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Andrea Mejía
2021 | Diciembre
manas, pero ellas parecían moverse cada vez Una mancha marrón en el pecho le hacía juego
más despacio, sin avanzar, rodeando colum- con el color de las patas, que estaban cubiertas
nas de niebla. de la misma arena verdosa por la que habíamos
caminado y que se veía sobre el azul brillante
Después de haberle dado la vuelta al cráter de las botas de mis hermanas. La punta de su
volvimos al punto del que habíamos partido, rabo era blanca y un anillo negro rodeaba el ho-
una cabaña pequeña hecha de tablas de made- cico, sobre el que crecían bigotes gruesos como
ra con un porche en el que un hombre vestido alambres que despedían un fulgor tenue en me-
con un uniforme azul de guardia leía un pe- dio de la niebla. Su cuerpo flaco estaba tibio y el
riódico. Estaba sentado en un banco, recosta- frío que yo había acumulado a lo largo de la ca-
do contra una de las paredes de la cabaña con minata por el borde del cráter se envolvió en el
las piernas estiradas y cruzadas. A un lado del calor del perro. Checo abrió los ojos y me miró.
banco había una mesa con un termo rojo cerra-
do y una taza de plástico vacía con el asa re- —Papá, ¿podemos adoptar a Checo? —pre-
torcida en una espiral formada probablemente gunté.
por una exposición al calor que la hubiera de-
rretido. Bajo la mesa se apilaba un arrume de Pero mi papá miraba en la dirección que debía-
leños. Cerca de la cabaña un aviso en madera mos tomar para bajar hasta el pie del volcán,
con letras amarillas y clavado en la tierra decía donde un terraplén servía de estacionamien-
CRÁTER PRINCIPAL. Bajo las letras una fle- to improvisado para los carros de los escasos
cha señalaba la dirección de la que veníamos. visitantes. Su mirada se hundía en el paisaje
La flecha parecía señalar un lugar vacío donde como si tratara de arrancarle algún secreto.
14 todo lo que entraba se perdía en la niebla.
Cuando empezamos a caminar cuesta abajo,
Un perro pequeño dormitaba en el porche de el cachorro nos siguió a lo largo de un trecho.
la cabaña. Me senté a acariciarlo. Sin abrir los Se adelantaba unos pasos batiendo la cola y
ojos, el perrito sacudió suavemente sus orejas. se detenía para esperarnos mientras mordía
Lo arrastré hacia mí tirando de sus patas de- alguna roca que encontraba en el camino. La
lanteras sin que él opusiera ninguna resisten- niebla se había disipado del todo y la cola de
cia y lo subí a mis piernas. Checo se recortaba sobre el negro profundo
del volcán. De repente y sin decirnos nada, mi
—Vamos a bajar ya —le dijo mi padre al guardia. padre golpeó el suelo para ahuyentar a Checo,
que dio media vuelta y se alejó en dirección al
El hombre no respondió y se limitó a inclinar cráter. Mientras se alejaba noté que una pela-
la cabeza. dura en carne viva surcaba una de sus patas
traseras. El golpe de mi padre sobre la tierra
—¿Cómo se llama el perrito? —pregunté. había levantado una nube de polvo gris que
tardó un tiempo en volver a asentarse.
—Checo —me dijo.
Andrea Mejía (Bogotá). Escritora y doctora
—Checo —repitió tomándole el hocico y acer- en Filosofía. Autora del libro de cuentos La
cándolo a mi cara. naturaleza seguía propagándose en la oscuridad
(Tusquets, 2018), de donde extraemos este
El pelaje del perro tenía algo de la hostilidad cuento, y de la novela La carretera será un
del lugar, de su negrura desértica, pero tam- final terrible (Tusquets, 2020). Es columnista
del diario Criterio.
bién tenía una suavidad ausente en el paisaje.
Diciembre | 2021