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28 de mayo de 2023

DOMINGO DE PENTECOSTÉS, ciclo A


Hch 2, 1-11 – Sal 103 – 1Cor 12, 3-7.12-13 – Jn 20, 19-23
Fernando Armellini, SSCJ/celebraciondelapalabra.wordpress.com
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Esperanza de un mundo nuevo


Introducción
 
Los fenómenos naturales que más impresionan la fantasía del hombre –el fuego, el relámpago, el
huracán, el terremoto, los truenos (cf. Ex 19,16-19) son empleados en la Biblia para narrar las
manifestaciones de Dios. También para presentar la efusión del Espíritu del Señor, los autores
sagrados recurren a estas imágenes. Han dicho que el Espíritu es soplo de vida (cf. Gn 2,7), lluvia que
riega la tierra y transforma el desierto en un jardín (cf. Is 32,15; 44,3), fuerza que da vida (cf. Ez
37,1-14), trueno del cielo, viento huracanado, fragor, lenguas como de fuego (Hch 2,1-3). Imágenes
vigorosas todas que sugieren la idea de una incontenible explosión de fuerza.
 
A donde llega el Espíritu, acontecen cambios y transformaciones radicales: se desploman barreras, se
abren las puertas de par en par, tiemblan todas las torres construidas por manos humanas y
proyectadas por la “sabiduría de este mundo”, desaparece el miedo, la pasividad, el quietismo, surgen
iniciativas y se toman decisiones audaces. 
 
Quien se siente insatisfecho y aspira a renovar el mundo y el hombre, puede contar con el Espíritu:
nada resiste a su fuerza. Un día, el profeta Jeremías se ha preguntado en un momento de
desconfianza: “¿Puede un etíope mudar de piel o una pantera de pelaje? ¿Podrán hacer el bien
habituados como están a hacer el mal?” (Jer 13,23) Sí –se le puede responder– todo prodigio es
posible allí donde irrumpe el Espíritu de Dios.
 
 
* Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“El Espíritu del Señor llena el universo y renueva la faz de la tierra”.
 
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1° Lectura | 2° Lectura | Evangelio
 
Primera Lectura: Hechos de los Apóstoles 2,1-11
 
2,1:
Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos reunidos. 2,2: De repente vino del cielo un ruido,
como de viento huracanado, que llenó toda la casa donde se alojaban. 2,3: Aparecieron lenguas como
de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. 2,4: Se llenaron todos de Espíritu
Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, según el Espíritu les permitía expresarse.
2,5:
Residían entonces en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todos los países del mundo. 2,6: Al
oírse el ruido, se reunió una multitud, y estaban asombrados porque cada uno oía a los apóstoles
hablando en su propio idioma.
2,7:
Fuera de sí por el asombro, comentaban: ¿Acaso los que hablan no son todos galileos? 2,8:
¿Cómo es que cada uno los oímos en nuestra lengua nativa? 2,9: Partos, medos y elamitas, habitantes
de Mesopotamia, Judea y Capadocia, Ponto y Asia, 2,10: Frigia y Panfilia, Egipto y los distritos de Libia
junto a Cirene, romanos residentes, 2,11: judíos y prosélitos, cretenses y árabes: todos los oímos contar,
en nuestras lenguas, las maravillas de Dios. – Palabra de Dios
 
 
Jesús ha prometido a sus discípulos que no les dejaría solos y que enviaría al Espíritu Santo (cf. Jn
14,16.26). Hoy celebramos la fiesta del don del Resucitado. 
 
Los numerosos “prodigios” que nos narra el pasaje de los Hechos, acaecidos en el día de Pentecostés,
nos dejan totalmente sorprendidos: truenos y viento impetuoso, llamas que descienden del cielo, los
apóstoles hablando todas las lenguas. 
 
¿Por qué ha esperado Jesús cincuenta días para enviar a sus discípulos el Espíritu Santo? 
 
Para comprender esta página de teología (no de crónica) debemos adentrarnos un poco en el lenguaje
simbólico empleado por el autor. 
 
Lucas coloca la venida del Espíritu en el día de Pentecostés. Juan, por otra parte, nos dice en el
evangelio de hoy dice que Jesús comunicó su Espíritu en el mismo día de la resurrección (cf. Jn 20,22).
¿Como se explica la discordancia entre las dos fechas?
 
Digámoslo de inmediato claramente desde el principio: el misterio pascual es único. Muerte,
Resurrección, Ascensión y don del Espíritu han tenido lugar en el mismo instante, en el momento de la
muerte de Jesús. Narrando lo sucedido en el Calvario aquel viernes santo, Juan dice que, inclinando la
cabeza, Jesús entregó el Espíritu (Jn 19,30). 
 
¿Por qué, entonces, este único, inefable, sublime misterio pascual ha sido presentando por Lucas como
si hubiera sucedido en tres momentos sucesivos? Lo ha hecho para ayudarnos a comprender sus
múltiples dimensiones.
 
Juan ha puesto la efusión del Espíritu en el día de Pascua para hacer ver que el Espíritu es un don del
Resucitado. Ahora veamos porque Lucas pone el episodio en la fiesta de Pentecostés. 
 
Pentecostés era una fiesta hebraica muy antigua que se celebraba cincuenta días después de la
Pascua: conmemoraba la llegada del pueblo de Israel al monte Sinaí. Todos sabemos lo acaecido en
aquel lugar: Moisés ha subido al monte, se ha encontrado con Dios y ha recibido la Ley para trasmitirla
a su pueblo. 
 
Los israelitas se sentían orgullosos de este don. Decían que Dios había ofrecido la Ley a otros pueblos
antes que a ellos, pero que éstos la habían rechazado, prefiriendo sus vicios y desenfrenos. Para
agradecer a Dios por esta predilección, los israelitas habían instituido una fiesta: Pentecostés. Diciendo
que el Espíritu había descendido sobre los discípulos justamente en el día de Pentecostés, Lucas quiere
enseñarnos que el Espíritu ha substituido a la antigua ley, convirtiéndose en la nueva ley para el
cristiano. 
 
Para explicar lo que quiere decir el evangelista, recurramos a una comparación. Un día Jesús ha
dicho: “¿Se cosechan higos de los espinos o uvas de los cardos?” (Mt 7,16). Sería insensato imaginar
que cuidando con premura un cardo, podándolo, creando alrededor un clima más suave, podría llegar
a producir uva. No obstante, si –con un prodigio de ingeniería genética– se llegase a trasformar un
cardo en vid, entonces no sería necesaria ninguna intervención externa. El cardo produciría
espontáneamente uvas. 
 
Antes de recibir la efusión del Espíritu, el mundo era como un gran cardo. Dios había dado a los
hombres óptimas indicaciones –un decálogo, preceptos, innumerables consejos– y esperaba frutos,
obras de justicia y de amor (cf. Mt 21,18-19), pero éstos no llegaron porque el árbol seguía siendo
malo y “no hay árbol podrido que dé fruto sano…el hombre malo saca lo malo de la maldad” (Lc
6,43.45). 
 
¿Qué ha hecho entonces Dios? Ha decidido cambiar el corazón de los hombres. Con un corazón nuevo
–ha pensado– los hombres no tendrían necesidad de una ley externa, harían el bien siguiendo los
impulsos procedentes de su interior. 
 
He aquí lo que es la ley del Espíritu: es el corazón nuevo, es la vida de Dios que, entrando en el
hombre, lo trasforma y, de cardo, lo convierte en árbol fecundo capaz de producir espontáneamente
las obras de Dios. 
 
Cuando el hombre está lleno del Espíritu, algo inaudito tiene lugar en él: ama con el mismo amor de
Dios. Desde ese momento “no tendrá mas la necesidad de que nadie le enseñe” (1 Jn 2,27), no
necesitará otra ley. Juan llega hasta decir que el hombre animado por el Espíritu es ya incapaz de
pecar: “Nadie que sea hijo de Dios comete pecado, porque permanece en él la semilla de Dios; y no
puede pecar, porque ha sido engendrado por Dios” (1 Jn 3,9).
 
¿Y respecto al ruido huracanado, al viento, al fuego? está claro su significado: veamos el libro de
Éxodo donde se nos refiere los fenómenos que han acompañado al don de la antigua ley: “Al tercer día
por la mañana hubo truenos y relámpagos y una nube espesa se posó sobre el monte, mientras el
toque de trompeta crecía en intensidad y todo el pueblo se puso a temblar” (Ex 19,16). “Todo el
pueblo percibía los truenos y relámpagos, el sonar de la trompeta y la montaña humeante” (Ex
20,18).
 
Los rabinos decían que en monte Sinaí, el día de Pentecostés, cuando Dios había dado la Ley, sus
palabras habían tomado la forma de setenta lenguas de fuego para indicar que la Torah estaba
destinada a todos los pueblos de la tierra (que en aquel tiempo se pensaba que éstos eran justamente
setenta). 
 
Si la antigua ley había sido dada en medio a truenos, relámpagos y llamas de fuego… ¿cómo hubiera
podido Lucas presentar de modo diverso el don del Espíritu Santo – la nueva ley? Para hacernos
comprender debía emplear las mismas imágenes. 
 
¿En cuanto a las muchas lenguas habladas por los apóstoles?
 
Probablemente Lucas hace alusión a un fenómeno muy común en la iglesia primitiva: después de
haber recibido el Espíritu, los creyentes comenzaban a alabar a Dios en un estado de exaltación y,
como en éxtasis, balbuceaban palabras extrañas en otras lenguas.
 
Lucas ha utilizado este fenómeno en un sentido simbólico, para enseñar la universalidad de la iglesia.
El Espíritu es un don destinado a todos los hombres y a todos los pueblos. Frente a este don de Dios,
se desploma toda barrera de lengua, raza y tribu. En el día de Pentecostés, sucede todo lo contrario de
lo acaecido en la torre de Babel (cf. Gn 11,1-9).
 
Allí donde los hombres comenzaron a no entenderse entre sí y a alejarse los unos de los otros. En
Pentecostés el Espíritu pone en marcha un movimiento opuesto: reúne a todos aquellos que estaban
dispersos.
 
Quien se deja guiar por la palabra del evangelio y por el Espíritu Santo, habla una lengua que todos
comprenden y que a todos une: el lenguaje del amor. Es el Espíritu el que transforma la humanidad en
una única familia donde todos se entienden y se aman.
 
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Segunda Lectura: 1 Corintios 12,3b-7.12-13
 
12,3:
Por eso les hago notar que nadie, movido por el Espíritu de Dios puede decir: ¡Señor Jesús! si no
es movido por el Espíritu Santo.
12,4:
Existen diversos dones espirituales, pero un mismo Espíritu; 12,5: existen ministerios diversos,
pero un mismo Señor; 12,6: existen actividades diversas, pero un mismo Dios que ejecuta todo en
todos.
12,7:
A cada uno se le da una manifestación del Espíritu para el bien común. 12,12: Como el cuerpo, que
siendo uno, tiene muchos miembros, y los miembros, siendo muchos, forman un solo cuerpo, así
también Cristo. 12,13: Todos nosotros, judíos o griegos, esclavos o libres, nos hemos bautizado en un
solo Espíritu para formar un solo cuerpo, y hemos bebido un solo Espíritu. – Palabra de Dios
 
 
¿Cuál es el origen de las divisiones al interno de nuestras comunidades? Son la envidia y los celos
recíprocos. Los que tienen bellas cualidades (son inteligentes, fuertes, tienen buena salud, han
estudiado…), en vez de poner humildemente sus dotes al servicio de los hermanos, comienzan a
aspirar a títulos honoríficos, exigen mayor respeto y están convencidos de tener derecho a privilegios,
quieren ocupar los mejores puestos. Es así como los ministerios de la comunidad, en vez de estar al
servicio de los demás, se convierten en oportunidad para imponerse a los demás, para la propia
afirmación, el propio poder, el propio prestigio.
 
Los cristianos de la comunidad de Corinto no eran mejores que los cristianos de hoy, cometían los
mismos pecados, tenían los mismos defectos. Concretamente, estaban divididos a causa de los
diversos carismas (es decir, de los diversos dones) que cada uno había recibido de Dios. 
 
Pablo escribe a estos cristianos para recordarles que los muchos dones, las muchas cualidades que
tiene cada uno de ellos, no les han sido dadas para crear divisiones sino para favorecer la unidad: “A
cada uno –dice Pablo– se le ha dado una manifestación del Espíritu para el bien común” (v. 7). Y esto
es así porque el origen de todos los carismas es único: el Espíritu. Pablo dice : “Existen diversos dones
espirituales, pero es solo uno el Espíritu” (v. 4).
 
Para aclarar mejor esta idea de la unidad y del servicio recíproco, Pablo utiliza la comparación del
cuerpo. 
 
Los cristianos constituyen un solo cuerpo, dotado de muchos miembros. Cada miembro debe
desarrollar su función para el bien de todo el organismo. Así sucede también con los diversos dones
con que son enriquecido los miembros de la comunidad: sirven para que cada uno pueda manifestar a
los otros su amor, mediante una humilde actitud de disponibilidad al servicio mutuo.

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Evangelio: Juan 20,19-23
 
20,19:
Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos con las puertas bien
cerradas, por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se colocó en medio y les dice: La paz esté con ustedes.
20,20:
Después de decir esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron al ver al
Señor.
20,21:
Jesús repitió: La paz esté con ustedes. Como el Padre me envió, así yo los envío a ustedes.
20,22:
Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: Reciban el Espíritu Santo. 20,23: A quienes les perdonen
los pecados les quedarán perdonados; a quienes se los retengan les quedarán retenidos. – Palabra
del Señor
 
 
Para los primeros cristianos el primer día de la semana es muy importante por ser el día del Señor (cf.
Ap 1,10), es el día en que la Comunidad suele reunirse para la fracción del pan eucarístico (cf. Hch
20,7; 1 Cor 16,2). 
 
Era por la tarde. La referencia al tiempo con que comienza el pasaje evangélico es preciosa: quizás
indique la hora tardía en que los primeros cristianos tenían por costumbre reunirse para sus
celebraciones. 
 
Las puertas están cerradas por miedo a los judíos (v. 19). Jesús no había prometido ciertamente
triunfos y una vida fácil a sus discípulos; “en el mundo tendrán que sufrir”, les había dicho (Jn 16,33).
Sin embargo, la razón principal por la que se insiste en las puertas cerradas (cf. Jn 20,26) es
teológica: Juan quiere que comprendamos que el Resucitado es el mismo Jesús que los apóstoles han
visto, conocido, escuchado, tocado, pero que ahora se encuentra en una situación diferente. No ha
regresado a la vida de antes (como ocurrió con Lázaro), ha entrado en una existencia completamente
nueva. 
 
Su cuerpo no está ya formado de átomos materiales sino que es imperceptible a la verificación de los
sentidos.
 
La resurrección de la carne no equivale a la reanimación de un cadáver. Se trata del misterioso
florecer de una vida nueva a partir de un ser finito. Pablo explica este hecho mediante la imagen de la
semilla: “Así pasa con la resurrección de los muertos: se siembra corruptible, resucita incorruptible; se
siembra miserable, se resucita glorioso; se siembra débil, resucita poderoso; se siembra un cuerpo
natural, resucita un cuerpo espiritual” (1Cor 15,42-44). 
 
Cuando Jesús muestra las manos y el costado, los discípulos se llenaron de alegría. Una reacción
sorprendente: deberían haberse entristecido al ver los signos de su pasión y muerte. Se alegran, sin
embargo, no porque se encuentran ante el Jesús al que han acompañado a lo largo de los caminos de
Palestina, sino porque ven al Señor (v. 20), se dan cuenta de que el Resucitando que está revelándose
a ellos es el mismo Jesús, aquel que ha entregado la vida. 
 
Colocando las manifestaciones del Resucitado en el contexto de la tarde del primer día de la semana,
Juan ha intentado decir a los cristianos que también ellos pueden encontrar al Señor, no a Jesús de
Nazaret con el cuerpo material que tenía en este mundo, sino al Resucitado, cada vez que se
encuentran reunidos “en el día del Señor”. 
 
Después de haber saludado por segunda vez: La paz esté con ustedes (vv. 19.21), Jesús dona a los
discípulos su Espíritu y les confiere el poder de perdonar los pecados (vv. 21-23). 
 
Los discípulos son enviados a cumplir una misión: “Como el Padre me ha enviado también les envío
yo”. 
 
Cuando estaba en el mundo, Jesús hacía presente el rostro y el amor del Padre (cf. Jn 12,45), ahora,
dejado este mundo, continua su obra a través de los discípulos a quienes infunde su Espíritu. 
 
Acogerle a él era acoger al Padre que le había enviado; ahora, acoger a sus enviados es acogerle a
él (cf. Jn 13,20).
 
Para comprender la misión confiada a los apóstoles, el perdón de los pecados mediante la efusión del
Espíritu, debemos referirnos a las concepciones religiosas del pueblo de Israel y a las palabras de los
profetas. 
 
En tiempos de Jesús, se creía que los hombres hacían el mal, se contaminaban con los ídolos, eran
impuros porque estaban movidos por un espíritu malo; por eso esperaban la intervención de Dios que
los liberara e infundiera en ellos un espíritu bueno. 
 
En la Carta a los Romanos, Pablo describe dramáticamente la infeliz condición del hombre que se
encuentra a merced del espíritu del mal: “Lo que realizo no lo entiendo, porque no hago lo que quiero,
sino que hago lo que detesto. Sé que nada bueno hay en mí, es decir, en mis bajos instintos. El deseo
de hacer el bien está a mi alcance, pero no está a mi alcance el realizarlo. No hago el bien que quiero
sino el mal que detesto” (Rom 7,15-19).
 
Por boca de los profetas, Dios promete el don de un espíritu nuevo, de su Espíritu: “Los rociaré con
agua pura que los purificará: de todas sus inmundicias e idolatrías los he de purificar; les daré un
corazón nuevo y les infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de sus cuerpos el corazón de piedra y les
daré un corazón de carne. Les infundiré mi espíritu y haré que caminen según mis preceptos y que
cumplan mis mandatos poniéndolos por obra” (Ez 36,25-27).
 
Esta efusión del Espíritu del Señor habría de renovar el mundo. Lo inundará –dice el profeta Ezequiel–
como un torrente de agua impetuoso que, cuando entra en el desierto, lo fecunda y lo trasforma en un
jardín. “A la vera del rio, en sus dos riveras, crecerá toda clase de frutales; no se marchitarán sus
hojas ni sus frutos se acabarán; darán cosecha nueva cada luna, porque los riegan aguas que manan
del santuario; su fruto será comestible y sus aguas medicinales” (Ez 46,12). Son imágenes deliciosas
que describen de manera admirable la obra vivificante del Espíritu. 
 
En el día de Pascua se cumplen estas profecías. Con un gesto simbólico –Jesús sopló sobre ellos– les
entregó su Espíritu. Este soplo nos recuerda el momento de la creación cuando “el Señor modeló al
hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz aliento de vida” (Gn 2,7). El soplo de Jesús crea al
hombre nuevo, quien ya no es víctima de las fuerzas que lo conducen al mal, sino que está animado
de una energía nueva que lo empuja hacia el bien. 
 
Allí donde llega este Espíritu, el mal es vencido, el pecado es perdonado –cancelado, destruido– y nace
el hombre nuevo modelado conforme a la persona de Cristo. 
 
La misión que el Resucitado confía a sus discípulos es la de perdonar los pecados, continuando así su
obra de “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). 
 
¿Qué significa perdonar los pecados? Estas palabras han sido interpretadas –de manera justa pero en
forma reductiva– como la trasmisión a los apóstoles del poder de absolver de los pecados. No es éste
el único modo de perdonar, es decir, de neutralizar y derrotar al pecado. La potestad conferida por
Jesús es mucho más amplia y tiene en cuenta a todos los discípulos que están animados por su
Espíritu: es la de purificar al mundo de toda forma de mal. 
 
Los poderes no son dos –perdonar o retener– a discreción del confesor que evalúa caso por caso. El
poder es uno solo, y es el de aniquilar el pecado en todas sus formas. Pero éste puede no ser
perdonado: si el discípulo no se compromete a crear las condiciones para que todos abran el corazón a
la acción del Espíritu, y así el pecado no es perdonado. 
 
 Y el discípulo será responsable del fracaso de la misión.

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