Está en la página 1de 3

Provecho cultural del fútbol

Comparado con otros, este del fútbol, en su posible o rechazada vinculación con la
cultura, es un debate apenas cruento. Uno se puede abandonar a él, entre partido
y partido, con llama emocional moderada, sin grave riesgo para la integridad de
sus relaciones sociales o familiares. No me atrevería a decir lo mismo de las
corridas de toros, objeto de disputas encarnizadas, de movilización de opositores
en la vía pública y hasta de medidas legales encaminadas a su prohibición. He
oído tildar en repetidas ocasiones a los toreros de asesinos de animales; nunca,
hasta la fecha, a los futbolistas de asesinos de balones.
No es raro que el debate lo inicie un desdeñador de la causa balompédica, de
ordinario subido a un púlpito de superioridad moral. Está en su derecho. ¡Total,
para lo que va a conseguir! Posiblemente lo oiremos afirmar que el fútbol es mero
espectáculo, opio del pueblo, actividad embrutecedora, niebla que oculta los
verdaderos problemas de la sociedad, albañal de bajas pasiones, violencia y
corrupción generalizada, etc. Para este tipo de opinantes, un estadio de fútbol
vendría a representar aproximadamente lo contrario de una biblioteca. A un lado,
la masa vociferante, tosca, fanática; al otro, el lector solitario y silencioso, inclinado
sobre las complejas páginas edificantes.
Según esta tesis, apartarse del fútbol equivaldría a ponerse culturalmente a salvo.
Jorge Luis Borges, cuya ceguera no siempre se limitaba a los ojos, acudió en
socorro de este argumento con una frase demasiado tajante para lo que
acostumbra un maestro de la ironía: «El fútbol es popular porque la estupidez es
popular». Lo dicho: creerse a salvo; estar fuera del leprosario, en zona salubre;
elogiar sin tapujos las propias opciones vitales, como si no se pudiera disfrutar por
la mañana en la biblioteca y por la tarde en el estadio. Sócrates fue un filósofo
clásico griego y un futbolista brasileño; Velázquez, un pintor español del siglo XVII
y un jugador del Real Madrid yeyé, cosa de fácil comprobación con sólo mirar
dentro de la esfera de intolerable fulgor llamada Aleph, prefiguradora de los
buscadores de internet.
No me alcanza la inventiva para imaginarme a Jorge Luis Borges lanzando un
penalti; pero sí a Albert Camus o a Eduardo Chillida, que fueron guardametas,
parando el balón. El fútbol, juzgado al margen de la experiencia inmediata o de la
práctica deportiva, se presta a gruesas simplificaciones. Sólo desde una actitud de
menosprecio tiene sentido afirmar que el fútbol consiste en veintidós millonarios
que corren sobre la hierba detrás de un balón. He llevado necedades de calibre
similar a mi boca a propósito del golf, el curling o los conciertos multitudinarios de
gaita, actividades todas ellas susceptibles de convertirse en blanco de metáforas
tan denigrativas como inspiradas en la ignorancia y la falta de respeto a la
vocación ajena. Influye sin duda la perspectiva desde la cual se emite la opinión
de turno. Tokio será todo lo grande que se quiera; pero, visto desde la Luna, es
apenas un punto de luz. De igual modo, observar por el microscopio un fragmento
de asfalto tampoco nos proporcionará una imagen adecuadamente significativa de
la capital japonesa.
Si somos capaces de elevar la mirada siquiera un instante por encima de nuestra
afición desapoderada o de nuestra inquina cruda, comprobaremos que el fútbol
nos ofrece la posibilidad de un recurso cultural. Tomo prestado el concepto de
François Jullien (La identidad cultural no existe). Traducido a la lengua común:
todo depende de lo que haga uno con su apego al fútbol. Si lo desea y no
escatima esfuerzos, podrá formarse positivamente como persona en armonía con
la experiencia o la práctica de dicho deporte o, en fin, de otros. Pero si el fútbol es
para el espectador tan sólo desaguadero de frustraciones y de instintos
incontrolables, entonces no habrá brizna educativa que crezca en semejante
páramo personal. Se dice, yo creo que con razón, que el público entendido,
sensible a la calidad y belleza del juego, es aquel que no niega su merecido
aplauso al rival.
Aprendizaje de y para la vida, creación por consiguiente de criterios morales para
relacionarse con los demás, es lo que se deduce de la célebre y hermosa frase de
Albert Camus: «Verdaderamente, lo poco que sé sobre la moral lo he aprendido
en los campos de fútbol y en los escenarios de teatro, que quedarán como mis
verdaderas universidades». Un partido es la escenificación de una batalla con dos
bandos llamados equipos, los cuales, con sus defensores y sus atacantes, su
estrategia y sus filas ordenadas, pelean en pos de una victoria. Pero se trata de
una guerra de duración prefijada, con normas y, por tanto, con la presencia de
jueces encargados de vigilar su cumplimiento. En teoría, no se puede vencer al
margen de la justicia. Atacar no equivale a agredir. Ni siquiera está permitida la
simulación de la injusticia, como cuando un jugador finge haber sido derribado.
Como nadie ignora, el jugador penalizado por infracción de una norma perjudica a
su equipo.
Hay un punto de nobleza moral en la consideración que hace Camus del fútbol
como escuela de convivencia. Desde la estrella internacional hasta el chavalillo
que juega en una categoría infantil, todo futbolista sale a la cancha a lograr un
objetivo en colaboración con otros diez compañeros. Sus dotes sólo sirven como
aportación. En todo momento aprenderá a forjar su carácter trabajando en pos de
una misión colectiva. Con el grupo celebrará los triunfos, con el grupo se apenará
por las derrotas. Y, sin embargo, el fútbol, deporte colectivo, ofrece un espacio
idóneo para la consumación del héroe: el portero que propicia la victoria de su
equipo en la tanda de penaltis, el autor del gol que supone ganar una final.
Presumo que la enorme relevancia del deporte en la sociedad de nuestros días
tiene que ver con su facultad de suministrar héroes semana tras semana. Y,
donde hay héroes, hay villanos y comparsas, tragedias y comedias, fealdad y
belleza, elegancia y escupitajo; en suma, vida.
El fútbol, como antaño la fiesta de los toros, es un manantial inagotable de
locuciones y dichos de aplicación cotidiana, aun cuando es cierto que este y el
otro comentarista deportivo nos endosan a menudo petardos léxicos que
mortifican los oídos. Y algo de buena literatura también han dado el balón y sus
alrededores. Al pronto me viene a la memoria Saber perder, de David Trueba,
estupenda novela premiada en su día con el Nacional de la Crítica. De menor
calado literario, pero igualmente interesante, es en mi opinión Fiebre en las gradas
de Nick Hornby, ensayo autobiográfico que fue adaptado al cine. Sobre el fútbol
escribieron Vázquez Montalbán y Eduardo Galeano y Juan Villoro y... Según están
las cosas, me atrevo a vaticinar que el siglo XXI conducirá a un desarrollo notable
del fútbol femenino, lo que, se mire por donde se mire, constituye una señal de la
fuerza civilizadora de este deporte. En fin, aúpa la Real Sociedad.

También podría gustarte