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Digerí varios vídeos y fotos, entre ellos la grabación que me había aterrado: una
mujer entra en una cabina ubicada en una sala donde se oyen pájaros de fondo y
están sentadas dos personas. La mujer cierra la puerta, suelta en la mesa unos
papeles, y, sin más, grita estentóreamente. Bueno, en realidad suponemos que
aúlla, porque solo oímos los pájaros. Ella se desgañita de forma desgarradora,
pero su voz no nos alcanza. Las dos personas con las que comparte sala
tampoco oyen nada, no se inmutan. La publicidad se redondea con esta frase:
“Nosotros, cuando enseñamos la oficina a un nuevo empleado: este es el lugar
donde puedes ir a gritar. No te preocupes, está insonorizado”.
Hacia ese horizonte negro puede dirigirnos esta estructura implacable que
genera cada vez más personas ansiosas, más trabajos precarizados, amenazados
por el extractivismo productivo, la fatalidad tecnológica o la falta de garantías
sociales. Nos deja en el borde, preguntándonos si esto es lo que tenía el futuro
preparado para todos: el permiso para gritar cada vez más alto en un espacio
angustiosamente menguante.
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