Está en la página 1de 3

La pérdida de (la) Gracia

En la mañana de un lunes cualquiera, me encontraba en mi puesto habitual, en mi


trabajo habitual. La Oficina de Atención a las Empresas se caracterizaba por su
tranquilidad, interrumpida solo por el traqueteo de las fotocopiadoras y de los
trabajadores tecleando en sus ordenadores con programas desfasados, cortesía del
Ayuntamiento de Barcelona. En un mismo espacio, convivían funcionarios y empleados
no tan afortunados como estos últimos. Por último, estaban los ciudadanos que venían a
entregar la documentación requerida para poder abrir sus negocios. ¡Y qué negocios!

La primera ciudadana con la que me crucé aquella mañana, me traía todos los papeles a
la orden del día para poder abrir un spa cuyos clientes sufrían de un estrés tremendo,
causado por sus 15 horas de sueño diarias. Destinado a servir a los bebés de clase
media-alta, la mujer me contó que aquel era un negocio bastante común, y al
descubrirme en donde se encontraba ubicado, el asunto dejó de sorprenderme. No podía
estar en otro lugar que no fuera el barrio de Gràcia, la centralita de la gentrificación, en
donde quedan cubiertas las más excéntricas necesidades de una clase acomodada, a
costa de desplazar hacia barrios menos “chic” a los vecinos de toda la vida, los cuales
no pueden lidiar con los elevados costos de sus alquileres, disparados por el renovado
caché del barrio.

Durante las siguientes semanas, varios comerciantes vinieron a la oficina para


deleitarme con sus proyectos, todos perfectamente situados en Gràcia. Una señora con
manos delicadas y moño extravagante, me pedía una licencia para abrir su tienda de
ropa biodegradable – importada desde Bangladesh-, en la calle Verdi. Otro tipo de
bigote poblado y gafas de Carey, me exigía poder abrir lo antes posible su estudio de
yoga supremo tántrico en la calle Providencia. Entre todos ellos, el que me causó más
simpatía fue un chico pálido de sonrisa nerviosa, que me solicitaba obtener el permiso
de apertura para su Labardería. Como se puede intuir – si nos metemos en la perspicaz
psique de un modernillo de Barcelona-, la actividad consistía en un bar lavandería, o en
una lavandería bar –aún no tenía claro cuál de los dos conceptos iba primero-, con un
espacio destinado a la venta de cerveza artesanal -7 euros el vaso-, fabricada en la
despensa de atrás. Después de la entrega de su nueva licencia, me insistió para que me
pasase a hacer la colada y a tomar una copa – tampoco tenía claro el orden-  y le
prometí que iría si me prestaba su suavizante casero para la ropa, ecológico, vegano y
libre de plásticos. 

Unos meses después, decidí dar un paseo con mi novio por Gràcia. Mientras
recorríamos la calle Asturias, la impersonalidad del barrio se hacía cada vez más
evidente. Negocios coloridos y provocadores decoraban las calles, y aunque a primera
vista destacaban por sus envoltorios relucientes y cuidados, una vez dentro, se veían
todos iguales. En su gran mayoría, estaban regentados por la nueva tribu urbana de los
“Yuccies”, un híbrido entre Hipsters y Yuppies. Estos jóvenes emprendedores de clase
media-alta, ofrecían un modelo de negocio que ellos consideraban único, con propuestas
alternativas que, a la hora de la verdad, se dividían casi siempre en: talleres de cerámica,
tiendas de ropa vintage y los famosos gastrobares. Por último, existía también un
subtipo de comercio, creado a partir de la fusión de un negocio más “humilde” y
cualquiera de los estipulados previamente - sin importar el orden de los conceptos-,
como en el caso la lavandería de mi querido amigo.  El barrio, se había convertido en el
decorado perfecto de la ambiciosa superproducción que es Barcelona a día de hoy.

Llegamos a la Plaza de la Virreina y nos sentamos en las escaleras de la catedral. En el


centro de la plaza, los vecinos que aún quedaban en la zona y que sorprendentemente
podían seguir pagando sus alquileres, hacían una Calçotada popular. Aunque
seguramente fueran figurantes contratados por el ayuntamiento para dotar de
autenticidad al barrio, recreaban, de todos modos, una escena entrañable. El sentimiento
de comunidad y resistencia que evocaban, me conmovía. Su presencia, contrastaba con
la de los negocios que se encontraban en la misma plaza, y al observarles durante un
rato, celebré para mis adentros que no todo era plasticidad en esas calles.

Alentada por esa nueva perspectiva, nos dirigimos al bar Ramón, cuya esencia parecía
encarnar lo que quedaba del viejo barrio. De decoración humilde y representativa de la
antigua clase trabajadora que una vez habitó en esas calles, la economicidad que
prometía a primera vista, se vio tremendamente frustrada cuando nos cobraron 4 euros
por un café y un croissant reseco de mantequilla.  Gràcia era un parque de atracciones
destinado a turistas y habitantes de clase media-alta y los negocios más humildes,
también tenían que sobrevivir, aunque eso implicase que ninguno de los vecinos del
barrio tuviera el presupuesto exigido para desayunar fuera de casa.  

Con el estómago medio lleno y el corazón y la cartera vacíos, decidimos ir a visitar a un


viejo amigo. La Labardería, situada al lado de la estación de Joanic, se presentaba
decorada con un estilo rococó de ensueño. La palidez del dueño, contrastaba con los
colores pastel de las paredes y la ornamentación ostentosa del local. Al vernos, nos
saludó con cierta melancolía en sus palabras. Su negocio, aunque fructífero en sus
inicios, se veía forzado a cerrar ya que se encontraba al borde de la quiebra. “Los bares
lavandería ya no se estilan”, anunció tristemente. El local iba a ser vendido y
transformado en la nueva tendencia de la temporada; una lavandería con un taller de
cerámica incorporado, decorado con muebles hechos en impresora 3D.

Alba Zaplana

También podría gustarte