinan a pensar
que lo mismo su concepción que su nacimiento, bautismo e infancia,
ocurrieron y se desenvolvieron con arreglo a la más estricta normalidad.
Con la ayuda de servidores de confianza primero, y luego también
con la del capellán de la casa, don Félix y doña Juana fueron educando a
Domingo de modo parecido a como habían educado anteriormente a
Antonio y a Manés. El mismo plan repetido en cada caso: Ante todo,
inculcar en sus almas, tan pronto como los sentidos iniciaban su
funcionamiento de colaboración, la idea de Dios como señor y padre, y la
de Jesucristo redentor y la de la otra madre, María Santísima. Y la de
servicio amoroso y fiel. Doña Juana enseñó a rezar a sus tres hijos y a
trazar sobre sí mismos la señal de la cruz.
Siempre vigilante, se adelantaba a cualquier manifestación que
pudiera resultar menos correcta, para que ideas, palabras y obras se
produjesen virtuosamente.
Según iban siendo capaces de comprender cuanto les decía, les
hablaba de sencillez, de humildad, de paciencia, de obediencia, de gratitud,
de sinceridad, de amor al prójimo, de austeridad, de fortaleza, ilustrando
sus consejos con relatos y ejemplos tomados de las vidas de los santos y de
los hechos protagonizados por Jesucristo. Santos, aunque fuese sin aureola
y sin peanas ni altares, pero a base de vivir virtuosamente, quería que
fuesen los tres.

31
A la instrucción religiosa se incorporó, a su tiempo, la literaria, a
cargo del capellán, que les enseñó a trazar los primeros palotes sobre
trozos de vitelas y a escribir y leer, y más tarde a servirle en el altar como
monaguillos en la misa que cada mañana celebraba para los condes y la
servidumbre en la iglesia de San Sebastián y en las vísperas que algunas
tardes se cantaban para inaugurar determinadas fiestas.
Pero no todo eran rezos, recogimiento y estudio.
Cuando fueron mayorcitos, los condes permitieron a los tres
hermanos juntarse a los demás niños, hijos de criados y colonos, y
esparcirse con ellos por el interior del castillo, por los patios y plaza de
armas, y pasar al torreón, y asomarse a las almenas, y otear el horizonte, y
bajar a las caballerizas, y salir fuera de las murallas y hacer andaduras por
entre los trigales y huertas, y tomar uvas maduras de los viñedos y trepar
hasta la peña de San Jorge.
Todas las tardes, al oscurecer, desde la torre del templo, caían sobre
la villa y campos de Caleruega los tañidos graves de la campana mayor,
que se oía en Valdeande.
Era la señal de la recogida. El día se daba por terminado. La noche
comenzaba, y comenzaba por lo que se llamaba en toda Castilla “la
oración”. Los que estaban trabajando cesaban en sus trabajos. Quietos un
momento, rezaban unas avemarías a Nuestra Señora y alguna plegaria
sufragial por los difuntos. Si se hallaban fuera de poblado, retornaban a
casa. Y de prisa, porque un rato después las puertas de la muralla se
cerraban.
Efectivamente: Tras de un tiempo prudencial después del toque de la
campana, el alguacil-clavario empujaba los portones que daban a los
caminos, echaba los cerrojos y candados. Tras de una ronda, hacía lo
mismo con el postigo de emergencia, y hecho este oficio, entregaba todas
las llaves al alcaide de la fortaleza.
La villa quedaba en silencio.
Dentro de cada hogar se iniciaban unas horas de recogimiento y
convivencia. Rezo nocturno familiar, cena, conversación, primero animada
y luego cada vez más lánguida. Y, finalmente, todo el mundo a descansar
hasta que a la mañana siguiente viniera la amanecida como un regalo de
Dios.
También en el castillo se seguía este programa.

32
También don Félix, si estaba en el campo, regresaba al oír las
campanadas de San Sebastián.
Ya el amo en casa, toda la familia se congregaba. Si era invierno,
junto a la chimenea del salón-estancia. Si no era estación de fríos, junto a
algún ventanal. A la reunión asistían el capellán y los criados que vivían
dentro del alcázar.
Se rezaba, como era costumbre en las tierras reconquistadas, por los
reunidos, por los ausentes, por los difuntos, por los caminantes, por los
enfermos en agonía y por los que estaban en pecado mortal, y por el
triunfo de los cristianos sobre los moros.
Luego se hablaba. Tras de un rato de tertulia, se retiraban, a una señal
del conde, los criados y el capellán. Quedaban con la familia algunas ayas
de mayor confianza.
Había llegado la hora del padre, que acaso, durante la jornada, había
visto poco a sus hijos, de cuya educación cuidaba principalmente doña
Juana.
Don Félix sentaba a los dos más pequeños sobre sus rodillas y
alargaba su brazo hasta abarcar a Antonio, el mayorcito, que se colocaba
de pie a su lado. El prócer se informaba de las incidencias del día y de las
andanzas de su gente menuda: del diente que venía asomando en la encía
del chiquitín, de la muela que solía dolerle a Manés y de los progresos del
mayorazgo. Preguntaba a doña Juana si habían sido juiciosos o traviesos.
Pasado el examen, seguían los consejos. Después, aquellos relatos
que tanto interesaban a los tres niños y que con tanta viveza contaba el
padre, sobre episodios familiares gloriosos, gestas guerreras y hazañas de
los nobles castellanos, protagonizadas algunas por los propios abuelos y
tíos de los pequeños oyentes.
Poco a poco la atención del trío infantil decaía. Se les cerraban los
párpados. ¡El sueño se iba apoderando de ellos! Doña Juana les anticipaba
la cena. Seguidamente, uno a uno los llevaba a sus camas. Rezaba junto a
sus oídos las últimas oraciones. Cuando signaba sus frentes con la cruz y
ponía en ellas su beso de madre, ni se enteraban: se habían quedado
dormidos entre el arrullo de la plegaria.

33
2. GUMIEL DE IZÁN

O las armas, o la Iglesia. Apenas había otros caminos abiertos ante


los muchachos de la nobleza.
Generalmente eran los padres quienes determinaban por cuál de ellos
habían de encarrillarse los hijos.
Todo ocurría sencillamente, sin presiones ni coacciones sobre la
voluntad. Se procedía más bien por el sistema de premisas o de cultivo. Si
el cabeza de familia, oído, en ocasiones, pero no siempre, el parecer de su
esposa, decidía que tales de sus pequeños deberían ser soldados y cuáles
clérigos, se organizaba su educación a tono con el destino acordado, se
prodigaban consideraciones, reflexiones, asistencias, y al cabo de algún
tiempo surgían las vocaciones respectivas, con toda lógica, como surgen
las conclusiones de las proposiciones mayor y menor de un silogismo bien
construido, o como, en un huerto bien cuidado, llegado el tiempo
oportuno, fructifican las plantas a tenor de su naturaleza asistida por un
buen cultivo.
A la Iglesia se llegaba por dos caminos distintos, los dos fácilmente
transitables: el del monacato y el de la clerecía secular. Tanto uno como
otro desembocaban en un remanso de comodidad material, de abundancia,
de seguridad, de instalación económica, psicológica y social. Si los padres
deseaban para sus hijos, además de estas ventajas temporales, las
espirituales y las de la santidad, procuraban enderezar los pasos de ellos
más hacia el monacato que hacia el clero secular.
En los monasterios se recibían niños desde los seis años de edad.
Uno de los monjes cuidaba de ellos y les enseñaba a contar, a leer, a
escribir, y luego ceremonias del culto, música, latín y, más tarde, cosas
relativas a la regla que se profesaba en la orden de aquella comunidad y a
la historia de sus grandes figuras.
Los pequeños alevines aprendían de memoria los salmos y los
himnos del Oficio divino. Asistían a los actos litúrgicos con los demás
religiosos y cantaban con sus voces blancas versos responsoriales o
aleluyáticos especialmente compuestos para ellos.
Alcanzada la pubertad, recibían el hábito monástico, emitían sus
votos canónicos y quedaban jurídicamente incorporados a la familia
religiosa.

34
La vida de los monjes era fácil. Estaban a cubierto de problemas
temporales. Si alguno eventualmente surgía, la mayor parte de los
miembros de la comunidad ni se enteraban. Y si se enteraban, no tenían
por qué preocuparse: ya se encargarían de resolverlo el abad y los oficiales
correspondientes del monasterio. Al simple religioso, para sentirse a gusto,
le bastaba con aceptar la disciplina monástica: acostumbrarse a la
convivencia con los demás, al horario fijo, a la puntualidad, a dejarse guiar
por el báculo abacial y a obedecer la voz de la campana, que de vez en
cuando, pero siempre a las mismas horas, decía mediante correspondientes
tipos de tañido: ahora a levantarse, ahora a orar, o a trabajar, o a recrearse,
o a comer o a dormir.
En tales ambientes de regularidad y de aislamiento, separados del
mundo sus moradores por las altas tapias que amurallaban los edificios y
huertas de las abadías y por el régimen interno que en ellas se observaba,
se corría el riesgo de la despersonalización, de la masificación y de la
rutina. Pero la mayor parte de los monjes se sentían humanamente
satisfechos.
Además, no había monasterio que no pudiera enorgullecerse de las
virtudes y elevada talla espiritual de varios de sus miembros y del
quehacer solidario de la comunidad, aunque muchos de sus componentes
parecieran estar aquejados de monotonía y vulgaridad.
El estado de clerecía secular ofrecía a los individuos de la nobleza
más ventajas temporales que el monacal.
Los señores de las grandes casas contaban, frecuentemente, con
resortes poderosos para procurar a sus hijos, hermanos, sobrinos, parientes
de cualquier grado o deudos, beneficios eclesiásticos: capellanías de
crecida renta, parroquias con abundantes derechos de estola,
arciprestazgos, canonjías, mitras episcopales y hasta capelos cardenalicios.
También para los niños candidatos al clericato secular había sistemas
educacionales en uso: sus familias los confiaban a las catedrales, en las
que un canónigo cuidaba de ellos, o a un dómine, que ese nombre se daba
a los clérigos que en su propio domicilio recibían a los pequeños en
régimen pedagógico especial.
Dos tipos jurídicos de clericatura secular se daban en aquellos
tiempos y se han dado hasta muy cerca de nuestros días: el simple, de
punto y aparte, y el previo, de punto y seguido.
Por la recepción de la prima tonsura, administrada ritualmente por un
abad o un obispo, un varón cualquiera, bautizado, consciente y
35
aquiescente, quedaba adscrito al estado clerical y capacitado no sólo para
recibir ulteriormente los diferentes grados de órdenes sagradas, sino para,
desde entonces mismo, sin necesidad de ser sujeto de sucesivas
ordenaciones menores ni mayores, ser beneficiado titular de capellanías,
parroquias, canonjías, determinadas prelaturas y hasta cardenalatos.
No todos los que en la Edad Media y en épocas posteriores recibían
la prima tonsura lo hacían como paso previo para poder recibir después
órdenes sagradas y llegar al sacerdocio. Muchos se paraban ahí, en esa
meta del camino, y no seguían adelante. No les interesaba ser ni diáconos,
ni presbíteros ni obispos. Sí les interesaba ser simples clérigos, como
presupuesto imprescindible para acceder al disfrute de beneficios
eclesiásticos. Ni importaba que esos beneficios estuviesen gravados con
cargas que sólo los sacerdotes pudieran levantar, como la celebración de
misas o la administración de algunos sacramentos. El simple clérigo
beneficiado titular contrataba los servicios sacerdotales de otro, le abonaba
lo que convinieran o estuviera prescrito en las leyes canónicas y así se
resolvía el problema.
Los oblatos que todavía existen en algunas abadías, las escolanías
actuales de ciertos monasterios, los seises y niños de coro de no pocas
catedrales, son reminiscencias de los grupos infantiles que en la Edad
Media se preparaban para el monacato o para la vida clerical en cualquiera
de sus grados.
***
Don Félix y doña Juana criaron a sus tres hijos y los educaron bajo
este triple lema: el santo temor de Dios, el amor al prójimo y la inclinación
de sus almas hacia el estado eclesiástico.
Temor de Dios, no en el sentido de miedo, sino de respeto, reverencia
y afectiva docilidad. Amor al prójimo, visto siempre como un hermano,
por ser todos los hombres igualmente hijos del Padre común, nuestro
Señor. Inclinación profesional hacia la Iglesia, no en busca de granjerías,
sino en busca de la santificación.
A su tiempo florecieron las premisas y fructificaron los cultivos:
Antonio, el primogénito y mayorazgo, fue sacerdote secular con alma de
monje hospitalario. Manés y Domingo, por diferentes veredas, recorrieron
sus respectivos caminos para encontrarse después doblemente hermanados
por una misma profesión: la de religiosos predicadores.
De Domingo dice el beato Jordán de Sajonia:
36
“Desde la niñez fue educado por sus padres, y de un modo especial
por un tío suyo, arcipreste. Le hicieron instruir primeramente en los usos
de la Iglesia, a fin de que aquel a quien Dios había escogido para sí, como
vaso de elección, ya en la niñez, como vasija nueva se impregnara de
santidad y nunca más la perdiese”6.
Hernando del Castillo, autor del siglo XVI, en sus investigaciones
acerca de nuestro santo, tuvo a su disposición documentos archivados
desde muy antiguo en el convento de dominicas de Caleruega. Algunos de
esos papeles, por desgracia, en época posterior desaparecieron. Pero los
datos que parte de ellos consignaban han quedado recogidos en la Historia
General de Santo Domingo y de su Orden que este insigne dominico
oportunamente escribió.
En relación con este asunto de la educación del niño Domingo, dice
Hernando que, cuando fue confiado a su tío, tenía siete años; y que el
educador, arcipreste, vivía en Gumiel de Izán y era hermano de doña
Juana.
Por el padre Carro sabemos, también documentalmente, que el
pedagogo era ciertamente arcipreste, pero no de Gumiel, que en aquel
tiempo no era cabeza de demarcación arciprestal, sino de algún otro sitio, a
título de beneficio. No obstante, vivía en aquella villa administrando el
crecido patrimonio que la casa de Aza allí tenía de tierras, viviendas y
colonos. Se llamaba don Gonzalo, y era el hermano menor de la condesa7.
Entre Gumiel y Caleruega hay unos quince kilómetros. Dos horas de
camino en aquellos tiempos en que las gentes hacían grandes andaduras de
muchas leguas diarias, sin arredrarse por los calores del sol ni por las
inclemencias de los fríos y de las lluvias.
¡Cuántas veces, de niño y de muchacho, recorrería Santo Domingo
aquel trayecto! Los primeros años, compartiendo el caballo de su padre o
de su tío; ya mayorcito, dirigiendo él su propia cabalgadura. O a pie. En la
plenitud de su vida dio pruebas de gran andarín. Paso a paso y a buen
ritmo, peregrinó por Francia e Italia, cruzó varias veces los Pirineos y los
Alpes, vino de Roma a España, visitó toda Castilla, regresó a Roma por
París, y siempre andando.
Documentalmente consta que en estas caminatas hacía medias de
cincuenta kilómetros diarios y, en ocasiones, de setenta y cinco.
6
JORDÁN DE SAJONIA; Orígenes de la Orden de Predicadores, en Santo Domingo
de Guzmán (BAC. Madrid 1947) c.II p.337.
7
Of. P. CARRO, o.c., p.273-280.
37
Buena marcha y buena forma, adquirida en sus entrenamientos desde
sus once o doce años, yendo de Gumiel a Caleruega y regresando de
Caleruega a Gumiel, frecuentemente en el mismo día.
Desde que fue canonizado se llamó aquella calzada, tantas veces por
él recorrida en su niñez, Camino de Santo Domingo.
***
En Nazaret creció Jesús en sabiduría, edad y gracia ante Dios y ante
los hombres (Lc 2,52).
Gumiel fue el Nazaret de nuestro santo.
Bajo la preceptoría de su tío, a lo largo de siete años de cimentación
humana y desarrollo físico, psicológico y espiritual, creció también él en
gracia, edad y saberes culturales.
En gracia física de buena apostura y simpatía.
Quienes lo conocieron y trataron de adulto certificaron que era de
talla corriente entre los castellanos de su época. De complexión flexible,
tirando a delgado, pero muscular y resistente.
Puntualizan sus contemporáneos que tenía manos muy finas, dedos
largos, bien formados, ojos azules, cabello de color castaño, tirando a
rubio, nariz aguileña, porte sencillo y naturalmente distinguido y
semblante muy agradable; tanto que parecía que irradiaba luz, cual si
siempre sonriera, aunque no siempre sonriera; que tenía voz hermosa al
hablar; que cantaba muy bien, sonora y afinadamente, no sólo en el coro
con la comunidad, sino por los caminos, porque le gustaba cantar en los
viajes cuando iba fuera de poblado con sus religiosos o con personas de
confianza.
Dicen más quienes lo conocieron: que llegó al final de su vida sin
calvicie, sin entradas, sin canas, aunque en sus sienes en los últimos años
se mostraban algunas hebras del color de la plata; sin arrugas, con la
dentadura completa, que era muy sana, muy blanca y muy limpia y muy
correctamente formada.
Ni en su contextura ni en su porte apreciaron jamás los que lo
trataron deformidad alguna.
Reiteradamente insistieron cuantos declararon en el proceso de su
canonización en esto: “su trato era tan agradable, que cautivaba”.

38
El agrado y simpatía del Domingo adulto, tan repetidamente
encomiados por sus coetáneos, fueron lógica continuación de la simpatía y
agrado del Domingo muchacho en sus tiempos de Gumiel.
Estas prendas ni se improvisan ni se adquieren tardíamente.
Responden a un modo de ser congénito y desarrollado por una buena
educación, que consolida y perfecciona los factores hereditarios.
Creció en gracia sobrenatural.
Buena materia había en él y buenos artesanos la trabajaron.
Recuérdense las palabras del beato Jordán:
“Desde la niñez fue educado por sus padres..., quienes luego lo
confiaron al arcipreste... para que aquel vaso de elección se impregnase de
santidad”.
Muy virtuoso debió de ser don Gonzalo. Su hermana y cuñado por tal
lo tenían. Por eso le encomendaron la tarea de hacer de su hijo un santo.
El maestro hizo su oficio. El discípulo llegó a la meta que Dios, sus
progenitores y el pedagogo a quien lo confiaron, le habían trazado.
Entiéndase bien esto: Llegó. No nació ya santo.
Por demasías de entusiasmo, algunos escribieron que habíase sabido
por revelaciones divinas que Santo Domingo, como Juan Bautista, fue
presantificado en el útero materno, nació confirmado en gracia, limpio de
pecado original y de sus secuelas desde las entrañas de su madre, con todas
sus tendencias ordenadas a la virtud, sus pasiones dominadas, exento de
los compromisos que en los sujetos corrientes produce eso que los
teólogos llaman el “fomes peccati”; por lo tanto, sin problemáticas de nin-
guna clase.
Es poco serio aceptar a ojos cerrados esta imagen del santo,
pintoresca, gratuita, carente de pedestales teológicos e históricos.
Lo dicho acerca de su nacimiento y primera infancia en Caleruega
vale para su niñez y adolescencia en Gumiel.
No consta que durante sus años infantiles y prejuveniles fuese sujeto
de fenomenologías supranormales. Consta, en cambio, que, a medida que
su desarrollo personal, físico y psíquico, cultural, moral y espiritual
facilitaban su correspondencia a la gracia divina, iba siendo cada vez más
virtuoso, adquiriendo hábitos sobrenaturales mediante la repetición de
actos emanados de su naturaleza muy natural, informados por la gracia de
Dios.

39
Eso son las virtudes: hábitos sobrenaturales. Así se adquieren y
desarrollan: mediante la repetición de actos conscientes y libres, realizados
al modo humano, pero enriquecidos por esa savia misteriosa llamada por
los teólogos gracia santificante.
Por temperamento y educación, Domingo, a partir de la edad de la
discreción, fue formal, obediente, piadoso y disciplinado. Rezaba y
estudiaba; pero también jugaba y reía.
El ambiente de la casa de su tío era austero. Austeras también las
costumbres sociales en las villas castellanas de la Edad Media. Las gentes
madrugaban. Las jornadas laborales comenzaban al salir el sol. Antes se
habían ya celebrado en las iglesias las llamadas misas del alba. Por las
rendijas de los balcones o por reducidos agujeros practicados adrede en la
madera de las contraventanas, se filtraba la luz primera, tenuísima, del
amanecer. Con aquella claridad tan leve, de color de humo espeso, llegaba
la hora, para todos, de salir del lecho y de ponerse en pie. También
Domingo dejaba la cama en cuanto amanecía. Claro que le hubiese
gustado levantarse más tarde. No había lugar. El ama de gobierno de don
Gonzalo andaba sincronizada con la aurora. El primer oficio que hacía la
buena mujer, tras de ponerse el jubón y la saya, era llegarse a la alcoba del
niño y zarandearlo para que despertara, y encender el candil de su cuarto
para que viera a lavarse y a vestirse, y decirle que no tardara, que el señor
arcipreste ya bajaba la escalera camino de la iglesia.
Cuando regresaba a casa con su tío, tras de la misa piadosamente oída
y cuidadosamente ayudada, la claridad en las estrechas calles de la villa era
discreta.
A la salida del sol comenzaba también para Domingo su trabajo de
escolar. Estudio, lecciones, más estudio, algún pequeño descanso hacia
media mañana, y vuelta a estudiar hasta que la campana de la parroquia
avisaba que había llegado el mediodía. Hora de la comida principal en casa
del arcipreste. Luego recreo en la calle con los otros muchachos de su
vecindad. No mucho rato, que había que tornar a las lecciones. Al declinar
de la tarde, disponía de otro plazo de libertad, hasta que sonara otra vez la
campana con su señal de queda y llamamiento a la oración.
Por su gusto se hubiera quedado un ratillo más correteando por las
calles y plazas. Pero tanto su tío como la señora ama le tenían ordenado
que, al oír la primera campanada, debería dejar sus juegos y, antes de que
sonara la última, estar ya en casa para las oraciones familiares de la noche,
la cena, ordenar las tareas del día siguiente y retirarse prontito a descansar.
40
Su voluntad de obedecer era firme. Sus propósitos, sinceros. Así y
todo, por esos imponderables que surgen en la vida de cualquiera, a veces
fallaba. Porque, cuando oyó el primer tañido, él y los compañeros estaban
algo lejos del pueblo; o porque alguien le entretuvo; o porque entre el
ruido y algazara que formaban la panda de chiquillos, lo entregados que
estaban al juego y el aire que soplaba en dirección contraria no había oído
tocar.
Si llegaba con retraso, preparaba sus excusas sin faltar a la verdad;
pedía perdón a la señora ama, que unas veces disimulaba la demora y otras
le recibía con gestos de impaciencia; y luego, si su tío le hacía algún
reproche, lo acogía con silencio y humildad.
Las acciones y reacciones internas de Domingo niño y jovencito en
Gumiel fueron muy semejantes a las de los otros muchachos de su misma
edad: espontáneas, naturales, normales y corrientes, aunque, en su caso,
muy vigiladas e intervenidas por sus educadores y refrenadas y canalizadas
por él mismo hacia lo bueno, a medida que se le iba desarrollando con la
formación y con los años la conciencia del deber.
Así y todo, en la mesa, unas cosas le gustaban, otras menos, algunas
nada, como ha ocurrido siempre, ocurre y ocurrirá a todos los niños del
mundo.
En ocasiones, los rezos familiares nocturnos dirigidos por su tío antes
de la cena le resultarían tediosos, de tan largos. Más de cuatro veces
durante ellos se le escaparía la imaginación, y tras de ella el alma; y
mientras sus labios mecánicamente musitaban padrenuestros y avemarías,
su pensamiento estaría clavado en incidencias del juego de la pelota, la
peonza, el orí, la maya, el tejo, la rayuela o el pídola o el marro.
Y si había venido cansado de la calle de tanto corretear, se vería
obligado a luchar contra el sueño, porque, si se dormía durante la larga
sesión de rezos y reflexiones que hacía don Gonzalo todas las noches,
comentando para la familia algún punto del evangelio o de la festividad
litúrgica del día, señora ama estaba a punto para despertarlo con aspereza,
y el arcipreste interrumpía la charla o la oración para llamarlo al orden con
cierta severidad.
Cuando por las mañanas, tras del almuerzo, que así se llamaba a la
primera comida del día que hacían los castellanos tempranamente, apenas
nacido el sol, sentado a su mesa, se enfrentaba con sus lecciones, le
parecería que eran largas y difíciles, y le costaría concentrarse y vencerse
para perseverar en el estudio de las declinaciones latinas y bregar con las
41
conjugaciones de los verbos, sobre todo con la arbitrariedad de los
pretéritos y supinos, y para orientarse en el galimatías de los géneros de los
nombres y aceptar que los casos de excepción no eran más numerosos que
los que seguían la llamada por los gramáticos regla general.
Al rendir cuenta de lo estudiado ante don Gonzalo, en las clases que
le daba, juzgaría a su tío, por lo menos alguna que otra vez, demasiado
adusto y exigente.
Sin duda que él, como los demás escolares, acogería la hora de los
recreos como una liberación.
Lo mismo que absolutamente nada puede hacernos pensar que en
Caleruega estuvo inmunizado contra el sarampión y a tos ferina, así
también es lógico suponer que en Gumiel padeció de dolores de muelas, y
de cabeza, y de sabañones, que supo lo que era el frío y lo que era el calor,
que rió y que lloró, que pasó por situaciones de alegría y de tristeza, y que
todas las crisis biológicas y psicológicas de la pubertad hicieron acto de
presencia en su vida con la misma normalidad y los mismos procesos
psicosomáticos que en cualquier muchacho de sus condiciones.
Creció en edad.
Siete años tenía cuando llegó a Gumiel. Allí cumplió los ocho, los
diez, los doce, y hasta los catorce, el 24 de junio de 1184.
Creció en sabiduría.
Día a día y curso tras curso, estudiando intensamente, aprendió a
escribir y hablar correctamente el latín clásico y el popular, a conocer a
fondo el romance, a familiarizarse con la Biblia, especialmente con el
Nuevo Testamento.
Quienes convivieron con él de mayor, aseguraron que sabía de
memoria todo el evangelio de San Mateo y las epístolas de los apóstoles.
Sólo durante la infancia es la retentiva dúctil, maleable y apta para
almacenar datos. Pasados esos años, los conocimientos memorísticos se
adquieren mal. La masa psíquica, como si se endureciese, no resulta
adecuada para grabaciones de esa naturaleza.
Aunque un muchacho sea listillo, por sí solo no puede hacer grandes
progresos en el estudio. Sí los hará si cuenta con la ayuda de un buen
maestro.
Ni alguien es buen preceptor por el mero hecho de poseer los saberes
que deben ser comunicados al discípulo. Son imprescindibles otras
cualidades. Por ejemplo:
42
— Dotes de flexibilidad que le permitan situarse a la altura del
alumno y acoplarse a ella a medida que vaya creciendo. Si se le habla
desde muy arriba, no le llegan las ondas.
— Habilidad para tirar de su alma hacia lo alto. Pero de su alma
entera, no sólo de su memoria, ni siquiera solamente de su inteligencia. Es
preciso desarrollarle también y elevarle la voluntad y despertar en él
sentido de responsabilidad, afán de trabajo, deseo de cultura.
— Tacto para que el pupilo, sin caer en vanidades ni complacencias
tontas, sepa degustar interiormente la satisfacción legítima que producen
las claridades y los conocimientos adquiridos y las verdades poseídas,
enseñándole a utilizar todo eso como punto de partida para conectar con
cotas cada vez más elevadas o cada vez más profundas, acostumbrándolo a
razonar y a investigar por sí mismo y a leer inteligente y asiduamente en el
libro siempre abierto de la naturaleza.
Don Gonzalo se condujo como un hábil pedagogo. Conocía la
importancia de la edad prejuvenil. Sabía que en ella había que tallar y
configurar el futuro hombre que todo niño lleva dentro y ponerlo en
condiciones de que, por sí mismo, responsablemente, día a día, vaya
labrando su propia realización.
Eso es educar. El mismo término lo dice. Educar, de e-dúcere,
significa sacar algo de su potencialidad e imprimir a ese algo que se saca
una dirección conveniente.
El buen educador no ejerce su misión solamente a ratos ni con un
instrumento único. Su tarea es de dedicación permanente y en ella debe
utilizar abundancia de procedimientos.
¡Bien hizo su oficio el arcipreste!
El ambiente de su casa era adusto. Como creado por él para uso
propio de eclesiástico injertado en alma de guerrero medieval.
De sobra comprendía que no era el más adecuado para hacer florecer
las reservas de un niño.
Pero más allá de las gruesas paredes y de las ventanas estrechas
andaban sueltas, entre el aire puro, la luz y la libertad. Entendió que debía
combinar lo uno con lo otro: la claridad con la austeridad, la flexibilidad
con la firmeza, lo de fuera con lo de dentro.
Las horas de estudio y de clase seria y rigurosa en el severo despacho
de la vivienda arciprestal se complementaban con lecciones de cosas

43
amenamente explicadas por el tío al sobrino durante los largos y variados
paseos que daban fuera de la villa.
El padre Petitot habla de jiras a caballo por las riberas del Duero, y de
excursiones a Aranda, a La Vid y a otros lugares de la comarca.
A La Vid debieron de ir muchas veces. Por entonces era abad de
aquel monasterio un tío materno de don Gonzalo y de doña Juana.
Domingo, de tanto frecuentar la abadía, se familiarizó con la vida de sus
religiosos; ello influyó, sin duda, en el hecho de que, cuando fundó su
orden, incluyó en su reglamentación no pocas costumbres tomadas de los
premonstratenses8.
“Nobleza obliga” era lema muy arraigado en la conciencia de los
caballeros medievales.
Don Gonzalo lo utilizó para despertar en su sobrino
responsabilidades religiosas y humanas. Religiosas: que no olvidase que
era hijo de Dios con todas las consecuencias. Humanas: Que no perdiese
de vista la roca de la que había salido. Conversando con el muchacho, en
casa, en los paseos, en las excursiones, le fue dando amplias noticias de
sus familiares comunes: de los Laras, enfrentados con los Castros por muy
nobles motivos. De su propio padre, don García, alférez mayor que fue de
Alfonso VII y ayo de Alfonso VIII. Del conde don Manrique, hermano de
su padre y primo también de don Félix, de modo que las glorias de este
célebre hombre de corte atañían a Domingo por ambos lados. De don
Gómez, otro de los tíos paternos del arcipreste y de doña Juana. Y de sus
propios hermanos: Uno de ellos se llamaba también don Gómez y era
señor de Ayllón y de Roa y bienhechor de San Pedro de Gumiel. De don
García, que en 1167 protagonizó hechos magníficos en la reconquista de
Toledo y tenía grandes posesiones en Talavera y estrechos vínculos con la
orden de Calatrava. Y de don Pedro, casado con la infanta doña Sancha
Ponce, mayordomo mayor de Alfonso VIII y protector de La Vid. Y de don
Ordoño, señor, con su esposa, de los dominios de Villamayor y
Benevívere, el cortesano de mayor confianza del monarca castellano. Y de
otro, que también se llamaba don García, señor de Castelsarracín, de
Montejo, de Peñafiel y Campo de Espina, y miembro, como los demás
hermanos, del Consejo real.
También le habló de sus propias hermanas y de sus maridos, y de los
hermanos de don Félix, y de otros parientes por ambos lados, hasta muy
atrás, todos célebres, todos gloriosos, todos leales a sus monarcas y a Dios
8
Cf. P. PETITIOT o.c., p.38.39
44
en la causa cristiana de la Reconquista; y de algunos más que se habían
consagrado al Señor en los monasterios o a las almas en tareas pastorales \
El “nobleza obliga” quedó tatuado a fuego de convicción en el alma
de Domingo.
También él hablaba con su tío.
Le hizo saber que quería ser sacerdote como él, como el abad de La
Vid y como aquellos otros de quienes el arcipreste le había informado; y
como Antonio, y como Manés, que ya se estaban preparando para ello.
Pero, sacerdote secular o religioso, era cosa que aún no veía clara. De
momento, ni los contactos con los cistercienses de Gumiel, ni con los
premonstratenses de La Vid ni con los benedictinos de Silos habían
despertado en él vocación para unirse al género de vida de ellos. Aunque sí
había un algo en los monasterios que le atraía más que la mera condición
sacerdotal secular.
El arcipreste tenía a su hermana y cuñado informados puntualmente
de cuanto se relacionaba con su hijo.
Se veían a menudo en Caleruega.
Gozosamente recibió doña Juana las primeras noticias de la vocación
de Domingo, y las posteriores de que perseveraba en sus propósitos. ¡Qué
bien! ¡Qué alegría para ella si los tres frutos de sus entrañas se
consagraban a nuestro Señor! Ni a ella ni a don Félix les importaba que se
extinguiesen sus prosapias. Si Dios los quería para que fuesen transmisores
de vida divina a las almas, que los tomara; suyos eran. Más falta hacía esa
vida en el mundo que la de nuevos Azas y Guzmanes. Además, no se ex-
tinguirían, aunque Antonio, Manés y Domingo no las propagaran. Los
Guzmanes continuarían a través de los hijos de don Alvaro y don Pedro;
algunos de ellos ya estaban casados. Los Azas proseguirían, que diez
sobrinos carnales tenía doña Juana, casados también algunos, y otros a
punto de hacerlo.
¡Qué iban a extinguirse ninguna de las dos casas!
Gran parte de la nobleza actual de España y Portugal, y muchos
linajes de Francia, tienen a gala su parentesco con Santo Domingo, por
descender de antepasados comunes.
De don Teobaldo, primo carnal del santo y héroe de la batalla de Las
Navas, casado con una noble dama francesa del Poitu, señor de Blazón y
de otras tierras, derivaron muchas familias de la nobleza de Francia.

45
De don Pedro de Guzmán, hermano de don Félix, proceden no pocos
linajes portugueses, a través de doña Beatriz, hija de Alfonso X, y de doña
Mayor Guillén de Guzmán. Casó doña Beatriz en 1258 con el rey
portugués Alfonso III. Fue madre de otro rey: Don Dionis, tan predilecto
de su abuelo el Rey Sabio, que por amor a él el monarca de Castilla
disolvió los vínculos de dependencia que Portugal tenía de la corona
castellana.
Entre la nobleza española tienen probado su entroncamiento con don
Pedro, hermano de don Félix de Guzmán, los duques de Béjar, los de
Medinasidonia, Medina de las Torres, Montoro, conde-duque de Olivares;
los marqueses de Montealegre, Algaba, Toral, Gibraleón, Castelrodrigo,
Casarrubias, Batres; los condes de Orgaz, de Los Arcos, de Teba, y otros
cuantos más. De la casa de Aza, a través de hermanos de doña Juana,
proceden los duques de Uceda, Osuna y Peñaranda; los marqueses de
Lozoya y Torreblanca; los condes de la Puebla de Montalbán, Peñaflor,
Miranda; los linajes de Girón, Albornoz, Villamayor, Fuente Almejir,
Avellaneda y Altamira.
Varios de estos títulos emparentados con la casa de Aza lo están
también con la de Guzmán9.
***
En junio de 1184 cumplió Domingo sus catorce años.
En letras humanas y divinas sabía cuanto su preceptor podía
enseñarle, y bastante más de lo que solían saber los eclesiásticos de aquella
época.
De haber tenido edad canónica, por lo que a preparación doctrinal
tocaba pudieran haberlo ordenado de presbítero. No la tenía. ¿Qué hacer
mientras esa edad llegaba?
En una sala del castillo de Caleruega, al comienzo de aquel verano, el
arcipreste expuso sus planes a su hermana y cuñado: la estancia en Gumiel
debería darse por terminada. Domingo debería seguir estudiando hasta
alcanzar las cimas más altas del saber teológico. Puesto que quería ser
sacerdote y matizaba su vocación con cierta tendencia hacia la vida
claustral, pero no se sentía inclinado ni hacia Silos, ni hacia el Císter ni
hacia La Vid, acaso su lugar futuro adecuado fuese el cabildo regular de
Osma, ya que los canónigos de aquella catedral, si bien no eran religiosos
consagrados, tampoco eran simples sacerdotes seculares, sino una mezcla
9
Cf. P. Carro, o.c., V p.142-143.
46
de ambas cosas. No hacían votos canónicos, pero sí profesión de una regla
y de vida común con ciertas observancias parecidas a las de los monjes.
Mientras llegaba el momento de ordenarse de sacerdote y de incorporarse
al cabildo, podría ir a Palencia, a estudiar artes liberales y teología superior
en el Estudio General más cualificado del reino, que funcionaba en aquella
ciudad castellana. Dadas sus prendas personales y con el prestigio que le
conferirían aquellas dos carreras universitarias que en Palencia podría ha-
cer, al cabo de diez años, precisamente los que le faltaban para alcanzar la
edad ideal para recibir el orden del presbiterado, se convertiría en el
clérigo más relevante de la diócesis de Osma. De ahí a la mitra no había
más que un paso, muy fácil de dar, porque la familia tenía cerca del rey de
Castilla apoyos sobrados para que a Domingo se le otorgara una de las
sedes mejores del reino.
A doña Juana no le interesaban ni las mitras ni los honores humanos.
Ella quería a sus tres hijos santos. Que llegasen a canónigos, obispos o
papas le tenía sin cuidado.
Si a Domingo le atraía la vida canonical de Osma, que se pensase en
ello.
Lo de Palencia le costaría lágrimas. Bien sabía ella que esa ciudad no
estaba a la vuelta de la esquina, como Gumiel. Pero aceptaba el sacrificio
como uno más entre los muchos que una madre tiene que hacer por sus
hijos. Renunciaría a verlo a menudo, como en los años anteriores, que
venía a Caleruega a cada instante. Se contentaría con tenerlo en casa
durante los veranos. Si la separación le resultaba demasiado costosa, iría
alguna que otra vez a pasar junto a él algunos días de cada año.
Aprobado por los condes el proyecto presentado por el arcipreste y
comentado lo relativo a alojamiento, matrículas, plan de vida, fechas de
ingreso, etc., quedó don Gonzalo encargado de dar los pasos necesarios
para que el plan siguiese su curso.
***
Importante fue aquella reunión familiar celebrada en el castillo de
Caleruega a comienzos del verano de 1184.
A la espalda de Domingo quedaban siete años bonitos, vividos junto a
su tío y preceptor en Gumiel.
También en Gumiel quedaron para siempre un puñado de recuerdos
que el tiempo no ha borrado.

47
Aún perdura la memoria de algunas propiedades que los señores de
Caleruega tenían en la villa: una vivienda grande, en el Colladillo, con
amplio patio central y bodega de siete suelos y lagar; un mesón de gran
capacidad y varias fincas rústicas que pasaron a las monjas dominicas
cuando entraron en la sucesión del señorío.
En la plaza principal, cerca de la iglesia, hay una casa en la que,
según la tradición, vivió el santo con su tío. No puede ser la misma,
naturalmente; pero sí ocupar el mismo sitio que ocupara la de don
Gonzalo.
A raíz de la canonización, Gumiel dedicó a Santo Domingo un altar
en la nave del evangelio del templo parroquial. El altar, aunque
transformado por sucesivas modificaciones, existe.
El día del santo es fiesta de guardar en la villa.
Hay una cofradía, erigida en tiempo inmemorial, oficialmente
dedicada a él.
En los libros parroquiales se registran abundantes memorias de
fundaciones, mandas, legados y disposiciones testamentarias de personas
que querían ser enterradas con hábito dominicano o que donaban bienes y
rentas para el culto del patriarca o para la celebración de misas en su altar.

3. PALENCIA

Año 1184. El verano terminaba. Los fuertes calores que en julio y


agosto resecaban las tierras de Caleruega y las de casi toda Castilla habían
remitido.
Como todos los años, el 7 de septiembre, al caer de la tarde, los
condes, sus hijos y la servidumbre interna del castillo se reunieron bajo las
bóvedas frescas de la iglesia de San Sebastián para asistir a las vísperas
solemnes de la Natividad de Nuestra Señora.
Nunca faltaba a esta fiesta don Gonzalo, que acudía desde Gumiel
con dos o tres días de antelación.
La familia había heredado de sus antepasados, junto con las riquezas,
el poder y su acendrada fe religiosa, una devoción entrañable a la Virgen
Santísima y la tradición de celebrar con especial relevancia la
conmemoración litúrgica de su nacimiento.

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En las fechas precedentes a la festividad se hacía una limpieza
general en el templo: en techumbres, muros, retablos, gradas, suelo,
lámparas, candelabros, acetres, incensarios, ciriales, ambones y atriles,
alfombras, reposteros, cálices, vinajeras, bancos, reclinatorios y floreros.
En la mañana del 7, doña Juana, personalmente, dirigía el trabajo de
engalanar el altar mayor con profusión de candelas y flores de la mejor
calidad, y de tender sobre la mesa manteles de lino almidonados, hechos
por ella y por ella planchados y perfumados, y la colocación en la sacristía
de los más ricos ornamentos, que sólo en esta fiesta se usaban.
Como preste principal en las vísperas y misa mayor del siguiente día
actuaba don Gonzalo, ayudado en el altar por sus tres sobrinos y asistido
por el capellán, que hacía de maestro de ceremonias.
A la hora de costumbre, aquella tarde del 7, comenzó el Oficio
vesperal: salmos, himno, Magníficat con mucho incienso, tanto que la
iglesia quedó oscurecida por aquella nube que flotaba, densa, cuajada y
olorosa, y envolvía a los asistentes, y se mezclaba con el aroma de las
rosas y azucenas, y producía una emoción casi física en los cuerpos de tan
intensa como era la que sentían las almas. Tras de la antífona cantada por
los cinco del altar, el arcipreste entonó la oración y luego el Benedicamus
Domino final, que fue contestado a coro, recia y gozosamente, con el Deo
gratias de la concurrencia.
La fiesta había comenzado.
Acabado el Oficio, los condes y los dos sacerdotes formaron tertulia
en la zona sombreada de la plaza de armas.
Antonio, Manés y Domingo subieron, como muchas otras tardes a
aquella hora, hasta lo alto del torreón. Desde su elevada atalaya, apoyados
en los pretiles y por entre las almenas, les gustaba contemplar el
espectáculo geórgico de la recolección.
Abajo, en los ejidos aledaños de la muralla, los aparceros trataban de
sacar el mayor partido posible a las postrimerías suaves de la jornada. A
aquellas horas el sol no ofendía; casi casi acariciaba a los labriegos.
Todavía quedaban parvas a medio trillar.
Los mulos trotaban un poco cansados sobre el bálago. Más cansados
se mostraban los chiquillos que dirigían la circulación de las bestias. A
estas alturas de la tarde ya no cantaban, como por la mañana o al mediodía,
ni bromeaban, ni se arrojaban mutuamente puñados de paja ni se

49
amenazaban con las trallas cuando sus respectivos trillos se entrecruzaban
en el constante girar.
Más allá, un grupo de hombres y mujeres limpiaban con bieldos un
enorme baraño.
En otro sitio, media docena de mozos medían un muelo de trigo
dorado, ensacaban el grano y cargaban los costales en la carreta que había
de conducirlos a los silos.
Un poquito más al fondo, otros cinco o seis hombres llenaban de paja
una galera provista de baluartes y redes de esparto que aumentaban su
capacidad. Otra semejante venía de camino, vacía, después de haber
dejado su carga bajo los cobertizos que servían para almacenar forrajes.
Hasta el torreón llegaban un tanto amortiguados los bullicios y
chanzas de la gente joven. Mozos y mozas estaban contentos. Paladeaban
la fiesta del día siguiente, porque todos los habitantes del señorío, el 8 de
septiembre, vacaban, vestían sus mejores ropas y participaban en la
celebración del misterio de la Natividad de María Santísima. Por la
mañana había misa cantada con sermón de don Gonzalo, y procesión con
la imagen de Nuestra Señora en andas cubiertas de flores alrededor de la
muralla, mientras volteaban alegres todas las campanas de San Sebastián.
Y por la tarde, allí mismo, en el ejido, en un sitio libre de parvas, había
danzas y cucañas, con premios del señor conde para los mozos que
lograran encaramarse en lo alto de los palos.
Solían los tres hermanos, cuando estaban juntos en las vacaciones
estivales, mantener entre sí animadas conversaciones sobre temas que iban
desfilando: unas veces comentaban cosas menudas, triviales; otras,
recuerdos de sus infancias, o anécdotas ocurridas a ellos o a sus com-
pañeros, en Silos, Gumiel, o allí mismo, en Caleruega; en ocasiones
hablaban sobre noticias que llegaban al castillo de acciones de la guerra
contra los moros, o analizaban sus propias vocaciones o enjuiciaban la
marcha de las instituciones sociales de su tiempo, o de las eclesiásticas, o
el papel de la nobleza o la situación de los colonos.
Aquella tarde callaban, como si no hubiera materia de conversación.
Manés, de temperamento alegre y festivo, el más dicharachero y
hablador de los tres, comenzó a canturrear por lo bajo la antífona del
Magníficat que media hora antes había puesto broche de oro a las vísperas
de la Virgen: Beata Mater et intacta Virgo, gloriosa Regina mundi, in-
tercede pro nobis ad Dóminum.
Parecía como si música y letra se le hubiesen pegado al alma.
50
Domingo seguía mentalmente el curso de la melodía. Llegado un
momento hizo notar que a él la línea musical de aquella antífona le
resultaba triste.
Antonio, de condición reposada y muy dado a las reflexiones, aclaró
que el modo segundo gregoriano no era triste, sino profundo, adecuado
para favorecer la concentración del espíritu. Seguidamente explicó a sus
hermanos, muy brevemente y con gran claridad, las características de cada
una de las ocho modalidades del canto llano. Estaba muy impuesto en esta
materia. No en vano llevaba conviviendo alrededor de diez años con los
monjes de Silos.
Manés, acabado aquel breve cursillo que Antonio les dio en menos de
diez minutos, hizo notar que él no encontraba tristeza alguna ni en la letra
ni en la melodía de la antífona. La cantó de nuevo, pero con voz bien
timbrada y sonora y recio, con entusiasmo y sentido, como la había
cantado a su tiempo en el oficio de vísperas.
Luego añadió que acaso fuese Domingo quien se encontrase en baja
forma: A él no le extrañaba que el benjamín pasase por un momento de
depresión: la hora de la tarde de aquel día preotoñal, el acabarse las
vacaciones, el tener que dejar Caleruega de allí a dos días, todo eso, más
que la antífona, le habían producido un estado explicable de melancolía...
No andaba equivocado Manés, porque, al cabo de un rato de nuevo
silencio, Domingo, señalando a occidente, con un tono que en vano trataba
de ocultar un medio suspiro, dijo:
—Por allí, por donde el sol se está hundiendo, queda Palencia.
El asunto estaba claro.
Al pequeño le costaba arrancarse del ambiente familiar, dejar
Caleruega y Gumiel, y la convivencia con los suyos y los reencuentros de
los tres hermanos tan frecuentes hasta entonces, porque a Manés, interno
en la escolanía cisterciense de San Pedro, lo veía casi todos los días; y uno
y otro se juntaban con Antonio en el castillo en verano, en Navidad, en
semana santa y en la de Pascua, y en la de Pentecostés, y en otras muchas
ocasiones, porque Silos, Gumiel y Caleruega estaban tan cerquita, que
abundaban las oportunidades y motivos para reunirse junto a sus padres
cada muy poco tiempo.
Manés, llevado de su carácter vivaz y afectuoso, trató de levantar el
ánimo al futuro universitario y habló con entusiasmo de los lados positivos
que él veía en aquel desplazamiento a Palencia.

51
Era interesante conocer tierras nuevas y cielos diferentes a los de
aquella media naranja que a ellos constantemente cobijaba, siempre igual,
fija, permanente sobre el área de Caleruega, Aranda, Gumiel, La Vid y
Silos. A eso se reducía su mundo conocido. Y el de Domingo. ¿Y sus
viajes? Sosísimos. Del castillo al monasterio y del monasterio al castillo.
Las únicas excepciones no significaban nada; porque, aunque hubieran
salido a visitar parientes a otros castillos o a otros monasterios, siempre se
trataba de lo mismo: de abadías y fortalezas; y todas ellas eran más o
menos iguales, y todas situadas en la misma zona y en tierras tan similares,
que por mucho que rebuscaran diferencias no las hallaban, era como dar
vueltas a una noria: monotonía y más monotonía.
Siquiera Antonio, observaba Manés, por eso de ser el mayorazgo,
había traspasado aquellos horizontes y había acompañado a su padre a
Burgos, Valladolid, Toro, Zamora y había llegado hasta Talavera. Pero ¿y
ellos? Sobre todo, ¿y él? Porque Domingo ahora iba a tener ocasión en su
viaje a Palencia de conocer pueblos y ciudades y parajes diferentes.
Antonio aclaró que los paisajes de Burgos, Valladolid, Toro, Zamora
y los de Talavera se parecían a los de Silos, Gumiel y Caleruega como una
gota de agua a otra gota de agua; y se parecían sus gentes; y las ciudades y
villas que él había visto eran más o menos como Aranda: la semejanza de
sus calles, edificios, emplazamientos y costumbres rayaba en la identidad.
Hasta los ríos que por ellas pasaban y los puentes para cruzarlos
acentuaban el parecido. La misma mansedumbre que llevaba el Duero en
Aranda y el mismo color de sus aguas se veían en Toro y en Zamora. Igual
ocurría con el Arlanzón en Burgos, con el Pisuerga en Valladolid y con el
Tajo en Talavera.
La conversación se fue animando.
Recordaron cosas que ya los tres sabían: que en Castilla, antes de
llamarse Castilla, hubo mucho arbolado y selvas espesas taladas por moros
y cristianos, según sus conveniencias, para evitar emboscadas durante las
campañas guerreras. Desde los castillos y atalayas se divisaban mejor las
lejanías estando las tierras despejadas que cubiertas de boscaje. Tras de la
tala, los monjes y los refugiados que vinieron desde Asturias y Cantabria a
repoblar limpiaron los suelos de malezas y tocones, los allanaron y
pusieron en cultivo. Donde había charcas, las desecaron y convirtieron en
navas y vegas.
Por ahí iba la conversación cuando el sol desapareció hundiéndose
por occidente, por donde quedaba Palencia.
52
La luz sobre la campiña dejó de ser amarilla y clara. Los macizos
lejanísimos que en algunos sitios cerraban sinuosamente el horizonte se
tornaron azules, luego de color de malva, después grises, como ceniza cada
vez más densa y oscura.
Comentando estaban aquella sucesión de tonalidades cuando sonó la
campana grande de San Sebastián.
De las eras, en un parpadeo, desapareció la gente.
Antonio, Manés y Domingo dejaron también la torre almenada.
Descendieron a la base, salieron al patio y, por una puerta lateral,
pasaron a las dependencias familiares del castillo. El toque aquel de
campana indicaba que el día había terminado y que la noche comenzaba.
***
Las pretensiones iniciales de los reconquistadores fueron muy
simples: empujar a los moros hacia el sur, que reembarcaran en Gibraltar y
entraran de nuevo en Africa.
La empresa se prolongó más allá de todas las previsiones.
A medida que se alargaba, se fue enriqueciendo con cargas de
romanticismo y de espiritualidad.
De Covadonga se hizo un símbolo; de la contienda, una cruzada.
La fe de los guerreros cristianos aceptó de buena gana la
colaboración de la Iglesia, que, fiel a su misión y con la ayuda
principalmente de los monjes, trató de reimplantar el credo y la liturgia en
las tierras recuperadas.
Los monasterios, a medida que se iban poblando, añadieron a su
misión colonizadora y al culto divino interno la tarea noble de crear, sobre
la anterior cultura visigótica, otra de carácter hispánico, inspirada en San
Isidoro de Sevilla.
A partir del concilio II de Letrán (1139), los obispos emprendieron en
España una labor conjunta de saneamiento de las costumbres públicas y de
prestigio del clero y de las instituciones eclesiales. De todo esto se hizo
una programación en el sínodo de Valladolid de 1143.
Cinco años más tarde, en 1148, fue nombrado prelado de Palencia
don Raimundo Berenguer, tío de Alfonso VIII de Castilla. En seguida de
acceder a su sede y de acuerdo con los dictados de la asamblea
vallisoletana, erigió en su ciudad episcopal un Estudio cualificado, en el

53
que los deseosos de cultura pudiesen recibir formación humanística y
superior.
Las humanidades se cursarían en dos ciclos de artes liberales: el
trivio, a base de gramática, dialéctica y retórica; y el quatrivio, que
comprendería la aritmética, geometría, astronomía y música. Quienes
aspirasen a mayor formación podían obtenerla en las escuelas superiores
de medicina, derecho y teología que habían de funcionar en el Estudio.
Por aquellos mismos años, entre 1130 y 1150, su homónimo don
Raimundo de Sauvetat había fundado en su sede toledana una escuela de
traductores, con la idea de dar a conocer al mundo latino las obras de los
filósofos, médicos y matemáticos griegos, árabes y judíos.
En 1150 sucedió a don Raimundo en la silla arzobispal de Toledo el
que hasta entonces había sido obispo de Segovia, Juan Hispalense. Este
prelado, con la ayuda de Domingo Gundisalvo, arcediano de la catedral
segoviense, dio un fuerte impulso a la escuela abierta por su predecesor.
Arabes y judíos conversos tradujeron los escritos de Avicena, Averroes,
Algacel, Alfarabi, Avicebrón, y los de Euclides, Arquímedes, Tolomeo,
Galeno, Hipócrates,
Sócrates, Platón, Aristóteles, etc., que luego Gundisalvo pasó al latín.
Pero Gundisalvo hizo más: trató de aprovechar todos aquellos
hallazgos. Con ellos y lo que ya se conocía de Boecio y de San Isidoro y
de otros Padres de la Iglesia, confeccionó unos planes de estudio sobre
matemáticas, medicina, ciencias de la naturaleza, filosofía y teología
capaces de proporcionar una cultura muy superior a la derivada del trivio y
del quatrivio.
En 1184 se hizo cargo de la diócesis palentina un nuevo obispo, don
Arderico. Procedía de la de Sigüenza. Conocía bien la planificación que se
seguía en Toledo. No lo dudó. Aquel mismo año cambió los planes de
estudio de don Raimundo Berenguer por los de Gundisalvo. En adelante,
las artes liberales que se cursaran en Palencia abarcarían seis cursos: dos
de ciencias humanas: gramática, poética, retórica, historia. Dos de
sapienciales: física, medicina, navegación, alquimia, aritmética, geometría,
óptica, astrología y música. Dos de filosóficas: disciplinas de la razón en
torno a la metafísica y demás ciencias del espíritu según las concebían los
griegos, árabes y judíos.
Este ciclo constituía de por sí una carrera: la de artes. Muchos
estudiantes no pasarían de ahí.

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Don Arderico enriqueció en cantidad y calidad los cuestionarios de
las escuelas especiales de medicina, derecho y teología, convirtiendo esos
departamentos en facultades. Contrató para cada una de ellas profesores
competentes buscados por diferentes lugares de España y del extranjero.
De ese modo, el centro formativo que don Raimundo Berenguer
fundara años antes en Palencia, quedó convertido en un Estudio general o
universal; es decir, en una Universidad, que así, para simplificar,
comenzaron a llamarse en el siglo XIII esas instituciones de altos estudios.
Quiso el obispo, al estructurar tan a fondo las escuelas palentinas, que
en ellas rigiesen costumbres y estatutos similares a los de París y Bolonia.
El curso se inauguraba el 14 de septiembre, fiesta de la Exaltación de
la Santa Cruz, con misa votiva “de Spiritu Sancto” y un acto académico
solemne, presidido por él, como gran canciller, por el rector magnífico y
los decanos, y con asistencia obligatoria de todos los alumnos matricu-
lados y de todos los profesores.
Las lecciones deberían comenzar al día siguiente.
El calendario escolar señalaba como días no lectivos los domingos y
fiestas generales de la Iglesia, las particulares de la ciudad, una semana en
la Natividad del Señor, otra desde el miércoles santo al de Pascua de
Resurrección, lunes y martes de Pentecostés y alguna otra fecha de libre
designación del rector.
Las clases terminaban la víspera de San Juan, 24 de junio.
El curso se clausuraba el día de San Pedro, con misa de acción de
gracias y un tedéum solemne en la catedral.
***
El nueve de septiembre de aquel 1184, con estrellas en el cielo, salió
de Caleruega la caravana que había de acompañar hasta Palencia al novel
universitario.
Convenía llegar a la ciudad castellana con algunos días de antelación
al de la apertura del curso para buscar alojamiento adecuado a la condición
del estudiante, hacer la matrícula, conocer al rector, hablar con los
profesores, adquirir material escolar y completar el equipo en lo que fuere
necesario.
Doña Juana tenía mucho interés en dejar bien instalado a su hijo en
alguna de las residencias que, según don Gonzalo, existían para
muchachos de aquella o parecida edad, dirigidas por eclesiásticos y de
55
alguna manera dependientes de la Universidad. Domingo, aunque espigado
y esbelto, no era más que un niño de catorce años casi recién cumplidos.
Tenía buena salud y buenas disposiciones y costumbres; pero no había
salido nunca del ámbito familiar de Caleruega y Gumiel ni sabía lo que era
vivir entre gente extraña. Necesitaba ella hacer estas consideraciones al
director de la residencia y encargarle que cuidara mucho de él, y dejarle
dinero para que le procurara suplementos en la alimentación si la del
colegio acaso no fuera suficiente, que estaba en época de crecimiento; o le
proporcionara ropa de abrigo en el invierno si la que llevaba no bastaba o
al crecer se le quedaba corta. Y en lo espiritual, que lo atendieran mucho,
como hasta entonces ella y el conde y el arcipreste lo habían atendido. Eso
era lo que más le interesaba: que su hijo fuese siempre un auténtico siervo
de Dios. ¿No le barrenarían los otros estudiantes, tantos y tan distintos en
modos de pensar y de obrar, la buena madera de que estaba hecho y la
conformación virtuosa que en el castillo y en Gumiel habían dado a su
alma?
En una carroza de la casa iban la condesa y Domingo. Los dos solos.
Quería la madre gozar de la compañía de su pequeño estudiante durante
todo el trayecto hasta Palencia y desquitarse de los meses larguísimos que
iban a estar separados. Y hablarle y prevenirle de los posibles peligros de
todo género, físicos y espirituales, que podrían salirle al paso en su nueva
vida.
Cerca de los estribos, a caballo, don Félix y don Gonzalo formaban
una a manera de escolta de respeto.
En otra carroza viajaban dos criadas de la señora y el cofre del hijo, y
otro mayor con las ropas de recambio de doña Juana. En los respaldos,
almohadas y mantas de viaje. Bajo los asientos, cestas con provisiones
para el camino.
Detrás de este coche de servicio seguían los criados del conde y del
arcipreste, en mulas y jacas.
Domingo oía a su madre. La oía y la escuchaba. Y hablaba también
con ella.
¡Qué extraño!, pensaba. El 7 y el 8 lo pasó mal. Aunque tratara de
disimularlo para evitar que Manés le gastara bromas, era cierto que aquella
tarde en el torreón estaba triste y no podía alejar de su cabeza la idea de la
inminente salida hacia tierra lejana. La fiesta de la Natividad fue para él
amarga por la misma razón. Pensando en todo esto no había dormido casi
nada la noche última; sólo de madrugada se quedó un poco traspuesto, no
56
mucho antes de que doña Juana viniera a despertarlo. Durante la misa se
sintió nervioso. Menos mal que fue Antonio quien estuvo a su lado, y
Antonio, con la atención concentrada en el acto litúrgico, no se dio cuenta
de nada. Si hubiera sido Manés, por supuesto que lo hubiese notado y
puede que, aunque estuvieran en la iglesia, se hubiese reído de él; pero
Manés estaba lejos, en el altar, ayudando como acólito a don Gonzalo.
También estuvo nervioso y preocupado durante la despedida de sus
hermanos, del capellán y de los criados que acudieron a subir los equipajes
a las carrozas y a poner en marcha el desfile de la comitiva. Pero en cuanto
su coche salió de la fortaleza y dejó atrás la muralla, miró hacia el castillo
y a cuantos allí se quedaban, sin pena; y sin pena vio cómo la villa
quedaba a su espalda; y ahora, desde hacía buen rato, estaba contento y
podía oír a su madre y tener en cuenta cuanto le decía, y mirar hacia los
lados de la calzada y extender su vista a través de la ventanilla de su
costado y derramarla por la campiña, cada vez más clara, a medida que
amanecía...
¡Qué lástima que no lo viera ahora Manés! Podría comprobar que no
iba llorando, ni apenado, ni bajo de ánimo, sino feliz y contento, camino
de aquella Palencia desconocida y lejana.
Después de salir el sol, cuando la tierra que recorrían quedó
iluminada, miró con mayor avidez, en busca de emociones nuevas, de
sensaciones extrañas. A pesar de que se decepcionaba, no mermaba su
actual alegría.
Se decepcionaba y se decepcionó a lo largo de toda la jornada, hasta
que don Félix, que desde fuera había mandado parar la carroza, les dijo;
¡Palencia a la vista! Sin bajarse se asomaron. Se veía poco y mal, porque
empezaba a anochecer; pero allá, como a media legua, por encima de un
cerco de arbolado, descollaban algunas torres y espadañas de iglesias y
conventos, y por entre las ramas más abiertas del cinturón vegetal se
divisaban trozos de almenas y cubos de la muralla.
La decepción a lo largo del día y de los caminos nació de que, en vez
de paisajes nuevos y de sorpresas para la vista y la curiosidad de su recién
estrenada condición de viajero, no halló sino lo que Antonio le había dicho
dos días antes en el torreón: que Castilla era uniforme.
Mientras avanzaron, mañana y tarde, unas veces su madre, otras don
Félix, que se asomaba de vez en cuando al interior del coche, le decían qué
pueblo era el que tenían a la vista.

57
Hicieron varias paradas: para almorzar, para comer, para cambiar los
tiros o para dar de beber a mulas, caballos y jacas, o para refrescarse ellos
mismos. Aunque fuese por poco rato, se detuvieron en casi todas las ventas
que hallaron a su paso.
Antonio tenía razón: Iban encontrando, legua tras legua, los mismos
sembrados, los mismos barbechos y rastrojales, las mismas huertas llanas
con las mismas norias y los mismos cultivos, los mismos oteros, las
mismas ondulaciones del terreno, los mismos horizontes en la lejanía, los
mismos trechos largos, larguísimos y rectos de calzada, los mismos
rebaños de ovejas, los mismos montones de paja en almiares, la misma
apariencia en los poblados modestos y la misma estructura de Aranda en
las villas de más importancia. Hasta los mesones y posadas en que pararon
o dejaron al lado sin detenerse parecían ser uno sólo que tan pronto como
ellos lo hubieran pasado tomara carrera y se les adelantara para
comparecer de nuevo en una nueva encrucijada o a la vera de algún pozo.
Los posaderos y mesoneras del ventorro anterior se dijeran que eran
también las mismas mesoneras y posaderos que encontraban en el parador
siguiente.
Cuando su padre y su madre le confirmaron que así era Castilla y así
sería todo hasta que llegaran a Palencia, decreció su curiosidad y a ratos se
durmió. Sin tristeza. Tenía sueño, y el traqueteo del vehículo y la
monotonía del paisaje le invitaban a ello. Pero siempre que despertó,
despertó con alegría, y con alegría prosiguió su camino hasta que llegaron
a la ciudad.
Cinco días estuvieron con él los condes y don Gonzalo. Los cuatro
primeros los ocuparon en las gestiones programadas.
El 14, por la mañana, lo dejaron alojado en su nueva residencia, pero
pasó la jomada entera con ellos. Asistieron a la misa, al acto académico,
entretuvieron el día, y por la noche le pusieron ya en manos del director.
Era la hora de la despedida. La caravana regresaría a Caleruega sin él,
desde el parador donde se habían hospedado, y antes de la amanecida.
Claro que sintió como un desgarro cuando abrazó a los suyos, éstos
salieron del zaguán del colegio estudiantil y el portón se cerró dejándole a
él dentro con el director.
Al día siguiente, al despertar y tomar conciencia de dónde se
encontraba y por qué y para qué, se le abrió la herida de la pena.
Pero, reflexivo, valiente, se hizo a la idea, asumió su nueva condición
y se entregó al estudio y comenzó con entereza a recorrer el camino que
58
tenía delante, ajustándose a las indicaciones que sus padres y su tío le
habían hecho con antelación.
“El tiempo pasa de prisa, le decía el director los primeros días. Pronto
llegará el verano, volverás al castillo y pasarás dos meses con tu familia.
Antes de dos semanas estarás identificado con este ambiente y te sentirás a
gusto. Ya lo verás”.
Domingo comprobó que sí, que fue de ese modo. Se identificó con el
nuevo estilo de vida. Piadoso, ordenado, trabajador, honrado y sincero, a
los ojos del director y de sus compañeros y de sus profesores aparecía
como un muchacho feliz.
Feliz se sentía también interiormente, con plena conciencia de que
sobre su pasado debería edificar, con los elementos que Dios había puesto
a su alcance, un jalón más de su existencia.
Los estudios le resultaron fáciles. Llevaba muy buena preparación.
Los dos cursos primeros de ciencias humanas, que comprendían las
materias de gramática, poética, retórica e historia, fundamentalmente los
traía ya hechos de Gumiel. Pudo habérselos saltado o haber perdido el
tiempo durante ellos. Con buen sentido, y de acuerdo con sus profesores,
que habían advertido la gran fundamentación que ya poseía, se dedicó a
profundizar en aquellas disciplinas hasta donde la competencia de sus
maestros, que era grande, lo permitió.
Las asignaturas de ciencias sapienciales: física, medicina,
navegación, alquimia, aritmética, geometría, óptica, astrología y música
las estudió con la ilusión de adquirir conocimientos en su mayor parte
nuevos para él. En seguida se dio cuenta del valor cultural que en sí tenían.
Aún puso más empeño en dominar las ciencias filosóficas o
disciplinas de la razón, en alguna de las cuales estaba ya iniciado por su
tío.
“Siendo de catorce años el glorioso santo, dice Hernando del Castillo,
le enviaron sus padres, con el orden que convenía, a la ciudad de Palencia,
a donde eran entonces las escuelas universales de España”10.
El beato Jordán y los hagiógrafos hacen constar que en ese Estudio
cursó las artes liberales y cuatro años más de teología; y se extienden en
ponderar su aplicación y aprovechamiento, sus virtudes cristianas, la

10
FRAY HERNANDO DEL CASTILLO, O.P., Historia General de Santo Domingo y de
su Orden de Predicadores I (Madrid 1584) V p.15-16.
59
generosidad para con los pobres, tan abundantes en aquella época, y el
tono de la gran sencillez evangélica de su vida.
Sobre su aplicación y buenos resultados observa Jordán de Sajonia:
“Estudiaba con tal tenacidad y constancia, que la misma pasión por
aprender le impulsaba a pasar las noches casi insomne... La verdad que
captaba, grabada prodigiosamente en su inteligencia, era retenida fijamente
en su prodigiosa memoria”11.
La imagen histórica de Santo Domingo, estudiando artes desde los
catorce a los veinte años, y teología hasta los veinticuatro, en la
Universidad de Palencia, con conciencia del deber, haciéndose hombre de
provecho, dando satisfacciones a sus padres y profesores, ha servido de
estímulo y ejemplo durante siete siglos a todos los dominicos, y muy
especialmente a los que durante los años de formación académica se
preparan para el ministerio cursando la larga y apretada carrera que la
orden en todas sus provincias tiene uniformemente programada.
Cada verano, el universitario palentino se reencontraba en Caleruega
con sus familiares.
Los primeros años, julio y agosto se le antojaban excesivamente
cortos. Septiembre se echaba encima a pasos agigantados. La fiesta de la
Natividad de Nuestra Señora, tan bonita en los estilos tradicionales del
castillo, tenía para él, desde que marchó a Palencia, un encanto recortado,
porque al siguiente día debería dejar la deliciosa convivencia familiar y
regresar al bullicio abigarrado de las aulas.
No le gustaba la holganza. Amaba el estudio. Pero se sentía a gusto
entre los suyos y le dolía la separación.
Durante las vacaciones que siguieron al tercer curso de arte, sus
padres y don Gonzalo advirtieron que el estudiante había experimentado
un cambio profundo. Seguía siendo amable y cariñoso, agradable y
simpático. Pero al lado de esas prendas habituales en él se mostraban otras
nuevas, de equilibrio, reflexión, sentido de la responsabilidad y como un
asomo de incipiente proceso de maduración.
Decididamente, la niñez de Domingo había quedado atrás.
Hablaba tal vez algo menos que antes. Y cuando lo hacía, se advertía
en cuanto dijera cierto sello de convicción.
Ese verano ni le parecieron cortos los meses de vacaciones ni que
septiembre se precipitaba.
11
O.c. (BAC), P-160.
60
Los condes y el arcipreste comentaron entre sí aquel cambio: ¡Qué
ordenado en todas sus cosas! ¡Cuán contento se mostraba de sus estudios y
deseoso de proseguirlos! ¡Qué ideas tan juiciosas tenía sobre los temas
importantes que en familia se trataban en las sobremesas y en los paseos al
atardecer! ¡Cuánta atención y comprensión ponía cuando Antonio y Manés
disertaban sobre sus proyectos y vocaciones, y con qué naturalidad y
claridad exponía él lo que para sí mismo deseaba y lo que pretendía ser!
Antonio se había formado y seguía formándose al lado de los monjes
de Silos. De niño perteneció a la escolanía. Al iniciarse su juventud no se
sintió con vocación suficiente para recibir el hábito monástico, pero
continuó entre los benedictinos recibiendo lecciones, con vistas a or-
denarse de sacerdote cuando tuviera la edad adecuada y ayudando en el
hospital que la abadía tenía instalado en un pabellón anejo al monasterio.
Manés había pasado sus años de formación infantil entre los
cistercienses de San Pedro de Gumiel.
Dieciséis años tenía cuando Domingo marchara a Palencia.
Don Gonzalo, acostumbrado a la compañía de su sobrino menor, se
sintió de pronto demasiado solo, como jubilado, sin qué hacer. Para llenar
el vacío, concertó con su hermana y su cuñado la traída a su casa del
segundo de sus hijos, que esperaba a tener edad suficiente para tomar una
resolución vocacional firme. Puesto que apuntaba a ingresar en el Císter, y
precisamente en la abadía de San Pedro, desde la vivienda del arcipreste, al
mismo tiempo que estudiaba algo y enriquecía su formación, podía seguir
en contacto con los monjes.
Domingo seguía identificado con el plan que años antes le trazaran:
proseguiría sus estudios, se ordenaría a su tiempo de presbítero y se
incorporaría al cabildo regular de Osma.
***
Las vacaciones veraniegas de 1188 fueron las últimas que los tres
hermanos pasaron juntos, y no completas; porque Manés, con veinte años
cumplidos, regresó, antes de que terminaran, a Gumiel, para vestir el
hábito del Císter y profesar sus reglas.
Entre 1188 y 1190 recibió Antonio las órdenes sagradas mayores y se
incorporó oficialmente al hospital de Silos.
El precepto evangélico del amor fraterno, que en nuestros días es
interpretado como una invitación urgente hacia la acción social en favor de

61
los desheredados, en la Edad Media tuvo su principal expresión a través de
las obras de misericordia.
Los teóricos medievales, muy dados a las sistematizaciones,
agruparon las diversas maneras posibles de ayudar al prójimo en catorce
categorías: siete espirituales y siete materiales. Con éxito: esa
sistematización ha estado presente en nuestros catecismos hasta la
renovación eclesial ahornada en el concilio Vaticano II.
Todas las maneras posibles de amor práctico mutuo tenían cabida en
aquellos catorce predicamentos.
La misericordia es una forma dinámica de benevolencia, nacida de la
caridad y proyectada hacia el prójimo, considerado como un Jesucristo
redivivo, en trance de necesitar una ayuda concreta.
Por amor de Dios, Padre común de todos los hombres, por Dios, más
brevemente, pedían los menesterosos pan, agua, ropa, asilo, consejo o
consuelo; de ahí que a los mendigos profesionales se los llamara
“pordioseros”.
Por amor de Dios, quienes tenían entrañas caritativas y medios,
proporcionaban el socorro que se les pedía; y si carecían de esos medios o
de esas entrañas de caridad, remitían al solicitante hacia una instancia
superior: Que Dios te ampare, hermano, le decían.
El deseo de realizar los diferentes tipos de misericordia multiplicó, en
ciudades y pueblos, casas que se llamaban de “por Dios”. Sus dueños las
legaban testamentariamente para que sirvieran de vivienda, sin
otorgamiento de propiedad, a familias pobres. A unos usufructuarios
sucedían otros; y así perpetuamente.
Otros donantes de mayores posibilidades fundaban hospitales. No
eran precisamente centros clínicos, sino albergues para pobres y peregrinos
que no podían pagar alojamiento en mesones o posadas; para itinerantes,
que por voto o por penitencia o por profesión de pobreza voluntaria
pasaban por un lugar; para transhumantes que iban de pueblo en pueblo,
solicitando trabajo o pidiendo limosna; para ancianos y enfermos sin
familia que pudiese o quisiese atenderlos. En esos hospitales se admitía a
cuantos llegaban. Se les daba gratuitamente comida y posada; y ropa si la
precisaban; y doctrina y consejos buenos. Si venían enfermos, se les
cuidaba; en casos de gravedad, se les socorría espiritualmente con los
sacramentos; si morían, se encomendaban sus almas a Dios y se daba
piadosa sepultura a sus cuerpos.

62
Por supuesto que el alojamiento y el trato material que en estos
hospitales se daba a la clientela era modesto. No podía ser de otra manera,
dada la cantidad de gente que llegaba a ellos pidiendo cobijo y comida. Ni
los peticionarios solían ser exigentes. No obstante, en las cláusulas fun-
dacionales de algunos de estos centros o en los estatutos de regiduría se
indicaba que hubiera algunos aposentos especiales para religiosos y
peregrinos de calidad, y para pobres honrados, que en nuestro lenguaje
actual llamaríamos gente venida a menos. En esos aposentos, las camas,
que solían ser de tablas, en vez de sacos de paja, deberían tener colchones
de lana y mantas decentes, y en algunos casos, sábanas limpias y cabezales
con sus fundas bien lavadas.
De la administración de estos albergues se encargaban cofradías o
clérigos. Los trabajos de cocina y limpieza los desempeñaban mujeres a
sueldo.
En estos centros de caridad, que el público llamaba “santos
hospitales”, se podían realizar simultáneamente todas las obras de
misericordia: las espirituales y las materiales.
Eran instituciones muy importantes desde el punto de vista de la
acción religiosa y de la social.
La abadía de Silos sostenía a sus expensas uno de estos hospitales.
Antonio prestó voluntariamente sus servicios en él durante los años
de sus estudios eclesiásticos entre los monjes. Y se formó su plan para el
futuro: cuando fuese sacerdote, se consagraría de por vida a este ministerio
de caridad.
Y lo hizo. En Silos, cuidando pobres, permaneció hasta la muerte de
sus padres. Cuando entró en posesión del señorío que don Félix y doña
Juana le legaron, transformó el edificio del castillo en hospital, y a su
sostenimiento aplicó sus rentas, y al cuidado del mismo se consagró hasta
el final de su vida, que no debió de ser larga.
Se supone con fundamento que Manés le atendió en su última
enfermedad, que después de muerto lo llevó a Gumiel y lo sepultó en el
panteón familiar de San Pedro.
***
Veinte años, cumplidos unos días antes, tenía Domingo cuando, a
primeros de julio de 1190, vino de Palencia a Caleruega, con su carrera de
artes terminada y su título de graduado en el bolsillo.

63
Un poco solo debió de sentirse sin Antonio, que hacía caridades en
Silos, y sin Manés, que en Gumiel oraba y trabajaba como un monje más.
Tampoco él pasó las vacaciones enteras en el castillo.
Don Gonzalo, de acuerdo con el obispo de Osma don Martín de
Bazán, con el prior del cabildo de la catedral, don Diego de Acebes, con
don Félix y doña Juana y con el propio interesado, tenía las cosas
dispuestas para que, durante aquel verano, ya graduado en artes, recibiera
la tonsura (que le graduaba de clérigo y le capacitaba para ser titular de
beneficios) y tomara posesión de la canonjía que previamente le tenían
reservada.
El beato Jordán consigna el hecho de la colación canonical muy
sumariamente. Se limita a decir que, siendo Domingo estudiante en
Palencia, el obispo de Osma, que había tenido conocimiento de sus
calidades y virtudes, lo llamó para hacerlo canónigo de su catedral.
La asunción de este beneficio no implicó alteración de los planes que
sobre el nuevo prebendado tenían trazados los condes y el arcipreste.
Al mismo obispo don Martín debieron de parecerle excelentes. Desde
que se hizo cargo de la silla de Osma venía tratando de reorganizar su
cabildo. A nadie interesaba tanto como a él disponer de elementos
competentes que secundaran sus proyectos.
En septiembre de aquel mismo verano, el canónigo don Domingo de
Guzmán regresó una vez más a Palencia para proseguir sus estudios.
Ya no se alojó en la residencia colegial.
Era graduado en artes y capitular de la santa iglesia catedral de Osma.
Iba a comenzar su carrera superior de teología.
Sus padres le pusieron casa propia. En ella, asistido por algún criado,
viviría con mayor holgura e independencia para dedicarse más
intensamente al estudio.
Cálculos fundados en las costumbres del tiempo abonan la suposición
razonable de que, en el verano de 1191, el canónigo don Domingo de
Guzmán recibió las cuatro órdenes menores; en el de 1192, el
subdiaconado; en el de 1193, el diaconado, y en el de 1194, el sacerdocio.
Que en este último año se ordenó de presbítero es cosa averiguada.
Así lo atestigua el padre Serafín Tomás en la biografía documentada que
escribió de nuestro santo en el siglo XVII.
Año importante para la familia del castillo de Caleruega.

64
En el transcurso del mismo, no sabemos si antes o después de la
ordenación sacerdotal de Santo Domingo, murió su padre, don Félix de
Guzmán, a la sazón de sesenta de edad. Y murió tan piadosamente como
había vivido, haciendo bueno el dicho de San Agustín: Talis vita, finís ita.
Hombre profundamente cristiano, casado con una mujer santa y
responsable de tres hijos también santos, mereció que sus contemporáneos
lo tuvieran en fama de mucha virtud.
Lo mismo que a Antonio, las gentes comenzaron a dar a don Félix, a
raíz de su muerte, el título de venerable.
Sus restos fueron sepultados en el panteón que la familia tenía en la
abacial cisterciense de San Pedro de Gumiel.
Allí permanecieron hasta el 23 de mayo de 1864. En esa fecha fueron
trasladados, con los de Manés y Antonio, a Caleruega y entregados
oficialmente a la madre priora de las dominicas como reliquias de gran
valor afectivo y espiritual para la Orden de Predicadores.
Al año de morir don Félix perdió su vida luchando contra los moros,
en la batalla de Alarcos (1195), su hermano mayor, don Pedro de Guzmán,
el ascendiente de tantas casas nobles españolas de la actualidad.
Las postrimerías del siglo XII fueron de gran actividad bélica en las
tierras más meridionales de Castilla y en las septentrionales de Andalucía.
En menos de un lustro desaparecieron de los documentos reales los
nombres de casi todos los tíos paternos y matemos de Santo Domingo.
Unos tras otros fueron cayendo en los campos de batalla.
El licenciado Domingo, sacerdote, canónigo, con sus carreras de artes
y de teología superior terminadas, no se quedó en Osma tras de su
ordenación de presbítero.
Todavía debería recorrer unos años más sus bien conocidos caminos
de Caleruega a Palencia.
Había concluido brillantemente sus carreras oficiales por el plan de
don Arderico.
En la facultad teológica todos decían que era el número uno de la
primera promoción salida de aquella universidad a partir de la restauración
de los estudios hecha por el prelado de la diócesis en 1184.
El decano, el rector magnífico, el gran canciller y el cuerpo de
profesores estaban de acuerdo en que había que procurar la incorporación
de aquel joven al claustro de catedráticos.
Hablaron con él de ello.
65
El nuevo licenciado veía la conveniencia de formarse más y más.
Nada obliga al estudio y a la profundización tanto cómo la responsabilidad
de regentar una cátedra. Al mismo tiempo le atraían otras metas: las de su
vocación de retiro contemplativo alternado con el ministerio templado que
podía hacer en su catedral. Que su superior jerárquico decidiera.
Los mandos de la Universidad trataron del asunto con el obispo de
Osma.
Don Martín y el prior del cabildo don Diego de Acebes aceptaron que
continuara cuatro años más en Palencia explicando teología bíblica. No
concedieron mayor plazo. Si el Estudio general del reino necesitaba los
servicios de aquel profesor, también el capítulo de Osma deseaba disponer
de su canónigo.
Cuatro años de duro trabajo y muchas vigilias. No sólo el incipiente
maestro estrenaba cátedra en el centro didáctico más autorizado de España,
sino que la cátedra estrenaba maestro y universidad; porque había sido
expresamente creada para el nuevo catedrático. A él correspondió acotar la
materia sobre la que habrían de recaer las tareas docentes, estructurarla,
organizaría, seleccionar y programar cuestiones, de modo que ni pisara
terrenos de otros compañeros de claustro ni dejara temáticas importantes
fuera del contorno de la nueva asignatura.
Conocemos los procedimientos de docencia que se usaban en aquella
época. Se mantuvieron en vigor durante siglos, hasta que el
descubrimiento y aplicación de la imprenta y otras técnicas subsiguientes
facilitaron la labor de maestros y estudiantes.
La asignatura confiada a Santo Domingo versaba sobre determinados
asuntos de teología bíblica y patrística.
Para preparar sus clases debería manejar manuscritos de la Sagrada
Escritura y de los Santos Padres.
De los libros sagrados tomaba los temas sobre los que debería
disertar en clase.
Sobre pergaminos limpios y bien preparados por artesanos
especialistas en ese oficio y que se adquirían en el mercado escribía
previamente en casa el desarrollo de cada cuestión, en forma de tesis,
probada con los testimonios de la palabra de Dios revelada y reforzada con
argumentos patrísticos. Añadía sus propias reflexiones y glosas, sacaba
conclusiones y corolarios, razonaba todas esas consecuencias, exponía las
dificultades que contra la tesis pudieran advertirse y los puntos de vista
sostenidos en el pasado por algunos herejes o recalcitrantes; refutaba las
66
posiciones de éstos y aclaraba lo que en la doctrina teológica ortodoxa
presentara alguna sombra.
Todo iba escrito por él en hojas y más hojas que luego él mismo o
algún experto cosía para su mejor manejo. De ese modo, cada grupo de
cuestiones así desarrolladas venía a constituir un volumen, o un libro de
los que entonces se usaban.
Llegada la hora de la lección, sentado en su cátedra, leía a los
alumnos el texto previamente escrito, lo mismo que los demás maestros en
sus respectivas clases. De ahí que por entonces se llamaran oficialmente
lectores a los catedráticos. En la Orden de Predicadores todavía así se
siguen llamando, en el lenguaje interno de las constituciones y de los
conventos. Entre los dominicos, Lector es un título académico, que
equivale a profesor oficialmente diplomado y autorizado para la enseñanza
superior de las ciencias eclesiásticas.
Los alumnos copiaban lo que se les leía o tomaban notas, hacían
preguntas, pedían aclaraciones, objetaban si hallaban reparos que oponer a
lo que el profesor decía. Y éste, según su habilidad, competencia y
facundia, contestaba, puntualizaba, esclarecía conceptos, de manera que la
doctrina que trataba de transmitir quedase bien comprendida y asimilada
por los estudiantes.
El catedrático que quisiera hacer bien su oficio tenía que trabajar
mucho en casa. Y no sólo cerebralmente; físicamente también, para
componer a mano los leccionarios o libros de texto —ése es el origen de
esta terminología todavía actual, aunque ahora signifique algo distinto—,
que a lo largo de los nueve meses de curso debería leer y explicar en su
aula.
Los infolios encuadernados en forma de volumen, escritos por
maestros autorizados, alcanzaban gran cotización entre alumnos
aventajados, libreros, bibliotecarios y estudiosos en general. Hasta los
profesores del mismo o diferente centro los buscaban para copiarlos si no
podían hacerse con el original.
Debe tenerse en cuenta este dato para valorar un episodio ocurrido
durante la estancia del santo en Palencia.
Lo refirió fray Esteban y lo confirmaron otros testigos cuando
declararon en el proceso de su canonización. Fray Ferrando lo consignó
también en su Leyenda:
“Estando todavía (fray Domingo) en Palencia..., una poderosa
hambre asoló a todas las regiones de España. Al ver las miserias de los
67
necesitados sin que nadie los remediase, se conmovía por un vehemente
desasosiego de compasión... Estimulado, pues, por las apremiantes nece-
sidades de los pobres..., vendiendo sus libros que le eran muy necesarios y
todo su menaje, distribuyó el dinero de la venta entre los pobres”12.
En Hernando del Castillo leemos que, cuando sus padres enviaron a
Domingo a Palencia, lo dejaron instalado “con el orden que convenía” a un
estudiante de casa principal. Mientras vivió en la residencia juvenil,
precedente de los posteriores colegios mayores universitarios, la inter-
vención paterna a este respecto se redujo a dar su conformidad a la
ambientación general del internado. Cuando en 1190 le pusieron casa
propia y criados, doña Juana en persona quiso dirigir el acomodamiento de
su hijo con todo decoro.
El nobleza obliga, lema tan conjugado en aquellos tiempos,
alcanzaba también a la calidad de las viviendas de los señores, al
mobiliario, a los enseres domésticos, al buen gusto y elegancia en el vestir,
a la forma de viajar, etc., de los individuos de las altas clases sociales.
A mayor abundamiento, Domingo, desde 1190, era canónigo, y a los
canónigos regulares de órdenes religiosas, y con más motivo a los de los
capítulos catedralicios, las leyes eclesiásticas los obligaban a mantener,
cara al exterior, cierta prestancia en el tono de vida. Una de las dificultades
que el fundador de los Predicadores encontró en su camino años más tarde
—el lector lo verá a su tiempo—, fue que, en la mayor parte de Francia,
sus religiosos no podían observar la pobreza tan estrechamente como él
quería que se observara. Los obispos les recordaban a cada paso las
normativas eclesiales sobre los canónigos, y ellos lo eran, aunque exentos
de la autoridad y jurisdicción diocesanas.
Domingo, en Palencia, disponía de dinero. Al que su madre le
entregara cada verano cuando pasaba por Caleruega, con el deseo de que
no careciera de nada, se unía, en el último cuadrienio, el que percibía de su
prebenda canonical y el de su nómina de catedrático.
Por muy sencillo que fuese en todas sus cosas y sobrio en sus
apetencias, su casa palentina estaba alhajada como convenía a su alta
jerarquización social. Los muebles, alfombras, tapices, vajillas, cubiertos y
enseres domésticos eran de notable calidad.
Ferrando nos dice que, con ocasión de aquella poderosa hambre,
vendió todo su menaje. Señal de que ya en limosnas anteriores había
12
PEDRO FERRANDO, Leyenda de Santo Domingo, en Santo Domingo de Guzmán
(BAO) c.5 p.340.
68
empleado todo su numerario y no le quedaba un triste maravedí. Pero,
vendidos los muebles, utensilios y ropas, y repartido el dinero obtenido de
estas ventas, las necesidades seguían. Y su caridad también. Y procedió a
empeñar lo único que le quedaba: sus libros, los libros compuestos por él,
que le eran tan necesarios. Sin ellos, como profesor, quedaba desarmado.
O renunciaba a seguir en el oficio o tenía que reiniciar pacientemente la
elaboración de unos nuevos manuscritos.
Se supo en la ciudad lo que había hecho.
Algunos de sus compañeros de claustro se lo reprocharon.
La respuesta a esos reproches ha quedado perpetuada en las crónicas
de la Orden: “No pudiera yo seguir manejando pieles muertas (los
pergaminos) viendo perecer de hambre las vivas”.
Otro episodio siguió a éste. Lo refiere Hernando del Castillo: Ya
había repartido todo el dinero obtenido de la venta de sus libros. Nada le
quedaba que pudiese enajenar. Una pobre viuda llamó a su puerta, porque
aquella puerta era sobradamente conocida de cuantos padecían algún tipo
de necesidad. Solicitaba socorro para rescatar a un hijo suyo secuestrado
por los sarracenos. Como nada tenía ya, ni nada le quedaba por vender,
respondió a la afligida madre: “Decidme, señora, cómo se llama y dónde
está vuestro hijo. Yo iré a ver al moro que lo retiene cautivo y le pediré que
lo deje a él libre y me tome a mí en su lugar”13.
El día de San Pedro de 1198, tras de la clausura de curso, el maestro
Domingo se despidió de don Arderico, del rector, de sus compañeros de
claustro, de los alumnos y amigos. Su misión profesoral en aquel Estudio
había terminado.
Levantar la casa de Palencia no constituyó problema. Los pocos
enseres que hubiera adquirido para reponer los que vendiera cuando la
poderosa hambre, los repartió entre los criados que en ella había tenido
para los oficios domésticos.
Llegó a aquella ciudad ribereña del Carrión siendo todavía niño de
catorce años. Salía de ella con veintiocho, convertido en hombre, surtido
de ciencia y de experiencia y decididamente encarrilado por el camino de
la santidad.
En Palencia quedarían catorce años de su existencia, lecciones dadas
desde su cátedra a cuatro generaciones de alumnos, doctrina explicada al
público en las iglesias en que predicó, consejos regalados a cuantos se le

13
FRAY HERNANDO DEL CASTILLO, O.P., o.c., p.36-37
69
acercaron en demanda de dirección espiritual, ejemplos abundantes de
sencillez, humildad y caridad.
Ferrando, Constantino de Orvieto, el Cerratense y otros relatores de
la venta de sus enseres y manuscritos comentan que, aunque muchos,
entonces, le reprocharon su gesto, otros, contagiados de su buen espíritu,
se movieron a generosidad y se desprendieron de algunos bienes en favor
de los pobres.
Palencia es considerada por los dominicos y devotos del santo como
uno de los más notables y santos lugares dominicanos.
Junto a muchos recuerdos espirituales, quedan algunos otros
materiales acreditativos de la relación histórica que hubo entre el patriarca
y la ciudad: Una de sus actuales calles lleva su nombre. En un lugar de ella
estuvo la casa en que vivió. Hasta se señala un árbol que puede ser retoño
de otros retoños anteriores del que por su propia mano plantara en el
huerto de la vivienda ocupada por él cuando estudió teología y cuando fue
profesor de la universidad primera que tuvo España.
El monumento más elocuentemente significativo de la vinculación
entre Santo Domingo y la ciudad castellana es el convento de San Pablo,
con su iglesia colosal. Cuando en 1218 el fundador vino desde Italia a
España, en visita para promover la recién nacida Orden, dio los pasos para
su erección. Y no sólo por lo que Palencia significaba a la sazón en
Castilla, sino también porque sentía un entrañable apego a la ciudad en la
que vivió tantos años, en la que se hizo hombre y en la que quedó
preparado para la importante tarea a que Dios, en sus designios
providenciales, le llamaba.
¿Cómo no iba a desear y procurar que en Palencia hubiese cuanto
antes una de las primeras comunidades de sus Predicadores?

4. OSMA

Uxama, llamaron los arévacos al poblado construido por ellos a


orillas del Ucero.
En él estableció Escipión Emiliano un campamento cuando, hacia el
año 133 antes de Cristo, vino desde Roma con tropas de refuerzo para
poner sitio a Numancia, y construyó un castro y un puente sobre el río para
el paso de las legiones.
Más tarde, Uxama mudó este nombre por el de Osma.
70
Originariamente, la pequeña ciudad fue celtíbera; luego romana,
después visigótica y, desde el 712 al 912, durante doscientos años, nada,
porque la arrasaron los árabes y a lo largo de dos siglos sobre sus ruinas
reinaron la soledad y el silencio.
Fue en 912 cuando renació cristiana.
Don Gonzalo Téllez reconquistó aquella zona y la incorporó a
Castilla.
Por orden suya, sus soldados arrancaron las zarzas y jaramugos de las
escombreras que cubrían los cimientos de las antiguas edificaciones,
porque el conde había dispuesto que se reconstruyera la ciudad y tornara la
vida a sus tierras yermas y despobladas.
La empresa resultaba ardua. Tanto que el conde modificó su plan.
Para ganar tiempo renunció al despeje del primitivo asentamiento. Se
limpió el solar donde estuvo el campamento romano y sobre él se levantó
una fortaleza. El resto del caserío se construyó al otro lado del Ucero, a
dos kilómetros de donde estuvo cuando se llamaba Uxama.
Quiso don Gonzalo Téllez que la ciudad nueva fuese plaza
importante y cabeza de distrito episcopal. Por eso, además del castillo
levantado sobre el castro, edificó una modesta catedral dedicada a Santa
María y viviendas para el obispo y su clero, y casas para los colonos que
deberían cultivar las tierras que asignó al obispado. Así surgió el poblado
nuevo, con nombre nuevo también: El Burgo de Santa María de Osma.
Posteriormente, con más calma, se emprendió la retirada de
escombros y la reconstrucción en su primer emplazamiento de la verdadera
Osma, la que había sido en tiempos remotos celtíbera y luego romana y.
según algunos historiadores, sede episcopal con los visigodos.
La repoblación y organización de la vida en esta segunda Osma
castellana y en su Burgo fue lenta. A don Gonzalo Téllez sucedieron en la
empresa el gran conde de Castilla Fernán González y varios reyes. Hasta el
siglo XI duró la tarea de restauración. Sólo a partir de los comienzos del
XII empezaron las instituciones oficiales, sociales y religiosas a funcionar.
***
Los cabildos catedralicios nacieron de las clerecías que los obispos
tenían cerca de sí para que les ayudaran en los trabajos pastorales y
administrativos de sus diócesis.

71
Ya en el siglo IV, San Agustín convirtió en religiosos a los clérigos de
su catedral de Hipona.
Algo parecido hicieron con los suyos, entre otros, San Martín de
Tours y San Eusebio de Vercellis.
En el octavo, San Crodegango, obispo de Metz, ensayó un plan
nuevo: no impuso al clero de su catedral profesión de votos monásticos,
pero sí vida común, canto coral del Oficio divino y observancias
domésticas, a tenor de una regla, muy parecidas a las de los monjes.
En latín, regla se dice canon. De ahí derivó el nombre de canónici o
canónigos que comenzó a darse a aquellos clérigos que vivían en
comunidad sujetos a unas leyes concretas y presididos por sus obispos.
Dispuso San Crodegango que, así como los religiosos se reunían cada
mañana en una sala del monasterio para oír la lectura de un capítulo de sus
constituciones —de ahí que entre los monjes se llamara capítulo al local
donde se congregaban y la reunión en cuanto tal—, que también sus
clérigos o canónigos se juntasen en alguna dependencia de la catedral para
oír la lectura de un capítulo de sus estatutos, de donde nació la costumbre
de llamar sala capitular al recinto donde se celebraba la comparecencia, y
capítulo o cabildo a la corporación, y capitulares a cada uno de los
miembros que la integraban. En el esquema de Metz, cada capitular
recibía, para sus gastos privados —los comunes corrían a cargo de la
catedral—, una parte de las rentas de la diócesis. A esa porción de renta
personal se llamó ración o praebenda, en el sentido de subvención o
emolumento. Después se llamó prebenda, al beneficio o institución que
daba derecho a esa renta, y prebendado a quien la recibía, y racionero al
encargado de hacer la distribución.
Si algún beneficiado se mostraba negligente en el cumplimiento de
sus deberes, la ración se le acortaba. En casos de mucha omisión, hasta se
le suprimía temporalmente.
El actual Código de Derecho canónico mantiene en vigor algunas
cosas del plan de San Crodegango; entre otras, ésta del acortamiento de la
ración a los capitulares que omitan el cumplimiento de algún punto
inherente a su oficio.
El obispo de Metz uniformó a sus clérigos con un hábito exterior para
casa, calle y templo: túnica, sobrepelliz y capa con capucha. Ese es el
origen de las vestiduras que actualmente llevan los canónigos en sus actos
corales.

72
El sistema de San Crodegango tuvo favorable acogida en la mayor
parte de las catedrales de Francia y del resto de Europa. Pero al cabo de un
tiempo vino a desaparecer, o por evolución hacia el de San Agustín, o por
regresión.
Efectivamente: algunos cabildos introdujeron en sus estatutos la
profesión de votos religiosos públicos y se convirtieron oficialmente en
órdenes de canónigos regulares. Otros, por el contrario, abandonaron la
vida común, los capitulares se retiraron a vivir en casas de su propiedad y
se limitaron a acudir desde ellas a la catedral para el rezo o el canto coral
del Oficio divino cuando el címbalo los convocaba y a reunirse de vez en
cuando entre sí o con el prelado para tratar asuntos de administración dio-
cesana. Por este segundo camino se ha llegado a la figura del canónigo
actual.
Cuando, en el siglo XI, Gregorio VII y sus sucesores, los llamados
papas gregorianos, emprendieron la tarea de reforma de la Iglesia,
dedicaron especial atención a los cabildos catedralicios, dictando normas
para que se organizaran de nuevo, o a tenor de los esquemas monásticos de
San Agustín, o por lo menos al estilo de los de San Crodegango.
Para mejor conseguir este intento, proveyeron la mayor parte de las
sillas episcopales con religiosos cluniacenses, bien dispuestos para
colaborar en la empresa reformadora de las instituciones eclesiales.
La reimplantación de las estructuras religiosas y pastorales en la
renacida ciudad de Osma no pudo emprenderse en serio hasta el comienzo
del siglo XII.
Pascual II, elevado al supremo pontificado en 1099, siguió, como sus
predecesores, acudiendo a la cantera de Cluny para extraer de ella obispos
favorables a la reforma.
De la célebre Abadía francesa vino a España para ocupar la sede
oxomense, en 1101, San Pedro de Burges. Ocho años rigió sus destinos.
Por las circunstancias precarias en que se encontraba la pequeña ciudad, no
fue mucho lo que el prelado pudo hacer: Comenzó las obras de una
catedral nueva, en el mismo sitio donde don Gonzalo Téllez, ciento
noventa años antes, mandara edificar la de Santa María; fijó los límites de
la diócesis y formó el cabildo, que casi no existía cuando él llegó.
En 1109 le sucedió otro cluniacense, don Raimundo de Sauvetat.
Hasta 1128 rigió los destinos espirituales del obispado. Pero tampoco él
pudo llevar a cabo la planificación de la institución capitular con perfecto
ajuste a las directrices de Roma, porque las obras de la catedral y de los
73
edificios complementarios no pudieron terminarse en los casi veinte años
de su prelatura.
En 1139 se celebró el segundo concilio de Letrán. En él se
promulgaron abundantes cánones disciplinarios relativos a la reforma de la
vida de los clérigos y se dio nuevo impulso al proyecto de los papas
gregorianos acerca de los cabildos catedralicios.
Desde 1136 ocupaba la silla de Osma don Bertrand, hombre activo,
totalmente identificado con los cánones lateranenses. A su vuelta del
concilio imprimió un gran ritmo a las obras materiales y espirituales de su
diócesis, y tuvo la satisfacción de ver terminadas en seguida las de la
catedral y las del edificio destinado a los canónigos.
Sin pérdida de tiempo ordenó a los miembros del cabildo que se
alojaran en las nuevas dependencias, en régimen comunitario, con
prácticas de observancias internas muy parecidas a las de los monjes,
inspiradas en la regla de San Agustín.
Habla esa regla de dos autoridades coordinadas en cada comunidad:
una inmediata, ejercida por el prepósito, y otra de rango superior, a cargo
del presbítero.
En tiempos de este gran Padre de la Iglesia no solía haber en los
monasterios más que un sólo sacerdote. Se vivía aún cerca de aquel primer
estado de cosas, cuando entre los cristianos no se habían establecido
diferencias ni de orden ni de jerarquía entre sacerdocio y episcopado. En
un principio todo sacerdote era obispo, y el obispo no era sino un
sacerdote. En los monasterios agustinianos, el oficio de prepósito lo
desempeñaba uno de los monjes. El de presbítero, o superior mayor, lo
ejercía por derecho propio el sacerdote que, con el nombre de abad (padre)
o de obispo (guardián, pastor), cuidaba espiritualmente de la comunidad.
En Osma, desde el comienzo, la terminología de la regla agustiniana
experimentó una leve modificación: al prepósito se le llamó prior. Las
funciones de presbítero las desempeñaba el propio prelado diocesano. Si
vacaba la diócesis y era promovido a la silla el prior, conservaba este título
y se nombraba a otro de los canónigos para el cargo prioral, aunque con el
nombre de subprior, para evitar la duplicidad poco práctica de una misma
denominación en el mismo grupo comunitario.
Instaurado por don Bertrand en Osma el antiguo régimen de San
Crodegango, las cosas marcharon bien en el cabildo durante cierto número
de años. En la catedral se cantaba el Oficio divino con el mismo decoro
que en las iglesias de los monjes. Se abrió una escuela en la que uno de los
74
capitulares daba lecciones a los que aspiraban a clérigos o a recibir el
orden sacerdotal, y catequesis públicas a los fieles. En esto Osma se
adelantó al tercer concilio de Letrán, que en 1179 mandó que en todas las
diócesis hubiese escuelas de este tipo.
Aquella prosperidad espiritual, tras de una primera etapa de
generosidad y entusiasmo, comenzó a resquebrajarse. Pronto sobrevino el
cansancio a algunos canónigos que comenzaron a añorar la libertad de la
vida privada en sus propias casas y a sentir pesado y molesto el yugo de la
disciplina.
Otros, en cambio, deseaban permanecer fieles a los compromisos
adquiridos.
Los prelados trataron de mantener en vigor el esquema de
convivencia comunitaria y regular.
En 1143 se produjo una escisión. Varios de los deseosos del régimen
introducido por don Bertrand se marcharon a Soria y fundaron allí un
cabildo nuevo, en la colegiata de San Pedro.
Los conflictos en Osma se repitieron. En 1160, el obispo don Juan,
para reducir a los disidentes empeñados en marcharse a sus casas privadas,
obtuvo del papa Lucio III una bula en la que se imponía al cabildo la
convivencia comunitaria, se prohibía adjudicar canonjías a quienes no
aceptaran ese “status” y se amenazaba con la privación de sus beneficios a
los renuentes.
La bula surtió poco efecto. Incluso, después de ella, las cosas se
complicaron más.
Había en el cabildo un canónigo, llamado don Bernardo, inquieto,
revoltoso, artero, ladino y sumamente ambicioso. Deseaba para él la silla
de la diócesis, y a fin de obtenerla en cuanto vacara se trazó un plan tejido
con hilos de astucia. Ante el obispo simulaba ser ferviente partidario del
sistema regular. Ante los inconformes se presentaba como uno de ellos, y
les decía: “Todo esto tiene arreglo, pero es menester jugar las cartas con
habilidad. El prelado confía en mí. Confiad también vosotros. Pedidle que
me nombre prior. Prometedle que, si lo hace, depondréis vuestra actitud.
En cuanto yo tenga ese cargo, desde él podré apoyar con más fuerza la
justicia de vuestra causa”.
Picaron el anzuelo los levantiscos y lo mordió el prelado. Don
Bernardo fue nombrado prior del cabildo.

75
Pero no se conformaba con eso, aspiraba a la mitra. Y siguió diciendo
a los partidarios de la exclaustración: “Paciencia, todo llegará. Si, cuando
vaque la sede, la ocupo yo, el mismo día, el que quiera se irá a su casa sin
perder el beneficio”.
En cuanto se produjo la vacante, tanto él como quienes habían pedido
su promoción al priorato, con dádivas y dinero compraron los votos
necesarios entre quienes tenían que hacer la elección, y consiguieron su
aupamiento: Don Bernardo se convirtió en obispo de Osma. Y cumplió su
palabra: abrió las puertas de la libertad.
Aunque todo este asunto lo habían llevado con mucha reserva y
habilidad, los partidarios del régimen comunitario y de la disciplina
descubrieron la trama de todo aquel tejido muy poco después de haberse
confeccionado la tela y cuando ya comenzaban a usarla. Y denunciaron el
caso a Roma.
Dos años se emplearon en la tramitación del expediente y la vista de
la causa, que se sustanció con la destitución del obispo simoníaco,
decretada por Alejandro III en 1176, y con el nombramiento de un nuevo
obispo, que recayó en don Miguel, abad benedictino de Arlanza, y con el
mandato pontificio de que el cabildo debería proseguir en la línea de vida
regular agustiniana introducida por don Bertrand.
Superado este conflicto, Osma conoció una nueva fase de prosperidad
espiritual semejante a la primera. Otra vez comenzó a hablarse con
encomio de sus canónigos en otros obispados. Tanto que, en 1183, cuando
San Julián organizó su cabildo de Cuenca, lo hizo con la colaboración de
algunos capitulares que le cedió el prelado oxomense14.
El vacío producido por los que fueron a Cuenca dio ocasión para una
nueva crisis.
Había que adjudicar sus canonjías a otros. Eran muchos quienes las
solicitaban, pero pocos los que querían aceptar la disciplina que
implicaban.
Algunos de los candidatos, apoyados por los nobles que, en calidad
de patronos, intervenían en la colación y por los inconformes que
quedaban dentro, ahora más prepotentes sin el contrapeso del fermento que
marchó a Cuenca, una vez posesionados de sus beneficios, rechazaron de
plano la carga de la convivencia y de la regularidad.

14
Cf. P. VICAIRE, o.c., p.67-68.
76
Así de complicadas estaban las cosas cuando, en 1188, fue nombrado
obispo don Martín de Bazán.
Apenas posesionado de la diócesis y con la ayuda de don Diego de
Acebes, varón muy de Dios y prior del cabildo, se dedicó a implantar entre
los capitulares el orden y la disciplina, y a llevar a rajatabla las bulas de
Lucio III y de Alejandro III. Concedió la libertad a los revoltosos, sí, pero
desposeyéndolos de sus beneficios, como las bulas mandaban, y se dedicó
a buscar canónigos nuevos, serios y responsables, que aceptaran el
instituto de vida comunitaria y regular.
En esta tarea estaban empeñados obispo y prior cuando, en 1190, se
incorporó al cabildo el joven graduado en artes don Domingo de Guzmán.
Igual que otros años desde que era canónigo, también en aquel verano
de 1198, el maestro, al venir de Palencia para Osma, hizo un alto en
Caleruega. Por última vez. Porque su estancia en Palencia había
terminado.
Pero vendría desde Osma, siquiera cada año, a ver a su madre.
Aunque no se lo hubiera pedido doña Juana, lo haría, porque se lo
demandaba a él su propia alma. ¿Cómo no, si era tan buen hijo, y ella una
madre santa? Y ¡estaba tan sola en aquel castillo inmenso, lleno de re-
cuerdos y añoranzas!
¡Qué admirable la señora! ¡Qué bien tallada a imagen de la mujer
fuerte que se describe en el capítulo 31 del libro de los Proverbios! En
poco tiempo habían muerto su marido y sus hermanos y cuñados y se
había quedado sola, al frente de aquel gobierno sobre colonos, criados y
heredades. Todo era como un pequeño Estado, fácil de administrar por don
Félix, que había nacido en ello y en ello, desde su juventud, se había
ocupado. Pero no tan fácil para una mujer que vivió recogida y entregada a
Dios, a sus hijos, a los pobres y a dirigir la buena marcha de las cosas en el
interior de la casa. ¡Qué falta hacía allí un hombre que gobernara con buen
pulso los asuntos complicados del señorío! ¡Qué bien le hubieran venido
los hijos a su lado para administrar todo aquello y arropar su soledad! Pero
ni sugirió a Antonio, el mayorazgo, que dejase el hospital de Silos, ni a
Manés que se exclaustrara, ni insinuó, entonces mismo, en aquel verano, a
su Domingo que renunciara a seguir su camino hacia Osma.
Antes de amanecer, un día cualquiera de aquella primera semana de
julio de 1198, el canónigo y maestro dijo misa en la iglesia de San
Sebastián, en presencia de su madre.
Luego la abrazó a la puerta del castillo y subió a su cabalgadura.
77
Cuatro horas después estaba en su destino y se apeaba a la entrada de
la catedral, y despedía al espolique, que debería devolver las monturas a
Caleruega.
Con su modesto equipaje en la mano, una bolsa de lino con su ropa
personal, una Biblia que tomara de su casa y el breviario, entró en el
templo. Quería refrendar a solas, sin testigos innecesarios, la promesa de
servicio definitivo a Dios que hiciera ocho años antes, cuando tomó
posesión canónica de aquella plaza eclesiástica.
Se arrodilló ante el altar del Santísimo.
Oró y adoró en silencio.
Luego, con la cabeza entre las manos, cerrados los ojos corporales y
muy abiertos los del alma, reflexionó:
Era canónigo de aquel cabildo. La gente decía disfrutar de una
“canonjía” y “gozar de un beneficio”. Él no había venido a Osma, ni ocho
años antes ni ahora, con ánimo de disfrutar ni de gozar de nada, sino a
servir a Dios, a la Iglesia y al prójimo.
Miró al sagrario y, con voz física de plegaria, reprodujo las palabras
que, por tres veces, en tres noches seguidas, dijera Samuel a Helí: Domine,
ecce adsum quoniam vocasti me (1 Sam 3,5). “Señor: me llamaste; aquí
estoy. Manda”.
Versos de salmos davídicos iban desde su mente a su corazón:
“Quam dilecta tabernácula tua, Domine...”
“Haec requies mea in saéculum saéculi...”
¡Gran merced, Señor, la de poder vivir en tus campamentos!
¡Aquí me quedaré, a tu servicio, durante toda mi vida!
La promesa de servicio perpetuo se cumplió literalmente y con toda
fidelidad. La circunstancia local, adjetiva, de que fuera en Osma...
Así lo creía él entonces.
Pero su estancia en Osma fue, como la de Gumiel y la de Palencia, un
punto y seguido, un peldaño de escalera, una pista de entrenamiento.
Su dueño y Señor, a la hora conveniente, le daría la orden de
¡adelante!, y lo llevaría por otros caminos.
Nada más llegar fue nombrado sacristán del cabildo y de la catedral,
oficio el más cualificado después de los que implicaban facultades de
dirección y gobierno.

78
En la Edad Media, el canónigo sacristán de una iglesia capitular
ejercía las funciones que en épocas posteriores fueron encomendadas a
diferentes capitulares, concretamente las de los actuales doctoral,
magistral, lectoral y penitenciario. Que son: defender los derechos del
cabildo y asesorarlo en cuestiones de importancia (doctoral); predicar en la
catedral determinados días del año (magistral); explicar públicamente la
Sagrada Escritura al clero y al pueblo (lectoral); atender el ministerio de
las confesiones y absolver a los penitentes de pecados reservados (peniten-
ciario)15.
Durante tres años tuvo el maestro don Domingo a su cargo la
responsabilidad del culto, predicación, enseñanza y administración de
sacramentos en la catedral de Osma.
***
Entre octubre y diciembre de 1201, el prior don Diego de Acebes fue
consagrado obispo para suceder en el gobierno de la diócesis a don Martín
de Bazán.
Con el nombramiento de prelado, recibió también el de consejero del
rey de Castilla. Este cargo le obligaría a estar casi habitualmente fuera de
su sede, siguiendo a la corte en todos sus desplazamientos.
A tenor de los estatutos del cabildo, al ser su prior promovido al
episcopado de la propia diócesis, era menester nombrar un prior nuevo,
aunque con el nombre oficial de subprior, porque el anterior conservaba
honoris causa la denominación prioral.
Por razón de ser consejero real y de sus permanentes ausencias,
necesitaba don Diego encomendar el gobierno diocesano a un vicario
capaz, responsable y digno de su confianza.
Ese hombre estaba allí entre los canónigos, descollando sobre todos
pese a su juventud: treinta y un años, con una ejecutoria de competencia
bien probada en los tres que llevaba ejerciendo de sacristán. Los
capitulares reconocían su enorme superioridad. Era el más virtuoso, el de
mayor categoría humana y social; el que daba prestigio a la diócesis por su
preparación cultural y teológica; el más prudente y equilibrado y el que
más plenamente se entregaba a los trabajos de la comunidad.

15
Cf. Código de Derecho canónico cán.398-401 (BAC 1954). Comentarios p.156-
158.
79
No hubo duda en el nuevo obispo. Ni vacilación entre los canónigos.
El colaborador del prelado, su vicario general y el prefecto del capítulo
debería ser el maestro don Domingo de Guzmán.
Todo eso fue, desde 1201, con el título de subprior de Osma.
A partir de ese año, no sólo llevó el gobierno directo del cabildo, sino
también el de la diócesis.
Los documentos inventariados por don Julio González en su obra El
reino de Castilla en la época de Alfonso VIII, citados por el padre Carro en
su historia documentada sobre nuestro santo, no dejan lugar a dudas. Don
Diego de Acebes, desde diciembre de 1201 hasta su muerte, en diciembre
de 1207, siguió al rey habitualmente en los viajes que la corte hacía, sin
asentamiento fijo, por las ciudades y villas castellanas. Sólo muy de tarde
en tarde, y por pocos días cada vez, hacía el prelado acto de presencia en
Osma16.
Tranquilamente podía el obispo ausentarse de su diócesis. La
regiduría quedaba en buenas manos. Su vicario y subprior no sólo era
virtuoso y santo y una autoridad en doctrina. Tenía en grado eminente otras
dos cualidades imprescindibles para el buen gobernar: prudencia y don de
consejo.
Estas prendas cualificaron al santo, acaso ya desde Palencia; pero,
con toda certeza, desde su estancia en Osma hasta el final de su vida. Lo
veremos a su tiempo. No sólo don Diego desde 1201; también más tarde
Inocencio III, los abades cistercienses reunidos en Montpellier: Fulco,
obispo de Tolosa, y el de Carcasona, Guy de Vaux-Cernai, y el cardenal
Hugolino y Honorio III, requirieron su colaboración y asesoramiento en
coyunturas difíciles.
Tuvo el beato Jordán a mano muy buenas fuentes para informarse
antes de escribir lo que escribió en su relato respecto al tiempo que el santo
patriarca permaneció en Osma. Algunos capitulares formaron parte del
primer equipo dominicano. Sin duda que ellos hablaron ampliamente al
relator y le dirían la admiración y respeto que a todos inspiraba, el
ascendiente que sobre los demás compañeros de cabildo ejercía, la
confianza que, en él, prelado y clero tenían depositada y los ejemplos que,
con su vida santa, de trabajo, oración y mortificación constantemente daba
a los demás.
De todo cuanto le dijeran tan autorizados informadores, el beato
Jordán recogió lo que más directamente afectaba a la vida interior del
16
Cf. P. CARRO, o.c., p.305ss.
80
santo. Y así dice, entre otras, estas cosas: “Desde el primer momento, cual
estrella brillante, difundió su resplandor entre los canónigos, profundísimo
en la humildad, sublime en la santidad cual ninguno, hecho para todos olor
de vida...”
“Se maravillaban todos ante tan precoz y nunca vista cumbre de
perfección...”
“Era frecuentísimo en él pasar la noche en oración”. Sigue el relator
refiriendo cómo trataba de imitar, en aquel ambiente de recogimiento y
trabajo, la vida santa de los ascetas del desierto tal como la cuenta Casiano
en sus Colaciones, libro que leía asiduamente y que, con la Sagrada
Escritura, le proporcionaba materia de meditación. Por la noche, cuando
los demás se retiraban a descansar, él pasaba a la catedral, cerraba la puerta
que la comunicaba con el claustro y, creyendo estar sólo, se entregaba a la
oración, con tal profundidad y vehemencia, que en ocasiones se le
escapaban del interior de su ánimo los sentimientos que le embargaban.
Algunos oían sus palabras desde lejos. Eran como clamores, rogando a
Dios por los infieles, por los que estaban en pecado, por los pobres, por los
que sufrían o se hallaban en cualquier necesidad. Aquella caridad de que
ya había dado heroicas pruebas en Palencia, seguía acogüelmada en su
alma y se manifestaba no solamente en la oración nocturna, sino también
en sus conversaciones y ministerio y en la diligencia con que atendía a
cualquiera que pudiera necesitar de sus servicios. De tal manera se
entregaba al recogimiento que, si no era por exigencias de su oficio, nadie
le veía fuera del recinto canonical17.
***
Un día, de Caleruega llegó un criado con cabalgadura para el
subprior.
Tenía que ir al castillo sin pérdida de tiempo. La señora condesa
estaba muy grave. Don Antonio y don Manés no se separaban de ella desde
hacía una semana. Tenía calenturas muy altas. Cirujanos de Aranda y de
otros sitios la cuidaban. De Silos, de su botica, famosa en la comarca,
habían traído muchos medicamentos. Las fiebres no se cortaban. Sólo un
milagro, decían los galenos, podía salvarla. En la iglesia de San Sebastián,
decía el criado, las gentes de la villa continuamente rezaban pidiendo ese
milagro. Don Antonio había encargado novenas a varios monasterios. De
algunos de ellos se habían traído al castillo las mejores reliquias que en sus
17
Cf. JORDÁN DE SAJONIA, o.c., en Santo Domingo de Guzmán (BAC) c.8 p.159ss.
81
iglesias se guardaban, mas la señora no experimentaba mejoría. Sufría,
pero estaba tranquila, con pleno conocimiento, y a todos consolaba. Decía
que aceptaba la muerte, que únicamente deseaba, antes de expirar, ver un
ratito siquiera a su hijo Domingo, y fue ella misma quien aquella mañana
había pedido que viniera, que alguien fuese a buscarlo, que presentía que
su fin estaba próximo, que quería verse rodeada y bendecida, al emprender
su alma el viaje a la eternidad, por sus tres hijos sacerdotes; que pedía a
Dios esa gracia y que luego, El, como Amo y Señor y Padre, recibiera su
espíritu, con misericordia, en la paz de la bienaventuranza.
Antes de que en 1873 fuera suprimido el priorato que la orden de
Santiago tenía en Uclés, e incluso antes de que la exclaustración dispersara
a los caballeros santiaguistas que ocupaban el grandioso monasterio, el
dominico padre Vicente Sopeña consultó interesantes documentos
conservados en el archivo de aquella casa. De algunos de ellos se infería
que la madre de Santo Domingo falleció cuando su hijo ejercía el cargo de
subprior en el cabildo de Osma, y que su muerte ocurrió entre 1202 y
1204.
Mientras se preparaba su enterramiento al lado de su esposo, en la
abacial de San Pedro de Gumiel, fue sepultada provisionalmente en el
exterior de la iglesia de San Sebastián, a la vera de uno de los muros del
templo.
En recuerdo del lugar de su primera sepultura, sus hijos construyeron
sobre él un pequeño oratorio con altar para celebrar misas. Cuando sacaron
sus restos para llevarlos al panteón familiar de Gumiel, en el sitio que ocu-
paron depositaron una cajita con un pergamino dentro, en el que se supone
se había escrito algo relativo a la santa, a su muerte y a la fecha de su
traslado.
El pequeño oratorio pasó por diferentes retoques, pero subsiste.
En 1827, cuando se trabajaba en el proceso de su beatificación, se
excavó el suelo de la capillita. Surgió el estuche en buen estado de
conservación. Fue abierto con extremadas precauciones, pero el pergamino
que contenía no pudo ser leído: al tratar de desenrollarlo, instantáneamente
se pulverizó.
En 1324, el infante don Juan Manuel, nieto de San Fernando y autor
de El Conde de Lucanor, y devotísimo de la santa doña Juana de Aza, de
quien se proclamaba pariente, y lo era a través de su abuelo, primer rey de
Castilla, quiso honrar su memoria.

82
A sus expensas hizo construir para los dominicos el convento de San
Pablo en Peñafiel. En la capilla mayor de la iglesia mandó erigir un
mausoleo para trasladar a él, desde Gumiel, los restos de la santa. Junto a
este sepulcro mandó labrar otro más modesto para él.
Terminadas las obras de la iglesia, se procedió al traslado de las
venerables reliquias.
Durante días de ininterrumpido caminar, una magna procesión
atravesó los campos castellanos. Abriendo el cortejo, en hábito de
penitente y a pie, marchó en todo momento el insigne prócer.
Seiscientos cincuenta años estuvo el cuerpo de la beata Juana de Aza
en Peñafiel. En 1973 fue llevado a Caleruega y reunido con el de su
esposo, el venerable don Félix, y los de sus hijos, el venerable don Antonio
y el beato fray Manés de Guzmán.
***
De los diez hijos que doña Leonor de Inglaterra diera a su marido
Alfonso VIII de Castilla, sólo sobrevivieron tres: Doña Berenguela, la
primogénita, que casó con Alfonso IX de León y fue madre de San
Femando; doña Blanca, esposa de Luis VIII de Francia y madre de San
Luis; y el infante don Fernando, nacido en la madrugada del 29 de
noviembre de 1189, miércoles, por tierras de Cuenca.
Catorce años tenía el infante cuando su padre enfermó de gravedad
en Fuentidueña de Tajo. Los médicos de la corte pronosticaron su muerte
inminente.
Los consejeros reales hicieron saber al monarca que debería arreglar
las cosas de su alma y las del reino. Entre éstas, el asunto más acuciante
era proclamar heredero a su hijo. Porque, si moría sin haber cumplido este
extremo, a buen seguro que el rey de León y el de Francia, sus yernos,
reclamarían para sí, en nombre de sus esposas, la corona de Castilla.
Era preciso que el soberano testara en favor de don Femando y que
éste se casara lo más pronto posible.
Para el casamiento no importaba que el infante tuviera sólo catorce
años. Once tenía su propio padre cuando fue proclamado rey en las cortes
de Burgos y casado con doña Leonor, hija de Enrique II de Inglaterra, y
aún más niña que el esposo. Doña Blanca, la hermana de don Fernando, se
casó a los doce con el heredero de Francia.

83
En la cámara del soberano enfermo se barajaron los nombres de todas
las princesas de Europa. Al cabo de muchas deliberaciones prevaleció la
opinión de que la futura reina debería buscarse en la corte de Dinamarca.
Desde hacía años, el rey Alfonso VIII venía reclamando sin éxito, a
su suegro, el de Inglaterra, la Gascuña. La esposa de éste, doña Leonor de
Aquitania, soberana de aquellas tierras, las había dado como dote a su hija,
que también se llamaba Leonor, cuando se casó con el monarca castellano.
En vista de que Enrique II se resistía a dejar aquel gobierno, en
Castilla no se veía otra solución que la de tomarlo con las armas,
declarando la guerra a Inglaterra. Era arriesgado ese procedimiento, porque
Enrique II venía manteniendo una estrecha alianza con el emperador de
Sajonia Otón de Brunschwick. Los castellanos podrían contar con el apoyo
de Francia, cuyo rey Felipe Augusto era consuegro de Alfonso VIII. Y
acaso también pudiese venir en su auxilio el rey de Dinamarca Valdemaro
II; su casa y la castellana estaban unidas por una anterior alianza
matrimonial: años antes se había casado una sobrina de Alfonso VIII con
el rey danés Canuto VI. Pero Canuto había muerto en 1202 sin sucesión.
Su corona había pasado a su hermano Valdemaro. Aquel parentesco estaba
ya bastante debilitado. Valdemaro II andaba muy mal con el emperador
sajón, a quien reclamaba el Brandeburgo. Pero también andaba distanciado
del rey de Francia por cuestiones familiares. Felipe Augusto se había
casado con una hermana de Canuto y de Valdemaro llamada Ingeburga;
días después del matrimonio la repudió. Esta afrenta no se la perdonaban
al rey francés en la corte de Dinamarca. Si Castilla reforzaba sus lazos con
los daneses, tal vez consiguiera atraérselos, como aliados en la guerra
contra Inglaterra, o al menos que permanecieran neutrales si el conflicto se
desencadenaba. La ocasión era magnífica, había que aprovecharla y
pronto, no ocurriera que otros se adelantaran.
Valdemaro II no tenía hijas, era soltero; pero sí una sobrina,
jovencita, habida en el matrimonio de su hermana menor con el conde
Sifroid de Orlamunde, margrave de Brandeburgo, la casa de mayor
alcurnia de Las Marcas.
Se determinó constituir una embajada especial que acudiera a
Dinamarca a solicitar del rey danés la mano de la doncella para el heredero
de la corte castellana.
Como embajador principal se nombró al obispo de Osma, presente en
las deliberaciones; y como asesor agregado, al maestro Domingo de
Guzmán.
84
Pudo ser don Diego quien propusiera a su subprior para este cargo de
adjunto. Estaba acostumbrado a no dar un paso sin sus consejos. Pero pudo
también partir la iniciativa del propio monarca, que conocía al maestro, a
quien trataba de pariente, y que acaso echara de menos los valiosos apoyos
que los hermanos de don Félix y de doña Juana le habían prestado y
quisiera incorporar al canónigo, que iba para obispo, a la corte que su
heredero debería formar a raíz de su proclamación como futuro soberano
de Castilla.
En todo caso fue el rey don Alfonso quien firmó las credenciales del
embajador principal don Diego de Acebes y de su agregado don Domingo
de Guzmán.
No murió el monarca de aquella enfermedad. Todavía tendría que
protagonizar grandes hechos, como el que le dio mayor celebridad: la
derrota infligida a los moros en Las Navas de Tolosa, años después.
Pese a que se recuperó, tanto él como sus consejeros de Fuentidueña
decidieron llevar adelante el proyecto matrimonial del infante. Convenía
realizarlo, sobre todo con vistas a reforzar las buenas relaciones entre
Castilla y Dinamarca por si se hacía inevitable declarar la guerra al
soberano inglés.
El 27 de mayo de 1205 se hallaba la Corte en Riba, junto a Sigüenza.
De allí y hacia esas fechas debió de partir la embajada real hacia
Escandinavia.
Su paso por los pueblos constituía un espectáculo interesante.
Para cualquier viaje de visita pastoral llevaban los obispos, en la
Edad Media, un séquito tan numeroso, que los párrocos hubieron de
quejarse a Roma. Entre pienso para los caballos y alimentos para tan
crecido número de clérigos y caballeros como acompañaban a los
prelados, en dos o tres días de estancia en las parroquias agotaban las
reservas acumuladas por los curas para un año. El concilio tercero de
Letrán tomó en cuenta la queja y determinó que, en adelante, los obispos,
en sus visitas pastorales, no llevaran con ellos más de treinta personas.
En esta ocasión, don Diego no iba de visita pastoral.
Viajaba como embajador del rey de Castilla. A la corte correspondió
la organización del séquito. Era conveniente presentarse ante los daneses
con magnificencia. La comitiva que atravesó La Alcarria y se dirigió hacia
Osma para recoger al agregado era verdaderamente imponente: carrozas
engalanadas para los embajadores y nobles, postas lujosas para los señores
principales, caballos para los caballeros y mulas para sus criados;
85
repuestos de tiro y montura, galeras y acémilas con cofres, ropas, tiendas
de campaña, camas desmontables, prendas de abrigo y mantas; útiles de
cocina, provisiones, alimentos, médicos, cirujanos, sangradores, cocineros
y pinches, alfagemes, albéitares, matarifes y desolladores... Abriendo la
caravana, los guías; cerca de los nobles y embajadores, los intérpretes, que
solían ser mercaderes de profesión, conocedores, por su oficio, de las
lenguas y jergas más extrañas.
Los caballeros vestían ropajes vistosos y gorras empenachadas. Los
clérigos, numerosos en la comitiva, se cubrían con grandes capas, cuyos
vuelos tapaban los flancos de sus cabalgaduras, y se protegían del calor
con enormes quitasoles de sedas coloreadas; y del frío, con capuchones, y
de la lluvia, con paraguas aparatosos.
Desde Osma, por Soria y Zaragoza, a Jaca, para tomar allí el camino
que venía de Santiago y conducía a Francia, por el Somport. Después,
siguiendo por Oloron y Morías, se llegaba a Tolosa. Pero hasta Dinamarca
había que pisar muchas tierras francesas y germanas, y muchas paradas
que hacer, y muchos rodeos que dar para salvar ríos por sitios vadeables o
por buenos puentes y evitar posibles asaltos de bandoleros; porque, aunque
la caravana estaba provista de buena escolta de soldados, mejor era eludir
encuentros desagradables. Los guías conocían bien los lugares peligrosos,
y los apacibles para descansar. Sabían dónde había nieves o hielos
encarambanados, dónde riesgos y dónde seguridad.
Se supone que a primeros de julio ya estaban en la corte danesa.
Naturalmente que habría presentación de credenciales y recepción oficial.
Valdemaro II designó como interlocutor válido suyo para aquel
negocio al primado de Dinamarca y arzobispo de Lund don Andrés de
Suenenden.
El resultado fue óptimo. El monarca danés aceptaba las proposiciones
del de Castilla. Los representantes de una y otra corona firmaron el
compromiso matrimonial. La boda se celebraría cuando y donde el rey don
Alfonso quisiera, si estaba conforme con la dote que Valdemaro asignaba a
su sobrina y otras condiciones que señalaba. Los embajadores deberían
regresar a comunicar a su señor todo aquello. Y después, volver a
Dinamarca a buscar a la doncella. Entretanto la corte danesa equiparía a la
novia y organizaría el cortejo que debería acompañarla a España.
A mediados de agosto ya estaba la comitiva en San Sebastián, donde
se encontraba el rey.

86
Don Alfonso aceptó las propuestas de Valdemaro y determinó que
cuanto antes volviesen los embajadores a buscar a la futura reina.
Sólo unos días más tarde, los suficientes para organizar otra
expedición más numerosa y magnífica que la primera, y desde la misma
ciudad de San Sebastián, emprendió de nuevo la embajada su camino hacia
el norte de Europa.
Eso de que nunca segundas partes fueron buenas vale también para
esta ocasión.
Al llegar a la corte danesa observaron los de la comitiva castellana
que ocurría algo raro. No hubo recepción ni agasajos como la vez anterior.
Sí largas reuniones, en ambiente de mucha reserva, entre don Diego y el
maestro Domingo con el arzobispo de Lund, y algunas con el mismo
Valdemaro.
Al cabo de algunos días, por orden de Don Diego, la caravana salió
para Castilla. En Dinamarca quedaban los embajadores con el séquito
personal del obispo de Osma.
Regresaban los otros sin la novia. Se decía que don Diego había
entregado un documento lacrado y muy secreto a uno de los nobles para
que personalmente lo depositara en manos de don Alfonso.
Luego, camino adelante, entre los de la comitiva, comenzó a circular
el rumor de que la doncella había muerto poco después de haber
emprendido los embajadores el regreso del primer viaje a España, y que el
obispo, dando por terminada su misión, marchaba a Roma, a hacer una de
esas visitas que de vez en cuando tenían obligación de rendir al papa.
Con tanta reserva llevaron don Diego y el maestro Domingo lo que
trataran en este segundo viaje con don Andrés de Lund y con Valdemaro, y
de tal manera conservaron el secreto de lo que hubiera ocurrido y tanto
arraigo cobró entre los castellanos el rumor de que la prometida del infante
había muerto, que el mismo Jordán de Sajonia, al relatar las incidencias de
esta segunda embajada, escribe: “Emprendiendo de nuevo la trabajosa
expedición, al llegar a Las Marcas hallaron que, entretanto, había fallecido
la doncella... El obispo, enviando un mensajero al rey, aprovechó la
ocasión para visitar con sus clérigos la corte romana”18.
Esta versión del beato Jordán se ha venido repitiendo durante más de
setecientos años en las biografías de Santo Domingo. Actualmente, merced
a las investigaciones de Jarl Gallén, podemos conocer qué es lo que

18
O.c. (BAC) c.10-11 p.171.
87
realmente ocurrió en aquel segundo viaje de los embajadores a Las Marcas
y por qué el obispo y su subprior, en lugar de regresar a Castilla para dar
cuenta del resultado negativo al monarca, como hubiera sido de rigor, no lo
hicieron, sino que se encaminaron a Roma.
Los padres de la doncella, el rey Valdemaro y la propia interesada
aceptaron en principio, y con entusiasmo, la idea de la boda propuesta por
don Alfonso VIII. Pero apenas los embajadores regresaron a España, el
conde Orlamunde y su esposa e hija mudaron de opinión. Dieron en pensar
lo que había ocurrido a Ingeburga. Con gran contento aceptaron que se
casara con el rey de Francia Felipe Augusto. Al día siguiente de la boda, el
esposo la abofeteó públicamente y se inició un calvario para la reina, que
aún continuaba; porque el rey francés la retenía encerrada en un
monasterio. Entretanto él vivía licenciosamente con diferentes concubinas.
Francia era una tierra lejana, con costumbres muy distintas de las
escandinavas. Castilla estaba aún más lejos, y llena de moros, y a saber si
tanto el rey como su hijo el infante, y los nobles, y las gentes castellanas
no serían tan temibles como los sarracenos y como el mismo rey de
Francia. Además, sin que se sepa de dónde salió el infundio, alguien les
había dicho que el infante tenía lepra.
En vano tanto don Andrés de Lund como el mismo Valdemaro, que sí
deseaban la boda, trataron de disipar aquellos reparos. La doncella y sus
padres se obstinaron en la negativa. Y para cortar por lo sano el asunto, el
conde Orlamunde puso a salvo a su hija: cuando llegaron por segunda vez
los embajadores, ya había tomado el velo en un monasterio.
Según la legislación canónica de entonces, un matrimonio
válidamente contraído, si no había sido consumado, y con más razón unos
esponsales, quedaban disueltos a petición de parte por cualquiera de estos
motivos: lepra de uno de los cónyuges o ingreso en religión de cualquiera
de ellos.
Valdemaro no quería quedar a mal con Alfonso VIII. Deseaba que
aquello siguiera adelante. Como don Andrés de Lund, en calidad de
primado de Escandinavia, representaba la autoridad inmediata en lo
religioso sobre todo el reino, el monarca danés requirió su intervención, en
el sentido de que obligase a su sobrina a abandonar el convento y a
cumplir la palabra empeñada, que por la forma en que se habían firmado
las capitulaciones matrimoniales con los embajadores acaso hubieran
alcanzado rango de verdadero matrimonio, con fuerza de contrato y de sa-
cramento.

88
Don Andrés de Suenenden no veía claro el asunto. Deseaba colaborar
con su soberano, pero sin excederse en sus atribuciones. De acuerdo con
Valdemaro elevó una consulta a Roma. Que decidiera el pontífice qué
procedía hacer en aquel caso.
Cuando llegaron los embajadores por segunda vez, la tramitación de
todo aquello estaba de camino hacia la curia romana. Cabían dos opciones:
o que los castellanos esperaran allí la respuesta del papa, o mejor, que se
enviara un despacho a Castilla con lo que ocurría, guardando toda clase de
secretos; y que, para ganar tiempo, don Diego y el maestro Domingo
fuesen a ver al pontífice de parte de Valdemaro y del primado danés y le
expusiesen verbalmente lo que decía el escrito que previamente le habían
enviado, y recogiesen de Inocencio III directamente la solución.
Pareció a los embajadores conveniente seguir esta segunda parte de la
alternativa. En consecuencia, por escrito, comunicaron a Alfonso VIII
cuanto ocurría y que ellos iban a Roma para tratar de resolver el problema
cerca del papa, indicando al soberano que, si lo tenía a bien, despachara a
algún emisario con las instrucciones que estimara precisas para ellos, que
permanecerían en la Ciudad Eterna hasta que esas instrucciones llegaran.
En diciembre de 1205, don Diego de Acebes y el maestro Domingo
tuvieron su primera entrevista con Inocencio III. Por él supieron que la
respuesta al caso ya estaba dada y en camino hacia Dinamarca. No era
recomendable un matrimonio a la fuerza. Prescindiendo del pretexto de la
lepra y atendiendo a que la prometida se negaba a cumplir su palabra y a
que había tomado el velo de religiosa, el papa había acordado declarar
nulo el compromiso matrimonial.
Antes de que este fallo llegase a conocimiento del rey de Castilla
llegó a Roma un correo con las instrucciones que los embajadores habían
solicitado de él. En ellas el monarca les decía que se diera la cuestión por
cancelada y que ellos dispusiesen de sí mismos, una vez que ya había
concluido la embajada.
En su tarea de investigador, descubrió Gallón una transcripción de la
carta de Inocencio III al arzobispo de Lund y detectó un error que se le
escapó al copista de la curia romana: en vez de dirigir la carta al arzobispo
de Lund la dirigió al de Lyón. En esa carta, a la solución precedía el
historial del caso, muy minuciosamente detallado, tanto que permitió al
referido investigador hacer la reconstrucción de los hechos.
Más cosas descubrió Gallón: Entre 1204 y 1206, el conde Sifroid de
Orlamunde constituyó dos dotes para dos hijas suyas que en esos años
89
ingresaron como religiosas en la abadía de Santa María de Heusdort, en
Apolde, Turingia. Con toda seguridad, una de esas dotes fue para la
prometida del infante Don Fernando, ingresada en ese monasterio entre
agosto y octubre de 120519.
***
Al salir la segunda vez hacia Las Marcas, no sospechaba el maestro
Domingo que emprendía un viaje sin regreso.
Sí tenía ciertos presentimientos, desde dos o tres años antes, de que
algún día dejaría la placidez de Osma.
Los canónigos, el clero de la diócesis, los nobles y hasta la gente del
pueblo hablaban de que el sucesor inmediato de don Diego de Acebes en la
silla oxomense sería el subprior. El subprior, en cambio, ante esos
comentarios, sonreía y callaba, y se reafirmaba en su propósito: Ni sillas,
ni mitras, ni báculos. Ni en Osma ni en ninguna otra parte. Antes de que
llegara el caso de que don Diego tuviera que ser sustituido, ya estaría él,
Domingo, evangelizando cumanos, infieles de hordas guerreras proceden-
tes de Mongolia y establecidos en tierras que hoy son de Ucrania,
Rumania, Hungría y Checoslovaquia.
Si su prelado no le hubiese detenido, ya estaría misionando entre
aquellos paganos, marginados, por temibles, en las campañas pastorales de
la época.
Cuando el maestro hablaba a don Diego de estos proyectos
apostólicos, el obispo lo frenaba, alegando que no podía prescindir de él,
que su colaboración le era muy necesaria, que aguardara un poco más, que
en cuanto diera cima a determinados asuntos de esos que la corte le enco-
mendaba, él mismo pondría ante el papa la renuncia al obispado y, libre de
preocupaciones, ambos se consagrarían a aquella empresa evangelizadora.
Mientras caminaban por segunda vez hacia Dinamarca, los dos
embajadores comentaban con frecuencia sus proyectos misioneros.
¿Podrían estar tranquilos en Castilla, donde abundaba, acaso
excesivamente, el clero? Hacían mentalmente estadísticas del personal
eclesiástico existente en las diócesis que ellos mejor conocían. Contando,
por aproximación, monjes de la infinidad de monasterios de que tenían
noticia, canónigos de catedrales y colegiatas, arciprestes, párrocos y
capellanes de orden sacerdotal, quedaban impresionados a la vista de la

19
Cf. VICAIRE, o.c., p.81-95,635-638.
90
cantidad que arrojaba la suma. Y más impresionados aún cuando
comparaban aquella exuberancia con el cero absoluto de clero en otros
países de mies abundante, como en los habitados por los cumanos.
Pero, además del problema de los cumanos, estaba el de los
albigenses, conocido de cerca por ellos en su anterior viaje. Y aquel otro de
que les había hablado en Dinamarca el arzobispo de Lund: la
evangelización del norte de Europa y de las tierras del Este. El papa había
encomendado a don Andrés de Suenenden la organización de una campaña
misionera por Finlandia y Rusia. El primado danés contaba con apoyos
materiales de Valdemaro y de otros nobles de Escandinavia, pero no podía
comenzar por falta de misioneros.
Y mientras tanto, ellos, se decían, ocupando el tiempo y su
sacerdocio en asuntos impertinentes, como el de estas embajadas.
Según don Diego, él, en cuanto obispo y en cuanto presbítero de la
Iglesia romana, era quien tenía mayores motivos para sentirse preocupado.
Su canónigo Domingo no; porque estaba trabajando incansablemente en
tareas eclesiales: le estaba supliendo a él en el gobierno de la diócesis,
dirigía el cabildo, predicaba asiduamente en la catedral, atendía a las
monjas canonesas de San Esteban de Gormaz, administraba sacramentos,
confesaba y, junto a todo esto, cultivaba su propio espíritu en un ambiente
de recogimiento, oración, contemplación, austeridad y penitencia,
alternando las actividades de un apóstol con las de gobernante, y hallaba
medios para hacer compatible todo este trabajo en servicio de las almas de
sus prójimos con la alabanza divina del oficio coral, la lección sagrada y el
retiro, como si fuese un monje.
Pero él, el propio don Diego... ¿Era acaso vida eclesial la suya, ni
como obispo ni como clérigo, la que llevaba, andando de un sitio a otro al
lado del rey, entre nobles y caballeros, asistiendo a consejos de cosas
temporales, firmando documentos en su inmensa mayor parte de índole
política y material? ¿No estaría obligado en conciencia —se decía a sí
mismo, y le preguntaba a su subprior—, a renunciar a la mitra para
dedicarse a misionar entre los cumanos, o en el sur de Francia, o en el
nordeste europeo a las órdenes de don Andrés de Lund?
Una y otra vez los dos embajadores amigos volvían sobre estos temas
y estas preocupaciones en sus largas charlas, mientras recorrían leguas y
leguas, en este segundo viaje a Dinamarca. Y una y otra vez terminaban
sosegando sus espíritus con la decisión de que en cuanto regresaran a
Castilla con la novia, el prelado presentaría su dimisión de consejero real
91
al monarca y de obispo residencial al papa, para inmediatamente dedicarse
a misionar o entre los cumanos o entre los albigenses o entre los eslavos
del norte.
Los mismos comentarios repetidamente hicieron y los mismos
propósitos formularon en su trayecto de Dinamarca a Roma. Y con una
convicción penetrada de esperanza. Puesto que aquella coyuntura del
fracaso de la embajada los llevaba a Roma e iban a entrevistarse con el
papa, ésa era la gran oportunidad que la Providencia les deparaba. La
aprovecharían. Don Diego renunciaría a su obispado ante el pontífice. Que
el Vicario de Cristo dispusiera inmediatamente de ellos y los enviara a
misionar donde estimara que su trabajo pudiera hacer más falta.
Hubo llegada a Roma y entrevista con el supremo jerarca.
Con este resultado: Don Diego de Acebes regresó a Castilla. En
cambio, el maestro Domingo no volvió a su cabildo. Dios se había servido
de aquella circunstancia de la embajada a Las Marcas, una más en el
cuidadoso plan divino, para clausurar un ciclo de la vida de su elegido e
iniciar otro, de insospechada trascendencia.
***
Después de siete siglos subsisten en el Burgo de Osma abundantes
recuerdos del santo patriarca.
“Todavía podemos tocar con nuestras manos algunos puntos de
aquellas construcciones benditas en que vivió Santo Domingo, recubiertas,
como reliquias, por las reconstrucciones de los siglos XIV y XV: la sala
capitular con sus graciosas columnas y sus capiteles historiados; los arcos
en plena cimbra de sus ventanales sostenidos por un haz de columnitas en
espiral; las tres puertas románicas que se abren en el muro del claustro. La
capa negra con capuchón puntiagudo y la túnica blanca con que han re-
vestido al joven clérigo, así como su sobrepelliz de canónigo, han rozado
estos pilares; muchas veces, se habrá apoyado contra éste o el otro saliente
o contra el bajo de éste o el otro capitel, de adornos hábilmente entrela-
zados”20.
En la catedral actual, rehechura de la que conoció el santo, hay
numerosas imágenes que lo representan.
En el coro se talló una silla con notable bajorrelieve en el lugar donde
estuvo la que durante los años de su subpriorato él utilizara. Nadie la

20
VICAIRE, o.c., p.53-54.
92
ocupa. Sigue reservada. Es un venerable recuerdo y homenaje a sus
tiempos de capitular. Mientras los oficios, se enciende, o se encendía antes
sobre ella, una luz, símbolo de su permanente presencia espiritual. Y
símbolo acertado. Como se dijo en la sección preliminar de este libro y se
dirá alguna vez más, a luceros, luces y estrellas, a lumbre y llamas
recurrieron los hagiógrafos para describir la luminosidad de su alma y el
calor de su obra. La liturgia se ha servido de esos mismos motivos para
tejer las partes propias de su Oficio festivo.
Desde los días de su canonización, la diócesis de Osma se colocó
bajo su patrocinio y acordó celebrar cada año su fiesta como de precepto.
El seminario erigido tras las ordenaciones del concilio de Trento se
llamó de Santo Domingo.
El cabildo lo nombró patrono y deán perpetuo.
En 1955 se hizo en España un reajuste de parroquias entre diócesis
colindantes. Caleruega, que siempre había pertenecido a Osma, debería
pasar a Burgos. Por aquellas razones del corazón de que habló Pascal, el
prelado y cabildo del Burgo de Osma hicieron cuanto estuvo en sus manos
para que las cosas siguiesen como estaban en relación a Caleruega.
En los conventos de la orden se comentó con mucho agradecimiento
cómo el obispo don Saturnino Rubio Montiel lloró de aflicción cuando
recibió oficialmente la noticia de que la excepción que pedía no había
podido prosperar.
El cuatro de agosto de 1955, Osma, representada por su prelado,
cabildo y seminario en pleno hizo acto de presencia en Caleruega para
decir adiós a aquel santo lugar dominicano que dejaba de pertenecerles
administrativamente. \
No obstante, ni la historia ni los hechos pueden dejar de ser lo que
han sido y como han sido. Entre Caleruega, Santo Domingo y Osma hay
lazos tan entrañables y arraigados, y tan inerradicables, que ni actas, ni
decretos, ni firmas de ningún género pueden romper.

93
Capítulo II

ETAPA FRANCESA (1206-1214)

“Ardebat quasi facula”:


Ardía como una antorcha

La herejía albigense.—Misionero entre los citaros.—La


Santa Predicación.—La cruzada militar.

1. LA HEREJÍA ALBIGENSE

En las conversaciones que frecuentemente mantenían entre sí los


profesores de la Universidad palentina, había surgido varias veces el tema
de aquella herejía que hacía estragos entre los cristianos del sur de Francia.
Los catedráticos franceses llevados a Palencia por don Arderico
informaban a sus colegas españoles de cuanto sabían acerca de la cuestión.
La información ni era abundante ni profunda. Los informadores
pedían excusas por la limitación de sus conocimientos sobre la materia,
adquiridos en parte de visu y, en parte, de oídas.
Los herejes formaban una secta que el pueblo llamaba albigense, no
porque estuviera localizada exclusivamente en la ciudad de Albi, sino
porque en los comienzos de su expansión allí habían tenido su cuartel
general.
Nadie sabía con certeza de dónde habían venido los primeros
propagandistas. Se creía que, de Oriente, a través de los países del este de
Europa.
Contemplado desde fuera, todo aquello —decían los maestros
franceses— parecía un movimiento pintoresco, de índole política, social y
religiosa, sin bases doctrinales categóricas. Por lo menos ellos no habían
podido captar su epistemología. Sí, series incoherentes de afirmaciones y
negaciones revolucionarias, pero carentes de fundamentaciones lógicas.
94
Los dirigentes y teóricos de aquel movimiento resultaban
desconcertantes: en ellos se mezclaba lo místico con lo temporal, lo
sublime con lo terreno. Predicaban y simultaneaban su dedicación a lo
religioso con el ejercicio de profesiones mercantiles y artesanas. Verdad es
que San Pablo hizo compatible su ministerio apostólico con su oficio de
tejedor de lonas; pero en él su trabajo manufacturero tenía el sentido de
ganar el pan que comía sin gravar a las comunidades que visitaba. Los
predicadores albigenses, en cambio, realizaban sus profesiones temporales
como verdaderos negociantes. La mayor parte de ellos, aunque en algunas
cosas parecían clérigos, realmente eran laicos. Había otros procedentes de
la Iglesia católica, curas, canónigos, y hasta obispos que habían
abandonado totalmente el ministerio sacerdotal porque, en aquella religión,
si es que era una religión, no había sacramentos, ni jerarquía eclesial, ni
templos ni sacerdocio. No obstante, practicaban ciertos actos de culto en
casas particulares o al aire libre. Hasta tenían comunidades de mujeres or-
ganizadas al modo de los monasterios femeninos católicos.
Los predicadores insistían en el Evangelio para apoyar sus campañas
en pro de la pobreza y de la austeridad. Cuando estaban en ejercicio,
explotaban mucho el testimonio del ejemplo viviendo ellos mismos esa
austeridad y pobreza: vestían unas sotanas negras muy severas, con hileras
de treinta y tres botones; llevaban los pies desnudos, sobre suelas de
madera atijadas a los tobillos con correas; viajaban andando; eran
vegetarianos y prescribían a sus clientes alimentaciones parcas, con
prohibición de tomar carnes, huevos, pescados ni lacticinios, ni siquiera
por razón de enfermedad; formulaban diatribas contra el matrimonio y las
relaciones conyugales... Se decía, sin embargo, que en sus vidas privadas
no había austeridad, ni abstinencias de ningún género, ni celibatos ni
pobrezas, sino todo lo contrario.
Lo más saliente entre ellos era un odio virulento contra la Iglesia y
sus instituciones, especialmente contra el pontificado...
A todo ese movimiento llamaban catarismo, es decir, autenticidad,
pureza de creencias y de conducta. A sí mismos se daban el nombre oficial
de cátaros, en el sentido de puros e incontaminados.
Según los informadores, los albigenses, en una primera etapa,
trataron de ganar prosélitos principalmente entre las clases desheredadas,
hablándoles de redención y liberación contra la opresión que padecían por
parte de los ricos y nobles.

95
Más tarde procuraron atraerse a la nobleza por procedimientos
parecidos: incitándola a la lucha contra la Iglesia, sobre todo contra el
papado, insistiendo en que, desde la reforma de Gregorio VII, los
pontífices se habían hecho dueños del mundo, señores de almas, vidas y
haciendas, amos de lo espiritual y temporal, instancias supremas e
inapelables y detentadores de atribuciones que, según el Evangelio,
correspondían al césar o, lo que es lo mismo, a los nobles.
Finalmente llevaron sus ideas subversivas a los estamentos clericales.
Trabajaron el ánimo de los monjes y convencieron a muchos de que
estaban en los monasterios aherrojados por sus abades; y el de los clérigos,
párrocos y canónigos, convertidos —les decían— en vasallos de sus
obispos, mientras a obispos y abades inquietaban invitándolos a la
insubordinación contra el gran tirano de Roma que a todos sojuzgaba.
Según los informadores, entre los católicos conocedores de la secta se
comentaba que lo que pretendían los cátaros era destruir la Iglesia donde
se hallara establecida, y que por eso procuraban instalarse en reinos
cristianos y no en los paganos, y que preferentemente se asentaban en
zonas afectadas por especiales conflictos políticos, porque, al socaire de
los mismos, les era más fácil hacer prosélitos, imitando a los pescadores,
que suelen echar sus redes en ríos revueltos. Eso explicaba que en tan poco
tiempo hubiesen medrado tanto en el mediodía de Francia, que a la sazón
era un avispero.
Concretamente en el Languedoc, se vivía entre tensiones
permanentes a causa de su división administrativa, muy complicada.
El área de aquella inmensa provincia constituía casi en su totalidad el
condado de Tolosa. Pero dentro del condado, unas tierras pertenecían al
rey de Francia, otras al de Aragón, y otras, las de La Gascuña, eran objeto
de litigio. Antiguamente habían pertenecido a Ricardo Corazón de León.
De é1 las heredó su hija doña Leonor de Aquitania, quien, a su vez, las
cedió como dote a la mujer de Alfonso VIII de Castilla, llamada también,
como su madre, Leonor. El emperador de Sajonia Otón de Brunschwick
impugnó aquella herencia y aquella cesión, alegando que su tío Ricardo
había constituido con aquel territorio un ducado, el de Aquitania, y
nombrádole a él primer duque del mismo. Otón, pues, reclamaba para sí
La Gascuña. Pero la reclamaba también el monarca castellano. De hecho,
quien mandaba allí era Enrique II de Inglaterra en calidad de sucesor,
yerno y heredero de Corazón de León. Por su parte, Felipe Augusto,
soberano de Francia, deseaba incorporarla a su corona, por estar en suelo

96
francés. A su vez, el conde de Tolosa trataba de independizarse de su rey y
hacer del condado un reino, incluyendo en él los enclaves de Aragón y el
ducado de Aquitania.

Los otros condes menores, los vizcondes y nobles del Languedoc,


andaban también revueltos entre sí sin saber a qué carta quedarse. Tan
pronto apoyaban al de Tolosa contra Felipe Augusto como a éste contra el
de Tolosa, a tenor de las ventajas y granjerías que en cada caso uno u otro
les ofreciesen.
De todo este revoltijo, decían los maestros franceses a sus
compañeros españoles, se estaban aprovechando los cataros, azuzando a
unos señores contra otros, y a todos contra la Iglesia.
En el primer viaje a Dinamarca, cruzados los Pirineos, a medida que
penetraban en suelo francés, el maestro Domingo iba dándose cuenta de
que avanzaban por tierras cátaras.
97
Como en España, también por allí las gentes salían a los caminos a
contemplar el paso de la caravana; pero se manifestaban de diferente
manera. Las multitudes españolas saludaban a los viajeros con simpatía, se
regocijaban ante el espectáculo de las carrozas y cabalgaduras ricamente
enjaezadas y exteriorizaban su júbilo. En cambio, los curiosos franceses
los miraban con ojos oblicuos, posados con especial desdén sobre los
numerosos clérigos de la comitiva y sobre el obispo, profiriendo al mismo
tiempo comentarios desfavorables. En casi todos los pueblos por donde
pasaban había alguien que lanzaba alfilerazos de ironías, o gritaba insultos
que el público arracimado a la vera de la calzada acogía con risas y
aplausos.
Cuando llegaban a los albergues, mientras descabalgaban, arreciaban
las pullas y abucheos contra la clerecía, y los comentarios y alusiones a
Jesucristo pobre: que si el Señor caminaba a pie; que si no llevaba zapatos
lustrosos, sino sandalias de cuero de camello que se hundían en el polvo o
en el barro; que no iba vestido de sedas y brocados, sino de una túnica de
lana; que no se alojaba en los mesones ni dormía en colchones de pluma,
sino en el suelo, debajo de cualquier olivo; que no disponía de galeras
cargadas de equipajes, ni siquiera de alforjas; que cómo se compaginaba
todo aquel boato de los eclesiásticos viajeros con el sermón de las
bienaventuranzas.
Hasta los mismos hospederos que deberían mostrarse contentos ante
la clientela que entraba por sus puertas, refunfuñaban.
Recordó el maestro Domingo que ya los informadores de Palencia les
habían dicho que una de las cosas que los cátaros habían monopolizado era
la relativa a ventas y posadas. Resultaban sitios estratégicos para hacer
proselitismo. Muchos llegaban cristianos a los paradores y salían de ellos
ganados para la causa y convertidos en propagandistas de la secta entre sus
familiares y convecinos cuando regresaran a sus tierras.
***
En el itinerario de aquel primer viaje estaba programada una parada
en Tolosa. Allí deberían pernoctar.
Como de costumbre, los guías habían prevenido alojamiento para él,
para el prelado y nobles de mayor rango, en la hostería principal.
Mientras se acomodaban, el maestro Domingo oyó las invectivas del
hostelero. Parecía hombre importante.

98
El canónigo embajador, el hombre de ciencia y de fe con alma de
apóstol, se formó su plan.
Quería informarse a fondo, conocer la entraña de aquella doctrina, si
es que había una doctrina cátara, y suavizar, siquiera suavizar, la aspereza
del dueño del parador, que se mostraba agresivo, intolerante. Le invitaría a
mantener con él un diálogo sereno, sin estridencias ni imposiciones de una
a otra parte.
Desde sus años de estudiante y profesor estaba convencido de que,
para poder controvertir con un disidente con buena dialéctica y eficacia,
era menester que cada uno tuviera ideas claras, precisas, exactas, no sólo
sobre su propia verdad, sino también sobre la verdad del contrario.
A esto llamaban en las escuelas precisar el estado de la cuestión a
base de prenotandos.
Acaso el gerente de aquella posada fuese capaz de mostrarle todas las
cartas de la baraja con que los albigenses jugaban, y hasta jugar con él,
mano a mano, una interesante partida.
Después de la cena, cuando todos se habían retirado a descansar, se
procuró una entrevista a solas con el hospedero.
Sentados frente a frente, con una pequeña mesa de por medio, sin
prisas, con cordialidad, dialogaron.
El maestro castellano fue obteniendo de su interlocutor datos y más
datos. El tolosano sabía hablar y exponer y contestar con precisión a las
preguntas que el forastero le hacía sobre el catarismo.
Santo Domingo se documentó plenamente.
Como suponían sus antiguos compañeros de claustro, la secta
pretendía ser una religión; pero carecía de formulaciones doctrinales
sistemáticas, de teología, de fundamentación filosófica y de coherencia.
En conjunto no era otra cosa que un cúmulo de impugnaciones contra
la Iglesia de Roma montadas sobre un amasijo de cosmogonías paganas,
capítulos heterodoxos de herejías surgidas entre los cristianos de los
primeros siglos y episodios anecdóticos. Los errores gnósticos, docetas,
maniqueos e inconoclastas adheridos entre sí a base de pegamentos de
falacias y de ingenuas interpretaciones del Evangelio, constituían lo que
pudiera llamarse cuerpo doctrinal de la religión cátara.
De entre aquel centón de conceptos abigarrados, entresacó el maestro
Domingo los factores en que los albigenses se apoyaban en su intento de
construir una especie de dogmática de este tenor:
99
En el principio hubo, y seguía habiendo, dos seres rivales y
poderosos: uno bueno, autor del espíritu; otro malo, origen de la materia.
La raíz más honda del catarismo era claramente maniquea.
El hombre, objeto cualificado de la creación, compuesto de alma y
cuerpo, constituía el campo de batalla en que ambos principios, el bueno y
el malo, libraban sus combates. Si la criatura humana, en el ejercicio de su
vida, mantenía a raya las apetencias de los sentidos y buscaba los bienes
del alma, la victoria se apuntaba en la parte del tablón correspondiente al
principio bueno; si, por el contrario, se dejaba arrastrar o seducir por el
atractivo de lo sensual, el tanto se inscribía en la columna del malo. La
competencia entre ambos principios o dioses y su empeño por desbaratar
cada uno de ellos las influencias del otro sobre la voluntad del individuo
humano era permanente.
Todo esto estaba tomado del mazdeísmo persa.
Para ayudar al hombre, el principio bueno envió al mundo en un
momento histórico dado al Jesucristo de que hablan los evangelios.
Pero en Jesucristo no se habían dado cita dos naturalezas, la divina y
la humana, coexistentes en una sola persona divina, como enseña la Iglesia
católica, sino que en él había una única naturaleza totalmente espiritual. Ni
siquiera había en Jesucristo persona propiamente dicha: su ser era
fantasmal, demiúrgico, a modo de una condensación gaseosa del principio
bueno, que se hizo visible a los hombres para enseñarles a vivir
correctamente. Semejaba ser otro hombre más. No lo era. Lo que parecía
su cuerpo, no era cuerpo. Lo que parecía voz, no era voz. Tampoco era
Dios, sino una apariencia o un eco de Dios. No hubo ni encarnación, ni
alumbramiento de María, ni infancia de un niño que no existió realmente,
ni más tarde prendimiento, ni crucifixión, ni muerte, ni resurrección, ni
redención, ni institución de la Iglesia, ni nada de cuanto esa Iglesia
erróneamente profesaba en relación con Jesucristo. Porque ni siquiera
hubo un Jesucristo real. Todo fue un fenómeno apariencial montado por el
principio bueno, comúnmente llamado Dios, para dar lecciones de vida a
los hombres.
Esta concepción cristológica del catarismo estaba hecha con retazos
mal hilvanados tomados de las antiguas filosofías orientales, de los relatos
de los evangelistas y de las herejías gnósticas y docetas surgidas entre los
cristianos de los primeros tiempos.
De esta especie de dogmática habían deducido los teóricos de la
secta, con algún asomo de lógica, su código moral y su liturgia.
100
Desde el punto de vista ético-religioso, los albigenses profesaban
estas convicciones:
Lo espiritual es superior a lo material. El Dios bueno es de más alta
categoría que el malo. En el hombre, su alma vale más que su cuerpo.
En la ordenación de la propia vida, cada individuo debe esforzarse
por secundar las inspiraciones del principio bueno y resistir a las
sugerencias del principio malo. Y atender más al cultivo de los valores
espirituales del alma que a la satisfacción de las apetencias materiales del
cuerpo.
Cuando sobre la marcha se presente alguna duda acerca del camino a
seguir o de las opciones a tomar, el hombre discreto debe consultar el
Evangelio y a su conciencia propia, qué es lo que en tal coyuntura hubiera
hecho Jesucristo. El que quiera vivir correctamente y asegurarse la
salvación de su propia alma mediante el retorno de la misma al seno del
Dios bueno, del que originariamente procede, debe comportarse como si
no tuviera cuerpo; pero como sí lo tiene, ha de tender hacia el progresivo
exterminio de las fuerzas corporales mediante la penitencia, la austeridad,
la pobreza voluntaria, el ayuno, la abstinencia, el celibato. Quien a la hora
de la muerte no tenga su espíritu robustecido y sus apetitos materiales
dominados, en castigo deberá pasar por diferentes etapas de purificación
en sucesivas reencarnaciones en otros cuerpos cada vez más groseros de
más ínfima calidad, siendo, en posteriores existencias terrenas, vaca, cabra,
pájaro, lombriz, gusano, etc.
Los cátaros habían tomado de los orientales sus teorías
metempsicosistas y palingenésicas.
Los albigenses practicaban una liturgia a su modo.
Sus ritos tenían por objeto, no el culto a Dios, sino ayudar al espíritu
del creyente a superar los atractivos de la materia, expiar los pecados y
asegurarse el retorno al seno divino, sin necesidad de ulteriores
transmigraciones.
Nada de oración, ni adoración ni sacramentos. Sin embargo, sus actos
cultuales remedaban en gran parte los tradicionales entre los católicos.
Eran inconoclastas. No admitían templos, ni lugares sagrados ni
imágenes. Profesaban especial aversión a la cruz cristiana, porque, según
ellos, fomentaba la superchería. Si Cristo no había tenido cuerpo ni
padecido en el Calvario ni efectuado redención alguna, la veneración de
los crucifijos y la práctica de las signaciones católicas carecían de sentido.

101
No reconocían valor al sacerdocio ni a ningún otro grado de
ordenación, pero sí disponían de ministros habilitados para la predicación,
la controversia, la presidencia de actos rituales y la dirección de algunas
empresas ministeriales de la secta. Incluso daban a algunos de estos minis-
tros los nombres de diáconos y de obispos. Hasta habían copiado del
catolicismo ciertos estilos de vida monástica femenina a base de
comunidades de mujeres que ellos llamaban perfectas.
Elementos de la organización social de los orientales, esencialmente
clasista, más aún castista, habían sido trasvasados a la liturgia cátara. A
imitación de los vedas y de los brahmanes, los albigenses se consideraban
divididos en tres castas, aunque con posibilidad de superación y ascenso de
unas a otras mediante esos ritos religiosos que practicaban.
La de rango inferior la constituían los simples creyentes. Estaba
formada por cuantos aceptaban la fe cátara. Naturalmente, era la más
numerosa. Para adquirir, conservar y acrecentar esa fe se recurría al rito
llamado mejoramiento. En una sala de cualquier domicilio particular se
montaba un altar a base de una mesa cubierta con un mantel. Sobre la
mesa, un atril. Sobre el atril, el evangelio de San Juan. Los fieles se
situaban en la habitación. Un ministro, les hacía una catequesis. Luego
pronunciaba algunas fórmulas mágicas. Por último, extendía sus manos
horizontalmente, como si quisiera cubrir con ellas las cabezas de los
asistentes. Eso equivalía a una bendición que implicaba una gracia divina
descendiente de lo alto, mejoraba el espíritu de los asistentes y les ayudaba
a conservar la fidelidad a sus compromisos.
Había otra casta superior: la de los perfectos. A ella pertenecían
quienes tenían ya sus conciencias santificadas y asegurada su eterna
salvación sin necesidad de que sus almas transmigrasen a otros cuerpos.
Esa santificación se producía por la recepción del consolamiento. Consistía
este rito en la imposición de manos hecha por un ministro sobre la cabeza
del creyente mientras pronunciaba palabras cabalísticas. De modo
ordinario, el consolamiento se administraba sólo a aquellos que, a juicio de
los dirigentes, lo merecían. Automáticamente, quien recibía esta especie de
consagración quedaba convertido en perfecto y con capacidad para
conferir esa perfección, aunque no fuese ministro oficial, a cualquier otro
cátaro simple creyente en peligro de muerte. El consolamiento, como el
bautismo entre los católicos, imprimía carácter. Por lo tanto, quien lo
hubiese recibido una vez no podía válidamente recibirlo nunca más.

102
El más alto escalafón en la organización social y religiosa de la secta
lo constituían los ministros, flor y nata del catarismo. Procedían de la clase
de perfectos. Todos los clérigos procedentes del catolicismo que se
pasaban a los albigenses recibían el consolamiento y quedaban, sin más,
convertidos en miembros de este grupo de selectos. El paso de otros
perfectos a la clase superior se hacía por designación de los altos
ejecutivos cátaros, habida cuenta de los méritos o excelencias de los
candidatos. A la clase ministerial pertenecían los predicadores,
controversistas, teóricos, administradores y jefes de empresas de alguna
categoría, gerentes de albergues y hosterías de importancia. Todos llevaban
el nombre genérico de dirigentes.
El hostelero de Tolosa, de quien Santo Domingo recibió toda aquella
información, era uno de esos ministros.
Gran servicio hizo a su huésped al exponerle con la claridad que pudo
el fondo de la doctrina cátara y al responder a las preguntas que le fueron
formuladas. Mayor se lo hizo a sí mismo. Porque el maestro tomó la
palabra cuando aquella exposición acabó, y punto por punto fue refutando
ante el tolosano cada uno de los errores, situando debidamente las
verdades de la religión cristiana, explicando el sentido de los textos
bíblicos en que los albigenses querían hacerse fuertes, respondiendo a las
objeciones que el hostelero presentaba y reconociendo la parte de razón
que pudiera haber en algunas de las impugnaciones que se hacían a la
Iglesia en sus instituciones o en sus hombres y demostrando cómo
determinados hechos se debían a fallos humanos, no a la Iglesia en cuanto
tal, fundada por Jesucristo como sacramento de salvación y santificación
en beneficio de los individuos y de la sociedad.
Santa noche pascual fue aquella para el gerente de la hostería, y de
íntima satisfacción para el subprior de Osma.
Cuando llegó la aurora disipando con sus claridades las sombras
nocturnas, otra luz, dice el beato Jordán, luz de amanecer, se encendió en
el alma del hostelero tolosano, que acabó rindiéndose a la gracia de Dios y
admitiendo la fe de la Iglesia21.
El negocio que llevó a los embajadores desde Las Marcas a Roma
estaba concluido.
Gran ocasión para solicitar una nueva entrevista con el papa y
exponerle sus deseos de dedicarse a misionar.

21
Cf. BEATO JORDÁN, o.c. (BAC), c.9 p.170-171.
103
Muchas horas de reflexión dedicaron a este asunto el prelado y su
vicario general. La decisión estaba firmemente tomada, pero no sabían a
cuál de los tres campos de acción que tenían ante sus ojos deberían dar
prioridad. Tanto la evangelización de los cumanos como la de los infieles
del nordeste europeo entrañaba para ambos una seria dificultad:
desconocían la lengua de aquellas gentes. Les llevaría mucho tiempo
aprenderla. ¿Lograrían dominarla? Esto preocupaba especialmente a don
Diego, de edad avanzada. Cuando lograra entenderse medianamente con
los indígenas, estaría tan anciano y tan sin fuerzas, que poco o nada podría
misionar.
Este inconveniente no existía respecto de los albigenses.
En aquellos tiempos, todas las tierras que habían formado parte del
Imperio romano se hallaban intercomunicadas, no sólo por calzadas y vías,
monumentos y costumbres, sino también y principalmente por un mismo
canal de cultura: el idioma latino.
Cierto que en las diferentes regiones sus habitantes usaban
preferentemente dialectos vernáculos. Pero como todos ellos tenían su
origen en la misma lengua madre y aún no se habían desenganchado de
ella, los diversos romances resultaban tan parecidos entre sí, que, si no
fuera por algún modismo local o por pequeñas variantes de acento y
tonalidad, se dijera que no existía más que un romance o un solo dialecto
común a todos. Por este lado no había problema. Ellos mismos habían
comprobado cómo en sus viajes a través de Francia hasta Dinamarca y
ahora en Italia, con su latín clásico, con el más sencillo popular y con su
castellano, pese a que el habla de Castilla en aquellos tiempos abundaba en
incrustaciones mozárabes, se habían entendido normalmente y sin
dificultad alguna con todo el mundo. Por muchos elementos arábigos que
el romance del centro de la península Ibérica hubiese asumido, eran
muchísimos más los que conservaba de corte visigótico y de factura latina.
Por cada uno de estos dos costados, los dialectos españoles, todos ellos,
conservaban estrecho parentesco con todos los demás de Europa.
Desde el punto de vista del idioma, todo parecía aconsejar que los
dos futuros misioneros castellanos deberían optar por ejercer su ministerio
entre los albigenses.
Y desde el ángulo de la importancia y urgencia de la evangelización
también.
El asunto de los cátaros era especialmente grave. Aquellos herejes
estaban arrancando cristianos al tronco de la Iglesia. La secta constituía
104
una amenaza contra la pacífica posesión de la verdad religiosa por parte de
los pueblos de Europa y contra la unidad espiritual del continente. ¿De qué
serviría que en España se estuviera limpiando el suelo de moros si luego
venían desde Francia los albigenses a ocuparlo? ¿De qué valdría convertir
cumanos a la fe en Jesucristo si quedaba en el aire la posibilidad de que
más tarde los cátaros se la arrancaran?
La conclusión final adoptada por ambos fue la misma a que habían
llegado otras veces cuando habían tratado de este tema: ponerse a
disposición del papa, y que decidiera él. Si eran aceptados y el pontífice
los enviaba a los cumanos, se irían a los cumanos. Si los mandaba a
colaborar con don Andrés de Lund, regresarían a Dinamarca. Si decidía
que misionasen en el sur de Francia, irían al sur de Francia.
En enero de 1206 solicitaron y obtuvieron una nueva entrevista con el
vicario de Cristo. A ésta seguirían en aquel mismo mes otras cuantas más.
***
Desde 1198 gobernaba la Iglesia Inocencio III. Hombre de cualidades
físicas, intelectuales y morales extraordinarias. Veintisiete años tenía
cuando su tío, Clemente III, lo hizo cardenal. A partir de entonces fue el
alma de la curia.
Cuando murió Celestino III, sucesor de Clemente, los electores no
dudaron. Ni siquiera su notable juventud fue obstáculo para que lo
elevaran al supremo pontificado.
Críticos e historiadores comparten unánimes el criterio de que, en la
larga serie de papas, anteriores y posteriores a él, apenas habrá más de tres
que puedan parangonársele.
Diríase que Dios lo había traído al mundo cuidadosamente equipado
para que pudiera ser un excelente gobernante de la Iglesia universal.
Ha sido llamado el Augusto del pontificado22.
Ya de cardenal había tomado el pulso a la herejía albigense. A su
juicio constituía la lacra más perniciosa de su tiempo en las áreas social y
religiosa.
Para atajar la contaminación que la secta estaba produciendo,
aconsejó a sus dos predecesores, Clemente y Celestino, que restablecieran

22
Cf. García Villoslada, S.I., Historia de la Iglesia Católica (BAC) II p.2.ª c.6
p.553ss.
105
el antiguo sistema de las paces de Dios, utilizado con éxito por los obispos
franceses dos siglos antes contra otros movimientos heréticos.
Lo que no hicieron sus dos inmediatos antecesores, trató de hacerlo él
en cuanto asumió el gobierno de la Iglesia.
Con el nombre de negotium fidei, basado en aquellas paces, programó
un plan de defensa de la ortodoxia.
Algunos de los presupuestos de ese plan, tal vez, sean cuestionables
desde nuestras actuales posiciones ideológicas, pero encajaban sin
estridencia en el contexto mental del siglo XIII. Más: eran corolarios de
determinadas premisas que en la Edad Media tenían categoría de princi-
pios universalmente aceptados.
He aquí algunas de aquellas premisas que servían de soporte
dialéctico al negotium fidei et pacis:
— Supremacía de lo sobrenatural sobre lo temporal.
— Necesidad de la ortodoxia para la vida sobrenatural del hombre.
— Derechos y deberes de la Iglesia en cuanto institución destinada por
Dios a velar por la pureza de la doctrina. Esta premisa genérica incluía un
largo capítulo de competencias y obligaciones anejas al magisterio
eclesial.
— Contingencia del orden natural, pasajero, secundario y subsidiario del
sobrenatural.
— Obligación de los príncipes temporales de procurar a sus súbditos el
bien común natural a tenor de la doctrina de la Iglesia, para evitar, bajo la
vigilancia de ésta, posibles fisuras al bien sobrenatural, de mayor categoría
que el terreno.
Conceptuación de la infidelidad religiosa y de la herejía: La primera,
mal gravísimo para individuos y sociedades, por su incompatibilidad con
el orden sobrenatural. La segunda, mal aún mayor que la primera. El infiel
era considerado como un ser desafortunado que no había conocido la
verdad. El hereje era tenido por avieso, pérfido, traidor y renegado. Pese a
que había conocido la luz, voluntariamente la había apagado y
entenebrecido su alma con la apostasía.
— Deber insoslayable en la autoridad civil de colaborar con la
eclesiástica para la erradicación de la infidelidad, y sobre todo de la
herejía.
— Potestad de la Iglesia para proceder contra los príncipes temporales
negligentes en el terreno de la anterior colaboración, desposeyéndolos de
106
su autoridad y declarando a sus súbditos libres del dominio que sobre ellos
venían ejerciendo tales señores temporales.
De los precedentes postulados se seguía que el papa podía exigir a
reyes, condes y titulares de cualquier tipo de señorío feudal, que
cohibieran en sus respectivos territorios el proselitismo de los herejes; que
los declararan fuera de la ley; que los expulsaran de sus dominios. Si no
secundaban estas consignas, además de las censuras canónicas en que
incurrían, se exponían a que el vicario de Cristo los apeara de sus
pedestales, porque el derecho político de entonces reconocía a los
pontífices de la Iglesia facultades para quitar y poner reyes por motivos de
religión, y hasta para declarar y hacer la guerra a quienes resistiesen a su
autoridad de pastores universales.
Seamos cautos en enjuiciar con desdén desde nuestras posturas
mentales de hoy actitudes de otras épocas. No disponemos de ninguna
póliza de seguros que garantice que nuestras categorías ideológicas
actuales, por muy firmes que las creamos, no vayan a ser desmontadas por
generaciones venideras. También los pensadores de la Edad Media estaban
convencidos de que estos postulados del negotium fidei eran irreformables,
como irreformable e intangible la ley natural en que se asentaban.
Esa ley natural y el derecho en ella fundado constituyeron durante
siglos un muro ante el cual se detenían respetuosamente teólogos, filósofos
y políticos juristas. Pero el concepto de esa ley y de ese derecho, en
nuestros días, se encuentra muy reblandecido. Cada vez son más quienes
con más audacia y menos escrúpulos cuestionan no sólo si tal o cual caso
particular entronca o no con la ley natural, sino que no faltan quienes
ponen en tela de juicio si hay verdaderamente una ley de esa categoría. Los
escolásticos y creyentes la definían como una traducción de la ley eterna,
que, según Santo Tomás, consiste en el concepto que Dios tiene de cada
cosa. La natural, según el mismo santo Doctor, es una participación de la
eterna y una impresión de la luz divina en la criatura racional que le
permite ordenar sus actos hacia sus propios fines23.
A medida que la cultura se desenganche de la teología y discurra por
carriles meramente materialistas, y las gentes acepten que Dios es un mito,
sin realidad óntica alguna, es lógico que desechen, como si se tratase de un
ente fantasmal, eso de la ley eterna. Desmontado esto, desmontado queda
también lo concerniente a la ley natural, en cuyo caso, o nos quedamos sin
bases para fundamentar las leyes positivas y las interrelaciones humanas, o
23
Suma Teológica I-II q.91 a.1-2.
107
se sustituyen los conceptos tradicionales por otros. Si llega ese supuesto,
nada de lo que actualmente tenemos por criteriológicamente firme quedará
en pie. Parece, pues, prudente cohibir las sonrisas indulgentes y
desdeñosas ante ciertos panoramas culturales del pasado, y atenernos al
consejo del aforismo clásico: Distingue témpora et concordábis iura:
enjuicia cada cosa sin arrancarla de su contexto.
Inocencio III, desde el comienzo de su pontificado, se mostró
dispuesto a llevar el negotium hasta sus últimas consecuencias si fuese
necesario. Pero antes de tomar medidas drásticas trató de atajar el avance
del catarismo por procedimientos pastorales.
Nada más subir al solio puso los medios para organizar una eran
misión en el mediodía francés.
A este efecto nombró legados suyos con el encargo de que reclutaran
misioneros que predicaran entre los albigenses la verdadera fe de la
Iglesia. Hasta dio potestad a sus mandatarios para que depusieran de sus
sedes a los obispos sospechosos de herejía o complacientes con ella, o
remisos en su deber de bloquearla.
Después de cuatro años de fracasos, los legados renunciaron a su
legación. No encontraban predicadores. Algunos clérigos se ofrecían, pero
pocos y, en general, sin condiciones para el ejercicio de ese ministerio. Los
que parecían virtuosos y sacrificados, carecían de doctrina que comunicar.
Los que tenían alguna formación cultural, o eran demasiado cómodos o
adolecían de costumbres relajadas.
Durante esos cuatro años fueron removidos de sus sillas los obispos
de Frejus, Carcasona, Tolosa, Béziers, Viviers y algunos más. No obstante,
la campaña misionera no daba fruto alguno. Ni hallaban apoyo entre los
señores, muchos de los cuales eran herejes manifiestos.
La dimisión de los legados obedeció principalmente a otro motivo: el
papa no autorizaba la destitución del arzobispo de Narbona don Berenguer,
que a juicio de ellos debería ser inmediatamente depuesto. Con su
conducta desedificante, simoníaca y desacralizada, decían, estaba dando
pretexto para que los herejes ganasen muchas bazas.
El asunto de este arzobispo había que tratarlo muy ponderadamente.
Por una parte, tenía a su favor el hecho de que su diócesis era una de las
pocas en las que los cátaros habían sido mantenidos a raya por el prelado
discutido. Por otra, se daba la circunstancia de que tal señor estaba
emparentado muy de cerca con el rey de Aragón don Pedro II, el Católico.
Había que evitar cualquier conflicto con ese monarca, a quien el papa
108
pensaba ofrecer la dirección de la cruzada militar si no quedaba más
remedio que recurrir a las armas para extirpar la herejía. Si se privaba a
don Berenguer de su arzobispado de Narbona, posiblemente su sobrino
don Pedro no sólo no accediese a colaborar con los ejércitos del papa, sino
que tal vez combatiese contra ellos y a favor de los cátaros.
En 1203, Inocencio III recurrió a la orden del Císter y puso en sus
manos la reorganización de la campaña misionera. Nombró legados suyos
a los abades Pedro de Castelnau y Raúl de Fontfroide. Entre los monjes de
sus monasterios podían reclutar predicadores. A cuantos se incorporasen a
la misión concedía, por cada cuarenta días de ministerio, determinadas
indulgencias.
En 1204 encomendó la dirección de la empresa pastoral anticátara al
abad general don Arnaldo Amaury. Los otros dos abades habían informado
al papa de que no era fácil reclutar predicadores entre sus monjes, como se
había creído. Por el aliciente de lucrar las indulgencias, no faltaban
quienes se ofrecían para una cuarentena; pero al cabo de tan breve período,
en el que, por desentreno y falta de costumbre, los efectos de la misión ni
se notaban, regresaban a la placidez y comodidad de sus abadías.
Don Arnaldo, en calidad de general del Císter, tenía bajo su báculo
seiscientos monasterios y millares de religiosos. Aunque fuese a base de
turnos podía sin dificultad mantener en actividad suficientes equipos de
predicadores.
Sólo unos meses después de hacerse don Arnaldo cargo de la
dirección de la campaña, comunicó al pontífice que tanto él como los otros
abades y monjes abandonarían la tarea que les había sido confiada si no
era destituido de su sede el arzobispo don Berenguer.
Inocencio III autorizó a los legados para que abrieran un expediente
al controvertido prelado; pero el proceso que se le instruyese debería ser
remitido a Roma para que la curia lo examinase antes de dictar sentencia
en tan espinoso asunto.
Les rogó al mismo tiempo que continuasen la campaña, que
celebrasen entre los prelados de la región y los abades comprometidos en
ella y los legados una asamblea para estudiar los procedimientos que
deberían seguirse para el mayor y mejor resultado de la empresa.
Las preocupaciones del papa aumentaban. Don Arnaldo se mostraba
muy desanimado. Todo se volvían pegas c instancias para que dejara los
procedimientos pastorales que se estaban mostrando estériles y convocara

109
una cruzada militar, única manera, insistía el abad general, de acabar con
la herejía.
***
Así estaban las cosas cuando, en enero de 1206, se presentaron ante
Inocencio III los dos castellanos, ahora ya no como embajadores del rey de
Castilla, sino como misioneros voluntarios, dispuestos a acudir a
dondequiera que él los mandara. ¡Ofrecimiento providencial! ¡Vaya si le
era necesario su concurso! ¡Por supuesto que lo aceptaba Y para el
Languedoc, que era lo más urgente y lo que más apremiaba.
¡Qué hombres tan de Dios el obispo y su canónigo!
A aquella entrevista siguieron algunas más.
Inocencio III, bien meditado el caso, dijo a don Diego que no debería
dimitir de su obispado ni de su oficio de consejero del rey castellano.
Saltando sobre los Alpes, se habían introducido ya los cátaros en
Lombardía. En cualquier momento franquearían los Pirineos y se
asentarían en España. Había que evitar eso a toda costa.
No hubieran medrado tanto en el Languedoc si, al frente de las
diócesis de aquella comarca, hubiese habido prelados según el corazón de
Dios.
Como obispo de Osma podría prestar mayores y mejores servicios a
la causa de la Iglesia que como misionero itinerante. ¿Cómo? Impidiendo
que la herejía entrase en su parcela diocesana, alertando a otros prelados de
España, reclutando clérigos de Osma para la misión de Francia, ayudando
con las rentas de la mitra a sufragar los cuantiosos gastos que la campaña
misional acarreaba y, sobre todo, y esto era muy importante, aprovechando
el ascendiente que tenía sobre el rey de Castilla, para que, si la Iglesia se
veía obligada a recurrir a la cruzada militar contra los albigenses, se
sumase a ella con sus fuerzas y hombres, y moviese a otros monarcas y
nobles de los reinos de España a colaborar de la misma manera.
No. Don Diego no debería renunciar a los oficios que le habían sido
encomendados. No era estar ocioso permanecer en ellos ni eso suponía
vivir al margen del ministerio episcopal.
Para no frustrar del todo sus buenos deseos, el papa le autorizaba a
trasladarse a Francia cuando sus otras obligaciones se lo permitiesen y
alternar las funciones de obispo y consejero real con las del ministerio
misional. Por si le resultaba posible hacer compatibles esas diversas cosas,
110
le extendería un nombramiento de legado pontificio para la campaña
anticátara.
En cuanto al canónigo, desde aquel mismo momento quedaba
aceptado y nombrado legado para aquella misión y dispensado de sus
cargas en cuanto capitular de Osma, no de sus títulos y prebendas.
A ambos encomendó que se dirigiesen a Citeaux y se presentaran con
sus credenciales a don Arnaldo Amaury, y que asistieran a la asamblea que
en alguna parte se proyectaba celebrar.
En una última entrevista, a primeros de marzo, el papa los abrazó
paternalmente, los bendijo y despidió.
Don Diego, su subprior y el séquito que el prelado llevó a Roma
dejaron la ciudad.
Habían llegado a ella dos meses antes como embajadores del rey de
Castilla para un negocio temporal, y ahora, salían hacia Francia como
embajadores del papa para asuntos de trascendencia sobrenatural.

2. MISIONERO ENTRE LOS CÁTAROS

Penoso y lento el viaje de nuestros castellanos desde Roma a Citeaux.


Remontaron los Alpes por el Gran San Bernardo (2.491 m. de altura),
descendieron hasta el Valais suizo, ascendieron de nuevo para franquear el
Jura y bajaron a la meseta borgoñona. Aceleraron un poco la marcha en las
últimas jornadas y pudieron llegar a tiempo, antes de que comenzara la
semana santa, para celebrar los sacrosantos misterios de la pasión del
Señor en la abadía.
Don Arnaldo Amaury los recibió con cordialidad y entusiasmo.
Era un hombre de mucha vitalidad. Procedía del monasterio de
Poblet; en él había abrazado la vida cisterciense; allí había sido abad;
luego lo fue en Grandselve, de Tolosa. Desde hacía unos años ostentaba la
suprema jerarquía de la orden en cuanto abad general de Citeaux, con
jurisdicción moral sobre millares de monjes, repartidos en seiscientas
comunidades.
Era emprendedor, virtuoso, activo, simpático y elocuente, abierto,
con dotes de mando y acusada personalidad.
Ampliamente informó a los nuevos legados de todo cuanto se
relacionaba con la campaña misionera entre los albigenses: de cómo se

111
habían desarrollado las fases anteriores, de las dificultades surgidas, del
modo de proceder de los herejes, de lo que se proyectaba hacer en la nueva
etapa, de los abades que tenía comprometidos, de la reunión que en la
semana de Pascua iban a tener en Montpellier, precisamente allí, por ser
una de las ciudades más tranquilas y menos contaminadas por el catarismo.
Tan deferentemente se condujo con sus huéspedes, que hasta rogó a
don Diego que tuviera a bien presidir los oficios litúrgicos de aquellos
días. Él tenía que marchar inmediatamente para llegar a Montpellicr antes
del jueves santo. Allí celebraría el triduo antepascual y, al mismo tiempo,
prepararía el alojamiento de los abades y de sus séquitos y lo concerniente
a la asamblea. Convenía mucho que todo estuviera a punto; si algo fallaba
y los monjes se sentían incómodos, podría comprometerse el resultado de
la reunión. Aunque él pensaba, y del mismo parecer era don Pedro de
Vastelnau, que todo aquello no iba a resolver nada: para acabar con aquella
herejía no había más que un camino, el de la cruzada militar. Se lo venía
repitiendo al papa desde hacía dos años: Que convocara a los reyes que
tenían soberanía en tierras del Languedoc, y les urgiera la desposesión de
los nobles que apoyaban a los herejes, que eran muchos, entre ellos
Raimundo VI de Tolosa, el más peligroso de todos; y otros condes y viz-
condes y señores feudales, como los de Foix, Trencavel, Castres, Lombers,
Lavaur, Mirepoix, Béziers, Carcasona, Fanjeaux... Si se resistían y era
preciso combatir contra ellos, pues a combatir en una guerra santa.
Combatientes por la causa de Dios no habían de faltar si se les prometían
buenas soldadas; y capitanes tampoco, que muchos de los nobles que no
acababan de definirse se pondrían de parte de la Iglesia si ésta les
garantizaba que podían incorporar a sus señoríos los bienes de los herejes
y las tierras que en las acciones bélicas conquistaran. Ya llevaban siete
años perdidos con estos intentos de misionar. Mientras tanto, los cátaros y
los señores que los apoyaban se crecían y se mostraban cada día más
arrogantes y soberbios. Si en Roma se lo hubieran permitido, a estas horas
ya él mismo hubiera lanzado el grito de ¡guerra!, y acaudillado
personalmente la causa.
El abad era belicoso. Don Diego, acostumbrado a andar entre
caballeros dedicados profesionalmente a las armas, y entre clérigos y
obispos del cortejo y del consejo real y a tratar con maestres de las órdenes
de Santiago y de Calatrava, mitad monjes, mitad soldados, encontraba
aquel modo de ser, de expresarse y de conducirse enteramente normal.
Algo había en aquel hombre de Iglesia y de campamento que le atraía.
Como le atrajo también aquella comunidad de Citeaux, con sus doscientos
112
o más religiosos, que, bajo el báculo de don Arnaldo, oraban y trabajaban y
se movían como un batallón disciplinado, de un lado a otro, por las huertas
y claustros de la abadía, que se le antojaba cuartel general de los ejércitos
de nuestro Señor.
El atractivo fue tan grande, que pidió a don Arnaldo que lo recibiera
en su orden.
Don Arnaldo accedió.
El beato Jordán dejó referido en su opúsculo que, antes de que el
abad de Citeaux saliera para Montpellier, impuso el hábito del Císter al
obispo de Osma24.
Grande era la amistad que existía entre el prelado y su vicario. De
ellos podía decirse que parecían tener una sola alma y un mismo corazón.
Algunos biógrafos de Santo Domingo se extrañan de que no siguiese
en esta ocasión el ejemplo de su obispo, haciéndose también él
cisterciense.
Esa extrañeza está fuera de lugar.
Don Diego y su canónigo convivieron y trabajaron estrechamente
unidos en muy diferentes empresas. Entre ellos existió una vinculación
afectiva fraternal y santa. Pero eran muy diferentes en sus maneras de ser,
de pensar y de obrar.
Las referencias que nos dan del obispo de Osma el beato Jordán y los
testigos que intervinieron en el proceso de canonización de nuestro santo,
son todas laudatorias. Pero, analizándolas, se llega a la conclusión de que
el prelado y consejero real era hombre impulsivo, propenso a dejarse llevar
por impresiones momentáneas. En él los sentimientos ejercían notable
influencia sobre la voluntad y la razón.
Santo Domingo, por el contrario, era sereno, reflexivo, prevenido y
cauto. Aunque tenía mucho corazón, gran sensibilidad y enorme capacidad
intuitiva, no se dejaba arrastrar por impresiones del momento, sino que las
sometía a reflexión, ponderaba datos y no tomaba determinación alguna
sin antes filtrar las premisas por el tamiz de su entendimiento. En él la
voluntad y los sentimientos estaban sometidos a su cerebro. En asuntos de
especial importancia procuraba reforzar la luz de la propia inteligencia con
la de la gracia divina, acudiendo a la oración, impetrando en ella,
humildemente, el don de entendimiento. Cuando veía una cosa clara, y
sobre todo si entendía en qué sentido iba la voluntad de Dios, se
24
Cf. JORDÁN DE SAJONIA, o.c. (BAC), p.172.
113
pronunciaba a favor de lo que creyera que Dios quería, y tomaba la de-
cisión correspondiente y obraba, de acuerdo con ella, con firmeza y
perseverancia.
Santo Domingo admiraba a su prelado.
Nunca se sintió superior a él, aunque en muchos aspectos,
indudablemente, lo era.
Humildemente le cedió ideas, programas, palabras y hasta el honor de
la paternidad en realizaciones que eran totalmente suyas propias, en las
que don Diego no había tenido otra intervención que apadrinarlas o
presentarlas al público cuando ya estaban hechas.
Pero la admiración y respeto que tributó a su obispo no impidieron
que en sus cosas personales se reservase las decisiones que le afectaban.
Admiraba también al Císter y se sentía muy estrechamente vinculado
a aquella orden, que precisamente por aquella época pasaba por los
mejores momentos de su historia.
En San Pedro de Gumiel era abad Manés, su hermano.
En la iglesia de aquella abadía estaban sepultados don Félix, doña
Juana, Antonio, don Gonzalo y muchos otros miembros de su familia.
Entré sus parientes de atrás y de entonces había muchos que eran patronos,
o bienhechores, o religiosos profesos de aquella observancia.
Ocho años iba a vivir entre cistercienses, misionando. Con ellos
convivió, sin fisuras, sin estridencias, perfectamente acoplado a su
espiritualidad.
Porque admiraba a aquella orden, cuando fundó la residencia
femenina de Prulla encomendó el cuidado de aquellas mujeres al
cisterciense Guillermo Claret. Y cuando después dio al grupo organización
comunitaria y canalización hacia la vida religiosa, todo lo estructuró con
vistas a que el monasterio fuese en su día abadía cisterciense.
A pesar de la admiración que sentía por su prelado y por la orden a
que éste se incorporó, el subprior de Osma obró en este asunto por propia
cuenta. O por cuenta de Dios. Su vocación aún no estaba definida, pero sí
un tanto abocetada. En su conciencia sentía como que el Señor le llamaba
al ministerio del apostolado activo de la predicación.
Su deseo de dedicar su vida a misionar entre los cumanos era antiguo.
Luego tuvo conocimiento de la campaña de evangelización que la Iglesia
había encomendado al arzobispo de Lund. Simultáneamente le preocupaba
el problema de los cátaros.
114
Cumanos, o pueblos paganos del nordeste de Europa, o cátaros, eran
factores bajo los cuales se inscribía un denominador común: la necesidad
de evangelizarlos.
En su ánimo bullían una idea ya muy arraigada cuando se ofreció a
Inocencio III y el convencimiento de que esa idea se la había incrustado
Dios: la de dedicarse de por vida a la predicación y enseñanza de la verdad
teológica.
Ese ministerio no encajaba, profesionalmente, en el esquema, para él
muy respetable, de la orden del Císter.
A su juicio, de tal manera no encajaba, que en 1215, cuando puso las
primeras piedras de su propia fundación, al tomar materiales de la
precedente tradición religiosa para construir su propio edificio con vistas al
apostolado, tomó muchos de la cantera de los premonstratenses, y ninguno
de la del Císter.
No varios meses, como suponen algunos biógrafos de Santo
Domingo, sino muy pocos días estuvieron los viajeros castellanos en
Citeaux. Documentalmente sabemos que habían salido de Roma ya
entrado el mes de marzo, y que el 29 de abril don Diego se hallaba ya de
regreso en España, concretamente en Berlanga, en el cortejo real 25. Dos
semanas de trayecto de Roma a Citeaux y otras tres desde Citeaux a
Berlanga, sin contar las fechas que el obispo de Osma se detuviera en
Francia para protagonizar los hechos que seguidamente se referirán, no
dejan margen para una estancia prolongada en la abadía general del Císter.
De ella salieron el prelado y el maestro Domingo con el séquito
episcopal y un buen número de monjes seleccionados por don Arnaldo
para que se incorporaran a las tareas misionales que habían de reanudarse
en cuanto se celebrara la asamblea. Siguiendo el curso del Saona primero,
y luego del Ródano, en Bagnols derivaron hacia Nimes, para llegar a
Montpellier.
Ya estaban allí los abades.
Jordán hace una pequeña crónica de la importante reunión.
Cuando los asambleístas, acabadas las intervenciones de quienes
habían tomado la palabra, parecía que iban a adoptar unos acuerdos por
aclamación, se alzó don Diego y dijo:
“No es éste, hermanos, el camino. Creo imposible que vuelvan a la
fe, sólo con palabras, esos hombres que se apoyan más bien en los
25
Cí. P. CARRO, o.c., p.310.
115
ejemplos. Ved los herejes: so color de piedad, simulando ejemplos de
pobreza y austeridad evangélica, seducen a las almas sencillas. Con un
espectáculo contrario destruiréis mucho y no edificaréis nada. Sacad un
clavo con otro clavo; oponed la verdadera religión a una fingida santidad.
Sólo con sencilla humildad puede ser vencido el engaño de los falsos
apóstoles”.
Seguidamente trató de convencerles de que deberían renunciar a
aquel boato de carrozas, cabalgaduras, cortejos de criados y demás
suntuosidades con que todos, y él mismo, habían comparecido en
Montpellier. Aquel alarde de riqueza y comodidad provocaba reacciones
de repulsa entre las gentes del pueblo, tan maltratadas por la injusta
distribución de los bienes materiales. Los desheredados de la fortuna
toleraban que los nobles hiciesen ostentación de abundancia, pero no que
los eclesiásticos se presentasen ante ellos como portadores de la doctrina
de Jesucristo mientras que, con su tren de vida, despilfarraban, delante de
su propia indigencia, los cuantiosos bienes que obtenían por el sistema de
exacciones, diezmos, primicias, divisas y censos, exigidos a los siervos, a
los colonos y aparceros. Los cátaros, exteriormente al menos, guardaban
formas de pobreza y de austeridad, y acaso por eso estaban obteniendo
tanto éxito.
Sigue diciendo Jordán que, después de su pequeño discurso, don
Diego llamó a sus criados y clérigos y les dio orden de regresar a Osma
con los caballos y las carrozas, los cofres y los baldaquinos; y que,
imitando su ejemplo, los abades del Císter hicieron lo mismo con sus
respectivos séquitos, tras de haber acordado que, en adelante, todos harían
a pie sus caminos, y sin dinero y en pobreza voluntaria26.
Algunos acuerdos más se concluyeron; entre ellos éstos:
Que don Diego asumiese la alta dirección de la campaña. Tal vez por
la impresión que su intervención les produjo; acaso por ser obispo. En todo
caso se trataba de una dirección más honorífica que efectiva, puesto que
iba a estar habitualmente ausente.
Que con los monjes, que eran entre cuarenta y cincuenta, se formasen
cuatro secciones, comandadas respectivamente por los cuatro legados, don
Arnaldo, don Pedro de Castelnau y los maestros Raúl y Domingo de
Guzmán.
Que cada sección actuase en una zona concreta, a base de equipos de
dos o tres misioneros, recorriendo los lugares y predicando en ellos.
26
Cf. JORDÁN, o.c. (BAC), c.14 p.178.
116
Que las controversias con los dirigentes cátaros las sostuviesen
solamente los legados, encargados también de la reconciliación de los
herejes convertidos, ateniéndose a las prescripciones del derecho
sacramental vigente y a las instrucciones dadas por Roma.
La programación fue aceptada por todos. Pero ¿se atendrían a lo
acordado?
El maestro Domingo, muy intuitivo, no estaba seguro de ello. En gran
parte, la fidelidad a esas normas dependería de los propios legados.
A don Arnaldo lo radioscopió en Citeaux; a los otros dos tuvo ocasión
de conocerlos durante la asamblea.
El abad general del Císter era un gran hombre, pero con alma de
señor feudal y bríos de caudillo castrense. Se sentía más a gusto y más
realizado con casco y armadura, a caballo y lanza en ristre, que dentro de
una cogulla, pontificando, con mitra y báculo, en su iglesia abacial. Dos
años más tarde gozaría comandando la cruzada militar contra los
albigenses. Pese a que tanto la había deseado, pareciéndole pequeña
aquella guerra, se concedió a sí mismo una licencia y la aprovechó para
marchar a España, al frente de cuarenta mil soldados, a combatir contra los
moros al lado de los reyes de Navarra, Aragón y Castilla. Los historiadores
franceses, todavía hoy, lo presentan como un héroe en la batalla de Las
Navas. Otros cronistas rebajan algo lo de la heroicidad27.
Pedro de Castelnau procedía del cabildo regular de Maguelonne.
Siendo arcediano del mismo, en 1203, se pasó al Císter. Su vida monacal,
aunque algunos lo presentan como abad de su monasterio de Fontfroide,
fue cortísima, porque a los pocos meses de su profesión recibió del papa el
nombramiento de legado para la campaña misionera del Languedoc, y en
ella permaneció hasta su muerte. También su pertenencia anterior al
cabildo de Maguelonne fue más nominal que efectiva. Como era buen
abogado y le gustaba el oficio, casi todo el tiempo de su canonicato lo pasó
en Roma, defendiendo pleitos difíciles de clientes adinerados. Le iba mejor
el foro que el coro, y se sentía más cómodo vestido de toga que de
sobrepelliz. Era, por temperamento, duro y adusto, tenaz e intransigente, y
hasta violento. No aficionado ni a la paciencia ni a la mansedumbre. Más
adelante, Raúl y Domingo tuvieron que aconsejarle que se tomara unas
largas vacaciones, porque con su carácter, propenso a la intemperancia,
creaba dificultades a la marcha de la misión; y sobre todo por razones de
seguridad personal. Los cátaros lo tenían por soberbio y perverso, lo
27
Cf. VICAIRE, o.c., p.140; y Crónica Latina de Castilla, Ed. Cirot, n.22 p.357.
117
odiaban y habían hablado de eliminarlo. Y lo eliminaron: Antes de dos
años, el 14 de enero de 1208, un sicario lo asesinó.
El maestro Raúl, también cisterciense de Fontfroide, no se parecía en
nada a los otros dos: era amable, dulce, sacrificado y generoso; buen
teólogo y buen predicador.
Terminada la asamblea, los misioneros salieron de Montpellier de
muy diferente manera a como habían entrado: sin ruidos de cascos de
caballos ni de rodar de carrozas, sin acompañamientos de legos y criados...
A pie, en grupos, descendieron desde la ciudad hasta la llanada. Allí se
despidieron y cada sección emprendió el rumbo que se le había señalado.
Tenemos un buen cronista de esta segunda o, más bien, tercera fase
de la misión albigense: el cisterciense Pedro de Vaux-Cernai. Los datos
que aporta, hasta 1212, los recibió de su tío, uno de los abades que
intervinieron en la campaña pastoral y posteriormente obispo de
Carcasona. De 1212 en adelante vivió personalmente los hechos. En ese
año se incorporó a la misión, trabajando junto a su tío Gui, a cuyo
monasterio pertenecía. Con lo que le dijeron y lo que vio, escribió su
Historia albigensis.
Por él sabemos que desde Montpellier las secciones de Raúl y de
Domingo se dirigieron hacia las tierras próximas al golfo de Lyón, y las de
Arnaldo y Pedro de Castelnau hacia Tolosa.
***
En la Edad Media era frecuente acudir a duelos y desafíos para
dirimir muchas cuestiones.
En la asamblea se había acordado que en los lugares donde los
herejes tuviesen mayor presencia y aceptación, los legados deberían
proponer a los dirigentes cátaros la celebración de debates doctrinales
públicos, es decir, retarlos a una confrontación abierta de sus respectivas
profesiones de fe.
Raúl y Domingo encarrilaron sus correspondientes secciones hacia
sus destinos y permanecieron juntos para llevar a cabo determinadas
controversias con los albigenses en Servián, Béziers y Carcasona.
Servián era cátara hasta la entraña, y cátaros los nobles y el señor de
la villa, pese a ser vasallos del rey don Pedro II de Aragón.
En el salón del castillo funcionaba un centro de culto dirigido por el
pseudo-obispo Bernardo de Simore, por el predicador Balduino y por un
118
teólogo de fama, llamado Teodorico, apóstata y antiguo deán del cabildo
de Nevers. Tenía este ex canónigo mucha nombradía como controversista
y experto en el manejo de los textos bíblicos.
Estos duelos dialécticos se ajustaban a un protocolo: los retadores,
para retar, deberían pedir permiso al señor de la villa e indicar a los retados
las fechas de los debates y los temas sobre los que había de versar la
polémica. Los confrontamientos se celebraban, o al aire libre, o en local
muy capaz, de manera que pudieran ser presenciados por el mayor número
posible de gentes. Como el espectáculo era gratuito y no solía haber otros
de más entretenimiento, la concurrencia solía ser muy grande. Había un
jurado, formado por los nobles que el señor del lugar señalara. Los
contrincantes actuaban en sitio apto para ser vistos y oídos por los jueces y
por los espectadores.
Raúl y Domingo, cumplidos los trámites de rigor, retaron a los
dirigentes del catarismo de Servián.
Los debates se celebraron por las tardes, en una plaza pública, a lo
largo de una semana.
Fue el estreno del maestro Domingo. Tuvo ocasión de demostrar ante
el numeroso auditorio sus conocimientos bíblicos, la competencia con que
manejaba los textos de San Agustín refutando los errores maniqueos, su
gran preparación teológica y su habilidad dialéctica. El propio maestro
Raúl quedó asombrado. Y la concurrencia, entusiasmada, hasta el punto,
dice Pedro de Vaux-Cernai, de que, cuando dejaron Servián para
encaminarse a Béziers, una muchedumbre de oyentes acompañó a los
legados más de una legua hasta dar vista a la ciudad.
Los herejes de Béziers tenían fama de violentos. Años antes habían
dado muerte a su señor feudal, el vizconde Raimundo, y maltratado al
obispo Guillermo de Roquessel que trató de ampararlo en la catedral. El
prelado, a quien rompieron una mandíbula, cobró tal miedo, que optó por
encerrarse en su palacio y dejar hacer a los cátaros e impedir toda
manifestación católica que pudiera molestarles.
Cuando Domingo y Raúl quisieron predicar en Béziers, el obispo se
lo prohibió y mantuvo el veto con tal obstinación, que los legados no
tuvieron más remedio que usar de sus facultades en cumplimiento del
deber que Roma les había impuesto y proceder a la destitución del prelado.
Los herejes torpedearon al máximo la acción de los misioneros.
Cometieron violencias con quienes trataron de acudir a las predicaciones y
con los mismos predicadores. Estos, armados de paciencia, aguantaron las
119
injurias y las amenazas de que eran objeto para que abandonaran la ciudad.
Todo se complicó con la llegada de Pedro de Castelnau. Acaso vino con la
buena intención de proteger a Raúl y a Domingo de los ataques a que
estaban sometidos. Los maestros, convencidos de que a quien había que
proteger era a él, le rogaron insistentemente que se marchara. Lo
consiguieron. Pero todos sus intentos de predicar resultaron vanos.
Después de quince días de luchar sin éxito contra los bloqueos que
padecían, optaron por seguir el consejo del Señor: “Si en algún lugar no os
reciben o se niegan a oíros, salid de allí e id a otra parte” (Mc. 6,11).
Marcharon a Carcasona.

Escribe Cernai que decían los misioneros de la etapa anterior que en


Carcasona “se encontraban los peores herejes y pecadores que Dios
hubiera visto”28.
Ocho días misionaron en aquella ciudad.
El maestro Domingo no se equivocó al presentir que todo lo acordado
en Montpellier iba a convertirse pronto en humo de pajas. Estando en
Carcasona supo que don Arnaldo y don Pedro de Castelnau habían hecho
tabla rasa de varios de los convenios. Ellos mismos, cuando se distribuyó
el territorio albigense en zonas para el mejor ordenamiento de la campaña,
se reservaron la parte del Lauragais y de Tolosa; parecía lo más
conveniente. Allí estaban concentrados los focos principales de la herejía.
28
PEDRO DE VAUX-CERNAI, Historia albigensis (París 1926).
120
Debería concedérseles una atención preferente. Si se desarticulaban
aquellos efectivos, o se menguaba la prepotencia que allí tenían los
cátaros, la misión habría dado un gran paso. A todos los asambleístas había
parecido bien que de esa zona se encargaran los más veteranos de los
misioneros bajo la dirección de don Pedro y de don Arnaldo. No había
transcurrido un mes de los acuerdos, y ya los dos legados andaban por
otros sitios y llevaban las cosas a su aire. En vista de eso, Raúl y Domingo
decidieron acudir a lo que los otros habían abandonado. Desde Carcasona
se dirigieron a Tolosa.
De paso se detuvieron en Verfeil, donde cien años antes San Bernardo
había sido abucheado. Se comentaba entre las gentes que el suavísimo
santo, en aquella ocasión, había dicho: “Verde hoja (verte-feuille), que
Dios te seque”. Los pocos fieles que allí encontraron les hablaron de la
maldición que sobre Verfeil había caído tras de aquella imprecación.
La preponderancia que en el siglo XIII tenía el Lauragais en el sector
meridional del Languedoc se remontaba a los tiempos de los romanos.
Efectivamente, ellos habían construido una calzada que, partiendo de la vía
domiciana, enlazaba a Carcasona con Tolosa; y con estas dos ciudades, y
las poblaciones de Laurac, Montreal y Fanjeaux crearon una pentápolis de
gran importancia en la región. Fanjeaux fue enteramente fundada por ellos,
en lo alto de una colina desde la que se divisaba y dominaba estra-
tégicamente toda la comarca. Comenzaron levantando una fortaleza y un
templo, dedicado a Júpiter: fanum Jovis. En torno a estos edificios fue
surgiendo la nueva ciudad, convertida en seguida en centro de actividades
colonizadoras.
Toda la vida política, económica, cultural y religiosa del mediodía
francés, durante la Edad Media, discurrió por aquella calzada romana y se
remansó en aquellos poblados. Mercaderes, peregrinos, reformadores,
predicadores y cruzados trillaron aquellos caminos que conectaban entre sí
a las cinco ciudades mencionadas4.
También los cátaros habían hundido sus raíces y se habían hecho
fuertes en ellas.
El maestro Domingo iba acumulando experiencias y sacando
conclusiones a medida que se sucedían sus trabajos misionales. En
Servián, Béziers, Carcasona y Verfeil observó muy atentamente la
organización de los herejes. Disponían de centros de actuación bien
montados. ¿No sería conveniente que también ellos, los misioneros
católicos, tuviesen algunos puestos misionales permanentes? Lo de ir de
121
una parte a otra estaba bien y era necesario para llevar a todos los lugares
la palabra del Evangelio. Pero esto debería completarse con la
permanencia de algunos predicadores en algún sitio concreto al que
pudieran acudir los vacilantes, los convertidos y los fieles, en demanda de
mayor luz, de consejos, de instrucción y de sacramentos. Porque ¡cuántos
casos se estarían dando de reacciones hacia la fe de la Iglesia, incoados y
luego no proseguidos por falta de ayudas oportunas! Pasaban los misione-
ros por un poblado. Predicaban; sembraban la verdad. Acaso el grano de su
palabra lanzado al surco, días, semanas o meses más tarde comenzase a
germinar en algunos de los oyentes. Si no se ayudaba a sacar adelante
aquella germinación con un cultivo posterior, con una lluvia a tiempo, con
una escarda, fácilmente podría ocurrir que el tallo débil se resecara, o que
cualquier pájaro engullera el grano recién abierto. Aunque esos oyentes
bien dispuestos, al sentir la germinación, quisieran acudir a los misioneros,
¿qué sabían por dónde andarían entonces, ni si los encontrarían por mucho
que los buscaran?
Atención a esta idea surgida en la mente de Domingo hacia el verano
de 1206, porque probablemente, aunque de inmediato se tradujo en algo
más modesto, ya entonces comenzara a fraguarse en su alma el proyecto a
más largo plazo de edificar sobre ella toda una orden religiosa nueva.
Los meses de junio y julio, a veces con Raúl, a veces con algún otro
cisterciense, predicó el subprior de Osma por Tolosa, Laurac, Montreal y
Fanjeaux. El plan de abrir un centro misional estable le obsesionaba. Y se
decidió a hacerlo. Y se inclinó por montarlo en Fanjeaux. Adquirió una
casa cerca del castillo. En ella se instaló con algunos de los misioneros de
su sección. Desde ella, cada mañana, salían por parejas a predicar por los
pueblos y ciudades de la comarca; pero en la casa quedaba siempre alguno
para atender a quien quisiese acudir en demanda de luz o de ayuda
espiritual. A ella regresaban los predicadores para pernoctar. Cuando
hubiera que preparar en sosiego los temas de las controversias públicas, en
aquella modesta residencia se estudiarían las cuestiones que hubiesen de
ser sometidas a debate. Quiso el maestro Domingo que aquel centro
misionero se llamase Santa Predicación.
Fue un paso muy acertado. Permitió una mejor organización de las
actividades pastorales. A aquel domicilio social comenzó a acudir gente,
que era atendida individualmente o en grupo a base de catequesis y charlas
de formación.

122
Las mujeres que se convertían constituían un problema especial: para
afianzar su perseverancia, entendió el maestro que convendría ampararlas.
Si quedaban en el seno de sus familias, con frecuencia cátaras, corrían el
riesgo de recaer; y si se resistían, puede que sus padres las entregaran a las
comunidades de perfectas, en cuyo caso él retorno a la herejía era
humanamente inevitable. Ya tenía en lista los nombres de unas cuantas de
esas mujeres, alguna viuda, pero las demás jóvenes solteras, necesitadas de
esa protección. Unas eran de Fanjeaux, otras de Montreal, de Tolosa, de
Carcasona.
Si dispusiera de dinero compraría inmediatamente una casa amplia
que se vendía, allí, en Fanjeaux, cerquita del centro misional y las alojaría
en ella. Pero carecía de recursos, que no eran pocos los necesarios para
comprar el edificio y proveer al sostenimiento material de las convertidas
desde el momento en que se hiciese cargo de ellas.
Claro que, si dispusiese de medios, no se limitaría a la adquisición de
la casa que se vendía en Fanjeaux. Desde una atalaya próxima al castillo y
al domicilio de la Santa Predicación, veía allá abajo, en la llanada, el
poblado de Prulla.
Lo conocía muy bien. Meses atrás, por propia iniciativa, asumió el
cuidado de sus gentes. Casi todas eran aparceras de una familia feudal
venida a menos.
Acaso por la insignificancia de la aldea, pese a estar situada entre
Montreal y Fanjeaux, los cátaros no habían mostrado mayor interés por
sembrar en ella sus doctrinas.

123
No le resultó difícil cuando se hizo cargo espiritualmente de sus
habitantes, modestos trabajadores agrícolas, disipar algunas nieblas y
reafirmarlos en su tradicional fe cristiana.
Cuando desde aquel mirador, extramuros, derramaba su vista sobre la
llanura, encontraba gran parecido entre ella y el de su Caleruega natal,
tantas veces por él contemplada durante su infancia y juventud desde la
peña de San Jorge.
Pero si se detenía con frecuencia en aquella atalaya y miraba
sentimentalmente hacia Prulla, no era para evocar retazos de su vida
pasada, sino para hacer proyectos de futuro.
De entre las casas, bajitas y modestas, emergía la mole de la iglesia
de Santa María. Había sido en otro tiempo parroquia. A la sazón se hallaba
muy deteriorada. A uno de sus lados tenía un huerto, y al otro llevaba
adosada, en estado ruinoso, la antigua vivienda del párroco. Disponía de
cementerio, de algunas propiedades y usufructos y hasta de derechos sobre
diezmos y primicias.
A corta distancia, en pleno campo, había una ermita dedicada a San
Martín, desmoronada.
Si el obispo de Tolosa, a cuya mitra pertenecía todo aquello, le
cediera el templo de Santa María, arreglaría la casa parroquial, repararía la
iglesia, levantaría un edificio en el huerto y en él alojaría a las mujeres
convertidas que estaban aguardando.

124
Los vecinos de Prulla, con quienes había comentado estos proyectos,
le animaban para que los realizara y le prometían ayuda de brazos y de
suministro. Entre todos, trabajando cada día unas horas, dejarían la
vivienda habitable para que en ella se instalaran él y sus compañeros de
equipo y emprenderían la construcción de la residencia femenina, y
cuando funcionara, colaborarían a su sostenimiento con hortalizas y pan y
productos de sus ganados.
Sacar adelante lo de Prulla llevaría tiempo. Entretanto le urgía
adquirir la casa de Fanjeaux.
Dios vino en su socorro.
Un día de agosto de aquel año, 1206, llegó inesperadamente, desde
España, don Diego de Acebes.
¡Qué dulce alegría tuvieron ambos al reencontrarse!
Naturalmente, el canónigo informó a su amigo de cómo marchaban
las cosas.
El trabajo era duro. La resistencia que encontraban, mucha. Los
resultados, escasos; pero algo se iba consiguiendo.
Se habían situado en Fanjeaux los poquitos de la sección de Raúl y de
la suya que perseveraban en la empresa. Las otras dos, la de don Pedro de
Castelnau y la de don Arnaldo se habían disuelto, si bien ambos abades
continuaban con algunos misioneros haciendo lo que podían.
Los cátaros tenían una organización muy cuidada, contaban con
protección y apoyo de no pocos nobles, con abundantes medios para
financiar sus obras y hacían mucha propaganda.
Aparte de las hospederías y de los centros de perfectas, últimamente
habían montado consultorios médicos, dirigidos por dos titulares famosos
en la comarca: Bernardo de Ayros y un tal Arnaldo.
Al frente del movimiento albigense de aquella zona, que abarcaba
desde Carcasona a Tolosa y comprendía la totalidad del Lauragais, se había
puesto el pseudo-obispo Guilabert de Castres. De él se decía que era un
controversista temible. Pronto tendrían ocasión de comprobarlo.
Los cátaros, en una asamblea que habían celebrado recientemente en
Mirepoix, habían acordado intensificar sus esfuerzos para exterminar la
obra misionera que ellos estaban haciendo. La noticia de la apertura de la
Santa Predicación en Fanjeaux los había servido de revulsivo. Trataban de
dar un golpe de audacia contra la causa de la Iglesia y se jactaban ya de los
resultados que esperaban obtener.
125
El subprior explicó a su prelado en qué iba a consistir ese golpe: en
una disputa general cuyos debates tendrían lugar en Montreal para la
próxima primavera.
El y los otros legados ya habían recibido la correspondiente
comunicación.
Por parte cátara contenderían sus cuatro hombres más conspicuos:
Guilabert, Pons Jourdain, Benito de Termes y Arnaldo Otón, asistidos por
un equipo de asesores.
Por parte católica intervendrían ellos, los cuatro legados. Ya estaban
estudiando los temas que se iban a confrontar. De común acuerdo habían
decidido que cada uno de los cuatro redactara un opúsculo en el que se ex-
pusiera la doctrina de la Iglesia sobre cada una de las cuestiones
programadas. Después refundirían en uno las mejores aportaciones de los
cuatro estudios, y ése sería el que sirviera de base en la controversia
pública.
Le habló también de las mujeres convertidas, de sus proyectos de
adquisición de aquella casa de Fanjeaux para recogerlas en ella, de lo
interesante que sería hacerse con el iglesiario de Prulla para instalar en él
debidamente el centro misionero y construir junto al templo una residencia
amplia con capacidad para alojar a las muchas doncellas que esperaban su
llamada.
Todo sería realizable, le dijo, si la misión dispusiese de medios
económicos.
Don Diego oía entusiasmado a su canónigo.
Tenía confianza ciega en él.
Desde que convivieron en Osma pudo comprobar que cuanto el
maestro Domingo proponía, en cualquier orden de cosas, llevaba el sello
de lo bien pensado.
¡Cómo hubiese deseado trabajar junto a él, no como prelado y
superior, sino como súbdito y amigo entrañable!
Ya que sus deberes le impedían colaborar directamente con su
subprior, lo haría en la forma que estaba al alcance de sus manos.
Generoso, espontáneo, impulsivo, dispuesto a eliminar dificultades,
zanjó las de carácter económico ofreciendo a su canónigo todo el dinero
que acababa de traer de Osma.
Que comprara inmediatamente, le dijo, la casa de Fanjeaux.

126
En cuanto a lo de Prulla, le manifestó estar dispuesto a trasladarse en
seguida a Tolosa, a visitar al obispo y a rogarle que cediese la iglesia y los
edificios medio ruinosos anejos a Santa María para asentar en ellos la obra
proyectada. Y para construir lo que hubiere que construir y poner lo
construido en marcha, prometió al subprior los fondos que fuesen
necesarios. El traería nuevos dineros de España. La mitra de Osma era
rica. El, su administrador. Los bienes de la Iglesia, dijo, pertenecían a Dios
y en causas divinas deberían emplearse. Cuanto su canónigo proyectaba
hacer era santo y bueno, directamente ordenado al servicio de nuestro
Señor y al provecho de las almas.
Desde agosto a diciembre de 1206, don Diego de Acebes colaboró en
las tareas misioneras.
Durante las fiestas de Navidad se reunieron en Fanjeaux los cuatro
legados para revisar los opúsculos que habían compuesto. El obispo de
Osma asistió a la reunión. No había que refundir nada ni componer ningún
escrito nuevo: don Diego, don Arnaldo, don Pedro de Castelnau y el
maestro Raúl decidieron que, puesto que la composición presentada por el
maestro Domingo era completa e inmejorable, aquella y no otra, y tal
como estaba, sería la que se utilizase en la controversia; y que su propio
autor, en nombre de la misión católica, actuase como ponente y defensor
de la causa de la Iglesia durante los debates.
En los primeros días de enero, don Diego regresó a España. El 3 de
febrero siguiente ya estaba en Alarcón, incorporado a la corte de Alfonso
VIII29.
La disputa general de Montreal comenzó el 1 de abril de 1207. Duró
quince días.
Si los contendientes cátaros eran hábiles en el manejo del Nuevo
Testamento, el maestro Domingo lo era aún más. Conocía al dedillo los
evangelios; sabía de memoria todo el texto del de San Mateo y todas las
cartas de los apóstoles; pero no sólo dominaba la letra, es que había
profundizado hasta lo más hondo de su contenido y significación
verdadera en sus años de estudios bíblicos y de profesorado en Palencia, y,
sobre todo, después, en la oración y meditación de tantas noches pasadas
delante del Señor en la catedral de Osma y en las iglesias de los pueblos
franceses por donde misionó. Dios estaba con él. El Espíritu divino le
asistía.

29
Cf. P. CARRO, o.c., p.211.
127
Durante los debates, toda aquella ciencia adquirida en los libros y en
la contemplación brotaba de su entendimiento con claridad meridiana y
fuerza de convicción, expuesta en un latín académico, fluido, de vocablos
exactos. Cuando los rivales objetaban, con sus respuestas de dialéctico
experimentando, trituraba una a una las objeciones, descubría los sofismas
de la argumentación, aducía nuevos textos bíblicos y patrísticos
debidamente interpretados, e iluminaba, en favor del auditorio asistente,
los conceptos menos claros, con riqueza de razonamientos tan lógicos, que
cualquiera los comprendía.
A todo esto, se añadía su continente, a la vez señorial y sencillo, su
connatural elegancia y su exquisita educación, derivados de la nobleza de
su linaje castellano, de su magisterio universitario y, sobre todo, de sus
virtudes de santo.
Hasta sus cualidades físicas contribuían al éxito: su voz sonora y bien
timbrada, la luz que parecía emanar de sus ojos, la expresividad de sus
miradas, su aspecto de sonrisa permanente, la serenidad de su semblante,
la simpatía y elocuencia con que hablaba, la moderación de sus ademanes,
sin gritos, sin estridencias, sin movimientos ni gestos bruscos, siempre
dueño de sí mismo, de sus palabras y de sus razones.
Ante la concurrencia quedó triunfante la causa de Dios representada
por el maestro castellano. Ante el jurado, compuesto por nobles de la
comarca, todos ellos herejes o favorables a la herejía, también. Los
contendientes cátaros habían sido públicamente derrotados. Esa fue la im-
presión general. Pero la obstinación y el orgullo de los dirigentes
impidieron que los jueces dictaran sentencia. Pidieron una tregua para
remitir la causa al juicio de Dios.
Uno de ellos propuso: “Que se someta la doctrina de ambas partes a
la prueba de fuego”. “Que los dos libros que han servido de base en las
disputas sean arrojados simultáneamente a la misma hoguera. Si los dos se
queman, o ninguno de ellos arde, es que ni unos ni otros tenemos toda la
razón. Pero, si uno de ellos perece y el otro se
salva, todos nos comprometeremos a reconocer que en el que salga
inmune se contiene la verdad”.
Dice Cernai que así se hizo. Se preparó una gran lumbre. En medio
de gran expectación, el presidente del ju
rado tomó en sus manos el opúsculo del maestro Domingo y el de los
herejes, y a la vista de todos los lanzó al mismo tiempo a las llamas. El de
los cátaros fue devorado por ellas en unos instantes. El del canónigo
128
castellano salió despedido con fuerza hacia lo alto, sin chamuscarse si-
quiera30.
Guillermo de Puy Laurens asistió a las sesiones de la disputa general.
Años después escribió una crónica, y en ella hizo constar que uno de los
jueces, llamado Bernardo de Villeneuve, le dijo a él personalmente que
ciento cincuenta cátaros, de los más cualificados entre el público que
presenció los debates, convencidos por la exposición del maestro Domingo
de Osma, abandonaron la herejía y abrazaron la fe cristiana31.
Terminada la controversia, don Arnaldo se reanimó. Recorrió algunos
de sus monasterios y reclutó equipos nuevos, regresando a fines de abril
con doce abades y treinta monjes más.
Don Pedro de Castelnau, irritado por la contumacia de los herejes,
que se negaban a admitir su derrota manifiesta en unas disputas que ellos
mismos habían organizado, se reafirmó en su idea de que ni predicaciones
ni polémicas servirían de nada; así que comenzó a recorrer la Provenza en
demanda de voluntarios que quisiesen alistarse en un ejército de cruzados
para luchar contra los albigenses tan pronto como el papa ordenara dar el
grito de guerra.
El maestro Raúl reanudó sus tareas misioneras por Montreal y sus
alrededores.
Domingo, desde hacía algún tiempo, venía manteniendo
conversaciones con el arzobispo de Narbona en torno a la posible donación
de unos bienes que ese prelado administraba, y que el subprior de Osma
solicitaba para aplicarlos a las obras proyectadas de Prulla. Supo que don
Berenguer se hallaba por aquellos días en Carcasona, y aprovechó la
ventaja de la cercanía para llegarse hasta él y tratar del asunto. Hecho esto,
se reintegró a Fanjeaux para proseguir sus trabajos.

3. LA SANTA PREDICACIÓN

Con los fondos aportados por don Diego de Acebes, en agosto de


1206, adquirió el maestro Domingo la casa de Fanjeaux. Inmediatamente
alojó en ella a nueve mujeres convertidas.
No fue preciso que el obispo de Osma se entrevistara con el de Tolosa
para moverle a la cesión del iglesiario de Prulla. Ambos prelados apenas se
30
Cf. CERNAI, o.c. n.54.
31
Cf. PETITOT, o.c. p.149.
129
conocían, si es que se habían visto alguna vez. Si Fulco asistió a la
asamblea de Montpellier, como parece probable, entonces pudieron
saludarse. Después ya no, porque el de Osma regresó en seguida a España.
En cambio, entre el obispo de Tolosa y Domingo de Guzmán se habían
dado contactos frecuentes en los cuatro meses que el legado castellano lle-
vaba predicando en la diócesis tolosana.
Fue, pues, el propio Domingo quien planteó al prelado la cuestión de
Santa María de Prulla en relación con los proyectos que abrigaba de
montar allí un centro misionero y una residencia para las mujeres
convertidas de la herejía.
Consta por el documento de cesión que Fulco extendió en aquel
mismo verano de 1206.
En él se dice que “Fulco, obispo de Tolosa..., a ruegos del señor
Domingo de Osma, cede la iglesia de Santa María de Prulla y el territorio
adyacente a treinta pasos a la redonda... para una obra principalmente de
piedad y misericordia... en favor de las mujeres convertidas..., para que
tanto las presentes como las venideras vivan allí religiosamente”32.
Sin pérdida de tiempo, una vez que la cesión fue hecha, el centro
misionero de Fanjeaux se instaló en las antiguas dependencias parroquiales
de Prulla.
Al lado del templo y en comunicación con él se levantó un edificio
con apariencia de monasterio, con destino a residencia de las mujeres
convertidas de que hablaba la carta de donación del obispo de Tolosa.
En marzo de 1207 ya pudo el maestro Domingo alojar en uno de los
nuevos pabellones a algunas doncellas.
En abril de ese mismo año, el arzobispo de Narbona adjudicó a Santa
María de Prulla los bienes, rentas y censos pertenecientes a la iglesia de
San Martín de Limoux.
¡Qué actividad la de aquel hombre, que predicaba varias veces al día,
caminaba varias leguas, siempre a pie, en cada jornada, y cuando llegaba
de sus correrías apostólicas, y por las mañanas, antes de salir a ellas,
todavía ayudaba a los albañiles arrimando piedras, preparando masas,
subiendo materiales a los andamios, para que la construcción avanzara!
Y avanzaba. Y a ritmo rápido. Y todo quedaba bien hecho, con
seguridad, y ajustado a los planos que él mismo había trazado: a un lado de
la iglesia, el edificio grande, de estructura monacal, para las convertidas.
32
Cf. PETITOT, o.c., p. 161.
130
Al otro lado del templo, el pabellón destinado a domicilio oficial de la
Santa Predicación.
¡Con qué alegría veía el subprior de Osma crecer los muros gruesos
de mampostería, y cómo sacaba fuerzas de su cansancio para colaborar en
la colocación del maderamen que había de sustentar los tejados o para
clavar las tablas sobre los cuartones y vigas de los pisos!
Cada vez faltaba menos para que la obra material concluyera.
Todo lo tenía bien proyectado para el buen funcionamiento de su
centro misionero:
Dispondrían de una iglesia amplia. En ella se darían catequesis
frecuentes al vecindario de Prulla y a cuantos quisieran acudir de otras
partes en peregrinación, porque el templo se convertiría en santuario.
Aunque la mayor parte de los miembros del equipo estuvieran
trabajando fuera, se turnarían de modo que siempre quedaran en casa dos o
tres, en disponibilidad permanente para atender a quienes llegasen en
demanda de sacramentos, de aclaraciones, de consultas sobre asuntos de
religión, y para cuidar de aquellas mujeres recogidas en lo espiritual y en
lo temporal.
A su vez, esas mujeres se encargarían de la limpieza del templo y de
la cocina y ropería de los misioneros.
Cuando alguno de éstos cayese enfermo o necesitase reponer fuerzas,
en Prulla hallaría una buena asistencia.
También sobre las recogidas tenía proyectos concretos:
Primeramente, defenderlas del catarismo y dejarlas afianzadas en la fe de
la Iglesia. Luego, capacitarlas para convertirlas en auxiliares de la misión;
prestarían una ayuda muy interesante teniendo las cosas de la sacristía y
del santuario limpias como patenas y cuidando de los misioneros. A más
largo plazo acariciaba la idea de hacer de ellas religiosas de verdad, con
regla y profesión oficial de votos.
Todo estaba bien dibujado en su mente.
Para que el centro funcionase en la realidad, a su juicio le faltaban
dos cosas importantes que trataría de tener resueltas para cuando la
construcción de los edificios estuviese terminada:
Una: disponer de predicadores estables dispuestos a comprometerse
con la misión por períodos de tiempo considerables, bien para
determinadas campañas de duración imprevista, bien por dos o más años, o
uno, o siquiera medio. Hasta entonces, exceptuando al maestro Raúl, que,
131
aunque fuese legado y responsable de sección, venía trabajando casi
siempre a su lado, los demás elementos con que había podido contar eran
tan interinos, que generalmente no adquirían compromisos para más de
cuarenta días, los necesarios para lucrar las indulgencias de la cuarentena.
Bien estaba, les decía él, la estima por las indulgencias; el deseo de
ganarlas era laudable. Pero la obra de la Santa Predicación y el ministerio
que implicaba tenía en sí un finis operis con el que debería coincidir el
finis operantis de cada uno de los misioneros: la evangelización, el de-
sarraigo del error y la implantación de la verdad de Dios en las almas; el
servicio generoso al prójimo mediante la iluminación del camino de la
vida, al margen del beneficio propio de lucrar tantas o cuantas
indulgencias.
La otra cosa que necesitaba resolver era de carácter económico y
apuntaba, más que a él y a sus predicadores, al centro de la Santa
Predicación, y sobre todo a las mujeres recogidas en la residencia y a las
que en el futuro se recogiesen.
El y quienes hasta entonces le habían acompañado se habían
mantenido fieles al espíritu de pobreza acordado en la asamblea de
Montpellier.
Ni tenían nada ni nada les había faltado de lo verdaderamente
necesario, dentro de un contexto de austeridad.
Ya llevaban unos años sostenidos por la providencia de Dios.
Hasta que dispusieron de la casa de Fanjeaux, vivieron
itinerantemente, siempre en viaje de predicación. Donde actuaban, no solía
faltar alguna familia que los invitaba a compartir su mesa y les
proporcionaba sitio para pernoctar.
Si faltaban esas invitaciones y la necesidad acuciaba, pedían un poco
de alimento o un lugar donde dormir en los albergues de pobres y
peregrinos, si los había, donde la necesidad o la noche los cogiera.
Frecuentemente ese recurso fallaba, porque, aunque en tiempos anteriores
hubo muchos de esos albergues, la mayor parte de ellos habían dejado de
funcionar bajo la opresión de los cátaros.
Si encontraban cerradas las puertas de la cortesía o de la caridad,
ofrecían a Dios el sacrificio de su hambre, bebían agua fresca en las
fuentes públicas o en las de los campos, y de noche buscaban cobijo en
alguna cueva o bajo la copa de algún árbol.

132
No se trataba de ellos, ni de los actuales ni de los futuros. Quienes se
incorporasen a los equipos de la misión deberían estar dispuestos a aceptar
este régimen de pobreza evangélica a imitación de Jesucristo y de los
apóstoles.
Se trataba de los predicadores cansados o enfermos, durante los
períodos de su reposo o enfermedad.
Y se trataba principalmente de asegurar el sustentamiento de las
mujeres recogidas en Prulla.
Para financiar las obras materiales de los edificios en construcción
confiaba en las aportaciones prometidas por don Diego. Sabía que no le
habían de faltar. Su obispo era pronto y largo en ofrecer; pero también en
el dar.
A aquellas mujeres había que alimentarlas, vestirlas y calzarlas, y si
llegaban a ser muchas, como creía, sería necesario contar con un
presupuesto adecuado y seguro.
De momento, para este capítulo no contaban con nada fijo. Se
estaban defendiendo con las ropas que ellas trajeron puestas, con mantas y
utensilios domésticos que a través de él determinadas familias les habían
proporcionado; se alimentaban muy frugalmente, con el pan, verduras y
legumbres que los vecinos de Prulla, nada sobrados, espontáneamente
llevaban al centro misional, contentos y agradecidos por haber elegido el
maestro aquel pueblo como asiento de la Santa Predicación.
El campo adyacente a la iglesia que le dio Fulco no podía ser
cultivado, porque había quedado absorbido por la edificación.
Las rentas que le adjudicó don Berenguer de Narbona sobre San
Martín de Limoux todavía no se cobraban, ni se sabía si alguna vez se
podrían cobrar. A los pocos días de haber hecho el arzobispo el
otorgamiento, unos monjes lo impugnaron, alegando derechos de su
monasterio sobre ellas e incompetencia del prelado narbonense para dis-
poner de lo que no le pertenecía.
Ante los edificios que se estaban construyendo, por la soledad de los
caminos cuando iba a sus predicaciones o de ellas regresaba, pensaba o
repensaba el maestro en cómo resolver la doble papeleta del personal
misionero y de la base económica necesaria para el desenvolvimiento fu-
turo de la Santa Predicación.
Sobre todo, cuando, en la noche, siguiendo su costumbre de Osma, se
quedaba a solas con nuestro Señor en el silencio y oscuridad de la iglesia,

133
delante del tabernáculo exponía a Jesucristo sacramentado estas
preocupaciones.
Una de esas noches de prolongada oración, la mente se le llenó de luz
y el corazón de confianza: Él no había dejado Osma ni había venido a
Francia ni se había metido en el epicentro de la herejía por satisfacer
curiosidades humanas, ni en busca de aventuras temporales, ni porque allí
estuviera mal y creyera que aquí iba a estar mejor. Ni siquiera había venido
por propia iniciativa. ¿Había solicitado él, acaso, el oficio de embajador?
De aquella embajada se siguió que conociese de cerca “et in situ” los
estragos que en las almas hacía el catarismo. Tampoco él había inventado
el precepto del amor al prójimo, ni la hermosura y grandeza de la ley de
caridad fraterna como base de las relaciones humanas, ni lo de amar a Dios
sobre todas las cosas; ni lo de “si tu hermano tiene sed, o hambre o
necesidad, dale de beber, de comer, socórrele”; ni era responsable de que
los intereses espirituales estuvieran muy por encima de los materiales, ni
por sí mismo había sembrado en su propia alma aquella inclinación a
secundar lo que entendiera que era voluntad divina; ni siquiera, cuando
sintió en su conciencia un tirón hacia el apostolado, fue él quien a sí
mismo se dio aquel tirón. Si vino al Languedoc, concretamente al
Languedoc, aunque viniera voluntariamente y con gusto, con el mismo
gusto y voluntariedad hubiera ido a evangelizar cumanos a otras tierras o
paganos en el nordeste de Europa; pero fue el papa quien le dijo que mejor
al sur de Francia. Si había recogido a aquellas mujeres y emprendido la
construcción de la residencia y organizado lo de la Santa Predicación, no
fue por entretenimiento, para matar ocios o porque no supiera qué hacer,
sino para ponerlas al abrigo de la herejía y para disponer de un centro de
irradiación evangélica.
Aquella noche, en la iglesia de Prulla, vio con toda claridad que él, de
por sí, no era más que un instrumento utilizado por Dios. Se sintió, por una
parte, indigno y sin méritos que justificasen el que hubiera sido objeto de
semejante elección; y por otra, dispuesto a seguir, agradecido, colaborando
en aquella tarea en la que él no se había metido, sino a la que el mismo
Dios le había llevado y en la que Dios seguía siendo la causa principal
eficiente y la verdadera causa final.
Recordó las palabras de María en la Anunciación: “Ecce ancilla
Dómini”. Y las del mismo Cristo dirigidas a todos desde sus charlas
evangélicas: “Pedid y recibiréis...” “Si tuvierais fe...” “Yo os digo que si
tuvierais fe, hasta cambiaríais de emplazamiento las montañas...” Le
parecía que el Señor, ante quien oraba, aquella noche se las estaba diciendo
134
a él para aquellas dos cosas que tanto le preocupaban; y que se las decía
con tal nitidez, tan directamente, como cuando mediante palabras físicas
las dijo a los apóstoles y demás que le escuchaban.
Fue tan grande la luz que en aquel instante de oración y de
meditación se le encendió en el alma, y tanta la confianza y tan absoluta la
seguridad, que dijo a nuestro Señor:
“Proporcióname pronto colaboradores para el ministerio de la
predicación. Y en cuanto a estas pobrecitas mujeres que tenemos que
salvar de la herejía, vamos a hacer un contrato: Yo las recojo, las instalo y
me ocupo de su formación, y tú te encargas de mantenerlas. No te pido que
llueva sobre Prulla cada día un maná milagroso, sino que muevas el ánimo
de las gentes para que nos proporcionen subsidios suficientes con que
formar un patrimonio, aunque sea modesto, pero bastante para la
subsistencia decorosa de las recogidas”.
Quedó convencido de que Jesucristo, su Señor, suscribía el
compromiso.
Después, como tantas otras noches, tras de muchas horas de oración,
se durmió, allí, reclinado en un banco, o con la cabeza entre los brazos
asentados en la mesa del altar.
Al despertar, al reanudar su plegaria y al comenzar las actividades de
la jornada siguiente, llevaba en el alma una seguridad: pronto tendría
socios de apostolado y pronto le vendrían recursos para el sostenimiento
económico de la Santa Predicación en su doble vertiente de centro
misionero y residencia de las convertidas.
***
De los monjes reclutados por don Arnaldo durante aquellas pequeñas
vacaciones que siguieron a la disputa general de Montreal, le fueron
cedidos a Domingo dos. Eran hermanos de sangre, de hábito y de abadía:
los dos sacerdotes, cistercienses, profesos en el monasterio de Boulbonne.
Se llamaban Guillermo y Noel, y como apellido usaban el de Claret.
Sorprendente: Lo primero que dijeron al maestro Domingo cuando le
fueron presentados fue que venían dispuestos a permanecer a sus órdenes
sin limitación de tiempo.
Otras sorpresas:

135
Tres meses después, en julio, llegó de España don Diego con dinero
suficiente para terminar las obras que se construían en Prulla y para
afrontar, de momento, el sustento de las recogidas.
Noel y Guillermo tenían en Pamiers, de donde eran originarios, una
hermana llamada Raimunda y un buen patrimonio familiar administrado
por ella. Al conocer de cerca cuanto el maestro Domingo proyectaba, se
entusiasmaron con la empresa, llamaron a Raimunda para que, por sí
misma, también la conociera, y tras de reflexionar sobre el caso, los tres
hermanos decidieron donarse con todos sus bienes y personas a la Santa
Predicación; ellos ratificaron su compromiso mediante juramento en
manos del maestro, y ella se incorporó a la comunidad de mujeres de aquel
semimonasterio de Prulla.
Los vasallos, en la Edad Media, hacían una declaración jurada
promisoria de fidelidad a sus señores, reconociéndoles autoridad sobre sus
seres y pertenencias.
Ese sentido formal tenían también por aquel tiempo las profesiones
religiosas. Profesar en una religión era consagrarse de por vida al servicio
de Dios y someterse a la voluntad divina, representada por la del abad o
prelado que recibía y aceptaba aquel compromiso de vasallaje suscrito por
los profesos.
Otra tercera forma de mancipación andaba en uso por aquella época.
Era mitad social y mitad religiosa. Tenía un cincuenta por ciento de
compromiso enfeudatario y otro cincuenta por ciento de profesión. Y un
nombre concreto, bastante expresivo: donación.
Algunas personas, en ocasiones por motivos prácticos, y en otros
casos por razones de devoción y piedad, se donaban a sí mismas a iglesias,
monasterios, cofradías o fundaciones religiosas de caridad.
El acto mancipatorio implicaba compromiso de servicio y dedicación
a la obra a que se donaban, y se formalizaba mediante juramento que el
donante hacía en manos del jefe, superior o prelado que representaba a la
institución a la que se entregaba, bien de por vida, bien por un período de
tiempo determinado. Emitido el juramento, quien lo recibía adquiría sobre
el que lo hizo —que en adelante se llamaría donado— un dominio
reconocido por la sociedad y por la Iglesia, semejante al de los señores
feudales sobre sus vasallos o al de los abades sobre sus religiosos.
Los hermanos Claret fueron los primeros, que sepamos, que se
donaron a perpetuidad en manos del maestro Domingo a la obra de la

136
Santa Predicación domiciliada en Prulla. Y lo hicieron en agosto de 1207,
cuatro meses después de haberse incorporado a la misión.
El ejemplo cundió:
Aquel mismo verano se donaron a la misma empresa dos
matrimonios: Raimundo Garc y Ermengarda Godoline, que aportaron una
casa, con sus muebles y enseres, y huerto anejo en Villasavary; y Arnaldo
Ortigers y su mujer Alaíce, con todo cuanto poseían.
Varias otras donaciones de personas y bienes siguieron en cadena en
el resto de ese año 1207; entre las personas figuraban algunos clérigos, y
entre los bienes, huertas, campos, viñas, rentas, juros y censos.
Los historiadores de la Santa Predicación mencionan y transcriben
numerosos documentos de estas donaciones. En algunos de ellos ya no se
llama al maestro Domingo subprior de Osma, como oficialmente se le
llamaba hasta agosto de ese año 1207, sino fray Domingo, declarándose
que se le da ese nombre porque así quiso él ser llamado desde que dejara
su canonjía.
El pacto convenido entre nuestro Señor y su siervo aquella noche de
abril en la iglesia de Prulla, pocos días después de la disputa general de
Montreal, estaba dando buenos resultados. Ambas partes cumplían lo que
respectivamente les correspondía.
La afluencia de donaciones facilitó unas cosas, pero planteó al santo
algunos problemas. Dos concretamente: al donarse a la empresa un crecido
número de hombres y mujeres, con los que no se había contado a la hora
de planificar la construcción del edificio, era menester ampliar su
capacidad.
El proyecto primero comprendía la residencia de mujeres a un lado
de la iglesia, sobre un solar anejo a la misma, y la habilitación de la
antigua casa parroquial, totalmente en ruinas, para vivienda del equipo
misionero. Todo eso fue lo que el obispo de Tolosa cedió al maestro
Domingo en 1206: el templo, y “el territorio adyacente en treinta pasos a la
redonda”.
Ahora eso no bastaba. La mayor parte de las mujeres que se habían
donado, aunque fuesen casadas, habían aceptado la disciplina que se
seguía entre las recogidas, cada vez más semejante a la monacal, y no
tenían inconveniente en convertirse, a su tiempo, en monjas si se adoptaba
una manera de vivir monástica. Como aquello se veía venir, algunas, al
donarse, preferían hacerlo en condición de externas, dispuestas a trabajar,

137
pero sin encerrarse en clausura. Para éstas se hacía preciso habilitar otro
tipo de residencia y otro estilo de vida.
Lo mismo ocurría con los hombres; muy diferentes unos de otros en
edad, aptitudes, condición social... Unos eran sacerdotes, otros simples
clérigos, otros monjes, otros meros trabajadores que se donaron para
canjear su anterior vasallaje respecto de un señor feudal, con el que acaso
no estaban del todo conformes, por el servicio a una causa religiosa, pero
sin ánimo de ingresar en el clericato. Ni la capacidad de lo construido lo
permitía, ni aunque lo hubiera permitido hubiera sido práctico hacinar
elementos tan heterogéneos bajo un techo común y un mismo régimen de
vida.
Nueva preocupación para el maestro: se hacía imprescindible ampliar
los edificios de la residencia de las recogidas y del destinado a los clérigos
del equipo misionero, y construir dos albergues u hospederías de carácter
más abierto: uno para las mujeres externas, y otro para los hombres,
clérigos o no, ajenos a los trabajos directamente apostólicos de la Santa
Predicación.
Todo eso había que construirlo allí, en torno al santuario. Los treinta
pasos a la redonda no daban de sí para tanto.
Junto a la iglesia había huertos y campos. Pero Fulco no se los había
cedido. La diócesis de Tolosa, le dijo el prelado el año anterior, otro
tiempo muy rica, pasaba por dificultades a causa de los expolios que en
ella habían producido los cátaros.
El maestro acudió una vez más al Señor.
Le expuso su dificultad, lo fácil que sería salir de ella si el prelado
tolosano le cediera aquellas huertas, aquel iglesiario anejo, siquiera la parte
de él necesaria para la ampliación de los albergues y edificios.
Entendió que el Señor le decía que él se encargaría de ello, que
acudiese al obispo.
Sin pérdida de tiempo, el maestro Domingo se dirigió a Tolosa, se
entrevistó con el prelado, y regresó a sus ministerios seguro de que quien
le había metido en aquel problema, de él había de sacarlo.
Días después de la oración y de la entrevista, en los últimos de
agosto, ya tenía en sus manos la cédula de Fulco acreditativa de que le
entregaba a perpetuidad la propiedad de todos los campos y huertas anejas
a la iglesia de Prulla, y además algo que no había pedido: la totalidad de
los censos y rentas que poseía aquel templo cuando fue parroquia.

138
El otro problema planteado por aquel florecimiento repentino era de
carácter administrativo.
Viñas, huertas, montes, campos, casas y otros bienes inmuebles
aportados por los donados estaban desperdigados por diferentes partes del
condado de Tolosa. La tarea no iba a ser fácil, pero había que procurar
cuanto antes aproximar todo aquello a Prulla y simplificar el trabajo de
quien en el futuro se encargara de llevar la administración de aquel
patrimonio. Ya había pensado encomendar esa función a Guillermo Claret.
Había que darle las cosas desenredadas. Por otra parte, como todas las
donaciones estaban hechas a nombre del maestro Domingo o de fray
Domingo, y ése era él, a él le correspondía afrontar la dura tarea. Tan
pronto como pudiera se desplazaría a los lugares donde aquellas
posesiones radicaban y trataría de vender en un sitio, comprar en otro,
canjear, de modo que las propiedades quedasen más a mano.
Parte de julio y casi todo agosto estuvo en Prulla don Diego de
Acebes. En Prulla y en otros sitios comarcanos, porque aprovechó su
estancia para ayudar en la empresa apostólica y saciar siquiera
interinamente sus generosos afanes misioneros.
¡Cómo gozó el obispo de Osma al ver la marcha que llevaba la Santa
Predicación!
No salía de su asombro. Pero ¿era posible sin un milagro de Dios que
aquellas ruinas de Santa María que él había visto desde Fanjeaux señaladas
por su canónigo, y luego de cerca en viaje de inspección antes de
marcharse a España, se hubiesen convertido en lo que ahora tenía ante sus
ojos? Y aquellas mujeres rescatadas de la herejía, ¿cómo en tan poco
tiempo habían asimilado la formación monástica y su entrega al servicio
de nuestro Señor?
Ya el primer día de su llegada, después de los saludos y de un breve
recorrido por las dependencias que se estaban construyendo y de una
rápida entrevista con las recogidas, emocionado, con las manos
sosteniendo su frente, don Diego repetía ante su subprior:
“¡Milagro, milagro!... ¡Esto es un milagro! En sólo unos meses,
donde había una escombrera ha surgido un monasterio habitado por
monjas santas que anteayer eran herejes como sus padres, y sus hermanos
y sus convecinos!”
El canónigo dejó que su prelado se explayara.
Luego, cuando su estado emocional cedió, hizo algunas
puntualizaciones.
139
Dijo:
—Que efectivamente allí había intervenido una providencia de Dios
muy especial. Sin ella, todo aquello carecía de explicación. Pero que Dios
había obrado sin violentar ley alguna de las que tenía establecidas para
dirigir el curso normal de las cosas. Todo había ocurrido de un modo muy
natural. Ni una sola piedra había subido por sí misma del suelo a los
muros; todas habían sido colocadas donde estaban por las manos de los
albañiles. Pero Dios protegió la salud de éstos, conservó sus fuerzas y
estimuló su generosidad para poder trabajar de sol a sol, a ritmo rápido, y
les dio paciencia y confianza para seguir en el tajo sin cobrar puntualmente
sus salarios. Ahora les pagaría cuanto les debía con los dineros que él
había aportado; que también él, don Diego, era uno de los eslabones, y
muy principal, de aquella cadena de causas segundas que habían
intervenido en la realización de esto que, efectivamente, parecía un
milagro.
—Que las recogidas aún no eran monjas, pero lo serían. Se lo había
propuesto y ellas lo habían aceptado. Para preparar el camino les dio, en
cuanto las alojó en Prulla, un cursillo de formación acelerada, les redactó
unos estatutos provisionales, organizó su convivencia sobre una base de
comunitarismo y régimen de observancias semejantes a las de las
religiosas, y entre eso y que ellas adaptaron sus vestidos al estilo de los
hábitos monásticos y que la residencia tenía aires de monasterio,
monasterio parecía el edificio y monjas quienes lo habitaban. Monjas las
llamaba la gente, y hasta ellas mismas entre sí a veces así también se
llamaban. Había nombrado él a Raimunda responsable del grupo y había
delegado en ella cierta autoridad sobre las otras para que hubiera orden en
el quehacer del equipo femenino. Bien, pues las recogidas espontá-
neamente le daban el título de priora. También espontáneamente por los
alrededores decían la nueva abadía cuando hablaban de la residencia.
—Que cuando las obras estuvieran totalmente terminadas, traería a
las otras mujeres que permanecían en Fanjeaux. Entonces, ya reunidas
todas, les plantearía de nuevo la cuestión de si querían convertirse en
cistercienses. Porque cistercienses eran la mayor parte de las comunidades
religiosas femeninas de Europa; cistercienses de origen los hermanos
Claret, a quienes pensaba encomendar la asistencia espiritual de la
comunidad; cistercienses casi todos los obispos del sur de Francia y los
monasterios masculinos del condado, y en el espíritu del Císter estaban
inspirados los estatutos provisionales que con la ayuda de Noel y
Guillermo Claret había redactado para ellas.
140
—Que tanto las de Fanjeaux como las de Prulla estaban contentas y
deseosas de que llegase pronto el momento de su reunión.
—Que tenía que traer algunas otras de Tolosa, Montreal, Béziers...,
en cuanto hubiese sitio.
Explicó a don Diego la importancia de aquella institución que él
estaba financiando con los dineros que acababa de traer de Osma.
Aparte de la infinidad de mujeres que giraban en la órbita de los
cátaros, había otras muchas que no compartían del todo sus creencias, que
incluso privadamente intentaban mantenerse fieles a la fe de la Iglesia,
pero, por razones de conveniencia o de pobreza, venían a parar a las casas
de perfectas.
Se estaban dando casos de multitud de padres que, al carecer de
medios económicos para dotar a sus hijas y al ver cerradas las puertas del
matrimonio y las de los monasterios, porque sin dote adecuada no podían
casarse ni ingresar como religiosas, antes que dejarlas desamparadas, las
ofrecían a los albigenses. Estos gratuitamente las recibían e internaban en
los centros que a manera de conventos tenía la secta.
Él se había propuesto salvar de ese peligro y rescatar de esa situación
a cuantas doncellas pudiera, y hacerse cargo de ellas y situarlas en aquel
remanso de paz espiritual y de fidelidad a la Iglesia. Eso quería que fuese
la institución de Prulla.
Varias veces, durante los primeros días tras de su llegada, habló don
Diego con las recogidas.
¡Qué felices se sentían en aquel santo retiro!
¡Cuán agradecidas a su padre Domingo, que se lo había procurado, y
a él, al obispo, que ya sabían que había aportado dineros para la compra de
la casa de Fanjeaux y ahora para sufragar las obras de este estupendo
monasterio!
¡Cuántas cosas buenas le dijeron de su canónigo!
¡Qué de consejos le encargaron que le diera!
Sí, que se los diera él, como obispo suyo, incluso que le pusiera
preceptos y prohibiciones, porque a ellas el padre no les hacía caso.
Unas y otras, hablando a la vez o apoyando a Raimunda cuando ésta,
en su oficio de priora, lograba hacerse con el uso exclusivo de la palabra,
dijeron estas cosas de su subprior:
Trabajaba demasiado.

141
No se cuidaba: comía muy poco; apenas dormía. Cuando estaba en
Prulla, pasaba las noches enteras en la iglesia. Y sabían que en otros sitios
hacía lo mismo.
Corría serios peligros.
Desde la disputa de Montreal, los herejes estaban encorajinados.
Cualquier día harían con él lo que los escribas y fariseos hicieron con
nuestro Señor.
Ellas sabían que en Tolosa mucha gente lo apreciaba y saldrían en su
defensa hombres fuertes si los cátaros trataran de hacerle daño, y le decían
que, si quería predicar, predicase en aquella ciudad, pero no en otros sitios
donde los peligros que corría eran muy grandes. Sobre todo que no se
acercase a Carcasona, porque en Carcasona, siempre que iba, lo
maltrataban. Un día, mientras predicaba, un hereje le escupió en el rostro.
En otra ocasión, para escarnecerle, unos malvados le prendieron en la ca-
pa, por la espalda, un manojo de forraje. Otra vez, cuando regresaba a
Prulla, ya de noche, le esperaron en una fuente que hay en el campo, donde
sabían que él se detendría, como siempre, para descansar un poco, beber y
lavarse los pies, que suele tenerlos a esas horas inflamados de tanto
caminar. Los forajidos lo acosaron y trataron de matarlo. Ni se defendió ni
pidió auxilio. Al contrario: les dijo que, si querían quitarle la vida, no lo
hicieran de un solo golpe, sino poco a poco, para tener ocasión de imitar a
nuestro Señor, que murió en la cruz lentamente.
Menos mal que el que los mandaba se impresionó ante tanta
mansedumbre y religiosidad e impidió que fuese asesinado por sus
compañeros.
El jefe de la cuadrilla y algunos de sus componentes entablaron luego
conversación con él. Se sentaron a su lado, sobre la hierba, a la vera de la
fuente. Tuvieron suerte, porque le oyeron hablar hasta la madrugada y se
convirtieron.
Nosotras, decía la priora, rezamos y rezamos, pero no estamos
tranquilas hasta que sabemos que ha llegado a casa.
¿Qué le podían decir a don Diego aquellas mujeres de la virtud de
aquel santo varón y de su celo por la conversión de pecadores y herejes
que él no supiera?
***

142
Sólo unos días llevaba en Prulla el obispo de Osma cuando alguien
trajo a la Santa Predicación una noticia triste: el maestro Raúl había
muerto.
Todo fue muy rápido.
Se sintió repentinamente mal. Calculó que no tenía tiempo ni fuerzas
para llegar a su monasterio de Fontfroidc y pidió a quienes lo
acompañaban que lo llevaran a la abadía más próxima, que era la de
Franquevaux.
Unas horas después de la llegada falleció santamente. Su muerte
había ocurrido el 8 de julio de aquel 1207. Domingo sacó de su fe e
incondicional disposición para aceptar la voluntad divina recursos para
reprimir la inmensa pena que aquella noticia le producía. Pena humana por
la desaparición del entrañable amigo, aliviada por la consideración de que
su alma ya descansaba en el seno de Dios. Y pena porque se dio cuenta
inmediatamente de que la muerte de Raúl constituía el punto final de la
etapa que se abriera un año antes en la asamblea de Montpellier.
Aquel legado se había mantenido fiel al sistema de evangelización
que allí se acordara.
Con su ascendiente y dotes persuasivas había conseguido que don
Arnaldo y don Pedro de Castelnau y los demás abades, aunque no
sintonizaran con esos procedimientos, al menos respetaran los criterios y
actitudes de quienes quisieran seguirlos.
Sin ese contrapeso y sin su ayuda, no sería posible frenar los ímpetus
belicosos de los otros dos legados, que en adelante dedicarían todos sus
trabajos y los de los misioneros de sus secciones a promover el
levantamiento de la cruzada militar.
El pronóstico del maestro Domingo, comentado con don Diego de
Acebes, fue certero.
Terminadas las exequias de Raúl en Franquevaux, los abades y sus
monjes se retiraron a sus respectivos monasterios. De todos los
cistercienses, sólo los hermanos Claret, que aún no se habían donado a
Prulla, permanecieron en sus puestos como miembros del reducidísimo
equipo de la Santa Predicación.
El subprior de Osma meditó profundamente delante de nuestro Señor,
y después de oír lo que en su conciencia Dios le daba a entender, llegó a
estas conclusiones:

143
El no abandonaría la empresa nunca, y menos entonces, cuando los
demás se retiraban. Al contrario, trataría de reforzar sus escasos efectivos.
Aceptaría la colaboración de Noel y de Guillermo Claret y buscaría la
de otros que quisieran prestarla.
Puesto que estaba decidido a consagrarse de por vida a esta misión, lo
procedente era, ahora que tenía en Prulla a su prelado, rogarle que aceptara
su renuncia a su canonjía y subpriorato de Osma, pues a Osma no pensaba
regresar.
Uno de aquellos días que siguieron a la muerte de Raúl conferenció
ampliamente con don Diego y le dio a conocer sus propósitos y planes.
El venerable obispo, que dos años antes, aún no cumplidos, había
pedido al papa que le exonerase de su cargo para dedicarse a las misiones,
que había permanecido sentimentalmente vinculado a la campaña eclesial
anticátara y apoyado moral y económicamente la obra de la Santa
Predicación de Prulla, que la estaba viendo florecer y que de buena gana
insistiría nuevamente ante el pontífice para que le permitiera quedarse en
el sur de Francia, estaba en las mejores condiciones para interpretar y
atender la petición que le formulaba su canónigo y amigo del alma.
Con el corazón rebosando pena y la voz rota por la emoción, aceptó
la renuncia y liberó al maestro Domingo de sus compromisos con la
diócesis de Osma, le animó a proseguir en aquella empresa santa, le
prometió que en adelante le ayudaría más que nunca, que en cuanto llegara
a Castilla y a su obispado recogería nuevos fondos y hablaría con algunos
canónigos del cabildo y los animaría para que se sumaran a esta obra de
Dios, y que él mismo regresaría lo más pronto que le fuera posible para
trabajar a su lado todo el tiempo que sus obligaciones de allí se lo
permitieran.
***
Entre los donados de Prulla había algunos con aptitudes y vocación
para consagrarse al ministerio sacerdotal.
El ex subprior de Osma, desde entonces y ya siempre en adelante fray
Domingo, creyó conveniente aprovechar sus buenas disposiciones,
prepararlos doctrinalmente y ponerlos a punto para que, cuando don Diego
de Acebes hiciese un nuevo viaje desde España a Francia, los ordenara de
presbíteros.

144
A finales de agosto de aquel 1207, el prelado español regresó a
Castilla.
El beato Jordán de Sajonia, al relatar este regreso, dice expresamente
que el obispo tenía en su mente la idea de volver a Prulla tan pronto como
le fuera posible y de traer nuevos dineros para la Santa Predicación, y de
“ordenar, con el asentimiento del papa, algunos varones idóneos... que se
dedicaran a confutar los errores de los herejes y estar siempre prontos para
defender la verdad de la fe”33.
El 25 de septiembre ya estaba don Diego incorporado al séquito real
en San Esteban de Gormaz. Los documentos catalogados por don Julio
González en su Historia del reinado de Alfonso VIII de Castilla, lo
presentan acompañando a su monarca, el 25 de octubre, en Brihuega; el 7
de noviembre, en Buitrago, y el 30 de ese mismo mes, en Palencia. Esta es
la última vez, dice el padre Carro que nuestro don Diego de Acebes
aparece confirmando en los privilegios reales, pues el 30 de diciembre
siguiente murió santamente34.
La noticia de su fallecimiento llegó a Prulla a finales de enero de
1208. La trajeron los canónigos Miguel de Ucero y Domingo de Segovia,
que venían a quedarse en la Santa Predicación. Así lo tenían convenido
con su obispo, y cuando él agonizaba le prometieron que cumplirían su
palabra.
Fray Domingo sorbió su pena. Con fe y obediencia acató los
designios del Señor y bendijo su santo nombre. Lo hacía siempre que
acaecía algo fuera de lo normal, pareciese a los ojos de los hombres bueno
o malo. Para él, todo suceso estaba marcado con el sello de la divina pro-
videncia, y aun lo que pudiera presentarse como adverso humanamente
hablando, en su entraña tenía que encerrar algo positivo.
Aquella noche de enero se hicieron oraciones especiales en la iglesia
de Prulla por el alma del insigne bienhechor fallecido. Fray Domingo
dirigió las preces y habló a las monjas reunidas en el coro y a los donados
y conversos que ocupaban la nave del templo, y les dijo cosas sobre la
larga y fraternal amistad que entre ellos había existido. Ponderó las
virtudes del obispo muerto. Refirió cómo sin su ayuda todo aquello de
Prulla no hubiera podido realizarse. Humildísimo, generoso y agradecido,
de tal manera traspasó a don Diego toda la columna de méritos en la obra
de la Santa Predicación, que andando el tiempo llegó a prevalecer la idea
33
O.c. (BAC), c.17 y p.175.
34
O.c., p.311.
145
entre algunas personas de que el fundador de Prulla y de todo aquel
movimiento apostólico había sido el obispo de Osma. Hasta el beato
Jordán tomó por buena esa versión equivocada. Años más tarde, ya
fundada y en marcha la Orden de Predicadores y fallecido el santo
fundador, en 1257, un capítulo general presidido por el maestro Humberto
de Romans, bien aclarado todo con el testimonio de testigos y revisión de
documentos, tuvo que poner las cosas en su sitio y determinó que en los
escritos relativos a Prulla, donde decía Diego, se corrigiera y se pusiera
Domingo.
Hoy estamos en condiciones de demostrar que aquellas enmiendas
fueron obra de justicia y de verdad. Sin minusvalorar el apoyo material y
moral que don Diego prestó a su subprior, es conveniente subrayar estos
dos datos: que la presencia personal física del obispo de Osma en la
campaña misionera del Languedoc se redujo a cuatro o cinco meses en
1206, y a poco más de uno en 1207. Jordán dice que misionó dos años;
más exactamente debió decir que misionó en dos años. Y que la fundación
de la Santa Predicación, primero en Fanjeaux y luego en Prulla, y la
residencia de mujeres en ambos sitios, y la organización de la misma en
monasterio, nacieron, enteramente, del alma, y del corazón, y de los
trabajos y desvelos apostólicos de Santo Domingo de Guzmán.

4. LA CRUZADA MILITAR

Arnaldo Amaury y Pedro de Castelnau, en todo momento,


mantuvieron la convicción de que la única manera de acabar con el
catarismo era acabar con los cátaros por el procedimiento expeditivo de la
guerra.
A juicio de ellos, la campaña misionera a base de predicaciones,
debates públicos con los herejes y aquella vida tan austera de testimonio
que se adoptó en la asamblea de Montpellier, estaba condenada al fracaso
y constituía una lamentable pérdida de tiempo.
Habían conseguido plasmar estas ideas en las mentes de los monjes
que andaban a su alrededor, en las de no pocos obispos y clérigos y en las
de los escasos cristianos que quedaban en el Languedoc.
Supuestos estos criterios, nada tenía de extraño que los abades y
misioneros dirigidos por ambos legados actuasen con poco entusiasmo y
que, tras la muerte de Raúl, decidieran en masa regresar a sus monasterios.

146
Las constantes presiones de Arnaldo y de Castelnau sobre Inocencio
III para que convocara la cruzada arreciaron a partir del verano de 1207.
No tenían misioneros, le decían, ni de dónde sacarlos. En cambio, surgirían
combatientes voluntarios a montones si se les pagaba bien.
El papa comenzó a tomar en serio la idea de la guerra santa.
El 17 de noviembre de aquel mismo año envió cartas a Felipe
Augusto y a varios nobles de Francia invitándoles a organizar la cruzada
contra los albigenses.
Fray Domingo se abstuvo de juzgar este paso dado por el pontífice.
A los otros legados, sí que les había dicho varias veces lo que él
opinaba: una guerra era inevitablemente algo atroz y el más tremendo de
los males públicos, por la serie de horrores que suponía y las pasiones que
desencadenaba. Y si se daba a la contienda carácter de santa, peor, por las
cargas de fanatismo positivo o negativo que despertaba entre los
combatientes.
A su juicio, el Evangelio rechazaba esos procedimientos.
Lo probaba:
Toda la predicación de Jesucristo giró en torno al amor entre los
hombres.
Los mandamientos reflejaban con toda claridad la voluntad de Dios,
Padre universal. En ellos no sólo se vedaba expresamente atentar contra la
vida del prójimo, sino que se regulaban las relaciones humanas de manera
que se evitasen daños y perjuicios mutuos y se imponía como ley suprema
la caridad.
En las bienaventuranzas, el Señor insistió en los conceptos de
mansedumbre, paciencia y paz, incluso en casos de escarnecimiento o de
persecución personal.
Para que no quedaran dudas sobre la interpretación de esa teoría
cristiana, el propio Maestro la rodeó de luz con sus ejemplos: Lo estaban
apresando a él en Getsemaní. San Pedro salió en su defensa, arrebató la
espada a uno de los sayones y con ella hirió a Malco, el siervo del pon-
tífice. Jesús ordenó a Pedro que dejara quieta el arma. Más: curó al esbirro
su herida. Él se dejó maniatar y conducir a los tribunales y enclavar en la
cruz, y soportó las befas de quienes le escarnecían y decían que, si podía,
que se desenclavara. Podía, pero siguió desangrándose en la cruz, sin una
palabra de recriminación a quienes le atormentaban. Consumó su obra.
Después manifestó su poder sin ofender a nadie, resucitando.
147
Las cartas de Inocencio III cayeron en el vacío.
A Felipe Augusto, el asunto religioso no le preocupaba demasiado.
Prefería no verse envuelto en conflictos de aquella naturaleza. Además,
antes de comprometerse a nada, quería saber primero contra quiénes
tendría que luchar.
La misma cuenta se echaron los otros nobles.
La rivalidad entre el rey y Raimundo VI, conde de Tolosa, era
antigua, y podía enconarse aún más en esta guerra que se proyectaba.
Aspiraba el conde a independizar su condado de la soberanía de su
monarca.
Felipe Augusto, en esto de la cruzada, trataba de esperar, antes de
comprometerse, a que se definiera Raimundo. Si éste apoyaba la causa de
la Iglesia, él, aparentemente, se inhibiría, aunque bajo cuerda ayudase a los
contrarios y desease su victoria para quitarse de una vez la pesadilla que
las pretensiones secesionistas del sur de su país le causaban. Pero, si el
conde se ponía de parte de los cátaros, entonces él se declararía en favor de
la cruzada.
Los mismos cálculos hacía Raimundo VI. Que tomase la delantera el
rey. Cuando estuviese claro en qué bando se situaba el soberano, él se
manifestaría a favor del bando opuesto.
Don Arnaldo y don Pedro, en cuanto tuvieron noticia de que
Inocencio III había escrito aquellas cartas, se entregaron con entusiasmo a
la tarea de reclutar soldados por toda Francia, a adquirir estandartes y
banderas y a almacenar escudos, armaduras, lanzas y espadas.
Organizaron batallones con el nombre de milicias de Jesucristo,
sacaron de los monasterios centenares de monjes y los repartieron por
Europa para recoger dineros y voluntarios que, a cambio de las
indulgencias que el pontífice concedería a los combatientes y de requisas,
botines y otras granjerías, quisiesen pelear a favor de la santa causa.
A partir de los meses últimos de 1207, en todo el Languedoc se
respiraba ambiente de guerra, porque también los cátaros se preparaban
para ella.
Los ojos de todos estaban pendientes de los movimientos del conde
de Tolosa.
Raimundo VI era un enigma. Hasta entonces, oficialmente, había sido
cristiano. Los futuros cruzados abrigaban cierta esperanza de que los
acaudillara; pero tenía una historia tan turbia de coqueteos con los
148
albigenses, que no se sorprenderían demasiado si, desencadenada la
guerra, tomaba parte en ella a favor de los cátaros.
Comenzó el año 1208.
Las intenciones del conde sólo Dios y él las conocían.
El 13 de enero, don Pedro de Castelnau, absolutamente carente de
flexibilidad y diplomacia, se entrevistó con él y le urgió, en vano, para que
se definiera. El legado dio rienda suelta a su genio y enfado, y en una
sesión borrascosa acusó a Raimundo de ambicioso, de hipócrita y de
hereje.
Al día siguiente, cuando don Pedro de Castelnau se disponía a subir a
una barcaza, en un barrio de Arlés, para cruzar el Ródano, un sicario a
sueldo lo asesinó clavándole un puñal en la espalda.
Entre los cristianos se comentó que el asesino había cometido aquel
crimen por encargo del conde de Tolosa.
Don Arnaldo Amaury se dio prisa a comunicar al papa lo ocurrido y a
urgirle la declaración de guerra.
Varios prelados, en nombre de otros obispos de Francia, acudieron a
Roma en apoyo de la petición del abad, que ya tenía acuartelados
cincuenta mil hombres, impacientes por entrar en campaña.
Inocencio III escribió nuevas cartas a Felipe Augusto y a otros
nobles.
El conde de Tolosa, consciente del mal paso que había dado
mandando asesinar a Castelnau y de que el rey interpretaría el gesto como
un apoyo a los herejes y se pondría al frente de la causa católica, para
sacudirse las acusaciones de asesino que sobre él iban a llover y para des-
baratar los proyectos que hubiese concebido el monarca, se ofreció a don
Arnaldo para acaudillar la cruzada.
Hizo más: Consiguió que su cuñado, don Pedro II de Aragón, le
enviase tropas de su reino; animó a varios nobles del condado para que le
siguieran y comunicó al papa que él, con todos aquellos efectivos, estaba
dispuesto a entrar en la guerra contra los cátaros tan pronto como de Roma
llegara el aviso de que las operaciones comenzaran. El resto de 1208 y los
primeros meses de 1209 se emplearon en ultimar los preparativos.
Don Arnaldo Amaury, que ostentaba la jefatura de la organización,
cursó órdenes para que todos los comprometidos en la causa de la Iglesia
estuviesen concentrados en Lyón el 1 de junio de aquel año.

149
En la misma ciudad reunió a todos los monjes que habían de
acompañar durante la contienda a las milicias para arengarlas y mantener
en sus espíritus vivo el ardor guerrero.
Durante el acuartelamiento surgió un conflicto entre los nobles
concentrados. Varios de ellos aspiraban a ostentar el título de caudillo
general. Les iba mucho en ello. De acuerdo con el negotium fidei, el
generalísimo de los ejércitos se convertiría en amo de las tierras que
conquistara al enemigo.
Don Arnaldo zanjó la cuestión otorgando el supremo mando militar a
Simón de Montfort, católico sincero, apasionado por la causa de la fe
cristiana, el único entre todos los nobles reunidos en Lyón que tenía un
historial de purísima ortodoxia, sin la más leve mancha de contem-
porización con los herejes. Había heredado de su madre el condado de
Leicester y era conde; pero por conflictos con el rey de Inglaterra no había
podido posesionarse de su feudo y vivía modestamente al frente de otro
señorío en las cercanías de París.
***
El 12 de julio de 1209 salieron de Lyón las columnas de los cruzados.
Tras unos días de marcha, vivaquearon en Montpellier.
Luego, nuevas etapas hasta acampar frente a las murallas de Béziers.
El 22 de julio sonó el clarín llamando al ataque.
Los cruzados asaltaron la ciudad, defendida por el vizconde
Raimundo Roger.
En pocas horas la población quedó arrasada.
Las crónicas hablan de veinte mil muertos entre soldados del bando
cátaro y gente civil.
El pánico cundió entre los habitantes de los lugares vecinos.
Las huestes de Simón avanzaron sin dificultad saqueando castillos,
incendiando fortalezas y tomando aldeas vacías, porque sus moradores
habían huido hacia Carcasona, precisamente el próximo objetivo
inmediato de los vencedores.
El 1 de agosto comenzó el asedio a esta ciudad.
La resistencia de los sitiados fue grande. Quince días tardaron en
rendirse.
La causa de los cruzados marchaba con viento favorable.
150
De pronto el barco comenzó a hacer agua.
Simón de Montfort trataba de constituir un poderoso condado para sí
con las tierras y plazas que iba conquistando. Algunas pertenecían a nobles
que llevaba en sus propias filas, quienes lógicamente se negaban a perder
el dominio sobre lo que creían legítimamente suyo.
Raimundo VI, resentido desde el principio por no haber logrado el
caudillaje supremo de las fuerzas, cuando advirtió lo que Simón
proyectaba, se alzó contra él, sublevando a sus propias tropas y a las de
Pedro II de Aragón, y se puso de parte de los cátaros.
Hasta el mismo rey don Pedro el Católico vino de España para ayudar
a su cuñado.
***
Lo que se creyó paseo militar se convirtió en guerra turbia y salvaje
que duró cuatro años. En multitud de ocasiones, la causa religiosa quedó
marginada por la política. Quienes un día eran aliados, al siguiente se
enfrentaban como rivales. Columnas enteras se pasaban de un bando a otro
tan pronto como sus capitanes ofrecían a sus soldados, muchos de ellos
aventureros de oficio, mayores ventajas, mejores sueldos o posibilidades
de más copiosos botines.
La batalla de Muret fue el último eslabón de aquella cadena de
ferocidades.
La ciudad había sido conquistada por los cruzados. Pedro II de
Aragón trató de reconquistarla para su cuñado Raimundo. Dicen las
crónicas que la sitió con cincuenta mil hombres.
Simón se hallaba en Fanjeaux. Al tener noticia del asedio, acudió con
algunas tropas para atacar a los sitiadores.
A pesar de que sus efectivos eran escasos, supo llevar el ataque con
tal astucia y tan buena estrategia, que exterminó al poderoso ejército
contrario.
Dirigiendo el asedio, combatiendo contra los cruzados, en aquella
batalla halló la muerte el rey de Aragón.
La victoria de Simón de Montfort sobre las huestes procátaras, con la
liberación de Muret, ocurrida el 12 de septiembre de 1213, puso punto
final a las operaciones militares de la cruzada.

151
***

Palabras deficientemente entendidas, tomadas del beato Jordán de


Sajonia y de los testigos que declararon en el proceso de canonización, así
como datos arrancados de su contexto y mal interpretados, han servido de
base para la composición de una imagen falseada de Santo Domingo en
relación con la cruzada militar y con su ministerio apostólico entre los
albigenses.
Se ha dicho que el santo fue muy duro con los herejes, que fundó la
Inquisición, que como inquisidor en ejercicio se ensañó con los cátaros,
que acompañaba a los soldados de Simón de Montfort en las batallas,
enardeciéndolos con sus arengas y soflamas.
Escritores y artistas han explotado el tema de una presunta presencia
suya, blandiendo un crucifijo de grandes dimensiones a las puertas de
Muret, excitando el ardor guerrero de los cruzados.
Sobre esa escena se han pintado tablas, se han compuesto cuadros y
se ha hecho mucha literatura épica.
De esas afirmaciones gratuitas, de esos hechos fantásticos y de esas
invenciones literarias y pictóricas ha resultado una caricatura grotesca.
Precisamente la que más ha circulado entre la gente sencilla, expuesta a
carecer de informaciones adecuadas.
¡Santo Domingo martillo de herejes, inquisidor, arengador de
soldados...!
¡Qué versión más alejada de la realidad histórica y del temperamento
y conducta del dulcísimo santo!
No fue duro con los herejes. Fue piadoso y blando.
Sí, contribuyó con todas sus fuerzas a la refutación de los errores
cátaros, antes, mientras y después de la cruzada. Pero predicando la verdad
de la Iglesia, dialogando y debatiendo dialécticamente con los albigenses.
Desde que salió de Osma para Dinamarca, en 1205, hasta el final de
su vida, centró todos sus afanes en la difusión del Evangelio, en la
conversión de los pecadores y en la recuperación de los cátaros. Y con tal
celo, que parecía una antorcha ardiendo, quemándose y consumiéndose:
“Ardebat quasi fácula pro zelo pereuntium”.
Llama de luz y de lumbre, pero lumbre y luz de caridad, para evitar
que el error hiciese estragos en el alma del equivocado y desgarros en la
ortodoxia de la Iglesia.
152
No usó otras armas que las de la palabra de Dios y las de los
razonamientos filosóficos y teológicos. Con ellas deshizo muchas
argumentaciones sofísticas de los cátaros.
Ese sentido tienen las afirmaciones de sus contemporáneos, testigos
en el proceso de su canonización, cuando dicen cosas como éstas que no
todos han sabido interpretar:
“Fue fustigador y argüidor tenaz de los herejes” (maestro A. de
Campranano).
“Fue debelador infatigable de la herejía” (maestro B. de Bauelanis).
Que los cátaros le temían y rehuían contender con él en los debates lo
declararon la mayor parte de los llamados a testificar cuando se instruyó la
causa de su elevación a los altares.
De la entraña del Evangelio sacó su padre y maestro San Agustín la
maravillosa consigna de “aversión al pecado y amor al pecador”. De ella
hizo norma de conducta nuestro santo toda su vida, pero más
acusadamente durante su campaña misionera entre los albigenses.
Rezaba por los herejes con tanta vehemencia, que en ocasiones se
entendían sus palabras desde lejos.
Se acercaba a ellos para convertirlos. Si lo lograba, los ponía a
cubierto de recaídas, como lo prueba la fundación de la residencia de
Prulla.
El, tan despreocupado para los asuntos de dinero y bienes de fortuna,
que había abandonado su rico patrimonio familiar para vivir en estrecha
pobreza, se desveló para que las matronas y doncellas rescatadas de la
herejía no careciesen ni de techo ni de pan, y hasta para que contasen con
una base decorosa de sustentación.
Ni a ellas ni a ninguno de los muchos redimidos por él del catarismo,
ni antes ni después de la redención, trató con dureza. Al contrario: los
buscó con amor de caridad, y a unos aceptó como donados y auxiliares de
la Santa Predicación, a otros, tras de reconciliarlos con la Iglesia, los
visitaba después para perfeccionar la obra de su conversión y dispensarles
la protección espiritual y material que les hiciera falta.
A los que no logró convertir dejó que siguieran su camino, en uso de
su libertad, pero por ellos era por quienes principalmente rezaba en sus
noches de oración.
No fundó la Inquisición:

153
Con carácter diocesano, mucho antes de que el santo naciera, existía
en algunas partes, entre otras en él Languedoc, una especie de
preinquisición.
Con carácter pontificio y como Inquisición propiamente tal, es decir,
como tribunal encargado de oficio de instruir procedimientos y juzgar
asuntos de fe, comenzó a existir diez años después de haber muerto Santo
Domingo.
No ejerció de inquisidor:
Imposible que desempeñara un oficio que en su tiempo no existía.
Pero tampoco actuó nunca ni como juez ni como miembro de
aquellos jurados preinquisitoriales diocesanos del Languedoc.
Por desconocimiento de las realidades, puede que algunos hayan
confundido su ministerio de legado pontificio con el de presidente de un
tribunal que entiende y sentencia sobre una causa previamente instruida.
En la Iglesia, en tiempos de nuestro santo, había una disciplina
sacramental. En ella se determinaba que, cuando un hereje o un infiel se
convertían, antes de ser recibidos oficialmente como miembros del pueblo
de Dios, tenían que hacer abjuración de sus anteriores doctrinas. Y si se
trataba de un apóstata, a la abjuración de errores había que añadir la
reconciliación, con constancia en el fuero externo, y la extensión de una
credencial que sirviera al reconciliado de justificante de haber sido
readmitido en el seno de la Iglesia.
La reconciliación se hacía a tenor de unas normas prescritas por las
leyes canónicas, que a nadie, ni siquiera a los legados, estaba permitido
modificar.
No todos los sacerdotes tenían facultades para ejercer como ministros
de esta reconciliación, sino sólo aquellos a quienes la Sede Apostólica las
hubiese conferido. Como tampoco, actualmente, todos los confesores
pueden absolver de algunos pecados, que se llaman reservados, porque la
absolución de los mismos se reserva a quienes hayan obtenido especiales
atribuciones delegadas del superior jerárquico que los reservó.
La reconciliación, en el caso concreto de los albigenses, exigía que el
ministro que actuaba en ella se cerciorara previamente de la sinceridad del
presunto converso. Todo esto llevaba sus trámites.
Efectuada la reconciliación, el sacerdote que había actuado como
ministro o testigo oficial de la misma levantaba acta del hecho y extendía
en favor del reconciliado un documento en el que se hacía constar que el
154
beneficiario había cumplido todos los requisitos, entre ellos el de la
penitencia que en el acto conciliatorio se le había impuesto. La cantidad y
calidad de esa penitencia estaban también señaladas en las normas
disciplinares; no se dejaban a la libre decisión del ministro reconciliante.
Cuando el cumplimiento de la penitencia llevaba mucho tiempo, hasta que
no se hubiese satisfecho del todo no podía extenderse en favor del
reconciliado la credencial de rehabilitación. Y para que ésta hiciese fe en el
fuero externo, tenía que estar firmada por el ministro y sellada con su
sello.
Santo Domingo, en calidad de legado pontificio, tuvo desde el
principio facultades para reconciliar albigenses. Reconcilió a muchos, y
firmó muchas actas y extendió muchos documentos, y los firmó y estampó
en ellos su sello de uso exclusivamente personal. Quien llame a esto
ejercer de inquisidor incurre en error de conceptos y en abuso de palabras.
No estuvo en la batalla de Muret arengando a las tropas cruzadas a
las puertas de la muralla.
Esta acción bélica ocurrió el 12 de septiembre de 1213.
Desde febrero de ese año, y hasta muy avanzado el siguiente,
permaneció en Carcasona supliendo a su obispo Guy de Vaux-Cernai en la
administración pastoral de la diócesis.
Las cosas ocurrieron así:
En 1212 fueron depuestos varios prelados, entre ellos el de
Carcasona, Bernardo de Roquefueille, sustituido por el abad Cernai.
Posesionado de su sede el nuevo obispo, encomendó a fray Domingo
la dirección de una campaña evangelizadora en la ciudad. Más aún: Tenía
el prelado que ausentarse por un plazo largo. Necesitaba que alguien
supliera sus funciones administrativas diocesanas durante todo el tiempo
que él había de permanecer fuera, en el norte de Francia. Sabía que el
maestro había regido durante varios años, como vicario, la diócesis de
Osma. Conocía que su nombre se barajaba constantemente para proveer
diferentes sillas episcopales. Aquel mismo año le habían ofrecido las
mitras de Cousserans, Cominges y Béziers. Sabía igualmente que no sólo
las había recusado, sino que rechazaría cuantas le ofrecieran, y que
recientemente había dicho al arzobispo de Auch que, si seguían hablándole
de prelaturas, abandonaría el país. Por su hermano de hábito el abad de
Boulbonne, conocía Guy de Vaux-Cernai la razón de aquella resistencia
sistemática a que lo hiciesen obispo: aparte de su humildad y refractarismo
a cualquier cosa que supusiese honor, el maestro estaba persuadido de que
155
era voluntad de nuestro Señor que se consagrase de por vida al ejercicio de
la evangelización y, en aquella coyuntura concreta, a consolidar la obra
que había puesto en marcha en Prulla en torno a la Santa Predicación35.
Entendió Guy de Vaux-Cernai que, puesto que el maestro fray
Domingo iba a estar durante varios meses predicando en su diócesis de
Carcasona, y era varón tan prudente y experimentado, y conocía el oficio
de vicario por haberlo desempeñado en Castilla, a nadie mejor que a él
podía encomendar que le supliese en sus funciones pastorales durante su
prolongada ausencia.
Ni nuestro santo ni ninguno de su equipo de Prulla intervinieron
como predicadores de la cruzada militar en ningún momento de la misma.
Durante los cuatro años que duró permanecieron dedicados a lo suyo; y lo
suyo era predicar de otra manera.
Pedro de Vaux-Cernai, testigo y cronista del asedio de Muret y
sobrino de Guy, el obispo de Carcasona, al relatar en su Historia dbigensis
los sucesos de la batalla, hizo constar que, durante el sitio, los prelados,
abades y monjes que animaban a los soldados se refugiaron en la iglesia
principal para pedir a Dios la victoria, y que oraban con tanto vocerío, que,
más que oraciones, sus clamores semejaban alaridos.
Casi lo mismo dice otro cronista, Guillermo de Puy-Laurens.
Entre las varias copias antiguas que se conocen de la Historia
albigensis de Cernai, sólo en una, de transcripción tardía, alguien interpoló
el texto auténtico incluyendo el nombre de Domingo entre el de los
prelados, abades y monjes36.
Existe una cronología bastante perfecta de las acciones de la cruzada,
y otra, paralela, relativa a las actividades y lugares por donde anduvo
Santo Domingo en esos cuatro años. Comparándolas, se ve claramente
que, durante la guerra, el santo predicó sin cesar, pero siempre en ciudades
y villas apartadas de los escenarios de las batallas.
En 1209, la contienda transcurrió en Béziers y Carcasona. Santo
Domingo actuó en Prulla y sus alrededores.
En 1210 se luchó en Fanjeaux y Montreal. Fray Domingo predicó
todo ese año en Tolosa y poblados adyacentes.
En 1211 y 1212, los conflictos entre Raimundo y Montfort ocurrieron
en campos próximos a Tolosa y en la capital del condado, cuando ya
35
P. PETITOT, o.c., p.226.
36
Cf. VICAIRE, o.c. p.269 nota 54.
156
nuestro santo había salido de allí para ejercer su ministerio desde Prulla en
Fanjeaux y Montreal, por donde la guerra ya había pasado.
En 1213, cuando ocurrió lo de Muret, nuestro misionero estaba
trabajando en la diócesis de Carcasona y rigiendo como vicario episcopal
sus destinos.
De la amistad que el maestro mantuvo con Simón de Montfort se ha
hecho un argumento indirecto en favor de su presunta participación en la
cruzada militar.
La amistad existió, y se inició en 1210, a raíz de la toma de Fanjeaux,
Carcasona y Montreal. Antes de ese año no se conocían.
Cuando el caudillo de los cruzados se apoderó de esas plazas,
encomendó su custodia a unos legionarios, gente aventurera, sin
escrúpulos y rapaz. Prulla quedaba en medio de aquella zona. Por su
poblado pasaban constantemente las patrullas.
Fray Domingo, en evitación de que los soldados invadieran el
monasterio y molestaran a las monjas, que ya en aquel tiempo como
monjas vivían y por tales eran tenidas, visitó al generalísimo en ocasión en
que éste se hallaba de paso en Fanjeaux y le rogó que tomara medidas
precautorias.
Quedó Montfort impresionado por la presencia y conversación de
aquel santo, de quien sin duda ya había oído hablar desde su llegada al sur
de Francia, el año de antes.
El resultado de la entrevista fue muy positivo: Simón mandó publicar
un bando exigiendo a su gente respeto a la Santa Predicación y a las
religiosas. Más, él mismo quedó prendado de las virtudes del visitante y
del objetivo de su obra, que asumió bajo su protección. A partir de
entonces hizo frecuentes donaciones a Prulla y consiguió que otros nobles
de su amistad también las hicieran.
En 1211, su esposa Petronila dio a luz en Montreal. El conde tuvo
empeño en que fuese fray Domingo quien bautizara a la recién nacida.
En 1214 se casó en Carcasona el primogénito de Simón y Petronila,
Amaury, con la hija del delfín de Francia. No sólo porque, a la sazón,
Domingo estuviese al frente de la diócesis como vicario episcopal, sino
sobre todo por la devoción que el conde le profesaba, le rogó que oficiara
en el matrimonio de su hijo.

157
Cuando Domingo estableció en Tolosa la célula primera de su orden,
Simón de Montfort, al alimón con el obispo Fulco, la apoyó
decididamente.
Pero esta amistad no supuso en Santo Domingo enfeudamiento
criteriológico alguno con el conde. Buena prueba de esto dio en 1217,
cuando, con corrección, pero con firmeza, hizo saber, tanto a él como al
obispo Fulco, que agradecía cuanto le habían ayudado uno y otro para
echar a andar su obra, pero que no admitiría que trataran de imponerle sus
ideas acerca de cómo debería organizarla.
Escribe Vicaire: “Ni un solo documento nos permite creer que
Domingo colaborase de ninguna manera en la cruzada; en cambio, hay
muchos que dan a entender que se mantuvo al margen de ella”37.
Afirma el padre Petitot: “Cuanto más se examina la conducta de
Santo Domingo durante la cruzada, más claro se ve que fue intención suya
bien decidida apartarse lo menos posible de su ministerio de predicación
en la región de Prulla”38.
El padre Carro, escudriñador a fondo en la historia del santo
patriarca, dejó escrito: “Pese a cuanto se haya repetido rutinariamente,
Santo Domingo no intervino para nada ni de ninguna manera en la cruzada
militar, de la que fue no más que un espectador ocasional y forzoso”39.

37
O.c., p. 242.
38
O.c., p. 224.
39
O.c., p. 341.
158
Capítulo III

ETAPA ECUMÉNICA (1214 - 1221)

“O lumen Ecclesiae!”:
¡Oh luz de la Iglesia!

Fundador.—La Orden de Predicadores


“Dies natalis”.

1. FUNDADOR

Una vez terminada la guerra, Simón, el caudillo victorioso, dedicó


gran atención a la reorganización política y religiosa de las tierras
conquistadas.
De acuerdo con los contenidos del negotium fidei, se erigió en señor
feudal del Languedoc.
En lo espiritual proscribió el catarismo y trató de restaurar la
ortodoxia.
Con vistas a planear una campaña de saneamiento moral del sur de
Francia y de acuerdo con el cardenal don Pedro de Benevento, enviado por
el papa como plenipotenciario suyo para la pacificación del país, convocó
un sínodo regional, que debería inaugurarse el 8 de enero de 1215 en
Montpellier.
El maestro Domingo entendió que ni la victoria de las armas ni el
bando pregonado por los alguaciles de Montfort en todos los pueblos del
condado, que prohibía la herejía, bastarían para acabar con ella. El
catarismo continuaría agazapado en la clandestinidad de no pocas familias
y en la intimidad de muchas conciencias.
La idea de emprender una campaña de evangelización era buena. Su
equipo de la Santa Predicación, formado por doce o catorce miembros

159
dispuestos a seguir trabajando, tenía por delante un gran quehacer
misionero.
¿Ofrecería a Simón sus servicios y los de sus compañeros?
No fue menester. El conde y el cardenal legado recurrieron a él
rogándole que acudiera al sínodo y se encargase de la ponencia relativa a
la catequización del Languedoc.
Cuando llegó a Prulla, tras de la clausura del concilio regional,
comunicó a los suyos que don Pedro de Benevento y el obispo Fulco le
habían encomendado la tarea de evangelizar todo el territorio de la
vastísima diócesis de Tolosa, y que había aceptado.
La misión, les dijo, era ardua y delicada. A las dificultades inherentes
a toda tarea apostólica se unían las circunstanciales, derivadas de la guerra
recientemente concluida. Tendrían que actuar en poblaciones materialmen-
te derruidas, económicamente arruinadas, políticamente inquietas, aunque
en la superficie parecieran pacificadas; y moverse entre gentes que
padecían hambre y se habían quedado sin nada, expuestas a dejarse llevar
fácilmente por tentaciones de robo y rapiña; y tratar con vencedores
triunfalistas y con vencidos humillados, que a ellos, por ser predicadores
de la doctrina de la Iglesia les dedicarían parte del mismo odio que sentían
hacia las fuerzas que en nombre del catolicismo los vencieron y pusieron
fuera de la legalidad social.
La campaña que iban a emprender duraría años, porque la diócesis
tolosana era tan extensa, que en el sínodo se había hablado de la
conveniencia de dividirla en cinco, seis o siete obispados.
El maestro insistió mucho en que deberían realizar este nuevo trabajo
misional con plena dedicación y gran sentido de responsabilidad,
manteniéndose alejados de cualquier connotación política que pudiera
comprometer, aunque fuese levemente, la eficacia de su apostolado. Y les
dio estas consignas: fidelidad doctrinal, paciencia y fortaleza, austeridad
de vida, mucha oración personal, prudencia y tacto exquisitos en cuanto
dijeren u obraren, y, sobre todo, mucha caridad con todos, pero
especialmente con los que estuviesen padeciendo las consecuencias de la
derrota.
Alguien sugirió la conveniencia de desembarazarse de la obra
femenina de Prulla. Si aquellas mujeres que vivían como monjas, que
tenían iglesia, casa, organización monacal y rentas suficientes para vivir
pasasen al Císter, en cuyo espíritu habían sido formadas, la Santa
Predicación podría establecerse en las viviendas que tenían en Fanjeaux, y
160
ellos, libres de esos cuidados, consagrarse plenamente a cumplir el
compromiso adquirido de misionar el territorio diocesano de Tolosa.
La idea fue muy bien acogida por todos los miembros del equipo.
Se hicieron gestiones en varias abadías para llevarla a cabo. Sin éxito.
Todos los abades respondieron lo mismo: En el capítulo general celebrado
en Citeaux en 1213, bajo la presidencia de don Arnaldo, se había tomado
el acuerdo de no incorporar a la orden ningún monasterio femenino más.
Tenían ya muchos. Los monjes sacerdotes eran muy pocos en cada
comunidad. Apenas podían atender los oficios a ellos reservados, tanto en
sus propias abadías como en las de las religiosas de cada circunscripción.
Tampoco las monjas de Prulla dieron facilidades. No se negaban a
hacerse jurídicamente cistercienses, pero ponían una condición inviable:
Que su padre y protector fray Domingo profesara las reglas del Císter y
continuara el frente del monasterio.
A la vista de los resultados, el maestro decidió dividir
provisionalmente el equipo: que Noel, Vidal y Guillermo Claret siguieran
en Prulla como capellanes del santuario y de las religiosas; él y los demás
se instalarían en las casas que tenían en Fanjeaux. En una de ellas se
establecería de nuevo el domicilio social de la Santa Predicación.
Simón de Montfort asignó a estas casas reabiertas las rentas que
había hecho suyas en el burgo de Casseneuil40.
Pero a aquel monasterio de mujeres había que darle una solución:
siquiera la de que sus moradoras pudiesen valerse por sí mismas.
Años antes, fray Domingo, por medio de ventas, compras y canjes,
había logrado una relativa concentración del patrimonio. No obstante,
seguía disperso, con propiedades en diferentes sitios, procedentes de
donaciones posteriores. Minifundios tan múltiples y alejados entre sí com-
plicaban mucho su administración.
Los biógrafos nos presentan al santo en estos primeros meses de 1215
protagonizando tres tipos de actividades: predicando en Fanjeaux,
Montreal, Carcasona y pueblos aledaños; realizando abundantes hechos
milagrosos: curaciones de enfermos, liberaciones de posesos, obtención de
lluvias en temporadas de sequía, desecación instantánea de terrenos
inundados, éxtasis, levitaciones y profecías; y actuando como corredor de
fincas y agente de concentraciones parcelarias en favor del monasterio de
Prulla.

40
Cf. VICAIRE. O.c., p. 268.
161
***
Durante el mes de febrero y parte de marzo de 1215, la Santa
Predicación dio misiones en la zona de Fanjeaux, Carcasona y Montreal.
Seguidamente el equipo se trasladó a Tolosa para iniciar sus trabajos
apostólicos en la ciudad.
Fulco les comunicó que, a causa de los expolios hechos por los
cátaros y la guerra, no disponía de casas donde alojarlos.
Los misioneros, repartidos en binas o ternas, resolvieron este
problema como pudieron. Cuando querían reunirse para tratar cosas de
ellos y de la organización del trabajo, lo hacían al aire libre, en algún sitio
tranquilo, o en la sacristía de alguna iglesia.
En estas reuniones se lamentaban de no disponer de una vivienda
capaz para hacer un poco de vida común y cambiar impresiones sobre el
ministerio que estaban realizando y recibir de su maestro orientaciones
teóricas y prácticas. En Tolosa tenían tela cortada para largo. Convenía
buscar un local adecuado para trasladar a él, siquiera provisionalmente,
mientras hubieran de residir en la capital del condado, el centro oficial de
la Santa Predicación.
Dios vino en su ayuda.
En abril de 1215, dos nobles tolosanos, sacerdotes, Tomás y Pedro de
Seila, solicitaron ser recibidos en el grupo.
El segundo de ellos ofreció a fray Domingo tres casas señoriales. En
una de ellas, muy amplia, con dos plantas y fachada de piedra al Camino
Real, junto a la puerta de Narbona, de orilla, amueblada y provista de
ropas y enseres domésticos, se alojaron los misioneros.
La incorporación de dos nuevos miembros al equipo y la donación de
las casas significaron para el maestro mucho más que un episodio
coyuntural y que la solución del problema de vivienda.
Desde hacía tiempo entendía que Dios le hablaba con un lenguaje de
hechos.
En sus noches de oración ante los sagrarios, desde que andaba por
Francia como misionero, con frecuencia se le ponía ante su mente el
panorama de la Iglesia al modo de una carta geográfica rellena de
señalizaciones en la periferia, pero con una oquedad sombría en el centro.

162
¿Cómo era posible, se preguntaba, que en trece siglos no hubiera
surgido una institución de individuos consagrados al Señor y
profesionalmente dedicados a difundir su palabra divina?
Jesucristo fue redentor no sólo durante las tres horas de agonía en la
cruz. Lo fue a lo largo de toda su vida, y muy especialmente en los años
que dedicó a la evangelización, y continuaba siéndolo a través de su
magisterio.
Cuando decidió comenzar su ministerio público, reclutó varios
discípulos, uno a uno, diciendo a cada cual: Sígueme. Luego los adoctrinó
y quiso que fueran testigos de cuanto decía y obraba. Por último, cuando
ya había ocurrido toda la epopeya de su sacrificio y su autenticidad
garantizada por el milagro estupendo de su resurrección, antes de ascender
al cielo, los reunió y les dijo: “Id por todo el mundo y enseñad a todas las
gentes cuanto yo a vosotros os he enseñado”. Al conferirles el carisma del
apostolado, Jesucristo dejó las cosas claras: les daba esa comisión y
encargo, no para que esas gentes de todo el mundo tuviesen materia de
conversación comentando episodios ocurridos en Palestina en tiempos de
Herodes y de Pilatos, ni para que aumentasen su cultura, sino para que se
incorporasen al Pueblo de Dios, a la Iglesia, para que ajustasen su vida
temporal a unos programas que iban a llamarse evangélicos, y lograsen
con ese ajuste paz y bienestar para ellos y para todos durante su
peregrinación terrena y, tras de ella, la salvación eterna.
“Yo he venido al mundo para esto: para que tengáis vida y vida más
abundante”, certificó de sí mismo y de su misión el Redentor.
Dijo a sus apóstoles: “Vosotros seréis testigos y continuadores de mi
obra. Para eso os he elegido”.
Pero no sólo a aquellos doce había hecho ese encargo.
Desde hacía más de mil años continuaba repitiendo el mismo
Sígueme. ¡Cuántos y cuántos habían respondido con un sí a la invitación!
Los que le siguieron, desde los primeros tiempos del cristianismo,
habían fundado en la Iglesia, y nutrido, instituciones de diferentes signos:
eremíticas, monacales, canonicales, castrenses, hospitalarias,
peregrinantes, penitenciales...
Había órdenes religiosas constituidas para redención de cautivos,
defensa de caminantes, asistencia de enfermos y hasta para dar sepultura a
los muertos. Pero, por más que fray Domingo miraba y remiraba, no
encontraba nada organizado para redimir esclavos de la ignorancia,
enmendar errores y difundir la verdad.
163
Generación tras generación, obispos, sacerdotes, religiosos, a lo largo
de cientos y cientos de años, venían transmitiéndose unos a otros las
palabras del Salvador: “Predicad a todas las gentes”.
No era bastante recordar el mandato y transmitirse la consigna, como
corredores de una marcha atlética que, al ser relevados, entregaran el
testigo al que ocupara su puerto. No. El mandato había que cumplirlo.
Los concilios insistían en la necesidad de dar a conocer el Evangelio.
De él habían sacado los Santos Padres riquísimos veneros de
doctrina, que yacía inoperante en escritos que nadie leía compuestos por
ellos a costa de mucho trabajo mental y material.
Subsistía el cristianismo como un movimiento, como una manera
peculiar de entender la vida frente a otros movimientos y a otros estilos de
concebir lo religioso; pero los cristianos de la calle, en general, y la
mayoría de los miembros del clero alto, mediano y bajo, carecían de
formación doctrinal.
Ni para proporcionarla era suficiente que unos centenares de obispos,
cada cierto número de años, visitasen las parroquias de sus diócesis y
dejasen a los curas de ellas un puñado de ordenaciones, casi todas de
carácter administrativo; ni que algunos cabildos tuvieran encargado a uno
de sus canónigos enseñar a los aspirantes a clérigos y sacerdotes los ritos
necesarios para la válida realización de los sacramentos; ni que en tiempos
de herejías saliesen de sus monasterios, de mejor o peor gana, grupos de
monjes a refutar errores, si ellos mismos, a menudo, no distinguían lo
erróneo de lo verdadero.
Con más claridad cada vez, en sus noches de oración, fray Domingo
entendía que Jesucristo le invitaba a que llenara aquella laguna hueca y le
mostraba que los anteriores jalones de su vida habían sido dispuestos por
la Providencia de manera que desembocaran en esa conclusión; Para él era
evidente que Gumiel, Palencia, Osma y los viajes a Dinamarca, y el
recalamiento impensado en Roma, fueron eslabones ordenados en la
cadena que empalmaban directamente con la argolla de su llegada a
Francia como misionero entre los albigenses, y que esta misión, a su vez,
empalmaba con otras anillas. Porque, cuando parecía que, al ser proscritos
los cátaros en el Languedoc, su equipo debería ser disuelto, luces y hechos
le demostraban que el equipo seguía siendo necesario.
Ni el catarismo había terminado, ni los errores e ignorancias
desaparecido, ni ésa era la única herejía ni la sola lacra que teñía de negro
el panorama de la Iglesia.
164
Por otra parte, le habían confiado quienes podían hacerlo la
evangelización del condado de Tolosa en el sínodo de Montpellier. Sus
compañeros querían seguir a su lado en el ministerio y para el ministerio
de la predicación. El número de misioneros voluntarios se incrementaba.
Ellos mismos le hablaban de organizarse. Al carecer de marco adecuado
para hacerlo, surge la casa de Pedro de Seila.
No le cabía duda de que Dios, por medio de impresiones interiores y
anécdotas externas, le estaba dando a entender lo que de él quería y
esperaba: que fundase una orden de apóstoles profesionalmente dedicados
a difundir la palabra del Evangelio, a cumplir el mandato del Señor: “Id
por el mundo y predicad y enseñad lo que yo he predicado y enseñado”.
¡Cuántas veces había comentado con los suyos, mientras se
mantenían alejados de la guerra, que lo que el sur de Francia y el mundo
necesitaban, más que aquella cruzada de soldados destruyendo vidas y
provocando derramamientos de sangre y lágrimas, era otra cruzada de
apóstoles de la verdad llevando luz y paz a las almas!
En Fanjeaux, en Prulla, de nuevo en Fanjeaux y ahora en Tolosa,
repetidamente habían conversado sobre este tema y hasta esbozado
proyectos y trazado líneas esquemáticas sobre la obra, si la obra se
fundaba.
Él tenía en su mente algunas ideas fundamentales acerca de lo que
esa orden nueva, tan necesaria, debería ser: Más que monjes, sus
miembros, todos sacerdotes, serían clérigos organizados al estilo de los
canónigos regulares, con un régimen de vida y unas instituciones
cuidadosamente planificadas para el mejor resultado de la finalidad
principal: la difusión de la palabra de Dios entre las gentes por medio de la
predicación y la enseñanza de la verdad teológica.
Como religiosos, forjarían su espíritu, a través de los votos y de las
observancias tradicionales, en un ambiente doméstico y comunitario de
oración, recogimiento y desasimiento del mundo. En la contemplación y
en el estudio llenarían sus corazones de caridad y sus inteligencias de luz.
Sólo así podrían salir bien pertrechados de sus clausuras al encuentro de
ese mundo para continuar en él, por el apostolado, la obra redentora de
Cristo.
No podrían ser buenos apóstoles si no se preocupaban de ser ellos
mismos santos. Ni la santidad de sus vidas sería asequible sin fidelidad a la
gracia y sin perseverancia en los compromisos adquiridos en la profesión.

165
Cuando el maestro hablaba de estas cosas, sus discípulos le oían
entusiasmados y le instaban para que se llevara a la práctica cuanto antes
todo aquello, y le apremiaban para que concretara más; para que delineara,
aunque fuese en borrador, esquemas más detallados acerca del estilo de las
comunidades y de las observancias, y de la regla y del hábito; y hasta para
que eligiera la fecha en que todo debería convertirse en realidad y para que
llamara a los de Prulla a Tolosa a fin de iniciar en seguida la fundación.
Fray Domingo accedía a sus requerimientos:
¿Regla? ¿Qué les parecía la de San Agustín? Por ser la que él y los
otros dos venidos de Osma habían profesado en aquel cabildo, a ella
habían venido conformando su vida, en sus relaciones más o menos
comunitarias, todos los miembros de la Santa Predicación en Fanjeaux y
en Prulla. Y si iban a ser canónigos regulares, ésa era la que seguían casi
todas las órdenes de ese tipo.
¿Hábito? Podía ser el canonical, el que llevaban él y Miguel de Ucero
y Domingo de Segovia, y los premonstratenses y casi todas las
corporaciones de canónigos: túnica blanca con ceñidor de cuero, capa
negra y calzado cerrado, también negro. Pero sin la sobrepelliz y sin la
casaca, especie de cogulla corta, remedo de la más amplia que llevaban los
monjes. Estas dos prendas resultaban poco prácticas para ellos, obligados
por su ministerio a hacer mucha vida de calle. La sobrepelliz podría ser
sustituida por el escapulario que usaban muchos religiosos como símbolo
de servidumbre divina.
Aclaró el maestro que, en la antigüedad, los siervos llevaban sobre
sus espaldas una prenda de tela como señal de que pertenecían a un amo.
Se llamaba a la prenda scapularis, en romance, escapulario, de scapulae,
nombre latino de las espaldas.
Todos estuvieron de acuerdo en que su hábito sería el canonical
modificado: la casaca o cogulla breve adoptaría el estilo de una capilla o
esclavina cerrada; la sobrepelliz sería sustituida por el escapulario, y la
totalidad de la vestimenta exterior estaría constituida por túnica (con
ceñidor de cuero), escapulario y capilla de color blanco; capa y otra capilla
con capucha, de color negro, y calzado abotinado sobre medias o calzas
blancas.
¿Comunidades? De comienzo, una; y establecida en la casa que
ocupaban. Los de Prulla regresarían a Prulla mientras la obra que allí tenía
la Santa Predicación necesitase de ellos. Pero todos formarían el mismo
cabildo regular. Si, andando el tiempo, la orden crecía, se abrirían nuevas
166
casas, que se llamarían conventos, en lugar de monasterios, pues ellos no
iban a ser monjes. Pero todos y cada uno de los conventos que en lo
sucesivo se fundasen, aunque tuviesen su autonomía en algunos aspectos,
constituirían células del único organismo total: la orden.
¿Y cómo había de llamarse la tal orden?
Bromeó fray Domingo: La criatura aún no es nacida. No podemos,
pues, bautizarla.
Pero ellos, como individuos, cuando la institución se fundara, se
llamarían canónigos regulares según la regla del padre San Agustín.
¿Fecha para comenzar?
Barajaron algunas, a corto plazo. No se determinó nada. Advirtió el
maestro que antes debería hablar del asunto con el obispo Fulco. Luego
encargaría a las recogidas de Arnaud-Bernard que confeccionaran los
hábitos, y cuando todo estuviese a punto, avisaría a los de Prulla.
En un albergue que se llamaba hospicio de Arnaud-Bernard y que la
abadía de San Sernín le proporcionara, había recogido fray Domingo,
como años antes hiciera en Prulla, a un grupo de jóvenes tolosanas
convertidas de la herejía.
Cuidaba espiritualmente de ellas; pero como el edificio estaba en
buenas condiciones y disponía de rentas propias, no necesitó atender a su
subsistencia material.
El maestro expuso a Fulco su proyecto de convertir la institución de
la Santa Predicación en entidad religiosa permanente.
El prelado aprobó la idea con entusiasmo.
Las mujeres de Arnaud-Bernard confeccionaron los hábitos de los
futuros canónigos.
Vinieron los de Prulla.
No había iglesia en la casa de Pedro de Seila, pero sí un salón amplio
en la planta baja que fue convertido en sala capitular.
En su testero habilitaron un estrado presidido por un crucifijo de gran
tamaño.
A una de las paredes laterales, en lugar cercano al estrado, adosaron
un altar, y sobre él colocaron una imagen de Nuestra Señora.
En aquella sala, durante tres días dedicados a la oración y reflexión,
habló el padre repetidas veces a los de su equipo.
Fueron jornadas de intensa preparación espiritual.
167
Una tarde, finalizadas las vísperas, el maestro Domingo subió al
estrado.
Todos de rodillas, profundamente emocionados, entonaron las
estrofas del Veni, Creator Spiritus. Luego se alzaron.
El padre bendijo los hábitos, tal como estaban, doblados, sobre la
mesa del altar de la Santísima Virgen.
A continuación, glosó brevemente el texto del apóstol San Pablo que
dice: “Despojaos del hombre viejo; renovaos en vuestra alma y vestíos del
hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad” (Ef 4,22-24).
Meditando estas palabras, cada uno asumió su túnica, su ceñidor, su
escapulario y capilla, su capa negra y su otra capilla.
Ya vestidos, se prosternaron, tendidos en tierra, la cara contra el
suelo, ante la imagen de María Santísima, orando en impresionante
silencio.
Se levantaron y volvieron junto al estrado, porque iban a profesar.
Primero lo hizo el maestro. De rodillas y con la mano derecha
extendida sobre los pergaminos de la regla, dijo: “Yo, fray Domingo de
Guzmán, hago profesión a Dios y a la Bienaventurada Virgen María, según
la regla del bienaventurado padre San Agustín y las instituciones de esta
orden, y prometo obediencia a los prelados de ella hasta la muerte”.
Se sentó luego en un sitial, tomó en sus manos la regla, y ante él
fueron desfilando, uno a uno, todos los demás, repitiendo la fórmula con
estas variantes: “Yo, fray… hago profesión a Dios, y a la Bienaventurada
Virgen María, y a ti, fray Domingo de Guzmán, según la regla del
bienaventurado padre San Agustín y las instituciones de esta orden, y
prometo que seré obediente a ti, maestro fray Domingo, y a tus sucesores,
hasta la muerte”.
Cuando por orden de edad hubieron profesado todos, el que ya era
padre fundador, de pie, entonó el Tedéum, que fue cantado devotamente
por la recién nacida comunidad.
Después abrazó uno a uno a sus hijos, que también se abrazaron entre
sí con el alma llena de alegría y los ojos húmedos de emoción.
Ya eran hermanos, y hermanos se llamarían en adelante: fray
Domingo de Guzmán, fray Miguel de Ucero, fray Domingo de Segovia,
fray Vidal, fray Guillermo Claret, fray Noel, fray Esteban, fray Tomás, fray
Pedro de Seila... Los nombres de éstos constan; pero los historiadores

168
suponen, con fundamento, que los primeros religiosos fueron doce o
catorce.
Del alma española y del corazón castellano de un hombre
predestinado por Dios nació, en la casa tolosana de Seila, una tarde de
abril de 1215, la primera orden formal y específicamente apostólica que
hubo en la Iglesia.
Unos días después, el obispo Fulco aprobó la fundación. Se conoce el
documento. En él llamó predicadores a los nuevos religiosos.
La curia romana, en la bula de confirmación, los llamó también así.
Según los cálculos humanos, fue pura coincidencia. Acaso en esto hubiera
una intervención especial de la providencia de nuestro Señor. En todo
caso, la coincidencia estuvo justificada. El nombre, dialécticamente, era
justo, porque res denominantur a potiori: las cosas deben denominarse de
acuerdo con sus más hondas esencialidades. Puesto que la orden había
nacido para la predicación, Orden de Predicadores debería llamarse. Y así
se llamó definitivamente.
Fue la primera de la larga serie de instituciones apostólicas que,
andando el tiempo, habían de surgir en el seno de la Iglesia. Casi todos los
institutos religiosos que desde el siglo XIII hasta nuestros días se han
fundado han discurrido por el camino del apostolado que Santo Domingo
de Guzmán abrió.
San Gregorio Magno, San Jerónimo, San Agustín, San Pedro
Damiano, San Anselmo, Alcuino, Rabano Mauro, y más claramente el
abad Joaquín de Fiore, pronosticaron la aparición futura de Ordenes de
Predicadores, cuyos miembros, a imitación de Jesucristo y de los
apóstoles, anunciarían en el mundo el Evangelio. La fundada por Santo
Domingo fue la pionera. Merecidamente ostenta, en exclusiva y
oficialmente, el nombre que de alguna manera podrían llevar también
todas las demás que siguieron sus pasos.
Fray Noel y fray Guillermo regresaron a Prulla.
Los demás quedaron en Tolosa.
Todos eran ya sacerdotes, pero no todos tenían la alta preparación
doctrinal que el fundador quería para sus canónigos. Ni él podía dedicar su
tiempo a proporcionársela; era menester proseguir, con los mejor
preparados, la tarea de la evangelización de la diócesis tolosana.

169
Había a la sazón en la ciudad un profesor eminente, recién llegado de
Inglaterra, a instancias del obispo, para organizar en la capital del condado
un centro superior de ciencias sagradas: el maestro Alejandro Stavensby.
A él encomendó el fundador la formación teológica de los seis
religiosos que, a su juicio, necesitaban enriquecer sus conocimientos.
***
Inocencio III había convocado un concilio ecuménico que debería
celebrarse en Roma en noviembre de aquel año, 1215, y que haría el
número cuatro entre los de Letrán.
Requería el papa el concurso de los padres conciliares para buscar
solución a determinados problemas que la Iglesia tenía planteados, y, entre
ellos, estos tres: Organización política del sur de Francia, promoción de la
predicación y revisión de movimientos religiosos.
Las cosas en el mediodía francés, después de la cruzada, seguían
revueltas: había surgido un conflicto serio entre los nobles que lucharon
más o menos abiertamente a favor de los cátaros y el conde Simón de
Montfort.
Pretendía éste erigirse en soberano de las plazas y tierras
conquistadas en la guerra religiosa. Casi todo el clero del condado de
Tolosa apoyaba su pretensión.
Los nobles vencidos habían apelado al papa y alegado que, si habían
combatido contra Montfort, no fue por atacar a la Iglesia, cuya causa
representaba el conde, ni por favorecer a los herejes, sino en defensa de
sus propios territorios contra las pretensiones anexionistas del caudillo de
la cruzada.
El pontífice no se atrevía a tomar decisiones personales en una
cuestión como ésta, claramente política. Porque si fallaba el pleito a favor
de los nobles vencidos, se vulneraban las cláusulas del negotium fidei y se
corría el riesgo de que la Iglesia de Francia, mayoritariamente entusiasta
de Simón, se desgajara de Roma. Había que evitar el cisma. Si accedía a
las pretensiones del caudillo victorioso, legítimas desde el punto de vista
del negotium, la ortodoxia en el Languedoc quedaba garantizada. Donde
gobernara el conde, ni el catarismo ni ninguna otra herejía levantarían
cabeza. Pero podrían surgir otros conflictos serios. Montfort era duro,
soberbio, autoritario, intransigente, capaz de enfrentarse con Roma y de no
consentir, dentro de sus Estados, intervención alguna del papa, no sólo en
lo temporal, sino incluso en lo espiritual.
170
Desde hacía años pululaban por doquier individuos que, sin misión
canónica alguna y al margen de la jerarquía, predicaban doctrinas raras,
sembrando confusión entre los fieles. Se decían depositarios de
determinados carismas.
Así habían surgido y proliferado, entre otros, los valdenses, los
humillados, los pobres de Lyón y los cátaros.
De diversas partes de Europa llegaban a la curia romana peticiones de
que se llevaran a rajatabla las costumbres recibidas en materia de
predicación y enseñanza: que el ejercicio de estas funciones siguiera
reservado en exclusiva a los obispos.
Algunos de éstos acusaban al papa de condescendiente. Se quejaban
de que, habiendo ellos excomulgado a ciertos grupos de predicadores
itinerantes, como los humillados, luego el propio Inocencio III les había
permitido proseguir desempeñando ese ministerio.
No pocos de esos predicadores espontáneos iban más lejos: se
organizaban al modo de los religiosos, formaban institutos y establecían
comunidades donde les parecía, sin consentimiento de la autoridad
diocesana. Habíase comprobado en varias ocasiones que algunos de sus
miembros, y a veces todos los integrantes del grupo, eran aventureros,
picaros, tunantes, que para vivir sin trabajar, a costa de las limosnas de los
fieles y con perjuicio de los verdaderos pobres, que veían sus socorros
mermados, habían simulado su auténtica condición de maleantes bajo un
hábito de religión. No era infrecuente que, incluso bandoleros huidos de
prisiones y galeras o responsables de muy graves crímenes, para burlar a la
justicia que los buscaba, se vistiesen de sayal y, al amparo de apariencias
eremíticas o monásticas, continuasen su carrera de fechorías.
Muchos obispos pedían a Roma mayor vigilancia en esta materia, y
solicitaban que en adelante no se permitiese la fundación de ningún
instituto religioso nuevo.
En 1215, Fulco, el prelado de Tolosa, era ya anciano. Tenía en su
haber grandes virtudes morales, celo apostólico, costumbres piadosas y
buena cultura humanística. Carecía, no obstante, como tantos otros jerarcas
de su época, de formación teológica.
El canon 11 del Lateranense IV no anduvo con eufemismos al
referirse a estas deficiencias: hizo constar con todas las letras el mal
gravísimo que suponía para la Iglesia el hecho de que muchos obispos no
podían predicar en sus propias diócesis porque ellos mismos desconocían
hasta los rudimentos de la doctrina cristiana.
171
El de Tolosa no podía ser contado entre estos tan indocumentados,
pero tampoco poseía preparación suficiente en teología como para saber
qué terreno pisaba.
Procedía de una noble familia marsellesa. En su juventud fue
trovador de fama. Estuvo casado. En 1196, él, su esposa y sus dos únicos
hijos decidieron consagrarse a Dios, los cuatro al mismo tiempo y de
forma parecida. Lo hicieron. El marido y los hijos ingresaron en la abadía
de Thoronet; la esposa y madre, en otro monasterio de monjas
cistercienses.
En 1201 Fulco fue nombrado abad de la comunidad a la que
pertenecía, y en 1205, obispo de Tolosa.
Verdadero hombre de Dios y humilde, reconocía sus propias
limitaciones en el terreno doctrinal. De ahí su empeño en llevar a su
diócesis como predicador y consejero al maestro Domingo, el teólogo más
autorizado en el sur de Francia, y su decisión de que le acompañara, en
calidad de perito y asesor, al Concilio IV de Letrán, en el que iban a
ventilarse asuntos que tan de cerca afectaban al obispado de Tolosa.
El conflicto entre Simón y los nobles era típicamente tolosano.
En su diócesis, y con su consentimiento, acababa de fundarse una
nueva orden religiosa, precisamente proyectada hacia los dos ministerios
que se cuestionaban: la predicación y la enseñanza de las ciencias
sagradas. Nadie mejor que el propio fundador para informar de todo esto al
papa y para defender en la asamblea la obra comenzada si los padres
conciliares se oponían a ella.
También a fray Domingo le convenía este viaje a Roma.
Quería conseguir del pontífice que confirmara su fundación para que
pudiera extenderse fuera de la diócesis tolosana, y que ratificara con su
autoridad unas donaciones hechas por Simón de Montfort a su comunidad
y a las monjas de Prulla. Porque podría ocurrir que, si triunfaban los
contrincantes del caudillo en el pleito que entre sí tenían, declararan nulos
los otorgamientos hechos por Simón y sus partidarios en favor de aquellas
obras pías.
En octubre de aquel año, 1215, ya estaban Fulco y fray Domingo en
Roma y en presencia del papa.
Inocencio III recibió al fundador con muy paternal afecto.
Se acordaba de él perfectamente. Incluso estaba al tanto de sus cosas.
Por el cardenal Pedro de Benevento conocía su perseverancia desde 1206
172
en la obra misionera, lo de la Santa Predicación, sus ponencias en el
sínodo de Montpellier y la fundación de su comunidad de Tolosa. Se
alegró mucho de verle y de que hubiera venido al concilio, y hasta le
manifestó que esperaba un buen resultado de sus intervenciones en el aula
de Letrán a favor de la predicación y de la enseñanza religiosa.
Por su parte, el fundador habló confiadamente con el papa sobre su
nueva orden. De momento, fuera de la finalidad principal, cosa que ya
estaba establemente decidida, todo lo demás era provisional. Estaban
viviendo en una casa sin iglesia. Deseaban tener templo propio y edificar
convento al lado. Entonces todo iría mejor: la celebración de los oficios
litúrgicos, la predicación en la iglesia... Tenían donaciones para esto, pero
inseguras si Roma no las sancionaba. Le habló de sus aspiraciones
universalistas para el establecimiento y apostolado de sus religiosos.
El pontífice escuchaba y pensaba:
Cuando, en 1206, la campaña misionera en el Languedoc se hundía,
surgió oportunamente aquel varón evangélico, la salvó y sostuvo.
En las vísperas del concilio que trataba de poner remedio a la
ignorancia religiosa de los cristianos y de gran parte del clero, reaparecía el
mismo instrumento del Señor brindando una solución espléndida al más
grave de los males que la Iglesia padecía.
Manus tua haec... Digitus tuus hic, decía para sus adentros, hablando
con el Omnipotente... Aquí está tu mano, y éste es tu dedo, ¡oh Dios
providencial!
Puso el papa al fundador en contacto con el cardenal Hugolino, su
más importante colaborador.
En reuniones posteriores habidas entre los tres, a alguna de las cuales
fue también convocado Fulco, quedó acordado:
Que en la curia se despacharan bulas confirmatorias de las
donaciones recibidas por la comunidad de fray Domingo y la de Prulla.
Que el prelado de Tolosa diera al fundador, a perpetuidad, la iglesia
de San Román, con las casas y solares anejos, para que pudiese edificar
convento acomodado a los fines de la fundación.
Que, cuando terminara el concilio, a la vista de sus resultados, se
estudiaría la manera de sacar adelante la nueva orden, con carácter de
universalidad.
La primera sesión conciliar se celebró el 11 de noviembre. En la
última, el 30 del mismo mes, se promulgaron los cánones.
173
Tres de ellos, el 10, el 11 y el 13, afectaban a la fundación del
maestro fray Domingo.
Se hacía constar en el 10 que la predicación era un ministerio
reservado a los obispos, con facultades para delegar el ejercicio de la
misma en individuos idóneos.
En el 11 se establecía lo mismo respecto de la enseñanza religiosa:
era de competencia personal de los prelados impartirla en sus diócesis,
pero con atribuciones para encomendar ese oficio a maestros competentes.
El 13 decía literalmente así: “Para evitar que la excesiva variedad de
sociedades religiosas produzca confusión en la Iglesia, prohibimos
firmemente, a quienquiera que sea, fundar en lo sucesivo ningún instituto
nuevo. El que desee entrar en religión, que lo haga en alguna de las ór-
denes ya aprobadas; el que en adelante quiera fundar una casa religiosa,
que tome asimismo la regla y la institución de una orden ya existente”.
Este canon prohibía nuevas fundaciones a partir del 30 de noviembre
de 1215. En consecuencia, no cerraba el paso a la del maestro fray
Domingo, que estaba ya erigida y diocesanamente aprobada desde hacía
siete meses.
Tampoco los otros cánones desautorizaban su proyección a la
predicación y a la enseñanza religiosa superior, siempre que los obispos
quisieran utilizar sus servicios en sus respectivas diócesis.
Puesto que el fundador había manifestado al pontífice y a Hugolino
que los estatutos por los que a la sazón se regía la nueva orden eran
provisionales, Inocencio y el cardenal le propusieron que, pasado algún
tiempo, cuando tuvieran instituciones definitivamente adoptadas y estu-
viesen ya establecidos en el nuevo convento que pensaban edificar junto a
San Román, volviese a Roma con un esquema de la línea fundacional que
sirviese de base a la redacción de la bula de confirmación, que se podía
conceder sin extorsionar lo más mínimo ni la letra ni el espíritu del
concilio. Puesto que el papa era obispo de todos los obispos, con
jurisdicción directa e inmediata sobre todas las diócesis de la cristiandad,
con facultades para delegar en el fundador y en sus religiosos los oficios
de la enseñanza y de la predicación, él, Inocencio III, de una vez para
siempre, haría esa delegación, de manera que la orden pudiera ejercer su
ministerio en toda la tierra.
Según el relato de Jordán, las cosas ocurrieron así de sencillamente.
Pero a los hagiógrafos posteriores les pareció esto demasiado soso y
decidieron por su cuenta echar al asunto un buen puñado de sal.
174
Constantino de Orvieto incluso lo adobó con salsas de
sensacionalidad. Según él, Inocencio III respondió a las pretensiones del
fundador con un “no” rotundo. Ya había muchas órdenes en la Iglesia.
¿Qué falta hacía una más? Además, lo prohibía el concilio. A cada
insistencia del santo seguía una negativa papal, cada vez más desabrida.
Pero he aquí que una noche el vicario de Cristo tuvo un sueño: la basílica
de Letrán se cuarteaba, se inclinaba peligrosamente y estaba a punto de
desplomarse. De pronto, de un recoveco cualquiera, salió un frailecillo
vestido de blanco y negro, se arrimó a los muros, metió el hombro, empujó
con fuerza, y más y más, hasta que el templo recuperó el aplomo. ¡Qué
milagroso contrafuerte surgido a tiempo! ¡Anda! ¡Si el frailecillo era el
castellano aquel que le venía importunando con la idea de la nueva fun-
dación!
Despertó el papa; pensó primero si aquella pesadilla pudiera tener
algún significado, pero luego dio de lado a su preocupación.
Unas noches más tarde tuvo otro sueño: Nuestro Señor, con rostro
severo y una lanza en la mano se disponía a destruir el mundo, convertido
en sentina de pecados. La Virgen María se presentó a tiempo de impedirlo:
detuvo el brazo de su Hijo, le pidió un momento de espera e hizo
comparecer a un religioso de hábito blanco y dijo a Jesucristo: No
destruyas nada, que éste y los de su orden llevarán a los hombres al buen
camino y con su ministerio apostólico lavarán el rostro de la creación.
El papa reconoció al religioso: era el mismo visto por él en el sueño
anterior devolviendo el aplomo a la basílica de Letrán.
Esta vez, al despertar, Inocencio III se dio por enterado. Llamó al
español y le autorizó para que fundara su religión.
¿De dónde sacó Constantino de Orvieto todo esto?
Del mismo sitio de donde lo sacaron los franciscanos para colocar a
San Francisco en el centro de estos mismos episodios. Más adelante, los
partidarios de una y otra orden llegaron a un acuerdo: Habrían sido los dos,
Santo Domingo y San Francisco, los vistos por el papa, juntos, sosteniendo
la basílica lateranense para que no se cayera y los presentados por la
Santísima Virgen a su Hijo cuando detuvo su brazo y le impidió que
alanceara al mundo.
En la Edad Media no se concebía que la vida de los santos pudiera
discurrir por procedimientos normales. Cualquier episodio relacionado con
ellos tenía que conectar por algún lado con circunstancias sobrenaturales.

175
***
En julio de 1216, el nuevo convento de San Román estaba en
condiciones de ser habitado. A él se trasladó la comunidad de canónigos
desde la casa de Pedro de Seila.
El 28 de agosto siguiente, el fundador dio el hábito a varios que se
habían incorporado mientras el convento se edificaba; entre otros, a fray
Suero Gómez, a fray Manés y a fray Pedro de Madrid, los tres españoles; a
fray Bertrán de Garriga y a fray Juan de Navarra, franceses, aunque el
segundo tenía ascendencia hispánica; y a fray Lorenzo, que era inglés.
La alegría de aquella fiesta familiar se nubló con una noticia triste.
Aquella misma tarde la trajo al convento el obispo Fulco. Un correo
llegado de Roma le había hecho saber que el 16 de julio anterior había
muerto Inocencio III y que seguidamente fue nombrado para sucederle,
con el nombre de Honorio III, un cardenal muy anciano, llamado Cencio
Savelli, y que éste conservaba en la curia como asesor del pontificado a
Hugolino.
Los religiosos se consternaron.
¿Qué ocurriría con la orden?
Ya tenía fray Domingo confeccionado el esquema que pensaba llevar
a Roma a fines de año para presentarlo al papa y obtener la confirmación
de su instituto.
El fundador había requerido la colaboración de todos los religiosos, y
todos se habían mostrado de acuerdo con una serie de puntos que
configuraban suficientemente la fisonomía de la orden.
Serían canónigos regulares.
Se había adoptado definitivamente la regla de San Agustín, que sirvió
de norma para la profesión del primer equipo.
Las instituciones fundamentales de carácter interno se habían
inspirado en las de los premonstratenses, sin perjuicio de que, sobre la
marcha, se modificaran o complementaran con otras que la experiencia
fuese aconsejando.
Se reafirmaban en el propósito inicial de que la orden se dedicara al
estudio y a la investigación teológica como medio para hacer de los
religiosos ministros eficaces de la predicación y de la enseñanza de las
ciencias sagradas.

176
Se deseaba la autorización del papa para establecer conventos
similares al de San Román de Tolosa en cualquier parte del mundo.
Las nuevas comunidades que se fundaran gozarían de cierta
autonomía, pero todas ellas formarían una unidad, de modo que, aunque
los canónigos se afiliasen, de entrada, a un cabildo concreto, el de la casa
de su profesión, no habría ni voto ni compromiso de estabilidad respecto
de él, sino disponibilidad plena para ejercer el ministerio donde las
rectorías máximas de la orden determinasen.
La capitalidad de la obra quedaba vinculada, provisionalmente, al
único convento existente, el de San Román (la casa de Prulla era una
residencia filial), pero con posibilidad de trasladarla a alguna otra
fundación de las que en el futuro se hicieran si así conviniere a la marcha
de la institución.
Fray Domingo tranquilizó a sus religiosos.
Había muerto el papa. Los designios del Señor deberían ser acogidos
con fe y confianza.
La idea de fundar la orden no fue suya, aunque le llamaran fundador.
Ni de ellos, que con fervor la habían acogido. Ni del pontífice fallecido,
que la había patrocinado. La idea fue de Dios. Dios ni había muerto ni
cambiado de opinión.
Rezaron por el alma de Inocencio III.
En el ánimo de todos renació la esperanza.
***
El 20 de noviembre de 1216, el maestro fray Domingo tuvo su
primera entrevista con el nuevo papa.
Honorio III quedó prendado de aquel religioso castellano tan docto,
tan de Dios y tan entregado al servicio de las almas.
El esquema de su fundación le pareció admirable.
Por supuesto que bendecía la obra y la hacía suya y la apoyaría con
todas las fuerzas que el supremo pontificado había puesto en sus manos.
Eso fue lo que el nuevo vicario de Cristo dijo al fundador.
El 8 de febrero de 1217 salió nuestro santo de Roma para Francia.
Llevaba consigo tres bulas: Una, fechada el 22 de diciembre anterior, en la
que se autorizaba la erección de conventos y el ejercicio del ministerio a
sus religiosos en cualquier parte de la cristiandad. Otra que eximía a la
orden y a sus individuos de las jurisdicciones diocesanas y declaraba al
177
instituto y a sus miembros vinculados directa, inmediata y exclusivamente
a la Sede Apostólica. Y otra que autorizaba la adscripción de los religiosos,
en cuanto canónigos, no al cabildo o convento particular en que
profesaran, como era preceptivo para los otros institutos de canónigos
regulares, sino a la orden en cuanto tal, como unidad de rango superior.
En la curia dejó el fundador un grupo de amigos muy importantes:
Entre otros, y además del cardenal Hugolino, que ya lo era desde
1215, a Guillermo de Montferrato, que dos años más tarde ingresaría en la
familia dominicana; a Guillermo de Piemonté y, por encima de todos los
protocolos, al mismísimo Honorio III, que quedó cautivado por la sabi-
duría, prudencia, distinción, sencillez, afabilidad y santidad del padre de
los predicadores.
***
Gozoso fue el reencuentro con sus religiosos después de cuatro o
cinco meses de ausencia. Y más cuando conocieron las excelentes noticias
que les traía.
También ellos le reservaban una sorpresa. Las obras del convento
estaban terminadas.
El fundador recorrió una a una las dependencias de la casa: el templo
había sido totalmente restaurado. En el hemiciclo reservado para coro
habían instalado una hermosa sillería. Detenidamente visitó los claustros
bajo y alto, la sacristía, el capítulo, la biblioteca, el refectorio, la cocina, la
sala de recreaciones y reuniones de la comunidad, los locutorios públicos
junto a la portería, la escalera principal que conducía a las galerías altas
donde estaban las celdas...
¡Qué diferente todo aquello de la casa de Pedro de Seila, amplia para
una familia, pero estrecha para convento en estado de desarrollo!
Lo encontraba todo bien hecho. Se alegraba de la alegría de sus
religiosos. No obstante, les hizo saber que, a su juicio, se habían excedido;
que encontraba la construcción demasiado suntuosa para quienes habían
profesado pobreza; que las celdas, aunque él las quería suficientemente
capaces para que quien las habitara pudiera estudiar y dormir en ellas, le
parecían demasiado grandes; que acaso conviniera reducirlas un poco y
despojarlas de espacios superfluos, para que quedaran más sencillas y aus-
teras.

178
En otro orden de cosas halló fray Domingo que la ciudad estaba más
revuelta que cuando él salió de allí camino de Roma.
Esto le produjo cierta preocupación. Era muy intuitivo. Lo mismo
que con perspicacia de hábil dialéctico entreveía las conclusiones
encerradas en las premisas de los silogismos, advertía las consecuencias
derivables de determinados acontecimientos.
El concilio se había pronunciado a favor de Montfort. Pero preveía
que Montfort no llegaría a rey del sur de Francia ni sería conde del
Languedoc por mucho tiempo. Raimundo VI de Tolosa andaba
concertando alianzas con Felipe Augusto y con los nobles de Aragón. El
arzobispo de Narbona, que tras la destitución de Berenguer lo era don
Arnaldo Amaury, reclutaba tropas en favor de Raimundo para lanzarlas
contra Simón, de quien el belicoso prelado, desde que acabara la cruzada,
era enemigo abierto. La guerra estallaría en cualquier momento. Montfort
era temerario, desafiaba el peligro. Decían sus soldados que siempre
caminaba a la cabeza de ellos. Sus contrarios, aunque fuese a pedradas,
tirarían a darle, y alguna vez atinarían.
Dice Jordán que, por ese tiempo, el maestro fray Domingo tuvo un
sueño. Durante él vio cómo un árbol robusto se venía abajo y de entre sus
ramas salían huyendo bandadas de pájaros; y que entendió que el árbol
simbolizaba a Simón, soporte de muchas instituciones políticas y
eclesiales, representadas en aquel sueño por las bandadas de pájaros; y que
moriría pronto de muerte violenta.
Sueño, presentimiento o intuición, algo de eso hubo.
El fundador se acordaba de que, en 1211, cuando la cruzada, todo el
clero que había en Tolosa tuvo que salir de allí por orden superior y que la
ciudad permaneció en entredicho eclesiástico casi cuatro años.
Aquello podría repetirse. El no debía dejar su obra a merced de esa
posible contingencia. Puesto que la orden era ya potencialmente universal,
decidió sacar a sus religiosos de Tolosa y alojarlos provisionalmente en
Prulla para luego enviarlos a promover nuevas fundaciones. Le interesaba
establecer cuanto antes una en París, para que en su universidad se
graduasen algunos de los actuales y muchos de los futuros. Quería abrir
también conventos en España y en Italia.
Expuso su plan a la comunidad. Sentían dejar aquella casa de San
Román, apenas estrenada, y separarse unos de otros; pero lo encontraban
tan acertado, que lo aceptaron sin reservas de ninguna clase.

179
En una reunión familiar se procedió a la formación de cuatro equipos.
A España irían fray Miguel de Ucero, fray Domingo de Segovia, fray
Pedro de Madrid y fray Suero Gómez, a las órdenes de éste. A París, fray
Mateo de Francia como presidente del grupo, y fray Manés, fray Miguel de
Fabra, fray Bertrán de Garriga, fray Lorenzo el inglés y fray Juan de
Navarra. Fray Vidal, fray Noel y fray Guillermo Claret permanecerían en
Prulla. En Tolosa podrían continuar todos los tolosanos, que eran varios;
conocemos los nombres de tres: Fray Guillermo Raimundo, que quedó al
frente del equipo; fray Tomás y fray Pedro de Seila. En caso de disturbios,
por ser del país, correrían menos riesgos que los extranjeros.
El, con algunos otros, seguiría predicando por Francia e Italia, a
donde se trasladaría no tardando, para promover dos fundaciones que
interesaban mucho: una en Bolonia, ciudad universitaria, en la que habría
que procurarse cuanto antes un convento por las mismas razones que en
París; y otra en Roma, capital del mundo cristiano.
Les propuso el fundador que entre ellos eligieran a uno que los
representara y a quien pudieran recurrir tanto los responsables de grupo
como los demás en caso de necesidad. No es que él tratara de
desentenderse del gobierno de la orden; es que estaría frecuentemente en
paradero desconocido, por motivos de su ministerio, aunque procuraría
mantener, dentro de lo posible, contactos con cada uno de los grupos.
Deliberaron los religiosos y dieron sus votos al representante del
equipo de París, fray Mateo de Francia, acordando que llevase el título de
abad de San Román de Tolosa, porque, aunque la comunidad se dispersase,
cada religioso seguiría perteneciendo, como canónigo, al único cabildo que
a la sazón había, que era el de San Román.
Ante el cariz que los acontecimientos tomaban en la capital del
condado, en julio se trasladaron a Prulla todos, a excepción de los
tolosanos. Previamente fray Domingo comunicó su decisión al obispo
Fulco y a Simón de Montfort. No era obligado que lo hiciera, pero lo creyó
correcto, puesto que uno y otro se habían mostrado generosos con la orden.
El conde, autoritario, no acogió bien la idea; incluso arrastró a Fulco
y a otros simpatizantes con la comunidad para hacer desistir al fundador de
su proyecto. Hasta alegaron que la evacuación de San Román suponía
faltar al compromiso adquirido de predicar en el obispado tolosano.
Fray Domingo replicó que no se faltaba a nada, en Tolosa quedaba un
equipo; en Prulla otro. El mismo y algunos religiosos más seguirían
trabajando en el condado. Ni era disparate dispersar a los canónigos, al
180
contrario, puesto que la orden era universal, deberían abrir nuevos centros
de apostolado en beneficio de otras regiones y países.
Como la oposición persistiera, y no en nombre de razones válidas,
sino de personalismos, con asomos de injerencia, el fundador zanjó el
asunto, con corrección, pero con firmeza. La orden no podía permitir, y
éste fue un principio desde entonces mantenido a ultranza en el futuro, que
sus asuntos internos fuesen manipulados por nadie en concreto, y menos
por personas ajenas a ella, cualquiera que fuese su jerarquía o rango. Dijo
el santo a sus oponentes: “Non querades contradecir; yo sé bien lo que
fago”. Palabras textuales. Así lo certificaron después varios de los testigos
que las oyeron en el curso de aquel debate.
Durante un mes, el fundador convivió con sus religiosos en Prulla, en
una especie de cursillo intensivo, preparándolos para la empresa que cada
grupo habría de protagonizar.
De antemano se había señalado la fecha del 15 de agosto para la
dispersión. Al acto de despedida acudieron los de Tolosa.
De mañana se celebró en la iglesia de Santa María, con toda
solemnidad, la misa conventual. Ofició el fundador.
En la homilía comentó las palabras de Jesús a sus apóstoles: “Id por
todo el mundo y dad a conocer el Evangelio a todas las gentes” (Mt 28-19-
20).
Unas horas más tarde, en la portería, los cuatro españoles recibieron,
postrados en tierra, la bendición del padre; luego su abrazo y el de los
demás. Después, franqueando el dintel, emprendieron el camino hacia
España.
A continuación debería repetirse la escena con los de
París. Con ellos habría de marchar el primer religioso no canónigo ni
clérigo que la orden tuvo: un normando, llamado fray Odier. Procedía de
los donados de Prulla. A petición del grupo que comandaba fray Mateo de
Francia, fue admitido para que desempeñara servicios domésticos en la
nueva casa que se proyectaba abrir en la capital de Francia.
Se disponían a recibir la bendición cuando surgió un incidente: allí
mismo, en aquel momento, fray Juan de Navarra dijo que él no saldría de
Prulla a pie y sin dineros; que iban al norte de Francia; y que, en París y en
todas las tierras francesas no tolosanas, las leyes eclesiásticas prohibían a
los canónigos regulares, y ellos lo eran, ese modo de proceder.

181
Así era, en efecto: el canon 11 del sínodo episcopal parisino de 1213
ordenaba que, cuando los canónigos regulares hubieren de hacer viajes, los
superiores de sus cabildos los proveyeran de cabalgaduras y provisiones en
especie o en dinero, así a ellos como a sus acompañantes, porque viajar a
pie o depender de la caridad particular o de la de los albergues para pobres
o peregrinos redundaba en desdoro de la institución.
¿Es que el maestro no conocía aquella ley? Y si la conocía, ¿cómo se
atrevía a traspasarla?
La conocía y no la traspasaba. En las tres primeras bulas obtenidas en
favor de la orden se autorizaba la pobreza de los canónigos predicadores
en casa y fuera de casa, su itinerancia, su trabajo sin contrato laboral, su
exención de las jurisdicciones diocesanas y el derecho a regirse por sus
propias normas en cualquier parte de la cristiandad.
Todo eso recordó el padre a fray Juan de Navarra. Pero, al parecer,
fray Juan no lo veía tan claro como el fundador y los demás. Y persistió en
su negativa.
Hubo que dividir el grupo. Delante marcharon fray Manés, fray
Miguel de Fabra y el converso fray Odier. Los otros saldrían cuando el
renuente mudara de opinión.
Pero no la mudó ni aquel día ni al siguiente. Ni en fechas inmediatas.
Por lo cual fray Domingo ordenó a fray Guillermo Claret, procurador de
Prulla, que diera a fray Juan doce denarios. Sólo así accedió a emprender
el viaje con fray Mateo, fray Lorenzo y fray Bertrán.
Con profunda humildad y arrepentimiento, el mismo fray Juan de
Navarra refirió este episodio infinidad de veces a lo largo de su vida a los
religiosos que no habían conocido al padre fundador, lamentando el
sufrimiento que le causó con su tozuda terquedad.
Los tolosanos regresaron a su convento.
Fray Domingo y algunos más continuaron en Prulla. Desde allí iban a
predicar por diferentes lugares del condado.
A tiempo sacó de San Román a sus canónigos. Unos días después de
la dispersión de agosto, Raimundo VI sublevó a las gentes contra Simón y
se inició una guerra entre ellos.
El 13 de septiembre, Montfort puso cerco a la ciudad de Tolosa.
Dirigía personalmente las operaciones muy cerca de uno de los cubos de la
muralla. Alguien lanzó sobre él, desde las almenas, un enorme bloque de
piedra, bajo el cual quedó aplastado.
182
El sueño, presentimiento o intuición de fray Domingo quedó
confirmado. El árbol robusto había sido abatido, y numerosas instituciones
que en él se apoyaban quedaron sin amparo.
***
A finales de 1217 emprendió el fundador un nuevo viaje a Italia.
Llevó consigo a fray Esteban de Metz.
Se detuvieron en Bolonia y se alojaron en la hospedería española que
para estudiantes y maestros de la Universidad tenían abierta los canónigos
de Roncesvalles.
No le fue difícil iniciar la fundación de un convento de su orden en
aquella ciudad. Varios de los estudiantes y tres maestros residentes en la
hospedería, atraídos por el ideal del nuevo instituto y por las cualidades del
fundador, se unieron a él. Adquirió en las afueras el santuario de la
Mascarella, que además de iglesia tenía una casa amplia aneja.
En menos de un mes, la nueva fundación, tan deseada por él y por
todos, estaba en marcha. Dejó al frente del convento a fray Esteban de
Metz, y él marchó a Roma.
Cuando en agosto procedió a la dispersión de sus religiosos, les hizo
saber que hacia la cuaresma siguiente, la de 1218, él estaría en la Ciudad
Eterna, y que de cada equipo viniese algún representante para informarle
de cómo marchaban las cosas en sus respectivos grupos.
Entre marzo y abril llegaron hasta él los diferentes emisarios.
Primeramente, fray Miguel de Ucero y fray Domingo de Segovia, con
malas noticias.
Los obispos de España a quienes se habían presentado,
sistemáticamente habían rechazado sus ofrecimientos.
Fray Pedro y fray Suero estaban en Madrid alojados en una
residencia que les habían proporcionado unas monjas. Pero no podían
hacer nada: prelados y cabildos de las diferentes poblaciones que habían
visitado, con más o menos cortesía se oponían, no sólo a que fundaran,
sino a que ejercieran ninguna clase de ministerio.
Fray Domingo envió a Bolonia a los recién llegados. Que ayudaran a
fray Esteban en la recién nacida fundación. En el verano pasaría él por la
Mascarella, los recogería y emprenderían juntos viaje hacia Castilla.
Fray Bertrán de Garriga y fray Juan de Navarra, llegados poco
después de los españoles, le dijeron que en París estaban muy mal
183
alojados, sin posibilidades de fundar y ni siquiera de trabajar. El cabildo de
la catedral se oponía resueltamente.
Pero no era esto todo: entre la gente se había corrido la voz de que
eran cátaros, porque procedían del sur de Francia y los veían con tanta
pobreza, y, en consecuencia, los perseguían e insultaban en cuanto salían a
la calle.
Los informes aportados por los de Tolosa eran también negativos: la
ciudad era un avispero, con motines y asonadas constantes entre los
partidarios de Raimundo VI y los de Amaury, el hijo de Montfort. Ellos
tenían que permanecer encerrados en casa.
Dio orden a éstos de que regresaran a San Román y comunicaran a
fray Guillermo Raimundo que, si los conflictos continuaban, que cerraran
el convento y se trasladaran a Lyón y procuraran fundar allí.
A los de París los envió provisionalmente a Bolonia. Informó a
Hugolino y al pontífice de cuanto ocurría. Acaso conviniera disponer de
nuevas bulas para los obispos de España y para los cabildos y Universidad
de París.
Se expidieron las bulas. Algunas enérgicas. En ellas el papa hacía
saber que era la misma Sede Apostólica la que quería que aquellos
religiosos predicaran, y enseñaran y fundaran; y mandaba a los obispos
que no osasen oponerse a los deseos del pontífice.
En otra recomendaba al claustro de la Universidad de París que
apoyase la fundación y el ministerio de la nueva orden.
Habló también fray Domingo al papa de sus deseos de tener convento
en Roma. Honorio III acogió la idea con entusiasmo, y le ofreció para
realizarla el complejo de San Sixto y la reanudación de un proyecto que
tuvo Inocencio III, y que había quedado en vía muerta en espera de alguna
coyuntura favorable que permitiese llevarlo a cabo.
Había en la Ciudad Eterna muchos monasterios femeninos en
situación muy precaria. Sus monjas, en general, faltas de espíritu, vagaban
a todas horas por las calles de la ciudad. Para acabar con aquel espectáculo
desedificante, su predecesor se había puesto al habla con los canónigos de
Sempringham, una congregación inglesa que se dedicaba a la dirección
espiritual de las religiosas, y les había ofrecido la antigua basílica de San
Sixto para edificar junto a ella un gran monasterio en el que recoger y reor-
ganizar la vida de todas aquellas giróvagas. A expensas de la Sede
Apostólica se habían comenzado a construir unos pabellones cuyas obras
estaban muy avanzadas: unos para las monjas, y otros para los canónigos
184
que habían de atenderlas. Pero los de Sempringham, tal vez ante lo labo-
rioso de la empresa, renunciaron a hacerse cargo de ella. Si él quisiera
encargarse de esto, además de disponer de inmediato de un buen edificio
para su fundación, con magnífica iglesia basilical, haría un gran servicio a
la Iglesia,
Bastaba que el papa lo quisiera para que fray Domingo aceptara. Y lo
aceptó, y empezó su labor.
¡Dios Santo! ¡Qué complicado era aquello! Visitas y más visitas a los
monasterios. Eran muchos. En algunos había sólo tres o cuatro religiosas,
bastante ancianas. Ni querían cambiar de vida ni sus parientes las dejaban,
porque esperaban que, a la muerte de ellas, serían ellos quienes heredasen
los edificios y sus rentas.
Después de muchas entrevistas y de muchas pláticas, logró interesar
en el proyecto a las de Santa María Transtevere y a las de Santa Bibiana, y
a algunas de otros monasterios.
Al mismo tiempo que trabajaba en esto, predicaba en Roma, dio
cursos de Sagrada Escritura al clero en la iglesia de Letrán, dirigió las
obras materiales de San Sixto, habilitó el pabellón que sería convento de
su orden, reclutó vocaciones, dio el hábito y la profesión a no pocos
religiosos que fue alojando en aquellas dependencias.
Fue también entonces cuando recibió al maestro Reginaldo, profesor
de la Universidad de París y deán de la colegiata de San Aniano de
Orleáns.
En julio de aquel 1218 tuvo que interrumpir todos estos trabajos para
marchar a España con fray Miguel de Ucero y fray Domingo de Segovia.
Desde agosto de ese año hasta mayo de 1219, el fundador estuvo en
su patria desplegando en ella una actividad asombrosa.
A excepción de los dirigentes cátaros, prototipos de contumacia,
todos cuantos le trataron en Palencia, en Osma, en Roma y en Francia,
igual los del estado llano que los nobles, así como los prelados y los papas,
quedaron ganados por las irradiaciones de sinceridad y de virtud que
parecían emanar de su persona.
Hasta las mismas monjas callejeras de la Ciudad Eterna estaban ya en
buen número predispuestas a recogerse en San Sixto y dejarse reformar.
Sin necesidad de apelar a las bulas que en prevención llevaba, con
sola su presencia y conversación, allanó en España las dificultades que
obispos y cabildos oponían a sus religiosos.
185
En septiembre de 1218, los documentos nos lo presentan en
Guadalajara, acompañado de un grupo de novicios que se le habían
incorporado.
En Brihuega, un clérigo llamado Millán le ofreció una casa con rentas
para que fundara.
No aceptó. El emplazamiento no resultaba adecuado para el
apostolado que él quería que su orden realizara.
En cambio, sí fundó en Madrid, a la sazón villa de menor relevancia
que Brihuega. Y fundó, no porque previera que Madrid iba a ser lo que fue
siglos más tarde: la capital de España. Entonces eso era humanamente
imprevisible. Fundó porque fray Pedro tenía adquiridos ciertos
compromisos con un tal Santiago Manés y aceptados unos predios que éste
le había donado en San Julián de Valsadobral, y porque sus religiosos
habían comenzado una labor de reforma espiritual de aquellas monjas que
les habían proporcionado alojamiento. No quería que aquella tarea
comenzada quedase interrumpida.
De todos modos, aquella fundación de Madrid tuvo desde el principio
en su ánimo un carácter provisional.
En 1221, el segundo capítulo general de la orden ordenó la supresión
del convento matritense como convento y la cesión a las monjas vecinas de
cuantas rentas tenía la comunidad, permitiendo que quedaran en los locales
que venían ocupando, pero en calidad de capellanes, algunos religiosos,
hasta que acabaran la obra de reformación de aquellas mujeres que
deseaban vivamente ser cada día más de Dios.
En Navidad de 1218, fray Domingo hizo la fundación de Segovia.
En esa ciudad castellana se erigió el primero de los conventos
españoles, dada la interinidad y provisionalidad del de Madrid.
Separado de El Parral y de La Fuencisla por el río, y formando con
ellos un tríptico de espiritualidad, se yergue, entre la vegetación frondosa
de una ladera, el edificio monumental de Santa Cruz.
Su versión arquitectónica actual es distinta de la que tuvo cuando el
santo lo fundó.
Su destino tampoco es el mismo.
Desde el siglo XIX no ocupan los dominicos ni la iglesia ni el
convento, pese a que Segovia es, como Caleruega, Palencia, Prulla, Tolosa
y Bolonia uno de los lugares santos dominicanos.

186
Sí continúan en poder de la orden un huerto y dos capillas
intercomunicadas que hay a la vera de Santa Cruz, edificadas en recuerdo
del santo.
En la segunda de ellas hay una gruta tabicada.
En el interior de la cueva oraba de noche y de día y hacía penitencias
el fundador.
El huerto, con sus olivos y un calvario y su ambiente recoleto, es un
Getsemany dominicano.
A él acuden los terciarios de Segovia, los de Madrid y los de otras
ciudades, y los dominicos de toda España y muchos de diferentes
nacionalidades, en visitas de oración.
De enero a mayo de 1219, fray Domingo fue caminante de caminos
de su patria, recibiendo novicios, preparando fundaciones y dando
satisfacción legítima a humanísimos anhelos de su corazón.
Contra naturaleza hubiese sido que, al volver a su tierra después de
catorce años en viaje temporal, no hubiera visitado Caleruega, Gumiel,
Osma y Palencia.
En Caleruega recordó su infancia, abrazó a gentes ancianas y a otros
de su edad a quienes de niño había tratado como amigos.
¡Qué cambiados sus antiguos compañeros de juegos! Ya eran
hombres con mucha vida quemada y muchos trabajos a cuestas, y algunos
hasta con hijos casados. También ellos encontraron muy distinto al hijo de
los señores.
Visitó el castillo, transformado en hospital por su hermano.
En Gumiel oró ante el panteón familiar en el que esperaban la
resurrección final los restos de sus padres, de su madre, de Antonio y de su
tío don Gonzalo.
En Osma rezó en la catedral y recordó a su obispo y amigo don Diego
de Acebes, sepultado en una de sus capillas. Y habló con los canónigos,
que lo acogieron con fraternal cariño y enorme respeto.
Se desplazó a San Esteban de Gormaz. ¿Cómo no rendir visita a las
canonesas de San Agustín, a quienes había dirigido espiritualmente cuando
fue capitular? Ya sabían ellas que había venido a Castilla. Lo esperaban. Y
sabían también que había fundado una nueva orden; y habían oído decir
algo de unas monjas de Prulla, en Francia, y de otras de Madrid. También
ellas querían pasarse en bloque a su nueva fundación.

187
El maestro puntualizó: En su orden no había rama femenina. Era
esencialmente un instituto de hombres dedicados a la predicación. En su
esquema ni estaban previstas las mujeres ni, dada la naturaleza de la obra,
había lugar para ellas. Pero si algún día lo hubiera, por supuesto que el
monasterio de Prulla, y el de Madrid, y otro que estaba preparando en
Roma, y el de ellas, ocuparían entre los conventos de predicadores un
puesto de honor. Y si así fuera, ellas podrían trasladarse a Caleruega, insta-
larse en el castillo, que estaba vacío, y hacerse cargo del hospital que allí
fundó su hermano Antonio, y entrar en posesión del señorío, que, a falta de
herederos forzosos, estaba bajo la tutela del rey.
Visitó Palencia. También allí dejó preparada la fundación de lo que
un año después sería el convento de San Pablo.
Hay tradición de que estuvo en otros sitios de Castilla, León y
Galicia.
En algunos lugares se conservan como reliquias cosas suyas o que
habría usado en esos viajes: una túnica de su hábito, una casulla con la que
habría celebrado alguna misa. Por supuesto que esos objetos vienen siendo
venerados por quienes los poseen desde hace muchos años, pero los
críticos no les reconocen autenticidad.
En mayo de 1219 franqueó los Pirineos, de regreso a Francia,
probablemente con conciencia de que a España no volvería nunca más.
Estuvo en Prulla. Mientras él estaba en su patria, había muerto fray
Noel ahogado en el río Blau. Esta pena se compensó con la realidad de
aquella comunidad de canónigos, tan bien organizada bajo la presidencia
de fray Guillermo Claret.
Pasó por Tolosa, que continuaba revuelta. En San Román, al margen
de todos aquellos conflictos políticos de fuera, había muchos religiosos
nuevos y bien formados por fray Pedro de Seila. Fray Guillermo
Raimundo tenía otra comunidad espléndida en Lyón.
Con fray Bertrán de Garriga, del convento de París, que se hallaba de
paso en Tolosa, se dirigió a la capital del reino.
Se detuvieron una noche entera, que pasaron orando, en el santuario
de Rocamador. Desde allí prosiguieron su viaje en compañía de unos
alemanes que regresaban de Compostela. Dice Gerardo de Frachet que
Dios concedió milagrosamente al fundador y a su socio la gracia de en-
tenderse perfectamente con ellos, aunque cada uno hablara en su propia
lengua.

188
Por la puerta de Orleans, fray Domingo y fray Bertrán entraron en
París. Nada más pasar la muralla, su compañero dijo al padre, señalándole
un amplio edificio con iglesia, a la izquierda de la calle: “Ese es nuestro
convento”.
Ya sabía el santo que era amplio y hermoso, y que lo había donado a
la comunidad el maestro Juan de Barastre cuando la Universidad recibió la
bula de Honorio III recomendando a los religiosos. Anteriormente había
servido de hospedería para peregrinos de Santiago y estaba dedicado al
apóstol.
Sólo unos días pudo detenerse allí el padre. Pero los aprovechó bien:
Habló repetidas veces a los religiosos y a los estudiantes y profesores de la
Universidad. Recibió en la orden a algunos de ellos, entre otros a
Guillermo de Montferrato, su amigo de Roma, que acababa de graduarse
en teología, conforme al consejo que el fundador le diera en 1215.
Mantuvo especiales entrevistas con otro maestro en artes sajón
llamado Jordán y dejó convenido su ingreso para unos meses más tarde.
No sabía aquel maestro que muy pocos años después habría de suceder en
el gobierno general de la orden al propio fundador ni que escribiría un
opúsculo sobre él.
Por lo que le dijo fray Mateo de Francia y por lo que durante su
estancia observó, no marchaban las cosas en aquel convento totalmente
ajustadas al esquema fundacional.
La comunidad era numerosa y llena de buena voluntad. Algunas
observancias se llevaban muy bien. Pero había que poner remedio urgente
a algo que iba un tanto desenfocado. La casa se había convertido en una
sucursal de la Universidad, con aulas a las que asistían numerosos
estudiantes seglares junto con los religiosos para oír las lecciones que en
ellas daban los más cualificados profesores de París. Se habían organizado
incluso muy interesantes seminarios de investigación. Todo eso estaba
muy bien y encajaba perfectamente en el esquema de la orden. Lo que no
encajaba era la omisión de todo otro ministerio apostólico y el riesgo que
se corría de que toda aquella estupenda actividad intelectual perdiese su
razón de medio y se convirtiese en fin último. No era culpa de los religio-
sos, sino de las circunstancias; porque el cabildo de Nuestra Señora seguía
impidiendo que los canónigos del de Santiago ejerciesen cualquier clase de
apostolado, no sólo en la ciudad, sino hasta en su propia iglesia.
La pobreza tampoco se llevaba tan evangélicamente como el
fundador quería. Fray Mateo de Francia trataba de justificar la holgura
189
económica del convento: la comunidad era numerosa y dedicada
exclusivamente al estudio; se precisaban rentas abundantes para su
sostenimiento; además, había que pagar con generosidad a los profesores
de la Universidad que venían a dar las clases a casa, sufragar el material
escolar, dotar adecuadamente la biblioteca, y todo esto llevaba un dineral.
Y aunque no estuviesen obligados a cumplir las leyes diocesanas de París
en cuanto al tenor de vida que imponían a los canónigos regulares, de
hecho, debían acatarlas si no querían caer en situaciones enojosas de
impopularidad y excitar todavía más la animadversión que los otros
cabildos de la ciudad sentían hacia ellos.
El fundador procedió a poner en actividad a todos los religiosos que
tenían ya un alto nivel de preparación intelectual. De acuerdo con fray
Mateo, formó varios equipos y los envió a predicar y a fundar en Orleans,
Limoges, Reims, Poitiers, Metz y otras poblaciones de Francia.
A su hermano Manés lo mandó a Madrid para que se hiciera cargo de
la fundación que dejara interinamente en manos de fray Domingo de
Segovia.
Tras de esta segunda dispersión salió para Italia, llevando consigo a
algunos religiosos, entre ellos a fray Guillermo de Montferrato y a un
converso español llamado fray Juan.
Gerardo de Frachet narra varios prodigios realizados por nuestro
santo en este viaje.
He aquí dos cualesquiera, de entre los muchos que relata el
hagiógrafo:
En un pueblo de Borgoña se alojó fray Domingo en casa del párroco.
Un sobrinillo del cura cayó a la calle desde una terraza del piso alto donde
jugaba. Lo recogieron del suelo destrozado, medio muerto. El fundador lo
curó y devolvió enteramente sano a la madre, que era hermana del párroco
y ama de gobierno en la casa parroquial. Para celebrar festivamente el
milagro, la buena mujer organizó una gran comida. Entre los platos que
integraban el menú había uno a base de anguilas.
Al cruzar los Alpes, fray Juan, el converso que le acompañaba,
desfallecía de hambre y cansancio. No llevaban provisión alguna. El padre
oró, y en seguida, allí mismo, a unos metros, entre una mata de hierba,
vieron un pan grande y reciente41.

41
Cf. Vida de los Frailes Predicadores, en Santo Domingo de Guzmán (BAC) c.8 y
12. p.566 y 570.
190
***
En Bolonia, la comunidad presidida por fray Reginaldo había
aumentado.
Ya no vivían en la Mascarella, sino en el nuevo convento de San
Nicolás de las Viñas, ubicado en el extrarradio de la ciudad.
Mientras el fundador andaba por España, habían ingresado
numerosos novicios, casi todos estudiantes y maestros de la Universidad.
Dejada la Mascarella, en seguida de instalarse en el nuevo convento se
produjo una crisis seria: Algunos no podían soportar el rigor de tanta po-
breza y austeridad, tanta oración y penitencia como fray Reginaldo había
introducido en la observancia. Entre los religiosos se hablaba de que se
oían de noche ruidos extraños y de posesiones diabólicas. Varios de ellos,
desalentados, presos del terror y de los nervios, trataban de pasarse al
Císter. Sospechaban que aquella orden nueva en la que habían entrado no
podía tener vida larga.
Ese fue el panorama que el padre halló en el convento de Bolonia
cuando llegó a él en el verano de 1219.
En seguida se hizo cargo de la situación. En aquella casa ni se comía
ni se dormía. Las cosas estaban descentradas, como en París, pero por
corrimiento hacia el polo opuesto. En París se cultivaba un intelectualismo
puro y exclusivo. En Bolonia, un ascetismo riguroso, como si el fin de la
orden fuese la maceración corporal de los individuos. De ahí provenían las
alucinaciones y psicosis colectivas.
Puso inmediatamente remedio: Que se utilizase la despensa, que
existía en el convento nuevo, pero aún no se había estrenado.
A la luz de estos datos deben interpretarse discretamente algunos
casos referidos por los hagiógrafos protagonizados por el fundador,
precisamente en Bolonia y por este tiempo. Refieren que un día, recién
llegado el padre a San Nicolás, estando sentados los religiosos en el come-
dor y bendecida la mesa, cuando creían que no comerían nada por la gran
pobreza y austeridad en que vivían, de pronto, a una señal de fray
Domingo, que presidía, por la puerta principal del refectorio entraron dos
ángeles vestidos como los conversos refitoleros, con delantales blancos
sobre sus escapularios pardinegros, llevando cestos de pan muy bueno,
sirviendo a cada religioso cuanto cada cual quería; luego hicieron lo
mismo con otras viandas y, por último, repartieron fruta.

191
Angeles debieron de parecer a aquellos religiosos famélicos, de
mirada desvanecida, los dos conversos que servían los alimentos que el
fundador había mandado comprar y preparar oportunamente. Pero la
interpretación milagrosa del hecho cundió. En casi todos los refectorios
que hasta el siglo pasado tuvo la orden en España, y lo mismo ocurría en
los conventos del extranjero, había pinturas en las que se reproducía la
comida servida por los ángeles a la comunidad de Bolonia presidida por
Santo Domingo. Sublata causa, tollitur effectus. Esto lo sabía muy bien el
maestro. Si se remueve la causa, desaparece su efecto. En cuanto
comenzaron a funcionar la despensa, la cocina y el refectorio, y los
religiosos pudieron dormir lo necesario, se superó aquella crisis y la vida
en el convento presentó el aspecto de una prometedora primavera. ¡Qué
plantel tan espléndido había en aquella casa! Fray Esteban de Metz y los
primeros de la Mascarella, fray Ricardo, fray Cristián, fray Tancredo, fray
Rodolfo de Faenza, fray Frugerio de Penna, fray Pablo, fray Guala, fray
Buonviso... Y los que entraron después, los maestros fray Moneta, fray
Claro, fray Rolando de Cremona y otros treinta y tantos más.
Otras medidas adoptó el fundador: Que fray Reginaldo marchase en
seguida a París, a llevar parte de la austeridad que allí hacía falta y que en
Bolonia sobraba. Él se quedaría algún tiempo, personalmente, al frente de
San Nicolás, hasta que se hubiese restablecido totalmente el equilibrio.
Que se restableció pronto. En cuanto todo marchó de nuevo debidamente,
dio el hábito a un buen número de novicios, entre ellos a fray Esteban de
España, fray Juan de Salerno, fray Santiago de Monza, fray Robaldo de
Albenga y a los suecos fray Simón y fray Nicolás de Lund.
Entre los más antiguos había varios suficientemente formados para
poder confiarles el ejercicio del ministerio. Con ellos constituyó diferentes
equipos y procedió a la tercera dispersión: los envió a predicar y a fundar
en algunas ciudades de Italia: Bérgamo, Verana, Milán, Piacenza...
En octubre dejó Bolonia y marchó a Viterbo. Allí estaba la corte
pontificia. Le urgía obtener nuevas bulas: unas para avalar a los religiosos
de las nuevas fundaciones francesas e italianas, y otras, para acabar con el
bloqueo que los cabildos de París tenían puesto al convento de Santiago.
Una vez obtenidas, prosiguió su viaje a Roma para dar cima a la operación
de la reforma de las monjas callejeras y la organización de San Sixto.
Ya sabía antes de llegar que el convento masculino que dejó
funcionando junto a la basílica, antes de su marcha a España, estaba lleno.
Los documentos hablan de que a su regreso había en él unos cien

192
religiosos. Ayudado por algunos de ellos, reanudó sus tareas de reforma
cerca de los monasterios femeninos.
Ahora las cosas se le dieron mejor. Varias comunidades estaban
dispuestas a aceptar el traslado a San Sixto y la nueva profesión que se les
ofrecía. Aunque esto planteó un problema nuevo: eran tantas las monjas,
que se hacía preciso evacuar cuanto antes la parte de edificio que ocupaban
sus canónigos, a fin de alojar allí a las religiosas.
Habló de esto con Hugolino y con el papa. Honorio III le donó en el
Aventino la basílica de Santa Sabina y una fortaleza de su propiedad aneja
al templo para que edificara convento. Se edificó a toda prisa, y a él se
trasladaron los de San Sixto, a excepción de unos seis u ocho que quedaron
allí para atender espiritualmente a la comunidad femenina.
Trajo de Prulla ocho o nueve monjas que sirvieran de levadura para
hacer fermentar la masa de aquella otra multitud de religiosas callejeras
que trataba de reformar.
El 25 de abril de 1220, ya estaban instaladas en el nuevo monasterio
la totalidad de las que aceptaban la reforma. En ese día habían de vestir el
nuevo hábito y hacer profesión todas ellas en manos de fray Domingo.
Numeroso público se había congregado en la basílica para asistir a la
ceremonia, que se realizaría en presencia de tres cardenales, varios obispos
y los religiosos de Santa Sabina. Iban a comenzar los actos cuando alguien
entró en la iglesia gritando que a la misma puerta del templo acaba de caer
de un caballo y de morir aplastado el joven Napoleón, sobrino de uno de
los cardenales presentes. Todos salieron a la plaza. Dicen algunos relatos
que el pueblo rogó a fray Domingo que hiciera un milagro, y que el
fundador oró a Dios, se inclinó sobre el difunto y consiguió volverlo a la
vida enteramente recuperado de sus heridas.
Cuando ya era anciana y conventual de Santa Inés de Bolonia, sor
Cecilia, una de las monjas de San Sixto que había presenciado este hecho,
dictó sus “memorias” sobre el santo a una religiosa joven, sor Blanca, para
que las escribiera. En esas “memorias” figura con mucho lujo de detalles
la resurrección de Napoleón, entre otros episodios, algunos muy extraños.
Los críticos suelen recusar la historicidad de casi todo lo dictado por sor
Cecilia a su amanuense. Como varias cosas de las referidas son obje-
tivamente inadmisibles y la edad que tenía la monja cuando las dictó era
muy avanzada, algunos suponen no sólo que le fallaba la memoria, sino
que su mente no estaba ya enteramente lúcida.

193
Sin embargo, este caso de la resurrección del sobrino del cardenal lo
refieren también, aunque con variantes de cierta importancia, Jordán y los
hagiógrafos que en él se inspiraron al escribir sus respectivas leyendas3.
Concluida la operación “San Sixto”, el fundador se retiró a Santa
Sabina para ultimar los preparativos del primer capítulo general de la
orden que debería celebrarse aquel año en Bolonia, durante la semana de
Pentecostés.

2. LA ORDEN DE PREDICADORES

Cuando, en 1215, el maestro Domingo se determinó a fundar una


orden nueva, tenía en su mente unas ideas muy claras acerca de lo que ella
y sus miembros deberían ser, de modo que, si fundaba, lo haría sobre estas
bases: que tanto él como los que se le asociaran serían verdaderos
religiosos, con profesión de pobreza evangélica y consagrados de por vida
en cualquier parte de la cristiandad a la difusión de la verdad teológica.
Más que de masa, el nuevo instituto constaría de individuos responsables,
psicológicamente maduros e intelectualmente bien pertrechados.
Junto a estas condiciones sine quibus non de su esquema intencional,
colocó otras, secundarias pero, a su juicio, importantes para lo que
pretendía: que el estilo de la institución se atemperase más a lo canonical
que a lo monacal; que en la elaboración de las leyes, gobierno, planes de
trabajo y medidas a tomar que afectasen a todos, todos de alguna manera
colaborasen; que los cargos fuesen, en todos los niveles, temporales y que
se proveyesen, no por designación desde la altura, sino por elección desde
la base.
Sobre esos supuestos se hizo la fundación.
Los miembros del primer equipo habían aceptado tanto los puntos de
vista esenciales como los complementarios, propuestos por el fundador.
Roma no puso ningún reparo a ellos cuando procedió a la confirmación.
Después de cinco años de rodaje, ni conventos ni religiosos aislados ha-
bían recusado ninguno de los presupuestos inicialmente adoptados.
Sin embargo, en la visita que acababa de hacer había comprobado
que, en París y en Bolonia, se interpretaban diversamente. De esas dos
comunidades habían salido equipos para fundar en Frauda e Italia. Si a
tiempo no se unificaban criterios, se correría el riesgo de que prosperasen

194
dos maneras diferentes de entender la orden; y acaso tres, porque los de
España podrían desembocar en una tercera interpretación.
Convenía celebrar cuanto antes un capítulo general en el que se
asentasen formalmente las bases a las que en adelante se atuviesen las
trece comunidades existentes y cuantas en el futuro se erigiesen.
En el otoño de 1219, mientras ponía en orden las cosas de San
Nicolás, envió cartas a todos los conventos convocando el capítulo general
para la semana de Pentecostés de 1220. A cada carta acompañaba una
minuta con los asuntos que en él habrían de tratarse y con el encargo de
que todos los religiosos reflexionasen sobre ellos y diesen su opinión a los
representantes de sus respectivas casas, para que éstos trajesen a Bolonia,
donde el capítulo habría de celebrarse, los resultados de las deliberaciones.
En los primeros días de mayo de 1220 comenzaron a llegar a Bolonia
los capitulares. Alegría y animación en San Nicolás al reencontrarse
canónigos de España, Italia y Francia que no se veían desde hacía varios
años y al conocerse los que nunca antes se habían visto.
El domingo de Pentecostés, a primera hora de la mañana, se inauguró
el capítulo con la misa conventual “de Spiritu Sancto”. Tras de ella, la
primera sesión: Sermo ad fratres del fundador. En su alocución resumió la
historia de aquellos cinco años y comentó los puntos que enviara a los
conventos con la carta de convocación. Seguidamente puso la autoridad
que hasta entonces había tenido en manos de los capitulares, pidiendo
perdón por sus fallos. Trataba de enumerarlos públicamente. No le dejaron
acabar: los reunidos lo aclamaron como fundador y padre de la orden. Uno
de ellos, probablemente fray Jordán de Sajonia, tomó la palabra por todos
y dijo: Que aceptaban asumir solidariamente, como capitulares, la suprema
autoridad, en ejercicio de la cual le encomendaban que durante toda su
vida prosiguiera al frente de la fundación con el oficio y cargo de maestro
general.
En largas sesiones de mañana y tarde, durante una semana, se
deliberó sobre el carácter y fin de la orden, sobre los medios en función de
ese fin, sobre las observancias de la vida religiosa, sobre las leyes y
gobierno de la institución y sobre otras muchas cosas más.
En aquel capítulo quedó establecido el código por el que se ha regido
la familia dominicana desde el siglo XIII hasta nuestros días.
En ese código hay elementos tradicionalmente comunes a toda vida
religiosa canónica, como los votos y determinadas observancias regulares,
pero con ciertos matices de originalidad.
195
Por ejemplo: En la fórmula de profesión dominicana no se menciona
más que el voto de obediencia.
Los dominicos también profesan pobreza y castidad, pero
implícitamente, en cuanto leyes concretas de sus constituciones.
En la fórmula de profesión se subraya la obediencia por dos razones:
Porque la obediencia, como enseña Santo Tomás en su Suma Teológica (II-
II q.186 a.8), constituye el fundamento de la vida religiosa, y porque en la
Orden de Predicadores este voto tiene una significación especial: Son los
mismos religiosos quienes hacen sus leyes en los capítulos y quienes
delegan en uno de ellos el ejercicio de la autoridad.
Entre los dominicos, el voto de obedecer, sin menoscabo de sus
esencialidades teológicas, cualifica su sentido con matices sociales y
jurídicos derivados de la peculiaridad de su propia legislación. Es como
una palabra de honor sagrada que el profeso empeña al profesar y man-
tiene durante toda su vida, como si dijera constantemente a su prelado: Te
prometo que acataré esta autoridad que sobre mí te confiero mientras la
ejerzas sin salirte de los límites de las leyes que entre todos hemos hecho.
Si el que manda se extralimita, el dominico no tiene por qué
obedecer; y si obedece, será por otras razones, pero no en virtud del voto
de obediencia. Si el mandato recae sobre cosa acordada —y acordado es
cuanto cae en el ámbito de la regla de San Agustín y de las propias
constituciones—, el dominico tiene una obligación de acatar lo que se le
manda, tanto mayor cuanto que él mismo ha sido quien ha tomado parte en
la elaboración del mandamiento y en la designación del mandador y le ha
otorgado facultades para que a él, precisamente a él, le exija su
cumplimiento.
Desobedecer, en un contexto de esta naturaleza, supondría no sólo un
atentado contra la virtud de la religión y contra la misma justicia, sino
contra la lógica y contra el sentido común.
En materia de observancias, en aquel primer capítulo general se tomó
de la tradición religiosa anterior todo cuanto se estimó válido y útil en
relación con el esquema genuino de la orden; pero con buen sentido se
dejó a un lado cuanto no encajaba en la finalidad y carácter de la nueva
construcción, y con mayor motivo lo que hubiera estorbado, por muy
tradicional que fuese y por muy consagrado que estuviera en la práctica de
los institutos precedentes.
Tres factores totalmente originales, enteramente nuevos en la vida
religiosa y hasta revolucionarios respecto de la praxis tradicional, y con
196
carácter de cardinales, introdujeron los capitulares, por unanimidad, en la
estructura de su orden: el fomento de la personalidad del religioso, la
obligación del estudio constante y la ley de la dispensa. Entiéndase bien:
no la posibilidad de la dispensa, sino la ley de la dispensa.
Desde el primer momento quiso el fundador que sus canónigos
fuesen en la comunidad, no elementos pasivos y gregarios, sino sujetos
responsables, con nombre propio, con categoría individual y con su
correspondiente valor matemático, independientemente del que cobraran al
ser potenciados unos por otros en la convivencia conventual.
El capítulo dejó fuera todo cuanto pudiera contribuir directa o
indirectamente al anonimato o achatamiento del individuo, y asumió
cuantos factores pudiesen favorecer el desarrollo de su personalidad.
Un ejemplo entre otros que pudieran citarse:
En la Edad Media era frecuente que en monasterios y cabildos
conviviesen cien o doscientas personas, o más, acolmenadamente, en
perpetua minoría de edad, siempre juntas, en el coro, en los claustros, en la
huerta, hasta en los dormitorios, que eran salas comunes, con muchas ca-
mas alineadas.
A todas horas del día y de la noche aquellos religiosos estaban
sometidos a perpetua vigilancia mutua y a la del abad.
También entre los predicadores habría actos comunitarios de coro,
capítulo y refección. Fuera de esos tiempos de duración limitada, cada
miembro de la comunidad sería el administrador de su día y de su noche y
podría moverse libremente por el convento, en el que desde su entrada
dispondría de una celda individual para recogerse en ella y, sin vigilancia
ni presencia de nadie, hacer su vida de estudio y de rezos, o distraerse o
descansar.
Desde el principio tuvo el estudio en la orden categoría de
observancia principal.
Así lo quiso el fundador, y así lo determinó el primer capítulo de
Bolonia.
Todos los sentidos y potencias del hombre son importantes. Pero los
dominicos coinciden en atribuir al entendimiento capitalidad sobre las
demás facultades y función especificativa de lo humano.
El objeto formal de la inteligencia es la verdad: la Verdad con
mayúscula, ontológica y suprema, que se identifica con el sor de Dios; y la
verdad con minúscula, también ontológica, pero participada y realizada en
197
todo lo que tenga entidad, por mínima que fuere; y la verdad lógica, que
procede de la captación de las esencias ónticas por el entendimiento.
Esta verdad se consigue por el estudio, por la investigación.
De la verdad, véritas, ha hecho la orden bandera, lema y divisa. Y del
estudio, la tarca principal de los dominicos y su primordial observancia
regular, de manera que todas las demás, ninguna excluida, y todas las leyes
y la forma de gobierno de los conventos, y de las provincias y de la orden,
y todo, absolutamente todo lo que en ella tiene razón de medio, gira y está
entre ellos subordinado al estudio y en torno al estudio como
procedimiento para llegar a la posesión de la verdad que ha de ser transmi-
tida a los demás por el apostolado, y que además constituye uno de los
procedimientos más adecuados para que cada religioso crezca y adquiera
la talla psicológica y espiritual que el fundador pretendía.
Es un dato importante que, en plena Edad Media, en un ambiente
generalizado de incultura y de enmohecimiento de las inteligencias, Santo
Domingo y sus religiosos, con notoria influencia de los del convento de
Santiago de París, hicieran una verdadera revolución en este sentido.
Con razón nuestro santo ha sido llamado el primer ministro de
Instrucción Pública que hubo en Europa.
Determinó aquel capítulo que en todos los conventos se enseñase
teología, no sólo a los religiosos que se preparaban para el ministerio, sino
a cuantos seglares y clérigos de fuera quisieran asistir a las lecciones.
Para que el rendimiento académico fuese mayor, se acordó que las
comunidades se estableciesen en poblaciones importantes y en sitios
tranquilos de ellas, en sus extrarradios.
Un díptico muy antiguo hace constar:
“Bernardus, valles; montes Benedictus amabat.
Oppida Franciscus; célebres Domínicus urbes...”

Quiere decir:
Para sus fundaciones, San Bernardo prefería los valles; San
Benito, los montes; San Francisco, los pueblos pequeños;
Santo Domingo, las ciudades importantes.
Las ciudades, sí; pero al abrigo del ruido, extramuros, en parajes
silenciosos y apacibles.

198
Lo que el cardenal Santiago de Vitry, contemporáneo del fundador,
escribió sobre el convento de San Nicolás, pudo escribirse sobre las demás
casas de la orden en cuanto a la ubicación y plan de vida que en ellas se
hacía: “Existe fuera de la ciudad de Bolonia, y no lejos de ella, una
congregación de canónigos regulares, grata a Dios... Cantan las horas
canónicas en la iglesia... Todos los días escuchan las lecciones de las
Sagradas Escrituras que uno de ellos explica... Todo aquello que con su
diligencia aprenden, lo predican...”42
De la dispensa se hizo una ley.
La prudencia práctica del fundador y de los capitulares quedó
demostrada en las siguientes determinaciones:
“El religioso es considerado hombre maduro. Por eso la orden quiere
que sus constituciones no obliguen a culpa, sino que todos las cumplan con
sentido de responsabilidad, no como siervos bajo la férula del amo, sino
como personas libres movidas por la gracia de Dios”.
“Todos nuestros prelados tienen facultad para dispensar a sus
súbditos y para dispensarse a sí mismos de aquellas leyes y observancias
cuyo cumplimiento, circunstancialmente, pudiera redundar en perjuicio del
estudio, de la predicación o de cualquier servicio a las almas de nuestros
prójimos”.
Todo esto de la dispensa era cosa nueva en la historia de los institutos
religiosos.
Pero aún introdujo el fundador una novedad mayor: la estructuración
democrática de su orden. Algo inaudito y desconocido en aquel tiempo, de
costumbres feudales y de convencimiento de que la autoridad era un
carisma que venía directamente de Dios y se posaba como un carácter
indeleble sobre la cabeza de algunas personas, que quedaban privilegiadas
para que la ejercieran vitaliciamente y la transmitieran a un heredero como
un bien patrimonial de libre disposición.
A estas alturas del siglo XX parece normal la democracia como
sistema de relaciones entre la base y la cúspide de una sociedad cualquiera
y como forma de gobierno de grandes o pequeños grupos humanos.
Muchos creen que se trata de un hallazgo feliz reciente y rinden
tributo de admiración a los guerrilleros de la Revolución francesa, a los
filósofos positivistas y a los políticos liberales, porque suponen que fueron

42
Cf. FRAY JOSÉ MARÍA DE GARGANTA, O.P. Santo Domingo de Guzmán.
Introducción general (BAC, 1947) p.20-21.
199
ellos quienes, a fuerza de guillotina los primeros, de literatura los segundos
y de organizaciones de internacionales y empleo de diferentes violencias
los terceros, lograron implantarla en algunos pueblos.
En el siglo XIII, el español Santo Domingo de Guzmán, sin ruido, sin
forzar nada y con mayor profundidad que la que tiene en las sociedades
tenidas hoy por más avanzadas, introdujo la democracia como sistema de
régimen y de convivencia en su orden. Y navegando contra corriente,
porque era hijo de señores feudales y descendiente de los forjadores de
Castilla, y el ambiente que se aceptaba por todos como cosa normal eso de
allá van leyes do quieren reyes, o papas, o prelados o cualquier otro tipo de
superiores.
También en el siglo XIII, Santo Tomás de Aquino, dominico y
formado intelectualmente por otros dominicos formuló magistralmente los
principios filosóficos de la democracia.
En el siglo XVI, cien años antes de que Locke pusiera en circulación
los postulados de su positivismo, otros dominicos, teólogos y juristas,
lanzaron al ruedo de la doctrina política, en el sentido sano y auténtico que
esta palabra tiene, no en el deteriorado que en la actualidad presenta, las
conclusiones fundamentales, rigurosamente sistematizadas, de la teoría
democrática; y hasta dijeron a los soberanos de su tiempo cosas tan claras
como estas: que nadie nace rey, ni hereda necesariamente coronas, ni tiene
de por sí poder para transmitirlas; ni, mientras las lleva sobre su cabeza, le
pertenecen por ninguna clase de derecho propio, sino que es el pueblo de
cada reino el titular del poder y el que tiene potestad para colocar a alguien
sobre un trono, y para decirle cómo ha de ejercer la autoridad, y para
vigilar su gestión, y para destronarlo si se desmanda y reducirlo a la
categoría de ciudadano corriente.
Cuando hace doscientos años los Estados Unidos de América del
Norte se organizaron como nación, sus políticos estudiaron las
constituciones de otros países y de algunas sociedades particulares, entre
ellas las de la Orden de Predicadores. Posiblemente sean pocas las
personas que saben que fue precisamente en las constituciones de esta
orden en las que aquellos políticos se inspiraron para elaborar la
constitución norteamericana.
En el capítulo general de 1220, los primeros dominicos, presididos
por su fundador, promulgaron los siguientes principios fundamentales:
“Nuestra orden ha sido instituida para procurar la salvación de las
almas mediante la predicación y la enseñanza de la verdad. En virtud de
200
este objetivo, los religiosos de ella debemos comportarnos, en todas partes
y siempre, como quienes desean conseguir su propia santificación y la del
prójimo siguiendo, como varones evangélicos, las huellas del Salvador.
”Para que mediante el seguimiento de Cristo nos perfeccionemos en
el amor de Dios y del prójimo, por la profesión que nos incorpora a la
orden, nos consagramos totalmente al Señor y nos entregamos de una
manera nueva a la Iglesia universal, dedicándonos por entero a la evan-
gelizaron íntegra de la palabra divina.
”Puesto que nos hacemos partícipes de la misión de los apóstoles,
debemos imitar su conducta, manteniéndonos unánimes en la vida común,
fieles a la profesión de los consejos evangélicos, fervorosos en la
celebración comunitaria de la liturgia, principalmente de la Eucaristía y del
Oficio divino, y en la oración, asiduos en el estudio y perseverantes en la
observancia regular. Todas estas cosas no sólo contribuyen a la gloria de
Dios y a nuestra santificación, sino que sirven también directamente a la
salvación de los hombres... Estos elementos, sólidamente trabados entre sí,
constituyen la vida propia de la orden: una vida apostólica en sentido pleno
en la cual la predicación y la enseñanza deben redundar de la abundancia
de la contemplación.
”La configuración de la orden, en cuanto sociedad religiosa, proviene
de su misión y de la comunión fraterna.
”Por cuanto el ministerio de la palabra y de los sacramentos de la fe
es oficio sacerdotal, nuestra religión es clerical y consta de sacerdotes y de
aspirantes al sacerdocio. No obstante, esto, pueden recibirse en ella
algunos no clérigos para el desempeño de trabajos corporales y servicios
domésticos.
”La orden, por haber sido enviada a todas las naciones para colaborar
con la Iglesia entera, tiene carácter universal. Para mejor cumplir esa
misión, goza de exención respecto a las jurisdicciones diocesanas y está
provista de sólida unidad en su cabeza, el maestro general, a quien todos
los religiosos quedan ligados por la profesión.
”La comunión y universalidad de nuestra institución informan su
forma de gobierno, mediante la participación orgánica y proporcionada de
todas las partes, para realizar el fin propio de la orden, pues esta orden
nuestra no se realiza sólo a base de comunidades concretas, aunque éstas
sean sus células fundamentales; la comunión de conventos constituye la
provincia; y la comunión de provincias constituye el organismo total; por
lo tanto, la autoridad universal reside en su cabeza, que es el capítulo
201
general y el maestro de la orden. De esa autoridad participan, en sus
respectivos ámbitos y proporcionalmente, las provincias y los conventos,
con sus correspondientes autonomías.
”En consecuencia, nuestro gobierno es comunitario y de este tenor:
Cada prelado obtiene el oficio mediante elección hecha por sus respectivos
súbditos y confirmada por el prelado de rango inmediatamente superior.
En la resolución de los asuntos de importancia intervienen también los
religiosos a quienes afecten, bien mediante acuerdos tomados en capítulos,
bien a través de los consejeros elegidos por ellos, como asistentes de los
prelados.
”El funcionamiento, perfeccionamiento y renovación de la orden se
hace, a nivel universal, en los capítulos generales, con intervención de
todos los religiosos, ya que son ellos quienes libremente eligen a los
capitulares que han de asistir a ellos en representación de todos los demás.
”Puesto que la orden está llamada a ejercer una presencia
constantemente eficiente en el mundo de modo adecuado a las
circunstancias cambiantes de cada tiempo, ha de tener fortaleza de ánimo
para renovarse y acomodarse a esas circunstancias sucesivas que vayan
surgiendo, probando y asumiendo lo que resulte mejor para la eficacia de
su apostolado.
”Sólo los capítulos generales pueden hacer, promulgar y derogar
leyes propiamente tales que afecten a la orden entera. Para evitar
precipitaciones en esta materia, ninguna ordenación adquirirá categoría de
ley mientras no haya sido aprobada por seis capítulos consecutivos. Para
que una ley deje de serlo, bastará que así lo decidan dos capítulos también
consecutivos.
”Los capítulos generales se celebrarán cada tres años, y serán
alternativamente de provinciales y de definidores. De ese modo, los
capitulares serán personas diferentes en cada caso.
”Estos principios constituyen la ley fundamental de la orden, con
carácter de permanencia e inmutabilidad. No obstante, si las circunstancias
lo exigieran, todos ellos, a excepción de los votos religiosos, que entre
nosotros son solemnes, pueden interpretarse en la práctica con flexibilidad
y acomodamiento al cambio de los tiempos, para que en todo momento
resulten eficientes respecto del fin último de la institución, que es el bien
de las almas a quienes profesionalmente nos debemos”.
¡Maravillosa ley de principios fundamentales! Firme, pero sin
rigidez; flexible, abierta a interpretaciones que permitan la fecundidad de
202
la orden en todos los momentos y circunstancias, declarando que todas las
determinaciones positivas adoptadas en cualquier coyuntura, no sólo
pueden, sino que deben ser revisadas obligatoriamente. Así se evita el
arrastre de pesos muertos y de elementos caducos.
Más de setecientos cincuenta años llevan los dominicos rigiéndose
por este sistema y realizando con alegría, agilidad y eficacia la misión para
que fueron fundados. El calendario litúrgico de la orden tiene todos sus
días cubiertos con sus propios santos y bienaventurados. Las listas que
pudieran formarse con los nombres de sus filósofos, teólogos, juristas,
hombres de ciencia y notables en literatura y artes, serían inacabables.
En siete siglos y medio jamás pensó la orden en mudar su institución.
Al contrario, ha tenido que defenderla ante quienes, desde fuera, la
miraban con recelo, la tachaban de liberal y trataban, en ocasiones muy
duramente, y desde instancias altísimas, de presionar para que la cambiara
y adoptara los módulos de los demás institutos de la Iglesia.
Recientemente, la misma administración eclesial que a lo largo de
esos siete siglos dio muestras de sentirse incómoda ante la excepcionalidad
de las estructuras dominicanas, en el concilio Vaticano II ha urgido a las
otras familias religiosas la democratización de su gobierno interior, que, a
semejanza del que la Iglesia adoptó a partir de la reforma de Gregorio VII,
venía siendo de corte vertical y centralista.
Más aún: desde el referido concilio, las instancias de la Iglesia
reiteradamente se han venido mostrando propiciadoras de los regímenes
democráticos, incluso en las sociedades civiles, justificando sus
intervenciones en esa materia en el derecho que al magisterio eclesiástico
asiste a iluminar desde el Evangelio las realidades temporales, y en el
deber inherente a su misión pastoral do amparar la dignidad de la persona
humana y las libertades individuales, que tendrían más oportunidad de
desarrollarse en un sistema de pluralismos opcionales que en un régimen
autoritario.
Pero todo esto no quiere decir que la Iglesia haya canonizado la
democracia como sistema de gobierno y de relaciones humanas. Buena
prueba de esto es que no ha asumido para su propio régimen interno, ni
siquiera en lo que tiene de organización societaria temporal, esos esque-
mas.
El que a los dominicos les haya ido bien con su democratismo no
significa que los regímenes en los que la línea horizontal prevalece sobre
la vertical sean, sin más, y sólo por eso, los mejores.
203
Autoritarismo y democracia son categorías genéricas, susceptibles de
muy diferentes concreciones específicas.
La democracia dominicana es una de esas concreciones. En las
sociedades políticas de nuestro tiempo se dan otras.
Pero entre éstas y la dominicana, las diferencias cualitativas son
mucho más numerosas que las semejanzas.
Los dominicos saben que el buen resultado entre ellos de su sistema
procede de este binomio: la programación y el hombre.
Su programación es objetivamente buena, muy cuidada, flexible,
abierta, sujeta a revisión permanente.
No obstante, de poco serviría si fallara e1 otro factor: el hombre, el
dominico, entendido y realizado tal como Santo Domingo quiso que fuese
y tal como afortunadamente suele ser.
Los dominicos son sujetos responsables, muy cultivados
intelectualmente, moralmente honrados, sinceros buscadores de la verdad
y del bien común de la orden, de la provincia, del convento, pero de la
verdad y del bien común entendidos no sólo desde atalayas materiales y
temporales, sino enjuiciados desde perspectivas sobrenaturales.
Y ¡atención a esto, que es muy importante!: Los dominicos tienen
fundado su régimen democrático, no en derechos, sino en deberes.
Acaso en esto estriban las principales diferencias entre su democracia
y las otras.
En las sociedades civiles que se tienen por más democráticas, es muy
frecuente que sus socios no enarbolen más banderas que las de los
derechos que cada cual cree tener a esto o a lo otro, dejando en la sombra y
como si no existiesen los capítulos de obligaciones, de las cuales no se
habla si no es para referirlas a los demás.
Es sorprendente que incluso sociedades de naciones y otros
organismos erigidos en salvaguardadnos de la dignidad de la persona y del
comportamiento público, exhiban largas listas de derechos humanos, una
de las expresiones de mayor actualidad, pero no formulen con la misma
elocuencia e insistencia las listas de deberes correlativos.
Mientras, en una sociedad cualquiera, sus componentes se sientan
habitualmente sujetos de derechos a... y nunca o casi nunca sujetos de
deberes de..., es imposible que tal sociedad funcione correctamente.

204
El sistema dominicano otorga multitud de derechos a sus religiosos;
pero los educa y forma de manera que, ante todo, se sientan protagonistas
de obligaciones que tienen que cumplir.
Incluso al referirse a esos derechos, los textos constitucionales lo
hacen, generalmente, bajo la forma de deberes. Un ejemplo:
El dominico tiene derecho a emitir su voto en la elección del prior de
su convento, o a dar su opinión en el consejo de la comunidad. Pero las
constituciones no presentan el asunto de esta manera, sino de esta otra,
nada demagógica y positivamente educativa: El dominico tiene el deber de
emitir su voto en la elección del prior de su convento, o el de asistir al
Consejo y contribuir con su opinión a la mejor solución de los asuntos que
en el consejo se ventilen. Y si no cumple con esos deberes: de votar en
caso de elección o de asistir a las reuniones de los consejos, y no justifica
debidamente esas inhibiciones, las constituciones le sancionan privándole
temporalmente de esos derechos a votar o a asistir a los consejos.
En el régimen de la orden no hay candidaturas personales para
ningún puesto de gobierno, ni partidos, ni mítines ni propagandas
preelectorales, pese a que todos los cargos en ella se proveen por elección
desde la base.
Sí suele haber corrientes de opinión y tendencias entre los religiosos.
Pero los electores primero forman criterios razonables sobre las cosas, y
los compulsan entre sí, y luego proceden a la localización de las personas
que estimen más idóneas para su realización.
El personalismo repugna a la sensibilidad dominicana. Cualquiera
que insinuara su propio yo para un cargo, alto, mediano o bajo, quedaría
ipso facto descalificado y perdería inmediatamente la estimación de sus
más fervientes partidarios.
Entre los dominicos, en los períodos preelectorales, se barajan
nombres y se dice: éste, ése, aquél... Incluso los diferentes grupos hablan a
veces con sus seleccionados y les dicen: Tú has de ser. Pero jamás se
toleraría que alguien dijera: Aquí estoy yo.
Por supuesto que en la democracia dominicana no se concibe siquiera
ese elemento que los políticos estiman necesario y que llaman oposición.
Esa pieza, tal como las democracias civiles la entienden, resultaría no
sólo absurda, sino monstruosa y esencialmente incompatible con el
democratismo dominicano.

205
Puede haber dominicos disconformes con un estado de cosas, con la
manera de gobernar de algunos prelados, con algunas leyes del propio
código, y todo esto a nivel de comunidad o de orden. Pero saben
perfectamente que su deber es colaborar con la autoridad constituida, y, si
estiman que procede equivocada o desacertadamente, aportar lo que ellos
juzguen que sería bueno para que las cosas marchasen mejor. Pero nunca
incurrirán en la actitud de dedicarse a obstaculizar, bloquear e impedir, por
el procedimiento de la organización de equipos o grupos de presión, el
funcionamiento de las estructuras. Lo prohíben las leyes y el espíritu de
solidaridad que caracteriza a la orden; y a cada uno, por la educación
recibida, se lo vedaría su propia conciencia.
Los religiosos disconformes con un estado de cosas, con el modo de
gobernar de sus prelados o con determinadas leyes, saben cuáles son los
recursos que las constituciones ponen en sus manos para enmendar lo que
crean que va torcido: en todo momento la colaboración honrada, la
información y apelación a instancias de más altura, y su derecho y deber
para exponer todo cuanto hayan encontrado de negativo en cosas o
personas, en las reuniones periódicas que marcan las constituciones para
modificar estamentos o para cambiar de sujetos en la representación de la
autoridad.
Compárese este esquema de la democracia dominicana con los de
otras sociedades civiles, masivas, formadas por sujetos de diferente
cultura, de intereses personales encontrados, de miembros escindidos en
partidos, sindicatos, federaciones, grupos de presión, oposición
organizada, manipulaciones, ausencia de criterios sobrenaturales y sobre-
abundancia de personalismos, y se llegará fácilmente a la conclusión de
que lo que ha podido funcionar correctamente durante más de setecientos
años entre los Predicadores, no tiene por qué funcionar con la misma
corrección entre otros grupos humanos que se mueven en supuestos muy
distintos.
Otras muchas cosas quedaron determinadas en el capítulo general de
Bolonia de 1220. Entre ellas éstas, relativas al rito litúrgico, a los
hermanos conversos y a las monjas que querían ser incorporadas a la
orden.
En el siglo XIII, los ritos religiosos eran muchos.
Gregorio VII, con anterioridad, había logrado popularizar, pero no
universalizar, el llamado romano.

206
El instituto de los Predicadores iba a ser internacional. Convenía
mucho que en todos sus conventos e iglesias hubiese unidad litúrgica.
Una comisión nombrada al efecto estudió el caso, y, a base de
elementos mozárabes, galicanos, ambrosianos y de otros originales,
presentó al capítulo y el capítulo lo adoptó, uno nuevo, que recibió el
nombre de dominicano tan pronto como los religiosos comenzaron a ser
llamados dominicos. En uso preceptivo ha estado hasta nuestros días. Un
capítulo general lo sancionó. Otro capítulo general posterior al concilio
Vaticano II decidió archivarlo e implantar el romano, no sin dolor por parte
de muchos religiosos, que vieron con pena desaparecer algo entrañable y
de gran valor histórico, sentimental y espiritual.
Esta es una de las facturas que la democracia pasa de vez en cuando a
quienes la adoptan como forma de convivencia social: los puntos de vista
particulares deben ceder ante la decisión de la mayoría, aunque a veces esa
mayoría lo sea por un solo voto de diferencia.
La orden fue planificada por Santo Domingo como corporación de
canónigos regulares, sacerdotes en acto o en potencia, proyectados hacia el
ministerio espiritual.
Parecía a algunos que en sus conventos no podían tener lugar
religiosos legos, tan abundantes en los monasterios de la época.
Otros, en cambio, sentían la necesidad de ellos para el desempeño de
los oficios domésticos si se quería que las comunidades funcionasen bien y
que los canónigos no tuviesen que perder tiempo de estudio para realizar
esas funciones complementarias. Por eso se habían recibido oficiosamente
algunos como donados, e incluso como conversos. Este era el nombre que
generalmente se daba entonces a los que más tarde se llamó legos, en el
sentido de no clérigos, debido a que en la antigua disciplina canónica los
convertidos de la herejía o infidelidad, si deseaban abrazar la vida
religiosa, sólo podían ser admitidos en ella en ese grado laical.
El capítulo abordó esta cuestión.
¿Se recibirían conversos, es decir, religiosos no canónigos en la
orden? En caso afirmativo, ¿en qué condiciones?
Era conveniente dejar las bases bien asentadas. Porque no mucho
antes, entre los eremitas de Grandmont, se habían producido situaciones
desagradables que exigieron la intervención de la Sede Apostólica. Estos
ermitaños, para mejor dedicarse a su oficio de contemplación, encomen-
daron a sus conversos la administración de los eremitorios. Los resultados
fueron negativos. Los conversos, abusando de las atribuciones que se les
207
concedieron, para desquitarse del complejo de inferioridad que sentían
frente a los eremitas, sometieron a éstos a vejámenes.
El capítulo acordó sobre esta materia dos puntos:
Que en la orden podrían recibirse algunos conversos, pero sólo los
estrictamente necesarios en cada comunidad para la atención de los
servicios domésticos.
Que en los conventos formarían grupo aparte, con hábito y estatutos
diferentes de los de los canónigos, sin voto, ni voz ni intervención alguna
en cuestiones de gobierno y de administración.
Efectivamente: se redactaron dos normativas distintas: una, con el
nombre de instituciones o constituciones de los canónigos, equivalentes a
la legislación oficial de la orden, y otra, llamada regla de los conversos,
muy breve, destinada a ellos.
Ese doble estado de cosas ha subsistido hasta nuestros días.
En el de los conversos se han santificado muchos hermanos, unos
canonizados por la Iglesia, otros muchísimos, sin elevación oficial a los
altares, pero con unos expedientes de virtudes y ejemplos tan edificantes,
que hacían sentirse legítimamente orgullosos a los religiosos corales de su
comunidad.
Después del Vaticano II, la orden, haciendo uso de sus facultades
constitucionales, modificó la situación de los conversos dominicos. Les
cambió el nombre genérico por el de cooperadores; les dio el mismo
hábito que a los de coro, y los mismos derechos y los mismos deberes, sin
otras limitaciones que las derivadas de la condición sacerdotal. Ya no
forman grupo aparte en los conventos, sino que están plenamente
integrados en el quehacer y responsabilidades de su respectiva comunidad.
También respecto de las monjas que pretendían ser recibidas en la
orden había diversidad de opiniones entre los religiosos.
No se trataba solamente del monasterio de Prulla, que no llegó a ser
cisterciense, sino también del de Madrid y del de San Sixto de Roma.
Unos eran partidarios de que esas religiosas fuesen incorporadas
jurídicamente al instituto de los Predicadores. Otros no veían cómo en una
asociación de canónigos regulares, dedicados profesionalmente al
sacerdocio, a la predicación y enseñanza de la teología, pudiesen tener ca-
bida comunidades de mujeres.
Los capitulares llegaron a un acuerdo: No se recibirían de momento
ni aquellos tres ni ningún otro monasterio femenino; pero se permitiría que
208
algunos religiosos se ocuparan en atender espiritualmente a las monjas de
Prulla, a las de Madrid y a las de San Sixto, hasta que alguna otra orden
quisiese hacerse cargo de ellas, o hasta que lograsen cierta capacitación
para desenvolverse por sí mismas sin necesidad de los cuidados de los
padres.
Como consecuencia de esta determinación, se transfirió a la abadía de
San Sernín la comunidad de recogidas en el albergue Arnaud-Bernard, de
Tolosa; se ordenó la supresión del convento masculino, erigido en Madrid
el año antes al lado del de las religiosas, y se autorizó la permanencia de
algunos canónigos, en calidad de capellanes de las monjas de Madrid, de
las de Prulla y de las de San Sixto de Roma.
Posteriormente se prestó una protección parecida a las comunidades
de Santa Inés de Bolonia y a las de San Esteban de Gormaz en España.
Todas ellas se regían, bajo la tutoría de los padres, por la regla de San
Agustín y por unos estatutos que el mismo Santo Domingo había
redactado.
El problema de las monjas no se resolvió hasta 1258.
Sus deseos de incorporarse jurídicamente a la orden no hallaron
acogida favorable en una mayoría suficiente de religiosos como para que
sus pretensiones pudieran obtener luz verde en los varios capítulos
generales en que la cuestión se replanteó.
Todavía en 1248, las de Prulla se llamaban oficialmente hermanas de
clausura de la orden de San Agustín de la diócesis de Tolosa.
Razonablemente puede afirmarse que Santo Domingo, a partir de
1217, perdida toda esperanza de incorporarlas al Císter, hubiese recibido a
las de Prulla, de muy buena gana, en su propia orden. Y a partir de 1218 ó
1219, también a las de Madrid y a las de San Esteban de Gormaz, que
luego se trasladarían a Caleruega. Y en 1220, a las de San Sixto; y en
1221, a las de Santa Inés de Bolonia, al iniciarse su fundación, que fue
promovida por él. Pero fue fiel en todo momento a su plan de que en el
instituto de los Predicadores las cosas se decidieran no por decretos de
nadie, ni siquiera por los suyos, en calidad de fundador, sino por acuerdos
de la mayoría.
Años después de su muerte, y sin duda por su intercesión, las monjas
alcanzaron de los religiosos la gracia que tan vehementemente deseaban.
Sin violencias, en 1258, sin extorsionar nada, los dominicos reunidos
en capítulo decidieron hacer un sitio en sus filas a los monasterios

209
femeninos, y encomendaron a su maestro general, fray Humberto de
Románs, la ejecución del acuerdo.
En ese año, los conventos de Prulla, Madrid, San Sixto, San Esteban
de Gormaz, Santa Inés y otros que se habían instituido u organizado con
intervención de los religiosos dominicos, fueron recibidos en la Orden de
Predicadores.
Así, después de cuarenta y cuatro años de existencia, la familia
dominicana masculina se vio enriquecida con el nacimiento oficial de las
dominicas43.

3. “DIES NATALIS”

Se legisló, en la congregación general de Bolonia de 1220, que los


maestros de la orden durasen en el oficio doce años. Pero los capitulares
decidieron por aclamación que, mientras el fundador viviese, él, y nadie
más que él, desempeñaría ese alto cargo.
Las funciones encomendadas por el capítulo a la suprema
magistratura fueron tantas, que su exposición ocupa trece páginas de letra
menuda y líneas apretadas en las constituciones impresas en Roma en
1690, en las que se reproduce el texto primitivo de Bolonia.
Como si el nuevo maestro general no tuviera nada que hacer, Honorio
III le encomendó la dirección de una campaña misionera por Lombardía,
donde los cátaros, que habían saltado a Italia, trataban de ganar las
posiciones que perdieron en el mediodía francés.
De junio de 1220 a junio de 1221, el padre reverendísimo —ése es el
título que entre los dominicos se da a su supremo jerarca—, a pie, como
siempre, recorrió pueblos y ciudades de la región lombarda, predicando,
preparando nuevas fundaciones, yendo repetidas veces a Bolonia y a Roma
por necesidades del gobierno de su orden, y repartiendo las horas
nocturnas entre la oración y la preparación del siguiente capítulo general,
que debería reunirse nuevamente en San Nicolás durante la semana de
Pentecostés.
Una vez asentada la orden, las asambleas generales se celebrarían de
tres en tres años. Pero el primer capítulo determinó que, mientras fuese
preciso, en la época primera, de carácter eminentemente constituyente, se
celebrasen anualmente y durante la octava del Espíritu Santo.
43
Cf. VICAIRE, o.c., p.215-216.
210
En el capítulo de 1221, segundo de la serie, se comprobó que todo
marchaba bien. Los canónigos trabajaban en casi todos los países de
Europa, con buen espíritu y abundante fruto sobrenatural.
Eran ya tantos los conventos, que se estimó llegada la hora de
agruparlos en provincias.
Se formaron ocho, con estos nombres: España, Provenza, Francia,
Lombardía, Romana, Hungría, Teutonia e Inglaterra, y se pusieron los
fundamentos para erigir, a muy corto plazo, otras tres más.
Terminadas las reuniones, el maestro general reanudó sus tareas pre-
capitulares.
¡Cómo podría resistir aquel hombre con semejante ritmo y cantidad
de trabajo!
Dos veces, en los últimos años, había tenido algunos quebrantos de
fiebres y agotamiento; pero se había repuesto pronto y reintegrado a sus
quehaceres con nuevos bríos.
En julio, estando en plena campaña misionera por Lombardía,
alguien le hizo saber que era necesaria y urgente su presencia en Bolonia.
Entre Diana de Andaló, una joven cuyo espíritu él dirigía, y sus padres, de
la más alta nobleza, había surgido un conflicto grave. Deseaba la hija ser
religiosa. Ellos se oponían. Para hacerla desistir de su empeño la habían
encarcelado. El asunto familiar había trascendido a la calle. Se habían
formarlo dos bandos. Si aquello no se solucionaba pronto, las algaradas
degenerarían en guerra, por lo pronto a escala comarcal.
El día de Santiago, el padre maestro llegó al convento de San
Nicolás, extenuado, calenturiento, sin fuerzas para sostenerse en pie.
Eos religiosos se alarmaron y le instaron para que se acostara.
Como si tuviera conciencia de que su fin estaba próximo, los
tranquilizó, pero no tomó descanso alguno. Pasó toda la tarde y gran parte
de aquella noche despachando asuntos con el prior fray Ventura, que era el
vicario, y con fray Rodolfo, el procurador general.
Jadeaba al hablar.
Que se acostara, le repetían los dos padres.
Hasta las doce, en que sonó la campana llamando a coro para el canto
de los maitines, duró la reunión. Presidió el oficio.

211
Una vez terminado, allí en el coro quedó, y en el coro lo encontraron
los canónigos cuando al amanecer volvieron para la hora de prima, el
capítulo y la misa conventual.
Aún siguió trabajando, como pudo, una semana. Resolvió lo de Diana
de Andaló. Convenció a sus padres para que liberaran a la hija, le
concedieran su permiso y bendición para que se consagrase a Dios, y hasta
consiguió de ellos que subvencionaran la edificación de un convento
femenino para ella y otras doncellas, allí en Bolonia, bajo la advocación de
Santa Inés.
Habló cada día a sus religiosos en la sala capitular. Estuvo presente la
semana entera en todos los actos comunes.
Siguió despachando asuntos con el prior, con el procurador y con el
maestro de novicios.
El primero de agosto se vio obligado a guardar cama y a aceptar en su
yacija una colchoneta de lana que fray Rodolfo colocó en ella.
Tenía fiebres muy altas, fuertes dolores de cabeza y algunos
desvanecimientos. Luego se recuperaba, rezaba, hablaba con los religiosos
que le atendían y hasta mandaba llamar a algunos en particular para
hacerles determinadas recomendaciones.
En Bolonia, en verano, hacía mucho calor. En aquella época, sobre la
población, en los meses estivales, pesaba una atmósfera húmeda y
contaminada a causa de las aguas estancadas en sus charcas.
Como su espíritu se mantenía fuerte, creyeron los módicos que acaso
se restableciera si lo trasladaban a Santa María del Monte, un santuario
con hospedería que regentaban los benedictinos en lo alto de una colina,
fuera de la ciudad.
Amorosamente, en una camilla y a hombros de sus religiosos, fue
trasladado el padre a aquella especie de sanatorio. Con é1 quedaron unos
cuantos para cuidarle.
El 6 de agosto, por la mañana, su estado se agravó.
Veinte canónigos acudieron rápidamente desde San Nicolás.
Ante ellos quiso el fundador hacer confesión general pública de toda
su vida.
La hizo con profunda humildad, sinceramente, pormenorizadamente.
Sus religiosos, edificados oyéndole, lloraban.
¡Qué existencia más limpia, Señor!
212
¡Qué fidelidad a la gracia!
¡Qué ejemplo para ellos!
En aquella confesión, por más que el penitente se esforzaba por
atribuirse responsabilidades de omisión de lo que pudo hacer y no hizo por
el bien de las almas, y de la orden, y de la Iglesia y por Dios, no hallaban
ellos asomo de falla venial alguna.
¡Omisión!
Pero ¿es que pudo hacer más quien dedicó su vida entera al servicio
divino y del prójimo, recorriendo a pie en todas direcciones los caminos de
Europa, misionando, pasando casi todas las noches durante los años de su
apostolado en oración, durmiendo a retazos, sobre el suelo de los campos o
de las iglesias, agotando su salud en aras do los demás? ¿No estaba allí,
muriéndose prematuramente, a sus cincuenta años, consumido y
consumando su sacrificio de caridad?
Fray Ventura le administró los sacramentos de viático y santa unción.
Comentó el capellán del santuario que, si allí moría el enfermo, allí
sería enterrado.
Dijeron los religiosos que su padre les pertenecía vivo y muerto, y
que sería sepultado en su convento de San Nicolás.
Supo el enfermo lo que el capellán pretendía, y dijo de modo que
todos, capellán y religiosos, lo oyeron:
“Quiero ser sepultado bajo los pies de mis hermanos, en nuestro
convento. Sacadme de aquí en seguida, aunque muera en el camino que va
por entre las viñas, que así podréis darme tierra en San Nicolás”.
En la misma camilla en que vino lo trasladaron a casa y lo
acomodaron en la celda de fray Moneta, que era la más fresca y mejor
acondicionada.
Quiso despedirse de todos.
Uno a uno, desde el prior al último de los conversos, los fue
abrazando.
Como oía y veía que lloraban, para consolarles les dijo:
“No lloréis. Después de mi muerte he de seros más útil que lo he sido
en vida”.
Con estas palabras tejieron los dominicos un responsorio, le pusieron
música melódica del primer modo gregoriano y determinaron que en toda
la orden se cantara en el oficio litúrgico del santo y todos los cuartos
213
domingos de cada mes al final de las completas. Así se ha venido haciendo
desde hace setecientos cincuenta años.
Dice la letra latina:
“O spem miram quam dedisti
mortis hora te fléntibus,
dum post mortem promissisti
te profuturum frátribus!
Imple, pater, quod dixisti,
nos tuis iuvans précibus!”
En castellano significa:
¡Oh admirable esperanza la que diste
a los que lloraban a la hora de tu partida,
prometiéndoles que después de tu muerte
ibas a ser mis útil a tus hermanos!
¡Cumple, padre, lo que dijiste
ayudándonos con tu intercesión!
Mientras la comunidad rodeaba su lecho recitando la recomendación
del alma, levantó él sus manos, como si tratara de bendecirlos.
Al instante de alzarlas, cayeron pesadamente...
El santo fundador había expirado.
Ocurrió la muerte el 6 de agosto de 1221, hacia la caída de la tarde.
El 24 de junio anterior había cumplido cincuenta y un años.
***
Los cristianos de la época primera llamaban al día de la muerte de los
justos dies natalis, día del nacimiento.
La liturgia sigue utilizando esa expresión.
El alma no muere.
El cuerpo, habitación terrenal del espíritu, sí se va desvencijando
poco a poco. Pero a medida que esa casa terrena se agrieta, dice el prefacio
de la misa de difuntos, los fieles, los hombres de Dios, con sus obras
virtuosas, van adquiriendo a plazos otra morada imperecedera en la que
entran a vivir perpetuamente cuando sus almas se liberan de las ataduras
temporales.

214
Para las exequias del padre vinieron a Bolonia religiosos de los
conventos de Roma y de Lombardía, y el cardenal Hugolino, que solicitó
de fray Ventura la gracia de oficiar en ellas.
Los restos del fundador fueron inhumados junto al altar del coro de
San Nicolás.
Las gentes de Bolonia comenzaron en seguida a hablar de favores
extraordinarios obtenidos por mediación del siervo de Dios.
Los religiosos adquirieron conciencia de que su padre, desde su
nueva morada, cumplía su promesa: la orden crecía cuantitativamente de
modo asombroso, sin mermas en la calidad de aquel río de vocaciones, que
les obligaba constantemente a ampliar sus residencias y a proceder a
nuevas fundaciones.
Sesenta conventos agrupados en ocho provincias tenían cuando su
maestro acudió a la llamada de Dios.
Unos años más tarde, las provincias eran doce y los conventos
pasaban de cuatrocientos. Aún vivían algunos del equipo cofundador
cuando se erigió la comunidad número mil.
¿Qué milagro mayor que aquel extraordinario crecimiento?
***
El 18 de marzo de 1227 murió Honorio III.
Le sucedió el cardenal Hugolino con el nombre de Gregorio IX.
Desde que su gran amigo dejó este valle de lágrimas, varias veces
había comentado con el papa Savelli que, si los canónigos predicadores no
promovían la canonización de su padre, tendrían que promoverla ellos.
Una de sus primeras preocupaciones nada más ser coronado como
pontífice fue la de que se abriera el proceso.
En su corazón lo tenía ya canonizado desde que en 1206 lo conoció y
trató a fondo. El convencimiento de que aquel hombre era un santo se fue
reafirmando con los años.
A instancias de Gregorio IX, la orden incoó la causa el 13 de julio de
1233.
Se conservan las actas de las declaraciones de los testigos de Bolonia
y de Tolosa que comparecieron ante el promotor y ante el tribunal.

215
Un año después, el 3 de julio de 1234, Gregorio IX promulgó la bula
Fons sapientiae, en la que oficialmente lo proclamaba santo, señalando
para la celebración de su fiesta el 5 de agosto.
En 1558, Paulo IV cambió la fecha del 5 por la del 4.
Durante más de cuatrocientos años, el 4 de agosto se ha celebrado en
toda la Iglesia la festividad de Santo Domingo de Guzmán.
La reforma del calendario posterior al Vaticano II mudó el 4 por el 8.
En ese día festejaba la orden a Santa Juana de Aza. Los nombres de la
madre y del hijo han quedado reunidos en una misma fecha del santoral.
Con motivo de la canonización determinaron los religiosos trasladar
los restos del padre a un lugar más honroso.
Había dicho él que quería ser sepultado bajo los pies de sus
hermanos. Ellos, obedientes, cumplieron su última voluntad enterrándolo
en el coro, junto al altar, en lugar preciso por donde las filas de los
canónigos pasaban hacia sus sitiales, pisando sobre la losa que cubría la
sepultura.
Pero sus hijos querían cumplir también la suya propia.
De acuerdo con la consigna del Señor, que habla de exaltación de los
humildes, decidieron colocar las venerables reliquias en sitio de mayor
estimación.
Hasta tres veces, en ocasiones diferentes, fueron mudadas de
emplazamiento, porque todo les parecía poco en su noble afán de honrar su
memoria.
Desde el siglo XVI reposan en una suntuosa capilla especialmente
construida para esto dentro de San Nicolás, toda ella guarnecida de
mármoles y cuadros con molduras de oro. En su centro se alza un
mausoleo monumental. Se dice en algunos tratados de arte sagrado que el
sepulcro de Santo Domingo es el más magnífico y mejor labrado de
cuantos se conocen. No es extraño. La orden encomendó su construcción y
ornato, que se hizo por etapas sucesivas, nada menos que a Nicolás de
Pisa, a Nicolás del Arca y a Miguel Angel.
***
Desde hace más de siete siglos el nombre de Santo Domingo viene
siendo pronunciado con respeto y admiración.
Aun en los tiempos de mayor popularidad se ha mantenido en una
atmósfera de reverencia, libre del abusivo manoseo en que han caído los
216
nombres de otros santos, con detrimento del prestigio teológico que deben
tener en la estimación de las gentes.
El primer monumento conmemorativo que se alzó en su honor fue
una modesta iglesia en su pueblo natal de Caleruega. Nada más conocerse
la noticia de su canonización, fray Manés, su hermano, procedió a su
construcción, emplazándola en el mismo sitio donde estuvo la sala del
castillo que servía de dormitorio a su santa madre y en la que había
alumbrado a sus tres hijos.
Alfonso X el Sabio sentíase orgulloso de estar emparentado con esta
privilegiada familia. Quiso honrar al santo. En 1266, a sus expensas, hizo
construir otro templo mayor, donde estuvo el edificado bajo la dirección de
fray Manés, y un convento de dominicas que fue inmediatamente ocupado
por la comunidad de San Esteban de Gormaz, y a ellas declaró herederas
del señorío de Caleruega.
Después fueron múltiples las iglesias y conventos que la orden dedicó
a su fundador.
Los devotos del patriarca sembraron el mundo cristiano de altares
erigidos en su honor, de imágenes, estatuas, pinturas y diferentes obras de
arte, tantas que cuantas veces los investigadores han tratado de
catalogarlas, otras tantas se han visto obligados a desistir de su empeño,
fatigados porque la producción es inexhaustible44.
En memoria del santo se erigieron, a lo largo de la historia, escuelas,
universidades, asociaciones y cofradías.
Hasta una isla entera, en las Antillas, la primera tierra que pisó Colón
cuando arribó al Nuevo Mundo, llamada de entrada La Española, fue en
seguida bautizada por sus descubridores con el nombre de Santo Domingo,
y así se llamó también la ciudad que en ella edificaron.
Pero el monumento más grandioso y expresivo de cuantos perpetúan
el recuerdo del santo es su orden.
A través de ella sigue su espíritu aleteando sobre la tierra, como faro
de luz y antorcha de lumbre que ilumina y vivifica a la Iglesia universal.
¿Cuántos dominicos ha habido desde que Santo Domingo los
instituyó? ¿Doce millones? A lo largo de setecientos cincuenta años,
posiblemente más.

44
LUIS G. ALONSO GETINO, Santo Domingo de Guzmán en el arte: La Ciencia
Tomista 73 (1922) p.15ss.

217
Imposible hacer un balance de la labor realizada en favor de la
humanidad, a través de la historia, por la galaxia de la Orden de
Predicadores.
Todos sus religiosos, en su respectivo tiempo, tuvieron un nombre y
un quehacer, sin duda fecundo, que si se han desvanecido en él recuerdo de
los hombres, no han corrido la misma suerte en los archivos de Dios.
De entre esos millones, la historia ha registrado en sus páginas, a
perpetuidad, unos centenares de santos con culto oficialmente reconocido,
y algunos millares, entre predicadores, misioneros, reformadores, papas,
prelados, mártires, profesores, escritores, teólogos, filósofos, juristas,
investigadores...
Quiso el fundador que su orden fuese universal en el tiempo y en el
espacio.
Ininterrumpidamente ha existido desde el año 1215. A medida que
fue creciendo y se conocieron, tierras nuevas, en ellas estableció sus
conventos y centros de acción pastoral.
Hoy se halla ejerciendo su misión específica en todos los continentes.
En cualquier actividad apostólica al servicio de la Iglesia pueden
encontrarse dominicos ocupados en llevar la verdad a las inteligencias de
sus hermanos, los hombres: en las universidades, en los laboratorios,
bibliotecas, seminarios de investigación; en iglesias conventuales y parro-
quiales y capellanías, en países de misión, en áreas de promoción del
desarrollo entre pueblos marginados, entre los intelectuales y entre los
incultos, entre los empresarios y entre los obreros, entre los ancianos y
entre la juventud, actuando a tono con el carisma peculiar dominicano, que
es el mismo de su fundador: iluminar las conciencias con la luz de la
palabra de Dios.
Desde los tiempos del santo patriarca, la orden tiene un escudo en el
que se resumen su espíritu y su misión: en el centro, una cruz flordelisada
blanca y negra. Debajo de ella, como divisa, la palabra latina Véritas: la
verdad, siempre y en todo, la verdad. En derredor de la cruz, símbolo de la
profunda religiosidad evangélica de la institución, una orla o banda con la
leyenda: Iluminare, benedicere praedicare. Ese es su programa: desde la
verdad de la religión, derramar por el mundo la luz del Evangelio
(illuminare), dejar los corazones de las gentes aquietados en la paz
(benedicere) y dar a conocer a todos, en todas partes y por todos los
procedimientos, la palabra de Dios (praedicare).

218
***
Leemos en el Génesis:
“Dijo Yahvé a Abram: sal de tu tierra, y de tu parentela y de la casa
de tu padre, para la tierra que yo te indicaré. Yo te haré padre de un gran
pueblo, te bendeciré y engrandeceré tu nombre... Ya no te llamarás Abram,
sino Abrahán, porque yo te haré padre de una gran muchedumbre...” (12,1-
2; 18,5).
Algo parecido hizo Dios con su siervo Santo Domingo: Lo sacó de su
tierra y familia y lo hizo ciudadano universal y patriarca. Merecidamente
se le da este título, equivalente a padre de muchas gentes: Padre de
millones de dominicos y dominicas a través de más de siete siglos, y de
cuantos históricamente se han beneficiado con el apostolado de su orden; y
padre, de alguna manera, de la casi totalidad de los institutos de la Iglesia,
porque casi todos ellos han asumido un quehacer apostólico calcado en el
que él inició. Con razón se ha dicho de él que es el más fundador de todos
los fundadores45.

45
Cf. P. CARRO, o.c., p.28.
219
Epílogo

¡Difícil abocetar una semblanza de este glorioso santo español y


universal en pocas páginas!
Santo Domingo, físicamente, fue la conjunción de una mens sana in
córpore sano.
Mente sana:
Inteligencia de primer orden, perspicaz para captar la esencia de las
cosas, profunda en los ahondamientos, intuitiva frente a la realidad, ágil
para razonar.
Voluntad pronta y firme.
Memoria tan feliz como para dejar admirados a cuantos le conocieron
y trataron.
Cuerpo sano:
Informado y vitalizado por un alma extraordinariamente rica.
Su complexión no fue atlética, pero sí flexible y muscular.
Tiraba a delgado. Su peso, leve. Su constitución, vigorosa.
Se mantuvo en forma hasta el último momento.
Los dieciséis años postreros de su vida fueron de entrenamiento
constante en las pistas de los caminos que por necesidades de su ministerio
tuvo que recorrer, siempre a pie, desde que en 1206 asumió el oficio de la
predicación.
Se alimentaba muy sobriamente. En sus viajes apostólicos,
correctamente, tomaba lo que le ofrecían quienes le daban hospitalidad,
conjugando la frugalidad con las buenas formas de su educación exquisita.

220
Quiso que en los conventos de su orden los religiosos estuviesen bien
atendidos, que hubiese comida y cena, que a mediodía en los refectorios se
sirviesen dos platos y un tercero si el prior lo juzgaba conveniente y las
posibilidades de la comunidad lo permitían, que con los enfermos no se
escatimase nada; que, a falta de otros recursos, para alimentarlos y
asistidos convenientemente, se vendiesen los cálices y vasos sagrados en
casos de necesidad. Pero él, dicen los testigos, no solía tomar más que un
poquito del primer plato, un trocito de pan y un vaso de vino que mezclaba
con agua.
Para dormir determinó que las camas tuvieran colchón de lana. Él no
lo usó más que los seis últimos días de su vida, y eso porque no consintió
otra cosa fray Rodolfo, el procurador; que por él, a pesar de la gravedad de
su estado, hubiera preferido yacer en el suelo. En el suelo de los campos o
en el de las iglesias durmió la mayor parte de las noches desde 1206; y a
ratos, cuando caía rendido de sueño; porque en cuanto se aliviaba algo,
tornaba a la oración.
Fue austero como su tierra castellana; fuerte como el linaje de
caballeros castrenses de quienes descendía a través de muchas
generaciones; sano, con salud bien acreditada. En Osma tuvo dolencias de
estómago. Acaso por exceso de sobriedad. Su prior don Diego, que antes
de ser obispo residía en el cabildo y comía a su lado en la mesa, le hizo ver
la conveniencia de que moderara sus austeridades y tomara en las comidas
un poco de vino. Lo tomó en adelante, pero siempre mezclado con agua y
en muy poquita cantidad. Cuando comenzó la predicación entre los
albigenses, estuvo enfermo de cansancio unos días, pero se recuperó en
seguida. Luego, ya entrenado y hecho a aquella vida de trabajo, resistió
hasta su último año. En la primavera de 1221, en Viterbo, tuvo las
primeras complicaciones serias. Los testigos hablan de fiebres muy altas.
Se le repitieron en julio y el 1 de agosto. Seis días después, literalmente
agotado, falleció.
Los testigos certificaron que al morir conservaba todo su pelo, sin
canas, y toda su dentadura en muy buen estado. Esto último se confirmó en
1946, cuando un equipo de técnicos, por encargo de la orden, hizo un
estudio radioscópico de sus restos: entre ellos estaban las dieciséis piezas
de la mandíbula inferior y ocho de la superior; las que faltaban se habían
desprendido de sus alvéolos después de la muerte. Quienes lo trataron
convinieron en afirmar que, hasta que cayó agotado en la cama en que
había de morir, conservó toda su prestancia física.

221
Psicológicamente fue un hombre muy agradable, con pleno dominio
de sí mismo, sin dejar traslucir nunca las muchas preocupaciones que
desde que comenzó sus trabajos misioneros embargaban su ánimo. Las
guardaba en su interior; luego, por las noches, cuando estaba a solas con
nuestro Señor, se enfrentaba con ellas en la presencia de Dios.
Su semblante reflejaba serenidad y alegría. Por los caminos hablaba
con sus compañeros de viaje, y en los despoblados cantaba con voz sonora
y bien timbrada, como si no tuviera problemas de ninguna clase.
Fray Rodolfo de Faenza dijo “que nunca vio un hombre que agradara
tanto”. Y fray Frugerio de Penna declaró “que no había conocido a nadie
semejante a él”.
Sobre una naturaleza tan rica actuó la gracia divina, elevando,
perfeccionando y sobrenaturalizando todas aquellas prendas humanas.
Dice Santo Tomás que todas las virtudes están conexionadas entre sí
y coexisten en los verdaderamente santos, de manera que en ellos no es
teológicamente posible que se den unas y no otras, aunque algunas de ellas
se manifiesten más. Se refiere a las morales (I q.65.1).
Analizando la vida de Santo Domingo, parece como si toda su
santidad personal, derivada, por supuesto, de la gracia divina, se hubiese
nutrido, sobre todo, de la fe teologal y manifestado principalmente en
forma de generosidad, que es una manera de ser de la caridad.
Fe, convicción y adhesión firme de su mente a estas tres verdades: la
existencia de Dios, creador universal y providente; la realidad de un plan
divino sobrenatural del que forman parte las criaturas humanas, la
encamación de Cristo, su magisterio y redención, la institución de la
Iglesia como empresa de salvación de los hombres mediante su doctrina,
sacramentos y leyes positivas; y la pertenencia de todo individuo humano
—por lo tanto, de é1 también— a ese plan sobrenatural divino, con un
quehacer y una responsabilidad de servicio al prójimo considerado como
hermano.
De esa su fe profunda brotó en él todo lo demás: el celo por la gloria
de Dios, su entrega a la Iglesia, su amor a todos los hombres,
especialmente a los puestos en mayor necesidad espiritual y material; su
prudencia, equidad, austeridad y trabajo, su humildad y paciencia, sus
predicaciones en Francia e Italia, su afán misionero, la fundación de la
orden y la generosidad con que realizó todas las cosas aun a costa del
desgaste de su vida. De esa fe y de esa generosidad derivó todo cuanto
hizo, desde su consagración vitalicia al apostolado y su desprendimiento
222
en favor de los demás, quedándose sin muebles y sin libros en Palencia y
luego sin descansos ni reposos y sin salud, hasta su sonrisa permanente y
la afabilidad en el trato, y detalles tan concretos como el de traer desde
España (cuando hizo viaje a ella en 1218), en plan de regalo y recuerdo, un
atadito de cucharas de madera de boj para sus monjas. ¡Señor, qué prueba
de ternura tan humana!
Si tratáramos de resumir en dos conceptos su ficha de hombre,
apóstol y santo, acaso los más adecuados fuesen éstos: equilibrio y
generosidad. En teología, al equilibrio se le llama prudencia, que es virtud
cardinal e intelectual en su origen y ejercicio; y a la conducta generosa,
caridad... Y a una y otra, las representamos con los símbolos de la luz y de
la lumbre. A ellos recurrieron para hablarnos de él los testigos que le
trataron, y la liturgia para tejer el oficio de su fiesta.
Parecía como si su semblante brillara, decían sus contemporáneos.
Fons sapientiae: fuente de sabiduría, dijo de él que era el papa
Gregorio IX, que tan a fondo lo conoció.
En el capítulo que precede a los himnos, la Iglesia le ha aplicado las
palabras del libro del Eclesiástico: “Como el lucero de la mañana, amo la
luna llena, como el sol resplandeciente, brilló en la Iglesia de Dios...”
“Estrella nueva en el firmamento”, se repite en maitines y laudes.
“Doctor de la verdad y luz y luminaria”, se dice reiteradamente en
antífonas y en la colecta.
“Ardía como una antorcha en su afán de llevar a los pecadores la
doctrina de salvación...” (himno de maitines).
Fray Luis de León suplió su falta de conocimiento personal de Santa
Teresa de Jesús recurriendo a los escritos de la madre y al espejo que
constituían las carmelitas por ella reformadas.
El conocimiento y valoración de Santo Domingo de Guzmán exige
análisis más detenidos, exposiciones más completas de datos y reflexiones
más profundas que las elementales hechas en esta biografía.
Al hombre de la calle que no ha tenido más acercamiento al santo
patriarca que el de este libro que está leyendo, no le queda el recurso de
fray Luis de León de acudir a los escritos de Santo Domingo. No porque
no escribiera, que escribió mucho: tratados de teología bíblica y
apologética en sus años de profesor de Palencia, opúsculos en defensa de
la verdad para sus debates con los albigenses, esquemas de gobierno y
cartas a sus religiosos y a las monjas y a muchas otras personas que acu-
223
dieron a él en demanda de orientación y consejo. Todo se ha perdido.
Quedan el Libro de las costumbres, o constituciones primeras de los
religiosos, y la regla de San Sixto, pero ésta está inspirada en ese libro; y
éste, de tipo legislativo, fue obra de todos los capitulares y de todos los
canónigos del primer equipo, aunque las ideas fundamentales fuesen de él.
Hay también copia de una carta a las monjas de Madrid; mas una
carta breve y de circunstancias no basta para reflejar suficientemente la
riqueza de su personalidad.
Pero queda la orden, buen espejo para quien quiera conocer siquiera
algunas de las calidades del santo. Quedan los dominicos y el modo de ser
dominicano. Por imperativo de leyes biológicas físicas, el hijo reproduce
una naturaleza similar a la del padre; y por imperativos de leyes biológicas
morales, los religiosos de la Orden de Predicadores reflejan el talante
humano y espiritual de su fundador.
Desde el siglo XIII hasta el XX ha habido dominicos españoles,
franceses, italianos y de muy diversas nacionalidades y razas y de
diferentes procedencias sociales. Cada uno, después de su entrada, ha
seguido siendo lo que era antes: el español, muy español; el francés, muy
francés; el americano, el filipino, el vietnamita, tan americano, filipino o
vietnamita como antes de incorporarse a la orden. Cuando un aspirante
ingresa en un noviciado de dominicos, en la ceremonia de recepción, el
prior le coloca el hábito sobre las ropas seglares que trajo de su casa. El
novicio no se despoja previamente de ellas, ni de su nombre, ni de sus
apellidos, ni de su patria, ni de su sangre, ni de sus anteriores condiciones
civiles, sino que sobre todo eso asume, en la vestición religiosa, una
configuración que le homologará a miles de hermanos de toda na-
cionalidad y a los millones de dominicos que han vivido durante siete
siglos, y al fundador de los Predicadores.
La incardinación en la orden se hace por la profesión. Al profesar, el
novicio, a modo de púa, se injerta en el tronco del árbol secular
dominicano; y así como la púa injertada, aunque viva de la savia de la
cepa, conserva sus propias características botánicas, el dominico asimilará
los jugos que le vienen de la raíz común, pero fructificará según su
personal naturaleza.
De ahí que, entre estos religiosos, junto a peculiaridades derivadas de
notas individuantes, nacionales y raciales, se observe la presencia de unos
valores específicos comunes que provocan en las gentes que los tratan

224
comentarios como éste: Pero estos dominicos, ¡qué diferentes unos de
otros y cómo se parecen todos!
La semejanza se echa de ver principalmente en lo psicológico y en lo
religioso-espiritual.
El dominico de todos los tiempos ha sido y es abierto, espontáneo. Su
franqueza y naturalidad suelen caer bien entre quienes los frecuentan.
Por la solidez de sus muchos años de carrera, hecha a base de trabajo
personal y profundización en las materias que se cursan; por su
permanente dedicación al estudio y por el ambiente intelectual que se
respira en los conventos de la orden, los valores de la inteligencia
adquieren entre ellos un desarrollo notable; es éste otro de los aspectos que
les granjean la simpatía y admiración del público.
En la redacción de las constituciones se leen estos textos: “Santo
Domingo insertó profundamente en el ideal de su orden el estudio”. “Los
dominicos deben ser conscientes de que el estudio pertenece al género de
vida al que se obligan por la profesión”. “Dentro de la observancia regular
quedan comprendidos todos aquellos elementos que integran la vida
dominicana..., entre ellos, con carácter relevante, el estudio asiduo de la
verdad”. “La progresiva formación debe realizarse en forma tal, que la
vida religiosa se alimente del estudio, y el estudio, de la vida religiosa”.
En otros números se dice cómo la clausura, el silencio, el
recogimiento, el horario de las comunidades, todo está pensado y debe
organizarse en función del estudio, pero no como un fin en sí mismo, sino
como un medio, porque “nuestro estudio —siguen diciendo las
constituciones— debe dirigirse principal y ardientemente, y por encima de
toda otra mira, a capacitarnos para ser útiles a las almas de nuestros
prójimos”. “Mediante el estudio, nuestros religiosos asimilan en su
corazón la multiforme sabiduría de Dios y se preparan para el servicio
doctrinal de la Iglesia y de todos los hombres. Con tanto mayor motivo se
deben entregar al estudio cuanto que, por la tradición de la orden, son
llamados de modo muy especial a cultivar la inclinación de los hombres
hacia la verdad”46.
La espiritualidad dominicana es tan sobria en manifestaciones como
recia en contextura. La vida de relaciones de hombres cerebrales con Dios
suele ser refractaria a devocionalismos baratos.
La oración dominicana es litúrgica y comunitaria, y constituye, al
lado del estudio, la otra gran observancia de la orden. Tiene por centro la
46
Constituciones de la O.P. 76.226.41.224 y 77.
225
misa conventual diaria, entendida como reproducción incruenta del
sacrificio de Jesucristo en la cruz; y como marco, el oficio divino coral,
que en las comunidades numerosas se celebra diariamente con toda
solemnidad, y en las que no lo son tanto, de manera que la dignidad en el
modo supla lo que no pueda haber de magnificencia.
La oración privada se recomienda; pero sus modos, tiempos y lugares
se dejan al arbitrio de cada religioso. Se concede mayor categoría a la
mental que a la vocal. De la primera se dice en las constituciones que todo
dominico debe dedicar, por lo menos, media hora diaria a ella. Entre las
formas vocales se prescribe el rezo diario del Rosario, bien en privado,
bien en comunidad, correspondiendo a los capítulos provinciales
determinar cómo haya de hacerse en sus respectivas provincias.
No se olvide que en la orden se parte del supuesto de que sus
religiosos son personas responsables. En consecuencia, se deja en sus
manos un margen grande de vida personal. Son actos comunitarios los
corales, la comida y la cena; en ellos se requiere normalmente la presencia
de todos los no legítimamente impedidos o dispensados. Hay tareas
solidarias en las que deben colaborar, como juntas, capítulos, reuniones,
elecciones y algunas actividades ministeriales. El resto del tiempo se deja a
la libre disposición de cada uno, para que lo emplee de la manera que
estime más conveniente con vistas a su propia realización humana,
religiosa y apostólica.
Pero, en la vida dominicana, al lado y paralelamente a esa corriente
interior, teológica, respecto de la trascendencia de los misterios de Dios,
hay otra muy caudalosa y serena, de hondas afectividades hacia la Virgen
Santísima, que sale a la superficie y se manifiesta en prácticas y usos
domésticos prescritos por el fundador y vividos por él y sus primeros
religiosos, y por todos los que les sucedieron a lo largo de siete siglos.
El amor filial a la Santísima Virgen, Madre de Dios, de la Iglesia y de
los hombres, se paladea en los conventos de la orden. Es moralmente
imposible que haya habido en cualquier momento de la historia, ni haya
actualmente, en cualquier lugar del mundo, un dominico o una dominica
que no tengan alojada a María Santísima en el sitio más cálido de su
corazón. En las constituciones salicetanas se lee: “En todos los claustros de
acceso a las celdas haya un altar en honor de la Santísima Virgen... y una
efigie de ella en cada una de las celdas” (n.610).
El primer acto del novicio, una vez investido del hábito y antes de
recibir el abrazo fraternal del prior y de toda la comunidad, es prosternarse
226
en el suelo ante la imagen de Nuestra Señora, que preside la ceremonia de
la vestición.
Cuando un religioso entra en agonía, todo el convento acude a su
lado y le despide cantando la Salve, Regina.
Los dominicos se levantan en todo tiempo antes del amanecer, y se
recogen, cada noche, hacia las once, después del canto de completas, que
en la orden tiene el sentido de hora canónica mariana. Lo primero que
oyen al despertar y lo último antes de dormir es el Ave, María; Ave, María,
va diciendo de celda en celda, cada mañana, el llamador de oficio, que lo
es el cooperador ayudante del padre sacristán. Otro cooperador acompaña
cada noche al padre hebdomadario, por los claustros, rociando con agua
bendita todas las habitaciones ocupadas y recitando en tono recto y
solemne las cláusulas del Ave, María. Un rato antes, en el coro, toda la
comunidad, al acabar las completas, ha cantado en procesión, hacia el altar
de Nuestra Señora, la Salve, Regina.
El ritual de la orden prescribe que siempre que en una lectura, una
plática o en cualquier acto comunitario suene la palabra María, referida a
Nuestra Señora, todos los religiosos inclinen la cabeza; y si se trata de una
oración litúrgica, inclinen todo el cuerpo; y si pasan ante una efigie de
Ella, en cualquier parte del convento, si van cubiertos, se descubran.
La Madre de Dios es Maestra general de la orden y priora de honor
de todos sus conventos. En todos los coros dominicanos, la silla
presidencial, tallada con más suntuosidad que las otras, le está reservada.
Nadie jamás la ocupa. En lo alto de su respaldo, sobre una repisa, suele
haber una imagen de María. Desde Santo Domingo hasta hoy, todos los
dominicos, al hacer sus votos, prometen obediencia a Dios y a la
bienaventurada Virgen María... en la fórmula de la profesión.
En nombre de Ella pide permiso de entrada el religioso que acude a la
celda de otro: Ave, María, dice; y lo obtiene cuando desde dentro se le
responde Gratia plena.
Todas las fiestas de Nuestra Señora tienen sitio en el calendario
dominicano. El 22 de diciembre de cada año se conmemora especialmente
su Patrocinio sobre la orden. Todos los primeros domingos de mes, en
todos los conventos, se hace procesión en su honor. Le están dedicados
todos los sábados del año, celebrándose en ellos, además de la misa
conventual del día, otra votiva y solemne de carácter mariano; y por las
noches, a la salve diaria de completas se añade el canto de las letanías
lauretanas y de la prosa Inviolata (in nota ordinis).
227
Todo esto es una rica herencia del fundador, tan entregado en cuerpo
y alma a Nuestra Señora y tan devoto de Ella, que ha merecido ser
proclamado por la tradición como fundador del santísimo Rosario, el
salterio de misterios y plegarias más consagrado por los fíeles y por la
Iglesia para honrar a la Virgen Santísima.
Todo lo bueno que a través de la historia haya podido hacer la Orden
de Predicadores, y ha hecho mucho; todo lo positivo que hay en el talante
y manera de ser de los dominicos y en su espiritualidad, es como un
trasunto del santo patriarca, español y castellano por nacimiento y cultura,
y universal por vocación y ministerio.
***
Filosofías elaboradas teniendo en cuenta sólo la materia; técnicas
desarrolladas a espaldas de los valores espirituales; sistemas sociales y
políticos montados con independencia de la moral y hasta contra sus
dictados, han creado una especie de mundo nuevo, con sus peculiares
modos de ser y de pensar; han arrumbado la idea de Dios en el desván de
las cosas inservibles; han arrojado a los vertederos no sólo algunas
conclusiones pretendidamente éticas, que venían circulando, acaso
rutinariamente, como buenas, sin serlo del todo, sino otras que sí lo eran; y
con las conclusiones han lanzado por la borda hasta los primeros
principios deontológicos en muchas parcelas del obrar.
Muchas gentes viven inmersas y a gusto bajo esa atmósfera
apológicamente ciega para los valores que durante siglos se llamaron
orden, honradez, laboriosidad, paz, educación, respeto, generosidad,
gratitud... Todos esos conceptos, que juzgan anticuados y carcomidos,
desfasados y obsoletos, no les merecen otros comentarios que el del des-
precio o el de la risa.
Otras, sin llegar a tanto, viven psicológicamente, y hasta físicamente,
prisioneras en las redes de la sociedad de consumo, al borde de la sima del
hedonismo.
Afortunadamente, en medio de este desquiciamiento, hay millones de
personas en diferentes países, mayores y jóvenes, que conservan la cabeza
sobre sus hombros, y su fe en Dios, y su estima por los valores
espirituales, y conciencia de que son algo más que cuerpo con apetencias
materiales, y de que lo humano, para ser rectamente interpretado, necesita,
en lo temporal y en lo trascendente, de un clima y de unas nutriciones de

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rango superior a las que esas filosofías, y técnicas, y sistemas sociales y
ese hedonismo pueden proporcionarles.
Aceptan el avance tecnológico. Debe aceptarse. Pero no se les oculta
que, para que sea progreso y no regreso, tiene que estar informado por los
valores del espíritu y por aquellas verdades que la filosofía cristiana
califica de eternas, en el sentido de que son válidas y verdaderas siempre y
en todas partes, aunque algunos las desconozcan y otros no las coticen o
incluso las desprecien.
El mundo sería mejor, y la vida más bonita y el rumbo iría bien
enfocado si, a las conquistas de la técnica, no se les arrancara de cuajo,
desde antes de nacer, el alma.
Los avances científicos y sus ventajas potenciales responden a un
deseo de Dios, que quiso que el hombre fuese feliz, y lo dotó de
inteligencia y recursos para que laborara el campo de la vida y cosechara
en él bienestar individual, familiar y social.
La gran lección del magisterio divino ha sido hacernos saber que ese
bienestar no depende exclusivamente de conquistas materiales. Más: que
debemos ser cautos, porque la acumulación de materia sin espíritu que le
dé coherencia, entidad y valía, puede acabar derrumbándose estre-
pitosamente y aplastando a sus forjadores, como se derrumbó la torre de
Babel de la leyenda babilónica.
No sólo de pan, dijo el Señor, vive el hombre. Entiéndase: No sólo se
vive de bienes de consumo materiales, de diversiones, de poder, de buenas
nóminas, de buenos puentes y de espléndidas vacaciones, de apartamentos,
de playas y de salas de fiestas... Mucho de todo eso ni hace falta; en
cambio, sí que es imprescindible, para vivir de verdad, la palabra de Dios
A todos los posibles lectores, pero sobre todo a los que conservan
dosis de buena voluntad, y a los bienintencionados y a los equivocados con
capacidad de reacción, se brinda, desde estas páginas, la figura de Santo
Domingo como modelo imitable y maestro de vida. Imitable, si no en
todos los aspectos —algunos fueron muy personales—, sí en los móviles
que imperaron en su conducta.
Pasó Jesucristo por el mundo haciendo bien.
Terminó sus días temporales desangrándose en la cruz. Mientras
agonizaba y después de muerto, desfilaron muchos delante de él. Los
evangelistas han reproducido los comentarios que algunos hacían: de
burla, de escarnio y de incomprensión.

229
¡Vaya una vida!
¡Vaya un final!
¡Tanto predicar, tanto privarse de todo, tanto darse a los demás, para
acabar así!
Unos lo calificaron de mentecato y loco; otros, de iluso y equivocado.
El centurión llegó más al fondo de la persona, de los hechos y del
espectáculo, y con su conciencia y con su voz dijo, de manera que
pudieran oírle los circunstantes: “¡Verdaderamente este hombre era Hijo de
Dios!”
Es posible que bastante gente de nuestro tiempo, si se acercara a la
historia de Santo Domingo, tan semejante a la de Jesucristo, contemplando
su final, viéndole morir a los cincuenta y un años tras de una existencia de
trabajos y austeridades, sin haber gozado de la vida, tal como ellos
entienden el gozar y el vivir, le tachara de loco, o de romántico absurdo, o
al menos de lamentablemente equivocado.
Pero es también posible que otros, con mejor filosofía, lo enjuiciaran
como el centurión enjuició a Cristo y dijeran sinceramente convencidos:
¡verdaderamente Santo Domingo de Guzmán, el fundador de la Orden de
Predicadores, fue un hombre de Dios!

FIN

230
LAUS DEO VIRGINIQUE MATRI

231

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