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El maestro de Elizabeth, el retorcido Blackwell, se ha coronado a sí

mismo gracias al poder de su magia oscura. Ahora es el nuevo rey de


Anglia. Elizabeth y sus aliados corren más peligro que nunca, y encima,
el curandero por quien ella lo arriesgó todo ha cambiado mucho desde
que le concedió el poder regenerador de su estigma. ¿Qué opciones de
ganar le quedan si se enfrenta a la magia de Blackwell como un
humana normal?
Virginia Boecker

Asesina de reyes

CAZA DE BRUJAS

II

*R3N3*
Título original: The King Slayer
Virginia Boecker, 2016
Traducción: Guiomar Manso de Zúñiga, 2016

Revisión: 1.0

03/08/2020

*R3N3*
Para Holland
y
August

*R3N3*
ESTOY SENTADA AL BORDE DE LA CAMA. Esperando. El día que
llevo meses temiendo por fin ha llegado. Paseo la vista por la habitación, solo
que no hay mucho que ver. Todo es blanco: paredes blancas, cortinas blancas,
chimenea blanca; incluso los muebles son blancos: cama, armario y un pequeño
tocador bajo un espejo. En días nublados, esta falta de color es relajante. Pero
en los raros días soleados del invierno, como hoy, la luminosidad es
abrumadora.
Alguien llama suavemente a la puerta.
—Adelante —digo.
Las bisagras de la puerta chirrían al abrirse y ahí está John, de pie en el
umbral. Se apoya contra el marco y me observa durante un instante, con el ceño
fruncido.
—¿Estás lista? —me pregunta al final.
—¿Acaso importaría que no lo estuviera?
John cruza la habitación para sentarse a mi lado, con cierta cautela. Hoy va
bien vestido: impecables pantalones azules de aspecto formal, abrigo azul a
juego y una camisa blanca que sorprendentemente no está arrugada. Su pelo
consigue estar rizado pero no revuelto. Parece como si estuviera de camino a
una mascarada o un baile, a algún lugar festivo. No a donde vamos en realidad.
—Vas a estar bien —comenta—. Vamos a estar bien. Y si te obligan a
marcharte, bueno… —Sonríe, pero la sonrisa no le llega a los ojos—. Iberia es
preciosa, incluso en esta época del año. Piensa en lo bien que lo pasaremos.
Sacudo la cabeza, siento una punzada de culpabilidad al verle obligado a
bromear sobre lo que está a punto de suceder en la vista ante el consejo. Me
echarán en cara mis delitos, tendré que responder a la acusación de haber
traicionado a Harrow.
*R3N3*
La primera citación que recibí llegó una semana después del baile de
máscaras de Blackwell, después de que John y Peter me llevaran con ellos a su
casa. Después de que descubriéramos el plan de Blackwell para apoderarse del
trono, para convertir en su ejército personal a los cientos de brujas y magos que
ayudé a capturar; después de que le diera a John mi estigma, ese XIII
elegantemente grabado en tinta negra sobre mi abdomen, la marca que me
curaba y me daba fuerza; y después de que yo casi muriera al hacerlo.
No era consciente de su significado entonces, ni era consciente cuando
recibí la segunda citación, ni la tercera. Recibí un total de seis antes de que
abriera los ojos siquiera, seis más antes de que pudiera dar un paso sin ayuda.
Llegaban a un ritmo de una o dos por semana, hasta que Nicholas les puso fin
asegurándole al consejo que me presentaría ante ellos cuando estuviera
preparada.
Han pasado casi dos meses.
Y durante dos meses, he vivido bajo la sombra amenazadora de esta vista,
preguntándome qué será de mí. Es poco probable que el consejo me permita
seguir viviendo aquí, no sin que eso tenga un precio. Convertirme en su asesina
es la apuesta de Peter; su espía, la de John. Pero la mía es el exilio: me darán
una hora para recoger mis pertenencias, luego seré escoltada hasta los límites de
Harrow, con la orden de no regresar jamás.
—Si me obligan a irme, no vas a venir conmigo —le digo a John—. Fifer,
tu padre, tus pacientes… no puedes dejarlos.
John se pone de pie.
—Ya hemos hablado de esto.
En realidad, John es el que habló; yo solo protesté.
—No quiero dejarlos, pero me niego a dejarte a ti —continúa—. Y de todas
formas, eso no va a ocurrir. Nicholas no lo permitirá. —Me coge la mano y da
un tironcito—. Vamos. Acabemos con esto.
Me pongo de pie, a desgana. Yo también voy bien vestida hoy, con un
vestido que me regaló Fifer. Reluciente falda de seda azul clara, corpiño de
brocado de un azul más oscuro, ribeteado de hilo plateado y pequeñas perlas
blancas. Es el vestido más bonito que he tenido en la vida. Es el único vestido

*R3N3*
que he tenido en la vida. Fifer incluso me ha recogido el pelo, convirtiéndolo en
una elaborada trenza que me cae por encima del hombro. Yo quería llevarlo
suelto, como lo llevo siempre, pero Fifer insistió.
—Con el pelo así, parece que tienes unos catorce años —me explicó—.
Cuanto más joven parezcas, más inocente lucirás. Hará que el consejo se piense
dos veces lo de exiliar a una niña.
John se inclina hacia delante y coge mi trenza con dulzura, desliza los dedos
a lo largo de ella. Cierro los ojos ante la sensación que me produce, la sensación
de tenerle tan cerca. Cuando los abro, me está mirando con intensidad y sé que
yo le estoy mirando del mismo modo.
El sonido de alguien aclarándose la garganta en el pasillo rompe la magia.
John se aparta de mí justo en el momento en que Peter aparece en el umbral de
la puerta, la preocupación grabada en cada arruga de su curtido rostro. Al igual
que John, no parece el mismo hoy. Oscuro pelo rizado, peinado con cuidado.
Barba oscura, bien recortada. Está limpio, planchado y almidonado, y si no
fuera por la espada que lleva en un costado (ancha y curva, el sable de un
pirata) puede que no le reconociera.
Nos echa un vistazo rápido.
—Bien, bien. Los dos tenéis buena pinta. Correctos pero no remilgados.
Bien arreglados pero no en exceso. —Peter se acerca un poco más, asimilando
lo que sea que esté viendo en nuestras caras—. Aunque podríais intentarlo un
poquito y parecer más serios. Ahorraos la celebración para más tarde, ¿hmm?
Doy un paso atrás para apartarme de John, pero él solo se ríe y pone los ojos
en blanco.
—Deberíamos ponernos en marcha —continúa Peter—. Mejor llegar
pronto. No sabemos qué tipo de multitud puede estar esperándonos.
Al oír la palabra multitud, se me hace un nudo en el estómago. Esa es otra
de las cosas que he estado temiendo desde que me citaron a esta vista.
Enfrentarme a la gente de Harrow, oír sus historias. Enterarme de cómo yo, o
alguien que yo conozco, hemos matado a alguno de sus seres queridos; cómo
yo, o alguien que yo conozco, hemos arruinado sus vidas.
Abajo en la entrada, John me ayuda a ponerme el abrigo. Largo, de lana

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azul y ribeteado de piel de conejo (otro regalo de Fifer). Los tres salimos de la
casita de campo y nos adentramos en el gélido frío de finales de febrero. El
viento azota nuestras caras y entumece nuestras mejillas.
La casa de John y Peter, apodada Mill Cottage por la enorme rueda de
molino de agua que hay en el granero adyacente, está a las afueras del pueblo
de Whetstone, en el norte de Harrow, medio escondida al final de un estrecho
camino de tierra que discurre paralelo a un río de aguas tranquilas. Es un lugar
pacífico, tranquilo y silencioso hoy, como de costumbre. No se oye ni un ruido,
aparte del suave chapoteo del molino de agua en la orilla y un par de ánades
reales que nadan cerca del borde, graznando para pedirnos comida.
Mill Cottage es una casita graciosa y encantadora. En el pasado eran tres
casas separadas, más pequeñas, pero Peter las fue combinando hasta
convertirlas en una sola. Todavía conserva un aire un tanto caótico. El edificio
delantero es largo y achaparrado, hecho de piedra marrón, con una ajada puerta
azul y grandes ventanas de cristales azulados. La casa del medio es de ladrillo
rojo y la más alta de las tres tiene la fachada cubierta de ventanas pequeñas y
una larga chimenea de ladrillo. Y la casita del fondo, en la que se encuentra mi
habitación, es de ladrillo gris oscuro con el tejado de paja, rodeada por los
frondosos jardines de hierbas medicinales de John. Dice que estarán llenos de
pájaros en cuanto llegue la primavera, construirán sus nidos y tendrán polluelos;
será casi inhabitable a causa del ruido.
Por enésima vez, me pregunto: ¿Estaré todavía aquí cuando llegue la
primavera? ¿Lo estará Mill Cottage? ¿Lo estará Harrow?
Whetstone está a poco más de una hora de Hatch End, donde tendrá lugar la
vista. Peter dice que es tradición que todas las reuniones del consejo tengan
lugar en la residencia del presidente del consejo; ya no es Nicholas, no después
de que su enfermedad le impidiera cumplir con sus tareas, sino un hombre
llamado Gareth Fish. Le vi una vez, en casa de Nicholas, cuando estuve ahí por
primera vez: alto y cadavérico, vestido de negro, estaba tomando nota de todo
lo que se decía. Peter comentó que es un hombre justo, aunque un poco
apasionado; John y Fifer no dijeron nada, su silencio me dejó bien claro todo lo
que tenía que saber.

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Nuestro camino discurre por terreno ondulado, cubierto de hierba, marcado
cada cierta distancia por letreros ajados con flechas que indican las aldeas
cercanas que componen el asentamiento de Harrow: THEYDON BOIS, 5,1
KMS. MUDCHUTE, 27,2 KMS. HATCH END, 5,9 KMS. La señal que dice
UPMINSTER, 99 KMS ha sido tachada y ahora aparece garabateado debajo: El
infierno está hacia allí.
El invierno se ha apoderado de todo a nuestro alrededor. Las hierbas de los
prados y las colinas marrones y moteadas de nieve sin derretir; los árboles
yermos y sin vida. Hay granjas desperdigadas por aquí y por allá, el humo de
los hogares sale en ondulantes volutas por sus chimeneas; ovejas y vacas y
caballos acurrucados en silenciosas masas temblorosas bajo la brillante luz del
frío sol. La escena es pacífica, pero con un flujo de tensión subyacente: un
pueblo a la espera.
—Nicholas ya estará ahí, junto con Fifer. —La voz de Peter rompe el
silencio glacial—. Discutimos sobre si debía venir Schuyler, pero decidimos
que era demasiado arriesgado. No queremos que empiecen a comparar su,
digamos… caprichoso pasado y el tuyo.
Schuyler. Un retornado, muerto e inmortal, pero con una fuerza y un poder
casi inimaginables. Salvó la vida de Nicholas al ayudarme a romper la tablilla
de maldición que Blackwell utilizó para intentar matarle; nos salvó la vida a
todos al sacarnos del palacio de Blackwell y llevarnos hasta el barco de Peter, y
de ahí a un lugar seguro. Pero aun así, sigue siendo un ladrón y un mentiroso,
un provocador y un malhechor, y a pesar de la delicadeza de Peter, lo que
realmente quiere decir es que el pasado de Schuyler es violento, impredecible y
poco de fiar. Igual que el mío.
—En cuanto a George —dice Peter—, escribió una carta preciosa, que se va
a aportar como prueba a tu favor.
En los días que siguieron a la usurpación del trono por parte de Blackwell y
el posterior encarcelamiento de Malcolm, y antes de que Blackwell cerrara las
fronteras de Anglia, George, un espía que se había infiltrado en palacio como
bufón del rey, tomó un barco con destino a la Galia. Su misión era encontrarse
con su rey para pedirle ayuda en forma de tropas y suministros, a sabiendas de

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que antes o después, probablemente antes, Blackwell atacaría Harrow. Aquí hay
demasiada gente con el poder suficiente para hacerle frente. Y mientras Harrow
exista, será una amenaza para él: un rey inestable en un trono inestable.
—Luego está Nicholas —continúa Peter—. Aunque es verdad que está un
poco de capa caída, políticamente hablando, después de todo lo que ha
pasado… —Agita una mano vagamente, pero está claro que se refiere a mí—,
sigue teniendo una gran influencia entre los Reformistas más ancianos.
Obviamente, hay algunos en el consejo que sostienen que Nicholas fue
cómplice en el golpe de estado de Blackwell. Que si no hubiese estado tan
empeñado en ayudarte, en asegurarse de que te perdonarían la vida —mira de
reojo a John, que frunce el ceño—, podríamos habérselo impedido de algún
modo.
La idea es tan absurda que casi me río.
—Blackwell lleva años planeando esto —le interrumpo—. Décadas,
incluso. Desde que provocó esa plaga que mató al rey y a la reina. A mis
padres. A medio país.
Peter levanta las manos, un gesto conciliador, pero sigo hablando.
—Incluso si lo hubieseis sabido, no le habríais podido detener. Y yo os
habría dicho esto mismo incluso antes de saber que es un mago. —Pienso en el
hombre que conocía, el hombre al que creía conocer. El hombre que una vez
fue Inquisidor, que consagró su vida a erradicar y destruir la magia. El que pasó
su vida conspirando en secreto y esperando; el que me utilizó, y a Caleb, y al
resto de sus cazadores de brujas, para que capturáramos a brujas y magos para
que él pudiera construir un ejército, deponer al rey, a su propio sobrino, y
apoderarse del país—. No conocéis a Blackwell como yo. No sabéis de lo que
es capaz.
He dejado de andar y ahora, en vez de tiritar, estoy sudando bajo toda esta
piel de conejo. John me da un apretoncito en la mano y solo entonces me doy
cuenta de que estaba gritando.
—Yo sí lo sé —me tranquiliza Peter—. Y el consejo necesita saberlo
también. Lo que ha hecho Blackwell, todo lo que ha hecho. Con un poco de
suerte, conseguiremos averiguar algo sobre lo que piensa hacer a continuación.

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Hemos repasado esta estrategia miles de veces. Nicholas quiere subirme al
estrado y hacerme contarles a todos lo que le conté a él, cosas que no le he
contado nunca a nadie más. Cosas sobre mi entrenamiento, sobre cómo me
convertí en cazadora de brujas, sobre Caleb.
Caleb.
Se me retuerce el estómago dolorosamente, como cada vez que pienso en él.
Y pienso en él a menudo, demasiado a menudo. La forma en que levanté la
espada para matar a Blackwell, la forma en que Caleb se abalanzó para
interponerse entre nosotros dos. La forma en que maté a Caleb en su lugar.
Necesitaba quitarme de en medio, ahora lo sé. Me veía como un obstáculo,
como algo que le apartaba de la ambición que tan desesperadamente anhelaba
alcanzar. Pero saberlo sigue sin ser suficiente para sofocar la culpabilidad que
me corroe, que me ha corroído todos y cada uno de los días de estos dos meses
que han transcurrido desde su muerte.
—… Y ya está —termina Peter—. Eso es todo lo que tienes que decir. Ya
sé que lo hemos repetido más de cien veces, pero es importante estar preparado.
—Asiento otra vez, aunque no había oído ni una palabra de lo que había dicho.
Nunca lo hago. Cada vez que empieza a hablar sobre el tema, mis pensamientos
flotan hacia Caleb y no oigo nada más.
Recorremos el resto del camino en relativo silencio. Estoy demasiado
nerviosa para hablar, Peter demasiado tenso, John demasiado preocupado. John
camina a mi lado, el ceño fruncido, pasándose una mano por el pelo hasta que
sus rizos, tan perfectos hace un rato, están casi de punta. Le hacen parecer un
chiquillo, aparenta menos de los diecinueve años que tiene.
El sendero que hay ante mí empieza a estrecharse, atraviesa una zona
angosta entre los árboles que bordean el camino. Los troncos son altos y
retorcidos, sus ramas desnudas se enroscan y entrelazan como dedos, forman un
dosel leñoso que arroja sombra sobre la húmeda tierra bajo nuestros pies y nos
impide ver con claridad.
—Ve con cuidado por donde pisas. —Peter señala al tronco caído que nos
corta el paso en el centro del camino—. Estos árboles son muy bonitos en
verano, pero después de las primeras lluvias del invierno, parece que la mitad

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de ellos se caen, es un engorro, un coñ… Por todos los demonios.
Oigo la exclamación ahogada de John y levanto la vista para verlos.
Cientos, quizás incluso un millar de personas, bordean el camino que lleva a
casa de Gareth. Durante un instante, nos quedamos ahí parados, los tres
clavados en el suelo, mirando anonadados las caras de los hombres y mujeres
que tenemos delante, que muestran expresiones que van desde la curiosidad a la
repugnancia y hasta el odio.
Nos abrimos paso a través de ellos, tiemblan bajo capas de lana y sombreros
y bufandas y guantes. No reconozco a ninguno de ellos, pero sí reconozco las
miradas que me dedican, la forma en que sus ojos recorren mi vestido
demasiado elegante y mi abrigo demasiado formal; y de un plumazo, todos los
esfuerzos de Fifer por hacerme parecer respetable, por hacerme parecer
inocente, todo parece una farsa, en el mejor de los casos, en el peor un insulto.
No pertenezco a este lugar y todos ellos lo saben.
—Levanta la cabeza —susurra Peter—. Pareces avergonzada, alicaída.
Peor, pareces culpable.
—Me siento culpable —le digo—. Sí que me siento culpable.
—Sentirse culpable y parecer culpable son dos cosas muy diferentes —dice
Peter—. Pero mira, ahí está Gareth. Él nos conducirá al interior.
El interminable océano de gente llega hasta el murete de piedra que rodea la
casa de Gareth. Ladrillo color arena, dos pisos de altura, rodeada de jardines
bellamente cuidados, recortados para el invierno. A un lado, una colina cargada
de oscuros y robustos árboles de hoja perenne, y al otro, una catedral. Separada
de la casa pero construida con el mismo ladrillo de color arenoso y vallada con
una alta verja de hierro. Delante de ella, un cementerio descuidado, lleno de
lápidas y cruces plantadas de manera irregular, musgosas y gastadas por el paso
del tiempo.
Gareth, vestido con la negra túnica del consejo, el emblema rojo y naranja
de los Reformistas bordado sobre la parte delantera, se dirige hacia nosotros. Es
tal y como le recordaba: larguirucho y gris, pálidos ojos azules brillantes detrás
de sus gafas de montura metálica. Le ofrece la mano a Peter y luego a John, que
se la estrecha sin entusiasmo.

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—Confío en que hayáis hecho el camino hasta aquí sin incidentes —dice
Gareth.
—Estamos aquí, ¿no? —musita John.
Peter le dedica una mirada reprobadora; John la ignora.
—Sin incidentes —contesta Peter—. Aunque supongo que ha sido más por
suerte que por voluntad propia. Creo recordar que querían que esto fuera un
asunto privado… Da la impresión de que la mitad de las aldeas del norte estén
aquí.
Gareth esboza una pequeña sonrisa, un atisbo de disculpa.
—Las noticias vuelan en Harrow, ya lo sabes. Sobre todo noticias de esta
magnitud. —Echa un vistazo a la muchedumbre, ahora tan densa que casi nos
engulle. Se han quedado todos callados, los del fondo estiran el cuello para
intentar oír lo que decimos—. Esta es la primera vez que muchos de ellos han
oído hablar de la enfermedad de Nicholas. Es normal que estén preocupados por
su bienestar. Es una figura popular, desde luego. —La sonrisa de Gareth titubea
un poco—. Estoy seguro de que muchos de los presentes le están agradecidos a
Elizabeth por perdonarle la vida.
—No se la perdonó, se la salvó. —La voz de John suena cortante, irritada.
Peter le pone una mano en el hombro pero John vuelve a ignorarle—. Y si la
gente le está tan agradecida, ¿por qué estamos teniendo esta vista?
—Me temo que no funciona así. —Gareth extiende las manos, como si no
tuviese ni voz ni voto en lo que a las maquinaciones del consejo se refiere,
como si él no fuese su presidente—. El consejo convoca las vistas, no el pueblo.
Aunque estoy seguro de que tendrá en cuenta su gratitud.
De todas las miradas dirigidas hacia mí, ni una sola podría pasar por
gratitud.
—En cualquier caso, el consejo está reunido en el interior, a la espera de
vuestra llegada. ¿Entramos? —Gareth hace un gesto, no hacia su casa sino
hacia la catedral adyacente—. Con semejante multitud, tuvimos que trasladar la
vista allí. Supongo que no tendréis objeciones…
—¿Acaso importaría si las tuviéramos? —espeta John.
—Ninguna en absoluto —responde Peter con voz alegre—. ¿Entramos?

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Gareth nos conduce por el corto sendero que lleva a la verja de la catedral,
la gente nos pisa los talones. Abre la verja, nos hace un gesto para que entremos
y se dirige a grandes zancadas hacia la puerta principal, su capa negra ondea a
su espalda como una nube de tormenta. Peter entra tras él, pero yo dudo un
instante, siento un repentino escalofrío de mal augurio. Se debe al ambiente que
me rodea. Las verjas: como las de Ravenscourt, altas y prohibitivas. La
muchedumbre: como la que protestaba frente a ellas, enfadada y desafiante. La
afilada torre que corona la catedral: un juez que señala con dedo acusador. El
batiburrillo de lápidas: un jurado que va a dictar sentencia.
—Pronto habrá pasado todo —me susurra John al oído, su mano firme en
mi espalda.
Me vuelvo hacia él y entonces es cuando lo veo: una décima de segundo de
movimiento, un borroso hombre de negro y ese sonido tan familiar, el crujir de
la madera, el sonido del tejo encordado con cáñamo. Un arco con una flecha
cargada y lista para volar.
El grito atraviesa mi boca justo cuando la flecha atraviesa el cuello del
hombre que estaba de pie justo al lado de John.

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LA BOCA DEL HOMBRE se abre de par en par, tanto por el asombro
como por el horror. La sangre mana con fuerza de la herida en su cuello,
empapa su camisa incluso antes de que caiga al suelo con un ruido sordo, como
un saco de patatas.
El gentío a nuestro alrededor estalla en gritos. Otra flecha, dos, silban por el
aire. Otro hombre cae al suelo, luego una mujer.
Peter desenvaina su espada con una mano, señala hacia la catedral con la
otra.
—¡Corred! Meteos dentro. Los dos. Ahora. —Pasa por nuestro lado a
empujones, vuelve a salir por la verja y desaparece entre la multitud.
John me agarra del brazo, su mano como una tenaza, y me empuja sendero
abajo, por delante de la gente que se apiña y grita a nuestra espalda. Abre la
puerta de la catedral de un empujón y nos topamos con Fifer en el umbral,
pálida y hermosa en su vestido de terciopelo esmeralda, el pelo recogido para
que no le caiga por la cara.
—¿Qué está pasando? —Su voz habitualmente áspera suena aguda por el
miedo—. He oído gritos…
—Nos están atacando. —John me mete a empellones en el edificio. La
muchedumbre se agolpa tras él, nos zarandea, se interpone entre nosotros. Me
ha soltado y empieza a desaparecer de mi vista, está saliendo por la puerta otra
vez—. Quédate dentro —oigo que me grita—. No salgas fuera, pase lo que
pase.
—¡John!
—¡No salgas fuera! —repite. Oigo su voz pero ya no le veo. Vuelvo a gritar
su nombre, pero ha desaparecido.
Bordeo la pared trasera de la catedral y bajo por la nave lateral en dirección
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al transepto. Fifer me pisa los talones. El edificio está atestado de gente, llenan
los bancos, todos chillando y empujándose.
—¿Dónde está Nicholas? —grito.
—Con el resto del consejo —grita Fifer de vuelta—. Se reúnen en la cripta
antes de las vistas; no habían subido todavía porque aún no habías llegado.
Me paro delante de una alta ventana en forma de arco que da al cementerio.
Una docena de hombres más o menos, John y Peter entre ellos, están reunidos
detrás de las verjas. Peter le pone a John una espada en la mano y antes de que
pueda encontrarle un sentido a lo que está ocurriendo, antes de que pueda
asimilar la imagen de John sujetando un arma, se separan.
Me quito el abrigo de piel de conejo, lo dejo resbalar hasta el suelo. Me
levanto la falda exterior del vestido y arranco las enaguas que lleva debajo.
Fifer se queda boquiabierta, horrorizada.
—¿Qué estás haciendo?
—¿Qué te parece? —Aparto la tela de una patada—. Voy a ayudarles.
—Eso ya lo veo —espeta Fifer—. Quiero decir, ¿qué le estás haciendo a ese
vestido?
La fulmino con la mirada.
—No puedes salir ahí afuera. —Cambia de táctica—. Podrían herirte. —
Echa un vistazo furtivo a su alrededor, pero la gente apretujada por doquier no
nos está prestando atención; e incluso si lo estuvieran, no podrían oírnos por
encima de la refriega—. Podrías morir.
—Esa es la razón por la que necesito armas —la interrumpo—. Algunos de
los hombres que hay aquí deben de estar armados. Una espada, o cuchillos,
preferiblemente, pero aceptaré cualquier cosa.
Fifer vacila un instante. Al final, recoge la faldas de su pesado vestido de
terciopelo y se adentra entre la multitud. Me giro hacia la ventana de nuevo. Las
flechas vuelan indiscriminadamente; hombres (no consigo ver quiénes son)
corren a toda prisa por detrás de los árboles, los setos, las piedras sepulcrales.
Hay gritos en el interior, gritos en el exterior; no consigo entender nada de lo
que dicen. Un momento después, reaparece Fifer detrás de mí, cargada con un
puñado de cuchillos de mangos plateados. Me los pasa uno a uno, con el mango

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por delante.
—No sé sí son lo que quieres —explica—, pero los he tenido que robar, así
que no quiero oír ni una palabra de protesta.
Se me dibuja una sonrisa en la cara al sentir su peso frío y consolador.
Recupero las enaguas arrancadas, corto una tira con uno de los cuchillos y me la
ato alrededor de la cintura a modo de cinturón improvisado. Sujeto con él el
resto de mis armas, luego me acerco a la puertecilla que hay al lado de la
ventana y abro el cerrojo.
—Vuelve a cerrarla cuando haya salido —le indico—. No la vuelvas a abrir.
—No hagas nada estúpido —me contesta antes de cerrar la puerta y deslizar
el pesado cerrojo de vuelta a su posición inicial.
Ante mí, el cementerio y las verjas circundantes. Más allá, árboles, y luego
la extensión de ondulantes colinas marrones. A mi derecha, hombres luchando y
gritando, Peter entre ellos. No puedo ver a John, pero sí veo a otros dos, no
arqueros de negro sino aldeanos vestidos con simples túnicas de invierno.
Yacen boca arriba sobre la hierba, con flechas clavadas en el pecho. Muertos.
Me dirijo con cautela hacia la parte delantera de la catedral. No doy más que
unos pocos pasos antes de que una flecha pase silbando por mi lado para
incrustarse en una grieta de la piedra. Después otra, luego otra. Aterrizan en una
precisa hilera, a menos de un palmo de mi cara. No han fallado, es una
advertencia. Me tiro al suelo. Repto sobre el estómago por encima de la tierra y
la hierba, me refugio detrás de una lápida medio derruida agujereada por
líquenes y musgo. Ordeno mis pensamientos con la misma precisión que las
flechas recibidas como mensaje.
Primero, encuentra al tirador. Las flechas venían de lo alto, bajaron hacia el
blanco. Entonces, algún lugar entre los árboles. Segundo, mata al tirador. Saco
un cuchillo de mi cinto y corro de detrás de esa lápida a otra, con los ojos fijos
en las sombrías ramas que hay por encima de mi cabeza. Le invito a
manifestarse.
¿Dónde estás?, pienso.
Me llega una contestación en forma de otra flecha. Esta roza el espacio
entre mis dedos corazón y anular, agarrados al borde de la piedra. Retiro la

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mano a toda velocidad, dejo escapar un pequeñísimo grito entre los labios
mientras un hilillo de sangre resbala por mis dedos, una mancha carmesí contra
la piel pálida. Como de costumbre, espero a que suceda, pero no llega. Ni el
fogonazo de calor en el abdomen, ni esa aguda sensación de cosquilleo. Porque
como de costumbre, olvido que ya no tengo mi estigma.
Me vuelvo a esconder detrás de la lápida y evalúo la situación. Estoy
sangrando. Estoy arrinconada. Estoy armada, pero no tanto como desearía, y no
soy capaz de ubicar a mi atacante. No tengo ninguna ventaja, pero no sobreviví
a dos años de entrenamiento para ser cazadora de brujas sin saber cómo sacar el
mayor partido de una desventaja. Sin pensarlo siquiera, la voz de Blackwell
resuena en mi mente: Para recuperar la ventaja perdida, siempre debes hacer
lo más inesperado.
Así que hago la única cosa que no se debería hacer cuando estás rodeado
por un enemigo oculto: me pongo de pie. Y entonces lo oigo, un sonido casi
imperceptible, un frufrú de hojas, una mal reprimida exclamación de sorpresa.
Suficiente. Le veo encaramado en la rama baja de un roble, camuflado por el
follaje de un árbol cercano de hoja perenne. Deslizo uno de los pesados
cuchillos de plata de mi cinto. Echo el brazo hacia atrás, apunto, lanzo.
Y fallo.
Maldición.
Una breve risa burlona; el golpe sordo de unos pies que aterrizan sobre el
suelo. Quienquiera que estuviera en el árbol ahora se ha bajado de él y viene a
por mí. Pisadas. El roce de unos dedos sobre un arco, el tensar de una cuerda,
una flecha lista para disparar. Así que hago la única otra cosa que puedo hacer
cuando estás rodeado por un enemigo oculto.
Doy media vuelta. Y echo a correr.
La flecha pasa silbando por encima de mi cabeza, apenas y por error. Se me
ha enredado el pie en el dobladillo del vestido y he caído rodando al suelo. Me
doy la vuelta hasta quedar tumbada de espaldas, rebusco otro cuchillo, pero es
demasiado tarde. El arquero está de pie por encima de mí. Pelo oscuro,
complexión fornida, veintipocos años. No le conozco, pero él sí parece
conocerme a mí. Me mira con una sonrisilla de suficiencia medio reprimida,

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sacude la cabeza.
—Con todo lo que había oído acerca de ti, hubiera esperado mejor pelea que
esta.
—¿Quién eres? —pregunto.
El arquero no se molesta en contestar. Saca otra flecha de la aljaba, la carga
lentamente en el arco, sin apartar los ojos de los míos en ningún momento.
—Me gusta enfrentarme a un buen rival —me dice—. Blackwell me
aseguró que tú lo serías. Se sentirá decepcionado cuando se entere de que estaba
equivocado. —Ladea la cabeza, pensativo—. Bueno, quizás no tan
decepcionado.
Me arrastro hacia atrás para intentar apartarme de él, de la flecha que ahora
apunta directamente a mi cara. No llego muy lejos, choco con otra lápida, su
superficie áspera se me hinca en la espalda.
El arquero columpia el arco adelante y atrás, despacio, como si estuviera
haciendo inventario de mis facciones.
—Tienes unos ojos bonitos —comenta—. Sería una pena dispararte ahí,
pero es el mejor sitio, ¿sabes? Solo te dolerá un momento.
Entonces la veo: la insignia cosida a la parte delantera de su abrigo negro de
lana. Es una cosa grotesca: una rosa roja estrangulada por su propio tallo
espinoso y atravesada desde arriba por una espada de empuñadura verde. Nunca
la había visto hasta ahora, pero sé exactamente lo que es: el nuevo emblema de
Blackwell.
—No ganará —susurro. Son mis últimas palabras, debería conseguir que
sirvieran para algo—. Blackwell. Cree que va a ganar. Pero no lo hará.
El arquero se encoge de hombros.
—Ya lo ha hecho.
No contesto; solo espero. A que la flecha me atraviese el cráneo, el cerebro;
espero a la muerte. Cierro los ojos, como si fuera a doler menos así.
Entonces, en el espacio entre un momento y el siguiente, ocurre. Una
pisada, el sonido de unas botas sobre la hierba mullida, el chasquido de una
ramita. Abro los ojos de golpe mientras el arquero gira sobre los talones, pero
no a tiempo, no antes de que la hoja aterrice con fuerza sobre su cuello y baje

*R3N3*
por su espalda; casi le corta en dos.
Sus ojos oscuros se quedan en blanco. Un chorro de sangre brota de sus
labios y me salpica la cara, los brazos, el vestido. El arquero se tambalea una
vez, dos veces, luego se desploma sobre el suelo del bosque como un árbol
caído. Detrás de él veo a John, su chaqueta y sus pantalones azules ya no
impecables sino arrugados y rotos, su camisa blanca ya no blanca sino roja de
sangre.
Se deja caer de rodillas a mi lado.
—¿Estás bien? —Me coge la cara entre las manos, la gira con suavidad de
un lado al otro—. No te ha dado, ¿no?
Mis ojos saltan del arquero derribado, su sangre salpicada por las lápidas a
nuestro alrededor y encharcando la tierra bajo él, a la espada en la mano de
John, también empapada de sangre.
—Elizabeth. —John inclina mi cabeza hacia él con un dedo en mi barbilla.
—Me dio en la mano —contesto al fin—. Pero estoy bien.
John pasa el pulgar por encima del corte aún sangrante.
—No es profundo, pero debería echarle un buen vistazo más tarde en
cualquier caso. —Me ayuda a ponerme en pie—. Le vi observándote. Estaba en
el árbol, disparándonos, pero paró en cuanto saliste de la catedral. ¿Por qué
hiciste eso? Te dije que te quedaras dentro. Te podrían haber matado.
Intercambiamos una mirada y en ella se refleja sin palabras lo diferentes que
son ahora las cosas. Ya no soy la persona que era cuando nos conocimos, no
soy la persona que era hace tres meses. Una cazadora de brujas entonces,
invencible, portadora de un estigma y protagonista de una profecía: la persona
más buscada de Anglia.
No sé quién soy ahora.
—No deberías estar aquí fuera —continúa—. Es demasiado peligroso. No
estás lo suficientemente recuperada y no eres… —De pronto se calla, pero me
agarro a sus palabras de todos modos.
—¿No soy qué? —Me aparto de él—. ¿’No soy fuerte? ¿No soy útil? ¿Ya
no soy capaz de luchar más, así que simplemente debería quedarme a un lado ya
que nadie quiere mi ayuda de todas formas? —Las palabras salen escupidas de

*R3N3*
mi boca antes de que pueda pensármelas mejor.
—Eso no es lo que quería decir y lo sabes.
—Lo siento —contesto a toda prisa, porque sí que lo sé—. No debería haber
dicho eso y… —Me quedo callada cuando me doy cuenta de lo que acaba de
hacer John. Ha utilizado un arma y ha matado a alguien. El chico que no ha
hecho nada más que salvar vidas ahora va y acaba con una—. Le has matado.
—Miro de reojo al arquero que yace a nuestros pies.
—Sí —confirma John—. Pero no lo siento. Volvería a hacerlo sin dudar, si
eso sirviera para protegerte, o a cualquier otro.
Pestañeo ante la repentina vehemencia de su voz.
—No quiero que lo hagas —digo—. Eso no es lo que tú haces.
—Creo que todos vamos a hacer cosas que no queremos hacer antes de que
esto acabe —me explica—. Vamos. No queda ninguno, al menos creo que no,
aunque tendremos que hacer un recuento ahí dentro, asegurarnos de que no falta
nadie.
Cruzamos el cementerio sorteando lápidas hasta la puerta principal de la
catedral donde hay un grupo de hombres en corro: Peter, Gareth, un puñado de
otros a los que no reconozco. Están de pie al lado de una hilera de cuerpos.
Un rastro de sangre lleva hasta ellos y empapa el suelo a su alrededor.
—¿Cuántos? —pregunto—. Vi a un hombre muerto cuando salí, uno de los
nuestros. ¿Le han dado a alguien más? ¿’Y nosotros hemos acabado con alguno
de ellos?
—Cinco. —John me lanza una mirada de pesar—. Cuatro hombres, una
mujer, todos de los nuestros. De ellos, solo hemos acabado con ese. Los otros
(contamos cuatro más) desaparecieron en cuanto fuimos a por ellos.
Harrow es una franja de tierra de unos quince kilómetros de largo, rodeada
por una barrera protectora mágica que solo permite entrar a los que residen aquí
o los que, como yo, están acompañados por personas que residen aquí. Pero con
Blackwell encaramado en el trono y la revelación de que él también posee
habilidades mágicas, Harrow ha sido descubierto y ahora es vulnerable. Con la
desaparición de cientos de brujas y magos desde el comienzo de la Inquisición
hace cuatro años, no hay manera de saber quiénes han muerto y quiénes se han

*R3N3*
vuelto unos traidores, por voluntad propia o por la fuerza. Pero alguien lo ha
hecho y ahora está ayudando a los hombres de Blackwell a entrar en Harrow.
La primera incursión sucedió hace un mes. Un hombre solo (se cree que era
un espía o un explorador) fue capturado en el pueblo de MoreOnTheMarch,
más o menos a medio camino entre la casa de John en Whetstone y la de Gareth
en Hatch End. Le descubrieron más bien por accidente: al amanecer, se cayó del
árbol en el que había estado durmiendo, asustó a un par de magos que pescaban
en un estanque cercano y escapó antes de que pudieran atraparle.
La segunda incursión fue más siniestra. Tres hombres fueron capturados
cuando avanzaban sigilosos a través del Mudchute, una zona desolada llena de
pequeños campos de labor que se extiende hacia el sur, desde los populosos
asentamientos del norte de Harrow hasta la frontera. No buscaban nada, no iban
armados y no huyeron cuando fueron capturados. Simplemente desaparecieron,
se volatilizaron.
A pesar del miedo reinante en Harrow por que alguien esté permitiendo
entrar a los hombres de Blackwell, hay también un trasfondo de esperanza.
Porque para muchos, la idea de que alguien a quien quieren, alguien que creían
muerto, sea en cambio un traidor y esté vivo, es una idea seductora. Aunque
para John, que vio cómo ardían su madre y su hermana en la hoguera delante de
sus propios ojos, esa no es una idea a la que se pueda agarrar.
Más de un año después de lo ocurrido, todavía lo está superando. Aunque
yo no fuera culpable de su captura, soy cómplice de ella. Y sé que él también
está intentando superar eso.
—¿Dónde aprendiste a usar una espada? —le pregunto.
—Sabía usar una espada ya antes de saber andar —contesta John, una
sonrisa triste en la cara—. Las ventajas de ser hijo de pirata, supongo.
—Lo haces bien —le digo con cautela.
Asiente, evasivo.
—Nunca he tenido que hacer demasiado uso de ella, pero ahora me alegro.
Especialmente después de hoy.
Me gustaría decirle que tenga cuidado. Me gustaría decirle cómo funciona.
Que al principio matas por una razón, luego matas por una excusa. Luego matas

*R3N3*
porque sí y, poco a poco, las vidas que quitas empiezan a robarte la tuya. Vi
cómo le ocurría a Caleb, justo igual que sentí cómo me ocurría a mí. No me voy
a quedar mirando cómo le ocurre lo mismo a John.
Pero antes de que pueda decirle nada, antes de que consiga pronunciar ni
una palabra, aparece Nicholas. Siento una oleada de alivio al verle vivo, ileso,
pero ese alivio en seguida se convierte en temor cuando se reúne con los otros
hombres. Todos me señalan, señalan a la catedral, Gareth asiente, firme.
Peter se aparta de ellos al vernos llegar, Nicholas le sigue de cerca. Peter le
da un fuerte abrazo a John antes de volverse hacia mí y hacer lo mismo.
Nicholas me observa con atención, su franca mirada de ojos oscuros se desliza
de la sangre de mi ropa a la sangre de mi mano. Ninguno de los dos decimos
nada mientras los demás se arremolinan a nuestro alrededor, todavía
enfrascados en intensa conversación.
—¿Qué está pasando? —pregunta John.
—Quería reunir a las mujeres y los niños en pequeños grupos y escoltarlos
de vuelta a sus hogares —explica Peter—. Disponer un perímetro rotativo,
hombres armados que patrullaran la barrera mágica que rodea Harrow día y
noche para asegurarnos de que no hubiera más incursiones.
—Y yo estoy de acuerdo —confirma Nicholas—. Y también estoy de
acuerdo en que la vista puede esperar. Con lo que ha sucedido hoy, tenemos
asuntos más importantes de los que ocuparnos.
Suelto un suspiro de alivio al oír que habrá un aplazamiento, que tendré
unos días más, una semana quizás, para prepararme. Hasta que Gareth dice:
—Al contrario, yo creo que ahora es el momento perfecto para celebrar esta
vista.

*R3N3*
JOHN SE PONE DELANTE DE MÍ, como para protegerme de semejante
idea.
—No. No tenemos porqué celebrar la vista hoy. Se puede posponer.
—Desgraciadamente, esto no funciona así —aclara Gareth—. Se ha
convocado al consejo, se ha preparado la pila de piedra que cuenta los votos.
Ninguno de los dos puede cerrarse hasta que se alcance una resolución. —Mira
a Nicholas—. Esas fueron las normas que tú mismo instauraste, cuando creaste
el consejo.
—Las normas se fijaron así para prevenir traiciones dentro del jurado, como
bien sabes —contesta Nicholas—. Para evitar amenazas dentro del consejo, no
del exterior.
—Precisamente —insiste Gareth—. Que es la razón por la que no son de
aplicación. La gente de Harrow ha venido hoy en busca de respuestas. Y eso es
lo que van a obtener.
—Vinieron a por respuestas, pero en lugar de eso obtuvieron un ataque —
interviene Peter—. Están asustados. Deje que se vayan a casa.
—Si me estás pidiendo que convoque al consejo otra vez para darles a
nuestros enemigos otra oportunidad más de atacarnos en masa, debo negarme
—dice Gareth—. No es ninguna coincidencia que el ataque haya sido hoy, ni
que haya sido aquí. Los hombres de Blackwell sabían dónde íbamos a estar.
Dónde iba a estar ella. —Me mira de reojo. Si es que antes sentía alguna
simpatía por mí, ha desaparecido—. La buscan a ella, no hay ninguna duda. Y
tenemos que decidir lo que vamos a hacer sobre eso. Hoy.
»Sin embargo, no os impediré marcharos si creéis que es lo que debéis
hacer —continúa Gareth, mirando a Nicholas—. Los estatutos dicen que el
presidente del consejo puede votar en nombre de un miembro ausente. Estaría
*R3N3*
más que contento de hacer eso por ti.
Nicholas no le contesta, pero la ira que brilla en sus oscuros ojos habla por
sí sola.
La primera vez que vi a Gareth, creí que era un empleado. Aquella noche,
Peter me dijo que en realidad era un miembro del consejo, y ahora es su
presidente. En cierto modo me recuerda a Blackwell, ambos se han
aprovechado de la debilidad de otra persona. Y ahí es cuando me decido.
Aunque puede que a mí me beneficie posponer la vista para otro momento, no
quiero que Harrow sufra.
—Gareth tiene razón. —Me vuelvo hacia Nicholas—. Deberíamos celebrar
la vista hoy. No tiene ningún sentido aplazarla más tiempo.
Quizás Nicholas esperaba que dijera eso, quizás deseaba que lo hiciera; en
cualquier caso, su única respuesta es un breve gesto afirmativo.
—Excelente. —Gareth da unas palmadas de satisfacción, luego hace un
gesto hacia la catedral—. ¿Pasamos?
—¿Puede cambiarse de ropa al menos? —pregunta John—. Está cubierta de
sangre. No hay ninguna necesidad de que la vean así. —No lo dice, pero
tampoco tiene que hacerlo: todos los esfuerzos de Fifer para vestirme e intentar
que pareciera una chiquilla, una chiquilla inocente, se han ido al traste, y ahora
he de ponerme delante del consejo con aspecto de ser justo lo que están
intentando ocultar.
Una asesina.
—Me temo que eso no es posible. —Es Nicholas el que contesta esta vez—.
Si el consejo ha sido convocado para una sesión y el sujeto de esa sesión está
físicamente presente, nadie puede irse hasta que se cierre la sesión.
Gareth asiente.
—Así es, esas son las normas.
John me echa un rápido vistazo, luego se quita la chaqueta y me la pone por
encima de los hombros. El precioso vestido de seda y brocado azul que me
había puesto apenas hacía unas horas está ahora desgarrado y manchado de
tierra y hierba y sangre, mi pelo pulcramente recogido en una trenza apenas
hacía unas horas cae ahora enredado por mis hombros. El abrigo de John oculta

*R3N3*
parte de eso. Pero más que lo que oculta es lo que revela: mi dependencia de él,
su lealtad hacia mí, nuestra conexión, que le hace a él tanto daño como bien me
hace a mí.
Las bisagras de las puertas emiten un grave chirrido cuando Gareth las
empuja para abrirlas. En el interior, en la relativa calma, veo cosas de las que no
me percaté antes. En el nártex, una pila de agua en un elaborado recipiente de
piedra; el agua gira por iniciativa propia. Hileras de relucientes bancos de
madera de roble, cojines reclinatorios de color rojo sangre cuelgan de pequeños
ganchos de los respaldos. La bandera de Anglia, roja, azul y blanca, cuelga de
los techos de madera, junto a la bandera Reformista en tonos negros, rojos y
naranjas. Todo el lugar tiene un intenso olor a incienso: planta Boswellia,
benjuí, mirra. Olores calmantes, aunque no hoy.
Como antes, los bancos están atestados de gente, tanta que rebosan por los
pasillos, llenando hasta el último rincón de la nave. Y todos me miran a mí.
Quizás sea la tenue luz caleidoscópica, quizás sea el frío del interior de la
catedral, quizás sea el miedo, pero se me nubla la vista y me invade un
repentino impulso de echar a correr. Salir por esas puertas, atravesar aquel túnel
de árboles caídos, recorrer los ondulantes prados y cruzar las fronteras de
Harrow. Pero ¿a dónde podría ir? Esa ha sido una pregunta constante desde el
momento en que aquellas hierbas se me cayeron del bolsillo, me colgaron el
sambenito de ser una bruja y me hicieron acabar en prisión, convirtiéndome en
una traidora y cambiando mi vida para siempre.
Una mano me agarra por el hombro, me obliga a darme la vuelta. Nicholas
se acerca bien, su alta y oscura figura se alza imponente por encima de mí.
—Te sentirás tentada de hacerlo, pero no mientas. —Habla en voz baja—.
Te harán preguntas que no querrás contestar, pero si no dices la verdad, lo
sabrán. Diles lo que sabes, por qué lo sabes, igual que me lo contaste a mí. El
resto —añade— vendrá por sí solo.
El resto vendrá por sí solo. Todo lo demás vendrá después. Estas palabras,
estos catecismos, siguen exigiendo mi atención. Primero Nicholas me pide que
deje que la profecía de otra persona sea mi guía, ahora me pide que deje que el
juicio de otras personas sea mi destino. Su fe pretende darme ánimos, lo sé.

*R3N3*
Pero esa misma fe me está pidiendo que ponga mi vida en manos de otras
personas y, hasta ahora, la experiencia me ha demostrado que ese es el peor
lugar en el que puede estar.
Gareth da un paso al frente y me toma del brazo. John me suelta y, a
regañadientes, recorro el pasillo al lado de Gareth. Todos los demás se quedan
sentados al verme pasar. Puedo sentir sus ojos sobre mí, oír sus susurros. Me
siento como una novia en la boda peor convenida, de peor augurio, que uno
pueda imaginar.
Llegamos al púlpito, todo volutas y recargado y pintado de dorado, el
estrado tallado con forma de cuervo: mensajero de la verdad pero también
símbolo de infortunio y engaño. Alineadas delante de él hay una fila de sillas,
todas comunes y corrientes excepto la del centro. Es grande y con pinta de ser
muy incómoda, toda angulosa y madera maltrecha, el respaldo tallado en punta.
Las cuatro gruesas patas de madera están talladas con forma de león.
Se abre una puerta detrás del altar. De ella salen varios hombres en fila,
todos vestidos idénticos a Gareth y Nicholas. Túnicas lisas hasta los pies, con
capucha y de un negro aterciopelado, adornadas con el emblema Reformista: un
pequeño sol enmarcado por un cuadrado, luego un triángulo, luego otro círculo,
una serpiente que está devorando su propia cola: una uróboros. Los miembros
del consejo. Mi juez y jurado.
Gareth me conduce hasta la silla del centro, me invita a sentarme. En cuanto
lo hago, un juego de cadenas brota de los brazos y patas de la silla, y se cierran
en torno a mis muñecas y tobillos. Los leones tallados en la madera despiertan
rugiendo, abren las fauces de par en par, gruñen, despliegan sus afiladas y
astilladas garras de madera. Me retuerzo para escapar, pero no consigo
moverme ni un milímetro, mientras John, sentado en primera fila con Fifer y
Peter se pone en pie de un salto para protestar. Peter le agarra del hombro y le
obliga a sentarse de nuevo.
Gareth se dirige a su sitio detrás del púlpito (el consejero número diecisiete
pero el único que cuenta) y se aclara la garganta.
—Antes de empezar, creo que sería apropiado que guardásemos un minuto
de silencio en honor de aquellos que han muerto en los ataques de hoy.

*R3N3*
Lee los nombres de los cuatro hombres y la mujer de Harrow asesinados
hace apenas unos minutos. Luego se gira y se dirige a la multitud.
—Como todos sabéis, nos hemos reunido aquí hoy para determinar si
Elizabeth Grey debería gozar del privilegio de permanecer dentro de las
fronteras protectoras de Harrow o si, por el contrario, debería ser desterrada,
para no volver jamás.
Se produce un murmullo entre el gentío. Gareth continúa:
—Los ataques de hoy suponen la tercera incursión, la tercera vez que se ha
traspasado la barrera de seguridad, la tercera vez que Blackwell, el nuevo rey de
Anglia, ha conseguido infiltrarse en Harrow. Pero es la primera vez que ha
enviado a sus hombres a buscar lo que creo que considera su propiedad.
Aunque nuestra política… es decir, la política Reformista, es ofrecer protección
a todo el que la necesite, debemos determinar si esta protección puede y debe
ofrecerse a expensas de nuestra propia seguridad.
—Los ataques a Harrow no son culpa de Elizabeth —dice Nicholas—. Los
hombres de Blackwell vendrían estuviera aquí o no.
—Hemos vivido seguros en Harrow durante muchos años sin incidente —
prosigue Gareth—. Me parece imposible creer que su llegada y estos ataques
sean mera coincidencia.
—Supongo que a todos nos parecía imposible creer que el anterior
Inquisidor fuera en realidad un mago —responde Nicholas—. Y sin embargo lo
es.
—La chica es peligrosa —empieza uno de los miembros del consejo. Es el
más mayor de todos, incluso mayor que Nicholas, su piel pálida y ralo pelo
blanco contrastan con su túnica negra—. No hay quien lo niegue. Pero le salvó
la vida a Nicholas y eso tampoco hay quien lo niegue. Si no hubiera sido por
ella, estaría muerto.
Un par de hombres sentados uno al lado del otro asienten al unísono.
—En efecto, salvó una vida —dice uno de ellos—. Aunque desde luego se
podría decir que salvar una vida no parece compensar por todas las vidas que ha
quitado. —Fija en mí un par de ojos desparejos, uno marrón oscuro, el otro
amarillo canario—. ¿Y de cuántas vidas podríamos estar hablando, señorita

*R3N3*
Grey?
Me quedo callada un momento, me planteo decir una mentira. Como si se lo
oliera, veo a Nicholas negar levemente con la cabeza. Siento el peso de un
millar de pares de ojos sobre mí y empiezo a sudar bajo el pesado abrigo azul
de John. Aparto la mirada para contestar la pregunta que ni siquiera él se ha
atrevido a hacerme.
—Cuarenta y una —murmuro.
—¿Cómo dices? —El único ojo amarillo del hombre lanza un destello
malicioso—. No creo que la gente del fondo pueda oírte.
—Cuarenta y una —repito, un poco más alto.
El hombre asiente con tristeza.
—Como decía, cuarenta y un vidas quitadas, una perdonada…
—Salvada. —Nicholas corrige al hombre, igual que John corrigió a Gareth
—. No me perdonó la vida, me la salvó. Y ha salvado otras. —Nicholas mira a
Fifer pero no a John. Nadie en el consejo sabe lo que hice para salvarle—. Y
dada la oportunidad, puede que salve muchas más.
—No estás sugiriendo que permitamos a una cazadora de brujas…
—Excazadora de brujas —le interrumpe Nicholas con voz queda.
—¿Pelear con nosotros? ¿Por nosotros? —Los dos consejeros intercambian
una mirada, engreídos como un par de cuervos—. ¿Cómo vamos a creernos que
todo esto no es parte de una trampa? Un plan urdido con Blackwell para
infiltrarse en Harrow y acabar con todos nosotros.
Se hace el silencio mientras toda la catedral sopesa sus palabras. Sopesa la
idea de que podría estar desempeñando mi papel en una trampa, una trampa
urdida por Blackwell y que culminaría conmigo matando a todos los residentes
de Harrow. Es imposible.
Excepto que no lo es.
—No es una trampa. —Agarro con fuerza los duros y cuadrados
reposabrazos, odiando el tembloroso sonido de mi voz pero temerosa de
levantarla más—. Nunca ayudaría a Blackwell. Ya no.
Los miembros del consejo se miran los unos a los otros, intercambian
miradas que van de la sorpresa a la incredulidad. Sobre todo incredulidad.

*R3N3*
—No quiero hacer daño a nadie. Nunca quise hacerlo, en realidad no —
explico—. Cuando me convertí en cazadora de brujas, no era más que una niña.
No me daba cuenta de lo que significaba… de lo que significaría. Pero no sabía
qué hacer si no.
Es una excusa patética, la peor. Pero es la verdad.
—Pero me quede o me vaya, esté aquí o no, Blackwell va a venir a por
todos los habitantes de este lugar —continúo—. Quiere Harrow. Bajo su control
o borrado del mapa, pero no parará hasta que consiga lo que quiere. Eso es algo
que deben saber sobre él: siempre consigue lo que quiere.
Los consejeros se vuelven a mirar los unos a los otros.
—Si al final deciden dejar que me quede, les puedo ayudar —prosigo—.
Puedo ayudar a mantenerle lejos. Puedo ayudar a intentar acabar con él. —
Evito a propósito la palabra matar—. Trabajé con él durante tres años, viví bajo
su techo durante dos. Le conozco.
—No lo suficiente, diría yo —replica cortante el consejero del ojo amarillo
—. Si no, te hubieras dado cuenta de que era un mago. A pesar de todo lo que
dices saber sobre él, de alguna manera, el detalle más importante parece que se
te escapó por completo. Y lo tenías delante de los ojos.
—¡Creí que estaba usando a alguno de ustedes! —Mi voz suena ahora
chillona; los leones a mis pies me enseñan los dientes a modo de advertencia—.
Creí que estaba utilizando a un mago para que hiciera magia por él. Me dijo que
odiaba la magia. ¡No sabía que era mentira!
—¿Cómo pudiste no darte cuenta? —La pregunta viene del anciano canoso.
No suena enfadado, solo perplejo—. Nicholas nos aseguró que eras una chica
inteligente y educada.
—Justo por eso —digo, y mi voz vuelve a sonar calmada—. No soy más
que una niña. O al menos lo era cuando me fui a vivir con él. Tenía trece años.
Buscaba en él a un maestro, a un mentor. —Casi no digo la siguiente palabra,
pero entonces lo hago—. Un padre, después de haber perdido al mío. No un
mago.
Y ahí es cuando se lo cuento todo: la verdad, de la forma en que Nicholas
quería que se la contara. Cómo me convertí en la amante del rey. Cómo me

*R3N3*
detuvieron por llevar hierbas que evitaban que me quedara embarazada de él.
Cómo me condenaron a muerte, solo para ser salvada por Nicholas. Cómo
descubrí que Blackwell era un mago, antes de partir en busca de la tablilla que
Blackwell había maldecido para matar a Nicholas; que la única razón por la que
pude encontrarla, escondida en aquella oscura, fría, húmeda y mohosa tumba,
fue porque Blackwell quiso matarme a mí primero.
—A mí también me traicionó —termino—. Me creí las cosas que Blackwell
me contó. No tenía por qué no hacerlo. No iba por ahí buscando mentiras, como
hago ahora. Pero ahora lo sé y puedo ayudar a detenerle. —Entonces miro a
John, que abre mucho sus ojos color avellana al adivinar lo que estoy a punto de
decir—. Yo pelearé por tod…
John se pone en pie de un salto antes de que pueda terminar la oración.
—No puede luchar —dice—. Todavía se está recuperando. Todavía está
débil. Y no tiene… —John se muerde la lengua justo a tiempo, ha estado a
punto de anunciarle a todo Harrow que ya no tengo mi estigma.
Fue idea de Nicholas mantenerlo en secreto, no decírselo ni al consejo.
Temía que si sabían que ya no lo tenía, la amenaza de hoy no sería el exilio;
sería la ejecución.
—Casi se muere —termina John, y tarda bastante más de lo necesario en
sentarse, su resistencia dando paso a la resignación.
—Me temo que debo estar de acuerdo. —Un miembro del consejo, callado
hasta ahora, toma la palabra desde su silla a mi derecha—. Es una chiquilla. Y
como ha señalado el Sr. Raleigh, una chiquilla desmejorada. —Sus ojos, de un
intenso azul aciano, me miran de arriba abajo, observadores pero no antipáticos
—. No soy capaz de imaginar lo que puede hacer ella por nosotros que no
podamos hacer por nosotros solos.
Me siento un poco molesta por sus palabras: por que me llame chiquilla, por
que me subestime.
—Era una de las mejores cazadoras de brujas de Blackwell —interviene
Gareth. Siento una oleada de gratitud al oír su defensa, hasta que me doy cuenta
de que es más probable que se trate de una ofensa—. Y también está la
indiscutible verdad de que consiguió infiltrarse en la fortaleza de Blackwell,

*R3N3*
abrirse camino para entrar y salir de aquella tumba y destruir la tablilla de
maldición.
Todos los consejeros empiezan a aportar sus comentarios al mismo tiempo.
—Demostró un gran valor…
—… Se atrevió a volver a entrar en esa tumba después de casi ser enterrada
viva la primera vez…
—Ya ha conseguido entrar en su palacio una vez, quizás pueda hacerlo de
nuevo…
—Aparte de luchar —interrumpe Nicholas—, hay muchas otras formas en
las que Elizabeth nos puede ayudar. Puede ayudar a entrenar un ejército. Nos
puede proporcionar información. Sobre la estrategia de Blackwell, su casa, sus
defensas. Sus cazadores de brujas. Obviamente, entendéis que esa es la razón
por la que está tan empeñado en encontrarla. Sabe que, en manos equivocadas,
esa información podría ser un arma.
—Hablas de entrenar a un ejército —le dice uno de los consejeros a
Nicholas—. ¿Qué ejército? Solo contamos con unos cuantos guardias, un
puñado de piratas y algún que otro noble. —Echa una ojeada por las filas de
bancos—. No tenemos ninguna fuerza y no tenemos soldados. No a menos que
decidamos empezar a exigir a los hombres que luchen. Hombres que no tienen
ninguna experiencia en la lucha.
—Conseguiremos tropas —dice Nicholas—. Pero las negociaciones para
lograrlas no son tan fáciles. La Galia nos ha ofrecido hombres, pero
comprensiblemente se muestran recelosos. Tienen sus propias fronteras que
proteger y, aunque desde luego que no están de parte de Blackwell, tampoco
quieren arriesgarse a convertirse en sus enemigos. Lo ocurrido con el rey
Malcolm no es algo que el rey galo desee repetir.
La noche del baile de máscaras, después de que Peter viniera a nuestro
rescate y desapareciéramos de Greenwich Tower, Malcolm y la reina Margaret
fueron detenidos y encerrados en las profundidades de Fleet, la cárcel más
famosa de Anglia. Su detención asustó a todo el mundo en Harrow. Orquestar la
encarcelación, y el posible asesinato, de un monarca es algo que ni siquiera el
Reformista más radical se plantearía.

*R3N3*
—¿Y mientras tanto? —El hombre de los ojos azules se dirige a Nicholas
—. ¿No esperarás que Blackwell se quede de brazos cruzados hasta que
reclutemos tropas? No va a esperar hasta que lleguen, para atacarnos. Eso
llevará semanas, en el mejor de los casos. ¿Qué hacemos hasta entonces?
—Prepararnos —contesta Nicholas—. Reunir a los guardias, reclutar a más
hombres. Hombres que estén dispuestos y sean capaces de entrenar, hombres
que no sean capaces pero estén dispuestos. Abrir nuestras fronteras a forasteros
que estén dispuestos a luchar por nosotros.
Se vuelve hacia los bancos. Mira directamente a los ojos de los que están
sentados en las primeras filas.
—No basta con esperar; no basta con mirar hacia otro lado, pero tampoco es
necesario echar la culpa a nadie, señalar con el dedo, castigar. —Entonces
Nicholas mira a los miembros del consejo, uno a uno—. Ya nos hemos
escondido el tiempo suficiente. La lucha no solo ha llegado a nuestra puerta,
sino que ha cruzado el umbral y ya está dentro y lleva una espada. Mandar a
Elizabeth al exilio no cerrará esa puerta, como tampoco lo hará entregarla al
enemigo. Debemos enseñarle a Blackwell que no puede simplemente coger lo
que quiera, que Harrow no caerá mientras nosotros estemos aquí para
defenderlo. Y Elizabeth nos puede ayudar a hacerlo.
Los hombres y las mujeres de los bancos, movidos por las palabras de
Nicholas, murmuran y asienten entre sí. Gareth pasa la vista de Nicholas a mí y
luego a los demás miembros del consejo.
—Preparémonos para votar.

*R3N3*
LOS MIEMBROS DEL CONSEJO se levantan de sus sillas y empiezan a
caminar por el pasillo en dirección a la entrada. Se paran al lado de la pila llena
de agua por cuyo lado pasé al entrar. El primer hombre levanta una mano, con
el dedo índice apuntando hacia el cielo. Sujeta su aterciopelada manga
acampanada con la otra mano y sumerge el dedo en el recipiente.
Desde donde estoy sentada, puedo ver el agua, su lento y tedioso remolino
empieza a coger velocidad, unas pocas gotas salpican por el aire. Después de un
momento, brota una pequeña voluta de vapor y el hombre retira la mano de la
pila. A continuación, uno por uno, cada consejero repite el proceso.
Cuando el último hombre se aparta de la pila, el agua deja de girar y se
vuelve plácida e inmóvil como un espejo, plateada y atrayente. No es una pila
de agua bendita, como pensé cuando la vi por primera vez. Es un cuenco de
adivinación.
He visto unos cuantos en las casas de magos a los que he detenido, pero
nunca antes había visto uno en acción. Se utilizan para leer los pensamientos de
muchas personas a la vez, en lugar de una sola como hacen los espejos de
adivinación. El agua es un elemento conductor y un elemento de verdad: es
imposible mentirle; sin duda para evitar que los votos se amañen o se hagan
bajo coacción. Debe de ser parte de las normas del consejo que estableció
Nicholas; la magia lleva su sello: simple, honesta, resuelta.
Cada consejero se acerca a la pila y echa un vistazo en su interior. Algunos
echan una rápida miradita; otros se quedan mirando más rato. Pero todos ellos,
después de ver lo que sea que ven, asienten antes de recorrer el pasillo en
dirección contraria y volver a instalarse en sus sillas otra vez, sus capas de
terciopelo parecen suspirar en contacto con la madera.
Gareth se coloca detrás del púlpito. Antes de que me dé tiempo a secarme
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las húmedas palmas de las manos sobre los reposabrazos, pronuncia:
—Es un empate.
Fifer me mira, luego a John, una sombría sonrisa de solidaridad cruza sus
labios. La cara de Peter refleja su alarma; sabe que es probable que me
destierren y a su único hijo conmigo. Porque ocho contra ocho, un empate, debe
deshacerse y solo Gareth, como presidente del consejo, puede hacerlo.
—Quedarse o irse —la voz de Gareth adopta el tono de un hombre que se
deleita en el hecho de que estén todos los ojos sobre él, que lo están, y en el
hecho de tener el destino de alguien entre sus manos, que lo tiene—. Está claro
que algunos de vosotros consideráis a Elizabeth Grey un peligro. Alguien poco
de fiar, alguien violento, alguien desleal.
Fifer abre la boca para objetar, pero la cierra rápidamente. No puede objetar,
porque es verdad. Si fuera leal, todavía estaría con Blackwell. Como lo estuvo
Caleb, hasta el mismísimo final.
—Al mismo tiempo, ya que nos enfrentamos a alguien poco de fiar,
violento y desleal, veo que muchos de vosotros lo consideráis una ventaja.
Nicholas observa a Gareth mientras habla. Sus oscuros ojos se endurecen,
parecen de obsidiana, y conozco bien esa mirada. Es la mirada que me dedicó
cuando su vidente, Veda, le dijo que yo era cazadora de brujas. Que no era la
maltratada chica inocente que él creía que era. Entonces me dio miedo y, a
pesar de todo lo que ha hecho por mí, todavía me da miedo.
—A pesar de mi recelo inicial, yo también considero esto una ventaja —
continúa Gareth—. Pero la condición por la que se te permitirá quedarte en
Harrow no es solo que luches. No basta con que entrenes a nuestro ejército, no
basta con que nos hagas un recuento de lo que sabes. Quiero que emplees tu
entrenamiento para volverte contra el hombre que te entrenó. —Una pausa
antes de que sus palabras, duras como el acero, resuenen fulminantes por la
silenciosa catedral—. Quiero que le mates.
Aquí estoy: sentada, encadenada a una silla, con un vestido empapado en
sangre y un pasado también empapado en sangre, mientras se me pide una vez
más que emplee la violencia por el bien de la paz. Miro a John. Me sostiene la
mirada, su gravedad me dice lo que quiere que haga. Quiere que rechace la

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oferta, que me niegue, que me exilie para que podamos irnos de Anglia juntos,
hacia algún lugar en el que cree que estaremos a salvo.
Pero nunca fui famosa por hacer lo que otros querían que hiciera.
—Sí —digo—. Lucharé por ustedes, por vosotros. Y sí… —Me detengo
antes de decir la palabra con más fuerza de la que siento—… sí, le mataré.
Gareth asiente, satisfecho, obtiene la respuesta que deseaba, pero John me
sorprende con una que yo no esperaba cuando se pone en pie y dice:
—Entonces yo también lucharé por vosotros.
Los bancos estallan en un clamor de voces, pero una, más musical que las
demás, corta a través de todas ellas.
—No puedes. No puede.
Yo, junto con todos los demás, me vuelvo para ver en pie a Chime, aquella
bonita chica de pelo oscuro que conocí en la fiesta de la Noche de Invierno, la
que creía mantener cierta relación con John antes de que yo apareciera. Mira
furiosa al consejero que tengo a la izquierda, el que tiene los mismos ojos azul
aciano que ella. De inmediato me doy cuenta de quién es, Fifer me contó todo
sobre él. El padre de Chime, Lord Fitzroy Cranbourne CalthorpeGough.
—Realmente debo objetar. —Mira de reojo a su hija, después a Gareth otra
vez, su apuesto rostro tiene el ceño fruncido—. No veo cómo permitir que un
curandero luche vaya a ayudarnos.
—No veo qué daño puede hacer —se defiende Gareth—. Tú mismo dijiste
que no teníamos ejército, ni hombres. Ahora tenemos uno más. —Le dedica una
débil sonrisa indulgente a John, que no le devuelve la sonrisa.
—Esto es una guerra —Lord Cranbourne CalthorpeGough continúa—.
Habrá heridos. John Raleigh es curandero. Salva vidas. No las quita.
—Aun así, hoy quitó una casi sin dudarlo —insiste Gareth—. Y por lo que
pude ver, lo hizo muy bien. Ya está metido en esta lucha.
No hay nada que decir a esto, porque Gareth tiene razón. Para bien o para
mal. John ya estaba metido en esta lucha en el momento en que nos conocimos,
pero el padre de Chime también tiene razón: quitar vidas no es lo que hace
John.
—Simplemente no tiene sentido —dice Lord Cranbourne CalthorpeGough

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—. Necesitamos un curandero para atender…
Gareth hace un gesto desdeñoso.
—Tenemos otros curanderos.
—Por supuesto que hay otros…
—Basta. —La voz de John, grave y segura, resuena por la catedral—. Le
agradezco sus objeciones, pero son innecesarias. Ya he dicho que voy a luchar y
es definitivo. —Dirige su atención a Gareth—. ¿Hemos acabado?
Espero que Gareth le recrimine a John su falta de respeto, quizás que
rechace su petición, pero en lugar de eso, se limita a sonreír.
—Se levanta la sesión.

Las cadenas que me sujetan las muñecas y los tobillos se abren por sí solas
y caen al suelo con un sonoro tintineo. Los leones cesan su inquietante acecho,
se enroscan alrededor de las patas de madera de la silla y se vuelven inanimados
una vez más. La multitud guarda silencio mientras salen de los bancos, fila tras
fila, toman el pasillo y salen por la puerta principal.
Gareth recoge su libro del púlpito y sale por la puerta lateral junto con los
demás miembros del consejo, por el mismo camino que vinieron. John se
levanta de su asiento y se abre paso hasta mí, pero le detienen cada pocos
metros, hombres y mujeres que se le acercan y le estrechan la mano y le dan las
gracias.
Harrow ha sufrido mucho desde que las rebeliones de Upminster, la capital
de Anglia y sede del nuevo poder de Blackwell, comenzaran hace ya dos años.
Brujas y magos de todos los rincones del país buscaron refugio aquí, para estar
a salvo de la Inquisición y de los cazadores de brujas, de la cárcel y las torturas,
las llamas y la muerte. Pero más gente significaba menos cosas para cada uno, y
ha habido racionamientos de comida, tierras, provisiones y armas.
Aquí a John le aprecian mucho, obviamente. Ayuda a la gente cuando está
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enferma, a menudo por muy poco dinero, más a menudo gratis. Ahora va a
luchar a mi lado, muchos de los presentes asumen sin duda que no volverá.
Es Fifer quien consigue llegar antes hasta mí, emerge de entre la multitud
justo delante de mi silla.
Me ayuda a ponerme en pie y, juntas, nos dirigimos hacia la puerta que da al
cementerio, para evitar las miradas de los hombres y mujeres que todavía
remolonean a la entrada. Nos resguardamos bajo la sombra de un árbol, no lejos
de donde el arquero de Blackwell me tenía arrinconada contra una lápida, no
lejos de donde su sangre todavía impregna el suelo, pegajosa bajo la brillante
luz del sol. Entonces se vuelve hacia mí, con las manos plantadas en las caderas
de su vestido de terciopelo verde.
—¿Es que te has vuelto completamente loca? —Exige saber—. ¿Luchar?
¿Matar a Blackwell? ¿Por qué narices has aceptado hacer eso?
—No tenía elección.
—Pues claro que la tenías —me dice—. Podías haber… oh, no sé… no
haber aceptado.
—Si todavía tuviera mi estigma, es la primera cosa que hubiera hecho —
admito—. No estar dispuesta a luchar hubiese creado más problemas. El
consejo hubiese hecho preguntas y, de un modo u otro, la verdad hubiese salido
a la luz.
Fifer mira a nuestro alrededor para asegurarse de que no hay nadie por ahí
cerca, escuchando. No lo hay, pero baja la voz de todas maneras.
—Podrías morir.
—No voy a morir —la tranquilizo. Palabras huecas. No es una promesa que
pueda hacer y ella lo sabe—. Pero no me voy a quedar sentada sin hacer nada.
—Busco entre la gente que sigue saliendo de la catedral, intentando detectar a
una persona en particular—. No sé en qué pensaba John cuando le dijo al
consejo que él también lucharía.
—Yo sí —dice Fifer—. Pensaba en ti.
—No importa. Sigue sin poder hacerlo.
—Sé que piensas eso —dice—, pero si te soy sincera, podía ser peor. Él
tiene tu estigma, así que no le pueden herir. Y es bastante bueno luchando. Peter

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le entrenó bien.
—Ya lo vi.
—Al menos no quedaste como una tonta de remate, como Chime, esa
paliducha —continúa—. ¿Qué derecho tiene de hablar por John? Pero ahí
estaba ella, de pie delante de todo Harrow, gritando como una verdulera que
vigila su mercancía.
—Apenas gritó —intercedo—. Solo le estaba defendiendo. Hizo lo que
tendría que haber hecho yo.
—No es su mercancía para defender —dice Fifer con voz tajante—. Y
hablando del rey de Roma. —Hace un gesto con la cabeza hacia John, que por
fin consigue salir de la catedral.
La sangre se ha secado en la pechera de su camisa blanca, tiesa y oscura.
Tiene las mangas remangadas por encima de los codos, las manos y los
antebrazos manchados de rojo. Su pelo se ve revuelto y sudoroso, su cara
preocupada e inquieta. Cuando llega hasta nosotras, me pasa un brazo alrededor
de los hombros y me atrae hacia él.
—Necesito darme un baño con urgencia —susurra antes de besarme.
Sonrío contra sus labios; Fifer finge que le dan arcadas. Entonces John se
aparta.
—No deberías haber aceptado luchar —me regaña.
—Eso es lo que yo le he dicho —interviene Fifer.
—No tenía elección —repito otra vez—. Órdenes del consejo.
—Lo sé. Pero aun así no quiero que tú…
—Yo tampoco quiero que luches tú —le interrumpo—. Sé que puedes, pero
eso no significa que debas. Eres curandero. Sé que ya lo he dicho, pero luchar
no es lo que tú haces.
—Y yo te he dicho antes que las cosas ahora son diferentes —contesta, su
voz suena un poco cortante—. Haré lo que tenga que hacer.
—Pero no tiene ningún sentido.
—Las cosas dejaron de tener sentido hace mucho tiempo. No sé por qué
iban a tenerlo ahora.
—John… —Es todo lo que consigo decir antes de que una voz familiar me

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interrumpa.
—John, ¿puedo hablar contigo? —Chime está a un lado del camino de
tierra, bajo un árbol cercano a la verja. Lleva un vestido azul cerúleo de seda y
terciopelo, del mismo color que sus ojos. Mariposas de verdad, (¡vivas!)
adornan sus hombros, sus alas azules con ribetes de negro, aletean con
suavidad. El pelo de Chime, negro como el azabache, está recogido en un moño
flojo y adornado con unos pasadores con forma de mariposa y joyas azules.
La imagen completa es preciosa, etérea, como toda ella. No me cuesta
entender lo que John vio en Chime, aunque él dice que cuando estuvieron
juntos estaba demasiado borracho como para distinguir algo. Fifer dice que es
una lianta y, aunque puede que sea cierto, no me creo que sea más lianta que yo.
—Por supuesto —John cambia su expresión irritada por algo parecido a la
calma.
—¿Podría ser en privado, por favor? —Chime nos echa una mirada, primero
a Fifer, luego a mí—. Si no os importa. —Su voz aguda y tierna, cálida y
melódica, el sonido de un día de verano.
—No, en absoluto —digo yo. John me dedica una sonrisita antes de que
ambos den media vuelta y se alejen por el camino juntos.
—Estaremos aquí esperando —dice Fifer con tono burlón. La fulmino con
la mirada, ella me da un codazo en las costillas—. ¿Por qué los has dejado irse
por ahí juntos? —susurra indignada cuando ya no pueden oírnos.
—Solo quiere hablar —la tranquilizo—. No hay ningún mal en ello.
Fifer frunce los labios pero no dice nada.
John y Chime se detienen bajo el árbol del final del camino. Da la impresión
de que es ella casi la única que habla; John la observa con atención y de vez en
cuando asiente. Viéndolos juntos, siento una punzada de celos, pero también
hay algo más: inevitabilidad.
Chime toca la mano de John, dice algo a modo de despedida. Me mira de
reojo, sus intensos ojos azules me recorren de arriba abajo, su cara
cuidadosamente neutral. Ignora a Fifer por completo. Luego gira sobre los
talones y se aleja para reunirse con su padre. Lord Cranbourne CalthorpeGough
me hace un gesto con la cabeza, luego a John, antes de coger a Chime del brazo

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y alejarse de ahí.
John regresa con nosotras, su cara inexpresiva.
—¿Qué quería? —Exige saber Fifer.
—Nada —contesta—. Bueno, no nada. Quería hablarme de su abuela. Está
muy enferma. —John se vuelve hacia mí—. Es paciente mía. Llevo años
tratándola. De hecho, es por eso que la conozco. A Chime, quiero decir.
Fifer frunce los labios de nuevo.
—En cualquier caso, me estaba diciendo que si podría ir por su casa y pasar
algo de tiempo con su abuela antes de que las cosas se pongan muy ajetreadas.
Fifer hace un ruido a medio camino entre una burla y un resoplido.
—¿No puede esperar a que todo haya terminado?
—Fifer —le digo, mi voz cargada de reproche.
—Realmente no —dice John—. Y de todas formas es mejor que lo haga
ahora, por si acaso.
—¿Por si acaso qué?
—Por si acaso me pasa algo.
—No te va a pasar nada —dice Fifer.
John sonríe un poco, pero la sonrisa no le llega hasta los ojos.
—No creo que nadie pueda prometer eso.

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ESA TARDE, PETER EVITA MIRARME durante la cena, demasiado
ocupado sonriendo a John de oreja a oreja como si su hijo hubiera logrado
cumplir todos los sueños paternales que albergaba para él, todos en una sola
tarde. A cambio, John evita su mirada, demasiado ocupado intentando atraer la
mía; el eco de nuestra discusión de hace un rato todavía cuelga entre nosotros.
Yo quiero luchar; John no quiere que lo haga. Peter quiere que John luche; yo
no quiero que John lo haga. John está enfadado conmigo, por razones que
comprendo, y yo también estoy enfadada con John, por razones que no
comprendo.
Me dedico a evitar las miradas de ambos por completo, con la vista fija en
mi tosca bandeja de estofado de carne y pan, que apenas he tocado.
—Esperarás a tu llamada a filas, aunque supongo que llegará a lo largo de
esta semana. —Peter hace girar su copa de brandy, la tercera (una celebración)
y continúa—: Has de presentarte cuando la recibas. Directo a Rochester Hall.
Rochester Hall, la residencia de Lord Cranbourne CalthorpeGough, la casa
de Chime. El lugar donde se va a levantar el campamento, donde va a llevarse a
cabo el entrenamiento, donde van a instalarse las tropas de la Galia, cuando
lleguen. Donde John y yo, como nuevos reclutas en la lucha por proteger
Harrow, vamos a vivir en el futuro próximo.
—¿Creéis que Rochester Hall está bien preparado para ser un campamento?
—Cojo mi pan, arranco un pedazo—. ¿Tiene unas instalaciones adecuadas?
¿Espacio para que la gente viva? ¿Para que entrene?
Pienso en la casa de Blackwell en Greenwich Tower. Oculta tras muros de
doce metros de altura, con guardias día y noche, un lado protegido por el río
Severn, todos ellos por un foso. Y pienso en toda la magia que había en el
interior, tanta como en el interior de Harrow, como bien sé ahora. Magia
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utilizada para entrenarnos, para asustarnos, para hacernos duros y convertirnos
en soldados; toda ella hecha por el hombre más duro y más aterrador que
conozco.
John y Peter intercambian miradas de diversión y yo siento cómo mi
irritación aumenta.
—Yo diría que sí —comenta Peter—. El abuelo de Fitzroy, el cuarto conde
de Abbey, fue un hombre profético. No un vidente, no, solo observador. Previo
que iba a haber problemas con la magia, previo que no sería tolerada mucho
tiempo más. Él fundó Harrow, ¿sabes? La mayoría de las tierras en las que
vivimos pertenecen a los Cranbourne CalthorpeGough.
Me sorprende, aunque quizás no debería, que Chime sea la heredera de todo
Harrow.
—Parte de las tierras se la vendió a Nicholas, parte a Gareth, y yo también
soy propietario de algunas, por supuesto —continúa Peter—, pero la mayoría de
los hombres que viven en Harrow son arrendatarios. Fitzroy es un hombre duro,
pero es bondadoso. No los reclutará para luchar si ellos no quieren.
—A diferencia de Gareth —musita John. Peter asiente.
—Aun así, la llamada a filas obligatoria no es necesaria. Tenemos muchos
voluntarios. Han estado llegando mensajes toda la tarde, después del juicio. —
Hace un gesto hacia su mesa, hacia el montón de cartas de un palmo de altura
—. Hombres para defender la frontera, para repeler los ataques hasta que
lleguen las tropas. —Peter entrechoca su copa de brandy con la copa de John,
un brindis—. Y una chica también, por supuesto —me dice a mí, como si se
acabara de acordar de que existo.
Por fin, me doy cuenta, con claridad, de por qué estoy enfadada: estoy en
segundo plano en mi propia lucha.
—Por supuesto —es todo lo que consigo responder.
Para un extraño, esta conversación sonaría inocente. Agradable, incluso.
Pero con la intuición que tiene John, parte de esa magia de curandero que
posee, sé que percibe la tensión que bulle bajo la superficie. Se pone en pie una
décima de segundo antes que yo.
—Es tarde —le dice a Peter, pero me está mirando a mí—. Ha sido un día

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muy largo y estoy cansado. Estoy seguro de que Elizabeth también.
—Estoy bien —digo—. Quiero recoger antes de irme a la cama. —Desde
que llegué a Mill Cottage y desde que estoy lo suficientemente bien para
hacerlo, he ayudado a Peter y John a limpiar y a cocinar. Ellos no lo hacen, no
bien en cualquier caso, y aunque no me lo piden y la mayoría de las veces
intentan impedírmelo, lo hago de todos modos.
—Déjalo —dice John. Le lanzo una mirada furibunda y él añade—: Al
menos hasta mañana. ¿Vale? Tienes que descansar.
Cojo bruscamente los platos de la mesa y me dirijo indignada a la cocina,
ignorando el consejo de John por completo. No necesito descansar. Lo que
necesito hacer es recuperar fuerzas, empezar a entrenar. Necesito aprender a
luchar, a luchar bien, sin mi estigma. No puedo hacer nada de eso si estoy
descansando.
Peter y John me dejan tranquila en mi absurdo enfado, sin hacer ni decir
nada mientras recojo con brusquedad manteles y servilletas y arreglo
ruidosamente la cubertería. Al cabo del rato, termino. Ahora el comedor está
limpio, e incómodo en su repentino silencio. Nada excepto el crepitar del fuego
en el hogar, el tictac del reloj sobre la repisa de la chimenea, el roce de las
ramas de los árboles contra las ventanas con parteluces. Casi puedo sentir el
peso de los dos pares de oscuros ojos sobre mí, observándome.
No sé lo que decirles, a ninguno de los dos. Estoy avergonzada por mi
arrebato, pero no lo suficiente como para disculparme por él. Enfadada, pero
demasiado para pedir perdón. Después de un instante de duda, me decido por:
—Buenas noches —mientras paso por el lado de ambos, salgo del comedor
al vestíbulo y subo a mi habitación. En seguida oigo el crujido de unas pisadas
en las escaleras de madera, la puerta de John que se cierra con cuidado enfrente
de la mía. El sonido tiene un regusto a soledad.
No estoy cansada, pero me pongo el camisón de todos modos. Otra de las
cosas que me dio Fifer: pálida tela verde con escote cuadrado y anchas mangas,
ambos ribeteados con lazos de un verde más oscuro. Casi demasiado bonito
para dormir con él. Me acerco al tocador que hay en un rincón del cuarto, me
siento delante del espejo. Saco un cepillo del cajón y empiezo a deslizarlo por

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mi pelo.
Una vez más, no me reconozco. Hace seis semanas, estaba moribunda. Hoy,
no sé lo que soy. Mi reflejo lo confirma: pálida, frágil, débil. La pérdida de mi
estigma se llevó más que solo mis fuerzas y mi habilidad para curarme; se llevó
mi identidad. No sé dónde encontrarla, ni siquiera por dónde empezar a buscar.
Devuelvo el cepillo bruscamente al cajón y lo cierro de golpe. Al hacerlo,
un trozo de pergamino resbala de la parte inferior, cae revoloteando al suelo.
Después de que recuperara el conocimiento pero antes de que el clima
mejorara lo suficiente como para que pudiéramos pasar los días al aire libre,
John y yo nos pasábamos toda la noche escribiéndonos notas y pasándonoslas
por debajo de nuestras puertas cerradas. Peter era inflexible en cuanto a que no
nos viéramos después de oscurecer; todavía lo es. Pero según lo veía John, eso
no significaba que no pudiéramos hablarnos.
Era simple. Fabricó una lazada con un cordel y deslizó un extremo por
debajo de mi puerta. El otro extremo lo sujetaba él. Me escribía una nota, la
doblaba alrededor del cordel y daba un tironcito de su extremo. Yo tiraba del
otro lado, leía la nota, escribía una contestación y luego daba un tironcito de mi
propio extremo. Y la nota emprendía el camino de vuelta. A veces teníamos
varios trozos de pergamino en marcha al mismo tiempo, así ninguno de los dos
tenía que esperar al otro.
Recojo la notita del suelo, la desdoblo. La hoja está llena de una serie de
extractos naturales, cuidadosamente grabados y etiquetados en latín. Angélica
sylvestris, una planta de finos pétalos con umbelas de flores blancas. Salvia
officinalis, un arbusto de hojas grisáceas lleno de flores de un intenso color
violeta. Berberís vulgaris, otra planta caracterizada por hojas espinosas y
gruesas bayas rojas. La delicada belleza de cada imagen contrasta radicalmente
con la torcida y casi ilegible letruja de John.
Las dibujó para mí, en parte, después de que le tomara el pelo acerca de su
caligrafía. La otra razón, según dijo, era que estas eran algunas de las plantas
que había empleado para curarme. Eran preciosas para él, dijo, porque me
trajeron de vuelta con él.
Dejo caer la cabeza entre las manos, el pergamino revolotea hasta el suelo.

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No tengo mucha experiencia con lo que significa estar con alguien del modo en
que lo estoy con John. Ninguna, en realidad. No sé cómo navegar unas aguas en
las que la mitad del tiempo siento que me estoy ahogando, pero sí sé que hay
mejores formas de tratar a alguien que te quiere que tirarle estofado de carne,
sumirse en un terco silencio y luego salir furiosa de la habitación.
Una fría brisa entra de pronto por la ventana abierta, hace que golpee contra
el marco. Me levanto para cerrarla, echo un vistazo a los jardines en penumbra
ahí abajo. La mayoría de las plantas cultivadas con tantos cuidados por John
están ahora inactivas, como hibernando, podadas para el invierno. Pero la
espaldera que serpentea por la pared de piedra está atestada de madreselva de
invierno, salvaje y en flor, su aroma embriagador incluso en el mes de febrero.
La espaldera.
En menos de un minuto salgo por la ventana, columpio las piernas por
encima del alféizar y me descuelgo por la pared hasta el suelo. Un rápido
vistazo a través de la ventana de cristales azulados de la fachada principal me
confirma que Peter está sentado a su mesa, ocupado con sus cartas. Me agacho
para pasar al otro lado, mis pies desnudos crujen sobre el estrecho sendero de
gravilla hasta que llego al jardín, justo debajo de la ventana de John. Ahí
también hay una espaldera, llena de la misma madreselva de invierno.
Empiezo a trepar por ella.
En cuestión de segundos llego arriba, me asomo por su ventana. John está
sentado delante del escritorio, apoyado sobre un codo, la cabeza descansando
sobre la mano, leyendo. Está cansado, puedo distinguir que tiene los ojos medio
cerrados; de hecho, mientras le observo, se le cierran del todo y deja caer la
cabeza un poco hacia delante.
Llamo suavemente a la ventana.
Levanta la cabeza de golpe, abre los ojos de par en par. Mira de reojo a la
puerta.
Vuelvo a llamar.
John gira la cabeza de golpe y entonces me ve, al otro lado de la ventana.
Sonrío al ver cómo se le abre la boca, sorprendido. En un instante está de pie,
cruza hasta la ventana, la abre y me ayuda a entrar. Trepo con cuidado por

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encima del alféizar de la ventana, sujetando el camisón alrededor de mis piernas
para que no se enrede.
Sus ojos se deslizan desde mi pelo, suelto y colgando por encima de los
hombros, hasta mis pies desnudos y manchados de barro, luego de vuelta a mi
cara, pero no sin detenerse una décima de segundo de más en el generoso escote
cuadrado de mi camisón que muestra más de lo que debiera.
En verdad debería de haberme cambiado.
—Elizabeth —empieza.
—Antes de que digas nada, necesito hablar contigo. —Me aparto de él, me
pongo fuera del alcance de sus brazos, de la forma en que demasiados botones
de su camisa están abiertos, de su pelo, en el que parece que han estado metidas
mis manos. La forma en que me mira, con una media sonrisa casi irónica, y la
forma en que huele, a lavanda y especias y algo inconfundiblemente él. Se me
hace un lento nudo en el estómago.
Da un paso para acercarse. Levanto la mano.
—Quédate donde estás. No puedo tenerte cerca distrayéndome.
John suspira, se pasa una mano por los ya desgreñados rizos. Luego hace un
gesto hacia la silla de su escritorio, en la que estaba sentado y casi dormido
hace apenas un instante.
—Por favor, siéntate.
Lo hago.
—Lo siento —digo—. Por cómo actué hoy. Antes. Abajo. Ya sabes. —
Sacudo la cabeza ante la ineptitud de mi disculpa.
—Está bien.
—No, no lo está —continúo—. Me he portado fatal. Tú no habías hecho
nada. Y ni siquiera he llegado a darte las gracias por lo que sí hiciste.
Defenderme en el juicio. Decidir luchar conmigo. Sé que no ha debido de ser
fácil.
—Estás equivocada. —John se sienta en frente de mí, al borde de su
colchón, apoya los pies desnudos sobre el oscuro marco de madera de la cama
—. Ha sido muy fácil.
—Sé que eso es lo que piensas ahora —insisto—, pero nada de esto va a ser

*R3N3*
fácil.
—Solo quería decir que la decisión lo fue.
—Dices eso solo porque tienes el estigma —le digo.
—No tiene nada que ver con eso. —John se queda pensativo—. No, tienes
razón. Tiene todo que ver con eso.
—No me arrepiento de habértelo dado —aclaro rápidamente, antes de que
la semilla de la idea pueda arraigar en su interior—. Nunca me he arrepentido.
—Pero sí te arrepientes de no tenerlo —me dice él.
—Sí —admito. Y entonces caigo: esa es la verdad—. Mentiría si dijera que
no. Haría que lo que tengo que hacer fuese… factible. Porque ahora mismo no
lo es. Ahora mismo parece imposible.
John se queda callado, de un modo que me dice que está pensando algo que
no quiere decir. Así que espero a que lo haga. A que me diga que no puedo
matar a Blackwell. Me diga, como ha hecho tantas veces, que es demasiado
peligroso, que no estoy lo bastante fuerte.
—Sé que crees que voy a intentar impedir que hagas lo que quieres con este
asunto —me dice al final—. Pero no.
—¿No? —Disfruto de un momento de alivio antes de que me entre la
angustia—. Oh. ¿Es porque… no quieres, ya sabes, que tú y yo, y…?
—¡No! —Se pone en pie de un salto, me coge de la mano y me levanta de la
silla de un tirón para sentarme a su lado en la cama—. Por supuesto que no. No
es eso en absoluto. ¿Que si me gustaría encerrarte bajo llave hasta que todo esto
haya acabado? Sí. Pero me odiarías por ello y, en cualquier caso, esa no es la
persona que tú eres. Y no quiero que te conviertas en alguien diferente. Nunca.
Pestañeo, sorprendida.
—¿No?
—No.
—¿Y… ya está? —pregunto—. ¿Sin discusiones, sin peleas?
John suelta una risita ahogada.
—¿Preferirías que sacara una espada? ¿Que nos batiéramos en un duelo a
muerte? —Sonrío y John sigue hablando—. Tengo tu estigma, pero preferiría ir
al infierno que no protegerte con él. Tanto como pueda, de la manera que

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pueda. No te voy a detener, pero tampoco quiero que tú intentes detenerme a
mí.
Dudo un instante, pero solo un instante. Las condiciones de la tregua que
me está ofreciendo no son las ideales, pero es harto improbable que vayan a
mejorar.
—Supongo que entonces estamos en esto juntos.
John sonríe de oreja a oreja.
—Eso es lo que he estado intentando decirte.
Me echo a reír. No puedo evitarlo.
John se mueve un poco, se acerca más a mí. La luz en la habitación es
tenue, la cansada vela de su escritorio ya se ha extinguido. La última reposa en
la mesilla, al lado de la cama, su llama parpadea suavemente en la brisa
nocturna. John desliza su mano por mi pelo, la deja apoyada sobre mi cuello,
me acaricia la mejilla con el pulgar. Me recuesto contra él y no sé quién besa a
quién primero, pero apenas importa.
Medio en broma, tiramos el uno del otro, nos medio empujamos, hasta que
caemos sobre la cama. Estamos enredados entre las sábanas, besándonos y
acariciándonos y cada uno tironeando de la ropa del otro. No recuerdo haber
decidido quitarle la camisa, pero ahí está, fuera. Su mano recorre mi pierna
desnuda, se desliza hasta mi cintura y me levanta el camisón en el trayecto.
Suelto una pequeña exclamación; él me besa con mayor intensidad.
La sensación de sus manos sobre mi piel, de las mías sobre la suya. Sus
labios sobre mi cuello, su pelo enredado entre mis dedos, su aliento en mi oreja.
No puedo pensar. Quizás sea el control que hemos desplegado para
mantenernos apartados mientras vivíamos tan cerca en esta casa, quizás sea el
control que hemos desplegado en mantenernos unidos hoy, pero ahora lo
estamos perdiendo. Me late el corazón a mil por hora, respiro en pequeños
jadeos, estamos haciendo lo que ya hemos hecho antes pero nunca fue así: todo
urgencia y descuido y necesidad, y quiero que todo ello me lleve tan lejos como
sea posible.
En ese momento, una ráfaga de viento entra por la ventana; la vela de la
mesilla se apaga con un chisporroteo. La habitación se sume en la oscuridad. El

*R3N3*
acre y turbio aroma del azufre de la llama extinguida; el chirrido del colchón
bajo nuestro peso; la sensación de su piel desnuda sobre la mía. Y de repente no
estoy en la habitación de John, besándole, sintiendo su cuerpo encima del mío.
En lugar de eso, estoy en el palacio de Ravenscourt, en la habitación de
Malcolm. Estoy coaccionada, estoy obligada y estoy asustada.
El calor que sentía hace solo un momento da paso a una repentina oleada de
frío. Le empujo para quitármelo de encima y apartarle de mí. Me escabullo
hacia la cabecera de la cama, me bajo el camisón para taparme las piernas
desnudas. Todavía estoy jadeando.
No consigo ver en la oscuridad de la habitación, no demasiado al menos,
pero puedo distinguir la silueta de John al sentarse. Él también está jadeando
todavía.
—Espera un segundo. —John se levanta, busca a tientas su camisa, se la
pone. Se acerca hasta la mesa. Oigo el rascar de una cerilla, observo cómo
vuelve a encender la vela que tiene delante. Me mira de reojo, luego cruza la
habitación y enciende tres más, embutidas en candelabros colgados a intervalos
regulares por la pared. La luz inunda la habitación.
—Lo siento —me disculpo, antes de que pueda decir nada—. No sé lo que
ha pasado. No sé por qué hice eso.
—No tienes por qué saberlo —contesta—. Y no tienes que disculparte.
—Supongo que ha sido por la oscuridad —continúo—. Me recordó a otro
lugar, a otra persona…
—Elizabeth. —John vuelve a acercarse a la cama y se sienta en el extremo
del colchón, lo más lejos posible de mí—. No tienes que darme explicaciones.
Desliza la mano hacia delante, por encima del colchón, hasta que las yemas
de sus dedos tocan las mías, dubitativo.
Me recuerda a la forma en que hizo eso mismo la mañana después de que
fuéramos a ver a Veda por primera vez, después de que reaccionara como lo
hice en el túnel de debajo de su casita, recordando mi prueba final, tan aterrada
que no podía sostenerme en pie, no podía andar, no podía hacer nada más que
hacerme un ovillo. Me recuerda a cómo me llevó en brazos de vuelta a casa de
Nicholas, cómo se quedó conmigo toda la noche. Cómo, incluso entonces, se

*R3N3*
preocupó de mí de un modo en que no lo había hecho nadie jamás.
También recuerdo cómo nada de esto es fácil para él. Nada de mí, ni de él y
yo juntos, es simple. Sé que sería más fácil si yo nunca hubiera entrado en su
vida. Si se hubiera quedado con Chime, si la hubiese preferido a ella en lugar de
a mí. La culpabilidad me corroe, pero no puedo decirle todo esto. Porque si lo
hago, será otra losa con la que cargará por mí, cuando ya ha cargado con tantas.
—Debería irme. —Columpio las piernas por encima del borde del colchón.
—Espera. —Me coge del brazo—. Quédate, por favor. Yo dormiré en el
suelo —añade a toda prisa—. No tienes que hacerlo si no quieres. Pero no
quiero que te vayas.
Empiezo a negarme, a decir que es mejor que me vaya, pero justo igual que
todos los demás días, cuando me quedo sabiendo que debería irme, no lo hago.
—Vale —le digo—, pero no vas a dormir en el suelo. —Vuelvo a la cama,
me deslizo bajo las sábanas limpias con olor a lavanda.
John se queda un momento parado, luego se mete en la cama a mi lado, tira
de las mantas para arroparnos a ambos. Tiene cuidado de no tocarme,
demasiado cuidado. Pero después de un instante, me doy la vuelta para quedar
de frente a él, le paso un brazo por la cintura. Él tira de mí para que me acerque
más, apoyo la cabeza en su pecho, su cara enterrada entre mi pelo.
Y dormimos.

*R3N3*
COF, COF.
El sonido de una tos interrumpe mi sueño, me trae de vuelta a la realidad.
Abro un ojo, luego el otro, veo las oscuras paredes de madera, la colcha azul
marina, siento el brazo de John alrededor de mi cintura. Estamos todavía en la
misma postura en la que nos dormimos, abrazados el uno al otro.
Cof, cof.
Peter.
—Ay Dios —murmura John entre mi pelo.
—¿Cuánto tiempo crees que lleva ahí fuera? —susurro.
Cof. Una pausa, luego un horrible carraspeo, Peter aclarándose la garganta.
Cof.
—Por todo el ruido que está haciendo, diría que un buen rato.
Me pongo una mano en la boca para reprimir una carcajada.
—Shhh, lo vas a empeorar —dice John, solo que él también se está riendo
—. Supongo que más vale que vaya a hablar con él. —Se aparta de mí y sale de
la cama. Se lleva con él su calidez, dejándome fría.
—Espera. —Me siento—. No puedes salir con esa pinta.
—¿Por qué? —John se mira. Los pantalones arrugados, la camisa
chuchurría con la que da la impresión de haber hecho exactamente lo que ha
hecho: dormir con ella puesta. Lo que no puede ver es su pelo desgreñado, o la
sonrisilla de su cara que hace que parezca que no ha hecho nada bueno; o algo
bastante bueno, según por dónde se mire.
—Porque parece que has estado haciendo exactamente lo que tu padre cree
que hemos estado haciendo.
—Ah. —John sonríe—. Esta es la cosa: si salgo ahí fuera con el pelo
repeinado y ropa recién puesta, pensará que tengo algo que ocultar. Porque si

*R3N3*
realmente fuera culpable de algo, nunca se me ocurriría salir con esta pinta.
—Oh. —Lo pienso un momento, luego frunzo el ceño—. ¿Qué pasa, ya has
hecho esto con otras chicas antes o qué?
—Nunca he hecho esto con otras chicas. Solo contigo. —Agacha la cabeza,
roza mis labios con los suyos—. Tú siempre serás la única chica.
Mis labios se curvan en una sonrisa mientras le devuelvo el beso.
Cof cof.
—Vamos allá. —John se dirige a la puerta, la abre con una floritura—.
Suena como si tuvieras falso crup —anuncia, saliendo al pasillo—. Lo cual
sería un logro, ¿sabes? El crup es casi exclusivamente una enfermedad infantil y
muy muy rara en hombres adultos.
Después, John cierra la puerta, pero oigo la respuesta de Peter de todas
formas.
—Yo te daré el crup, jovencito.
Me pongo una mano sobre la boca para reprimir mis risas.
John y Peter siguen hablando, sus voces amortiguadas por la madera así que
no puedo oír lo que dicen. Realmente no puedo irme y volver a mi habitación,
no con ellos de pie en el pasillo. Podría volver a salir por la ventana, pero ya no
tendría ningún sentido tal y como están las cosas. Más me vale esperar a que
vuelva John y oír cuál es nuestro castigo.
Salgo de la cama, examino las sábanas y mantas enredadas antes de
estirarlas por encima del colchón y remeterlas por los bordes para dejar la cama
pulcra y ordenada. Entonces recuerdo lo que John dijo de parecer culpable y las
vuelvo a desordenar.
La ventana todavía está entreabierta, la fría brisa de la mañana se cuela por
ella. Camino arriba y abajo y, a la luz del día puedo ver cuán transparente es
este camisón de lino, lo poco que deja a la imaginación debajo. Así que me
siento en la mesa de trabajo de John y me arrebujo todo lo que puedo en la silla.
La mesa es un lío. Libros, pergamino, tinta y plumas desperdigados por la
superficie. Básculas, morteros y sus mazas, coladores y removedores de madera
y de cristal y de metal. La mitad de los cajones de la mesa están abiertos,
rebosantes de hierbas y polvos, raíces y hojas. Me invade un impulso de

*R3N3*
recogerlo todo, pero lo dejo como está. Ya he visto trabajar bastante a John
como para saber que hay algún tipo de método en esta locura.
Entonces capto un aroma familiar, me llega con la brisa. Es engañosamente
suave y dulce, como talco perfumado, pero con un regusto que se queda pegado
a la nariz durante un rato. Una advertencia. Echo un vistazo dentro de un cajón
y ahí está: Aconitum. También llamado acónito, matalobos o veneno del diablo.
Es extremadamente venenoso. Puede provocar parálisis; puede detener la
respiración de una persona; puede detener el corazón de una persona.
Mientras que en su forma cruda el veneno del diablo es reconocible por su
olor, puede mezclarse con otras hierbas para que quede neutralizado, lo que lo
hace inodoro, insípido, ilocalizable: el veneno perfecto. No tiene ninguna otra
utilidad excepto la de matar.
Rebusco en unos cuantos cajones más. Hurgo en más bolsitas, más frascos,
más botellas. Encuentro más venenos. Belladona. Mandrágora. Dedalera. ¿Por
qué tiene John estas plantas? Es más, ¿cómo las ha conseguido? Incluso en
Harrow, donde la magia está permitida, estas hierbas están prohibidas. Fifer me
contó que la prisión de Harrow, Hexham, estuvo llena de magos que habían
intentado saldar alguna cuenta pendiente utilizando veneno: un pellizco de
veneno del diablo en la sopa de alguien, o un espolvoreo de dedalera sobre una
carta.
Pongo los venenos sobre la mesa, con la idea de interrogar a John acerca de
ellos. Luego lo pienso mejor. Si no me ha dicho nada de ellos, tendrá sus
razones. Así que, con la habilidad adquirida tras años de registrar casas de
magos, de encontrar cosas que no querían que encontrara, y de dejarlas como
las había encontrado antes de irme y rellenar un informe oficial para la oficina
del Inquisidor, y con el tiempo, inevitablemente, regresar a detenerlos, vuelvo a
meterlo todo en los cajones como estaba antes.
Cuando John regresa unos momentos después, estoy sentada en su cama,
sobre la colcha azul, bien estirada sobre el colchón de nuevo. Me he hecho una
trenza, me cae por la espalda, y la he atado con un trozo de cordel que encontré
sobre su mesa. Tengo las manos cruzadas en el regazo. John se queda parado en
el umbral de la puerta, me echa un solo vistazo y empieza a reírse.

*R3N3*
—Nunca he visto a nadie con aspecto más culpable que el que tú tienes
ahora mismo.
No le contesto, no de inmediato.
—¿Qué ha dicho tu padre? —consigo decir al fin.
John cierra la puerta y apoya la espalda contra ella. Sonríe de oreja a oreja.
—Dice que debo recordar mis modales, y tu modestia. También debo tener
en mente mi futuro en lugar de mi presente, sopesar mis intenciones contra mis
impulsos, rehuir de los caprichos y la vulgaridad, cuidarme de las veleidades,
rechazar las debilidades y abrazar el virtuosismo.
—Eso son muchas palabras.
—Hubo muchas más además.
—Habla mucho, ¿no?
—No te puedes hacer una idea. —Ladea la cabeza, su sonrisa se difumina
para convertirse en una mirada de simpatía—. Pareces triste. No lo estés. Si esto
fuera un problema en alguna medida, te lo diría. No lo es. Es solo su forma de
demostrar que se preocupa. Es extraño, ya lo sé, pero créeme, si no actuara de
este modo sí sería un problema.
—Si no es un problema, ¿por qué estás todavía ahí de pie en lugar de aquí
conmigo?
John vuelve a sonreír.
—Porque él está al otro lado de la puerta, esperando a que yo te acompañe
de vuelta a tu habitación.
—Oh.
Me levanto y voy hasta la puerta. Me detengo delante de él. John baja la
vista hacia mí, sus ojos llenos de calidez y diversión y también otra cosa: amor.
Cuando se agacha para besarme, disimulo mi sentimiento de culpabilidad, todo
lo que puedo. Paso los brazos alrededor de su cuello y le devuelvo el beso.
—Capricho —susurra.
—Vulgaridad —susurro yo.

*R3N3*
Al día siguiente, Harrow sufre otro ataque. Cinco arqueros más, igual que la
última vez. Solo que esta vez llegan más allá, todo el camino hasta Gallion’s
Reach, el mismísimo corazón de Harrow. Donde está la calle mayor, donde
están las tiendas y las tabernas, donde había en torno a un centenar de personas
cuando irrumpieron sin miramientos, envueltos en un remolino de capas negras
como el carbón y flechas y violencia. Dispararon indiscriminadamente, mataron
a dos hombres desarmados, a un caballo cuando fallaron, a uno de los
camaradas piratas de Peter cuando no.
Los arqueros escaparon igual de deprisa que llegaron, antes de que los
pocos guardias de que disponemos pudieran organizar una persecución.
Nuestros hombres se pasaron toda la mañana registrando los pueblos aledaños,
pero volvieron con las manos vacías. Sin duda, los atacantes habían regresado a
Upminster a llenarle los oídos a Blackwell con aún más información sobre
Harrow: su disposición, sus sistemas de seguridad, o falta de ellos, dónde se
reúne la gente, dónde no.
Nicholas y los demás miembros del consejo se pasan la semana aumentando
y reforzando los hechizos que protegen Harrow. Antes, solo se les prohibía la
entrada a aquellos sin propiedades. Ahora hay tres velos de magia: propiedad,
autorización e intención. Tres oportunidades para pasar, tres oportunidades para
fracasar.
Pero como los hombres de Blackwell también están armados con magia, la
magia no es suficiente. Así que esa misma semana se crea la Vigilia, un grupo
de doscientos hombres armados que patrullan los casi cincuenta kilómetros de
frontera de Harrow, día y noche, decididos a evitar otra incursión. Peter y John
son de los primeros en presentarse voluntarios. Sin querer perturbar la frágil paz
que se ha instalado entre nosotros, los animé. Y cuando empacaron sus cosas y
guardaron sus espadas y partieron de Mill Cottage, oculté mis reservas bajo una
sonrisa y unas palabras de buena suerte para Peter, un beso y un susurro
pidiéndole que se cuidara para John.
Mientras Peter y John y todas las demás personas físicamente capaces del
interior de Harrow vigilan las fronteras o ayudan a instalar un campamento en
*R3N3*
Rochester, Schuyler y Fifer deciden emplear su tiempo en intentar prepararme
para la batalla.
Vienen a buscarme una mañana al amanecer, entran en mi habitación dando
grandes zancadas, con un sonoro portazo y la patada de una bota contra la pata
de mi cama.
—En pie, monada.
Me siento, guiño los ojos en dirección a la alta y pálida figura de Schuyler
al pie de la cama. Fifer está a su lado, un intenso contraste.
—¿Qué hora es? —Un fugaz vistazo a la ventana no muestra luz detrás de
la cortina.
—Hora de que te den una pequeña paliza. —Fifer me lanza un puñado de
prendas de ropa. Un par de pantalones, una túnica, un par de botas y un cinturón
con hebilla de acero casi aterrizan sobre mi cabeza.
—Ten cuidado —refunfuño.
—Blackwell no te mimó durante tu entrenamiento, así que nosotros
tampoco lo haremos. —Me destapa bruscamente, el frío aire previo al amanecer
me golpea sin piedad.
—Al menos dadme un minuto para despertarme —pido—. O para tomar
algo. No esperaréis que trabaje con el estómago vacío.
Schuyler me lanza algo, lo atrapo en el aire justo antes de que impacte
contra mi cara. Es pan.
—Según mis fuentes —se da unos golpecitos en la frente, recordándome el
poder que tiene de leerme los pensamientos—, esto es lo que te daban para
comer, lo único que comías, todas las mañanas antes de entrenar. Cualquier
cosa más y la vomitarías, y cualquier cosa menos y no serías capaz de
completarlo. Así que zámpatelo y pongámonos en marcha.
—Te esperaremos en el pasillo —añade Fifer, luego cierra la puerta.
Salgo de la cama, una enfermiza sensación de miedo me revuelve el
estómago. Es la misma sensación que me invadía todas las mañanas de todos
los días que pasé en casa de Blackwell. No dejaba de preguntarme a qué iba a
tener que enfrentarme, cuánto daño me iban a hacer, si me iba a morir. Me
quedo mirando el pedazo de pan que tengo en la mano. Incluso parece igual. No

*R3N3*
panecillos blancos hechos de harina fina sino basto pan gris de trigo. Le doy un
mordisco; sabe a gravilla.
Cojo la ropa que me tiró Fifer, me sorprendo un poco al ver lo que es.
Pantalones negros, camisa blanca, abrigo canela, botas negras. El cinturón que
creí que era para los pantalones es, en cambio, para llevar las armas. Ropa de
cazadora de brujas.
Maldito Schuyler.
Me la pongo. Me recojo el pelo como solía hacerlo, retorcido en un moño
bajo, en la nuca. Voy hasta el tocador, me miro al espejo que hay sobre él. Mis
pecas destacan contra mi pálida piel, pálidos ojos azules aún más pálidos por la
incertidumbre. Siento recelo y siento miedo pero me aferró a ellos, su
familiaridad me consuela en cierta medida.
Como habían prometido, Fifer y Schuyler me esperan en el pasillo. Sin
decir ni una palabra, me conducen al piso de abajo, pasamos por delante del
comedor, cruzamos la cocina y salimos por la puerta de atrás. El sol está a
punto de trepar por el horizonte, el cielo gris y frío, el aire neblinoso a causa del
rocío. Me apresuro tras ellos, a través de los jardines de plantas medicinales de
John y más allá del murete de piedra que los rodea, nos adentramos en los
ondulados prados, la hierba congelada cruje bajo nuestros pies.
—¿Dónde vamos?
Fifer señala al frente, hacia donde los prados empiezan a empinarse para
convertirse en una colina.
—Necesitamos privacidad —explica—. Pensábamos hacer esto en casa de
Nicholas, pero Gareth está siempre entrando y saliendo como un maldito
espectro espía. Pero nunca viene por aquí, ni él ni nadie más, de hecho.
—¿Privacidad? —repito—. ¿Qué vais a hacer que necesite privacidad?
Fifer se vuelve para mirarme a la cara, sigue andando, pero hacia atrás.
—¿Asustada? —se burla.
—Que más quisieras. —Pero lo estoy y ella lo sabe.
Llegamos a la cima de la colina y allí, en el terreno llano al pie de la loma,
veo lo que tienen planeado para mí. Es una liza o tela, el paraje donde se
celebraban las justas. Sin arena ni estrados ni público, pero una liza de todos

*R3N3*
modos. Larga y estrecha, medida y marcada con pequeños banderines y rodeada
de armas. Hileras enteras de dianas, expositores llenos de lanzas, ballestas y
espadas, y un gran baúl de madera que solo puedo suponer que alberga aún más
armas. A pesar de mi miedo, siento un escalofrío de emoción que me recorre de
arriba abajo.
Schuyler y Fifer se acercan hasta el borde de la liza y yo les sigo de cerca.
Schuyler abre la tapa del baúl de una patada y extrae una maza, un hacha de
guerra y un puñado de cuchillos. Uno por uno, los tira al suelo, donde aterrizan
con un ruido sordo sobre la húmeda hierba. Por último, saca piezas de malla
(una capucha y una túnica de manga larga), los pequeños aretes de hierro
teñidos de rojo por el óxido. Hago una mueca.
—¿Malla? Solo los pajes llevan malla. Yo nunca la he llevado, ni siquiera
cuando era recluta. Ni siquiera cuando no sabía nada. Ni siquiera la vez que me
puse enferma y apenas podía…
En un abrir y cerrar de ojos, Schuyler agarra un cuchillo del suelo y me lo
lanza. Gira sobre sí mismo, directo a mi corazón. Me tiro al suelo y pasa
silbando por encima de mí, levanto la cabeza justo cuando la hoja se incrusta en
un retoño de abedul tres metros por detrás de mí. El tronco mide poco más de
cinco centímetros de grosor.
—¿Has perdido la cabeza? —Me limpio el barro de la cara con ademán
furioso—. Podías haberme matado.
—Entonces, mejor que lleves las prendas de malla.
Me pongo de pie. Mis pantalones ya están manchados y mojados, mis
manos y mi cara sucias, y ni siquiera hemos empezado. Fifer me pasa la
ofensiva malla; me quito el abrigo y me la pongo por encima de la camisa.
—El almófar también. —Schuyler hace un gesto con las muñecas, imitando
el movimiento de ponerse una capucha.
Me enfundo la capucha por encima de la cabeza, mientras maldigo la forma
en que el metal me raspa las orejas, la forma en que me impide oír con claridad,
la forma en que me tira del pelo, maldigo a Schuyler con todas las blasfemias
que se me ocurren.
—Deja de quejarte. —Fifer saca un collar, un collar que reconozco: cadena

*R3N3*
de latón, ampollas llenas de sal, mercurio y ceniza. Me lo cuelga del cuello—.
Para que Schuyler no pueda oírte durante la pelea. —Sonríe—. No digas que
nunca hice nada por ti.
Schuyler me observa con la cara impasible. Entonces, coge una espada del
suelo y me la lanza. Camina hasta el expositor, agarra una espada larga de dos
filos. Empieza a girarla sobre sí misma, la hoja se convierte en un borroso
remolino centelleante.
Nos colocamos en el centro de la liza. Schuyler camina en círculo a mi
alrededor, despacio; yo imito sus movimientos, paso a paso. Ataca. Una vez,
dos. Esquivo el primer golpe; el segundo da en el blanco, me arranca la espada
de la mano y la lanza lejos por encima de la hierba.
—Punto. —Fifer levanta una mano.
—¿Vas a llevar un tanteo? —pregunto mientras recupero mi espada. Fifer
asiente.
—Si ganas tú, eliges la próxima prueba.
—¿Y si gana Schuyler?
—La elige él.
—Otra vez, monada. —Schuyler camina hacia mí.
Doy una gran zancada y me lanzo al ataque, pero está preparado. Bloquea
mi golpe y bloquea el siguiente. Frustrada, me dejo caer al suelo y barro su
pierna con la mía. Eso no se lo esperaba. Se tambalea y levanto la otra pierna, le
doy una patada en la entrepierna.
Schuyler cae sobre una rodilla, mascullando un catálogo entero de
maldiciones. Tiro mi espada a un lado y salto sobre él; esto tampoco se lo
esperaba. Caemos al suelo, rodando. Engancha un brazo en torno a mi cuello,
me tira de espaldas y me inmoviliza ahí. Le incrusto el pulgar en el ojo, un viejo
truco. Lloriquea como un niño, arremete contra mí con un rugido. Se estrella
sobre mi cuerpo, me intenta coger de las muñecas para inmovilizarme. Antes de
que pueda hacerlo, saco una daga del cinto, se la planto en el cuello. La hoja
perfora su piel, una gota de sangre curiosamente negra borbotea hasta la
superficie.
—Punto —canta Fifer. Le echo un vistazo. Está sonriendo.

*R3N3*
Schuyler se pone de pie, una sombra de dolor grabada en la cara. Se limpia
la sangre del cuello, la mira, luego a mí. Sus ojos azules lanzan destellos de
hostilidad.
—Otra vez.

*R3N3*
AL IGUAL QUE LA PRIMERA VEZ, entrenar me agota.
La mayoría de los días me quedo dormida antes de que se ponga el sol, solo
para despertar con la patada de una bota contra mi puerta al amanecer: Schuyler
y Fifer exigiendo que me levante, me vista, los siga a cualesquiera nuevas
pruebas que hayan planeado para mí. Día tras día las pruebas se vuelven más
duras, más dolorosas, me provocan más sangre. Pero día tras día me vuelvo más
fuerte, más confiada, menos asustada.
En la semana desde que empecé a entrenar y John partió con la Vigilia, me
ha escrito dos veces, ambas cartas entregadas por las huesudas garras de su
halcón, Horace. Me cuenta cómo patrullan por la frontera, sin novedad. Me
cuenta lo cansado que está. Horace espera encaramado en el alféizar de mi
ventana, atusándose pacientemente las plumas mientras escribo una
contestación, le cuento a John mis entrenamientos con Fifer y Schuyler. No
menciono lo duros que son, no menciono que me duele todo. En su
contestación, no me dice que deje de entrenar; solo me dice que me echa de
menos.
La tarde que John tiene previsto volver a casa, estoy decidida a quedarme
despierta el tiempo suficiente para verle. Hoy perdí en la contienda contra
Schuyler y me sentenció a correr quince kilómetros, con todas las armas, por las
colinas de Whetstone. Mis músculos claman descanso a gritos, pero consigo
mantenerme despierta.
Me quedo tumbada en mi cama blanca, la media luna brilla a través de los
cuarterones de la ventana, proyecta pálidos rayos de luz por el suelo que luego
suben por las oscuras paredes. La casita está en silencio esta noche. No hay
tamborileo de lluvia sobre el tejado, ni el revoloteo de ninguna lechuza común,
ni el suave golpeteo de ramas contra la ventana. Tengo un oído medio aguzado,
*R3N3*
atenta al sonido de la puerta al abrirse por fin, el crujido familiar de las pisadas
sobre las escaleras. Lo único que rompe el silencio es el reloj que hay abajo,
sobre la repisa de la chimenea, repica suavemente al dar las horas.
Doce. Una. Dos.
No recuerdo haber oído el reloj dar las tres, así que supongo que me he
adormilado. Pero entonces oigo el más leve susurro de ruido, justo por encima
de mí. Siento cómo una sonrisa se empieza a dibujar en mi cara.
—Has vuelto. —Mi voz suena soñolienta, medio dormida—. Intenté
mantenerme despierta para darte la bienvenida, pero… —dejo que se pierdan
las palabras en el silencio, espero sentir su mano sobre mi pelo, la familiar
sensación de su peso al sentarse en el colchón a mi lado.
—¿Oh, estás jugando a las casitas con un nuevo amorcito? Qué tierno. —La
voz suena empalagosa, cargada de sarcasmo, y no es la de John.
Abro los ojos de par en par.
Y ahí, por encima de mí, acecha una figura toda vestida de negro. Capa
negra con capucha, pesadas botas negras y una estúpida sonrisa negra. Y es una
figura que reconozco: Fulke Aughton. Un cazador de brujas.
Intento sentarme de golpe, pero Fulke cierra la mano en torno a mi cuello y
me obliga a quedarme donde estoy.
Fulke era el recluta con el rango más bajo de todos los hombres de
Blackwell. El más lento, el más torpe, el más miedoso. Caleb y los otros le
llamaban Fulke Naughton, Fulke Cero; pensaban que había sobrevivido al
entrenamiento mediante una combinación de puro accidente y suerte. Al verle
aquí, en mi dormitorio, lo primero que siento no es miedo, no es temor. Es
indignación.
Le incrusto el pulgar en la cuenca del ojo. Fulke reprime un grito de dolor,
luego me agarra la mano, me retuerce el dedo tanto que oigo un chasquido
cuando el hueso se disloca de la articulación. Dejo escapar una exclamación
ahogada, pero me niego a chillar. No por él.
Levanto los brazos, agarro la cabeza de Fulke por detrás con ambas manos y
estampo mi frente contra la suya. Fulke, el muy idiota, se muerde la lengua,
fuerte, y deja escapar un grito estrangulado. Se aparta de la cama. De un salto,

*R3N3*
me pongo de pie en el colchón y me abalanzo sobre él. Le pillo desprevenido y
juntos nos tambaleamos hacia atrás hasta impactar contra la chimenea de
ladrillo blanco. Chocamos contra el borde, me aparto de Fulke, le agarro la
cabeza otra vez y la estampo contra el ladrillo. Fulke suelta otro grito y cae de
rodillas. Cojo un atizador de la chimenea, presiono el lado afilado contra el
lateral de su cuello. Está atrapado entre la pared y yo, y ninguna de las dos
vamos a ceder.
No existen muchas formas de matar a un cazador de brujas. Pero un cuello
roto o un cuchillo en la yugular o una espada clavada en un ojo o un oído, algo
que penetre en el cerebro, eso es algo que ni siquiera un estigma sería capaz de
curar.
—¿Qué estás haciendo aquí? —Mantengo la vista clavada en sus ojos.
Mientras me esté mirando, no intentará nada. Esa es otra razón por la que Fulke
no es un buen cazador de brujas. No es lo bastante listo como para planear un
movimiento sin antes dirigir la vista hacia su objetivo, lo que inevitablemente
alerta a su rival sobre lo que va a hacer.
—No tengo por qué decirte nada.
—Yo sujeto el arma, yo marco las reglas —digo—. Si quieres ver salir el
sol, dime por qué estás aquí.
—No.
Aumento la presión del atizador contra su cuello y, con un ruidito seco, la
punta rompe la piel. Justo alcanzo a ver su sangre bajo la pálida luz de la luna,
un hilillo serpenteante resbala por su cuello.
—¡Para! —Su voz sale como un gemido agudo.
—¿Por qué estás aquí? —repito.
—¿Por qué crees? —Los ojos marrones de Fulke no se apartan de los míos
—. Debemos llevarte de vuelta con Blackwell.
Una pausa, hasta que me doy cuenta.
—¿Debemos?
Fulke echa un rápido vistazo a la ventana. Giro la cabeza justo cuando se
abre de par en par y allí, sentado sobre el alféizar, veo a otro cazador de brujas
todo vestido de negro: Griffin Talbot. Pelo corto y rubio, oscuros ojos azules,

*R3N3*
guapo y carismático, amigo de Caleb y uno de los favoritos de Blackwell. A
diferencia de Fulke, Griffin no es lento. Tampoco es estúpido, ni torpe, ni
miedoso. Es todo lo que debería ser un cazador de brujas: listo, fuerte, rápido.
Letal.
—Fulke, serás idiota. —Griffin se deja caer desde el alféizar, sus pesadas
botas aterrizan sobre el suelo de madera con un sonido amenazador. Se dirige
hacia nosotros con calma, su mirada pasa de Fulke, todavía de rodillas con la
espalda contra la chimenea y mi atizador sobre el cuello, a mí, agachada a su
lado con un fino camisón de lino blanco, escotado y ribeteado con pálidos lazos
rosas, el pelo suelto por la espalda.
Griffin esboza una sonrisa de suficiencia.
—Tienes buen aspecto, Elizabeth —comenta—. Nunca fuiste realmente mi
tipo, pero a lo mejor estaba equivocado. —Sus ojos recorren mi cuerpo con
mirada lasciva; se los sacaré de las cuencas a poco que tenga la oportunidad—.
Ser una traidora te sienta bien.
Le suelto una retahíla de obscenidades.
—Encantadora, como siempre. —Griffin mira ahora a Fulke—. Tenías una
sola cosa que hacer —le dice—. Vigilar a una chica dormida mientras yo
comprobaba el resto de la casa. Dios, Fulke. Te tenía arrinconado contra la
pared en menos de un minuto y ni siquiera está vestida. Tampoco estaba
armada. A menos que duerma con un atizador de chimenea debajo de la
almohada.
Fulke hace un mohín.
—Ya sabes quién es.
Griffin encoge los hombros y se vuelve hacia mí de nuevo.
—No sabía que eras así, Grey. ¿Matan a tu curandero y vas y te enrollas con
su padre?
Fulke suelta una risa servil.
—Eso. ¿Quién te crees que eres? ¿Mirra?
—No, esa no es Mirra —le corrige Griffin—. Mirra estaba enamorada de su
propio padre. No del padre de su amante.
—¿Yocasta, entonces?

*R3N3*
—No, ella es la que se casó con su hijo.
Hago caso omiso de su absurda riña mientras se me cae el alma a los pies.
¿John? ¿Muerto? Pero eso no es posible. Tiene mi estigma, no han podido
matarle. No puede estar muerto, no puede…
Entonces es cuando se me ocurre, con un suspiro de alivio que no oyen: la
noche del baile de máscaras, Blackwell apuñaló a John, pero Blackwell se fue
antes de que Fifer le transfiriera mi estigma. Creen que John está muerto y
creen que yo todavía soy lo que fui.
Pienso deprisa. Dos cazadores de brujas en mi habitación. Uno al que podría
matar con facilidad, otro que podría matarme a mí con la misma facilidad. John
y Peter aún no han llegado, pero eso podría cambiar en cualquier momento.
John podría defenderse bien en una pelea, al menos durante un rato. Peter
también. Pero Griffin es bueno, demasiado bueno. Es un excelente estratega; su
única debilidad es que se pone demasiado agresivo en el fragor de la batalla y
comete errores estúpidos. Pero esto no será una batalla, será una masacre. A
menos que…
Schuyler. Pienso su nombre en mi cabeza; lo grito. Están aquí. Caladores
de brujas. Dos de ellos, dentro de mi habitación, están aquí…
—… No, Nix y Érebo eran hermanos. Dios, Fulke, recuérdame que le diga
a Blackwell que te mande de vuelta al parvulario…
—Cierra la boca, Griffin.
—Blackwell debe de estar en apuros y necesitado de ayuda si manda a
Fulke a hacer su trabajo sucio —digo, interrumpiendo su ridícula conversación.
Quizás si consigo que Griffin siga hablando, le daré a Schuyler el tiempo
suficiente de llegar hasta aquí.
—No está en apuros en absoluto —dice Griffin—. Es un honor servir al rey.
Al legítimo rey.
—Blackwell no es el legítimo rey.
—Bueno, es el que está sentado en el trono. A mí eso me parece lo bastante
legítimo.
—¿A qué os dedicáis estos días, ahora que Blackwell es un mago y la
brujería ya no va contra la ley? —pregunto—. ¿Todavía os llamáis cazadores de
brujas?
*R3N3*
—Ahora somos caballeros —contesta Griffin—. Caballeros del Real
Imperio de Anglia.
—¿Fulke es un caballero? —Echo un vistazo al lema bordado bajo el
escudo de sus capas. En galo, dice: Honte á celui qui ne peut pas atteindre. Que
la vergüenza caiga sobre aquel que no lo logre.
Me burlo al verlo. No puedo evitarlo.
—Bueno, en cualquier caso, en lo de la vergüenza tienen razón. —Griffin
no contesta—. ¿Cuántos sois? —continúo—. ¿Sois solo los cazadores de
brujas? ¿O está Blackwell reclutando a nuevos miembros?
—Buen intento, Grey —me corta Griffin—. No te voy a decir ni una
maldita cosa.
—¿Qué vas a hacer, entonces? —pregunto—. ¿Intentar matarme? Porque te
digo desde ya que eso no acabará bien para ti.
—Siempre buscando pelea, ¿eh? —dice Griffin, chasqueando la lengua—.
No, no hemos venido a matarte.
Pero vamos, nosotros no matamos. Nunca lo hicimos. Solo tú. Tú eres la
que matas.
Yo soy la que mata.
—Vi el cuerpo de Caleb —continúa—. Cuando Blackwell lo trajo de vuelta.
¿Sabes?, siempre pensé que sentías algo por él. Por Caleb, quiero decir. La
forma en que le seguías a todas partes, cómo le hacía ojitos. Todos lo veíamos.
Luego vimos su cuerpo. La forma en que le destripaste. Debías de odiarle. Sí,
en lo más profundo, debías de odiarle. Quizás porque él no se interesaba por ti.
No del mismo modo, en cualquier caso.
Griffin está intentando alterarme, y está funcionando. Puedo sentir a Fulke a
mi lado, está cambiando de postura, a punto de hacer un movimiento. Puedo
sentir cómo voy desconectando de este momento, cómo me traslado a otro en el
pasado, uno en el que veo a Caleb acercarse, en el que detengo mi mano, en el
que no le mato…
—Cógela, Fulke.
Antes de que Fulke pueda moverse, le clavo el atizador de la chimenea en el
cuello hasta que la punta sale por el otro lado.

*R3N3*
La sangre me salpica la cara con un sonido enfermizo. Fulke se desploma
sobre el suelo de madera, se agita, sufre espasmos, intenta infructuosamente
agarrar el atizador con las manos, detener el chorro de su propia sangre que sale
a borbotones de su cuello.
Me pongo de pie, pero Griffin está sobre mí en un segundo, con la daga en
alto, su acero lanza destellos bajo la luz de la luna, como un relámpago. La
esquivo por un lado una vez, paso por debajo la segunda vez; no fallará la
tercera. Me alejo de él, retrocedo, choco con el armario. Griffin se abalanza
hacia mí; abro bruscamente la puerta del armario, oigo un crujido cuando su
cara se estampa contra la madera, luego una maldición mascullada. Me
escabullo por encima de la cama, agarro la sábana al pasar, hago un ovillo con
la tela blanca alrededor de mi puño. Corro hasta la ventana, la hago añicos de
un puñetazo. Los cristales rotos caen en trozos de un tamaño satisfactoriamente
grande, así que los cojo y los sujeto ante mí como si fueran cuchillos.
Griffin se limpia un minúsculo hilillo de sangre de debajo de la nariz. Debió
de rompérsela contra la puerta del armario, pero ya está curada. Me observa
mientras camina acechante alrededor de la cama, sus ojos centelleantes de ira y
por la emoción de la caza. Conozco esa sensación, o la conocía: en parte
nervios, en parte miedo, en parte excitación.
Ahora no la siento.
Viene a por mí otra vez y yo retrocedo, casi piso un trozo del cristal roto de
la ventana. Doy un trompicón al evitarlo, pero ese momento de vacilación es
suficiente. Griffin tira su daga al suelo, me agarra de las muñecas y me arrastra
por encima de la cama. Intento cortarle con los cristales; él me retuerce el
brazo, con fuerza, para que los suelte. No lo hago. Forcejeamos sobre el
colchón, él sobre mí, yo dando golpes a diestro y siniestro debajo de él. Le doy
un rodillazo en la entrepierna y él gime de dolor, se aparta de mí rodando y cae
al suelo arrastrándome con él. De algún modo, en medio de la caída, se me
suelta el cristal; cae arañándome el antebrazo, un corte limpio y profundo.
Me planto la mano sobre la piel, pero es demasiado tarde. La sangre brota
de mis venas y se cuela entre mis dedos, resbala deprisa por mi brazo para
unirse al resto de la sangre, tanto mía como de Fulke, que mancha mi camisón.

*R3N3*
Griffin me quita de encima de un empujón y se pone de pie a toda prisa. Se
queda ahí parado un momento, en silencio, señala mi brazo.
—Tú… tu brazo. No se está curando —dice al final. Tiene los ojos como
platos—. ¿Por qué no se está curando?
Antes de que pueda pensar qué o cómo contestar, me agarra del cuello, me
levanta del suelo y me estampa contra la pared.
—¿Dónde está? —Otro golpe, luego otro—. ¿Qué le ha pasado?
Me da vueltas la cabeza y no solo por que Griffin me esté zarandeando
como a una muñeca de trapo. Sabe que no tengo mi estigma; esto no puede
traerme más que problemas, pero ¿por qué está actuando como si eso fuese un
mazazo para él? Si está aquí para llevarme de vuelta con Blackwell, me tiene
justo donde quería.
El chirrido de una ventana. Otro redoble de botas sobre el suelo. Un chascar
de lengua, de impaciencia, diversión, irritación, o las tres a la vez, y ahí está
Schuyler, de pie delante de la ventana, los brazos cruzados, las cejas arqueadas.
Observa la sangrienta escena que tiene ante los ojos y sacude la cabeza.
—Vaya, menudo regalito, ¿no? Un cazador de brujas dentro de Harrow. —
Los ojos de Schuyler, centelleantes de anticipación, se clavan en Griffin—.
Habéis conseguido evitar a la Vigilia, eh, chicos.
Griffin me suelta y caigo al suelo como un fardo, intentando recuperar la
respiración.
—Vuestra Vigilia deja mucho que desear.
Schuyler mira de reojo a Fulke, drenado de sangre y pálido como la luz de
la luna, despatarrado al lado de la chimenea, con el atizador todavía incrustado
en el cuello.
—Yo no diría tanto. —Schuyler se encoge de hombros—. Como suele
decirse, lo importante es cómo termina, no cómo empieza. Y hasta ahora, tu
lado no está terminando demasiado bien.
Griffin arranca el atizador del cuello de Fulke con un enfermizo chapoteo y
se dirige hacia Schuyler. Lo agita lentamente delante de él, goterones de sangre
salpican sobre el suelo, oscuros como la tinta.
—Pírrica victoria —dice Griffin—. Cualesquiera pequeños triunfos que

*R3N3*
consiga vuestro lado, nunca compensarán vuestras pérdidas. —Mira a Schuyler
de arriba abajo, frío y calculador—. Aunque seamos sinceros, cuando te mate,
no estoy muy seguro de que lo consideren una pérdida.
Y ahí está. La agresividad de Griffin, su exceso de confianza, su
incapacidad para ver lo que de verdad está ocurriendo. No ve lo que hago, ni la
malicia que acecha bajo la superficie de la apariencia tranquila de Schuyler, el
brillo de violencia que en un retornado nunca pierde del todo su lustre.
Griffin le lanza el atizador a Schuyler como si fuera una jabalina. Schuyler
lo aparta de un manotazo justo en el momento en que Griffin desenvaina una
espada, tan rápido que no se ve más que un borrón plateado. Arremete contra
Schuyler, con la hoja por los aires. Columpia la espada hacia el cuello de
Schuyler mientras mete la otra mano en una bolsa que lleva colgada en un
costado. Está llena de sal, coge un puñado y lo tira directamente a la cara de
Schuyler. Es un recurso que nos enseñó Blackwell. La sal sirve para cegar y
confundir a un retornado, lo que te da la oportunidad de acertarle con la espada
en algún sitio, en cualquier sitio. No vale para matar, solo para aturdir al rival el
tiempo suficiente como para poder escapar. Parecido a lo que yo misma le hice
a Schuyler el día que le conocí, dentro de la tumba del Caballero Verde.
Solo que escapar no es el plan de Griffin.
Schuyler se agacha ante la lluvia de sal, evita la mayor parte. Para entonces,
Griffin ha sacado una daga y lleva un arma en cada mano. Intenta apuñalar a
Schuyler, pero este le arrebata la daga con facilidad; vuela de la mano de
Griffin y se desliza por el suelo. Luego agarra la espada con su otra mano,
cierra los dedos en torno a la hoja. Hago una mueca cuando se le hinca en la
palma, veo esa peculiar sangre negra brotar a la superficie, contemplo mientras
dobla, dobla, el metal de la espada. Griffin la suelta y ella, también, cae con
estrépito al suelo.
Schuyler estira la palma de la mano ante él, luego aprieta el puño, como si
se estuviera escurriendo su propia sangre. Da un paso hacia Griffin, desarmado,
aunque no impotente.
Griffin saca otra daga.
Observarlos es observar jugar a un ratón y a un gato. Un gato que da

*R3N3*
manotazos al ratón, una y otra vez, jugueteando con él, haciéndole creer que
están en igualdad de condiciones solo para divertirse, cuando sabes (aunque el
ratón no lo sepa) que nunca tuvo ni una sola oportunidad.
Entonces ocurre, en un abrir y cerrar de ojos.
La daga sale volando de la mano de Griffin. Un vano intento de coger otro
utensilio de la chimenea, fallido. Un puñetazo, también fallido, un mueble
lanzado, la repentina comprensión por parte de Griffin de que no tiene nada que
hacer.
Manos a ambos lados de la cabeza, un rápido y salvaje giro y Griffin ya no
existe. Queda despatarrado en el suelo, los ojos y la boca abiertos, la derrota en
su cara es una sorpresa, incluso en la muerte. Por un instante, la habitación se
sume en el silencio de antes. Ningún tamborileo de lluvia, ni aleteo de lechuza,
ni roce de ramas. Ni siquiera el repicar del reloj del piso de abajo para romper el
ruido de mi respiración entrecortada.
Schuyler cruza la habitación, sus botas crujen sobre los cristales. Me mira
de arriba abajo, las aletas de la nariz ligeramente abiertas por el ferroso aroma
de la sangre que flota pesado en el ambiente.
—¿Estás bien?
—Eso creo. —Levanto el brazo—. Tengo un corte, pero no creo que sea
grave.
Schuyler recoge del suelo la sábana salpicada de sangre, corta un trozo con
las manos y me lo pasa.
—No te levantes. Te volverás a cortar si no puedes ver dónde pisas. —Se
dirige a la puerta—. Vuelvo en seguida.
Schuyler regresa en un instante con un puñado de velas y una caja de
cerillas. En cuestión de segundos, la habitación se llena de luz, iluminando la
carnicería. Schuyler mira a su alrededor, sacude la cabeza.
—Joder, menudo lío has montado.
Casi me río.
—¿Cazadores de brujas, eh? —Schuyler le da un empujoncito al cuerpo de
Griffin con la punta del pie, luego mira de reojo a Fulke—. ¿Sabes?, creía que
los hombres de Blackwell iban a por Harrow en general, pero esta vez parece

*R3N3*
que realmente van a por ti. —Una pausa—. ¿Se te ocurre por qué?
—Por supuesto que no —contesto, irritada. El corte del brazo me escuece a
rabiar—. Si lo supiera, haría algo por remediarlo. Aunque solo fuera para
impedir a idiotas como estos colarse en mi habitación y montar este numerito.
Schuyler mira a su alrededor.
—¿Y ahora qué quieres hacer? Si quieres deshacerte de ellos antes de que
llegue la guardia, más te vale hacerlo rápido, porque… ah.
Unos segundos después, la puerta de la habitación se abre de golpe y Peter y
John aparecen en el umbral, con sables en las manos. Llevan el emblema de la
Vigilia, un simple triángulo naranja, bordado en la parte delantera de sus cortas
capas grises: un símbolo de estabilidad. Casi al unísono, sus ojos recorren la
escena. Griffin tirado en el suelo, los ojos abiertos como mirando al techo, su
cabeza torcida en un ángulo antinatural. Fulke, que ha vaciado hasta la última
gota de su sangre en el suelo, como una esponja que se ha estrujado para
secarla.
—¿Qué ha pasado aquí? —Peter corre hasta la ventana, mira hacia fuera
como si esperara que entraran más hombres por ahí en cualquier momento—.
Dejaron la puerta principal abierta, después vimos huellas de pisadas por las
escaleras. Barro —añade—. ¿Qué demonios ha pasado?
Schuyler les hace un rápido resumen.
John se pone en cuclillas a mi lado. Solo ha pasado una semana desde que le
viera por última vez, pero de algún modo parece diferente. Su pelo parece más
domado que de costumbre, los rizos retirados de la cara en lugar de cayéndole
por los ojos. Lleva sin afeitarse más que unos pocos días, tiene profundos
surcos debajo de los ojos y la arruga de su ceño fruncido parece ahora tallada en
su frente, como si perteneciera ahí. Deja caer la espada y me coge el brazo,
retira el trozo de tela con cuidado. Maldice entre dientes al ver el corte.
—No es tan grave como parece —digo—. Es solo un arañazo.
—Es más que un arañazo. —Tira a un lado la tela ensangrentada—. No creo
que necesites puntos, pero tendré que curártelo de todas formas. ¿Puedes tenerte
en pie?
John me ayuda a ponerme de pie. Schuyler hurga en el armario y saca mis

*R3N3*
botas negras de cuero y se las pasa a John. Este parece confuso por un instante,
hasta que Schuyler señala a los trozos de cristal desperdigados por el suelo.
—¿Qué más dijeron? —Peter le da la espalda a la ventana para mirarme—.
¿Dijeron por qué te querían a ti?
—No. —Cojo las botas de manos de John y me las pongo—. Es lo que
Schuyler ha dicho. Entraron, dijeron que estaban aquí para llevarme con
Blackwell. Peleamos, me corté, pero entonces dijo algo. No sé…
—¿Quién dijo qué? —Peter se acerca a mí. Saca un pañuelo limpio de algún
sitio de entre los pliegues de su capa y lo aprieta contra mi brazo, que ha
empezado a sangrar otra vez. Miro a John, pero ha vuelto a fijar su atención en
los cuerpos tirados en el suelo.
—Griffin. —Señalo a los pies explayados al pie de la cama; es todo lo que
puedo ver de él desde aquí—. Cuando vio que estaba herida y que no me estaba
curando sola, supo que no tenía mi estigma. Quiso saber lo que había pasado
con él.
—No te preocupes, cariño. —Peter me da unas palmaditas en la mano—.
Ya no va a poder contárselo a nadie, ¿verdad?
—No es eso —insisto—. Lo que pasa es que hubiese esperado que se
alegrase cuando lo averiguó. Que se burlase de mí por ser débil. O que me diese
unos cuantos puñetazos, sabiendo que no podría defenderme. Esperaba que
hiciese cualquier cosa menos lo que hizo.
—¿Qué fue…?
—Asustarse —explico—. Vosotros no lo sabéis, porque no conocéis a
Griffin, pero él no le tiene miedo a nada. A nada excepto a Blackwell. Pero
actuó como si fuera él el que tenía el problema, no yo.
—Elizabeth, ¿qué estás diciendo?
Schuyler y yo intercambiamos una rápida mirada, la sorpresa se refleja en
su cara cuando oye mis pensamientos antes de que los diga en voz alta.
—Estoy diciendo que creo que venían a por mi estigma.

*R3N3*
PETER DESLIZA LA ESPADA EN SU VAINA.
—Quiero que te laves —me dice—. Y luego te voy a llevar a ver a
Nicholas.
—¿Ahora? —pregunta John—. ¿Por qué?
Peter hace un ruido hosco.
—Porque a Elizabeth la han atacado en su cama un par de cazadores de
brujas y casi la matan —contesta—. Porque cree que Blackwell los envió en
busca de su estigma, que ya no tiene, que tú sí tienes. Espero que eso te parezca
razón suficiente.
—Tenemos preocupaciones más urgentes en este momento, ¿no crees? —
dice John—. El brazo de Elizabeth. Y estos dos. —Echa un vistazo a los
cuerpos del suelo—. No podemos dejarlos aquí sin más. ¿Qué pasa si vienen
otros en camino? ¿No deberíamos estar ahí fuera, buscándolos?
—La zona estaba despejada cuando llegué —dice Schuyler.
—Obviamente no estaba tan despejada —espeta John.
Schuyler arquea una ceja pero no contesta.
—Yo me encargo de todo esto —dice Peter—. John, tú lleva a Elizabeth a
ver a Nicholas una vez que se haya lavado. Schuyler, ¿te importaría adelantarte
para informarle de lo que ha sucedido y que vamos para allá? Puedes echar un
vistazo por el camino por si hubiera más hombres.
Schuyler asiente, da media vuelta hacia la ventana, se encarama al alféizar y
desaparece en un abrir y cerrar de ojos. Pero John no se mueve, y tampoco
responde.
—John. —Peter se vuelve hacia él y, por fin, John aparta la vista de la
masacre que hay en el suelo—•. ¿Has oído lo que te he dicho, hijo?
—¿No necesitas ayuda para transportarlos?
*R3N3*
Peter frunce el ceño un instante, luego se acerca a John y le coge del
hombro. Lo sacude un poco.
—Me gustaría que ayudaras a Elizabeth —dice con tono amable—. Ve a
buscar un poco de agua caliente. Prepara algo de medicina y unas vendas para
su brazo. Se reunirá contigo al otro lado del pasillo, en tu cuarto.
John me mira, abre los ojos como platos al ver el pañuelo de Peter,
empapado y rojo carmesí por la sangre, todavía apretado contra mi antebrazo.
—Por supuesto. Sí. Lo haré ahora mismo. —Va hacia la puerta, luego
vuelve hacia mí, una danza de incertidumbre. Al final, sale al pasillo, la escalera
cruje bajo sus pies cuando emprende el camino al piso de abajo.
Peter me ofrece una débil sonrisa.
—Está disgustado, obviamente. Todo esto podía haber tenido otro final y
podrías ser tú la que estuviera tirada en el suelo en lugar de ellos. Es demasiado
para asimilarlo todo de golpe. Diría que está en shock.
No sé si en verdad se trata de eso, pero asiento de todas formas.
—¿Y tú? ¿Estás bien? —Peter me abraza como un padre.
—Estoy bien —contesto, mi voz suena ahogada contra su hombro—. Un
poco asustada, pero por lo demás estoy bien. Y siento todo este estropicio.
Peter me suelta.
—No te disculpes. Yo debería disculparme por dejarte sola. Pero por favor,
deja que John cuide de ti ahora; yo me encargaré del resto.
Mientras Peter se pone manos a la obra envolviendo los cuerpos, cojo unas
prendas de ropa del armario y cruzo el pasillo. No he entrado en el cuarto de
John desde que pasé la noche ahí, poco antes de que se fuera con la Vigilia.
Pero ahora parece diferente. La última vez que lo vi, estaba desordenado, por
decirlo suavemente: ropa arrugada amontonada en el suelo, la mesa de debajo
de la ventana un revoltijo de hierbas, polvos y bolsitas. Su escritorio cubierto de
libros y pergaminos, plumas y tinta.
Ahora está limpio. Libros apilados en orden sobre el escritorio, la superficie
de la mesa despejada, todo pulcramente guardado en los cajones y las baldas de
debajo. La habitación incluso huele diferente: lo que una vez fue una mezcla
embriagadora de especias, hierbas y él mismo, ha desaparecido. Ahora el aire es

*R3N3*
fresco, limpio, estéril.
Saco una silla del escritorio y me siento, esperando a que John regrese. Lo
hace un instante después, abre la puerta de un empujón mientras arrastra un
balde de agua. Sin decir ni una palabra, se acerca a la palangana que hay en un
estante al lado de la cama y empieza a echar agua en ella. Pero no está
prestando atención, no realmente, y el agua rebosa por el borde y se derrama
sobre el suelo.
No parece darse cuenta de que se le mojan las botas, ni parece darse cuenta
de que le estoy observando. Y cuando el cubo está vacío, no parece darse
cuenta de eso tampoco; todavía lo sujeta en alto, un débil goteo es el único
sonido que se oye en el cuarto.
—John. —La palabra sale de mis labios como un susurro.
Gira la cabeza bruscamente para mirarme y, de inmediato, su expresión se
ilumina y se oscurece al mismo tiempo, como si acabara de verme ahora mismo
por primera vez.
—¿Estás bien? —le pregunto.
—Tú no deberías estar preguntándome eso. Yo debería estar
preguntándotelo a ti. —Deja caer el cubo ruidosamente—. Esto no debería
haber ocurrido en absoluto. Si hubiera estado aquí, no habría pasado. Hubiese
podido repeler su ataque. Impedir que te hirieran.
John se aparta de la palangana y se dirige a la mesa de debajo de la ventana.
Rebusca en sus cajones, saca una pequeña botella ámbar. Apenas consigo
descifrar su caótica caligrafía en la etiqueta. Aceite de jazmín. Vuelve a la
palangana y echa unas gotas del aromático aceite en el agua.
—El jazmín es bueno para muchas cosas, como calmar una tos o acabar con
los ronquidos —explica—. Pero tú no lo necesitas para eso, obviamente.
También ayuda a las mujeres con los dolores del parto, cosa que tampoco
necesitas. En realidad, no lo necesitas en absoluto, es solo que me gusta su olor.
Me hace pensar en ti.
Parpadeo sorprendida por el rápido cambio de tema, por su nerviosa retahíla
de palabras sin sentido. Ninguna de esas cosas son propias de él en absoluto.
—Gracias. —Consigo esbozar algo a medio camino entre una sonrisa y un

*R3N3*
ceño fruncido—. A mí también me gusta cómo huele. —Al final, me levanto de
la silla y me acerco para colocarme a su lado delante de la palangana.
No hay toallas ni trapos con los que lavarme o secarme, pero sumerjo el
brazo en el agua de todas formas, bufando un poco cuando el aceite de jazmín
se introduce ardiente en el corte. Escuece a rabiar. Me acuerdo de la primera
vez que John me curó un corte en la mano, justo después de que me enterara de
que Caleb se había convertido en el nuevo Inquisidor y apretara mi copa de
vino con tanta fuerza que la rompí. Recuerdo el olor de la menta, el agradable
cosquilleo en mi piel cuando él introdujo mi mano en el bol de agua. La forma
en que sujetó mi mano en el agua, sus largos dedos envueltos con sumo cuidado
alrededor de los míos más pequeños.
No fue como ahora para nada.
John mira fijamente la palangana sin verla, el agua está ahora mezclada con
sangre y teñida de rosa. Quizás Peter tenga razón; quizás John esté en shock.
Lleva una semana de vigilia, está cansado y pensaba que venía a casa a
descansar, pero en vez de eso ha llegado a casa para encontrarse con un baño de
sangre. Y con la posibilidad de que los hombres de Blackwell puedan ir en
busca del estigma. Y de él.
—Si de verdad están buscando el estigma, no les dejaré encontrarlo —le
digo—. No les dejaré encontrarte. Te protegeré.
Esto le saca de su silencio.
—No necesito que me protejas. Necesito que me enseñes qué debo hacer si
me encuentran. Cómo usarlo. —Su mirada es penetrante—. Estabas dormida.
No tenías armas. No estabas vestida y aun así conseguiste repelerlos. Incluso
lograste matar a uno de ellos. ¿Cómo lo has hecho?
Esto es tan distinto de cualquier cosa que John diría jamás, o incluso
pensaría, que casi me quedo muda del asombro.
—Hice lo que me entrenaron para hacer —consigo decir al fin—. Saber
hacerlo, no es solo fruto del estigma. Es fruto de tres años de entrenamiento, de
enfrentarse a peligros todos los días. De enfrentarse a la muerte todos los días.
Todos y cada uno.
—¿Y yo no he estado enfrentándome a la muerte todos los días?

*R3N3*
—Sí, sí que lo has hecho —digo—. Pero esto es diferente. Sabes que lo es.
John hace un ruido de desdén.
—El estigma no me lo regalaron —le explico—. Me lo gané. Puede que ya
no me pertenezca, pero sigue siendo una parte de mí que nunca desaparecerá.
Me lo gané. —Lo repito porque necesita ser repetido.
—Nunca dije que no lo hicieras.
—No necesitaste hacerlo —digo—. Lo has dejado bien claro. Tú y tu padre,
los dos creéis que mi valor reside en él. Creéis que no puedo hacer lo que el
consejo quiere que haga, aquello por lo que me han permitido quedarme aquí.
—La ira que llevo sintiendo desde el juicio brota con fuerza una vez más—. Te
sugiero que vuelvas a esa habitación y eches un vistazo a lo que soy capaz de
hacer.
Me arrepiento de mis palabras en cuanto salen por mi boca. John retrocede
un poco, se le oscurece la mirada.
—Sé muy bien de lo que eres capaz. —Se aparta de mí—. No pasa ni un día
sin que lo sepa.
—John…
—Esperaré en el pasillo hasta que acabes. —Cierra dando un portazo, tan
fuerte que sacude el marco de la puerta.
Me empiezan a temblar las manos, hacen que se rice la superficie del agua.
Hasta ahora no me había dado cuenta de que está fría. No porque se haya
quedado fría, sino porque estaba fría desde un principio.
Las saco de la palangana y las agito para que se sequen. Me acerco a la
mesa de John, rebusco en los cajones hasta que encuentro un simple cuchillo de
pelar. Me quito el camisón y empiezo a cortarlo en tiras para vendarme el brazo
con ellas. Ya no sangra, pero todavía está iracundo, enrojecido y lloroso. Sin
curar. Y mi dedo gordo: hinchado y azul y doblado en un ángulo extraño, casi
insensible por el dolor. Respiro hondo, aprieto el hueso con fuerza y reprimo un
gemido cuando se recoloca en la articulación. Utilizo las últimas tiras de tela
para vendármelo con fuerza. Luego me visto despacio, con unos simples
pantalones marrones, una túnica azul pálido y una larga capa azul oscuro.
Deslizo los dedos húmedos por mi pelo y lo recojo en un moño.

*R3N3*
Cuando salgo al pasillo no espero ver a John, pero ahí está, apoyado contra
la pared, los brazos cruzados, los ojos fijos en el suelo. Pero no levanta la vista
cuando mis pisadas crujen sobre la madera del suelo, ni cuando cierro la puerta
de su habitación con un leve clic.
—John.
Se separa de la pared y empieza a bajar las escaleras. Estoy tentada de
llamarle, de disculparme, de decirle que no quería decir lo que dije.
Solo que sí quería.
Bajo tras él, arrastrando los pies. A duras penas logro distinguir la marca de
un par de botas embarradas en el umbral de la puerta por donde Fulke hizo su
entrada. Sobre ellas, unos goterones de sangre desperdigados: su salida.
Salgo por la puerta principal para adentrarme en la fría noche iluminada por
la luna. Al otro lado del río que pasa por Mill Cottage, en la pradera que se
extiende kilómetros hasta perderse de vista, está Peter, al lado de los cuerpos de
Griffin y Fulke, pala en mano. John le observa, inmóvil. Se ha cambiado: ahora
lleva su viejo abrigo negro, la capa gris de la Vigilia olvidada en la casa. Lleva
el cuello del abrigo vuelto hacia arriba, así que no le puedo ver la cara, pero su
postura (inmóvil, tiesa, intratable) me dice que debo mantener las distancias.
Me detengo un instante a observar a Peter trabajar. Escucho el sonido del
hierro al golpear la tierra, contemplo las sábanas manchadas de sangre y las
inertes extremidades sin vida extendidas bajo ellas. Entonces me doy cuenta: no
he causado más que problemas desde que entré en la vida de John. No solo a él,
sino a todos los que le rodean, todas las personas que conoce y a las que quiere.
Me acogieron y me apoyaron cuando podían haberme dado de lado. Hubiera
sido muy fácil; como lo fue para Blackwell y Caleb.
Me giro para decirle esto, para disculparme una vez más por no haber sido
capaz de ver lo que ha hecho por mí. Pero sin decir ni una palabra y sin
esperarme, toma el camino que lleva de Mill Cottage al pueblo, hacia la casa de
Nicholas.
A regañadientes, le sigo.

*R3N3*
HAY CASI CINCO KILÓMETROS hasta la casa de Nicholas en Theydon
Bois, un trayecto que realizamos en absoluto silencio, John en cabeza, yo
detrás. No me pregunta cómo me encuentro, no intenta consolarme. No sé qué
decirle a este John que no me dice nada, que tiene la vista clavada en el
horizonte en mudo silencio, que blande una espada ante él como si fueran a
atacarle en cualquier momento.
Así que no digo nada de nada.
Caminamos a lo largo de una carretera de tierra despejada y sin
complicaciones, por las suaves laderas de interminables praderas, la luna
fragmentada nos guía por un camino que John ya parece conocer bien. Al rato,
termina en un arqueado puente de madera, el agua que discurre bajo él está
oscura y tranquila. Al otro lado del puente hay una casa que supongo que
pertenece a Nicholas.
Es diferente de su casa en Crouch Hill, donde Nicholas me llevó después de
rescatarme de Fleet. Aquella casa era enorme, grandiosa, construida para
impresionar. Esta es más pequeña, más acogedora, una casa de campo. Ásperos
muros de piedra, tejado con listones de madera, la fachada principal salpicada
de una docena de ventanas cuadradas con contraventanas.
John me conduce por el estrecho sendero hasta la puerta principal. Docenas
de rosales de todos los colores imaginables, hechizados para florecer incluso en
invierno, bordean el camino. Hiedra roja y madreselva rosada trepan por las
paredes, arbustos de lavanda brotan a sus pies. Me giro para hacerle algún
comentario a John sobre todo ello, su delicada extravagancia es algo que sé que
apreciará. Pero entra en la casa sin echarles un vistazo siquiera, ni a mí,
empujando a Schuyler a un lado cuando aparece en la puerta de entrada.
Schuyler sale a mi encuentro. Va vestido con la misma ropa negra que
*R3N3*
llevaba antes, pero sus manos, su cara y su pelo ya no muestran ni rastro de
sangre. Me pregunto si Fifer le habrá ayudado a lavarse, si le habrá traído agua
caliente y toallas, o si se quedó a un lado mientras él se lavaba con agua gélida
y retales de sucia tela ensangrentada.
—He visto noches mejores, ¿tú no? —me dice.
—He visto meses mejores —murmuro a modo de respuesta.
En ese momento, Fifer sale por la puerta como un torbellino, se abalanza
sobre mí y me da un abrazo que casi me tira al suelo.
—Schuyler nos lo ha contado todo. No has sufrido grandes heridas,
¿verdad? —Se aparta un poco para inspeccionarme con ojo crítico—. No me lo
puedo creer. ¡Cazadores de brujas dentro de Harrow! Bueno… ¿cómo dices que
se hacen llamar ahora?
—Caballeros del Real Imperio de Anglia —contestamos Schuyler y yo al
unísono. Fifer hace una mueca.
—Nicholas está dentro, esperándote. Y John. —Se queda callada, pensativa
—. ¿Por qué no te ha esperado aquí fuera? —Me mira atentamente, entorna sus
ojos verdes—. ¿Va todo bien con él? ¿Y contigo?
—Está bien —miento—. Ha sido una semana larga en la Vigilia. Creo que
solo está un poco cansado y disgustado. Yo también estoy bien.
Fifer me arrastra dentro de la casa, a través de un pequeño recibidor y hasta
la sala de estar. Es alegre y acogedora. Hay sillas y sofás tapizados,
desperdigados sobre alfombras tejidas con motivos florales y enredaderas en
vivos tonos amarillos, naranjas y verdes. Tapices con escenas de bosques
cubren las paredes de yeso blanco y los tejados dejan las vigas a la vista, al
estilo de las casas de campo. Una chimenea de piedra ocupa casi toda una
pared, sus llamas crepitantes proyectan luz y calor a la habitación.
Nicholas cruza la sala para recibirme. Me coge de los hombros, los ojos
cargados de preocupación.
—Schuyler nos ha contado lo que pasó. Me alegro de ver que estás a salvo y
en proceso de recuperación. —Esto último lo dice casi como si fuera una
pregunta.
Me invita a sentarme en un mullido asiento de felpa al lado de Fifer; luego

*R3N3*
mira a John que, sentado al borde de la chimenea, observa fijamente las llamas
como si pudiera leer lo que dicen.
—¿John? —Este gira la cabeza—. Me preguntaba si serías tan amable de
preparar un tónico para Elizabeth. —Nicholas sonríe, pero la sonrisa no le llega
del todo a los ojos—. Está un poco pálida y parece que tiene frío.
La habitación se queda en silencio y me da la impresión de que todo el
mundo me mira, nos mira, intentando unir las piezas para averiguar qué está
pasando mientras todo sigue desmoronándose.
—Puedes coger lo que quieras de mis provisiones —insiste Nicholas—.
Están donde ya sabes.
John se levanta de la silla y por fin, ¡por fin!, me mira.
—Por supuesto que te prepararé algo. No tardaré.
Fifer me clava el codo en las costillas. Ambas observamos cómo sale de la
habitación, las manos metidas hasta el fondo en los bolsillos de su abrigo, el
que todavía no se ha quitado a pesar del calor que hace en el salón, casi como si
deseara no tener que quedarse demasiado tiempo.
Nicholas se vuelve hacia mí.
—Los Caballeros del Real Imperio de Anglia. —Así es como empieza. Sin
preguntas—. Iban a por ti. Sabían dónde estabas. Sabían que estarías sola.
—No sabían que estaba sola —digo—. No estaban seguros. A Fulke, el que
maté yo, el que entró primero, le enviaron a vigilarme mientras el otro, Griffin,
registraba la casa. Y solo buscaban a Peter. Creían que John está muerto.
Fifer empieza a hablar, pero Nicholas levanta una mano para interrumpirla.
—Continúa.
—Fulke dijo que les habían ordenado llevarme de vuelta a Blackwell —
prosigo—. No les pregunté por qué; no creí que tuviera que hacerlo. Sé
demasiado, tanto sobre él como sobre vosotros. Creí que esa era la razón por la
que me quería de vuelta, justo como usted señaló en mi juicio, pero ahora no
estoy tan segura.
Me quedo callada, pienso en Griffin otra vez. En la cara que puso cuando
vio mi corte, cuando me vio sangrar.
—Griffin, actuaba como hace siempre —explico—. No parecía preocupado

*R3N3*
por estar aquí, en Harrow, rodeado de enemigos. No parecía preocupado por
que le pudieran capturar. No parecía preocupado por nada, no hasta que me hizo
el corte. Hasta que supo que no tenía mi estigma. —Les cuento la forma en que
Griffin me estampó contra la pared, una y otra vez, exigiendo saber lo que había
pasado con él—. ¿Por qué? No debería importarle nada que yo no tenga el
estigma.
Nicholas camina hasta la ventana que da a la parte delantera, los rayos de
luna entran por los cristales e iluminan su expresión. Hay un mundo entre el
aspecto que tiene ahora y el que tenía cuando le conocí, sola en mi celda de
Fleet. Flaco y ojeroso y demacrado y gris entonces; ahora espabilado y lleno de
vida. Aun así, hay una seriedad en su cara que no ha cambiado.
Al cabo de un ratito, me dice:
—Elizabeth, quiero que me hables de Blackwell.
Abro la boca para decir… no sé qué… pero la cierro cuando John entra en
la sala con un cáliz de cobre. Está sonrojado y desaliñado, por fin se ha quitado
el abrigo, las mangas de su camisa de batista azul remangadas por encima de los
codos. Tiene los ojos chispeantes y está sonriendo. Ha recuperado su aspecto
habitual y actúa tan parecido al John que conozco que soy capaz de devolverle
una breve sonrisa.
—Siento haber tardado tanto. —Me da la taza ligeramente humeante. De su
parte superior emana un aroma extraño y hay algo en él que hace que se me
revuelva el estómago—. Es ajenjo, eneldo y marrubio, hervidos en vino —me
explica—. Está bueno y creo que te gustará. Como muy poco, debería ayudarte
a entrar en calor.
Ajenjo. Sé lo suficiente por sus apuntes que aunque el ajenjo se usa en
tónicos calmantes, también es el ingrediente principal de la absenta, que a su
vez es el ingrediente principal de la cerveza de la que abusé la noche que se me
cayeron las hierbas de bruja delante del guardia del rey, cuando me detuvieron
y casi pierdo la vida.
Otro codazo de Fifer.
Le doy las gracias con poco entusiasmo, solo un gesto con la cabeza, pero
John no se da ni cuenta, ya iba de vuelta a su silla al lado del fuego. Después de

*R3N3*
una larga pausa, me giro otra vez hacia Nicholas.
—¿De Blackwell? —Dejo la taza en la mesa a mi lado—. ¿Qué quiere saber
sobre él?
Nicholas deja de mirar a John y vuelve a prestarme atención a mí.
—Quiero saber todo acerca de tu relación con él.
—¿Relación? —La palabra en conjunción con el nombre de Blackwell me
confunde—. Creo que no le entiendo.
—Cuando entrenabas con él, ¿te daba algún trato especial? ¿Te entrenaba
de manera diferente, o te trataba de manera diferente? ¿Te proporcionó algo
(armas, consejo, advertencias, incluso, sobre lo que iba a ocurrir) que no le
proporcionara a los demás cazadores de brujas?
—No. —Luego lo pienso dos veces—. Realmente no. Pero sí recuerdo algo
que me dijo una vez, después de que completara una de las pruebas. Fue hacia
el final del entrenamiento y para entonces ya sabía cómo era. Y lo que dijo era
tan impropio de él, que es difícil de olvidar.
Nicholas me observa con atención.
—¿Qué dijo?
Vacilo un instante. No me gusta hablar sobre mi entrenamiento. No me
gustaba entonces y no me gusta ahora. No solo porque revivirlo me obligue a
recordar cosas que están mejor en el olvido, sino porque obliga a todos los que
están en esta habitación a recordar quién soy en realidad.
No quiero que recuerden que deberían odiarme.
Me gustaría que John me dedicara una sonrisa, o una mirada
tranquilizadora, algo que me hiciera saber que todo va bien. Pero ha vuelto a
perderse en sus pensamientos, cabeza gacha, manos entrelazadas con fuerza.
Encerrado en sí mismo.
Así que continúo sin él.

*R3N3*
Era la prueba del laberinto, la penúltima prueba antes de nuestra prueba
final. A los que quedábamos, dieciocho para entonces, nos dieron cuatro días
para salir de él. No teníamos nada de nada. Ni comida, ni agua, ni armas ni
provisiones; solo nuestra inteligencia, nuestros conocimientos, nuestro valor y
nuestro ingenio: mejores noticias para unos que para otros.
Nos llevaron a la prueba a medianoche; siempre empezaban a medianoche.
Una espesa niebla envolvía la noche como una mortaja, era como caminar
dentro de una nube. Entonces las vimos: enormes paredes de seto, se extendían
demasiado lejos y demasiado alto como para ver dónde terminaban. La niebla
se aferraba a ellas como hilillos de nieve, retorciéndose y enredándose
alrededor de las ramas, y haciéndolas parecer vivas, como si estuvieran
respirando. Como si estuvieran esperando a devorarnos.
Tres días. Eso es lo que tardé en salir del laberinto. Me habían atacado, dos
veces, cosas del interior, cosas que no podía nombrar. Criaturas que tenían
aspecto de lobo pero reptaban alrededor de las esquinas como serpientes. Cosas
que volaban como halcones pero parecían osos, portaban sus dientes y garras y
tamaño. Mi ropa estaba hecha trizas, igual que la piel de mi brazo derecho.
Perdí una bota junto con un buen mechón de pelo cuando algo, todavía no sé
qué, se aferró a mí y casi no me suelta.
Cuando por fin conseguí salir, era por la mañana. Al amanecer, o justo
antes. Había rocío sobre la hierba, rosa en el cielo; había pájaros y sol y libertad
y éxito. Salí gateando a cuatro patas, ensangrentada y sudorosa, hambrienta y
sedienta, y tan tan cansada. Llegué tan lejos como pude… antes de dejarme caer
sobre el suelo. Quería llorar; quería dormir. En lugar de eso, inexplicablemente,
empecé a reír.
Quizás fuera alegría, quizás fuera locura. Pero saber que me enviaron al
interior del laberinto con la expectativa de que no volvería… la sensación era
muy superior al alivio.
Y entonces lo oí. El más diminuto de los ruidos, pisadas en la hierba, el
tacón de una bota sobre una ramita. Rodé hasta quedar tumbada de espaldas y
ahí estaba él. Blackwell. De pie por encima de mí, una sombra entre el sol y yo.
*R3N3*
Convirtiendo la luz en oscuridad como solo él era capaz de hacer.
—Mi señor. —Me puse de pie a toda prisa, hice una apresurada y torpe
reverencia.
—Elizabeth.
Esperé. Sus ojos, fríos como el carbón mojado, me miraron de arriba abajo.
Recorrieron mi ropa andrajosa, mi pie desnudo, el mechón de pelo que me
faltaba en la cabeza. Me remetí parte del pelo que me quedaba detrás de la
oreja, para intentar ocultar la calva. Mi mano emergió roja.
—Lo has hecho bien —dijo al final.
—Gracias, mi señor. —Mi voz sonó como un susurro ronco, a años luz de
la salvaje y aguda risa de hacía tan solo un instante.
Dio un paso hacia mí; hice acopio de valor para no retroceder. Dio otro
paso, luego otro, hasta que me encontré mirando directamente a su jubón:
elegante tejido dorado ribeteado de terciopelo esmeralda, mangas con rajas para
mostrar el blanco de la espléndida tela de su camisa.
—Mírame —me ordenó.
Obedecí.
Alto. Pelo oscuro, afeitado casi al cero. Barba corta, pulcramente arreglada.
Bien por encima del metro ochenta. Atractivo, si uno era capaz de obviar esos
ojos duros y crueles.
—Fuiste un error —dijo.
No supe qué contestar a eso, ni si debía contestar algo a eso. Al final me
decidí por un:
—Sí, mi señor.
—Y aun así, aquí estás. Otra vez. Aún. Aquí. —Empezó a caminar en
círculo a mi alrededor, como un lobo alrededor de su presa. Me costó hasta el
último ápice de control quedarme donde estaba—. ¿Por qué crees que ha sido
así? ¿Por qué estás aquí, Elizabeth?
Tenía miles de respuestas, ninguna de las cuales podía decir en voz alta.
¿Por usted? ¿A pesar de usted? ¿No gracias a usted? En lugar de eso, dije:
—Para aprender, mi señor.
—Para aprender —repitió—. ¿Y qué, en el nombre de Dios, estás

*R3N3*
aprendiendo?
Para entonces estaba detrás de mí; no podía verle pero podía sentirle y se
me pusieron de punta todos los pelos de la nuca, aullaban a modo de
advertencia. Sus palabras eran amables, pero podía detectar el resentimiento
que había tras ellas. No sabía en qué le había contrariado, aunque en verdad
nunca lo hice.
—A servirle.
Siguió caminando hasta que estuvo de nuevo delante de mí. Pero no me
relajé. Y tampoco le miré. Mantuve los ojos clavados en su túnica dorada, el sol
que empezaba a asomar por el horizonte lanzaba destellos sobre la tela.
—Qué afortunado soy de tener semejante sierva en ti.
Se estaba burlando de mí, era evidente. Una vez más, no supe qué
responder, así que una vez más, me repetí:
—Sí, mi señor. —Se había convertido en un mantra.
Blackwell miró hacia el laberinto. Yo no sabía qué otros reclutas quedaban
en el interior, ni quién había regresado ya. Se me ocurrió preguntarme: ¿me
había estado esperando? ¿Era por eso por lo que estaba aquí? ¿O estaba
esperando a otra persona?
—Elizabeth, ¿crees que vas a conseguir llegar hasta el final del
entrenamiento?
Para esto sí tenía respuesta. No tuve que rebuscar para saber qué contestar y
no vacilé cuando lo hice.
—Sí, mi señor.
Blackwell asintió.
—Sí, veo que eso crees. Y puedo ver que quieres que yo también lo crea. —
Sonrió, o al menos esbozó lo más aproximado a una sonrisa que jamás había
visto en su cara. Le transformó. Pasó de ser alguien a quien temerías a ser
alguien en quien casi podrías confiar.
Casi.
—¿Y sabes? Por lo que he visto hoy, casi, casi lo creo.
Se me hinchió el corazón en el pecho y sentí una oleada de placer recorrer
mis extremidades, todo el camino hasta mis mejillas, que se ruborizaron

*R3N3*
intensamente por lo que, viniendo de él, era el mayor de los elogios.
—Creo que, con el tiempo, serás o bien mi mayor error o mi mayor victoria.

—¿Y luego qué pasó?


La voz de Nicholas me saca de mi ensimismamiento y me trae de vuelta al
presente. Por un momento había estado ahí, en la casa de Blackwell, en la boca
del laberinto. Casi pude sentir el rocío sobre mis manos, el escozor del cuero
cabelludo, el resplandor de la luz del sol en los ojos.
Levanto la vista para encontrar a todo el mundo observándome.
—Nada —digo—. Se alejó de ahí y eso fue todo. Ya casi no le vi más y no
hablé con él. No hasta la noche de la prueba final.
—La prueba de la tumba —aclara Nicholas—. Después de la cual recibiste
tu estigma.
—Eso es. —Me froto los ojos. Todo el peso de los acontecimientos empieza
a hacer mella en mí y todo lo que deseo es que esta noche acabe de una vez.
Pero Nicholas insiste.
—Elizabeth, ¿sabes cómo se crean los estigmas?
Entonces se produce un cambio en el ambiente, una tensión que brota de sus
palabras y se enrosca alrededor de la habitación. La siento en la forma en que
Fifer se tensa a mi lado, la veo en la forma que Schuyler se mueve para
colocarse de pie a su lado. La forma en que John aparta la atención bruscamente
de las llamas, pasa los ojos por encima de mí y los fija en Nicholas.
La puerta delantera se abre y Peter pasa del vestíbulo de entrada al salón.
—Siento llegar tan tarde. —Se quita la capa de un solo movimiento de
hombros y la sostiene en alto. Una mano invisible (Hastings, el sirviente
fantasma de Nicholas) la pesca y la hace desaparecer de la habitación—. La
tierra estaba muy dura, por el frío y todo eso. Casi rompo la pala con esa
segunda tumba… —Interrumpe su charla—. ¿Cómo van las cosas por aquí?
*R3N3*
—Enigmáticas —comenta Nicholas en tono amable—. Aunque estamos
trabajando para cambiarlo. —Peter coge una silla y la coloca al lado de John,
que parece no darse ni cuenta de la presencia de su padre.
—No, no sé cómo se crean los estigmas —digo para contestar a la pregunta
de Nicholas—. Nadie los tenía antes que nosotros, así que no había nadie que
pudiera contarnos cómo se hacían. Muchas de nuestras adivinanzas eran
ridículas y la mayoría no tenía ningún sentido, pero todos estuvimos de acuerdo
en que tenía que ser algún tipo de hechizo.
Nicholas hace un gesto afirmativo.
—La magia, toda la magia, funciona del mismo modo. Consiste en dirigir el
poder de una bruja o un mago hacia un objeto externo, ya sea una persona o una
cosa. Un hechizo de amor colocado sobre un trozo de pergamino. Un
encantamiento sanador plantado dentro de una poción. Un conjuro protector
embutido en un anillo. Una maldición insertada en una tablilla. Un estigma
entregado a un cazador de brujas.
Los pelos de la nuca se me erizan, parece una advertencia.
—La magia, el orden que es magia, es buscar la unidad y el equilibrio en
todas las cosas —prosigue Nicholas—. El poder que es inherente a tu estigma:
el de la fuerza, la curación, el de impedir la muerte o en algunos casos la muerte
de otros —mira de reojo a John—, rompe ese equilibrio. Sirve para
proporcionar el poder de hacer lo que ningún ser humano, mago o no, debería
ser capaz de hacer. Intentar realizar un hechizo de esa magnitud y
consecuencias agotaría la magia de cualquiera. Toda su magia.
—¿La magia se puede agotar?
Nicholas asiente.
—Cuando una bruja o un mago proyecta su magia sobre un objeto,
digamos, una carta destinada a seducir a alguien, una poción para curar, su
magia disminuye. Lo que tarde en recuperarla y en qué medida la recupera
depende del hechizo, así como de la bruja o el mago en cuestión. En el caso de
un mago viejo o un mago comprometido de alguna manera, puede que nunca
recupere su magia por completo. Se puede decir lo mismo de las maldiciones.
Mi propia magia se agotó en parte a causa de la maldición que me echó

*R3N3*
Blackwell. Y aunque todavía no la he recuperado por completo, estoy bastante
cerca. —Mira a Fifer que consigue esbozar una pequeña sonrisa.
—Si el hechizo para crear un estigma requiere tanto poder que podría agotar
por completo la magia de una persona, ¿cómo pudieron hacerse? —pregunto—.
Había dieciséis de nosotros. Dieciséis estigmas, lo que significa dieciséis
hechizos, dieciséis brujas o magos renunciando a su poder para darnos el
nuestro… —Me detengo en seco cuando me doy cuenta—. Ellos no
renunciaron a su poder, ¿verdad? Les quitaron el poder. Se lo robaron.
En el silencio que sigue a mi descubrimiento, empiezo a comprender el
resto del plan de Blackwell. El primer paso ya lo sabía: coger a las brujas y
magos que capturábamos para él y convertirlos en un ejército para apoderarse
del reino. Y ahora, sé cuál es el segundo: robar la magia de los que se
resistieron para darles a sus hombres el poder de no ser derrotados jamás.
—Pero eso todavía no explica por qué Blackwell quiere mi estigma —digo
—. No hay nada especial en él. Su poder no es mayor que el de los demás. El de
Griffin. El de Fulke. El de Caleb…
—¿No? —interrumpe Nicholas—. ¿Estás segura de eso?
Dudo un instante. Pienso en las cosas que puedo hacer; podía hacer. Pienso
en mi fuerza, mi velocidad, la forma en que era capaz de cazar mejor y luchar
mejor que nadie. Cómo ascendí en el escalafón, cómo era la mejor cazadora de
brujas de Blackwell, solo por detrás de Caleb. Pero eso fue porque yo lo quise
así, porque luché por ello. Fue por mis propios méritos.
¿O no?
—Tú misma dijiste que no había precedentes —continúa Nicholas—. Nadie
que pudiera explicaros cómo se crean los estigmas. ¿Se te ocurrió que alguien
tenía que ser el primero? ¿Que alguien tenía que ser el conejillo de indias en el
experimento de Blackwell?
Con el tiempo, serás o bien mi mayor error o mi mayor victoria.
—El poder de un mago no es acumulativo —dice Nicholas—. La magia no
es acumulativa. Blackwell no podía quitarle el poder a un hombre tras otro, o
una mujer tras otra, para aumentar el suyo propio. Una vez más, las leyes de la
magia y las del equilibrio no lo permiten. Solo adoptas el poder, la magia, más

*R3N3*
poderosa de las dos. Blackwell no se arriesgaría a diluir su propio poder,
estuviera como estuviera, con el de una bruja o un mago menor. Así que no, no
está intentando aumentar su poder. —Una pausa—. Creo que lo está intentando
recuperar.
Ahí pende, la verdad, del filo de una navaja. De repente me doy cuenta de lo
que Nicholas sabe, lo que ha estado intentando que dedujera por mí misma.
Me pongo en pie de un salto. Peter hace lo mismo, se vuelve hacia John
mientras Fifer me agarra la mano, me dice algo en un tono tranquilizador, pero
no consigo descifrar las palabras a través del río de sangre que invade mis oídos
y las palabras que pronuncia Nicholas a continuación:
—Creo que tu estigma vino de Blackwell. Y por razones que no consigo
comprender, necesita recuperar su poder.

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LA SIGUIENTE SEMANA ES TODA UNA AGONÍA. Nos dedicamos a
intentar desentrañar lo que significa, lo que podría significar, que Blackwell
vaya tras el estigma.
Las discusiones entre Peter y John son una constante. En lugar de estar
asustado por poseer el poder de Blackwell, por probablemente convertirse en un
objetivo de ese poder, John está decidido a utilizarlo. Quiere hacer lo que
Gareth quería que hiciera yo al permitirme quedarme en Harrow: quiere matar a
Blackwell. Peter, antes henchido de orgullo por el deseo de su hijo de
involucrarse en esta lucha, ha cambiado ahora de opinión. Le suplica a John que
abandone Anglia, que me lleve con él en su barco, el que Peter le regaló cuando
dejó la piratería. Que se aleje de Anglia navegando, tan lejos como nos lleven
las velas.
Pero John no está dispuesto a abandonar; no puede. El estigma no le deja. El
equilibrio de la magia está inclinando la balanza, y no a favor de John. Ahora
comprendo la razón de su cambio de comportamiento. La distancia, la
violencia; cada día cura menos, cada día lucha más. La magia de Blackwell se
ha apoderado de él y cada día que pasa se hace más fuerte.
Por el momento, su secreto (y el mío) está a salvo. ¿Pero por cuánto
tiempo? Cada día entreno con Schuyler y Fifer, y cada día estoy más fuerte,
más ágil, más preparada para la batalla. Aunque ahora John entrena conmigo y
cualquier mejoría que consigo, él la multiplica por diez. La disparidad entre
nosotros no puede ignorarse y ya no puede ocultarse.
Es un problema sin solución, al menos yo no he sido capaz de encontrarla.
Y me estoy quedando sin tiempo. Esta mañana un par de gruesos sobres color
crema llegaron a Mill Cottage, sellados con cera y con un sello en forma de
cuadrifolio doble, el emblema de Lord Cranbourne CalthorpeGough: nuestra
*R3N3*
llamada a filas. El compromiso de John con la Vigilia ha llegado oficialmente a
su fin y él y yo debemos presentarnos en el campamento de Rochester en un
plazo de veinticuatro horas.
Rochester Hall está situado en la zona más septentrional de Harrow, en un
pueblo del mismo nombre: Rochester. Es una caminata de dos horas desde la
casa de John y Peter, a lo largo de un bonito camino rural bordeado de setos
verdes y vallas de madera cubiertas de zarzas, el paisaje salpicado de árboles,
granjas de tejados rojos asentadas en profundos valles, y prados sembrados de
rebaños de lanudas ovejas en sus sucios y enredados abrigos invernales.
Llevamos andando una hora, Peter en cabeza, John y yo un poco más atrás,
ambos cargados con una bolsa empacada a toda prisa, llena de ropa y armas. No
he visto mucho de Harrow, solo un mapa que John me dibujó una vez, pero
entiendo el paisaje lo suficiente como para recordar que Rochester está rodeado
por colinas al norte, territorio de Anglia al este y el país de Cambria al oeste. Es
un sitio extraño en el que levantar un campamento. Si Blackwell y sus hombres
lograran de algún modo atravesar la barrera mágica en masa, estaríamos
rodeados por los cuatro costados y no tendríamos escapatoria.
—He estado pensando en el espía —digo. Es la primera cosa que he dicho
en todo el día hasta ahora—. El que está facilitando la entrada de los hombres
de Blackwell en Harrow. Creo que todos estaremos de acuerdo en que es
alguien que todavía vive aquí. Tiene que serlo. Saben demasiado. Lo suficiente
como para decirles exactamente a dónde ir, cómo llegar hasta allí y, en algunos
casos, cuándo estar ahí.
Pienso en la primera incursión: el arquero descubierto a medio camino entre
la casa de Nicholas y la de Gareth. La segunda incursión en el Mudchute, la
tercera en mi juicio, la cuarta en mi cama, la quinta en la calle mayor un día
después. Y ahora esto: el campamento.
—¿Qué pasa si es él? ¿Lord… Tres Apellidos? —No puedo seguir
llamándole Lord Cranbourne CalthorpeGough, es ridículo—. ¿Y qué pasa si esa
es la razón por la que está levantando el campamento ahí?
Es un sitio tan remoto. ¿Qué pasa si está conduciendo a todo el mundo a
Rochester con el plan de encerrarnos dentro sin escapatoria posible y entregarle

*R3N3*
luego la llave a Blackwell? Me estremezco solo de pensarlo. Qué fácil sería, si
fuese verdad. Qué rápido. Un traidor, una batalla, ningún superviviente.
Peter abre la boca, pero es John es el que habla primero.
—Él no es el espía. —John se vuelve hacia mí—. Mira, ya sé lo que parece.
Sé que parece privilegiado y arrogante y, bueno, un imbécil. —Sonríe un poco
—. Pero he pasado mucho tiempo en Rochester. Con Fitzroy. Perdón, yo le
llamo así, su apellido es simplemente demasiado largo. Y con su familia. Le
conozco desde hace mucho y nunca se convertiría en un traidor. Nunca pondría
a su familia en peligro, fuera cual fuera el beneficio.
Quiero decirle que a veces las personas no hacen las cosas para obtener un
beneficio, las hacen para impedir una pérdida. Que a veces las personas se
meten en algo, hasta el cuello, y la esperanza no es conseguir salir de ahí, sino
solo hacer todo lo necesario para evitar caer más hondo.
—John tiene razón —dice Peter—. No hay nada que Fitzroy no haría por su
familia, por su hija. Es tan leal a Harrow como Nicholas. Yo le confiaría mi
vida, y de hecho lo hago. —El tono de Peter es tranquilizador, deseoso de
mantener la inestable paz entre él y John—. En cuanto a por qué el campamento
se instala ahí, es simple.
No existe ningún otro sitio lo bastante grande, o lo bastante seguro, para
albergar un ejército. El sur de Harrow no es nada más que campo abierto y
bosques, aldeas y casas rurales. Rochester Hall es la finca más grande y más
segura de todo Harrow, un castillo por derecho propio.
—Y hay una ventaja en que el lugar sea tan remoto —añade John—. Si
ocurriera algo, hay un montón de vías de escape. Hay túneles que discurren por
debajo de él, cruzan la frontera directamente hacia Cambria, y una ensenada
que se adentra en la tierra a kilómetro y medio de ahí, con acceso al mar. Pero
sobre todo, Rochester tiene sobre él tantos hechizos protectores como la casa de
Nicholas en Crouch Hill. Aunque muchos de ellos son… alto.
John extiende un brazo, y Peter y yo nos detenemos en seco. John se separa
de nosotros, busca por el suelo hasta que encuentra una roca del tamaño de un
puño. La lanza rodando por el centro del camino, como si estuviera jugando a
los bolos sobre hierba.

*R3N3*
De ninguna parte, surge un ruido atronador, luego un repentino descenso en
la presión ambiental, como la que tiene lugar antes de una tormenta. Una
violenta ráfaga de viento se dirige hacia nosotros, arrastrando todo tipo de
desperdicios del camino a su paso, gira sobre sí misma hasta convertirse en un
ciclón gris y polvoriento.
Doy un paso involuntario hacia atrás, pero John se mueve hacia ella, con
una mano estirada.
—Prado de Toros. La Posada del Monte. Armas de Colina Nevada.
Y así sin más, el viento se disipa, explota en una nube de polvo, hojas y
ramitas. John reemprende la marcha camino abajo, nos hace un gesto para que
le sigamos.
—¿Qué ha sido eso? ¿Lo que dijiste? —Toso y me limpio la tierra de los
ojos—. Parecían nombres de tabernas.
—Lo son. —John se pasa una mano por el pelo, se sacude los restos que
han quedado entre sus rizos—. Para pasar el ciclón, tienes que nombrar tres
bares de Harrow. Tres bares en los que hayas estado. —Se encoge de hombros
—. Fitzroy dijo que si alguien quería verle pero no era capaz de nombrar tres
lugares en los que hubiera bebido, entonces él no quería verlos a ellos.
Peter estalla en carcajadas y yo sonrío, la primera sonrisa real en días.
Mientras continuamos nuestro camino y el paisaje no ofrece nada más que
lo que llevo viendo todo el día (colinas, valles, árboles, ovejas), empiezo a tener
mis dudas sobre la supuesta grandeza de Rochester Hall. Si es tan grande como
dice Peter, ya debería haberlo visto. Debería ser visible a kilómetros de
distancia, del mismo modo que Greenwich Tower se alzaba amenazadora en el
horizonte, un baldón incondicional en la silueta de Upminster.
John levanta la mano de nuevo. Chasquea los dedos dos veces, deprisa,
luego emite un corto silbido. Me empieza a irritar la teatralidad de este lugar,
toda su parafernalia para su pequeñísima sustancia. Hasta que sucede. El aire
delante de mí riela, se pone turbio y, en un abrir y cerrar de ojos, las colinas,
valles, árboles y ovejas, tangibles hace apenas unos segundos, desaparecen. Una
ilusión en un tapiz. Y en su lugar: Rochester Hall.
Siento que abro los ojos como platos.

*R3N3*
Peter lo describió como un castillo por derecho propio, pero en realidad yo
esperaba una casa como la de Gareth, o incluso la de Humbert, con todos sus
jardines y vías fluviales, protegida por un foso y una verja levadiza. No
esperaba una fortaleza.
Es enorme. Construida por entero en ladrillo rojo oscuro y rodeada por una
cortina de muros de treinta metros de altura, sus muchas torres y agujas están
salpicadas de aspilleras para los arqueros y conectadas por parapetos. Está
rodeada por un gran lago atestado de algas y el único acceso a la entrada, con
una imponente garita fortificada al otro lado, es cruzando un puente peatonal de
casi un kilómetro de longitud. Al otro lado del lago, las tierras se extienden sin
fin, más allá de donde alcanza la vista, hasta las colinas cuajadas de densos
bosques.
Peter sonríe ante mi silencio. Aunque no me guste admitirlo, estoy
impresionada. John nos guía hasta el puente y empezamos a cruzarlo. Nuestras
pisadas, el único sonido bajo el cielo azul y siniestramente silencioso.
—¿Dónde está todo el mundo? —pregunto—. Todo está tan callado. ¿Y
cómo vamos a entrar? Esa puerta no tiene un aspecto muy acogedor que se diga.
—Hago un gesto hacia la verja de hierro que se alza ante nosotros, cerrada y
amenazadora.
—En Rochester, no debes creer siempre todo lo que ves —me dice John—.
Y tampoco debes creer siempre todo lo que oyes.
Me vuelve a invadir la misma irritación de hace un rato.
John camina hasta la verja, apoya la palma de la mano sobre el hierro.
Espero que se eleve chirriando sobre sus bisagras, o que desaparezca, o quizás
que llegue algún ayudante fantasmagórico para hacernos pasar. Lo que nunca
imaginé fue esto: la aspillera que hace menos de un segundo estaba dos metros
por encima de mi cabeza está ahora delante de mis narices. Y ya no es pequeña,
ni una aspillera, sino una abertura del tamaño de una puerta.
Peter silba su aprobación mientras John pasa al interior y nos hace un gesto
para que le sigamos. Dentro, un túnel que zigzaguea hacia la oscuridad. John se
orienta por él con facilidad, nos conduce a la izquierda, a la derecha, pasillo
arriba y pasillo abajo como si lo hubiera hecho cientos de veces, cosa que sin

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duda ha hecho, hasta que salimos al exterior una vez más. A mis ojos les cuesta
un momento adaptarse otra vez a la brillante luz del sol, pero cuando lo hacen,
veo un campamento tan grande que casi parece un pueblo en y por sí mismo.
Los terrenos se extienden varios kilómetros, cada centímetro de ellos
ocupado por gente, pabellones, tiendas de campaña, provisiones, armas, carros,
perros, caballos. El aire está lleno del humo de mil pequeñas hogueras; tiendas
y carpas de todos los tamaños y formas se alzan por doquier, algunas a rayas y
con una estructura compleja, otras blancas y de un solo palo. Hay cajas apiladas
por todas partes, rebosantes de utensilios de cocina, vajillas, farolillos y
sábanas.
Más allá de esa explanada y al pie de una larga y suave ladera están los
campos de entrenamiento. Dos lizas de justas, una al lado de la otra, llenas de
arena, un costado limitado por gradas de madera con una cubierta de lona. A su
lado, los campos de tiro, hileras enteras de arcos y flechas meticulosamente
alineadas, dianas coloridas pintadas sobre lienzos y atadas a pacas de heno. Y al
lado de eso, un campo abierto desprovisto de cosas, excepto por varias docenas
de gordos baúles de madera llenos de armas: cuchillos y cadenas, hoces y
mazas, dagas y hachas.
También veo, aunque quizás no debía verlos, los esqueletos de varias
docenas de catapultas. Esperan al borde del bosque, para ser cargadas y
amartilladas, luego transportadas a puntos estratégicos alrededor del
campamento por si sufriéramos un asedio.
Una vez más, Peter silba su aprobación.
—Fitzroy se ha superado.
—Debe de haber un millar de personas —comento.
—Sí, dice que justo por debajo de mil —contesta Peter—. Hemos solicitado
dos mil hombres a la Galia, y cabrán.
—¿Qué pasará con el resto de Harrow? —Pasamos por delante de un trío de
carretas, una docena de hombres todavía afanados en descargar su mercancía—.
¿Cuánta gente hay? ¿Tenemos sitio para ellos también?
—Tres mil, más o menos —contesta John—. Aunque no todos van a
instalarse aquí, ni siquiera bajo amenaza de guerra. Pero hay sitio suficiente si

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decidieran hacerlo.
Seis mil personas. Parece imposible que Rochester pueda dar cobijo a todas.
Una vez más, pienso en el espía, el enemigo, el traidor en medio de todos
nosotros. En lo que ocurriría si Blackwell consiguiese entrar aquí. Sé lo que ha
dicho John, lo que ha dicho Peter, que no es el padre de Chime. Quizás tengan
razón. Pero también sé lo que decía siempre Blackwell: la guerra se basa en el
engaño. Para ganar, debes presentarte ante el enemigo de una manera que les
haga creer lo que quieren creer. Debí haberle escuchado entonces, cuando
prácticamente nos desveló a todos su secreto.
¿•Qué es lo que no estoy oyendo ahora?
Como si hubiera leído mis pensamientos, aparece: Lord Tres Apellidos en
persona. De cerca, es más alto y más atractivo de lo que me había parecido en el
juicio. Elegantemente vestido con pantalones de montar de cuero marrón, una
chaqueta de cuadros verdes y gris acero por encima de un jubón gris acero, y
una vaina de espada de cuero marrón atada a la cintura; solo que está vacía. Es
el comandante en jefe de este ejército, pero tiene el aspecto de un hombre que
juega a la guerra, no que esté haciendo planes para ella.
Le da una palmada a John en la espalda y le estrecha la mano con
entusiasmo. Hace lo mismo con Peter. Luego se vuelve hacia mí, se le iluminan
los ojos azules cuando me ve. Los observo atentamente, como si pudiera
detectar el engaño rondando por su superficie.
—Señorita Grey. —Me ofrece la mano; la tomo.
—Lord Cranbourne CalthorpeGough.
—Por favor, llámame Fitzroy —me dice—. Es maravilloso verte otra vez,
fuera de los confines del consejo. Y es un placer que te unas a nuestras fuerzas.
Eres una luchadora a tener en cuenta, según me han dicho.
Abro la boca para responder, pero Peter habla por mí.
—Es bastante hábil con un cuchillo —comenta. Sonríe de oreja a oreja pero
puedo ver la tensión que hay tras ella—. Su maestría con la espada no tiene
igual y estoy deseando verla en el campo de tiro con arco. Es demasiado
modesta para decirlo, pero me atrevería a decir que es mejor arquera que usted,
Fitzroy.

*R3N3*
Es incómodo, esto: Peter alabando unas virtudes adquiridas para capturar y
matar a la gente de Harrow, ahora reconvertidas en intentar salvarla. Virtudes
que ya casi no existen. Pero Peter tiene un papel que desempeñar en todo esto,
igual que yo.
Entonces se oye un clamor, el sonido de hombres vitoreando y riendo, llega
desde las lizas de justas. Apenas puedo distinguir a una docena de hombres,
más o menos, que observan a otros dos caminar en círculo frente a frente sobre
la arena, las hojas de sus espadas lanzan destellos con los rayos del sol de
primera hora de la tarde.
—Están entrenando —comenta Peter con cierta satisfacción.
—Todos los días —contesta Fitzroy—. Primero se enfrentarán a sus propios
compañeros, luego empezarán a buscar otros rivales. —Me da una palmada en
el hombro—. Están jugándose una pequeña fortuna ahí abajo, pero yo estaría
dispuesto a apostar la mía por Elizabeth.
Fitzroy sonríe. John frunce el ceño. Peter traga saliva.
Yo le devuelvo la sonrisa.
Fitzroy levanta una mano y, salido de la nada, aparece a toda prisa un niño
con librea blanca.
—Lleva sus bolsas a su pabellón, por favor. Elizabeth Grey y John Raleigh.
Los dos están en el anillo interior cinco, creo. —El chico asiente, coge nuestras
bolsas y se apresura a hacer lo que le han pedido.
—Los que van a luchar están en las tiendas blancas —explica Fitzroy
mientras nos abrimos paso hacia la liza de justas—. Los círculos aumentan
según el rango. Yo estoy en el centro, junto con el mariscal de campo, el
capitán, el teniente. Los conoceréis más tarde. La compañía ocupa los anillos
exteriores. —Me mira de reojo—. ¿Utiliza Blackwell un sistema de rangos
similar entre sus hombres?
Me permito una sonrisilla irónica.
—Yo diría que más bien prefería un sistema del tipo «primero entre
iguales».
Fitzroy me regala una sonrisa; le ilumina la cara. Realmente es tan guapo
que quita el aliento.

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—Sí, apuesto a que lo hacía.
—¡Elizabeth! —Una voz familiar corta a través del ruido que nos rodea—.
¡John!
Me vuelvo para ver a Fifer entre la multitud, agita el brazo en nuestra
dirección. Schuyler detrás de ella.
—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunta John en cuanto llega hasta
nosotros.
Fifer señala a Schuyler con el dedo gordo. Lleva cuatro bolsas colgadas del
hombro, con una expresión divertida y enfadada a partes iguales.
—Es culpa suya —dice Fifer—. Le dijo a Nicholas que no creía que fuera
seguro que yo viviera en casa. No con todos los ataques y no después de lo que
te pasó a ti, Elizabeth. Así que Nicholas me ha enviado aquí. —Mira a su
alrededor y hace una mueca—. Es el último lugar en el que quisiera estar,
viviendo en una tienda de campaña. Con todos estos hombres. Es impropio e
indecoroso.
—Yo voy a vivir en una tienda de campaña —le digo.
—Lo que decía —Fifer despliega una amplia sonrisa—, indecoroso.
Nos acercamos hasta el borde de la liza de justas, contemplamos la lucha de
entrenamiento hasta que acaba: un empellón hacia delante, un golpe en el pecho
que hubiera sido fatal en una lucha real pero que ahora ha acabado con una
heridita en la piel, una mancha roja en una camisa blanca.
El hombre que ha perdido maldice; el que ha ganado se ríe. El resto se unen
a la fiesta, intercambian monedas e insultos. El ganador, alto y ancho y con la
cara picada de viruelas, mira alrededor de la liza. Al final, sus ojos se posan en
John y se le ilumina la cara.
—Vamos, hijo. Veamos si tu arte con la espada es tan bonito como tu cara
—le tienta. Le quita al perdedor el alfanje de las manos y se lo lanza a John.
Este lo atrapa con facilidad, se le dibuja una sonrisa de suficiencia en la cara
otra vez, la sonrisilla que he aprendido a reconocer y a temer.
—Desde luego no es tan fea como la tuya —contesta desde donde está.
Todos los hombres rompen a reír y a burlarse, incluso Peter se une a ellos.
Otra docena o así, atraídos por el ruido, se acercan a observar la pelea. Fifer y

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yo intercambiamos una rápida mirada.
—John —susurra Fifer—, no sé si esto es una buena idea. No puedes ganar,
realmente ni siquiera deberías intentarlo, no con toda esta gente observando…
La mira de reojo, una inconfundible mirada de desdén cruza su cara.
—Buf, ¿tú también? —Fifer abre los ojos como platos. No sé si la ha
mirado o hablado así alguna vez en su vida.
John se deshace del abrigo, lo tira sobre la hierba. Hace girar el alfanje
como un molinillo, una vez, dos, y baja a la arena. El hombre que le retó, un
pirata por su vestimenta y su actitud, da unos pasos al frente, le hace un gesto
obsceno. Como contestación, John da una patada a la arena y le rocía la cara
con ella. El gentío estalla en carcajadas y abucheos.
—Ahí vamos —murmura Fifer.
John y el pirata caminan en círculo el uno alrededor del otro, las espadas en
alto.
Hoy el sol brilla con fuerza, con demasiada fuerza. Giro la cabeza para
proteger mis ojos de la luz y, al hacerlo, veo un tumulto de color al otro lado de
la liza. Un puñado de alegres chicas con vestidos aún más alegres, azul cerúleo
y verde esmeralda y rojo cardenal, Chime entre ellas. Su vestido, amarillo
canario, es el más chillón y alegre de todos. Se da cuenta de que la estoy
mirando, pero sus ojos pasan directamente por encima de mí y aterrizan sobre
John, y ahí se quedan.
Devuelvo mi atención al enfrentamiento. Las apuestas ya van en serio, los
hombres lanzan monedas y pullas, pitos y retos. John hace caso omiso de todo
ello, centrado por completo en el hombre que tiene ante sí, que avanza dando
golpes a diestro y siniestro, mientras John los desvía uno a uno. Sé lo que está
haciendo, es lo que me enseñaron a hacer a mí: deja que tu rival gaste todas sus
energías fanfarroneando mientras tú conservas las tuyas.
La muchedumbre aumenta sin parar a nuestro alrededor. Soldados con
sobrevestes de grandes contrastes, en tonos rojos y azules, pajes con libreas
blancas, sirvientes con uniformes de muselina marrón, y un hombre de negro:
Gareth. Está de pie, a cierta distancia de mí, los brazos cruzados, los ojos fijos
en la pelea.

*R3N3*
John recibe un golpe de la espada de su rival, lo bloquea una vez, dos, luego
contraataca. Hace como si fuera a arremeter con una estocada pero se limita a
dar un fuerte pisotón en el suelo, una finta. El pirata ataca y John da un paso a
un lado. Se oye un estremecimiento de metal contra metal antes de que John
arremeta con la espada por delante.
Gareth pasa los ojos de John a mí y luego de vuelta a John otra vez, como si
estuviera empezando a comprender algo. Y no es el único. Chime se ha
apartado de su grupo de amigas para contemplar la escena al lado de su padre.
Le tira de la manga, intercambian unas palabras, antes de poner toda su atención
en John de nuevo, los dos pares de ojos iguales entornados y suspicaces.
—Es demasiado bueno —musita Fifer entre dientes—. Tiene que parar. La
gente va a deducir lo que ocurre.
Sin decir ni una palabra, me aparto de la liza. Camino como si tal cosa hasta
la que hay al lado, a unos seis metros. Ahí no hay nadie, excepto dos niños
pequeños forcejeando sobre la arena. Me miran un instante, se ponen de pie a
toda prisa y salen de ahí despavoridos.
Vuelvo a mirar a John, que camina en círculo alrededor del hombre que
tiene delante, preparado para atacar.
Las noticias vuelan en Harrow, ya lo sabes. Eso es lo que dijo Gareth en mi
juicio, para justificar los centenares de personas que aparecieron para
presenciarlo.
Si deduce que hay otras razones para la gran habilidad de John aparte de las
enseñanzas de su padre, ¿cuánto tardará en contárselo al consejo? ¿Cuánto
tiempo pasará antes de que el consejo se lo cuente a todos los demás? ¿Cuánto
tardará la noticia en llegar a oídos del espía de Blackwell? ¿Y Blackwell en
enviar a sus hombres a por John? Me deshago del abrigo, lo tiro sobre la hierba.
Schuyler, pienso en mi cabeza. Pégame.

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SCHUYLER MIRA BRUSCAMENTE EN MI DIRECCIÓN desde el otro
lado de la liza de justas; hasta ahora estaba concentrado en observar a John,
como todos los demás. Incluso desde aquí, puedo ver la sorpresa en su cara,
pero en seguida da paso a la comprensión. Necesitamos una distracción. Algo
que aparte la atención de John y la fije en otra cosa que bien puedo ser yo
misma.
¿A qué esperas?, pienso. Luego, por si acaso, añado: ¿Asustado?
Apenas tengo tiempo de parpadear antes de que se estampe contra mí con la
fuerza de un ariete.
Salgo volando por los aires, me quedo sin respiración. El dolor me deja
momentáneamente aturdida, pero luego me lo sacudo de encima, igual que he
hecho todas las otras veces que me ha hecho daño a lo largo de estas dos
últimas semanas. Me pongo de pie. Se oye un murmullo entre la gente que está
más próxima a nosotros. Alguien lo ha visto, alguien nos está prestando
atención. No es suficiente. Necesito atraer la atención de todo el mundo.
Otra vez.
Schuyler hinca los pies en la arena como una león inquieto y me incita a
acercarme con un dedo, un gesto burlón. Me abalanzo sobre él. Le agarro por la
cintura, me echo hacia atrás y le doy un rodillazo en el sitio en que todos los
chicos son vulnerables, incluso los retornados de cien años de edad. Schuyler
suelta un grito estrangulado y se tambalea hacia atrás. Me lanza un puñetazo
mientras se aparta, un gancho poco convencido que esquivo con facilidad. No
se está empleando a fondo, no puedo permitir que lo haga. La muchedumbre ya
ha perdido el interés por nuestra pelea, están mirando y animando a John otra
vez.
Hurgo en mi cinturón de armas, palpo en busca de la colección de cuchillos

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que llevo ahí. Schuyler ya se ha recuperado, viene a por mí otra vez. Antes de
que pueda pensarlo dos veces, saco un cuchillo, apunto y se lo lanzo directo al
pecho.
Schuyler contiene un aliento inexistente, una sombra de oscuridad le cruza
la cara. La sonrisita de suficiencia que llevaba antes se vuelve ahora
amenazadora, y entonces la veo: esa mirada fiera y salvaje que se les pone a los
retornados en el fragor de la batalla, cuando sienten sangre cerca. El instinto
que les invade cuando regresan de la muerte, el que quiere poner a los otros en
su lugar.
Schuyler se arranca el cuchillo del pecho, lo tira a un lado. Y entonces está
sobre mí, me abofetea la cara, fuerte; la fuerza del golpe hace que el mundo se
oscurezca por los bordes de mi visión. Echo una pierna hacia atrás y la estampo
contra su rótula. La oigo crujir y Schuyler gime y cae al suelo como un fardo,
su hermoso rostro retorcido de dolor. Intenta atraparme mientras cae. Me aparto
de un salto, pero no soy lo bastante rápida. Me coge un pie con la mano y tira
fuerte, caigo a la arena con un ruido sordo.
Se pone de pie, me da una patada en las costillas. Me retuerzo y esquivo su
segundo intento; no tengo tanta suerte con el tercero. Su pesada bota negra me
da de lleno en el estómago. La fuerza del impacto me arranca todo el aire de los
pulmones y me lanza por los aires. Caigo rodando sobre la arena hasta que por
fin me detengo, tirada de espaldas, los brazos y las piernas explayados en todas
direcciones, los ojos cerrados contra mi voluntad. Siento un retumbar de pies
por el suelo. Schuyler, viene a por mí otra vez. Necesito moverme, tengo que
moverme.
Pero cuando abro el ojo una rendija veo que no es Schuyler. Es John.
Arremete contra Schuyler con la misma fuerza que Schuyler usó conmigo,
tirándole al suelo. John se aparta un poco y le da un puñetazo en la cara, dos,
luego incrusta el pulgar en el punto del pecho de Schuyler en el que le apuñalé
con el cuchillo. Schuyler agarra a John de la pechera de la camisa y se lo quita
de encima de un empujón, o eso intenta. John se suelta de su agarre, luego coge
impulso y le da un rodillazo en el estómago.
Maldición, John. Está a punto de dar al traste con todo lo que estaba

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intentando conseguir y posiblemente lo esté empeorando.
—¡John! ¡Schuyler! —Me tiro encima de ambos—. ¡Parad! —Caemos
rodando los tres juntos, en un amasijo de brazos y piernas y obscenidades.
—¡Elizabeth, quítate de ahí! —John me agarra del brazo y me aparta de un
empujón. Me abalanzo sobre él de nuevo, esta vez envuelvo los brazos
alrededor de su cuello, tiro de él para que quede sobre mí, le obligo a mirarme.
Su cara está a escasos centímetros de la mía, está jadeando, sus oscuros rizos
están pegados a su cara por el sudor. Me mira fijamente, una mirada tan intensa
que por un instante olvido lo que le iba a decir.
Entonces alguien me lo quita de encima, sin ningún miramiento. Antes de
que pueda registrar lo que está sucediendo, alguien me levanta igual de
bruscamente.
—Moveos. —Son Peter y Nicholas—. Ahora.
Peter, agarrado todavía a mi brazo, me da un pequeño empujón. Nicholas
sujeta a John y, juntos, nos conducen a empellones por la hierba como
colegiales castigados. Schuyler y Fifer nos siguen de cerca. Echo un vistazo por
encima del hombro y, para mi horror, veo a una multitud de gente detrás de
nosotros, contemplando el espectáculo. No una docena, ni dos, ni siquiera tres.
No, esta multitud alcanza las centenas.
Quería una distracción y en lugar de eso he causado una atracción.
Caminamos penosamente a través de la pradera, alejándonos de las tiendas
de campaña, lejos del ruido y del humo y del bullicio y del gentío. Cruzamos un
bosquecillo hasta llegar a una amplia extensión de terreno llano y herboso que
da paso a un largo camino bordeado de tejos que lleva directo al gran patio
interior de Rochester Hall.
Si estuviera menos enfadada, menos preocupada, quizás fuera capaz de
apreciar la belleza del lugar. Los jardines cuidadosamente diseñados, las
fuentes, las estatuas de mármol, las paredes cubiertas de enredadera y decoradas
con vidrieras de colores que centellean a la luz del sol. Pero tal y como están las
cosas, todo lo que puedo hacer es mirar a John. Hace largo rato que se ha
quitado de encima la mano de Nicholas, su cara furibunda mientras camina
airado por delante de nosotros, sin mirarnos y sin hablar con nadie.

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—A la salita. ¿Te parece, John? ¿En el ala oeste? —dice Nicholas—. Allí
tendremos privacidad.
John no contesta, pero nos guía a través de uno de los doce arcos hacia un
pasillo exterior que lleva hasta una puerta de madera cerrada pero aun así
custodiada. El guardia ve a John acercarse y se aparta de inmediato para dejarle
pasar. Varios giros por un pasillo nos conducen a una acogedora habitación con
vistas al patio por el que acabamos de cruzar.
Nicholas llama a una de las doncellas que se afana por la sala y le hace un
gesto para que se acerque. Mira a John expectante.
—¿Qué? —John levanta los brazos exasperado—. Por el amor de Dios,
¿qué quiere de mí ahora?
—Hierbas —responde Nicholas, con voz amable, mirándole directamente a
los ojos—. ¿Para Elizabeth? Para sus heridas. ¿Qué necesitas?
John me mira de arriba abajo, sin prestar mucha atención, luego se vuelva
hacia la doncella.
—Árnica para las contusiones. Caléndula o camomila para la inflamación.
Agua. Un bol frío, el otro caliente. Trapos limpios. —Una pausa—. Traiga
también algo de pasiflora, si tiene. Eso debería ayudar a calmarla.
—¡No necesito calmarme! —grito.
Los demás me miran.
—Entonces, ¿por qué demonios hiciste eso? Pelearte con Schuyler. ¿Te has
vuelto loca? —John agita una mano con impaciencia—. ¡Mírate! Tu cara. Por
todos los diablos. ¿Cómo narices piensas ocultar eso? Ni siquiera importa.
Podría haberte matado.
—No la hubiera matado —dice Schuyler al mismo tiempo que yo digo:
—No me hubiera matado. Lo tenía todo bajo control —continúo—.
Estábamos solo… practicando. —Reprimo el impulso de llevarme una mano al
ojo que se me está hinchando a gran velocidad.
—¿Por qué, Elizabeth? —La voz sosegada de Peter marca un gran contraste
con la ira de John—. No estás preparada. No para un enfrentamiento como ese.
Un duelo de espadas lo hubieras defendido bien, y ya tenía a Fitzroy dispuesto a
apostar por ti en el tiro al arco. Algo que no implicara combatir. No tenías que

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hacer esto.
—Ha sido por Gareth. —Echo un rápido vistazo a la puerta de la salita para
asegurarme de que está cerrada—. Estaba viendo cómo peleabas, John. Chime
también. Y Fitzroy. Podían ver lo bueno que eras.
—¿Y qué? —espeta John—. Vale, estaba peleando bien. ¿Y eso qué
importa? No tiene nada que ver contigo.
A mi lado, Fifer deja escapar un pequeño quejido de protesta.
—Tiene todo que ver con ella.
—Maldita sea. —John camina arriba y abajo, se pasa las manos por el pelo.
Lleva la camisa por fuera del pantalón y tiene la parte delantera desgarrada, los
pantalones cubiertos de arena y sangre; no la suya, la mía—. Si vosotras dos no
cerráis de una vez la boca acerca de ese estigma…
—John. —La voz de Peter es firme—. Ya basta.
—Bueno, pues no quiero oír ni una palabra más sobre el asunto —replica
John cortante—. El estigma es mío. Tú me lo diste. —Me dedica una mirada,
no una de gratitud o afecto, sino una de ira y de derecho a la propiedad—. Si lo
quieres de vuelta, es igual que desear que hubiera muerto. ¿Es eso lo que estás
diciendo?
La forma en que me está manipulando en esta conversación,
arrinconándome para obtener la respuesta que quiere, me resulta familiar. Es la
forma en que Caleb solía hablar conmigo.
—No —contesto, y deseo con toda el alma que estuviéramos teniendo esta
conversación en privado—. No estoy diciendo eso, por supuesto que no…
—¡Entonces deja de intentar protegerme! —grita John—. Actúas como si
necesitara que vinieras corriendo a salvarme a cada ocasión. Y no. No te
necesito.
Siento como si me hubieran dado un puñetazo en la tripa. Se me seca la
boca y se me llena el rostro del calor de la vergüenza y la humillación, de que
haya testigos de ello. Lo intento una vez más, una última vez.
—Tú no sabes lo que significa tenerlo —le explico—. Yo conozco la
sensación de fuerza que transmite, sé que te sientes invencible. Pero no lo eres.
—Me quedo callada, midiendo cada palabra explosiva como si fuera pólvora—.

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Nunca me arrepiento de haberte dado el estigma, ya te lo dije. También te dije
que el estigma hay que ganárselo. Lo que no te dije es lo que te hace a ti el
ganarlo. —Soy consciente de que mi voz resuena con eco por la habitación, de
los ojos de todos fijos en mí—. Te quita tu compasión. Tu humanidad. Te
quitará todo lo que te hace un curandero. Todo lo que te hace ser quién eres.
John se encoge de hombros.
—Y yo te dije a ti que ahora las cosas son diferentes. En cuanto a mi
compasión, no tengo ninguna. No por Blackwell. Matarle no tiene nada que ver
con la humanidad, tiene que ver con la venganza. Y ni loco voy a dejar que tú o
ningún otro me impida obtenerla. —Gira sobre los talones, abre la puerta de un
empujón y sale al pasillo, con Peter pisándole los talones.
—No lo dice en serio. —Fifer me mira, su cara cérea por el horror—. Solo
está enfadado. Necesita tiempo para tranquilizarse. Iré a hablar con él; quizás a
mí me escuche. —Incluso yo puedo oír la incertidumbre en su voz. Me dedica
una débil sonrisa antes de salir por la puerta en pos de John y Peter. Schuyler se
va con ella y me quedo sola con Nicholas.
—¿Qué le está pasando? —Me hundo en una mullida silla dorada y dejo
caer la cabeza entre las manos—. No entiendo lo que le está pasando.
—La magia de Blackwell se está apoderando de él —contesta Nicholas—.
La magia de John, la magia con la que nació, su don, no puede existir en el
mismo plano que la de Blackwell. El estigma simplemente es demasiado
potente y el equilibrio que requiere la magia no puede mantenerse. —Se
acomoda en una silla a mi lado, como si eso fuera a suavizar las palabras que
vienen a continuación—. Está destruyendo la magia de John.
—Entonces transfiera el estigma de vuelta a mi cuerpo. —Levanto la cabeza
de golpe. No sé por qué no se me había ocurrido esto antes, pero ahora estoy
desesperada—. Su magia ya lo hizo una vez antes, puede hacerlo otra vez.
Devuélvamelo.
—No puedo hacer eso —me dice Nicholas—. En primer lugar, John no lo
permitiría. Quitárselo a la fuerza sería lo mismo que hizo Blackwell al quitarles
la magia a todos esos otros magos sin su consentimiento. Incluso si pudiera —
añade, por encima de mis objeciones—, no funcionaría como nos gustaría.

*R3N3*
Ahora la magia de Blackwell está demasiado enredada con la de John. No hay
forma de separarlas.
—¿Y qué pasa si mato a Blackwell? Si está muerto, si la fuente de la magia
del estigma desaparece, ¿desaparecerá de John?
Nicholas sacude la cabeza.
—La magia del estigma no está vinculada a la fuente, del modo que mi
maldición estaba vinculada a la Tabla Decimotercera. Si el estigma funcionara
del mismo modo, dependería de esa fuente. Lo que significaría que si la bruja o
el mago que había renunciado a su poder muriera, el cazador de brujas perdería
su poder. Sabes tan bien como yo que Blackwell nunca permitiría que sus
maquinaciones dependieran de la suerte de otros.
Vuelvo a dejar caer la cabeza ente las manos. El único ruido que se oye en
la salita es el péndulo de un reloj en alguna parte, contando los segundos.
—En cualquier caso tengo que matarle. —Pronuncio las palabras no con ira
o desesperación, sino con una calma premeditada—. Y tengo que hacerlo antes
de que John cumpla su amenaza de hacerlo él mismo y consiga que le maten en
el intento.
—No estás preparada para enfrentarte a él.
—¡Una mierda que no! —Pierdo del todo la compostura, la recupero de
nuevo—. Yo creo que es él el que no está preparado para enfrentarse a nosotros.
¿Por qué los caballeros, por qué los arqueros, por qué este espía? Si tan
desesperadamente necesita el estigma, ¿por qué no viene a buscarlo él mismo?
—¿Has visto alguna vez a Blackwell hacer algo cuando podía enviar a otros
a hacerlo por él?
—No —admito.
—Que Blackwell no esté aquí en persona no demuestra que no esté
preparado —dice Nicholas—. Nuestras fuentes confirman que está reuniendo
tropas en Eastleigh y Spellthorne, Portsmouth y Somerset, y, por supuesto, en
su propio condado de Blackwell.
—Esos son todos los condados del sur —susurro.
—Sí —confirma Nicholas—. Se está moviendo con gran rapidez, incluso en
invierno, especialmente en invierno. Está más que preparado para enfrentarse a

*R3N3*
nosotros.
—Entonces, razón de más para que le detenga antes de que llegue aquí —
insisto—. Me tiene que ayudar a hacerlo, no me importa de qué modo.
Hechíceme, maldígame, deme un ejército, o simplemente deme su bendición.
Pero deme algo. Deme… —Me callo cuando se me ocurre; no me puedo creer
que no se me haya ocurrido antes—. Deme el Azoth. Herí a Blackwell con él
una vez, esta vez puedo acabar el trabajo. Me puedo colar en Ravenscourt,
puedo matarle mientras duerme…
—No lo harás —me corta Nicholas, severo como el padre al que apenas
recuerdo—. El Azoth es una magia superior a ti, superior a mí; es incluso
superior al estigma. Si lo utilizaras, te maldeciría. Se apoderaría de ti, te quitaría
hasta el último ápice de tu fuerza, hasta que no quedara nada.
—Creí que había dicho que yo no tenía ningún poder —musito.
Nicholas me lanza una mirada cargada de reproche.
—He dicho esto antes en tu juicio, e iba en serio: hay muchas cosas que
puedes hacer para ayudarnos, pero no implican lanzarte a los brazos de la
muerte para conseguirlo. Entiendo que estás acostumbrada a que se espere eso
de ti, pero nosotros no esperamos eso de ti. Yo no lo espero de ti.
—Pero John…
—No puedes ayudarle si no quiere que le ayudes —dice Nicholas. Y luego
se va, su túnica roja ondea tras de él mientras sale de la habitación.
—Una mierda que no —susurro. Mis ojos empiezan ese incómodo y
familiar ardor que siempre parece seguir a esa incómoda y familiar sensación de
dolor.
La doncella vuelve a entrar en la salita con una bandeja de plata llena de las
cosas que le pidió John y la deposita a mi lado. Tres diminutas bolsitas de
hierbas, dos boles de agua, uno caliente, uno frío. No sé lo que hacer con nada
de esto así que no hago nada con ello. Estoy a punto de pedirle que se lo lleve
cuando una dulce voz musical dice:
—Se fue sin curarte.
Levanto la vista para encontrar a Chime de pie en el umbral, observándome.
De cerca, su vestido amarillo es aún más bonito, la falda iridiscente y

*R3N3*
reluciente, el corpiño cuajado de pequeñas perlas. Pero su rostro está
ensombrecido por la preocupación y, bajo ella, el miedo.
Me paso una mano por los ojos.
—Sí.
—Eso no es propio de él.
—No.
—Y no te estás curando por ti misma.
—No —repito, se me quiebra la voz al decirlo.
Con un frufrú de seda y las suaves pisadas de unas bailarinas sobre la
piedra, Chime entra en la salita y cierra la puerta. Se acerca para sentarse en la
silla que hay a mi lado. Con un gesto de la mano, despide a la doncella y señala
la bandeja que reposa entre nosotras.
—Empieza con la caléndula, para la inflamación. Son las flores naranjas.
Tendrás que ponerlas a remojo primero, pero no en el agua caliente. Quemaría
las hojas. Mejor utiliza la fría.
—¿Tú qué sabes de curación? —Desconfío, recuerdo que Fifer me dijo que
la especialidad de Chime eran las pociones de amor.
—No mucho —admite—. Pero a menudo he visto a John trabajar, así que sé
más o menos lo que él haría. Y en cualquier caso, no creo que te pueda dejar
peor de lo que ya estás. —Pretendía ser una broma, lo sé, pero ninguna de las
dos sonreímos.
Se me ocurre, de una manera enfermiza y resignada, que Chime es la única
que se preocupa por John del mismo modo que yo. Ella ve lo diferente que está
ahora. Ni siquiera sabe lo del estigma, pero sabe lo suficiente como para ver
que no es el mismo.
No hay nada que Fitzroy no haría por su hija.
Chime no es mi amiga, ni lo será nunca, pero quizás puede ser algo más que
eso. Algo que, al final, será más valioso. Quizás pueda ser mi aliada.
Nos quedamos ahí sentadas juntas, en la salita, ahora vacía y silenciosa
excepto por el aleteo de las manos de Chime en el agua y el susurro de las
hierbas mientras pone los saquitos a remojo y yo sumerjo y escurro trapos,
sujetándolos sobre mi ojo, mi mejilla, mi nariz.

*R3N3*
Y se lo cuento todo.

*R3N3*
ESTA NOCHE, como ha hecho todas las noches en la semana que llevo
aquí, la campana de hierro del pabellón que hace de cantina suena tres veces
para anunciar la cena.
Es una experiencia diferente, vivir y entrenar en Rochester, que la que viví
en Greenwich Tower. Allí, teníamos nuestras propias habitaciones. Camas
calientes, reconfortantes chimeneas, fragantes juncos en el suelo, sábanas con
olor a lavanda cambiadas a diario. Comíamos de manera formal: comidas de
cinco, incluso seis, platos en bandejas de plata, con vajillas de peltre, vino en
copas de cristal. Hacíamos alarde de nuestros modales a la mesa, parte de
nuestra educación y un requisito que nos era impuesto en todas las comidas;
uno que todos cumplíamos a menos que quisiéramos sufrir la deshonra de que
nos obligaran a comer en la cocina con los sirvientes de menor rango.
Aquí en Rochester, nos sentamos en mesas abarrotadas, comemos en
bandejas de madera, a menudo sin platos siquiera. Nada de copas, tampoco;
bebemos de botas compartidas. La cena no es codorniz, ni cordero asado, ni
siquiera pollo. Son gachas y alubias, repollo y nabos, pan y queso. Una vez a la
semana, los domingos, nos sirven carne, lo que sea que hayan capturado y
matado en los campos aledaños. No es a lo que estoy acostumbrada, pero no le
saco faltas. Alimentar a un millar de personas no es moco de pavo, incluso con
la flota de voluntarios y sirvientes que Fitzroy tiene a su disposición. No solo
eso, estas provisiones tienen que durar hasta quién sabe cuándo y ser suficientes
para varios miles de personas más.
Estoy hurgando en mi guiso de cebada y cebolla con un duro chusco de pan
de mijo cuando aparece John, rodeado de un grupo de chicos con uniforme. Se
apretujan alrededor de mí, y enfrente, todos ellos sucios y sudorosos por la
enésima pelea de entrenamiento. Los conozco de vista, pero no por el nombre:
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chicos altos, de complexión fuerte, atractivos, de la edad de John
aproximadamente, sonrientes y confiados. Algunas de las chicas los observan
desde el otro extremo de la mesa, cómo se instalan y empiezan a coger sus
bandejas y engullen pan y estofado como si fueran una exquisitez.
John se instala a mi lado y hace un gesto hacia los chicos que han llegado
con él.
—Elizabeth, estos son Seb, Tobey y Ellis. —Los chicos me miran
apreciativos. Uno de ellos me guiña un ojo—. Y este es Bram. —Señala al
chico que tengo enfrente. Pelo oscuro, ojos oscuros, una nariz torcida que
parece que se haya roto varias veces—. Su padre es uno de los tenientes de
Fitzroy.
—Me acuerdo de ti. —Bram me mira por encima de la mesa—. De la
Noche de Invierno. ¿Te acuerdas? Te di la enhorabuena por vuestra boda, la
tuya con John.
No digo nada, pero los otros chicos se ríen y le toman el pelo a John. Le
acusan de ser un calzonazos, de estar pillado, de tener que cargar con una
mujer.
—No me voy a casar —aclara John—. Nunca iba a hacerlo. Fue solo una
broma. —El tono de su voz, el desdén que hay en ella, hace que se me cierre la
garganta y me ardan las mejillas. Bajo la vista al plato, el poco apetito que tenía
ha desaparecido por completo.
La forma en que John me ha tratado esta última semana, desde el incidente
en la salita, me está minando. Siempre está rodeado de estos chicos, siempre
peleando. Ya no viene a buscarme, no como hacía antes. Si acaso, me está
evitando. Ayer por la noche mismo, le vi con su nuevo grupo de amigos, Chime
entre ellos. Él también me vio. Sé que lo hizo. Pero no me invitó a unirme a
ellos y yo no me acerqué. Simplemente seguí caminando.
—Vale —dice Bram—, pero broma o no, me gustó hablar contigo de todas
formas. Recuerdo tu vestido, el blanco con las flores. Era muy bonito.
Levanto la vista y la sonrisa que me regala hace que se me caiga el alma a
los pies y que me sienta aún peor. Me compadece, y que se compadezcan de ti
es la peor de las humillaciones. Pero me quedo callada. Es un truco que aprendí

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durante mi entrenamiento. Si me hago tan invisible como sea posible, puede
que el peligro simplemente pase por mi lado.
John y sus amigos continúan comiendo, devoran todo lo que tienen delante.
Seb, un chico alto con pelo rojizo y una sonrisa desagradable, saca una petaca
del interior de su chaqueta y le quita el corcho. El penetrante aroma del whisky
flota por encima de la mesa. Se la pasa a sus amigos y cuando llega a John, este
da un trago enorme. Abro la boca para recordarle que él no bebe, al menos no
mientras está curando. Luego recuerdo que no está curando en absoluto y la
cierro.
—No estás comiendo —me dice John después de un rato, dándome un
empujoncito con el hombro. No son más que las cuatro de la tarde, pero el sol
ya está escondiéndose por el horizonte, pintando la explanada de rojo. Los
cortos y gélidos días de invierno se han apoderado del lugar, a pesar del calor
del millar de hogueras (algunas reales y hechas con troncos, otras mágicas y
con llamas que brotan de la nada) que calientan el campamento.
—Supongo que no tengo hambre. —Espero, con la inútil esperanza de que
me diga que debería comer. Que necesito comer para conservar las fuerzas, o
para evitar enfermar, o para mantenerme sana. En lugar de eso, dice:
—¿Entonces no te importa si me como el resto? —Desliza mi plato hacia su
sitio sin esperar mi respuesta—. Luchar me da tanta hambre. Parece que nunca
haya suficiente comida. —Una pausa—. Quizás deberías entrenar más. Puede
que comieras más si lo hicieras.
Con un gran revuelo, los chicos se ponen de pie, amarran sus armas, se
echan las capas por los hombros, cogen pedazos de pan de última hora de la
mesa. John se termina mi comida y se gira hacia mí.
—Vamos a las lizas de justas, a ver si podemos apuntarnos a las últimas
peleas del día. Esos piratas, tienen más dinero que cerebro. Se puede hacer una
fortuna con ellos y apenas sin esfuerzo. —Sacude la cabeza—. Serán idiotas.
Los otros chicos le ríen la gracia. Me pregunto lo que diría Peter si oyera a
John hablar así de sus amigos.
—No creo que quieras venir, ¿verdad?
Sus palabras, son tan parecidas a las que Caleb utilizaba para deshacerse de

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mí, la forma en que me invitaba a hacer cosas solo por costumbre, no por deseo.
Me hace el mismo efecto que una bofetada.
Niego con la cabeza.
—Tú misma. —John se desenreda del banco y entonces es cuando los veo.
Un puñado de hombres se abre paso por los estrechos pasillos que quedan entre
las mesas. No la Vigilia, pero miembros de la guardia en cualquier caso. Capas
negras, picas plateadas, el emblema rojo y naranja de los Reformistas, testarudo
sobre sus solapas. Puede que no haya Perseguidores, ya no; Blackwell los
suprimió, pero todavía quedan infractores de la ley que perseguir.
La gente que hay a nuestro alrededor se aparta para dejarlos pasar, siguen
sus pasos con miradas de perplejidad. Los hombres se detienen delante de mí,
pero sé que no vienen a por mí.
—John Raleigh —dice uno de ellos.
—¿Sí? —John baja la vista hacia el guardia, mide casi medio palmo más
que él—. ¿Qué queréis?
—Por orden del consejo, hemos venido a detenerte por posesión de
materiales prohibidos en el distrito de HarrowOnTheHill.
John abre la boca, luego la cierra de golpe, un músculo se crispa en su
mandíbula.
—¿Qué materiales? —El chico llamado Tobey se coloca al lado de John.
Desliza la mano hasta la cadera, donde lleva la espada envainada, un gesto
agresivo.
—Déjalo, hijo —le dice el guardia—. Solo empeorarás las cosas.
Otro guardia extrae una hoja de pergamino de su capa, la desdobla y
empieza a leerla. El gesto me resulta tan familiar, tan parecido a lo que yo hacía
con todos aquellos magos y brujas que detuve hace no tanto tiempo, que
empiezo a temblar.
—Acónito, un conocido agente paralizante —empieza el hombre—.
Belladona, que causa convulsiones. Mandrágora, que detiene la respiración.
Dedalera, también llamada campanillas de muerto, que causa temblores,
convulsiones, delirio y muerte.
Tobey se gira hacia el chico pelirrojo, Seb.

*R3N3*
—Ve a buscar al padre de John. Peter Raleigh. Está en las lizas de justas
con los demás piratas. Ahora.
Seb se aparta de la mesa y desaparece entre la multitud. A mi lado, John
palidece; de hecho, puedo ver cómo desaparece la sangre de su rostro. Y
despacio, lentamente, se vuelve hacia mí.
—Tú —me dice, la incredulidad patente incluso en su voz queda—. Tú las
encontraste, ¿verdad? En mi habitación. Y se lo dijiste. —Entonces barre la
mesa de un manotazo, lanza bandejas y botas por los aires. Las personas que
nos rodean se han sumido en un silencio tal que casi puedo oír los latidos de mi
propio corazón, desbocados en mi pecho.
Quisiera poder negarlo, pero no puedo. Cada palabra que ha dicho es
verdad. Se lo conté a Chime e hice un trato con su padre; y ahora John va a ser
detenido con cargos y le van a meter en la cárcel. Y ahí se va a quedar. No irá a
la guerra, no luchará, no intentará matar a Blackwell, no se verá obligado a
renunciar a su estigma y morir en el intento.
Estará a salvo. Y me odiará.
Esa era la otra parte, nunca dicha, del trato.
John y yo seguimos mirándonos fijamente, él furioso y traicionado, yo
apesadumbrada y dolida, mientras el guardia continúa leyendo los cargos.
—De acuerdo con las leyes de Harrow, la posesión de cualquiera de esos
materiales conlleva un castigo forzoso de un año de prisión.
Se produce un pequeño revuelo y un murmullo colectivo cuando aparece
Peter, abriéndose paso a empujones entre las mesas del pabellón.
—¡Vamos a ver! —Se interpone entre John y los guardias—. No podéis
detener a mi hijo. Es curandero. Las cosas que tenía, las utilizaba para curar, no
para hacer daño. Encerrarle durante un año…
—Cuatro años —le corrige el guardia—. Tenía cuatro venenos, de acuerdo
con las reglas del consejo, eso supone una pena de cuatro años.
Coge a John del brazo; John lo aparta de un tirón. Se gira hacia mí, la furia
hace que sus ojos avellana parezcan casi negros. No es la misma mirada que me
lanzó cuando estaba tumbada ante él sobre la mesa, hace todos esos meses,
herida y sangrando, cuando se enteró de que era cazadora de brujas, cuando

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tomó la decisión de salvarme o dejarme morir. No, no es la misma.
La mirada que me lanza ahora es peor.
—No podéis hacer esto. —Peter se abalanza sobre el guardia y con un golpe
de muñeca le desarma en un instante. Apunta con la espada a su pecho—. No os
llevaréis a mi hijo.
—A menos que quiera verse encerrado en una celda de Hexham a su lado,
bajará su arma —le dice el guardia.
—Es tu arma, idiota —masculla Peter.
—Debemos escoltar al Sr. Raleigh a la prisión de Hexham, donde recibirá
oficialmente su condena y tendrá la oportunidad de presentar sus alegaciones, si
lo desea.
—Pues claro que presentará alegaciones —gruñe Peter—. Y me atrevo a
decir que vosotros tendréis que presentar las vuestras antes de que todo esto
haya terminado.
—Padre. —John se vuelve hacia él—. Vamos. Cuanto antes lleguemos,
antes estaré de vuelta. Todo esto es una equivocación. —Me echa una última
mirada—. Solo una equivocación.
Los guardias agarran a John de nuevo, esta vez les deja. Le plantan unas
esposas de hierro alrededor de las muñecas y le escoltan fuera de la cantina y a
través de la explanada; Peter va pisándoles los talones. Los amigos de John, las
chicas del extremo de la mesa, todos los que están en el pabellón, le siguen con
la mirada. Y cuando John se pierde de vista, todos se vuelven hacia mí, algunos
enfadados, otros confusos, otros con brillantes ojos avariciosos, como si el
escándalo recién presenciado fuera su postre, por desgracia inexistente.
Cojo mi bandeja y la de John. Recorro el pasillo y paso entre la gente que
no se aparta de mi camino, que me obliga a abrirme camino a empujones para
poder empujarme ellos a su vez, vagamente amenazadores.
A la entrada, echo un vistazo por encima del hombro, solo uno, y la veo.
Chime. Está rodeada de sus amigas, ahora alteradas, susurran y lanzan
exclamaciones ahogadas y esbozan sonrisas mal disimuladas. Pero la cara de
Chime no muestra felicidad alguna y, a diferencia de la de Bram, no es
compasiva. Me sostiene la mirada y, por un instante, estamos unidas en nuestra

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tristeza compartida.
Salgo de la cantina y me dirijo al pabellón colindante, la cocina, donde un
grupo de mujeres está reunido alrededor de cubas de agua, fregando. Dejo caer
las bandejas en el montón que tienen a los pies y cruzo la explanada. No sé a
dónde voy, realmente no, pero me encuentro caminando deprisa hacia el
sendero de tejos, envuelta por la creciente oscuridad del cielo, subo hasta
Rochester Hall, desandando los pasos que di hace una semana, cuando seguí a
John hasta la salita familiar.
Aunque no voy ahí, no se me permite la entrada en el ala oeste de la casa;
no se le permite a nadie, excepto a los miembros del consejo y a los amigos y
familiares de Fitzroy; y a John, por supuesto. Pero Fitzroy abrió el ala este y
unas pocas de sus muchas salas para el campamento: la biblioteca, la sala de
música, la capilla, el salón de baile. La biblioteca y la capilla se usan mucho; la
sala de música y el salón de baile, no.
El guardia apostado ante una de las puertas que conducen al interior me deja
pasar. Como el resto de Rochester, el ala este es preciosa, aunque un poco
hortera. Paredes cubiertas de brocado amarillo chillón. Suelo de baldosas
blancas y negras cubiertas por una inmensa alfombra azul marino y roja.
Lámparas de araña doradas, cuajadas de cristalitos, cuelgan de techos
abovedados. Hay incluso armaduras enteras montadas en altas repisas a lo largo
de las paredes.
Paso habitación tras habitación pero no entro en ninguna. Ni en la biblioteca
con sus torres de libros en espiral; ni en el salón de baile cubierto de frescos y
bañado en oro, tan parecido al gran salón de Greenwich Tower en el que tuvo
lugar el baile de máscaras; ni en la sala de música, vacía salvo por una chica y
un chico que se abrazan en un rincón oscuro. Me recuerdan a John y a mí.
La última sala que pruebo es la capilla; la reconozco por la cruz amarilla
grabada en la puerta de cristal tintado. La empujo para abrirla. Suelos de
mármol, bancos de madera de roble, una constelación de estrellas pintada en el
techo sobre un fondo azul medianoche. Un millar de velas, colocadas en
soportes adosados a las paredes, se encienden de pronto, alertadas por mi
presencia.

*R3N3*
Me cuelo en un banco vacío (están todos vacíos) y encojo las piernas,
acerco las rodillas al pecho, paso los brazos alrededor del cuerpo, apoyo la
cabeza. No lloro; parece demasiado insignificante, demasiado egoísta después
de lo que he hecho. Y tenía que hacerlo, pero eso no quiere decir que no lo
sienta y no hace que sea más fácil de soportar.
Entonces oigo un roce, el susurro de una puerta sobre sus bisagras, el suave
sonido de dos pares de pies en el umbral, pero solo una respiración. Ladeo la
cabeza para ver a Fifer ahí de pie, Schuyler detrás de ella.
Se desliza en el banco a mi lado, sin decir nada. No necesita hacerlo, porque
después de un momento se acerca más a mí, me coge de la mano, deja caer la
cabeza sobre mi hombro y suelta un gran suspiro.
Schuyler se sienta al otro lado de mí. Me acaricia la parte de atrás de la
cabeza, muy brevemente, antes de inclinarse hacia delante, con la cabeza gacha,
los antebrazos apoyados en el respaldo del banco que tiene delante.
Nos quedamos ahí sentados, los tres juntos, un silencioso trío de tristeza,
hasta que la última vela se consume y no queda nada más que la oscuridad.

*R3N3*
—HEMOS VENIDO A VER A JOHN RALEIGH.
Fifer y yo estamos delante de la entrada de Hexham. Me ha contado que el
edificio era un establo antes de que lo convirtieran en prisión: largo y bajo y
hecho de piedra, salpicado de ventanas cuadradas y puertas redondeadas. El
único indicio de que en el interior hay delincuentes es el alto muro que lo rodea.
Aun así, no es como Fleet: no está destinado a la tortura, ni es un lugar en el
que retener a la gente hasta que se haga efectiva su sentencia de muerte. Hice
una mueca cuando vi una plataforma en el patio, pero Fifer me ha asegurado
que no es para ejecuciones, sino un remanente de las subastas en las que se
vendían animales a tratantes y comerciantes. Aquí no hay nadie peligroso. La
mayoría de los prisioneros son deudores, algún que otro malhechor o raterillo,
un borracho o dos.
Y un curandero que no hizo nada excepto cometer el terrible error de liarse
con una cazadora de brujas.
El guardia, armado y vestido de negro, con ese emblema Reformista rojo y
naranja bordado sobre el pecho, mira alternativamente de la una a la otra.
—Solo puedo permitir la entrada de los visitantes de uno en uno.
—Ve tú —me insta Fifer—. Te esperaré aquí.
Me da un retortijón de aprensión. El guardia me cachea en busca de armas;
no llevo ninguna. Luego desentierra una llave y abre la verja, el chirrido de las
bisagras resuena con eco por todo el patio. Me conduce adentro, al ancho y
vacío pasillo; la luz entra a raudales a través de las ventanas sin barrotes. Pero
por mucho que se diferencie de Fleet, todavía huele igual: a moho y humedad, a
ira y abandono.
Subimos por un tramo de escaleras, recorremos otro pasillo. A diferencia de
Fleet, aquí no se oye ningún sonido de muerte, ningún cuerpo contusionado y
*R3N3*
apaleado y muriéndose en un rincón. Pero hace frío, varias de las ventanas están
abiertas de par en par, dejando entrar el glacial aire invernal. Y, como la
mayoría de los prisioneros de Hexham cumplen condenas cortas por sus delitos
relativamente menores, Fifer dice que está totalmente vacío.
Totalmente no.
El guardia me guía por el pasillo, celda tras celda, hasta que llegamos a una
al final, la puerta de barrotes cerrada a cal y canto. En el interior, sobre un catre
pegado a la pared, veo a John.
Está sentado de espaldas a la pared, los talones de sus botas descansan sobre
el borde del colchón, los brazos apoyados sobre las rodillas, la cabeza gacha.
Lleva unos pantalones grises y una larga capa gris, la capucha bien calada por
encima de la cabeza para protegerse del gélido frío.
Nos ha oído llegar, ha tenido que hacerlo, reina un silencio sepulcral y no
hay nadie más aparte de nosotros. Aun así, no se molesta en levantar la cabeza.
Ni siquiera cuando el guardia se aclara la garganta, una vez, dos. Al final, el
guardia opta por decir algo:
—Tienes visita.
Al oírlo, John levanta la vista. Aunque no me mira a mí, sino al guardia.
Sigue sin decir nada. El guardia se vuelve a aclarar la garganta.
—Tenéis veinte minutos./John masculla entre dientes algo que no oigo. El
guardia da media vuelta y se aleja, baja por el pasillo y por las escaleras,
desandando el camino de venida, dejándonos solos.
—¿Cómo estás? —pregunto, incómoda.
Un ruido burlón. Esa es su única respuesta.
—Quería verte —prosigo—. Hablar contigo. Y traerte esto. —Abro la bolsa
que llevo colgada del hombro, saco un par de libros: Physika Kai Mystika y
Monas Hieroglyphica. Ambos, textos de alquimia que he tomado prestados de
la biblioteca de Rochester Hall.
—No quiero verte y no quiero hablar contigo. Hiciste que me detuvieran —
dice John—. No te molestes en decir que no fuiste tú. Hurgaste entre mis cosas
en mi cuarto y viste los venenos, y me delataste. Fuiste tú.
—Sí —confieso—. Sí, hice que te detuvieran. Pero lo hice para ayudarte. Sé

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que ahora no lo ves así, pero solo quiero ayudarte.
Suelta una obscenidad, luego otra.
—Los libros, creo que ellos también te pueden ayudar —continúo—. A
recordar tu magia, la magia con la que naciste. Tu don. —Empleo las palabras
de Nicholas no para manipularle, sino para recordárselo—. Ahora no eres tú
mismo. Sé que tampoco ves eso, pero nosotros sí. Tu padre. Fifer. Schuyler.
Incluso Chime. —John frunce un poco el ceño al oír ese nombre—. Este no es
el John que yo conozco.
—Tú no me conoces —se defiende—. No me conoces en absoluto.
—Eso no es verdad. —Me inclino hacia delante, apoyo la frente en los
barrotes—. Sí te conozco. Al menos, te conocía.
Pienso en el montón de notas que me escribió. Las tengo conmigo, todas y
cada una, guardadas con cuidado en mi bolsa. Notas que he leído y releído un
centenar de veces, para obtener el consuelo que necesitaba cuando él ya no
estaba ahí para dármelo, y para demostrarme a mí misma que lo que teníamos
no era solo producto de mi imaginación.
—La magia dé Blackwell. El estigma. Ahora es parte de ti. —Le cuento lo
que me explicó Nicholas—. Se apoderará de ti, si la dejas. Ya se está
apoderando de ti. —Aprieto los barrotes para mantenerme firme—. Pero quiero
que luches contra esa magia, contra él. Quiero que utilices el tiempo aquí dentro
para intentar recordar quién eres.
En ese momento, John cruza la celda hecho una furia, tan deprisa que no me
da tiempo a reaccionar. Saca los brazos entre los barrotes y me agarra por las
muñecas, las aprieta con fuerza.
—¿Sabes lo que has hecho? —Me sacude un poco—. ¿Tienes alguna idea
de lo que has hecho?
—¡Sí! —Intento apartarme pero me sujeta demasiado fuerte—. Sé
exactamente lo que he hecho. He impedido que te hagan daño. He impedido
que tú hagas daño a otros. He impedido que otras personas se enteren de tu
secreto y que descubran el mío. Te he salvado la vida, otra vez, solo que estás
demasiado intoxicado como para verlo.
—No tienes derecho a hacer eso —me grita de vuelta—. ¿No lo entiendes?

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No eres mi madre. No eres mi hermana. Y desde luego que no eres mi amiga.
—Entorna los ojos hasta que no son más que unas finas ranuras duras y crueles
—. Tú no tienes ningún derecho a decidir lo que me ocurre.
Cierro los ojos, solo por un momento. Intento recordar su aliento sobre mi
mejilla, sus labios sobre los míos, el calor y el amor que una vez sintió por mí.
Pero incluso esos recuerdos se van desvaneciendo, insustanciales como un
fantasma.
—No eres quien creía que eras —continúa—. La chica que creía conocer,
ella se hubiera alegrado por mí. Me hubiera ayudado a luchar. No me hubiese
encerrado en una jaula como si fuera un animal que ella intentara amaestrar.
Eso no es lo que he hecho, quiero decir. Solo que no lo hago, porque es
exactamente lo que he hecho.
—Lo hice porque me preocupo por ti —le digo en cambio. Es más que eso,
tantísimo más. Pero las palabras que deberían ser dichas en privado, en susurros
y envueltas en amor, no pertenecen a este lugar.
—Les pasan cosas curiosas a las personas de las que dices preocuparte —
dice, las palabras crueles y agudas y afiladas—. Te preocupabas por Caleb y
aun así le mataste. Supongo que he tenido suerte, ¿no?
Doy un respingo y me aparto de él bruscamente, me encojo como si me
hubiera pegado. Él no intenta retenerme.
—¿Cómo te atreves a echarme a Caleb en cara? —pregunto, mi asombro se
convierte rápidamente en ira—. Tú sabes lo que sucedió aquella noche. Estabas
ahí. Sabes que no tenía intención de matarle.
John se encoge de hombros, le trae sin cuidado lo que digo.
—Hiciste que me encerraran aquí sin ningún motivo. Has perdido el
derecho a indignarte. Y ahora, quiero que salgas de aquí. Cuanto antes te vayas,
antes podré dejar todo esto atrás. Fuese lo que fuese. —Arremete contra la
puerta una y otra vez, me siento impotente. Pero él no para de golpear los
barrotes con la palma de la mano.
—¡Guardia!
El hombre llega deprisa, demasiado deprisa. Sin duda ha estado
remoloneando cerca de las escaleras, escuchando todas nuestras palabras.

*R3N3*
—Sáquela de aquí. Y asegúrese de que no vuelva jamás. —Me da la
espalda.
—John —empiezo, pero luego me callo. No suplicaré. No le obligaré a
retirar las palabras que me ha dicho. No haré que se dé la vuelta y me diga que
no quería decir todo aquello. Te quiero, le digo. Solo que sale por mi boca
como:
—Adiós.

Fifer me espera a la entrada. Camina inquieta arriba y abajo, mordiéndose


las uñas. Al oír el ruido de la llave en la cerradura se detiene a media zancada y
viene corriendo.
—¿Cómo ha ido? —Le lanza al guardia una mirada asesina antes de
cogerme del brazo y arrastrarme a través del patio vacío de Hexham, hacia la
verja de salida.
—Me dijo que me fuera —le cuento—. Dijo que no quería volver a verme
jamás. —Se me quiebra la voz cuando sus palabras, su realidad y su
irreversibilidad, se me graban en el alma.
—Elizabeth…
—No —la interrumpo—. No me digas que no es él mismo. Lo es. Esto es
quien es ahora.
—Eso es lo que te iba a decir —contesta Fifer—. Pero mejor así y vivo que
de cualquier otra forma y muerto.
Salimos por la verja abierta de la prisión y tomamos la estrecha carretera de
tierra que lleva al norte, hacia Gallion’s Reach, luego a Whetstone y, más allá, a
Rochester. Es una zona desolada, nada más que campos helados decorados con
grupúsculos de árboles desnudos, vallas y alguna que otra granja solitaria, cuyas
chimeneas escupen espesas volutas erráticas de humo como si fueran señales de
auxilio.
*R3N3*
A poco más de un kilómetro veo a un grupo de media docena de hombres,
de pie a unos cien metros de la carretera. Son miembros de la Vigilia,
reconozco sus capas grises, ese agresivo triángulo naranja en la solapa; aunque
no consigo distinguir quiénes son, no desde tan lejos. Pero sí veo que están
teniendo problemas con lo que parecen unos prisioneros que han capturado.
Dos hombres de gris sujetan a un tercer hombre de negro. Por la forma en
que cuelga su cabeza, inerte, y arrastran sus pies por el suelo, parece
inconsciente, posiblemente muerto. Otros dos hombres de gris están
forcejeando con otro hombre de negro. No está inconsciente, pero va en buen
camino de estarlo: se tropieza, cae de rodillas, se levanta, vuelve a tropezar. Los
gritos y palabrotas de los hombres cortan a través del aire inmóvil y gélido.
Fifer y yo intercambiamos una rápida mirada.
—Más hombres de Blackwell —comenta Fifer—. Y mira. ¿Ese es Peter? —
Señala a un hombre de pelo oscuro y rizado vestido de gris, arrastra por el
campo al cautivo que aún está consciente.
—Sí. —Me aparto del camino para internarme en la hierba y me dirijo hacia
ellos.
—Espera. —Fifer me agarra de la manga—. No creo que debamos ir ahí.
Podría ser peligroso.
Me la quito de encima y no contesto. Estoy demasiado ocupada observando
al hombre que sujeta Peter. Lleva esposas alrededor de las muñecas y los
tobillos, y le han dado una paliza, una paliza gorda. Sus movimientos son
espasmódicos, erráticos, y cuando cae de rodillas otra vez, emite un quejido
sordo y tose una bocanada de sangre.
Es uno de los hombres de Blackwell, eso está claro. Lo sé por su capa
negra, tan familiar, y por el emblema de la parte delantera: esa maldita rosa
roja, estrangulada por su tallo y atravesada por una espada de mango verde.
Pero hay algo más que también me resulta familiar. La forma en que se mueve
el sonido de su voz, el modo en que le cae el pelo oscuro por la frente. Algo se
remueve en mi pecho: miedo y un atisbo de reconocimiento.
Peter empuja al hombre al suelo, aterriza con un sordo gemido. Entonces
Peter echa mano de su espada, el silbido de la hoja contra la vaina recorre todo

*R3N3*
el yermo campo. A modo de respuesta, una bandada de pájaros cercana
emprende el vuelo, chillan su retirada hacia el mortecino cielo gris.
Me aparto de Fifer. Avanzo por la hierba helada, más y más deprisa. Peter
agarra un mechón de pelo del hombre y tira hasta ponerle de rodillas; los otros
miembros de la Vigilia le animan y dan su aprobación. Peter coge la espada con
las dos manos, la levanta bien alto por encima de la cabeza. El hombre que está
ante él intenta mantenerse firme, pero incluso desde aquí puedo verle temblar,
su cuerpo oscila como un tallo de trigo al viento.
Es Malcolm. El rey, «ex» rey, de Anglia.
—Peter. —Su nombre sale de mi boca como un susurro ahogado. Lo intento
otra vez, más alto, mis pies golpean el suelo al mismo ritmo del latido de mi
corazón mientras corro por el prado—. ¡Peter, para!
Pero Peter no me oye. Está demasiado absorto en la violencia de lo que está
a punto de hacer, demasiado atrapado por su sed de sangre, demasiado inmerso
en la justicia que está a punto de impartir. Grito su nombre una vez más.
—Elizabeth, no te acerques. —Peter aparta una mano de la espada, la
levanta en mi dirección como advertencia. Los otros hombres me ven correr por
la pradera, Fifer me pisa los talones. Algunos desenvainan sus armas, no se fían
de mí, de lo que voy a hacer.
—¡No lo hagas! —Aúllo. Pero Peter hace caso omiso de mi súplica, da
media vuelta, pone ambas manos en la espada otra vez y se gira hacia Malcolm
de nuevo. Malcolm cierra los ojos.
Peter levanta la espada.
Y dibuja con ella un arco letal.

*R3N3*
SALTO PARA PONERME DELANTE DE PETER, empujo a Malcolm
para quitarle de en medio. Malcolm no se lo espera, deja escapar un gemido y
los dos impactamos contra el suelo helado con un ruido sordo. Siento la hoja
cortar el aire por encima de mi cabeza, el pelo de la nuca se me eriza al sentir lo
cerca que ha pasado.
En alguna parte a mi espalda, Fifer chilla.
Entonces Malcolm dice algo que no consigo descifrar, pero el sonido de su
voz ahogada me trae a la cabeza mil recuerdos y todos llegan como un tsunami,
junto con otras mil sensaciones: el calor de su cuerpo al lado del mío, esbelto y
fuerte. Su olor, una curiosa mezcla de jabón y abetos, ahora teñido del fuerte y
acre olor metálico de la sangre. Su oscuro pelo enmarañado, sus manos, su
cuello y su cara sin afeitar me llenan de repugnancia, como siempre. Pero
también como siempre, desecho esa sensación y me quedo a su lado. Me da
miedo lo que puede ocurrir si no lo hago.
—¡Por Dios y por su madre! —brama Peter—. ¿Qué demonios estás
haciendo?
—No puedes matarle. —Me desenredo de Malcolm y me pongo de pie con
dificultad—. No es quién creéis que es. —Miro a mi alrededor, a los hombres
que se me acercan amenazadores. A Peter que acecha delante de mí, blande su
alfanje como un hacha, preparado para golpear.
Malcolm gira la cabeza hacia mí, lentamente, como si tuviera miedo de que
se percataran del hecho de que sigue unida a su cuerpo. Al final me ve. Al
instante, sus ojos se abren como platos, de un gris pálido, inyectados en sangre
y salvajes.
—Elizabeth. Oh Dios mío, Bess. —Me avergüenza oír el mote que usaba
conmigo, demasiado íntimo para decirlo en voz aita delante de una multitud,
*R3N3*
demasiado íntimo para decirlo, punto—. Realmente eres tú. Oí tu voz, pero
pensé que me la estaba imaginando. —Consigue ponerse de rodillas, primeo
sobre una, luego sobre las dos, y levanta la vista hacia mí—. ¿Qué estás
haciendo aquí?
—Mi señor —digo. El viejo hábito de la deferencia encaja en su lugar con
la suavidad de unas sábanas de seda—. Este no es momento…
—Había oído que escapaste —continúa—, pero tío Thomas no me quería
decir qué había sido de ti. Lo pregunté, exigí saberlo, pero no quiso decírmelo.
—Malcolm sacude la cabeza—. No supe que estabas en la cárcel hasta que ya te
habías fugado. Aun así, nadie me contaba nada. ¡A mí me lo deberían contar
todo!
Malcolm ha empezado a farfullar, una combinación de conmoción, de
miedo y de haber recibido una brutal paliza antes de casi ser ejecutado. Habla
como si no se diera cuenta de que no estamos solos, como si hubiera olvidado
que hay hombres a su alrededor, escuchando cada palabra que dice.
—Mi señor. —Mantengo la voz baja para que nadie más la pueda oír—. Por
favor, dejad de… No sé si nada de lo que dijo era verdad —prosigue—. Acerca
de que eras una bruja. No importa si era verdad. Yo lo hubiera impedido, si lo
hubiera sabido. Lo sabes, ¿verdad? Que no hubiera dejado que nadie te hiciera
daño.
Entonces Malcolm me coge de la mano, enrosca sus dedos alrededor de los
míos antes de llevárselos a los labios. Esta vez no aprieto los dientes y aguanto,
esta vez me aparto bruscamente y esto es lo que por fin capta su atención. Deja
caer mi mano y ve, por fin, a los hombres que nos rodean, con las armas en la
mano, listos para actuar. Eso le devuelve de golpe al presente; la sorpresa y la
comprensión primero colorean su cara, luego la palidecen.
—¿Qué quiere decir todo esto? —Peter se planta delante de mí, sus ojos
oscuros y furiosos—. Elizabeth, ¿•quién es este hombre?
Doy un respingo al darme cuenta: Peter no le reconoce, los miembros de la
Vigilia tampoco. No se han percatado de que el hombre que han capturado, el
hombre al que casi ejecutan, el hombre que está de rodillas delante de ellos, es
el rey, el depuesto rey, de Anglia.

*R3N3*
—Es… —empiezo. Luego me callo, pienso deprisa. ¿Es mejor que no sepan
que es Malcolm? ¿Peor? ¿Se atreverían a matar al rey? ¿O saberlo solo haría
que le mataran más deprisa? Tampoco Malcolm parece saberlo, no se ha
movido, ni un centímetro. Puedo oír su respiración entrecortada, mezclada con
la mía.
Y entonces todo sucede a la velocidad del rayo. El hombre que está al lado
de Peter se lanza hacia delante, me agarra del brazo y me aparta de Malcolm.
Peter levanta la espada de nuevo y estamos de vuelta donde empezamos.
—¡Es el rey! —grito—. No podéis matarle. No es uno de los hombres de
Blackwell. Es el rey.
Se hace un terrible silencio, tan denso como la ira que flota en el ambiente.
—Estás mintiendo. —El hombre que me sujeta el brazo le da una sacudida
salvaje—. Este hombre no es el rey. Es un cazador de brujas. Es uno de tus
amigos y estás intentando salvarle.
—No estoy mintiendo. —Me vuelvo hacia Malcolm—. Decidles vuestro
nombre. Decidles quién sois.
Malcolm se me queda mirando, dubitativo. No sabe si esto le salvará o le
condenará.
—Si queréis vivir, decídselo.
Malcolm se pone en pie de un salto, inestable, el poco color que le quedaba
desaparece de golpe de su rostro. No está en condiciones de tenerse en pie, ni
siquiera de tenerse sentado, pero eso no importa. Malcolm nunca pronunciaría
su nombre y sus títulos de rodillas.
—Mi nombre es Malcolm Douglas Alexander Hall. —Mira a los hombres,
sus dudas anteriores han desaparecido—. Hijo de William Hyde Alexander
Hall, de la Casa de Estuardo, y Catherine Johanna Louise HesseCoburg, de la
Casa de Sajonia. Títulos: duque de Farthing en Gael, duque de Cheam en el
sudeste de Anglia, Jefe Supremo y Señor de Airann. —Una pausa, luego sigue
—: Primero en la línea de sucesión al reino de Anglia y Cambria. Interrumpido.
Interrumpido de su propio trono, por su propio tío. Thomas Charles Albert
Louis Hall, también de la Casa de Estuardo en Anglia, que oficialmente ostenta
el título de duque de Norwich, pero que decidió hacerse llamar Lord Blackwell,

*R3N3*
en honor a sus tierras en el sudoeste de Anglia.
Interrumpido de una muerte segura por mí.
—Oh, Dios mío —susurra Fifer—. Elizabeth, ¿qué has hecho? —Estalla un
coro de voces a mi alrededor, provienen de todos los hombres de la Vigilia
excepto de uno: Peter. Se ha quedado boquiabierto, ha dejado caer el brazo,
mientras mira al hombre responsable de la muerte de su mujer, de su hija. Podía
haber hecho justicia, podía haberlas vengado. Casi lo hizo. Y yo se lo impedí.
—Es el rey de Anglia —le informo—. Matarle es regicidio. Va contra la
ley. Es un delito de traición, castigado con la muerte.
Me doy cuenta de inmediato de que ha sido un error decir eso.
—¡La ley! —La voz de Peter, jamás dirigida a mí más que en tono meloso,
incluso después de que hiciera que detuvieran a su propio hijo, suena ahora
aguda y cortante—. ¡Castigado con la muerte! —Se planta a escasos
centímetros de mi cara, sus oscuros ojos encendidos de ira, pero también de
algo más: dolor—. Sus leyes no son nada más que muerte. Mató a mi mujer, a
mi hija. Él las mató.
—Ha hecho eso, sí —nos llega una voz, débil por el dolor—. Y es un
canalla, sin duda, y es una mierda tener que perdonarle la vida. Aun así, vale
más la pena mantenerle con vida que acabar con sus penas.
Los hombres giran la cabeza bruscamente y yo también. Es el hombre tirado
en el campo. El que habíamos olvidado que existía, el que creía que estaba
muerto. Solo que no está muerto y no es un hombre.
Es una mujer.
Para ser justos, parece un hombre: alta, hombros anchos, bien musculados
incluso, un pequeño matojo de pálido pelo rojizo cortado por encima de las
orejas. En la veintena, si tuviera que decir algo. Pero lo que la distingue es la
voz: dulce y aguda y femenina. Ha conseguido ponerse de rodillas y puedo ver
la empuñadura de un cuchillo asomar por detrás de su hombro.
Los hombres de la Vigilia se miran los unos a los otros, confusos.
—¿Quién eres tú? —Peter se acerca a ella. Baja la espada, la levanta, la
vuelve a bajar, como si no estuviera muy seguro de si debería emplear un arma
contra una mujer.

*R3N3*
—Keagan Hearn. —La mujer le extiende una mano esposada. Peter no se la
estrecha; la mujer la deja caer—. De Airann, obviamente, la preciosa ciudad
ribereña de Dyflin.
—Todo eso está muy bien y es muy interesante, Keagan de Airann —dice
Peter—, pero ¿qué estás haciendo aquí en Anglia? ¿Y con él? —Peter señala a
Malcolm con la punta de la espada.
—Creo que está bastante claro, ¿no? Le he sacado de prisión, ahí en
Upminster. De Fleet. Qué lugar más horrible. —Keagan se echa hacia atrás para
sentarse sobre los talones, hace una mueca—. Le llevo de vuelta a Airann.
Bueno, eso hacía, hasta que nos topamos con todos vosotros. No nos podíais
dejar seguir nuestro camino… no. —Peter tiene ahora la espada contra el cuello
de Keagan, su decisión tomada—. Supongo que no.
—¿Por qué habrías de rescatarle? —Otro hombre de la Vigilia da un paso al
frente—. ¿Eres simpatizante? ¿Una traidora? ¿Perseguidora?
—No, señor —responde Keagan—. Ninguna de esas cosas. Aunque bueno,
ninguna de esas cosas existe ya, ¿verdad? Ellas, como todo lo demás, existen
ahora bajo otra forma y otro gobierno.
—No juegues con nosotros, muchachita —le advierte Peter—. Ya tienes
bastantes problemas. —Mira a Malcolm de reojo, todavía está oscilando sobre
los pies—. ¿Por qué le llevabas a Airann? ¿Qué estáis planeando? ¿Reunir
tropas? ¿Invadir Anglia? ¿Apoderaros del trono?
—No puedes apoderarte de lo que ya te pertenece —dice Malcolm—. El
trono es mío. Me lo arrebataron y tengo toda la intención de recuperarlo.
—Aaj. —Keagan se gira hacia él—. ¿Qué os he dicho sobre eso? Nunca
empecéis por ahí. Nunca por ahí.
—Solo digo la verdad —se defiende Malcolm con tono altivo—. Un rey y
sus palabras son divinos. Harías bien en hacer caso de ambos.
—Esa actitud es precisamente la razón por la que estáis aquí —señala al
suelo— en lugar de allí. —Hace un gesto con el pulgar por encima del hombro,
vagamente en dirección a Upminster.
—Tu falta de respeto me ofende —insiste Malcolm.
—Y vuestra falta de humildad me ofende a mí —espeta Keagan—. Dios

*R3N3*
mío, hombre. Si esperáis sobrevivir a esto, más os vale adquirir un poco de
sensibilidad y empatía.
Malcolm abre la boca, luego la cierra. Abro los ojos como platos. Nunca
había oído a nadie hablarle a Malcolm de ese modo. Ni sus consejeros, ni sus
asesores, ni siquiera su propio tío, que le odiaba y deseaba verle muerto. Pero a
Keagan claramente le da igual todo eso: la deferencia y la trascendencia.
—Parece que tenemos compañía. —Hace un gesto con la cabeza para
señalar la carretera y endereza la espalda, una ligerísima mueca la única señal
de que todavía lleva un cuchillo clavado en el omoplato.
Cruzando el prado a grandes zancadas, vemos a Nicholas, Gareth y Fitzroy,
sus túnicas ondean tras de ellos, recalcando su presencia. Pisándoles los talones
viene Schuyler. Miro a Fifer, que asiente. Ha sido ella la que ha llamado a
Schuyler, la que le ha contado lo que estaba pasando, la que le pidió que viniera
y trajera a Nicholas.
Malcolm parece reconocer a Nicholas de inmediato. Debe de conocerle de
cuando Nicholas era miembro del consejo de su padre, de cuando le nombró el
hombre más buscado de Anglia. Se yergue en toda su altura (no demasiada,
puesto que Malcolm es solo unos pocos centímetros más alto que yo).
Los tres hombres se detienen en seco, contemplan la escena que se
despliega ante sus ojos.
—Vosotros debéis de ser la caballería. —El acento irlandés de Reagan es
marcado y sarcástico.
—Schuyler ha sido tan amable de informarnos de lo que ha ocurrido aquí —
dice Fitzroy—. Pero no sabemos por qué. Ni cómo. Ni quién eres tú. —Se
planta delante de Reagan.
—Una muchacha de Airann —explica uno de la Vigilia—. Y una traidora.
—Aaj —musita Reagan otra vez—. Ya os lo he dicho. No soy ninguna
traidora. Soy una militante. Miembro de la Orden de la Rosa.
Los hombres intercambian rápidas miradas, incluso yo estoy sorprendida.
La Orden de la Rosa es un grupo de resistencia compuesto de estudiantes de la
universidad de Airann, fundado hace cuatro años, justo después de que
Blackwell se convirtiera en Inquisidor, en respuesta a sus leyes antimagia. Pero

*R3N3*
no tienen ningún sentido que esta chica, Reagan, esté aquí en Harrow, y menos
aún que esté con Malcolm. La Orden, al menos por lo que yo sé, es una
organización intelectual. Distribuyen panfletos, escriben mordaces ensayos para
publicaciones clandestinas. No secuestran reyes.
—La Orden —repite Fitzroy—. Por supuesto. Un grupo espléndido. He
estado siguiendo vuestros movimientos desde que empezasteis. Siempre
disfruté de vuestros escritos. —Se balancea sobre los talones—. A Tale of a Tub
fue mi favorito. Cuando el hermano dependía de una iluminación interior como
guía y luego iba por ahí con los ojos cerrados después de tragarse la cera
derretida de unas velas. Divertidísimo.
Reagan sonríe de oreja a oreja.
—Aunque vuestras protestas más recientes sí que han ido más allá de la
sátira, ¿no es así? —continúa Fitzroy—. Explosivos rudimentarios. Quema de
efigies. Desfiguración de edificios. Y, más recientemente, puentes.
Reagan deja escapar una risita de niña.
—Desfigurar es la palabra. Eso lo hice yo misma. Fui a hurtadillas hasta el
Puente de Upminster, clavé panfletos en las picas que atravesaban aquellas
cabezas cortadas. De todos modos, no creo que les importe. Estando muertos y
todo eso…
—¿Cabezas? —dice Gareth—. ¿De quiénes?
Keagan se encoge de hombros.
—Algunas de gente de Blackwell, algunas de los vuestros, algunas que
simplemente estaban en medio.
Gareth no dice nada.
—Y ahora habéis capturado a un rey.
Keagan asiente, toda frivolidad anterior ahora inexistente.
—Esto es solo el comienzo.
—Un grupo estudiantil —repite Peter en un murmullo—. Por todos los
dioses.
—No hay ninguna necesidad de invocar a Dios —dice Keagan con calma
—. Y ahora, por mucho que me gustaría estar aquí de charleta todo el día, tengo
un asuntillo un poco urgente. —Levanta sus manos encadenadas, señala con los

*R3N3*
pulgares por encima del hombro—. Esta daga que me habéis clavado, hace un
daño de mil demonios.
Fitzroy da un paso hacia ella.
—Espera un momento. —Gareth levanta una mano—. No sabemos quién
es. Ha dicho que era miembro de esa Orden, pero no tenemos ninguna prueba.
Podría estar con Blackwell. Podría estar mintiendo.
—Ya os he dicho que… —Empieza Keagan.
—No está mintiendo —Fitzroy termina la frase por ella—. Sus acciones lo
demuestran. Si fuera partidaria de Blackwell, no hubiera ayudado a su sobrino a
escapar de prisión, le habría matado. Quédate muy quieta. —Pone una mano en
el hombro de Keagan, la otra alrededor del mango de la daga—. A la de tres —
dice—. Una, dos… —Antes de que pueda decir tres, Fitzroy extrae el cuchillo
de la espalda de la chica.
Keagan deja escapar un suave gemido, cae de bruces al suelo. Fitzroy pesca
un pañuelo del interior de su jubón y lo aprieta contra la herida para detener la
hemorragia.
—Has dicho que capturar al rey… Malcolm —Nicholas le mira de reojo;
Malcolm ha sido lo suficientemente listo como para mantener la boca cerrada
desde la llegada de Nicholas— era solo el principio. —Se acerca a Keagan, le
toca la espalda con la yema de un dedo. Un suave resplandor blanco emana de
su mano y, en un santiamén, la herida queda curada. Keagan cierra los ojos, un
instante, aliviada—. ¿El principio de qué, exactamente?
—Del plan para apear a Blackwell del trono, Obviamente —dice Keagan—.
¿Qué iba a ser si no?
Podría reír (de hecho, casi lo hago) ante la idea de un grupo estudiantil
creyendo que pueden deponer a Blackwell. Pero Nicholas no parece divertido
en absoluto.
—Ya veo —comenta—. ¿Y has rescatado a Malcolm porque creéis que
debería seguir siendo el rey?
—¿Él? No. Quiero decir, ya tuvo su oportunidad, ¿verdad? —Keagan echa
una miradita a Malcolm, una mirada de puro desdén en su pecosa cara
rubicunda. Malcolm le devuelve la mirada, la mandíbula tensa, los puños

*R3N3*
cerrados. Nunca le he visto tan enfadado y casi (casi) siento lástima de él.
—No hizo mucho con ella —continúa Keagan—. Si lo hubiera hecho, no
estaríamos aquí, ¿verdad? No. —Contesta a su propia pregunta—. Pero si tiene
su utilidad. Si Malcolm está muerto. Blackwell deja de ser un usurpador. Sería
el legítimo heredero al trono de Anglia y ningún país de este mundo apoyaría su
deposición. La única opción que tenemos es mantener a Malcolm con vida.
¿Muerto? Ya no seríamos resistencia. Seríamos contendientes. Comprenderéis,
creo, que no duraríamos mucho si ese fuese el caso.
No lo había pensado así. Y por cómo se miran los hombres de la Vigilia,
incómodos bajo sus capas grises, ellos tampoco lo habían hecho.
Nicholas asiente, sus oscuros ojos cargados de determinación.
—Así que planeáis retenerle como prisionero político. ¿Tenéis instalaciones
para ello? ¿Guardias? ¿Tropas?
—Más o menos —responde Keagan.
—Tener bajo custodia a un rey depuesto os pone, a vuestra universidad, a
vuestra ciudad, y a vuestro país, en un terrible riesgo —dice Nicholas. Su voz es
firme, pero no antipática—. Corréis el riesgo de ser atacados por Blackwell, una
vez que se entere de que tenéis a Malcolm. Corréis el riesgo de ser atacados por
aquellos en Airann que se opongan a que esté ahí, y por aquellos en Anglia que
quieran venganza. Corréis el riesgo de sufrir represalias de países opositores.
Represalias de países partidarios. Intereses de países neutrales que deseen sacar
algún tipo de beneficio del caos, que manden espías y cazarrecompensas.
Por primera vez, una sombra de duda cruza los brillantes ojos de Keagan.
—No se puede quedar aquí —interviene Gareth—. No nos podemos
arriesgar a que todo eso caiga sobre nosotros. Ya somos blanco suficiente tal y
como están las cosas. Primero ella —me mira de reojo—, ahora esto.
—No podemos matarle —dice Fitzroy.
—No —concede Nicholas—. No podemos. Pero sí podemos retenerle por el
momento, hasta que decidamos la mejor línea de actuación.
—No está sugiriendo que le retengamos aquí —corta Peter—. No está
sugiriendo encerrar a este hombre en la misma prisión en la que está mi hijo. —
Todo esto empieza a ser demasiado para él. Demasiado que su hijo esté en

*R3N3*
prisión por mi culpa; demasiado que Malcolm aún respire por mi culpa. Peter
envaina la espada, gira sobre los talones y se aleja a través del campo en
dirección a la carretera.
—Fitzroy, ¿podríais tú y Gareth escoltar a nuestros dos invitados hasta
Hexham? —pregunta Nicholas—. Y Schuyler, ¿podrías por favor
acompañarlos? Schuyler es un retornado —añade Nicholas—. Con todo lo que
eso significa. Así que os recomiendo encarecidamente que no intentéis escapar.
Malcolm traga saliva. Keagan abre mucho los ojos otra vez.
Nicholas se vuelve hacia los restantes cinco hombres de la Vigilia.
—Me gustaría que fuerais con ellos a Hexham y os quedarais allí como
guardias de apoyo esta tarde. Y os pediría que no hablarais de esto con nadie.
—Nos mira a Fifer y a mí—. Podéis retiraros.
Los hombres de la Vigilia se adelantan, agarran a Keagan y a Malcolm por
sus brazos encadenados y los conducen hacia la carretera. Keagan los acompaña
sin protestar, pero Malcolm se retuerce en sus manos, tanto como puede, me
mira por encima del hombro. En su rostro hay una súplica: para que le hable,
para que hable por él. Para que me quede con él.
Pero ya no es el rey y yo ya no soy su amante, así que no hago ninguna de
esas cosas. En lugar de eso, giro sobre los talones y, por primera vez, me alejo
tranquilamente.

*R3N3*
—¡RETIRARNOS!
Estoy a mitad del prado cuando Fifer por fin me alcanza.
—Nicholas no me había ordenado que me retirara desde que tenía doce años
—continúa—. Desde aquella vez en que me enfadé con él y le maldije e hice
que se le cayeran las cejas. Tenía un aspecto ridículo, estaba furioso conmigo,
pero fue tan gracioso… —Se calla—. En cualquier caso, me va a caer una
buena más tarde, a las dos, y no será agradable. —Una pausa—. Contigo
siempre hay problemas, ¿no es así?
No respondo.
—¿Qué opinas de todo eso? —Fifer cambia de tema—. Esa chica, Keagan.
Descarada como ella sola, entrar así en Upminster, colarse en Fleet. Me
pregunto cómo lo hizo.
Sigo sin responder.
—Y la Orden de la Rosa. He oído hablar de ellos, por supuesto, todos lo
hemos hecho. Hay unos cuantos en Harrow que supuestamente son miembros,
pero nadie lo sabe a ciencia cierta. Su afiliación, su magia, está todo envuelto en
un velo de secretismo. Supongo que tiene que ser así, ¿no? De otro modo,
serían solo más nombres para la Inquisición.
Salgo del campo a la carretera y prosigo mi marcha. No camino más que
unas pocas docenas de metros antes de sentir una mano sobre la manga.
—Elizabeth. —Fifer está resollando—. Por aquí se va a Rochester.
Giro en redondo, empiezo a caminar en dirección contraria.
—¡Elizabeth! —Fifer se planta delante de mí, me sujeta por los hombros.
Acerca su cara a la mía, me mira a los ojos—. ¿Qué pasa? Es él, ¿verdad?
¿Malcolm?
Abro la boca, la cierro. Fifer suelta un suspiro.
*R3N3*
—Eso creía. —Me coge del brazo y me arrastra tras ella por la carretera—.
Ha debido de ser una gran sorpresa.
Me reiría por el eufemismo, si estuviese de humor para reír.
—Nunca pensé que fuera a verle otra vez —explico—. No quería volver a
verle jamás. Pero lo he hecho, y encima voy y le salvo. No sé por qué hice eso.
—Yo tampoco lo sé —dice Fifer—. Pero menos mal que lo has hecho, ¿no?
Nunca había pensado lo que significaría que estuviera muerto, no hasta que
Keagan lo dijo. No sé si ninguno de nosotros lo había pensado.
Yo no pensaba en eso cuando le empujé fuera del alcance de la espada de
Peter, pero no se lo digo a Fifer.
—Blackwell si debe de haberlo pensado —digo a cambio—. De otro modo,
no le hubiese encerrado en Fleet. Su intención era que acabara muriendo. Nadie
sale de Fleet con vida. —A menos que sea camino de la hoguera.
—Tú sí —constata Fifer—. Y ahora Malcolm también. La Orden debe de
tener magia poderosa, por no decir buenas conexiones en el interior de
Upminster, para lograrlo.
—Supongo.
—Sin embargo, admito que Malcolm no es como me lo imaginaba —me
dice—. La forma en que te miraba. La forma en que te hablaba. Supongo que
esperaba algo distinto.
—¿Como qué? —Mi tono suena ahora cortante, pero Fifer sigue hablando
sin parpadear.
—Le imaginaba siendo más bien cruel. Imaginaba que te mandaba llamar,
luego te despedía así sin más. Imaginaba que te trataba como a, bueno… —
Hace una mueca—… como a una sirvienta. Pero la forma en que te miraba hoy,
la forma en que te cogió de la mano. Pero si te intentó besar, por el amor de
Dios. Te llamó Bess.
—Estaba en shock. —Me detengo para atarme los cordones de la bota.
Estaban bien atados, pero así puedo esconder la cara y las dudas que sé que
deben de reflejarse en ella—. Creía que iba a morir. La gente hace y dice cosas
extrañas cuando creen que van a morir.
Me levanto para encontrar a Fifer observándome, con las cejas arqueadas.

*R3N3*
—Me pareció un poco más que eso.
—No hay nada más que eso. Nada en absoluto. —Esto último lo digo por
encima del hombro, pues ya me he puesto en marcha otra vez. Fifer me alcanza
en un instante.
—Entonces, ¿qué hacemos ahora?
—Lo mismo que antes —contesto—. Lo mismo de siempre. Matar a
Blackwell. Solo que ahora parece que tengo que darme aún más prisa. Con
Malcolm aquí, ¿cuánto tiempo crees que pasará antes de que a esos guardias se
vayan de la lengua y se lo cuenten a todos sus conocidos? ¿Antes de que el
espía que hay dentro de Harrow lo averigüe y Blackwell envíe a más hombres
todavía?
—Nicholas les dijo a los guardias que lo mantuvieran en secreto —dice
Fifer.
La miro.
—Nicholas dijo que aún no estás preparada. —Lo intenta de nuevo—.
Quiere que te centres en tu entrenamiento. En ponerte más fuerte. Te dijo que
dejaras que el consejo se encargara de decidir lo que hacer con Blackwell. Me
lo dijo Schuyler —añade a toda prisa—. Oyó lo que te dijo Nicholas en la
salita.
—Nicholas no tiene por qué saberlo todo, ¿verdad? —Me ciño más el
abrigo para protegerme de las ráfagas de viento que nos golpean con fuerza,
endureciendo mis ya de por sí heladas mejillas—. No vas a decirme que nunca
has hecho nada sin su permiso. Que nunca le has desobedecido. Que nunca has
hecho exactamente lo contrario de lo que él…
—Vale, lo capto —espeta Fifer—. Pero tú no captas lo que te estoy
diciendo. No estás preparada.
Me paro en seco. Me giro hacia ella. Sea lo que sea lo que ve en mi cara es
suficiente para hacer que lo piense dos veces.
—Perfecto. —Levanta las manos—. Pórtate como una tonta. Mata a
Blackwell. Haz que te maten en el intento. Pero por Dios, deja que te ayude.
—Eso está mejor. —Le sonrío de oreja a oreja—. Quiero el Azoth. Y quiero
que me ayudes a conseguirlo.

*R3N3*
—No sé dónde está. —Lo dice deprisa… demasiado deprisa. Sonrío; ella
me fulmina con la mirada—. Nunca lo conseguirás —prosigue—. Está
escondido dentro de casa de Nicholas. Ni siquiera a mí me dejan acercarme.
Está protegido por hechizos y además está Hastings. Incluso aunque
consiguieras hacerte con la espada, él no te dejaría llevártela.
—Pareces olvidar quién soy.
—Quién eras —me corrige Fifer—. Y nunca lo olvido.
Desde que nos hicimos amigas, esto es lo más cercano a una discusión que
hemos tenido jamás. La carretera delante de nosotras, los campos a nuestro
alrededor, el viento que nos azota, ninguno de ellos son tan fríos como la
mirada que intercambiamos.
—Voy a coger el Azoth y voy a matar a Blackwell con él —le informo—. Y
ya que estoy hablando de esto, quiero que Schuyler venga conmigo.
Esta vez es Fifer quien se aleja de mí, el viento me trae la retahíla de
palabrotas que suelta por encima del hombro.
—No vas a parar hasta que todo el mundo te odie, ¿verdad?
—No voy a parar hasta que esté muerto —contesto, pero está demasiado
lejos para oírme.

En los tres días desde la detención de John (y desde la captura de Malcolm)


me he mantenido apartada de todo el mundo, virtualmente escondida. No pasó
mucho tiempo antes de que se extendiera la noticia de mi traición, cómo les di
el soplo a los guardias sobre las hierbas ilegales de John, cómo estaba celosa de
la atención que le prestaba a Chime, cómo supuestamente me vengué.
Era un escándalo lo suficientemente grande como para enterrar el escándalo
real: que el depuesto rey de Anglia, el que fuera el mayor enemigo de Harrow,
ahora está en prisión a menos de quince kilómetros del campamento.
Ya no duermo en mi tienda de campaña, no después de regresar la primera
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noche y encontrarla con los palos arrancados, pisoteada y rajada. No me uno a
los demás durante las comidas, no después de que despejaran una mesa entera
al verme llegar, como si tuviera la peste, el ambiente lleno de murmullos:
traidora, mentirosa, y otros peores. En vez de eso, he pasado todo el tiempo
entrenando, descansando en la capilla, haciendo planes y esperando a la
oportunidad de colarme en casa de Nicholas, coger el Azoth, reunirme con
Schuyler, ir a Upminster, matar a Blackwell.
Esperando a esta noche.
Me obligo a tragarme otra ración de estofado de avena, guisantes y cebada
con una rebanada de pan duro como una piedra. Entrego mi bandeja en la
cantina, y me deslizo entre el mar de soldados desperdigados por la explanada.
A estas horas está bastante vacía, pues todos están o bien cenando, o en el
campo de entrenamiento, la biblioteca o, en el caso de Nicholas, en casa de
Gareth en una reunión privada convocada para decidir lo que hacer con
Malcolm.
Mi bolsa, ya empacada con mis escasas posesiones, está a mi lado. Ahora la
llevo conmigo a todas partes, ya que no tengo ningún lugar seguro en el que
dejarla. No levanta sospechas. Esta noche tengo el mismo aspecto que las
últimas dos.
El sol se esconde por el horizonte mientras recorro el puente que cruza el
lago, deteniéndome para echar un último vistazo a Rochester antes de partir
hacia casa de Nicholas. En alguna parte ahí dentro está Fifer, todavía furiosa
conmigo, ahora aún más debido al entusiasmo de Schuyler por mi plan.
—Blackwell ya intentó robar el Azoth una vez —me gritó Fifer ayer por la
noche, antes de verter toda la fuerza de su ira sobre Schuyler—. Si vuelve a
poner las manos sobre él, cosa que puede suceder, si mueres, —me miró
furibunda— será invencible. Y será culpa tuya.
—Si Elizabeth va a intentar matarle, el Azoth es la mejor opción. —
Schuyler trató de razonar con ella—. Es su única opción.
—Y que tú quieras ayudarla no tiene nada que ver con que quieras ponerle
las manos encima a la espada.
—En absoluto.

*R3N3*
Fifer cruzó los brazos, implacable.
—Entonces júralo.
Así es como alcanzamos un acuerdo. Schuyler me acompañaría a Upminster
y a Ravenscourt, sería mi centinela, mi guardia y mi protector. Pero no me
ayudaría a robar el Azoth, ni lo tocaría una vez que lograra hacerme con él, bajo
pena de muerte o de sufrir la ira de Fifer, lo que sucediera primero.
Tres horas más tarde, llego a la casa de Nicholas, siguiendo al pie de la letra
las instrucciones que me dio Fifer a regañadientes. Un manojo fresco de salvia
y pino metido en el bolsillo, extraído y prendido al llegar a la puerta principal.
Cuando empieza a crepitar y a chisporrotear, emanando espesas volutas de
humo aromático, lo agito delante de mí en dos largas y amplias líneas
diagonales. El humo flota en el oscuro cielo del atardecer: una X.
Cuento hasta sesenta, luego entro en la casa.
El interior está vacío. Y no solo porque Nicholas esté ausente. Tampoco hay
manos fantasmagóricas para coger la bolsa de mi hombro ni para agarrar mi
abrigo y llevárselo de la habitación. Hastings no está y seguirá sin estar hasta
que las últimas hierbas se conviertan en ceniza. Salvia y pino, quemados juntos,
interfieren con la energía de un fantasma y la disipan para dejarla casi en nada.
No le pregunté a Fifer si era cruel, pero no tuve que hacerlo. Obligar a alguien a
abandonar su casa siempre lo es, independientemente de la razón.
Recuerdo el resto de instrucciones de Fifer.
—Ve hasta la tercera viga, al lado del cuadro de los melocotones en un bol
de plata —me explicó, casi escupiéndome—. Dale una patada al pie de la viga
(lo que a mí me gustaría hacer contigo) para soltar el gozne. Luego empuja. Te
conducirá al zulo de magos y al Azoth.
Zulos de magos. Pequeñas cámaras secretas construidas dentro de casas por
todo Anglia para proteger a hombres y mujeres de la Inquisición, de los
cazadores de brujas, de mí. A algunos se entraba a través de huecos en
escaleras, a otros a través de chimeneas falsas, a otros más a través de la letrina.
La mayoría no eran demasiado sofisticados, fáciles de encontrar. Este es una
obra maestra.
Saco una vela de la bolsa, la enciendo con otra de mis cerillas y me cuelo

*R3N3*
por la estrecha abertura debajo de la viga. Aparezco en una habitación diminuta,
apenas debe medir dos por dos. No hay nada, ni muebles, ni adornos. Está
completamente vacía, excepto por un panel de madera incrustado en la pared de
ladrillo, estrecho y cerrado, con candado.
Remetida en la unión hay una nota de Nicholas.
Elizabeth, dice. Si estás leyendo esto, te pido que reconsideres lo que estás
a punto de hacer. Hay algunas cosas que son demasiado grandes, incluso para
ti.
Esto me detiene.
Me ha cuidado sin descanso desde que entré en su vida, más de lo que
hubiera podido esperar del hombre que una vez fue mi enemigo, un hombre al
que una vez hubiera matado. No se ha convertido en un padre para mí, no como
Peter, nunca sería eso. Pero es un protector y un salvador, y de ambas cosas
estoy muy escasa últimamente. Aun así, su advertencia se queda corta.
No es suficiente para detenerme.
Vuelvo a doblar la nota, la guardo en mi bolsa junto con todas las de John y
saco un puñado de cardos plateados. Fifer me aseguró que habría magia en este
tablero, un hechizo o un conjuro o una maldición para mantenerme fuera si las
palabras de Nicholas fracasaban en su intento; los cardos ayudarían a reducir
sus efectos dañinos. Todavía será doloroso (eso también me lo aseguró), pero
puedo soportar un poco de dolor para obtener lo que necesito.
Me hinco una espina del tallo en el dedo gordo, lo aprieto para extraer una
gota de sangre y así prender la magia del cardo. Alargo la mano hacia la puerta.
En cuanto mi mano toca el candado, brota una chispa, un fogonazo candente de
llama azulada y se oye un sonido chisporroteante cuando sea cual sea la
maldición imbuida en él se me introduce en la piel, trepa por mi brazo y hasta
mi mano. Resuena y retumba y repica y me ensordece. Me siento como si
tuviera la cabeza atascada dentro de la campana de una catedral. Aprieto los
dientes para soportar la sensación, las he sufrido peores, y giro las ruedas del
candado: 25, 12, 15, 42. 25 de diciembre de 1542. El cumpleaños de Fifer.
La puerta se abre de golpe. Con algo de esfuerzo separo mi mano del
candado, el sonido en mi cabeza disminuye lo suficiente para dejarme verlo, en
la escasa profundidad del oscuro armario. Ahí yace, solo: un cadáver acerado en
*R3N3*
un ataúd de madera.
El Azoth.
Meto la mano, la envuelvo alrededor de la empuñadura. Inmediatamente lo
siento, recorre mi piel como si saludara a un viejo amigo: el calor y la energía
de la maldición latente del Azoth, parcialmente transferida a mí la última vez
que lo utilicé, cuando intenté matar a Blackwell y maté a Caleb en su lugar.
Vibra, errático al principio, un pulso intermitente en mis venas antes de
encontrar su ritmo, uno que se empareja con el latido de mi propio corazón. Un
rápido golpeteo que, a medida que pasan los segundos, se vuelve más lento,
más regular, más seguro.
Se me ilumina la cara con una sonrisa.
Deslizo el Azoth en la vaina debajo de mi capa, recupero la vela, luego
desando mis pasos a través de la casa hasta que estoy fuera de nuevo. Paso por
encima del manojo de todavía humeantes hierbas en el umbral de la puerta, saco
una única hoja de menta del bolsillo y la dejo caer en el centro. La menta
aumenta la energía y ayudará a que el regreso de Hastings sea más llevadero.
No era parte del plan de Fifer, pero lo hago de todos modos, una débil disculpa.
Se supone que tengo que encontrarme con Schuyler de madrugada, antes del
amanecer, en el desolado cruce entre Theydon Bois y Gallion’s Reach, antes de
encaminarnos al sur a través del Mudchute, salir de Harrow por el este y luego
seguir camino hasta Upminster. Pero aún no es medianoche y nuestro punto de
encuentro está cerca, a unos tres cuartos de hora de aquí. Dispongo de varias
horas antes de tener que estar ahí. Así que empiezo la segunda parte del plan,
ideado y trazado por mí pero completamente desconocido para Fifer.
Voy a ir a Hexham en busca de Malcolm y de esa estudiante, Reagan. Los
dos acaban de llegar de Upminster y los dos acaban de estar dentro de Fleet, y
consiguieron salir de ahí sin que los pillaran. Puede que sepan cosas sobre la
ciudad, sobre Blackwell, sobre su guardia y sobre su protección. Podrían
significar la diferencia entre que regrese victoriosa o que no regrese nunca.

*R3N3*
EN HEXHAM, UNA DOTACIÓN DE GUARDIAS pasea por las
inmediaciones de la puerta, seis que pueda ver: cuatro con capas grises, dos de
negro. Tomo nota mental de su actitud, de su forma de andar, cómo mueven las
armas. Escucho fragmentos de conversaciones, cuyo eco recorre la quietud de la
noche. Los hombres están cansados pero no exhaustos, aburridos pero no
frustrados, al menos no lo bastante como para mostrarse inquietos e
impacientes. La inquietud puede llevarlos a apostar, a discutir, a pelear en serio
o como entrenamiento, y ese exceso de energía los vuelve susceptibles y
nerviosos, atentos a cosas que no están ahí.
O que sí lo están.
Me deslizo hacia el norte a lo largo del muro, giro a la izquierda en la
intersección, hasta que estoy mirando la pared trasera de la prisión. Paso la
mano por el muro: áspero, con protuberancias y seco, tan distinto del de Fleet.
Los muros allí estaban siempre húmedos y resbaladizos, ennegrecidos por el
moho. Me cuelgo la bolsa a la espalda, afianzo el Azoth en mi costado. Hinco
las manos en la tierra del suelo, cojo arenilla para aumentar la tracción. A
continuación, clavo la punta de los pies en las ranuras de la piedra y empiezo a
trepar.
Los muros son altos, nueve metros como mínimo, pero no son difíciles de
escalar y llego arriba unos momentos después. Me encaramo en su estrecho
borde. Miro a mi alrededor, escucho. No me ha oído ningún guardia, no me ha
visto nadie de la Vigilia. Hay una cierta ironía en todo ello y la sonrisa de antes
me vuelve a iluminar la cara.
A mis pies, hay un espacio entre el muro y la prisión, de casi dos metros de
anchura, recorre toda la longitud del edificio. No hay puertas a este lado, solo
una docena o así de ventanas, grandes y sin barrotes. Hay una posibilidad de
*R3N3*
que alguna no esté cerrada con pestillo; el día que visité a John recuerdo haber
visto varias abiertas, inundaban el pasillo de un aire glacial.
Bajo del muro a toda prisa. Hago una pausa, corro por el callejón vacío
hasta la primera ventana. Cerrada. La segunda también está cerrada, igual que la
tercera. Y la cuarta. Se me acelera el corazón, empiezo a respirar deprisa. Si los
guardias doblaran la esquina ahora, me verían y tendría que explicarles lo que
hago aquí en medio de la noche. Podrían detenerme, podrían descubrir a dónde
me dirijo, podrían quitarme el Azoth.
Corro hasta la última ventana, la sexta, meto los dedos debajo del marco y
tiro. Se abre. Casi me echo a reír del alivio, trepo y me columpio por encima del
alféizar.
Dentro, una celda vacía. Cerrada, pero eso no es problema. Extraigo una
horquilla de mi moño, ahí remetida justo para este fin, y la meto en el ojo de la
cerradura. Un clic, un giro y un tirón y la puerta de barrotes se abre sin
problema. Sacudo la cabeza. La magia que pende sobre Hexham existe para
mantener dentro a aquellos marcados como prisioneros y para mantener fuera a
visitantes, guardias y, en este caso, intrusos. Aun así, realmente es una prisión
de lo más insegura. Si sobrevivo a mi misión de matar a Blackwell, tendré que
hacérselo ver a Nicholas.
Recorro el pasillo en busca de Keagan y Malcolm. No están en el primer
piso; todas y cada una de las celdas están vacías. Encuentro las escaleras, subo
por ellas en silencio y recorro otro ancho pasillo iluminado por la luz de la luna.
Paso celda tras celda, todas vacías, mi confusión aumenta a cada paso que doy.
¿Es que no los trajeron aquí? ¿Acaso los convenció Peter para que los
encerraran en otro lugar y así no estuvieran cerca de John, en algún sitio como
la casa de Gareth? ¿Hizo Nicholas que los trasladaran, sabiendo, como sabía,
que iba a intentar hacerme con el Azoth, que vendría aquí en busca de
información?
O, peor. ¿Acaso la reunión del consejo esta noche era una trampa para
celebrar otro juicio, una excusa para sentar a Malcolm en esa silla de respaldo
duro, con cadenas en las muñecas y feroces leones a los pies? ¿Para someterle a
interrogación y emitir un veredicto acuoso y adivinatorio? Malcolm no significa

*R3N3*
nada para mí, pero es el rey de Anglia, el legítimo rey. No un delincuente
común, ni un traidor.
No como yo.
Sigo buscando, pero a medida que me acerco al final del todavía vacío
pasillo, mis pisadas se hacen más lentas. Porque cada celda que dejo atrás, me
lleva más cerca de la del final. La de John. Llega un momento en que me
detengo, indecisa sobre si seguir o marcharme.
—Sé que estás ahí. —Esa voz de niña con marcado acento de Airann me
llega desde el final del pasillo—. No tiene ningún sentido ocultarlo. Venga,
vamos, muéstrate.
Vacilo un instante más, luego me asomo a la celda de la que proviene la
voz, a dos del final. Y ahí está Keagan, de pie, apoyada contra la pared de al
lado de la puerta.
—Vaya, vaya. Pero si es el pequeño gorrión. ¿Bess, no?
Echo un rápido vistazo a la celda de John, luego miro a Keagan otra vez.
Me observa atentamente, una sonrisa perfora hoyuelos en sus mejillas.
—Elizabeth —digo—. Si no te importa.
—¿Por qué habría de importarme? Es tu nombre. —Keagan se encoge de
hombros—. Solo me guiaba por lo que Su Ex Alteza te llama.
—¡Bess! —Entonces aparece la cara de Malcolm, apretada entre los
barrotes de la celda que hay entre la de Keagan y la de John. Tiene el oscuro
perlo revuelto, como cuando se acaba de despertar. Aparto la vista de su pelo,
de él—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Cómo has entrado? —Mira a mi alrededor
por el pasillo—. ¿Dónde están los guardias?
—Los guardias están ocupados —les digo—. Me he colado yo sólita.
—¿Ah sí? —pregunta Keagan—. ¿Por qué habrías de hacer eso? Es tarde y
esto es una prisión. Deberías estar en casa, durmiendo.
—Acabáis de venir de Upminster —digo, yendo directa al grano—.
Necesito saber qué está sucediendo ahí. Cómo se está vigilando la ciudad y
quiénes lo hacen. Lo que está haciendo Blackwell. Cómo entraste y saliste de
Fleet sin ser detectada.
La sonrisa que Keagan tenía dibujada en el rostro desde que llegué se

*R3N3*
desvanece de golpe. La envejece como un conjuro, la chica divertida se vuelve
de golpe una mujer desconfiada.
—¿Y por qué habrías de querer saber eso?
—Dame la información que necesito y te diré lo que planeo hacer con ella.
Sus brillantes ojos me miran de arriba abajo. Toman nota de mis apretados
pantalones negros, altas botas negras, mi pelo bien recogido, la bolsa que llevo
colgada del hombro. Luego aterrizan sobre el bulto de debajo de los pliegues de
mi capa, donde el Azoth está amarrado a mi cintura.
—¿Qué tramas, pequeño gorrión?
—Vale, picaré —digo—. ¿Por qué me llamas eso todo el rato?
—Eres una cosita pequeña, ¿no? Demasiado pequeña para que le presten
atención, podrían decir algunos. Algunos incluso podrían subestimarte, pero yo
opino diferente. —Ladea la cabeza—. Creo que las cosas que la gente cree que
no puedes hacer son las que te dan ventaja. —Una pausa—. ¿Por qué quieres
saber lo que está sucediendo en Upminster?
—Eso es asunto mío. No tuyo.
—Otra cosa sobre los gorriones —sigue diciendo Reagan en tono cordial—
es que en algunas culturas los consideran heraldos de la muerte.
La miro con cara de odio; ella me devuelve una sonrisa.
—¿Has venido a ayudarnos a escapar? —Malcolm todavía tiene la cara
apretada contra los barrotes, los ojos fijos en mi cara. No ve lo que ve Reagan,
lo que está justo delante de sus ojos. Pero bueno, nunca lo hizo—. Sí, ¿verdad?
Sabía que vendrías a por mí, lo sabía.
—Shhh. —Reagan agita la mano en dirección a Malcolm—. Vas a entrar,
¿verdad? —me pregunta—. En Ravenscourt. Vas a buscarle. —Sus ojos se
posan una vez más en la espada que llevo bajo la capa—. Vas a intentar
matarle.
—¿Qué? No. —Malcolm alarga los brazos hacia mí y sin pensarlo, me
aparto. Los ojos de Reagan siguen el movimiento, sus dientes pellizcan su labio
inferior; un gesto incongruente—. No puedes hacer eso. Es demasiado
peligroso. No sabes cómo es Upminster ahora.
—Que es precisamente la razón por la que estoy aquí. Para averiguarlo. —

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Me acerco más a Reagan; ella se acerca a mí—. Ahora Blackwell va a por
nosotros, lo sabes. Va a por… —Me callo. Casi digo a por mí, casi digo a por
John. Casi digo a por el estigma— Ellos. Y no parará hasta que los coja, a no
ser que alguien le detenga primero.
—Interesante. —Reagan cierra las manos en torno a los barrotes. Sus dedos
son largos y delgados, pero lleva las uñas cortas y desiguales; parece que se las
coma—. Primero has dicho nosotros, luego has dicho ellos. ¿Cuál de los dos es,
gorrión?
—No tengo tiempo para jueguecitos —espeto cortante—. Puedes decirme lo
que quiero saber, lo cual te ayudaría, lo cual ayudaría a tu Orden. O puedes
guardarte esa información para ti sola, lo cual no ayuda a nadie. Tienes sesenta
segundos para decidirte, o me voy.
Duda solo cinco.
—Te diré lo que quieres saber —dice Reagan—. Pero primero, tú me dices
a mí lo que yo quiero saber. Cualquier cosa que quiera saber.
Hay algo taimado en Reagan. Quiere que intercambiemos información,
como hacen todos los observadores, jugadores, espías y operativos. Pero algo
me dice que la información que busca no es política.
—Perfecto. Pregúntame lo que quieras. Una cosa —estipulo.
—¿Qué estás haciendo aquí? —dice Reagan—. Y no quiero decir aquí, en
esta prisión. Quiero decir aquí, en Harrow. Con ellos. Nosotros. —Su sonrisa se
ha vuelto a desvanecer, ha vuelto la mujer—. ¿Qué hace una cazadora de
brujas… excazadora de brujas, durmiendo con el enemigo?
Frunzo el ceño al oír sus palabras, afiladas como la lengua de una serpiente
y no por accidente.
—Me detuvieron —explico brevemente—. Nicholas me rescató.
—Eso ya lo sé —contesta Keagan con impaciencia—. Todo el mundo sabe
eso. Tu pequeña historia se está convirtiendo en una leyenda en nuestro mundo.
Pero como con todas las leyendas, hay falsas verdades. Quiero saber cuáles son.
—¿Por qué? —pregunto—. ¿Qué tiene que ver nada de eso con la razón por
la que estoy aquí?
—Porque necesito saber si puedo confiar en ti —responde Keagan—. No

*R3N3*
puedo confiar en ti con lo que sé a menos que pueda confiar en ti.
Entonces doy media vuelta, casi me marcho.
—Tu deuda fue saldada —le dice Keagan a mi espalda—. Una vida por una
vida, o eso dicen. Pero aquí no te quieren, no pueden quererte. Aun así te
quedas, y ahora esto. —Una pausa—. Sé que vas a decir que Blackwell va a por
ti, pero también sé que eso es solo parte de la historia. Quiero saber el resto.
—Me quedé porque pensé que encajaba. —No miro a John, pero pienso en
él de todos modos, encerrado en la celda del final del pasillo, envenenado por el
estigma que le di y odiándome por ello.
—¿Y ahora?
No lo sé. La respuesta me pertenece solo a mí, pero también le pertenece a
ellos: a John si es capaz de encontrar una forma de perdonarme, a Blackwell si
me permite vivir, a Schuyler si me ayuda a volver, a Nicholas si me permite
quedarme si lo logro.
—Ya te he dicho lo que querías saber —le digo en cambio—. Ahora dímelo
tú. Un trato es un trato.
—No se trataba de un trato. Se trataba de confianza. Siempre se trata de
confianza, gorrión. No lo olvides nunca. —Entones sonríe—. Y confío en ti.
Eres dura y me gustas. Si perdieras ese dulce aspecto de margarita recién salida,
podrías ser una verdadera guerrera.
Me acerco a los barrotes, los agarro con fuerza. El Azoth, siente mi ira y
demuestra su solidaridad rápido y ardiente contra mi costado.
—Crees que sabes algo sobre mí; no sabes nada —le digo—. Y me importa
una mierda que lo sepas o no. Dime lo que quiero saber o te juro por Dios que
el encarcelamiento será el menor de tus problemas.
Meto la mano bajo la capa, coloco una mano sobre la empuñadura del
Azoth, aparto la tela justo lo suficiente para que pueda ver las esmeraldas
centellear en la tenue luz. Si ha oído mi historia, también habrá oído hablar del
Azoth. Ninguna leyenda está completa sin una espada legendaria.
Keagan abre los ojos de par en par. Se calla y se queda callada, un maldito
prodigio.
—Tropas —dice al final—. Blackwell las tiene, obviamente, se están

*R3N3*
movilizando al sur. Tu viejo contingente. Cazadores de brujas. Caballeros
ahora, pero cazadores en cualquier caso.
—Eso ya lo sabía —le digo—. Continúa.
—Montan guardia en Ravenscourt las veinticuatro horas del día. Al oeste,
en la verja. Al norte, donde entronca con The Shambles. Al sur, la orilla del río
Severn no tiene protección física, pero sí mágica. ¿Las gárgolas incrustadas en
las paredes? Ahora están encantadas. Si ven a un intruso, chillan.
Pienso deprisa, doy vueltas a la disposición de Ravenscourt en la cabeza. El
jardín del sur, al lado del río Severn, iba a ser mi ruta de entrada. A menos…
—¿Hasta dónde pueden ver? —pregunto—. ¿Todo el camino hasta el
Severn? ¿’Más allá?
—No nos hemos acercado lo suficiente como para averiguarlo —contesta
Keagan—. Fleet está lleno de gente que se acercó demasiado.
—¿Y Blackwell? ¿Está ahí todo el tiempo? —le digo—. En Ravenscourt,
quiero decir. ¿Ha dejado Greenwich del todo?
Keagan asiente.
—Hemos estado siguiendo sus movimientos. No ha vuelto a Greenwich
desde la noche del baile de máscaras. Nadie le ha visto. No ha hecho ninguna
aparición pública; bueno… excepto una. Cuando fue coronado en la abadía de
Leicester.
Así que ha dado el paso: lo ha hecho oficial. Malcolm se frota una mano por
la oscura mandíbula, no como gesto de resignación, sino de ira.
—Yo puedo ayudarte. —La voz de Keagan suena melosa, persuasiva—.
Podría ayudarte a entrar y salir de la ciudad. Ya lo he hecho antes. Podría
ayudarte a matarle.
Me aparto de su celda. Recoloco los pliegues de mi capa sobre el Azoth.
—No puedes ayudarme. No querría tu ayuda, aunque pudieras dármela. Te
dejaste atrapar. —Me permito una pequeña sonrisa de recriminación—. Quizás
puedas contarme más sobre ser una verdadera guerrera en algún otro momento.
—Gorrión, taimada como una urraca. —La sonrisa de Keagan es casi
salvaje—. Aparta de la puerta.
—¿Qué?

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—Apártate, Bess. —Al oír la voz de Malcolm, su tono, me aparto. Es como
una orden.
Keagan levanta y abre las manos, dirige las palmas hacia la puerta de la
celda. Murmura algo entre dientes, parece un conjuro, solo que no consigo
distinguir las palabras. Intrigada muy a mi pesar, observo cómo la piel de sus
manos se vuelve naranja, luego roja, luego blanca. El • aire alrededor de las
palmas de sus manos riela de luz, de calor; puedo sentirlo, incluso desde donde
estoy.
A continuación: fuego.
Las llamas brotan primero de una mano, luego de la otra. Se juntan a medio
camino, se enroscan las unas en las otras y giran en espiral antes de arremeter
contra la puerta. Los barrotes se vuelven del mismo color que sus manos
(naranja, rojo, blanco) y con un leve chisporroteo, como la grasa en una sartén,
simplemente desaparecen, se colapsan en un humeante montón de metal
fundido.
—Vamos, gorrioncito. —Keagan pasa por encima de los restos y se reúne
conmigo en el pasillo—. Hora de volar.

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ME PLANTO DELANTE DE ELLA, le corto el paso.
—Tú no vienes conmigo.
—Teniendo en cuenta que ya me he escapado, realmente no tengo mucha
opción —me contesta—. Si me quedo por aquí, simplemente conseguiré que
me vuelvan a encerrar y preferiría no pasar por eso otra vez. —Keagan agarra
su negro abrigo prestado del banco y me aparta de un empujón para salir al
pasillo.
Frunzo el ceño. Esta situación se me está escapando de las manos a pasos
agigantados.
—Nunca conseguirás salir de aquí —le informo—. Hexham está custodiada
por algo más que solo hombres. Hay un hechizo sobre ella. Solo aquellos que
no son prisioneros son libres de ir y venir. No puedes fugarte.
—Vayamos problema a problema, gorrión.
—Si ellos te encuentran, te atraparán.
—¿De qué ellos estamos hablando?
—¡De todos ellos! —Bajo la voz a algo parecido a un tono razonable—. Si
te vuelven a atrapar, casi puedo garantizarte que la prisión será la menor de tus
preocupaciones. Puede que a él le haya empujado fuera de la trayectoria de una
espada —hago un gesto con la cabeza hacia la celda de Malcolm—, pero no
voy a hacer lo mismo por ti.
—No me matarán —dice Keagan—. Y no nos van a atrapar, porque no hay
ninguna posibilidad de que crean que vamos directamente de vuelta al sitio del
que acabamos de fugarnos.
—No hay ningún nos —insisto—. Ningún nosotros.
Keagan se dirige a la celda de Malcolm. Una única mano en alto esta vez,
apunta a la cerradura. Antes de que pueda soltar una sola palabra de protesta

*R3N3*
oigo un ruido chisporroteante, un sonido metálico, y la puerta se abre de par en
par. Pero antes de que Malcolm pueda salir, la cierro de un portazo.
—¡Bess!
Le ignoro.
—¿Qué estás haciendo? —increpo a Keagan—. No puede venir con
nosotros. Se supone que te tienes que encargar de que sobreviva, ¿recuerdas?
Eso es lo que dijiste. Si muere, Blackwell es el legítimo rey.
—Sip, eso dije —contesta—. Pero si vas a Upminster a matar a un rey,
necesitas a otro para ocupar su puesto. Matar a un monarca tiene sus
repercusiones, ¿sabes? Si Malcolm no está ahí, uno de los hombres de
Blackwell ocupará su lugar como regente y estaremos en el mismo sitio que al
principio. No es lo que planeé cuando empecé esto, pero a veces los planes
tienen la habilidad de hacerse por sí mismos.
—¿Es eso lo que quieres? ¿Lo que quiere la Orden? —No soy capaz de
pronunciar las traicioneras palabras que vienen a continuación. No soy capaz de
preguntarle si quiere a Malcolm de vuelta en el trono, no con él ahí de pie justo
delante de mí.
Pero no necesito hacerlo.
—No importa lo que ellos quieran —interviene Malcolm—. No tienen
elección.
—Tiene razón. —Keagan me obliga a soltar la puerta de la celda—. El
actual rey Thomas o el anterior rey Malcolm, esa es toda la elección que
tenemos. Escila y Caribdis, es lo que hay. Pero las cosas serían distintas esta
vez. —Abre la puerta, hace un gesto con el brazo para que Malcolm salga—. Si
Malcolm recupera el trono, no olvidará quién le ha salvado, ni quién le ha
llevado hasta ahí. ¿No es cierto, Majestad?
La expresión de Malcolm es cortante como el cristal.
—Es una de las muchas cosas que no olvidaré. —Gira sobre sus
polvorientos talones y se aleja a grandes zancadas por el pasillo de la prisión
como si fuera la alfombra roja que le lleva al trono. Keagan arquea una pálida
ceja, luego se apresura a seguirle.
No voy con ellos, no inmediatamente. Porque puedo sentir los ojos de John

*R3N3*
sobre mí, con tanta claridad como si tuviera la mano apoyada en mi hombro.
Me doy la vuelta y le veo de pie ante la puerta de su celda, medio iluminada por
las sombras. Por un momento nos miramos fijamente; todavía no puedo aceptar
el cambio que veo en él. Sus ojos oscuros y fríos, con grandes ojeras, como si
alguien hubiese restregado tierra por debajo de ellos; su ceño fruncido no es ya
un invitado pasajero, sino un residente permanente.
No le doy la oportunidad de darme la espalda primero. No le doy la
oportunidad de lanzarme una última pulla; ni que el recuerdo de las anteriores
no fuese ya lo bastante doloroso. Así que antes de que Malcolm pueda susurrar
otro «¡Bess!» desde el final del pasillo, me alejo caminando.
Keagan, Malcolm y yo nos agazapamos juntos al pie de las escaleras. Desde
donde estamos, podemos ver la puerta que conduce al patio, cerrada con llave y
custodiada por el mismo hombre que vi antes. Está apoyado contra los barrotes,
mirando a los otros jugar a algún tipo de juego. Se oye el sonido de algo pesado
golpear la tierra, uno tras otro, luego risas y vítores.
—¿Están jugando a los bolos? —susurra Malcolm.
Keagan le da una patada a la pared, dos. El guardia que holgazanea al lado
de la puerta se gira al oír el ruido, frunce el ceño, desenvaina una espada. Abre
el cerrojo de la puerta y entra, con el arma por delante.
—¿Qué haces? —le recrimino entre dientes—. Puede que no sepa nada de
magia. No todo el mundo en Harrow es mago, ¿sabes? Puede que no sea capaz
de dejarnos salir.
—Shhh.
El guardia se acerca. Está a menos a un metro de distancia, a medio, cuando
Keagan salta como un resorte desde detrás de la pared, le hace una llave
inmovilizadora, le arrastra al hueco de las escaleras. El guardia abre los ojos
como platos al reconocernos.
—Levanta el hechizo —le ordena Keagan—. Déjanos salir.
—No puedo —lloriquea el guardia—. No sé nada de magia.
—No es verdad —dice ella—. Le has lanzado un hechizo a ese guardia para
que fallara su tiro porque tienes una apuesta con el otro guardia, el del otro lado
del patio.

*R3N3*
—¿Cómo… cómo sabes eso?
Keagan enseña sus impecables dientes blancos al esbozar una gran sonrisa.
—Cuando un hombre observa una partida de bolos como si fuera un deporte
de sangre, siempre es por dinero. Ahora, déjanos salir y yo te dejaré guardar el
secreto. Y tus ganancias.
El guardia maldice en voz baja. Con sus siguientes palabras pronuncia algún
tipo de conjuro, un encantamiento. Un zumbido parecido al de un abejorro
resuena por el pasillo, luego enmudece.
—Tenéis diez minutos —dice.
Keagan le agarra por la parte de atrás de la capa y le empuja por el pasillo.
Encuentra una celda vacía, le mete dentro de un empujón y funde el cerrojo con
un fogonazo de calor de su mano.
—Muéstranos el camino, gorrión.
Los guío hasta la celda y la ventana abierta por la que entré. Nos
encaramamos al alféizar y salimos y, una vez fuera, cruzamos el pequeño trecho
descubierto hasta el muro de la prisión.
—Yo lo escalé —informo a Keagan—. Para entrar. No creo que podamos
hacer lo mismo para salir. Tú puede que seas capaz, pero no creo que él pueda.
—Señalo a Malcolm con la barbilla.
—Te sorprendería saber de lo que soy capaz —me interrumpe él.
—Estoy segura de que no, mi señor. —Keagan hace una mueca al oír mi
servilismo, pero la formalidad es la única arma que tengo contra él, la única
arma que tuve jamás.
Se acerca al muro con la misma postura arrogante con la que se acerca a
todo. Se escupe en una mano, la frota con la otra y pone ambas sobre la piedra,
palpando en busca de un buen agarre. Keagan me lanza una mirada, me encojo
de hombros. Quizás pueda hacerlo.
Malcolm empieza a trepar. Para mi gran sorpresa, lo hace con facilidad.
Sube un metro, metro y medio, tres metros. Me dirijo al muro yo también, me
cuelgo la bolsa del hombro antes de pasar las palmas de las manos con cuidado
por la arena para embadurnármelas de tierra. A mi lado, Keagan hace lo mismo,
luego empieza a trepar al lado de Malcolm. Pero yo no voy, todavía no.

*R3N3*
A unos seis metros de altura, el pie de Malcolm golpea algo de mortero
suelto. Malcolm desplaza su peso para compensar, pero la piedra no aguanta y
se suelta de la pared, cae al vacío y golpea el suelo a sus pies con un ruido
sordo. Malcolm se queda colgado de las manos, sus pies bambolean en medio
del aire, patalea y se estira en busca de otro apoyo. No lo encuentra.
De repente cae, en silencio. Pienso en todas las cosas que se va a romper
cuando toque el suelo: un pie, una pierna, la rodilla, o incluso la columna. Pero
aterriza sobre los pies, dobla las rodillas y rueda por el suelo para absorber el
impacto, del modo que yo sé hacerlo pero que no tenía ni idea de que él también
supiera.
Malcolm se levanta y se sacude la tierra de los pantalones. No parece
herido, ni siquiera parece avergonzado.
—Podíais haberos roto algo —le digo—. ¿Cómo aprendisteis a escalar así?
Malcolm se encoge de hombros.
—Pasé casi todas las noches de mi decimotercer año en las tabernas de The
Shambles —me cuenta—. Te aseguro que no eran visitas autorizadas.
—Una historia apasionante. —Keagan se deja caer al suelo a su lado, ágil
como un gato—. Pero nos habéis costado tiempo. Y si os hubierais roto algo,
nos hubierais costado todavía más. Y os aseguro que no voy a cargar con vos a
ninguna parte. —Se muerde el labio pensativa—. Tendré que hacer algo para
distraer a los guardias.
Recorremos el muro de la prisión hasta llegar al final. Las risas de los
guardias y el ruido sordo de las rocas resuenan con eco a través del vacío patio
bañado en sombras. Keagan señala a una pequeña garita adosada a la parte
delantera.
—Le voy a prender fuego —explica—. Uno pequeño al principio, para que
no parezca intencionado. Aunque debéis saber que no tardarán mucho en darse
cuenta de que lo es.
—¿Y luego qué? —pregunto.
—Estad atentos a mi señal —contesta—. Sabréis cuál es cuando la veáis. Y
cuando lo hagáis, corred. Derechos a la verja delantera, tan deprisa como
podáis.

*R3N3*
—No le hagas daño a nadie —le advierto.
—No lo haré. —Keagan cruza el patio corriendo, desaparece entre las
sombras. Solo distingo su silueta, que avanza en cuclillas hacia la garita.
Mantengo los ojos fijos en ella, pero soy muy consciente de Malcolm, que se
me acerca poco a poco por detrás, su hombro apretado contra el mío.
—Bess. —Su voz, susurrada en la oscuridad, hace que un escalofrío de
tensión me recorra la columna.
—¿Mi señor? —No me doy la vuelta.
—¿De verdad le vas a matar? ¿A tío Thomas? —Una pausa—. No puedo
pedirte que hagas eso por mí.
—No lo hago por vos. —Las palabras salen por mi boca antes de que
encuentre el suficiente sentido común para reprimirlas—. No tiene nada que ver
con vos.
Silencio. Un hombro que se pone tenso a mi lado.
—Majestad. —Me vuelvo hacia él, hago una apresurada pero siempre torpe
reverencia—. Disculpadme. No era mi intención hablar sin que me lo
indicarais, pero estos son… —Rebusco entre las ridículas sutilezas habituales;
he perdido la práctica—… tiempos difíciles.
Malcolm parpadea, una vez, dos y deprisa, como si se estuviera quitando
algo de los ojos.
—No es necesario que te disculpes. —Luego me da un golpecito en el brazo
y señala detrás de mí—. Mira.
Un solitario y diminuto pájaro hecho de llamas revolotea por el aire,
zigzaguea hacia la verja de la prisión antes de aterrizar sobre el cerrojo
cuadrado de hierro. El metal empieza a desprender un fulgor rojizo, se está
derritiendo. Con un guiño, el pájaro desaparece y, aunque no puedo verlo, sé
que la verja ya no está cerrada con llave.
—¿Era esa nuestra señal? —susurra Malcolm—. Keagan no quería decir
que corriéramos ahora, ¿o sí?
Dudo un instante. Los guardias siguen jugando a los bolos, no están ni a
diez metros de la verja. Si corremos ahora, nos verán, pero puede que no
tengamos otra oportunidad.

*R3N3*
—Mi señor —digo—. Corred.
Alcanzamos a dar cinco pasos, puede que diez, cuando ocurre. Un retumbar,
un crujido, y la puerta delantera de la garita revienta en sus goznes, un mar de
llamas sale escupido de su interior.
—¡Eh! —grita un guardia. Todos dejan caer sus piedras y echan a correr
hacia el edificio. Pero no saben lo que hacer, realmente no, se paran a medio
camino, el calor y la confusión les obligan a guiñar los ojos. No nos ven así que
seguimos corriendo.
Estamos a seis metros de ellos. A tres. Un vistazo a Malcolm me confirma
que empieza a quedarse atrás. Le agarro por la manga y doy un fuerte tirón
justo cuando una pared de fuego estalla a nuestro lado, alta y ancha y crepitante
y ardiente. La entrada está libre y despejada delante de nosotros. Se oye el
retumbar de unas pisadas justo antes de aparecer Reagan y los tres salimos a
toda velocidad por la verja. Reagan la cierra al pasar y con otro puñado de
llamas candentes, derrite el cerrojo, atrapando a los guardias en su interior.
Puedo ver el fuego subir más y más en el cielo.
—No podemos dejarlos ahí —digo—. Se quemarán, la prisión se quemará.
John… —Doy media vuelta, empiezo a retroceder. Reagan hace un gesto
cortante con la mano por el aire y, de inmediato, el crepitante cielo rojo
recupera su negrura de hace un rato. No puedo verlo, pero puedo olerlo: el
persistente olor a humo, la acre pestilencia que me recuerda a Tyburn y a
muerte.
—Dije que no le haría daño a nadie. —Reagan agarra la parte de atrás de mi
capa y me empuja hacia el prado, lejos de Hexham—. Y siempre cumplo con
mi palabra.
—Pero el humo…
—Se despejará. No es suficiente para incapacitar. Pero no puedo dejar que
vuelvas ahí. Apuesto a que disponemos de quince minutos, antes de que
deduzcan qué ha pasado. Tenemos que estar lo más lejos posible para entonces.
Los guío por los oscuros prados ondulantes y a través de pequeños
bosquecillos hasta llegar al cruce en el que he quedado con Schuyler. Tenemos
que parar unas cuantas veces para que Malcolm recupere la respiración. Dijo

*R3N3*
que la caída no le había dolido, pero la forma en que se apoya más en una
pierna que en la otra cuenta una historia diferente.
Por la posición de la luna, que ya empieza a descender hacia el oeste, deben
de ser más o menos las dos de la madrugada. En principio no tengo que
encontrarme con Schuyler hasta las cinco, pero cuando llegamos a la
intersección de dos estrechas carreteras y al pequeño murete de piedra roto que
está a su lado, no me sorprende nada verle ahí esperando, una pálida silueta
recortada contra el cielo nocturno. Nos ve acercarnos y se baja del murete de un
salto, sus botas crujen sobre la hierba helada.
—Vaya, ahora sí que la has hecho buena, monada —dice Schuyler a modo
de saludo—. Ayudas a estos dos a fugarse de prisión, casi quemas el sitio
entero. No recuerdo que eso fuera parte de nuestro plan.
—Créeme, no lo era.
Sus ojos se posan en Reagan, brillantes y amenazadores.
—Tú eres un problema —le dice—. No me gustan los problemas.
Keagan se ríe, no le tiene el más mínimo miedo.
—Eres un retornado, ¿verdad? Según lo veo yo, creo que vives para ellos.
Schuyler le da la espalda a sus risas para mirar a Malcolm a la cara. Pero
Malcolm no mueve ni un músculo, no le rehúye.
—¿Y qué pasa contigo? —pregunta Schuyler—. ¿También tienes la
intención de causarme problemas?
—Yo no respondo ante ti —contesta Malcolm con voz neutra—. En el
futuro, te agradeceré que te dirijas a mí como señor. O lord. O Majestad.
—Me hundiré en el infierno antes.
—Eres un retornado, ¿verdad? —Malcolm repite las palabras de Keagan y
el sarcasmo que hay en ellas—. Según lo veo yo, creo que ni siquiera el infierno
te quiere.
—Basta. —Me interpongo entre ellos—. Si esto va a funcionar, y Dios sabe
que eso ya es bastante difícil, será sin vuestras riñas de chiquillos.
Malcolm parpadea, esa mirada sorprendida una vez más. Nunca me ha
entendido, es cierto, pero ahora me entiende aún menos, fuera de palacio y
fuera de su poder. Fuera del papel que escribió para mí y que ya no desempeño.

*R3N3*
Schuyler se agacha, coge varias bolsas de tela que no había visto hasta
ahora. Le tira una a Keagan, que la atrapa sin esfuerzo, y la otra a Malcolm, que
no lo hace. La bolsa cae al suelo y su contenido se desparrama por la hierba:
ropa, una bota llena de agua, un hatillo de tela repleto de comida y unas cuantas
armas.
—Idea de Fifer —aclara Schuyler antes de que pueda preguntar—. Le conté
lo que había sucedido. Todavía está enfadada contigo, así que no te hagas
ilusiones de que no sea así. Pero dijo que no podías llevarte a estos dos a
Upminster con esta pinta. Así que empacó algunas provisiones. —De su bolsa,
saca otro paquete cuidadosamente envuelto y me lo pasa.
—¿Tu chica hizo esto? —Keagan ya está fisgando entre los artículos de su
bolsa. Sonríe de oreja a oreja cuando saca pan, queso y un surtido de fruta. Le
da un gran mordisco a una manzana, gimiendo de placer mientras mastica—. Es
muy amable, encantadora, un ángel.
—Desde luego que no es ninguna de esas cosas —dice Schuyler cortante—.
Ahora daos prisa y comed. Tenemos que llegar tan lejos como podamos esta
noche, por si la Vigilia decide salir en nuestra busca.
Puede que Fifer todavía esté enfadada conmigo, pero no se me escapa que
ha preparado mi comida favorita: fresas y codorniz fría y pan blando y queso
curado. No la ha encontrado en el campamento de Rochester, eso seguro. Me
invade una inesperada sensación de cariño al pensar en todas las molestias que
se ha debido de tomar para conseguir todo esto.
Malcolm, Keagan y yo comemos deprisa; los retornados no necesitan
comer. Volvemos a cargar nuestras bolsas, antes de emprender el camino a
través del Mudchute y sus extensos campos abiertos, rotos solo por alguna
granja aislada o un rebaño de ganado. Caminamos hasta que el sol empieza a
asomar, hasta que el cielo gris se vuelve naranja y amarillo por los bordes, hasta
que nuestros ojos y nuestras espaldas empiezan a desfallecer por el agotamiento
y el frío.
Llegamos a un pequeño valle escondido cerca de un pequeño riachuelo, al
pie de un bosquecillo. Es suficiente para resguardarnos del viento y la lluvia
que está empezando a caer de los cielos plomizos. Schuyler saca una lona de su

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bolsa y la ata entre dos árboles. Keagan conjura un fogonazo de calor para secar
la hierba húmeda, luego una pequeña hoguera sin humo que calienta el espacio
a la temperatura de un día de verano.
Nos tumbamos en el suelo, usamos nuestras bolsas a modo de almohada. El
aire cálido, el crepitar del fuego y el tamborileo de la lluvia sobre la lona me
tranquilizan y me relajan. Mis párpados empiezan a cerrarse y estoy casi
dormida cuando susurra mi nombre.
—Bess.
Abro los ojos de par en par. La voz de Malcolm, dulce y cerca de mí,
incluso a la luz del día, me hace ponerme tensa. Desde el otro lado del claro,
Schuyler me observa con atención.
—¿Estás despierta?
Podría no decir nada. Podría decir vete al infierno. Ya no es el rey y yo ya
no soy su querida, ya no me debo a él y no le debo nada. Pero el hábito de la
obediencia ya está demasiado arraigado en mí, el patrón demasiado establecido.
No conozco ninguna otra manera de interactuar con él.
—Estoy despierta. —Me enderezo hasta sentarme a su lado. Tiene los
brazos alrededor de las rodillas y tirita a pesar de su capa de lana y el calor del
ambiente—. ¿Pasa algo?
—No —contesta—. Bueno, no del todo. Es solo que hay algo que quería
preguntarte. Algo que necesito saber.
La incertidumbre en su voz me hace recelar.
—Por supuesto.
—¿Por qué no me contaste lo de las hierbas? Las que te pillaron y causaron
tu detención —me aclara; como si necesitara aclaración—. Yo podría haberte
ayudado, si me lo hubieses contado. Podría haber hecho algo.
Como si no hubiese hecho ya bastante.
—¿Qué podríais haber hecho? —pregunto en cambio—. Erais el rey, un rey
acosador. Yo era cazadora de brujas. Me ganaba la vida velando por que se
cumplieran vuestras leyes. No iba a dejar las hierbas al pie de vuestra cama.
—Eras más que una cazadora de brujas para mí. —Sus ojos y sus palabras
son suplicantes—. Eres más que eso. Y pensé, tenía la esperanza, de ser más

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que un rey para ti. Me lo podías haber contado —insiste—. Hubiera hecho todo
lo posible por salvarte.
Hay un mundo de malévola inocencia en sus palabras. No pudo salvar su
trono, no se pudo salvar a sí mismo, no pudo salvar a su propia mujer. ¿Cómo
podía haberme salvado a mí?
—Me podríais haber salvado dejándome en paz —le contesto, por fin
sincera—. Tenía quince años cuando me mandasteis llamar por primera vez.
Tenía miedo y vos erais el rey. Yo no pintaba nada siendo vuestra querida, pero
no me dejasteis ninguna alternativa.
Malcolm abre la boca, la cierra. Al otro lado del fuego, los ojos de Keagan
se unen a los de Schuyler, ambos nos observan en muda fascinación.
—No es verdad —dice al final—. Te invité a mis aposentos, sí, pero eras
libre de decir que no. Eras libre de irte cuando quisieras.
Todo lo que puedo hacer es mirarle. Porque la idea de haberle dicho que no,
de decir que no a cualquier cosa que me hubiera pedido, es tan imposible que sé
que ni siquiera él puede creérsela.
—Sabía que tenías tus dudas —admite Malcolm—, pero pensé, al menos al
principio, que simplemente estabas nerviosa. Deseaba tanto que te sintieras
cómoda, y pensé que lo había logrado. Creí que nos estábamos haciendo
amigos. Y luego pensé… —Deja morir las palabras en la boca, mientras se pasa
una mano por la barbilla—. Esa es otra cosa que tampoco vi, ¿verdad? —Esto
lo dice más para sí mismo que para mí.
—Majestad…
—No me llames así.
—Pero sois el rey. —No dice nada, así que añado—. Sí que sois el rey.
—Entonces, como rey, te eximo de tus obligaciones —dice—. Estás
eximida. —Se pone de pie y se aleja del claro, caminando bajo la lluvia, lejos
de Keagan y de Schuyler. Y lejos de mí.

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LOS SIGUIENTES DOS DÍAS son una turbia rutina de caminar de noche y
dormir de día. Desde que me eximiera de mis obligaciones, Malcolm ha dicho
muy poco, si es que ha dicho algo, ni a mí ni a los demás. Se mantiene aislado:
duerme solo, come solo, camina solo. Pero su silencio es como una advertencia
para mí y siempre estoy atenta a dónde está, qué está haciendo, qué puede hacer
a continuación.
A través de Fifer, Schuyler nos cuenta que la Vigilia sabe que nos hemos
ido, pero no saben a dónde. Sospechan que Keagan y Malcolm van camino de
Cambria y han enviado un contingente de hombres en su busca. La mayor parte
de Harrow piensa que yo he huido, que después de lo que le hice a John vi la
oportunidad de abandonar Harrow y la aproveché. Creen que Schuyler
simplemente ha desertado y ni Fifer ni Nicholas se han molestado en sacarlos
de su error.
Para la mañana del tercer día, ya hemos cruzado la frontera de Harrow,
marcada con una docena de señales con grafitis y grabados de calaveras y tibias
en cruz, llamas y cruces. Desde aquí, nos queda un único día de camino hacia el
sudeste, a través de Hainault y el extremo sur de Walthamstow hasta la ciudad
de Upminster. Llegamos a las afueras justo cuando el sol empieza a esconderse
por el horizonte y ahí acampamos para pasar la noche.
Al amanecer, nos comemos el resto de la comida que Fifer nos preparó con
tanto esmero, nos bebemos la poca agua que nos queda. Uno por uno, corremos
tras unos matorrales y nos cambiamos para ponernos la ropa empacada a
propósito para esta parte del viaje.
Para Schuyler y Malcolm hay pantalones bastos de lana, túnicas de
muselina, botas desgastadas y caras sin afeitar. Para Keagan y para mí, raídos
vestidos de lana marrón y simples bailarinas de cuero; llevamos el pelo
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remetido bajo cofias blancas de tela. Tenemos un aspecto simple, tan anodino
como el de cualquier sirviente. Sirvientes de Ravenscourt, en concreto.
Sin embargo, debajo de la ropa, somos cualquier cosa menos eso. Los
cuatro llevamos armas repartidas por todo el cuerpo: cuchillos remetidos en las
botas, enganchados en cinturones bajo nuestros vestidos y túnicas y, para mí, el
Azoth, a buen recaudo en una vaina atada alrededor de la cintura debajo de mi
falda. Puedo sentir cómo me llama, su invitación a la violencia caliente y
palpitante contra la piel. No es una sensación del todo desagradable.
—Hasta ahora hemos tenido suerte. —Keagan hace una mueca mientras se
ajusta los lazos de la cofia. Sin su corto pelo desgreñado a la vista, parece una
chica, una chiquilla más bien, y lo sabe—. Desde que dejamos Harrow, no
hemos visto ni oído nada. No quiero ser alarmista, pero todo esto no me parece
muy normal.
Schuyler, un poco apartado de nosotros, comprobando y recomprobando sus
armas, me mira.
—¿Crees que Blackwell sabe que venimos?
Lo pienso un instante. Creí que teníamos el factor sorpresa de nuestro lado
cuando nos colamos en Greenwich Tower hace varios meses, disfrazados como
invitados a la mascarada. Creí que le habíamos engañado cuando, desde un
principio, lo sabía. Solo estaba esperando la oportunidad adecuada.
—No lo sé —admito—. Creí que nos toparíamos con alguna cosa, al menos.
Tropas, guardias… cuando era cazadora de brujas, Blackwell nos hacía
patrullar todas las noches, por todos los pueblos en un radio de ochenta
kilómetros alrededor de Upminster.
—Bueno, ahora las leyes han cambiado, ¿no? —dice Schuyler.
—No tanto —respondo.
Emprendemos nuestro camino a través de pequeños barrios periféricos,
recorremos sus diversas calles mayores empapadas en barro y bordeadas por
edificios con muros de entramados de madera y casitas de piedra que se hacen
cada vez más grandes y están cada vez más juntas a medida que nos acercamos
a la ciudad. Aun así, no hay nada que parezca fuera de lo normal. Los hombres
y mujeres que vemos continúan con sus rutinas diarias: los comerciantes

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empujan sus carretas, las lavanderas acarrean cestos de ropa, las puertas y
contraventanas de todas las tabernas y tiendas por las que pasamos están
abiertas. Hasta ahora, no parece que nos siga nadie. Pero pienso en el baile de
máscaras otra vez, cómo entonces todo también parecía estar saliendo a pedir de
boca.
Upminster parece igual que el último día que estuve aquí, mi último día de
libertad. Mucho mejor, de hecho, porque hoy no hay protestas, ni
muchedumbres, ni quemas. El aire está cargado de olor a barro y estiércol,
cuero y ganado, el sonido de gritos y risas, ruedas y adoquines.
Miro a Schuyler de reojo. Sé por la postura de sus hombros, rígidos y altos,
que está escuchando, fisgando en las mentes de la gente que nos rodea, intenta
pescar el peligro en el ambiente como si fueran pétalos flotando en la brisa.
Keagan, también, está en guardia. Su vestido y su cofia y su pecosa cara de niña
contradicen la intensidad de cazadora que lleva en los ojos, la forma en que
mira hacia todos lados como si esperara que le tendieran una emboscada.
—No oigo nada —informa Schuyler antes de que se lo pueda preguntar—.
Todos a nuestro alrededor parecen estar tranquilos. Nada de ira, ni engaño, al
menos no más allá de lo habitual. ¿Veis a ese tío de ahí? —Hace un gesto con la
cabeza hacia el comerciante de la esquina que está apoyado en el palo de su
escoba—. Está intentando averiguar cómo decirle a la que es su mujer desde
hace veinte años que la va a abandonar por un chico de diecinueve. Mientras
tanto, su mujer… —señala imperceptiblemente a una mujer al otro lado de la
calle que holgazanea apoyada en el marco de una puerta abierta, con los ojos
cerrados y aspecto de estar vagamente enferma—… está haciendo acopio de
valor para decirle que está embarazada de quince semanas de su quinto hijo,
solo que esta vez no es de él.
—Los problemas no se van a presentar delante de nosotros —dice Keagan
—. Se acercarán a hurtadillas por nuestra espalda, estarán acechando entre las
sombras y a la vuelta de las esquinas. Se mostrarán solo cuando no estemos
mirando y creamos que estamos a salvo.
—Bueno, entonces ¿dónde vamos? —pregunta Malcolm—. ¿Si el peligro
acecha por todos lados?

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—El lugar más seguro para un secreto es a la vista de todos. Así que ahí es
donde vamos. —Keagan baja la voz—. Vamos a entrar directamente por la
puerta principal de Ravenscourt.
—Perdona —interviene Schuyler—, estaba esperando oír un buen consejo,
pero lo que he oído en realidad son los desvaríos de una lunática.
—No tiene ningún sentido utilizar subterfugios —dice Keagan—. Hay
protección mágica por todo el palacio, vayamos dónde vayamos. No lo ves
porque esa es la intención, que nadie lo sepa. ¿Los farolillos de encima de las
verjas? Las llamas tienen un hechizo que hace que se pongan verdes cuando
detectan algún engaño.
¿Las estatuas que bordean el paseo? Están embrujadas para volverse de
carne y hueso y atacar.
Pienso en ellas: los caballeros de piedra montados a caballo con espadas en
las manos, los grifos con bastones, los caballos con cuernos en la cabeza, tan
afilados y mortíferos como lanzas.
—Las he visto bajarse de sus pedestales de un salto y atravesar el pecho de
hombres como si fueran un pincho moruno —prosigue Reagan—. Las he visto
echar a volar, solo para bajar en picado y pescar a hombres de las calles para
llevárselos Dios sabe dónde.
Schuyler y yo intercambiamos una rápida mirada.
—No nos dijiste que era así —le recrimino—. Solo nos contaste lo de las
gárgolas.
—Si os lo hubiera contado, ¿habríais cambiado de planes? No —contesta
por mí—. No hubiera cambiado nada.
Caminamos por la orilla del río Severn, sus aguas espumosas por la
actividad: remeros transportando pasajeros en esquifes cerca de la orilla, flotas
de barcos más grandes obstruyendo las vías fluviales más profundas, con sus
altos mástiles y sus velas flameando en el salado cielo gris. Corta por medio de
The Shambles, un laberinto de estrechas y oscuras callejuelas a orillas del río,
llenas de tabernas y casas de juego, borrachos y prostitutas. Malcolm se cala
bien la gorra por encima de los ojos para evitar ser reconocido.
Al final, salimos a Westcheap Road, la amplia carretera principal que lleva

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directamente a Ravenscourt, atestada de gente y ganado, comerciantes y
clientes. Pasamos la una vez atiborrada plaza de Tyburn, ahora vacía (sin gente,
sin cadalsos, sin cadenas) y llegamos a las verjas de palacio, abiertas de par en
par pero nada acogedoras.
Ravenscourt es enorme, el mayor de los palacios de Malcolm; ahora de
Blackwell. Construido en piedra y ladrillo rojo, con arcos Tudores, elegante
tracería, inmensas vidrieras de colores y sus muchas torres y agujas coronadas
por banderas, se extiende a lo largo de veinte hectáreas a orillas del Severn; un
hogar de cuarenta habitaciones para los más de un millar de miembros de la
corte.
La última vez que estuve aquí fue rodeada de hombres y mujeres que
protestaban y gritaban contra el rey. Tenían incluso almádenas, estaban
rompiendo las tablas de piedra que colgaban de postes de hierro, tablas que
recogían las leyes de Anglia. Ahora esas tablas han desaparecido, junto con las
leyes, junto con el rey, junto con la razón.
—Seguid andando —nos apremia Keagan sin alterar su ritmo—. No
caminéis más despacio, no dudéis, no miréis a vuestro alrededor. Mantened la
mente en blanco, tan vacía como podáis. Hagáis lo que hagáis, no penséis en
nada violento.
—¿Y qué pasa con los farolillos? —Los miro. Bordean el paseo que
tenemos delante, las llamas en su interior se remueven con suavidad, cada una
de un tono diferente de amarillo, rosa, rojo—. Dijiste que se vuelven verdes si
detectan el engaño. Cambiarán de color en cuando pasemos por delante de
ellos.
—Si estás entrando en Ravenscourt, tu mente ya está dispuesta a engañar —
dice Keagan—. Lo que detectan es la gravedad del engaño. Maridos infieles
que piensan en sus amantes podrán pasar. Regicidas en potencia disfrazados de
sirvientes, no, a no ser que no penséis en ello. Así que pensad en otra cosa. En
cualquier otra cosa.
—¿Cómo sabes que va a funcionar?
—No lo sé —contesta Keagan—. Ahora, dejad de hablar, dejad de pensar y
poneos en marcha.

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Cruzamos las verjas, nuestro paso rápido, cargado de falsa confianza. Dos
columnas de ladrillo rojo, cada una de más de un metro de diámetro y tres
metros de altura, coronadas por un capitel de piedra y, encima de eso, un león
de piedra. Centinelas inmóviles, salvo por los ojos. Escudriñan la gente a
nuestro alrededor, lo ven todo y no sienten nada. La magia crepita por todas
partes a mi alrededor, todos los sitios a los que miro. Las banderas que coronan
las torres ondean alegres contra el cielo gris, aunque no hay brisa. Unos cuervos
vuelan en círculo por el aire, suben y bajan en picado por encima de nuestras
cabezas como nubes de tormenta, sus ojos no amarillos sino rojo sangre:
embrujados y astutos.
Keagan aprieta los puños, la única señal de su angustia. Schuyler tararea
algo desafinado, una canción que no reconozco. A mi lado, Malcolm susurra.
No consigo descifrar las palabras, pero algo en su ritmo me resulta familiar.
Llegamos a la entrada principal y cruzamos la puerta con arco que conduce
al patio central. El peligro aquí es palpable, puedo olerlo en el aire, cargado del
humo de las cocinas, que huele como una pira funeraria. Puedo oírlo en el
repicar de botas sobre los adoquines, las pisadas de cortesanos, peticionarios,
pajes y sirvientes que suenan como la Inquisición. Hay problemas acechando
por todas partes, nos rodean por los cuatro costados. Nos estamos ahogando en
ellos.
En medio del patio hay una fuente de mármol blanco, con caños incrustados
en forma de cabeza de león. Cuando Malcolm era rey, la fuente manaba vino
tinto todo el día y toda la noche; pensó que sería divertido. Y lo era, con el
gentío y las risas y la alegría constante que la rodeaba. Ahora la alegría ha
desaparecido y la fuente está vacía, los posos del vino secos sobre el mármol
como raíles de sangre.
De repente, Schuyler deja de tararear. Antes de que pueda pensar en
preguntarme por qué, lo oigo: gritos, un tronar de botas, un sordo murmullo de
pánico entre los hombres y mujeres que nos rodean y que pronto se vuelve
estridente. Doy media vuelta para encontrarme con unos guardias, media
docena, armados, vestidos de negro, marchan directamente hacia nosotros, la
multitud se hace a un lado como hormigas ante una bota.

*R3N3*
Malcolm busca a tientas su cuchillo. La canción de Schuyler se convierte en
una rápida letanía de palabrotas mientras Keagan se queda clavada en donde
está, los puños apretados con fuerza. Solo yo puedo ver sus vetas marmóreas:
naranja, rojo, blanco; el fuego preparado.
Los guardias caen sobre un hombre que está de pie al lado de la fuente, a no
más de metro y medio de nosotros. Empieza a correr. Los hombres salen en su
persecución, pero antes de que puedan alcanzarle, una nube de cuervos de los
que vi antes descienden como llovidos del cielo en un remolino de plumas
grasientas, el aire desgarrado por sus agudos chillidos y polvoriento hedor
fétido. Le tiran al suelo, hacen trizas su ropa azul marina antes de volver sus
garras y picos contra sus ojos, su boca, su cara. Los gritos del hombre se unen a
los de los pájaros.
—Vamos. —La voz de Keagan susurrada entre dientes a mi oído—. Ahora.
Empezamos a andar (no hay nada que llame más la atención que correr)
entre la multitud que contempla la escena en horrorizada fascinación. Nos
dirigimos a las arcadas que bordean los cuatro lados del parió, cuatro arcos en
cada fachada. Nos metemos por la tercera abertura, que conduce a un oscuro
pasillo en sombras.
Ninguno de nosotros dice nada mientras nos adentramos cada vez más
hondo en el laberinto que es Ravenscourt. Pasamos por las zonas comunes, las
oficinas, cruzamos un patio con verjas y por fin llegamos al ala de la cocina.
Pasamos la oficina del tesorero, la bodega, el almacén de especias, la sala de
pastelería, las despensas de carne, hasta que salimos al exterior otra vez, a la
estrecha, oscura y fría callejuela a la que pretendía llegar:
Fish Court. Discurre paralela a una de las muchas cocinas de Ravenscourt,
donde traen y almacenan el pescado fresco capturado en el Severn, de ahí el
hedor y el nombre. Schuyler y Reagan se tapan la nariz con las manos y
Malcolm se planta una mano delante de la boca para reprimir una arcada.
—Dejad de hacer seo —les digo—. Se supone que sois sirvientes. Estáis
acostumbrados a esto. —Me vuelvo hacia Malcolm, que se ha dejado caer
contra la fría pared de ladrillo. Ya no tiene la mano sobre la boca, pero está
doblado por la cintura, mira el suelo fijamente. Parece que vaya a vomitar, pero

*R3N3*
no creo que sea por el olor a pescado.
—Ese hombre al que atacaron los pájaros —le digo—. ¿Era quien creo que
era?
—El capellán del Tío —confirma—. Le conoce desde que era un niño. No
sé qué puede haber hecho para merecer ese final.
—Se puso en su camino —digo, porque eso es a lo que se reduce todo
siempre con Blackwell. Malcolm asiente, en silencio. Él también empieza a
darse cuenta.
—Nos están vigilando. —Schuyler está observando la nube de alas negras
por encima de nuestras cabezas, esos embrujados ojos rojos que escudriñan las
sombras bajo ellos—. ¿A dónde vamos ahora?
Hago un gesto hacia el callejón, hacia una puerta pintada de verde que hay
al final. Al otro lado de la puerta está la despensa de carne. Es donde la llevan
para ser curada, y siempre, siempre, está vacía. Por una buena razón: aquí
dentro huele a matadero.
En el centro de la sala hay una gran rejilla incrustada en el suelo, por donde
gotea la sangre de los pedazos de carne destrozada de al menos cincuenta
cadáveres de animales que cuelgan de ganchos del techo. Me agacho y la suelto
de sus pegajosos anclajes. El olor que me da la bienvenida desde abajo es peor
que el que nos rodea.
—Sabía que tenías un plan. —Keagan arruga su pecosa nariz, una expresión
que me recuerda a Fifer—. Pero no creí que fuera a resultar tan repugnante.
—No tan repugnante como que unos cuervos te saquen los ojos —le
contesto—. Ahora, meteos dentro.
A regañadientes, se cuela por el hueco en el suelo. Malcolm y Schuyler la
siguen, Schuyler escupiendo obscenidades a causa del hedor. Sin querer me
acuerdo de John, de cómo maldecía a menudo y con regocijo, de cómo eso me
hacía reír. Me pregunto si todavía está en Hexham o si le han dejado salir
después de nuestra fuga. Me pregunto si todavía habla con tanta libertad, o si
ahora mide más sus palabras, por ella. Me pregunto si se pregunta qué tal me
va, si alguna vez piensa en mí, odiándome o de cualquier modo.
—Gorrión. —Keagan me mira desde abajo a través de la abertura,

*R3N3*
interrumpiendo mis pensamientos—. Vamos.
Me deslizo por el hueco que ha dejado la rejilla. Dentro huele a rancio. Hay
charcos de sangre pegajosos acumulados bajo nuestros pies, cucarachas
correteando por las paredes, larvas y gusanos retorciéndose en la tierra. El
minúsculo espacio se ramifica en una red de túneles. Les guío por uno tras otro.
Los cuatro gateamos sobre manos y pies, mugrientos y mojados, mientras
avanzamos por debajo del palacio.
Aquí abajo todo es repugnante, Keagan tiene razón. Solo había estado aquí
una vez, la noche que salí a hurtadillas de mi cuarto para ir a los muelles, donde
paré un esquife para que me llevara a las casas de baños, a una destartalada
habitación en un estrecho edificio de madera construido a orillas del río. Allí
me encontré con una sabia hechicera, había oído a las doncellas de la cocina
hablar de ella. Una mujer que podía hablar con los muertos, que podía hacer
que un chico amara a una chica, que podía hacer que una mujer quedara
embarazada, que podía evitar que eso sucediera.
Ella fue la que me dio las hierbas, menta poleo y silfio, la que me dijo cómo
cocerlas a fuego lento durante tres días bajo la oscuridad de una luna nueva,
cómo enmascarar su penetrante olor con menta. La que me miró mientras me
alejaba y dijo:
—Esas hierbas, evitarán que tengas un problema. Pero no evitarán todos los
problemas.
Una mujer sabia, desde luego.
Poco después, la luz empieza a colarse por la oscuridad, un halo alrededor
de los rebordes húmedos. Unas voces y el sonido de unas pisadas nos llegan
filtrados a través del techo. Un apetitoso olor a carne asada, un dulce aroma a
pastel y el calor de la levadura del pan recién hecho cuando pasamos por debajo
de la cocina principal del palacio. Justo donde debíamos estar.
Dejamos nuestras bolsas en el suelo y nos aprestamos a instalarnos para
pasar la noche. Keagan calienta nuestra ropa con un rápido fogonazo de calor,
pero no le dejamos hacer una hoguera por miedo a que una corriente arrastre el
humo hacia arriba, caliente el aire y alerte a alguien de nuestra presencia.
Las horas vespertinas discurren lentamente, alargadas por el aire frío, la

*R3N3*
humedad y la falta de comida, empeoradas por el olor de la comida que persiste
mucho después de que cierre la cocina. Les cuento en susurros el plan de
mañana, cada detalle y combinación posible. No dejamos nada al azar. Yo me
colaré en la diminuta sala de oración real, no más grande que un armario, que
da a la capilla con sus paredes de paneles oscuros, ricas cortinas de seda roja y
techos de elaborados frescos. Donde Blackwell escucha maitines todas las
mañanas, donde esperaré hasta que llegue. Donde desenvainaré el Azoth y se lo
clavaré en el pecho y observaré cómo su sangre de vida escapa de su cuerpo,
junto con su magia, junto con el control que tiene sobre mí, sobre John, sobre
Anglia.
Ninguno de nosotros conseguimos descansar bien. Keagan se tumba en el
suelo, se mueve y da vueltas durante horas antes de, por fin, quedarse quieta.
Schuyler se sienta contra la pared, los brazos cruzados delante del pecho, los
ojos cerrados. No duerme, los retornados no necesitan dormir, pero es lo más
cerca que va a estar de hacerlo.
A mi lado, Malcolm se mueve sin parar: cruza y descruza los brazos, se ciñe
la capa alrededor de los hombros, se pasa las manos por el pelo. Está tiritando,
pero no sé si es por nervios o por frío. Su angustia me pone más nerviosa de lo
que ya estoy y al final no lo aguanto ya más.
—¿Qué era eso que estabais susurrando? —pregunto—. Antes, cuando
recorrimos el paseo. Me sonaba familiar. ¿Qué era?
Al oír mi voz, Malcolm gira rápidamente la cabeza hacia mí y, como
esperaba, deja de moverse.
—Es la Oración de la Víspera de la Batalla —me dice—. ¿La conoces?
Conocerte es vivir, servirte es reinar, protégenos en nuestra batalla contra el
mal…
Recita las palabras y, de inmediato, esa cadencia que reconocí antes se
convierte en una promesa que desearía no haber reconocido. Frances
Culpepper, otra de las cazadoras de brujas de Blackwell, la única otra recluta
femenina y mi única otra amiga aparte de Caleb, solía recitarla antes de nuestras
pruebas. Decía que le daba suerte, decía que la mantenía con vida. Es la última
cosa que le oí decir jamás. Frances no sobrevivió a nuestra última prueba.
—Sí, la conozco.
*R3N3*
—Solía recitarla antes de las reuniones —continúa Malcolm—. Con mis
asesores, con el parlamento, con diplomáticos, consejeros, cancilleres, rectores,
pensionistas, peticionarios, parroquianos…
—Así que con todo el mundo.
Se ríe un poco. Malcolm siempre ha sido generoso con su risa, pero esta vez
se le quiebra la voz al reír, lo que hace que parezca un chiquillo vulnerable,
como si todas sus demás risas fueran solo una imitación. O quizás sea esta la
imitación.
—Me daba valor, supongo, y necesitaba todo el valor que pudiera reunir —
me explica—. Aquellos hombres, Bess. Elizabeth. Eran horribles, no te lo
puedes ni imaginar. Cada reunión parecía una batalla, parecía que iban tras mi
sangre. ¿Cómo podía saberlo? Al final resultó que eso era lo que en verdad
hacían.
No hago ningún comentario. Porque es verdad, porque no sé cómo no se dio
cuenta antes. Blackwell era un experto en engañar a Malcolm, sí, pero para
entonces Malcolm ya era un experto en engañarse a sí mismo.
—¿Cómo irá todo mañana? —Malcolm se pone las manos delante de la
boca, suelta el aliento en su interior, frota una palma contra la otra—. Tu plan.
¿Crees que funcionará? O… —Vuelve a exhalar el aliento en sus manos
ahuecadas.
—Funcionará —digo con seguridad—. Blackwell morirá mañana, incluso si
eso me mata a mí.
A mi lado, el Azoth vibra su aprobación.

*R3N3*
EN EL LEJANO PATIO DEL RELOJ, una campana repica tres veces.
Schuyler me da unos golpecitos en el pie pero ya estoy despierta. Tres de la
madrugada. Hora de que nos pongamos en marcha. Se me hace un nudo en el
estómago, me da vueltas y retortijones en una danza de ansiedad y anticipación
y fatalidad.
Cogemos nuestros cinturones de armas y los llenamos, el sonido del metal
al rozar contra la piedra resuena por los túneles mientras cogemos daga tras
daga y las deslizamos en el cinto. Son prácticamente inútiles contra Blackwell,
contra sus hombres y su magia, pero es toda la protección de que disponemos.
No toda. Yo tengo el Azoth, pero solo lo debo utilizar una vez: contra
Blackwell, para acabar lo que empecé. No debo usarlo más que para eso; si lo
utilizo para algo más, la maldición arraigaría en mi interior más de lo que ya lo
ha hecho y yo no sería capaz de parar.
Deslizo la espada en el cinturón debajo de mi vestido. Casi como un
susurro, una llamada, sus palabras inundan mi cabeza y mi corazón.
Conocerás la maldición del poder, me jura. La maldición de la fuerza, de la
invencibilidad. La maldición de no conocer la derrota jamás. De acabar con
tus enemigos, de no volver a tener otro. Mientras ambos viváis.
Schuyler gira bruscamente la cabeza en mi dirección, los ojos como platos
en señal de alarma. La sacude una vez, enérgicamente. La voz y el calor del
Azoth se apagan de golpe, me dejan fría y con dudas.
—¿Estás segura de que estaremos solos? —Reagan me hace la misma
pregunta que me hizo al menos cien veces ayer por la noche.
—No estaremos solos —le recuerdo—. Los pinches y los pajes estarán ahí,
Avivando los fuegos. Vaciando orinales. Esparciendo juncos. No estarán
prestando atención a nada aparte de eso. Vestida como voy, me confundiré con

*R3N3*
los demás sin problema.
—¿Estás segura de que no te reconocerán? —La voz de Malcolm, rasposa
por el agotamiento y el miedo, corta a través de la abyecta oscuridad.
—A esta hora, estarán todos medio dormidos —respondo—. Además, no
son más que niños. Nunca me han visto antes. No he trabajado en la trascocina
desde hace años. —Desde que tenía nueve años, desde que escalé puestos y
empecé a cocinar y servir. Los sirvientes más mayores, si me vieran, sí me
reconocerían. Pero ese no es el plan. El plan es haber salido de aquí mucho
antes de que ellos lleguen.
—Cuando haya vía libre para que subáis, daré tres golpes. Subiremos a
hurtadillas por las escaleras de atrás, hasta el dormitorio de los pajes.
—¿Y qué pasa con la sala de rezos? —pregunta Malcolm—. ¿Estás segura
de que tío Thomas no estará ahí ya? Y la magia. ¿Estás segura…?
—Estoy segura —afirmo convencida—. Y necesito que vosotros también
estéis seguros de todo esto. No podemos tener ninguna duda, ni vacilar en
ningún momento. Eso daría al traste con este plan, y con nosotros, con toda
seguridad. ¿Entendido?
Los tres asienten en mudo acuerdo.
Con un leve ruido metálico, Schuyler empuja y abre la rejilla. Me ofrece
una mano a modo de estribo, pongo el pie y me impulsa hacia arriba y a través
de la abertura con facilidad. De inmediato me encuentro en la cocina. Tardo un
instante en adaptarme a esto: estoy en la cocina. Donde pasé mi infancia, donde
conocí a Caleb. Donde empezó esta historia y donde, si todo va como lo he
planeado, terminará. Verla (sus fríos suelos de piedra, su cálida chimenea de
ladrillo, las largas paredes de yeso blanco ennegrecido por el humo) y olería (a
harina y especias, fuego y hierbas) es suficiente para llenarme de felicidad y
pena, añoranza y arrepentimiento.
Todo parece estar como siempre. Una hilera de hornos de pan, chatos y
redondeados. Montones de ollas, cacerolas y calderos. Haces de leña apilados
bien alto al lado del fuego. Mesas de caballete cubiertas de comida en diversos
estados de preparación: hogazas de pan cubiertas de tela y listas para ser
horneadas; un jabalí empalado con un pincho de hierro, esperando a ser asado.

*R3N3*
Me enfundo mi antigua rutina matutina del mismo modo que me hubiese
enfundado un viejo abrigo. Barro los suelos, recojo los juncos viejos y los
coloco en una cesta al lado de la puerta de atrás, meto a rastras un manojo de
juncos frescos. Una doncella de no más de diez años asoma la cabeza por la
puerta. Me ve haciendo el trabajo que debería estar haciendo ella, pero si esto le
sorprende, tiene demasiado sueño como para demostrarlo. Reprime un bostezo
con el dorso de la mano y da media vuelta, de camino a otra tarea.
Doy un golpe en el suelo con el pie, dos, tres veces. Se oye movimiento y
un ruido metálico. La reja desaparece y reaparecen Schuyler, Reagan y
Malcolm. Me dirijo al oscuro tramo de escaleras que hay al fondo de la cocina y
les hago un gesto para que me sigan.
Arriba, al dormitorio de los pajes. Una sala larga y estrecha con una
chimenea sin encender en un extremo, una única puerta cerrada en el otro. En el
centro, una larga mesa de madera llena de copas y bandejas, servilletas y
cubiertos, para que los sirvientes los utilicen para prepararle el desayuno a
Blackwell. La habitación está casi a oscuras, excepto por un rayo de luz de luna
que atraviesa la hilera de ventanas de cuarterones e ilumina las pálidas paredes
de yeso volviéndolas amarillas.
Cuando pasamos por la mesa, deslizo un dedo por el borde de una fría copa
de peltre y pienso, solo por un momento, lo fácil que sería verter en ella algo de
veneno. Un pellizco de belladona en una taza o sobre un plato, un simple trago
o un bocado y todo habría acabado en un espectáculo de cinco minutos de
espasmos y gritos, una lenta respiración y un corazón detenido. Sería muy fácil.
Más fácil, en cualquier caso, que lo que estamos a punto de hacer.
Schuyler me mira entonces, sin duda leyéndome el pensamiento, pero se
encoge de hombros, consciente como yo de que el envenenamiento es un plan
defectuoso. En primer lugar, porque no tenemos ningún veneno. En segundo y
lo que es más importante, porque Blackwell nunca come sin que un paje pruebe
su comida antes. Un hombre como él conoce a sus enemigos, por naturaleza, si
no por nombre.
Uno a uno, salimos en fila por la puerta, entramos en una sala larga y
serpenteante llamada la galería. Lleva del dormitorio de los pajes en un extremo

*R3N3*
de palacio hasta los aposentos del rey, ahora los aposentos de Blackwell, en el
otro. He recorrido esta sala cien veces, mil, cuando Malcolm me hacía llamar,
cuando Blackwell me hacía llamar, y siempre estaba como está ahora:
silenciosa, vacía, tenuemente iluminada, solo unas pocas antorchas titilantes
colocadas en soportes a lo largo de las paredes revestidas de madera.
Nos colamos en el silencio. Cuarenta, sesenta, cien pasos. Pasamos retrato
tras retrato, marcos bañados en oro con óleos no de Malcolm ni de su padre ni
del padre de su padre, no como era antes. Ahora solo hay retratos de Blackwell.
En el trono. En el campo de batalla. Con cetro, con corona, con armiño. Me
pregunto… ¿cuándo hizo Blackwell que pintaran todos estos cuadros? ¿Y
cuántos meses los almacenó, tan seguro de su éxito que se atrevió a
encargarlos?
La galería gira hacia la derecha, ahí nos detenemos. Con sumo cuidado, me
asomo por la esquina. A la derecha, una hilera de ventanas se abren sobre el
patio allá abajo. A la izquierda, una pequeña chimenea con llamas bajas,
ilumina aún más retratos dorados de nuestro deslucido rey. A su lado, dos
puertas cerradas conducen a la sala de oración real, un centinela con uniforme
oscuro monta guardia ante ellas. Pica en mano, apoyada perezosamente contra
su hombro. Lleva toda la noche de guardia y está cansado. Mientras le observo
veo cómo se le cierran los ojos, se quedan cerrados un segundo, dos; luego se
entreabren otra vez.
Es una presa fácil.
Me vuelvo hacia los otros. Levanto una mano. Asienten, saben lo que viene
a continuación. Doblo la esquina y el guardia me ve de inmediato.
—¡Alto! —me grita.
Finjo no oírle. Llevo los ojos bajos, enfocados en la alfombra, en la forma
que mis pies embutidos en cuero asoman por debajo de los pliegues de mi
vestido de lana marrón. Pero mi mano se mueve inquieta, se desliza bajo el
delantal y hasta el Azoth ahí escondido. Cierro la mano entorno a la
empuñadura, una violencia como el ardor del vino bueno me recorre de arriba
abajo.
—He dicho, ¡alto! —La voz del guardia se acerca y por fin levanto la
cabeza. Despacio, más allá de su uniforme negro, más allá de la estrangulada
*R3N3*
rosa de su pecho, hasta su cara. Abre los ojos como platos al reconocerme.
—¡Tú!
—Yo —contesto. Y con eso, Schuyler aparece a mi lado. En un instante
tiene la cabeza del guardia entre las palmas de las manos, planas y apretadas, y
con un giro salvaje, le rompe el cuello con un crujido. El guardia se colapsa,
Schuyler atrapa el cuerpo, yo atrapo la pica.
Entonces aparece Malcolm, Keagan le pisa los talones. Va directo a la
chimenea, Keagan al retrato de la pared opuesta, uno de Blackwell sobre un
corcel negro como el carbón en el fragor de la batalla. Malcolm se arrodilla
delante del hogar y, después de envolverse la mano con una servilleta de tela
birlada del dormitorio de los pajes, palpa por el interior. Desliza la mano hacia
arriba por el ladrillo, buscando a tientas una palanca que, una vez activada,
soltará el pestillo de un panel oculto detrás del retrato que Keagan ha retirado
de la pared. Da a una escalera de caracol que desciende al piso de abajo y
desemboca en el patio del reloj. Esta fue la contribución de Malcolm a nuestro
plan. Luego, será nuestra vía de escape. Ahora, es nuestra vía para esconder el
cuerpo del guardia.
—Está atascada. —Malcolm sacude la mano dentro de la chimenea—. La
manivela no sube del todo.
Schuyler me arranca la pica de la mano, cruza la sala a toda prisa e incrusta
la punta en la grieta de la junta apenas visible en el panel. Con un chasquido y
un chirrido, el panel se abre. Schuyler da un paso atrás, con una sonrisa en la
cara, su pie golpea contra el pesado marco dorado del retrato apoyado contra la
pared.
Empieza a caerse. Reagan, en su prisa por impedir que golpee el suelo, lo
empuja de vuelta contra la pared, pero demasiado fuerte, y el marco se estampa
ruidosamente contra el panel de madera. En el agradable silencio previo al
amanecer, el sonido recorre el pasillo como un disparo.
Nos quedamos inmóviles.
Pasa un instante, dos, tres. Empiezo a relajarme, casi lo hago, pero entonces
lo oigo: el ruido de pisadas sobre una alfombra. Despacio, luego deprisa. El
tintineo de las picas, un murmullo de voces. Entonces llegan: dos guardias

*R3N3*
doblan la esquina, seguidos por dos más.
Maldición.
Saco dos, cuatro, seis dagas de mi cinturón y las lanzo por los aires. Apunto
a cuellos, ojos, corazones. Dos dan en el blanco, pero dos fallan. Schuyler se
abalanza sobre ellos, rompe cuellos, uno detrás de otro. Pero no consigue llegar
hasta todos lo bastante rápido, no antes de que dos de ellos griten una
advertencia: lo último que dirán en la vida.
Otros dos doblan la esquina. Otra daga, otro cuello roto. A la misma
velocidad que Schuyler y yo los matamos, Malcolm y Keagan arrastran los
cuerpos al pasadizo que hay en la pared y los empujan adentro. Aunque
habíamos planeado que solo hubiera dos guardias muertos, quizás tres. No seis,
ahora ocho.
Estamos rodeados de cuerpos y sangre. Está por todas partes: empapa la
alfombra, negra como la tinta, se extiende por sus enredaderas de lana. Salpica
los bordes dorados del cuadro del suelo, el de Blackwell en batalla. Solo ahora
veo que está sujetando el Azoth, las esmeraldas de la empuñadura centellean en
la luz diurna del lienzo. Como en respuesta, la hoja arde con fuerza contra mi
pierna, me reta a desenvainarla. Me reta a utilizarla.
Mientras los guardias siguen llegando, mientras el ruido de gritos, el
tintineo de las picas, los cuellos que se rompen y los susurros de muerte
burbujeantes llenan el pasillo, lo pienso. Pienso en adelantarme, recorrer el
pasillo hacia los aposentos de Blackwell, donde él espera, ya no dormido, no
con esta locura que se nos ha ido completamente de las manos; debe de estar
levantándose, quizás se esté vistiendo, quizás esté cogiendo un arma. Quizás
incluso sepa que estoy aquí y se esté preparando para enfrentarse a mí.
El Azoth me susurra que lo haga, me reta a usarlo. Y aunque es portador de
maldiciones y malos consejos, cedo a ellos de todos modos. Lo saco de sus
ataduras, el silbido de la hoja contra el cuero es más como un chillido.
Y entonces ocurre.
Reagan está enzarzada en una pelea con un guardia, hechos un batiburrillo
en el suelo. El guardia arranca el cuchillo de la mano de Reagan, pero antes de
que pueda atacarla con él, ella rueda hacia la chimenea. Con un movimiento de

*R3N3*
las manos y un hechizo murmurado, la incipiente llama del hogar ruge con
fuerza. Salta del ladrillo y se precipita por la galería a toda velocidad, un
tentáculo de fuego que se hace más y más grande, gira y se retuerce y nos
asfixia. Impacta contra el guardia y le prende fuego, su uniforme negro arde
envuelto en humo negro.
Reagan lanza al guardia lejos de una patada. Se estampa contra la pared de
al lado de la ventana y, en un abrir y cerrar de ojos, las cortinas se prenden
fuego. Las llamas devoran el terciopelo y lo convierten en humo, que inunda el
pasillo, espeso y nocivo. Entonces aparece Malcolm, me arrastra al suelo, donde
el aire está más despejado aunque no mucho más.
—¿Qué hacemos? —Sus palabras apenas se oyen entre sus toses.
Pienso deprisa. Este intento de asesinato ha ido mucho más allá de lo que
incluso yo había planeado. Pero me niego a rendirme, me niego a cejar en mi
empeño. El Azoth no me lo permitirá y, además, yo tampoco.
—Tenéis que salir de aquí —digo—. Todos vosotros. Por ahí no —añado,
cuando Malcolm gira la cabeza en dirección al panel, perdido ahora entre la
humareda—. Hay demasiada sangre que conduce hasta él. Una vez que el
ambiente se despeje, la verán y os seguirían. Marchaos por la cocina. Ahora
será un caos, nadie se fijará en vosotros.
Nos abrimos paso como podemos de vuelta al dormitorio de los pajes, el
humo nos obstruye la visión y la respiración. Me arranco la cofia de la cabeza,
la pongo delante de mi nariz y mi boca antes de pasársela a Malcolm que
todavía sufre arcadas y tose medio asfixiado.
Casi hemos llegado al final de la galería.
Metro y medio, un metro.
Medio.
Entonces, un viento feroz recorre el pasillo, silbando y aullando, una ráfaga
tan gélida y glacial que arranca de cuajo la hilera entera de ventanas que hay
por encima de nuestras cabezas. Los cristales estallan en mil pedazos, llueven
sobre nuestras espaldas, nuestros cuellos y nuestros brazos, fragmentados y
afilados. La sangre resbala por mi piel, caliente y urgente. Las llamas bailan por
los marcos de las ahora inexistentes ventanas, luego empiezan a romperse y se

*R3N3*
apagan una tras otra como si fueran velas.
—¿Qué está pasando? —La voz de Malcolm es un siseo de pánico en mi
oído.
—No lo sé. —Pero no es verdad. Sí lo sé. Es solo que tengo demasiado
miedo de decirlo en voz alta.
El humo gira sobre sí mismo en lo alto, se convierte en una neblina, luego
en nubes, que se elevan bien alto hacia el techo abovedado. Se quedan ahí
flotando un momento, una advertencia. A continuación, resuena un trueno, una
reverberación, el atronador sonido de una tormenta, y las nubes se rompen y
empiezan a descargar una implacable cortina de agua.
Solo hay una persona que yo conozca que sea capaz de manipular el clima
de esta manera, que pueda provocar una tormenta donde no había ninguna,
doblegar los cielos a su voluntad, convocar a la lluvia y al viento, la oscuridad y
la luz. Como hizo la última vez que le vi, en el baile de máscaras del que casi
no vuelvo:
Blackwell.
—Nuevo plan. —La voz de Schuyler aparece en alguna parte por encima de
mí. Me levanta de un tirón, tan fuerte que casi me disloca el brazo. Keagan
agarra a Malcolm. Nos empujan de vuelta por donde vinimos, hacia el panel en
la pared. A través del humo cada vez más escaso y de la lluvia, a través de mi
pelo que se ha soltado del moño y cuelga como una cortina por delante de mis
ojos, lo veo: abierto de par en par y llamándonos.
entonces…
entonces…
entonces.
La oigo. Música. Parece música fúnebre, su compás se cuela por debajo de
la puerta que lleva a la sala de oración real. Proviene de la capilla en el piso de
abajo, del órgano, todo música y ninguna palabra, pero me sé la letra de todos
modos:

Sueño y paz, acompañadme, toda la noche.


Los ángeles vendrán a verme, toda la noche.
Las horas soñolientas se acercan; colina y valle,
*R3N3*
sueño profundo,
En vigilia amorosa, toda la noche.

La canción que me canté a mí misma durante mi última prueba, la nana que


solía cantarme mi madre. La canción que me mantuvo con vida dentro de la
tumba que intentó matarme, la canción que rompió el hechizo antes de que
pudiera matarme.
Me doy la vuelta, de cara al sonido. Levanto el Azoth.
Schuyler se planta delante de mí en un instante, sus ojos azules abiertos de
par en par, me agarra del brazo con fuerza. Me asombra, solo por un instante, el
poder que tiene Blackwell, tan fuerte que puede infundir miedo a alguien tan
valiente como Schuyler.
—Olvídalo, monada. Es demasiado. Él es demasiado fuerte…
—Lo sé. —Me retuerzo para soltarme del férreo agarre de Schuyler—. Y
esa es la razón por la que tengo que hacerlo. —Empujo a Malcolm hacia
Keagan—. Sácale de aquí —le apremio—. Si os cogen, no podréis escapar. Esta
vez os matarán sobre la marcha. Es responsabilidad de la Orden, es tu
responsabilidad, mantenerle a salvo.
Pero Malcolm consigue soltarse de ella y se me encara.
—No hagas esto. —Me agarra por los hombros, con fuerza. Se inclina hacia
mí, su cara a escasos centímetros de la mía. Por un momento, me olvido de
tener miedo de él—. Como rey, te pido… no, te ordeno, que vengas conmigo.
—No sois el rey —le digo—. No a menos que yo haga esto.
—Maldita sea. —Nunca antes había oído a Malcolm maldecir; las palabras
salen como un gemido de frustración.

La luna vigila, toda la noche.


El cansado mundo duerme, toda la noche.
Un espíritu suavemente pasa, visiones de placer revela,
Un sentimiento puro y pacífico, toda la noche.

Entonces aparece una sombra entre el humo, oscura y amenazadora e


informe: un espectro en un cementerio neblinoso, un boggart en una ciénaga
*R3N3*
negruzca. No puedo ver quién es, pero en cualquier caso, ya lo sé.
—Marchaos —les conmino—. Dejadme hacer esto. Tengo que hacerlo.
Schuyler gruñe una última palabrota antes de apartar a Malcolm de mí, casi
le levanta del suelo por la fuerza que emplea, le empuja hacia el pasadizo en la
pared. A través de la niebla y el aguacero, apenas puedo distinguir a Reagan
metiéndole dentro, y la última mirada que me dedica Schuyler antes de colarse
por la abertura detrás de él. El panel de la puerta se cierra, una chispa en medio
del humo cuando Reagan la funde para que no pueda ser abierta, y los tres
emprenden el descenso por las escaleras de caracol que los llevarán al patio del
reloj bajo el cielo todavía oscuro y, espero, a la salvación. Estoy sola.
Sola no.
Camina hacia mí e, incluso en la difusa coalescencia, reconozco su altura,
su fuerza, su ropa negra, y reconozco el destello del arma que lleva en la mano.
¿Cuánto tiempo lleva esperándome? ¿Desde ayer? ¿Toda la noche? Sabía que
vendría. Sabía lo que haría.
Y muy en el fondo, yo también lo sabía.
El Azoth arde con fuerza en mi mano, la energía y la fuerza, la maldición
latente y el odio manifiesto me recorren de arriba abajo: chispas previas a una
hoguera, gotas previas a una tormenta. Es terreno peligroso, pero no me
preocupa ahogarme, no me preocupa quemarme. Todo lo que me preocupa es
acabar con él, acabar con todo esto, de una vez por todas.
Como una monstruosidad que acecha en las profundidades del oscuro lago
que rodea Rochester Hall, emerge, y por fin le veo. Pero no es Blackwell, como
esperaba. Es alguien, algo, totalmente diferente.
Oscuro pelo rubio, ondulado sobre su frente. Alto, pálido, vestido de negro
con esa maldita rosa estrangulada bordada en la manga. Y su olor: un toque a
tierra y marga, moho y descomposición.
Jamás pensé que volvería a verle. Creía que le había matado. Aun así, aquí
está, delante de mí. La conmoción me hubiese hecho caer de rodillas si el terror
no me estuviese manteniendo en pie.
Caleb.
Está vivo.

*R3N3*
Está muerto.
Es un retornado.
—Hola, Elizabeth.

*R3N3*
EL AZOTH SE VUELVE LOCO en mi mano. Abrasador, impaciente,
tembloroso, maldito. Su poder amenaza con desquiciarme si la imagen que
tengo delante no lo hace. Todo lo que consigo decir es su nombre:
—Caleb.
La música ha cesado y mi voz resuena con eco por la galería derruida, un
gemido fantasmagórico.
Da un paso hacia mí. Sus movimientos son inestables, tiene los ojos fijos no
en mí sino en el Azoth, las esmeraldas de la empuñadura apagadas y sin vida
ahora, como si supieran que estaban atrapadas. No intenta cogerlo pero lo mira,
algo semejante a la repugnancia, pero también miedo, cruza su frío y blanco
rostro.
Yo debería decir algo. Debería hacer algo. Debería atravesarle con la espada
y debería correr; debería encontrar a Blackwell y hacer lo mismo con él. Pero
todo lo que puedo hacer es quedarme ahí de pie y mirarle.
Caleb un retornado. No murió después de todo, no murió después de que le
rebanara el pecho con el Azoth y derramara su corazón y su sangre y su vida
sobre el suelo, no murió, no murió…
—Sí que morí —me dice. Su voz suena extraña, turbia. Es la suya, pero no
lo es, el tono el mismo pero el tenor ha desaparecido. Desaparecido no: muerto
—. Morí. Estoy muerto. Porque tú me mataste. —Caleb ladea la cabeza, un
ángulo extraño y antinatural, y me mira fijamente con esos ojos. Antes azules y
chispeantes de vida y picardía y ambición, ahora exangües, pálidos y grises, sin
un ápice de alma tras ellos.
—No quería matarte —susurro—. No era mi intención, no lo era. Me
importabas. Te quería…
—Les pasan cosas curiosas a las personas de las que dices preocuparte —
*R3N3*
dice Caleb y me quedo helada. Se ha metido en mi cabeza y ha extraído las
mismas palabras que me dijo John en su celda, las palabras en las que no puedo
dejar de pensar, a las que no puedo dejar de dar vueltas y vueltas en mi mente.
—Caleb —susurro de nuevo. Me planteo suplicarle, pedirle que me perdone
la vida, a sabiendas de que está ante mí para quitármela. Pero en cuanto lo
pienso, descarto la idea. Caleb no me perdonaba nada cuando estaba vivo. No
me perdonará ahora que está muerto.
Esto es lo que sé acerca de los retornados: sé que están más muertos que
vivos. Sé que no tienen ninguna conexión, nada que los ate a esta tierra. Sé que
son poco más que fantasmas, la persona que una vez fueron no es ahora más
que una brizna de nube en una tormenta.
Los retornados pueden aprender a ser humanos otra vez, un facsímil de su
anterior ser. Pueden aprender a sentir, a amar; incluso pueden empezar a
parecer humanos otra vez, como ha hecho Schuyler, el alma que ha
reconstruido evidente en el color recuperado por sus ojos. Pero cuesta muchos
años y deben tener un inquebrantable deseo de lograrlo, junto con una conexión
sólida con alguien, como la que tiene Schuyler con Fifer. Los retornados
necesitan a un ser vivo, que respire, para mantenerlos en la luz, cuando su
misma naturaleza los empuja a vivir en la oscuridad.
Esto es lo que también sé: Caleb siempre ha vivido en la oscuridad.
—Sabías que iba a venir a Ravenscourt —le digo—. Me leíste los
pensamientos y me oíste venir. Se lo contaste a Blackwell y por eso pudo
preparar todo esto. —Hago un amplio gesto con la mano, señalo a la galería
empapada en lluvia, a la sala de oración en la que pretendía encontrarme con él,
en la que pretendía matarle.
Caleb asiente, una vez.
Entonces pienso en Malcolm y en Keagan y en Schuyler. Si Caleb sabía que
yo venía, debió de saber que estaban conmigo. ¿Consiguieron escapar? ¿O
simplemente bajaron por las escaleras para caer en un peligro más grande que el
que dejaron atrás?
Caleb solo se encoge de hombros, un gesto totalmente humano, tieso y
antinatural ahora en su réplica.

*R3N3*
—A Blackwell no le importa Malcolm —me aclara—. Si le importara, no
estaría todavía con vida.
Malcolm no puede impedir que Blackwell se convierta en rey. Nada puede
hacerlo. Él es el rey. —Caleb me observa, ojos duros e insensibles como el
pedernal—. Tú sabes lo que necesita.
Hago un gesto afirmativo, porque así es. Necesita el Azoth, por su
maldición y por su poder, y ahora me necesita a mí por razones que todavía no
entiendo, para recuperar lo que cree que es suyo: mi estigma. Entonces cruza mi
mente, un pensamiento tan fugaz que echa a volar otra vez antes de que pueda
aterrizar, antes de que Caleb pueda asimilarlo: ¿cómo puedo darle a Blackwell
lo que ya no tengo?
Con una confianza que casi siento, aprieto la empuñadura del Azoth, fría
hace largo rato, y doy un paso hacia Caleb, rindiéndome a él. Sus vacíos ojos
grises se abren mucho por un instante y siento una intensa oleada de placer.
Puede que Caleb sea capaz de leerme los pensamientos, pero no le dejaré leer
mis intenciones.
—Llévame ante él.

Avanzamos por el mojado, ahumado y ensangrentado pasillo sorteando


cuerpos: guardias de negro con cuellos rotos y ojos acuchillados, uno
chamuscado y negro e irreconocible. Blackwell sabía que veníamos y sacrificó
sus hombres a nuestras manos de todos modos.
Por deporte, por el mero juego de atraernos y ver lo que haríamos, cómo
jugaríamos la partida.
Y no sé cómo jugarla. Todavía no.
El pasillo termina en unas puertas de roble de doble hoja, cerradas. Justo
alcanzo a distinguir las sombras de dos hombres de pie delante de ellas. No
guardias, no, porque están todos muertos, pero a medida que me acerco los veo:
*R3N3*
uno alto, de pelo negro, con pinta de bruto; el otro de mediana estatura y rojizo,
desde el pelo hasta las pecas como salpicaduras de sangre contra su piel blanca.
Y veo que ellos, también, están muertos:
Marcus y Linus.
Cazadores de brujas antes, ahora ambos Caballeros del Real Imperio de
Anglia. Ambos retornados. Siento su mirada gris y muerta sobre mí, con un
odio que se convierte en recelo cuando ven la reluciente espada que llevo en la
mano, la misma que los destinó a la tierra antes de que Blackwell los arrancara
de ella de nuevo. Cuando Caleb me hace pasar por delante de ellos, giro la
cabeza. Como con cualquier monstruo, es mejor no mirarlos a los ojos.
Al otro lado de las puertas, la cámara privada. Donde el rey recibe a los
peticionarios, donde los cortesanos se reúnen para adular al rey, donde vienen
músicos a entretener a los presentes. Ahora está vacía, desprovista de cualquier
cosa excepto del trono, tapizado y con un dosel de rica tela carmesí con el
escudo de armas real: un león con corona y un corcel encadenado a cada lado de
un escudo dividido en cuartos rojos y dorados. Grabado debajo, en latín, un
lema. No el viejo lema inalterable de Blackwell: Lo hecho, hecho está; y ya no
hay vuelta atrás. Uno nuevo ahora, para un nuevo regente y un nuevo reino:
Faciam quodlibet quod necesse est.
Haré lo que sea necesario.
En mi empapado vestido de seda, me estremezco.
A continuación, la cámara de la presencia: la habitación más interior y
privada del rey. Desnuda y oscura, solo una ventana con las contraventanas
cerradas y un pequeño fuego ardiendo en un pequeño hogar. Ni tapices, ni
trono, solo un escritorio en el centro flanqueado por dos sillas, con un único
libro abierto sobre la superficie. Y allí, sentado en la silla más próxima a la
chimenea, mirando a las llamas, dándonos la espalda, está Blackwell.
Fuera cual fuera la calma que me había autoimpuesto, la ilusión de control
que había logrado, amenaza ahora con abandonarme. Se me acelera el corazón,
se me revuelve el estómago, me empiezan a sudar las manos. Esa vieja
sensación de miedo, la que siempre siento cuando tengo que enfrentarme a él,
me golpea con la fuerza de un tsunami. A mi lado, Caleb se mueve, debe de

*R3N3*
sentir mi agitación. Pero respiro hondo y la reprimo, la empujo hasta los pies,
lejos de su indeseada intromisión.
Al final, Blackwell habla.
—Elizabeth.
Eso es todo lo que dice. No se levanta, no se gira, no hace nada más que
mirar fijamente al fuego que hay ante él, las llamas crepitan y chisporrotean en
la chimenea. De inmediato, me doy cuenta de que algo va mal. Quizás debí de
imaginarlo cuando no me recibió en su cámara privada, en su trono, para que
fuera testigo de su poder.
Las palabras de Keagan me vuelven a la mente, lo que dijo en Hexham: No
ha hecho ninguna aparición pública desde que fue coronado. Nadie le ha visto.
—No has hecho esto fácil, ¿eh? —continúa Blackwell—. Vienes aquí.
Destrozas mi galería, mis cuadros, matas a mis guardias.
—Usted sabía que veníamos —contesto—. Si hubiera querido proteger a
sus hombres, podría haberlo hecho.
Se encoge de hombros, despectivo, pero no contesta.
—Quiere recuperar su poder, de mi estigma —continúo, directa al grano—.
Para eso envió a Fulke y a Griffin en mi busca, para lo que envió a los otros el
día de mi juicio. —Hago una pausa—. Los maté, ¿sabe? A todos. —Es mentira,
pero es lo que él esperaría que dijera si todavía fuera quien cree que soy—. Si
quería que me trajeran de vuelta con usted, debería haberme planteado un
desafío de verdad. Casi me siento insultada.
Un extraño sonido jadeante, algo a medio camino entre un bufido y una risa.
Luego:
—Siempre fuiste una de mis mejores cazadoras de brujas.
De repente, Blackwell se levanta de la silla, las patas chirrían contra el suelo
de madera. Tiene todo el aspecto de un rey: vestido con almidonados pantalones
azul marino y un abrigo a juego bordado con rico hilo de oro. Botas negras
hasta las rodillas, una capa de terciopelo negro alrededor de los hombros, el
cuello y las mangas ribeteadas de armiño. Pasan unos segundos más y, todavía,
no se da la vuelta. Se me erizan los pelos de la nuca, una advertencia; el lejano
retumbar de truenos antes de una tormenta.

*R3N3*
—¿Sabes lo que hiciste? —pregunta. Su voz medida, pero bajo la calma
oigo una nota de algo más: una oleada subyacente de ira.
Blackwell se gira para mirarme y entonces veo lo que he hecho.
Es un auténtico monstruo.

*R3N3*
SU CARA, LO QUE QUEDA DE ELLA, está completamente desfigurada.
Una cicatriz recorre una trayectoria diagonal desde su sien, cruza el ojo
derecho, pasa por encima de la nariz y los labios, termina en la mandíbula. Su
ojo derecho está inservible, congelado a medio abrir, el globo ocular blanco y
nublado e invidente. Tiene la nariz dividida en dos, la boca desgarrada y
retorcida, se le ve media mandíbula. Alguien le cosió las heridas… bueno,
alguien lo intentó, e hizo una auténtica chapuza. La cicatriz es gruesa y basta y
horrible, puedo ver las irregulares marcas de la aguja y las muescas en su piel
donde estaban atadas las suturas. Este es el destrozo que provoqué, el destrozo
que provocó el Azoth.
Contemplo el horror, sin pestañear. Como si reconociera un trabajo bien
hecho, la espada despierta con fuerza en mi mano.
—Caleb dijo que tú también fuiste herida por el Azoth. —Una pausa—.
Supongo que no tiene este aspecto.
No contesto.
La herida que sufrí era terrible, hubiera muerto si no hubiese sido por John.
Pero después de asegurarse de que no moriría a causa de todas las heridas que
sufrí el día de la mascarada, se aseguró de que tampoco me quedaran cicatrices.
Pasó dos semanas aplicándome hierbas, preparando tisanas, haciendo todo lo
posible por mí. Fue un acto de amor, ahora lo sé; aunque ahora ese amor ha
desaparecido, igual que mis cicatrices.
Blackwell deja escapar una risa corta, como un ladrido; su retorcida boca
abierta centellea en la tenue luz de la habitación.
—Quizás debería haber conservado a un curandero para mi uso personal
después de todo.
Me acerco un poco a la chimenea. Si voy a hacerlo, tengo que hacerlo

*R3N3*
ahora. ¿Puedo hacerlo ahora? ¿Serán el Azoth y su miedo a él suficientes para
repeler a Caleb? ¿Suficientes para mantenerle lejos mientras hago lo que vine a
hacer aquí?
En un solo movimiento letal, todo esto podría haber terminado.
—Recuperar el estigma no le curará. —Avanzo otro paso con gran sigilo—.
Su poder no tiene nada que hacer contra el Azoth. —Recuerdo la forma en que
su hoja me cortó, cómo dolía, cómo sangraba. Cómo mi estigma no hizo nada
—. No servirá de nada.
La boca de Blackwell se retuerce en algo que casi pasa por una sonrisa.
—Y estoy seguro de que tu advertencia solo es por mi propio interés y que
no tiene nada que ver con tu supervivencia.
Acomodo mejor la mano sobre la empuñadura. Los dedos cerrados con
soltura, firmes pero no apretados, el pulgar presionando contra la guarda. Todo
el rato, la Oración de la Víspera de la Batalla discurre por mi cabeza, mantiene
mis pensamientos ocupados para que Caleb no los pueda asediar.
Casi he llegado hasta el escritorio, estoy casi a medio camino de Blackwell.
Me deslizo hasta el extremo más lejano, poniendo tanta distancia como puedo
entre Caleb y yo, como si un mero escritorio de madera pudiera mantenerle
alejado de mí.
Al hacerlo, el libro de la mesa capta mi atención. Encuadernado en cuero
rojo con páginas de reborde dorado, abierto por una página densamente cubierta
de texto garabateado alrededor de una única imagen, una imagen que conozco
bien pero no esperaba ver aquí. Un glifo utilizado en el símbolo Reformista,
representa unidad, infinidad, integridad: una serpiente devorando su propia
cola.
—El círculo se cierra.
Las palabras escapan de mi boca. No pretendía decirlas en voz alta. Es una
frase de la profecía que me recitó una vidente de cinco años hace muchos
meses, sus palabras contenían las crípticas instrucciones que abrían la verja del
camino que ahora recorro, entre un hombre muerto y otro maldecido, con una
espada en la mano.
—Una uróboros —continúo—. Es un símbolo de resurrección, renace

*R3N3*
continuamente según va mudando la piel. Representa el ciclo del nacimiento y
la muerte, la eterna armonía entre todas las cosas. La unidad de los opuestos.
Blackwell arquea una ceja desfigurada.
—¿Has estado estudiando alquimia, o qué?
En realidad, no; pero en cierta forma, sí. Por un instante, mis pensamientos
se deslizan de la oración de la batalla a los libros de alquimia de Rochester, los
que le llevé a John a Hexham. Ojeé con atención las páginas para elegir uno que
pudiera gustarle. Estudié las palabras para intentar acercarme a él, para intentar
entender por lo que estaba pasando cuando Nicholas me dijo que la magia que
le di a John estaba en guerra con la suya propia.
—El estigma es una manifestación de invencibilidad. —Blackwell
pronuncia las palabras como si fueran vino, algo que saborear—. Mientras que
el Azoth es pura destrucción, lo opuesto a la invencibilidad. Los alquimistas
creen que si se combina un único elemento con su opuesto, unificándolos,
puedes trascender a ambos. Ir más allá del poder de cualquiera de ellos para
absorber el poder de ambos.
Casi puedo ver la imagen de las páginas en aquella biblioteca en sombras.
Las palabras grabadas sobre pergamino amarillo, el dibujo de la serpiente
devorando su propia cola, las palabras Uno es todo garabateadas debajo.
—El poder de ambos —repito—. ¿Y ese poder cuál sería?
Blackwell me observa, con expresión hambrienta.
—Creo que ya lo sabes.
No respondo de inmediato, porque tiene razón. Lo sé. Pero si digo las
palabras en voz alta, si permito que tomen forma, entonces se vuelven reales,
una abdicación de la cordura.
—La inmortalidad —susurro al fin.
Y con eso, se apaga el fuego.
La habitación se sume en la oscuridad. Y el aire que nos rodea, antes cálido
y tranquilo, cae varios grados y empieza a girar, grandes ráfagas de viento
venidas de ninguna parte azotan mi pelo alrededor de mis hombros, contra mi
cara, me levantan la falda hasta las rodillas. Una nubecilla de vaho sale
serpenteante de mi boca, la siento contra la mejilla: el primer copo de nieve que

*R3N3*
en unos instantes se convierte en una ventisca.
Mi vestido se congela en medio del aire, la falda abombada alrededor de
mis rodillas en actitud escultural. También se me congela el pelo, los mechones
se me quedan pegados a las mejillas; los labios y los párpados los siento a la
vez aturdidos y ásperos y pesados. El viento aúlla alrededor de mis orejas, trae
con él aún más nieve. La cámara de la presencia se ha convertido en un páramo
invernal.
Blackwell aparece delante de mí, impertérrito ante el frío, como si solo
existiera para mí (¿acaso existe solo para mí?), su abrigo y su rostro y su piel
no muestran ni rastro de él. Me conmino a moverme. A apartarme de él, a
agarrarme con fuerza a la espada, a levantarla y a atravesarle con ella, a acabar
lo que he venido a hacer. Pero mis órdenes caen en los oídos sordos de mi
inmóvil cuerpo. Blackwell estira el brazo hacia delante y, con un giro de
muñeca, arranca el metal de mi piel endurecida y me arrebata el Azoth de la
mano. Estoy congelada por completo, como el invierno; no puedo hacer nada
aparte de observar la espada alejarse de mí.
De inmediato, la nieve y la tormenta desaparecen, suben como un remolino
y se pierden en el pálido techo de yeso y en la nada. Un terrible silencio
desciende sobre la habitación. Solo el sonido de la extraña respiración sibilante
de Blackwell, el coro matutino de pájaros en los aleros, al otro lado de la
ventana.
—Llévatela.

Llévatela: a Greenwich Tower. Donde me han de custodiar hasta que


Blackwell pueda reunir a su séquito de alquimistas para preparar el hechizo.
Donde cogerá el Azoth y me atravesará con él, donde espera que mi estigma, su
poder, sea absorbido por la hoja. Donde espera que el poder de ambos se
transfiera a su persona, le recomponga antes de unificar esos opuestos, de
*R3N3*
trascenderlos, de permitirle vivir eternamente.
Estas son las palabras que emplea para describir lo que ocurrirá a
continuación. Yo empleo una sola palabra, simple pero definitiva.
Ejecución.
Estoy sentada en un esquife, encadenada, flotamos río abajo por el turbio
Severn. Las aguas están tranquilas a esta hora, salvo por unos pocos barcos a
ralentí que no quieren arriesgarse a quedar embarrancados en la marea baja de
la mañana. Esperan en medio del cauce, inmóviles como una bandada de ánades
reales. Me descubro observándolos, me permito albergar la esperanza, solo por
un momento, de que uno de ellos sea el de Peter. Una galera, quizás, con un
centenar de remeros al mando para darnos alcance, detenerse a nuestro lado y
sacarme de ahí, salvándome otra vez del mismo modo que me salvó antes. Pero
a medida que nos deslizamos por las aguas y no hay gritos, ni anclas levadas, ni
remeros ni piratas, sé que estoy sola.
Allí delante, el puente de Upminster. Dos docenas de arcos de ladrillo
abarcan toda la anchura del río, coronadas por hileras de tabernas y posadas y
tiendas inclinadas, algunas de hasta cuatro pisos de altura. Al igual que las
aguas, el puente está casi vacío a estas horas, demasiado temprano aún para que
los edificios abran sus puertas. Pero para mediodía, será una locura: la vía
atestada de peatones y carretas y carruajes, apestando a barro y porquería y
personas y deshechos. Caleb y yo intentamos cruzarlo, solo una vez, nos llevó
una hora llegar hasta la mitad. Eso fue cuando sugirió que nos lanzáramos al río
y cruzáramos a nado.
Me pregunto si todavía se acuerda. Cómo saltó sobre el murete y se quedó
balanceándose en el borde, los brazos bien abiertos, como si estuviera volando,
reía a carcajadas. Yo también reía porque no importaba si se caía. Por aquel
entonces Caleb pensaba que nada podía hacerle daño; todos lo pensábamos.
Le miro de reojo, sentado a mi lado. Casi espero encontrar sus apagados
ojos grises clavados en mí, observándome como hace Schuyler cuando me
escucha, cuando oye todos mis pensamientos. En lugar de eso, mira por encima
de mi cabeza. Intento seguir su mirada y lo veo, a ellos. Una docena de cabezas
empaladas en una docena de picas, dispuestas sobre la garita sur, sus caras

*R3N3*
congeladas en una máscara de desafío. Gordos cuervos carroñeros, sus patas
negras enredadas en pelo ensangrentado y los panfletos de Keagan, dan
picotazos a lo poco que queda: piel, tendones, globos oculares. No los
reconozco, pero eso no importa, son traidores y esto es lo que les pasa a los
traidores. Si no encuentro una forma de salir de esta, eso es lo que me ocurrirá a
mí.
Greenwich Tower aparece imponente ante nosotros, proyecta una larga
sombra oscura, negra de moho crónico. Más allá, el castillo propiamente dicho,
cuatro torres coronadas por banderas marcan cada esquina. La verja de hierro se
desliza hacia arriba cuando nos acercamos, como si nos estuviera esperando. El
barco se cuela por debajo y choca contra la parte baja de unas escaleras de
piedra, las mismas escaleras que subí la noche del baile de máscaras, la noche
en que John bailó conmigo, la noche en que me besó por primera vez.
Hoy no hay lacayos recogiendo invitaciones, no hay rosales en flor en los
jardines, no llegan invitados vestidos con sus mejores galas o llevando
máscaras. No somos más que Caleb y yo, de pie delante de la verja que da al
agua, miramos al otro lado del embarcadero, por encima del ahora inhóspito
paisaje, al jardín que hay más allá. Un puñado de guardias vestidos de negro
sale de una torre cercana y se dirige hacia nosotros, sus pisadas crujen sobre la
gravilla. Me arrancan de manos de Caleb, comprueban ostentosamente mis
ataduras, alrededor de los brazos, de los pies.
Mientras la Oración de la Víspera de la Batalla continúa discurriendo por mi
cabeza, repaso mis opciones de escape.
Pienso en quitarme las cadenas, pero no puedo sin mi estigma. No tengo la
fuerza suficiente para romper el hierro por mí misma. Veo una gran piedra, dos,
desperdigadas por el camino. Me planteo coger una, destrozar a los guardias
con ella antes de destrozar mis cadenas, pero desecho la idea de inmediato.
Tardaría demasiado y haría demasiado ruido.
Podría intentar huir, pero ¿cómo? Probablemente podría despistar a los
guardias, nunca han sido un reto demasiado grande. Pero ¿luego qué? ¿El río?
Podría escalar el muro, incluso encadenada, todavía sería capaz de hacerlo.
Dispondría de unos cuantos minutos, diez como mucho, antes de que los otros

*R3N3*
guardias fueran alertados de mi ausencia. Sería mejor esconderme en algún sitio
aquí mismo, esperar a la cobertura de la noche para escabullirme. Aunque para
entonces tendrían a todos los guardias, retornados y Caballeros del Real
Imperio de Anglia tras mis pasos. Y darían conmigo.
Y por supuesto, también está Caleb. Él me detendría entes de que pudiera
dar el primer paso en cualquiera de estos planes. Pero se me tiene que ocurrir
algo. Porque cuando Blackwell venga en mi busca, cuando intente recuperar mi
estigma y descubra que no lo tengo, volverá a Caleb contra mí. Volverá a
Marcus y Linus contra mí, me obligará a decirle lo que ha ocurrido con él. No
se lo diré jamás, lo juro por mi vida. Aunque no es solo mi vida lo que me
preocupa.
Pasamos por delante del puesto de guardia, las dependencias del servicio y
los aposentos de los lugartenientes, construidos hace mucho, cuando Greenwich
Tower era solo un castillo defensivo. Casi podrían pasar por casas de la ciudad
de Upminster: fachadas de madera oscura y yeso blanco, tejados de paja,
puertas de madera sin pulir, pintadas del encantador tono azul de los huevos de
los petirrojos.
Llegamos a la última casa. Nunca había entrado en ella antes, no había
tenido ninguna razón para hacerlo, pero a diferencia de las otras, esta no es una
casa normal: lo sé por la pesada puerta con barrotes. Los guardias la abren y
Caleb me empuja dentro. Me obliga a subir por una escalera de caracol,
cruzamos otra puerta cerrada y enrejada, y otra más, hasta lo que parece una
sala de interrogatorios. Es extrañamente grande, luminosa y limpia: altas
paredes con ventanas de vidrio emplomado, juncos frescos esparcidos por el
suelo, un largo banco de madera contra una pared y una chimenea en la otra,
aunque está apagada.
La puerta se cierra a mi espalda, el pestillo se ajusta con un clic. Los
guardias dan media vuelta y se van. Solo se queda Caleb, de pie en el umbral de
la puerta, las manos agarradas a los barrotes, me observa. Es una escena
familiar, tan reminiscente de la vez en que estuve detrás de los barrotes en
Fleet, cuando todavía creía en él, confiaba en él, cuando todavía creía que
podíamos superar cualquier dificultad siempre que estuviéramos juntos.

*R3N3*
Empiezo a apartarme de él cuando la extraña y turbia voz de Caleb rompe el
silencio.
—Ahora tengo que contarle todo —me dice—. Todo lo que me pida. Tengo
que hacer todo lo que me ordene.
Eso es típico. Los retornados siempre están en deuda con la bruja o el mago
que los trajo de vuelta de la tumba. La magia que los une lo exige. No sé por
qué me está diciendo esto, pero quizás haya una forma de que pueda usarlo en
mi propio beneficio.
—Sí —digo con cautela—. Tendrás que hacer todo lo que él te exija
mientras siga vivo. Y una vez que él tenga mi estigma, vivirá eternamente.
—No me manipules. —Las palabras de Caleb se vuelven urgentes,
cortantes; puede que me lo esté imaginando pero creo ver un destello de azul
detrás de sus nublados ojos grises; aunque desaparece en seguida.
Asiento, admito la acusación.
—Aun así, es la verdad. Sabes que lo es.
No dice nada, al principio. Luego:
—No sabes lo que es. —Su voz es callada, vacilante, un secreto susurrado
en un confesionario con barrotes—. No siento nada. Lo sé todo. Existo, pero no.
No soy nadie excepto el que él me dice que sea. Quiero escapar. No sé cómo
escapar. No sé… —Caleb se muerde la lengua—. Tengo que irme. Me necesita.
—Suelta los barrotes y retrocede—. Yo —añade— no dejaría mi espalda
desprotegida.
—¿Qué?
Le pierdo de vista. Y en su lugar aparece Marcus: capa negra, pelo negro,
sus ojos grises negros de odio y deseo de venganza.

*R3N3*
PASO LAS SIGUIENTES CUATRO NOCHES en una fría y oscura
habitación con aspecto de tumba en presencia de los muertos.
No duermo demasiado, no me atrevo. En lugar de eso, me siento muy tiesa
en el borde del banco, me doy pellizcos para mantenerme despierta, sucumbo a
lapsos de cinco, diez, minutos de descanso cuando no puedo. Todos mis
momentos de vigilia los dedico a la Oración de la Víspera de la Batalla, una
liturgia en bucle, que mantiene a Marcus fuera de mis pensamientos. Los
encuentra de todos modos, no todos, pero algunos. Me toma el pelo con
recuerdos cuidadosamente enterrados, de mi niñez y del entrenamiento, del
tiempo pasado con Malcolm, la muerte de mis padres y la de Caleb. Susurra con
su margosa voz en proceso de putrefacción.
No menciona a John ni una sola vez.
No le doy la espalda ni una sola vez.
No tengo que preguntarme por qué le han encomendado a Marcus la labor
de custodiarme. Caleb hubiera evitado que me fugara igual de bien, pero no me
hubiese mantenido despierta con el único propósito de desquiciarme. No me
hubiese mirado fijamente toda la noche, sin parpadear, viéndolo todo. Casi
todo.
Lo único que me queda por preguntarme es qué va a pasar.
Los días transcurren lentamente, la turbia luz rompe a través de las
esponjosas nubes cada mañana, escapa montada en motas de polvo a través del
vidrio emplomado cada tarde. Mi cabeza da vuelas a causa del agotamiento, las
extremidades y párpados pesados por la vigilia. Los únicos ruidos en la
habitación provienen de Marcus y sus murmullos malignos, de mí y mi oración
mitigante.
Afuera en la torre, las campanas tocan las horas. Y entonces, en la quinta
*R3N3*
campanada del quinto día, Marcus por fin deja de hablar. Se pone de pie. Yo
sigo sin moverme, anclada al banco con un miedo manifiesto. Observo cómo
ladea la cabeza en dirección a la ventana, un gesto lupino. Está escuchando algo
que yo no puedo oír. A continuación, se vuelve hacia mí, una lenta sonrisa
ladina se dibuja en su cara.
Hoy es el día.
Tengo que escapar.
No sé lo que hacer.
Oigo el eco de un golpe metálico, una llave en una cerradura de hierro, el
chirrido de la bisagra de una puerta. Pisadas en una escalera de piedra. Entonces
aparecen unos guardias en la ventana de mi puerta, dos de los mismos hombres
que me escoltaron hasta aquí. Entran en la habitación. No es difícil detectar la
cautela en sus rostros, no sé si es por mí o por Marcus.
Los guardias no dan ninguna orden, no tienen que hacerlo. Marcus me
agarra sin miramientos, me arranca de mi sitio en el banco. Forcejeo con él,
contra las cadenas que todavía sujetan mis tobillos y muñecas. Inútil. Y así, con
Marcus a un lado de mí y los guardias al otro, me sacan por la puerta. Mi
corazón late con fuerza contra las costillas. Tengo que hacer algo, se me está
agotando el tiempo.
Bajamos por las escaleras de caracol hasta llegar a la puerta de abajo. Uno
de los guardias saca una llave y la abre, el otro la sujeta bien abierta para que
pase Marcus, se mantiene lo más lejos posible de él. Por un instante, solo un
instante, me quedo sola con ellos.
Pero un instante es todo lo que necesito.
Me paso la mano por el pelo, cojo la afilada horquilla del moño que llevo en
la nuca, todavía ahí remetida desde hace una semana. La incrusto en el cierre de
mis esposas, siento cómo activa el resorte, cómo se abren. Marcus lo oye, o lo
siente, da media vuelta justo cuando estiro los brazos y cierro la puerta de un
portazo, echo el cerrojo a toda velocidad.
Los guardias se abalanzan sobre mí. Lanzo un codazo hacia arriba y hacia
atrás, fuerte, le doy a uno de lleno en la nariz. Cruje, se rompe, salpica sangre
por todos lados mientras él se dobla por la cintura, gimiendo de dolor. Le agarro

*R3N3*
por la parte de atrás de la cabeza y la estampo contra mi rodilla. Cae al suelo
como un fardo. El otro guardia gira sobre los talones para huir, pero no es lo
bastante rápido. Le agarro del brazo, le obligo a dar la vuelta, le incrusto el
puño en la boca antes de que pueda emitir ni un ruido. Se une al otro guardia en
el suelo, despanzurrados.
Marcus golpea la puerta sin parar como un furioso animal salvaje.
Corro como alma que lleva el diablo.
Subo en espiral por las escaleras, de vuelta a mi celda otra vez. Atravieso la
puerta como un huracán, la cierro de un portazo y echo el cerrojo. Frenética,
saco más horquillas del pelo y las incrusto en el cierre para que no pueda ser
abierto desde el otro lado.
Dispongo de unos pocos segundos, como mucho, antes de que Marcus
escape y me dé alcance. Arranco el delantal de mi mugriento vestido de lana, lo
envuelvo alrededor del puño como ya hice antes y hago añicos la ventana que
da a la parte trasera de la casa, el lado opuesto a donde está Marcus, todavía
aporreando la puerta. Fragmentos de cristal caen del marco y se esparcen por
todo el suelo. Los esquivo con cuidado en mis gastadas bailarinas de cuero. No
puedo cortarme, no puedo sangrar.
Me encaramo al estrecho alféizar de la ventana, echo un vistazo al amanecer
y a la oscuridad a mis pies. No sé lo que puede haber ahí abajo, no he tenido
oportunidad de investigarlo antes, no con Marcus observando todos mis
movimientos. Lo más probable es que sea un camino de adoquines. Pero ¿qué
pasa si es una verja de hierro, un tejado inclinado? Podría acabar empalada,
podría golpearme contra las pesadas placas de pizarra y quedar inconsciente,
rodar hasta el suelo y romperme una pierna. Y condenarme así a ser capturada.
Estoy dispuesta a correr ese riesgo.
Aunque no me da tiempo.
La puerta de mi celda se abre de golpe y Marcus entra por ella como un
ariete. Es rápido, no me acostumbro a su velocidad, y ya está sobre mí. Me
agarra por el cuello del vestido con una mano férrea e implacable. Me arrastra
del alféizar, a lo bestia, me tira al suelo. Aterrizo sobre el estómago, me quedo
sin respiración. Ruedo deprisa para quedar de espaldas, pero en seguida deseo

*R3N3*
no haberlo hecho. Mirarle a la cara es terrorífico. Parece furioso, vengativo y lo
que es peor, parece divertirse.
Me agarra, coge mi cabeza entre las palmas de ambas manos y empieza a
apretar. La presión levanta mis pies del suelo. Dejo de ver con claridad, veo
blanco, luego rojo, al final negro. Me va a machacar el cráneo. Me va a matar
con sus propias manos. No para de murmurarme obscenidades. Me echa el
aliento sobre la cara y no es humano. Es oscuro y negro y grasiento; huele a
tierra y a muerte y a descomposición.
—Marcus. —La voz de Caleb rompe a través de mis gritos. Está en el
umbral de la puerta, los puños cerrados, no sé si de ira o para controlarse—.
Suéltala.
Marcus da un respingo como un perro al que han regañado, aparta las
manos de mi cabeza. No me lo espero y caigo al suelo como un fardo, me
golpeo la cabeza contra la piedra.
—Ahora vete. —Caleb señala hacia la puerta, reventada por las bisagras—.
Tendré que contarle esto. Ya sabes lo que sucederá cuando se entere.
—Me ordenaron que impidiera que escapara —se defiende Marcus—. Que
usara lo que hiciera falta. Eso es lo que he hecho.
—Dale tus excusas a él —contesta Caleb—. Yo no tengo tiempo de oírlas ni
me valdrían para nada.
Marcus dedica una mirada furiosa primero a Caleb, después a mí, antes de
salir de la sala a paso airado. No sé lo que decirle. ¿Gracias por haber impedido
que Marcus me matara? ¿Le grito por haberlo hecho? Porque sea cual sea el
lugar al que me lleva, no será mejor que donde estoy ahora, y el destino será el
mismo.
Pero no tengo tiempo de decidirme porque en un instante Caleb está a mi
lado, me pone en pie. Y en un abrir y cerrar de ojos, vuelvo a tener las muñecas
esposadas, una venda sobre los ojos. Me conduce otra vez escaleras abajo, sin
opción ninguna de escapar esta vez.
Afuera, el sonido de las gaviotas volando en círculo por encima de nuestras
cabezas, la ráfaga de viento fresco en la cara y el salobre olor del río Severn son
mis únicas sensaciones. Empiezo a forcejear, pero sé que no vale para nada así

*R3N3*
que paro. Voy a necesitar las pocas fuerzas que me quedan para lo que sea que
viene a continuación.
El olor y el húmedo y aterciopelado tacto de la hierba dan paso al crujir de
la gravilla; la gravilla da paso a adoquines, luego al húmedo olor y repentino
frescor de un túnel. Intento deducir a dónde me lleva. Podría ser a un montón de
sitios, ninguno bueno. Después de todo, esto es Greenwich Tower.
Doy un pequeño tropezón al pasar bajo el umbral de una puerta, la oigo
chirriar, luego la sensación de caer. Escaleras. Siguen y siguen. He contado
sesenta escalones, pero seguimos descendiendo, muy profundo bajo la torre,
hacia el interior de la tierra. Hacia las entrañas de la tierra.
La tierra.
Empiezo a forcejear otra vez, me resisto a andar y me retuerzo entre las
manos de Caleb, pero es como si estuviese forcejeando contra una columna de
piedra. Me hago rozaduras y rasguños en la piel, pero no me llevan a nada.
Al final, llegamos al pie de las escaleras, pisamos sobre suelo sólido. Me
sorprendo un poco al sentir lo suave que es, al oír el eco de nuestras pisadas.
—¿Dónde estoy? —No me molesto en ocultar mi miedo; Caleb ya lo sabe
de todos modos—. ¿Qué es este lugar?
En lugar de oír su contestación, oigo un sordo murmullo de risas en la sala,
no de un solo hombre sino de muchos. Hace que se me ericen todos los pelos de
la nuca, todo mi miedo enterrado estalla con fuerza en mi pecho. La mano de
Caleb hurga por la parte de atrás de mi cabeza, me quita la venda de los ojos.
Estoy en una pequeña habitación circular que no había visto nunca antes. El
suelo bajo mis pies es de mármol, el mismo que cubre las paredes y el techo.
Marrón, con vetas blancas. Una tumba elegante. Unas brillantes piedras
incrustadas en el suelo forman una estrella de ocho puntas, marcan los puntos
cardinales e intercardinales. En el centro, una mesa. Reluciente madera,
estrecha y larga.
Es una sala de rituales.
Las he visto antes, versiones rudimentarias de esta. Paredes de tierra o de
ladrillo, nunca de mármol. Ramitas o rocas para marcar las direcciones, nunca
incrustaciones de piedras preciosas. Rudas velas de sebo que apestaban a grasa

*R3N3*
en lugar de elegantes lámparas de aceite colgadas de soportes de latón por las
paredes.
Hay ocho hombres en círculo, de pie alrededor de la sala, me rodean. Giro
sobre mí misma, los miro uno a uno. Llevan capas y capuchas, así que no veo
sus caras ni puedo saber quiénes son. Todos parecen iguales, aunque reconozco
a uno de ellos por su altura, su presencia. Le reconozco por la espada que lleva
a un lado, las esmeraldas de la empuñadura centellean como si tuvieran pulso.
Sé que es inútil, pero echo a correr de todas formas. Giro sobre mis talones
y esprinto hacia la puerta por la que Caleb me hizo pasar, la puerta que hace no
más de sesenta segundos estaba ahí.
Solo que ha desaparecido.
De inmediato, los ocho hombres se me echan encima. Me cuelo por debajo
de los brazos de uno, choco contra otro. Embisto a un tercero con el hombro,
consigo escapar de él solo para encontrarme con otro. Le doy una patada, mis
manos inútiles y amarradas delante del cuerpo.
Alguien me coge por detrás. Forcejeo y me retuerzo, le lanzo bocados a los
brazos, las manos, le clavo los dientes en la carne y le hago sangre. Me lo
agradece con una bofetada en la cara, lo bastante fuerte como para sacudirme
todos los huesos.
Me tiran sobre la mesa, boca arriba. Alguien consigue un trozo de cuerda y
la pasa alrededor de mi cuerpo, alrededor de la mesa, y me ata a ella. Estoy
completamente inmovilizada. Giro la cabeza, de un lado a otro. Observo a los
hombres sacar velas de debajo de sus capas y encenderlas con las lámparas de
aceite antes de dejarlas por el borde de la estrella de ocho puntas. Colocan un
pequeño bol de madera lleno de sal en el punto cardinal correspondiente al
norte. Una vela más grande, también encendida, en el punto sur. Un puñado de
hierbas en el este, un cáliz de agua en el oeste. Cuatro direcciones, cuatro
elementos, cuatro virtudes, cuatro fases del tiempo, todos conducen a un único
final, irreversible.
Se oye un revoloteo, luego un graznido. El tintineo de unos barrotes. Un
hombre alto y encapuchado da un paso al frente, en sus manos lleva una
pequeña jaula negra con un enorme cuervo negro. Saca al pájaro mientras

*R3N3*
Blackwell sujeta el Azoth en alto. Hay un destello verde, un graznido, un
aleteo… luego silencio. El ruido de un goteo, olor a hierro, un golpe sordo y
húmedo cuando tiran al pájaro al centro de la estrella. Un sacrificio.
Ahora todo sucede a gran velocidad. Sangre restregada por la pared, formas
y figuras que no alcanzo a descifrar. Hierbas sujetadas por encima de las llamas,
se prenden, las apartan en seguida, todavía humeantes, sus aromas se mezclan
con la sangre. El frufrú de las túnicas. Y todo mientras murmuran, canturrean,
un conjuro.
Me retuerzo contra la cuerda, agito la cabeza violentamente de un lado al
otro, cuando de repente, la habitación desaparece. No hay mármol, ni brújula
centelleante, ni velas. No hay cuervo muerto ni hombres encapuchados. Solo
una habitación oscura. Un agujero, una tumba. Sin forma de entrar, ni forma de
salir.
La habitación parpadea y vuelve a ser de mármol, luego oscura de nuevo.
Una y otra vez. Los cánticos se hacen más altos, ahogan mis gritos, que dan
paso a mis chillidos. Mármol, tierra. Hombres, no hay hombres. Luz, no hay
luz. Más y más deprisa.
Entonces Blackwell aparece ante mí, el Azoth en alto. Algo se aviva dentro
de mí al verlo, el calor y la atracción y el deseo de la maldición.
Mi pulso se vuelve atronador.
Una ráfaga de aire cuando levanta la espada. Respiro hondo, probablemente
por última vez, espero a que la punta me empale, a sangrar sobre esta mesa, a
morir. Mi único consuelo es saber que si lo Hago, Blackwell nunca obtendrá lo
que quiere.
Se queda quieto. Pienso, sin mucho sentido, que quizás la espada me
reconoce, sabe quién la ha llevado estas últimas semanas, se niega a volverse
contra mí. Pero el Azoth no sabe de lealtades. Tan pronto me mataría a mí como
a cualquier otro, con tal de matar a alguien.
—¿Qué es esto? —La voz de Blackwell en mi oído, la palma de su mano
sobre mi cabeza, la mueve hacia aquí y hacia allá—. ¿Y esto?
No respondo porque no sé a qué se refiere. Entonces él contesta por mí.
—Moratones. —Se hace el silencio en la sala, todos los cánticos se detienen

*R3N3*
de golpe—. En tu cara, tu cuello. ¿Cómo, Elizabeth, puede ser que tengas
moratones?
Me quedo helada. Los cazadores de brujas no sufren moratones. Es decir,
los cazadores de brujas que todavía cuenten con la protección de sus estigmas
no sufren moratones. Todo el cuidado que tuve de no cortarme, el cuidado que
tuve de no dejar escapar mi secreto, ahora echado a perder por la más
insignificante de las cosas: la huella de las manos de Marcus sobre mi cara
cuando intentó quitarme la vida a base de estrujar.
—¿Dónde está tu estigma? —Blackwell se inclina hacia delante. Aprieta la
punta del Azoth contra mi mejilla, todavía está empapada en sangre del cuervo
—. ¿Qué has hecho con él?
—No se lo diré jamás. —De algún modo, encuentro el valor de mirar
directamente a su cara desfigurada, un último acto de desafío—. No le diré
jamás lo que ha ocurrido con él.
Esto para él no es amenaza. Simplemente mira a Caleb, que se acerca a mí,
se ha quitado la capucha y tiene los ojos entornados. Intentará leerme los
pensamientos, hurgará en mi cabeza e intentará encontrar la respuesta a la
pregunta de Blackwell. Una vez más, empiezo a recitar la oración de Malcolm,
una y otra vez. Lleno hasta el último resquicio de todos mis pensamientos con
ella y no le dejo entrar.
Después de un momento, Caleb sacude la cabeza.
—Hay otras formas de obtener esa información. —Una sonrisa cruza el
desfigurado rostro de Blackwell, pero no debería. No sabe todo lo que estoy
dispuesta a hacer para mantenerla fuera de su alcance. Hace un gesto con la
cabeza hacia sus hombres—. Cogedla.
La misma figura alta y encapuchada que sujetaba el pájaro enjaulado cierra
una mano alrededor de mi muñeca, otras manos que no veo desatan la cuerda.
Interrumpo mi oración el tiempo suficiente para dedicarle una súplica a Caleb,
para que termine conmigo, antes de que lo hagan ellos. Blackwell tiene muchos
métodos de hacerme hablar. Las carreteras están sembradas de restos de los
muertos en las mazmorras y el potro de tortura, de ojos sacados y lenguas
cortadas, de rodillas rotas y extremidades serradas y hierros candentes y

*R3N3*
alaridos.
Pero Caleb no se mueve, inmune a mis súplicas.
La cuerda resbala y cae al suelo. Me ponen en pie, las muñecas aún
esposadas, y me arrastran hasta la puerta que ahora ha reaparecido. Empiezo a
imaginar las cosas que me harán, pero no me imagino esto: una refriega, un
grito sorprendido, un apretón en el brazo y un fogonazo de luz antes de que la
sala se vuelva a sumir en la oscuridad. Me están aplastando, mis pulmones no
logran llenarse de aire. No puedo ver. Me estoy moviendo, volando, aunque
inmóvil, sin ir a ninguna parte.
Luego, por fin, silencio. Enorme. Interminable.
Completo.

*R3N3*
LA PRIMERA COSA QUE NOTO ES CALOR.
El olor del carbón, llamas, pero no de un ritual, ni apestando a grasa, ni a
muerte. Estas llamas son amistosas, el fuego con aroma a romero de las
vacaciones y la familia y la vida. Sigo notando la mano sobre el brazo y ahora
también una mano en el hombro, firme pero amable. Esto, también, parece
amistoso, pero no estoy segura. Demasiadas cosas que empezaron como una
cosa se han convertido demasiado deprisa en otra, y no para mejor.
—Elizabeth. —Un susurro en el oído, una voz que conozco. Callada,
tranquilizadora. Paternal—. Ahora estás a salvo. Puedes abrir los ojos.
Lo hago.
Estoy arrodillada sobre una alfombra mullida, y también la conozco: flores
y enredaderas tejidas en amarillos, naranjas y verdes. El fuego que olí ruge en
una chimenea que me resulta familiar, tapices con paisajes de bosques cubren
las paredes de yeso blanco, altos techos de vigas vistas.
Delante de mí, Peter, de rodillas, huele ligeramente a tabaco y a algo más
intenso: whisky, brandy quizás. Está hurgando en los grilletes que me sujetan
las muñecas, los tobillos. Se abren y los lanza a un lado, aterrizan con un ruido
metálico al otro extremo de la habitación. Entonces se echa hacia atrás para
mirarme, sus ojos oscuros y con los bordes enrojecidos, su piel pálida, la ropa
arrugada. Se parece tanto a John que me veo obligada a mirar hacia otro lado.
Hay alguien más por encima de mí. Despacio, me vuelvo para mirarle: una
de las altas figuras con túnica oscura de la sala de rituales, ya no lleva una vela
en la mano sino una piedra. Una piedra imán que todavía emite un débil
resplandor intermitente, un fino velo de humo blanco. Lentamente, se quita la
capucha.
Nicholas.

*R3N3*
—Usted —digo. Mi voz suena ronca de tanto gritar—. ¿Cómo?
—Reagan —contesta—. Y Schuyler. Me contaron lo que había sucedido en
Ravenscourt, luego Schuyler me dijo a dónde te habían llevado. Reagan me
ayudó a idear una forma de entrar; Fifer me ayudó a idear una forma de salir.
Así que Reagan logró regresar de Ravenscourt convida.
—¿Y qué fue de Malcolm? —pregunto—. ¿Está a salvo él también?
—Sí —responde Nicholas—. Los dos están vivos y los dos están bien.
—Están en Rochester. —Esto viene de Fifer, de pie entre las sombras de la
chimenea, Schuyler a su lado. Lleva una bata por encima del camisón, pero no
parece que haya estado durmiendo—. Esperando a oír noticias de ti.
No contesto nada. Yo no debería estar aquí, no debería estar viva; no
debería haber noticias de mí porque debería estar muerta. Pero ahora no puedo
pensar en nada de esto, no después de lo que sé.
—El plan de Blackwell. —Miro a Nicholas—. Lo que pretende hacer. ¿Es
posible?
Nicholas se deshace de esa horrible túnica encapuchada, que se aleja por los
aires transportada por las invisibles manos de Hastings, y no responde de
inmediato.
—Quizás —dice al final—. Si me lo hubieras dicho antes, te hubiera dicho
que no era más que una utopía, un inverosímil plan por su parte. Necesitaba el
Azoth para lograrlo, no se hubiera hecho con él jamás. No escondido detrás de
mis paredes, no protegido por mis hechizos. Ahora lo tiene.
No dice esto como una acusación; en cualquier caso, me corroe la
culpabilidad.
—Y ahora solo necesita una cosa para alcanzar su objetivo, esta mucho más
fácil de conseguir.
Quiere decir John, obviamente.
—Tenemos que regresar al campamento —digo, las palabras salen
atropelladas de mi boca—. Fitzroy tiene que enterarse de lo ocurrido para que
pueda reunir a sus hombres. Proteger a John. Tengo que decírselo, todo esto es
culpa mía, iré… —Me pongo de pie, pero me tambaleo al hacerlo, el
agotamiento me deja clavada en el sitio.

*R3N3*
—No vas a ninguna parte. —Peter me coge de un brazo, Schuyler se acerca
para cogerme del otro. Por instinto, me aparto de ellos, sus manos parecen las
de aquellos guardias, y las de Marcus y Caleb. Al detectar mi pensamiento,
Schuyler me suelta, pero Peter me sujeta con fuerza—. Te vamos a llevar arriba
—continúa Peter—. Te vamos a lavar y vas a descansar.
—No puedo descansar —protesto—. Ahora no. No después de lo que hice.
Entonces miro a Fifer, recuerdo lo enfadada que estaba conmigo antes de
que me fuera, cómo intentó detenerme, cómo prácticamente la chantajeé para
que me ayudara. Cómo fue una buena amiga conmigo y yo a cambio no fui una
amiga en absoluto. Miro a Peter, a cuyo hijo no he podido salvar una vez más.
A Nicholas, que corrió un gran peligro, otra vez, para salvarme. Y eso después
de que yo le mintiera y le robara, después de que perdiera el Azoth, un gran
activo que ahora se ha convertido en una gran amenaza.
—Lo siento —les digo al final—. Creí que podría terminar todo esto. Pensé
que podría matar a Blackwell, pero estaba equivocada. Sobreestimé mis
habilidades —añado, y me avergüenza admitirlo.
—Quizás —dice Peter, dándome un apretoncito en el brazo—, pero no tanto
como subestimaste las suyas.
—No sé lo que hacer —susurro, dirigiéndome tanto a mí misma como a
ellos.
—Vas a subir con Fifer, como sugirió Peter —dice Nicholas—. Vas a
descansar un poco. Hablaremos más tarde, después de que hayamos tenido
tiempo de desgranar todo lo ocurrido.
No discuto con él, no me atrevo. Pero antes de irme, digo:
—Gracias. Por venir a por mí. Por arriesgarse para salvarme. Otra vez.
Nicholas viene hasta mí, veloz. Coloca las manos en mis hombros, su
expresión grave cuando me mira. Por un momento, tengo miedo de su ira, sus
recriminaciones; me las merezco todas, pero no quiero oír ninguna, al menos no
ahora mismo.
—Si deseo algo de ti —me dice—, es que entiendas el valor de lo que
arriesgas. Lo que haces ya no te afecta solo a ti. Ya no hay gente que
simplemente miraría hacia otro lado si te golpeara la desgracia,

*R3N3*
independientemente de lo cierto que eso haya podido ser en el pasado. No eres
—añade, de esa manera suya que me hace pensar que me puede leer la mente—
reemplazable.
Entonces aparece la mano de Fifer en mi codo, amable y persuasiva,
Schuyler pegado a ella. Peter me murmura algo en un tono bajo y reconfortante
mientras las palabras de Nicholas se me meten muy adentro y encuentran el
camino hacia la verdad.
Me guían escaleras arriba: más yeso y madera, tapices y suelos lisos, algún
que otro óleo de mares embravecidos y caballos encabritados y jarrones de
flores.
Aquí no hay cuadros de reyes ni de batallas ni de armas. Al final llegamos a
una puerta y a un dormitorio tras ella, acogedor, en tonos verde pálido y blanco,
demasiado alegre para la oscuridad que anega mi corazón.
En el centro hay una bañera, llena ya de agua, exhala nubecillas de vapor.
Al lado de la bañera hay una silla llena de toallas, un camisón, una manta y un
bol de lo que parecen sales de baño. Sí que se han dado prisa. Una de las
ventajas de tener un sirviente fantasma, me dijo John una vez.
—Voy a encargarme de la comida —dice Peter. Sonríe, pero todavía se le
nota el estrés—. Volveré en seguida. —Luego él y Schuyler salen al pasillo,
cerrando la puerta con suavidad a su espalda.
—Fifer, yo no… —empiezo.
—Ahórratelo —me dice, pero no hay malicia en su voz—. Aún estoy
enfadada contigo, pero estoy más aliviada por que no estés muerta. Podrías
haber muerto. Deberías estar muerta.
—Lo sé. —Me dejo caer en una silla al lado de la chimenea, caliente y
crepitante, y hundo la cabeza ente las manos—. Lo sé.
—Sí. Bueno. —Se queda callada y cuando levanto la vista para mirarla, me
está observando con una expresión que no estoy acostumbrada a ver en ella:
preocupación—. Vamos a quitarte ese vestido —dice al final, extendiendo una
mano y ayudándome a levantarme—. Olerlo y verlo son dos cosas
insoportables.
Nos cuesta un poco, cinco días de mugre acumulada pega la tela a mi piel.

*R3N3*
Contemplo cómo Fifer lo arrastra hasta la chimenea y lo tira a las llamas. Con
un enérgico empujón y la ayuda del atizador, la mugrienta tela marrón se
prende.
Me meto en la bañera. De inmediato, el agua se pone oscura y turbia de
porquería. Fifer echa un puñado de sales de baño (lo que yo creía que eran sales
de baño) y la mugre desaparece, gira marcha atrás en el agua en pequeños
remolinos antes de desaparecer por completo. Magia. Entonces mete la mano
por el escote de su bata y saca su collar: cadena de latón, ampollas llenas de sal,
mercurio y ceniza.
—Creo que lo mejor será que mantengamos a Caleb fuera de tu mente de
ahora en adelante. —Me lo pasa por encima de la cabeza—. O a cualquier otro
que pueda estar fisgando por ahí. Schuyler me contó lo de la oración que
recitabas sin parar —añade—. Supongo que debes de estar cansada de decirla.
Entonces, me reclino en la bañera, me sumerjo en el agua caliente y
relajante. La fatiga que llevo reprimiendo desde hace días vuelve con toda su
fuerza y me cuesta un mundo mantener los ojos abiertos.
—¿Qué pasó? —pregunto después de un momento—. ¿Después de que
Caleb me encontrara y todos los demás se fueran? ¿Tuvieron muchos
problemas?
—Schuyler dice que fue un caos. —Fifer despeja la silla y la acerca a la
bañera—. Guardias bombeando agua de cañerías en los patios, personal
corriendo de acá para allá con cubos, gente chillando. Todo el mundo pensó que
era un fuego de cocina, así que nadie sospechó, al menos no al principio
Aunque una vez que vieron la sangre y encontraron los cuerpos… —Se ciñe
bien la bata, apretada, como para evitar un resfriado—. Para entonces, ya
estaban lo bastante lejos como para evitar que los atraparan. Corrieron sin parar
durante casi dos días para llegar hasta aquí. Malcolm estaba casi vomitando
cuando le encontró la Vigilia.
—¿Los volvieron a detener?
—No, aunque estuvo cerca. Malcolm, estaba completamente fuera de
control. Exigía que volvieran a buscarte, le gritaba a todo el mundo, ordenaba
que trajeran armas, caballos; incluso le ordenó a Fitzroy que le entregara su

*R3N3*
ejército. —Fifer chasquea la lengua—. Uno pensaría que un rey depuesto sería
menos exigente, pero te equivocarías.
Asiento. No encuentro que su comportamiento sea especialmente
sorprendente, en el trono o fuera de él.
—Llegó un momento en que Nicholas tuvo que darle algo para calmarle.
Durmió doce horas seguidas, solo para despertarse y retomar todas sus
exigencias con mayor fuerza si cabe. —Otro ruidito de desagrado—. Después
de que entraras y salieras de Hexham con tanta facilidad, Fitzroy y Nicholas
decidieron que era potencialmente inseguro enviarle ahí de vuelta, así que le
metieron en Rochester bajo arresto domiciliario.
—¿Y qué pasa con Keagan? —pregunto—. ¿Ella también está detenida?
—No del todo —explica Fifer—. Creímos que la detendrían también, pero
el consejo decidió que no había motivos para retenerla. Le dieron permiso para
volver a su casa, de vuelta a Airann, pero solicitó quedarse para ayudarnos a
luchar. En cualquier caso, siempre será una extraña, y una extraña peligrosa
además. El consejo pensó que lo mejor sería restringirla al recinto de Rochester.
Está resultando ser una aliada valiosa —añade Fifer—. Ya ha enviado un
mensaje al resto de la Orden para pedirles que se unan a nosotros. Keagan dice
que son tan poderosos como ella, si no más. Podrían venirnos bien.
Asiento pero no digo nada, mis pensamientos ya se han trasladado hacia
otro prisionero de Hexham. Me pregunto dónde está, si está a salvo.
—John también está en Rochester. —Ante mi silencio, Fifer adivina lo que
estoy pensando—. Le tienen retenido en una habitación en alguna parte del ala
oeste, pero no sé dónde. No le permiten recibir visitas. No le he visto, ni
siquiera Peter le ha visto. Solo Nicholas y…
Se calla, pero ya sé lo que iba a decir. La única persona que ha visitado a
John aparte de Nicholas es Chime.
—¿Sabes si está mejor?
Fifer baja la vista, sus largos dedos pálidos tironean del dobladillo de su
camisón.
—No lo sé. —Encoge los hombros—. No hago más que pedir que me dejen
verle, pero Nicholas dice que es mejor que no vaya. Así que supongo que no ha

*R3N3*
mejorado demasiado.
Niego con la cabeza. Por el estrepitoso fracaso de mi plan, el peligro en el
que he puesto a todo el mundo otra vez, un peligro aún mayor que el que
corrían hasta ahora.
—Nunca debí quedarme en Harrow. —Cierro los ojos. No quiero verle la
cara a Fifer, oírle darme la razón sobre esta verdad—•. Si me hubiese
marchado, Blackwell jamás hubiera averiguado que no tengo mi estigma.
Podría haber guardado el secreto y podría haber mantenido a John a salvo.
Podría haber hecho que Blackwell tuviese que perseguirme hasta que la
maldición y su debilidad acabaran por matarle.
—¿De verdad crees eso? —El tono de Fifer es tan agresivo que tengo que
abrir los ojos y mirarla—. ¿De verdad crees que hubiera sido tan fácil? Ahora
que sabes cuál es el objetivo de Blackwell, ¿de verdad crees que hubieras sido
capaz de huir de él por tus propios medios? ¿Sola? ¿Sin poder? ¿Que Caleb no
te hubiese leído hasta el último pensamiento y hubiese acabado por conducir a
Blackwell hasta aquí?
—No lo sé —digo.
—Yo creo que sí lo sabes.
Entonces respiro hondo. Todas las cosas que sé y todas las que no sé libran
una guerra sin cuartel, hasta que no soy más que víctima de no saber nada de
nada.
—¿Y ahora qué? —pregunto—. ¿Qué pasa ahora?
—Creo que eso también lo sabes.
Sí. Blackwell se enterará de la verdad acerca de mi estigma, vendrá a por
John, a por Harrow. Lo hubiera hecho de todos modos, pero ahora, con esta
provocación, será diferente. Los ataques que hemos sufrido no eran más que
coqueteos comparado con lo que está por venir. No serán escaramuzas, no
habrá demora.
—Era inevitable que terminara así —dice Fifer—. Y no hay nada que
puedas hacer para impedirlo.

*R3N3*
ME TRASLADO A ROCHESTER OTRA VEZ. Nicholas quería que me
quedara en su casa, al menos unos días más, para recuperarme. Pero de los
ardides de Blackwell uno no se recupera. Los absorbes. Los vas acomodando,
les haces hueco entre un catálogo ya lleno de horrores hasta que, con el tiempo,
encuentras un sitio para ellos. Un sitio que nunca está escondido, pero que un
día esperas que esté fuera de tu alcance.
Nicholas me acompaña de vuelta al campamento, un guardián silencioso
contra las miradas y los susurros de los otros que se quedan quietos cuando nos
ven. Yo, envuelta en una larga capa de terciopelo verde pero todavía tiritando
bajo un despejado cielo azul; y Nicholas, una presencia tranquilizadora e
incondicional, con una túnica dorada y marfil. Me guía por el recinto al llegar.
A pesar de los esfuerzos por guardar el secreto, los detalles de mi
desaparición y posterior reaparición, se extienden como un virus a través del
campamento. Todo el mundo sabe dónde fui, lo que hice, lo que me pasó, cómo
me trajeron de vuelta. Las noticias vuelan en Harrow, como había dicho Gareth.
Círculos concéntricos de pabellones blancos se extienden ante mí, ondean
bajo la suave brisa como velas de lona. Me dirijo hacia el mío, anillo interior
cinco, cuando Nicholas estira una mano para detenerme.
—Malcolm ha solicitado tu presencia —me informa—. Evidentemente, tú
decides si quieres ir o no, y yo no le he hecho ninguna promesa en un sentido u
otro. Le hemos enviado un mensaje de que estás aquí y estás a salvo, pero creo
que una parte de él no se lo creerá hasta que lo vea con sus propios ojos.
Dudo un instante. Mi plan era instalarme otra vez en mi tienda, volver a los
campos de entrenamiento; entrenar hasta quedar hecha unos zorros, tanto para
expiar las cosas que he hecho como para prepararme para las cosas que
Blackwell está punto de hacer. Pero una visita a Malcolm es inevitable y una
*R3N3*
pequeña parte de mí también desea verle con mis propios ojos, para asegurarme
de que está tan bien como me han dicho.
—Sí —digo—. Iré a verle.
Nicholas me conduce al ala oeste de Rochester Hall, aún más grandiosa que
el ala este. Dorados techos abovedados, paredes tapizadas de brocado rojo y oro
decoradas con kilómetros de óleos de marcos dorados. Bustos de mármol de los
Cranbourne CalthorpeGough me miran fijamente encaramados en sus
pedestales, todos ellos bañados en luz por altos ventanales que van del suelo al
techo, enmarcados por franjas de terciopelo de un rojo intenso.
Hay guardias apostados en todas las puertas, pero ya sé qué puerta conduce
a la habitación donde retienen a Malcolm: hay cinco hombres delante de ella,
ninguno parece contento de estar ahí. Se ponen firmes cuando ven que nos
acercamos, hacen sonar sus picas de metal al dejarnos pasar.
En el interior, Fitzroy y Malcolm están sentados tras una mesa baja al lado
de la ventana que da al jardín y al exuberante bosque más allá. Bandejas de
plata, copas de cristal y platos de peltre llenos de comida desperdigados por su
superficie. Malcolm levanta la vista del plato que aún no ha tocado, me ve y se
levanta a toda prisa de su silla.
—Elizabeth. —Su servilleta de lino cae revoloteando desde su regazo hasta
el suelo—. Estás aquí.
En el pasado, cuando me recibía de ese modo, siempre le hacía una
reverencia. Ahora casi lo hago, pero el impulso se me pasa y simplemente le
saludo con un gesto respetuoso de la cabeza.
—Me han dicho que deseabais verme —digo. Soy muy consciente de que
todos los ojos de la habitación están sobre nosotros dos.
—Sí, quería. Quiero —dice Malcolm. Él parece no darse cuenta de nada
excepto de mí—. ¿Quieres comer algo? Debes de tener hambre. O quizás una
bebida… —Mira a su alrededor como si esperara que unos sirvientes acudieran
a toda prisa a atender todos sus deseos, aún sorprendido por que no lo hagan.
Fitzroy nos ahorra a ambos la vergüenza.
—Hoy es domingo. —Se levanta de la mesa y se vuelve hacia Nicholas, que
no se mueve de mi lado—. He oído que hoy van a asar jabalí. No solo uno, no

*R3N3*
creáis, sino una manada entera recién capturada ayer por la noche, un
espectáculo que no me importaría ver por mí mismo. Quizás quieras venir
conmigo, Nicholas…
Fitzroy hace un gesto hacia la puerta, pero Nicholas sonríe, como
disculpándose.
—¡Me encantaría aceptar tu invitación! Pero hoy soy el siervo de Elizabeth
y desearía verla cómodamente instalada en su tienda.
—Está bien —le digo, siento una oleada de agradecimiento ante su actitud
protectora—. Soy capaz de encontrar el camino por mí misma. Iré en seguida.
O quizás me encuentre con ustedes donde los jabalíes. Me gustaría darles las
gracias, y mis condolencias, a los cocineros que han tenido que prepararlos.
Nicholas sonríe al oír esto, luego echa una miradita a Malcolm. Sus oscuros
ojos se cruzan con los ojos pálidos de Malcolm y, si no me equivoco, veo en
ellos un destello de advertencia. Luego él y Fitzroy salen por al pasillo. La
puerta se cierra con suavidad y Malcolm se vuelve hacia mí.
—Estás aquí. —Una sonrisa vacilante—. Lo sé, eso ya lo he dicho. ¿Estás
bien? ¿Quieres sentarte? —Corre hasta la silla de Fitzroy y me la ofrece.
—Estoy bien —contesto, una verdad a medias y resumida—. Me quedaré
de pie.
Malcolm asiente, su sonrisa desaparece.
—Fue un momento aterrador, allá en Ravenscourt. Tanta magia. Y ver a
Caleb así… —Sacude la cabeza—. Aquí me llegan las noticias a cuentagotas,
¿sabes? Nadie viene corriendo a contarme nada, lo cual es comprensible, desde
luego. En cualquier caso, Fitzroy me lo contó todo. Por todo lo que tuviste que
pasar… —Malcolm se calla y yo aprovecho para intervenir, no me apetece
revivir aquello, para nada, pero sobre todo no con él.
—Veo que habéis pasado a los nombres de pila, con Fitzroy. —Cambio de
tema—. ¿Es porque ya hay una amistad o porque os habéis cansado de decir sus
apellidos? ¿O quizás los habéis olvidado?
—Como alguien con tres nombres de pila, entiendo lo incómodo que puede
ser. Pero, para contestar a tu pregunta, decidimos usar nuestros nombres propios
sobre todo porque Fitzroy no sabía cómo dirigirse a mí. —Ha recuperado la

*R3N3*
sonrisa—. Aunque supongo que simplemente podría llamarme capitán.
—¿Capitán? —repito—. ¿Vos?
—Eso es. De mi propio ejército de novatos. —Malcolm retrocede un poco,
hace un gesto con una mano hacia una mesa al otro lado de la habitación. Está
cubierta de mapas y pergaminos, piezas de ajedrez desperdigadas por encima de
ambos—. Resulta que un rey depuesto puede ser útil, especialmente cuando
dicho rey depuesto aprendió estrategia de batalla del mismísimo rey que ha
usurpado su trono. —Una pausa—. Eso no ha sido demasiado sensiblero,
¿verdad?
Casi sonrío.
—En absoluto.
—Bien. He estado trabajando en ello. Fitzroy dijo que era irritante cuando
me ponía de ese modo. ¡Me llamó insolente! Es tan desagradable como Keagan.
Ningún respeto.
Dice esto último en un falso tono altivo y ahora sí que sonrío.
—Me ha enseñado un montón de cosas sobre Harrow y la gente que vive
aquí. Me alegro de tener ahora esos conocimientos; de hecho, me avergüenzo
de no haberlos tenido antes.
—¿Como qué?
—Los Reformistas —empieza—. Creía que todos practicaban la brujería, o
al menos tenían conocimientos de magia. Pero no es así. Diría que la mitad de
las tropas del campamento no saben nada de magia. Neutrales, los llama
Nicholas. Curiosa palabra. En cualquier caso, puesto que no tienen magia para
emplear en batalla y puesto que la mitad de esa mitad no han usado una espada
en la vida, me los han ofrecido a mí para que los entrene.
—¿Así que estáis a cargo de todos ellos?
—Oh, no. La mitad de esa mitad no quiere tener nada que ver conmigo. Eso
deja tan solo poco más de un centenar de hombres que pueden soportar estar en
mi presencia. La mitad de esa mitad…
—Malcolm.
—Sesenta. —Malcolm se encoge de hombros—. Sesenta soldados de un
total de mil. Pero es, como dicen, un comienzo. En general, estoy contento.

*R3N3*
Fitzroy cree que si lo hago bien con estos, si consigo convertir el metal en oro,
como dicen los alquimistas, se nos unirán más. Eso es lo que estoy planificando
ahora mismo. —Otro gesto hacia la mesa.
—¿Cuándo los entrenáis? —pregunto—. Puede que me una a vuestro grupo.
Entonces, tendríais sesenta y un soldados.
Su expresión es radiante.
—Sí, me encantaría. Sería agradable ver una cara amiga. —Hace una pausa.
Piensa un poco—. Bueno, una cara, en cualquier caso.
Entonces hago algo de lo que no me consideraba capaz: me echo a reír.

En los primeros días de nuestro entrenamiento, cuando Caleb y yo éramos


unos novatos en las pruebas, cuando ni siquiera él podía imaginar las cosas a las
que tendríamos que enfrentarnos ni las cosas que tendríamos que hacer, ideó
una forma para que pudiéramos gestionar el peaje que se estaba cobrando de
nosotros.
Apareció una mañana a la puerta de mi habitación en Ravenscourt, vestido
para salir y con una bolsa, aunque no quiso decirme lo que llevaba en ella ni a
dónde íbamos. El sol todavía estaba asomando por el horizonte, pero las calles
ya estaban atestadas de gente y Caleb me arrastró por ellas, adoquinadas y
anchas hasta que se volvieron más estrechas poco a poco. El aire que olía a
humo y estiércol dio paso a casitas de campo y árboles y hierba, el olor de un
pueblo.
Subimos paseando por una colina; en la cima había un cementerio. Las
lápidas colapsadas unas sobre otras como los dientes de los piratas,
desalineados y agrietados y sucios. Estatuas descabezadas esparcidas por
doquier, peleando por un espacio entre los árboles. No había nadie por ahí, ni
senderos, ni flores. Era un lugar que había sido olvidado, igual que los muertos
que ahí yacían.
*R3N3*
Caleb encontró un claro en la hierba entre media docena de lápidas y se
sentó. Se quitó la bolsa del hombro, la abrió y empezó a sacar comida envuelta
en servilletas de tela: pan, jamón, queso, fruta que había birlado de la cocina.
—¿Qué estás haciendo?
Alzó la vista hacia mí. Esperaba que me tomara el pelo, pues lo que estaba
haciendo era evidente, pero por una vez, sus ojos azules eran serios.
—Comer —contestó—. Hace un tiempito que no comes, ¿verdad? Desde
luego que yo no.
Lo pensé por un momento. Probablemente hacía días que no probaba
bocado, pero ¿quién podía saberlo? Probablemente hacía días que no dormía,
pero ¿quién podía saber eso, tampoco? Los pasé como una sonámbula, eso es lo
único que había conseguido dormir.
—¿Cómo encontraste este lugar? —Me acomodé en el suelo enfrente de él.
Cortó un trozo de pan con las manos y me lo pasó. Todavía estaba caliente del
horno.
—No lo sé —respondió, masticando mientras hablaba—. Fue en la época de
la segunda prueba. Ya sabes, la que tuvo lugar en el Serpentine.
Tragué saliva. Blackwell nos había llevado al lago Serpentine, un lago de
dieciséis hectáreas dentro de Jubilee Park donde la familia real pasaba los
veranos navegando y pescando. Nos ordenó que nadáramos de un lado al otro.
Era diciembre, hacía un frío glacial y nevaba, y ninguno de nosotros sabía
nadar. Nos prohibieron ayudarnos los unos a los otros. Fue un día agónico,
escuchamos a dos de los reclutas ahogarse lentamente, sus súplicas desgarraban
el aire gélido que de repente quedó sumido en un silencio sepulcral. Uno de
ellos tenía solo doce años.
—No podía dejar de oír sus voces —explica Caleb—, así que una noche,
después de tres sin poder dormir, simplemente empecé a andar. No tenía ningún
destino en mente, solo quería moverme. Después de varias horas, me encontré
aquí. Irónico, ¿no?
Conseguí esbozar una pequeña sonrisa.
Caleb le dio otro bocado al pan.
—Me quedé aquí sentado no sé cuántas horas. Contemplando todas estas

*R3N3*
lápidas, estas tumbas, esta gente… Están todos muertos, Elizabeth. Peor que
eso, han sido olvidados. ¿Cuándo fue la última vez que alguien pensó en ellos?
Lo suficiente como para venir a verlos. Mira a tu alrededor. Hace tiempo ya.
Años, al menos, por el aspecto del lugar.
—Entonces me di cuenta —prosigue—. No importa lo que nos haya
sucedido, por lo que hayamos pasado, lo que hayamos tenido que ver, al menos
no somos ellos. Al menos no estamos muertos. No somos como ellos,
Elizabeth. Estamos vivos.
Era un pequeño consuelo, pero era el único que teníamos. Así que pasamos
la tarde en aquel cementerio, comiendo, Caleb apoyado contra una lápida y
dormitando. Cuando regresé a Ravenscourt, dormí por primera vez en cuatro
días.
Estábamos vivos.

A pesar de la cadena que cuelga de mi cuello, el mullido camastro debajo de


mí y la relativa seguridad de mi tienda de campaña (custodiada por guardias
ahora, ya que he hecho más que unos pocos enemigos) no consigo dormir.
Visiones de Blackwell y su cara desfigurada, de Caleb y su vida arruinada,
rondan por mis pesadillas. Después de la tercera noche sin dormir, me levanto,
me visto, me cuelgo la bolsa del hombro y salgo a la fría mañana previa al
amanecer, silenciosa y quieta por los bordes. Hago una parada en el pabellón
que hace las veces de despensa, aún en trance de despertarse; los dos cocineros
que encuentro en su interior bostezan mientras miden cereales y los echan en un
enorme caldero de agua hirviendo. Cuando aparezco en la entrada no dicen
nada, pero después de un momento, la cocinera más mayor, una mujer vestida
de gris, se acerca a mí y me pone un paquetito en la mano.
—No es mucho —se disculpa—. El queso está un poco duro, el pan se ha
puesto un poco correoso. Aunque da la impresión de que cualquier cosita te iría
*R3N3*
bien.
Le doy las gracias, meto la comida en mi bolsa. Luego surco el mar de
tiendas aún dormidas, cruzo el prado y enfilo el puente; salgo de Rochester.
Tres horas más tarde, me encuentro en Hatch End, de pie delante de las
verjas negras del cementerio que se extiende paralelo a la casa de Gareth. Están
cerradas con llave, pero solo miden unos dos metros e incluso cansada como
estoy, trepo por encima de ellas con facilidad. Bordeo la capilla por un costado,
cruzo la explanada de hierba con lápidas pulcramente alineadas. A
continuación, igual que habíamos hecho Caleb y yo tantas veces hacía tantos
años, me instalo al lado de un obelisco, saco la comida de mi bolsa, la despliego
delante de mí. Solo que no es lo mismo.
Estoy viva, sí, pero Caleb está muerto. Y no es lo mismo.
No sé cuánto tiempo paso ahí sentada, con la espalda apoyada contra la
piedra, un trozo de pan en la mano, antes de verle. Se acerca sigilosamente
hacia mí, silencioso como un fantasma.
—¿Me has seguido? —Levanto la vista hacia él, su pelo brillante como el
mercurio en la luz del sol naciente—. ¿Por qué?
Schuyler se encoge de hombros.
—Quería ver cómo te iba. No te he visto demasiado por ahí y Fifer está
preocupada por ti. Te has mantenido ocupada.
Desde que regresé al campamento, he pasado mucho tiempo con Malcolm,
como prometí, ayudándole a ejercitar a sus hombres, enseñándoles cosas que
jamás le había enseñado a nadie, cosas que nadie debería ver. Formas de herir,
formas de mutilar, formas de matar. Conseguimos añadir unos veinte soldados
al pelotón de Malcolm después de una demostración en la que me deshice de
una manada de lobos, mágicamente conjurada por Nicholas, con solo un par de
cuchillos y un puñado de ramas de conífera.
—¿Crees que es buena idea? —continúa Schuyler—. ¿Venir aquí?
—¿Por qué no? Gareth no está aquí. —Me encojo de hombros—. Está
medio desaparecido, dedicado por completo a las reuniones del consejo.
Malcolm dijo que no ha salido de Rochester en una semana.
—No quería decir eso. —Schuyler despeja de hojas una zona del suelo y se

*R3N3*
sienta a mi lado, apoyado contra una tumba cubierta de musgo—. ¿Estás segura
de que es sensato, reunirse con los muertos de este modo?
—Estoy reunida contigo, ¿no?
—Punto. —Schuyler levanta una mano.
Le miro. Miro sus casi antinaturalmente brillantes ojos azules, ligeramente
apagados hoy por la preocupación o los problemas o por ambas cosas. Mis
pensamientos corren hasta Caleb otra vez.
—Le dijo a Blackwell que yo estaba en camino —digo—. Caleb. Dijo que
tenía que contarle todo lo que sabe, todo lo que piensa. Dijo que Blackwell se lo
exigía.
—Sí —dice Schuyler—. Blackwell es su páter, el que le trajo de vuelta, así
que Caleb debe hacer lo que él le ordene. Todo lo que le ordene.
—Pero no le dijo a Blackwell que no tengo mi estigma.
Schuyler encoge los hombros.
—Probablemente no podía oírte con la suficiente claridad como para
averiguarlo. A mí me costó mucho oírte a través de esa maldita oración y tengo
años de práctica. Caleb es nuevo. Es difícil concentrarse en los pensamientos de
una sola persona cuando hay tantos otros a los que oír.
—Supongo —admito—, pero en la sala de los rituales, no estaba repitiendo
la oración. Al principio no. Estaba demasiado cansada, demasiado preocupada
por lo que estaba a punto de suceder. Caleb pudo haber hurgado, pudo haberlo
oído todo. Pero cuando Blackwell le preguntó dónde había ido mi estigma, dijo
que no lo sabía. —Hago una pausa—. ¿Crees que lo sabía y que le mintió a
Blackwell sobre ello?
—No sé por qué habría de hacerlo. —Schuyler arranca un trozo de pan, lo
tira a la hierba. Un par de pájaros revolotean hasta el suelo a nuestro lado y
empiezan a dar picotazos a las migas—. No hizo nada por impedir lo que te
estaba ocurriendo. En cualquier caso, no es una cuestión de elección. La
voluntad de un retornado está completamente subordinada a la de su páter. No
puede… —Se calla, bruscamente.
—No tienes que hablar sobre ello —le digo deprisa.
—No es eso —dice—. Es solo que me cuesta recordarlo. Hace varios

*R3N3*
cientos de años que no pienso en ello. Ni siquiera recuerdo cuánto tiempo ha
pasado en realidad. ¿Sabes que ni siquiera me acuerdo de mi apellido?
—¿No? —No sé si eso me divierto o me horroriza. Me decido por lo
segundo—. Lo siento.
—Yo no. —Schuyler sonríe de oreja a oreja—. Parece bastante legendario,
tener un solo nombre.
Me quedo callada un momento, recuerdo la forma en que me habló Caleb, la
forma en que me susurró a través de la puerta, como si me estuviera contando
un secreto. La forma en que parecía a veces enfadado y desafiante, a
continuación casi contrito.
—Caleb no puede físicamente desobedecer a Blackwell. —Schuyler
interrumpe mis pensamientos—. Pero eso no significa que tenga que serle leal.
Existen mil formas de mostrar deslealtad aparte de la desobediencia.
—¿Como cuáles?
Schuyler se vuelve a encoger de hombros.
—Los retornados son criaturas muy básicas —explica—. La palabra en sí
significa «regresar». Cuando lo hacen, son como niños en cierto modo. Solo
entienden de deseos básicos.
Me doy cuenta de que utiliza la segunda persona del plural, como si los
retornados fueran seres distintos a él.
—Es un equilibrio poco delicado —continúa—. Están en deuda, pero no
quieren estarlo. Algunos, la mayoría, simplemente aguardan su momento,
obedecen con un resentimiento enconado hasta que su páter muere, hasta que
por fin pueden ser libres. Otros, digamos, se ocupan del asunto con sus propias
manos, en la medida que pueden.
—¿Cómo sabes todo eso?
Schuyler fija en mí su brillante y sabia mirada.
—Porque yo hice que mi páter muriera.
Abro la boca, pero no sale nada.
—Me pidió que comprara un barco. Y le compré un barco —explica
Schuyler—. Lo que no me pidió es que le comprara un barco en buen estado o
una tripulación competente. El barco estaba lleno de madera podrida y velas

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lamentables; la tripulación no era una tripulación en absoluto, sino un montón
de mendigos y vagabundo en busca de monedas y bebida; no les importaba
cómo conseguirlas. Tampoco me pidió que me asegurara de que el clima fuera
favorable cuando zarpamos. Así que cuando lo hicimos, nos metimos en una
tormenta, el barco se desintegró y hasta el último hombre a bordo murió.
Excepto este servidor.
Me trago un pedazo de pan que de algún modo se ha convertido en piedra.
—Son las cosas que un páter no pide las que uno puede aprovechar en su
propio beneficio. —Schuyler me lanza una mirada, con media sonrisa en la cara
—. Puedes exorcizar a un retornado con sal todo lo que quieras, monada, pero
el mal que hay en su interior todavía perdura.
Entonces se calla, detiene a medio camino el gesto que estaba haciendo con
la cabeza, el pan todavía sujeto entre los dedos. En un abrir y cerrar de ojos, se
ha puesto en pie, me agarra de la capa y me levanta del suelo. El pan cae
rodando de mi regazo, los pajarillos convergen sobre él. Me arrastra detrás del
obelisco.
Un segundo después, la puerta lateral de la catedral se abre, la misma puerta
por la que salí el día de mi juicio, el día de los ataques de Blackwell, y Gareth
sale por ella. Va acompañado de otro hombre, vestido de negro de la cabeza a
los pies, como un miembro del consejo, solo que no le reconozco para nada.
—Creí que habías dicho que estaba en Rochester —susurra Schuyler.
—Supongo que estaba equivocada —susurro de vuelta—. ¿Pero acaso
importa? No le gustará encontrarnos aquí, pero tampoco es como si fuera a
detenern…
—Shh. —Schuyler me planta una mano en la boca.
—Comprendo que las cosas han cambiado, pero no pueden exigirme que
arregle todos mis asuntos en una semana —dice Gareth.
—¿Y de qué asuntos estaríamos hablando? —pregunta el hombre.
—Yo… —Gareth se detiene—. Mi casa.
—Siempre que sigas teniendo una —replica el hombre—. En cualquier
caso, hay un montón de casas espléndidas en las que vivir en Upminster.
—Ese no era el plan —protesta Gareth.

*R3N3*
—Ah, pero eso no debería molestarte. —El hombre levanta una mano
conciliadora—. Tú eres, por encima de todo, un maestro de los planes. Supongo
que todo esto no tiene ninguna importancia para ti. Aun así, es nuestro papel,
¿no? Hacer lo que sea necesario.
Gareth lo piensa un momento, luego asiente.
—Faciam quodlibet quod necesse est.
El lema de Blackwell.
Schuyler vuelve a plantarme la mano sobre la boca, reprime mi exclamación
al darme cuenta:
Gareth es el espía.

*R3N3*
ENTONCES EL HOMBRE DE NEGRO se desvanece, se volatiliza,
aparentemente disuelto en el aire. Gareth echa una mirada furtiva a su alrededor
antes de enfilar el camino, salir por la verja y tomar la carretera en dirección a
Rochester. Schuyler mantiene la mano sobre mi boca, espera a que esté fuera
del alcance del oído. Pasan minutos enteros. Al final, me suelta. Agarra mi
bolsa del suelo y sale como una flecha de detrás del obelisco.
—¿Una semana? —digo—. ¿Quiere eso decir que Blackwell y sus hombres
estarán en Harrow en una semana?
—Supongo. —Schuyler está de rodillas, metiendo todas mis cosas en la
bolsa de cualquier manera. Revuelve el suelo para desperdigar las migas de pan,
borra las huellas de nuestra presencia.
—¿Qué vamos a hacer? Schuyler. —Le agarro del brazo para interrumpir su
frenética e inútil actividad—. ¡Para! Tienes que escuchar a Gareth. Averiguar
qué más sabe.
—No puedo. —Schuyler se encara conmigo—. Ya lo he intentado. No
puedo oír nada. Mi apuesta es que ambos llevaban puesta algún tipo de barrera.
Mercurio, cenizas, como ese maldito collar que tiene Fifer. Pero no necesito
escuchar para saber lo que quieren decir. Una semana hasta que Blackwell
envíe a sus hombres a apoderarse de Harrow, a apoderarse de John, a
apoderarse de ese estigma y a seguir adelante con su sangriento plan demente.
Una semana.
—No estamos preparados —digo—. Las tropas de la Galia aún no han
llegado, la Orden aún no ha llegado, los hombres de Malcolm aún no están
entrenados… ¿Qué vamos a hacer?
—Decírselo a Nicholas. A Fitzroy. Prepararnos. —Schuyler se cuelga mi
bolsa del hombro—. Es todo lo que podemos hacer.
*R3N3*
—¿Crees que deberíamos…?
—¿Matar a Gareth? No. —Schuyler me lee el pensamiento antes de que
pueda decirlo en voz alta—. No podemos ir por ahí matando a miembros del
consejo, monada, aunque sean traidores. No, tenemos que decírselo a Nicholas
y dejar que él decida. Después de eso, si busca voluntarios para hacerlo, yo seré
el primero a la fila.
Emprendemos el camino de regreso a Rochester. Yo quería que Schuyler se
adelantara, intentara llegar al campamento antes que Gareth, pero Schuyler no
sabe qué camino tomará ese desgraciado y ninguno de los dos nos podemos
arriesgar a que nos vean.
Caminando deprisa y con cautela a partes iguales, llegamos a Rochester un
poco antes de mediodía. Volutas de humo flotan en el aire, el aroma de la
comida que están preparando para el almuerzo. La gente está reunida en
pequeños grupos cerca de las mesas; hace cola en los pabellones de baños, en
los pabellones donde se hace la colada, en los pabellones donde almacenan las
armas; se sienta alrededor de las múltiples hogueras que brotan en hileras a lo
largo de la explanada. A lo lejos, vemos hombres desperdigados por las lizas de
justas, ya sea observando o entrenando, algunos en los puestos de tiro al arco,
otros realizan ejercicios en los campos aledaños.
Schuyler y yo escudriñamos la multitud, buscamos a un hombre más alto
que todos los demás, un hombre mejor vestido que todos los demás, un hombre
más traicionero que todos los demás. No vemos a Nicholas ni a Fitzroy ni a
Gareth por ninguna parte.
—Dividámonos —sugiero—. Yo me quedaré aquí, registraré las tiendas. Tú
ve dentro. Comprueba también los aposentos de Malcolm —añado como
ocurrencia de último minuto—. Puede que Fitzroy esté ahí.
Schuyler asiente.
—Iré a buscar a Fifer primero. Tiene que saber lo que está pasando y puede
ayudarme a buscar. Si no los encontramos, o incluso si lo hacemos, nos
encontraremos contigo en la capilla dentro de una hora.
Entonces desaparece entre el gentío y yo doy media vuelta y me abro
camino hacia las tiendas. Me pongo la capucha mientras camino y escondo la

*R3N3*
cara bajo la tela de la capa. No quiero que me reconozcan, no quiero que nadie
me detenga y, ahora mismo, no quiero hablar con nadie excepto con Nicholas o
Fitzroy.
La multitud se va haciendo menos densa a medida que me acerco al anillo
de tiendas de los oficiales. Hombres de uniforme, hombres que transportan
armas, hombres concentrados sobre mapas e interminables listas de existencias.
Me dedican una mirada, dos, mientras camino entre ellos, pero aún no consigo
encontrar a Nicholas, ni a Fitzroy.
Abandono la relativa seguridad del anillo interior y me dirijo hacia las lizas
de justas. Nicholas no estará ahí, pero puede que Peter sí y puede que él sepa
decirme dónde encontrar a Nicholas. Guiño los ojos para protegerme del
brillante sol desde debajo de mi capucha y no le veo hasta que casi estoy sobre
él: un chico con un abrigo azul marino, de pie al lado de una chica tan vistosa
como una rosa de invierno con un vestido carmesí, su mano apoyada en el brazo
de él.
John.
—Elizabeth. —Sus ojos, todavía surcados por ojeras, aunque no tan
marcadas como la última vez que le vi, se abren como platos al verme. Mi
corazón, que ya antes iba acelerado, se lanza a galope tendido.
—Has vuelto —interviene Chime cuando John se queda callado y yo no
respondo—. Me alegré tanto de oír que estabas sana y salva —añade, pero el
resentimiento palpable tras sus palabras me indica lo contrario.
—Sí. —Miro de derecha a izquierda, mis ojos buscan una escapatoria pero
no encuentro ninguna. Ni de la intensa mirada inquisitiva de John, y tampoco
de los otros tres chicos, amigos de John (a algunos los reconozco, a otros no)
que se acercan y me rodean. Tengo la vaga sensación de ser una presa.
—Veo que has vuelto —dice uno de ellos—. Has vuelto, te has recuperado,
y ahora estás ayudando a un rey a intentar matar a otro.
—Sí —repito. Pienso que si no hablo mucho, se cansarán del jueguecito que
me están preparando, sea cual sea, y me dejarán en paz.
—Hablando de reyes, he oído que te has enfrentado a Blackwell. —Seb, el
chico pelirrojo, me mira de arriba abajo, esa desagradable sonrisilla que ya he

*R3N3*
visto otras veces antes cruza su cara—. ¿Cómo fue?
Recuerdo las manos de Marcus apretando mi cráneo, la cara desfigurada de
Blackwell, el cuervo muerto en el centro de la sala de rituales. Caleb y la legión
de guardias muertos, los acechantes leones que todo lo ven, los vengativos
cuervos de ojos rojos.
Aparto la mirada y no contesto.
—También he oído que perdiste el Azoth —interviene otro chico. Es
atractivo, mucho: rubio, ojos azules, y alto, como Caleb y Schuyler, aunque
esto hace poco por ganarse mi simpatía—. Has tenido que superar muchos
problemas, ¿verdad?, solo para crear otros aún más grandes.
Tampoco contesto a esto. En lugar de eso, miro a Chime, la única de este
grupo que puedo soportar mirar, y solo lo justo.
—Estoy buscando a Nicholas. ¿Le habéis visto? —La cortesía con que
adorno mi voz haría vomitar a un muerto.
Chime abre la boca, per John da un paso al frente y contesta antes de que
pueda hacerlo ella.
—Yo sí. Está en la salita familiar, pero para entrar en el ala oeste
necesitarás que te acompañe alguien. Puedo ir contigo, si quieres.
No quiero. Pero he preguntado por Nicholas, John sabe dónde está y en el
peor de los casos eso me alejará de este incómodo grupito.
Les doy la espalda sin decir ni una palabra más y me encamino hacia la
senda de los tejos que lleva a Rochester Hall. Pienso, por un momento, que
John ha decidido no acompañarme o que le han convencido de que no lo haga.
Pero entonces el sonido de unas pisadas y el aleteo de una capa oscura me
indican que estaba equivocada.
Llego al vestíbulo exterior y a la puerta custodiada que conduce al ala oeste.
John les hace un gesto a los hombres, que se apartan para dejarnos pasar. En
seguida entramos en la salita, un lugar del que no tengo buenos recuerdos
precisamente. Miro a mi alrededor, a los sofás, la chimenea, la tronera que sirve
de ventana y la redonda mesa de caoba rodeada de sillas.
Está vacía.
Me retiro la capucha de la cabeza y giro sobre los talones. John se planta

*R3N3*
delante de la puerta, me bloquea la salida. Tiene los ojos fijos en mi cara, me
observa con intensidad.
—¿Qué estás haciendo? —Mi confusión se mezcla con aprensión—.
¿Dónde está Nicholas?
—No lo sé —confiesa John—. Pero oí que habías regresado al campamento
y quería hablar contigo. Llevo buscándote todo el día. —John se retira el pelo
de la cara en un gesto que me resulta familiar, sus rizos oscuros más largos que
la última vez que le vi. Se parece más a sí mismo.
Pero no es él mismo.
—Te busqué en las lizas, la arquería, el campo de entrenamiento y el
parque, lo cual es un error si es demasiado temprano por la mañana. Casi me
atropella una manada de ciervos.
—Siento haberte causado inconvenientes —digo. Mis palabras triviales,
indiferentes, pero el temblor en mi voz me delata.
—Eso no me importa. —Sacude la cabeza—. No es lo que quería decir.
Solo quería decir que deseaba verte.
Una ira latente brota con fuerza en mi interior.
—La última vez que te vi, dijiste que no querías volver a verme en la vida
—le contesto cortante—. ¿Te acuerdas? Yo sí. Dijiste que querías dejar esto…
a mí, atrás. Y después me dijiste que me fuera y que no volviera jamás.
—Elizabeth… —Da un paso hacia mí.
—Y aunque aprecio el heroico esfuerzo que has hecho por encontrarme, no
era necesario —continúo—. No hace falta que me digas que no te moleste o no
me ponga en tu camino. Ahora estás solo. Justo como querías. —Luego, solo
por despecho, añado—: Aunque por lo que he visto, no estás tan solo, ¿no? —
Ver a John, hablar con él, es más doloroso de lo que pensé que sería. Hago
además de irme.
—Elizabeth, por favor, solo escúchame. —Intenta sujetarme, pero me
aparto.
—No me toques. —Mis ojos empiezan su típico ardor, se me quiebra la voz.
Estoy peligrosamente cerca de echarme a llorar—. Quítate de mi camino. —Le
empujo a un lado e intento ir hacia la puerta una vez más.

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—¡Maldita sea, escúchame! —John me agarra del brazo, me obliga a darme
la vuelta. Empiezo a tirar para soltarme otra vez, hasta que veo su cara. Piel
pálida, ojos enrojecidos, ceño fruncido en una expresión que conozco, o al
menos solía hacerlo: en parte suplicante, en parte triste, en su totalidad
desgraciada.
—Estaba enfadado contigo —me dice—. Dije cosas que desearía no haber
dicho. Cosas estúpidas que ni siquiera pensaba. Y cuando pensé que esas
podrían ser las últimas palabras que habrías escuchado de mi boca… —John me
suelta y se dirige hacia la puerta. Por un instante, me da la impresión de que se
va a ir por ella. No sé si intentaré detenerle o le dejaré marchar.
—El estigma. —Se vuelve hacia mí—. Me hace cosas. Me vuelve violento.
Irracional. No soy yo mismo. Pero todo eso ya lo sabes.
Asiento, cauta.
—Si era emocionalmente inestable antes de que me encerraran en Hexham,
estaba aún peor cuando salí —continúa—. Me enzarcé en peleas con los
guardias. Repetidas veces. Después de que te fueras, después de que ayudaras a
escapar a Malcolm y a esa otra y os fuerais, estaba enfadadísimo. Herí a uno de
tanta gravedad que tuvieron que llevarle a un curandero. —Hace una mueca al
rememorarlo—. Estaba completamente fuera de control. Pero eso ya lo sabes
también.
Vuelvo a asentir.
—Nicholas vino a sacarme de Hexham —prosigue John—. Me dijo que
Fitzroy le había solicitado al consejo que le dejaran tenerme bajo custodia, que
necesitaba que atendiera a su madre. Era mentira, y yo lo sabía. Me dijeron que
me pondrían bajo arresto domiciliario, pero eso también era mentira. Nicholas y
Fitzroy me pusieron en cuarentena. No se me permitía salir. No dejaban que
recibiera visitas, excepto de Nicholas. No me dejaron más que hierbas y
herramientas, libros y pociones. Ni siquiera quiso darme un alambique al
principio, tenía miedo de que redujera la casa a cenizas.
John se permite una risa triste, pero yo no me río en absoluto.
—En pocos días empecé a sentirme mejor —dice—. Comprendí por qué me
habían encerrado. Porque cuanto más practicaba mi propia magia, la magia del

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estigma parecía alejarse. Y cuanto más volvía a mi ser, más pensaba en ti.
Quería saber qué te había pasado, si estabas a salvo. Pero Nicholas no quería
decirme nada y pensé… —Se estremece, se queda callado—. El día que te trajo
de vuelta, vino a verme. Y me lo contó todo.
—¿Por qué te dejó salir al final?
John estira una mano hacia mí, luego la deja caer.
—Porque dijo que me necesitabas —me explica—. Aunque si no es así,
dímelo. Haré todo lo posible por entenderlo. Aunque yo sí te necesito a ti y
nunca dejaré de intentar demostrártelo.
Ante eso, mi determinación se hace añicos. Doy un paso hacia él; él recorre
la distancia que nos separa en tres zancadas. Estiro los brazos y él me abraza
con fuerza. Sus brazos a mi alrededor, sus manos en mi pelo, sus labios en mi
cara y sus palabras en mi oído: Te quiero, te quiero, te quiero.

Nicholas se queda callado mientras Schuyler y yo le contamos lo de Gareth.


La capilla está vacía, excepto por nosotros cinco sentados en el banco de
delante: John a mi derecha; Fifer, Schuyler y Nicholas a mi izquierda. La luz de
las parpadeantes velas colocadas en los soportes de las paredes proyecta
nuestras sombras azuladas sobre los suelos de mármol.
—Una semana. —Nicholas mira hacia arriba, hacia las estrellas pintadas en
el techo—. Eso será por la luna, obviamente.
Yo frunzo el ceño, todos los demás asienten.
Nicholas se vuelve hacia mí.
—El día del ritual, y de tu rescate, la luna estaba en cuarto creciente. Mitad
luz, mitad oscuridad. En equilibrio.
Echo la vista atrás, a aquella mañana (hasta ahora había procurado no
hacerlo) y recuerdo la luna, cómo estaba cuando me encaramé al alféizar de la
ventana de la sala en que me tenían retenida, a punto de fugarme: colgaba baja
*R3N3*
en el cielo todavía oscuro, llamativa en su media luz.
—Una fase lunar concreta no es necesaria para este hechizo. La magia que
está intentando Blackwell va mucho más allá que la del cielo —sigue
explicando Nicholas—, pero no está dejando nada al azar y eso explica su
elección de fecha. La siguiente media luna, el cuarto menguante, será en…
—Una semana —confirma Fifer. Nicholas asiente.
—Lo más probable es que Blackwell ya se haya enterado de que John tiene
el estigma. Si no se lo ha dicho Caleb, se lo habrá dicho Gareth, que sin duda ha
encajado ya todas las piezas. —Una pausa—. No hubiera imaginado nunca que
era él. Que Gareth se volvería hacia Blackwell, que sacrificaría todo lo que le
era querido a cambio de lo que solo puedo suponer que es un puesto de
relevancia en un nuevo régimen.
—Siempre ha sido ambicioso —comenta John.
—Sí —concede Nicholas—. Y eso será su perdición.
Una vez más pienso en Caleb, en su inquebrantable ambición, en cómo le
empujó a seguir adelante y ascender hasta que acabó por hundirle bajo tierra.
—No lo entiendo —intervengo—. Si Gareth se ha aliado con Blackwell,
¿por qué me ordenó en el juicio que le matara? ¿Y por qué envió exploradores a
Harrow? La información que buscaban podía habérsela proporcionado Gareth.
Nos ha enseñado sus cartas. Si sus hombres no hubiesen venido nunca, no
hubiéramos sabido que había un espía en Harrow. No hasta que hubiese sido
demasiado tarde.
—Cuando Gareth te ordenó que mataras a Blackwell, sin duda estaba
obedeciendo órdenes —dice Nicholas—. Blackwell sabía que te crecerías ante
semejante reto ¿qué mejor forma de ponerte a su alcance? En cuanto a los
exploradores, estoy convencido que los enviaron a confirmar la información
que le estaba dando Gareth. No se puede confiar en un traidor, como Blackwell
muy bien sabe.
—¿Qué hacemos? —pregunta Fifer—. ¿Avisamos al resto del consejo?
¿Hacemos que detengan a Gareth? ¿Que le encierren en Hexham o en alguna
otra parte dentro de Rochester?
Nicholas junta los dedos debajo de la barbilla, pensativo.

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—Creo que no —dice después de un momento—. Creo que eso solo
aceleraría la llegada de Blackwell a Harrow. Si Blackwell descubriera que
sabemos la verdad sobre Gareth, no tendría ninguna razón para aplazar sus
ataques. Como ya he dicho, la fase de la luna no es determinante para su magia,
es simplemente una preferencia. No creo que sacrificara su ventaja militar por
ella.
—Sabe que jamás cuestionaría sus decisiones —dice Fifer—, pero la idea
de Gareth paseando libremente por el campamento, enterándose de nuestras
estrategias, oyendo nuestros secretos… más de nuestros secretos… no soporto
ni pensarlo.
Nicholas mira a Schuyler.
—¿Le vigilarás? Tan de cerca como te sea posible. Sé que dijiste que no
puedes oírle, pero me quiero asegurar de que no ha involucrado a nadie más,
consejero o soldado, en sus planes. Quiero saber con quién se reúne y a quién
más deja entrar en Harrow en estos próximos siete días.
Schuyler asiente.
—Le seguiré allá donde vaya.
Nicholas se vuelve hacia Fifer.
—Sé que es difícil de imaginar, pero a veces es mejor dejar que una trama
siga su curso hasta que se sepa en qué medida están involucrados unos y otros.
—Se pone de pie—. Mientras tanto, todo lo que podemos hacer es prepararnos.
John, te pido que se lo cuentes a tu padre. Él sabrá guardar el secreto y querrá
saber los peligros que corres. Yo voy a buscar a Fitzroy. Tendrá que empezar a
preparar a sus tropas de un modo que no ponga a Gareth sobre aviso. Cuanto
antes, mejor, creo.

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ROCHESTER BULLE DE ACTIVIDAD. Empiezan a llegar tropas de la
Galia, mil hombres solo en las últimas veinticuatro horas, otros mil previstos en
las siguientes veinticuatro. Cruzan las seguras y protegidas fronteras de la
vecina Cambria y entran por los túneles excavados bajo Rochester Hall. Fitzroy
realiza simulacros. Malcolm pasa todo el día con sus hombres, desde el
amanecer hasta el atardecer, entrenando. Y yo también he empezado a entrenar
otra vez: las mañanas en los campos de tiro, ejercicios por la tarde, lucho con
Schuyler al atardecer.
En la mañana del cuarto día (quedan tres días hasta que las tropas de
Blackwell comiencen su ataque), me escabullo de mi tienda para zambullirme
en la oscura y neblinosa luz gris de la mañana, impaciente por ponerme en
marcha. Ya oigo las trompetas a lo lejos, llamándonos a filas. La imagen de tres
mil hombres marchando en uniforme por las colinas aledañas hace que un
escalofrío recorra mis venas.
A medio camino del campo de entrenamiento veo a John, viene hacia acá.
Se para delante de mí, me ofrece una rápida y cauta sonrisa.
A diferencia de mí, no está vestido para entrenar. Lleva pantalones
marrones y un abrigo negro, la correa de su desgastada bolsa de cuero marrón
cuelga de su hombro. Me mira de arriba abajo, sus ojos amables pero también
un poco precavidos. Nos quedamos ahí un momento, mirándonos pero sin decir
nada.
—¿Cómo estás? —le pregunto al final.
—Estoy bien —dice—. ¿Y tú?
—También estoy bien. —Me muevo inquieta ante este extraño intercambio.
Ya no estoy acostumbrada a estar con John. No sé bien cómo actuar, qué
decir o cómo estar con él. Fue fácil al principio, cuando volvió a mí, de esa
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forma en que una crisis puede demoler los muros entre dos personas. Pero en
los siguientes días, esos muros volvieron a levantarse, cada palabra y cada
acción reavivaban lo que los levantaron en primer lugar: la traición y las
mentiras, las cosas que él dijo, las cosas que yo no dije. Y no sé cómo volver a
demolerlos.
—¿Vas a alguna parte? —Hago un gesto con la barbilla hacia su ajada
bolsa.
—Yo… sí —dice—. A la apoteca. Hace tiempo que no he ido.
Claro que hace tiempo que no ha ido, porque estaba en prisión. Porque yo le
metí ahí.
—Lo que quiero decir es que me estoy quedando sin suministros —intenta
John otra vez—. Así que pensé que iría a buscar unas cuantas cosas.
¿Quieres…? —Se queda callado. Se aclara la garganta—. Sé que estás ocupada
y tienes cosas que hacer, pero me encantaría disfrutar de tu compañía, si te
apetece.
Dudo un instante. Si no me presento en el entrenamiento, tendré que
responder de ello ante Fitzroy. Me asignará alguna tarea de rango inferior como
castigo, lavar los platos o hacer la colada o revisar las armas. Pero no es solo
eso. Es que necesito seguir entrenando. No tengo margen para relajarme, ni un
poco. Empiezo a decir que no, pero entonces veo las manos de John, los puños
cerrados con fuerza en sus costados, la tensión en su mandíbula. La forma en
que sus ojos recorren inquietos el campamento, muy abiertos y atentos.
—Sí —digo—. Por supuesto que iré contigo.
Hace además de darme la mano, indeciso; se la cojo. Juntos, emprendemos
el camino hacia Rochester Hall, a la única entrada que queda abierta para
nosotros ahora, la fuertemente custodiada y hechizada verja principal.
Si estábamos intentando abandonar el campamento sin que nos vieran,
elegimos el peor momento para hacerlo. Las trompetas tocan su última llamada
estridente mientras decenas de hombres salen soñolientos de sus tiendas,
poniéndose abrigos y túnicas y botas, y otros saltan a sus pies en la cantina,
volcando copas y apurando el último bocado de comida de sus bandejas antes
de desperdigarse por la hierba a nuestro alrededor.

*R3N3*
Noto las miradas que nos dedican, oigo los susurros de desaprobación al
pasar. John también lo ve, es demasiado astuto para no hacerlo, pero sigue
aferrado a mí como si pudiera protegerme de todo lo que puedan decir o hacer.
Y cuando me sonríe y me aprieta la mano, sé que su protección es una promesa.
El muro empieza a menguar.
Hasta que veo a Chime en el patio, sentada en un banco de piedra, la cosa
más brillante bajo el mortecino cielo gris de hoy. Está rodeada de amigos. A las
chicas, con vestidos de todos los colores del arcoíris, las reconozco de aquel día
en la tienda comedor cuando John fue detenido, y a algunos de los chicos
también, los mismos que disputaban peleas de entrenamiento con él, los que
fomentaban su violencia y al mismo tiempo le desaconsejaban mi compañía.
Las chicas están jugando a algún tipo de juego de dados, los chicos eligen
bandos y apuestan. Pero cuando nos ven se paran en seco. El lanzamiento de un
dado negro repiquetea contra la piedra y se queda ahí, nadie se molesta en ir a
recogerlo.
—John. —Chime le saluda, a mí me ignora por completo—. ¿Vas a salir del
campamento?
—Solo un ratito —contesta John—. A buscar unas cuantas cosas… hierbas,
polvos y demás.
Chime arquea sus cejas perfectas, luego desvía la mirada.
—Entonces, ¿has vuelto a tus tareas de curandero? —pregunta el chico que
está a su lado, el rubio que me estuvo hostigando hace unos días—. Si alguna
vez te cansas de cuidar ancianas y ayudar a parturientas, siempre serás
bienvenido a unirte a nosotros de nuevo. Bueno, si vienes solo. —Me mira de
reojo, abre las aletas de la nariz para demostrar su desagrado.
John levanta un dedo medio segundo antes de que las trompetas toquen su
última llamada. Los chicos se ponen de pie a toda prisa, se echan las capas
sobre los hombros y enfundan las armas.
—Disfrutad del servicio de lavado —dice John, mientras tira de mí para
salir del patio.

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La apoteca está en el centro de la calle mayor de Harrow en Gallion’s
Reach, apretujada entre el zapatero y el panadero. La calle está casi desierta
hoy: uno o dos comerciantes empujan carretas por la calle, unas pocas personas
ociosas en las puertas de locales vacíos nos observan al pasar.
John me guía hacia una calle lateral que conduce hasta la callejuela que
discurre por detrás de las tiendas. Sorteamos el barro y los charcos de agua
estancada hasta llegar a una estrecha y modesta puerta de madera. John saca
una llave de su abrigo y abre el candado.
—El cerrojo de la puerta delantera está roto —se disculpa—. Llevo mucho
tiempo pensando en cambiarlo, pero nunca he encontrado el momento.
Entramos por la parte de atrás de la apoteca a lo que parece un almacén. El
interior está en penumbra, la luz de la única ventanita situada en alto al lado de
la puerta proporciona la iluminación justa para ver dónde estamos. Hay grandes
barriles de madera, cestas sobre repisas, cajas en el centro de la habitación.
Medio oculta en un recoveco al otro lado del cuarto veo una cama, algo a medio
camino entre un camastro y un catre. Está bien hecha, con sábanas blancas y
limpias, lisas y estiradas, como si nadie hubiese hecho uso de ella desde hace
bastante tiempo.
—Mi madre la puso ahí —me explica John—. Pensó que podría ser útil
tener una enfermería. No es demasiado acogedora, pero está lejos de la calle y
el lugar es tranquilo. Aunque por lo que sé, nadie estuvo nunca lo bastante
enfermo como para utilizarla. —Sonríe, hace un gesto hacia otra puerta—. Por
aquí.
Nunca había estado dentro de una apoteca antes, pero es justo como
imaginaba. La pared del fondo está cubierta de estanterías, atestadas de botellas
de todas las formas y tamaños imaginables, turbio cristal verde, ámbar y rojo,
envueltas en etiquetas de pergamino amarilleado y pintarrajeadas con la ilegible
letra de John. Varios tarros, presuntamente peligrosos de algún modo,
descansan en la estantería más alta de todas; sonrío al ver las molestias que se
ha tomado John para reproducir minuciosamente una calavera y unas tibias
cruzadas. Una gran ventana solitaria de opaco cristal ocre baña la habitación en
*R3N3*
un resplandor dorado, casi de otro mundo, y la desvencijada puerta que da a la
calle principal está atrancada con una viga, el cerrojo roto cuelga de sus
bisagras.
Los techos están cuajados de flores y hierbas en varios estados de secado.
Reconozco unas cuantas solo por su aroma: lavanda y anís, ruda y ciprés,
avellano y caléndula. La tienda tiene un olor exótico, una mezcla de especias
acres y hierbas intensas junto con algo más suave, velas o jabón. Huele como él.
—Te invitaría a sentarte, pero… —John mira a su alrededor—. No parece
que haya sillas, ¿verdad? No suelo recibir visitas, solo clientes. Podría traer una
caja de la trastienda para que te sientes, si quieres.
—No pasa nada. —De un salto, me encaramo al mostrador, sembrado de
libros y herramientas y pergamino y plumas; aparto unos pocos al sentarme—.
Aquí estoy fenomenal. Cómoda. Me gusta.
Me dedica una sonrisa burlona.
—Es un desastre. Podría decirte que es porque llevo algún tiempo sin venir
por aquí, pero en realidad no es eso. Casi siempre está así.
—¿A por qué cosas has venido? —le pregunto—. A lo mejor puedo
ayudarte a reunirlas. Se me da bien reconocer cosas. Si me das una lista con la
que pueda… ¿qué?
La cara de John, que hasta ahora mostraba una cuidadosa expresión de
control, se descompone.
—No vine aquí a por suministros. Vine porque tenía que alejarme del
campamento. De la gente, del entrenamiento, de todo. Solo… tenía que
alejarme.
Cruza la habitación hasta una enorme vitrina al lado de la puerta de entrada.
Dentro hay unas estanterías perfectamente ordenadas, llenas de volúmenes de
libros encuadernados en piel. Desliza una mano por los lomos, saca uno y lo
lleva de vuelta a donde estoy sentada.
—¿Recuerdas que te conté que cuando regresé a Rochester, Nicholas me
daba libros y hierbas con la esperanza de que empezara a practicar mi magia
otra vez?
Asiento.

*R3N3*
—Lo que no te dije es que al principio me negué a tocar nada de aquello.
Me dije que eso no me interesaba, no quería saber lo mucho que había
empeorado en realidad. Pero cuando por fin me obligué a mí mismo a coger uno
de los libros, vi lo que eran. Libros de remedios curativos. Para niños.
Me sonríe, pero no consigo devolverle la sonrisa.
—Me puse furioso. Los tiré contra las paredes, casi los tiro por la ventana.
Pero al cabo de poco tiempo, a falta de algo mejor que hacer, empecé a leerlos.
No son muy allá, en realidad: solo imágenes y descripciones de hierbas,
extractos naturales, plantas de flor. Era una magia que ya conocía, solo estaba
enterrada bajo la violencia y la ira del estigma.
»Ahora, cuando siento que empieza a apoderarse de mí otra vez, vuelvo a
esto. —Agita un poco el libro que lleva en la mano—. Vuelvo al principio, para
recordarme lo que de verdad importa. Está volviendo a empezar, ahora lo sé. Y
supongo que para lo que de verdad te he traído aquí es para pedirte que si
querrías volver a empezar conmigo.
Estiro la mano. Me pasa el libro, el título escrito con letras doradas sobre la
cubierta de cuero marrón: Phytologiae Aristotelicae Fragmenta. Un texto sobre
extractos naturales.
—¿Qué hago?
—Simplemente léeme los nombres de las plantas —me indica—. Y yo te
diré sus indicaciones.
Lo abro por la primera página.
—Majuelo.
—Crataegus laevigata. —Se encarama en el mostrador frente a mí—.
Partes utilizadas: hojas, flores, fruta. Mejora las dificultades respiratorias, la
fatiga y el dolor de pecho. Ninguna precaución conocida.
Paso la página.
—Escutelaria.
—Scutellaria lateriflora. Hojas, tallos, flores. Utilizada para aliviar la
ansiedad, el insomnio, la tensión nerviosa. —Se le tensa un músculo en la
mandíbula—. Precauciones conocidas: puede causar somnolencia y, cuando se
combina con germandrina, puede causar toxicidad.

*R3N3*
—Vara de oro.
Y así seguimos. Página tras página, hierba tras flor, planta tras raíz. Al rato,
la postura de John pierde su rigidez, sus ojos empiezan a cerrarse. Su voz se
vuelve más suave, más profunda e hipnótica.
Paso otra página y lo que veo me hace sonreír.
—Jazmín.
John abre los ojos de par en par. Encuentran los míos, le sostengo la mirada,
tan cargados de nostalgia y de deseo que casi dejo de respirar.
—Parsonsia capsularis. Partes utilizadas: pétalos y tallos. Como tintura
para abrasiones, en compresa para dolores de cabeza y fiebres.
Entonces baja resbalando del mostrador. Se planta delante de mí. Coge un
mechón de mi pelo, lo enrosca alrededor de su dedo, me lo remete detrás de la
oreja.
—Precauciones: puede causar la aceleración del ritmo cardiaco, falta de
aire, retortijones nerviosos en el estómago.
Ahí, tan cerca de él, por fin veo, veo de verdad, lo que el estigma le ha
hecho, el peaje que se ha cobrado su lucha contra él. Las noches sin dormir en
la rojez de sus ojos. La preocupación en las oscuras sombras bajo ellos. Su cara,
afeitada pero no con esmero, una rápida pasada con una navaja para cumplir
con el trámite pero sin mucho cuidado. Su camisa, demasiado limpia y
demasiado planchada para ser obra suya.
En ese momento deja caer la guardia. Pone las manos sobre el mostrador,
una a cada lado de mí, se inclina hacia delante, apoya la cabeza sobre mi
hombro. Se queda quieto, perfectamente quieto, como si esperara que me
apartase, que le dijese que no. Siento el roce de sus pestañas sobre la mejilla
cuando cierra los ojos, el peso de su pecho cuando coge aire y lo suelta, una
lenta y larga exhalación.
Existen diferentes tipos de fuerza, ahora lo sé. El tipo de fuerza que blande
espadas y mata monstruos, pero también hay otro tipo, uno que llega callado
pero al final es más fuerte y duro y más poderoso, el tipo de fuerza que viene
del interior. A pesar de todo lo que le he necesitado, nunca comprendí hasta qué
punto me necesitaba él también a mí.

*R3N3*
Deslizo una mano por su pelo, enredo mis dedos entre sus rizos. Me inclino
hacia delante, rozo sus labios con los míos, con gran suavidad. Me quedo ahí un
momento, mis labios sobre los suyos, pero no me devuelve el beso. Se ha
quedado inmóvil y sé que está pensando que si se mueve, si respira, si habla…
cualquier cosa, este hechizo se romperá y yo habré desaparecido.
Pero insisto.
Me aprieto contra él, puedo sentir los fuertes latidos de su corazón bajo su
camisa y la tensión de sus brazos mientras agarra con fuerza el borde del
mostrador. Vuelvo a poner los labios sobre los suyos, suaves como una pluma,
los deslizo por su mejilla, hasta su oreja, luego bajo por su cuello. Le miro a los
ojos solo por un instante, justo lo suficiente para ver cómo los cierra.
—No sabes lo que estás haciendo. —Su voz es un susurro, un soplo de aire
contra mi piel. No una reprimenda, sino una advertencia.
Me permito una sonrisa, solo una pequeñita, mis labios se curvan sobre la
cálida piel especiada de su cuello. Lo beso una vez, dos, antes de emprender el
lento camino de regreso hasta su oreja, solo para susurrar:
—Sí que lo sé.
Entonces me atrae con firmeza, una mano en mi pelo, la otra me sujeta con
fuerza por la cintura antes de hacerme resbalar por el mostrador y caer sobre sus
caderas. Dejo escapar una pequeña exclamación de sorpresa y después sus
labios están sobre los míos, por fin, apasionadamente sobre los míos. Me quedo
sin aliento, pero aún no ha terminado. Me besa de nuevo, y sigue. Mis pies se
deslizan hasta el suelo, nos tambaleamos al apartarnos del mostrador.
Es él quien me empuja contra la puerta; soy yo quien le hace cruzarla. Es él
quien me arranca el abrigo, soy yo quien le quita el suyo. Es él quien desliza la
túnica por encima de mi cabeza, soy yo quien le abre un botón de la camisa,
luego otro, antes de hacerla resbalar por sus hombros. Es él quien me empuja
hacia la habitación con la camita en el rincón, yo quien le tira sobre ella,
arrugando las suaves sábanas tan pulcramente estiradas.
Cuando lo único que queda entre nosotros es una pregunta, se aparta de mí,
tan lejos como le dejo, lo suficiente para mirarme a los ojos y decir sin decirlo:
¿Estás segura?

*R3N3*
No basta con decir que sí. No basta con contestar, no con palabras sino con
un beso. Hago ambas cosas, pero hago algo más también: lo digo. Después de
sentirlo durante tanto tiempo, por fin encuentro el valor para decirlo.
—Te quiero.
John tira de la manta para taparnos a los dos, luego me besa.
Y el muro se viene abajo.

*R3N3*
ME DESPIERTO AL SENTIR las manos de John en mi pelo, desliza los
dedos entre las puntas. Abro un ojo una rendija para encontrármelo
observándome, sus ojos medio cerrados y medio dormido, pero la sonrisa que le
cruza la cara completamente despierta.
—¿Qué hora es?
Rueda para tumbarse de espaldas, levanta la cabeza y echa una miradita por
la ventana de al lado de la puerta.
—Diría que en torno a las siete o así.
—Oh. —Me quedo pensativa un instante—. Es más tarde de lo que
pensaba. Se nos tendrá que ocurrir alguna excusa de por qué estuvimos ausentes
todo el día. Quizás podamos decir que comimos en la ciudad.
John rueda de nuevo para mirarme, su sonrisa se convierte ahora en una
sonrisilla de satisfacción.
—Las siete de la mañana.
Dejo escapar un gritito. Él se echa a reír.
—Estoy en un gran lío —me quejo.
—Pues sí —confirma él—. Vas a tener que lavar platos durante una
semana.
—Solo para que lo sepas, te voy a echar todas las culpas a ti.
—Me puedes echar todas las culpas que quieras siempre que quieras. —
Vuelve a sonreír de oreja a oreja—. Aun así, supongo que deberíamos ponernos
en marcha y regresar. Mi padre estará histérico. —Hace una pausa, pensativo—.
Aunque si ha averiguado que estás conmigo, histérico quizás no sea la palabra
adecuada.
Recogemos nuestras cosas y salimos por la puerta de atrás de la apoteca.
John cierra el candado a su espalda, luego recorremos la callejuela hasta la
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adoquinada calle principal. Todo está gris y todavía es temprano, el aire fresco
y calmado. Ayer también estaba todo muy tranquilo, pero hoy parece que el
lugar casi está abandonado. Las puertas de todas las tiendas están cerradas a cal
y canto, las ventanas con las persianas echadas, nadie en absoluto a la vista.
—¿Crees que ha pasado algo? —susurro. No hay nadie por ahí, pero
susurrar parece lo apropiado.
—No lo sé. —Me suelta la mano, avanza un poco por la calle. Prueba la
puerta del zapatero, levanta la aldaba de latón con forma de zapato y lo deja
caer una vez, dos. A continuación, prueba con la panadería, la pescadería, la
librería, luego la taberna, bautizada con acierto La Corona Amañada. Llama con
los nudillos a todas esas puertas cerradas, espera a que se abran.
No lo hacen.
—No me gusta esto —digo, aunque no hay nada que pueda no gustarme.
No hay ruidos propios de un ataque, ni gritos, ni humo, ni caballos relinchando.
No se oyen sonoras pisadas de botas ni el repicar de espadas. No hay aroma a
cobre en el viento, olor a sangre fresca flotando en el aire—. Vamos. —John
está a mi lado de nuevo—. Si ha sucedido algo, alguien en Rochester lo sabrá.
Volvemos a pasar por delante de la apoteca y del resto de puertas cerradas
de las tiendas. Casi hemos llegado al final de la calle cuando un hombre dobla
una esquina, a todo correr, como si le persiguieran.
—¡Eh! —Levanta una lanza, una chapuza destartalada, la oxidada y áspera
punta rota de su vara y atada a un palo nudoso con un trozo de cuero. Abre los
ojos como platos cuando ve a John y baja el arma de inmediato.
—John Raleigh. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Y tú? —El hombre me mira—.
Nuestras tropas pasaron por aquí y nos reunieron a todos ayer por la noche, nos
llevaron a Rochester, nos gustara o no. —Por su cara de disgusto está claro que
a él no—. Los hombres de Blackwell han vuelto a entrar en Harrow.
—¿Qué pasó? —Exige saber John—. ¿Hay alguien herido?
—No lo sé. —El hombre se encoge de hombros—. Es el caos. Corre el
rumor de que ha desaparecido gente, pero todavía es difícil saber quién. Están
haciendo un recuento.
John y yo intercambiamos una rápida mirada.

*R3N3*
—Mejor que volváis —continúa el hombre—. Tu padre seguro que está
preocupado.
—Si llevaron a todo el mundo a Rochester, ¿qué está haciendo aquí? —
pregunta John.
El hombre hace un gesto hacia la zapatería.
—Me di cuenta de que se me había olvidado cerrar la tienda con llave… De
verdad que soy tont…
La flecha le atraviesa el ojo antes de que pueda terminar. El hombre oscila
sobre los pies, la sangre corre como un río por su cara, antes de caer al suelo, de
bruces. Muerto.
Todo sucede en menos de un segundo.
Por el rabillo del ojo, veo al arquero. Capa negra, la capucha puesta así que
no le puedo ver la cara, apostado en la esquina de la misma calle lateral por la
que apareció el zapatero. Está cargando el arco otra vez y apunta directamente
hacia nosotros. John agarra la patética arma de manos del hombre muerto, me
coge de la mano y echamos a correr.
Una flecha nos persigue, puedo oírla silbar por el aire. No la esquivamos; en
lugar de eso, John me agarra y me obliga a tirarme al suelo con él. Caemos con
fuerza sobre los adoquines mientras la flecha sigue su trayectoria por encima de
nuestras cabezas. John está en pie antes que yo, tira de mí para levantarme y
echamos a correr de nuevo.
Más flechas. Ahora vuelan hacia nosotros desde todas las direcciones:
delante, detrás, los lados. Estamos rodeados. Una flecha roza el hombro de
John. Doy un grito cuando siento que se tambalea hacia delante, se lleva una
mano al hombro, pero la retira con tan solo una pequeña mancha de sangre. Ya
está curado.
Nos colamos en la callejuela, de vuelta a la apoteca. Llegamos a la puerta
trasera, John ya lleva la llave en la mano. La incrusta en el candado, abre la
cerradura y me empuja adentro.
—Tenemos que escondernos. —Miro arriba y abajo, a mi alrededor—.
¿Podemos llegar al ático de algún modo? ¿Subirnos al tejado?
—No nos vamos a esconder. —John me arrastra hasta la parte delantera de

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la tienda. Me empuja detrás del mostrador, luego corre por la habitación, abre
cajones, da vueltas en círculo, musita entre dientes. Entonces se deja caer de
rodillas y abre la puerta de un armario.
Se oye un estrépito. Una lluvia de cristal ocre salpica el suelo cuando una
piedra entra volando por la ventana. Nos han encontrado. Después de un
momento, John se pone de pie de un salto sujetando dos máscaras, parecen
máscaras de verdugo. Me da una.
—Póntela.
—John, yo no…
—¡Póntela!
Lo hago. Me queda apretada, con solo dos ranuras para los ojos y nada para
la nariz. Solo un agujerito a la altura de la boca, no lo suficiente para hablar,
solo suficiente para respirar. Apenas.
John se agacha, su cabeza desaparece en el armario otra vez. Cuando
emerge, lleva un pequeño morral de cuero. Rápidamente, desata las correas de
cuero y lo vuelca sobre el mostrador. Dentro hay un bloque blanco, solo un
poco mayor que un terrón de azúcar, envuelto en pergamino. Lleva estampada
una calavera roja y unas tibias cruzadas, estas no dibujadas por su propia mano.
—John… ¿qué es eso? —Mi voz suena amortiguada.
Otro estrépito, otra piedra entra volando por la ventana. Los gritos del
exterior suenan más altos. John se vuelve hacia mí, su cara pálida bajo el pelo
oscuro.
—Es Ricinius communis. Derivado de la planta de las semillas de ricino.
¿Has oído hablar de ella?
Niego con la cabeza.
—Es veneno. Respirarlo una sola vez te mata instantáneamente. No solo es
ilegal aquí en Harrow, es ilegal en todas partes. Yo tengo siempre una bolsa
para pacientes que se están muriendo y no quieren prolongarlo, que quieren una
muerte rápida. Y si alguien supiera que lo tengo… —No termina la frase, no
tiene que hacerlo.
Si el consejo lo hubiera sabido, no hubiese acarreado una mayor pena de
prisión. Hubiese significado una pena de muerte.

*R3N3*
—Lo voy a utilizar contra ellos —continúa. Ahora incluso sus labios están
pálidos—. Voy a intentar soplarlo por el aire, lo van a respirar y van a morir.
Siento náuseas. Todo el tiempo que ha pasado luchando para controlar el
estigma echado por tierra en una sola inspiración. Doy un paso adelante, pongo
mi mano sobre la suya.
—Déjame hacerlo a mí.
—No. Tengo que hacerlo yo. —Su voz suena callada pero segura.
Asiento.
—Mantén esa máscara puesta, ¿me oyes? —Sus palabras llegan aceleradas
—. No pasa nada si respiras a través de ella, pero no te la quites hasta que yo te
lo diga. Y tampoco toques nada. No hagas nada hasta que te lo diga.
¿Entendido?
Asiento de nuevo.
Se pone los guantes, de pesada y gruesa lona negra. Se planta la máscara
sobre su propia cara, se la ajusta bien alrededor de la nariz y la boca. Coge una
larga pipeta de cristal del mostrador. Tiene un extremo ancho, el otro estrecho,
como una trompeta. Desenvuelve el bloque de veneno del pergamino, coge un
pellizco y los desmigaja entre los dedos antes de meterlo por el extremo más
ancho de la pipeta. Pone el pulgar sobre el otro extremo para crear un vacío que
mantenga el polvo en el interior.
Suena otro enorme estrépito. La ventana de delante se ha hecho añicos,
trozos enteros cuelgan del marco, amarillos y centelleantes como ojos de gato
bajo el débil sol del amanecer.
John señala a un rincón de la habitación, a la izquierda de la puerta.
—Agáchate. Espera a que entren —me indica. Su voz suena amortiguada
desde detrás de la máscara.
Otro estrépito y ya están aquí, están dentro de la tienda. Dos, seis, ocho de
ellos trepan por la abertura y convergen sobre nosotros, todo capas negras y
rosas estranguladas, sus flechas apuntan directas hacia nosotros.
—Vuestra armadura no os servirá para nada —dice uno, y apunta a la frente
de John.
—Ni la vuestra —dice John.

*R3N3*
Y sopla.
El aire se llena de polvo, como una neblina. Volutas blancas con forma de
dedo suben en espiral desde la pipeta, casi predatorias, se abren paso flotando
hacia los hombres. Por un segundo, el aire se llena del sonido de sus risas, pero
entre una respiración y la siguiente, su risa se detiene en seco.
Se les pone la piel blanca, como si los hubiesen rociado de polvo. Se les
ponen los ojos rojos, sus venas se dilatan más y más hasta que no son nada más
que bultos carmesíes. Se estremecen y sufren espasmos como marionetas, hasta
que les cortan las cuerdas y, al unísono, los ocho hombres se desploman al
suelo como fardos ensangrentados, una catástrofe de una tragedia grotesca.
Tiran de mí para levantarme. Me sacan a codazos, sin ningún miramiento,
por la ventana rota y a la calle, hasta que llegamos a la acera de enfrente. John
se quita los guantes sacudiendo las manos, luego me da la vuelta, hurga en el
cierre de mi máscara y me la arranca de la cara antes de arrancarse la suya y
tirarlas lejos.
Me mira con atención.
—¿No has tocado nada?
Sacudo la cabeza.
—No. Nada.
John me arrastra hacia la bomba de agua que hay delante de la pescadería.
Bombea un par de veces hasta que el agua sale clara, entonces se enjuaga las
manos y la cara, sorbe bocanadas enteras de agua y la escupe sobre los
adoquines.
—Tu turno —dice—. Aunque no hayas tocado nada, no te hará ningún daño
asegurarte. —Me agacho y cojo agua con las manos del chorro frío. Me enjuago
la boca y me echo agua por la cara hasta que se me duermen las mejillas.
Me seco la cara y las manos en los pliegues de mi capa, luego miro a John.
Temo que veré hostilidad en su cara otra vez, la violencia del estigma rondando
por sus venas, causando estragos invisibles. Pero en lugar de empeoramiento,
solo veo cautela.
—¿Estás bien? —pregunto.
John echa un vistazo por encima del hombro a su apoteca destrozada, a los

*R3N3*
fragmentos de cristal amarillo que cubren los adoquines, el montón de capas
negras visibles en el interior.
—No del todo —dice—. Pero lo estaré.
No quiero preguntárselo, pero lo hago:
—¿Qué hacemos con los cuerpos?
John me dedica una sonrisa triste.
—Se cuidarán de sí mismos. En seis horas o así, no serán nada más que
huesos.
Caminamos a paso ligero de vuelta al campamento, girando la cabeza de
derecha a izquierda una y otra vez, muy atentos a todo lo que nos rodea, el
prado, el bosque, en busca de más arqueros vestidos de negro acechando desde
detrás de los árboles.
Apenas logro distinguir Rochester al acercarnos, borroso y difuso detrás de
lo que debe de ser una nueva barrera mágica. Casi no veo al hombre que monta
guardia a su lado, tampoco: una figura de un gris brumoso, el resplandor de un
triángulo naranja en la solapa, un hombre de la Vigilia. Nos ve venir y agita la
mano. El aire a nuestro alrededor se vuelve opaco, como la niebla, una clara
abertura en el centro.
—¿Había más aparte de vosotros? —Nos hace pasar—. ¿Suyos o nuestros?
—Suyos, sí —dice John—, pero dimos buena cuenta de ellos. También
había uno de los nuestros, pero no ha sobrevivido. Nos dijo que había gente
desaparecida. ¿Los han encontrado?
—A dos sí. —El guardia nos hace un gesto con la cabeza—. Mejor que
vayáis hacia allá para que sepan que estáis a salvo.
Continuamos por la carretera hasta Rochester, cruzamos el puente hacia la
locura. Caballos, hombres, soldados, pajes corriendo por todas partes, voces
gritando órdenes. John y yo nos abrimos paso a empellones entre todo ello.
Buscamos a Peter, a Fitzroy, a Nicholas, a todo el que tememos que pueda
haber desaparecido, a cualquiera que pueda contarnos los que está pasando.
Pronto se oye un rugido y aparece Peter, arrugado y despeinado. Se planta
delante de John, le agarra y le da un rudo abrazo, alborotándole el pelo.
Murmura algo en su oído. No consigo distinguir las palabras, pero puedo oír la

*R3N3*
ternura que hay en ellas. Luego da media vuelta y me hace lo mismo a mí.
—Pensé lo peor. —Peter se aparta un poco, sus oscuras cejas fruncidas—.
Los hombres de Blackwell, consiguieron entrar otra vez. Reunimos a todo
Harrow, pero todavía hay gente desaparecida. Creí que estabais entre ellos.
—Lo sabemos —dice John. Le cuenta a Peter todo lo de los arqueros, lo del
hombre que mataron, el veneno y lo que sucedió después.
—Por todos los demonios —exclama Peter—. ¿Estabais en la apoteca? Pero
si estuve ahí después de que no os pudiera encontrar a ninguno de los dos. Las
luces estaban apagadas y las puertas estaban cerradas. No tenía llave, pero
cuando llamé, no contestó nadie.
—Estábamos ahí —dice John—. Solo es que… no te oímos. —Al oír eso,
me sonrojo un poco y John también, pero no aparta la mirada.
—Pero ¿porqué…? Oh. Ah, ya veo. Ah. —Peter se pasa una mano por la
barba, algo incómodo.
—Dijiste que hay gente desaparecida. —John cambia rápidamente de tema
—. ¿Quiénes?
—Unos cuantos soldados. Una mujer y su hijo del Mudchute. Por lo que
visteis en la ciudad, podemos añadir al zapatero a la lista. Y Gareth.
—¿Gareth? —John y yo intercambiamos una rápida mirada—. ¿Se lo
llevaron contra su voluntad? ¿O han venido los hombres de Blackwell a
escoltarle fuera de Harrow?
—No hay forma de saberlo a ciencia cierta —dice Peter—, pero Nicholas
cree que le secuestraron. Fitzroy fue a casa de Gareth y se encontró la puerta
abierta, sus pertenencias donde las había dejado.
—¿Por qué harían eso? —pregunta John.
—Es difícil de decir —contesta Peter—. Podría ser porque Blackwell ha
descubierto que sabemos que él es el espía, podría ser porque Gareth cambió de
opinión sobre lo de desertar, y ya sabemos lo que les hace Blackwell a los
traidores. —Una pausa—. No es que importe demasiado. Ha desaparecido y,
aunque es un consuelo pequeño, nos ahorra tener que detenerle nosotros
mismos. En cualquier caso, tenemos un problema más grande entre manos.
Varios miembros de la Orden de la Rosa llegaron ayer por la noche. Dijeron

*R3N3*
que los Hombres de Blackwell se han empezado a movilizar en Upminster, más
pronto de lo esperado. Creemos que estarán aquí mañana, en algún momento a
lo largo del día.
—¿Cuántos? —pregunta John.
—Un cálculo conservador son diez mil.
Diez mil, contra nuestros cuatro mil.
—Parte del ejército de Blackwell, quizás tantos como la mitad, vienen a esta
batalla coaccionados —continúa Peter—. Desertarán en el momento en que
empiece. O bien escaparán, o Blackwell tendrá que malgastar sus tropas en
perseguirlos. Aunque eso nos deje más emparejados en cuanto a efectivos, él
todavía tiene a sus retornados. La fuerza de uno es igual a la de diez hombres
corrientes, y le serán leales.
Pienso en las palabras de Schuyler y me pregunto si eso es totalmente
cierto.
—Bueno, vayamos a vuestras tiendas —dice Peter al final—. Tendréis que
coger vuestros uniformes y vuestras armas, y esta noche vamos a celebrar la
última reunión. Mañana… —Se queda callado un instante—. Mañana está a la
vuelta de la esquina.
John pone una mano sobre el hombro de Peter, pero no hay nada que pueda
decir para aliviar la preocupación del rostro de su padre. Peter sabe que es
posible que John no sobreviva a esta batalla. Yo también lo sé, a pesar de todo
lo que haré para asegurarme de que sí lo haga.
Emprendemos el camino a través de la atestada explanada, enfilamos el
círculo de tiendas blancas en dirección a la mía, y entonces lo oigo. Un grito,
una carcajada, y luego le veo. Viene dando saltos hacia nosotros envuelto en un
torbellino de rayas y plumas y sonrisas.
George.

*R3N3*
—¡EH!
Corre por la hierba a nuestro encuentro, brillante como el sol del atardecer
en su abrigo de rayas verdes y azules, sombrero azul con una pluma amarilla y
capa amarilla a juego. Se lanza a los brazos de John, casi le tira al suelo. Los
dos ríen y se empujan. Al final, George se aparta un poco y nos mira de arriba
abajo, una sonrisita irónica en la cara.
—Vaya, vaya. Si es mi desafortunada pareja favorita. —Pasa la vista de
John a mí, luego de vuelta a John otra vez—. Aunque parece que los hados por
fin se han alineado a vuestro favor y amenazan ahora con cegarnos a todos con
su fulgor.
George da un paso al frente y me estruja en un fuerte abrazo.
—Estoy realmente contento de verte. —Me mira con atención, su sonrisa
vacila por un instante—. Fifer me ha estado escribiendo, contándome lo que
sucedía. Todo ello. Vas… —George se queda callado, inusualmente falto de
palabras—. Vas a estar bien. Creo que todos lo vamos a estar.
Camina a nuestro lado mientras seguimos abriéndonos paso entre la
multitud.
—¿Cuándo has llegado? —le pregunta John.
—Ayer por la noche, tarde. El cruce del canal fue un poco movido, pero ya
estamos aquí, y justo a tiempo además. Vinieron en busca de pelea y parece que
eso es lo que van a encontrar.
John asiente, luego se gira hacia su padre.
—¿Cuál es el plan para los que no luchen?
—Desde esta medianoche, las mujeres y niños estarán dentro. —Peter agita
una mano en dirección a Rochester Hall—. A George la han puesto a cargo de
ellos y de su evacuación a Cambria, si fuera necesario. En cualquier caso,
*R3N3*
estarán a salvo. Nicholas y algunos hombres del consejo están trabajando en los
hechizos en estos mismos momentos. No dejarán salir a nadie hasta que el
consejo, excepto Gareth, obviamente, dé la orden.
No pregunto lo que pasará si no queda nadie del consejo para dar esa orden;
sé que no debo hacerlo.
Miramos a nuestro alrededor, a los miles de hombres galos, sus tiendas
decoradas con flameantes banderas de la Galia de rayas rojas, azules y blancas.
Están charlando y riéndose, algunos disputan peleas de entrenamiento, otros
están tumbados en la hierba fumando en pipa o dando grandes tragos de copas
de cristal.
—Veo que están intentando ponerse cómodos —apunta John con ironía—.
Por la pinta, nunca dirías que van a la guerra.
—Trajeron su propio vino y sus propias copas —explica George—. Son de
lo más sorprendente. Letales como el demonio, pero terriblemente caros de
mantener. He perdido la cuenta de cuántos me han preguntado dónde está la
tienda de las damas. Estamos en guerra y ellos quieren una tienda de damas.
Pongo los ojos en blanco. John y George se ríen.
—Y no es que fuera una cosa muy difícil de hacer —prosigue George—. A
las mujeres anglicanas siempre les han gustado los hombres galos y las mujeres
de Harrow no son distintas en absoluto. Así que más tarde, esta noche, habrá
música, vino, manjares y sin duda la misma cantidad de flirteo que cuando
estuve en la corte. Y hablando de la corte…
Levanto la vista justo para ver a Malcolm venir hacia nosotros dando
grandes zancadas. Va vestido con los colores Reformistas: túnica negra,
pantalones negros, el símbolo naranja y rojo de los Reformistas resplandeciente
sobre una cimera en la parte delantera, una espada colgada en un costado. Verle
vestido de ese modo, libre y armado y caminando por el campamento como si
fuera suyo, es a partes iguales una sorpresa y una expectativa.
George da un paso al frente, dibuja una rápida reverencia.
—Señor.
Malcolm hace un gesto como para que lo olvide, una sonrisa cruza su cara.
—Te dije que me llamaras Malcolm. Creo que ya tenemos las formalidades

*R3N3*
muy superadas.
George se vuelve hacia nosotros.
—Este tío es jugador profesional, como bien descubrí anoche. Me quitó
todo mi dinero en una sola partida de cartas. Luego, después de asegurarse de
que yo estaba debidamente desolado, lo perdió todo en una sola mano. Una
mano que creo que regaló con mucho arte.
—El arte no fue mío, sino tuyo —dice Malcolm con gentileza—. Pero
estaré encantado de echarte la revancha, si quieres poner a prueba tu teoría.
—Mañana por la tarde no tengo ningún plan —dice George.
—Ahora sí —contesta Malcolm.
George se ríe y le tiende la mano. Malcolm se la estrecha, sonriendo.
Entonces, posa la mirada en mí.
—Me alegro de que hayas vuelto. Estábamos preocupados. —Mira a John y
asiente—. Por los dos. —El silencio queda flotando en el aire un momento—.
Elizabeth, ¿podría hablar contigo?
John se vuelve hacia George.
—¿Has visto a Fifer?
George asiente.
—La última vez que la vi estaba intimidando a un pobre soldado galo. La
maldijo antes de maldecirle de verdad. Le provocó algún tipo de sarpullido y
ahora se ha extendido, por toda la cara del hombre y sus labios y su lengua.
John se echa a reír.
—¿Por qué? ¿Qué le había hecho?
—La llamó «unpeufig mignon».
Una monada de higo.
John pone los ojos en blanco.
—¿Te importa llevarme con ellos? Quiero que sepa que estamos bien. Y
parece que tengo una maldición que tratar. —Se gira hacia mí—. ¿Te veo
después?
—Claro —contesto.
John saluda a Malcolm con la cabeza, me da un apretón en la mano, y
entonces él y George se alejan. La brisa trae la alegre cháchara de George y las

*R3N3*
risas de John de vuelta hasta mí. Me hacen sonreír.
Malcolm me mira.
—¿Cómo estás?
—Estoy bien —digo—. Tuvimos un encontronazo con algunos de los
arqueros de Blackwell, pero ellos salieron peor parados que yo.
—Estupendo. Pero no me refería solo a eso. ¿Cómo te sientes con respecto a
mañana?
Mañana. Está en el filo de una navaja: victoria y derrota, vida y muerte,
alegría y pesar. Será una cosa o la otra, no habrá término medio.
—Estoy preparada —digo, y es la verdad—. He vivido bajo la sombra del
poder de vuestro tío durante demasiado tiempo. Haré lo que sea necesario para
derrocarle.
Malcolm estudia el campo que hay ante nosotros, guiña los ojos para
protegerse del sol del atardecer de un modo que hace que las arrugas que los
rodean se vean más profundas. Pienso en cómo se convirtió en heredero al trono
a los doce años, cuando Blackwell mató a sus padres e intentó sin éxito matarle
a él. Cómo a los dieciséis se convirtió en rey. Y luego cómo, a los veinte, fue a
un baile de máscaras en Navidad como rey y salió como prisionero, despojado
de su título, su mujer, su país, su vida. Ha vivido ya la vida de un hombre del
doble de años y ahora, por una vez, los aparenta.
Malcolm me mira otra vez, su boca se curva en una sonrisa como si supiera
exactamente lo que estoy pensando.
—¿Te he contado alguna vez lo que hice en mi primer día como rey de
Anglia?
Niego con la cabeza.
—Le entregué el país a otra persona para que lo gobernara él. —Hace una
mueca—. Al tío Thomas. Le dije que no quería hacerlo, que no podía hacerlo.
Debí darme cuenta entonces, por lo rápido que aceptó, de que algo no iba bien.
Me dijo que me devolvería las riendas cuando yo estuviera preparado. Pero
beber, jugar, apostar, irme de parranda, cazar, bueno… —Malcolm se ríe, una
risa breve y burlona—. Creí que estaba haciendo lo correcto, mirando hacia otro
lado en lo que fuera que el Tío pensara que era su obligación hacer. La apatía se

*R3N3*
convirtió en un hábito. Ahora solo se me conoce por eso.
—Estáis aquí. Estáis luchando —le digo—. Estáis ayudando a salvar el país
y os estáis poniendo en peligro al hacerlo. Eso es por lo que se os conocerá.
—Si hago esto bien, no se me conocerá por nada en absoluto.
—Sois el rey —digo—. No podéis morir.
—Sí puedo, y quizás lo haga; lo haré, no lo haré. Eso no es lo que importa.
Lo que importa es que estoy preparado. Como tú. Estoy preparado para salir de
debajo de su sombra. Voy a recuperar Anglia.
Extiende una mano hacia mí.
—¿Puedo? —pregunta, y yo asiento. Entonces se lleva mis dedos a los
labios, un beso formal y cortés—. Me alegro de que estés aquí conmigo —me
dice—. No confío en demasiada gente, no confío en nadie, pero siempre he
confiado en ti. Y ahora tengo que pedirte perdón.
Espero.
—Sabía que no sentías por mí lo mismo que yo sentía por ti. Simplemente
elegí no escuchar. —Deja caer mi mano y se le cambia la cara, parece tan
vulnerable como un niño—. Fue egoísta y estuvo mal, y lo siento mucho. Sé
que son solo palabras, pero son todo lo que tengo. ¿Podrás perdonarme?
Y con esto, en la víspera de la batalla final de la cual puede que no
regresemos, sé que es demasiado tarde para no perdonar, demasiado tarde para
guardar rencores. Demasiado tarde para castigarle por jugar de acuerdo a las
reglas, las reglas que nos robaron a ambos, las que pusieron del revés antes de
servírnoslas de vuelta en una bandeja envenenada.
—Sí, os perdono —digo, y no me sorprende en absoluto descubrir que lo
digo en serio.
—Ahora tengo una batalla que ganar. —Su sonrisa ha vuelto. Le ilumina la
cara y ese es el Malcolm que conozco: fanfarrón, descarado, confiado, el mundo
a sus pies y todo por desear—. Mañana a estas horas, estaremos de celebración.
Grábate mis palabras. —Gira sobre los talones, se despide agitando la mano.
Observo cómo se aleja, cómo camina hacia los últimos rayos del moribundo
sol, que le engullen. Y pienso que saldrá de ahí más brillante, inmaculado, o
que el fulgor le devorará, como hará con todos nosotros.

*R3N3*
Llega la noche. Y con ella, una celebración. Los soldados galos insistieron
en ello. A su manera de entender, era lo único que se podía hacer. Si la batalla
fuera mal, si sucumbieran, si no regresaran a Harrow mañana, al menos habrían
tenido esta noche. Mejor que la alternativa, decían: acurrucados en sus tiendas,
solos y asustados.
George estaba totalmente de acuerdo y nadie sabe organizar una celebración
mejor que él. En cuestión de una hora, teníamos vino, tanto de los soldados que
habían traído el suyo de la Galia, como de la reserva secreta de Lord
Cranbourne CalthorpeGough. Alguien conjuró lucecitas de hada, diminutas y
blancas y encaramadas a los árboles que rodean el campamento; lanzan
destellos en la noche bañada en luz de la luna.
La música flota en el aire: flautas y tabores, arpas y tambores. La gente ríe y
baila. Parlotean en galo y flirtean en anglicano. Y ninguno de nosotros hace
mención de ello en absoluto. De la posibilidad de que no volvamos, la
posibilidad de que este sea el fin. De la muy real posibilidad de que cuando
llegue mañana, no quede nada de nada.
A medianoche, la música termina. Las lucecitas se apagan, las risas
también. Con poca fanfarria e incluso menos palabras, la celebración se
dispersa. Las mujeres y los niños son conducidos al interior de Rochester Hall.
Los soldados galos se retiran a su lado del recinto, borrachos de risa y vino hace
unos instantes, ahora sobrios y estoicos.
Los armeros se retiran a terminar la tarea de preparar armas para las tres mil
personas que componen nuestro ejército. No tenemos demasiados caballos,
puede que unas pocas docenas. Un puñado de corceles para encabezar la carga
inicial, algunos palafrenes para dar las señales. Pero esto no va a ser una carga
de caballería, nunca hubo la intención de que lo fuera. Esto va a ser una batalla
de infantería; cara a cara y mano a mano, sangrienta y violenta y personal y
letal.
*R3N3*
Igual de brusco que los demás, John me guía hasta mi tienda. Sin decir ni
una palabra, nos acurrucamos juntos sobre un estrecho catre de campaña, me
abraza con fuerza, mi cabeza apoyada sobre su pecho. Respiro su aroma, ese
mismo aroma suyo tan tranquilizador: lavanda y especias. La misma calidez y
confort que siempre siento cuando estoy con él.
No le digo que tengo miedo de lo que sucederá mañana. Que tengo miedo
de lo que pasará si perdemos, de lo que pasará si ganamos. Que tengo miedo de
la angustia y la pérdida y la espera, la interminable pausa entre el comienzo y el
final para saber por fin cómo acaba todo. No le digo nada de esto. Pero la forma
en que me abraza y me besa y me dice que siempre me querrá, me indica que ya
lo sabe.

*R3N3*
POR LA MAÑANA, EL AIRE es fresco y tranquilo. La tenue luz del sol se
filtra a través de la lona blanca, la baña en un resplandor amarillento. Afuera, el
bullicio de la actividad ya ha comenzado, agitado y ruidoso. El nudo que ya
apretaba con fuerza mi estómago se aprieta aún más.
John y yo nos vestimos en silencio, ambos con el mismo tipo de ropa:
pantalones marrones, túnica blanca debajo de una fina cota de malla, sobreveste
de contrastes azul y rojo (típicos colores anglicanos en una batalla por recuperar
Anglia) y para terminar, un peto de acero. Ayudo a John a atarse las correas de
cuero por encima de los hombros y en los costados. Cuando acabo, él hace lo
mismo por mí. Y por un instante, nos quedamos ahí, cara a cara. Puedo leer la
oscura irreversibilidad en su mirada, oigo a los hombres gritar en el exterior, sus
pisadas y el atronador ruido de los cascos de los caballos, y sé que es hora de
irnos.
Pero aun así, no nos movemos.
Al final, me aparto de él, me agacho para coger mi bolsa guardada bajo el
camastro. Rebusco en su interior hasta que lo encuentro: el trozo de lazo verde
oscuro que arranqué del corpiño del camisón verde pálido que Fifer me regaló,
el que llevaba la noche que trepé por la espaldera a la habitación de John, la
última vez que estuvimos juntos antes de que todo se torciera, tantísimo.
Se lo ofrezco. Los ojos de John recorren el trozo de tela, luego vuelven a
mí.
—Nunca pensé que te diera por los lazos —me dice—, pero recuerdo este.
Recuerdo todo sobre aquella noche, incluido lo que llevabas puesto. Me
pregunté por qué ese color. Por qué verde cuando el color que más te pega es
claramente el azul. Entonces me pregunté de dónde lo habías sacado y si tenías
otros como ese.

*R3N3*
—Pensaste mucho en ello —comento.
—Pienso mucho en ti —me corrige—. La mayor parte del tiempo, aunque
no suelo pensar en lazos.
Eso me hace sonreír, pero solo por un instante.
—Quiero que lo lleves —le pido—. Y quiero que pienses en mí cuando lo
hagas. Sea o no sea el verde el color que más me pegue y aunque prefirieras
pensar en otra cosa. —Mis palabras salen aceleradas, pero nos estamos
quedando sin tiempo y necesito que las oiga—. Pero lo hagas como lo hagas,
piensa en mí, necesito que sepas que te necesito. Necesito que vuelvas conmigo.
Levanto el lazo y con mano temblorosa lo remeto en su armadura. Es lo que
haría una doncella, entregarle a un caballero una prenda en muestra de su favor
cuando va a participar en una justa. Pero esto no es ninguna justa y yo no soy
ninguna Reina de Mayo. Soy lo que soy. Una asesina y una traidora, una
mentirosa a veces y una lianta siempre, pero de algún modo él halló la forma de
amarme sin tenérmelo en cuenta.
—Por favor, piensa en mí —repito—. Por favor, vuelve conmigo.
John estira los brazos hacia mí, captura mi mano entre las suyas. No nos
queda nada por decir, así que me besa, con fuerza, me estruja contra él, quizás
haya olvidado que llevamos armadura, quizás no, parece que le da igual lo uno
o lo otro. Nos besamos al son de los tambores, al son de las trompetas y del
piafar de cascos y del latir de los corazones, nos besamos hasta que no nos
queda otra cosa que hacer que parar o seguir adelante… así que seguimos
adelante. John tironea de mi armadura, impaciente, y antes de que me dé cuenta
me la ha quitado, la mano de John se desliza bajo mi túnica mientras empiezo a
desatar las correas de la armadura que le acabo de ajustar hace un segundo.
Se ve un rayo sol y entra una ráfaga de aire frío y, por el rabillo del ojo, veo
a Schuyler de pie en la boca de la tienda, sacudiendo la cabeza y con una
sonrisilla divertida.
—Vais unas seis horas tarde para este tipo de despedida —comenta,
arrastrando las palabras—. Deberíais haber hecho eso ayer por la noche, junto
con el resto del campamento. —Una pausa, otra sonrisilla—. ¿Sabíais que los
nacimientos aumentan un veinte por ciento en tiempos de guerra con respecto a

*R3N3*
las épocas de paz?
—Vete —murmura John contra mis labios. No se aparta de mí, no me
suelta. Pero Schuyler continúa:
—La media de niños nacidos de una sola pareja también asciende a casi el
doble. Da miedo, si se tiene en cuenta que este —y hace un gesto hacia John
con la cabeza— ya quiere tener seis.
Me aparto de John bruscamente, me quedo boquiabierta.
—¿Quieres tener seis hijos?
—Deja de hacer eso —le suelta John a Schuyler en tono cortante.
—No te estoy escuchando. Lo juro. —Schuyler levanta las manos—. Me lo
dijo Fifer.
—¿Seis? —repito.
—Creí que sonaba como un bonito número par —explica John,
encogiéndose de hombros—. Quizás podamos hablar de ello más tarde ¿te
parece? Porque por mucho que me gustara que esto fuera una discusión de
grupo, realmente no creo que ahora sea el mejor momento.
—Cierto —dice Schuyler—. Porque diez minutos antes de entrar en batalla
es el mejor momento para desenvainar tu espada y…
John suelta una retahíla de palabrotas, todas dirigidas a Schuyler, aunque
ambos se están riendo, y yo también.
—Guardaos vuestras carantoñas para el dormitorio —dice Schuyler con una
gran sonrisa—. Es hora de irnos.
John recoge mi armadura del suelo, me ayuda a ponérmela de nuevo.
Empieza a guiarme hacia la puerta de la tienda, pero le detengo.
—Te alcanzaré en un momento —le digo—. Me gustaría hablar con
Schuyler antes.
John se inclina hacia delante y planta sus labios sobre los míos, los deja ahí
un instante. Luego se marcha, le dice algo a Schuyler al pasar por su lado, solo
dibuja las palabras con los labios. Capto lo más importante y no es agradable.
En cualquier caso, Schuyler se echa a reír. La solapa de la tienda cae e impide
que entre el sol, una sombra cae sobre los dos que quedamos dentro.
—¿Qué va a pasar? —pregunto—. ¿Marchamos hacia la victoria o la

*R3N3*
derrota?
—No soy ningún vidente, monada. —La voz de Schuyler suena dubitativa,
cargada de sinceridad—. No sé lo que va a pasar y tampoco me atrevería a
intentar leer lo que piensan los demás. Estoy preparado para que vaya en un
sentido u otro. He tomado mis medidas.
Los retornados rara vez mueren; rara vez vuelven a morir, más bien. Pero
puede hacerse. Lo más frecuente es un cuello roto con violencia, algo que solo
otro retornado puede hacer; o por fuego, algo que cualquiera puede hacer. Y sé
que en alguna parte, oculta en el interior de Rochester Hall, Fifer espera,
consciente de que quizás él no regrese jamás.
—Entonces, ¿qué pasa con John? —pregunto—. Haré todo lo posible por
impedir que Blackwell le encuentre, todos lo haremos. Pero ¿qué pasa si John
decide ir en su busca primero? Dice que tiene el estigma bajo control. ¿Es
verdad?
—Cree que sí —dice Schuyler—. Y piensa en eso tanto como piensa en ti.
Eso es todo lo que saco de él y es todo lo que quiero saber, así que no me pidas
que escuche en busca de nada más.
—Schuyler…
—No puedes impedir lo que va a suceder —me interrumpe—. Por mucho
que lo hayas intentado, nunca pudiste. Siempre iba a terminar así. —Las
palabras de Fifer en boca de Schuyler.
Salimos afuera, a la brillante luz del día. Nos abrimos paso a través del
verdor mientras otras mil personas hacen lo mismo: salen de sus tiendas, las
armaduras centellean al sol. Hay cientos de escuderos, chicos de blanco que
corretean detrás de los maestros armeros, suministran a los hombres arcos
largos y aljabas, picas y cuchillos, hachas y espadas. Aproximadamente una
docena de hombres y mujeres, miembros de la Orden de la Rosa, no llevan
arma alguna. Su magia es suficiente para ellos.
Detecto a Reagan con un pequeño grupo cerca de la liza de justas, su larga
túnica blanca lleva bordado en negro el contorno de una rosa. Me ve y me hace
una seña para que me acerque.
—Estos son Odell y Coll —me dice, para presentarme al chico y a la chica

*R3N3*
que están de pie a su lado.
—Hemos oído hablar de ti. —La chica, Coll, me mira de arriba abajo y
sonríe. Es pequeña, como yo, con pelo corto y oscuro, piel también oscura y
una brillante sonrisa—. Keagan dice que te llama gorrión. Me gusta. Te pega.
—¿Qué magia puedes hacer tú? —le pregunto.
—Oh, ¿yo? —Coll levanta una mano, menea los dedos. En cuestión de
segundos un pájaro de cresta roja aterriza sobre su hombro. Ladea la cabeza y la
observa atentamente.
—¿Puedes llamar a los animales?
—Y hablar con ellos. —Keagan mira a Coll de reojo, que parece sonrojarse
bajo su mirada—. Somos muy afortunados de poder contar con ella. Un poder
como ese es extremadamente raro. Aparece solo una vez cada diez años o así, y
solo a una décima hija nacida de una décima hija.
—¿Tienes nueve hermanas?
—Doce, en realidad. —La sonrisa de Coll es tan blanca como su túnica—.
Allí hay una, de hecho. —Señala hacia una niña de no más de diez años, medio
escondida detrás del camino de tejos, su cara asoma desde detrás de un árbol—.
Se llama Miri. Deberías ver lo que es capaz de hacer.
El pájaro despega del hombro de Coll justo cuando una pared de agua del
lago cercano sale volando por los aires, gira y se retuerce y viene hacia nosotros
a toda velocidad. Se detiene en seco y queda flotando por encima de nuestras
cabezas como una rielante hoja de vidrio, luego escupe un único chorro de agua
a la cara de Coll.
Keagan hace un gesto con la muñeca y toda la pared de agua explota y se
convierte en neblina. Al otro lado del prado, los soldados rompen a reír y
aplauden.
—No te había visto por ahí —le digo a Keagan.
—Rochester es un sitio muy grande, ¿verdad? Miles de personas y solo
quince de nosotros. En cualquier caso, nos han tenido secuestrados. Pensaron
que era mejor que los demás no supieran demasiado acerca de lo que podemos
hacer, para que no se filtrara al exterior.
En ese momento, empiezan a sonar las trompetas. Nos llaman a filas, nos

*R3N3*
llaman para darnos las últimas órdenes. El ruido parece detener el aire, disuelve
la tensa exuberancia de tres mil hombres y mujeres armados con magia y armas,
y la convierte en silencio.
—Te veré en el campo de batalla. —Keagan da media vuelta y se aleja, su
cabeza de corto pelo rojo bien erguida.
—Keagan —la llamo, pero no sé lo que decir. Quiero decirle que se cuide,
que cuide de la Orden. De Malcolm, a quien sé que a pesar de todo ha cogido
cariño—. Ten cuidado.
—Lo haré. —Se da la vuelta—. Tú ten cuidado también.
Me zambullo ente la multitud, me abro camino hasta mi compañía. Los
soldados se van colocando en formación a mi alrededor, vistosos en sus
sobrevestes azules y rojos, sus insignias Reformistas refulgen amarillas y
naranjas contra el brillante cielo azul y los imponentes muros de Rochester, las
colinas parduzcas y los árboles cada vez más verdes. Caballos y escudos,
banderines y picas, valor y miedo, todo ello se extiende ante mí, más allá de
donde alcanza mi vista. Es tantísimo más de lo que esperaba.
Pero cuando John aparece a mi lado, el brillo de su armadura atemperado
por la sombra que hay en sus ojos mientras observa a los hombres a nuestro
alrededor, sé que está pensando lo mismo que yo: si será suficiente.
Entonces vemos a Nicholas, se abre paso entre la masa de gente, vestido no
como un soldado sino como un mago: túnica color marfil para diferenciarse de
Blackwell, que a buen seguro irá de negro. No lleva armadura, no lleva armas.
Se detiene justo delante de nosotros, nos mira, primero a uno luego al otro.
—Es vulnerable —dice Nicholas. Sé, sin preguntar, que se refiere a
Blackwell—. Pero todavía es poderoso. Y está desesperado, lo que le hace
temible. Solo necesita a uno de vosotros, pero os estará buscando a ambos. Si
os encuentra… —Nicholas me mira— no os dejará marchar.
—Lo sé.
A continuación, Nicholas mira a John. Se miran a los ojos durante un
momento, se dicen algo sin palabras, algo que no comparten conmigo.
—No vacilará —dice—. No te llevará de vuelta a Upminster, no arriesgará
ese tiempo porque no lo tiene. Te matará tan deprisa como pueda.

*R3N3*
Me invade una sensación de cautela y premonición. Las palabras de
Nicholas no suenan tanto a advertencia como a instrucción. Pero John solo
asiente.
Y con eso, Nicholas se aleja de nosotros, ocupa su puesto en primera línea,
entre la fila de hombres y la barrera mágica. John y yo ocupamos nuestros sitios
hacia el centro de nuestras fuerzas, por detrás de los lanceros, por delante de los
arqueros. Entre las formaciones, cada miembro del consejo está montado sobre
un caballo, enfundado en armadura, preparado.
Marchamos bajo la bandera Reformista: un pequeño sol rodeado por un
cuadrado, luego un triángulo, luego otro círculo: una serpiente que se muerde la
cola. Cada símbolo tiene su propio significado: el sol es el amanecer de una
nueva existencia, el cuadrado representa el mundo físico, el triángulo es el
símbolo del fuego, un catalizador para el cambio, y la serpiente, una uróboros,
para la unidad.
Hoy luchamos por todo ello.
Marchamos hasta la barrera, al borde de todo ello. No puedo ver a los
hombres de Blackwell, pero sé que están ahí. Puedo sentirlos igual que se siente
una tormenta que se avecina. El aire, quieto y preñado de tensión, espera a
estallar y llover destrucción sobre todos nosotros.
Al unísono, los hombres del consejo levantan las manos y empiezan a
susurrar un encantamiento, no más que una respiración, pero entonces ocurre.
La barrera se disuelve como la neblina, como nubes en la mañana, espesas
luego ralas; antes ahí, ahora desaparecida.

*R3N3*
DE INMEDIATO, HAY SONIDO. Como un telón que se ha subido, de
repente puedo verlo y oírlo todo, cada hoja en cada árbol, cada pájaro en cada
nido, cada hombre en cada caballo.
Cada enemigo frente a mí.
Se extienden a lo largo de kilómetros, diez mil, todos de negro, un infinito y
agitado mar de medianoche. Dios, están por todas partes. La oscuridad que
cubre el suelo se contagia a los cielos: oscuros nubarrones negros giran sobre sí
mismos dando rienda suelta a su amenaza, salpicados de muerte en forma de
cuervos de ojos rojos. Se ciernen sobre nosotros, disuelven el sol y el cielo azul
por encima de Harrow.
No sé quién desenvaina primero, pero alguien lo hace. Una hoja silba contra
su vaina, acero extraído del cuero, una orden bramada, una zancada acelerada,
un grito. Y entonces, con el estrépito de un trueno y el fogonazo de un
relámpago, la batalla comienza.
Pierdo a John de inmediato. Un mar de hombres se interpone entre nosotros
y grito su nombre, una vez, dos, pero mi voz queda engullida por el caos que se
desata a mi alrededor. Los cielos se abren y una lluvia gélida inunda el aire, cae
a raudales en torno a nosotros, obstruye nuestra vista como un velo.
Por un momento, me quedo inmóvil, sobrepasada por lo que se está
desatando ante mis ojos. La enormidad de todo ello, la irreversibilidad de todo
ello. Pero entonces algo se apodera de mí: años de entrenamiento, años de ira,
años de miedo. Me zambullo en la furiosa masa de cuerpos, empiezo a sacar
cuchillos de mi cinto. Lanzo uno detrás de otro, el olor a sangre llena el aire a
mi alrededor, rojo y caliente y cuproso, el sonido de hombres que mueren.
Tengo que encontrar a Blackwell, es lo único que tengo que hacer. Sé que
está aquí, en alguna parte. Demasiado cobarde para mostrarse ahora, se
*R3N3*
reservará hasta que estemos debilitados, hasta que la mitad de su ejército esté
muerto y empecemos a mostrarnos débiles y cansados, hasta que pueda
aprovecharse de nuestra ventaja y convertirla en la suya.
No la veo, pero Miri se hace notar: la lluvia se para de golpe, levita inmóvil
en el aire, y con un sonido como el de una gran ola que se acerca, ruge hacia
arriba y hacia atrás por la planicie. No consigo verlo, pero puedo oír el agua
golpear y estrellarse contra el mar de hombres de negro.
El respiro no dura demasiado y la lluvia vuelve a caer sobre nosotros, esta
vez acompañada de zigzagueantes relámpagos candentes. Impactan donde cae
el agua, a los pies de los hombres de ambos bandos, negros y azules y rojos.
Observo cómo sufren espasmos y chisporrotean, clavados en el sitio, antes de
caer como fardos sobre el suelo embarrado, chamuscados e irreconocibles y
muertos.
Sigo adelante, me abro paso entre la masa hasta que veo a Malcolm, el pelo
negro pegado a la cara, la piel cubierta de sangre y barro. Está rodeado por sus
hombres, enzarzado en feroz batalla con los cuervos que llueven y revolotean a
su alrededor, que los atacan con picos, garras y el batir de sus alas. Los están
tirando al suelo uno a uno.
—¡Coll! —Mi grito desaparece entre la lluvia y los alaridos, pero de algún
modo me oye. En un abrir y cerrar de ojos, una multitud de búhos aparecen
como salidos de las nubes, un centenar. De plumas marrones y amarillas, negros
como la tinta, blancos como la nieve; todos ellos con refulgentes ojos amarillos,
ojos hechizados. Se lanzan en picado sobre los cuervos, sus cuerpos aletean y
emiten agudos chillidos. El ruido es ensordecedor.
Malcolm rueda por los suelos para alejarse de la refriega, se pone de pie.
Ríos de sangre mezclada con lluvia resbalan por su cara. Recupera su espada
del barrizal y se vuelve a zambullir con ella en la batalla. Avanzo paralela a él y
a sus hombres, con un ojo puesto en lo que hay delante de mí y siempre,
siempre, un ojo puesto en lo que no.
Las flechas vuelan indiscriminadamente en torno a mí, algunas con punta de
hierro, otras en llamas, estas últimas sin duda de Keagan. Se incrustan en
hombre tras hombre, todos ellos de negro, sus capas se prenden y el hedor a

*R3N3*
lana y piel quemadas se añade a las miasmas que ya cargan el ambiente.
Malcolm, enzarzado en una lucha de espadas con alguien, queda atrapado en el
fuego cruzado y le hieren. La flecha se clava en la zona desprotegida de su
antebrazo, la manga de su túnica arde envuelta en llamas.
Malcolm se retuerce para intentar extinguirlas, la distracción le da una
oportunidad a su rival para acabar con él. Aunque no puede aprovecharla.
Agarro otra daga de mi cinto, apunto y la dejo volar. La hoja se incrusta en el
ojo del hombre, que cae al suelo como una piedra.
Llego hasta Malcolm en un segundo, apago las llamas a manotazos,
examino su herida. Es profunda, pero es limpia.
—Quedaos quieto —le digo—. La sacaré a la de tres. Uno, dos… —Doy un
fuerte tirón y saco la flecha. La sangre empapa su túnica, pero vivirá—.
Marchaos —le apremio—. Vuestros hombres os necesitan. Ellos… —Mis
palabras se cortan a medio frase, junto con mi respiración.
No puedo respirar. Malcolm tironea de su armadura, de su cota de malla.
Tiene la boca abierta e intenta aspirar algo de aire, pero no hay nada de aire
para él tampoco.
Un soldado de negro está ahí de pie, delante de nosotros, gira
tranquilamente el índice por el aire, su cara retorcida en una sonrisa mientras
por todas partes a nuestro alrededor caen hombres de rodillas, en el barro, se
llevan las manos a la garganta, boqueando, sus caras se vuelven azules. Me
empiezo a marear y caigo sobre una rodilla, luego sobre la otra, me arden los
pulmones. Me araño la garganta, caigo al suelo y al blando y frío barro. No
puedo respirar. No puedo respirar…
Reagan aparece de la nada y sucede antes de que pueda parpadear siquiera:
el destello de la hoja de un cuchillo, una línea dibujada a través del cuello. Una
fuente de sangre y un gemido borboteante y el mago se colapsa sobre el suelo,
los ojos abiertos, miran ciegos a los míos.
—Levántate. —Reagan se agacha, me agarra por los brazos, tira de mí para
ponerme en pie—. Elizabeth. Levántate ahora.
Malcolm ya está en pie, pálido y resollando. Hay hombres tirados por todas
partes a nuestro alrededor, algunos boquean en busca de aire, otros tan quietos

*R3N3*
que supongo que han muerto. Los búhos y los cuervos han emprendido el
vuelo, solo unos pocos cuerpos emplumados desperdigados por el barro. La
lluvia sigue cayendo sin piedad a nuestro alrededor. Estamos todos calados
hasta las túnicas que llevamos bajo la cota de malla, fría y áspera contra nuestra
piel.
—Vamos. —Reagan me agarra por la parte de atrás de la túnica, me empuja
a través del campo. Los hombres de Malcolm se unen a nosotros, todavía
resollando pero con las armas en la mano.
Al instante, un puñado de soldados nos corta el paso. No, soldados no.
Retornados. Blanden sus armas y su malicia. Caleb, Marcus y Linus no están
entre ellos, pero no tengo ninguna duda de lo que son. Lo sé por el gris de sus
ojos y la fiereza de sus caras. Lo sé por la forma en que los soldados humanos
del campo de batalla guardan las distancias con ellos, los esquivan como si
fueran piedras en un río.
Pero aunque yo no conozca a ninguno de ellos, Malcolm sí. Se pone delante
de mí, una mano extendida como para protegerme. La otra mano sujeta una
espada, inútil contra ellos.
—Majestad. —Uno de los retornados hace una torpe y falsa reverencia. Los
otros se ríen, una risa ronca y gutural.
—Bray.
Ahora recuerdo quién es, era. Bray, el apodo de Ambrose Courtenay, uno de
los cortesanos más íntimos de Malcolm. Malcolm me contó que le habían
expulsado de la corte cuando la obsesión de Bray por el juego y la bebida y el
comportamiento violento empezó a ser inaguantable incluso para Malcolm.
—Ya no me llaman así. Al menos vos no. —Se aparta de sus congéneres,
empieza a caminar en círculo a nuestro alrededor. No va armado, no lo necesita,
pero sus manos, que está abriendo y cerrando a ambos lados del cuerpo,
prometen tanta violencia como un cañón.
—¿Cuándo sucedió esto? —Malcolm hace un gesto hacia él con su espada
—. ¿Cuándo regresaste a la corte? ¿Cuándo…? —Se queda callado. No sé si
Malcolm sabe cómo se crean los retornados.
—Regresé cuando él me mandó llamar. El rey. —Los otros retornados se

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mueven inquietos a su alrededor mientras habla. Conozco bien sus movimientos
y su postura: se están colocando en formación, se están preparando para atacar
—. El verdadero rey.
Nos está lanzando un cebo para que piquemos, lo sé, pero no puedo
contenerme y digo:
—Te mandó llamar, luego te mató.
—¿Te parece que tengo aspecto de estar muerto? —Bray era guapo en el
pasado, se nota. No por su apariencia, no; se nota en lo mucho que se parece a
Malcolm, a cómo era Malcolm. Confiado, como si la respuesta a todo
simplemente estuviera a la vuelta de cada esquina, bajo cada piedra, esperando
a ser descubierta así, sin más—. Todos nosotros estamos muy vivos.
—¿Todos? —pregunto—. ¿Y cuántos sois todos, exactamente?
—Cien. —Bray sonríe de oreja a oreja, sus dientes lanzan destellos en el
oscuro aire grisáceo—. Y más por venir. Cada día vienen más. Hombres
deseosos de servir, de servir a un rey eterno para toda la eternidad.
Se me cae el alma a los pies. Cien retornados, con más por venir.
—Aaj. Ya he tenido suficiente. —Reagan levanta las manos. Las palmas
hacia arriba, la piel ya roja.
—¡Abajo! —Malcolm grita a sus hombres antes de agarrar la parte de atrás
de mi peto y tirarme de bruces sobre el barro. Lo oigo, incluso antes de levantar
la cabeza para verlo: dos estelas de llamas gemelas brotan ardientes de las
manos de Keagan, giran en espiral y se retuercen en nudos alrededor de los
retornados. Sus túnicas estallan en llamas, negro sobre rojo. La lluvia que aún
cae a mares no tiene ningún efecto sobre ellas. El agua se convierte en vapor a
nuestro alrededor, el aire se llena de una neblina blancuzca y humo gris y fuego
sin fin.
Pero los retornados no chillan, no caen al suelo, no cejan en su empeño.
Continúan caminando, en llamas y chamuscados, la piel se derrite sobre los
huesos, el pelo carbonizado sobre sus cueros cabelludos. Sostienen las armas en
alto y siguen avanzando hacia nosotros.
—Maldita sea. —Malcolm se aparta de mí y se pone de pie. Desenvaina su
espada. Arremete con ella. La hoja corta el cuello en llamas de uno de los

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retornados, luego otro, luego otro.
Keagan deja caer las manos, el fuego chisporrotea y se extingue. El aire es
una nube de hedor a chamusquina, como Tyburn, el hollín flota por todas partes
como copos de nieve carbonizados, el olor a piel quemada tan enfermizamente
dulce que podría vomitar. Algunos de los hombres de Malcolm lo hacen,
devuelven sobre el barro.
—Bien hecho, Alteza —dice Keagan.
Malcolm asiente para demostrar que le ha oído, pero no la está mirando,
tampoco mira al montón de humeantes cuerpos tirados a nuestro alrededor. Está
concentrado en el campo de batalla, en la furiosa lucha que todavía tiene lugar a
nuestro alrededor.
—Esos hombres. Esos retornados. —Malcolm mira su espada de reojo, la
sangre negra de los retornados todavía gotea sobre el barro—. Los pájaros. La
magia elemental. —Levanta la vista al cielo—. Siguen apareciendo. Una cosa
tras otra.
—Como hacen las cosas en batalla —contesta Keagan, sarcástica.
—No. —Malcolm se vuelve hacia nosotras—. Mirad a vuestro alrededor.
Mirad lo que está pasando. Mirad bien.
Lo hago. Veo refriegas por todas partes, pero no consigo ver lo que está
pasando. No consigo ver quién está ganando terreno. No consigo ver retirada,
no consigo ver avance. Todo lo que veo es caos, pero ahora veo que es un caos
orquestado.
—Estamos luchando todo el rato en el mismo sitio —continúa Malcolm—.
Es como si estuviera intentando impedir que ninguno de los dos bandos se
mueva. Tío Thomas. Es como si estuviera lanzándonos una cosa u otra para
evitar que miremos más allá de la batalla, para distraernos.
—Desvía nuestra atención —dice Keagan, avispada.
Malcolm asiente. Se vuelve hacia mí. Y allí, en medio del campo que nos
rodea, lleno de hombres y retornados e híbridos, el cielo lleno de una niebla
negra, furiosa e impenetrable, encuentro mi pista.
—Blackwell nos dijo una vez que la mejor forma de alcanzar un objetivo es
hacer creer a tu rival que estás intentando alcanzar otro. —La comprensión hace

*R3N3*
que baje la voz—. En una batalla, esto se traduce en caos, desorden, fintas,
desinformación. Estás tan preocupado por lo que tienes delante de los ojos que
no ves lo que está sucediendo a tu alrededor. Lo llamaba la niebla de la guerra.
—Entonces, ¿cuál es su objetivo? —dice uno de los hombres de Malcolm-
Rochester Hall—. Reagan se gira bruscamente para mirarme, los ojos como
platos.
Debería haberlo intuido, debería haberlo sabido, en cuanto vi a los hombres
de Blackwell, sus criaturas, todos aquí delante de mí. Era una distracción.
También una forma de concentrar a todos nuestros hombres aquí, para que
pudiera llegar al sitio a donde quería ir de verdad.
Pero no solo eso.
Pienso en cómo desapareció John en cuanto la batalla comenzó.
Pienso en la advertencia que le dio Nicholas, la que pareció más una
instrucción.
Y pienso en el consejo constante de Blackwell: la guerra se basa en el
engaño. Esta vez, no me ha engañado Blackwell, alguien de quién lo esperaría.
Esta vez me han engañado dos personas de quienes no lo esperaba, personas en
las que confiaba.
Quizás Reagan pueda verlo en mi cara, quizás se acabe de dar cuenta ella
también. Pero se vuelve hacia mí, los ojos azules muy abiertos, el hollín negro
de los retornados chamuscados pegado por la cara.
—Vamos. —Le hace un gesto a Malcolm, a sus hombres—. Quedaos detrás
de mí. Todos vosotros. Si está intentando mantenernos alejados, intentará
detenernos. Quemaré todo lo que pueda, pero llevad las armas en la mano.
Ya solo me quedan unos pocos cuchillos de valor incalculable, así que me
descuelgo el arco del hombro, saco una flecha de la aljaba que llevo a la cintura.
Malcolm desenvaina su espada. Los tres nos zambullimos en ese caos
organizado, esquivamos hombres y flechas y lluvia, y echamos a correr de
vuelta por el camino que vinimos. No recorremos ni un centenar de metros
antes de que un sonido batiente, como el de la colada tendida al viento, llena el
aire. Unas formas oscuras ocupan el cielo ennegrecido: aladas, grasientas,
rápidas y certeras. Los recuerdo, esos híbridos, del entrenamiento. Los matamos

*R3N3*
una vez, pero ahora viven de nuevo, esta vez en masa. Cinco, diez, luego quince
toman el cielo al asalto.
Como un solo ser, se lanzan en picado, hacia el campo de batalla. Llevan las
garras estiradas hacia delante, afiladas y letales. Las clavan
indiscriminadamente en todos los hombres que se ponen a su alcance, los abren
en canal, algunos de los nuestros, algunos de los suyos. Aunque sé que a
Blackwell no le importa. No estará satisfecho hasta que estemos todos muertos
y él sea el último en quedar en pie, porque un rey de la nada es todavía un rey
de todo.
Llegan con un graznido, en picado, serpenteando e hincando garras y picos,
cogen hombres del mismo modo que los pájaros sacan gusanos de la tierra. Sus
víctimas se retuercen e intentan en vano escapar de sus garras. Keagan levanta
las palmas de las manos y, de inmediato, el aire se llena de hebras de fuego que
se enroscan alrededor de tres de los híbridos, las llamas los consumen.
Levanto el arco y apunto. Como pasa con la mayoría de los híbridos de
Blackwell, sus ojos son su punto más débil y ahí es a donde disparo. Una vez,
dos. Fallo el primer tiro pero acierto con el segundo, luego el tercero. La cosa
emite un agudo chillido y cae al suelo en picado, convertido en un amasijo de
curtidas alas negras y sangre de tonos morados y negros. Malcolm acaba el
trabajo con un corte limpio de su espada, separa la cabeza del cuerpo.
Vuelvo a cargar el arco, Keagan prepara su fuego, pero por cada híbrido que
matamos aparecen tres más y descienden sobre nosotros, como si los hubiesen
enviado directamente a por nosotros. Entonces es cuando lo veo: una masa de
blancura a través del cielo, tan espesa como una nube pero más rápida, más
densa. Y la veo a ella, sentada en la rama más alta del árbol más alto, la silueta
de una chica de blanco contra el marmoleado cielo negro. Coll, la chica que
puede controlar a los animales.
Me ve observándola y sonríe, orgullosa y segura de sí misma. Levanta la
mano hacia el cielo y cierra los dedos poco a poco, como si llamara. Veo sus
labios moverse, musita, está recitando un encantamiento en dirección a esa
masa en el cielo. Después hace un gesto cortante con la mano a través del aire,
rapidísimo.

*R3N3*
Los pájaros se lanzan en picado. Se zambullen en la masa de sangre y
extremidades y gritos y, a diferencia de los híbridos de Blackwell, atacan solo a
los hombres de negro, picotean sus caras, orejas, bocas, les sacan los ojos.
El aire se llena del sonido de alas batiendo, picos chillando, plumas y piel
curtida y muerte.
Empezamos a correr otra vez, Reagan a mi lado, Malcolm y sus hombres
nos pisan los talones. Tengo que llegar a Rochester, tengo que encontrar a
Blackwell, tengo que detener a John, detener a Nicholas, impedirles hacer lo
que sea que creen que están haciendo, el error que indudablemente están
cometiendo, sea el que sea.
Conseguimos recorrer doscientos metros, más o menos, cuando de repente
el suelo empieza a sacudirse y dar botes bajo nuestros pies. Tiembla y retumba,
como si algo se estuviera intentando abrir paso hacia fuera desde las entrañas de
la tierra, saca a los árboles del suelo, a mí de mis pies, mis armas de mis manos.
Reagan gira hacia una lado, yo caigo de bruces hacia el otro, mi cara se estampa
contra un húmedo montón de hojas caídas. Malcolm resbala hasta quedar a mi
lado. Se oye un estruendo como un trueno, una oscilación que casi puedo sentir.
Recupero mi arco con una mano, cojo a Malcolm con la otra y tiro de él para
rodar juntos a un lado mientras un roble se estrella contra el suelo con otro
temblor desgarrador, justo donde los dos estábamos tumbados no hace ni medio
segundo.
—Eso estuvo jodidamente cerca. —Malcolm está tumbado debajo de mí, la
boca apretada contra mi oreja—. ¿Cómo nos ve? ¿Cómo sabe dónde estamos?
—¿Todavía no sabéis eso, sobre vuestro tío? —Me pongo en pie de un
salto, le ayudo a levantarse—. Siempre lo sabe todo.
Keagan nos grita que sigamos avanzando, su voz empapada del humo que
desgarra el aire. En alguna parte, algo se está quemando, por la magia de
Keagan o por la de Blackwell. Nos empuja lejos de los árboles, hacia campo
abierto. Me giro para seguirlos, pero al hacerlo, capto un atisbo de él. Malcolm
también le ve y se planta a mi lado, su espada en alto mientras le miramos, de
pie a la entrada del bosque, solo, tan quieto y arraigado como los árboles a su
alrededor.

*R3N3*
Caleb.

*R3N3*
ME OBSERVA A MÍ, SOLO A MÍ, sus ojos tan grises e inquietos como el
Severn. Y, al igual que el Severn, no hay quien sepa lo que puede esconder bajo
la superficie. Dudo un momento, le estudio igual que él hace conmigo, me
pregunto qué planea hacer. Siento a Keagan a mi lado, el calor que emana a su
alrededor, preparada para atacarle, para matarle antes de que él pueda matarnos
a nosotros.
Pero no creo que él lo haga. Caleb me puede oír, me puede sentir. Sabía
dónde he estado desde que empezó esta batalla. No llevo el collar de Fifer, hoy
no, necesitaba que Schuyler fuera capaz de oírme. Si Caleb quería verme
muerta, ya me habría matado, no hay nada ni nadie que hubiera podido
impedírselo. Entonces, ¿qué quiere, ahí de pie, mirándome, si no es matarme?
Empiezo a andar hacia él.
—No. —Malcolm se pone delante de mí, para intentar detenerme.
—No pasa nada —le tranquilizo—. No creo que me haga daño. Creo… —
Miro a Caleb de reojo, veo su leve movimiento afirmativo, casi imperceptible—
… que quiere hablar conmigo.
Malcolm y Keagan intercambian una rápida mirada.
—Los retornados no son muy aficionados a hablar, ¿verdad? No. —Keagan
contesta su propia pregunta—. Pero si tiene algo que decir, puede que valga la
pena escucharle. Siempre que no se le ocurran otras ideas.
Una llamarada salta de la palma de la mano de Keagan, la lanza hacia
Caleb, dibuja un arco por encima del campo de batalla. Él es rápido, pero el
fuego lo es aún más. Se gira para esquivarlo pero no antes de que la llama le
roce un lado de la cabeza. Se vuelve hacia nosotros, sus ojos lanzan destellos de
maldad.
—Generar antagonismo en un retornado —comento—. Eso no ha sido muy
*R3N3*
inteligente que digamos.
—Es más inteligente de lo que crees —responde Keagan—. Ahora ve, antes
de que cambie de opinión y le prenda fuego como si fuese los fuegos artificiales
del Día de San Crispín. Os estaremos observando desde el bosque.
Cruzo la asolada pradera hacia donde Caleb me espera. Va vestido de
uniforme, como la última vez que le vi: túnica negra, pantalones negros, el
emblema de Blackwell sobre la manga y la insignia de los Caballeros del Real
Imperio de Anglia sobre el pecho. Su pelo rubio está carbonizado por encima de
la oreja izquierda, humea ligeramente.
—Elizabeth. —Esos ojos grises me miran brevemente, vacíos, pero no
hostiles—. Estás viva.
—Sí. —Aunque después, porque no puedo evitarlo, nunca puedo, añado—:
¿Estás planeando cambiarlo?
Veo algo entonces, un destello detrás de su expresión de frialdad. Si este
fuera el Caleb que conocía, casi hubiera pensado que le había hecho gracia mi
comentario. Luego desaparece.
—No —me dice—. No tengo planes de hacerte daño.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le pregunto—. Deberías estar luchando.
Matando. Eso es lo que quiere, ¿no? Es lo que te habrá ordenado.
Una pausa. Después.
—Eso no es lo que me ordenó hacer.
Son las cosas que no piden las que uno puede aprovechar en su propio
beneficio. Las palabras de Schuyler resuenan en mi cabeza.
—¿Qué te ordenó que hicieras? —pregunto, a sabiendas de que no me lo
puede decir.
—Tus amigos —dice en cambio—. Saben lo que tienen que hacer. Todos lo
saben.
—¿Mis amigos? —Me gustaría preguntarle a Caleb a qué se refiere, pero sé
que eso tampoco me lo puede decir. En lugar de eso, pienso en la razón por la
que está aquí. No es para ayudarme, todo lo que Caleb hacía siempre era solo
para ayudarse a sí mismo. Es como dijo Schuyler: está en deuda, pero no quiere
estarlo. Es desleal sin ser desobediente. Pero todas estas cosas están al servicio
de un objetivo que, por una vez, es el mismo que el mío. Así que intento dar a
*R3N3*
mis palabras una forma que nos ayude a ambos.
—Si voy a Rochester Hall —digo—, ¿qué encontraré?
Los ojos de Caleb lanzan un destello, ha reconocido mi treta.
—Lo que estás buscando.
Doy media vuelta y echo a correr. No espero a ver si Caleb me sigue, ni si
lo hacen Keagan y Malcolm y sus hombres. Apenas importa. Todo lo que
importa es llegar a Rochester Hall, encontrar lo que Caleb quiere que encuentre,
que desempeñe mi papel aunque no tengo ni idea de en qué consiste.
Que me enfrente a lo que sea que esté ocurriendo ahí antes de que sea
demasiado tarde para impedirlo.
Corro por el bosque, zigzagueo entre los árboles hasta que el humo se acaba
y el fuego se apaga y la lluvia cesa, hasta que llego al otro lado. Me lanzo a
todo correr hacia el ondulante valle desnudo y me dirijo al norte hacia
Rochester. Ahora que el campo de batalla queda a mi espalda, veo el escaso
progreso que hemos hecho. Tanta destrucción para tan poca dirección.
Treinta minutos de ininterrumpido sprint y por fin llego a Rochester. Sea
cual sea la magia que Blackwell haya empleado para mantenernos acorralados
durante la batalla no existe aquí, donde el aire es azul pálido y despejado, dulce
y silencioso. La barrera mágica tampoco existe aquí. Fue alterada antes de la
batalla para permitir la entrada de los nuestros y aun así mantener a los de
Blackwell fuera en caso de retirada. Pero no hay magia que pueda detener a
Blackwell, eso ya lo sabía incluso entonces.
Y ahora sé que esa nunca fue la intención, que el plan siempre fue atraer a
Blackwell al interior.
Rochester Hall se extiende delante de mí, ese bastión de ladrillo rojo y
belleza y seguridad, el lugar más seguro de todo Harrow. Los terrenos aledaños
están vacíos de hombres, el lago sereno y liso. No se oyen chillidos de
monstruos en lo alto, ni gritos de cuerpos en lo bajo. Solo está la luna en cuarto
menguante, mitad negra y mitad blanca, cuelga baja en el horizonte. Incluso mis
pisadas por la carretera suenan amortiguadas, como si anduviera de puntillas en
lugar de estar haciendo crujir la gravilla bajo mis pies, un suspiro en lugar de un
quejido. Esto es un alivio para mí, significa que las mujeres y niños, y Fifer y

*R3N3*
George, permanecen a salvo en el interior. Aunque en cualquier caso, ellos no
son lo que busca Blackwell.
Saco otra flecha de la aljaba que llevo a la cintura y la cargo en el arco antes
de pasar de la carretera principal al camino de entrada, luego al puente que
conduce al otro lado del lago. Soy vulnerable, demasiado vulnerable, y se nota
en todos los movimientos que hago. Mis lentas pisadas cuidadosas, la forma en
que muevo el arco de arriba abajo, de izquierda a derecha, la forma en que
controlo mi respiración en un esfuerzo por reprimir mi pulso acelerado.
El sendero termina al pie de la enorme puerta de hierro, cerrada a cal y
canto. Solo hay tres formas, que yo conozca, de entrar en el recinto desde el
exterior: cruzar el lago en una barca, por la puerta principal y recorriendo el
túnel específicamente permitido a John.
Pero el túnel estará cerrado para mí, porque John no está conmigo. Tengo
que encontrar otra forma. Rochester cuenta con tanta protección mágica, que
creo que puede que no exista ninguna otra forma de entrar. Giro a la izquierda,
bordeo los parapetos, buscando. Nada, solo una interminable pared de ladrillo
rojo. Entonces lo veo: un minúsculo mono de piedra en cuclillas sobre uno de
los parapetos, su cabeza ladeada, mira algo que hay directamente debajo de él.
Recuerdo las gárgolas de Ravenscourt, cómo marcaban entradas secretas,
pasadizos que conducían dentro y fuera del castillo.
Deslizo la mano por la superficie y no tardo mucho en encontrarlo,
enterrado en la tracería, el intrincado dibujo de piedra que decora el muro. Un
pestillo. Engancho un dedo en él, tiro. Suena un clic sordo, su eco y un
movimiento de ladrillos: una puerta. Se abre una rendija, deja justo el espacio
suficiente para que me cuele por ella.
Dentro hay un túnel, quizás un apéndice del de John, quizás uno totalmente
diferente, es difícil de saber en la oscuridad. Pero me abro paso a través de él,
mil giros y vueltas y caminos sin salida, hasta que encuentro otro panel que se
desliza para abrirse por detrás de un busto de mármol, uno de la docena por los
que pasé en el ala este cuando fui a visitar a Malcolm la semana pasada.
¿Dónde podría estar Blackwell? Nicholas dijo que no vacilaría. Que no
perdería el tiempo en regresar a Upminster para llevar a cabo el ritual, sería un

*R3N3*
riesgo demasiado grande. Una vez que tenga a John, no necesitará mucho para
llevarlo a cabo: una sala de rituales y cuatro elementos, una estrella de ocho
puntas y un sacrificio.
Mis pisadas quedan amortiguadas por la gruesa alfombra bajo mis pies,
mientras recorro el ala oeste a toda velocidad. Paso por alto los dormitorios y
las salitas familiares, doy prioridad a los grandes salones y salas de música:
espacios lo bastante vacíos como para poder desplegar los elementos de ritual,
lo bastante privados como para evitar ser descubiertos.
Incluso descartando la mitad de las habitaciones de Rochester como opción,
tardaría siglos en registrarlas todas. Hay tantos pisos, tantos pasillos, tantos
giros y recovecos que me pierdo, solo para acabar registrando el mismo lugar
dos veces.
Y aún nada.
Me detengo a pensar. Intento por un momento ponerme en el lugar de
Blackwell, en su mismo estado de ánimo, su desquiciada desesperación. Está en
un lugar que no conoce. No tiene tiempo de aprenderse su disposición, de
caminar de habitación en habitación y correr el riesgo de perderse, como he
hecho yo.
Voy hasta la ventana, contemplo el cielo de última hora del atardecer.
Desde aquí, los árboles me impiden ver el horizonte. Nicholas dijo que la luna
no era necesaria para el ritual, solo preferible. Pero también dijo que esta vez,
Blackwell no correría ningún riesgo. Si fuera propensa a las apuestas (que no lo
soy, al menos con vidas que no son la mía), apostaría a que Blackwell querrá
poder ver la luna, estar cerca de ella. Querrá la seguridad que le proporciona,
cuando está en un lugar y una posición que no le da ninguna.
Giro sobre mí misma, intento alinearme con la dirección desde la que será
visible. Si el sol está al oeste, la luna estará directamente al norte. Una
habitación con vistas al norte puede estar tanto en el ala este como en el ala
oeste, pero desde las del ala oeste solo se ven las colinas, recuerdo verlas el día
que visité a Malcolm. Además, allí son todo dormitorios, con alfombras, y es
difícil dibujar una estrella sobre una alfombra. Decidido, el ala este.
Con un ojo puesto en las ventanas al pasar, cruzo corriendo el inmenso

*R3N3*
vestíbulo que lleva al ala este hasta que llego a la franja de habitaciones que
Fitzroy mantenía abiertas para sus tropas. Paso la biblioteca, un lugar
demasiado lleno de muebles para un ritual; la capilla, demasiado sagrada; el
salón de baile, demasiado desprovisto de ventanas. Por último, llego a la oscura
puerta pulida del final. Pequeña, tranquila, orientada al norte y provista de
ventanas para proporcionar luminosidad: la sala de música.
Dudo, solo un instante. Me da miedo lo que pueda encontrar cuando abra la
puerta, me da miedo lo que pueda no encontrar. Levanto el arco y abro la puerta
empujándola con el hombro.
Dentro: paredes revestidas de madera y decoradas con tapices, una
cuadrícula de tablillas componen el parqué, una hilera de ventanas con vidrieras
de colores que proyectan por la habitación la luz fracturada del sol que se
apaga, en tonos enjoyados. En el centro de la sala veo un grupo de figuras de
pie, sus contornos se van haciendo más nítidos a medida que mis ojos se
adaptan a la oscuridad.
El primero estaba previsto, alto y letal y vestido de negro de la cabeza a los
pies: Marcus. Al segundo me lo esperaba, rajado y desfigurado y recosido de
nuevo, vestido como un rey, de dorado y carmesí, armiño y joyas, su escudo de
armas bordado y siempre, siempre, esa maldita rosa estrangulada: Blackwell.
Pero el tercero ni me lo esperaba ni estaba previsto. De pie en el centro de la
sala, a modo de sacrificio, su túnica color marfil desgarrada y hecha trizas como
si le hubiera atacado alguna bestia, ríos de sangre resbalando por su pecho:
Nicholas.
Si les sorprende verme, ninguno lo demuestra. Marcus me mira con jubilosa
maldad, Blackwell con fingido desinterés.
Pero Nicholas no me mira en absoluto, los ojos fijos con gran atención en
un punto en alguna parte por encima de mi cabeza, como si ni siquiera me viera.
Balbuceo su nombre, hago ademán de ir hacia él, pero me detengo cuando
Blackwell saca un cuchillo de ninguna parte y lo lleva al cuello de Nicholas.
—Déjele ir —digo, una súplica inútil.
—Me has encontrado —comenta Blackwell—. Aunque no es a mí al que
buscas en realidad, ¿verdad que no? Viniste en busca de tu curandero, ¿no? A

*R3N3*
darle un último adiós antes de que yo recupere lo que es mío por derecho
propio. Debo decir, Elizabeth, que estoy sorprendido. Renunciaste a tu poder, a
tu propia vida, por salvar la suya. —Sacude la cabeza—. Es una pena que no
me mostrases a mí la mitad de esa lealtad.
A modo de respuesta, levanto mi tembloroso arco y apunto al espantoso
agujero que contiene los restos de un lechoso ojo destrozado.
—Encantadora, como siempre. —La s sisea sibilante a través de su mejilla
cavernosa.
Miro a Nicholas otra vez, intento hacerme una idea de lo herido que está, de
si puede moverse, si me puede ayudar de algún modo a rescatarle. Pero sigue
sin mirarme a los ojos.
—Suelta tus armas —me ordena Blackwell—. Todas.
No lo hago.
—Hazlo —me dice—, o su sangre quedará sobre tu conciencia. —Como
para ilustrar lo que dice, clava la punta del cuchillo en el desnudo y vulnerable
cuello de Nicholas. Aparece un reguero de sangre oscura como la tinta, va a
reunirse con el resto sobre su túnica.
—¡No! —Estiro el brazo, el que sujeta el arco, que cae con un golpe sordo
sobre el suelo de parqué. Uno por uno, dejo mi espada, mis cuchillos, mi aljaba
de flechas, y doy unos pasos atrás.
—Olvidaste lo que llevas en la bota —dice Blackwell.
A regañadientes, meto la mano en la bota y tiro el cuchillo, el último que
tenía, sobre el montón. Delante de Blackwell, delante de Marcus, estoy
completamente, totalmente vulnerable.
Entonces Blackwell suelta a Nicholas, le tira al suelo. Aterriza sobre el
estómago. También hay sangre en la parte de atrás de su capa. Sus heridas son
más graves de lo que pensaba, puede que incluso se esté muriendo. Marcus
(sospecho que esto fue obra suya) podría haber terminado el trabajo sin ningún
esfuerzo. ¿Por qué no se lo ordenó Blackwell?
Una brisilla de advertencia hace que se me ericen todos los pelos de la nuca.
—Nicholas. —Mantengo la voz baja para disfrazar lo mucho que me
tiembla—. Escúcheme. Míreme. No le deje…

*R3N3*
—Ya basta —ladra Blackwell—. No puede oírte. Incluso si lo hiciera, no
respondería. Ahora Nicholas está bajo mis órdenes y tiene que hacer lo que yo
le diga. Exactamente lo que yo le diga. —Blackwell chasquea los dedos y
Nicholas se levanta, como una marioneta, para colocarse a su lado. Otro
chasquido y sus ojos se posan en los míos, por fin me ve. Los entorna hasta que
no son más que unas duras ranuras, de obsidiana.
Blackwell camina en círculo a su alrededor, las duras suelas de sus lustrosas
botas repican un staccato contra el suelo.
—Tenemos unos cuantos asuntos pendientes, tú y yo —me dice—. Y pensé
que sería apropiado que alguien que una vez te salvó —hace un gesto
despectivo hacia Nicholas— fuera el que acabase contigo.
Otro chasquido de los dedos y Nicholas levanta un brazo, apunta un dedo en
mi dirección. Y con la fuerza invisible de un ariete, algo me levanta por los
aires y me lanza volando hasta el otro extremo de la habitación. Me estrello
contra la dura pared de revestida de madera. Me quedo sin respiración y sin la
mitad de mi consciencia.
Caigo de rodillas, intento respirar. Intento ponerme de pie. Otro chasquido y
me empujan de bruces al suelo. Otro chasquido, hacia atrás contra la pared.
Oigo un pitido en la cabeza por la fuerza de los golpes, no puedo respirar y no
consigo pensar a la velocidad suficiente como para saber qué hacer. Así que
hago lo único que sé hacer: me abalanzo hacia el montón de armas del suelo.
No llego hasta ellas.
Otro chasquido más de los dedos de Blackwell impulsa a Nicholas de nuevo
a la acción.
Se gira hacia la ventana, abre bien los brazos a ambos lados y, como un
director de orquesta, dirige el movimiento de los paneles de cristal tintado
mientras se arquean y crujen y por fin, con una explosión parecida a un trueno,
un caleidoscopio de esquirlas letales se dirige hacia mí a toda velocidad.
Echo a correr hasta la pared y el tapiz que tengo delante; casi no lo consigo.
Me cuelo debajo justo cuando los cristales se estrellan a mi alrededor, un
golpeteo sordo contra la gruesa y densa lana. Unos cuantos trozos de los más
grandes atraviesan el lienzo como dagas, me cortan las mejillas y los brazos; de

*R3N3*
mi piel brotan cálidas gotas de sangre que no me molesto en limpiar. Porque la
advertencia que sentí antes, la leve brisa de cautela, se ha convertido ahora en
un torrente de comprensión.
En el primer intento de ritual fallido, Blackwell ofreció un cuervo como
sacrificio, su muerte una oblación a cambio de la suya, para poder conservarla
para siempre. Ahora, en su segundo intento, Blackwell necesita otro sacrificio.
Podría haber elegido a cualquier persona o animal, otro humilde cuervo, quizás;
solo tendría que tratarse de un ser vivo, algo que respire. En lugar de eso,
Blackwell ha elegido a Nicholas. Un acto de venganza, quizás, o un simbolismo
retorcido: extinguir la luz de Nicholas para que Blackwell puede envolver el
mundo en una mortaja de oscuridad.
Pero que haya corrido el riesgo de capturar al único hombre con poder
suficiente para competir con el suyo en un momento en el que no puede
arriesgar nada… eso es lo que me indica la verdadera razón:
Blackwell se ha quedado sin magia.
Igual que el Azoth proporciona poder, como me lo dio a mí cuando lo
utilicé, también quita poder a aquellos que hiere… y a aquellos que maldice.
Una maldición puede agotar la magia, dijo Nicholas. Y aunque a Blackwell le
queda el suficiente poder para controlar a Nicholas, no es suficiente para llevar
a cabo el ritual. No sin toda la magia que ha gastado para estar aquí en
Rochester, para controlar a su ejército, sus criaturas, sus retornados.
Caleb debía de saberlo. Debe ser la razón por la que me envió aquí, al
menos en parte. Porque quizás… quizás… si soy capaz de esquivar la
malevolencia de Marcus y la capitulación de Nicholas para recuperar mis
armas, pueda aprovecharme de la debilidad de Blackwell. Antes de que
sacrifique a Nicholas, antes de que encuentre a John, antes de que pueda llevar
a cabo su desquiciado plan de inmortalidad.
Hacer lo imposible, otra vez.
Retiro el tapiz. Otro chasquido y Nicholas se dirige hacia mí, los labios
retorcidos en algo que se parece a la diversión. No le miro, me niego a darme
por enterada. En lugar de eso, me vuelvo hacia Blackwell.
—¿Eso es todo? —me burlo—. Es el mago más poderoso de Anglia y ¿eso

*R3N3*
es todo lo que puede hacer? ¿Convertirse en titiritero antes de reventar las
ventanas? —Me permito una ancha sonrisa fingida—. Primero envía a Fulke en
mi busca, ahora esto. Una vez más, me insulta.
Entablar una conversación con él es como una apuesta, una decisión
arriesgada. Pero si logro incitarle a emplear su poder, me mostrará lo que le
queda, gastará lo que le queda. Puede que ya no tenga armas, pero sí tengo
ingenio.
Blackwell me sonríe su desagradable sonrisa torcida.
—Siempre fuiste una de mis mejores cazadoras de brujas.
—Sí —confirmo—. Lo era.
No hay ningún chasquido. Ninguna ayuda. Esta vez, él mismo levanta los
brazos en el aire.
Y el cielo cae sobre mí.
El abovedado techo de la sala de música se agrieta, enormes trozos se
resquebrajan y caen al suelo en picado. Los maderos arrancan el tapiz de sus
enganches al caer, el pesado lienzo cae sobre mí y yo lo sujeto ahí como
escudo. Marcus y Nicholas me observan impasibles, indemnes. El aire a su
alrededor perfectamente despejado.
Corro por la sala, esquivo vigas que se caen para intentar alcanzar las armas
que antes entregué. El tapiz se engancha en alguna cosa del suelo, desaparece
de mi cabeza. Lo suelto, pero no antes de que una gran astilla de madera,
afilada como un cuchillo, se me clave en el antebrazo, profundo, corta a través
de la carne y el hueso, sale por el otro lado. Doy un grito, caigo sobre una
rodilla, me la arranco. La sangre corre a raudales por mi brazo, gotea entre mis
dedos. Aprieto la mano sobre la herida para restañarla; aprieto los dientes para
restañar el dolor.
Ahora el techo ha quedado abierto al cielo, ya no azul y despejado como
cuando llegué, sino asfixiado por un revoltijo de negras nubes atronadoras que
se acercan como una manada de caballos salvajes. Blackwell hace un gesto con
la mano y, con un relámpago un trueno ensordecedor, las nubes se abren, una
catarata de lluvia se cuela sin fin por el agujero del techo.
Acierto a ver un destello de acero debajo de los maderos. Un cuchillo o una

*R3N3*
espada, no lo sé. Me pongo a cuatro patas, gateo y rebusco entre el polvo y la
madera hasta que por fin lo alcanzo. Es un cuchillo, pero solo uno. Lo cojo por
el mango. Doy media vuelta. A través de la lluvia, veo su contorno, tan negro y
atronador como las nubes en lo alto. Echo el brazo hacia atrás, apunto, al
espacio justo entre ambos ojos.
No fallaré.
Entonces, un estruendo ensordecedor, un fogonazo cegador. Un relámpago.
Me atraviesa, me clava al suelo. Siento que estoy ardiendo. En medio de la pira
de Tyburn, calor y humo. Me abraso de dentro afuera, un dolor candente que la
lluvia no alivia. Y empiezo a gritar.
—Pare.
Al oír su voz, al reconocerla, todo cesa. La lluvia, los relámpagos, pero no
el dolor. Me mantiene clavada al suelo. No me puedo mover, no puedo pensar.
Pero puedo ver. Verle a él. A ellos. De pie a la entrada de la destrozada
habitación en ruinas. Caleb de negro y entre sus manos, al fin (Nicholas diría
que inevitablemente), está John.

*R3N3*
—PARE —DICE JOHN OTRA VEZ. Hace ademán de dirigirse a mí, pero
Caleb le retiene—. Déjela.
—Tú no me das órdenes. —La voz de Blackwell ha adoptado un tono
cortante, uno de autoridad y triunfo.
—Tengo algo que necesita —dice John—. Si lo quiere, hará lo que yo le
diga.
Blackwell suelta una risita.
—Una petición bastante ridícula, ¿no crees? Pero accederé. La dejaré estar,
durante el tiempo que tarde en matarte a ti. Lo que haga con ella después ya no
será asunto tuyo.
—Si cree que va a dejar que le haga algo, entonces no la conoce tan bien
como yo.
Una lasciva sonrisa torcida.
—Estoy seguro de que no.
John no ha apartado los ojos de mí desde que entrara en la habitación. Para
los otros, puede parecer que su expresión cauta refleja miedo, pero solo yo le
conozco lo suficiente como para saber que es determinación. Está decidido a
hacer esto. A entregarse a Blackwell, a morir por él, a permitirle ser inmortal.
No lo entiendo y no quiero hacerlo.
Me doy la vuelta y miro a Blackwell. Me pongo de pie, despacio. Levanto
el brazo, el que todavía sujeta el cuchillo, y vuelvo a apuntar con mano
temblorosa.
—Elizabeth. —La voz de John, un susurro, resuena por la habitación como
un grito—. No hagas que el final sea más duro de lo que tiene que ser.
Esto: el final. Lo que John ha estado planeando todo el rato, lo que planeó
Nicholas. Qué más da lo que planeara yo. Maquinaron y mintieron y robaron
*R3N3*
para asegurarse de que no importara. Aun así, suelto el cuchillo y cae al suelo,
un golpe sordo entre los escombros.
El destrozado ojo deforme de Blackwell se posa en John.
—Confianza, determinación, valor. —Su voz suena cansina—. Posees todas
las cualidades que valoro en mis hombres, a pesar de tu lealtad equivocada. En
el mejor de los casos, parece que has sido un custodio competente para mi
poder. —Una pausa—. Siento curiosidad. ¿Qué ha hecho por ti, el poder?
John podría contestar tantísimas cosas a esto, demasiadas. Pero su desdén es
respuesta suficiente.
—Nada —dice—. No ha hecho nada por mí.
La frivolidad desaparece de la cara de Blackwell. Se vuelve hacia Caleb.
—¿Se defendió?
—Estaba intentando escapar —responde Caleb—. Con el resto de su
ejército. Se están retirando.
—Retirando —repite Blackwell, su voz un ronroneo de satisfacción—. ¿Y
mi sobrino?
—Muerto. —Caleb se encoge de hombros—. Me encargué de él yo mismo.
Está muerto y vos sois el rey.
Espero que Blackwell se deleite en esta noticia. La engulla, se regocije. En
lugar de eso, entorna los ojos y dice con una voz llena de ira silenciosa:
—Soy el rey. Siempre he sido el rey.
Una pausa. Entonces Caleb hace una profunda reverencia.
—Majestad.
John, escapando. Malcolm, muerto. Nada de esto me suena a verdad. John
no huiría de una lucha, moriría antes de hacerlo. Y en cuanto a la muerte,
Reagan nunca hubiera permitido la de Malcolm. No sin alguna señal de pelea,
de sangre o de fuego, y Caleb no muestra nada de eso, nada más que el pelo
chamuscado que llevaba ya antes.
Pero entonces me doy cuenta de la habilidad de las respuestas de Caleb a las
preguntas de Blackwell. Le dio una respuesta, pero no le dijo lo que de verdad
quería saber. Y Blackwell nunca le ordenó que le dijera la verdad. Son las cosas
que un páter no pide las que uno puede aprovechar en su propio beneficio. Una

*R3N3*
vez más, las palabras de Schuyler resuenan en mi cabeza.
Está pasando algo, no sé qué. Miro a John, luego a Caleb, intento discernir
algo en sus caras, pero ambos miran hacia otro lado, a lo lejos, a cualquier sitio
menos a mí. Blackwell chasquea los dedos y, a su orden, Nicholas se coloca a
su lado.
—Empieza los preparativos.
Nicholas extiende una mano, murmura en voz baja. Unas brasas comienzan
a refulgir debajo de los escombros amontonados por los suelos y cuando
Nicholas agita la mano, su movimiento anima a las incipientes llamas hasta que
empiezan a rugir, crepitantes y chisporroteantes y humeantes.
Marcus da un paso al frente, mete la mano bajo su capa, le pasa unas cosas a
Blackwell. Un pellizco de sal, un manojo de hierbas, un odre de agua diseñado
para marcar los puntos cardinales norte, este y oeste. Un puñado de delgadas y
toscas velas encendidas con el fuego del suelo. Una sola colocada en el sur,
cuatro más para marcar las direcciones intercardinales: una estrella de ocho
puntas.
Sé lo que sucede a continuación.
Y sucede tan deprisa.
Nicholas, ahora inmóvil en manos de Marcus, que le arrastra al centro de la
estrella. Blackwell a su lado, un cuchillo en la mano. Un destello de acero, un
reprimido gemido de dolor y sangre, aún más sangre, para empapar el resto de
su túnica color marfil. Nicholas se desploma sobre el suelo, muerto. Un
sacrificio.
Estoy demasiado horrorizada para hacer ni un ruido.
Blackwell alarga la mano hacia la empuñadura de su espada y, con un suave
silbido contra el cuero la desenvaina, la misma arma maldita cuya réplica está
grabada en el emblema que lleva en la manga: el Azoth. Esta vez no me llama.
Esta vez me repele. No hay nada que más anhele que ver esa espada, su
maldición y su poder, destruida.
Blackwell inicia un cántico. Su voz, la única de la habitación esta vez, suena
clara y nítida, consigo oír cada palabra:

Soy viejo, débil y estoy enfermo; el fuego me atormenta;


*R3N3*
La muerte desgarra mi carne y rompe mis huesos.
Mi alma y mi espíritu me han abandonado:
En mi cuerpo hay sal, adufre y mercurio.
Dejad que primero sean destilados, separados, purificados;
Que transmuten y renazcan,
Por medio del Opus Magnum; la mayor de las obras;
El círculo se cierra.

Las esmeraldas incrustadas en la empuñadura del Azoth empiezan a


parpadear con fuerza, frenéticamente, como si entendiesen el cambio que está a
punto de suceder.
—Tú. —Blackwell hace un gesto en dirección a John, todavía sujetado por
Caleb.
—¡No! —grito, encontrando mi voz—. No lo hagas. No lo… —Me
abalanzo hacia él, hacia ellos, justo en el momento que Blackwell levanta una
mano y un trozo de cristal vuela por la habitación y me hace un corte en la cara.
—¡Elizabeth! —John chilla mi nombre, yo doy un gritito, me llevo la mano
a la cara. El cristal solo me ha arañado, un corte largo en la mejilla, que escuece
y sangra pero solo un poco. Aunque sirve de advertencia—. No hagas nada —
me dice—. Por favor.
—Vale —le digo—. Vale. —Intento ser tan valiente como él, pero no lo
soy. Todo lo que hice, todo ello, no ha valido para nada. Salvé a Nicholas, solo
para que ahora le mataran delante de nuestros propios ojos. Salvé a John, solo
para ver cómo se ofrece como un cordero para el sacrificio. Ellos dos me
salvaron a mí, no una vez sino dos, pero sin el encanto de una tercera.
Caleb empuja a John hacia delante, hasta el centro de la estrella. John no
vacila, no titubea. Camina directamente hacia Blackwell, se para delante de él.
Ambos son de la misma estatura, se miran a los ojos. John ha perdido el peto,
su sobreveste está desgarrado y hecho jirones, su cara sucia de tierra y el pelo
apelmazado por el sudor. Pero se mantiene bien erguido, su espalda recta como
una baqueta y su mirada directa. No se encoge ante el horror de Blackwell.
—No te resistirás —le indica Blackwell—. Si no quieres ver cómo le
cortamos a Elizabeth el cuello, despacio, con extremo dolor, ante tus ojos. No te
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resistirás —repite—, si deseas que su final sea misericordioso.
—¿Qué quiere que haga? —La voz de John suena firme y tranquila.
—¿Tú? —Blackwell lo dice con tono burlón—. Tú no haces nada. —Y
entones, sin previo aviso ni ceremonia alguna, levanta el Azoth.
Y se lo clava a John en el pecho.
Por un instante, no ocurre nada. Después, un resplandor. Empieza, como las
brasas del fuego bajo nuestros pies, extendiéndose del pecho de John hacia
fuera, baja por sus brazos hasta sus manos, sube por su cuello hasta su cara. Se
le ponen los ojos como platos, abre la boca, pero no sale nada excepto una
exclamación ahogada. Su cuerpo se queda rígido una décima de segundo, dos,
luego empieza a sufrir convulsiones como si alguien lo estuviera sacudiendo.
La luz a su alrededor cambia del blanco al amarillo al rojo a medida que se
abrasa con la fuerza de la magia, la fuerza del estigma que abandona su cuerpo.
Conozco ese dolor, por fin lo recuerdo. El calor, el ardor, la sensación de
que te están trinchando de dentro a fuera y luego recomponiendo de nuevo.
Recuerdo aquel dolor, la certeza de que iba a morir, las súplicas porque quería
morir.
Una vez más, me abalanzo hacia John, para intentar detener esto. Caleb
aparece a mi lado en un santiamén, cierra una férrea mano alrededor de mi
brazo, tira de mí hacia atrás. Me está diciendo algo pero no le escucho, queda
ahogado por mis propios gritos.
Entonces, como al sumergir una antorcha en agua, la luz se apaga. El rojo se
va disipando hasta ser blanco y John cae al suelo como un fardo, sin vida, sus
ojos color avellana abiertos de par en par hacia el techo, sin ver nada.
Caleb me suelta y corro hasta John, caigo de rodillas a su lado. Le sacudo,
porque eso es lo que se hace. Le llamo por su nombre, porque eso también es lo
que se hace, con la esperanza de que todo esto, de algún modo, no sea más que
una broma, una broma cruel pero una broma en cualquier caso, que de alguna
manera los dos puedan gemir o toser o darse la vuelta o sentarse, que puedan
haber engañado a la muerte después de todo.
Pero eso no es lo que hace John. Deslizo las manos por su cara, su cuello,
los puntos del pulso en las muñecas, su pecho. Están todos vacíos, silenciosos.

*R3N3*
Él está vacío. Está silencioso.
Está muerto.
Y no tengo nada con lo que salvarle. No puedo hacer nada por él. Nada de
nada. Enrosco los puños en la pechera de su camisa, ya fría, y rompo a llorar.
Pero incluso mientras lo hago, no puedo quitarle los ojos de encima a
Blackwell, a lo que sucede a continuación.
Blackwell levanta el Azoth hacia el cielo, hace que la carbonilla gire sobre
nuestras cabezas, más y más rápido. La hoja está cubierta de sangre, roja oscura
y casi negra. Pero la empuñadura, las esmeraldas… ya no son verdes. Son
amarillas y brillantes como el sol, no parpadean sino que lanzan destellos, más
y más brillantes a cada momento que pasa. Continúa con su cántico, sus
palabras se aceleran, laten al mismo ritmo que el cielo y la luz del Azoth.
Se abre un agujero en el centro de las nubes, una ventana al cielo ya
oscurecido. Allí, en el centro, veo la luna. Mitad luz y mitad oscuridad, pesada,
hace de guía, atrae el hechizo hacia su conclusión.
El Azoth parece estallar en luz solar Nos engulle, llena la habitación de una
claridad tan blanca y asfixiante que cierro los ojos, escondo la cabeza en el
pecho de John. Puedo sentir cómo me inunda, me llena de un calor tan intenso
que siento como si me estuviera quemando de dentro a fuera. Abrazo el cuerpo
de John con más fuerza, le protejo con mi propio cuerpo como si pudiera
protegerle de esto, aun cuando no pude protegerle antes, aunque ya no necesite
mi protección.
Tan deprisa como se llenó la habitación de luz, esta desaparece. Negra.
Silenciosa. Abro los ojos, pero no consigo ver nada delante de mí. Ni a John, ni
mis propios brazos a su alrededor, a nada ni a nadie. Solo el sonido de una
respiración jadeante. La mía, quizás la de Blackwell. Los otros no respiran en
absoluto.
Pasan los momentos. No me muevo, no se mueve nadie a mi alrededor, no
que yo oiga. Luego, lentamente, la habitación empieza a iluminarse. Al
principio no es más que una luz tenue por los bordes, un halo morado y rojo que
se va atenuando hacia el interior, dando paso al lavanda y al rosa hasta que toda
la habitación queda bañada en una neblina rosácea. Debería de ser precioso,

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pero hay algo horrible en ello, como si el aire mismo estuviera empapado en
sangre. Y en medio de todo ello, Blackwell.
Está de pie, tieso, como estaba John. Los ojos abiertos como platos, una
expresión de algo (¿Dolor? ¿Miedo? No lo sé, nunca había visto a Blackwell de
otra manera que perfectamente sereno) grabada en la cara, los brazos tiesos
delante de él. El Azoth, entre sus manos hace solo unos momentos, ha
desaparecido. Todo lo que queda es un puñado de piedras esparcidas por el
suelo, verdes de nuevo, pero del verde mortecino de la descomposición, como si
lo que fuera que las iluminaba antes desde el interior estuviera ahora muerto.
Es como si estuviese contemplando el tiempo discurrir marcha atrás: la piel
de Blackwell se recose, crece y se estira por toda su cara, sus venas negras
pierden su color y se vuelven grises antes de desaparecer del todo. El hechizo
está funcionando. La destrucción del Azoth se ha combinado con la
invencibilidad del estigma. Le está recomponiendo.
Esto es el final.
Y estamos todos acabados.
Entonces oigo un movimiento a mi lado. Me vuelvo para ver a Nicholas que
viene hacia mí, repta lenta y laboriosamente. Abrazo a John más fuerte, protejo
su cuerpo con el mío. Ya no hay nada más que Nicholas le pueda hacer, ya lo
sé, pero eso no importa.
Nicholas me ignora, sigue moviéndose hacia mí, hacia nosotros.
Echo la pierna hacia atrás, igual que hice en la prisión de Fleet hace tantos
meses. Cuando Nicholas vino a rescatarme y casi no confío en él, cuando casi
no me voy con él, cuando casi le mato.
Me detengo.
Le miro atentamente, le miro de verdad. Sus ojos oscuros, vacíos y ciegos
hace unos momentos, están ahora enfocados en mí, llenos de luz y dolor y
desesperación y lo más cercano al miedo que haya visto jamás cruzar su cara.
Sea cual sea el hechizo bajo el que estaba Nicholas, ahora ha desaparecido.
No sé cómo. Quizás Blackwell le haya liberado; quizás la transformación de
Blackwell haya roto la magia. Estiro los brazos hacia él otra vez, pero niega con
la cabeza, una vez, enérgico, y una vez más me aparto. Se arrastra más cerca, lo

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bastante cerca como para que pueda ver lo pálido que está, cómo tiembla, cómo
se ha dejado la mitad de su sangre en el suelo tras de él. Lo bastante cerca de
John para tocarle, su mano revolotea por su cuello.
—Está muerto —le digo, y podría gritar por el dolor que me causa—. Esto
no era parte de su plan, ¿verdad? No podía serlo, esto no. —Los sollozos que
nunca habían cesado del todo vuelven con toda su intensidad.
—Elizabeth. Escúchame. Escucha. —La voz de Nicholas es un aliento
tembloroso, una tos ahogada llena de sangre—. La unidad de los opuestos.
Dejo de llorar abruptamente.
—¿Qué?
—Todo debe tener su opuesto. Arriba y abajo. Negro y blanco. Destrucción
e invencibilidad. —Habla deprisa, su voz urgente. Quiere que entienda algo que
no entiendo—. Todo tiene su opuesto.
—Sí. —Me inclino hacia él. Su mano todavía apoyada en el cuello de John,
sus dedos temblorosos ahuecados detrás de la nuca como si le estuviese
acariciando—. Eso lo sé. Lo entiendo…
Otro brusco gesto con la cabeza por parte de Nicholas.
—La inmortalidad. También tiene un opuesto. ¿Me oyes, Elizabeth? —Más
toses, más sangre—. La inmortalidad no puede existir sin su opuesto.
Me vuelvo hacia Blackwell, todavía de pie en el centro de la habitación, sus
manos vacías todavía estiradas delante de él. Las aprieta contra su pecho, frunce
el ceño en su cara ahora pálida y sin cicatrices. Mira como si esperara ver algo
que no ve, sentir algo que no siente. ¿Qué sensación debería producir la
inmortalidad? ¿Cuál es su forma, su amplitud?
¿O es que no existe en absoluto?
—La inmortalidad también tiene su opuesto. —Lo susurro a medida que
empiezo a comprenderlo.
El Azoth, ahora muerto y convertido en polvo y desaparecido, entregó su
destrucción, justo como Blackwell planeó. Su poder destructivo se combinó con
la invencibilidad del estigma para trascenderlos a ambos, justo como Blackwell
planeó.
Pero lo que no sabía, lo que John y Nicholas de alguna manera sí supieron,

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es que la inmortalidad no existe. Que no puede existir, no sin venir acompañada
de la muerte. Que los poderes de ambos se convertirían en el poder de ninguno,
y ahí está Blackwell, vacío de todo ello.
Mortal.
—El círculo se cierra. Este final depende de ti. Su final. ¿Me entiendes?
¿Me…? —Entonces Nicholas se colapsa sobre el suelo, su mano todavía
agarrada al cuello de John. Se le cierran los ojos y se queda horrible,
terriblemente quieto.
El final depende de mí.
Quería hacerlo mío, cuando juré que protegería a John del suyo. Esto no es
lo que hubiera elegido, pero me ha sido dado para llevarlo a cabo, para terminar
lo que empezó hace demasiado tiempo como para recordarlo, una historia que
comenzó sin mí pero que de algún modo me enredó y ahora depende de mí.
Pero ¿eso lo hace mío?
¿Acaso importa?
Como si pudiera leerme el pensamiento, Blackwell se gira hacia mí y, por la
cara que pone, está claro que me culpa de lo que le ha pasado, de lo que no le ha
pasado; por no entender lo que ha pasado en absoluto. Se queda ahí de pie y me
mira, la neblina rosa todavía le rodea como un halo de sangre, sus ojos oscuros
y su expresión aún más oscura.
—Tú has hecho esto. —Blackwell hace un gesto con la mano y de
inmediato Marcus aparece a su lado, desenvaina su propia espada y la coloca en
la mano de Blackwell. Este se dirige hacia mí, mueve la hoja delante de él, en
un arco lento y perezoso—. Tú. Y él. —No sé si se refiere a Nicholas o a John.
No importa.
Me pongo de pie. Lenta, dolorosamente; a través de huesos rotos y heridas
sangrantes y piel quemada y desgarrada. Salgo como puedo de entre los
escombros, de la carnicería, me aparto de Nicholas y de John, soltarle es el
mayor dolor de todos.
—Usted me dijo una vez que nosotros nos creamos nuestros propios
enemigos. —Mi voz es decidida, pero suena agotada, tan agotada como el final
de cada batalla que he luchado en la vida—. Yo nunca fui su enemiga, ellos

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tampoco.
—Conspirasteis para engañarme, os confabulasteis para engañarme. Estás
aquí delante de mí y me sigues engañando.
—He dicho que nunca fui su enemiga. —Me agacho y saco son suavidad la
espada de John de su vaina. Está sucia, manchada de sangre, es una espada
común y corriente. Pero si Blackwell es común y corriente, si es mortal, no
necesita ser nada más—. Pero ahora sí lo soy.
—¿Crees que puedes matarme? —La voz de Blackwell es diferente. No
solo en el tono o el timbre, sino en su temblor, el más ligero titubeo que me
alerta sobre la verdad: tiene miedo. Por una vez, es como yo, es como todos
nosotros. Y por un momento, solo un momento, casi me da pena.
—Debió dejarme en paz —le digo—. Si me hubiese dejado en paz, no sería
nada para usted. Pero al acosarme como lo hizo, usted mismo creó a su peor
enemiga. Y por eso, por lo que les ha hecho a ellos, a todos nosotros, voy a
pagarle con la misma moneda.
Levanto la espada de John. De inmediato, Marcus hace además de ir a por
mí, da unos pasos erráticos, vacilantes como si se estuviera moviendo contra su
voluntad, contra la voluntad de Blackwell. Caleb no mueve ni un músculo.
Blackwell agita una mano para que se retiren los dos; ejerce su poder como
páter, el único poder que le queda.
Blackwell intenta acorralarme, lo intenta, pero yo imito cada uno de sus
pasos. Levanta su espada. Es un movimiento lento, inseguro, el ataque de un
hombre mortal y un hombre asustado para más inri. Bloqueo el golpe, lo desvío,
el ruido de la plata contra el acero rebota contra las paredes de madera, los
vacíos suelos de madera.
Golpea otra vez, lo desvío otra vez. Puedo oírle boquear en busca de aire
mientras damos vueltas por el suelo, arremetiendo, esquivando, atacando,
bloqueando. Pero no está consiguiendo el efecto deseado y lo sabe. Así que
hace algo que no me espero.
Tira su arma al suelo.
Gira sobre sí misma, se desliza por el resbaladizo suelo de madera hasta
detenerse contra la pared revestida de madera. La conmoción de verle

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desarmarse es suficiente para detenerme, suficiente para desviar mi mirada, solo
por un segundo. Pero un segundo es todo lo que necesita.
Blackwell salta hacia delante. Me agarra el brazo derecho, el brazo que
sujeta la espada, lo aparta de él. Con la otra mano, agarra un mechón de mi
pelo, luego me da una patada, fuerte, más fuerte de lo que creía posible, en un
lado de la rodilla. Un movimiento que aprendí de él y que ahora ha vuelto en mi
contra.
Me desplomo sobre el suelo, un alarido de dolor escapa de mis labios. La
espada cae de mi mano, resbala por el suelo entre un montón de escombros. Me
revuelvo para intentar alcanzarla, mi pierna enredada debajo de mí, pero no
llego hasta ella.
Blackwell se vuelve hacia Marcus.
—Acaba con ella.
Marcus se cuadra. Sus ojos grises se clavan en mí al ponerse en
movimiento, la sonrisa tan brillante como su mirada, sus pasos fluidos. Obedece
una orden. Caleb espera de pie al lado de Blackwell, ambos observan, esperan,
al final.
Mis dedos rebuscan frenéticamente entre los escombros y la madera. Por fin
encuentran algo: frío, liso, un mango, no de una espada, sino de una daga. La
desentierro, me retuerzo hasta quedar en cuclillas.
Blackwell abre los ojos de par en par cuando me ve sacar el cuchillo, los
abre aún más cuando lo lanzo. Da en el blanco, justo a donde apuntaba: en el
pecho, cinco centímetros a la derecha del centro, directo al corazón. Emite un
gemido ronco, cae de rodillas. La sangre aflora sobre su sobreveste, ahoga la
rosa roja de su casa, esa retorcida, enredada y espinosa rosa; la ennegrece y la
empapa.
Un rugido de ira y Marcus se abalanza hacia mí, salvaje como un animal,
odio y venganza en los ojos. No llega hasta mí. Caleb le alcanza antes de que
Marcus me alcance a mí. Todo ocurre tan deprisa. Una refriega, una
maldición… el brutal chasquido de un cuello y Marcus se desploma sobre el
suelo, muerto otra vez, su cara congelada en un retorcido gruñido de sorpresa.
Blackwell alarga la mano hacia la daga que tiene clavada en el pecho, la

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arranca. Más sangre, un ahogado grito de dolor, una mirada de sorpresa a Caleb
por permitir que esto ocurra. Aun así todavía respira, todavía vive y no tengo
tiempo. No tengo tiempo hasta que Blackwell le dé la orden a Caleb, le ordene
que se vuelva contra mí.
Me pongo de pie. Me tambaleo bajo el peso de mi rodilla destrozada, de las
heridas desperdigadas como pétalos por mi piel. Diviso la espada de Marcus, la
que Blackwell tiró a un lado sin cuidado ninguno. Un rápido vistazo a Caleb. Sé
que oye mis pensamientos, sabe lo que pretendo hacer. Blackwell lo sabe
también, debe de hacerlo. Dispongo de pocos segundos antes de que Blackwell
le ordene que acabe conmigo y esta vez, no hay nadie para detenerle.
Me lanzo a por el arma y, antes de que pueda pensar en el miedo que
empieza a grabarse en la cara de Blackwell, el miedo a la derrota y a la muerte,
el miedo que le definió y que ahora le desafía, antes de que pueda parar para
arrepentirme o dejar que la simpatía atempere mi intención, le clavo la espada
en el pecho. Se incrusta en su carne con suavidad, sin obstáculos, tan fácil como
sumergir una mano en agua caliente. Y ahí se queda mientras su vida se le
escapa.
No hay pompa ninguna en matar a un rey, solo circunstancia. No hay magia,
ni fuego, ni techos tronando como una tormenta. El final llega para Blackwell
del mismo modo que llegó para Nicholas y para John, del mismo modo que
llega para cualquier hombre: rápida, silenciosa y dolorosamente.
Definitivamente.

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TODO HA TERMINADO.
La magia que Blackwell robó y retorció en su propio beneficio (antes de que
se retorciera en su contra) ha desaparecido. De inmediato, la habitación tiene
más luz. Las nubes, negras y ominosas hace un rato, se han desperdigado,
dando paso a unos mortecinos cielos matutinos. Pone de relieve toda la
destrucción que me rodea: la sangre, los montones de escombros, las armas
tiradas, los cristales rotos. Los cuerpos rotos: el de John y el de Nicholas.
No me muevo, no hablo. Ni siquiera cuando Caleb se pone en marcha, cruza
la habitación lentamente, arrastra los pies entre las ruinas. Se detiene delante de
Blackwell, su cuerpo tan exangüe y quieto como los de los demás, pero a
diferencia de los demás, su cara está retorcida en una mueca de dolor y derrota.
No hay paz para él, ni siquiera en la muerte.
—Está muerto —dice Caleb. Ese brillo, el que vi antes afuera, en el fragor
de la batalla, ilumina otra vez su cara—. Siento como si pudiera respirar otra
vez.
—Lo sabías. —Mi voz es neutra, sin emoción. No me quedan emociones—.
Sabías que esto iba a suceder. Ayudaste a que sucediera.
Caleb sacude la cabeza.
—No lo sabía, al principio no. Pero Nicholas y tu curandero, ellos lo
dedujeron. Sabían lo que la unidad de los opuestos significaba de verdad. Es la
razón de que se sacrificaran para dejar que Blackwell lo intentara. Tu otro
amigo, Schuyler, también lo sabía. Me llamó, me dijo que yo podría ayudar. A
él. A Nicholas. A ti.
—A ti mismo. —Las palabras son lo suficientemente amargas para
atragantarme con ellas.
—Sí. A mí mismo. —Caleb reconoce la verdad—. Pero ahora Blackwell
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está muerto y todos somos libres. Eso es lo que querías, ¿no? Ser libre.
Libre. Sin John y sin Nicholas, la palabra suena más parecida a
abandonada. Pero sé lo que Caleb quiere que reconozca: su papel en todo esto,
el riesgo que corrió, la parte que desempeñó y que nadie más podía llevar a
cabo. John, Nicholas, no son los únicos que tuvieron que morir para que
Blackwell muriera también.
—Anglia te lo agradece —le digo—, lo que has hecho. —Es todo lo que
consigo decir, lo único que consigo decir.
—Quizás algún día, tú también lo hagas.
Asiento, pero ya estoy retrocediendo. No quiero hablar con Caleb y ya he
dejado de escuchar. Quiero quedarme aquí sentada con John hasta que no pueda
sentarme con él más, y luego tengo que pensar en una forma de decirle a Peter
que su hijo está muerto. Es casi suficiente como para hacerme desear que Peter
estuviera muerto también, para que no tuviera que soportar ese dolor.
Caleb mira hacia las ventanas rotas y abiertas. Frunce el ceño, frunce los
labios, sacude la cabeza. Es un gesto que he visto a Schuyler hacer antes, uno
que hace cuando está encajando todas las piezas de algo a partir de los
fragmentos de pensamiento que hay a su alrededor.
—Se están retirando —dice después de un momento—. Los hombres de
Blackwell. Se están yendo. Puedo sentirlos. —Otro crujido de cristales cuando
se mueve hacia la ventana abierta—. Yo también debería irme ahora.
No le pregunto a dónde irá, pero cuando Caleb sale por la ventana, mitad
iluminada, mitad a oscuras, se vuelve hacia mí y dice:
—¿Crees que volveremos a encontrarnos alguna vez?
Le miro. Observar a Caleb irse, de nuevo, no me afecta en absoluto esta vez.
Han pasado demasiadas cosas negativas entre nosotros que nunca podrán
deshacerse ni verse en positivo.
—No lo sé —digo—, pero creo que sería mejor que no.
Caleb no dice nada a esto, solo asiente. Entonces desaparece, se desliza por
la ventana como un fantasma. Y me quedo sola.
Lentamente, como en una pesadilla de la que nunca despertaré, voy hasta el
cuerpo de John, que descansa pálido e inmóvil ante mí. Nicholas está tumbado

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boca abajo a su lado, parece más joven en la muerte. Su rostro pálido, como de
mármol en su placidez, pero con una expresión pacífica que casi da la
impresión de estar sonriendo. Tiene las manos cruzadas delante del pecho; está
tan tan quieto.
Me arrodillo al lado de John, le cojo la mano, fría contra mi propia piel
febril. Sus ojos, antes abiertos, están cerrados ahora; Nicholas debe de haber
hecho eso. Su cuerpo se ha movido ligeramente, su cabeza inclinada hacia la
ventana. Nicholas debe de haber hecho eso también. A diferencia de Nicholas,
John no parece más joven en la muerte. Tampoco parece pacífico. Tiene el ceño
ligeramente fruncido, arrugado entre los ojos. Da la impresión de estar dormido
y de no estar teniendo un sueño especialmente agradable, da la impresión de
que podría abrir los ojos en cualquier momento y contármelo todo. Pero no
puede hacerlo y no lo hará y la simple y punzante irreversibilidad de eso es más
de lo que puedo soportar.
—Lo siento. —Lo repito una y otra vez, me acurruco entre sus brazos,
agarro su túnica y me balanceo adelante y atrás, susurrando y sollozando hasta
que me quedo sin voz y sin fuerzas por el agotamiento, la pena y el dolor.
Y entonces la siento: una mano en la parte de atrás de la cabeza, me acaricia
el cuello, los dedos rozan mi pelo. No me muevo, no de inmediato. Porque
cuando lo haga, sé que veré a Peter de pie a mi lado, el dolor grabado en su cara
del mismo modo que sé que está grabado en la mía, y no lo puedo soportar.
Pero entonces, cuando le oigo decir mi nombre:
—… beth —en una voz que no es tanto un susurro como una respiración,
levanto la cabeza de golpe.
John. Ha girado la cabeza, me está observando a través de un ojo abierto,
apenas abierto, la mano que tenía sobre mi cabeza suspendida ahora en el aire.
Abre el otro ojo una rendija y parpadea, deja caer la mano a mi lado, sus dedos
agarran el borde de mi túnica.
Tengo demasiado miedo de decir nada, demasiado miedo de hacer nada que
pueda llevarse este momento, que pueda romper el hechizo, que pueda llevarse
la posibilidad de lo que estoy viendo y devolverla a lo que de verdad es:
imposible.

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Pero cuando vuelve a decir mi nombre, más nítido y más alto esta vez, por
fin soy capaz de pronunciar una única palabra:
—¿Cómo?
John no habla. Se limita a girar la cabeza y ahí, en la piel de un lado de su
cuello, donde Nicholas había puesto su mano, hay una diminuta flor de lis, no
más grande que la huella de un pulgar, no más oscura que una quemadura solar.
Es todo lo que queda de Nicholas, de su poder, entregado a John, curándole
mientras los dos yacían moribundos.
—Oh. —Es todo lo que puedo decir. Apoyo la cabeza otra vez en su pecho
y paso los brazos a su alrededor y me acurruco contra él de nuevo. John apoya
la cabeza sobre la mía y me susurra al oído, palabras ininteligibles por el
temblor de su voz y el tumulto de mi respiración, pero puedo sentir el amor y el
alivio que hay en ellas de todas formas.
Al final, lentamente, le ayudo a sentarse y luego a ponerse de pie. Está algo
inestable y se agarra fuerte a mí.
—¿Cómo te encuentras? —No sé si me refiero a que no tenga el estigma, o
a que tenga la magia de Nicholas, o a que haya muerto. Quizás me refiera a
todo ello a la vez.
—Es difícil de decir. —Me ofrece una sonrisa vacilante, como si supiera lo
que estoy pensando—. Estoy cansado. Un poco mareado. Pero por lo demás,
hasta donde puedo discernir, me siento como yo mismo otra vez.
—Caleb dijo que tú planeaste esto —le digo—. Tú y Nicholas. ¿Cuándo?
—Mientras estuve retenido en Rochester —contesta John—. Nicholas me
trajo los libros que necesitaba para deducirlo. Fue parte de la razón por la que
me encerró. Necesitaba que descubriera cuál era mi papel en todo esto. Lo que
tendría que hacer. Lo que los dos tendríamos que hacer.
—¿Lo sabía alguien más? ¿Tu padre? ¿Fifer?
—Fifer lo sabía —explica John—. Lo dedujo incluso antes que yo. Aun así,
le costó mucho aceptarlo. Especialmente cuando se acercaba el final. —
Recuerdo cómo no estaba por ahí la noche de la celebración, antes de la batalla;
Schuyler tampoco hizo acto de presencia en toda la noche—. Sin embrago,
esperé hasta ayer por la noche para contárselo a Padre —continúa John—. Casi

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no lo hago, pero no quería que pensara que me veía involucrado en todo esto sin
saberlo.
—Pero no me lo contaste a mí.
John asiente.
—Porque no sé si hubiese sido capaz de seguir adelante con el plan si te lo
hubiese contado.
John me coge de la mano y echamos a andar, sorteando los restos de la sala
de música destruida para salir al pasillo. Ahí todo está en calma y silencioso,
igual que la capilla aledaña. Con sumo cuidado, trasladamos ahí el cuerpo de
Nicholas, lo depositamos en el presbiterio y lo cubrimos con la gruesa tela
bordada del altar antes de salir al patio.
Afuera está todo limpio, intacto, pero eso no quiere decir que sea seguro. Y
no lo es. Según salimos del sendero de tejos y desembocamos en el prado, la
batalla que había comenzado en los campos y las granjas del exterior de
Rochester está ahora ante nosotros, se extiende por las tiendas y la hierba, las
lizas de justas y los campos de entrenamiento. Hombres corriendo por todas
partes: hombres de negro, hombres de azul y rojo, unos pocos de blanco.
Tiro del brazo de John, le obligo a retroceder de vuelta al sendero.
—Espera. —Se asoma desde detrás de la hilera de árboles—. No están
invadiendo. Se están retirando. Mira.
Salimos poco a poco de nuestro escondrijo, con cautela, pero John tiene
razón y parece que Caleb también: los hombres de Blackwell, lo que queda de
ellos, esprintan por la explanada, desesperados en su intento de huir. Los cielos
en lo alto están despejados, desprovistos de nubes negras e híbridos alados, un
paisaje solo de amanecer y verdor.
—Quiero encontrar a mi padre —dice John—. Tengo que hacerle saber que
estoy bien. Y quiero ayudar, si puedo, a la gente que lo necesite.
Nos dirigimos hacia el puente que conduce fuera de Rochester, no nos
alejamos nunca demasiado el uno del otro, no bajamos nunca la guardia.
Miramos entre los cuerpos caídos y desperdigados en busca de conocidos, pero
son sobre todo hombres de Blackwell y un puñado de soldados galos. Nos
acercamos a cada uno de ellos, para ver si hay algo que John pueda hacer por

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ellos. Pero están todos más allá de la salvación.
Al otro lado del puente la historia es bien diferente. Ahí, la carretera está
sembrada de hombres vestidos de los dos colores, algunos todavía vivos y
heridos, pero la mayoría muertos, incluidos dos de blanco, miembros de la
Orden. Al primero, un chico, no le conozco, a la segunda, una niña, sí: Miri, la
que podía manipular el agua. Siento una aguda punzada de dolor al verla. Tenía
solo diez años. John se acerca a cada uno para ver si puede hacer algo por
ayudar, mientras yo continúo deambulando por el campo, busco entre el
laberinto de hombres que corre de acá para allá, intento localizar a Peter.
Entonces veo a Malcolm, tumbado en el claro. Está solo y sé que está herido
por la forma en que se mueve.
Se retuerce de un lado al otro, lentamente, arquea la espalda, las manos
estiradas a ambos lados, se agarra a la hierba rala y pisoteada. Pero sobre todo,
lo sé por el charco de sangre bajo su cuerpo, rebosa por los lados, oxidada y
brillante.
—¡Malcolm! —Corro hasta él, me dejo caer a su lado y le cojo la mano.
Está resbaladiza de sangre, suya o de otros. Ha perdido la armadura, lleva el
sobreveste rajado y desgarrado.
—¿Qué tal nos ha ido? —Me mira a través de un ojo medio abierto, gris y
pálido contra la sangre que le cubre la cara—. ¿Hemos ganado?
Entonces aparece John, despacio y jadeando un poco. Se arrodilla al lado de
Malcolm, levanta su sobreveste para dejar a la vista lo que queda de la maraña
de malla que llevaba debajo. Parece como si alguien o algo la hubiese
masticado. Con sumo cuidado, John retira el resto de la cota de malla, pedazo a
pedazo.
—Ganamos —le informo.
Malcolm cierra el ojo, aspira una bocanada de aire. Cuando lo suelta, me
está mirando otra vez.
—¿Qué ha sido de tío Thomas? —Me sostiene la mirada—. ¿Cómo le ha
ido a él en todo esto?
Dudo si decirle que no lo sé, pero está claro que él sí. Lo puedo ver en su
mirada de resignación, la forma en que me observa, obligándome a decirle la

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verdad.
Así que se la digo.
—Está muerto.
Malcolm asiente, despacio.
—¿Te ha hecho daño?
—No —le digo—. Hoy no y nunca más podrá hacérmelo.
Cierra los ojos de nuevo. Cuando los abre y me mira, están llenos de pesar y
luz, alivio y oscuridad, todas esas cosas y todas a la vez, imposiblemente
opuestas, como el Azoth, pero imposiblemente humanas.
—No puedo decir que lo sienta —dice—, pero tampoco puedo decir que me
alegre. Irónico, ¿no? Él era todo lo que me quedaba y quería verme muerto. Y
ahora se ha ido.
—Él no es todo lo que os queda —le digo, solo que no sé si es verdad. No
sé lo que le espera de vuelta en Rochester, o en Upminster, lo que le espera en
general, si es que le espera algo.
—Solo dices eso porque me estoy muriendo —dice, como si me leyera la
mente.
—No os estáis muriendo —le tranquilizo.
—Intentad no hablar —le indica John. Se inclina hacia delante y levanta con
suavidad la túnica de Malcolm. Reprimo una exclamación de horror. Su piel
está rajada por la mitad en una línea diagonal desde la cadera hasta la axila.
Tiene todo el pecho cubierto de sangre.
John saca un cuchillo del cinturón de Malcolm.
—Voy a cortarle la túnica, ¿de acuerdo?
Malcolm hace un pequeño gesto afirmativo y John empieza a cortar la tela.
La examina antes de tirarla a un lado, no es más que un harapo ensangrentado.
John se quita el sobreveste y la cota de malla antes de sacarse su propia túnica
por encima de la cabeza. Se queda desnudo de cintura para arriba.
—¿Qué estás haciendo? —Siento que se me abren los ojos como platos.
—Tengo que detener la hemorragia. —John aprieta su camisa sobre el
pecho de Malcolm, la tela blanca se tiñe en seguida de rojo—. Sujeta esto aquí
—me dice, mientras se pone de pie. Corre por el prado, se detiene de vez en

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cuando y busca algo por el suelo, solo para seguir corriendo después.
Desaparece entre los árboles, luego, después de un momento, reaparece con un
manojo de flores blancas con forma de campanilla y espinosas hojas verde
oscuro. Me reiría si no estuviera tan confusa.
—Realmente sabes cómo cortejar a una dama —comenta Malcolm cuando
John vuelve a dejarse caer a su lado—. El rufián en el campo de batalla,
descamisado, esquiva una muerte segura para coger flores…
John le lanza una mirada exasperada, arranca las hojas de los tallos, se mete
un puñado entero en la boca y empieza a masticar.
—Lo retiro —dice Malcolm—. Así es como se corteja a una dama.
—Consuelda —dice John con la boca llena—. Ayudará a detener la
hemorragia. —Escupe las hojas en la palma de su mano, un enorme pegote
verde.
—Eso es asqueroso. —Malcolm parece sinceramente consternado.
—Si preferís, puedo dejar que os desangréis hasta la muerte —contesta John
con total tranquilidad—. Dejaros aquí para que las gaviotas os picoteen los ojos,
los jabalíes os hagan pedazos y esos cuervos de ojos rojos acaben con vos…
—Faltaría más, sigue adelante.
John mete el pegote de hierbas a presión en la herida, las sujeta ahí con la
palma de la mano. Malcolm escupe una retahíla de palabrotas, mientras se
retuerce de dolor bajo la mano de John.
—Os dolerá solo un minuto —dice John. Después de un instante, retira la
mano. Está ensangrentada y pegajosa y verde, pero ocurre justo lo que había
dicho, la hemorragia ha disminuido. John coge el cuchillo, corta rápidamente su
propia camisa para convertirla en una venda y la envuelve con fuerza alrededor
del pecho de Malcolm.
—Tendremos que evacuaros de aquí. —John echa una ojeada a nuestro
alrededor. El campo está sembrado de cuerpos, todavía hay soldados corriendo
por ahí, las armas en alto—. Podemos intentar acortar por el bosque de vuelta a
Rochester, aunque no sabemos lo que puede estar acechando en el interior…
oh, solo tú.
Levanto la vista para ver a Schuyler salir de entre los árboles. Lleva una

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espada en una mano, un fardo de tela gris sujeto en la otra. Se detiene un
momento, contempla la escena.
—Qué vista más bonita. —Schuyler estudia el cuerpo medio desnudo de
John—. Un poco como un gladiador republicano pavoneándose por la arena.
¿Te traigo un taparrabos? ¿Unas sandalias? ¿Un león, quizás?
John le dedica un gesto obsceno y luego, para mi sorpresa, se echa a reír.
Schuyler le lanza el fardo gris, una camisa.
—Encontré esto por ahí tirado. Pensé que podría ser útil. —John la coge
con una palabra de agradecimiento, luego se la pasa por encima de la cabeza—.
¿Se va a morir? —Schuyler hace un gesto con la cabeza en dirección a
Malcolm.
Fulmino a Schuyler con la mirada.
—No, no se va a morir —dice John—. Es un corte feo, eso seguro, pero no
es mortal. Aunque es irregular… será una pesadilla de coser. —Una mirada de
leve consternación cruza su cara. De inmediato sé por qué: puede que John no
recuerde cómo dar puntos de sutura, ya no. Mira a Malcolm otra vez—. ¿Qué
fue? ¿Un cuchillo de sierra?
Malcolm niega con la cabeza.
—No fue un arma. Fueron unas garras. —Señala al cielo en lo alto—. Una
de esas malditas cosas aladas me agarró y me subió volando por el aire unos
treinta metros, recto hacia arriba, antes de que alguien la derribara de un
flechazo. Todavía estaba a unos quince metros del suelo cuando me dejó caer.
—Tuvisteis suerte de no romperos nada. —John hace una pausa, pensativo
—. A menos que sí lo hicierais. ¿Podéis mover los brazos y las piernas?
—Puedo moverlo todo excepto la pierna izquierda —explica Malcolm—.
No puedo doblarla. Ya lo he intentado.
John levanta la vista hacia Schuyler.
—Tendrás que llevarle en brazos.
Schuyler se agacha, coge a Malcolm en brazos con facilidad. Hace una
pausa, luego un gesto afirmativo.
—Apuesto a que no —dice, y solo con eso puedo adivinar lo que Malcolm
estaba pensando: que nunca se hubiera imaginado herido en un campo de

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batalla, luchando contra su propia familia, curado por un Reformista, ayudado
por un retornado—. Y no hay de qué —añade Schuyler.

*R3N3*
FIFER Y PETER NOS RECIBEN en Rochester Hall. Fifer corre hasta
Schuyler como si ni siquiera viera a nadie más. Le mira como si quisiera reír y
llorar al mismo tiempo. Luego se vuelve hacia John, se lanza a sus brazos.
—Nicholas. —Es todo lo que dice, todo lo que necesita decir. John sacude
la cabeza y Fifer vuelve a esconder la cara en su hombro. Él le susurra cosas al
oído, su voz ahogada por los sollozos de ella.
—Déjame en el suelo —le dice Malcolm a Schuyler, abriendo un ojo una
rendija. Su voz apenas un susurro—. Puedo andar… dar saltitos más bien… y
tú deberías ir con ella… —Se retuerce un poco entre los brazos de Schuyler,
luego se queda quieto con una exclamación de dolor.
—No habléis —le ordena John—. Y nada de retorcerse ya más. —Echa un
vistazo a Schuyler—. Necesito atenderle en la enfermería. ¿Te importa llevarle?
Iré con vosotros. Puedes dejarle ahí e irte, pero yo me quedaré. —John se
vuelve hacia mí como para explicarse, pero no tiene que hacerlo. Se va a quedar
con Malcolm para asegurarse de que se ocupan bien de él, porque aunque un
enemigo se ha retirado, todavía quedan muchos otros que también se alegrarían
de que muriera.
Schuyler echa a andar campo a través, Malcolm todavía en brazos, Fifer a
su lado. John me dice que vendrá a por mí pronto y luego desaparece.
Nos quedamos Peter y yo solos, solos excepto por los miles de hombres que
corren a nuestro alrededor, gritando y chillando, maldiciendo y riendo. Los
observo pasar, algunos sumidos en caos y dolor, otros en triunfo y alivio.
Quizás nunca esperaron ganar pero ahora lo hemos hecho y es una sensación
extraña y excitante, alegrarse cuando tantos otros han muerto, sentir que hemos
ganado cuando aun así hemos perdido tantísimo.
Antes de que pueda decir nada, antes de que pueda empezar a decir o
*R3N3*
incluso a pensar lo que podría significar para nosotros, para ellos, para todo,
Peter me estrecha en un abrazo de oso, me da palmadas en la espalda como si
fuera una niña pequeña, murmurando palabras de confort que no sabía que
necesitaba. Me dejo abrazar y lloro hasta que me siento débil del alivio y su
camisa queda empapada con mis lágrimas.
El campo de batalla continúa despejándose, los hombres continúan
tambaleándose de vuelta al campamento de Rochester, entran en un flujo
continuo a través de la garita. Después de ver a Malcolm bien instalado y
fuertemente custodiado en un pabellón enfermería, y con la promesa de que
volvería pronto a ver cómo seguía, John se reúne conmigo, Schuyler y Fifer
vienen con él. Pasamos unas cuantas horas de pánico cuando no conseguimos
encontrar a George, pero al final Schuyler da con él cerca de uno de los
pabellones con dos docenas de soldados galos, todos ellos borrachos como
cubas. Nos enfadamos durante un minuto entero, hasta que uno de los soldados
le pasa a John una botella de vino. John bebe un trago antes de pasármela,
sonriendo. Los cuatro nos sentamos con ellos y pasamos la mayor parte de la
noche bebiendo y riendo y sintiendo algo que no había sentido en mucho
tiempo.
Alivio.

Mucho más tarde encuentran a Gareth. En Harrow, escondido en la catedral


de su propia casa, acurrucado al lado del púlpito desde el que me denunció y me
ordenó que matara al mismísimo hombre por el que él traicionó a los suyos, con
una espada en la mano, muerto.
Peter piensa que Gareth debió de cambiar de parecer en algún momento
durante la batalla, un traidor que se volvía traidor una vez más. Quizás le
hirieran antes, quizás recibiera un impacto en el camino de vuelta. No era una
herida profunda, solo algo que un curandero hubiera podido solucionar si
*R3N3*
hubiese regresado a Rochester. Pero en lugar de eso, se había desangrado hasta
la muerte; ni siquiera se había vendado la herida para intentar contener la
hemorragia. Aunque quizás no sabía lo grave que era la herida, no hasta que fue
demasiado tarde.
En los días siguientes a la batalla, dimos sepultura a Nicholas en un
terrenito aledaño a su casa, una casa que ahora pertenece a Fifer. Poco después,
ella desapareció del campamento junto con Schuyler, se mantuvo apartada de la
gente y sufrió su pena en privado.
Con la muerte de Blackwell, Anglia se sume en una crisis. Somos un país
sin rey. Tras su rendición, los miembros del consejo de Blackwell, antes de
Malcolm, se reúnen con el consejo de Harrow, encabezado por Fitzroy, recién
designado Regente de Anglia. Y durante días discuten una pregunta sin
precedentes: ¿quién debe ocupar el trono? Por derecho, debería revertir a
Malcolm. Solo que él no quiere aceptarlo.
—No puedo hacerlo —dice Malcolm. Estamos dentro de Rochester Hall, en
uno de los cientos de lujosos cuartos, la mayoría llenos ahora de soldados en
distintas fases de recuperación. Estoy sentada en una silla al borde de su cama,
John al otro lado, examinándole. Han pasado siete días desde que terminara la
batalla, seis desde que Malcolm fuera instalado en una elegante habitación, bien
distinta de la habitación en la que le encarcelaron. Podía haber pedido que le
atendiera cualquiera de la docena aproximada de curanderos disponibles, pero
para mi sorpresa, solo quería a John.
—No pude hacerlo la primera vez. Ya visteis lo que ocurrió. Llevó a… todo
esto. —Hace un gesto vago con la mano hacia la ventana. A lo lejos, todavía
hay soldados pululando por el campamento—. Tenía pensado lo que haría, si
ganábamos. Le iba a entregar la corona a Margaret, pero eso era antes de… —
Se queda callado, baja la vista al suelo. John y yo intercambiamos una mirada.
Malcolm no fue un buen marido, para nada, pero cuando se enteró de la
muerte de su mujer se lo tomó muy mal, peor de lo que hubiera podido
imaginar jamás. La muerte de Margaret no fue consecuencia de la guerra, sino
de la negligencia: hace tres días la encontraron abandonada en una celda de
Fleet. Le habían dejado sufrir una terrible muerte por frío e inanición.

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—Alguien va a tener que hacerlo, y pronto —digo yo—. Fitzroy no puede
seguir gobernando. Su pretensión al trono no es lo bastante fuerte. Bisnieto de
Edward I, hay tres generaciones entre medias…
—Cuatro —intervienen Malcolm y John al mismo tiempo.
—Perfecto. Cuatro generaciones. Puede ocupar el trono por el momento,
pero una vez que alguien empiece a rebuscar, y sabéis que lo harán, encontrarán
a alguien con mejor linaje. SÍ fuese alguien del desagrado del consejo, pero aun
así ese alguien no estuviera dispuesto a renunciar a su pretensión al trono,
podría haber otra guerra. No podemos permitirlo.
—Si yo reclamara el trono, habría guerra de todas formas —dice Malcolm
—. Todavía soy el enemigo para algunos. Para muchos. No me obliguéis a
echar las cuentas otra vez. —Bufa de dolor cuando John aprieta sobre su pierna
rota.
—Perdón —se disculpa John—. En cualquier caso, vuestra pierna tiene
buen aspecto. Deberíais poder utilizarla con normalidad en unos seis meses.
Vuestros días de justas y caza y bailes puede que estén limitados durante el
próximo año, pero eso tampoco está tan mal, si se toma todo en consideración.
—Estaba pensando en empezar a pintar —dice Malcolm, todavía con una
mueca de dolor en la cara—. O quizás a tocar el laúd.
Por un instante no digo nada. La imagen de John y Malcolm conversando
como si no se odiaran, como si no fueran enemigos, me mantiene callada.
Llaman a la puerta, luego se abre de par en par.
Nos ponemos en pie de un salto, John y yo, inclinamos la cabeza en señal
de deferencia. Fitzroy nos hace un gesto afirmativo, luego mira a Malcolm.
—Disculpadme por no levantarme, Lord Regente. —Malcolm le sonríe y no
hay ninguna malicia en su voz al mostrarle deferencia—. Parece que tengo
cierta desventaja en estos momentos.
—Las disculpas no son necesarias —le tranquiliza Fitzroy, sonriendo a su
vez—. ¿Tenéis un minuto? Pensé que podríamos hablar. —Hace un gesto con la
mano y un puñado de sirvientes aparece tras de él llevando bandejas llenas de
comida y vino. Platos de peltre y copas de cristal, elegante cubertería de plata.
Un festín para un rey. Echa un vistazo a John—. Sé que esto no está en la lista

*R3N3*
aprobada para el tratamiento médico, pero si pudieras permitirlo solo por hoy…
—Está bien —dice John, luego mira a Malcolm—. ¿Puedo confiar en que
no os excedáis?
—Creo que mis días de excesos ya han pasado —contesta Malcolm.
Dejamos a Malcolm y a Fitzroy a solas, recorremos el largo y luminoso
pasillo, salimos por una de las muchas puertas a uno de los muchos patios. Hay
una corro de bancos alrededor de una fuente, que salpica y borbotea bajo el
cálido sol, los arbustos y setos que la rodean empiezan a florecer. Me siento en
el más cercano al agua. John se sienta a mi lado.
—Tú y Malcolm —comento después de un minuto—. Resulta extraño verte
a su lado. Ayudándole. —Hago una pausa—. ¿Por qué lo hiciste? No solo aquí,
pero antes, en el campo de batalla. ¿Por qué le ayudaste?
John sonríe.
—Bueno, no sería un curandero que se precie si le hubiera dejado morir,
¿no crees?
—Eso no es lo que quería decir —protesto.
—Ya lo sé —me dice—. Pero no sé si tengo una respuesta mejor. Una parte
de cuidar a la gente es ver más allá de lo que te estén mostrando. Malcolm
estaba en la celda de al lado de la mía en Hexham. Me enseñó mucho sobre él
allí, y la mayor parte tenía que ver contigo.
Hago una mueca. No quiero saber las cosas que dijo.
—Te ahorraré los detalles —me tranquiliza John—, pero si pensara por un
segundo que Malcolm pretendió hacerte daño alguna vez, que actuó por pura
maldad y no por ignorancia, no me hubiera quedado a su lado. Le hubiese
curado, pero no le hubiese ayudado.
»Es un consentido y un caprichoso —continúa John—. También es un
ignorante, pero no sobre las cosas, sino sobre las personas. Ha vivido tanto
tiempo con personas que le decían que sí a todo que no puede imaginarse un
mundo en el que le digan que no. —Una pausa—. Tú le perdonaste, ¿no?
Asiento.
—Me lo pidió y no creí que pudiera dejar aquello atrás nunca si no lo hacía.
Fue justo antes de que entráramos en batalla y no sabía si le volvería a ver

*R3N3*
jamás. En ese momento, parecía inútil negarse.
—¿Y ahora? —pregunta—. ¿Cómo te sientes acerca de que pueda
convertirse en rey otra vez?
—Creo que esta vez será diferente —contesto—. Creo que él es diferente.
Creo que todos lo somos.
John me coge la cara entre sus manos, desliza el pulgar por mi mejilla.
—No tan diferentes —dice. Y entonces me besa.

—El rey galo le ha ofrecido a Malcolm la mano de su hija —nos informa


Peter. Estamos holgazaneando en otro de los múltiples patios a las puertas de
otro de los múltiples salones en los que está teniendo lugar otra de las múltiples
reuniones del consejo: la quinta en cinco días. John, Schuyler, Fifer, George y
yo.
—No hace ni tres semanas querían utilizarle como moneda de cambio con
los bereberes —comento irónica.
—Hace tres semanas era un prisionero —contesta George—. Ahora es el
vencedor de una batalla, el heredero al trono de Anglia. El heredero que abdicó
en favor de un plebeyo.
—Apenas puedes considerar a Fitzroy un plebeyo —le digo.
George se encoge de hombros.
—Para la Galia lo es. Su linaje es impresionante, eso seguro, pero está
demasiado lejos de la familia real. Bisnieto del rey Edward I, tercera
generación…
—Cuarta —le corrijo—. Cuarta generación. —George arquea las cejas—.
Perdón. Continúa.
—No hay mucho más que decir —continúa Peter—. El rey galo ofrece a su
hija, junto con una dote considerable, incluidas cien mil libras galas para ayudar
a reconstruir Anglia.
*R3N3*
John suelta un silbido grave.
Peter asiente.
—Un matrimonio como ese estrecharía nuestros lazos con ellos, uniría
nuestras fuerzas para defendernos de posibles ataques de Iberia, de los Países
Bajos, si decidieran en algún momento actuar en nuestra contra. Tal y como
están las cosas, nos ven a ambos como naciones débiles. Un país sin rey, el otro
con solo una hija para ser reina.
—No quiere hacerlo —les digo—. Ya nos lo dijo.
—No importa. —George se encoge de hombros—. Los reyes no tienen
demasiado derecho a decidir cómo nacieron, ¿no?
Peter sacude la cabeza.
—No. Lo van a votar esta noche. Fitzroy está dispuesto a renunciar, si nadie
se opone. Si la mayoría vota que sí, dependerá de Malcolm negarse. Y no creo
que se niegue. ¿Vosotros?
No me imagino los ojos de todos fijos en mí, como si yo pudiese adivinar lo
que Malcolm puede hacer. Pero doy mi opinión de todos modos y niego con la
cabeza.

Al final, tuve razón.


Malcolm cedió a los deseos del consejo y va a ser rey de Anglia una vez
más, aunque va a gobernar el país de una forma que no se ha hecho nunca antes.
Contará con un consejo de asesores, como antes, pero también tendrá otros dos
consejos regionales: el Consejo del Norte y el extrañamente bautizado Consejo
de las Marchas. Estos serán los encargados de supervisar los condados
periféricos del sur y el norte de Anglia. El derecho divino de los reyes, la ley
que permitía a los reyes gobernar como dioses, ha sido abolido. Las Doce
Tablas, ya abolidas, seguirán así, por lo que se redactarán nuevas leyes que
serán sometidas a votación.
*R3N3*
Estaba prácticamente hecho.
Cuando la princesa gala llegó con sus cortesanos, sus embajadores, sus
asesores, su boato y sus joyas y sus libras, yo no estaba ahí. Cuando
Ravenscourt volvió a abrir sus puertas y se sacó brillo a las verjas y se fregaron
los patios para borrar cualquier señal de guerra y muerte, híbridos y retornados,
yo no estaba ahí.
La semana después de que Malcolm volviera a ocupar el trono, los
miembros del consejo de asesores se instalaron en sus apartamentos dentro de
Ravenscourt, que estaba siendo lujosamente redecorado y reamueblado para
borrar cualquier señal de que Blackwell hubiera vivido ahí jamás. Una vez más,
yo no estaba ahí.
No puedo volver a la corte, no creo que quiera hacerlo jamás.
John ayuda a su padre a cargar el último de sus baúles en el carro aparcado
delante de su casa, espera para llevarle a Upminster. Como miembro del
Consejo de las Marchas, se requiere su presencia en la corte todos los meses y,
aunque no necesita pasar ahí más tiempo que ese, ha alquilado una casa en
Westcheap Road, a poca distancia a pie de palacio.
Contemplamos el carro emprender la marcha por el estrecho sendero, sus
ruedas salpican barro tras de sí. Habría un carro para mí, para nosotros, si
decidiéramos ir. La mitad de las chicas de Harrow ya se han ido, deseosas de
convertirse en camareras y damas de compañía en la corte de la futura reina. Yo
también podría hacerlo, si quisiera. Podría ser parte de todo ello, igual que lo
era antes.
Pero sé lo delgada que es la línea que separa al poder de la corrupción, lo
rápido que las buenas intenciones se vuelven malas. Sé que a pesar de las
promesas y las declaraciones y las leyes justas, las cosas tienden a torcerse por
sí solas, a tomar un camino y llegar tan lejos que rectificarlo se vuelve
imposible.
Me vuelvo hacia John. Me está observando y sé que está esperando, de esa
forma en que lo hace, a que le diga lo que ya sabe. Que no puedo ser parte de la
corte de Malcolm, que no importa lo mucho que me lo pidan, no importa cuánto
ha cambiado. Porque hay algunas cosas que no cambiarán nunca, igual que hay

*R3N3*
algunas cosas que no quiero recordar.
—No puedo hacerlo —le digo.
John cierra los ojos por un momento y por un momento creo que le he
decepcionado, que he interpretado mal sus miradas y sus palabras, hasta que
abre los ojos, una gran sonrisa desplegada en la cara.
—Gracias a Dios.
Parpadeo sorprendida.
—¿Tú tampoco quieres ir?
John sacude la cabeza.
—No, nunca quise ir. Pero lo hubiese hecho, si tú hubieras querido. Solo
quiero ir donde vayas tú. —Me observa con atención—. Pero quería que
decidieses por ti misma. Por una vez, quería que hicieses lo que quisieras, sin
que nadie decidiera por ti.
—¿Estás seguro? —insisto—. ¿No te va a importar estar solo?
—No estoy solo —me dice—. Estoy contigo.
Sonrío.
—Ya sabes a lo que me refiero.
Ahora es él el que sonríe.
—Y apenas estaremos solos. Schuyler se queda. Keagan también se queda.
Ella y Fifer van a iniciar una nueva rama de la Orden aquí en Harrow. Y en
cuanto a los demás, los podemos ver siempre que queramos. Upminster no está
tan lejos.
—Está lo suficientemente lejos —digo yo.
John sonríe.
—Está lo suficientemente lejos.
Me coge de la mano y tira de mí hacia la casita, la puerta azul celeste,
todavía abierta a la luz del sol y a la brisa, parece que nos da la bienvenida. Es
un buen lugar en el que volver a empezar.
Y es un buen lugar en el que continuar.

*R3N3*
AGRADECIMIENTOS

Ah, el segundo libro. Es una emoción, un reto, un estrés y un triunfo. Es,


como todo lo relacionado con el mundo editorial, todas las cosas que la gente te
dice que será pero no te lo crees hasta que llegas al otro lado. Este libro está
dedicado a todas las personas que me ayudaron a llegar a ese lado.
A mi agente, Kathleen Ortiz. Siento que te podría estar dando las gracias a
diario y todavía no sería suficiente. Por tu paciencia, por tu perseverancia, por
siempre respaldarme y por conocerme lo suficientemente bien como para saber
cuándo necesito esa llamada de teléfono para decir: «Creo que deberíamos
hablar». (Y por siempre empezar esas llamadas diciendo «No estás
conduciendo, ¿verdad?», seguido de «No te pongas nerviosa»). Eres una BAMF
y te adoro.
A mi editora, Pam Gruber. ¡Lo conseguimos! Considero este libro un logro
tanto mío como tuyo: todas esas llamadas, todos esos correos, todas esas
conversaciones («¿De verdad crees que lo haría?». «Quizás, pero no creo que
debiera») y hojas de cálculo (sí, tramamos hechizos utilizando hojas de
cálculo). Gracias por tu infinita paciencia, guía, intuición, por hacerme mejor en
lo que hago y por convertir esta historia en algo de lo que estoy realmente
orgullosa. Siento como si estuviéramos unidas para siempre por la magia.
A mi agencia, New Leaf Literary + Media. Seguís siendo los mejores y
estoy muy orgullosa de formar parte de vuestra pandilla. Gracias en especial a
Joanna Volpe, Danielle Barthel, Jaida Temperly, Dave Caccavo, Jackie Lindert
y Mia Román.
A mi editorial, Little, Brown Books for Young Readers. No pasa ni un día
sin que me sienta profundamente agradecida de ser parte de este sello. Un
agradecimiento enorme a mi equipo increíblemente talentoso: Leslie Shúntate,
Kristina Aven, Emilie Polster, Victoria Stapleton, Jenny Choy, Jane Lee y todo
los de The NOVL. A Marcie Lawrence por la cubierta más maravillosa que he
visto jamás, Virginia Lawther y Rebecca Westall por hacerme un libro, Annie
McDonnell por lograr que brille, y Emily Sharratt por tus certeras notas sobre
Londres. Gracias también a Megan Tingley, Alvina Ling y Andrew Smith. El
*R3N3*
apoyo, la amabilidad, el respeto y el entusiasmo que habéis mostrado por mí y
por mis libros se refleja en todo lo que hacéis.
A mis editores extranjeros. Gracias por vuestro apoyo, vuestras preciosas
cubiertas y por dar a Elizabeth y compañía el mejor hogar en todos los rincones
del mundo.
A Alexis Bass. No podría hacer esto de publicar sin ti. Gracias por nuestras
largas, hilarantes, desquiciadas conversaciones, los caprichos inapropiados, y
por compartir las mismas ideas y los mismos gustos en prácticamente todo. Eres
la mejor de los mejores y estoy inmensamente agradecida de nuestra amistad.
A mi Sociedad Secreta. Las filas se han cerrado y somos los que somos. KL,
JMT, LK, adoro nuestro rincón del universo en donde las cosas son oscuras,
graciosas, sinceras y comprensivas. De todos los grupos en todas las ciudades
de todo el mundo, estoy encantada de que entrarais justo en el mío.
A Stephanie Funk. Por estar ahí desde el principio.
A Melissa Grey, extraordinaria compañera crítica. Somos como esos dos
productos en clase de química que nunca deberías mezclar, pero que de algún
modo cuando lo haces brillan. Va por las magdalenas, el Freixenet, el sushi,
llorar por cachorrillos, los hot gay mages y los Mexican Al Rokers. Adoro
nuestra alquimia.
A April Tucholke. Gracias por tu amistad, tu ayuda incondicional y por
hacerme reír tanto que me duele. Espero que siempre podamos disfrutar de
tormentosos retiros costeros para escribir y de los Liberace Panel Resting Faces
™.
A la comunidad escritora. Lectores, críticos, blogueros, libreros, profesores,
bibliotecarios. Gracias por tomaros el tiempo de leer mis palabras, escribir
sobre ellas, hablarles a vuestros amigos de ellas y venir a oírme hablar sobre
ellas. Gracias por vuestro apoyo. A todos mis compañeros escritores. Tenéis
todos tanto talento, sois una gran inspiración. Estoy muy agradecida de
conoceros a todos.
A mis amigos y familia. Sois la prueba de que la magia existe. Gracias por
vuestra infinita paciencia y comprensión con «esta cosa de escribir». Gracias
especiales a mi intuitiva hija, Holland, por decir, cuando me ve de todo menos

*R3N3*
feliz: «No te has puesto a mirar la página de Goodreads otra vez, ¿verdad?». A
mi inteligente hijo, August, por decir, cuando me ve absorta en mis
pensamientos: «¿Necesitas un hechizo mágico? ¿Qué tal uno en el que un mago
roba oxígeno del aire? (¡Gracias, colega! ¡Ese lo usé!)». Y a mi marido, Scott,
cuyas sabias palabras podrían llenar un libro entero. Gracias por creer en mí
siempre, pase lo que pase. Gracias a ti soy, simplemente, la chica más
afortunada del mundo.

*R3N3*
VIRGINIA BOECKER Autora americana que vivió cuatro años en Londres
estudiando la Historia Medieval de Inglaterra, y utilizó esos conocimientos
como base para Caza de Brujas. Actualmente vive con su marido, sus dos hijas
y un perro llamado George en California.

*R3N3*

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