Está en la página 1de 9

Distintas miradas sobre el pasado

Existen distintas formas de analizar el pasado. Hay quienes creen que todo tiempo pasado
fue mejor: se trata de una postura pesimista que no confía en el progreso de la Humanidad, sino que
defiende la realidad vivida en años anteriores.

Otra posición filosófica, más asentada en la realidad, sostiene que el pasado debe ser
recordado para rescatar lo positivo y para no repetir los errores. En este sentido, el pasado sería la
base sobre la cual se construye el presente y se planifica el futuro.

Una tercera postura afirma que el pasado no existe (o que, al menos, sólo existe en la mente
de las personas). De acuerdo a esta noción, lo único que tiene existencia real es el presente: el
pasado ya murió y el futuro aún no ha llegado.

La melancolía y la nostalgia

A pesar de dicha distinción ideológica, es casi inevitable sentir una cierta nostalgia con
respecto a nuestro pasado. Aun aquéllos que afirman mirar hacia el futuro, pensar siempre en el
desarrollo y el crecimiento, amar la innovación y no temer al cambio, pasan por momentos de
debilidad en los que añoran la infancia, la inocencia propia de esa época en la que, en el caso de los
más afortunados, no existían las obligaciones, la muerte o el desarraigo, entre tantas dolencias
diferentes que se pueden sufrir en la vida.

El pasado da una sensación de seguridad, de control, ya que se conoce y no cambia. Claro


que tenemos el poder de recordarlo con ciertas modificaciones que se ajusten a las necesidades que
tengamos en cada etapa de nuestras vidas. Es muy común que un mismo hecho se traiga a la
memoria con distintas connotaciones cada vez, dependiendo de los sentimientos presentes al
momento de evocarlo; por ejemplo, alguien que logra dejar la pobreza atrás puede recordar con
desprecio su infancia llena de carencias y, más tarde, si sufre una pérdida muy profunda, añorarla
por la seguridad afectiva que sentía, a pesar de la inestabilidad económica.

El pasado como base o punto de partida

Como suele suceder en otros casos, una postura equilibrada es la más aconsejable, ya que
nos permite aprender del pasado para construir un presente mejor. Es inevitable apoyarse en la
experiencia para crecer; ¿qué sería de un científico sin partir de la infinidad de descubrimientos
hechos por sus antecesores, o de un escritor sin haber cultivado la lectura a través de los grandes
clásicos? En muchos casos, el orgullo lleva a ciertas personas a buscar una realidad totalmente
desprendida de las raíces, creyendo que sólo de ese modo es posible alcanzar la autenticidad. Y esto
no podría estar más alejado de la realidad.

Nadie puede escoger sus orígenes, y las personas que buscan respuestas para todo suelen
lamentar muchos acontecimientos de su pasado, sean enseñanzas de sus padres que carecían de
sentido o moral, o ideas que solieran defender en la adolescencia y con las que ya no se sientan
identificados. Pero alguien capaz de cuestionar esos sucesos y capitalizar lo aprendido de los errores
tiene una riqueza incalculable y probablemente no haya muchos obstáculos que no pueda superar en
la vida.

Es interesante mencionar que, para la física, el pasado de un acontecimiento X está formado


por la totalidad de los puntos de la dimensión espacio-temporal que pueden tener influencia en lo
que sucede en X.

Aun enfocándonos en un plano más individual, los seres humanos también somos producto
de un pasado, con esto quiero decir, que, por ejemplo, nuestra vida adulta o adolescente, siempre
estará signada, marcada, de vuelta, para bien o para mal, por aquello que hayamos vivenciado en el
pasado.

En tanto, el pasado, es una materia que despierta el interés de parte de otras ciencias como
ser la arqueología, la filología, la geología, la paleontología, la cosmología y la historia, entre otras.

Para qué sirve el pasado

La futurología, según la defino, es una ciencia muy seria cuyo tema no sólo no existe, sino que
necesariamente es inexistente, porque el futuro no existe ni existirá jamás. Esto no sería motivo de
preocupación de no ser porque nos llama la atención de inmediato a otra reflexión análoga pero más
aterradora, es decir, que el pasado tampoco existe. Desde la época de San Agustín y sus clásicas
reflexiones sobre este tema, el misterio del tiempo ha absorbido y atormentado casi a todos los
principales filósofos, hasta pasar por Bergson, Husserl y Sartre. El pasado, por definición, es un
océano de acontecimientos que alguna vez ocurrieron; y esos acontecimientos o bien han quedado
en nuestra memoria, es decir, sólo existen como una parte de nuestra realidad psicológica, o los
hemos reconstruido a partir de nuestra experiencia actual, y sólo esta experiencia de hoy, nuestra
reconstrucción actual del pasado, es lo real, y no el pasado como tal. En otras palabras, el ámbito
todo del pasado existe sólo como parte de nuestra (o, en rigor, de mi) conciencia; el pasado en sí
mismo no es nada.
Este razonamiento puede parecer un sofisma, o un excéntrico ejercicio filosófico. Pero no es un
sofisma, es algo serio. Sin embargo, también se puede ver el problema desde otro ángulo. Todo lo
que vemos o tocamos evidentemente es producto de acontecimientos que alguna vez ocurrieron,
quizá hace diez segundos, tal vez hace diez millones de años. ¿No resulta entonces correcto y
razonable decir que todo lo que vemos o tocamos es el pasado? Desde el punto de vista metafísico,
el pasado quizá no sea nada, pero respecto a nuestra experiencia, el pasado lo es todo. Todo nuestro
conocimiento del llamado mundo “externo” no es sino una corriente continua, ininterrumpida, de
actos a través de la cual lo que era el pasado se convierte en presente. Sí, cabe decir que, lejos de no
ser nada, el pasado lo es todo. Y el enigma del tiempo no es exclusivamente algo que los filósofos
hayan inventado para divertirse tratando de desenmarañar sus misterios. El misterio está al alcance
de todos, aunque por supuesto que no todos quieren pasársela pensando en el tiempo; sólo los
filósofos intentan expresar esta experiencia cotidiana.

La filosofía no es para gustar. Recuerdo a un colega, un profesor de filosofía, que contaba del
primer día de clases de su hijo de seis años. La maestra les pidió a todos los niños que dijeran su
nombre y la actividad de su padre. El niño se negaba a decir nada y la maestra estaba enfadada. Más
tarde, en casa, el niño explicó: “Es que no les podía decir que mi papá es filósofo, porque todos los
niños se habrían reído de mí.” Claro que se habrían reído de él. Pero si el niño hubiera dicho que su
papá era un payaso del circo, también se habrían reído, aunque ser payaso de circo sea un trabajo
agradable y respetable. Y se habrían reído si el niño hubiera dicho que su padre era trabajador de la
limpieza urbana, aunque la limpieza urbana no sólo sea un trabajo respetable, sino uno de los más
importantes del mundo de hoy: sin personas que se dedicaran a recoger la basura no
sobreviviríamos mucho tiempo. De esta manera, en lo que respecta a la filosofía, no hay que
atenernos a lo que piensan los niños. Cabría añadir que la profesión de filósofo tiene una
considerable afinidad con las dos profesiones que acabo de mencionar: la del payaso de circo y la
de la limpieza urbana. Pero volvamos al pasado.

Así pues, cabe interpretar nuestra experiencia directa como una forma de contacto con el pasado.
Pero también se puede hablar de conocimiento del pasado en una forma más específica, es decir, del
conocimiento de la historia humana; y cabe preguntar para qué sirve este conocimiento del pasado.
La Ilustración a veces se burló del conocimiento histórico o no le tenía respeto, ya sea porque la
historia, con demasiada frecuencia, es una infinita exhibición de la estupidez y la crueldad humana,
o porque no se puede aprender nada útil de lo que hacía la humanidad anteriormente, o bien porque
la historia no es una ciencia.
Sin duda es discutible que no se pueda utilizar el conocimiento histórico en apoyo del trabajo de
hoy. Tal vez sea cierto que lo que se sepa de las hazañas de Alejandro Magno o de Aníbal no tenga
gran utilidad en la preparación de los generales de la actualidad, y que el conocimiento de las
intrigas políticas de la corte francesa del siglo XVII no sea de gran ayuda para un político
contemporáneo. Pero el limitado apoyo técnico que pueda proveer el conocimiento de los hechos
históricos no justifica llegar a la conclusión de que el conocimiento histórico no tiene pertinencia en
nuestra vida actual. Somos los herederos culturales, aunque no necesariamente materiales, de
Alejandro Magno, de Aníbal y de los monarcas franceses; y decir que su vida, sus hechos y sus
desmanes no tienen importancia en nuestra vida sería casi tan absurdo como decir que no me
importaría si de pronto borrara de mi memoria mi propio pasado personal, sólo porque,
evidentemente, vivo en el presente y no en el pasado. La historia de las generaciones pasadas es
nuestra historia, y es necesario conocerla para saber quiénes somos; de la misma manera en que mi
propia memoria construye mi identidad personal, me convierte en un sujeto humano.

Considerar que la historia no sea una ciencia, sino un arte, no significa, claro está, que carezca de
interés ni que no valga la pena cultivarla. Es una cuestión banal. Pero el hecho de que la historia no
sea una ciencia puede indicar que, a diferencia de las ciencias naturales, no intenta establecer leyes
generales sino que sólo se ocupa de acontecimientos particulares, únicos e irrepetibles. Esta
cuestión se debate desde el siglo XIX y ha dado lugar a la conocida distinción, elaborada por
Rickert, entre las disciplinas nomotéticas y las ideográficas: entre las disciplinas cuyas leyes se
descubren y las disciplinas que sólo se ocupan de narrar acontecimientos singulares.

En efecto, no existen “leyes de la historia”, en el sentido de afirmaciones verdaderas y


justificables capaces de decirnos que, en determinadas condiciones bien definidas, ciertos
fenómenos bien definidos ocurren invariablemente. La idea de las leyes de la historia fue una
ilusión hegeliana y marxiana. La historia humana es un conjunto de accidentes imprevisibles, y es
fácil citar diversos ejemplos en que algún acontecimiento, evidentemente decisivo para el destino de
la humanidad durante varios decenios, habría podido ser diferente: no hubo nada de necesario ni en
que ocurriera ni en los resultados que produjo.

La frase “las leyes de la historia” se ha utilizado también para describir una tendencia o
propensión llamada a predominar en el futuro próximo. Este uso fue particularmente frecuente en la
doctrina marxista, y su significado ideológico era que los acontecimientos futuros podían preverse
con bases supuestamente “científicas”. Lamentablemente, todas las predicciones que hicieran Marx
o, posteriormente, los marxistas, resultaron demostrablemente falsas; el desarrollo social siguió un
rumbo por completo diferente. Las clases medias, en vez de reducirse gradualmente y desaparecer,
de acuerdo con la profecía marxista, crecieron y crecieron; el mercado, lejos de ser un obstáculo
para el progreso tecnológico, demostró ser su estímulo más vigoroso; la pauperización relativa y
absoluta de la clase trabajadora no ocurrió; la disminución de la rentabilidad que habría de causar el
desplome del capitalismo resultó una vana esperanza; la revolución proletaria, es decir, una
revolución producida por el conflicto entre los obreros y los capitalistas, nunca se verificó (la
Revolución Rusa no fue en modo alguno un ejemplo de aquélla; lo más aproximado a una
revolución, por lo menos teóricamente, quizás fuera el movimiento obrero polaco de principios de
los años ochenta, dirigido contra un Estado socialista y realizado bajo el signo de la cruz, con la
bendición del Papa). Podría decirse que, en general, la futurología no goza de buena salud, por
diversas razones.

La posición nihilista ante la historia tiene otra expresión importante hoy. Se trata de la
mentalidad postnietzscheana, también llamada postmodernismo. Dice que “no hay hechos, sólo
interpretaciones”.

Esto es banalmente cierto en un sentido, y absurdo y peligroso en otro. Es banalmente cierto que
en toda descripción de un hecho, aun el más simple, participa la historia entera de la cultura
humana. Por ejemplo, al decir: “Esta mañana, del 29 de octubre de 2003, tomé yogurt para el
desayuno”, mis palabras abarcan toda la historia del calendario europeo, con sus arbitrariedades;
abarcan el concepto de desayuno y el concepto de yogurt, que son invenciones humanas. El
lenguaje que utilizo es producto de la historia humana y, en este sentido, siempre que lo utilizamos,
interpretamos el mundo; porque el mundo nunca se nos muestra directamente, desnudo y
descubierto, en su pureza; siempre lo percibimos mediado por nuestra cultura, nuestra historia,
nuestra lengua.

Pero decir que “no hay hechos, sólo interpretaciones” tiene otro significado peligroso. Como se
supone que el conocimiento histórico consiste en la descripción de hechos, de cosas que realmente
ocurrieron, la idea de que no haya hechos, en su sentido normal, supone que las interpretaciones no
dependen de los hechos, sino al contrario: los hechos son producto de las interpretaciones.
Supóngase que he robado una botella de vino en una tienda. Decir “K. se robó una botella de vino”
sería una interpretación que genera un hecho; el hecho en sí mismo no existe. En consecuencia,
frases como “K. es culpable de robar una botella de vino” o “K. debería ser castigado por su delito”
carecen de significado en relación con un hecho; sólo forman parte de una interpretación. En otras
palabras, el concepto de juicio moral y, en consecuencia, también los conceptos del bien y el mal,
son conceptos vacíos; no hacen referencia a realidad empírica alguna, sino sólo a nuestra forma de
juzgar la realidad, de conformidad con el marco teórico que nos hayamos construido a priori. La
doctrina de que “no hay hechos, sólo interpretaciones” anula la idea de la responsabilidad humana y
los juicios morales; en efecto, considera de igual validez cualquier mito, leyenda o cuento, en
relación con el conocimiento, como cualquier hecho que hayamos verificado como tal, de
conformidad con nuestras normas de investigación histórica. Desde el punto de vista
epistemológico, toda narración mítica tiene el mismo valor que cualquier hecho históricamente
establecido; la historia de Hércules en lucha contra la hidra no es “peor” —menos verdadera—,
desde el punto de vista histórico, que la historia de la derrota de Napoleón en Waterloo. No hay
reglas válidas para establecer la verdad; en consecuencia, no existe la verdad. No hace falta elaborar
sobre los efectos calamitosos de semejante teoría.

El resultado de mis observaciones es modesto y banal: si bien el legado de los mitos es sin duda
una fuente importante y fértil de la cultura humana, hay que defender y apoyar los métodos
tradicionales de investigación, elaborados a través de los siglos, para establecer el curso objetivo de
la historia y separarla de la fantasía, por nutricia que sea dicha fantasía. La doctrina de que no
existen los hechos, sólo interpretaciones, ha de rechazarse por oscurantista. Y hay que proteger
nuestra creencia tradicional de que la historia de la humanidad, la historia de las cosas que
ocurrieron realmente, tejida de innumerables incidentes únicos, es la historia de todos nosotros, los
sujetos humanos; mientras que la creencia en leyes históricas es una ficción de la imaginación. El
conocimiento histórico es decisivo para todos, desde los niños a los jóvenes y los viejos. Hay que
apropiarnos de la historia, con todos sus horrores y sus monstruosidades, y con su belleza y
esplendor, su crueldad y persecuciones, y todas las obras magníficas de la mente y la mano humana;
es necesario hacerlo para conocer nuestro lugar correcto en el universo, para saber quiénes somos y
cómo debemos proceder.

Cabría preguntar para qué sirve repetir estas banalidades. La respuesta es que es importante
repetirlas, una y otra vez, porque son las banalidades que a menudo nos conviene olvidar; y si las
olvidamos, y caen en el olvido, estaremos condenando nuestra cultura, es decir, a nosotros mismos,
a la ruina final e irrevocable.

Buda: «Si quieres conocer el pasado mira tu presente, que es el resultado, y si quieres
conocer tu futuro mira tu presente, que es la causa». El hispanista Paul Preston dice que "quien no
conoce su historia (pasado) está condenado a repetir sus errores» y el escritor y periodista George
Orwel aseguraba que «quien controla el pasado controla el futuro y quien controla el presente
controla el pasado».
El deseo de anticipar el futuro

El hombre siempre se ha interesado en conocer el futuro. La astrología es una disciplina que


se dedica al estudio de los astros para realizar predicciones. La ciencia, en cambio, utiliza métodos
probabilísticos para estimar qué ocurrirá en el futuro.

Algunas religiones se basaron en la figura de profetas que aseguraron poder ver el futuro.
Ciertas corrientes filosóficas, por su parte, consideran que el futuro (y el pasado) no existen ya que
son irreales. Este tipo de filosofías considera que lo única que existe es el presente.

Todavía no sucedió a diferencia del pasado y el presente

Si trazamos una línea en el tiempo, el futuro se encuentra después del pasado y del presente,
y es aquel que se caracteriza especialmente porque todavía no ha sucedido, o sea, se sabe que va a
llegar, que va a suceder en un momento dado, pero visto en el presente, desde donde se habla de él,
se erige como una conjetura, una posibilidad.

Mientras tanto, su principal diferencia con los otros tiempos que marcamos es que no pasó
aún, el pasado ya está, fue, y el presente está siendo ahora mismo, entonces, el futuro siempre
dispone por esto de no haber pasado, de una cuota de incertidumbre, algo que no ocurre con el
pasado y el presente porque se conocen, se experimentaron o experimentan.

Lo único que podemos hacer respecto del futuro son suposiciones, planes, que se organizan
en el presente, pero habrá que esperar un tiempo para verlos concretarse.

No hay un tiempo concreto para el futuro, cuando se habla del mismo puede ser que se esté
hablando respecto de veinte años para adelante del hoy, de diez, cuatro años, o de cuarenta minutos.

Desde que el hombre es tal ha estado ocupado y preocupado por el futuro, por el propio y
por el de la humanidad que lo rodea, y por tanto la cuestión ha sido un tema muy abordado en todas
las épocas de la humanidad y también por muchísimas disciplinas y ciencias.

Se puede predecir, pero no con una certeza total

De todos modos, es importante mencionar que al futuro no se lo puede predecir con


absoluta y total exactitud.
Por ejemplo, en el ámbito de la religión, más precisamente de la católica, el futuro es un
tópico que aparece con recurrencia cuando se hace referencia a la resurrección que es posible luego
de la muerte.

La meteorología, por su lado, es una disciplina que se ocupa en el presente de predecir, a


través de herramientas tecnológicas e instrumentos especiales, el tiempo, para que las personas
puedan saber hoy como estará el tiempo la próxima semana.

También, la disciplina de la astrología se ocupa exclusivamente de realizar predicciones


futuras sobre hechos y sobre personas a partir de la observación de los astros.

En todas esas consideraciones y abordajes que se han hecho sobre el futuro se estima
aquella que le concede a este tiempo una enorme cuota de esperanza y de optimismo, porque claro,
no ha sucedido aúne y eso permite que la persona pueda pensar que lo que viene, lo que le esperae
será mejor que el presente y que el pasado.

Esto por supuesto sucede en las mentes de aquellas personas optimistas, nada de esto se
piensa si la tendencia de la persona es la disposición de una mirada constante a su pasado,
considerando que en ese tiempo todo fue mejor, claramente, jamás verá nada bueno ni lindo en el
presente que cursa o en el futuro por venir.

El presente

Temporalmente es el tiempo que se está viviendo, a diferencia del pasado que ya fue y del
futuro que vendrá. Puede aludir al instante mismo del desarrollo de la acción, con lo cual el presente
sería algo muy efímero, o a un período temporal mayor que aún permanece con las mismas
características, como cuando decimos “en la época presente”, o “en el presente estoy estudiando”, o
“mi presente es muy duro”, aludiendo a una etapa de algunos meses o años cercanos a la fecha.

Así como es de rigor con otros términos, la palabra presente no iba a ser menos que ellos y
es otra de las tantas palabras que se usa indistintamente para referirse a diversas cosas o situaciones.

Por ejemplo, presente es tanto el tiempo actual en el que yo estoy en este momento
escribiendo esta reseña, el tiempo verbal que se utiliza para expresar una acción actual que está
pasando ahora y también, aunque ya guardando nada de relación con las anteriores acepciones,
presente es también el regalo que se entrega en oportunidad de alguna celebración, como ser el
cumpleaños o la boda alguien.
La palabra presente, entonces y haciendo a un lado a su acepción que refiere a un regalo,
siempre se la utiliza para marcar, delimitar el tiempo en el cual se dan determinadas situaciones o
acciones. Uno sabe porque lo estudio en la materia de Lengua y Literatura que se dicta en cualquier
escuela primaria del mundo, que cuando uno pregunta que está haciendo Juan y se responde que
Juan está jugando al tenis, implica una acción que Juan está haciendo en el preciso instante en el
cual yo estoy preguntando qué es lo que está haciendo Juan.

Qué hay presente

Sin embargo, además de significar el tiempo presente o el presente, el significado del


término presente también puede presentar diferentes significados.

Podemos decir así que presente puede ser una palabra que se refiere a aquello o aquello que
forma parte de él, que se encuentra en un momento o situación determinada. Por ejemplo, podemos
decir que fulano de tal no es un padre muy presente o podemos notar que el estudiante responde
“presente” a su maestro cuando está llamando su nombre para que ella sepa que él está allí.

Un sentido también bastante común del término presente es aquel en el que éste se utiliza
como sinónimo de lo que se da o se da. Así que tenemos que cuando alguien le da algo a otra
persona, le está dando un regalo, especialmente cuando el acto de dar sucede en una ocasión
especial, o cuando el regalo es algo que tenía algún costo para ser adquirido. Así, tenemos el regalo
de Navidad, el regalo de cumpleaños, el regalo de Pascua, el regalo de boda y así sucesivamente.

Como sinónimo de don, el término actual puede aparecer, por ejemplo, cuando se dice que
la belleza de una niña es un don de Dios, es decir, que la belleza de una niña es un don dado por
Dios.

También podría gustarte