Está en la página 1de 2

1

Agua para Roma


Por Kurt Julio Riegner
Para unos es admirable obra de arte, digna de parangonarse con una de las esculturas más excelsas de
Miguel Angel Buonarroti, mientras otros lo califican de adefesio carente de toda belleza. Tan dispares y
encontradas entre sí son las opiniones que se vierten acerca de un monumento llamado Fuente de Moisés,
emplazado en prominente lugar de Roma, a mediana distancia de la célebre Porta Pía. Sin tomar partido
en tan ardua controversia, digamos simplemente que se trata de una construcción de tres arcos
sobseelevados, cuyo centro está presidido por una estatua del nombrado profeta judío, de desconocido
autor y discutible valor artístico, pero de remoto parecido con la homónima obra de Miguel Ángel. Pero,
eso sí, ella ha desempeñado hace varios años un papel protagónico en el desarrollo urbanístico de Roma,
por lo cual es merecedora de ser recordada entre las numerosas fuentes que dan un singular encanto a la
Ciudad Eterna.

Abandono medieval

Tanto se ha escrito sobre la historia de esa ciudad fundada legendariamente en el año 753 antes de
Cristo y de influencia incomparable sobre los destinos y el devenir de la cultura occidental, que resulta
difícil agregarle algo que no fuera una mera pincelada en un cuadro ya acabado, un somero retoque
episódico. La Roma de la antigüedad era dueña del orbe y el lugar más populoso de la Tierra. En la época
de su apogeo, bajo el pacifico y benigno régimen de los emperadores Antoninos en el segundo siglo de
nuestra era, su edificación alcanzó su punto máximo en cuanto a densidad y espacio, mientras su
población llegó a cerca de un millón de habitantes. Luego sobrevino una época de decadencia gradual, la
cual se acentuó cuando, a partir del reinado del emperador Diocleciano a fines del siglo III, Roma dejó de
ser la capital del imperio.

Aun durante su decaimiento la ciudad conservó y hasta incrementó su enorme prestigio, acumulado a
través de una gloriosa existencia de más de mil años, al constituirse, desde los comienzos de la Edad
Media, en la sede de los papas. Pero a pesar del gran poder espiritual que éstos ejercían, la Roma
medieval no era sino una sombra de su antiguo esplendor. El Foro, donde otrora se habían levantado
imponentes templos y bellos monumentos recordatorios, se había convertido en un lugar desolado y
cenagoso, donde pacían las vacas. Grandes extensiones de la planta urbana habían quedado desiertas,
concentrándose la escasa población en uno de los barrios más bajos e insalubres de la ciudad, situado en
un meandro del río Tíber frente al Castillo Sant' Angelo, no lejos del Vaticano. El número de habitantes,
que había ido en disminución casi constante, llegó a comienzos del siglo XVI, cuando Roma, dejando
atrás a Florencia, se trocó en punto focal del movimiento renacentista y hombres del calibre de Bramante,
Rafael y del ya citado Miguel Ángel trabajaban en ella, a la ínfima cifra de 55.000 almas.

La mayor prueba del extraño estado de abandono en que se hallaba Roma en la Edad Media consiste en
el hecho de que durante ésta no se construyera en ella ninguna catedral románica ni gótica comparable a
las que se edificaron en otras partes de Italia o de Europa occidental. Las iglesias importantes de la capital
del catolicismo provenían todas de la época paleocristiana o prerrománica y eran, al sobrevenir la Edad
Moderna, es decir, el Renacimiento, anticuadas y obsoletas. Esta circunstancia motivó la resolución del
papa Julio II de demoler la antigua basílica de San Pedro, cuyo origen se remontaba a los tiempos de
Constantino el Grande, y de erigir en su lugar otra nueva, obra gigantesca terminada más de un siglo
después, en la que participaron numerosos artistas famosos, y que aún hoy es objeto de honda admiración.

Un Papa visionario

Ningún otro Papa ha hecho tanto por el mejoramiento y la renovación de Roma como Sixto V quien
gobernó la Iglesia Católica entre 1585 y 1590. Ejercía su pontificado con singular vigor y energía y era,
por añadidura, un genial urbanista que intuyó las soluciones para trasformar la maltrecha ciudad de
aspecto medieval en verdadera y condigna capital de la cristiandad. Contrariamente a sus predecesores en
el trono de San Pedro, quienes habían pertenecido a la nobleza y familias principescas de Italia, Sixto V
era de baja extracción social. Hijo de un pequeño granjero de ascendencia dálmata, Felice Beretti -que así
era su nombre- había empezado su carrera eclesiástica como fraile mendicante franciscano, y escalado
posiciones hasta llegar al cardenalato. Por su origen plebeyo, sus adversarios, que no eran pocos, lo
llamaban burlonamente el "cuidador de puercos". No obstante las chanzas que le gastaron, este Papa de la
Contrarreforma tenía una visión preclara de la misión que Roma debía cumplir y. más aún, de las medidas
que habían de adoptarse para lograr su mutación en una gran urbe.
2

Para llevar adelante sus designios Sixto V comprometió los servicios del renombrado arquitecto
Doménico Fontana, quien como diseñador y artista era algo seco y pedante, pero se distinguía por tener
una gran habilidad para complicadas tareas ingenieriles. Muestra de ello es la audaz hazaña, emprendida a
instancias del Papa, de trasladar de su anterior emplazamiento el obelisco del emperador Calígula, una
aguja monolítica de 25 metros de altura, y dejarlo enhiesto frente a la fachada aún no terminada de San
Pedro, en el justo centro del magnífico pórtico que erigió en su derredor varios decenios más tarde, ya en
plena época del Barroco, el ilustre Gianlorenzo Bernini.

Ambas hombres, el Papa visionario y el artista diestro, empezaron su ciclópea obra de inmediato.
Durante los cinco breves años que duró el papado de Sixto V, crearon un sistema de anchas avenidas que,
comunicando entre sí los sitios más importantes de la ciudad, prevalece aún hoy en Roma y canaliza su
tráfico vehicular y peatonal. Para lograrlo e imponer al plano de la urbe sus ejes directrices viales, debían
vencerse numerosas dificultades, derribar obstáculos y salvar los impedimentos que oponía a su empresa
la tan variada topografía de la Ciudad Eterna. Los nuevos caminos, proyectados con amplitud para dejar
paso a la vez a cinco carrozas -medio de trasporte que acababa de ponerse de moda- corrían por regiones
deshabitadas, con algunas miserables chozas diseminadas en ellas, y viñas solitarias, entre las cuales se
asomaban, a lo lejos, los campanarios de las grandes basílicas. Así se trasformaron en anchas rutas
rectilíneas lo que habían sido discontinuos y polvorientos senderos rurales. La más importante de tales
nuevas avenidas se denominaba, en homenaje al mismo Papa y usando su nombre de pila, la "Strada
Felice", la cual atravesaba Roma de noroeste a sudeste uniendo la Piazza del Popolo, Trinitá dei Monti,
Santa María Maggiore y San Juan de Letrán, puntos preexistentes que hasta entonces habían quedado
aislados.

Un nuevo concepto

Otro aspecto de esta remodelación urbanística emprendida en gran escala consistía en el intento de
repoblar las desiertas zonas intermedias del área ciudadana. Para alcanzar este Objetivo, el Papa tomó una
serie de medidas, la mayoría de ellas con éxito. Hasta cayó en la original y algo abstrusa idea de querer
convertir el Coliseo, el celebérrimo anfiteatro de los Flavios, en fábrica textil y radicar en su amplio
recinto una comuna de obreros, proyecto que no llegó a prosperar. Más suerte, en cambio, tuvo su plan de
llevar agua potable a las inhabitadas colinas de Roma, las que, por estar al alcance de los vientos frescos
que soplan de la campaña, siempre habían sido la región más saludable de la ciudad. Los famosos
acueductos hechos construir en el siglo III por Alejandro Severo, un emperador de origen fenicio, habían
quedado derrumbados o destruidos hacía más de un milenio, por lo cual la parte elevada de Roma carecía
del vital elemento liquido y había sido abandonada por sus pobladores.

Sixto V, con su aguda percepción de los problemas urbanos, resolvió ponerle remedio a este estado de
cosas. Al efecto, echó mano de una pequeña cascada situada a 16 millas de la ciudad, y, venciendo
grandes dificultades técnicas debidas a la escabrosidad del terreno, hizo encauzar sus aguas y conducirlas,
en parte por canales subterráneos y en parte por medio de un acueducto colocado sobre arcos, hasta la
altura de las colinas. La monumental obra quedó concluida en el breve término de dieciocho meses, y un
día del año 1589, el agua llegó a la ya mencionada Fuente de Moisés y brotó, en burbujeante chorro, de
las fauces de los cuatro marmóreos leones egipcios que se hallan a su frente, siendo lanzada a grandes
tazas protegidas por una barandilla. Estaba previsto, y existe hoy todavía, también un gran cuenco lateral,
donde se podía abrevar el ganado bovino y equino. Simultáneamente, el agua empezó a surgir a
borbotones en otras veintisiete fuentes públicas previamente instaladas. Era un momento de gran
conmoción para Roma que inició toda una etapa en la evolución de la ciudad, y los agradecidos romanos
dieron a la Fuente de Moisés, en homenaje al Papa, el sobrenombre de "Aqua Felice", el cual se ha
conservado hasta el presente, disimulando las muchas veces aducida fealdad del referido artefacto.

A estas fecundas realizaciones debe asignarse, además del valor que poseían para Roma, un significado
mucho mayor. A fines del siglo XVI y más aún en la centuria siguiente empezó a formarse un nuevo
concepto de la ciudad capital, tal cual la conocemos hoy, como centro político, social y cultural. Si bien
fueran fundadas con mucha anterioridad, de la época señalada data el verdadero desarrollo de París,
Madrid y Londres, a las que se agregarían, más tarde y en menor grado Berlín y San Petersburgo, que
trasformaría estas ciudades en capitales nacionales. En este conjunto, el papel de Roma, convertida en
capital del catolicismo, es único y precursor. Era Sixto V, el Papa plebeyo y visionario, quien con su obra
remodeladora erigió la Ciudad Eterna en prototipo de moderna urbanización.

La Prensa, Buenos Aires, 15 de marzo de 1980, 1ª sección, página 8.

También podría gustarte