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Primera edición: octubre 2015

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Diseño de portada: © Cassandra21 Editorial


Fotografía de portada: A. García Meana

ISBN: 978—84—943—2815—2
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los titulares de los derechos de explotación.
La radio de aquel coche supuso un antes y un después. Mi vida
se aceleró demasiado después de aquella noche.
José Francisco Rodríguez Canal (alias "Paquito").
Centro Penitenciario de Villabona.
PROLOGO

Desde finales de los setenta, y durante los años ochenta, proliferó en España un
tipo de delincuente juvenil, originario de barrios obreros periféricos, reflejo de la
situación social, política y económica del momento, peligrosamente ligado a las
drogas, que trajo de cabeza a la policía de entonces, y al que la cultura popular
denominó con el nombre de "quinqui".

Esta es la historia de Paquito, uno de tantos de esos "quinquis" que por aquel
entonces recorrían las calles de las ciudades haciendo del delito su modo de vida.

Si bien algunos de los sucesos y localizaciones que se describen en la siguiente


historia están basados en hechos y lugares reales, tanto personajes como
acontecimientos son ficticios y, únicamente, la intención del autor por hacerlos
parecer reales puede ser la causa de que se confundan con la realidad.

Las descripciones que se ofrecen de la ciudad de Gijón en la época en que


transcurre la historia, se han obtenido de los libros "Los Barrios del Sur" e "Historias
de El Llano", ambos publicados por el Ayuntamiento de Gijón y escritos por Luis
Miguel Piñera Entrialgo y Francisco Javier Granda Álvarez; así como, de la propia
experiencia del autor, natural del barrio de Contrueces. Si existiese alguna
incoherencia con la realidad, es porque esta ha podido ser trastocada por los
recuerdos del autor, nacido en el año setenta y seis, por lo que, de antemano, pide
disculpas.

La historia trata de retratar una época, desde un punto de vista lo más realista
posible, por lo que, de sentirse alguna persona identificada o injuriada, esto en modo
alguno ha sido la intención del autor. Generalizar sobre las personas, lugares o
situaciones descritas en la historia, se escapa totalmente de la intención del autor, que
se ha limitado a centrarse en historias concretas que nada tienen que ver con la
generalidad.

Agustín García Mearía.


QUINQUIS
PARTE I.
BARRIO DE CONTRUECES, GIJÓN.
PRIMAVERA DE MIL NOVECIENTOS SETENTA Y SIETE.

Paquito recogía un ladrillo del suelo, al pie de la abollada valla metálica que
servía de inútil cerramiento a las obras de la calle, y, sin más dilación, lo estampaba
contra el cristal del SEAT 850 aparcado en el borde de la acera. La una de la
madrugada, ni un alma por una calle cuya farola más cercana estaba a cien metros.
Oculto por las sombras de la noche, abría la puerta del coche y se abalanzaba en su
interior. Entretanto, "el Piños", ya se había situado estratégicamente al lado de la
puerta, la espalda apoyada sobre el coche, las manos en los bolsillos de su chupa,
mirando a uno y otro lado, atento para no ser sorprendidos. Poco después, Paquito se
reincorpora —el radio—casete entre las manos—, azuza a su compañero y salen
corriendo.

Corrían calle arriba entre risas. Reían, reían y se empujaban a modo de broma uno
al otro mientras buscaban donde guarecerse. Eran risas de satisfacción por la hazaña
lograda; risas nerviosas de quien ha salido victorioso de su primer hurto. ¿El
primero?. A aquel le precedían múltiples hurtos mucho menores; el radio—casete de
un coche suponía su iniciación en el mundillo de la delincuencia mayor, de aquella
que practicaban "el Pupas", "el Mamen", o "el Porro"; no mucho mayores que ellos,
tan solo un par de años. Corrían satisfechos, comentando cómo sería la cara de "el
Mamen" cuando, al día siguiente, se presentasen en el "parque" con el fruto de
aquella noche. Seguramente dejarían de ser unos críos mea cunas y los reconociesen
como lo que eran: hombres. Hombres de catorce años.

Llegaron a la barriada obrera, construida por la Obra Sindical del Hogar en los
años sesenta, y situada bajo la presencia del Santuario de Nuestra Señora de
Contrueces y el palacio de San Andrés de Cornellana. Toda ella era un conglomerado
de edificios pensados para alojar a familias de obreros, en su mayoría procedentes de
fuera de la ciudad, y construidos en terrenos encharcados alejados del centro y con
servicios inexistentes; aún así, suponía el comienzo del crecimiento del barrio, en la
periferia sur de la ciudad.

Se ocultaron en una de las callejuelas, apenas iluminada, que había entre los
edificios. Allí tenían su refugio, y allí mataban las horas un día tras otro, dejando
pasar un tiempo al que en modo alguno sabían sacar provecho, bajo los tendales de
ropa secando al sol, aprendiendo lo que la calle les podía enseñar; y nunca la calle ha
sido maestra de buenas enseñanzas. Los chicos como ellos no eran más que la
consecuencia de los actos de otros, y el subproducto no previsto de unos años
convulsos para una sociedad sometida a cambios que era incapaz de digerir,
condicionado por un urbanismo apresurado, más ocupado en dar cobijo que en
ofrecer vivienda, construido a base de fachadas de ladrillo y hormigón. Un
urbanismo sin ningún tipo de planificación en el que se alternaban los pisos de
protección oficial, promovidos por el Plan Nacional de la Vivienda Francisco Franco,
con los de renta limitada de la Obra Sindical del Hogar, en la parte alta del barrio, y
los subvencionados de la empresa Uninsa y varias manzanas construidas siguiendo
una estética uniforme, un poco más abajo. Entre los edificios, multitud de solares sin
edificar, abiertos muchos de ellos, y otros mal vallados por muros de ladrillo medio
derruidos, y en los que los chiquillos montaban las hogueras de San Juan. En lo que
se daba en llamar El Llano Alto, donde ambos barrios se confundían, se encontraban
las infraviviendas obreras formadas por pequeñas y modestas casas, en su mayoría
de una única planta, que en algún caso formaban habitáculos tipo ciudadela, con
pequeñas casitas en un patio interior ocultas a la vía principal. Calles estrechas mal
iluminadas, y explanadas de grava llenas de socavones, charcos y barro. A un barrio,
en el que aún perduraban las casas con su huerta, sus vacas y sus gallinas, iban
llegando, desde diferentes lugares de la provincia, familias obreras con hijos
pequeños, o matrimonios jóvenes que buscaban su futuro en una ciudad cuyo
apogeo industrial, sin embargo, iba quedando atrás. Eran años en los que los niños
pasaban las tardes en la calle, jugando a la pelota en medio de unas calzadas por las
que apenas transitaban coches; años convulsos en los empezaban a proliferar las
pandillas callejeras.

Buscaron un lugar resguardado entre los edificios, y cuando creyeron encontrarlo,


corrieron hacia él y se agazaparon en el suelo, uno al lado del otro, la espalda contra
la fachada; encima de ellos, la ventana, persiana cerrada, de lo que era la habitación
de uno de los entresuelos, a poco más de metro y medio sobre sus cabezas.

Paquito sonreía orgulloso, observando el radio—casete como aquel que observa


absorto un trofeo logrado con esfuerzo. "El Piños" le miraba, sonrisa en boca. Se
sabían cómplices de aquel éxito. Recuperados de la carrera, y a salvo en lugar seguro,
"el Piños" introdujo la mano en el bolsillo interior de su chupa beige, y sacó un
arrugado cigarro liado a mano que mostró a su compañero.

—¡Hostias, colega! ¿Dónde apañaste eso? —exclamó Paquito.

—Me lo pasó "el Porro".

—¿Y eso?.
—Na, le dije que íbamos a birlar una radio y me lo dio —Paquito le hizo un gesto
con la cabeza, a modo de beneplácito para que siguiese hablando—. "Pa" que nos lo
fumásemos si la cosa nos salía bien. ¿Qué me dices?.

—Que nos lo fumamos. Esto hay que celebrarlo.

—¿Tienes fuego?.

Paquito buscó en el bolsillo de su pantalón vaquero, y sacó un mechero de gas; se


lo dejó a su compañero. "El Piños", apenas ducho en fumar, prendió el cigarro y echó
la primera calada. Paquito, entre risas, vio cómo su amigo se atragantaba con la
segunda bocanada de humo.

—Trae para acá. No tienes ni idea.

Paquito sí la tenía; demasiada para su edad, podría decirse. Le pegó una profunda
chupada a aquel canuto, y exhaló el humo haciendo ademán de saborearlo como si
fuese un experto catador de marihuana. Lo cierto era que hasta aquel día lo más
fuerte que había fumado había sido algún Ducados de los que le robaba a su
hermano, pero su afán por parecer mayor le hacía presumir delante de su
compañero, como si llevase ya tiempo fumeteando porros. Con todo, en su fuero
interno, Paquito se alternaba aquel canuto con su colega como si de un ritual se
tratase; para él no era más que otro escalafón en su particular ascenso a la madurez.

—Joer, qué cojonudo, ¿no? —exclamó "el Piños" apoyando la cabeza contra la
fachada—. Colocón me estoy pillando.

—Cojonudo... Cómo se las sabe montar el "Porro"...

Ninguno quería parecer débil a los ojos del otro, por eso fingían mantenerse
firmes, aún cuando el mareo que les estaba provocando la marihuana les resultaba
difícil de controlar. Pretendían hacer creer que fumar aquella hierba les generaba un
indescriptible placer, aún cuando lo único que sentían era un terrible dolor de
cabeza. Calada tras calada fueron dándole fin.

Aturdidos, aquejados por una terrible jaqueca fruto de la droga, no acertaban a


moverse del suelo, la espalda contra la pared. Se sentían incapaces de articular
palabra coherente, y aún menos de entrelazar más de tres que conformasen una frase.
Así permanecieron los siguientes minutos: fingiendo digerir el disfrute
proporcionado por aquella hierba que "el Porro" les había regalado. Ahora se creían
un poco más adultos, y esto, en cierto modo, recompensaba lo que estaban pasando.
Tristemente aquel porro no era más que algo normal en su transcurrir callejero, pero
ellos no lo sabían; ellos eran ajenos a esta realidad, y únicamente veían y creían en su
"realidad", la que la calle les estaba enseñando, y en ésta, aquel cigarro, ciertamente,
no era más que un indicador de que estaban creciendo, de que se iban convirtiendo
en hombres.

—Voy para casa —dijo Paquito, aún con dificultad, media hora después—. Te veo
mañana. Quedamos donde el Chema...

—¿Hora?.

—A las once... —Paquito, torpemente, se reincorporó.

—¿Y las clases? —le preguntó "el Piños".

—Que les den por el culo a las clases —le respondió y se empezó a alejar de su
amigo, que seguía sentado en el suelo—. Paso de ir. Total para lo que me queda no
tengo ganas de aguantar a la petardos esos...

Nadie le echaría en falta; esa era la triste realidad. En el aula de las viejas escuelas
de Contrueces, barracones alienados en un descampado en mitad de la barriada
obrera, donde años más tarde se acabaría construyendo el ambulatorio, y propios de
un país tercermundista, nadie le echaría en falta. Para los maestros supondría un
quebradero de cabeza menos, pues en modo alguno querían a aquellos conflictivos
muchachos entre sus alumnos, aún cuando, como ocurría con Paquito, no hacían otra
cosa que figurar, sentados en una esquina al final de la clase, sin hacer nada. Sin
embargo, su sola presencia les incomodaba, pues les obligaba a estar más alertas; no
por lo que pudieran hacer, sino por lo que pudieran "enseñar" a sus compañeros,
muchos de ellos más inocentes por no llevar su estilo de vida callejera. Y, para el
resto de los chicos, el que Paquito estuviese o no en clase, a la mayoría les era
totalmente indiferente. Aquel muchacho de catorce años, pelo moreno a media
melenita, desaliñada y sucia, de mirada tristona pero desafiante, se mostraba distante
con sus compañeros, con los que apenas hablaba. Llegaba a clase con su sucia y vieja
mochila al hombro, se iba hacia el final, hacia la esquina donde tenía su mesa,
arrojaba la mochila al suelo y se dejaba desplomar sobre la silla. El resto del tiempo,
lo que duraban las clases, lo distraía jugueteando con su navaja entre sus piernas, o
escribiendo sobre la mesa. En la mayoría de las ocasiones no se ocupaba ni de sacar
los libros; cuando el maestro, más por vergüenza ajena que por gusto, le obligaba a
hacerlo, él lo miraba con desgana y, sin articular palabra, los arrojaba sobre la mesa;
entonces ocupaba el tiempo garabateando sus páginas.

En aquellas pequeñas aulas, en las que se hacinaban hasta cuarenta alumnos,


bastante tenían los profesores con mantener el orden como para preocuparse por lo
que hacían o dejaban de hacer muchachos como Paquito, siempre y cuando se
mantuviesen callados. Aquellos se salían de la norma, y el sistema educativo no
preveía ninguna acción de tipo orientativo o tutelar a través de la cual intentar su
reinserción; en definitiva, su existencia no estaba prevista. Sin herramientas, los
maestros se enfrentaban a unos muchachos —en su mayoría de familias
desmembradas de las que no cabía esperar ayuda alguna—, de naturaleza nerviosa,
desencantados con todo, e incapaces de ver más futuro que la miseria a la que
estaban acostumbrados; muchachos que habían aprendido a delinquir a edades
demasiado tempranas, y que hacían de la calle su modo de vida; incapaces de hacer
otra cosa que no fuese deambular por ella, sin más interés que los coches, las chupas
de cuero o las chavalas.

Paquito no tenía amigos entre sus compañeros. Apenas debía haber dos o tres con
los que llegase a intercambiar a alguna palabra. Más de chiquillos, había jugado al
fútbol en la calle con muchos de ellos; sin embargo, con el transcurrir de los años, se
habían ido distanciando. Con ellas, había cuatro o cinco con las que le gustaba
flirtear, y no solían hacerle ascos, aún a pesar de que era normalito más bien tirando
a feo; de siempre los que eran como él solían ser del agrado de las chiquillas; otra
cosa era que quisiesen pasar a mayores por mucho que se lo propusiese.

A aquel distanciamiento contribuían tanto Paquito como el resto de chicos. El


primero, porque en su carrera hacia la "madurez", aquellos muchachos que sólo
pensaban en jugar al fútbol le parecían niños, y no entraban dentro del grupo de
hombres con los que él se quería relacionar. Ellos, porque Paquito no era un buen
ejemplo y, avisados por unos padres celosos por el futuro de sus hijos, preferían no
tener relación con él, con quien, además, cada día tenían menos en común. No era
que entre aquellos chicos no hubiese alguno con la misma naturaleza inquieta que
Paquito; no, en modo alguno era esto, pues sí que los había. Lo que ocurría era que
éstos, refugiados en núcleos familiares fuertes, y con algún referente más que la calle,
retrasarían su entrada en el mundillo callejero hasta el bachillerato; incluso, alguno
de ellos, con los años, acabaría por delinquir o metido en el mismo mundo que
Paquito; a éste, su entorno sólo le hacía adelantar acontecimientos.

—¡Paquito! —el "Piños" reclamaba la atención de su colega entretanto intentaba


ponerse en pie.

—¿Qué? —le respondió sin volverse.

—Te veo entonces mañana donde el Chema —concluyó el otro—. Paso de las
clases.

—Entonces, hasta mañana.

No hubo más palabras. Pasadas las dos de la madrugada, un día entresemana


cualquiera, Paquito se alejó hacia la casa de sus padres, un piso ubicado en uno de
los últimos edificios de la barriada obrera, en la parte alta, cerca del palacio de San
Andrés, al pie de los descampados en los que pocos años después se ubicarían los
colegios Noega y Nicanor Piñole.
Abriría la puerta del portal, que dejaría que se cerrase dando un fuerte portazo,
subiría hasta el segundo saltando las escaleras de dos en dos, entraría en la casa y se
iría hacia su habitación sin que nadie le dijese nada; ni tan siquiera tendría la
necesidad de silenciar sus pasos por el pasillo, ni de entrar a oscuras. Únicamente
Diego, su hermano pequeño, de ocho años, que dormía en su misma habitación, con
los ojos cerrados y en medio del sueño, sin llegar a despertarse, le llamaría por su
nombre, a fin de asegurarse de que era él quien llegaba a aquellas horas; a Paquito le
bastaría con un «sí, soy yo, duérmete», para zanjar el asunto, quitarse los zapatos y
los pantalones, y arroparse bajo las sábanas de su camastro, en la parte superior de la
litera que compartía con el pequeño, no sin antes ocultar el radio—casete robado.
Llegar a aquellas tardías horas de madrugaba se estaba convirtiendo en una
costumbre, una rutina que nadie en aquella casa parecía tener el más mínimo interés
de evitar. Quizás por desidia, quizás porque la situación familiar naufragaba en una
crisis cada día más honda y de futuro más oscuro.

En la habitación contigua, sus padres dormían en camas separadas desde que su


madre diera a luz a Diego. Su padre, parado desde hacía muchos años, y con
ninguna esperanza de regresar al mundo laboral, había caído en un alcoholismo que
agravaba sus problemas. Su madre estaba más ocupada en esquivar las borracheras
de su marido, que en atender a la educación de sus hijos, función ésta que había
delegado en Nuria, su única hija. La economía familiar sobrevivía, a duras penas,
gracias al dinero que mal ganaba Juancho, el hermano mayor que, con dieciocho años
y sin ningún tipo de formación, más que un E.G.B. medio negociado, se levantaba
todas las mañanas para ir a trabajar descargando sacos en un almacén de legumbres.

Paquito se arropó con las mantas. Aún tardó unos minutos en cerrar los ojos y
dormirse. Allí, la mirada perdida en la oscuridad del pequeño cuarto, oía cómo su
padre roncaba al otro lado de la pared. Rosa, su madre, dormía en silencio las
penurias que soportaba durante el día.
2

El colegio abría sus puertas a las nueve de la mañana. Nuria entró en su


habitación pasadas las ocho y les despertó. Paquito, a regañadientes, salió de la cama
y se vistió; el tazón de Cola-Cao con galletas María, que le esperaba en la cocina,
hacía que el madrugón valiese la pena.

Nuria preparaba el desayuno todas las mañanas. Ella era quien se encargaba de
limpiar, fregar, planchar, lavar, y mantener más o menos ordenado el piso en el que
vivían, siempre en la medida que se lo permitían las discusiones de sus padres, o el
desorden inducido por su hermano pequeño. Morena, pequeña y regordeta, de
carácter afable y tranquilo, se había visto obligada a adoptar el rol de hermana mayor
responsable, y a echarse sobre sus espaldas el mantenimiento diario del hogar y
cuidado de sus dos hermanos menores; con Paquito poco podía hacer, por lo que
solía centrarse en el pequeño Diego. De algún modo trataba de sustituir a su madre
en la educación de sus hermanos, y luchaba un día tras otro para que estos no
acabasen metidos en la delincuencia y la droga, tratando de aconsejarles, con su
mirada tristona y su voz tranquila. Aquel día, como todos los días, les daría el
desayuno, y después acompañaría al pequeño hasta la puerta de la escuela; Paquito
iría por libre. Al volver a casa, fregaría los cacharros y esperaría a que su padre se
levantase de la cama; no sería antes de las diez de la mañana; nunca aquel obrero en
paro se levantaba antes de la diez. Ella le prepararía su café, y untaría con
mantequilla sus tostadas; no habría palabras, pues nunca las había, y su padre
únicamente se limitaría a desayunar para, después, irse al bar, donde dejaría pasar el
tiempo hasta la hora de comer. Tras esto, ella vagaría por la casa de un lado para
otro, limpiando, haciendo las camas, ordenando lo poco que había para ordenar.
Hacia las doce llegaría su madre, en pie desde las seis de la mañana, cuando
abandonaba la casa para ir a fregar portales al centro, en donde se dejaba las manos
por cuatro pesetas; traería la compra y se encerraría en la cocina para hacer la
comida. Con ella, Nuria hablaba algo más, pero nunca sobre sus hermanos.

Paquito se coló por las callejuelas interiores de la barriada obrera, despistando a


su hermana; tenía que aprovechar el tiempo que restaba entre que Nuria dejaba al
pequeño Diego en la escuela y regresaba a casa. Serían quince o veinte minutos, pero
suficientes para que él se hiciese con el radio—casete que tenía oculto en su
habitación. Lo guardó en la mochila, junto a sus libros; aquellos eran heredados en su
mayoría de sus hermanos; por aquel entonces, aún esto era posible. Sabía bien por
qué calles subiría su hermana, así que, solo tuvo que coger un desvío por otras, las
callejuelas interiores que tan bien conocía.

Si aquel día hubiese llovido, seguramente hubiese ido a la escuela; al menos allí
estaba guarecido del agua. Pero no fue así, sino que entretuvo el tiempo hasta las
once —hora a la que había quedado con "el Piños" en el "Pinbol"—, vagando por las
calles del barrio, hasta acabar sentado en un banco de las zonas ajardinadas de la
barriada obrera, donde esperó fumando un cigarrillo Ducados que le había robado a
Juancho.

El sonido de la sirena del colegio rompió la monotonía en varios metros a la


redonda: eran las once, la hora del recreo. Ya hacía un buen rato que Paquito les daba
a los botones de la máquina de Pin Ball, bajo la atenta mirada del Chema. El Chema,
o el "jefe", como lo llamaban los chicos, era un cincuentón pequeño, regordete y
calvo, parco en palabras y un tanto esquivo que, sin embargo, parecía congeniar
bastante bien con los chicos que frecuentaban su pequeña sala de recreativos: el
"Pinbol", en uno de aquellos pequeños bajos de la calle cubierta que empezaba donde
el Hogar del Pensionista. Regentada por aquel hombre, siempre con su bata azul y su
faldón de cuero al cinto en donde guardaba las monedas del cambio, era una
pequeña sala en donde no había más que un futbolín en el centro, y tres máquinas
Flippers alienadas a lo largo de una pared; en una esquina había un mostrador en el
que el "jefe" tenía un pequeño quiosco con las chucherías y pastelitos básicos.
Próximo a las escuelas, los chavales de mayor edad solían escaparse hasta allí a la
hora del recreo. Antes de esa hora, cuando había llegado Paquito, no solía haber
nadie, o casi nadie, tan solo los que como él habían decidido hacer pellas; pero éstos
eran los menos. Cosa diferente eran las tardes; entonces solía haber demasiada gente,
demasiados niñatos con los que Paquito no tenía interés alguno por relacionarse;
para él, a partir de las seis de la tarde la sala estaba demasiado llena. pero por las
mañanas, hasta las once, podía matar el tiempo tranquilamente jugando con aquellas
máquinas; y lo hacía con una destreza envidiable, pues en muchas ocasiones había
sido capaz de sacarle una partida extra al Pin Ball, haciendo virguerías y "golpeando"
la máquina de forma que no le saltase el "tilt", que suponía el final del juego. El
Chema nunca le había preguntado, nunca se había metido en las razones de por qué
no estaba en clase; se mantenía al margen, pues sin ser un hombre de muchas luces,
entendía que no le correspondía a él velar por la educación de aquellos chicos, sino
únicamente proveerles de diversión y entretenimiento; él no era nadie para juzgarles,
y aún menos iba a ejercer de quijote. Y quizás por esto, porque se mantenía al
margen, llegaba a congeniar tan bien con sus jóvenes clientes.

—Paquito... ¿Qué tal?.


"El Piños" acababa de entrar y se dirigía hacia la máquina recreativa donde estaba
su colega; al final no había hecho pellas. Paquito le devolvió el saludo sin levantar la
vista del cristal de la máquina; estaba a punto de conseguir una partida extra y no iba
a dejar que se lo estropease una distracción. "El Piños" se quedó de pie al lado de la
máquina, observando cómo jugaba su colega; él nunca había sido capaz de sacarle
una partida extra, ni tan siquiera de conseguir una puntuación decente, así que, de
alguna forma, Paquito era un referente para él; aunque no fuese consciente de ello, su
amigo era un referente en muchos otros aspectos de la vida; de esto tardaría unos
años en percatarse.

Pim, pam, pum, bola para arriba, bola para abajo, luces de colores y llamativos
sonidos daban emoción al juego. Paquito se esforzaba por conseguir su objetivo, pero
al final, una bola maldita se lo impidió; consiguió una buena puntuación, pero no la
partida extra. Arreó un fuerte golpe en el lateral de la máquina, como expresión de
su ira, y se volvió hacia su colega.

—Hola. Al final fuiste a clase, ¿no? —le dijo mientras recogía del suelo su bolsa
deportiva.

—Sí, bueno... —era como si el "Piños" se disculpase; balbuceó una serie de


motivos inconsistentes con los que pretendía justificarse.

—Da igual... Total, estuve por ahí dando una vuelta...

—Qué vas a hacer ahora?.

—Me voy al parque, a ver a "el Mamen" —le respondió Paquito mostrándole la
bolsa—. Quiero ver la cara que pone cuando le enseñe lo que apañamos anoche.

—Voy contigo.

—Por mí, vale —a Paquito le gustó la idea de que su colega le acompañase—.


¿Tienes suelto?. ¿Echamos un futbolín?.

—Venga...

La estrategia consistía en hacerse con el futbolín antes que nadie. Entonces,


aquellos que se lo quisiesen quitar les tendrían que retar a una partida, por supuesto
pagarla, y ganarles, pues esas eran las reglas y así debía ser. Paquito y el "Piños"
hacían muy buena pareja de futbolín.

—Hola.

Paquito apartó la vista del futbolín y miró hacia el extremo de la mesa. Allí estaba
Marta: era algo así como su novia. De estatura media para una chica de trece años,
morena, de cara resultona, que no guapa, de esas niñas que desarrollan muy rápido,
y mucho, adquiriendo voluptuosas formas de mujer a muy temprana edad; esto la
diferenciaba del resto, y suponía la razón de porqué Paquito la había elegido.
Descarada y bastante respondona, respetaba, no obstante, todas aquellas normas que
a Paquito le gustaba trasgredir. Sus padres regentaban el quiosco "Golosinas", muy
bien situado en una céntrica esquina del barrio; por aquel entonces, amasaban
fortuna a base de vender chicles Cheiw y regalices, lo que les hacía gozar de una
buena posición económica, desde la que inculcaban a su hija una educación muy
diferente a la que recibía Paquito. En fin, Marta se criaba en una familia estructurada
que no pasaba apuros económicos, y su educación, sus valores, su forma de actuar,
distaban mucho de los de aquel muchacho con el que, sin embargo, le gustaba
relacionarse. Quizás por su carácter desvergonzado, unido a esa rebeldía propia de la
edad, aquella muchacha necesitaba romper con las normas establecidas, y Paquito
era su forma de trasgresión.

—No has ido a clase —le reprochó Marta.

—No... ¿Y? ¿Pasa algo? —le respondió Paquito, desafiante.

—A mí me da igual.

—¿Quién es tu amiga?.

Paquito se había percatado de que Marta venía acompañada de una muchacha


que él no conocía. Aquella se mantenía rezagada y se mostraba tímida. Rubia, de
melena lisa, los rasgos de su cara denotaban una marcada inocencia, la misma que
Marta hacía tiempo que había perdido. No era resultona sino, simplemente, guapa,
mucho más que su amiga, pero con sus formas de mujer aún por desarrollar, por lo
que dejaba adivinar el jersey de cuello alto con el que se abrigaba; sin embargo, esto,
que en el caso de Marta era lo que le gustaba a Paquito, no parecía disgustarle, pues
aquella muchacha de cara amable, rasgos suaves e inocentes, y guapa, muy guapa,
había llamado su atención.

—Silvia —le respondió Marta de forma tajante.

—No la conozco —replicó Paquito.

—Ya. Es de otra clase. Nos conocimos esta semana —se explicó ella.

—Y tú, ¿qué? —Paquito se dirigió a la muchacha, que seguía manteniéndose


oculta tras la espalda de su amiga—.

¿Eres de por aquí?.

No obtuvo respuesta. Silvia únicamente se encogió de hombros. La podía la


timidez y, de alguna forma, la insolencia con la que Paquito se dirigía a ellas la
retraía aún más, pues, por ser como era, no sabía cómo enfrentar los modos de aquel
chico; no le ocurría lo mismo a Marta, que disfrutaba enfrentándose verbalmente con
él.

—¿Qué le pasa a tu amiga? ¿No tiene lengua? —le espetó Paquito a Marta.

—Es un poco tímida —respondió ella.

—Ah... Entonces como tú, ¿eh?.

—Imbécil...

Paquito esbozó una sonrisa burlona y sacó un cigarrillo del bolsillo de su


cazadora. Miró de reojo a Marta; sabía que a aquella joven no le gustaba que fumase.
Cruzaron sus miradas; la de ella a modo de reproche, la de él provocadora, pues iba
a hacer lo que le diese la gana, no le que ella le dijese. Haciendo gala de una inusual
destreza para un chico de su edad, prendió el cigarrillo con un mechero que le había
dejado el "Piños", y exhaló el humo de la primera calada, poco a poco, con chulería
pendenciera, sin dejar de mirar a su chica.

—Sabes que no me gusta que fumes —le reprochó la muchacha.

—A mí que más me da lo que a ti te guste o te deje de gustar —fue la respuesta


chulesca de Paquito, sonrisa irónica en la boca.

—Eres un imbécil...

—Ya... —Paquito no iba a discutir. No, pues no tenía nada que discutir. Él hacía o
deshacía lo que le venía en gana, y punto—. Oye, ¿queréis unas "Cocas"? —cambio
de tema.

—¿Invitas tú? —interpeló ella.

—Sí, qué pasa. ¿No puedo?.

—Por mí, vale...

Ni el "Piños" ni Silvia, la amiga de Marta, tenían parte en aquella conversación.


Uno, porque sabía que Paquito llevaba la iniciativa y era el único interlocutor cuando
Marta estaba delante; la otra, porque su timidez no se lo permitía y prefería
mantenerse por detrás de su amiga, pues ésta sí que parecía saber cómo tratar a
aquel macarra.

—A compartir, eh... —apostilló Paquito—. Yo comparto con Silvia.

—¿Y por qué no conmigo? —Marta, por un momento, se mostró celosa.

—Porque me apetece compartir con ella, ¿qué pasa? —rebatió Paquito.


—Que eres un idiota.

—Ya... Seguro... —Paquito echó una calada, a modo de importancia—. ¿Quieres la


"Coca" o no? —sentenció, segundos después.

—Pero yo comparto con Silvia —Marta había llegado a la conclusión de que si no


era con ella, tampoco sería con su amiga.

—Habrase visto... Vale —Paquito accedía a las condiciones de la muchacha—.


"Piños", tráete dos Coca—Colas.

En verdad, aquello no había sido más que otro de los tira y afloja con los que
aquella pareja disfrutaba y, en cierto modo, para Paquito, una forma de cerciorarse
de que Marta era de su propiedad, pues los celos de ésta al querer él compartir la
Coca—Cola con su amiga, no habían hecho más que disipar cualquier duda de que
comía de su mano cual perrito faldero, y esto, sin duda, le hacía sentirse superior, y
le complacía enormemente.

La sala de recreativos ya estaba abarrotada de gente. El Chema se apuraba a dar


cambio y vender pastelitos, y el futbolín era reclamado insistentemente por otros
muchachos; era el momento de salir de allí. Paquito, a solas con las dos chicas desde
que su colega se hubiese ido a por las Coca—Colas, salió a la calle y se sentó en el
banco que había frente a la sala, en la acera cubierta por un tejadillo de unos cuatro
metros que abarcaba toda la hilera de bajos comerciales, desde el Hogar del
Pensionista hasta el final de los locales; ellas le siguieron. Recostó el culo sobre el
respaldo del banco, y los pies sobre el asiento; Marta y Silvia únicamente lo
observaron. Él echó una calada más —ya casi había terminado el cigarrillo—, y se
dirigió a Marta en tono burlón.

—¿Y qué? ¿Qué tal con la culo gordo?.

"Culo gordo", así era como Paquito se refería a la profesora de Lenguaje, una
treintañera de caderas anchas y débil carácter, a la que él había amargado hasta la
saciedad, hasta que se había cansado, hasta que había dejado de tener interés alguno,
y había decidido actuar con ella de la misma forma que hacía con los demás
profesores: ignorándola.

—No seas imbécil —le reprendió Marta.

—¿Por...? Tiene el culo gordo, ¿no? —respondió él.

—Sí...

Las dos amigas no pudieron contener la risa; les había hecho gracia el comentario
de Paquito pues, si bien pretendía ser ofensivo, la desvergüenza con la que había
respondido a la réplica de Marta, les había resultado graciosa; tanto, que no pudieron
disimular sus risillas picaras ocultas por las palmas de las manos.

—Pues eso... Culo gordo... —concluyó Paquito, orgulloso por el éxito de su


comentario—. ¿Qué tal está?.

—Como siempre.

—Me echará de menos, ¿no?.

—Pues no preguntó por ti.

—Mejor...

La atención de Paquito se desvió hacia otro lado; "el Piños" llegaba con dos Coca
—Colas, una para Marta y su amiga, y la otra para ellos dos. Paquito echó un largo
trago, y le cedió la botella a su amigo. Otra calada al cigarrillo; sería la penúltima.

—¿Por qué no vas a clase? —le recriminó Marta.

—Porque no me da la gana —respuesta corta y contundente; no tenía nada que


ocultar, ni nada por lo que disculparse—. Este año acabo.

—No te darán el título...

—Ni lo quiero —Paquito echó la última calada y tiró la colilla al suelo.

—¿Y qué vas a hacer?.

—No lo sé.

—¿Trabajar...?.

—Hasta los dieciséis no puedo —era consciente de la realidad del momento: la


educación tan solo era obligatoria hasta los catorce años, pero la edad mínima
regulada para empezar a trabajar eran los dieciséis—. Andaré por ahí. Viviendo la
vida —no le gustaba que Marta tratase de dirigir su vida, así que, decidió cambiar de
tema—. Oye... tu amiga ¿no va a decir nada?.

—Pues no sé. Pregúntale a ella —Marta parecía ofendida; le empezaba a molestar


que Paquito estuviese tan interesado en su amiga.

—Oye, guapa ¿no dices nada?.

Silvia, de pie detrás de su amiga, no supo qué responder. Se encogió de hombros.


Ni siquiera había bebido un sorbo de Coca—Cola; tan solo se limitaba a observar.
—Pues mal vamos así, eh. Que no muerdo —insistía Paquito—. Que me puedes
hablar. ¡Joder con la tía! —acabó exclamando, la paciencia casi perdida.

—Déjala, ya hablará cuando quiera —le reprochó Marta.

—Y si yo quiero que hable ahora, ¿qué?.

—¿Y por qué tiene que hablar ahora?.

—Porque me sale a mí del pijo, ¿vale?.

—Serás imbécil...

—Y tú, subnormal —concluyó Paquito para luego dirigirse a la otra—. Silvia... Te


llamas así, ¿no? —la muchacha asintió con la cabeza—. ¿Te ha comido la lengua el
gato? —no hubo respuesta—. Pues vale. ¿De dónde eres? —último intento de
Paquito.

—Castropol —al final Silvia respondió.

—¡Coño! ¡Tiene voz! —exclamó con sorna Paquito.

—¡Imbécil! —un nuevo reproche de Marta.

—¿Qué pasa? —fue como respondió Paquito al reproche, para seguir hablando
con Silvia—. ¿Y cómo es que estás aquí? —le preguntó.

—A mi padre le dieron trabajo en ENSIDESA —respondió Silvia, tímidamente.

—Ah, mira que bien. ¿Y dónde vives?.

—Hacia la mitad de la carretera del Obispo. En unos pisos nuevos...

—Ya sé... —le dijo Paquito tras recapacitar unos segundos—. ¿Y...? —pretendía
sacarle más conversación.

—Ya está bien, ¿no? —interrumpió una Marta cada vez más ofendida.

—¿Qué te pica?. Ahora que la tía empieza a hablar, vas tú a molestar —la
recriminó Paquito—. ¿Qué quieres?.

—Pues que la dejes en paz —a Marta no le gustaba que Paquito se centrase en su


amiga y no le hiciese caso a ella.

—¿Qué estás celosa?.

—A lo mejor sí...
Paquito esbozó una sonrisa de satisfacción; le agradaba ver celosa a Marta, pues
era como si con ello se demostrase que él era su hombre, y que ella era únicamente de
él, de su propiedad; él era quien manejaba a su antojo a aquella mujercita que sabía
era la más deseada de la clase por aquellos niñatos que tenía por compañeros, y
saberse seguro de esto le hacía sentirse grande, importante, enorme. Echó un último
trago a la Coca—Cola y le cedió la botella a su colega. Miró a Marta a los ojos. Sonrió
pícaramente y se bajó del banco. Con aquellas maneras chulescas y arrogantes que
tanto le caracterizaban se fue hacia Marta, la agarró de la cintura con las dos manos,
y la trajo hacia él, hasta ponerla bien pegada a su cuerpo; ella, por unos instantes,
hizo amago de resistirse.

—Pues no tienes porqué... Ya sabes que a mí solo me gustas tú —le dijo ante la
atónita mirada de los otros dos.

—Ya... seguro... —la voz firme y desafiante de Marta se tornaba en balbuceo


tímido.

—Y tanto.

—¿Quedamos esta tarde? —le preguntó ella con voz suave.

—No sé. Tengo cosas que hacer —había que interpretar el papel de chico duro.

—Pues a mí me apetece quedar —ella insistía.

—Pues yo no sé si podré —él se resistía, aunque en el fondo sabía que acabaría


acudiendo a la cita; solo era cuestión de hacerse querer, de hacerse un poco el duro
para que ella lo desease más.

—Bueno... y entonces... —balbuceó Marta; hubo un atisbo de enamoramiento


juvenil en el tono de su voz.

—Depende... ¿por dónde andarás? —le dijo Paquito sin dejar de sujetarla por la
cintura.

—Estaré por donde siempre. A eso de las seis.

—Ya veré... Si puedo me paso.

Pasaría, de eso estaba seguro, pero era mejor dejarlo en el aire, así ella tendría en
qué pensar el resto del día hasta que llegara la hora de la cita.

Paquito acariciaba con sus dedos la mejilla de la chica, cuando la sirena del
colegio les interrumpió. Ella dio un salto hacia atrás y se alejó del chico. El estridente
sonido de la sirena marcaba el final del recreo y, por tanto, el momento de regresar a
las aulas.
—Vale. Es la hora. Hasta luego —se despedía Marta.

—Oye, ¿y por qué no me das un beso? —Paquito no parecía dispuesto a dejarla


marchar sin más.

—Bueno...

La chica, siempre descarada, se mostraba tímida. Se acercó a Paquito y le dio un


suave y rápido beso en la mejilla. No le dio tiempo para que se alejase; Paquito la
cogió con fuerza del brazo y la acercó a él.

—¿Eso es un beso? —le reprochó Paquito.

—¿Qué quieres? —volvía la chica descarada y desafiante.

—Un beso como debe ser —sentenció Paquito.

Sin más, Paquito la cogió por la cintura con una mano y la arrimó a él, sujetándola
fuertemente para que no se escapase. Con la otra mano la tomó por la barbilla, le
levantó la cara, y la besó en los labios ante las miradas atónitas de Silvia y el "Piños".

—Ala, ya te puedes ir. Y dale recuerdos a la maestra.

—Seguro... Hasta luego.


3

Lo que ellos llamaban el "parque" era un descampado que estaba ubicado tras las
viviendas de Uninsa, en la parte baja de la barriada obrera. Lo llamaban así porque
hacía un tiempo, no mucho, que se comentaba que el Ayuntamiento tenía previsto
habilitar allí un parque, dada la carencia que existía por aquel entonces de una gran
zona ajardinada dentro del barrio; sin embargo, habría que esperar tres años hasta
que se aprobase definitivamente el proyecto de lo que sería el parque de Las
Palmeras. Con todo, "el Mamen", "el Pupas" y "el Porro", habían hecho de aquel
descampado su lugar de encuentro, y se reunían detrás del edificio prefabricado de
las viejas escuelas, abandonadas cuando se trasladaron más arriba, a los otros
barracones donde iban Paquito y el resto de chicos. Los días de lluvia se refugiaban
en el interior del edificio, en donde también se ocultaban para fumar drogas; pero en
los días escampados, como era aquel, formaban un corrillo sentados en el suelo de
grava, y en los bordillos de la base de hormigón sobre la que se asentaba el viejo
edificio prefabricado, en ruinoso estado. Allí discurrían qué hacer para conseguir
dinero, o dejaban pasar el tiempo cuando sus necesidades económicas estaban
cubiertas, discutiendo sobre banalidades, y enzarzándose en peleas estúpidas por
motivos insustanciales.

"El Mamen" era el cabecilla del grupo. Pero no lo era por méritos propios, sino por
ser hermano del Manolo quien, con veinte años, se había convertido es una especie
de capo dentro del barrio. Él era quien manejaba los hilos de la delincuencia callejera,
y quien tenía los contactos con los narcos que empezaban a introducir el "caballo" en
la ciudad; estaba llamado a ser el que dirigiese los trapicheos del barrio. Arrejuntado
con la Noe, una prostituta que trabajaba en el club "La Farola", era el mayor de cinco
hermanos. Junto con sus padres, vivían hacinados en un piso de protección oficial, en
la parte media del barrio, donde se construían las manzanas de edificios que
acabarían por denominarse "los Ríos". "El Mamen", con diecisiete años, era el
segundo de los hermanos; le seguían Carmen, con quince, Lola, con catorce, y Guille,
con doce. Sobrevivían gracias a la escasa pensión por enfermedad que percibía su
padre, en cama desde hacía varios años, y al dinero que el Manolo sacaba
trapicheando. De un tiempo a aquella parte, el Manolo se había ganado el respeto en
el barrio a base de buscarse buenos amigos y zanjar rápido los problemas; solía estar
detrás de la mayoría de navajazos que ocurrían por la zona y, a pesar de que era
difícil relacionarlo directamente con ellos, no dudaba en manchar sus propias manos
si era necesario. Entendía que las pandillas habían empezado a proliferar, y era mejor
que todas ellas estuviesen controladas, y bailasen a un son, no le fuesen a salpicar los
problemas ajenos; así que, iba colocando a gente de su confianza al mando de los
diferentes grupitos, de tal forma que, aun a pesar de que tenían su propia autonomía
para delinquir, él podría ejercer un control y ajustar cuentas cuando fuese necesario.

"El Mamen" era el cabecilla porque su hermano se había ocupado de que así fuese;
y, en cierto modo, el saberse protegido por él, era lo que condicionaba aquella actitud
chulesca, prepotente y faltona para con los demás.

—Ey... ¿qué pasa?.

Paquito reclamaba la atención de "el Mamen" y sus colegas; a su lado, como


amigo fiel, "el Piños", que transportaba la mochila en la que guardaban el radio—
casete robado la noche anterior. "El Mamen" volvió la cabeza para ver quién le
hablaba. Al ver a los muchachos, esbozó una sonrisa de desdeño, y se puso en pie; le
siguieron los otros dos; de un tiempo a aquella parte estaba muy crecido, se creía
muy superior al resto, y aún más a aquellos dos a los que tildaba de mocosos.
Paquito se mantenía firme, mirada desafiante; no le temía; no temía a nadie; su
naturaleza le hacía ser un camicace de la vida.

—¿Qué os pica? —fue la contestación de "el Mamen".

—Traemos algo que quiero que veas —Paquito se mantenía en sus trece, firme.

—¿El qué? —quiso saber el otro.

Paquito le hizo un gesto a su colega para que sacase el radio—casete de la mochila


y se lo mostrase a "el Mamen". "El Piños" no dudó un segundo y obedeció. Los ojos
de "el Mamen" se abrieron de par en par y no pudo disimular una sonrisa cómplice
de admiración; no se esperaba que aquellos "mocosos" fuesen capaces de urdir un
robo como aquel.

—Vaya radio guapa —exclamó—. ¿Dónde la apañasteis?.

—Anoche. La mangamos de un 850 —le respondió Paquito dejando que el otro


cogiese el radio—casete entre sus manos—. ¿Cuánto podemos sacar por ella?.

—Es guapa... —el "Mamen" la estudiaba detenidamente—. Podéis sacaros una


pelas chulas... No sé decirte...

—Pero sabes quién me la puede comprar —sentenció Paquito.


—Eso sí —hizo una pausa, como si pensase lo que iba a decir—. Te la puedo
colocar a buen precio... Pero me llevo una parte. ¿Qué dices?.

—Dime quién me la puede comprar... —Paquito era reacio a compartir beneficios.

"El Mamen" esbozó una sonrisa burlona y se aproximó al muchacho, pasándole el


brazo por encima de sus hombros. Le sacaba más de una cabeza. Moreno, de pelo
rizado, larguirucho, y feo; sí, feo, y su fealdad aún se veía más acentuada por el acné
que ensuciaba toda su cara. Aproximó sus labios al oído de Paquito, como si buscase
dar un cierto empaque a sus palabras que intimidase al muchacho. "El pupas",
sentado en el bordillo de hormigón, no les quitaba ojo; parecía regocijarse viendo
cómo su jefe trataba con aquel "mocoso"; poco podía imaginar cual iba a ser la rápida
trayectoria ascendente que el "mocoso" estaba a punto de comenzar.

—Solo me compra a mí. No hace tratos con los que no conoce —"el Mamen" fue
directo.

—Pues preséntame —no se amilanaba, no, pues no era el estilo de Paquito.

—Ni de coña, tío —concluyó "el Mamen"—. Esto funciona así: si quieres colocar la
radio, pues me pasas una parte y yo te la coloco. Si no, te buscas la vida. ¿Cómo lo
ves?.

—Vale —Paquito lo había recapacitado durante unos segundos. Tal y como se lo


planteaba "el Mamen", no había otra alternativa, al menos factible para él—. Pero
ándate con ojo... No me la juegues...

—¿Me estás amenazando? —le increpó "el Mamen" en tono irónico—. No te


quieras pasar, chaval. Yo esta tarde te coloco la radio, y mañana te pasas y te doy tu
parte.

"El Mamen" se separó del muchacho; daba por terminada la negociación, así que,
no había motivo para seguir colgado de sus hombros. Volvía al lado de "el Pupas",
cuando se fijó que por la explanada avanzada su hermano Manolo acompañado de
Francis, Vane y Charly; Paquito ya estaba de más allí.

—A esta misma hora —Paquito quería concretar, no se fiaba del "Mamen".

—Un poco más tarde... Y ahora, lárgate, tengo cosas que hacer —le respondió sin
quitar la vista del grupo de su hermano.

—Sí, ya...

Paquito se volvió hacia "el Piños". "El Porro" estaba con él; algo hablaban, así que
no quiso molestar; dio unos pasos hacia atrás y esperó a que terminasen. "El Mamen",
escoltado por el "Pupas", caminaba hacia el grupo de su hermano. Paquito los
observaba. Parecían nerviosos. El Manolo empezó a vocear a su hermano ante la
atenta mirada de los otros dos. Discutían, pero Paquito no era capaz de oír lo que les
pasaba, se lo impedía el ruido de la hormigonera que había tras unas vallas, a unos
metros de allí, en un solar que estaban edificando. De pronto, el Manolo solmenó un
fuerte tortazo a su hermano, y le cogió del cuello para llevárselo arrastras de allí. "El
Pupas" pegó una voz llamando a su colega; "el Porro", al oír el reclamo, corrió tras
ellos. Seguramente "el Mamen" habría metido la pata; su insolencia le habría llevado
a pecar de estúpido y habría hecho algo que había enfadado a su hermano; sería
cualquier cosa, pensó Paquito, pues en el fondo tenía a "el Mamen" por idiota.

—¿Qué te quería el "Porro"? —le preguntó Paquito a su colega mientras se


alejaban caminando a través del descampado.

—Nada. Que qué tal con lo que me dio —respondió el otro.

—¿Y...?.

—Bien... —el "Piños" recapacitó unos segundos—. Le dije que bien. Me dijo que
cuando quisiésemos que ya sabíamos. Que él nos pasa...

—Vale... Cuando tengamos algo que celebrar.

Los dos chicos caminaban cabizbajos, uno al lado del otro, las manos en los
bolsillos de sus cazadoras. Paquito cargaba con su mochila sobre uno de sus
hombros. De espaldas, no se diferenciaban más que por el pelo, pues los dos tenían la
misma constitución y estatura. Paquito era moreno, melenita frondosa desaliñada;
por el contrario, "el Piños" era rubio, de greñas escasas que se le rizaban a la altura de
la nuca. De frente, no se podía decir cuál de los dos era más guapo o más feo,
siempre y cuando "el Piños" no abriese la boca, porque entonces, aquellos enormes
incisivos de roedor, y el resto de retorcidos dientes, le afeaban considerablemente.
Apenas intercambiaron un par de frases más en los siguientes minutos. Caminaban
por el solitario descampado de hierba; las viviendas de Uninsa a la izquierda; unas
viejas casas de planta baja tras un muro de ladrillo a muchos metros a su derecha; el
derruido barracón prefabricado que había servido de escuela a sus espaldas; y la
barriada obrera al frente. Pensaban cómo iban a ocupar su tiempo hasta la hora de
comer.

Mientras, muchos metros más atrás, el Mamen" se despedía de sus dos colegas y,
escoltado por los compinches de su hermano, caminaba hacia la casa de sus padres.
Cruzaron la carretera del Obispo, a la altura de la esquina donde estaba el bar "El
Recreo", en un viejo edificio de principios de siglo, y caminaron por la ruinosa acera
hasta la primera perpendicular; allí, en un piso primero vivían los Álvarez. El
Manolo empujó a su hermano dentro del portal con un fuerte manotazo a la altura de
la nuca —seguía reprendiéndole por algo que había hecho—, y, con un gesto, les
indicó a sus colegas que se fuesen. No mediaron palabra mientras subían por las
escaleras; estaba muy enojado.

En casa, a falta de una figura paterna, pues a aquel andrajo de hombre enfermo,
que pasaba sus días acostado en una cama de la que únicamente se levantaba para
mear, cagar, o ver el fútbol, no se le podía llamar padre, el Manolo ejercía, a su
manera, de patriarca de la familia, y era el encargado de su sustento, si bien, los
modos que usaba para conseguir dinero no eran en forma alguna honrados. "El
Mamen", abochornado por la bronca que su hermano le estaba propinando, abrió la
puerta del piso y entraron; allí, en sesenta metros cuadrados repartidos entre una
cocina, un salón, un baño y tres habitaciones, vivía la familia Álvarez. Un pequeño
vestíbulo servía de repartidor y antesala del pasillo que llevaba a las habitaciones y el
baño. El salón, aparte de ser donde estaba ubicada la única televisión de la casa, un
cajón de madera de pantalla en blanco y negro, hacía las veces de dormitorio para "el
Mamen" y su hermano pequeño, Guille, que dormían juntos sobre el colchón de un
sofá—cama que nunca se había vuelto a plegar. Al lado del salón, la cocina, con sus
armarios de aglomerado chapeados en tonos azul—grisáceos, los dos fogones de gas
y el destartalado calentador de agua, la nevera blanca, machacada por el uso y las
patadas recibidas, y la cocina de carbón, única estufa en invierno, con su bombo de
agua caliente colgado de la pared. Después, pasillo adelante, la habitación
matrimonial, ocupada por el Manolo y su novia puta, la Noe, pues así entendía él
que debía ser, ya que ejercía como patriarca de aquella familia. Y tras esta, el baño,
pequeño, siempre sucio y desordenado, con la lavadora en una esquina tras la
puerta. Después, la habitación pequeña, donde sus hermanas se las apañaban para
dormir en una litera. Y al final, la habitación de sus padres, con dos camas, pues,
desde que aquel hombre enfermase, dormían separados. El desorden y la suciedad
eran latentes en cualquier rincón del piso.

Lola y Guille estaban en la escuela; una apurando su último año, ansiosa por dejar
atrás las aburridas clases, y el otro repitiendo sexto de E.G.B. con amplias
perspectivas de seguir anclado en este curso un año más. Carmen, la única con el
título de la básica sacado año por año, dejaba pasar el tiempo frente al televisor,
esperando su oportunidad para abandonar aquella casa que cada día le era más
ajena, pues ni compartía ni entendía el modo de vida de sus padres y hermanos; es
más, en su fuero interno reprochaba todo aquello que hacían y, de un par de años a
aquella fecha, su cabeza no tenía más ocupación que discurrir cómo dejar atrás toda
aquella podredumbre en la que poco a poco se había ido convirtiendo su familia.
Josefa, la madre, vagaba por la cocina, con su sempiterno cigarrillo en los labios,
intentando, de mala gana, cocinar un guiso para el almuerzo; de cuando en cuando
se acercaba hasta la habitación en donde estaba la cama sobre la que su marido, Paco,
pasaba el tiempo postrado.

—Noe, sal un momento.


Ni tan siquiera habían saludado a su hermana, ni a su madre, aún cuando a ésta
se la habían tropezado en el vestíbulo. Habían ido directos hacia la habitación
matrimonial, sobre cuya cama dormitaba la Noe, y el Manolo, tajante y directo, le
ordenaba que los dejase solos.

—¿Qué ostias te pica? —replicó una Noe reacia a salir de la habitación—. ¿Qué
pasa ahora?.

—Ni te interesa, ni te importa —sentenció el Manolo—. ¡Largo!.

No acató la orden por respeto, sino por miedo. El Manolo era de los que se
armaban de razón a base de golpes, y la Noe lo sabía, pues no sería la primera vez
que recibiese un par de guantazos. Y aquel día, se le notaba enfadado, así que, pensó
que era mejor no tentar a la suerte y salir de la habitación, cerrando la puerta tras de
sí, y dejando solos a los dos hermanos para que discutiesen lo que tuviesen que
discutir.

—¡¿A qué coño estamos jugando?!.

El Manolo descargó sobre su hermano toda su furia contenida con un fuerte


manotazo. "El Mamen" se desplomó sobre la cama, aturdido por el golpe recibido. Su
hermano aún no se había explicado, y él no alcanzaba a comprender los motivos que
justificaban aquella tunda de bofetones que estaba recibiendo. Sin mediar palabra
alguna, el Manolo le cogió por la chaqueta y lo arrojó contra la pared. Las narices de
"el Mamen" empezaron a sangrar a borbotones; aquel desgraciado se llevaba la mano
a la cara intentando frenar la sangre entre sollozos y gritos de dolor.

—¿Qué coño le habéis hecho al Richi? —ahora sí, ahora era cuando el Manolo se
empezaba a explicar—. Di, ¿qué coño le habéis hecho?.

—Es un cabrón... —respondió entre sollozos el "Mamen", la cara ensangrentada—.


Nos quiso tangar con unas papelinas de chocolate...

—Y vosotros le reventasteis las narices...

—Se lo merecía...

El Manolo no dejó que su hermano se siguiese explicando; le arreó otro fuerte


puñetazo en la cara. "El Mamen" se fue al suelo. Lloraba impotente, viendo como la
sangre que salía por sus narices se escurría entre sus dedos y manchaba la alfombra.
No alcanzaba a comprender qué era lo que había hecho mal, pues tan solo había
defendido lo suyo, pero Manolo no dejaba de arrearle un golpe detrás de otro,
descargando toda su furia sobre su cuerpo cada vez más machacado, haciendo oídos
sordos a sus gritos suplicando misericordia.
Nadie respondió a las voces de el Mamen". El Manolo sabía que si había algún
lugar en el que podía emprenderla a golpes con su hermano sin encontrar resistencia
alguna, esa era su propia casa. Para la Noe aquella no era su guerra así que, la
espalda arrimada a la pared, al lado de la puerta de la habitación, hacía oídos sordos
a las voces de aquel desgraciado mientras esperaba poder regresar a la cama; quizás
no la movía tanto el egoísmo como el reproche porque nadie hacia nada cuando ella
estaba en la misma situación. Carmen, no se movería de su butaca, y únicamente
elevaría el volumen del televisor buscando ensordecer los gritos de su hermano;
reprochaba los métodos del Manolo, es cierto, pero su transcurrir diario no tenía otro
fin que irse de aquella casa sin sufrir daño alguno, y esto, únicamente lo podría
lograr manteniéndose al margen de todo aquello. Y Josefa, ay Josefa, a aquella madre
que confundía su propia pena con la de sus hijos, solo le quedaba cerrar la puerta de
la cocina y apurar calada tras calada del cigarrillo, haciendo fuerza por no oír los
gritos de su hijo, y carcomiéndose por saberse incapaz de hacer nada, por no tener el
valor suficiente para enfrentarse a aquel que, valiéndose únicamente del argumento
de la fuerza bruta, sometía a toda la familia a una ególatra dictadura patriarcal. Los
gritos de súplica de "el Mamen" se oían por todo el pasillo, hasta la habitación donde
aquella úlcera mantenía postrado en la cama al padre, incapaz de hacer algo por
evitar aquel abuso de poder al que el Manolo sometía a toda su familia. Si la
enfermedad no le estuviese carcomiendo poco a poco por dentro, debilitando sus
músculos, y convirtiéndole en un pelele; si sus fuerzas naturales no le hubiesen
abandonado hacía tiempo ya, se habría levantado de la cama y habría puesto orden;
a sopapos, es cierto, pero orden al fin y al cabo.

—Pues ahora el Richi está muy disgustado y no quiere hacer negocios conmigo —
se explicó el Manolo, cada vez más enfurecido.

Su hermano le miró; no sabía nada de aquellos "negocios" que él decía y, por


supuesto, no comprendía el alcance de los mismos. El Manolo decidió explicarse. Le
arreó una última patada a la altura de los riñones, y respiró profundamente
buscando calmarse.

—Vamos a empezar a meter "caballo" en el barrio, y el Richi cuenta conmigo para


que yo lo mueva... ¿Me entiendes? —"el Mamen" asintió con la cabeza—. Mira,
gilipollas, ahí está la tela, ¿sabes?. Mucha tela, y no esa mierda que movéis con el
costo.

—No lo sabía... —balbuceó "el Mamen", acurrucado en un esquina, machacado


por los golpes recibidos—. Perdona, Manolo... Joder, de verdad que no sabía...

—Tú qué coño vas a saber —concluyó Manolo—. Mira, escúchame bien. Vas a
hacer lo que yo te diga, ¿vale? —el "Mamen" asintió con la cabeza—. Vas a ir a ver al
Richi y le vas a lamer el culo ¿de acuerdo?. Quiero que vuelva a confiar en mí, así
que, por la cuenta que te trae ya lo puedes arreglar bien ¿vale?. Y le dices que las
narices te las rompí yo, para vengar las suyas. ¿Vale? —su hermano volvió a asentir
con la cabeza—. Pues eso.

El Manolo salió de la habitación. Miró a la Noe fijamente. No hubo necesidad de


articular palabra alguna; la puta sabía bien qué era lo que le tocaba hacer. Entró en la
habitación y se fue hacia el "Mamen", acurrucado en la esquina a la que los puñetazos
de su hermano le habían relegado, la cara y las manos ensangrentadas, repleto de
moratones que no hacían más que empezar a florecer; al día siguiente su cara sería
un poema rojizo y morado. A la Noe le tocaba curar sus heridas. Le observó unos
segundos y salió en busca de gasas y alcohol. Para entonces, el Manolo ya estaba en
la cocina examinando, con gesto retorcido, las cacerolas en las que su madre guisaba;
no le gustó. Aún estaba demasiado enfadado como para sentarse a la mesa con el
resto de sus hermanos, así que, con un "me voy a comer al bar", salió de la casa
dando un fuerte portazo tras de sí.

Josefa no era buena cocinera, es más, solía apañar las comidas con cuatro o cinco
recetas, y ni siquiera era capaz de que éstas le saliesen bien. No se trataba de un
problema de ineptitud, sino más bien de interés, pues no ponía empeño en la cocina,
quizás por desidia, o quizás porque su vida se había convertido en un respirar sin
ilusión, y esto la llevaba, no solo a consumirse un poco más cada día, sino a no ser
capaz de mostrar interés alguno en todo aquello que hacía.

En aquella espiral aún no había caído Rosa, la madre de Paquito, a pesar de


encontrarse al borde del mismo barranco, y sus guisos eran bien recibidos en la mesa.
Una mesa en la que, sin embargo, no se respiraba armonía, sino más bien un
ambiente enrarecido al que contribuía sobremanera el silencio sepulcral que siempre
acompañaba las comidas; un silencio roto únicamente por el ruido de las cucharas, el
respirar hondo y desacompasado del padre, y los cánticos del periquito desde su
jaula en la ventana. Era la única hora en la que Rosa conseguía reunir a toda la
familia, pero cada día que pasaba, aquel momento se hacía más tedioso. Ella comía
intranquila, un ojo puesto en su marido, temerosa de que en cualquier momento
aquel hombre pudiese montar en cólera y formar una discusión que acabase por
amargarles la comida. No era lo más común a aquella hora, pues no solía subir
borracho, como sí que ocurría todas las tardes de todos los días. Su marido era un
polvorín siempre a punto de estallar; lejos de resolver los problemas que le iban
hundiendo en una profunda depresión, en un enfado interior, propio de la
impotencia, acababa culpando al mundo de todos sus males. En otra esquina de la
mesa, el hijo mayor, Juancho, cada día más distante, cada día más sumido en sí,
vagaba hacia la deriva de las drogas sin que su familia se percatase de ello, y sus
flirteos con los "chinos" estaban ya próximos a la jeringuilla; siempre solía hablar o
comentar algo, la mayoría de las veces relacionado con el almacén en el que
trabajaba, pero hacía mes y pico que no articulaba palabra, limitándose únicamente a
comer. Nuria, llegada aquella hora, se encontraba cansada de limpiar y aburrida de
estar encerrada en casa, así que, no tenía ánimo para hacer comentario alguno, y si a
aquello se le añadía que tenía que estar pendiente del pequeño Diego, más ocupado
en jugar con la comida que en comer, acababa por rematar el desánimo de la joven. Y
Paquito, Paquito enfilaba cucharada tras cucharada de los moros y cristianos que
tocaban aquel día, absorto en sus pensamientos, preocupado por el dinero que le
reportaría el radio—casete, y discurriendo cómo pasar aquella tarde. La hora de la
comida de todos y cada uno de los días de la semana, sin excepción, era así en aquel
piso de la barriada obrera de Contrueces.

A Paquito le faltó tiempo para coger la manzana, postre de aquel día, y salir de la
casa. Nadie le dijo nada. Nadie le preguntó a dónde iba y aún menos puso trabas a su
salida. Fue al encuentro de su colega el "Piños". Aquel, hijo único y huérfano de
padre y madre a temprana edad, vivía con su abuela en una de las casas de planta
baja que había en la parte baja del barrio, rayando con el Llano, y antesala de los
descampados que hoy ocupa un centro de día de la tercera edad. Distraerían el
tiempo hasta las seis, hora a la que había quedado con Marta donde siempre; y ese
"donde siempre" no era otro sitio que el palacio de San Andrés, por aquel entonces
viejo caserón abandonado rodeado de un alto y grueso muro de piedra coronado por
helechos. Situado en las inmediaciones de la iglesia y de la Casa de Novenas, a la
vera del camino de Los Caleros, y rodeado de robles y pinos, el viejo caserón
pertenecía a la familia Menéndez Valdés; un año más tarde, el Ayuntamiento
adquiriría aquel conjunto monumental medio derruido para convertirlo en albergue
juvenil. Pero todo esto poco les importaba a aquellos chicos. Ellos, únicamente
acudían allí porque era un lugar alejado y tranquilo en el que poder campar a sus
anchas; además, contaban con el refugio del viejo caserón para los días de lluvia,
pues el grueso muro se había derrumbado por algunos lados permitiendo el acceso al
interior del recinto.

Paquito miró el reloj. Eran las seis de la tarde. Movió la cabeza a modo de
desacuerdo; no le gustaba haber llegado antes que Marta, pues aquello no
demostraba la hombría de la que él acostumbraba a hacer gala. Aún así, ya allí,
decidieron sentarse arrimados al muro que cerraba el recinto. No habían pasado dos
minutos cuando apareció Marta; de chándal, zapatillas deportivas, y abrigada con un
anorak rosa que disimulaba sus desarrollados pechos; aquel año la primavera venía
fría. Llegaba sola, caminando campo a través por el descampado que había entre la
barriada obrera y el palacio de San Andrés.

—¿No has traído a tu amiga? —le espetó Paquito, sin ni siquiera saludar, nada
más llegó la chica a su altura.

—No. ¿Qué pasa?. ¿Te preocupa mucho? —Marta parecía ofendida.

—Pues sí —respondió Paquito en tono chulesco.

Marta estaba ya más que acostumbrada a los desplantes y recibimientos


insolentes de Paquito, pero aquel interés del chico para con su amiga Silvia le
molestaba sobremanera; se sentía muy celosa de la actitud que él mantenía con
respecto a aquella chica. Lo cierto era que Paquito ya había jugado a ponerla celosa
con otras chicas, pero sin embargo, en aquella ocasión, en lo que se refería a su amiga
Silvia, había algo que no era del agrado de Marta.

—Pues no sé por qué —Marta no disimulaba su disgusto y malestar por la actitud


de Paquito.

—Pues porque sí —él seguía en sus trece, chulo y pendenciero.

—Vete a la mierda... Si quieres me voy... —Marta parecía haber llegado al límite;


barajaba la idea de irse de allí.

—No es por ti, tonta —la consoló Paquito esbozando una sonrisa picara.

—¿Entonces? —quiso saber ella.

—Es por "el Piños" —concluyó el chico.

Su colega le miró. No entendía la razón de porqué su amigo había dicho aquello,


pues él no tenía ningún interés en aquella chica; pero, sin embargo, optó por la
prudencia y no articuló palabra alguna; conocía demasiado a Paquito y sabía que le
estaba usando como escudo, así que, de buen amigo era callar o, al menos, no
ponerle en evidencia con sus palabras.

—¿Le gusta Silvia? —indagó Marta. Parecía más relajada, como si aquella breve
explicación de Paquito hubiese bastado para alejar sus temores.

—No sé... pregúntaselo a él.

Le gustaba aquel juego. Era feliz pavoneándose delante de Marta, retándola a un


juego dialéctico para ver quién de los dos era más chulo. De alguna forma, eran tal
para cual; tanto, que ni siquiera se percataban de ello.

—¿Te gusta Silvia? —no lo dudó un instante y le lanzó la comprometedora


pregunta al "Piños".

—No —el chico pecó de inocente y respondió sinceramente. Había fallado a su


amigo, pero aquello no pareció importarle a Paquito, que seguía regocijándose en los
celos de su novieta.

—¿Entonces? —Marta exigía una explicación.

—Entonces, ¿qué? —le reprendió Paquito.

—¿Para qué quieres que venga? —ella insistía, se dejaba caer en el juego de aquel
chico sin acabar de comprender que solo la pretendía chulear.
—A lo mejor a ella le gusta "el Piños" —concluyó Paquito, sonrisa satírica en la
boca.

—¡Imbécil! —ahora se había percatado Marta; ahora se daba cuenta de que la


estaban chuleando y, claro, ella era demasiado descarada como para que alguien la
chulease.

—¿Qué pasa? ¿No le puede gustar el "Piños"? —le respondió Paquito sin
abandonar aquel tono sarcástico que empezaba a sacar de sus casillas a la chica. A
todo esto, el interfecto no decía nada, dejaba que la pareja siguiese con su discusión.

—¡Que te gusta a ti! —sentenció ella.

—Si yo solo tengo ojos para ti...

Una vez chuleada, era el momento de camelarla, y si Paquito sabía hacer bien lo
primero, esto lo sabía hacer mejor. Se levantó y caminó hacia ella, de pie a unos
metros, que lo recibió reticente, ofreciendo resistencia a que él le pusiese las manos
encima.

—Eso no te lo crees ni tú —le retó Marta.

—¿Qué no?. Pues te lo demuestro... —la actitud chulesca se había tornado en


suave, y sus maneras hostiles en cariñosas.

—¿Cómo? —quiso saber ella.

—La próxima vez te traes a tu amiga y verás cómo solo te miro a ti.

Se lo dijo sin titubear, mirándola a los ojos y esbozando una sonrisa seductora
mientras la cogía suavemente con las dos manos por debajo de las mejillas. No estaba
ensayado, simplemente le salía así; era su naturaleza macarra.

—Ya.... Seguro... tú no sabes que hacer para ver a Silvia —le respondió ella
esforzándose por no caer en la redes del chico.

—Y si eso fuese así, ¿qué? —la retó él, sus labios cada vez más próximos a los de
ella.

—Pues que conmigo no cuentes —respondió ella.

—Celosa —se burló Paquito, sonriendo.

—Imbécil —ya no había fuerza en el reproche, ya había sucumbido al encanto del


chico.

Paquito la besó en los labios. Fue un beso largo que pretendía desarmar por
completo a la chica. Y lo estaba logrando, pues ella ya se dejaba abrazar y manosear
por él. "El Piños" seguía allí sentado, observándolos. No hacía falta ser muy
espabilado para darse cuenta de que estaba de más.

—Voy a mear... —les dijo a modo de disculpa para alejarse de allí.

Le hicieron caso omiso. Estaban demasiado ocupados en su magreo como para


atenderle. Sin más dilación, se levantó y se alejó unos metros, bordeando el muro,
para irse hacia otro lado; allí discurriría qué hacer. Los dejó sentados sobre el suelo,
besándose y magreándose sin descanso. Lo cierto era que las citas de Paquito y Marta
siempre acababan igual, así que, aquello no le cogió por sorpresa.

—¿Me quieres? —le preguntó ella minutos después en el pequeño intervalo de


tiempo que dejaron de besarse para coger aire.

—Mucho —mentía, pues Paquito no sabía lo que era querer y, propio de su edad,
respondía más a las necesidades de la entrepierna que a los designios del corazón.
Pero no había motivo para no mentir, pues únicamente le decía lo que ella quería oír
—. Más que tú a mí.

—Eso es imposible —respondió ella casi en un susurro.

—¿Por qué?.

—Porque es imposible querer más de lo que yo te quiero a ti.

Paquito esbozó una sonrisa de satisfacción; aquella confesión de amor le hacía


sentirse más hombre; le hacía afianzarse en su posición de macho dominante,
sabedor de la total abnegación de su hembra. Para entonces, Paquito ya había bajado
la cremallera del anorak de Marta, y manoseaba sus turgentes pechos por encima de
la chaqueta del chándal. Se volvieron a besar. Paquito, disimuladamente, deslizó su
mano izquierda hacia la entrepierna de Marta, pero se encontró con la oposición de
la chica, que le paró la mano cogiéndosela con la suya.

—No —le dijo ella, pues entendía bien las pretensiones del chico; no era la
primera vez que Paquito lo intentaba.

—¿Por qué? —protestó él—. Podemos irnos al caserón... Lo pasaremos bien,


verás...

—No, ya sabes que no —hizo una pausa—. Aún no estoy preparada...

—¿Y cuándo lo estarás? —insistía el chico.

—Cuando llegue el momento.

Aquella respuesta no le servía a Paquito. El "momento", y "¿cuándo sería aquel


momento?", se preguntaba Paquito. Aún así, siempre acababa por no forzar la
situación; de alguna manera, respetaba a la chica y sus "momentos", aunque aquello
no implicaba necesariamente que no buscase ese momento con otras chicas para las
que ya hubiese llegado. Paquito era virgen, y a sus catorce años aquello le empezaba
a preocupar demasiado. Sin embargo, aquel día no hubo tiempo para más discusión,
pues una voz conocida por Paquito le hizo levantar la cabeza y prestar atención.
Unos metros más arriba, bajaba caminando Juancho, su hermano, acompañado por el
Richi, el camello con el que el Manolo, el mayor de los Álvarez, quería empezar a
hacer negocios para distribuir "caballo" por el barrio.

El Richi era muy conocido, y de todos sabido a qué se dedicaba; cosa diferente era
que la policía nunca lo hubiese pillado, pues se cuidaba bastante de ser descubierto
con las manos en la masa. Era de esos dos o tres que había en la ciudad que tenían
línea directa con los grandes narcos, los que metían la droga en el país. Sus
comienzos habían sido con el trapicheo, pero había ascendido en la pirámide y, por
aquel entonces, su trabajo consistía en buscar a otro que la distribuyese a pequeña
escala; aquel parecía que iba a ser el Manolo. Paquito sabía pues que Richi y droga
eran sinónimos, y que ver a su hermano con aquel camello no era presagio de nada
bueno.

—Juancho...

Paquito salía al encuentro de su hermano. El Richi le lanzó una mirada de soslayo


al pasar a su lado; su inesperada aparición le resultaba inoportuna, pues no le
gustaba que le interrumpiesen cuando trataba con alguien. Paquito se mantuvo firme
ante aquella mirada amenazante; no se arrugaba con nadie, ni siquiera con el Richi
por mucho que fuera, le doblase en edad, o le sacase dos palmos por encima de su
cabeza, e incluso cuando sus ojeras renegridas, y su nariz vendada, hacían su rostro
un poco más temible; Paquito se preguntó quién habría sido capaz de reventarle las
narices a aquel tipo delgaducho, moreno y de aspecto desaseado, que no hacía tanto
que se costeaba la vida a punta de navaja.

—¿Qué pasa Paquito? —le respondió su hermano, haciendo un breve amago de


parada.

—¿No tienes que trabajar? —realmente, la vida de Juancho le importaba poco a


Paquito, pero aquella, más que una pregunta de interés, era una pregunta obligada
dada la hora que era.

—No. Hoy tengo la tarde libre.

Fue responder y seguir caminando; el Richi avanzaba descampado abajo, y


Juancho no quería perderle, así que, no le prestó más atención a su hermano. Paquito
pensó que seguramente vendrían de casa del Richi, pues por lo que él sabía, el
camello vivía en el camino de los Caleros, en Roces, en una de las casitas
unifamiliares construidas en el año cincuenta y tres por el Patronato Laboral
Francisco Franco.

Aquellas se habían edificado con el fin de fomentar la dispersión y ruralización de


los nuevos ciudadanos que venían a la ciudad para trabajar en la industria, en su
mayoría provenientes de aldeas cercanas; y habían sido construidas siguiendo una
doctrina que buscaba la adaptación de aquellos nuevos obreros manteniendo vivo su
reciente pasado, lo cual se pretendía anexando pequeños huertos a aquellas casitas
dispuestas en filas.

—¿Ese no es tu hermano? —le preguntó Marta.

—Sí

—¿Qué anda metido en drogas? —era una pregunta lógica viendo la compañía
con la que iba Juancho.

—No sé. Ni me importa. Que le den por el culo.

Si aquella respuesta hubiese sido como otras tantas de Paquito, es decir, sin más
intención que chulearse delante de su chica, no sería preocupante; pero lo triste era
que realmente a Paquito le importaba poco lo que hiciese o dejase de hacer su
hermano. Él, cada día más, era un ave libre que volaba alejado de su familia, con la
que apenas pretendía más trato que el obligado. Y, sin embargo, no se le podía culpar
por ser así, pues no era más que el subproducto de una familia desmembrada.

Paquito miró a uno y otro lado, buscando a "el Piños", pero no le encontró. Le
llamó, pero no respondió. Su amigo, haciendo gala de tal, se había ido para no
molestar, pues había entendido que Paquito querría estar a solas con Marta. Estaría
en el "Pinbol". A aquel chaval de dentadura imposible no se le ocurriría otro sitio
mejor donde pasar el tiempo que en la sala de juegos del Chema, así que, Paquito le
hizo a Marta un gesto con la cabeza para indicarle que se iban, echó su brazo por
encima de los hombros de la chica, apretándola bien fuerte contra su cuerpo, y
empezaron a caminar descampado abajo.

No era buena hora aquella para pasar por la sala, pues estaría abarrotada de
niñatos con los que Paquito no quería saber nada. El plan era sencillo: buscar a "el
Piños", por aquello de no ser mal amigo y no abandonarlo por una chica, por muy
Marta que esta fuese y muy grandes que tuviese las tetas; ver que todo iba bien, y
sentarse en el banco de enfrente de la sala a morrear con su novia. Tampoco había
ninguna alternativa mejor para pasar la tarde, y aquella, desde el punto de vista de
Paquito, aunque mejorable, era buena.

Fue llegando a la calle donde estaban las escuelas del barrio, cuando Paquito vio
al Richi en la acera de enfrente, delante de una pescadería. Juancho ya no estaba con
él, sino que era "el Mamen" y sus colegas con quienes hablaba. Paquito se detuvo un
momento para observar la escena. Parecía como si "el Mamen" se estuviese
disculpando con el Richi, como si le estuviese suplicando perdón por algo. El otro se
dejaba querer, haciéndose un poco el duro al principio, pero dejándose regalar el
oído después; a nadie le amargaba un dulce, y que un tipo presuntuoso como "el
Mamen" viniese arrastrándose hasta ti, debía suponer un gusto indescriptible, pensó
Paquito, atento a lo que acontecía en aquella acera repleta de socavones y baldosas
rotas y sueltas. El Richi se alejó del grupito calle abajo; debía haber aceptado las
disculpas del hermano del Manolo. Entonces Paquito se fijó en la cara de este; si la
del Richi estaba hecha un asco con aquella gasa y el esparadrapo sobre las narices, la
de "el Mamen" era un verdadero poema del desastre físico. Entonces recordó aquella
mañana, y llegó a la conclusión de que los moratones que le afeaban aún más la cara,
si esto era posible, debían ser a raíz de la bronca que el Manolo le había empezado a
propinar en el "parque"; en el barrio era bien sabido cómo se las gastaba el mayor de
los Álvarez.

Marta parecía impacientarse; no entendía la parada de su novio para observar a


aquellos macarras. Paquito la tranquilizó, le pidió unos minutos, y tras darle un beso
a modo de agradecimiento, cruzó la calle al encuentro de "el Mamen" y sus colegas.
Por aquel entonces, y aún a pesar de que Paquito ya llevaba una considerable lista de
hurtos —menores, pero hurtos al fin y al cabo—, Marta no le veía como un
delincuente, como lo eran "el Mamen" y los suyos, sino simplemente como un
rebelde sin causa que no era del agrado de sus padres, pero que aún no había
traspaso la línea que le separaba con la delincuencia. La realidad era muy diferente, y
no solo Paquito ya había trasgredido esa línea, cada vez más etérea para él, sino que
estaba a punto de adentrarse de lleno en una delictiva espiral ascendente; pero esto,
por el momento, Marta no lo veía o no lo quería ver.

—¡Mamen! —le requirió Paquito—. ¿Qué hay de lo mío?.

"El Mamen" le miró de arriba abajo con desprecio. Paquito frunció el ceño; no le
gustaba que se dirigiesen a él de aquella forma, pues era mucho más hombre que
cualquiera y nadie tenía derecho a mirarle por encima del hombro. "El Mamen" se le
acercó buscando intimidarle.

—¿Qué coño es lo tuyo? —le espetó sin ninguna consideración.

—El radio—casete que quedamos me ibas a colocar —no es que pecase de


inocente, no, simplemente no le tenía miedo y llamaba a las cosas por su nombre.

—Ya... —"el Mamen" parecía retroceder en sus formas camorristas, pues Paquito,
lejos de amilanarse, le plantaba cara—. Estoy en ello. No he tenido tiempo. Pásate
mañana al mediodía por el "parque".
—Vale —aquello le servía, al menos por el momento—. ¿Qué te pasó en la cara?
—le preguntó, pues sentía curiosidad por saber si lo que él se imaginaba se
correspondía con la realidad.

—No es asunto tuyo.

No hubo más palabras. "El Mamen" hizo un gesto a sus colegas y se alejó calle
abajo. Solo le siguió "el Porro"; "el Pupas" se quedó retrasado, esperando a que los
otros dos se alejasen unos metros más, y salió al encuentro de Paquito, antes de que
éste volviese a cruzar la calle para regresar con Marta.

—Ey, Paquito —reclamó su atención.

—¿Qué? —Paquito se volvió.

—Tengo algo que proponerte.

Recapacitó durante uno segundos; no muchos, los suficientes para llegar a la


conclusión de que debía escuchar qué era lo que le quería proponer aquel
delincuente de constitución débil, moreno, que le miraba a los ojos a una misma
altura. Le hizo ademán de que empezase a hablar, pero rápido, pues Marta, en la
acera de enfrente, se empezaba a impacientar.

—Llevo unos días dándole vueltas en la cabeza a un golpe —le empezó a explicar
el otro.

—¿Y no se lo dices a "el Mamen"? —le extrañaba que no tuviese en cuenta a su


jefe.

—No, "el Mamen" hoy no está para esto —se señaló la nariz, recordándole a
Paquito las lesiones de su compañero—. Y esto tiene que ser hoy, sino habrá que
esperar otro mes.

—Ya... ¿Y "el Porro"? —quería asegurarse de las razones por las que aquel
delincuente quería contar con su ayuda y no con la de sus colegas—. ¿Se lo has dicho
a "el Porro"?.

—No. Ese no va a mear sin "el Mamen" —se explicó—. Es un mierda.

Aquello pareció valerle a Paquito; más que nada porque aquella era la opinión
que él tenía de "el Porro". Poco más tuvo que explicarle "el Pupas". Con Marta en la
acera de enfrente, al borde del enfado, y dada su predisposición a colaborar con él
por muy descabellado que fuese el plan, no fueron necesarias más palabras que las
justas para fijar una hora y un sitio donde verse aquella noche; ya le explicaría los
detalles según fuese llegando el momento.
Paquito regresó junto a Marta, a la que agradeció su paciencia con un rápido beso
en los labios. La chica, ofendida, más por con quien había estado que por el hecho de
tenerla esperando, le pedía insistentemente explicaciones de la razón por la cual se
relacionaba con aquellos "macarras". Paquito, diestro como era en aquellos lances,
lanzó balones fuera a base de caricias y arrumacos, hasta que Marta cesó en su
empeño por saber más de lo que él consideraba que debía saber. Vueltas las aguas a
su cauce, la enganchó fuertemente por la cintura, la mano bien cerquita de la nalga, y
se fueron hasta el "Pinbol".

—¡Hay partida!.
4

Paquito miró el reloj; eran pasadas las nueve y "el Pupas" aún no había llegado.
Haría una media hora que había dejado a "el Piños" en la sala del Chema; en aquella
ocasión, no había querido inmiscuirlo. Aunque "el Pupas" no se lo había dicho
explícitamente, Paquito había entendido que aquello era cosa de dos, y que su colega
estaba de más.

Trataba de calmar sus nervios, paseando de un lado a otro de la acera y


fumeteando un cigarrillo que se había agenciado de camino a la cita, cuando llegó "el
Pupas". No articuló palabra, tan solo le hizo un gesto con la cabeza a modo de
saludo, y le indicó con la mano que le siguiese. Pasaron al lado de dos coches
aparcados en el borde de la acera: un SIMCA 1200 y un Renault 7. "El Pupas" observó
detenidamente el interior de cada uno de ellos, y se fue hacia el Renault. Paquito le
observaba en silencio, el ceño fruncido; no sabía mucho sobre lo que iban a hacer
aquella noche, y nada sobre los detalles del plan, así que, se preguntaba qué iba a
pasar y la razón de porqué aquel moreno delgaducho estudiaba con tanto
detenimiento los dos coches.

—Este —dijo por fin el Pupas" señalando hacia el Renault—. El otro no tiene
radio.

—¿Vamos a birlarle la radio?. ¿Y para eso tanto misterio? —si aquel era el plan de
"el Pupas", a Paquito le parecía un despropósito.

—¡Qué coño! —exclamó "el Pupas"—. Es que me he traído una cinta de "Los
Chunguitos" "pa" ir oyéndola...

No había terminado de decir aquello, cuando reventó una de las ventanillas del
coche con una fuerte patada. Abrió la puerta y se sentó en el asiento del conductor,
desde el que acabó de quitar los restos de cristal que quedaban. Paquito, de pie en la
acera, observaba cómo "el Pupas" arrancaba unos cables de debajo del volante, y le
hacía el puente al coche con envidiable destreza; instantes después, el motor del
Renault 7 estaba en marcha.

—¿A qué esperas? —le dijo "el Pupas"—. Venga sube. No te quedes ahí "pasmao".
Paquito corrió hacia la otra puerta y se sentó en el asiento. Entretanto, "el Pupas"
ya había introducido la casete, y por los altavoces del coche empezaba a sonar el
"Dame Veneno" de "Los Chunguitos". Se dedicaron una fugaz mirada, y "el Pupas"
metió primera y salió con el coche a la calzada.

—Tienes que enseñarme a hacer el puente —le dijo Paquito. Consideraba que
saber aquello era imprescindible.

—Ya... Un día de estos —"el Pupas" se mantenía atento a la carretera; no parecía


manejarse con mucha soltura conduciendo—. ¿Sabes conducir?.

—Sí —no lo dijo por fanfarronear, pues era cierto que sabía conducir—. ¿Por
qué?.

—Porque vas a tener que conducir —"el Pupas" le empezaba a explicar los
detalles del plan—. Lo cosa va así. Yo robo el dinero al viejo y tú me esperas en el
coche, con el motor "arrancao", "pa" largarnos cagando leches. ¿Vale?.

—Valdrá... ¿A dónde vamos?.

—A Roces.

El poblado de Roces, aún más al sur de Gijón, se había empezado a construir por
los años cincuenta siguiendo el modelo de vivienda obrera que se consideraba como
más apto para garantizar la luz y la ventilación, de forma que, las viviendas se
agrupaban en bloques separados por patios y jardines, en hileras a lo largo de la
avenida de Salvador Allende, y alejados del clásico modelo de casa unida a la
siguiente formando calles, que abundaba en otras partes de la ciudad.

"El Pupas" se desvió de la avenida principal, la de Salvador Allende, y enfiló por


una de las calles, que bajaban hasta la fábrica de piensos de la Cooperativa, aún más
oscura y solitaria que el resto de las del poblado. Hacia la mitad detuvo el coche,
echó el freno de mano y le indico a Paquito que ocupase el asiento del conductor. Él
salió fuera, encendió un cigarrillo y se arrimó a una de las aletas delanteras del coche.
Echó un par de caladas y se fue hacia la ventanilla del asiento del conductor, donde
ya estaba sentado Paquito.

—La cosa va así —le empezó a explicar—. En unos diez minutos, más o menos,
aparecerá el tipo con la pasta. Es un viejo, así que no creo que dé problemas. Yo me
voy "pa" él y se la quito —otro par de caladas—. Tú esperas aquí, en el coche, listo
"pa" salir pitando. ¿Vale?.

Paquito asintió con la cabeza. El plan era sencillo y, a priori, fácil.

No habían pasado los diez minutos que le había dicho "el Pupas", cuando un
hombre de cerca de setenta años dobló la esquina de la calle y dirigió sus pasos acera
arriba, hacia donde ellos se encontraban. "El Pupas" tiró al suelo lo que le quedaba de
cigarrillo, sacó la navaja y salió a su encuentro. Paquito, desde el coche, dispuesto a
huir de allí a toda velocidad, observaba cómo su compañero se acercaba con decisión
al hombre que, solitario y cargando con un maletín, caminaba por la otra acera,
apenas a diez metros de él. El chico se encaró con el hombre. Discutieron. Se resistía a
darle el maletín, a pesar de las amenazas del joven, navaja en mano dispuesta a
clavarse en cualquier momento. Lo tenía arrinconado contra una esquina,
atemorizado, y pidiendo socorro. "El Pupas", nervioso, intentó arrancarle el maletín
de las manos, pero el hombre no se rendía y seguía gritando pidiendo ayuda. Paquito
observaba, inquieto, cómo su compañero empezaba a perder el control de la
situación. En esto de pronto, sin saber de dónde ni cómo, apareció un tipo corpulento
que se fue hacia el delincuente, bastón en mano, dispuesto a defender al hombre del
maletín. "El Pupas", absorto en el forcejeo con el hombre, no pudo hacer nada por
esquivar el golpe que el otro le arreó con su bastón, y se fue de bruces al suelo. Una
vez allí, el corpulento le remató con una fuerte patada a la altura de los riñones.
Paquito saltó del asiento. En un acto reflejo, quitó el freno de mano, metió primera y
pisó a fondo el acelerador embistiendo con el coche al tipo corpulento, que cayó al
suelo rodando acera abajo hasta estrellarse contra una pared empapelada con
propaganda electoral; quedó tendido sin conocimiento. Paquito se lanzó fuera del
coche, sacó la navaja del bolsillo de su pantalón vaquero, y la empuño con fuerza
encarándose al hombre del maletín. Fue cuestión de segundos, lanzó al aire un
navajazo que fue a parar a la mejilla del hombre, rajándosela de lado a lado. El
hombre pegó un alarido de dolor y se fue al suelo, soltando el maletín que Paquito
recogió y lanzó al interior del coche. Se volvió hacia "el Pupas"; se retorcía de dolor
en la acera; entre improperios le dio a entender que se había roto el brazo en la caída.
Paquito le ayudó a levantarse, y se las arregló para llevarlo hasta el coche y arrojarlo
al asiento trasero. En esas, una patrulla del 091 dobló la esquina y accionó la sirena.

—¡Hostias, la "pasma"! —gritó "el Pupas"—. ¡Arranca Paquito! ¡Arranca!.

Paquito se abalanzó sobre el volante del coche, metió la marcha atrás y, con una
hábil maniobra, encaró calle arriba la huida. Conducía con una destreza inusual para
un chico de su edad. Lo cierto era que no respondía a una habilidad entrenada, ni
siquiera a un don que pudiese tener, sino que lo que ocurría era que, inconsciente de
lo peligroso de su forma de conducir, únicamente pensaba en huir, y era este ansia
por escapar y no ser atrapado lo que le llevaba a manejar el volante de la forma
temeraria que lo hacía. No tenía la situación bajo control y, sin saberlo, se
encomendaba a la suerte de que ningún coche, peatón o cualquier otro imprevisto se
cruzase en su camino, porque entonces no habría lugar a reacción, y el golpe sería
inevitable. Con un fuerte volantazo enfiló la carretera Carbonera en dirección al Alto
de la Madera, y pisó a fondo el acelerador tratando de dejar atrás a la policía. Llevaba
el motor al máximo, con "el Pupas" en el asiento trasero gritando de dolor mientras le
animaba para que despistase a los "maderos". Al poco, ya había conseguido sacarles
la suficiente ventaja como para que, con un violento giro, pudiese sacar el coche de la
carretera y enfilar por un camino de tierra sin que la policía se percatase. Apagó las
luces y esperó unos segundos. Vio cómo el coche patrulla pasaba de largo. Entonces,
retomó el camino andado y lo deshizo en dirección a la ciudad. Poco después, detuvo
el coche en la orilla de la carretera.

—¿Estás bien? —le preguntó al "Pupas".

—Bien jodido —exclamó el otro desde el asiento trasero—. Ese hijo de puta me
partió el brazo. ¡Joder! ¡No aguanto el dolor!.

—Te llevo al hospital.

—¡Hostias, no! Con este coche, no —grito el otro—. La "pasma" lo tendrá fichado.
Ya habrán avisado de la matrícula.

—Pues cogemos otro...

—¡Tira "palante", joder!. "Na" más encontremos otro nos cambiamos —el "Pupas"
hablaba entre gritos de dolor—. ¡Pero tira de una puta vez!.

El periplo de aquella noche no había hecho más que comenzar. Paquito pisó el
acelerador y siguieron por la estrecha carretera hasta llegar a la carbayera de Granda.
Frenó en seco al ver un Ford Fiesta plateado aparcado a la vera, próximo a la entrada
de una casa. Miró a uno y otro lado; no había nadie en varios metros a la redonda. Es
más, el lugar apenas estaba iluminado por un débil foco a la entrada de una solitaria
casa. Parecía el lugar y el momento apropiado para cambiar de coche. Paquito salió
del Renault 7, abrió la puerta trasera, y ayudó a salir a su colega. Una vez al lado del
Ford Fiesta, "el Pupas" le indicó que rompiese la ventanilla del coche de una patada.
Paquito no lo vio claro; nunca antes había hecho aquello y tenía miedo de lesionarse;
fue hacia el Renault, cogió el maletín robado, y ayudándose con él, rompió el cristal
de la ventanilla. "El Pupas", aún dolorido, le daba instrucciones para que se sentase al
volante del coche y le hiciese el puente. Fue una clase rápida pero magistral, y en
cuestión de segundos, Paquito hizo funcionar el motor del coche.

El dolor era tal, que "el Pupas" ya parecía sodomizado; era como si ya no sintiese
nada; poco a poco, el joven iba perdiendo el conocimiento, presa del cansancio.

—¡Mierda! —exclamó "el Pupas"—. ¡La "pasma"!.

Habían aparcado el coche a unos metros del hospital, y caminaban hacia él


cuando vieron a una pareja de Nacionales que montaba guardia en la puerta de
urgencias. Seguramente, la patrulla que había sorprendido a Paquito y a su colega
había dado aviso de que uno de ellos estaba herido y, por tanto, tarde o temprano
tendría que acabar acudiendo a los servicios de urgencias del hospital; por eso
debían haber montado aquel dispositivo de vigilancia en la puerta; esperando a que
apareciesen ellos por allí.

—¡Joder, es verdad! —Paquito maldijo su suerte—. ¿Qué hacemos?.

—Largarnos de aquí. No nos han visto —respondió "el Pupas", que a duras penas
lograba mantenerse en pie por el dolor del brazo—. Disimula, como si tal cosa, y
vámonos.

Fingieron andar despistados, y se volvieron en dirección al coche, sin mirar atrás


y sin apurar el paso, con la mayor naturalidad que la situación se lo permitía. Los
policías, por suerte para ellos, no se percataron de su presencia. Alcanzaron el coche
sin problemas. "El Pupas" ya no resistía más, y Paquito no tenía ni la más remota idea
de lo que podían hacer. Necesitaban un médico, pero seguramente la policía habría
puesto vigilancia en todos los hospitales, residencias y sanatorios de la ciudad.

—¡Tira "pa" Oviedo! —le grito su compañero.

—¿Estás loco?. Tendrán la "Y" vigilada —le respondió Paquito, nervioso e incapaz
de discurrir alternativa alguna.

—No vamos a ir por la "Y"... —hizo una pausa, como si valorase seguir
explicándose o no —. Ni siquiera vamos a ir al hospital —concluyó.

Paquito, lejos de entender nada, se limitó a seguir las indicaciones de un "Pupas"


cada vez más agotado. Con el depósito de gasolina rozando la reserva, se pusieron en
marcha. Su compañero, recostado en el asiento a su lado, iba diciéndole por donde
tenían que ir. Todo carreteras secundarias, caminos perdidos, sin apenas salir ni tan
siquiera un par de kilómetros a la nacional que unía Gijón y Oviedo; buscaban
esquivar posibles controles policiales. No eran tan importantes como para que la
policía se preocupase excesivamente en perseguirles, pero no estaba de más tomar
precauciones. Además, a aquella hora, seguramente ya habrían denunciado el robo
del Ford Fiesta y la policía ya estaría al tanto de que habían cambiado de coche.

Aquella noche la suerte estaba de su lado. Tardaron más de una hora en llegar,
pero llegaron. Y llegaron justo cuando el coche consumía la última gota de gasolina y
se paraba en una calle de Lugones, a pocos metros de la Refractaria. Paquito arreó un
fuerte golpe de rabia en el volante, y echó una maldición. "El Pupas" le tranquilizó;
no pasaba nada, pues habían llegado a su destino. A pocos metros de allí, en un piso
de un viejo edificio de Lugones, el chico tenía un conocido que se dedicaba a arreglar
huesos rotos al margen de la ley.

—Hola. ¿Está don Enrique?.

Les había abierto la puerta una mujer de unos cincuenta, en bata y camisón de
noche, el pelo recogido en unos rulos tapados con una redecilla rosa. Eran pasadas la
una de la madrugada, pero aquella mujer no parecía molesta por su presencia, sino
que más bien parecía acostumbrada a recibir visitas a aquellas intempestivas horas.
Les indicó que pasasen a una pequeña sala de espera, la primera puerta a la derecha
en el recibidor de la casa. "El Pupas" se desplomó sobre una de las butacas. El doctor
don Enrique estaba ocupado en su consulta, la habitación contigua a aquella pequeña
sala de espera, curando las heridas por navajazos con las que se había presentado
otro joven hacía menos de media hora. Paquito miró a su colega; había aguantado
estoicamente el dolor, pero ya no podía más, estaba medio desfallecido. No habían
pasado cinco minutos cuando la mujer entró en la salita; el médico les esperaba para
atenderles.

Don Enrique era un sesentón de barba blanca, alto, fornido, de rostro serio y
pocas palabras. Durante años había sido médico de la seguridad social, hasta que una
negligencia, un tanto oscura y bastante deleznable, le había apartado definitivamente
de la medicina pública. Los rumores apuntaban a que dicha negligencia tenía algo
que ver con el hecho de que, en sus horas libres, ejerciese su profesión solucionando
problemas ajenos surgidos al margen de la ley, por los cuales, por supuesto, exigía
una nada despreciable cantidad de dinero. Sea como fuere, aquel hombre llevaba ya
varios años atendiendo en su piso de Lugones, con la máxima discreción de la que
era capaz, a gente como "el Pupas".

Paquito se arrinconó en una esquina de la consulta, desde la que se dedicó a


observar cómo el médico auscultaba el brazo de su colega. El hombre frunció el ceño,
apretó el brazo por el lugar en el que creía estaba la rotura, y el joven lanzó un fuerte
grito de dolor. El médico esbozó una media sonrisa y articuló las primeras palabras.

—Es una rotura limpia del cúbito —hizo una pausa, como esperando ver algún
gesto de complicidad por parte de los chicos—. Te recolocaré el hueso y te
entablillaré el brazo. En dos meses estará soldado —otra pausa más. Ya había dado el
diagnóstico y la solución, ahora faltaba el precio—. Serán tres mil pesetas.

Paquito entendió que aquel médico, como las putas, quizás porque, al igual que
ellas, ejercía su oficio al margen de la ley, exigía por adelantado el pago de sus
servicios. Abrió el maletín cuyo robo les había acabado llevando allí, y rebuscó en su
interior. Encontró las tres mil pesetas. Se las dio al médico. No hubo más palabras.
Don Enrique procedió a encajar y entablillar el hueso roto de "el Pupas". Una hora
más tarde, caminaban por las calles de Lugones.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó un Paquito cansado y demasiado confundido


como para ser capaz de pensar con una pizca de coherencia.

—Repartir —"el Pupas" le señaló el maletín—. Esperar a que salgan los buses, y
pillar el Alsa para Gijón. Pero hay que tirar ese maletín por ahí. Ah, y nada de ir
juntos en el bus. Yo voy antes, tú coges el siguiente...
Don Enrique había calmado por completo los dolores de "el Pupas", y éste,
hablaba y se movía con energía; atrás quedaban los momentos de desfallecimiento.
Paquito le miró, reconsideró durante unos segundos aquellas palabras, y asintió con
la cabeza; era un buen plan.

Sentados en el primer banco con el que se tropezaron, abrieron el maletín y


sacaron todo lo que había en su interior. Papeles, tabaco, unas gafas, unos bolígrafos
y, entre otras cosas inservibles, un sobre con dinero; exactamente, diez mil pesetas.

—Bueno... No está mal —dijo "el Pupas" a modo de consuelo una vez acabaron de
recontar el dinero.

—Ya... —Paquito, sin embargo, pensaba que aquello no justificaba el periplo por
el que había tenido que pasar—. Si no hubiésemos tenido mala suerte...

—Cosas que pasan...

Se repartieron el dinero y el tabaco y dejaron el resto sobre el banco.

La noche acabó como había planeado el Pupas", y a las once de la mañana del día
siguiente, Paquito abría la puerta de la casa de sus padres, ajeno a que aquel día sus
andanzas ocuparían una columna en la página de sucesos de "El Comercio".

—¿De dónde vienes? ¿Dónde has pasado la noche?.

Nuria no le reprendía. No, el tono de voz que usaba su hermana era más de
preocupación que de bronca, pues no ejercía como madre sino como consejera, y,
teniendo como única herramienta su carácter afable, intentaba cuidar de él a base de
advertencias cargadas de buenas intenciones. Pero Paquito no la escuchó; al igual
que hacía siempre ignoró sus palabras; no por desprecio, sino por rebeldía. Y así,
oídos sordos, se fue hacia su habitación; necesitaba descansar; la noche había sido
dura y larga. Nuria, viéndole cómo se desplomaba sobre la cama completamente
rendido, se sintió impotente; nada podía hacer para evitar el desastroso devenir de
su hermano. Cerró la puerta de la habitación, y retomó sus labores de limpieza.

Aquella actitud de Paquito la sumía en una congoja que no podía compartir con
nadie de la casa; su padre, borracho, pegaría cuatro voces, culparía de todo a su
madre, y acabaría rompiendo algún jarrón o figura de los pocos que les quedaban;
Rosa, la madre, bastante desgraciada era ya como para aceptar echarse más
desgracias a su espalda, así que, no querría escucharla, y preferiría la ignorancia al
conocimiento, pues ésta le haría sentirse un poco menos infeliz, aunque esto solo
fuese de forma engañosa; y Juancho, bueno Juancho, aunque Nuria aún no lo
supiese, estaba más necesitado de consejos que en situación de poder darlos.

Paquito durmió hasta la hora de comer, y porque el revuelo que solía formarse en
casa a aquella hora le acabó despertando. Cuando llegó a la cocina se encontró a su
familia reunida alrededor de la mesa, comiendo en silencio, el mismo silencio
enrarecido de siempre. Nadie le preguntó, nadie le dijo nada, nadie se preocupó de la
razón por la cual aquella noche no había dormido en casa. Se fue hacia la mesa y se
sentó en la silla que había libre. Tan solo se encontró con la mirada angustiada y
preocupada de su hermana; el resto, ni siquiera se ocuparon de mirarle, tan solo
comían, ajenos unos de otros.

—¡A donde vamos a ir a parar!.

—Y que lo digas... Fíjate que ayer por la noche atracaron a un pobre hombre en
Roces. Le robaron el maletín donde llevaba el dinero, y le rajaron la cara con una
navaja. Y encima, a otro que fue ayudarle, le atropellaron con un coche.

—Por lo que dice el periódico debieron romperle unos cuantos huesos.

—¡Sinvergüenzas!. ¡Con Franco iban a hacer esto esos quinquis!.

Paquito levantó la mirada del suelo y miró al frente. Allí, a tres metros de el, un
par de jubilados sentados en un banco comentaban la noticia publicada en el diario
local; daban su opinión ajenos a que enfrente tenían a uno de aquellos "quinquis" a
los que se referían. Paquito hacía unos cinco minutos que había llegado, y esperaba,
arrimado a la pared de la casa donde vivía "el Piños", a que éste saliese; estaba
terminando de comer. Él ni siquiera se había comido el postre aquel día, pues
necesitaba contarle a su amigo cual había sido su hazaña de aquella noche, por
mucho que aquellos dos jubilados lo tachasen de reprobable. Y se lo contó, con pelos
y señales, poco después, camino del "parque" donde había quedado con el "Mamen"
para que le diese su parte en la venta de aquella dichosa radio. El "Piños", lejos de
reprocharle nada, escuchó con admiración el relato de su colega.

"El Mamen" y los suyos estaban donde siempre. Caminaron hacia ellos. Entonces,
"el Mamen" se acercó a Paquito y le tendió la mano para, a continuación, abrazarle
con fuerza. Paquito miró de reojo hacia el bordillo donde estaba sentado "el Pupas",
con su brazo en cabestrillo; aquel le lanzó un guiño; le había explicado todo lo
sucedido a "el Mamen".

—O sea, que tienes unos cojones como un toro —exclamó el "Mamen" con
admiración.

—Bueno... Solo hice lo que tenía que hacer —respondió Paquito con falsa
modestia.

—Pues va a haber que empezar a tomarte en serio...

—Ya... —pero Paquito no había ido al "parque" para escuchar los halagos de "el
Mamen"—. ¿Qué hay de lo mío? De la radio, digo.
—¡Joder! —"el Mamen" sonrió—. No tenía pensado darte un duro, pero visto
como te las gastas —metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un par de
billetes de mil—. Aquí tienes, esto es lo que hay.

—Vale.

No le pareció mucho, pero no quería líos. Cogió el dinero y le hizo seña a "el
Piños" de que se iban de allí. No habían caminado tres metros cuando "el Mamen"
reclamó su atención pronunciando las palabras que Paquito llevaba ya un tiempo
deseando oír.

—¡Paquito!. Mi hermano Manolo quiere conocerte.


PARTE II.
MESES MÁS TARDE.
VERANO DEL SETENTA Y SIETE.

La Sara vivía de renta en uno de los viejos edificios de los años cuarenta, en lo que
se venía a llamar el Llano alto; apenas rodeado de casas, en una calle sin asfaltar,
barrizal de piedras y tierra que servía de aparcamiento de camiones, y por la que
apenas transitaban coches; de tres plantas, un vecino en cada planta; techos altos,
tanto, que restaban ambiente a la vivienda y únicamente la hacían más fría en
invierno; en modo alguno aquellos pisos representaban un estilo de vida acogedor,
sino más bien eran propios de una ostentosidad que no respondía a más regla que la
del lujo entendido como grandilocuencia.

La puta empujó la puerta del portal; no había cerradura, los vecinos habían
desistido de repararla, pues una y otra vez los yonquis de la zona la destrozaban
para poder entrar en el edificio, en busca de un lugar apartado y tranquilo en el que
poder pincharse. La Sara apartó, con el tacón de sus botas, una jeringuilla usada que
había sobre el suelo, justo al pie de la puerta, y le hizo una seña a Paquito para que
entrase. El chaval entró en el edificio y dejó que la puta subiese las escaleras por
delante de él; quería regocijarse viendo cómo se movían bajo el pantalón vaquero las
nalgas de la mujer, escalón tras escalón.

La Sara era muy conocida en el barrio. «Podrás encontrarla en el "Peralta"», le


había dicho "el Mamen". Paquito había estado preguntado por ella, pues quería
quitarse de encima el estigma de virgen para pasar a ser un hombre; nadie era un
hombre si antes no había follado, y dado que Marta no estaba por la labor, se había
visto obligado a recurrir a los servicios de una puta; la Sara tenía fama de ser una
buena puta. "El Mamen" le había servido para dar con ella. «A esta hora suele parar
por el "Peralta". Allí la pillarás».

Y allí estaba, frente a la máquina tragaperras, metiendo monedas y dándole a


aquellos botones sin descanso. Paquito la conocía bien, pero solo de vista, pues hasta
aquel día nunca había hablado con ella. Veinte años más vieja que él, el rollizo culo
de la puta era bien conocido en el barrio. "El Mamen", que presumía de habérsela
follado en varias ocasiones, decía de ella que tenía un "culo muy sabroso", y que
siempre se pajeaba pensando en el. Lo cierto era que Paquito, aunque se guardase
para él su opinión sobre el tan adulado culo, deseaba tanto como cualquier otro
poder sentir las nalgas de la puta entre sus manos, y siempre volvía sus ojos, al sonar
de los tacones de la Sara, para deleitarse viéndola mover sus caderas.

Paquito caminó hacia la tragaperras. Avanzó los escasos metros con paso
decidido y prudente, cual torero que enfrenta a su astado, y, cuando estaba lo
suficientemente cerca, recabó la atención de la mujer con un seco y entrecortado
"hola". La voz de Paquito era, a su edad, por mucho que forzase un tono ronco, como
la de todos los jovenzuelos de catorce años: mitad niño mitad adolescente, con un
quiebro que según lo que dijese podía hacer que ello resultase ridículo. La Sara se
volvió. Frunció el ceño y, por la expresión de su rostro, pareció reconocer al
jovenzuelo que, bravucón, forzando una extraña pose que buscaba aparentar más
edad, esperaba su respuesta. Tenía que levantar levemente la vista, pues la puta, con
tacones, le sacaba unos centímetros por encima de la cabeza; nunca había sido un
chico espigado, sino más bien de tipo medio tirando a bajito; esto lo compensaba con
su carácter y su forma de ser. La puta sonrió y, con una mano, tomó al jovenzuelo
por el mentón, cariñosamente, como si se dirigiese a un niño; a él no le gustó aquello.

—¿Y qué quiere este muchacho de mí? —le interrogó en un tono un tanto guasón.

Para entonces, Paquito era el centro de atención del "Peralta". Bien conocido por
los allí presentes, pues solía ir con "el Piños" a jugar al futbolín, había llamado su
atención al acercarse a la Sara. Porque sí, la Sara era puta, pero había que tener los
machos bien apretados para acercarse a aquella mujer capaz de quitar el hipo con tan
solo su presencia. No solo era un "culo muy sabroso", como decía "el Mamen", sino
que su busto era capaz de aturdir los sentidos de cualquier hombre. No bastaba con
tener dinero para acercarse a ella; había que saberse capaz de domar a una mujer de
aquel calibre, y no todos los hombres se sentían capaces de ello; aun a pesar de ser
puta, el miedo a desfallecer al sentir su piel retraía a muchos. Por eso, que aquel
jovenzuelo, que apenas le llegaba a la barbilla, delgaducho, adolescente a medio
hacer, se hubiese acercado a ella de la forma en que lo había hecho, había reclamado
la atención de la gente del bar; incluso del Fermín, el dueño.

Paquito levantó la vista levemente, conteniendo sus nervios, y miró a los ojos
verdes de la puta; por el rabillo del ojo apreció sus cabellos morenos cayendo sobre
sus hombros; llevaba el pelo sucio, pero aquello no pareció importarle. Así, con
aquella arrogancia y descaro que le eran propios, le espetó: «¿Qué quieres tomar? Te
invito». Ella esbozó una sonrisa; por unos instantes creyó que el chico saldría
corriendo, que no se atrevería a responderle, pues eso hubiese sido lo normal; el
descaro de aquel jovenzuelo le causaba gracia. Asintió con la cabeza. Recogió el bolso
que tenía sobre un taburete, al lado de la tragaperras, y se acercó a la barra dejándose
acompañar por Paquito.

—Fermín, ponme un sol y sombra, que invita aquí el hombretón.


—Y, el hombretón, ¿qué va a tomar? —preguntó el Fermín con cierta sorna.

Por unos instantes Paquito pensó en responder que iba a tomar «a su puta madre
por el culo», pues no le había gustado el tonillo del Fermín; sin embargo, pensó que
el dueño del bar seguramente no tenía los cojones que había que tener para acercarse
a la Sara como él lo había hecho, así que, para él, la opinión de aquel hombre no valía
mucho y, como se suele decir, ofende el que puede no el que quiere.

La Sara acomodó su deseado culo sobre un taburete, entretanto Paquito se


acercaba otro y se encaramaba encima. Ella bebió un sorbo de su sol y sombra a la
salud del muchacho, al que agradeció la invitación con una sonrisa y un ademán de
brindis, y él, sin dudarlo un instante, como para demostrar su hombría, pegó un
largo trago al coñac que había pedido ante la cara estupefacta del Fermín. Dudó unos
instantes, pero estos fueron especialmente breves, pues, sin apenas dilación, con un
aire un tanto chulesco y disfrazándolo de naturalidad, echó la mano al muslamen de
la puta. La Sara recibió aquella osadía con una sonrisa; le causaba gracia la
arrogancia del chico. Lo normal, con cualquier otro chiquillo imberbe, habría sido
arrearle un bofetón; con aquel no fue así pues la puta sentía cierta curiosidad por
saber hasta dónde llegaría la chulería del joven. El patio de butacas del bar esperaba
acontecimientos.

—Pero bueno... Y tú, ¿qué quieres? —fueron las palabras con las que la puta
respondió al manoseo de su muslo.

—Irme contigo a otro lado...

—Ya... —sonrió, pues no era necesario ser muy avispado para adivinar las
pretensiones del muchacho.

Sería que aquella tarde no tenía plan; o sería que le podía la curiosidad por saber
hasta dónde iba a ser capaz de llegar el joven; o quizás una mezcla de las dos. El caso
es que la puta le respondió: «pues paga y vámonos». Al poco, Paquito salía del
"Peralta" agarrando el culo de la Sara ante la mirada atónita de los presentes, y
comprobando que, ciertamente "el Mamen" no mentía sobre las bondades de aquel
par de nalgas.

La Sara abrió la puerta de su casa, presidida por un pequeño vestíbulo antesala de


un oscuro pasillo. Paquito observó el lugar. La luz, que a duras penas entraba a
través del cristal biselado de la puerta de la cocina, mal iluminaba aquel vestíbulo, en
modo alguno acogedor, que no distaba mucho de la mayoría de las casas que él
conocía, ni por su mobiliario —viejo y desprovisto de gusto alguno—, como por sus
paredes empapeladas, con el papel ya sucio y levantado y carcomido por las
esquinas. Olía como olían los viejos edificios del barrio: a rancio y humedad. Sin
embargo, a Paquito, aquel olor le resultaba familiar e incluso agradable.
—Pasa y siéntate —le dijo la Sara señalándole un sofá del salón, primera puerta a
la derecha—. Ahora mismo vuelvo. Tengo que mear.

Arrojó el manojo de llaves sobre el carcomido mármol de la zapatera que había en


el vestíbulo, y se perdió por el oscuro pasillo. Paquito, sin más, siguió las
indicaciones de la puta y se sentó sobre el sofá, la espalda reclinada sobre el respaldo,
el culo hundido en el viejo cojín. Las palmas de las manos apoyadas sobre las
rodillas, observaba el salón, de paredes empapeladas, como toda la casa, con dibujos
formados por enormes y coloridas flores que herían la vista, y visillos sucios por los
que apenas traspasaba la escasa luz que traba a través de unos cristales con falta de
bayeta. Entretuvo el tiempo observando las figuras de porcelana que llenaban los
estantes del enorme armario que ocupaba casi toda la pared.

Miró el reloj. Ya habían pasado cinco minutos. Paquito se empezaba a


impacientar, pues no había ido a aquella casa a ejercer de mirón. Al poco, la Sara
regresó. Venía en zapatillas y sin los pantalones vaqueros, cubierta por una bata
marrón, y el pelo atado en una coleta, dejando todo su cuello al descubierto; a
Paquito se le antojó seductora. La puta le brindó una sonrisa un tanto desganada y se
sentó frente a él en otro sofá. Cruzó las piernas y se reclinó entretanto colocaba las
manos sobre las rodillas.

—Bueno... Y tú, ¿qué quieres? —le espetó la Sara.

—Follar —Paquito fue directo. No había motivo para no serlo.

—Sí, ya —le respondió la puta con un tono un tanto irónico—. Eso ya me lo


imagino... Tú eres virgen, ¿no?.

—¿Por qué lo dices? —le reprendió Paquito.

—Porque creo que eres virgen...

La Sara sacó una cajetilla de tabaco del bolso de la bata, y dio fuego a un cigarrillo
con un mechero que tenía sobre la mesa de centro del salón. Echó una calada, esbozó
una sonrisa y, de nuevo, se dirigió al joven.

—Eres virgen, ¿no?.

—Sí —respondió Paquito tras recapacitar unos segundos. Debió pensar que
resultaba tonto no reconocerlo, pues no dejaba de ser una puta, y él llevaba dinero
para pagarle; así que, virgen o no, ella tendría que cumplir—. Y eso, qué más da.

—¿Cuántos años tienes?.

—Catorce.
Aquello acabó por desquiciarle. Paquito se levantó del sofá y se fue hacia la puta,
desafiante, el dedo índice de su mano apuntando hacia la cara de ella, a modo de
amenaza, buscando hacerse ver como un hombre y no como el niño que parecía ver
la puta. Pero ella no se amilanó. Se puso en pie, el ceño fruncido, dispuesta a zanjar
aquello con dos tortas y echar a aquel crío de su casa si intentaba propasarse.

—¡Tengo dinero. Te voy a pagar! —le gritó Paquito—. ¡Déjate de mamonadas!.

—Ya... No lo dudo, por la cuenta que te trae niñato. Pero, ¿quién te dice a ti que
yo quiera follar contigo? —le respondió la puta, firme ante la actitud amenazante del
joven.

—Oye, zorra... Basta ya de tanta jodienda. ¡Vamos al tema! —Paquito cogió


bruscamente a la Sara por el brazo.

—Oye niñato de mierda, no te me pongas chulito, eh. ¿Quién te crees que eres?.
No debes ni tener pelos en los huevos. No me hables así, eh.

La Sara dio un fuerte golpe con el brazo para liberarse de la opresión de Paquito,
y le empujó con fuerza haciéndole caer de espaldas sobre el sofá del que se había
levantado. Aquello terminó por enfadar completamente al joven, que se reincorporó
rápidamente, fue hacia la puta y la empujó con fuerza a la par que le gritaba.

—¡Yo te hablo como me sale de los cojones, puta!.

—¡Niñato de mierda!. Ni siquiera sabes por dónde la tienes que meter —le
respondió la Sara mientras se reincorporaba—. ¡Vete de mi casa! ¡Ahora!.

—¡Y una mierda!.

Forcejearon. Paquito, más diestro en peleas callejeras que la puta, consiguió


arrojarla de bruces contra el sofá y se abalanzó sobre ella cogiéndole el brazo; se lo
retorció impidiéndole moverse. Con la mano libre se bajó los pantalones y los
calzoncillos, y le arrancó las bragas a la puta entre gritos. Era la primera vez, y
apenas sabía lo que tenía que hacer pero, presa del cabreo, se dejó llevar por el
instinto y acertó a penetrar a la puta. La penetró con fuerza, cabalgando sobre ella
desaforadamente. En las primeras sacudidas la puta gritó de rabia e impotencia, pero
al poco, la vigorosidad del joven hizo que aquellos aullidos de dolor se convirtiesen
en gemidos de placer; la Sara disfrutaba.

Paquito se percató de ello y le dejó libre el brazo para apoyar sus dos manos sobre
la espalda a medio descubrir de la puta. Los dos gemían al unísono. Paquito siguió
penetrándola fuertemente hasta que, tras un grito ahogado de placer, se corrió dentro
de la puta entre jadeos de regocijo.
Se subió los calzoncillos y los pantalones, entretanto ella se reincorporaba, y tras
rebuscar en el bolsillo de sus vaqueros, dejó unos billetes sobre la mesa de centro;
pagaba los servicios forzados de la Sara, que aún no se había recompuesto de aquel
embiste. Sin mediar palabra, la puta buscó sus bragas, se las puso, y dio fuego a un
cigarrillo. Paquito le hizo seña de que le dejase echar una calada; ella accedió. Pensó
que, seguramente, la puta le vería ahora como lo que era: un hombre, un hombre que
había sabido darle placer; ya no vería al crío imberbe que se había acercado a ella en
el "Peralta". Sin embargo, en realidad, la Sara no le veía como a un hombre, según lo
que Paquito entendía por tal, sino como a un joven vigoroso, arrogante,
temperamental y sinvergüenza, que despertaba en ella un extraño sentimiento;
empezaba a sentir cierta atracción por aquel chico veinte años más joven.

—Al final va a ser que sí que sabes cómo tratar a una mujer... —le dijo la Sara tras
unos minutos de silencio mientras encendía otro cigarrillo para ella.

—Será que me pones la polla dura...

—Ya... —echó una calada y rió—. ¿Seguro que eras virgen?.

—Sí, pero ya no.

—Jodido niñato... —otra calada—. Ni siquiera te has puesto condón.

—No me llames niñato —la reprendió Paquito—. Soy un hombre —elevó el tono
de voz, como intentando dar empaque a sus palabras.

—Follas mejor que muchos hombres, pero como sigas metiéndola por ahí a pelo
vas a acabar pillando algo —le hacía gracia la arrogancia del joven.

—¿Tú tienes algo?.

—¿Lo tienes tú? —Paquito se encogió de hombros; no supo qué responder—.


Pues eso.

—Igual algún día de estos vuelvo a verte —buscaba seguir conversación con la
puta.

—Ya... Follando de esa forma no te van a faltar mujeres... —apuró una larga
calada a su cigarrillo—. No creo yo que vuelvas mucho por aquí.

—Hay pocas que estén tan buenas como tú.

La Sara sonrió a modo de agradecimiento. Echó una ultima calada y apagó su


cigarrillo en un cenicero que había sobre la mesa de centro. Se sentó en el sofá, la
espalda erguida, y le indicó que se aproximase a ella. Paquito dudó; no entendía qué
pretendía la puta.
—Ven, joder. Acércate —le dijo ella—. Venga.

Paquito, sin alcanzar a comprender las intenciones de la puta, dejó el cigarrillo en


el cenicero y se aproximó a ella. Tenía la cabeza de la Sara a la altura de su bragueta.
La mujer empezó a desabrocharle el cinturón, con intención de bajarle los pantalones.

—¿Qué haces? —la interrogó ofreciendo una mínima resistencia a que ella le
desnudase.

—Tranquilo. Es un regalo...

Para entonces las manos de la puta acariciaban los genitales del joven, que sentía
cómo se ponía erecto. Le gustaba. Notó la lengua de la Sara lamiéndole suavemente
el glande. Su pene estaba duro, muy duro. Suavemente, la Sara iba introduciéndolo
en su boca, removiéndolo suavemente en su interior, como si de un chupa-chups se
tratase. Paquito no podía hacer otra cosa que dejarse sucumbir al placer que le estaba
deparando la puta, sus dedos entrelazos en los cabellos de ella. Durante los minutos
que siguieron, la Sara no dejó de usar sus labios y su lengua excitándole cada vez
más; la destreza de la puta en aquellos menesteres era tal que, cuando consideró que
de seguir, el joven acabaría eyaculando, apartó sus labios del pene de Paquito e hizo
que éste se agachase para poder besarle en la boca. Él se dejaba hacer, mientras sus
manos iban apartando la bata con la que la puta cubría su cuerpo; debajo no había
más que un sujetador blanco y unas bragas que las manos de Paquito, con una
destreza inusual en un joven de su edad, apartaron rápidamente. Era el primer
sujetador que las manos del joven quitaban, pero lo hicieron como si llevasen toda la
vida desabrochando sostenes; debía ser algo innato en él. Pasó su lengua por los
pezones erectos, para después acariciarlos con sus manos, dejándose sucumbir al
suave tacto de sus duros senos. La Sara iba desnudándole, poco a poco, mientras
recorría su cuello con sus carnosos labios, hasta que los dos cuerpos estuvieron piel
con piel. Fue un goce diferente. Ella se situó sobre él y le fue llevando poco a poco al
orgasmo, a la culminación de un éxtasis sexual que en modo alguno Paquito habría
sido capaz de imaginar.

—¿Y esto? —preguntó Paquito instantes después de que ambos hubiesen llegado
al orgasmo.

—Esto es un regalo —la Sara le dio un suave beso en los labios y se puso en pie.

—¿Un regalo? ¿Por qué?.

—Porque sí.

La puta vistió las bragas y se colocó el sujetador ante la atónita mirada del joven,
desnudo, aún sentado sobre el sofá, en la misma pose que ella le había colocado para
luego situarse sobre él y regalarle aquel momento de placer. Paquito no alcanzaba a
comprender la razón por la cual acababa de ocurrir aquello; quizás fuese un joven
inconsciente, poco acostumbrado a buscar explicación a los acontecimientos, pero en
aquella ocasión, sin saber porqué, su cabeza reclamaba una razón. Sin embargo,
tardaría mucho tiempo en comprender que la Sara, como cualquier mujer, necesitaba
tener a su macho, por muy puta que fuese, una especie de privilegiado que se la
podría follar de gratis cuando ella quisiese, y que tendría que estar ahí, siempre
dispuesto a satisfacer sus necesidades; por inexplicable que pudiese parecer, le debía
haber elegido a él.

La Sara ya hacía tiempo que se había cubierto con su bata, cuando Paquito
terminó de vestirse. Le había estado observando arrimada al marco de la puerta
mientras fumaba un cigarrillo. Durante aquel tiempo, no articularon palabra alguna,
sólo se miraron el uno al otro. Paquito no salía de su asombro, y la Sara parecía
satisfecha con lo que había ocurrido.

—Tienes que irte —le dijo cuando se hubo terminado de vestir.

—¿Por qué?.

—Porque sí. Porque lo digo yo —le respondió la puta.

—¿Esto va a ser siempre así?.

—Que te quede clara una cosa —echó una calada como para reafirmar sus
palabras—. Esto será lo que yo quiera que sea. ¿Vale?.

—Valdrá...

—Pues eso. Vete.

Y se fue. Paquito ni quería ni tenía motivo para discutir, pues había logrado su
cometido y a la postre, sin contar con ello, se había ganado el aprecio de la puta; aún
así, no alcanzaba a imaginar cual acabaría siendo la magnitud de su relación con
aquella mujer, y lo que acabaría representando en su vida. Sonrisa en boca, expresión
satisfecha, y felicidad plena por todo lo acontecido, salió a la calle justo cuando "el
Piños" y "el Culebra" pasaban por delante del portal donde vivía la puta.

"El Culebra", un año más joven que ellos, era hijo de una familia gitana que desde
hacía unos años habían dejado las chabolas, y se habían ido a vivir a una ciudadela
que había detrás de la Parroquia de la Milagrosa, en la calle Santa María, próxima a
su desalojo y posterior derrumbe para construir pisos; allí convivían con otras
familias gitanas haciendo uso de unas viviendas abandonadas años atrás. Hacía poco
más de un mes que había hecho amistad con "el Piños", y Paquito, convencido por la
habilidad que aquel gitanillo tenía para el hurto, había decidido que el vivaracho
muchacho debía estar a su lado. Y al lado de aquellos dos colegas había estado
durante aquel último mes, en el que los pequeños robos se sucedieron a tal velocidad
que el propio 'Mamen", al que Paquito hablaba de tú a tú desde lo sucedido en Roces,
parecía asombrado por la destreza con la que se movían. No quedaba esquina en el
barrio, por recóndita que fuese, que no conociesen; ni callejuela, por muy sumida en
la oscuridad que estuviese, que no hubiesen andado. Se movían por Contrueces y el
Llano Alto con pasmosa agilidad, y eran capaces de burlar a cualquier perseguidor
ocultándose en los lugares más insospechados: tras los muros de algún descampado,
en las instalaciones abandonadas de alguna antigua fábrica, o agazapados en algún
portal oculto en la oscuridad de alguna estrecha callejuela.

—¿De dónde sales? —le preguntó el "Piños".

—De estar con la Sara —respondió sin darse ninguna importancia, quitándole
hierro al hecho de haber estado con aquella mujer, aún cuando sabía que esto no era
cosa de poco.

—¡Coño! —exclamó el "Piños"—. No jodas... ¿Y eso?.

—Ya ves... Ya estaba hasta los cojones de ser virgen.

—¡Hostia! Pero la Sara...

La Sara era mucha Sara, y al "Piños" la tan sola idea de tenerla a menos de dos
metros le ponía extremadamente nervioso; con aquello, aumentaba un poco más su
admiración por Paquito. "El Culebra" no articuló palabra, en parte por su forma de
ser, callada, y en parte porque no tenía el gusto de conocer a la Sara; la puta era bien
conocida por Contrueces, pero "el Culebra", hasta entonces, únicamente se había
movido por la zona del Llano y Pumarín, así que, no tenía el gusto de conocer el
adulado culo de la puta.

—¿A dónde ibais? —se interesó Paquito.

—Hasta donde el Chema. A echar un futbolín. ¿Te vienes?.

Le bastó con esbozar una sonrisa. Paquito nunca rechazaba estar con sus colegas,
salvo que Marta estuviese por medio y, claro, le exigiese cumplir con ella. Aquel día
no era el caso, y no se le ocurría mejor forma de terminar aquella memorable tarde
que echando unos futbolines.

De camino a la sala, como era de esperar, la conversación derivó hacia la Sara;


más en concreto, hacia sus atributos. "El Piños" no dejaba de preguntarle por cómo
tenía las tetas, si el culo era como decía "el Mamen", que cómo lo habían hecho, y
toda una retahila de preguntas propias de quien aún no había probado mujer; preso
de admiración, intentaba que su amigo le explicase cómo había sido aquel encuentro.
Pero Paquito, que podía ser todo lo que se quisiese, era un caballero en lo que a
contar sus experiencias se refería, pues entendía que el sexo era cosa de dos, y
únicamente a estos dos les incumbía lo que sucediera o dejara de suceder en la
intimidad de unas sábanas. Además, no le gustaba alardear, como hacía "el Mamen",
pues esto siempre le había parecido propio de estúpidos y perdedores, que
necesitaban de la aprobación ajena para sentirse realizados. Se limitó a responder con
evasivas a todas las preguntas de "el Piños" relacionadas con aquella puta.

Cruzaron por uno de los muchos descampados que había en el barrio, y en el que
aún quedaban los rescoldos de lo que había sido la hoguera de San Juan de unos días
antes. Por aquel entonces, los chiquillos del barrio se juntaban por zonas y hacían su
propia hoguera a base de reunir cajas cartones y demás basura combustible, que
recolectaban por las tiendas, carpinterías y esquinas del barrio. Paquito había tomado
parte en aquello durante muchos años, pero de uno o dos años para acá, le parecía
una niñería más en la que en modo alguno le apetecía participar. Un poco más arriba,
junto a los barracones que servían de escuelas, otros chiquillos jugaban al fútbol;
Paquito les dedicó una mirada de soslayo al pasar junto a ellos, pues también en otro
tiempo él había participado en aquellos partidillos de pandillas, y no lo hacía mal; sin
embargo, como ocurría con la hoguera de San Juan, se creía demasiado hombre para
ocupar su tiempo jugando a la pelota como un muchacho corriente.

La sala del Chema estaba casi vacía. Normal, eran pasadas las ocho de la tarde y,
por mucho que la escuela estuviese cerrada por vacaciones, era un día entresemana;
nadie solía quedarse hasta tan tarde en la sala; cosa diferente eran los fines de
semana, ya fuese verano o invierno. En el banco frente a la puerta estaban sentados
un par de muchachos, algo más jóvenes que Paquito y sus colegas, que comían
sendos Phoskitos mientras intercambiaban cromos de la liga.

—¿Qué hay, jefe? —fue el saludo de Paquito dirigiéndose hacia el regordete


dueño de la sala—. Necesito cambio.

El Chema, siempre parco en palabras, le dio el cambio solicitado y se fue hacia la


parte de atrás del mostrador. Allí rebuscó algo. Siempre rebuscaba detrás de aquel
mostrador. Esto despertaba la curiosidad de Paquito, que se preguntaba qué
guardaría allí aquel esquivo cincuentón. Lo observó durante unos instantes; no
muchos, los suficientes para percatarse de que sacaba unas bolsas con monedas y las
depositaba en el faldón que llevaba al cinto, donde guardaba el cambio para las
máquinas recreativas. Entonces, Paquito comprendió que allí detrás debía tener el
Chema la caja fuerte del negocio; sin quererlo, su cabeza empezó a calcular cuánto
dinero podría haber, y se le antojó un suculento golpe.

—Ey, ¿qué pasa?.

Llevaban ya un buen rato jugando al futbolín cuando entró "el Porro". Venía solo,
raro en él, pues muy pocas veces solía separarse de "el Mamen" y del otro. Se fue
hacia "el Piños", al que se arrimó pasándole el brazo por encima de los hombros. Le
ofrecía algo, y aunque Paquito no alcanzaba a oír las palabras de "el Porro", podía
imaginar qué era. Los dos chicos salieron de la sala. Paquito entendía que su colega
era libre para hacer e ir con quien quisiese, y en modo alguno le reprochaba que se
hubiese ido con aquel, máxime cuando sabía que no tardaría en volver. Y así fue, a
los pocos minutos "el Piños" entraba en la sala; "el Porro" ya no estaba.

—¿Vamos hasta el caserón? —les dijo "el Piños" nada más llegó a su lado.

—Vale...

Paquito sabía bien qué se traían "el Piños" y "el Porro" entre manos; es más, en la
mayoría de las ocasiones era él quien financiaba aquella relación; muy habitual en
aquellos últimos meses. Desde aquella primera vez, cuando les había servido de
celebración por el éxito del robo del radio—casete habían ido cogiéndole el gusto
poco a poco hasta el punto de que el dolor de cabeza del aquel día se había tornado
en éxtasis un mes después; y a este éxtasis se entregaban cada vez con mayor
frecuencia. Aquel día, fue arrimados al muro que servía de cerramiento del Palacio
de San Andrés. Allí se encargó "el Piños" de liar en un canuto la yerba que le había
pasado "el Porro"; éste había sido su maestro en el arte de preparar aquellos cigarros,
y el chico no lo hacía nada mal. Lo cierto era que tan bien lo hacía que Paquito nunca
se había ocupado de aprender, sino que prefería dejarle aquella labor a su colega.
Calada tras calada, sin apenas articular palabra alguna, se fueron pasando aquel
porro hasta que le dieron fin.

—¡Hostias, tú! —exclamó "el Piños" minutos más tarde—. ¿Qué tal si nos damos
un voleo por ahí antes de ir "pa" casa?.

—Por mí, vale —respondió "el Culebra".

Paquito no dijo nada, simplemente se puso en pie y encaminó sus pasos camino
arriba, hacia Los Caleros. Allí se tropezarían con el SEAT 131 azul del Manolo,
aparcado delante de una de las casitas unifamiliares construidas a lo largo de lo que
se daba en llamar "Camino de los Caleros". "El Mamen" estaba sentado en el asiento
de al lado del conductor, esperando el regreso de su hermano. Paquito llamó su
atención golpeando el cristal de la ventanilla con los nudillos; el otro hizo un
desganado ademán a modo de saludo, y los tres colegas siguieron caminando.

Ya habían avanzado unos metros cuando el Manolo salió de la casa. Se despedía


del Richi, subía a su SEAT 131, y se ponían en marcha, en la misma dirección que
iban Paquito y sus dos colegas. Al pasar a su lado, el Manolo detuvo el coche a la
altura de Paquito, y "el Mamen" bajó la ventanilla.

—Paquito —le dijo "el Mamen"—. Sube, vienes con nosotros.

—¿Y eso?.

—Mi hermano quiere que nos acompañes —el Manolo miró hacia Paquito y
asintió con la cabeza—. Monta atrás.
—¿Y qué pasa con estos? —le replicó Paquito señalando hacia sus dos colegas.

—Esos tendrán cosas que hacer —"el Mamen" miró de reojo a su hermano, como
buscando su aprobación—. Te vienes tú. Venga, monta.

Paquito miró a sus colegas. De alguna forma buscaba su permiso, o al menos, que
entendiesen que los tenía que dejar. "El Piños" era un amigo, y un amigo lo entiende
todo y se presta de forma incondicional; tan solo tuvo que darle una palmadita en el
hombro y hacerle una seña con la cabeza, Para que Paquito entendiese que no había
problema, que se Podía subir al coche del Manolo sin inconveniente alguno. Es más,
el Manolo era, por aquel entonces, alguien importante en el barrio; tanto, que
cualquiera entendía que había que acudir a su llamada se estuviese haciendo lo que
se estuviese haciendo; "el Piños" lo sabía bien.

Paquito abrió una de las puertas traseras del SEAT 131, y se sentó en su interior
cerrando la puerta tras de sí. El Manolo pisó el acelerador y se alejaron a lo largo del
"Camino de los Caleros", en dirección a la carretera Carbonera.

Desde lo acontecido en Roces con "el Pupas", Paquito había hablado con el
Manolo un par de veces, pues éste se mostraba muy interesado en él, pero nunca
antes le había acompañado a ningún sitio. No tenía ni la más remota idea de a dónde
iban, pero tampoco tenía intención alguna de preguntar, pues para él, el simple
hecho de que el Manolo hubiese decidido que tenía que acompañarlos ya era sobrado
motivo de orgullo; máxime cuando debía haberlo decidido en cuestión de segundos,
pues se habían tropezado con él por casualidad; verle y decidir que tenía que estar en
aquel coche, no denotaba otra cosa que confianza por parte del mayor de los Álvarez.
Paquito se acomodó en el asiento trasero de aquel SEAT 131 a la espera de
acontecimientos; no preguntaría nada y únicamente hablaría cuando se le requiriese;
sin saberlo, aquella actitud era del total agrado del Manolo.

Llegaron a la carretera Carbonera, construida a mediados del siglo XIX según un


proyecto inicial de Jovellanos, y fueron por ella en dirección al polígono industrial de
Roces, por aquel entonces a medio desarrollar. Atravesaron unas cuantas calles mal
asfaltadas, repletas de socavones, estrechas en su mayoría, hasta llegar delante de
unas naves, cerradas a aquella hora; no quedaba ningún trabajador en el polígono. El
Manolo detuvo el coche delante del portón de una de las naves. Fue entonces cuando
se volvió hacia Paquito y pronunció sus primeras palabras.

—¿Traes la "chirla"? —le preguntó Manolo.

—Sí, claro —Paquito siempre llevaba su navaja de mariposa en el bolsillo del


pantalón vaquero—. ¿Por qué?.

—Porque igual la hay que usar.


Cualquier otro se quedaría petrificado ante aquellas palabras; el miedo
entumecería sus músculos y entrecortaría sus palabras; no se atrevería ni tan siquiera
a bajarse del coche. A cualquier otro sí, pero a Paquito, no. Paquito simplemente miró
al Manolo con su habitual expresión tristona, esbozó una media sonrisa, y se quedó
tranquilo, igual que si le hubiesen dicho que iba a llover. El Manolo, que si por algo
se caracterizaba era por saber catalogar a los suyos, comprendió que Paquito tenía
agallas; demasiadas; tantas quizás que rozaba la temeridad; aquello le gustaba.

—Arrímate a nosotros y no te separes —no iba a explicarle nada, tan solo a darle
las instrucciones básicas que entendía debía conocer—. Estate atento, te he traído por
si la cosa se complica. ¿Estamos?.

Paquito asintió con un leve movimiento de cabeza. Se bajaron del SEAT 131, y el
Manolo, seguido de su hermano y Paquito, avanzó hacia el portón frente al cual
estaba el coche. Ya hacía un buen rato que había oscurecido, y aquel desierto lugar
apenas estaba iluminado; tan solo la tenue luz de una farola sobre el portón, y los
focos del coche que habían dejado prendidos. Manolo se acercó al portón y lo golpeó
fuertemente con el puño. Al lado, pegado en la pared de la nave, había un cartel
propagandístico del PCE de Santiago Carrillo —había obtenido el tercer puesto en las
recién celebradas elecciones generales, ganadas por la UCD de Adolfo Suárez—.
Esperaron, y al poco, un joven de unos veintipocos abría una portezuela que había en
mitad del portón. Algo le dijo el Manolo; algo que Paquito no alcanzó a oír pero que
sirvió para que el joven les dejase entrar en la nave. Ya dentro, a aquel joven vinieron
a cubrirle otros dos; al menos, estaban en igualdad numérica. La portezuela se cerró
por detrás de Paquito, que se mantenía rezagado, a un par de metros del Manolo; se
mostraba prudente. La nave, tan solo iluminada a la entrada, debía pertenecer a una
empresa de soldadura y montajes, a juzgar por los grupos electrógenos, las
herramientas y montones de hierros y chapas que se podían ver, al menos, hasta
donde la escasa iluminación lo permitía; lo que había pocos metros por detrás de
aquellos jóvenes, lo ocultaba la oscuridad. Manolo caminó hacia el grupito, y uno de
ellos, el que parecía ser el cabecilla, dio un paso al frente. "El Mamen" se mantuvo a
un par de metros de su hermano. Algo más atrás, Paquito, que sigilosamente había
sacado la navaja de su bolsillo y la ocultaba disimuladamente tras su espalda,
esperaba acontecimientos.

—¿Qué hay, Manolo? —fue el saludo del que parecía ser el cabecilla, un joven
delgado, vestido aún con ropa de faena.

—No sé... dímelo tú —fue la desafiante respuesta del Manolo.

Lo cierto era que el Manolo no imponía por su físico, pues si bien era bastante
alto, no era en modo alguno un bigardo, sino más bien parecía un tipo débil, de
espaldas estrechas, y escasa corpulencia. Sin embargo, bastaba que te pusiese la vista
encima para que un escalofrío te recorriese la espalda, pues había algo en su mirada
que infundía temor; sus ojos lanzaban un mensaje claro de que era capaz de lo más
impredecible, y de que no se iba a detener por nadie y ante nada. Bastaba con esto
para temerle, pero si además se era consciente de cómo se las gastaba, entonces sí se
tenían motivos suficientemente fundados como para no buscarse un lío con él.

—¿Y qué te tengo que decir? —el otro jugaba al despiste.

—No sé... —el Manolo hizo una pausa, como para dar más empaque a sus
palabras—. A lo mejor, qué coño andas metiéndote donde no te llaman.

—¿Me estás vacilando...? —se ponía a la defensiva—. No me toques los huevos.


Yo me meto donde me sale de los cojones.

El Manolo le arreó un fuerte empujón a dos manos y el otro cayó de culo. Apenas
hubo tocado el suelo, se levantó como si le hubiesen electrocutado y se encaró con el
Manolo que, para entonces, ya empuñaba la navaja en una mano. No le dio tiempo ni
para decir esta boca es mía, cuando le rajó la mejilla de lado a lado de un solo tajo.
No había acabado de desplomarse el otro sobre el suelo, cuando sus dos compañeros
se abalanzaron sobre el Manolo. "El Mamen" iba en ayuda de su hermano cuando, de
detrás de un montón de hierros, apareció otro tipo que se encaró con él. Paquito,
rezagado, observaba la pelea esperando el momento oportuno para tomar parte. Fue
en esto cuando un quinto joven, al que acompañaba una chica, salió de la parte
oscura de la nave y se fue hacia Paquito, barra de tetra acero en la mano. Paquito
esquivó el golpe y lanzó un navajazo que fue a parar al muslo de su oponente,
dejándole fuera de juego por unos instantes, los suficientes para que pudiese acudir
en ayuda del Manolo que, sujetado por los dos que se habían abalanzado sobre él,
esperaba a que el cabecilla le clavase su navaja. Se fue hacia ellos y, sin titubear, clavó
su navaja a la altura de los riñones del cabecilla, que se desplomó sobre el suelo
dando un fuerte alarido de dolor; la chica corrió en su auxilio. El Manolo, ayudado
por Paquito, se deshizo de sus opresores, hiriéndolos en brazos y piernas a base de
sucesivos navajazos. Para entonces, "el Mamen", más mal que bien, había logrado
deshacerse de su contrincante dejándolo sin conocimiento entre unos bidones de
pintura.

—¡Oírme bien! —exclamó el Manolo mientras se reagrupaba con su hermano y


Paquito, navajas en mano—. ¡La zona es mía! ¡El que quiera mover "caballo" por aquí
tiene que tratar conmigo! ¡¿Vale?! —no hubo respuesta. Manolo entendió aquel
silencio como afirmativo—. ¡La próxima vez que alguno se meta donde no le llaman,
lo abro en canal!.

No hubo más palabras. El Manolo les hizo un gesto con la cabeza para indicarles
que se iban, y salieron de la nave sin dejar de vigilar a aquellos seis. Una vez fuera,
corrieron hacia el coche, su subieron, y salieron rápidamente del polígono.
Paquito no articuló palabra; acomodado en el asiento trasero del 131 se afanaba en
limpiar la sangre de su navaja con un pañuelo; después lo tiraría a alguna papelera y
punto. Llevaban ya un buen trecho andado, cuando el Manolo detuvo el coche en
una de las calles por las que se entraba al barrio de Contrueces. Se volvió y le habló.

—Muy bien, Paquito. Has estado cojonudo —hizo una pausa, como esperando
algún tipo de respuesta por parte del chico. Éste nada dijo; únicamente se limitaba a
escuchar—. Tienes los huevos bien puestos. Va a ser que "el Pupas" se quedó corto
hablando de ti —Paquito hizo una mueca de agradecimiento—. Tengo algo que
proponerte...

—¿El qué? —Paquito siempre estaba abierto a escuchar cualquier propuesta,


máxime si ésta venía de boca del Manolo.

—Mira, necesito gente de confianza para que mueva el "caballo" por la zona —el
Manolo esperó unos segundos, como si esperase una señal afirmativa por parte de
Paquito. Pero éste no hizo nada, no movió ni un músculo de su cara—. Tú tienes mi
confianza y huevos. Creo que puedes estar a mi lado. ¿Qué me dices?. Se va a mover
mucha "tela".

—Que no.

Fue un "no" tajante. Paquito entendía que el "caballo" no era su guerra, al menos
por el momento. Prefería estar alejado de todo lo que se empezaba a mover alrededor
de los trapicheos de heroína, pues sabía que iban a ser tiempos de ajustes de cuentas
y peleas como la que acababan de librar; no quería aquello. No, tenía muy claro que
lo suyo se limitaba a los robos y la delincuencia común, un terreno menos pantanoso
en el que se sabía mover bien. No había razón alguna para complicarse la vida, al
menos, no por el momento.

—Me bajo aquí —Paquito se despedía. Estaba a una tirada de su casa, pero no le
apetecía seguir en aquel coche—. Hasta otra.

—Paquito... —ya había abierto la puerta y se disponía a salir del coche cuando el
Manolo llamó su atención.

—¿Qué?.

—Gracias.

Paquito cerró la puerta del SEAT 131 y se quedó en el borde de la acera


contemplando cómo el coche se alejaba. Aquel "gracias" de boca del Manolo
resonaría en su cabeza toda la noche; era un afortunado, pues a muy pocos les estaba
agradecido el mayor de los Álvarez.
Miró el reloj. Eran pasadas las once. Al final, a pesar de que llevaba todo el día
amenazando con llover, se había quedado buena noche; apetecía caminar. Paquito
metió las manos en los bolsillos de su cazadora vaquera, y encaminó sus pasos calle
arriba, hacia la casa de sus padres.

No se tenía que preocupar por cómo hacer mellas al día siguiente, pues no había
clase; el colegio estaba cerrado por vacaciones. Es más, ya nunca se tendría que
preocupar por hacer más mellas pues, a punto de cumplir los quince, ya nada le
obligaba a tener que seguir yendo al colegio, así que, en septiembre se olvidaría de
rellenar estúpidas matrículas. Al final, se había salido con la suya, y había
abandonado la escuela sin ni siquiera obtener el certificado de estudios primarios; la
E.G.B. para él no existiría; al menos, no hasta dentro de unos años.

Durmió la mañana, hasta pasadas las doce. Ni siquiera los habituales golpes de su
padre, tropezando con todo lo que se encontraba en su camino, lograron despertarle.
Había dejado tirado en el suelo de una nave de un polígono apartado de la ciudad a
un joven malherido, seguramente casi a punto de desangrarse, y ni siquiera había
tenido un ápice de remordimiento que le impidiese conciliar el sueño; durmió como
un bendito toda la noche. Sin embargo, no era por malicia, pues Paquito no era malo
—de corazón, digo—, sino inconsciente. Su cerebro, obnubilado con ser un hombre y
ocupado en sobrevivir a la ley de la calle, no era consecuente con sus hechos, de tal
forma que no era capaz de equilibrar las consecuencias de sus actos.

Nuria limpiaba, inmersa en su rutina mañanera. El pequeño Diego jugaba en la


calle con sus amigos; allí estaría hasta que su madre llegase a casa; entonces subiría
con ella. Su padre, a aquella hora, en el bar. Y Juancho, bueno, se podría decir que
Juancho debería de estar en el trabajo, pero no era posible asegurar esto; Paquito
sabía de las compañías con las que alternaba su hermano, así que, pensar que no
habría acudido al trabajo no era en modo alguno descabellado. Le dio los "buenos
días" a su hermana con un movimiento de cabeza y un sonido gutural que podía ser
cualquier cosa, y se fue hacia la cocina, en busca de su tazón de Cola-cao con galletas.

—¿Dónde has estado anoche? —le preguntó Nuria mientras le calentaba la leche
en un cazo sobre un pequeño fogón de gas.

—Por ahí... —no le molestaba que Nuria le preguntase, es más, entendía que su
hermana tenía el deber de preguntarle. Sin embargo, él no estaba por la labor de
explicarse, al menos, sinceramente—. ¿Por qué?.

—Porque llegaste muy tarde —Nuria sirvió la leche en un enorme tazón y se lo


acercó—. ¿No andarás metido en nada raro, eh?.

Aquella era una pregunta que se repetía demasiado en boca de su hermana. La


respuesta, la misma de siempre: un "no" tajante, aún a sabiendas que mentía; al
menos, por el hecho de que sabía que aquello que había estado haciendo entraba
dentro de la categorizado como "raro" por ella, aún cuando él tenía un concepto bien
diferente. No había motivo para discutir; bastaba con mentir y tirar balones fuera
para pasar la consabida retahila de preguntas, mientras revolvía el Cola-cao. Nuria se
desvivía, pero no obtenía recompensa. En el fondo era consciente de ello, y esto la
hacía hundirse cada día un poco más en su depresión. Dejó a su hermano
desayunando en la cocina, y se fue hacia el pequeño salón, a terminar la limpieza
diaria.
6

Los clientes de siempre y Fermín tras la barra. Enjuto cuarentón de frondoso


mostacho, recolocaba sobre un plato los pinchos de tortilla, especialidad que su
mujer preparaba en un pequeño cubículo al que llamaban cocina, cuando Paquito y
sus colegas entraron en el bar. La mañana no había dado nada de sí, y la tarde
comenzaba echando un futbolín en el "Peralta", un bar de barrio situado en un bajo
comercial de una de las manzanas de edificios construidas por Uninsa. Era como
todos, con su barra, sus mesas, su máquina tragaperras arrimada a una columna; por
lo único que se diferenciaba era porque tenía un futbolín, motivo por el cual Paquito
y sus colegas solían parar allí. Eso sí, Fermín, el dueño, había intentado darle un aire
de modernidad con tonos rojos, más propios, sin embargo, de puticlub que de bar.
Pidieron unas Coca—colas, y con las mismas se fueron hacia el futbolín. Poco podía
imaginar Paquito que, minutos más tarde, la Sara se dejaría caer por allí.

Entró como entraba siempre, con paso firme y contoneo de caderas, llevándose
tras ella todas las miradas. Paquito la miró de reojo, sin levantar la vista de la mesa.
Ella fue hacia la barra, se acomodó en uno de los taburetes, pidió algo a Fermín —
algo que llevaba ginebra—, y prendió un cigarrillo con aquellos ademanes que
hacían perder el sentido a cualquier hombre. "El Piños", nervioso, miraba a Paquito,
como esperando que su amigo hiciese o dijese algo ante la presencia de la puta. Nada
había ni que decir ni que hacer, pues él entendía que era sabido que la Sara
frecuentaba aquel bar, y era bien libre de andar por donde quisiese, y si hacía un par
de días había follado con ella, no había sido más que un servicio que había pagado.
Sin embargo, Paquito, aunque vivaracho y descarado, no alcanzaba aún a
comprender los entresijos de las mujeres, y ni por asomo era capaz ni tan siquiera de
imaginar la impresión que había dejado en aquella.

—Hola... ¿Qué tal?.

"El Piños" arreó un fuerte golpe a las barras del futbolín, y la bola fue a caer tres
metros más allá, junto a la pared. La Sara, tras la cuarta calada a su cigarrillo, se había
acercado hasta Paquito y le había susurrado al oído aquel saludo. "El Culebra" se
mantenía distante, a la expectativa de lo que acontecía. "El Piños" no salía de su
asombro viendo cómo aquella mujer se había acercado a su amigo y le hablaba en
tono seductor.

—Bien. ¿Y tú? —Paquito no se arrugaba con nada, y aún menos con una mujer
con la que ya había follado—. No te vi entrar.

—Ya... pues llevo un rato aquí —la Sara hizo un gesto hacia el vaso que había
dejado a medio beber sobre la barra—. Pero parece que estás muy entretenido con
tus amigos.

—Matando el tiempo —respondió Paquito indiferente como si la presencia de la


mujer no le afectase. Para entonces, ya la tenía cogida por la cintura; ella se dejaba
querer—. Y tú, ¿tomando algo?.

—Sí... ¿No me vas a invitar? —le dijo mientras le acariciaba suavemente el pelo
con sus dedos.

—No. Hoy no. Otro día, quizás. Hoy estoy con mis colegas —apostilló.

La Sara esbozó una sonrisa. Aquella mezcla de arrogancia y desfachatez de


Paquito era lo que le gustaba de él. Le había respondido justamente lo que ella quería
que le respondiese. De haberle dicho que "sí", y haberse ido hacia la barra dispuesto a
cumplir cualquier capricho que le pidiese, lo habría catalogado en el montón de
habituales babosos por los que no tenía ningún interés. Pero al decirle que "no", sé
había revelado como un hombre de principios, lo que ella propiamente entendía por
un macho.

—Pues entonces, quizás otro día —hizo una pausa, esbozó una sonrisa picara
mientras se pasaba la punta de la lengua por sus labios, y se despidió de Paquito
dándole un suave beso en la mejilla, muy cerca de la boca—. Cuando tú quieras.

Salió del "Peralta" igual que había entrado: arrastrando tras ella todas las miradas;
todas, menos la de Paquito, que seguía fija en la mesa del futbolín. La Sara se percató
de esto una vez más, no pudo contener su satisfacción por haberse topado con aquel
chico. Cruzó la puerta de la entrada justo en el mismo momento que llegaban Marta
y su amiga Silvia. Paquito las vio por el rabillo del ojo; apuró un sorbo de su botella
de Coca—Cola, y le hizo una seña a "el Culebra" para que ocupase su sitio en el
futbolín.

—¿Qué hay?.

La Sara era la Sara, imposible de negar su exuberancia capaz de arrastrar tras de sí


los deseos de cualquier hombre; pero Marta era su novia, y con ella el trato era
diferente. Entre las dos no solo existía la diferencia de edad, sino que, a la Sara le
gustaba aquel Paquito que se había mostrado indiferente, ajeno a su seducción;
mientras que a Marta le gustaba el Paquito rebelde, respondón pero cariñoso, aquel
que le deba una de cal y otra de arena, y la retaba a un continuo duelo verbal; quizás,
en sí, el mismo Paquito con los mismos fines, pero exteriorizado de dos formas
sutilmente diferentes; dos maneras que, sin embargo, surgían sin más, pues su forma
de actuar no era en modo alguno premeditada. El caso es, que a la llegada de Marta
fue él quien salió al encuentro de la chica; aún cuando en realidad era Silvia la que le
interesaba. Aquella muchacha rubia de rasgos inocentes se la había metido en el
entrecejo y no podía dejar de pensar en cómo atraerla hacia él; era una empresa
difícil, pues estaba de por medio su amistad con Marta, a la que seguro no querría
traicionar, y Paquito no iba a dejar a una por otra antes de tener asegurada a la otra;
además, llevaba mucho tiempo intentando tirarse a Marta, y no era plan echar por la
borda tanto trabajo, máxime cuando intuía que ese día estaba cerca.

—Hola, ¿qué tal? —fue el saludo de Marta.

—Bien. ¿Y vosotras?.

Paquito les indicó una mesa que había libre junto al futbolín; fueron hacia ella.
Entretanto se acomodaban, "el Culebra" y "el Piños" terminaron la partida. Poco
después, los cinco estaban sentados alrededor de aquella mesa. Fue entonces cuando
Paquito decidió invitar a las dos chicas; ante todo, debía tener algún detalle, aún
siendo estos bastante distantes en el tiempo.

—¿Me puedo pedir un pincho de tortilla? —era la especialidad de la mujer del


Fermín, y Marta lo sabía.

—Pídete lo que quieras —le respondió Paquito. Aquel día se sentía generoso—.
¿Qué quieres tú? —se dirigió a Silvia.

—Un Kas de naranja —ya hacía varios meses que le conocía, pero aún mantenía
aquella timidez frente a él;: Paquito, de algún modo, la cohibía—. Gracias —apostilló
haciendo gala de su condición de "niña bien".

—¿No quieres pincho? —realmente se sentía generoso aquel día.

—No —fue como un susurro, pero se escuchó lo suficiente.

—Anda, Piños", tráete lo de las señoritas —lo dijo así, con la arrogancia que le
caracterizaba.

—Imbécil... —fue el reproche de Marta.

Para entonces, "el Piños" ya se había levantado y caminaba hacia la barra, billete
en mano que le había dado Paquito.

—¿Qué pasa? —protestó—. Encima que os invito —sabía bien cuál era la razón
del reproche de Marta, pero se hacía el despistado sin disimulo alguno.
—¿Y por qué no vas tú a por ello? —Marta, como siempre, entraba en su juego.

—Porque no me da la gana... ¿Pasa algo? —Paquito se sentía a gusto con aquellos


cruces dialécticos; era un terreno en el que él se sabía mover muy bien.

—Qué imbécil eres... —Marta no cesaba en sus reproches—. Pues habrías


quedado muy bien.

—Ya quedo bien invitando... ¿A que sí?, Silvia—buscaba la complicidad de la


otra.

—Sí... —otro susurro, pero bastaba para los fines de Paquito.

—¿Ves?. Hasta tu amiga lo dice.

—Sí, ya... —Marta se rendía; Paquito era un caso perdido.

—Anda ven... No seas tonta.

Una de cal y otra de arena; era el momento de mostrarse cariñoso con Marta. Le
indicó que se sentase en sus rodillas, para poder abrazarla y besarla. La chica, en un
primer momento se resistió, pero, ante su insistencia, acabó cediendo. La rodeó con
sus brazos, lo más cariñoso que era capaz, y le dio un suave beso en la mejilla a modo
de disculpa buscando calmar los ánimos de la joven. Para entonces, "el Piños" ya
había regresado con el pincho de tortilla y dos Kas de naranja.

—Ya sé a qué instituto voy a ir —le dijo Marta, bocado de tortilla en la boca.

—Ah, pues qué bien... —poco le importaba aquello a Paquito y, por el tono de
voz, dejó claro que además no se ocupaba en disimular su desinterés.

—Al doña Jimena —Marta, a pesar de todo, insistía en contarle aquello—. Silvia
se viene conmigo. A ver si tenemos suerte y nos toca juntas.

—Pues igual... —aún más desinterés.

—¿Tú qué vas a hacer? —le preguntó. Siempre que se veían, siempre la misma
pregunta.

—No sé... —Paquito ya estaba cansado de aquella pregunta, máxime cuando sabía
que a continuación vendrían los reproches.

—¿No sabes?. Algo tendrás que hacer —los reproches no se hacían esperar.

—No me turres la cabeza... Ya veré que hago. Anda dame un beso —Paquito sólo
pensaba en manosearle el culo y meterle lengua; el resto era accesorio y prescindible.

—Solo piensas en que te dé besos... —seguían los reproches.


—Bueno, no solo en eso... —fue una clara insinuación de cuáles eran sus
propósitos, pues si Marta siempre le preguntaba a qué se iba a dedicar, él siempre
estaba tratando de pasar a mayores con ella.

—Imbécil... —al final, siempre acababan igual.

—Venga... no seas cría...

Paquito desplegó todas sus maneras más cariñosas para conseguir que Marta le
besase; de una u otra forma, siempre acababa saliéndose con la suya. Se besaron.
Durante un par de minutos estuvieron besándose y magreándose. Silvia estaba allí,
sentada en una silla, sorbito de Kas tras sorbito de Kas, observando,
disimuladamente, cómo Paquito la miraba por el rabillo del ojo mientras besaba a
Marta. Era como "el Piños": una amiga incondicional, dispuesta a quedarse apartada
aburriéndose mientras su amiga se magreaba con su novio. Por un segundo escaso,
las miradas de Paquito y Silvia se cruzaron en un atisbo de complicidad.

Acababan de separar sus labios, y aún no habían articulado palabra, cuando "el
Mamen" y los suyos entraron en el "Peralta". Al pasar frente a la mesa saludaron a
Paquito y este les devolvió el saludo; el desarrollo de los acontecimientos les iba
acercando cada vez más. Marta le miró contrariada, el ceño fruncido, pues
desconocía que su novio fuese amigo de aquellos macarras de reputada mala fama en
el barrio.

—¿Te has hecho amigo de esos? —el reproche no tardó en llegar.

—Y si me he hecho, ¿qué pasa? —a Paquito no le gustaba que le controlasen, y


aún menos le dijesen con quién debía o no debía hablar; y esto era extensible incluso
a Marta.

—No me gustan... —concluyó ella.

—Ni tú a ellos... —no era cierto o, al menos, no lo sabía, pues nunca había hablado
de Marta con "el Mamen", así que, desconocía cuál era su opinión sobre la chica;
conociéndole, seguramente sería buena, pero restringida al tamaño de sus tetas. Sin
embargo, era una forma de acallar sus palabras—. Así que, déjalos en paz.

—Paquito... No seas imbécil. Son unos macarras —no era un reproche, sino más
bien un consejo, una advertencia del estilo de las de su hermana Nuria; Paquito le
haría el mismo caso que hacía a estas últimas.

—Yo me hago amigo de quién me da la gana, ¿vale? —sacó su chulería, pero


aquella vez no sirvió a sus propósitos; aquella vez Paquito no sabría lidiar con Marta.

—¡Eres un idiota redomado! —exclamó ella recogiendo lo que le quedaba del


pincho de tortilla y poniéndose en pie, dispuesta a irse de allí.
—Ya... Y tú estás loquita por mí —Paquito había perdido el control de la
situación, por mucho que se empeñase en seguir con su táctica chulesca; esta
resultaba completamente pueril en aquella ocasión.

—¡Anormal!.

Podría haberle llamado gilipollas, imbécil —como hacía siempre—, o mongol, un


término que como insulto empezaba a estar muy de moda. Pero Marta había optado
por aquel calificativo impropio de la jerga callejera que, sin embargo, en su boca sonó
mucho más despectivo que cualquier otro. Le hizo una seña a Silvia y salieron del
"Peralta". Paquito podía decirle cualquier cosa, o chulearla hasta aburrirse, pero
cuando andaban de por medio "el Mamen" y los suyos, Marta, que en el fondo le
quería, siempre acababa enfadándose; no aceptaba ningún tipo de relación de
Paquito para con aquellos ya que, al igual que su hermana Nuria, se preocupaba
porque él no acabase descarriando sus pasos. Su enfado, sin embargo, respondía a
una táctica con la que Pretendía alejarle de aquellas malas compañías negándole la
de ella; le obligaba así a elegir, con la esperanza de que él supiese elegir bien.

—¡Que le den! —exclamó Paquito al ver salir a las dos chicas por la puerta que
habían entrado. Aquella expresión no era sino una muestra de hombría frente a sus
colegas—. Ya volverá —concluyó sin obtener respuesta de los otros dos.

"El Mamen" y los suyos estaban sentados en una mesa a escasos metros. Habían
pedido unas cervezas y charlaban alrededor de ellas. Paquito miró a sus colegas;
esperaban que él dijese algo. No articuló palabra, se levantó de la silla y se fue hacia
donde estaban aquellos.

—¿Qué pasa, Paquito? —le saludó "el Mamen". Seguía siendo un estúpido
engreído —esto no cambiaría nunca—, pero ahora el trato era diferente; Paquito se
había ganado la confianza de su hermano y, claro, al final, el Manolo era el que
cortaba el bacalao—. ¿Qué te cuentas?.

—Necesito un gato hidráulico —fue el grano, a fin de cuentas, tampoco había


motivo para andarse con muchos protocolos.

—¿Y para qué coño quieres un gato hidráulico? —le respondió "el Mamen"
interesándose por lo que Paquito se traía entre manos; si era un buen negocio
seguramente querría tomar parte.

—Lo necesito. A ti no te importa para qué.

"El Mamen" le miró con el ceño fruncido. Cualquier otro que le hubiese dado
aquella respuesta se hubiese ganado una buena tunda de palos, e incluso algún corte
de navaja como recuerdo. Sin embargo, había sido Paquito, de quién sabía tenía los
huevos bien puestos, y por quien su hermano el Manolo sentía especial aprecio; todo
ello le daba licencia para responderle como quisiese.

—Vale, colega —"el Mamen" accedía a que Paquito no le diese explicaciones—.


Tranqui, no te pongas nervioso. Yo te puedo conseguir el gato.

—¿Para cuándo?. Lo quiero para esta noche —se permitía el lujo de exigir, de
imponer plazos. A Paquito le gustaba tensar la cuerda, aún a pesar de que sabía que
"el Mamen" no era de los que la soltaban fácilmente, sino de los que tiraban hasta que
se rompía—. ¿Lo puedes tener para esta noche?.

—Depende —se frotó el pulgar contra el dedo índice y el medio sin disimulo
alguno, dejándole bien claro a Paquito con aquella expresión cuales eran las
condiciones—. Ya sabes cómo se arregla todo...

—¿Cuánto?.

—Un par de talegos...

—Vale. A las nueve en el "parque" —Paquito fijaba la hora. No veía en el dinero


un problema, pues según sus cálculos, seguramente el golpe que tenía en la cabeza le
reportaría mucho más—. Tú trae el gato que yo llevo las "pelas".

Zanjaron el asunto, al menos hasta unas horas más tarde. Paquito regresó con sus
colegas. Nada le preguntaron, y él nada les dijo. Tan solo les citó a las ocho donde las
escuelas sin darles más explicaciones que las justas, esto es, que tenía un golpe en la
cabeza y que lo iban a hacer aquella misma noche. Y no lo hizo porque el "Peralta" no
fuese un lugar apropiado para ello, sino porque no solía hacerlo; no acostumbraba a
perderse en grandes exposiciones, pues entendía que eran propias de gente amiga de
enaltecimientos ornamentales, falta de carisma y personalidad, necesitada de la
aprobación ajena; él escapaba a todo aquello. Además, tampoco lo necesitaba, pues
"el Piños", colega incondicional, le seguiría allá donde fuese sin necesidad de
explicación alguna. Aquel chico de dentadura imposible confiaba ciegamente en él;
era una confianza forjada a lo largo de años en los que Paquito siempre había sabido
resolver con éxito todos los embrollos en los que se habían metido. Y "el Culebra",
aunque hacía poco que le conocía, sabía quién era el cabeza del grupo, y en quién
debía confiar, así que, se había acostumbrado a la manera de actuar de Paquito,
acatando sin más todo aquello que él dijese.

Serían las seis y media de la tarde, no más, cuando Paquito dejó a sus colegas en
la puerta del "Peralta" y tiró para casa. Aborrecía llegar a su casa. Por aquel entonces,
de preguntarle, no sería capaz de explicar los motivos de aquella aversión. Él no lo
sabía, pero su subconsciente sí; había asimilado una ingente cantidad de información
cuyo procesamiento desembocaba en aquel aborrecimiento. El trasfondo de todo: que
no llegaba a un hogar, sino que vivía un habitáculo de paredes, sin más. Y aquella
tarde, en aquel piso de la barriada obrera, se desarrollaban unos acontecimientos
desgraciadamente demasiado frecuentes en los últimos meses.

Fue entrar por la puerta del portal y oír los gritos de su padre. Discutían. O mejor,
su padre agredía verbalmente a su madre sin darle cuartel, y la mujer se defendía
como buenamente podía. Era imposible discernir sus palabras exactas entre los
lamentos de su madre y los golpes que su padre propinaba a diestro y siniestro a los
muebles del salón. Paquito recordaba que, incluso, en una ocasión, su padre había
llegado a romper el televisor. Entró en casa y allí se los encontró. Su madre tirada
sobre unos de los sofás, acurrucada, cubriéndose la cara con los brazos, mientras su
padre, borracho —siempre estaba borracho cuando ocurría aquello—, levantaba la
mano amenazadora, dispuesta a caer con fuerza, puño cerrado, sobre el cuerpo de su
mujer. Él la culpaba de todo. La culpaba de estar en el paro, de la crisis, de no tener
dinero, de aquella vida que llevaban, de la miseria a la que se habían visto abocados,
de que el barça no ganase la liga; de cualquier cosa, por estúpida que fuese, ella tenía
la culpa; solo era preciso la cantidad justa de alcohol, y una pequeña chispa que
encendiese la llama, para que aquel hombre la emprendiese a golpes con ella. Al
pasar por la puerta del salón sintió la mirada de su madre; vio en ella una llamada de
socorro, una súplica porque él hiciese algo para evitar aquello. Paquito no hizo nada,
en parte por la indiferencia que sentía hacia su familia, y en parte porque su padre le
ganaba en fuerza y estaba fuera de sí, lo cual no aconsejaba un enfrentamiento
cuerpo a cuerpo; al menos no sin navaja de por medio. Les dejó allí y se fue hacia la
cocina en donde, Juancho, ajeno a lo que ocurría en el salón, trataba de prepararse un
bocadillo de chorizo. Las manos le temblaban, no era capaz de acertar a abrir el pan
con el cuchillo, y la ansiedad parecía corroerle por dentro. Paquito le observó desde
la puerta. Su hermano estaba muy desmejorado; en el último mes había sufrido una
notable degeneración, tanto física como intelectual. Las visitas al Richi cada vez eran
más frecuentes, y los absentismos laborales empezaban a ser una rutina. Al final se
dio por vencido, dejó el cuchillo a un lado, como pudo abrió el pan con las manos, y
lo rellenó de rodajas de chorizo. No se dirigieron la palabra. Paquito nada le dijo; tan
solo se limitó a observarle hasta que se cansó. Solo había una persona en aquella casa
que realmente se preocupaba y, para su desgracia, sufría: Nuria. La encontró en su
habitación, sentada en una esquina de la cama, con el pequeño Diego entre sus
brazos, susurrándole una canción al oído mientras ella intentaba contener sus
lágrimas, tratando de que aquel pobre inocente no oyese las voces que llegaban
desde el salón, buscando con una nana evadirle de aquella realidad, y mantener vivo
su mundo de fantasías infantiles; demasiado pequeño para que la vida le arrancase
su inocencia. De alguna forma, aunque él no fuese realmente consciente de ello,
sentía lástima por su hermana; no dejaba de ser una desgraciada que se empeñaba en
luchar por conseguir una vida mejor, aún cuando todo a su alrededor parecía
desmoronarse. Se oyó un fuerte portazo; había sido Juancho que, incapaz de seguir
en casa, había salido a buscar algo con lo que calmar su ansia. Ya no se oían voces,
tan solo los llantos de su madre, y algún que otro golpe aislado; el hombre había
descargado toda su furia y golpeado a su mujer hasta hartarse. Otro portazo. Ahora
sí había sido su padre; abandonaba la casa, al menos hasta la hora de la cena. Paquito
volvió a la cocina. Juancho había dejado el bocadillo apenas sin tocar sobre la mesa.
Lo recogió, sacó las rodajas de chorizo, con un cuchillo arregló el desaguisado que su
hermano había hecho con las manos, y volvió a rellenar el pan con el chorizo. Poco
después salía de casa.

—Ahí está el tío Basilio —exclamó "el Culebra" señalando con el dedo hacia un
hombre de unos cincuenta que dormitaba sentado sobre una silla de camping, el
cayado arrimado al muslo de una de sus piernas—. Él nos ayudará. Creo que el otro
día trajo un gato en una recogida que hizo.

Al final, "el Mamen" le había fallado. Paquito y los suyos habían llegado
puntuales a la cita en el "parque", pero el otro no había sido capaz de conseguir el
gato hidráulico por el que Paquito estaba dispuesto a pagar. Allí estaba, con "el
Porro", "el Pupas" y su hermano pequeño Guille. A este último Paquito apenas lo
había visto un par de veces; últimamente, se dejaba ver a menudo con aquellos tres.
"El Mamen" estaba allí, pero con las manos vacías. Se disculpó, sí, y lo hizo lo más
humildemente de lo que era capaz, pero a Paquito no le valía; su plan se había ido al
garete gracias a la ineptitud del de los Álvarez.

—Joder, Paquito —replicaba "el Mamen" ante su enojo—. Hice lo que pude. El
subnormal del "Chatarra" no tenía nada...

—No me cuentes rollos, tío —Paquito hacia rato que no le escuchaba, únicamente
se ocupaba en pensar cómo conseguir el dichoso gato hidráulico—. Ya me encargaré
yo. Está visto que para una cosa que necesito...

—No me jodas, coño —"el Mamen" parecía afectado—. Que me jode mucho no
haber podido conseguirte el puto gato.

—Igual yo sé donde podemos encontrar uno...

Había sido "el Culebra". Paquito se volvió hacia él, y con un gesto le animó para
que hablase. Había que ir hasta la ciudadela en la que convivían tres familias gitanas,
la suya y otras dos a las que de siempre les había unido una profunda amistad.
Paquito no vio problema; total, nada podían perder más que tiempo y, de una u otra
forma, contaban con toda la noche por delante.

Hacia allá fueron y allí se encontraron al tío Basilio, dormitando en aquella silla.
En verdad, el gitano, el tiempo que no ocupaba con la chatarra, lo pasaba durmiendo
siempre en la misma esquina del patio de la ciudadela.

Ya era casi de noche cuando "el Culebra", seguido de Paquito y "el Piños", entraba
en el patio de la ciudadela. Ésta la componían una serie de casas de unos treinta
metros cuadrados, con una salita, una cocina y dos dormitorios; los baños, un par de
ellos, eran comunes a todos los vecinos. Durante un siglo había estado habitada por
familias obreras cuya vida se organizaba alrededor de aquel patio —ahora ocupado
por montones de chatarra, negocio del que comían aquellas tres familias gitanas—, y
que, en los últimos años, las habían ido abandonando para irse a vivir a las nuevas
construcciones de Pumarín, Contrueces o Roces. Durante aquel siglo, la vida en
aquella ciudadela, como en el resto que se repartían por la ciudad, había estado
marcada por la miseria y la obligación de compartir, con todo lo que esto podía
acarrear. Sin embargo, para aquellas familias gitanas representaba un lujo en
comparación con sus chabolas de madera, cartón y chapas de uralita. Se habían
afincado allí, y allí se encontraban cómodos.

—Tío Basilio —el "Culebra" interrumpió el sueño del gitano.

—¿Qué te pasa? —por la cara que puso, el sueño no debía ser muy profundo—.
¿Qué quieres tú ahora?.

El tío Basilio parecía cansado. Lo estaba, pues llevaba un buen rato soportando la
retahila de preguntas, incongruencias, y comentarios de un grupito de gitanillos que
jugaban en el patio, y que le habían tenido como confidente de todas sus dudas y
disputas.

—Necesito un gato "hidralico"... —"el Culebra" no acertaba a pronunciar aquel


vocablo imposible para él. Aún así, su tío Basilio le entendió.

—¿Y para qué quieres tú un gato de esos? —le preguntó.

—Pues no sé... Lo quiere aquí mi amigo el Paquito... —fue la sincera respuesta del
muchacho.

—¿Y para qué quiere el Paquito el gato ese? —el tío Basilio insistía en conocer las
intenciones de los muchachos.

—Eso es cosa mía —le respondió Paquito—. Si lo tiene, se lo compro.

—Comprar, comprar... —farfullaba el gitano mientras se levantaba de la silla


ayudado por su cayado—. ¡Qué coño me vas a comprar! Os lo presto, pero ay de
vosotros como lo perdáis. ¡Os muelo a palos!.

Aquella amenaza rondaría sus cabezas el resto de la noche. Aún así, Paquito tenía
lo que había ido a buscar y dejaba la ciudadela satisfecho. Seguido de "el Culebra" y
"el Piños", recogió del suelo una barra de acero, y dirigió sus pasos hacia una
callejuela próxima. Allí, ante la perpleja mirada de sus dos compañeros, ayudado por
la barra de acero, reventaba el cristal de uno de los coches que había aparcado en el
borde de la acera, abría la puerta, y se colaba en su interior tumbándose bajo el
volante; fue cuestión de segundos poner el motor en marcha.
—¡Vámonos! —les dijo haciéndoles una seña para que se subiesen al coche—.
Tenemos tajo.

Sin preguntar, subieron al coche y dejaron que Paquito condujese a través de las
calles de la ciudad. Tiempo más tarde se detenían frente a la sala del Chema.

—¿Qué coño quieres hacer, tío? —preguntó "el Piños".

—Fácil, tronco. Con el gato reventamos la verja del Chema, entramos, cogemos la
caja donde guarda la "guita" y nos abrimos cagando hostias...

Paquito dejó el motor del coche en marcha, echó el freno de mano y salió a la
calle. Miró a un lado y a otro. Nadie. Como era de esperar a aquella hora, desierto. La
calle donde el Chema tenía la sala de juegos no era diferente al resto de calles del
barrio: mal iluminada y sin tránsito después de las once de la noche. Volvió al coche,
sacó el gato hidráulico y la barra de acero y, con paso firme y decidido, se fue hacia la
verja que protegía la puerta de cristal de la sala de juegos.

—"Culebra", tú vigila por si viene alguien. "Piños", conmigo —fueron sus últimas
indicaciones antes de colocar la barra y el gato junto a la verja.

—¿Sabes cómo se hace esto? —la perplejidad del "Piños" iba en aumento según
pasaban los minutos.

—Algo sé...

Paquito levó la verja ayudado por la barra de acero, y colocó el gato hidráulico. Al
minuto la cerradura saltaba por los aires hecha añicos y la verja se elevaba dejando la
puerta de cristal libre. Segundos más tarde, reventaba el cristal y entraba en la sala.
"El Piños", nervioso, esperaba fuera, vigilante y atento a la posible voz de alarma de
"el Culebra".

—¡Mierda! ¡La "pasma"! —gritó el gitano.

Una patrulla de la policía nacional subía calle arriba. Paquito, la caja de caudales
bajo el brazo, salía de la sala todo lo rápido que podía, mientras "el Piños" le alertaba
y hacía aspavientos con los brazos metiéndole prisa.

—¡Coge el gato! —le gritó Paquito mientras corría hacia el coche—. ¡"Culebra",
hostias, sube al coche, joder!.

Para entonces, la policía ya se había percatado de que algo raro estaba ocurriendo,
y avanzaban hacia donde estaban los chicos, las luces largas deslumbrando todo
aquello con lo que se topaban. "El Culebra" se abalanzó en el interior del coche,
seguido de Paquito y un rezagado "Piños" que cargaba con el pesado gato hidráulico.
La policía accionaba la sirena; pasaban a la acción. Un fuerte acelerón, un trompo, y
el coche saltaba por encima de la acera emprendiendo la huida.

—¡Joder, Paquito, nos siguen! —gritaba "el Culebra" desde el asiento trasero.

—¡Calla, coño! —le replicó.

—¡Nos van a pillar! ¡Nos van a pillar!.

—¡Qué te calles coño o te hostio!.

Paquito recordó lo acontecido con "el Pupas" en el poblado de Roces. Gracias a la


misma destreza y temeridad al volante de aquella ocasión, logró despistar a la
patrulla de policía tras una apurada persecución por las calles del barrio.

Cuando Paquito detuvo el coche en un descampado de la zona deshabitada y


rural que había entre el poblado de Roces y el barrio de Contrueces, "el Piños" y "el
Culebra" no daban crédito a lo acontecido; no por el robo en sí, sino por la habilidad
que su colega había demostrado para despistar a la policía. Paquito no articuló
palabra; con su forma de actuar quitaba hierro al asunto. Se bajó del coche, sacó la
caja de caudales y la arrojó al suelo. "El Piños" y "el Culebra" se miraron a los ojos y,
con un gesto de incredulidad, salieron del coche y caminaron hacia el lugar donde
Paquito, los ojos clavados en la caja de caudales, trataba de discurrir la forma de
abrirla.

—No tengo ni idea de cómo vamos a reventarla... —fueron las sinceras palabras
de Paquito.

—No sé, a pedradas igual podemos... —opinó "el Culebra".

Paquito se volvió para mirar a su colega; lo cierto era que aunque estúpida era la
única propuesta que había, así que, no perdían nada por intentarlo. Cogieron las
piedras más grandes que encontraron por los alrededores, y la emprendieron a
pedradas con la caja de caudales. Nada. Tras varios intentos lo único que lograron
fue abollarla por varios lados, pero seguía cerrada.

—Joder, no hay manera —exclamó el "Piños" desesperado.

—No, espera, creo que ya sé... —le interrumpió Paquito.

Tras aquellas palabras fue hacia el coche y sacó el gato hidráulico; aquel armatoste
era mucho más pesado y contundente que cualquier piedra que allí hubiese. Indicó a
sus compañeros que trajesen la caja hasta el coche y la dejasen en el suelo, de canto,
la cerradura hacia arriba, y rodeada de piedras para que no se moviese. Paquito, gato
hidráulico entre las manos, se subió sobre el techo del coche, apuntó hacia la
cerradura de la caja de caudales, y con todas sus fuerzas lanzó el gato hidráulico
sobre ella. La caja saltó por los aires, pero el fuerte y contundente golpe logró romper
la cerradura. Los muchachos se abalanzaron sobre el botín de aquella noche,
nerviosos, esperando encontrar una suculenta suma de dinero; cual sería su
frustración al ver que tan solo había monedas y un par de billetes de cien pesetas.

—¡Pues vaya mierda! —exclamó el "Culebra"—. ¿Y para esto tanto misterio y


tanta hostia? —le reprochó indignado a Paquito.

—"Culebra", tío, venga, él que sabía... —el "Piños" defendía a su amigo.

Paquito, sentado en el suelo, observando aquella miseria que el Chema guardaba


en su caja de caudales, permanecía ajeno a los reproches del joven gitano. Sin
embargo, la insistencia de este, que no escuchaba las palabras de "el Piños", acabó
con su paciencia. Se levantó, enfadado y desafiante, y se fue hacia él.

—A que te parto la cara, imbécil... —fueron las palabras de Paquito.

—Atrévete, subnormal —el Culebra" no se amilanaba.

Paquito le arreó un empujón. El otro se revolvió, y se fue hacia Paquito dispuesto


a empezar una pelea. "El Piños" se interpuso tratando de poner calma; los jóvenes
parecían dispuestos a zanjar a puñetazos sus diferencias. Hubo unos minutos de
tensión, pero al final, las palabras tranquilizadoras de "el Piños" surgieron efecto. "El
Culebra" arreó una fuerte patada al suelo y se alejó de allí enfadado.

—Imbécil... —susurró Paquito refiriéndose a su colega gitano.

—Venga, tío, déjale —le decía "el Piños" tratando de calmarle—. La cosa salió mal,
pues salió mal, que le vamos a hacer... Mira, me he traído un peta, nos lo fumamos a
medias y a tomar por el culo todo, ¿vale?.

Paquito miró a su amigo. Esbozó una sonrisa cómplice y le abrazó. La lealtad


incondicional de "el Piños" le devolvía la confianza en sí mismo y le hacía olvidar la
decepción de aquella noche. Rodeó a su amigo con el brazo y se encaminaron hacia el
coche; allí, en el asiento trasero, se fumarían tranquilamente aquel porro y se
olvidarían del mundo por unas horas.

Eran las tres de la mañana cuando, aún algo mareados por el canuto que habían
compartido, entraban en el club "La Farola". Tras vagar por las calles del barrio, y
tras una larga retahila de razones por parte de Paquito para convencer a su colega,
habían decidido encaminar sus pasos hacia la zona alta del barrio en donde, próximo
al Santuario de Nuestra Señora de Contrueces, se ubicaba aquel club. Tomaba su
nombre de la farola que iluminaba el cruce de carreteras que allí concurría, y que
suponía una de las pocas que existían por aquel entonces en el barrio. Nunca habían
estado allí, y a Paquito le había parecido un buen lugar donde gastarse el botín de
aquella noche.
—Dos gintonic.

Paquito, con paso decidido, se había ido hacia la barra para pedir la bebida.
Aquella noche, tras la barra, estaba la Noe, la novia del Manolo. No la conocían; les
sonaba su cara de verla por el barrio, pero desconocían que fuese la novia del mayor
de los Álvarez.

La Noe trabajaba en aquel puticlub sirviendo copas o atendiendo los deseos de los
clientes que estuviesen dispuestos a pagar por estar con ella. No tenía nada especial.
Era una joven vulgar, menuda, de melena castaña.

—¿No os parece que ya tendrías que estar en la cama, mocosos? —fue la respuesta
de la Noe.

Paquito la miró fijamente. Después, disimuladamente, recorrió el antro con la


vista. Dos putas sentadas en una mesa y un chulo fumando en una esquina; sus
miradas estaban puestas sobre los dos muchachos; no les habían dejado de observar
desde que habían puesto el primer pie en aquel antro; seguramente pensaban igual
que la Noe. A Paquito le molestó aquello. Había ido allí para cerrar la noche con su
colega y no iba a soportar los improperios de una puta. Miró a su amigo por el rabillo
del ojo; "el Piños", sabedor de su carácter, le hacía seña con la cabeza para que no
escuchase a la puta. Paquito no estaba por la labor.

—Dos gintonic... —insistió—. Y rápido...

—Oye, mocoso, ¿por qué no os vais para la cama? —la Noe seguía en lo suyo—.
Aquí no pintáis nada.

Aquello era cierto. Es más, la Noe miraba por el bien de local, pues estaban muy
acostumbrados a que la policía pasase por allí día sí día también, y en modo alguno
le apetecía que aquellos dos muchachos estuviesen allí si daba la casualidad de que
aquel día tocaba redada; les traería problemas, y estos los tenían de sobra sin
necesidad de buscarse más. Sin embargo, Paquito desconocía por completo este
hecho y parecía empecinado en tomar algo en aquel lugar.

—¡Qué me pongas dos gintonic! ¡Puta!.

La Noe le arreó una fuerte bofetada. Aquello acabó por desquiciar a Paquito, que
se revolvió, se encaramó sobre la barra y la agarró por los pelos. "El Piños" gritaba
intentando impedir que su amigo se metiese en líos, pero no pudo hacer nada.
Paquito, sin miramiento alguno, estampó la cara de la puta contra la barra
reventándole la nariz. El chulo saltó de su esquina y, navaja en mano, se fue hacia los
muchachos. "El Piños" alertó a su amigo. Paquito saltó al suelo, y antes de que el
chulo se le acercase demasiado, le arreó una fuerte patada en la entrepierna que le
hizo caer de bruces. Las voces de las otras dos putas alertaban de lo que estaba
ocurriendo a otros que había tras una puerta al fondo del local; era el momento de
salir corriendo. Y corrieron calle abajo todo lo rápido que pudieron; corrieron sin
mirar atrás hasta llegar a la barriada obrera. Fue entonces cuando se detuvieron para
asegurarse de que nadie les seguía. Fatigados, se miraron el uno al otro; el "Piños"
tenía el miedo en la cara; Paquito, por contra, reía.
7

Serían las cuatro de la tarde del día siguiente cuando Paquito y "el Piños" vagaban
por una de las calles del barrio; sin nada que hacer, perdían el tiempo dando patadas
a una abollada lata de Coca—cola. Un SEAT 131, que Paquito reconoció al momento,
se detuvo frente a ellos. "El Mamen" bajó la ventanilla y les hizo un gesto con la mano
para que entrasen en el coche. "El Piños" miró a Paquito; éste asintió con la cabeza, y
los dos colegas se sentaron en el asiento trasero. Allí estaba "el Pupas"; "el Porro" iba
al lado de "el Mamen", que conducía.

—¿Qué pasa? —preguntó Paquito.

—Mi hermano quiere veros.

No hubo más explicaciones. "El Mamen", en silencio, enfiló calle arriba, y minutos
más tarde detenía el coche en medio de la explanada de una fábrica abandonada. Se
volvió, miró a Paquito, y le indicó que saliesen del coche. Una vez fuera, "el Mamen"
y los suyos escoltaron a los dos amigos explanada adelante, hacia una de las viejas
naves de la fábrica. "El Pupas" empujó el oxidado portón cerrando cualquier intento
de huida. El Manolo salió de detrás de un montón de bidones de chapa; a su derecha,
la Noe, la nariz vendada; a su izquierda, el chulo que había recibido la patada de
Paquito. "El Piños" miró a su amigo; tenía el miedo en los ojos. Paquito se mantenía
firme; era una encerrona, pero no alcanzaba a adivinar qué relación tenían la puta y
el chulo con el Manolo.

—¿Qué pasa aquí? —Paquito no esperó explicaciones, las pidió.

—No lo sé... Dímelo tú, Paquito —le respondió el Manolo, a un metro de él.

—No tengo nada que decirte —Paquito, fiel a si mismo, se mantenía firme y
desafiante.

—Yo creo que sí —Manolo le miraba fijamente—. Por lo menos me explicarás


porqué le reventaste la nariz a mi novia...
Ya estaba todo claro. Para su desgracia, la Noe era la novia del Manolo y él no lo
había sabido hasta aquel momento. "El Mamen" y los suyos los rodeaban; Paquito y
"el Piños" no tenían posibilidad de escapatoria; esperaban a que el Manolo dictase
sentencia. "El Piños", que debía haberse meado del miedo, miraba de reojo a su
amigo; confiaba en que Paquito supiese salir de aquella.

—Yo no le rompí la nariz a tu novia —respuesta tajante que dejó perplejo al


Manolo.

_¿Ah, no?. Y entonces, ¿esto qué es? —respondió el Manolo señalando hacia la
cara de su novia.

—Yo le rompí la nariz a una puta.

Se hizo el silencio. Nadie de los allí presentes se esperaba una respuesta como
aquella. Paquito, con aquellas palabras, pronunciadas con retadora firmeza, había
conseguido descolocar al Manolo que, por unos instantes, no supo que responder. Al
final, sonrió y se rindió ante la arrogancia del muchacho.

—Cierto. La Noe es una puta —los presentes no daban crédito a las palabras del
Manolo—. Y como puta que es si te la quieres tirar te basta con pagar. ¿Quieres
follarla?. Podemos llegar a un acuerdo...

La Noe, incrédula, miraba a su novio; no se explicaba cómo era que aún no la


habían emprendido a palos con aquellos dos muchachos. El otro, el chulo, aún más
incrédulo, se acercó al Manolo y le habló al oído.

—Joder, Manolo, ¿no les vamos a dar un escarmiento a estos dos mierdas? —le
susurró.

—¿Escarmiento? —el Manolo se gira hacia el chulo—. Paquito y yo tenemos que


hablar. Aquí, hoy, no se parten mas narices ni se rompen más huevos.

—¡Me cago en la hostia! —el chulo se revelaba—. Esto no es así...

—Esto es como me sale a mí de los huevos, ¿está claro?.

El chulo comprendió que no había lugar a más replica; el Manolo mandaba. "El
Piños" miró a su amigo; Paquito se mantenía tranquilo. El Manolo se volvió hacia
Paquito, le hizo una seña con la cabeza y se alejaron del grupo caminando uno al
lado del otro, hacia un rincón de la nave en busca de privacidad.

—Mira Paquito, tienes los cojones bien puestos —empezó a decirle una vez hubo
considerado que estaban suficientemente alejados del grupo—. Me has dejado claro
que no sabías que la Noe es mi novia. Supongo que de saberlo no le habrías roto la
nariz —Paquito se mantuvo callado; escuchaba y esperaba—. ¿A qué coño fuisteis a
la "Farola"?.

—Queríamos tomar algo. Teníamos que celebrar una cosa —respondió Paquito.

—¿Y por qué le rompiste la nariz a la Noe?.

—No quiso darme los gintonic y me arreó una bofetada.

—Ya... Eso me dijo ella —el Manolo recapacitó durante unos segundos—. Mira,
voy a decirte la verdad, de no haberme contestado como lo hiciste te hubiese partido
las piernas. Nadie le pone la mano encima a mi novia —Paquito no dijo nada, pues
entendía que no había nada que decir—. Pero, como tú has dicho, la Noe es puta, y
con la nariz rota no va a poder ganar dinero. Tendrás que pagarme lo que deje de
ganar.

—Yo no tengo un duro —se sinceró Paquito.

—Me imagino...

—¿Qué quieres que haga?.

—Sé que se te da bien "mangar" cosas. Irás trayéndome aparatos electrónicos y


dinero hasta que yo considere que ya no me debes nada.

—¿Aparatos electrónicos? —Paquito quería que Manolo fuese más concreto.

—Televisores, radios, ya sabes... Cosas guapas que valgan algo. Se las llevas a "el
Mamen" y él se encargará de hacerme llegar la "guita". ¿Estamos?.

—Estamos —respondió Paquito tras recapacitar unos segundos.

Paquito había dado por zanjada la conversación y regresaba junto a su amigo,


cuando el Manolo, aún en el mismo sitio, reclamó su atención. Paquito se volvió, le
miró de arriba abajo, e hizo un gesto con la cabeza a modo de saber qué quería de él.

—Si te portas bien, trabajarás para mí —le dijo el Manolo—. Se saca más "tela"
moviendo "caballo". Pagarás antes tu deuda.

—Paso de esa mierda...

—Ya... Eso lo veremos...

Paquito le dedicó una última mirada de soslayo y se alejó caminando en busca de


su amigo; se iban de allí. Ahora tocaba buscar a "el Culebra" y arreglar las cosas, pues
tenían que organizarse; urgía saldar la deuda con el Manolo, pues no quería más
problemas. Antes de salir de la nave miró a la Noe; después de todo, la puta tenía un
polvo, pensó; quizás acabase follando con ella, claro está, cuando se le curase la nariz
y se quitase aquella horrible venda.

—¡Eh, "desgraciao"! ¿A dónde anda el gato que os presté?.

El tío Basilio tenía cogido a Paquito por la chaqueta. Habían ido hasta la ciudadela
gitana a buscar a "el Culebra", pero se habían olvidado de devolver el gato hidráulico
del tío Basilio. Paquito se volvió. El gitano blandía su cayado dispuesto a molerles los
huesos. Les daba unos segundos para que se explicasen.

—Nos lo dejamos olvidado en un descampado...

—Te mato —sentenció el tío Basilio.

Para entonces Paquito ya había sacado su navaja y le plantaba cara al gitano. "El
Culebra" salía de su casa y caminaba hacia ellos. Una mujer daba voces de alarma
viendo la trifulca que estaba a punto de comenzar. El viejo y el joven se miraban,
amenazantes, pero ninguno de ellos asestaba el primer golpe; se tomaban el pulso.
Poco tardó en llenarse de gitanos el patio de la ciudadela. Paquito miraba a su
alrededor por el rabillo de los ojos; la cosa se ponía fea; habría que salir pitando de
allí. Miró hacia "el Piños"; su amigo estaba nervioso, esperaba una señal para echar
correr.

—A ver si tienes cojones de usar esa navaja —le retó el tío Basilio, arropado por
los suyos.

Paquito se mantuvo firme. "El Piños" iba hacia él; buscaba estar próximo a su
amigo. Varios gitanos caminaban hacia la entrada de la ciudadela; trataban de
impedir una posible huida. No había tiempo para más, era ahora o nunca. Paquito
hizo una seña a su amigo, se abalanzó sobre el viejo echándole a un lado de un fuerte
empujón, y echó a correr hacia la salida de la ciudadela seguido de "el Piños".
Corrieron los dos amigos todo lo rápido que sus piernas se lo permitieron, logrando
esquivar a los gitanos que intentaban impedir su huida, y salieron de la ciudadela.
Siguieron corriendo durante varios minutos, calle arriba, en dirección al barrio de El
Llano, hasta que se aseguraron de que nadie les seguía.

—¿Qué fuisteis a buscar?.

Era "el Culebra". Una hora más tarde, les sorprendía sentados en el banco frente a
la sala del Chema. Paquito y "el Piños" observaban cómo unos operarios arreglaban
la verja que ellos habían reventado; por fortuna, el "jefe" no sospechaba. Paquito se
volvió hacia el muchacho gitano.

—A ti —le respondió.
—¿Para qué? —le replicó "el Culebra", aún dolido por la bronca de la noche del
robo.

—Hay que hacer y te necesitamos.

Delinquir ya formaba parte de sus vidas, pero la propuesta del Manolo,


obligándole a pagar por el daño que había hecho a la Noe, acabó por licenciarles en el
mundo del robo en todas sus variantes. Las semanas que siguieron fueron frenéticas.
Siempre dirigidos por Paquito, cada vez más ducho dando órdenes e ideando planes,
los tres muchachos se hartaron de sustraer radio—casetes de coches, por el método
de romper la ventanilla, lanzarse dentro del coche, y arrancar la radio mientras los
otros vigilaban. Televisores de viviendas en plantas bajas cuyas ventanas dejaban
abiertas sus despistados dueños; Paquito, ayudado por sus amigos, se encaramaba en
la ventana, saltaba al interior de la vivienda y, al poco, volvía con un televisor.
Cabinas de teléfonos reventadas con un destornillador. Tal fue la sucesión de
pequeños robos que, aunque limpios, sin violencia, acabaría por llamar la atención de
la policía.

—¿Cuánto me queda? —preguntó Paquito a "el Mamen" mientras le entregaba el


fruto de su último robo.

—No sé —le respondió "el Mamen"—. Eso es cosa de Manolo. Por ahora no ha
dicho nada. Tú sigue trayendo trastos de estos, y seguro que acabas pagando lo que
debes.

—Ya... —Paquito desconfiaba de "el Mamen"—. Seguro que no me estás


vacilando, ¿verdad?.

—¿Vacilando?. No me toques lo "güevos".

—Igual te estás quedando con parte de la pasta... Igual me tengo que encargar yo
de vender la mercancía... —Paquito se enfrentaba al "Mamen".

—Igual te arreo una hostia que te pongo a vivir —le respondió el otro.

Se estaba calentado el ambiente delante de los viejos barracones del "parque",


cuando una patrulla de la policía se detuvo a escasos metros de la pandilla. "El
Mamen" y los suyos se volvieron hacia el coche; no era raro que la "pasma" se dejase
caer por allí, por el control rutinario que solían hacer. Sin embargo, lo que no se
esperaban era que el mismísimo comisario se bajase del coche. Paquito y los suyos
retrocedieron unos metros; ellos, al contrario que "el Mamen", no estaban
acostumbrados a tratar con la policía. El comisario, de paisano, escoltado por dos de
sus hombres vestidos de uniforme, caminó hacia donde estaba "el Mamen".

—¿Qué hay "Mamen"? —le dijo a modo de saludo—. ¿Cómo te va la vida? Hace
mucho tiempo que no pasas a verme...
—Será porque me porto bien, comisario —le respondió "el Mamen" con cierta
sorna.

—Seguro... —la misma sorna por parte del comisario—, y qué, aquí con los
colegas, ¿no?.

—Pues sí, ya ve, pasando la tarde.

—Ya, ya veo, ya... —el comisario mira a todos los allí presentes uno por uno—.
¿Quién es ese? No le conozco —señaló a Paquito.

Entretanto hablaba, el comisario había sacado una cajetilla de tabaco del bolsillo
de su chaqueta, se había echado un cigarrillo a los labios, le había dado fuego y
echado un par de caladas.

—El Paquito —le respondió el "Mamen"—. Un colega. ¿Por qué?.

—Ya... —el comisario observa durante unos segundos a Paquito; otro par de
caladas al cigarrillo—. Espero no tener que verle por comisaria...

—Es un tío legal...

—Ya... Como tú, ¿verdad, "Mamen"? —fue la respuesta del comisario. El joven
sonrió—. Dime una cosa... Hará un par de semanas que anda el gallinero un poco
revuelto. ¿Sabes tú algo de eso?.

—Yo qué coño voy a saber... Además, ¿por qué habría de saberlo? —"el Mamen"
parecía querer mofarse del comisario.

—Bueno, a lo mejor, porque de todos es bien sabido que tu hermano el Manolo es


el que mueve los hilos por el barrio —pausa para recapacitar—. A propósito, ¿qué
hay de él?. ¿Por dónde anda? A ese también hace tiempo que no le veo.

—Por ahí... Será que se porta bien, como yo —le respondió "el Mamen", seguro de
sí mismo y un tanto burlón.

—Eso espero... Bueno, a lo que iba, ¿qué sabes tú de los robos de estos últimos
días?.

—Ya le dije que no sé de qué me habla —le respondió "el Mamen".

—Mira "Mamen" —el comisario fingía perder la paciencia—. No quieras que te


llevemos a comisaria. Vamos a portarnos bien, ¿eh?. Que aquí nos conocemos todos.

—¿Y por qué me va a detener? No hice nada.


El comisario sonríe, se acerca a "el Mamen", le echa el brazo por encima de los
hombros y se arrima suavemente a él hablándole al oído, de espalda al resto de los
presentes, buscando intimidarlo.

—Porque a lo mejor, si te llevo con nosotros, y te damos una "pasadita" por la cara
empiezas a acordarte de cosas...

—Mire, comisario, le juro por mi madre que no sé nada de los robos esos... Algo oí
de que hay alguien por ahí birlando radios, televisores, y cosas de esas, pero no sé
quién es—hace una pausa para recapacitar; piensa cómo seguir mintiendo al policía
sin que éste se percate de ello—. Manolo anda un poco preocupado con el tema. No
le gusta mucho que alguien ande por ahí haciendo sin él saber.

El comisario lo observaba por el rabillo del ojo mientras hablaba. Intuía que "el
Mamen" le mentía, pero sabía que no iba a sonsacarle nada, al menos, no por las
buenas. Se separó de él y volvió a situarse entre los dos agentes.

—Vale —el comisario daba por terminada la entrevista—. Está bien, "Mamen".
Pero andamos un poco preocupados con el tema, así que, si te enteras de algo, me lo
dices. ¿Estamos, chaval?.

—Estamos...

El comisario se despidió con un leve movimiento de cabeza y, tras dedicar una


última mirada a Paquito, dio media vuelta; junto con los dos policías de uniforme,
subió al coche patrulla para alejarse del lugar del mismo modo que habían llegado.
"El Mamen" respiraba tranquilo. Se volvió hacia Paquito.

—Te estás haciendo famoso, ¿eh? —le dijo.

—Gracias, tío —a Paquito le costaba, pero lo natural era darle las gracias a "el
Mamen" por no haberle descubierto.

—¿Gracias? —"el Mamen" se ríe—. Hay que joderse con el crío. No hace nada te
me estabas chuleando, y ahora me das las gracias por nada —hace una pausa—.
¿Qué te crees que tenía ganas de que nos llevasen a todos para comisaria?. O no ves
que estamos todos metidos hasta el culo en esto... ¿eh?.

Paquito había pecado de inocente. Sí, era arrogante, decidido, y apuntaba


maneras —incluso mejor que "el Mamen"—, pero aún le faltaban tablas, y acababa de
dejarlo claro. Se mordió la lengua. Entregó la bolsa de plástico con lo de aquel día, e
hizo una seña a sus dos amigos; se iban de allí, acababa de hacer el ridículo y no tenía
sentido seguir discutiendo.

Paquito, cansado de aquellos hurtos que no acababan de ser suficientes para


saldar la deuda con el Manolo, llegó a la conclusión de que necesitaba dar un golpe
definitivo; uno que le permitiese zanjar aquel asunto de una vez por todas; algo
grande; algo solo a la altura de los grandes de verdad.

—¡Coño! ¡Tira ya!.

"El Piños", encaramado en lo alto del muro que servía de cerramiento al campo de
fútbol de El Manantial, animaba a los jugadores del equipo del barrio, el Club
Deportivo Las Clotas. Aquella tarde habían decidido ir a ver el partido al campo, un
terreno de arena y tierra, vallado por un muro de ladrillo de unos dos metros de
altura. Había dos campos, el grande y el pequeño, y entre ambos, el bar, con la
taquilla y los vestuarios. Ellos nunca pasaban por taquilla, sino que se encaramaban
en lo alto del muro y, desde allí, veían el Partido; si alguien les llamaba la atención no
tenían más que Pegar un salto y salir corriendo.

Paquito, aquella tarde, permanecía ajeno al encuentro—tenía la cabeza en otro


lado.

—Necesitamos algo gordo —dijo, al fin.

—¿Qué dices? —"el Piños" estaba al partido.

—Tengo pensado un golpe para acabar de pagar la deuda... —Paquito se


empezaba a explicar.

—No será peligroso, ¿eh? —le increpó "el Culebra".

—Una joyería... Tengo vista una en el centro.

—¡Y una mierda!.

"El Culebra" se revelaba; una joyería eran palabras mayores. El joven gitano saltó
del muro a la calle; Paquito le siguió. Ambos eran conscientes que atracar una joyería
implicaba correr un riesgo muy alto, mucho más alto que el que venían corriendo.
Además, un primo de "el Culebra" había muerto en el atraco a una de ellas; el joyero
le descerrajó dos tiros con una recortada.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Paquito.

—Que no, joder, que no, que paso —le respondió el "Culebra".

—¡Coño, "Culebra"!. Que con esto pagamos la deuda...

—Tu deuda... Que fuiste tú el que se metió en este "jari"...

—Joder, tío. En esto estamos todos... —Paquito imponía su ley ante la resistencia
de su amigo.

—¡Y una mierda!


—¡Estaros quietos, joder!.

"El Piños" saltaba del muro para separar a sus dos amigos, a punto de enzarzarse
en una pelea. Desde la noche del atraco a la sala del Chema, las diferencias entre "el
Culebra" y Paquito se hacían cada vez más latentes. El primero, cada día ponía un
poco más en tela de juicio la supremacía del otro, y este, molesto por la actitud de
aquel, cada día le resultaba más tediosa su compañía.

—Joder, que ya os vale —"el Piños", afán de pacificador, demostraba ser el más
cabal en aquellas disputas—. Coño, "Culebra", deja que Paquito se explique.

—Hostias, "Piños", que la cosa pinta mal, tío —replicaba "el Culebra".

—Vale, joder, vale, pero Paquito, explícate —"el Piños" se esforzaba para que la
paz volviese al grupo.

—¡Coño, "Culebra"! —Paquito se disponía a explicar su plan—. ¿Qué te crees que


no sé que la cosa está jodida?. Esa gente ya sé que tienen "pipas" tras el mostrador y
cosas de esas, joder.

—¿Entonces? ¿Cómo coño...? —"el Culebra" le interrumpía.

—Hostias, cállate ya —le reprendió "el Piños"—. Deja a Paquito hablar.

—A ver, joder, que no vamos a entrar de día, coño —aquello reclamó la atención
de sus dos colegas—. Lo haremos de noche... Mira, la cosa es así...

La cosa fue así. Aquella misma noche robarían un Renault 12 en una calle
próxima al centro. Paquito iba al volante. Los otros dos cargaban con dos mochilas
vacías. Hacia la una de la madrugada, Paquito enfilaba el coche por una calle del
centro de la ciudad, próxima a la calle Corrida y el Mercado del Sur, y pasaba por
delante de una joyería; con una seña les hacía saber a los otros dos que ese era su
objetivo. Avanzó unos metros por la calle, frenó en seco, les dijo a los otros que se
agachasen y, sin más dilación, metió la marcha atrás y pisó el acelerador a fondo. El
coche se estampó contra el escaparate y la pared de la joyería, haciéndolos saltar en
escombros y cristales rotos, e introduciendo la mitad trasera en el interior de la
tienda. "El Culebra" y "el Piños" saltaron fuera del coche, y entre el ruido de las
alarmas, y las voces de los vecinos que se habían despertado con el estruendo, fueron
echando a la mochila todas las joyas que se encontraron, sin pararse a seleccionar,
dándose toda la prisa que podían, rompiendo vitrinas y armarios a su paso;
entretanto, Paquito, al volante, se mantenía atento, vigilante, dispuesto a salir de allí
a toda velocidad. Pasaron unos minutos caóticos, no muchos. Las ventanas de los
pisos colindantes se llenaban de vecinos que gritaban llamando a la policía, o les
increpaban con insultos. De uno de los portales, unos metros más arriba, salía un
hombretón cargando con una escopeta; Paquito lo vio; era el momento de irse de allí.
Llamó a sus colegas, que dejaron lo que estaban haciendo, se echaron las mochilas al
hombro, y se abalanzaron sobre el asiento trasero del coche. Paquito pisó el
acelerador a fondo, y con un brusco viraje emprendió la huida mientras los vecinos
les arrojaban tiestos desde las ventanas, y el hombre de la escopeta intentaba, en
vano, detenerles a disparos. Cinco minutos más tarde, las sirenas de la policía
rompían el silencio de la noche, y Paquito, cada día más ducho en darles esquinazo,
detenía el coche sobre una acera, a dos metros de un R17 azul. Era el momento de
cambiar de vehículo. "El Piños" y "el Culebra" apenas eran capaces de seguir el ritmo
de Paquito y, aún menos, de pensar con la rapidez y lucidez con la que este lo hacía;
tuvo que ser él, ayudado por las dos mochilas, quien rompiese la ventanilla del Rl7 y
le hiciese el puente mientras ellos dos se subían al asiento trasero.

—Bonito "buga", tú —le dijo el "Culebra"—. Vamos a quemarle la "gasofa".

—Vamos, hostias. Vamos a salir de aquí cagando leches —le respondió Paquito,
molesto por la insolencia que acababa de decir el joven gitano.

La noche acabó en un descampado del barrio de La Calzada, fumándose un par


de canutos para celebrar aquel golpe, y riendo a carcajadas; las de "el Piños" y "el
Culebra* consecuencia de los nervios y el miedo que habían pasado; las de Paquito,
sinónimo de satisfacción por saberse victorioso; además, sabía que aquella noche "el
Culebra" habría comprendido quién era el jefe del grupo, y quién debía mandar.

A la mañana siguiente, en todos los quioscos de la provincia, el golpe de aquellos


tres jóvenes era portada en los periódicos de la región. "Jóvenes revientan una joyería
con un coche". "Atracan una joyería estrellando un coche". "Un coche sirvió para
reventar el escaparate de una joyería".

"La oleada de robos en la ciudad culmina con un atraco a una joyería", fue el
titular de portada en El Comercio de aquella mañana. Un titular que leía el Manolo
recostado en el asiento delantero de su SEAT 131, mientras esperaba aparcado en la
explanada de los viejos barracones—escuelas; a su lado, el Charly.

—¡Joder, qué huevos! —exclamó el Manolo—. ¿Quién coño habrán sido estos
tres?.

En eso, la puerta trasera se abrió y Paquito, seguido de "el Mamen", entró en el


coche. El Manolo dejó el periódico sobre el salpicadero, y se volvió hacia los recién
llegados, un tanto remolón y con gesto fastidioso.

—A ver, tú, chaval. ¿Qué coño quieres? —le dijo el Manolo a Paquito.

—Vengo a traerte lo del último golpe —le respondió Paquito.


—¡Hostias! ¡Joder! ¿Y para eso tanto insistir en verme? —el Manolo se mostraba
disgustado. Aquellas no habían sido sus órdenes, y eso le molestaba sobremanera—.
¿No se lo podías dar a "el Mamen", como siempre?.

—No —Paquito hizo una pausa—. Con esto queda pagada mi deuda.

—Venga, chaval, no me toques los "güevos", que no estoy para coñas —el Manolo
se vuelve hacia el volante—. Déjale los "cacharros" a "el Mamen" y lárgate.

—No son "cacharros" —Paquito abrió la mochila, que guardaba celosamente entre
sus brazos, y mostró el contenido a los presentes—. Es esto.

El Manolo, que vio por el espejo retrovisor el brillo del montón de anillos,
pulseras, collares y relojes que Paquito guardaba en su mochila, se volvió hacia él de
un salto; no podía salir de su asombro. Miró las joyas atónito, y luego levantó la vista.
Paquito se mantenía serio, tranquilo, seguro de sí mismo.

—¡Me cago en la puta! —exclamó el Manolo al fin—. No me digas que los de


anoche fuisteis vosotros —Paquito asintió con la cabeza. "El Mamen" le miraba
fijamente; al igual que su hermano mayor no se lo podía creer—. ¡Qué "güevos"
tienes, cabrón! —rompió a reír a carcajadas—. Eres grande, Paquito, muy grande—
sentenció.

—Con esto queda pagada mi deuda —insistió Paquito, más preocupado en zanjar
aquel asunto que en oír las alabanzas del Manolo.

—Con esto, chaval, no solo queda pagada tu deuda, sino que hasta puedes echarle
siete polvos a la Noe —concluyó el Manolo y le cogió la mochila sin dejar de reírse.

—Vale. Pues eso...

Paquito no dijo más y salió del coche. Dejaba allí a los dos hermanos y al Charly
mirando aquellas joyas y riendo. Tan ensimismados estaban contemplando el
contenido de aquella mochila, que no se habían percatado de que Paquito se había
bajado del coche y caminaba al encuentro de sus dos colegas, en el "parque", a unos
metros del SEAT 131.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó el "Piños" cuando llegó a su altura.

—La deuda está pagada —Paquito, sonriente, daba la buena noticia a sus colegas.

—Joder, qué bueno —exclamó un "Culebra" totalmente entregado a su jefe.

—Vámonos hasta el "Peralta", que hoy invito yo —les dijo Paquito.


Paquito se situó entre sus dos colegas y se entrelazaron los brazos por encima de
los hombros para caminar juntos. Felices, a modo de celebración, corrieron unos
metros mientras se reían, para frenar bruscamente y abrazarse haciendo una piña.

—Pasado es mi cumpleaños —les dijo Paquito.

—¡Coño! Pues habrá que hacer una fiesta guapa, ¿no? —propuso el "Culebra".

—Ya... yo había pensado en montar un guateque, pero no tenemos sitio —confesó


Paquito.

—Espera, tú, que creo que pasado mañana tengo la casa libre —exclamó "el Piños"
tras recapacitar unos segundos.

—¡Ostia, tú! ¡Pues cojonudo! La montamos en tu casa —concluyó Paquito.


8

Hacía un par de horas que los tres muchachos habían dado comienzo a la fiesta
por su cuenta, sin esperar a nadie, así que, para cuando llegaron Marta y su amiga
Silvia, ya llevaban bebido un garrafón de ese alcohol barato que se sube a la cabeza
con rapidez, y fumados un par de porros; el estado en el que se encontraban los
chicos no era el más apropiado para recibir a las chicas.

Cuando Marta picó al timbre, en el tocadiscos daba vueltas un vinilo de "Los


Chichos", "el Culebra" daba palmas al son de la rumba flamenca, "el Piños", recostado
en un sofá, engullía unos ganchitos, y Paquito fumaba un cigarrillo dando vueltas
alrededor de la pequeña mesa de centro sobre la que tenían unos platos con la
merienda, rica en aperitivos.

Paquito fue hacia la puerta y la abrió. Recibió a su novia con un fuerte beso en la
boca; Marta se echó hacia atrás, pues el aliento del chico apestaba a alcohol. A Silvia
le dedicó un guiño pícaro; hacía unos días que había conseguido cierta complicidad
con la tímida amiga de su novia, y Paquito la explotaba al máximo. Las dos amigas,
seguidas de Paquito, entraron en la pequeña salita de la casa de "el Piños". Se
miraron, y la expresión de sus caras dejó claro un cierto atisbo de decepción;
seguramente no se esperaban encontrar aquel panorama.

—¿Qué fiesta es esta? —dijo al fin Marta sin disimular su desencanto.

—Coño, mi cumpleaños —exclamó Paquito, al que la duda ofendía.

—Pero si no hay nadie —replicó Marta.

—¿Quién quieres que venga? —le preguntó Paquito con cierta sorna mientras la
enganchaba por la cintura—. ¿No te vale con que esté yo?.

—Estás borracho... —sentenció la chica mientras trataba de zafarse de los brazos


del muchacho.

—Venga... no seas estrecha, que es mi cumpleaños —le decía Paquito mientras


intentaba besuquearle el cuello.
—¿No va a venir nadie más? —ella se resistía.

—¡Joder! ¡No! No va a venir nadie más —aquella insistencia de la chica porque


hubiese más gente le molestaba; él estaba bien así, con sus dos colegas, su novia, y la
Silvia.

—Venga, pasar... —"el Culebra" invitaba a las chicas a que entrasen en la salita.

—Vale... —Marta se lo pensaba—. Nos quedaremos, pero solo un poco, ¿eh?.

Aquello le bastaba a Paquito. "El Piños" aún no había articulado palabra, estaba
concentrado ojeando un número de la revista "Play Boy" que "el Culebra" se había
agenciado para la ocasión. Marta se percató de ello y le dedicó una mirada de asco; la
joven, aunque rebelde, mantenía cierta ideología de moralidad frente a aquel tipo de
revistas repletas de mujeres ligeras de ropa. "El Culebra" les ofreció bebida y comida;
al joven gitano, como a tantos, le gustaban las tetas de la Marta, y no se ocupaba de
disimularlo, aún cuando sabía que la joven era "propiedad" de Paquito.

—¿No tenéis otra música por ahí? —preguntó Marta.

—Por ahí debe haber algo —le respondió "el Piños" señalando hacia un pequeño
mueble en el que había apilados unos discos de vinilo—. Pon lo que quieras...

Marta rebuscaba entre el montón de vinilos mientras su amiga, tímidamente, se


situaba en una esquina de la mesa y se echaba a la boca unas aceitunas; Paquito no
dejaba de observarla. Se sirvió un vaso de Coca—Cola, tomó un sorbo y, de reojo, sin
querer, se fijó en Paquito, que le lanzó otro guiño; esta vez, no solo había conseguido
la atención de la chica, sino que había logrado sonrojar sus mejillas. Para entonces,
Marta había encontrado un vinilo de su agrado y lo ponía en el tocadiscos; a los
pocos segundos, las voces del "Duo Dinámico" llenaban la pequeña salita.

—¿Qué mierda es eso? —exclamó el Culebra".

—Algo mucho mejor que lo que estabais escuchando —le replicó Marta.

—Tú —dijo Paquito refiriéndose a su amigo—. A callar, que esta es mi fiesta y


aquí se pone lo que diga mi novia. ¿Vale?.

—¡Jo, pues vaya mierda! —exclamó el otro para acabar sentándose en el sofá junto
a "el Piños", cuenco de ganchitos entre las piernas.

Durante la siguiente hora ellos siguieron bebiendo alcohol de garrafón, y ellas,


más comedidas, únicamente se dedicaron a los refrescos. Paquito jugaba a dos
bandas: por un lado, intentaba llevarse al huerto a su novia a base de besos y
arrumacos, y por otro, no dejaba de insinuarse y lanzarle guiños a Silvia cuando
Marta no miraba; y ésta parecía no hacerle ascos. En aquella chica guapa y en exceso
tímida, Paquito despertaba los mismos sentimientos cruzados que solía despertar en
el resto de chicas; pero en su caso especial, por esa enorme timidez, estos
sentimientos encontrados debían ser más fuertes y, unidos a la culpa por saberle
novio de su amiga, hacían que cada día se sintiese más irremediablemente atraída
por aquel chico.

Paquito, a fuerza de insistir, había conseguido llevar hasta el sofá a Marta y,


sentados sobre sus cojines, intentaba manosear sus tetas mientras la besaba. En esto,
Silvia, un Poco más integrada en la fiesta, cambiaba el vinilo del tocadiscos para
poner una balada de los "Bee Gees".

—Vamos a bailar —le dijo Marta intentando zafarse de las intenciones de su


novio.

—Joder, Marta, no —Paquito se resistía; no le gustaba nada el baile.

—Venga, vamos —insistía ella.

—¿Por qué no bailas con "el Culebra"? —le propuso Paquito señalándole con la
cabeza a su amigo, ocupado en bailar con un vaso en la mano—. Ese seguro que
quiere bailar...

Silvia se había ido pasillo adentro, seguramente al baño, y Paquito había visto la
oportunidad de acercarse a ella. Así que, en aquel momento, el objetivo era
deshacerse de Marta, o mejor, que ésta se ocupase en otra cosa que la dejase a él
tiempo; el baile con "el Culebra" parecía una buena idea.

—¡Qué voy a bailar yo con ese! —exclamó Marta.

—Venga... ¡"Culebra"! ¡Ven acá! —Paquito reclamó la atención de su amigo.

—¿Qué pasa? —"el Culebra" se acercó a la pareja.

—Baila con mi novia, pero cuidado con lo que haces, ¿eh?, que te vigilo.

Paquito empujó a Marta a los brazos de "el Culebra", que la recibió complacido.
La chica, enfadada, y más por despecho que por otra razón, accedió a bailar con el
joven gitano. Los dos se fueron hacia la mitad del salón. Paquito fue pasillo adentro
tras los pasos de Silvia. Llegó a la puerta del baño justo cuando la chica salía. Le cerró
el paso apoyando el brazo en el marco de la puerta, y la tomó por la cintura.

—Hola —le dijo a modo seductor.

—Hola —fue la respuesta tímida de ella—. ¿Vas al baño?.

—No, vengo a verte a ti —le respondió él. Ella no supo que decir—. ¿Qué pasa?.
¿No te gusto?.
—Estás con Marta...

—Y... Qué tendrá que ver eso... —arrogante, a su estilo, Paquito, a medida que
hablaba, iba llevando a la chica hacia el interior del baño.

—Marta es mi amiga...

—No me vengas con chorradas...

Paquito, una vez tuvo a la chica dentro del baño, cerró la puerta, la tomó por la
cintura trayéndola fuertemente contra él, y la besó. Silvia se resistió, pero de nada le
sirvió, pues el chico era más fuerte y diestro que ella. Sus labios se juntaron Y, a los
pocos segundos, ella sucumbía a los besos de él y se dejaba hacer. Paquito la
manoseaba a su antojo, e incluso había llegado a meter sus manos por debajo del
jersey sobándole sus pequeños pechos, cuando la puerta del baño se abrió; era Marta.

—¿Qué pasa aquí? —exclamó la chica al ver la escena que se estaba desarrollando
delante de sus ojos.

—¡Marta! —exclamó Silvia—. Perdona, perdona...

Silvia, avergonzada, salió corriendo del baño dejando solos a la pareja de novios.
Paquito maldecía no haberse acordado de echar el cerrojo, dejándose llevar por sus
ansias de besar a Silvia; ahora tendría que lidiar con una Marta muy enojada y, claro,
las tetas de la joven no eran como para dejarlas marchar así como así a la primera de
cambio.

—Paquito... —ella pedía una explicación.

—¿Qué? ¿Qué pasa? —él no se la iba a dar. Estaba bien claro todo y le parecía
ridículo buscar excusas tontas—. ¿No me puede gustar tu amiga?.

De todas las tonterías que le había dicho a Marta, aquella fue la mayor. La
respuesta: un bofetón de la chica que debió resonar en toda la casa, a pesar del alto
volumen de la música del tocadiscos. No hubo más palabras. La chica le dejó allí,
doliéndose de la mejilla, y salió de la casa seguida de una arrepentida y avergonzada
Silvia que iba tras ella implorando perdón.

Cuando se recompuso del bofetón, encaminó sus pasos hacia la salita, de vuelta
con sus amigos. Por el pasillo se cruzó con "el Piños"; corría apurado, tanto, que no
fue capaz de llegar al baño y vomitó en medio del pasillo; los ganchitos, el alcohol,
los porros, y demás, habían hecho mella en él, y su cuerpo expulsaba por la boca
todo aquello que entendía que sobraba. Cuando llegó a la salita, se encontró a "el
Culebra" completamente borracho, tumbado sobre el sofá, dando palmas al son de
sus adorados "Chichos", de regreso en el tocadiscos.
—¡A tomar por el culo todo! —exclamó Paquito y se fue hacia la mesa para
rellenar su vaso y seguir su particular fiesta en solitario.

Las ocho de la mañana. Sentado en el bordillo de la acera, Paquito intentaba


prender un cigarrillo con un mechero al que apenas le quedaba gas. Sentía como si la
cabeza le fuese a estallar, seguramente fruto de la resaca que le acompañaba aquella
mañana. Su fiesta de cumpleaños había acabado como había acabado, y él, sólo,
vagaba por las calles del Llano desde hacía un par de horas.

Al final, cansado, pero sin intención alguna de irse a casa, se había acomodado
sobre aquel bordillo con el único objetivo de dejar pasar el tiempo. Cuando al fin
consiguió prender el cigarrillo, una voz de mujer le interrumpió. Paquito reconoció
aquel tono firme y seductor. Levantó la cabeza suavemente. Recorrió con la mirada
aquellas piernas largas, cubiertas por unas medias oscuras, desde la punta del tacón
del zapato hasta la sugerente cadera que tan bien sabía mover, para seguir subiendo,
poco a poco, a través de aquellos senos turgentes, perdición de cualquier hombre
hasta llegar a sus labios. Daba igual la hora, el día, la estación del año, que lloviese o
hiciese sol, la Sara siempre estaba espléndida.

—Hola. ¿Qué tal estás? —fue el saludo de la puta.

—Podría estar mejor... —le respondió Paquito y echó una calada al cigarrillo.

—¿Me das una calada?.

Paquito hizo un gesto de indiferencia y le ofreció el cigarrillo. La Sara se sentó a


su lado sobre el bordillo, tomó el cigarrillo con dos dedos y echó una profunda
calada. Él no dijo nada, únicamente se limitó a observar cómo ella exhalaba el humo
entre sus labios en un fino hilo de seducción. Echó otra calada más y le devolvió el
cigarrillo. Fueron unos instantes de silencio. Él, porque tenía tan aturdida la cabeza
que era incapaz de articular palabra alguna; ella, porque igual controlaba los
silencios que las palabras, pues a ambos sabía proveerles de encanto.

—¿De resaca? —al final fue ella quien decidió romper el silencio.

—Sí —Paquito recapacitó unos instantes, como si tratase de ordenar las ideas que
se agolpaban en su mareada cabeza—. Fue mi cumpleaños. Ayer hicimos una fiesta...

—¡Vaya! —exclamo con una sonrisa la Sara—. ¿Y estuvo bien la fiesta?.

—No del todo...

Paquito levantó la vista hacia la Sara y la miró fijamente a los ojos. La tenía allí,
sentada sobre el bordillo, y aunque a cualquier otro aquello le parecería extraño, a
Paquito no le resultaba ni un ápice curioso el hecho de que aquella mujer estuviese
sentada a su lado; le resultaba normal, y esto era lo que a ella le gustaba.
—Te invitaría a tomar algo... bueno, si tuviese dinero... —le espetó Paquito.

—¡Vaya!. Sería todo un detalle por tu parte. ¿Hoy no estás con tus amigos? —le
respondió ella, retadora. Tentaba a aquel lado un tanto chulesco del muchacho; aquel
lado descarado que tango le gustaba.

—A lo mejor hoy quiero estar contigo —a pesar de la resaca que martillaba su


cabeza, Paquito era Paquito, y aquella era su forma de ser.

—Ya... Pero no tienes dinero —ella seguía tensando un poco más la cuerda.
Quería saber si aquel muchacho seguía siendo el mismo.

Cierto. Él no tenía dinero y ella era puta. Hasta donde llegaba Paquito, no se le
ocurría ningún motivo por el cual ella se lo fuese a hacer gratis. Quizás si no hubiese
sido por la resaca que machacaba su cabeza, a Paquito se le hubiese ocurrido qué
contestar, pero fue incapaz de hacer otra cosa que bajar la cabeza a modo de derrota.
La Sara se percató de ello y le gustó. Le gustó saberse victoriosa en aquel envite con
el muchacho, y lejos de perder su interés por él, decidió tomar las riendas.

—¿Y si te invito yo? —le dijo, sonrisa picara en la boca.

—¿Por qué ibas a hacerlo? —se extrañó Paquito.

—Porque me la da gana. ¿No te quedó claro el otro día?. Yo hago lo que me da la


gana cuando me da la gana. Y, a lo mejor, ahora me da la gana de invitarte a tomar
algo —sentenció ella.

—¿Y por qué iba yo a aceptar nada de ti?.

Cualquier otro hubiese salido corriendo tras la Sara, pero a él le resultaba


imposible evitar aquel punto de chulería que le caracterizaba; no iba a ser él quien
saliese babeando detrás de ella, aún incluso siendo esto lo que le pedía el cuerpo.

—Porque te gusto. ¿O es que no te gusto?.

—Tú no me gustas... Me gustan tus tetas y tu culo—tajante y directo.

La Sara rió. Fue una risa corta y sonora, de complicidad y satisfacción. De


complicidad porque veía cómo a cada momento era más cómplice de aquel
muchacho; de satisfacción porque, una vez más, Paquito no la defraudaba.

—¿Ves? —le dijo—. Por eso es por lo que te quiero invitar.

—¿Porque me gustan tus tetas y tu culo? —sabía bien a qué se refería la Sara, pero
aquella respuesta formaba parte del juego.

—Porque eres así —concluyó ella—. Vámonos —la Sara se puso en pie.
—¿A dónde?.

—A mi casa.

Media hora más tarde, Paquito volvía a estar sentado en el sofá de la vez anterior,
con la espalda reclinada sobre el respaldo y el culo hundido en el viejo cojín. Sobre la
mesa de centro, dos vasos a medio beber. Para entonces, la Sara, que durante aquel
tiempo había buscado descaradamente un acercamiento, usaba sus labios para
juguetear con la oreja de Paquito. La mano de la puta se deslizó hacia la entrepierna
del muchacho, mientras sus labios buscaban los de él. Fue entonces cuando Paquito
la detuvo.

—Ya te dije que no tengo dinero...

—¿Te he pedido yo algo? —le reprochó ella.

—No... —Paquito por un momento se sintió violento. Lo cierto era que la Sara
nada le había pedido; aquella apreciación había estado de más.

—Pues eso... Cállate, relájate y disfruta.

La puta rodeó las piernas del muchacho con su pierna, y se situó sobre él. Paquito,
un tanto incrédulo, iba dejándose hacer; poco a poco, entraba en el juego de
toqueteos, caricias y besos en el que la puta le estaba sumergiendo. La Sara se
reincorporó, desabrochó los botones de su blusa dejando al aire sus portentosos
pechos, y se arrodilló frente a Paquito. Llevó al muchacho con toda la suavidad y
pericia de la que era capaz, y no era poca, al éxtasis del placer, para, minutos más
tarde, terminar retozando entre las sábanas de su cama. Allí, sus cuerpos
completamente desnudos, la puta, situada sobre él, acabó por mostrarle, con suaves
movimientos, hasta donde podía llegar el goce del sexo. Poco después, ambos, al
unísono, llegaban al orgasmo en medio de un agudo grito de placer, mientras
Paquito agarraba con fuerza las nalgas de la Sara.
PARTE III.
NAVIDAD DE MIL NOVECIENTOS SETENTA Y SIETE.

A un par de semanas para Nochebuena. Eran las seis de la tarde y Paquito y "el
Piños" vapuleaban a sus contrincantes en la mesa de futbolín del "Pinbol". Durante
aquellos últimos meses sus visitas a la sala del Chema habían ido creciendo en
número y tiempo, pues el "jefe" parecía haber olvidado el atraco y el ambiente estaba
más tranquilo; aunque no sospechase de ellos, a Paquito no le gustaba la actitud que
el Chema había mantenido durante los días que siguieron a aquella noche, siempre
desconfiado, siempre alerta, siempre mirándolos con ojos acusadores, como
intentando descubrir si los ladrones estaban entre algunos de aquellos chicos que
paraban por la sala. Incluso la frecuentaban después de las seis de la tarde, esa hora a
la que el pequeño local se abarrotaba de gente, pues Paquito se había acostumbrado a
la aglomeración; no tenían otra cosa que hacer en todo el día, así que, la sala era una
forma de distraer el tiempo. Con todo, tenían dinero, no mucho, pues únicamente se
dedicaban a pequeños hurtos que les servían Para costearse las máquinas recreativas,
la bebida, y los canutos que les gustaba fumar donde el viejo caserón de Cornellana;
lo preocupante, aunque no para ellos, era que también el número de canutos que se
fumaban había aumentado durante aquellos últimos meses.

Paquito, por unos segundos, levantó la vista del futbolín; Marta entraba en la sala
enganchada a su nuevo novio, un compañero del Doña Jimena, el instituto donde la
chica había empezado a cursar el B.U.P. Su relación con la joven de grandes tetas se
había roto el día de su cumpleaños; desde entonces, Marta no le había vuelto a dirigir
la palabra y, para su mayor desgracia, Silvia le evitaba. A Paquito le molestaba ver a
Marta con otro, pero no le quedaba más remedio que aguantarse. Tras ellos, la
inseparable Silvia, acompañada de un amigo del otro que debía andar detrás de ella,
aunque parecía que no era correspondido. El nuevo novio de la Marta, que le arreó
un largo morreo dentro de la sala, era dos años mayor que ella, repetía primero de
B.U.P., e iba a su misma clase; a ojos de Paquito, un "pringao", pero a ojos de la chica,
un rebelde sin causa, el típico repetidor con pocas ganas de estudiar, más
preocupado en jugar al fútbol, ligar, presumir con su motocicleta, y fumar tabaco
rubio; el "chico malo del instituto" que les gustaba a las chicas, en un estilo
totalmente diferente a los que eran como Paquito, y a los que, por supuesto, evitaba,
pues su "rebeldía" no llegaba a cruzar la línea de la legalidad.
Las miradas de Marta y Paquito se cruzaron. Marta susurró algo al oído de su
novio, y la pareja salió de la sala; les siguieron Silvia y el otro. Paquito, molesto y
enfadado, más por impotencia y rabia que por otra causa, dio un fuerte golpe a la
barra del futbolín y la bola saltó por los aires. "El Culebra", adormecido en una
esquina de la mesa, se sobresaltó.

—¡Coño, Paquito! —exclamó—. ¿Qué pasa?.

—Nada —fue la respuesta rotunda del chico—. Me voy fuera. ponte aquí,
"Culebra".

"El Culebra" sustituyó a Paquito en la mesa de futbolín. El joven salió a la calle.


Enfrente de la sala, en el banco en el que siempre se sentaba con Marta, estaba
sentada Silvia, sola, esperando. Paquito miró a su alrededor. La acera estaba repleta
de chicos, pero no vio por ningún lado a Marta; seguramente se habría ido con su
novio. Posó sus ojos en Silvia y fue hacia ella.

—Hola —le dijo cuando estuvo lo suficientemente cerca del banco.

No hubo respuesta. La chica, asustada, pues no esperaba que Paquito se le


acercase, se levantó del banco e intentó alejarse de allí. Paquito se interpuso en su
camino. Ella intentó esquivarle, pero el chico la retuvo cogiéndola por el brazo.

—Oye... Que estoy hablando contigo —le replicó Paquito.

—Déjame —le ordenó ella—. No quiero saber nada de ti.

—Oye, que solo quiero hablar —le dijo él sujetándola para que no se escapase.

—Vale —la joven se resignó—. ¿Qué quieres?.

—Saber lo que os pasa a vosotras...

—¿Y qué crees tú que nos pasa? —Paquito, aunque lo intuía, se hizo el tonto
encogiéndose de hombros—. Pues que no estuvo bien lo que hiciste en tu
cumpleaños.

—Yo lo hice porque me gustas —le espetó Paquito.

—¿Y Marta? No estuvo bien, y tú lo sabes —le reprochó ella.

—Pues esa ya tiene a otro —sentenció él.

—¿Qué pasa? ¿No puede?.

—Pues a lo mejor yo quiero tener a otra —le respondió insinuándosele.


—Allá tú —Silvia había aprendido de Marta a ser un poco descarada con los
chicos; en aquellos últimos meses había logrado vencer su timidez, y se dirigía a
Paquito con un poco más de soltura; a él le gustaba aquello—. Pues mira a ver si
buscas a otra.

—A lo mejor quiero que seas tú.

—Yo no ando con quinquis.

Silvia había tardado unos segundos en contestar, como si hubiese estado


pensando su respuesta. En aquellos meses la escalada delictiva de Paquito se había
ido consolidando y, al final, se había ganado en el barrio la fama de quinqui. Sin
embargo, se sentía atraída por él, y eso era algo innegable que le costaba disimular.
El amigo del novio de Marta se acercaba con un par de refrescos en la mano; Silvia
vio la oportunidad de zafarse de Paquito; sin decir palabra, se liberó de las manos del
chico y corrió junto al otro. Paquito no ofreció resistencia, la dejó ir; entendía que
aquel asalto había terminado y, aunque podría parecer que no había logrado nada,
en el fondo sabía que había conseguido dar un paso de gigante hacia aquella chica.

—¿Qué pasa, Paquito? —le preguntó "el Piños".

—Nada, cosas mías —le respondió el chico, la mirada fija en Silvia, que aceptaba
el refresco que le traía su amigo para alejarse de allí juntos.

—Joder, tío, pasa de ellas —era el consejo de "el Culebra".

—Oye, ¿por qué no bajamos hasta el "Peralta" y nos comemos un pincho tortilla?
—les propuso "el Piños"—. Tengo "gusa".

A Paquito le gustó la idea, pero no por la misma razón que a "el Piños", sino
porque sabía que a aquella hora solía frecuentar el bar la Sara. Había entablado cierta
relación de confianza con aquella puta de voluptuosas formas y, de cuando en
cuando, echaban un polvo que, incluso, a veces, le salía gratis; cierto que las veces
que le salía gratis era por capricho de ella, y las veces que tenía que pagar era porque
él se empeñaba en follar ese día; de alguna forma, le enseñaba que podía estar gratis
con ella, pero tendría que ser cuando ella dijese.

No se confundió Paquito. Allí, sentada sobre un taburete frente a la máquina


tragaperras, metiendo moneda tras moneda y pulsando los botones de colorines,
estaba la Sara, el vaso largo con el sol y sombra en la mano libre. Los tres colegas
caminaron hacia una de las mesas vacías, al fondo en una esquina. Paquito,
rezagado, no dejaba de mirar a la Sara; la puta aún no se había percatado de su
presencia. "El Piños", que últimamente apuntaba maneras en aquello de moverse por
los bares, llamó la atención del Fermín, y le pidió unas cervezas y los pinchos de
tortilla; aquella tarde invitaba él, pues aún tenía algo del dinero que se habían
repartido del último hurto.

Paquito se sentó mirando hacia la máquina tragaperras, los ojos clavados en el


culo de la puta; por el momento, ella había sido la primera y la última mujer con la
que había estado. El Fermín llegaba con las cervezas y los pinchos y, sin mediar
palabra, los dejaba sobre la mesa de los chicos. Fue entonces cuando "el Culebra" se
percató de que su amigo estaba absorto mirando hacia la Sara.

—¡Coño, Paquito! —exclamó—. Espabila, joder, que no has "dejao" de mirar "pa"
esa desde que entramos.

La Sara se volvió. Paquito, al contrario que muchos de los chicos del barrio, no era
un fanfarrón, y nunca había presumido de la relación que mantenía con la puta. Las
voces de "el Culebra" habían reclamado la atención de la puta. Las miradas de
Paquito y la Sara se cruzaron. Ella esbozó una sonrisa, recogió su bolso y se fue hacia
la mesa donde estaban los chicos.

—¿Qué hay, Paquito? —fue el saludo de la puta ante el asombro de "el Piños" y
"el Culebra".

—Tomando algo con los colegas —le respondió él—. ¿Cómo te va?.

—Bien, ¿y a ti?.

—Ahí andamos... —sus dos colegas no le quitaban ojo—. ¿Qué tomas?.

—Nada, gracias, me voy a casa, quiero descansar —le dijo ella, sonrisa cómplice
en la boca.

—Vale, como quieras...

Paquito ansiaba estar con ella, pero no tenía dinero, bueno, no el suficiente. Dejó
que la Sara se alejase de la mesa. Sin embargo, para sorpresa de todos, cuando
apenas había caminado dos metros, la puta se volvió y le habló.

—¿Vienes? —era una clara invitación a acompañarla.

—Vale... —Paquito no lo pensó dos segundos. Sabía que si ella le invitaba era
porque iba a ir de gratis—. Voy contigo.

Paquito se levantó de la mesa, cogió su pincho de tortilla y salió tras la puta sin
tan siquiera despedirse de sus amigos que, atónitos, se quedaron allí sentados viendo
cómo él cogía a la Sara por la cintura y salía con ella del bar ante la atenta mirada del
Fermín, su mujer, y cuatro viejos del barrio que jugaban la partida todas las tardes.
No hablaron mucho por el camino. Lo cierto era que solían hablar poco, pues
ambos eran parcos en palabras; aún así, entre ellos existía cierta confianza fruto de la
complicidad, y de la naturalidad y descaro de Paquito. La Sara veía en el joven a un
chico incomprendido, un rebelde con la vida, un muchacho al que el presente no le
brindaba ningún futuro; de algún modo se sentía identificada con él, y esto le hacía
albergar un sentimiento de protección. A la vez le gustaba sentir su aliento sobre su
cara mientras la penetraba, la vigorosidad del joven, las ansias por vivir a las que
daba rienda suelta cada vez que la follaba; le gustaba cómo la cogía, cómo apretaba
sus manos contra el colchón, cómo se aferraba a sus nalgas cuando se corría; le
gustaba estar con aquel joven a pesar de la diferencia de edad.

—¿Qué haces? —le preguntó Paquito mientras se secaba la cabeza con una toalla.

Paquito venía del baño completamente desnudo. La Sara, tan solo vestida con
unas bragas negras, estaba sentada en la cama, la espalda arrimada al cabecero. Entre
sus manos, un papel de aluminio en el que colocaba polvo de heroína.

—Ven aquí... —ella le invitaba a acompañarla—. ¿Nunca te has fumado un


"chino"?.

—No, cigarros y porros nada más.

—Esto es mucho mejor —le respondió ella—. Anda, ven.

Hacía un par de horas que habían llegado al piso. Directamente le había llevado a
la habitación y, allí, como siempre hacían cuando era ella quien llevaba la iniciativa,
habían follado hasta caer agotados sobre el colchón. Después, ella se quedó en la
cama, fumando un cigarrillo, mientras él se daba un baño.

—¿Y cómo va eso? —se interesó Paquito.

—Ven, siéntate a mi lado y te digo —fue la respuesta de la Sara.

Paquito se sentó en la cama y observó. La Sara levantó el rectángulo de papel de


plata hasta la altura de su boca, en donde ya tenía colocado el turulo —un canuto
previamente construido con otro trozo de papel de plata—, y, ayudada por un
mechero, empezó a calentar el polvo de heroína. Paquito observaba cómo el polvillo,
con el calor, se iba cristalizando en una pasta marrón oscuro, casi negra, que emitía
humo; entonces, la Sara, como si le faltara el aire, empezó a aspirar el humo por el
turulo. La pasta marrón se deslizaba por el papel de plata dejando un rastro negro
zaino en zig-zag. La puta apagó el mechero, retuvo el humo en su pecho durante
unos segundos, y después, soplando con fuerza, lo expulsó; en ese momento, la
embargó un ligero mareo. Estuvo ida durante unos segundos. Después, le cedió el
papel de plata, el turulo y el mechero a Paquito.

—Venga, prueba. Verás que flipe... —le animo ella.


Paquito dudó unos segundos. Al final, recogió el testigo de la puta y, paso por
paso, repitió la operación que ella había hecho. El humo de la heroína le produjo un
mareo que calificó de placentero. Otra vez más, y otra. Iba dejándose embargar por
aquel falso bienestar que la droga le proporcionaba. Fueron alternándose el papel de
plata durante los siguientes minutos, hasta unas diez veces en total. Al final, a la
onceaba, el resto de sustancia que quedaba se había convertido en ceniza dura y
negra. Paquito, tumbado sobre la cama, la cabeza sobre la almohada, parecía vagar
por el limbo de la felicidad. La Sara arrugó el rectángulo de papel de plata y lo dejó
sobre la mesilla de noche. Después, deshizo el turulo; aún quedaban pegados restos
de heroína cristalizada. Volvió a coger el mechero, y lo aplicó al papel con el que
había hecho el turulo; los restos de heroína se calentaron y empezaron a soltar humo,
un humo que la Sara, poniendo la boca en forma de "O", aspiró con fuerza. Cuando
hubo terminado, arrugó el papel de plata del canutillo y lo dejó al lado del otro, para
después tumbarse sobre la cama, la cabeza al lado de la de Paquito.

Sin saberlo, aquel "chino" a medias que se había fumado con la Sara suponía un
punto y aparte en la relación con la puta. Por un lado, la Sara no hacía aquello con
cualquiera, sino con quien ella entendía que tenía un lazo especial; y, por otro, la
adicción a la heroína de la puta acabaría por influir en la vida de Paquito. Por lo
pronto, el joven se sentía en la obligación de complacerla en todo aquello que
estuviese en su mano, y el saberla adicta al "caballo" le llevó a hacer una visita al
Manolo.

—¿Qué haces tú aquí?.

Había sido "el Mamen" quien le había abierto la puerta. Paquito, que tenía por
costumbre conseguir todo aquello que se propusiese, había dado con la dirección de
la familia Álvarez y, ni corto ni perezoso, se había presentado en su casa. Por la cara
de "el Mamen" adivinó que no era bien recibido; a los Álvarez les gustaba tenerlo
todo bajo control, y que aquel muchacho se hubiese personado en su casa sin previo
aviso no estaba dentro de lo previsto.

—Quiero ver al Manolo —le respondió Paquito con voz firme.

—Vete a tomar por el culo —"el Mamen", ciertamente, no estaba por la labor—.
Ya verás al Manolo cuando lo tengas que ver...

—¿Qué coño quieres, Paquito?.

Aquel era el Manolo; casualmente pasaba por el vestíbulo de la casa y se había


percatado de la visita del joven. Pocas fueron las palabras que necesitó Paquito para
que el Manolo le invitase a entrar; le tenía estima, demasiada quizás, y el hecho de
que el muchacho pareciese dispuesto a aceptar el negocio que él en su día le había
propuesto, era motivo suficiente para que pudiese entrar en la casa.
Lola, la hermana pequeña, estaba en la salita viendo la televisión. Tenía catorce
años, delgada y, podría decirse, que guapa, o guapísima si se comparaba con sus
hermanos. Al pasar frente a la puerta Paquito le echó un vistazo de reojo; creyó
reconocerla. Lo cierto era que la conocía, pero no acababa de ubicarla. Al final, tras
observarla unos segundos acabó por caer en cuenta de que era detrás de quien
andaba "el Piños"; al menos podría poner sobre aviso a su amigo del peligro que
aquella chica conllevaba.

No vio a nadie más de la familia Álvarez. Fueron directos hacia el dormitorio del
Manolo. Allí, tumbada sobre la cama, una Noe, que ya recuperada totalmente de la
nariz, le dedicó una mirada mezcla de desprecio y rencor.

—A ver, y cómo es eso de que quieres trabajar para mí —le dijo el Manolo una
vez la Noe hubo salido de la habitación—. ¿A qué se debe ese cambio de parecer?.

—Cosas mías —le respondió Paquito—. Lo pensé, y bueno, me interesa.

—Mira, Paquito, tienes los cojones como los de un toro, pero no intentes
jugármela, ¿vale? —el Manolo, a priori, desconfiaba. Quería asegurarse de que
Paquito realmente estaba por la labor—. Espero que esto no sea una jugarreta tuya,
porque entonces vamos a dejar de ser amigos, ¿eh?.

Manolo estaba sentado sobre la cama. Paquito, de pie frente a él. "El Mamen", la
espalda apoyada sobre la puerta cerrada de la habitación, se cuidaba de que nadie
entrase ni saliese; permanecía vigilante, atento a cualquier movimiento brusco que
pudiese hacer Paquito, quien, en aquellos últimos meses, se había ganado en el barrio
fama de temerario; quien sabe si hasta el punto de intentar jugársela al mismo
Manolo en su propia casa.

—Mira Manolo, voy de buen rollo, ¿vale? —Paquito se explicaba—. Solo quiero
ganarme unas "pelas", nada más.

—Espero que no intentes jugármela... En este negocio no nos andamos con


mariconadas. Hay mucha "tela" de por medio, así que, a la mínima, te abro en canal.
¿Estamos? —Paquito asintió con la cabeza. En el fondo, el Manolo confiaba en él, y él
lo sabía—. La cosa va así. Yo te doy una zona, y tú mueves el "caballo" por ella. El
cómo lo hagas me importa una mierda, y cómo te ganes la zona, también. Lo único,
que yo no existo. Si hay problemas, me lo dices y los resolvemos, pero tú ni te tomas
el asunto por tu cuenta, ni me mencionas, ¿vale? —Paquito volvió a asentir con la
cabeza—. Cuanto más muevas, más ganas. Yo te paso el "caballo" y a mí me das lo
que yo te diga, lo que te sobre para ti... Pero no te hagas el listo, que el precio de
venta lo pongo yo. ¿Estamos?.

—Quiero parte en "jaco" —respondió Paquito a modo de asentimiento de todo lo


que le había dicho el Manolo.
—¿Y eso? —al Manolo le resultó extraño—. ¿No te estarás metiendo, eh?.

—Eso es cosa mía —Paquito no iba a darle explicaciones—.

Lo único que quiero es que me pagues parte en "jaco", pero del bueno, ¿eh?, no de
la mierda esa que voy a pasar...

A oídos de Paquito había llegado que los Álvarez se dedicaban a adulterar un


poco más la heroína que caía en sus manos para, así, sacarle mayor rentabilidad. Con
aquellas palabras se lo hacía saber al Manolo. Sin embargo, aquel no le dio mayor
importancia al comentario; quizás porque tenía asumido que en el barrio mandaba él,
y que con la droga hacía y deshacía lo que él quería, siempre y cuando no se saliese
de los márgenes que otros, más gordos, le marcaban.

—Está bien, te daré parte en "caballo", pero no mucho, no quiero que te dediques
a colocarlo por ahí. Te daré para un par de "chutes". ¿Estamos? —era la oferta que le
hacía el Manolo.

—Estamos...

—Vale... ¿Cuándo quieres empezar?.

—Hoy.

—Jodido... —el Manolo rió—. Tienes prisa por empezar a ganar dinero, ¿eh? —
dedicó unos segundos a recapacitar—Empezarás mañana. Llevarás las "Mil
Quinientas", no tengo a nadie por allí.

—Vale, mañana vendré entonces a por la mercancía...

—No. Tú aquí no tienes que venir a nada —el Manolo se cuidaba bien. No quería
a nadie entrando y saliendo de su casa——Te lo llevará el "Mamen" al "parque",
donde siempre. Él te irá diciendo...

Las "Mil Quinientas", llamadas oficialmente Ciudad Satélite de Pumarín, se


habían edificado siguiendo una estructura de viviendas distribuidas en bloques
aislados, en las que destacaba una torre elevada de veinte pisos, que constituía todo
un símbolo de la época por ser un "rascacielos" en un barrio obrero en el que había
casas con ascensor. Gestadas a mediados de los años cincuenta, cuando se
encomienda al Instituto Nacional de la Vivienda la construcción de mil quinientas
viviendas para albergar a familias que llegaban a la ciudad para trabajar en diversas
factorías, se encontraban perpendiculares a la avenida Gaspar García Laviana,
entonces "Ronda de Camiones", próximas a la carretera a Oviedo, y cerca de la
avenida de Schulz, que mal comunicaba los barrios periféricos con el centro de la
ciudad. Paquito tendría que moverse por los abundantes jardines que había entre los
bloques de edificios, y la pequeña pista deportiva situada en la avenida; aquello, para
un chico avispado y ducho en moverse por las calles, no suponía problema alguno.

De su trato con el Manolo nunca nada les comentó a sus dos amigos; con ellos
tenía otros negocios, y no quería que supiesen de aquel; aquello sería algo que él
haría en solitario. Sin dar explicaciones, a la tarde del día siguiente los dejó aparcados
en un banco de la barriada obrera de Contrueces y se fue hacia el "parque". "El
Mamen" le daría las últimas instrucciones, y pondría en sus manos unos pequeños
sobrecitos con el "caballo"; a cambio, la cantidad de dinero que le tendría que
entregar dentro de tres días, y el precio de venta de cada uno de aquellos "picos". A
partir de allí, sería Paquito el que se tendría que buscar la vida; una vida que, por
supuesto, se supo buscar demasiado bien, a pesar de aquella primera tarde.

—¿Qué hiciste esta tarde? —le preguntó "el Piños".

—Nada, anduve por ahí —le respondió Paquito.

—Ah, como te fuiste solo... —"el Piños" buscaba una explicación por parte de su
amigo.

—Me apetecía andar a mi bola.

—¡Joder! ¡No hay manera!.

"El Culebra" se desesperaba. Intentaba reventar la caja de un teléfono público con


un destornillador, pero parecía resistírsele. Reventar cabinas telefónicas era algo que
hacían cuando no necesitaban mucho dinero, pues la recaudación no era gran cosa a
la hora de repartir entre tres.

—¡Me cago en la hostia, "Culebra"! —le respondió Paquito—. Espabila que van a
acabar pillándonos.

Serían las once de la noche. Era una cabina en una calle del centro de Gijón.
Apenas había tránsito, pero "el Culebra* estaba tardando más de lo normal. "El
Piños" vigilaba un lado de la calle, y Paquito el otro, mientras su amigo intentaba
hacerse con la recaudación del teléfono público. Al final lo logró, y un chorro de
monedas se esparció por el suelo. Los chicos recogieron las monedas, las guardaron
en los bolsillos y salieron corriendo de allí.

Poco después, sentados en un banco del Paseo de Begoña, frente al teatro


Jovellanos, repartían la recaudación; siempre iban a partes iguales. No era mucho, es
más, era menos de lo que acostumbraban a sacar con aquel tipo de robos. Sus
compañeros parecían contentos, pero Paquito se sentía frustrado; ellos no lo sabían,
pero él tenía otras obligaciones que le exigían disponer de más dinero, y aquellas
monedas suponían una miseria.
—¡Esto es una mierda! —acabó por exclamar.

—¿Qué dices Paquito? —le interrogó "el Culebra".

—Joder, que esto es una mierda...

—¿Por qué? —a "el Piños" aquellas monedas le parecían bien—. Está bien...

—¡Qué coño va a estar bien! —le respondió Paquito—. Con esto tenemos para un
par de canutos y punto... ¡Una mierda!.

—Pues a mí me vale —le dijo "el Piños".

—A mí no —Paquito parecía ofendido; en cierto modo le molestaba el


conformismo de su amigo—. Hay que hacer cosas más grandes. Joder, cosas en las
que podamos sacar más "tela".

—Coño, Paquito —ahora era "el Culebra" quien le rebatía—¿Qué cosas quieres
decir?.

—Joder, a ver, lo de reventar cabinas o quitarle la cartera a alguna vieja está bien
para ir tirando —Paquito se explicaba—. Pero es una puta mierda. ¿Hasta cuándo
vamos a estar con estas porquerías?.

—Hostias Paquito, ¿qué quieres hacer? —le preguntó "el Piños".

—Dar "palos" más gordos. No sé, estancos, farmacias, esas cosas... O bancos —
Paquito apuntaba demasiado alto para las pretensiones de sus amigos.

—¡Joder! Eso es cosa mala, muy peligroso... —a "el Piños" no le gustaba la idea.

—¿No tuviste bastante con lo de la joyería? —le replicó "el Culebra".

—Si quieres podemos hacernos con algún "buga" y dar el tirón por ahí... —"el
Piños" presentaba alternativas que consideraba menos arriesgadas.

—¡Vaya mierda! —exclamó Paquito—. ¿A quién le damos el "palo"?. Seguro que


no sacamos más de cuarenta duros... ¡Qué no! Que lo bueno está en dar "palos" a
farmacias, estancos y cosas de esas... Ahí hay mucha "tela".

—No lo veo, tío, no lo veo —le decía el "Culebra".

—Pues la cosa está así. O estáis conmigo o no estáis. No hay más —sentenció
Paquito.

—Joder, déjanos pensar, mañana te decimos, ¿vale? —"el Piños" pedía tiempo
muerto.
—Venga, nos vemos mañana —respondió Paquito tras recapacitar unos
segundos.

Si de algo estaba seguro, era de la lealtad de sus amigos; apostaría su vida a que
no iban a abandonarlo ni en aquello ni en cualquier otra empresa que él les
propusiese; tan solo necesitaban tiempo para hacerse a la idea. Tan solo tendría que
irse a casa, dormir aquella noche y, seguramente, a la mañana siguiente, cuando les
volviese a ver en el "Pinbol", le dirían que sí. Con este pensamiento encaminó sus
pasos avenida del Schulz arriba, en dirección a Contrueces.

En aquellos años, la que se podía considerar conexión del centro de la ciudad con
los barrios de El Llano, Contrueces y Pumarín, era una avenida de dos carriles por la
que circulaban los coches en ambos sentidos, repleta de socavones, aceras levantadas,
baldosas bailonas y trozos en hormigón. Sin embargo, aún era peor al llegar al
comienzo de la carretera del Obispo; allí, donde se podía decir que empezaba el
barrio de Contrueces, o éste se confundía con el Llano Alto, se acababa la
iluminación, y las calles y aceras eran aún peor. Y desde el principio de la carretera
del Obispo hasta la barriada obrera, aún había que andar un buen trecho, por calles a
medio edificar, repletas de solares vacíos, —en muchos casos vallados con paredes
de ladrillo medio derruidas—, viejas casas de planta baja —algunas de ellas
abandonadas—, y callejones estrechos y oscuros en los que la gente de bien
fácilmente podía tener un disgusto.

Paquito estaba agotado y solo pensaba en dormir. Entró en su habitación, en


silencio, y se desplomó sobre la cama. Diego, el pequeño, no se despertó; se había
acostumbrado a que su hermano llegase a altas horas de la noche.

Apenas durmió una hora. Los gritos de su padre le despertaron. Hacía unos días
que aquel hombre sufría de fuertes cólicos de barriga, y éstos solían producirse de
madrugada. El alcohol le estaba destrozando el hígado. Sintió los pasos de su madre;
iba a la cocina, en busca de los calmantes que le había recetado el médico. La luz del
pasillo se coló por las rendijas de la puerta de su habitación. Paquito, molesto por no
poder dormir, se levantó y salió al pasillo; aún iba vestido con ropa de calle; allí se
topó con Nuria.

—¿Qué haces vestido? —le interrogó Nuria con aquella voz mezcla de tristeza y
preocupación. Paquito se encogió de hombros; no le apetecía dar explicaciones—. ¿A
qué hora has llegado? ¿Dónde has estado?.

—Eso es cosa mía —fue la respuesta del chico.

No hubo más palabras. Para entonces, la madre ya había regresado de la cocina


con la medicina, y los gritos del hombre iban disminuyendo. Nuria se sabía
impotente en cuanto a Paquito se refería. Aunque le dolía reconocerlo, para ella era
un caso perdido, pues nada había podido hacer para que su hermano no anduviese
por los caminos que ella sabía que andaba, y a aquellas alturas era incapaz de
redimirle de todo aquello en lo que estaba metido. Solo le quedaba el pequeño Diego;
haría todo lo que estuviese en su mano para que aquel chiquillo tomase la senda
adecuada en la vida. En silencio, regresaron a sus respectivas camas.
10

Al a mañana siguiente Paquito había decidido a hacer las paces con Marta.
Después de aquel primer envite con Silvia, se veía capaz de un acercamiento hacia la
que había sido su novia. Confiado en que el tiempo cura todas las heridas, creía que
la chica ya no le guardaría rencor. A media mañana, la hora a la que él calculaba sería
el descanso en el instituto, bajó hasta el doña Jimena. Se sentó en el bordillo de la
acera y esperó. Esperó como una media hora hasta que al fin las puertas se abrieron y
los alumnos empezaron a salir. Forzó la vista para buscar a Marta entre el barullo de
caras. La encontró. Salía acompañada de aquel novio suyo; los seguían Silvia y su
perrito faldero, el amigo del otro. Paquito cruzó la calle y fue al encuentro de la chica.

—¡Marta!.

—¿Qué quieres? —le preguntó ella con tono despectivo.

—Oye, tú, lárgate de aquí —el novio se le ponía chulito...

—Espera, Víctor —Marta se interponía entre los dos chicos; conocía a Paquito y
sabía que al chico no le convenía enfrentarse con él—. Déjame a mí, no pasa nada.
¿Qué quieres, Paquito?.

—Hablar contigo...

—Vale, pues habla...

—A solas...

Marta hizo una seña a sus amigos para que continuasen sin ella. Se alejaron unos
metros y esperaron, prudentes, por si la chica necesitaba de su ayuda. Paquito los
observó. Entendía que no le iban a dejar tan a solas como él quería, pero la distancia
que había por medio le sirvió.

—No quiero estar a mal contigo... —Paquito se empezaba a disculpar. Era raro en
él, pero para sus pretensiones, en aquella ocasión, tocaba empezar perdiendo.
—Y no lo estás. Lo que ocurre es que paso de ti —le respondió ella. Se hacía fuerte
viendo cómo el que había sido su novio se doblegaba.

—Joder, Marta, a ver si me entiendes. Yo solo quiero estar de buen rollo contigo.
Nada más —Paquito, a su manera, se explicaba—. A mí me importa una mierda que
estés con el gilipollas ese...

—No te pases, por lo menos no anda metido en lo que tú andas... —a Marta se le


había caído la venda de los ojos, y veía y sabía quién era en realidad Paquito—.
Además, yo no quiero nada contigo... ¿Qué quieres tú?.

—Que seamos amigos, nada más.

—¿Amigos? —aquello le extrañó a la chica—. ¿Y para qué?.

—Para poder hablar contigo cuando quiera. A mí no me van estos malos rollos,
¿sabes?.

—Amigos... —Marta dudaba; le sonaba extraña aquella palabra en boca de


Paquito—. Bueno, porqué no, podemos ser amigos.

—Vale, entonces amigos, ¿no? —ella asintió con la cabeza—. Así, cuando me veas,
no cambiarás de acera... —Marta esbozó una sonrisa; después de todo, aquel chico le
caía simpático—. Bueno, me voy entonces...

—Vale...

Dudaron unos instantes. Entonces, ella, más ducha en aquellos lances por ser
mujer, se acercó a él y le dio dos besos, uno en cada mejilla; era la forma que las
chicas tenían de sellar su amistad. Paquito sonrió satisfecho. Aquello le valía; es más,
era lo que había ido a buscar; así que, sin más, se alejó de allí dejando que la chica
volviese con sus amigos.

—¡Paquito! —"el Piños" parecía nervioso—. Joder, Paquito, ¿no te has enterado?.

Serían las ocho de la tarde de aquel mismo día. Paquito, desde que había estado
con Marta, no había hecho otra cosa que vagar por las calles sin rumbo, fumando
cigarro tras cigarro, la mente en blanco. Al final, había terminado donde siempre
sentado en el banco frente a la sala del Chema. Y fue allí donde le encontró "el Piños".

El chico corría a través del descampado que había entre los edificios de la parte
baja de la barriada obrera, y la hilera de bajos en donde estaba el "Pinbol". Parecía
nervioso.

—¿De qué me tengo que enterar? —le respondió Paquito cuando el chico llegó a
su altura.
—Joder, que han atracado el "Golosinas".

El "Golosinas", lugar prohibido para Paquito, era el quiosco de los padres de


Marta, en la carretera del Obispo esquina con la calle río Nalón. Se levantó del banco
e interrogó a "el Piños"; quería saber más sobre lo que había ocurrido, y la razón del
nerviosismo del chico.

—Hará un par de horas —se empezó a explicar "el Piños"—. Está todo eso lleno
de "maderos". Por lo visto entraron unos con unas capuchas y una recortada y les
dijeron que les diesen toda la "pasta"...

—¿Y...? —Paquito se impacientaba. Su amigo, no muy dado a las explicaciones, se


alargaba más de la cuenta.

—Pues que el padre de Marta se les enfrentó y le dispararon...

—¡Joder! —exclamo Paquito. Por un instante se le vino a la mente la cara


desencajada de la chica, llorando la muerte de su padre—. ¿Lo mataron?.

—No, no... Le dispararon en un hombro, pero no le pillaron nada malo... —"el


Piños" recapacitó durante unos instantes—. Bueno, eso decían por allí, porque, ya te
digo, hay mucho barullo.

—Vamos... —Paquito echaba andar descampado abajo.

—¿A dónde?.

—Al quiosco y después a buscar a "el Mamen" —Paquito caminaba con paso
apresurado.

—¿Para qué? —"el Piños", fatigado, sin aliento, le seguía.

—Para ver que se sabe... A ver si sabe quien fue...

—¡Hostias, Paquito! ¡No me jodas! —le replicó "el Piños".

—No me jodas, ¡¿qué?! —Paquito se detuvo y se volvió hacia su amigo; no le


había gustado el comentario—. ¿Qué pasa? ¿Estás cagado? Aquí alguien se ha
pasado y lo va a pagar. ¿Vale?.

Marta ya no era su novia, cierto, pero Paquito, quizás por orgullo, no iba a
permitir que aquella joven sufriese sin que nadie hiciese nada por vengar su pena.
Era la ley de la calle, y él la tenía grabada a fuego. Si alguien se metía con los suyos,
aquellos que él consideraba suyos, lo tendría que pagar.

Tal y como le había adelantado "el Piños", los alrededores del "Golosinas" eran un
hervidero de gente. Los chicos se detuvieron en la acera de enfrente, en donde
haciendo esquina estaba la sucursal de la Caja de Ahorros. Demasiada gente. Paquito
buscaba a Marta con la mirada. La chica estaba en la entrada del quiosco, rodeada de
gente, abrazada a su novio y escoltada por dos nacionales. Paquito se disponía a
cruzar la calle e ir a su encuentro.

—Paquito. ¿Dónde está lo de mi hermano?.

Era "el Mamen". Paquito no le había visto llegar. Se volvió. Le miró, miró hacia el
quiosco; era "el Mamen" o Marta. Al final fue "el Mamen", pues Marta se subía a un
coche patrulla acompañada por su novio. "El Piños" observaba; no comprendía qué
era lo que quería "el Mamen" de su amigo. Entonces Paquito se volvió hacia él y con
un gesto le indicó que les dejase solos; lo que tenía que hablar con "el Mamen" era
cosa únicamente de ellos dos. "El Piños", como siempre, no preguntó; se fue calle
abajo; le esperaría en el "Peralta".

—¿Traes lo mío? —preguntó Paquito al "Mamen"—. Lo de Manolo lo tengo aquí


—concluyó señalando el bolsillo interior de su chupa.

—Sube al coche...

A dos metros de "el Mamen" estaba aparcado el 131; dentro, "el Porro", al volante,
esperaba. Paquito entró en el coche y se acomodó en el asiento trasero; le siguió "el
Mamen".

—¿Has colocado todo el "caballo"? —le preguntó el de los Álvarez una vez el
coche se hubo puesto en marcha. Paquito asintió con la cabeza. Sin duda, había sido
un buen comienzo—. Pues dame lo que has sacado... Venga...

—¿Qué hay de lo mío? —Paquito insistía. No iba a darle el dinero sin antes
asegurarse que iba a cobrar lo pactado.

—Cuando vea lo que traes te daré lo acordado.

Paquito recapacitó unos segundos. No valía la pena discutir. Era "el Mamen"
quien tenía la sartén por el mango, así que, tendría que aceptar sus condiciones.
Buscó en el bolsillo interior de su chupa y sacó unos billetes.

—Aquí tienes. Esto es todo —le dijo entregándole el fajo.

"El Mamen" contó el dinero. Al final, tras una sonrisa, asintió con la cabeza; estaba
todo correcto. Guardó el dinero en un bolsillo de su pantalón vaquero, y del otro
bolsillo sacó un par de papelinas.

—Lo tuyo.

Paquito cogió las papelinas. Las observó unos segundos, frunció el ceño a modo
de desaprobación y se volvió hacia el otro.
—¿Sólo esto? —no estaba conforme—. Me tienes que dar parte de la "guita".

—Eso lo tiene que decir el Manolo —sentenció "el Mamen"—. Mañana te diré.
Estate en el "Parque" a la hora de siempre.

"El Porro" detuvo el coche donde le habían recogido; habían estado dando vueltas
alrededor de la manzana de edificios. "El Mamen" le indicó que se bajase. Paquito
dudó. Resignado, decidió que esperaría hasta el día siguiente.

—Otra cosa...

—¿Qué coño quieres? —"el Mamen" parecía molesto; quería acabar con aquello.

—¿Sabes algo de lo del "Golosinas"? —le preguntó Paquito.

—¿Qué coño tengo que saber?.

—Quién lo ha hecho... —probaba suerte; a veces el "Mamen" estaba informado,


sobre todo si el Manolo sabía de ello.

—No tengo ni puta idea —le respondió de mala gana—. Y ahora, bájate del coche.

Paquito le dedicó una última mirada; desconfiaba de él, pero no había otra
alternativa. Salió del coche sin despedirse.

No había terminado de cerrar la puerta, cuando el 13l se puso en marcha y se alejó


de allí en dirección a la carretera Carbonera. Al menos tenía un par de papelinas con
las que convidar a la Sara.

—Paquito, ¿qué haces aquí?.

La había sorprendido en bata. Aquella noche se había tomado la libertad de


acercarse hasta donde la puta vivía y picar a su puerta. Sorprendida por la
inesperada visita del joven, tan solo vestida con una bata rosa ya bastante
descolorida, le invitó a pasar. No hubo ningún reproche. A la puta parecía gustarle
aquella visita, no resultándole en modo alguno incomoda o inoportuna.

—Me apetecía pasar a verte —le respondió Paquito.

—¿Sabes una cosa? —la puta sonreía—. Ahora mismo me estaba acordando de ti.

—Te traigo algo... —Paquito le mostró las dos papelinas que le había dado el
"Mamen"—. Me han dicho que es buena.

—¿Y eso...?.

—Bueno, podemos fumárnoslo a medias, ¿no?.


La Sara se rió. Aquello le causaba gracia. Asintió con la cabeza; la idea de Paquito
era muy de su agrado. Tomó a Paquito de la mano y lo llevó hacia la habitación. Allí,
se fueron desnudando para, al igual que en la otra ocasión, acabar sentados sobre la
cama, fumándose aquellas dos papelinas. Como agradecimiento, la puta le regaló un
orgasmo entre un "chino" y otro. Aquella noche, a petición de ella, se quedó a dormir;
era la primera vez que pasaba la noche con la puta; no sería la última.
11

La cena de Nochebuena en casa de Paquito no resultaba especial más que por el


hecho de que cenaban en la mesa del salón, frente al televisor, con el pequeño Belén
montado en una esquina. Por lo demás, era casi como otro día cualquiera, pues la
economía familiar no permitía más especialidad que unas tristes gambas, unas
croquetas chamuscadas, y carne, eso sí, de ternera, que no solía abundar en el menú
diario. En cuanto a lo familiar, los de siempre, pues Paquito se podía decir que no
tenía más familia que sus padres y hermanos; de sus tíos y primos hacía años que no
sabía nada, por la distancia que los separaba y por ciertas discrepancias que él no
sabría concretar; y sus abuelos, paternos y maternos, ya habían fallecido. Aquella
noche acostumbraba a diferenciarse del resto de noches en que su padre no solía
discutir, y la cena solía ser tranquila, escuchando el mensaje del Rey y el posterior
programa navideño que Televisión Española emitía por su canal VHF.

Sin embargo, la Nochebuena de mil novecientos setenta y siete fue diferente. Su


padre había estado en el bar toda la tarde, y esto no era presagio de nada bueno.
Cuando llego casa se le notaba algo afectado por el alcohol, no tanto como era
habitual, pues últimamente se cuidaba de no beber en exceso —más por el dolor que
le propinaban los mordiscos a su hígado que por recomendación médica—, pero sí lo
suficiente para que su ya enturbiada mente lo estuviese un poco más. Sin embargo, se
mantuvo prudente, en silencio, hasta la hora de la cena. El carácter agrio, la
precariedad que rodeaba a la familia, su propia situación laboral, su enfermedad, y
tantos otros problemas y preocupaciones que rondaban su cabeza, hacían de aquel
hombre un polvorín siempre a punto de estallar, cuya mecha se prendía con el
alcohol; aquella noche estalló.

—¿Y cómo es eso de que te han echado del trabajo?.

Aquella pregunta, mal intencionada en una cena de Nochebuena, iba dirigida


como dardo envenenado a su hijo Juancho. Hasta aquel momento nadie había
articulado palabra. Se habían dedicado a comer las gambas y las croquetas, y el
silencio tan solo lo había roto la voz de don Juan Carlos. Juancho, al que carcomía
una extraña ansiedad, no respondió. Su padre volvió a insistir en su pregunta. Nada,
sin respuesta. Juancho cortaba la carne con sus manos temblorosas y se llevaba un
trozo a la boca. Su padre pegó un fuerte puñetazo sobre la mesa.

—¡Pedro, por favor! —le replicó su esposa—. Déjalo estar. Que es Nochebuena...

—¡Cállate tú! —el hombre empezaba la bronca—. Que también es culpa tuya...

—Pedro, por Dios... —la mujer suplicaba. Quería que al menos, una noche al año,
no se discutiese en la mesa—. Ya hablaremos de esto...

—¿Hablar...? —Juancho, entretanto, permanecía ajeno a la discusión, la cabeza


baja, los ojos clavados en el plato de carne—. ¿Y qué hay que hablar? —el hombre
insistía—. ¿Sabes de lo que me he enterado hoy? —aunque aquella pregunta parecía
dirigida a su mujer, en realidad, indirectamente, iba dirigida a todos los de la mesa.
Hubo silencio—. Pues me he enterado de que esta semana echaron a este imbécil del
trabajo. ¿Sabes por qué? —Juancho parecía hundirse en el plato; era como si quisiese
que la tierra se lo tragase; sin embargo, sus manos, aferradas a los cubiertos, parecían
temblar cada vez más, como conteniendo su furia—. ¡Porque es un drogadicto de
mierda!.

Juancho dejó los cubiertos sobre la mesa dando un fuerte golpe y se levantó de la
silla. Ya en pie, se disponía a salir del salón cuando su padre fue a su encuentro.
Entretanto, Paquito permanecía ajeno, y seguía comiendo como si lo allí acontecido
estuviese ocurriendo en el televisor, y no en el salón de su casa. Nuria, por el
contrario, temerosa de lo que pudiese ocurrir, había cogido a Diego y lo tenía sentado
en su regazo, abrazándole, la cara contra su pecho para que no viese aquella escena.

—¡¿A dónde te crees que vas?! —el padre retenía a Juancho cogiéndole por un
brazo.

—¡A donde me dé la gana! —le respondió su hijo—. ¡Tu no eres nadie para
decirme a mí nada! ¡Borracho!.

Juancho se soltó de su padre y salió del salón dando un fuerte portazo tras de sí.
Su padre intentó ir tras de él, pero Rosa, la madre, se interpuso en su camino
suplicándole que volviese a la mesa y se tranquilizase. No atendía a razones. Nuria
no sabía donde guardarse; los ojos inundados en lágrimas. Paquito seguía a lo suyo;
aquello no iba con él. Sus padres forcejeaban mientras discutían. Otro portazo más;
Juancho se había encerrado en su habitación.

—¡La culpa es tuya! —le espetó a su mujer mientras intentaba echarla a un lado
para poder salir tras su hijo.

—¡Pedro, por Dios...! —ella suplicaba, luchaba como podía porque todo volviese a
la calma aquella noche.
—¡¿Qué?!. Es verdad. Si tu hijo es un drogadicto es porque tú no has sabido mirar
por él...

Sentenció aquella frase con un fuerte bofetón en la cara de la mujer. Tras


zarandearla con rabia, la echó a un lado y se dispuso a salir del salón. El pequeño
Diego lloraba en el regazo de su hermana, una Nuria desencajada que no sabía
cuántas veces más podría aguantar aquellas escenas. Paquito terminaba la carne y se
dedicaba a juguetear con un trozo de pan.

—¡Voy a sacarle la tontería a ostias...!

Con aquella frase el padre echaba mano a la manilla de la puerta del salón.
Entonces, su hígado le arreó un fuerte trallazo que lo mandó al suelo medio
inconsciente por el dolor. Tenía una recaída. Pero aquella no era como las otras. Rosa,
la madre, se recompuso como pudo y fue en ayuda de su marido, tirado en el suelo,
retorciéndose de dolor. Parecía estar entrando en un estado de coma a medida que
sus gritos se transformaban en una especie de sollozos y gruñidos. Nuria, asustada,
salió corriendo del salón con Diego entre sus brazos. La madre se abalanzó sobre el
hombre; reclamaba su atención, intentaba adivinar cuál era el daño que sufría, pero
no obtenía respuesta.

—Paquito... —él levantó la cabeza y, por primera vez en todo aquel tiempo, se
mostró interesado por lo que estaba ocurriendo—. Vete a buscar a tu hermano. Que
vaya a llamar a una ambulancia.

Paquito se levantó de la mesa con cierta parsimonia, y salió del salón. Caminó por
el pasillo hasta la habitación de Juancho. Abrió la puerta del cuarto y entró. Se lo
encontró tirado sobre la cama, la jeringuilla aún clavada en su brazo, la cabeza
recostada sobre la almohada; acababa de calmar aquella ansia que le corría, y no
estaba para recados. Paquito hizo un gesto de desaprobación y decidió que tendría
que ser él quien fuese hasta la cabina de teléfono.

Por aquellos años, pocos eran los que tenían teléfono en casa, pues la línea hacia
poco que había empezado a llegar al barrio; tal era el atraso que por aquel entonces
existía. Paquito tuvo que bajar a la calle y caminar un buen trecho hasta encontrar
una de las cuatro cabinas que había en el barrio. Al final, aquella Nochebuena de mil
novecientos setenta y siete, terminaría en la sala de urgencias del hospital.

Aquella misma noche que Paquito pasó junto a su madre en la sala de espera del
hospital, hora tras hora, sin noticias de su padre, ingresado con un cuadro de cirrosis
en estado muy avanzando, fallecía Charles Chaplin en su residencia de Suiza; poco le
importaba esto a aquel joven, que no sabía del cineasta más que alguna que otra
reposición de Charlot que de cuando en cuando pasaban por Televisión Española.
Serían las doce del mediodía del día veinticinco, cuando Juancho apareció por el
hospital. Nuria se había quedado en casa con Diego, y el mayor de los hermanos, una
vez recompuesto de la heroína, se había atrevido a acercarse hasta allí. Paquito ni
siquiera le dedicó una mirada. Sentado en su silla se limitó a observar cómo su
hermano se acercaba a su madre y la besaba en la mejilla. Rosa levantó la mirada
hacia su hijo, e hizo un gesto de desaprobación.

—¿Por qué Juancho? —le preguntó—. ¿Por qué esto? ¿Por qué has tenido que
meterte en esa mierda?.

Juancho retrocedió unos pasos; temía una reprimenda de su madre, y parecía no


querer líos con ella. Paquito observaba. Demasiado ocupada en tratar de ganar unas
Pesetas, en traer algo que comer a casa, en tratar de llegar a fin de mes como para
tener tiempo de saber qué hacían sus hijos. Lo de Juancho le había explotado en la
cara; las sospechas que desde hacía un tiempo la habían asaltado se habían
confirmado aquella noche. De todo aquello en lo que andaba metido Paquito, no
tenía ni la menor idea, salvo por rumores que oía; sin embargo, auto engañada, creía
que se trataba de chiquilladas, gamberradas sin apenas trascendencia.

—Juancho, hijo... —Rosa se había levantado de su silla y trataba de acercarse


cariñosamente a su hijo, acariciándole la mejilla. Él, sin embargo, se mostraba un
tanto esquivo—. ¿Qué hemos hecho mal?. ¿En qué te has metido?...

—Déjame...

—Yo solo quiero ayudarte...

—No necesito ayuda —Juancho se ponía nervioso; no le gustaba aquella


conversación—. Estoy bien. Yo controlo...

—No hijo, no, no estás bien —Rosa hizo una pausa, como para pensar las palabras
que iba a decir a continuación—. Perdiste tu trabajo, y te has convertido en un
drogadicto...

—¡Qué me dejes, coño!.

El calificativo "drogadicto" le molestaba; dicen que la verdad ofende. Juancho


alejó a su madre de él dándole un empujón. Paquito, como el resto de los allí
presentes, no hizo nada, tan solo se limitó a observar; a observar cómo su hermano se
hundía en el fango de la heroína, cómo aquella mierda con la que él trapicheaba le
llevaba a enfrentarse a sus padres, a negar su enfermedad y a huir, a refugiarse en la
misma droga que lo había llevado hasta allí, cayendo en el vicioso círculo de la
adicción, consumido por una lacra que se extendía por los barrios de muchas
ciudades españolas.
—Juancho, yo quiero ayudarte —Rosa intentaba a la desesperada un último
acercamiento a su hijo.

—¡Déjame, joder! ¡Déjame en paz!.

Fueron las últimas palabras de Juancho antes de salir corriendo. Su madre no


intentó nada más; acababa de entrar la enfermera con noticias de su marido. El
diagnóstico del médico no fue nada alentador, más bien todo lo contrario. El hombre
se podría decir que tenía el hígado podrido por la cirrosis, y los médicos no le
aventuraban muchos días de vida. Rosa rompió a llorar. No debe existir persona, por
fuerte que esta sea, capaz de soportar sin derrumbarse toda aquella sarta de
infortunios que era su vida. Paquito no dijo nada. Escuchó al médico sin articular
palabra, viendo cómo su madre se desmoronaba por completo. Parecía no afectarle
en gran medida lo que le pudiese ocurrir a aquel hombre.

La tarde de aquel día el Manolo había insistido en que les acompañase. Allí estaba
él, sentado en el asiento trasero del 131, la mirada perdida en el techo del coche, a la
puerta de la casa del Richi, acompañado por "el Mamen", en el asiento de al lado del
conductor, esperando a que el Manolo regresase. Llevaban allí más de media hora, y
aquello a Paquito se le empezaba a hacer eterno. Notaba a "el Mamen" más nervioso
de lo que era habitual en él; como ansioso. Lo cierto era que en aquellos últimos días
"el Mamen" parecía más irascible En todo el tiempo que esperaron no cruzaron
palabra alguna

Al fin, cuando casi había pasado una hora, el Manolo regresó al coche; le
acompañaba el Richi, que se sentó al lado de Paquito. Sin mediar palabra, el Manolo
le dio a su hermano un "pico", que "el Mamen" recogió ansioso, puso en marcha el
motor del coche, y se alejaron del lugar. Paquito no preguntó; ya estaba bien avezado
al trato con el Manolo. De camino a su destino, un chalet en las afueras de la ciudad,
"el Mamen" discutió varias veces con su hermano; al Manolo no le gustaba la idea de
que se metiese aquel "pico" en el coche. Pero cuando llegaron al chalet, y el Manolo y
el Richi les dejaron una vez más solos en el coche, a "el Mamen" le faltó tiempo para
abrir la guantera y sacar una jeringuilla, una goma, un limón, una botella de agua y
una cuchara sopera.

—Al Manolo no le va a gustar —Paquito le avisaba.

—Déjame en paz, gilipollas —el ansia de "el Mamen" había llegado a su punto
más álgido—. Yo hago lo que me sale del culo.

En el fondo, a Paquito le importaba tres cuartos lo que "el Mamen" hiciese o dejase
de hacer, y aún menos los problemas que podría tener con su hermano. No dijo nada
más, y se limitó a observar cómo el de los Álvarez preparaba aquel "chute" de
"caballo"; en cuestión de un par de meses había pasado de los porros a la jeringuilla,
y se había hecho adicto a esta última en muy poco tiempo. Paquito, por aquel
entonces, era un mero observador de lo que ocurría a su alrededor, pero nunca se
había parado a recapacitar sobre los efectos de aquella lacra que se empezaba a
extender por el barrio; él se sentía ajeno a ello, y para él un "chute" no era más que
una forma de pasar un buen rato.

Llevarían en el patio de aquel chalet como una media hora, el SEAT estacionado
entre otros dos, cuando dos coches de la policía nacional irrumpieron en el lugar. "El
Mamen" estaba ido, el asiento reclinado, totalmente atontado por los efectos de la
droga. De los coches patrulla se bajaron unos policías armados con metralletas;
acordonaban la zona y se disponían a entrar en el chalet. Más coches patrulla y una
furgoneta cargada de más policías. Paquito se tiró al suelo del coche. Estaba claro: era
una redada.; alguien había dado un "soplo" a la policía. Por suerte, ninguno de los
agentes se percató de la presencia de los dos jóvenes, ocultos en el coche. Rodearon el
chalet, y un grupo de policías armados subieron las escaleras. Echaban la puerta
abajo e irrumpían en la vivienda entre gritos y disparos al aire. Barullo, mucho
barullo. Paquito azuzaba a "el Mamen", pero este no respondía. Entonces vio cómo el
Manolo saltaba por una de las ventanas del chalet; había conseguido salir, pero los
agentes que custodiaban el patio lo habían visto e iban tras él. Paquito se deslizó
hasta el volante del coche, lo puso en marcha, y con una brusca maniobra salió de
entre los dos coches. Antes de que los policías que tenía delante pudiesen hacer nada,
pisó a fondo el acelerador y los arrolló en busca del Manolo, que corría por la finca
del chalet, a punto de ser ametrallado por sus perseguidores. Paquito, con una hábil
maniobra, logró atravesar el patio y cruzó el coche cortando el paso de los policías y
deteniéndolo para que el Manolo pudiese lanzarse al asiento trasero. Una ráfaga de
las metralletas reventó los cristales de las ventanillas del 131.

—¡Arranca, coño, arranca! —gritaba el Manolo.

Paquito pisó el acelerador a fondo. "El Mamen", aún atolondrado, no era capaz de
reincorporarse de su asiento, y aún menos de adivinar qué era lo que estaba
ocurriendo. Cruzaron la finca del chalet, pasaron por encima de unos setos,
arrollaron tiestos, sillas y todo lo que encontraron camino de la entrada. Entretanto,
los policías corrían de un lado a otro intentando darles caza. Paquito frenó
bruscamente. La salida estaba bloqueada por dos coches patrulla, tras los cuales,
metralleta en mano, preparados para disparar, había media docena de policías.

—¡Hostia, joder, mierda! —exclamó el Manolo—. ¡Da la vuelta, Paquito, da la


vuelta!.

Marcha atrás, a todo lo que daba el SEAT 131, embistiendo todo lo que se
interponía entre ellos, hasta estrellarse contra uno de los coches que había aparcados
en el patio del chalet. La policía los rodeaba. En esto, un hombre saltaba por unas de
las ventanas de la casa.

—¡Coño, el "Boss"! —gritó el Manolo al verle—. ¡Se ha escapado el"Boss"!.


Paquito había oído hablar de él. No le conocía personalmente pero sabía que era
el capo de la ciudad. No lo dudó un instante. Con otra hábil maniobra se zafó del
cordón que los policías hacían alrededor de su coche, y salió en busca de "el Boss". El
Manolo le abrió la puerta y el capo se lanzó al interior del SEAT 131. No había más
escapatoria que lanzar el coche contra la valla metálica que servía de cerramiento de
la finca; Paquito no lo pensó dos veces. Con un fuerte estruendo salieron a la
carretera y emprendieron la huida perseguidos por dos coches patrulla. "El Boss",
que no había articulado palabra, sacó una pistola y empezó a disparar a los policías
por la ventanilla del coche. Fueron unos minutos de alocada y arriesgada
persecución entre disparos por las carreteras y caminos de las afueras de la ciudad.
Para entonces, "el Mamen" ya parecía haberse espabilado.

—¡A la izquierda, a la izquierda! —gritaba el Manolo.

Paquito no conocía aquellas carreteras, así que, seguía las indicaciones nerviosas y
apuradas del Manolo. No eran capaces de quitarse de encima a la policía. Parecía que
en aquella ocasión Paquito no sería capaz de huir. Sin embargo, tras una dura
persecución, con una temeraria maniobra, hizo que uno de los coches patrulla se
estrellase contra un árbol que había en el borde de la carretera; uno menos, pensó
Paquito entre las voces de ánimo del Manolo. Poco después, despistaba al otro coche
y conseguía escapar.

—¡Paquito, joder, que huevos tienes!.

El Manolo le felicitaba. Acababan de llegar a la explanada de las antiguas


escuelas, en el "parque". Paquito, de pie al lado del destrozado 131, recibía el abrazo
del Manolo bajo la atenta mirada de aprobación de "el Boss". Entretanto, un "Mamen"
aún descolocado se sentaba sobre el capó del coche; su hermano le lanzó una mirada
de desprecio.

—¡Tú, subnormal! —le espetó el Manolo—. ¿Qué te dije?.

—¿Eh? ¿Qué pasa Manolo? —apenas era capaz de disculparse—. Joder, perdona,
tío.

El Manolo le arreó un fuerte puñetazo en la cara que le hizo desplomarse sobre el


suelo; el mayor de los Álvarez reprendía a su hermano a base de golpes. Paquito
decidió que no iba a quedarse allí mirando cómo aquel subnormal recibía una paliza,
así que, las manos en los bolsillos de su chupa, se alejó del lugar caminando,
cabizbajo y pensativo.

Dos días más tarde, atiborrado de morfina como único remedio recetado por los
médicos, fallecía el padre de Paquito. Fue una ceremonia pobre, acorde con la forma
en que había vivido, a la que asistieron algunos vecinos y los pocos amigos que tenía
la familia. Poco más que un responso a pie de nicho, y en la que únicamente lloró
Nuria, quizás no tanto por el hecho de la muerte en sí de aquel hombre, sino porque
el momento debió servirle como excusa para dar salida a todo el sufrimiento
acumulado. Paquito permaneció ajeno. Juancho no estaba. Y Rosa, la madre,
confundía la pena con el alivio de saber que no iba a tener que volver a soportar las
broncas y palizas de aquel hombre.

Bendecido el féretro, el de la funeraria, ayudado por otros dos, lo introdujo en el


nicho que la familia tenía alquilado en el cementerio de Ceares. Paquito observaba
cómo el enterrador iba sellando el hueco con pasta y ladrillos, cuando Marta se le
acercó. La chica reclamó su atención con un leve golpe en el hombro. Paquito se
volvió. Sus miradas se cruzaron. Serían las primeras palabras que intercambiarían
desde la conversación a las puertas del instituto.

—Lo siento... —la joven le daba el pésame sin saber qué decir.

—Gracias... No pasa nada —Paquito se mostró más maduro de lo que era habitual
en él, a la vez que se esforzaba por parecer afligido—. ¿Qué tal estás tú?.

—Bien... —Marta no sabía muy bien a qué se refería el chico.

—¿Y tu padre, qué tal?.

—Bueno, mejor. Más tranquilo después del susto...

—Ya... —Paquito no sabía qué decir.

—Me tengo que ir... —Marta se mostraba tímida. Quizás aquel no era el lugar ni
el momento apropiado para lo contrario—. Espero que te vaya bien.

—Gracias...

Marta se alejó; a unos metros la esperaba su madre. Paquito sabía que los padres
de aquella chica nunca habían visto con buenos ojos su relación con ella, pero
debieron considerar que en aquella ocasión era preciso hacer una excepción.

Sellado el nicho, y colocada la lápida provisional, a falta del correspondiente


gravado con nombre y fecha, Paquito caminó hacia la salida del cementerio junto con
su madre y hermana. Allí, en la explanada de gravilla, esperaban el Manolo y "el
Mamen".

—Paquito...

El Manolo venía a su encuentro. Nuria, que llevaba del brazo a la madre, les miró
con desaprobación; sabía bien quién eran aquellos dos, y verlos junto a su hermano,
con aquel trato cercano, era algo que en modo alguno le gustaba; sin embargo, no
dijo nada, y se limitó a seguir caminando. Paquito se quedó rezagado, junto a los
Álvarez.
—Lo siento mucho, Paquito —le dijo el Manolo con esa mueca de falso
afligimiento, común en estos casos, mientras le daba un fuerte abrazo—. ¿Qué tal
estás? —Paquito se encogió de hombros. Hubo unos instantes de silencio—. Ya sé
que no es el lugar, pero tengo que decírtelo —eso estaba claro, pensó Paquito, pues
sino no hubiese dicho nada—. "El Boss" quiere conocerte personalmente. Lo que
hiciste el otro día sacándonos de aquella encerrona le ha llegado hondo. Ya le dije yo
que te sobran cojones...

—Gracias... —fue la respuesta de Paquito, más por cumplir que por otra cosa,
pues no sabía muy bien que decir.

—Ya hablaremos... ¿Vale? —Paquito asintió con la cabeza—. Anda, vete con la
familia...

El Manolo abría la puerta de su coche, un R12 —las circunstancias le habían


obligado a deshacerse del 131 y hacerse con un nuevo vehículo—, cuando Paquito le
reclamó su atención; había algo que quería saber.

—¿Qué quieres, Paquito...? —le preguntó el Manolo.

—¿Se sabe algo de quién hizo lo del "Golosinas"? —fue directo; no había motivo
para no serlo.

—Algo se sabe... ¿Por qué?.

—Cosas mías... —segundos de silencio—. Ando mirando a ver si se sabe quien lo


hizo...

—Ya...—el Manolo le observó detenidamente. Recapacitó unos instantes antes de


responder—. Parece que fue cosa de la banda de "el Moreno".

—¿"El Moreno"? —a Paquito le sonaba el nombre, pero no lo ubicaba—. ¿Por


dónde andan esos?.

—Por la zona del Coto... —el Manolo se había sentado en el asiento del coche y le
hablaba a través del hueco de la ventanilla de la puerta—. Oye, Paquito, ¿qué tienes
tú con esos?.

—Eso es cosa mía...

—Ya... Una cosa te digo, ándate con cuidado. "El Moreno" es un tío "chungo",
¿vale?.

Paquito no respondió. Se despidió del Manolo con un movimiento de cabeza y


enfiló calle abajo, al encuentro de su madre y hermanos. A partir de aquel mismo
instante su cabeza empezó a darle vueltas a aquel nombre —"el Moreno"—, tratando
de idear cómo encontrarlo, cómo sorprenderlo, y cómo ajustar cuentas con él; la
advertencia del Manolo no le iba a detener.
12

—¡Venga, abre la caja!.

Era un estanco en la Calzada, en un lugar apartado del barrio a una hora que no
había tránsito por la calle, atendido por dos mujeres de mediana edad; Paquito se
había ocupado de localizarlo y buscar la hora apropiada para dar el golpe. Como era
de esperar, sus dos colegas habían accedido a sus pretensiones de llevar a cabo robos
de mayor calibre, así que, siguiendo el plan trazado por él, habían irrumpido en el
local, a cara descubierta, cuando las dos mujeres estaban solas tras el mostrador. "El
Piños" mantenía a ralla a una de ellas a punta de navaja, mientras "el Culebra"
vigilaba la puerta, prudentemente cerrada con llave, y Paquito obligaba a la otra
estanquera a abrir la caja registradora, punta de navaja en el cuello de la mujer.

—¡Venga, coño, abre la puta caja!.

Paquito fingía nerviosismo; sabía que aquello intimidaría más a las asustadas e
indefensas mujeres. La estanquera no ofreció resistencia, y abrió la caja registradora.
Paquito sacó una bolsa del bolsillo de su chupa y le indicó que pusiese dentro todo el
dinero. Así lo hizo la mujer.

—¡Más! —Paquito no se conformaba con lo que había dentro de la caja


registradora.

—No hay más —suplicaba la estanquera.

—¡Joder! ¡Hostias! ¡No me cuentes cuentos! —Paquito apretaba la navaja contra el


cuello de la mujer, casi a punto de sacarle sangre—. Seguro que tenéis más por ahí
guardado.

"El Culebra" y "el Piños" guardaban silencio; acataban las órdenes de Paquito;
habían quedado en que sería él el único que hablase. La mujer, asustada, a punto de
desmayarse por la tensión, fue hacia la estantería que había detrás del mostrador y
cogió una caja de Farias; dentro, un fajo de billetes que echó en la bolsa de Paquito.

—¡Vámonos!.
"El Culebra" abrió la puerta y los tres chicos salieron corriendo, sin dar tiempo a
las mujeres para reacción alguna. Dos calles más abajo se separarían, según lo
acordado, para correr cada uno por su lado; era una forma de disuadir a la policía de
una posible persecución, pues buscarían a tres chicos, no a uno. Metros más tarde,
Paquito volvió la mirada atrás para comprobar que nadie le seguía; entonces,
ralentizó la marcha y continuó caminando tranquilamente, para no levantar
sospechas.

El golpe había sido un éxito, y como tal lo celebraban tres horas más tarde en el
"Peralta". Los jóvenes reían, y Paquito se sentía más líder, si cabía, de aquel trío. El
Fermín les había dejado sobre la mesa unas cervezas y una tapa de jamón serrano;
invitaba Paquito. Brindaban, botellas en alto, y comentaban lo bien que les había
salido la jugada, cuidándose, claro, de usar un lenguaje que los allí presentes no
entendiesen. Iban por la tercera cerveza cuando entró la Sara en el bar. La puta fue
hacia la barra, pidió una cajetilla de tabaco, y con las mismas, se dispuso a salir.
Paquito se levantó de la mesa y salió a su encuentro.

—¡Ey! ¡Sara!.

Le oyó, pero simuló que no lo había hecho y salió del bar. Paquito corrió tras ella.
En la calle, un coche se cruzó delante de la puta, y un hombre de pelo rizado,
regordete, y con aspecto de matón, salió de él y cogió a la puta por un brazo. Paquito
se detuvo. El hombre, le reprochaba algo a la Sara. Paquito observó. Entonces, la puta
recibió un fuerte bofetón, y aquel tipo abrió la puerta trasera del coche y la arrojó en
su interior. Paquito echó mano al bolsillo de su pantalón vaquero, sacó su mariposa,
la empuñó y como si de un miura se tratase, enfiló hacia donde estaba el tipo,
dispuesto a abrirle en canal si era preciso; no iba a permitir aquel ultraje para con la
Sara. No llegó a tiempo, el hombre se había subido al coche y se alejaban de allí.
Paquito arreó una patada de desesperación al suelo; no había podido defender a la
puta.

La esperó sentado en la puerta del portal del edificio donde vivía. Sabía que ella,
tarde o temprano, vendría por casa. No le había gustado que aquel hombre le pusiese
la mano encima, y le preocupaba que le hubiese podido ocurrir algo. Tres horas
estuvo allí sentado, fumando cigarrillo tras cigarrillo, hasta que la Sara dobló la
esquina de la calle, unos metros más arriba. Cuando llegó a la altura del portal
Paquito se puso en pie.

—Paquito, ¿qué haces aquí? —le dijo ella mientras buscaba las llaves en su bolso.

—¿Quién era ese tío? —Paquito fue directo; era tontería andarse con rodeos.

—¿Qué tío? —la Sara disimulaba.


—El que te hizo eso... —le respondió señalando la mejilla aún amoratada de la
puta.

—Mira, esto no es cosa tuya, ¿vale?. Es mi chulo, déjalo estar... —parecía triste y
preocupaba, pero no estaba dispuesta a meter a Paquito en sus problemas.

—¿Y si no me da la gana...? —el chico insistía. Estaba molesto por no haberla


podido ayudar.

—Paquito, si yo te digo que lo dejes estar, es que lo dejes estar, ¿vale? —sentenció
ella.

A regañadientes, accedió. La Sara entró en el portal seguida del chico. Hubo unos
instantes de silencio. Entonces, él buscó en el bolsillo interior de su chaqueta de pana,
y sacó un pequeño paquetito cuidadosamente envuelto en papel de regalo.

—Toma... —le dijo entregándole el presente.

—¿Qué es esto? —la Sara parecía sorprendida; no se esperaba ningún detalle por
parte del chico.

—Un regalo —le respondió Paquito.

Parecía nerviosa. Abrió aquel paquetito y se encontró con una gargantilla de


plata. Su sorpresa fue aún mayor cuando pudo comprobar que se trataba de plata de
ley, y que tenía un colgante en el que estaba grabado su nombre. La Sara sonrió
agradecida.

—Gracias, es muy bonito... —le dijo.

—¿Puedo subir? —después de todo, pensaba que aquel regalo lo merecería.

—Hoy no, Paquito, hoy no —le respondió ella cariñosamente.

La Sara le acarició la barbilla a modo de consuelo, le dedicó una última mirada


mezcla de cariño y pena y, cabizbaja, empezó a subir las escaleras camino de su casa.
Paquito la observó hasta que desapareció de su vista. Resignado, y preocupado por
lo que le pudiera estar pasando a aquella mujer, salió del portal.

—Creía que te estabas portando bien, "Mamen".

Sobre la mesa del comisario un montón de papeles expedientes de la policía


pendientes de resolución. Frente a él, sentado en una silla, las manos esposadas, "el
Mamen" que, custodiado por dos agentes de uniforme, escuchaba lo que le decía el
comisario sin articular palabra.

—Pues esto no lo hacen los chicos buenos...


Le continuó diciendo el comisario señalando hacia unas bolsas de heroína que
había sobre la mesa. Le habían pillado en la "Farola". Serían las cuatro de la mañana
cuando la policía había irrumpido en el puticlub con una orden judicial de registro;
les habían dado un chivatazo de que en aquel antro se traficaba con heroína.
Casualmente, "el Mamen", aquella noche, estaba en la trastienda del puticlub
arreglando unos negocios con unos camellos del barrio; la policía le sorprendió con
unas bolsas de heroína, sin tiempo para deshacerse de ellas. Aquello era una baza
importante en manos del comisario, y una metedura de pata que seguramente el
Manolo tardaría en perdonarle.

—Comisario... perdone...

Un policía acababa de abrir la puerta del despacho; llevaban esposada a la Noe,


un ojo y una mejilla amoratados.

—¿Qué hacemos con esta? —preguntó el policía al comisario.

—¿Ha dicho algo? —el policía negó con la cabeza—. Llévala al calabozo, que pase
ahí un par de días y después la soltáis. No tenemos nada contra ella. No se puede
meter a la gente en la cárcel por servir copas...

No era que el comisario no supiese que la Noe era puta y la novia del Manolo,
sino que la creía de mayor utilidad puesta en la calle. Los policías salieron del cuarto
y el comisario reanudó su conversación con "el Mamen".

—A ver "Mamen", la cosa está así... —le comenzó a explicar—. Sabes de sobra que
por esto te vamos a tener a la sombra una temporada, así que, si colaboras pues igual
hacemos un poco la vista gorda, ¿vale?.

No hubo respuesta. "El Mamen" permanecía con la cabeza agachada, la vista


clavada en el suelo. El comisario, cincuentón que había ascendido según los cánones
de la policía franquista, era bastante dado a perder la paciencia fácilmente, y tenía la
mano ligera. No entendía de más tratos con aquella "escoria" —como él los
denominaba—, que la fuerza bruta, así que, "el Mamen", con su silencio, estaba
tentando demasiado su paciencia.

—¡Me cago en...! —arreó un fuerte puñetazo sobre la mesa—. A ver, no me toques
los "güevos", eh. Aquí nos conocemos todos. Me juego lo que quieras a que detrás de
esta mierda anda tu hermano, el Manolo. ¿O no?.

"El Mamen" levantó la cabeza lentamente, con miedo.

Miró al comisario y de reojo a su alrededor. No era la primera vez que acababa en


aquel pequeño despacho, iluminado con una fluorescente en el techo, delante de
aquella mesa de madera maciza, siempre repleta de papeles, y con aquel flexo que en
ocasiones utilizaba el comisario en sus interrogatorios. Y, por supuesto, no era la
primera vez que le ponían la cara como un higo paso. Se encogió de hombros, como
si él no supiese nada de a lo que se dedicaba su hermano.

—Esto es cosa mía —dijo al fin, en un acto de valentía, tratando de no culpar a


nadie más que así mismo.

—Ya... Y voy yo y me lo creo —le respondió el comisario—. Tú te debes de pensar


que yo me chupo el dedo, ¿verdad?. Mira "Mamen", a ti te falta mucho para ser capaz
de mover esta mierda por el barrio tú solo. Así que, dime quien anda detrás de todo
esto...

No hubo respuesta. El comisario dio un fuerte golpe sobre la mesa y, enfadado, se


levantó, se fue hacia "el Mamen" y le arreó un fuerte puñetazo en la cara que le
reventó la nariz.

—Comisario... —uno de los agentes detenía la sarta de puñetazos que estaba a


punto de empezar—. Estese quieto... Ya sabe...

—Ya sé, ya sé —refunfuñaba el comisario tras contener su ira—. No lo voy a


saber... Puta democracia y putas mariconadas... Así nos va a ir en este país.

El comisario, a regañadientes, se volvió a sentar en su sillón. "El Mamen"


sangraba abundantemente por la nariz. Lo observó. Sólo conocía una forma de tratar
a aquella "escoria", y en los últimos meses le habían prohibido usarla; los métodos y
las leyes iban cambiando incluso con la oposición de gente como él.

—¡Joder, darle algo para que no sangre, coño! —les ordenó a los policías.

En los minutos que siguieron, los agentes se afanaron en detener la sangre que
salía a borbotones por la nariz de "el Mamen". El comisario los observaba mientras
fumaba un cigarrillo que había cogido de una cajetilla que guardaba en uno de los
cajones de su mesa. Una vez detenida la sangre, y puestos dos algodones en la nariz,
decidió que podía seguir con el interrogatorio.

—Entiendo que no quieras chivarte de tu hermano... —le empezó a decir—. Pero


igual me puedes ayudar con este montón de expedientes que tengo aquí —le señaló
hacia uno de los montones de papeles que tenía sobre la mesa—. Igual tú sabes quién
anda detrás de esto.

"El Mamen" asintió con la cabeza; parecía dispuesto a colaborar con aquello,
seguramente porque intuía que no tenían nada que ver con su hermano, y
sospechaba quién era posible que estuviese detrás de todos aquellos delitos sin
resolver.

—Mira, así lo más gordo... —le comenzó a decir el comisario—. Atracos múltiples
a tiendas de electrodomésticos. Sustracciones en viviendas. Robo en una sala de
juegos. Varias fugas de la policía en vehículos robados. Atraco a un estanco. Atraco a
una joyería. Atropello de un hombre en Roces... De todo ello solo sabemos que anda
metido un chico de unos catorce o quince años, al que ayudan otros dos... ¿Qué sabes
tú de todo esto?.

—¿Y qué saco yo? —"el Mamen" se atrevía a negociar.

—¿Cómo que qué sacas tú? —el comisario estaba dispuesto a negociar, pero sabía
bien cuál era la estrategia a seguir.

—Sí, ¿qué gano yo con chivarme?. Yo no soy un chivato...

—Pues mira, te diré —el comisario se reclinó hacia adelante, para situarse más
cerca del chico—. A lo mejor a ti te cae menos tiempo en la "trena", e incluso
podemos olvidarnos que tu hermano estaba en el chalet del otro día... Sí, hombre, si
igual estabas tú también, y otro chico... Algo así creo que dice el informe, ¿no?. Y
sabes bien que lo que se movía en aquel chalet era gordo... ¿Qué me dices?.

—No sé quién andará detrás de todo eso que usted me dice —tras recapacitar
unos instantes, "el Mamen" empezó a hablar—. Pero igual sé quien pudo hacer
alguno de esos...

—Bueno, parece que empezamos a entendernos, ¿eh, "Mamen"? —el comisario se


reclinó en su sillón—. Qué tal si me dices un nombre, ¿eh?.

—Paquito...

"El Mamen", quizás más por envidia que por otra causa, no profesaba ningún
aprecio por aquel chico, sino más bien todo lo contrario, así que, no dudó mucho en
decir su nombre y delatarle, al menos en aquellos casos de los que él era conocedor.
Por suerte para Paquito, éstos no eran muchos, y en la mayor parte no se atrevió a
mencionar su nombre, aunque sí le intentó hacer ver al comisario que era muy
probable que anduviese detrás de ellos.

Días más tarde, el de los Álvarez ingresaba en la prisión del Coto para cumplir
una condena de cuatro años, acusado de tráfico de drogas y de pequeños robos que
la policía tenía sin resolver, algunos de ellos que le correspondían, y otros que le
habían asignado con el fin de cerrar el expediente.

—Oye, Paquito, ¿qué haces mañana?.

Era "el Piños" quien preguntaba. Sentados en un banco de uno de los jardines que
había entre los edificios de la barriada obrera, paquete de pipas "Churruca" en la
mano, los tres colegas hacían planes. Desde lo del estanco no se habían ocupado de
dar más golpes, pues entendían que tenían dinero suficiente para una temporada y
era tontería arriesgarse más de la cuenta, así que, se dedicaban a perder el tiempo por
las calles del barrio. Sin embargo, a Paquito se le veía más preocupado. El chico tenía
varias cosas en su cabeza: desde ayudar a la Sara o tomar parte en el tema del
Golosinas" con aquel "Moreno", del que ya sabía por dónde se movía y tenía media
idea de cómo atacarlo, hasta cómo conseguir que el trapicheo de "caballo" le generase
más beneficios, pues los que obtenía no le parecían suficientes Además, a todo
aquello se unía otra preocupación; desde hacía un par de días la policía frecuentaba
más las zonas por donde ellos paraban, y sabía, por boca de otros, que se interesaban
mucho por él.

—¿Mañana? ¿Qué pasa mañana? —respondió Paquito mientras fumaba un


cigarrillo y comía pipas.

—Coño, Paquito, mañana es Nochevieja... —el "Piños" no comprendía el despiste


de su amigo. Lo cierto era que no tenía ni la más remota idea de todo lo que Paquito
tenía en la cabeza.

—Ah, ya... Iré hasta el "Jardín". ¿Os apuntáis?.

—¿A la "disco"? ¡Claro! —exclamó "el Culebra".

—Lo que pasa que estaba pensando en una cosa... —Paquito tenía pendiente un
ajuste de cuentas y lo había planeado para aquella tarde—. Tengo que arreglar una
cosa y necesito que me acompañéis.

Asintieron con la cabeza. Así, aquella tarde, los tres chicos cruzaron la ciudad en
dirección al barrio del Coto, por donde según le había dicho el Manolo se movía "el
Moreno". Aquel, de unos veintitantos, era un yonqui bastante peligroso. Ya había
estado en la cárcel en varias ocasiones, y se rumoreaba que manejaba muy bien la
navaja, la cual no dudaba en clavar en sus contrincantes. Además, ya había tenido
sus escarceos con armas de fuego. Se podría decir que jugaba en una liga superior a
la de Paquito. Sin embargo, aquello no le amilanaba, y durante aquellos días había
urdido un plan para sorprender a "el Moreno". Sabía y conocía todos sus
movimientos, pues se había encargado de dar con él y seguirle por las calles del Coto
sin que le descubriera; sabía cuándo y en qué momento aquel fortachón de pelo
negro se quedaba solo.

Serían las siete de la tarde; la hora a la que "el Moreno" subía por una estrecha
callejuela del barrio del Coto en dirección al bar de sus padres, solo, pues a aquella
hora solía dar por terminado el día y dejaba atrás a sus colegas. Paquito, de camino al
Coto, les había explicado su plan: le rodearían y sería él quien se enfrentase. El chico
creía que al verse en minoría el yonqui no ofrecería resistencia. Se equivocó.

—¡"Moreno"!. Tenemos cosas de las que hablar.

—¿Quién coño sois vosotros? —le espetó "el Moreno" con cierto aire de desprecio.
—Eso a ti te importa poco —le respondió Paquito y empuñó su navaja—. El otro
día robasteis en un kiosco de Contrueces, y nadie roba en mi barrio y se va de
rositas...

—Coño, así que esas tenemos, ¿eh? —"el Moreno" parecía no amilanarse; aquello
no era lo que Paquito se esperaba—. Yo robo donde me sale de los cojones, gilipollas.

Más viejo y, por ende, más diestro en reyertas callejeras, "el Moreno" sacó su
automática, se revolvió rápido y hundió la hoja de la navaja en el cuerpo de "el
Culebra", que había pecado de acercarse demasiado al yonqui. El joven gitano pegó
un grito de dolor y se desplomó sobre el suelo. "El Piños", asustado, dio un paso
atrás, a la vez que "el Moreno" lanzaba un golpe al aire buscando su mejilla. Paquito
aprovechó aquel movimiento del yonqui para abalanzarse sobre él. Rodaron por el
suelo. El yonqui, que le doblaba en cuerpo y fuerza, se lo quitó de encima de un
fuerte empujón. Paquito fue a caer sobre un montón de bolsas de basura, apiladas
delante de la puerta de un portal. "El Moreno" avanzaba hacia él, dispuesto a abrirle
en canal con su automática. Paquito se revolvió en el suelo, y como si de una culebra
se tratase, se coló entre las piernas de su adversario y la clavó la navaja a la altura del
muslo. El dolor hizo que "el Moreno" se agachase. Entonces, Paquito,
reincorporándose de un salto, lanzó otro golpe en la mejilla del yonqui, que soltó la
navaja y cayó al suelo. Ahora era él quien jugaba con ventaja. "El Piños", superado el
susto, iba en ayuda de su amigo. "El Moreno", herido, viendo cómo aquellos dos
muchachos se le acercaban navaja en mano, decidió salir corriendo. Paquito sonrió;
habían ganado aquella mano.

—¡"Culebra"! —exclamó entonces "el Piños" y corrió en ayuda de su amigo—.


¿Cómo estás?. Di algo.

"El Culebra" se desangraba en el suelo. El navajazo de "el Moreno" le había hecho


una profunda herida a la altura de los riñones, y la sangre parecía salir a borbotones.
El joven gitano era incapaz de articular palabra y estaba a punto de perder el
conocimiento.

—¡Joder, Paquito! ¡Se nos muere!.

Paquito no dudó un segundo. Reventó la ventanilla del primer coche que


encontró aparcado en el borde de la acera, le hizo el puente y ayudó a "el Piños" a
tumbar a "el Culebra" en el asiento trasero. Pusieron dirección a Lugones, en busca
del médico que en su día había ayudado a "el Pupas".

Fue una hora agónica. Paquito condujo a alta velocidad por la carretera nacional
que unía Gijón con Oviedo; no se había atrevido con la "Y", pues temía controles de
la policía en las salidas de la autopista; la nacional era más segura para aquellos
casos. Estuvieron a punto de estrellarse en más de una ocasión por adelantamientos
demasiado bruscos y arriesgados. Conducía con un ojo en el asiento trasero, donde
"el Piños", ayudado por su camiseta, se afanaba por detener la sangre que salía por la
herida del joven gitano, mientras trataba de animarlo y mantenerlo despierto.
Consiguieron llegar a Lugones y, con más pena que gloria, llegar hasta la puerta
donde don Enrique tenía su clínica clandestina. Allí, en el pequeño cuarto que servía
de sala de espera, pasaron los minutos nerviosos, la ropa manchada con la sangre de
su amigo. Confiaban en que las manos del doctor, duchas en heridas de aquel tipo,
pudiesen salvar la vida de "el Culebra". Al final, aquel día la fortuna decidió
sonreírles, y don Enrique, la ropa ensangrentada, les dio la buena noticia de que
había conseguido cerrar la herida. "El Culebra" viviría para contar aquella tarde; una
tarde que Paquito se reprocharía a sí mismo durante mucho tiempo, pues por su
culpa, por su orgullo, por su egoísmo, su amigo había estado a punto de morir.

Pocos lugares hay tan emblemáticos como la discoteca el "Jardín", situada en


Somió, en las afueras de Gijón, desde finales de los años cincuenta. Por aquel
entonces vivía su mejor época, y era frecuente que por ella pasasen cantantes y
grupos españoles de moda, e incluso algún artista internacional.

Aquella Nochevieja de mil novecientos setenta y siete, Paquito y "el Piños"


entraban en el patio de mesas de piedra que servía para celebrar los conciertos al aire
libre, y era la antesala del enorme edificio con terrazas; "el Culebra" había preferido
quedarse en la cama, recuperándose de la herida. Hacía buena noche y el lugar
estaba abarrotado de gente. Sobre el escenario, un grupo musical amenizaba la fiesta.
Se acercaron a la barra y pidieron algo de beber. Paquito parecía feliz,
despreocupado. "El Piños" observaba a un lado y a otro; era como si buscase a
alguien. No llevarían allí una hora cuando "el Piños" empezó a ponerse nervioso;
había visto a una chica y quería ir a su encuentro.

—¿Qué te pasa, tío? —le preguntó Paquito.

—Que está ahí Lola...

Lola, la hermana pequeña del Manolo. Fue entonces cuando recordó que "el
Piños" se traía algo con aquella chica, y que él no le había advertido sobre ello.

—Voy a invitarla... ¿Vale, Paquito? —era como si "el Piños" le pidiese permiso.

—Oye, ¿tú sabes de quién es hermana? —el Piños" se encogió de hombros—. Del
Manolo. Ándate con cuidado, tío, no te vayas a meter en un follón.

"El Piños" agradeció el consejo de su amigo y salió al encuentro de la chica.


Paquito se quedaba solo; su amigo había hecho aquello mismo por él en muchas
ocasiones, así que, se la debía, pensó. Tomó un trago y fue hacia el edificio con
terrazas que era la discoteca propiamente dicha.

—Hola, Paquito, ¿qué tal?.


Silvia le resultó extrañamente dicharachera aquella noche; sería cosa del alcohol.
Paquito le devolvió el alegre saludo con un par de besos en las mejillas. La relación
con aquella amiga de Marta había mejorado mucho en los últimos tiempos, tanto,
que eran capaces de mantener una amena conversación; era como si la chica hubiese
vencido por completo su timidez.

—¿Qué haces por aquí? —le preguntó Paquito. Con aquella no usaba el estilo
chulesco que en su día había utilizado para conquistar a Marta. Silvia le resultaba, de
algún modo, especial—. Te veo muy sola. No llevas perrito faldero.

—Ya... —la chica sonrió; le hacía gracia la forma que Paquito tenía de referirse a
aquel amigo del novio de Marta que siempre la acompañaba—. Por ahí anda. Lo he
despistado.

—¿Quieres tomar algo?. Te invito —Silvia sacaba lo mejor de él; su lado tierno, se
podría decir, aquel que nunca solía dejar ver.

—Bueno, vale...

Conversaron amenamente durante unos minutos, hasta que Marta, acompañada


del "perrito faldero", los encontró. Parecía enfadada, y por sus ademanes y forma de
hablar bastante afectada por el alcohol. Paquito se limitó a observarla, tras un seco
"hola", mientras le explicaba no sé qué historias a su amiga. El "perrito faldero"
esperaba, la mirada clavada en el suelo. Entonces Marta estalló, arrojó el vaso al
suelo y se perdió entre la gente con paso apresurado.

—¿Qué le pasa? —le preguntó a Silvia.

—Que se ha enfadado con Víctor —le explicó la chica—. El tío que por lo visto se
ha pillado una buena borrachera y no hay quien lo aguante...

El oportunismo es una actitud bastante reprobable, pero sin embargo, en


ocasiones, es la clave del éxito para aquellos que saben aprovecharse. Paquito salió
tras Marta sin apenas despedirse de una Silvia a la que su "perrito faldero" empezaba
a agobiar. La buscó entre la gente y al final la vio cerca de la puerta, a punto de salir
del recinto de la discoteca. Paquito corrió a su alcance.

—Marta, espera —le dijo.

—¿Qué quieres, tú? —le espetó ella.

—Nada, solo hablar...

Funcionó. Tuvo que aguantar la retahila de quejas, insultos, y todo tipo de


reproches hacia su novio, pero era necesario. Una vez se hubo calmado, la invitó a
tomar un gintonic —como si la joven de enormes pechos no llevase ya bastantes en el
cuerpo—, y la convenció para que echase una calada a un porro que él llevaba en el
bolsillo interior de su chaqueta. Para entonces, ya estaban sentados en uno de los
reservados de la discoteca, y Paquito pasaba su brazo por el encima del hombro de
ella. Una hora más tarde, la besaba. Marta se dejaba hacer. Era como si necesitase del
calor que desprendía aquel chico. En todo aquel tiempo que no habían estado juntos,
Paquito había aprendido cómo conseguir los favores de una mujer; la Sara era una
buena maestra. Así que, sus manos se movieron con destreza por el cuerpo de la
joven hasta conseguir su completa sumisión. Sin embargo, para sorpresa de Paquito,
en aquel tiempo Marta también parecía haber aprendido algo, y cuando se quiso dar
cuenta, la chica se situaba sobre sus piernas y le desabrochaba el pantalón. Bien
colocada, la falda que llevaba la chica disimulaba por completo lo que ocurría debajo
de ella. Marta con un suave movimiento, hizo que el chico la penetrase. Allí, en aquel
reservado de la discoteca "El Jardín", rodeados de parejas que se besaban o quizás
hacían lo mismo que ellos, Paquito consiguió de Marta lo que nunca había
conseguido mientras habían sido novios. Y a pesar de que sus cuerpos estaban
cubiertos por la ropa, y que se tuvo que conformar con acariciar los pechos de la
chica por debajo del jersey, aquello le resultó muy placentero y distinto a lo
experimentado con la Sara.

—¡Mierda, joder, mierda!.

Gritaba Paquito dando puñetazos sobre el volante mientras cuatro agentes de la


policía nacional rodeaban el coche, y uno de ellos le encañonaba con su pistola a
través de la ventanilla. Aquella tarde, "el Culebra" les había propuesto dar el tirón
por las calles del centro, y a Paquito le había parecido una buena idea. Habían
robado un coche y habían ido hacia el centro. Parecía todo muy fácil, una tontería al
lado de alguno de los robos que habían perpetrado. Sin embargo, a veces, las cosas se
complican, y aquella tarde se complicaron de la manera más tonta posible.

Acababan de dar el tirón a una señorona de esas con abrigo de pieles, que gritaba
y corría por la acera detrás de ellos, felices creyéndose a salvo dentro del coche,
cuando Paquito, al volante, tuvo un despiste impropio de él: en un cruce, se estrelló
contra una patrulla de la policía nacional que, casualmente, circulaba por allí. Para
mayor desgracia, a pocos metros había otras dos patrullas, así que, alarmados por los
gritos de la mujer y otros transeúntes que habían presenciado lo ocurrido, no
tardaron en rodear el coche. "El Piños" y "el Culebra" consiguieron huir, pero
Paquito, aturdido por el fuerte golpe que se había dado en la cabeza al estrellarse el
coche, no había acertado a salir corriendo. Minutos más tarde, con la cara sobre el
destrozado capó, era esposado por uno de los policías.

Pasadas un par de horas, sentado en la misma silla en la que días antes "el
Mamen" le había inculpado, tenía su primera entrevista con el comisario. Hubo unos
minutos de silencio en los que el comisario se limitó a fumar y mirarle fijamente;
trataba de intimidarle, pero poco podía suponer de qué pasta estaba hecho aquel
chico, que en ningún momento bajó la mirada, y se mantenía firme en su silla, los
ojos clavados en el rostro del comisario.

—José Francisco Rodríguez Canal.... Paquito, para los amigos, ¿verdad? —empezó
a hablar el comisario.

—Sí —respondió con firmeza el chico.

—Bueno, Paquito, ya tenía yo ganas de tenerte aquí conmigo... —hizo una pausa,
como si pensase las palabras que iba a utilizar—. Eres amigo de "el Mamen",
¿verdad?.

—Eso de amigo es mucho decir. Lo conozco del barrio, nada más —se reclinó en
la silla; se mostraba tranquilo.

—Ya... Pero sabrás donde está "el Mamen", ¿no?.

—Eso, usted lo sabe bien —hizo una pausa. Miró fijamente al comisario. Ninguno
de los dos hizo gesto alguno—. En el "trullo".

—Pues sí —el comisario echó una profunda calada a su cigarrillo y expulsó el


humo en la cara del muchacho; buscaba intimidarle—. Pero antes de entrar en el
"trullo" nos dijo algo... —Paquito no respondió; se mostró indiferente a aquellas
palabras—. Mira Paquito, aquí en mi mesa tengo un montón de expedientes sin
resolver, y "el Mamen" me explicó que tú tienes algo que ver con muchos de ellos.

—Pues igual... —aquella respuesta sorprendió comisario—. ¿De qué van?.

—Atracos a joyerías, robo de coches, atracos a salas de juegos, estancos... Una


amplia variedad de delitos. ¿Qué tienes que decir?.

—Que yo no sé nada —tajante y directo, sin titubear.

—Paquito, Paquito, tengamos la fiesta en paz —el comisario fingía perder la


paciencia—. "El Mamen" nos ha dicho que tienes algo que ver con muchos de ellos,
así que, mejor será que nos cuentes, ¿vale?.

—Mire, comisario, yo no tengo nada más que ver que con algún tirón a alguna
vieja —le respondió Paquito—. A mí lo que diga "el Mamen" me la trae floja. Ese
gilipollas no sabe nada de mi vida. Ya le dije, no es mi amigo.

—Pues en más de una ocasión te hemos visto con él en el "parque" —el comisario
conocía bien todas las bandas de la ciudad y por donde se movían.

—Sí, porque me pasaba "chocolate" —Paquito hizo una pausa—. Ya sabe, para
hacernos unos porros.
El comisario levantó la vista hacia los agentes que custodiaban al chico; éstos se
encogieron de hombros. Entonces, se volvió hacia el policía que estaba tomando nota
de toda la declaración en una Olivetti. En realidad no tenían nada, pues lo que "el
Mamen" les había dicho no serviría de mucho frente a un juez a falta de pruebas. Por
otro lado, la declaración de Paquito no solo no presentaba lagunas, sino que el chico
se había mostrado tan tranquilo y seguro de sí mismo que no dejaba resquicios a
pensar que mentía. El comisario tenía sospechas, pero estas el único delito del que
podían acusarlo era el de dar un tirón a una señora.

—Bueno, Paquito —el comisario apagó el cigarrillo en un cenicero repleto de


colillas que tenía a su derecha—. ¿Sabes que vamos a hacer contigo? —Paquito se
encogió de hombros; no temía el castigo que el comisario le pensaba imponer—.
Vamos a poner todos estos expedientes delante del juez, y los investigaremos... Por lo
pronto, con lo que has hecho, y lo que dices haber hecho, tenemos suficiente.

Suficiente para que Paquito, días más tarde, ingresase en el reformatorio, en


donde estaría recluido hasta cumplir la edad de dieciséis años, por aquel entonces,
mayoría penal, de forma que, de demostrarse su implicación en alguno de aquellos
delitos que el comisario tenía sobre su mesa, ingresaría en prisión. Así se lo explicó el
juez, ante la triste mirada de su madre y los llorosos ojos de Nuria. Paquito no
articuló palabra. En ningún momento delató a sus amigos. Se mantuvo firme, y acató
la sentencia. Sin más.
PARTE IV.
REFORMATORIO DE SOGRANDIO.
OTOÑO DE MIL NOVECIENTOS SETENTA Y OCHO.

Llevaba varios años ejerciendo como letrada. Creía en la reinserción de todos


aquellos jóvenes cuyos delitos había defendido. Esto era lo que la había llevado a
estudiar psicología, carrera en la que acababa de licenciarse; creía que, llegando a
comprender el porqué del comportamiento rebelde de aquellos chicos, podría
ayudarles mejor. Ella y tres compañeros más, conformaban un pequeño grupo de
trabajadores sociales que iban de reformatorio en reformatorio entrevistándose con
todos aquellos chicos que les era posible; trataban de establecer un nexo común a
todos ellos, de entender las causas que les habían llevado a delinquir. Y fue en una de
estas visitas cuando conoció a Paquito.

Cumplidos los dieciséis años, mayoría de edad penal, los directores del
reformatorio daban por finalizada su estancia; hacía las maletas y regresaba a su casa,
al barrio de Contrueces. Lo cierto era que poco o nada tenían que reprocharle del
tiempo que había pasado entre los muros de aquel reformatorio, pues Paquito había
seguido un comportamiento ejemplar, tratando de no meterse en líos y acatando las
normas; incluso había colaborado en los diversos talleres y actividades que le habían
propuesto. El chico no era tonto, y sabía que no estaría allí más tiempo que el
imprescindible y, después, le esperaría el comisario con todo aquel montón de
expedientes que le podían encerrar una buena temporada en la cárcel; había
entendido que comportándose correctamente disiparía dudas sobre su autoría en
aquellos delitos, y un buen informe de la dirección del reformatorio ayudaría a darles
carpetazo.

—Buenos días. Mi nombre es Ana Belén Fernández.

De pie tras una mesa, la mano tendida dispuesta a recibir un apretón, estaba una
mujer delgada, melena castaña recogida en una coleta, de unos treinta años, rostro
afable, guapa, vestida con una blusa abotonada hasta la mitad del cuello, y falda
entallada. Paquito la observó desde la puerta. Exhaló una bocanada de aire a modo
de resignación, y caminó hacia ella. Le dio la mano y se sentó en la silla que había
enfrente de la mesa tras la cual estaba la mujer. Hubo unos minutos de silencio. Ella
observaba unos papeles que tenía sobre la mesa; seguramente el expediente de
Paquito. A su lado, en un cenicero, un cigarrillo de tabaco rubio a medio consumir.
Paquito miró de reojo a su alrededor. Estaban los dos solos en aquel cuarto del
reformatorio. Entonces extendió la mano y se hizo con el cigarrillo. Ella levantó la
vista levemente, pero no le dijo nada; dejó que el chico fumase lo que quedaba de
cigarrillo.

—Es la primera calada desde hace mucho —dijo Paquito con cierta sorna.

No hubo respuesta. La mujer seguía absorta en aquellos papeles. Al fin, levantó la


vista y se dirigió a Paquito. El chico la miraba desconfiado; no era la primera
entrevista de aquel tipo que tenía en el reformatorio, y en todas ellas siempre habían
tratado de pillarle en un renuncio. Sin embargo aquella vez iba a ser diferente.

—Paquito, ¿verdad? —le dijo ella. Él asintió con la cabeza—Puedes llamarme


Anabel. Mira, soy orientadora social —Paquito se encogió de hombros; aquello le
sonaba a chino—. Bueno, en verdad soy abogada y psicóloga, pero últimamente
ejerzo además como orientadora social.

—¿Abogada? —Paquito se había quedado con lo que conocía—. Ya tuve juicio.


¿Voy a tener otro? —le preguntó con cierto aire de preocupación.

—No, no, no estoy aquí por eso —se apresuró ella a corregir—. Mira, estamos
haciendo un estudio de chicos como tú, y me gustaría hablar contigo. Que me
contases cosas...

—¿Un estudio? ¿Cosas? Venga ya, no me toque los... —dudó, sabía que allí dentro
tenía que moderar sus formas y su lenguaje—. Bueno, eso... Además, ¿qué quiere que
le cuente?.

—Lo primero, que no me trates de usted. Quiero que me veas como una amiga,
¿de acuerdo? —Anabel trataba de acercarse al chico. Creía que de este modo él se
abriría a ella y hablaría con más tranquilidad.

—Vale, pues mira, Anabel... —Paquito dudó unos segundos—. ¿Era así como te
llamabas, no? —ella asintió—. Bueno, pues mira, ¿qué quieres que te cuente?. Seguro
que lo tienes todo ahí, en esos papeles...

—Bueno, aquí solo tengo quiénes son tus padres, tus hermanos, donde vives, a
qué se dedican, y por qué te han recluido aquí durante todo este tiempo... —le
explicó ella, siempre en un tono amable.

—Joder —exclamó Paquito—. Pues no hay más que contar...

—Algo más habrá, ¿no?.


—¿Cómo qué?. ¿Qué quieres saber? —Paquito frunció el ceño; por unos segundos
desconfió de aquella amable mujer—. ¿No serás una "madero", eh?. Porque ya le dije
al comisario que yo no sé nada de esos "marrones" que me quiere enjaretar...

—No, no, tranquilo... A mí tus delitos no me importan. Eso es cosa de la policía.

—Entonces, ¿qué coño quieres que te cuente?.

—Pues, por ejemplo, qué sueñas por la noche... Porque, algo soñarás, ¿no?.

—Coño, claro, como todo el mundo —exclamó Paquito entre risas. Recapacitó
unos segundos—. No sé, pues que ando por ahí con mis colegas... Vamos de juerga,
nos fumarnos unos canutos, nos tomamos unas "birras", nos ligamos a unas
chavalas... Cosas de esas, no sé.

—¿Tienes ganas de volver a verlos, verdad?.

—Sí, claro. Son dos tíos legales —Paquito sonrío; acordarse de sus amigos le
reportaba un cierto estado de felicidad—. Tengo ganas de hacerme unos futbolines
con "el Piños".

—¿Y tu familia?. ¿Tienes ganas de ver a tu familia?.

—Bueno... —la expresión de la cara de Paquito cambió por completo—. Pues no


sé. Mi vieja andaba un poco preocupaba con el Juancho —recapacita unos segundos,
como si tratase de medir sus palabras—. Andaba metido en malos rollos...

—¿Cómo los tuyos?.

—No, joder —Paquito se defendía—. Yo solo me fumo algún que otro canuto,
nada más. Y, total, por un par de tirones que dimos a unas viejas...

—A mí no me tienes que justificar nada, Paquito —Anabel se había apresurado a


responderle; el chico empezaba a ponerse a la defensiva y eso no era bueno para sus
pretensiones—. Déjalo estar. ¿Qué me dices de tu padre?. ¿Te acuerdas de él?.

—¿Del viejo?. No. Me importaba una mierda... —Paquito se frena; cree haber
metido la pata—. Joder, no tengo ganas de hablar de ellos, ¿vale?.

—Vale —le respondió Anabel, que no hacía otra cosa que escucharle atentamente,
sin anotar nada, limitándose únicamente a observarle—. Dime, ¿qué te gusta?.

—¿Qué me gusta de qué? —no entendía la pregunta.

—Así, en general, ¿qué te gusta?.

—Ah, bueno —piensa unos segundos—. Pues estar con mis amigos, jugar al
futbolín, las chicas guapas como tú...
—Oh, vaya, gracias —aquello sorprendió a Anabel; nunca ninguno de aquellos
chicos se había dirigido a ella de aquella forma, tan directa y natural—. Pero dime,
¿en qué te gustaría trabajar?. Aquí has estado haciendo cosas, ¿verdad?.

—¿Trabajar?. Pues no sé —Paquito se reclina en la silla; se sentía cómodo con


aquella conversación—. Mucho no me apetece... Es un rollo eso de tener que
madrugar, ir al mismo sitio todos los días... No sé... A mí me gusta andar por ahí...

—¿Y no te aburres "por ahí"?.

—Bueno, a veces sí...

—¿Y qué haces cuando te aburres?.

—Pues me busco un poco de diversión... No sé, un poco de riesgo... ¡Qué se yo!.


Romper la rutina. Cosas...

—Cosas, ¿eh? —Anabel recapacita durante unos segundos Entonces decide


retomar el tema de la familia—. ¿En qué trabajaba tu padre?.

—En una obra —respondió Paquito rápidamente.

—¿No te gustaría ser albañil?. No sé, hacer cosas, levantar paredes...

—Pues vaya mierda... No quiero acabar como mi viejo...

Una hora más duró aquella conversación. Anabel, poco a poco, fue sonsacándole
a Paquito la información que quería. Al final, se despidieron como si nunca más se
fuesen a encontrar. Sin embargo, sin ellos ser conscientes, aquella tarde de mil
novecientos setenta y ocho, en aquel cuarto del reformatorio de Sograndio, se había
empezado a forjar una relación un tanto especial; las circunstancias iban a hacer que
se volviesen a encontrar tiempo más tarde.

Anabel salió del cuarto. Paquito se disponía a levantarse de la silla cuando un


policía le retuvo; aún faltaba una última entrevista. El chico frunció el ceño; aquello
no le gustaba. Entonces trató de repasar mentalmente toda la conversación que
acababa de tener con la psicóloga; temía haberse delatado.

—¿Qué tal, Paquito?.

El comisario entraba en el cuarto y se sentaba detrás de mesa, frente a Paquito.


Calada a su cigarrillo. Miró fijamente al chico, buscando intimidarle; para entonces,
él ya estaba a la defensiva, tratando de adelantarse a las comprometedoras preguntas
del comisario.

—Cuanto tiempo, ¿verdad? —Paquito no respondió, tan solo se encogió de


hombros—. Bueno, parece ser que se acabó tu estancia aquí. ¿Te han tratado bien? —
silencio—. Guapa la psicóloga, ¿eh?. Un tiempo perdido. Está empeñada en que te
vas a reinsertar en la sociedad. Vamos, que te vas a portar bien. ¿Es eso verdad? —
Paquito, tímidamente, asiente con la cabeza—. Entonces, dime, ¿a qué te vas a
dedicar ahora?.

—A trabajar —conciso y directo.

—¿De veras?. ¿Y en qué tienes pensado trabajar?.

—En lo que salga.

—Seguro... —el comisario ponía en tela de juicio las afirmaciones de Paquito, aún
cuando este se mostraba muy seguro de sí mismo—. Pues vas a tener mucho tiempo
para buscar trabajo. Te alegrará saber que el juez no ha dictado prisión. No encuentra
pruebas que te relacionen claramente con ese montón de expedientes que tú y yo
conocemos.

—Será porque no tengo nada que ver —se atrevió a responder Paquito.

—Será mejor que no me toques los cojones, chaval —le amenazó el comisario—.
Aquí nos conocemos todos. Espero que te portes bien, porque vas a tener a mi gente
vigilándote No me fio de ti.

—Pues vale. No me importa —Paquito hizo una pausa—. Voy a portarme bien.

Fuera le esperaba Nuria. La acompañaba un joven poco más alto que ella,
moreno, cara rechoncha y cuerpo vulgar. Su hermana llevaba unos meses con él, y en
aquel tiempo ya habían hecho planes de boda, pues él tenía trabajo fijo en un taller de
Tremañes, y ya había dado la entrada para un piso en Pumarín. Lo cierto era que
Nuria no veía la hora de abandonar aquella casa en la que los problemas no hacían
más que florecer, y había encontrado en aquel joven, que reunía los requisitos de
formal y con trabajo, una vía de escape. De esto Paquito se fue enterando poco a
poco, pues aquel día se limitó a sentarse en el asiento trasero del 850 del joven, y a no
articular más palabras que las estrictamente necesarias.

Lo cierto era que en aquellos momentos lo que más le apetecía a Paquito era irse
hasta la sala del Chema y echar un futbolín con sus colegas. Sin embargo, la primera
parada era obligada: el piso de la barriada obrera. Allí esperaban Rosa y el pequeño
Diego, que había dado un estirón. Su madre, los ojos encharcados en lágrimas, lo
abrazó nada más entrar por la puerta, y le besó con fuerza; hacía años que Paquito no
recibía de ella un acto de cariño como aquel, así que, no supo cómo responder,
limitándose a apartarse tan pronto como le fue posible. Poco tardó en comprender
que lo que ocurría era que su madre estaba al borde de la depresión; los
acontecimientos durante el tiempo que Paquito había estado en el reformatorio la
habían llevado a abusar de los antidepresivos, y vivía en un completo desorden
psicológico.

—¿Dónde anda Juancho? —preguntó Paquito, una vez instalado.

—Por ahí —le respondió Nuria tras un sepulcral silencio de las dos mujeres—.
Anda, Paquito, ve a tu habitación y cámbiate de ropa, que vamos a cenar.

A la mesa se sentó también el novio de Nuria. Aquel joven la apoyaba en todo, y


siempre estaba dispuesto a arrimar el hombro cuando se le pedía. Ella nunca le había
ocultado ni mentido sobre nada, y él estaba al corriente de lo que ocurría en aquella
familia. Sabía qué había pasado con el padre, qué le ocurría a la madre, quien era
Paquito y porqué había estado en el reformatorio, y conocía de primera mano el
problema de Juancho. A Nuria le gustaba tenerlo a su lado, pues se sentía protegida
y, de alguna forma, consolada. Por eso era que siempre que podía compartía mantel
con ellos. Con todo, era sumamente prudente, tanto, que en ningún momento hacia
más comentarios que los justos. Y así había hecho con Paquito, al que apenas se había
dirigido, pues de aquella forma trataba de mostrarle su respeto; aún menos le había
tratado de aconsejar, pues entendía que no era su cometido y que solo serviría para
que el chico le cogiese antipatía.

Transcurría la cena en silencio cuando un fuerte portazo rompió la tranquilidad.


Juancho acababa de llegar a casa. No pasó por la cocina; fue directamente a su cuarto
donde, con otro fuerte golpe, cerró la puerta. Rosa apenas levantó la vista del plato;
tenía miedo de su propio hijo. Nuria miró de reojo a su novio; no articularon palabra
alguna; él tan solo se limitó a acariciarle la espalda a modo de consuelo. Entonces
Paquito, dejó a un lado los cubiertos, se levantó de la silla, y con paso firme fue hacia
la habitación de su hermano.

—Juancho...

—¡Coño! El Paquito...

Juancho estaba tumbado sobre la cama. Tenía la cara demacrada y físicamente


estaba muy desmejorado. Aquel desgraciado estaba completamente enganchado a la
heroína, y a aquellas alturas ya tenía los brazos llenos de moratones. Día sí día
también discutía con su madre por dinero, o porque ella quería apartarlo de aquella
lacra. No quedaba en casa objeto de valor, pues él se había encargado de venderlos
para metérselos por la vena. Nadie le había explicado aquello a Paquito, pero los ojos
de su hermana y su madre se lo habían dejado claro.

—¿Ya te han soltado? —le espetó Juancho con cierta sorna.

—¿Qué haces, Juancho? —le dijo Paquito.


—Y a ti que te importa, subnormal —Juancho no estaba para moralinas, y aún
menos del delincuente de su hermano.

—¿En qué mierda andas metido?.

Su hermano se levantó de la cama y se fue hacia él, puño en alto, amenazante pero
sin llegar a pegarle. Paquito se mantuvo firme, la mirada clavada en el otro. Hubo
unos segundos de tensión. Al final, Juancho bajó el puño.

—¡Lárgate de aquí! —le gritó.

—Yo vivo aquí —le replicó Paquito.

—A que te reviento la cara...

—Inténtalo y te rajo.

Juancho volvía a arremeter contra su hermano. Esta vez parecía que iba en serio.
Sin embargo, se detuvo. Paquito había ingresado en el reformatorio dejando tras de
sí una fama que él conocía bien; sabía cómo se las gastaba su hermano, así que, se
acobardó y volvió a tumbarse sobre la cama. Paquito lo observó desde la puerta, hizo
un gesto de desaprobación y salió del cuarto. Por aquel entonces se creía por encima
de aquello; pensaba que era superior a Juancho, y que sus escarceos con la droga no
eran más que eso, escarceos que nunca irían a mayores, pues él controlaba, no como
Juancho.

Allí estaban, frente al futbolín, dándole un repaso a un par de tortolitos que


habían pedido partida. Paquito, sonriente, los observó desde la puerta durante un
buen rato sin que ellos se percatasen de su presencia. Esperó hasta que terminaron la
partida; entonces, se acercó hasta la mesa, puso una moneda sobre el futbolín y dijo
aquello de "hay partida".

—¡Paquito! —exclamó de júbilo "el Piños".

—¡Hostias, tío! ¿Qué tal? —fue el saludo de "el Culebra".

Los tres chicos se abrazaron. Serían las once de la mañana, y apenas había gente
en la sala. Entonces, Paquito levantó la vista y vio al Chema; estaba tras el mostrador.
El regordete dueño del "Pinbol" le lanzó una mirada inquisidora: desconfiaba de
Paquito, pues conocía bien los motivos por los cuales aquel muchacho llevaba tanto
tiempo sin aparecer por allí. Paquito creyó oportuno disipar dudas.

—Jefe, ¿qué tal? —le dijo al Chema—. Aquí estamos otra vez...

—Bien me parece —le respondió el regordete cincuentón—. Será para portarte


bien, ¿no?.
—Descuide, jefe —le contestó Paquito con un guiño cómplice.

Había que ponerse al día, así que, salieron fuera, al banco de siempre. "El Piños"
corrió al bar. Al poco, volvió con tres Coca—colas y un paquete de pipas; había que
celebrar el regreso de Paquito. Acomodados en el banco, empezaban las
explicaciones.

—¿Cuándo te soltaron? —le preguntó el "Piños".

—Ayer por la tarde —le respondió Paquito—. Y, bueno, ¿cómo os ha ido sin mí?.

—Nos hemos apañado —le dijo el "Culebra" mientras cascaba unas pipas y
tomaba un sorbo del refresco—. Pero te hemos echado de menos.

—¿A qué os dedicáis?.

—Nada, a andar por ahí... —ahora era "el Piños" el que hablaba—. Y tú, ¿qué vas a
hacer?.

—No sé. Pues igual buscarme un "curro" —respondió Paquito.

—Pues está la cosa jodida, tío —le dijo "el Culebra".

—¿No andas con la chatarra? —le preguntó Paquito.

—No, paso. A mí eso no me va —le respondió el joven gitano—. Lo jodido del


tema es que tampoco te creas que me queda nada más.

—¿Y eso? —se interesó Paquito.

—Bah, la gente que se piensa que porque soy gitano voy a dedicarme a darles el
"palo"...

—¿Y qué quieres hacer? —le preguntó Paquito.

—No sé tío, por ahora nada. Ando rucándome la cabeza a ver si se me ocurre
algo, pero nada —le respondió "el Culebra".

—¿Y donde sacáis las "pelas"?.

—Coño, Paquito, ya es raro que tú lo preguntes —le respondió "el Piños"—. De


algún "palo" que otro. Poca cosa, eh, que desde que no estás tú no hemos hecho nada
grande.

—Ya... Nos dedicamos a las viejos, ¿sabes? —le empezó a explicar "el Culebra"—.
Lo de atracar a los viejos cuando salen del banco de cobrar la pensión no está mal. Lo
malo es que la "pasma" ya anda con la mosca detrás de la oreja y casi nos pillan.
—¿Y qué hay de la gente del parque? —les preguntó Paquito.

—"El Porro" y "el Pupas" andan por ahí —"el Piños" le ponía al día—. Ahora se
unió el Guille, el pequeño de los Álvarez. Andan de un lado para otro, sin rumbo,
como nosotros. Les falta "el Mamen", que sigue en el "talego", y el Manolo pasa mazo
de ellos.

—¿En qué anda el Manolo? —Paquito se interesaba por saber de la gente.

—En lo de siempre, creo —le respondió "el Piños"——Últimamente hay mucho


"caballo" por el barrio, y mucha gente pillada. Debe andar él detrás de ello. Pero
bueno, ya sabes, es lo que se dice.

—¿Y la "pasma"?.

—Todos los días pasan dos o tres veces por el "parque" y se recorren el barrio
—"el Piños" se tomó una pausa para beber un largo trago de Coca—cola—. La cosa
anda revuelta últimamente.

—Y vosotros, ¿de qué vais?.

—Lo de siempre, tío, algún canuto que otro —le respondió "el Culebra".

—Oye, Paquito, ¿lo de buscarte "curro" va en serio? —le preguntó "el Piños".
Paquito asintió con la cabeza—. Entonces, ¿no te vienes con nosotros mañana?.
Tenemos pensado algo.

—No, paso —le respondió un dubitativo Paquito—. No quiero meterme en líos.


Tengo al comisario bastante mosqueado con ciertos temas...

—Ya...

Paquito termina su Coca—cola de un sorbo y se pone en pie de un salto. Busca en


sus apretados pantalones vaqueros y saca una arrugada cajetilla de tabaco. Tan solo
le quedaba un cigarrillo, pero era infumable.

—¿Tenéis un pitillo por ahí? —les preguntó.

—No. Andamos flojos de tabaco —le respondió "el Culebra".

—Voy a ver si el Chema me vende uno... ¿Me dejáis algo de pasta?. Estoy canino.

"El Piños" no lo dudó un segundo. Se puso en pie, sacó unas monedas del bolsillo
de su pantalón y se las dio a Paquito, que le devolvió un gesto de agradecimiento. El
chico entraría en la sala de juegos para, al poco, regresar fumando un cigarrillo.

—¿Sabéis algo de Marta y Silvia? —les preguntó cuando llegó a su lado.


—Poco —le respondió "el Piños"—. Marta sigue con el novio ese del instituto, y
Silvia por ahí debe de andar. Pero hace mucho que no las vemos.

—Hola.

Paquito se volvió para ver quién les acababa de saludar. Era Lola, la hermana del
Manolo. "El Piños" saltó del banco y fue a su encuentro; los dos chicos se dieron un
largo beso en la boca.

—Paquito, ya conoces a Lola, ¿no? —Paquito asintió con la cabeza—. Llevamos


unos meses saliendo. En plan serio, eh.

—Me alegro —era una forma de cumplir.

—Bueno, nosotros nos vamos, ¿vale? —les anunció "el Piños".

Paquito miró a "el Culebra"; el joven gitano seguía sentado en el banco, comiendo
pipas y bebiendo sorbos de Coca—cola. "El Piños" se despidió, y se alejó del lugar
cogido de la mano de Lola. Hubo unos minutos de silencio; entonces, Paquito se
decidió a hablar.

—No me gusta nada que "el Piños" ande con esa.

—Ya, ni a mí —le respondió "el Culebra" sin dejar de cascar pipas—. Ya se lo dije,
pero no hace caso. Está muy "pillao".

—No sé, no me gusta. El Manolo no se anda con pijotadas.

—Ya... —se resignaba "el Culebra"—. Oye, tío, ¿te vienes conmigo hasta los
Pericones?. Tengo que ir a ver a un primo mío que vive en el poblado de la Santina.

—Bueno, vale, no tengo nada que hacer.

Aún por aquellos años perduraba alguno de los núcleos de chabolas construidas
con latas y cartón, que en su día rodeaban la ciudad de Gijón. Ejemplo de ellos era el
poblado chabolista de la Santina, en la parte baja de lo que años más tarde sería el
parque de los Pericones, detrás de un conglomerado de edificaciones. La labor
pionera de la asociación "Gijón, una Ciudad para Todos", conjuntamente con los
esfuerzos de la Fundación Municipal de Servicios Sociales del Ayuntamiento,
servirían para erradicar definitivamente todos estos poblados de chabolas. Sería en el
año mil novecientos setenta y nueve cuando se aprobaría el "Plan de Erradicación del
Chabolismo", que supondría un punto de inflexión en la desaparición de todos
aquellos poblados chabolistas.

Paquito y el "Culebra" cruzaron los prados que había entre los últimos edificios
del barrio de Contrueces, en la raya con el Llano Alto, y el cementerio de Ceares, en
dirección a los Pericones. Al llegar al poblado chabolista, se encontraron con un niño,
de unos cuatro años, que, tan solo vestido con unos descosidos pantalones y unos
desaliñados zapatos, jugaba con un mugriento y huesudo perro repleto de moscas,
regocijándose entre la humedad del terreno. Unos metros más arriba, un burro negro
obstruía el paso ocupando todo el camino. "El Culebra", acostumbrado a tratar con
aquellos animales, le arreo una fuerte palmada para que se apartase. Paquito se
limitaba a observar; no estaba acostumbrado a moverse por los barrizales de aquellos
poblados chabolistas. Se cruzaron con dos o tres gitanos, a los que "el Culebra"
saludó con naturalidad; parecía conocerlos. Unos metros después, llegaban a la
chabola donde vivía el primo del joven gitano.

—¿Qué hay, primo? —le saludó "el Culebra" y entró en la chabola.

Paquito prefirió esperar fuera. Actuaba prudentemente, pues no quería líos con
los habitantes de aquel lugar. Era sabido que ni tan siquiera la Guardia Civil se
atrevía a merodear por allí, y, cuando habían tenido que intervenir por algún
altercado entre familias gitanas, se formaba un despliegue tal como si fuesen a asaltar
una ciudad entera.

Llevaba allí unos minutos cuando creyó ver al Manolo a unos metros de él,
hablando con unos gitanos a la puerta de una de las chabolas. Paquito los observó. El
mayor de los Álvarez iba acompañado del Francis y el Charly. Paquito, por miedo a
que le descubriesen, simuló mirar hacia otro lado; fue entonces cuando vio a Juancho
que, un poco más abajo, intercambiaba algo con un tipo regordete. Había varios sitios
donde poder conseguir "caballo", y uno era aquel poblado de chabolas; lo que ocurría
era que la mierda que allí vendían estaba aún más adulterada de lo normal; sería
porque el Manolo les proveía, y ellos, para hacer más rentable el negocio, la
adulteraban aún más.

—¡Coño, Paquito! ¿Qué haces por aquí? —el Manolo le había sorprendido
mientras observaba a su hermano Juancho.

—Aquí, con un colega —le respondió Paquito indicando con la cabeza hacia la
chabola del primo de "el Culebra".

—Creía que estabas en el reformatorio... —le dijo el mayor de los Álvarez—.


¿Cuándo te han soltado?.

—Ayer...

—Eso está bien, Paquito —Manolo le daba un amistoso golpe a la altura del
hombro—. Pues ya sabes donde tienes un amigo, ¿eh?. Tengo alguna cosa que te
puede interesar...

—No, paso —Paquito se mostró firme.


—Ya... Bueno, ya hablaremos, ¿vale? —el Manolo se despedía—. Además, "el
Boss" sigue interesado en conocerte. Supongo que andarás por donde siempre,
¿verdad? —Paquito asintió con la cabeza—. Pues ya pasaré a recogerte y nos
acercamos a verle, ¿vale?.

Paquito se encogió de hombros, como si aceptase la propuesta del Manolo. No


hubo más palabras. El Manolo y los suyos se alejaron de allí caminando, en dirección
al cementerio de Ceares. Poco después, "el Culebra" regresaba; con un amistoso golpe
en la espalda, le indicaba que se iban.

Ocultos detrás de una de las paredes medio derruidas de ladrillo, que cercaban
uno de los descampados de El Llano, en la raya con Contrueces, acabaron la mañana
fumándose uno de los canutos que les había suministrado el primo de "el Culebra".
14

Aquella tarde "el Piños" estaba ocupado con Lola, y a "el Culebra", su padre le
había obligado a acompañarle a buscar chatarra. Así que, solo, sin nada que hacer,
decidió ir al encuentro de Marta. La última vez que había estado con ella había sido
en la fiesta de Nochevieja en "El Jardín", y albergaba la esperanza de que la chica,
después de lo ocurrido en aquel reservado, quisiese volver con él. Como ninguno de
sus colegas habían sabido decirle por donde paraba la joven de enormes pechos, solo
le quedaba sentarse en la acera, enfrente del "Golosinas", y esperar a que ella
apareciese por allí.

Llevaba fumados cuatro cigarrillos, cuando apareció la chica. Paquito se puso en


pie, dispuesto a cruzar la calle e ir a su encuentro. Marta entró en el quiosco de sus
padres. Paquito volvió a sentarse, pues sabía que no iba a ser bienvenido en aquel
local. Al poco, Marta volvió a salir a la calle. Paquito aguardó unos instantes, a la
espera de ver lo que hacia la chica. Entonces, ella, miró a un lado y a otro de la calle,
y cruzó en dirección a la esquina donde estaba la Caja de Ahorros. Paquito fue a su
encuentro.

—Marta...

—Paquito... —la chica parecía sorprendida—. ¿Qué haces aquí?.

—Vine a verte —se sinceró el muchacho.

—Ah, vale... Pero, ¿no estabas internado? —en la expresión de la joven se podía
apreciar cierto recelo hacia él.

—Ya me han soltado...

—Ah, bueno... Pues vale —aquello parecía importarle más bien poco.

—Oye, te invito a tomar algo... ¿Te vienes al "Peralta"?.

Marta no tuvo tiempo de responder. Su novio, el del instituto, ese con el que había
reñido aquel día de Nochevieja, el tal Víctor, pantalones y jersey de niño pijo,
acababa de llegar montado en su Vespino GL. Las miradas de los dos chicos se
cruzaron. Paquito notó que la expresión de los ojos de aquel chico había cambiado
durante aquel tiempo; tenía un punto más macarra que le hacía un poco más
respetable. Marta se subió a la motocicleta, y se agarró con fuerza al joven.

—Adiós, Paquito.

Aquella despedida, concisa y clara, lo decía todo: Marta no quería saber nada de
él. Se quedó allí de pie, durante unos minutos, observando cómo la pareja se alejaba
en aquella motocicleta. Pensó que no le quedaba otra que resignarse; después de
todo, lo único que le atraía de aquella chica eran sus enormes tetas.

El pequeño Diego estaba sentado frente al televisor. Al grito de "¿cómo están


ustedes?", los payasos de la tele daban comienzo a su espectáculo. Paquito, de pie en
la puerta del salón, observó durante unos instantes cómo su hermano pequeño
disfrutaba con las canciones y peripecias de Gaby, Miliki, Fofito y Milikito. En el otro
sofá, frente al pequeño, estaba Nuria. Su hermana leía una revista del corazón; el
mundo de los famosos, tan alejado del suyo, le servía como vía de escape, y el poco
tiempo que tenía de descanso lo dedicaba a ojear aquellas revistas. Juancho hacía un
par de días que no aparecía por casa, y Rosa, la madre, cada vez más sumida en la
depresión, seguía metida en la cama; era su forma de evasión.

No había nada que hacer en casa, así que, Paquito decidió bajar a la calle. Sin
embargo, allí solo le quedaba matar el aburrimiento paseando o comiendo pipas.
Paquito, fiel a su promesa, se había mantenido alejado del "parque" y del Manolo
durante todos aquellos días, e incluso había rechazado ir con sus amigos a dar
pequeños golpes, lo que le había llevado a distanciarse un poco de ellos. Solo, sin
dinero, sin ver futuro alguno, pues no sabía cómo afrontar el día a día para llegar a
algo —o lo que era aún peor, no tenía ni la más remota idea de a qué "algo" tenía que
llegar—, decidió ir hasta aquel de El Llano al que se había prometido a sí mismo que
no volvería..

Empujó la puerta del portal, como siempre, sin cerradura y subió las escaleras.
Dudó unos instantes, e incluso estuvo a punto de dar la vuelta, pero al final golpeó la
puerta con sus nudillos, y pulsó insistentemente el timbre. Nadie le abrió. La Sara no
debía estar en casa. Se sentó en uno de los escalones y esperó. Esperó casi dos horas
hasta que llegó la puta; venía del brazo de un hombre. Paquito se puso en pie.
Reconoció a aquel tipo: era el que había pegado a la Sara donde el "Peralta", aquel al
que Paquito quería ajustar las cuentas. Sin embargo, aquel día, la puta parecía feliz a
su lado.

—Paquito, ¿qué haces aquí? —exclamó la Sara.

—He venido a verte...


—¿Quién coño es este? —preguntó el tipo a la Sara.

—Por favor, vete dentro de casa y espérame —la Sara intentaba convencer a su
acompañante para que entrase en el piso y la dejase a solas con Paquito—. Enseguida
iré yo.

—Bueno, vale, pero no tardes —se resignó el otro y, tras arrearle una fuerte
palmada en el culo, entró en el piso cerrando tras de sí la puerta.

—¿Qué quieres, Paquito?.

—¿Qué haces con ese?. Ese tío te pega —le dijo Paquito sin ocultar su indignación.

—Oye, Paquito, eso es cosa mía, ¿vale?. Estate tranquilo—la Sara se dirigía al
chico cariñosamente—. Dime, ¿qué quieres?.

—Venía verte...

—Pues tendrá que ser otro día. Hoy no puedo...

—¿Otro día?. ¿Cuándo? —aquello no parecía convencer del todo a Paquito.

—No lo sé Paquito, no lo sé —la Sara le acarició la mejilla. Trataba de convencerle


con gestos cariñosos—. Mira, últimamente mi vida está bastante llena de problemas.
No quiero tener más, ¿vale?. Ahora vete, y te prometo que otro día estaré contigo,
¿de acuerdo?.

Paquito se encogió de hombros a modo de aceptación. La Sara sonrió y le dio un


cariñoso beso en la frente. Se miraron. Los ojos de la Sara no eran como él los
recordaba; no tenían aquel fuego pasional, sino que más bien rezumaban tristeza. La
puta entró en el piso. Paquito esperó unos minutos, intentando escuchar a través de
la puerta. Tan solo se oían las risas de aquel hombre; debía estar disfrutando del
cuerpo de la puta. Resignado, bajó las escaleras y salió a la calle.

En unos meses su mundo había dado un giro trascendental. Todos los que
entonces habían estado a su lado parecían ahora darle la espalda. Se sentía solo y sin
sitio donde ir. Fue entonces, cuando pasaba por delante de un par de niños, que se
entretenían en reventar a pedradas una jeringa perdida en una esquina de la calle,
cuando vio a Silvia. La guapa amiga de Marta caminaba sola en dirección a la
avenida del Schultz. Paquito fue a su encuentro.

—¿Qué tal? —fue el saludo de Paquito.

—Bien. ¿Y tú? —sorprendida al principio, Silvia recibió la inesperada aparición de


Paquito serena; parecía tratar de mantener la distancia. Paquito se encogió de
hombros —. Voy al centro, a un recado —le dijo tras unos instantes de silencio.
—Te acompaño...

Silvia hizo un gesto de indiferencia; al fin y al cabo, la calle era de todos, y porque
aquel chico caminase a su lado no iba a pasar nada. Enfilaron acera abajo, hasta
entrar en la avenida del Schultz, por aquel entonces sin mucho tráfico, y cruzaron la
calle una vez hubo pasado el urbano doce que unía Contrueces con el Cerillero.
Durante aquel tiempo no articularon palabra. Paquito porque no sabía muy bien qué
decir, y Silvia porque prefería guardar las distancias con un chico de trayectoria
conflictiva.

—Vi a Marta... —dijo al fin Paquito—. Sigue con su novio...

—Sí, con Víctor —le corroboró Silvia—. Hace mucho que no sé de ella.

—¿Y eso...? —se interesó Paquito—. ¿No salís juntas?

—No, ya no... Anda muy pillada con ese... —Silvia recapacitó unos instantes,
como si considerara decirle o no lo siguiente. Al final, decidió hablar—. Van por ahí a
fumar porros.

—Vaya... —exclamó Paquito casi en un susurro. Aquello, viniendo de la chica de


enormes tetas, le sorprendía—. ¿Y cómo le ha dado por ahí?.

—No sé, por lo visto fue cosa de Víctor —le continuó explicando la chica—. Está
de moda entre los pijos fumar porros... Además, a ti qué más de te da. ¿Qué andas
detrás de ella?.

—No, a mí me gusta otra —se apresuró a decir Paquito.

Silvia se volvió hacia él. Aquellas palabras iban claramente dirigidas a ella, y
Paquito, con su entonación y gestos, se había encargado de que no quedase lugar a
dudas. Silvia se sintió alagada y esbozó una tímida sonrisa; después de todo, aquel
chico le gustaba. Paquito le regaló un guiño de ojo, de esos picaros que tan bien sabía
hacer. Se miraron. Hubo unos instantes de silencio. Entonces, él la tomó suavemente
de la mano, y siguieron caminando calle abajo. A partir de aquel momento su
conversación se plagó de banalidades y sonrisas tontas; Silvia despertaba en él un
sentimiento extraño que nunca antes había experimentado, ni tan siquiera con Marta.
Al final, aquella tarde que había empezado con la desolación de verse solo, acababa
en un banco del parque de Europa, en el centro de la ciudad, frente al ambulatorio,
fundido con aquella chica en un beso que le supo a gloria.

En el entronque de la carretera Carbonera con la del Obispo se encontraban los


restos de la que había sido la fábrica de Orueta, fundada a finales del siglo XIX por el
geólogo Domingo de Orueta, y en la que en sus años de esplendor se habían llegado
a fabricar vagones para trenes. Poco quedaba de aquella factoría, cuya importancia
había hecho que la línea del tranvía terminara frente a ella, y, por aquel entonces, a la
espera de que ocho años más tarde se construyese el parque que hoy ocupa la zona,
constituía un solar rodeado por un muro medio derruido, en el que se albergaban los
restos del edificio que había sido la fábrica, y dentro del cual abundaban las
jeringuillas usadas.

Fue aquel día de diciembre de mil novecientos setenta y ocho, en el que sus
vecinos acudían a las urnas para votar el referéndum que aprobaría la Constitución,
cuando, hacia las doce del mediodía, dos policías picaron a la puerta de aquel piso de
la barriada obrera de Contrueces. Sería el jarro de agua fría que acabaría por derrotar
a Rosa, la madre. Habían encontrado a Juancho muerto a navajazos en el solar de la
fábrica de Orueta; todo apuntaba a un ajuste de cuentas con la heroína de fondo.
Rosa recibió la noticia sentada en uno de los sofás del salón. Rompió a llorar
consolada por una Nuria tan necesitada de consuelo como ella. Paquito miró al novio
de su hermana, aquel día de votaciones en casa con ellos. Seguramente estaría
afligido contemplando el dolor que aquella familia se veía obligada a soportar, pero
parecía mantenerse firme, como dispuesto a permanecer allí y apoyarles en todo
aquello que les ocurriese. Quizás por esto a Paquito le caía bien aquel joven, a pesar
de que no había cruzado con él más que dos o tres palabras y obligados saludos. Los
policías, que en todo momento habían cuidado las formas y las palabras,
manteniéndose a la altura de lo que las circunstancias requerían, les explicaron todo
el procedimiento a seguir hasta poder enterrar a Juancho al día siguiente.

Rosa fue incapaz de acudir al funeral; le faltaban las fuerzas necesarias para
enfrentarse al féretro de su hijo. Tan solo Paquito, con Nuria y su novio, ocupaban
aquel primer banco de la iglesia de la Sagrada Familia de Contrueces, por aquel
entonces ubicada en unos bajos de uno de los edificios de Uninsa, en la carretera del
Obispo. Unas filas por detrás, estaba Silvia con sus padres y, cerca de ella, "el Piños"
y "el Culebra". A la ceremonia asistieron algunos vecinos más que cuando había
fallecido su padre; quizás porque el dolor por la pérdida de un hijo era algo que
afligía más el corazón de la gente y les hacía sentirse, de algún modo, más partícipes,
y, por tanto, obligados a compartirlo. Igual que había ocurrido con su padre, fue una
ceremonia sencilla que finalizó en el cementerio de Ceares. Introducido el féretro en
el nicho, y sellado éste, una vez recogidas las condolencias de aquellos que les habían
acompañado hasta el lugar, Paquito y su hermana emprendieron el regreso a casa; el
novio de ella les esperaba en la entrada del cementerio en su SEAT 850.

Pero Paquito no les acompañó hasta el piso de la barriada obrera, sino que fue al
encuentro de "el Porro" y "el Pupas"; se había prometido a sí mismo que vengaría la
muerte de su hermano; era una cuestión de orgullo. Cuando llegó al "parque" los
encontró donde siempre, junto a las viejas escuelas, donde perdían el tiempo
discutiendo sobre banalidades y fumando porros. Tal y como le habían dicho sus
colegas, les acompañaba el Guille, el pequeño de los Álvarez. Paquito fue hacia ellos
con paso firme y decidido; intuía que algo podían saber sobre lo que le había
ocurrido a su hermano.
—¡Coño, el Paquito! —exclamó "el Porro"—. ¿Qué te trae por aquí?.

—Sabéis de donde vengo, ¿verdad? —Paquito era directo, no tenía motivo para
no serlo. Los otros callaron, fingiendo no saber de qué les hablaba aquel chico—.
Vengo de enterrar a mi hermano Juancho.

—Ya... Y a nosotros, ¿qué? —le respondió el "Porro" en un tono un tanto chulesco.

—Oye, "Porro", no me toques los "güevos" que la tenemos, eh... —avisó Paquito,
que no tenía el cuerpo para bromas.

—Eh, subnormal, no te me pongas gallito...

"El Porro" estaba crecido; de un tiempo a aquella parte, a falta de "el Mamen", se
sentía el cabecilla del grupo, y tenía los humos un poco subidos; algo de esto le había
comentado "el Culebra". "El Pupas", sin embargo, mantenía la distancia y, junto con
el Guille, se mantenía en silencio; conocía bien a Paquito, y sabía cómo se las gastaba.
"El Porro" se levantó del bordillo de hormigón sobre el que se sentaban, y se fue hacia
Paquito.

—A ver, ¿qué coño quieres? —le dijo mientras caminaba hacia él.

—Quiero saber quién mató a mi hermano —le respondió Paquito.

—Y yo que sé, gilipollas —le espetó "el Porro"—. Tu hermano era un "yonqui" de
mierda.

Paquito agarró a "el Porro" por la cazadora y, rápidamente, sacó la navaja del
bolsillo trasero de su pantalón vaquero, poniéndole la punta a la altura de las narices.
"El Porro" se quedó petrificado. Paquito había sido más rápido que él. El Guille se
levantó del suelo y sacó su navaja, dispuesto a salir en ayuda de su amigo, pero "el
Pupas" lo detuvo; éste entendía que aquello era cosa de "el Porro", pues él solo se
había buscado el lío.

—Vuelve a decir eso y te rajo, subnormal —le amenazó Paquito.

—Coño, tío, tu hermano estaba muy "colgado". Seguro que le debía "guita" a
alguien —"el Porro" parecía disculparse. La mirada amenazadora de Paquito era
capaz de cortar el hielo.

—¿Qué pasa aquí?.

El Manolo acababa de llegar; le acompañaban los suyos. Paquito, al verle, liberó a


"el Porro" y guardó la navaja. El Manolo caminó hacia Paquito. Al llegar a su altura
lanzó una mirada inquisidora hacia los otros tres, y le hizo una seña para que le
acompañase; quería hablar con él. Se alejaron unos metros del grupo, descampado
adelante.
—¿Qué pasa Paquito? —le preguntó el Manolo—. ¿Qué te traes con "el Porro"?.

—Nada. Le estaba preguntando si sabía algo de quién mató a mi hermano y se me


puso chulo, el muy subnormal —le respondió Paquito.

—Ya. Últimamente tiene los humos muy subidos... —el Manolo no parecía
ofendido, a pesar de que aquellos, de alguna manera, eran parte de los suyos—. Y
dime, ¿qué quieres saber?. ¿Quién pudo matar a tu hermano?.

—Sí. ¿Tienes idea de quien ha podido ser? —le preguntó Paquito.

—Pues no, la verdad —el Manolo mentía, pero no iba a ser Paquito quien le
acusase de ello; estaba obligado a conformarse con lo que aquel capo del barrio le
dijese—. Tu hermano debía dinero a gente, eso sí lo sé. Supongo que alguno de los
que les debía dinero...

—¿Quién le pasaba el "caballo"? —Paquito insistía; quizás el Manolo, sin querer,


le diese alguna pista que seguir.

—Cuando uno, cuando otro... Depende... —el Manolo se explicaba; sin embargo,
era más lo que callaba que lo que contaba—. Cuando tenía poco dinero iba por las
chabolas de los Pericones... Quién sabe, Paquito... Además, si lo averiguas, ¿qué vas a
hacer?.

—Abrir en canal al "hijoputa" que lo mató —respondió Paquito sin dudar un


instante.

—Viniendo de ti, me lo creo —le dijo el Manolo para luego cambiar radicalmente
de tema—. Oye, mira, me he enterado de que ahora no andas metido en jaleos.
Bueno, no como antes, claro... —Paquito, aún con la cabeza en lo de su hermano,
asintió—. Qué pasa, ¿qué vas de legal?. ¿Qué quieres hacer?.

—Trabajar. Quiero buscarme un curro —le respondió Paquito.

—Ya, ¿y en qué? —le preguntó el otro.

—No sé, en lo que salga... La cosa está jodida, la verdad...

—Ya lo sé, Paquito, ya lo sé —el Manolo hizo una pausa—. Escucha una cosa,
¿por qué no trabajas para mí pasando "caballo" y así te sacas unas "pelas"?. No se te
daba mal el tema. Además, así podrás hacerle regalitos a esa novieta guapa que te
has echado, que todo se sabe, Paquito.

—No, gracias... —unos días atrás quizás Paquito hubiese respondido con más
firmeza, pero por aquel entonces ya no estaba tan seguro de sí mismo—. Además ya
le hago regalos...
—No serán como las mierdas que tu colega le regala a mi hermana, ¿verdad? —
aquel comentario no fue del agrado de Paquito, e hizo un gesto de desaprobación—.
Bueno, vale —se disculpaba el Manolo—. Como tú quieras. Pero si cambias de idea,
ya sabes por dónde ando...
15

Hacía tiempo que no paraban por el "Peralta", pero aquel día habían decidido
pasar la tarde en el bar del Fermín, los tres solos, como antes, sentados en una mesa
charlando sobre la mayor tontería que se les ocurriese, o echando una partida al
futbolín. Desde que Paquito había empezado a salir con Silvia, nunca habían
coincidido sin chicas de por medio, pues cuando no estaba ésta, estaba Lola con "el
Piños"; "el Culebra" ya se estaba buscando rollo para no quedar solo, pero no había
manera. Así que, aquel día, habían decidido que estarían los tres solos, sin chicas. Iba
a ser como antes. Allí sentados, en aquella mesa de la esquina del bar, la de siempre,
con sus pinchos de tortilla y sus cervezas.

Una hora llevarían, hablando de la nada y del todo, cuando entró la Sara en el
"Peralta". Hacía un mes desde aquella visita a su piso. Paquito clavó sus ojos en ella y
la siguió con la mirada. Por un momento, creyó ver una de las mejillas de la mujer
algo amoratada. La puta fue hacia la barra, pidió una cajetilla de tabaco al Fermín, y
salió del bar; sin más, sin ni siquiera mirarle, aún cuando él sabía que le había visto.
Estaba alicaída, triste, sin vida. Afuera la esperaba aquel hombre, arrimado al capó
de su coche fumando un cigarrillo. La puta se subió al coche. El hombre arrojó la
colilla al suelo y se puso al volante; tenía un estilo un tanto chulesco que desagradaba
a Paquito. La Sara pertenecía al pasado, pues su presente era Silvia, con la que en
aquel último mes había disfrutado de una dulce tranquilidad que nunca antes había
tenido; sin embargo, la puta tenía problemas, y Paquito, por todo aquello que habían
compartido, se sentía en la obligación de ayudarla.

—Oye, Paquito, ¿por qué no te vienes con nosotros esta noche? —"el Piños"
interrumpió sus pensamientos—. Tenemos una cosa entre manos y queremos que te
vengas.

—Paso, tío, paso —le dijo Paquito—. Ya sabes que no quiero meterme en líos.

—De esto nos encargamos este y yo —le aclaró "el Culebra" refiriéndose a "el
Piños"—. Tú vienes de mirón, ¿vale?.

—¿De mirón...? —Paquito no entendía.


—Sí, joder, tú esperas fuera y listo —le aclaró "el Piños"—. Nada más, tío, nada
más.

—Bueno, valdrá... Iré de mirón —dijo Paquito tras recapacitar unos segundos—.
¿De qué se trata?.

—Ya después te contamos —le respondió "el Piños", pues el Fermín salía de la
cocina y podía oírles.

Viniendo de aquellos dos, el plan de aquella noche a Paquito le había parecido


arriesgado y un tanto descabellado, pero en el fondo le gustaba, pues parecía más
propio de él que de ellos. Lo primero que le sorprendió aquella noche, fue la destreza
con la que "el Culebra" hizo el puente a un coche; el gitano le explicó que había
practicado bastante con un primo suyo, al que le gustaba robar coches para darse una
vuelta por ahí y quemarles la "gasofa". Tenían en mente asaltar un chalet en las
afueras de la ciudad, aprovechando la ausencia de sus dueños. Según le explicaron
en el coche, de camino, llevaban una temporada vigilando varios chalets, y aquel les
había parecido el más fácil de asaltar. Esperaban hacerse con dinero y joyas. El plan
era sencillo. "El Culebra", ayudado por las rejas que protegían las ventanas, escalaría
hasta el tejado, en donde entraría por uno de los tragaluces del desván. Una vez
dentro, abriría la puerta a "el Piños" y, juntos, desvalijarían la casa tan rápido como
les fuese posible. Paquito solo tenía que esperar fuera, cómodamente sentado en uno
de los asientos del coche.

"El Culebra", poco más tarde, detenía el coche frente al chalet. Paquito miró a su
alrededor. Apenas había dos o tres farolas, así que, la mala iluminación jugaría de su
parte. Por otro lado, tan solo dos casas vecinas, y estaban a bastantes metros como
para oír nada que no fuese tremendamente escandaloso. Paquito sonrió; parecía que
sus amigos habían trazado un buen plan.

—Bueno, vamos allá —dijo "el Piños"—. Tú espera aquí, Paquito.

Paquito asintió con la cabeza y se acomodó en el asiento trasero, a la espera de


acontecimientos. Observó cómo sus amigos se acercaban al muro que rodeaba la
casa. "EL Culebra", ayudado por "el Piños", se encaramaba en lo alto de la pared;
después, desde arriba, ayudaría a su compañero a subir. De un salto, el joven gitano
se coló en el jardín de la casa.

—¡Hostia! ¡Joder!.

El que gritaba era "el Culebra". Dos imponentes pastores alemanes, alertados por
el ruido de los pasos del joven, habían aparecido en la oscuridad como una
exhalación, e iban hacia él blandiendo sus colmillos. "El Culebra" corría pidiendo
ayuda entre los fuertes ladridos de los perros. Al final, consiguió encaramarse en una
de las verjas de las ventanas, justo en el momento en que uno de aquellos guardianes
se lanzaba a su pantalón de "pata elefante", y, de una dentellada, dejaba al
descubierto una de las piernas del gitano. Paquito corrió hacia el muro donde seguía
encaramado "el Piños". En cuestión de segundos se había montado un escándalo que
iba a acabar por alertar a los vecinos.

—¿Qué coño pasa?.

—Joder, "el Culebra", que casi le pillan unos perros...

—¿Perros? —Paquito no cabía dentro de su asombro—. Pero, ¿no sabíais que


tenían perros?.

—No, joder, de día no los vimos. Deben soltarlos por la noche —le explicó "el
Piños"—. Hay que sacar de ahí a "el Culebra"...

Las ventanas de las dos casas vecinas se empezaron a iluminar; el escándalo había
despertado a los vecinos y se asomaban a sus terrazas dando gritos de "¿qué pasa
ahí?", "policía, policía, ladrones". Poco tardaría en llegar la "pasma", así que, había
que actuar rápido. "El Culebra" era incapaz de hacer otra cosa que tratar de
encaramarse lo más alto que podía, mientras los dos perros saltaban tratando de
alcanzarle con sus dientes. "El Piños", inmovilizado, seguía en lo alto de aquel muro
mientras le daba gritos de ánimo a su compañero. Paquito, nervioso, iba de un lado a
otro tratando de idear un plan. Corrió hasta la verja que cerraba la entrada a la finca
del chalet; buscaba la forma de llamar la atención de los perros. Entonces, un tiro al
aire le asustó; uno de los vecinos salía al balcón de su casa armado con una escopeta;
no había tiempo para contemplaciones. Paquito se encaramó en lo alto del muro, al
lado de "el Piños".

—Voy a saltar... —le dijo.

—¿Qué?. Estás loco...

—Cuando los perros me sigan ayudas a "el Culebra" a salir, cogéis el coche, y vais
hacia el otro lado del chalet.

No hubo más palabras. Paquito saltó al jardín, y corrió hacia el otro lado mientras,
a voces, llamaba la atención de los perros. Los pastores salieron tras él dejando a "el
Culebra", que aprovechó la distracción para bajar de la verja y correr hacia el muro,
donde "el Piños" le esperaba. Paquito todo lo rápido que sus piernas se lo
permitieron, corrió hacia el chalet, se encaramó en una de las verjas de las ventanas, y
escaló por ellas hasta llegar a la terraza del primer piso. A salvo de los perros, se
volvió para ver qué hacían sus compañeros. "El Piños" y "el Culebra" saltaban a la
calle y corrían hacia el coche. En aquel momento, el vecino, armado con la escopeta,
salía de su casa y emprendía carrera hacia ellos, dispuesto a disparar. Los dos colegas
subieron al coche, lo pusieron en marcha, y fueron hacia el otro lado del chalet, hacia
donde Paquito les había dicho. Y es que, hacia ese lado, el tejado de la casa casi
sobrevolaba el muro que bordeaba la finca, y Paquito se había percatado de ello.
Escaló por otra de las verjas de las ventanas, y ayudado por la bajante de un canalón,
consiguió encaramarse en el tejado. El vecino disparó su escopeta. Por suerte, no
tenía buena puntería y el disparo dio en uno de los cristales de las ventanas. Paquito
cogió impulso y saltó desde el tejado al suelo; casi ocho metros de caída libre. Rodó
por el suelo de tierra hasta frenar contra un seto. Sus amigos llegaban con el coche.
"El Piños" salía en su ayuda. Paquito, por fortuna, estaba bien; no tenía ningún hueso
roto, y tan solo estaba un poco aturdido por la caída. Ayudado por "el Piños", subió
al coche y se alejaron de allí mientras el vecino gastaba el cartucho que le quedaba en
la escopeta.

—¡Hostias, que cerca estuvo, tío! —exclamó "el Culebra".

A salvo, en una de las callejuelas interiores de la barriada obrera, los tres chicos
charlaban sobre lo que les acababa de acontecer. No habían intercambiado palabra
alguna en el coche, en donde, únicamente se habían ocupado de que se les pasase el
susto; un susto que compartían a partes iguales.

—¡Hay que ser gilipollas! —dijo al fin Paquito—. Mira que no darse cuenta de que
tenían perros...

—Joder, tío, es que debían tenerlos guardados por el día —se disculpaba "el
Piños".

—Lo dicho, gilipollas... En esos chalets lo primero de lo que se hay que enterar es
de si tienen perros, joder... —Paquito hizo una pausa—. Bueno, venga, a la mierda,
qué más da. Estamos aquí, y es lo que cuenta.

—Hostia, ya, pero haber como explico yo en casa lo de mis pantalones... —se
lamentó "el Culebra" mostrando sus vaqueros de "pata elefante" desgarrados por una
de las perneras.

Paquito le miró. Le resultaba un tanto absurdo después de lo que habían pasado,


y después de que él casi se abriese la cabeza por ayudarle, que de lo único que se
preocupara su amigo era de la bronca que le iban a meter en casa. No pudo
contenerse y rompió a reír a carcajadas. Los otros le miraron un tanto perplejos. Al
poco, la risa de Paquito acabó por contagiarles. Así acabó aquella noche, los tres
sentados en un banco de los jardines interiores de la barriada obrera, riendo a
carcajadas.

Paseaba por una de las calles colindantes del "parque" cuando lo vio. Era Víctor, el
novio pijo de Marta. Estaba hablando con "el Porro", donde las viejas escuelas.
Paquito los observó. Negociaron durante un par de minutos, hasta que "el Porro"
dejó que algo se deslizase en la mano de Víctor; Paquito podía fácilmente imaginar lo
que era. El novio de Marta se alejó; a unos metros, sentada en el sillín de la Vespino
GL, ésta le esperaba. Lo recibió con un beso en los labios, ajena a la mirada de
Paquito. Instantes después, la pareja se alejaba de allí en la motocicleta. Fue entonces
cuando un coche patrulla se detuvo a su altura.

—¡Paquito!.

—Comisario, ¡cuánto tiempo!. ¿Qué tal está? —le respondió el joven con cierta
sorna.

—No te pases Paquito, no te pases... —le advirtió el comisario tratando de cortar


de raíz aquella actitud un tanto guasona del joven—. ¿Puedes decirme donde
andabas hace dos noches?.

—En casa, durmiendo —dijo Paquito tras recapacitar unos segundos—. ¿Dónde
iba a estar?.

—Pues a lo mejor intentando asaltar un chalet de las afueras...

—¿Va a echarme la culpa de todo lo que pase? —fue la desafiante pregunta de


Paquito.

—No, solo de aquello que tenga serias sospechas —le respondió el comisario—. Y
en esta ocasión las tengo. Los testigos me hablaron de tres chicos, y la descripción de
uno de ellos se parece bastante a ti. Además, eso de que anden otros dos metidos en
el ajo me suena de algo... —concluyó el comisario tratando de hacer referencia a
aquel montón de expedientes que Paquito conocía.

—Yo no sé nada. Ya le dije que estaba en mi casa durmiendo —Paquito no titubeó


ni por un instante. Se mostró firme en sus palabras.

—Es posible... Pero no me lo creo —le respondió el comisario—. Por hoy vamos a
dejarlo, pero ándate con mucho cuidado, eh... Más vale que te portes bien. Te
estamos vigilando.

El comisario subió la ventanilla del coche, dando por terminada la conversación, y


le hizo una seña al policía que iba al volante. El coche patrulla se alejó calle adelante.
Paquito lo observó durante unos segundos, esbozó un gesto de desprecio, y se volvió
para toparse de frente con Silvia. No la había oído llegar. Ni siquiera se había
percatado de que la chica llevaba un tiempo en la acera de enfrente, observándole
mientras hablaba con el comisario.

—¿No andarás metido en líos? —le preguntó ella, el rostro preocupado.

—No —se apresuró a responder Paquito.

—¿Y para qué te quería la policía?.


—Para nada —aquel interrogatorio le resultaba mucho más incómodo que el del
comisario.

—¿Y de qué hablabais? —no le convencían las respuestas de su novio, así que,
seguía insistiendo.

—De nada —él no sabía qué responder. Estaba completamente perdido frente a
ella.

—O sea, que andas metido en líos —concluyó una enfadada Silvia.

—Joder, Silvia, ya te he dicho que no —Paquito estaba molesto; no sabía cómo


salir de aquello y se sentía incómodo.

—Ya, seguro... —Silvia, por aquello de que "el que se pica ajos come", comprendió
que el chico le ocultaba algo, y esto no le gustó—. Pues sabes que te digo, que no
quiero saber nada más contigo...

Silvia dio media vuelta y enfiló calle arriba con paso apresurado; trataba de
alejarse del chico. A pesar de que era incapaz de explicar la razón, aquella chica le
importaba lo suficiente como para dejar a un lado su habitual arrogancia y salir tras
ella. La agarró con fuerza por el brazo y la volvió hacia él clavando la mirada en sus
ojos. Paquito se esforzaba para que su expresión fuese lo más sincera posible.

—Silvia, te prometo que no he hecho nada... —le dijo, segundos más tarde.

—¿Seguro? —la chica trataba de convencerse de que Paquito le estaba siendo


sincero—. ¿Seguro que no has hecho nada? —Paquito asintió con la cabeza—. Vale, te
creo...
16

—¡Paquito!.

Iba camino del "Pinbol" cuando el Manolo le asaltó. Paquito se volvió hacia el
coche, detenido en el borde de la acera a dos metros escasos de él. Echó una calada al
cigarrillo, y arrojó la colilla a un charco de la calzada. El Manolo le esperaba sentado
en uno de los asientos delanteros de su coche, el Renault 12 rojo con el que se había
hecho al cambiar de modelo tras la redada del chalet. Paquito se acercó y le hizo un
saludo con la cabeza.

—Sube, vamos a ver a "el Boss" —le dijo el Manolo.

—¿Y eso...? —Paquito dudó durante unos instantes. No tenía claro si debía
acompañar al Manolo—. ¿Qué tengo que ver yo ahí?.

—Ya sabes que "el Boss" quiere conocerte personalmente, joder —el Manolo,
molesto, se explicaba—. No voy a estar diciéndotelo toda la puta vida. Monta de una
vez, ¡coño!.

Paquito recapacitó durante unos segundos. Por un lado estaba Silvia, la chica que
de alguna forma había cambiado su vida en aquellos últimos meses. Por otro lado
estaba él mismo, su forma de ser, aquella rebeldía, aquel inconformismo que corría
por sus venas confundiéndose con su propia sangre, y aquel ansia de libertad, todos
ellos ahogados en aquellos meses por promesas hechas a unos y otros e incluso a él
mismo; sin embargo, nada había logrado, más que decepción, desánimo y
aburrimiento ante un futuro incierto. Fue todo este aglutinamiento de sentimientos
los que le hicieron subir al asiento trasero de aquel coche; poco podía imaginar que
aquello iba a suponer un nuevo punto de inflexión en su vida.

"El Boss" vivía en la afueras de la ciudad, en una pequeña casa que pasaba
totalmente desapercibida; nadie sería capaz de imaginar que el capo de la droga
vivía en una casa de fachada desconchada, viejas ventanas de madera, y tejado
medio derruido mezcla de uralita y teja. "El Charly", que era quien conducía, y el
único que acompañaba aquella tarde al Manolo, detuvo el coche frente a la casa, en
una antojana empedrada repleta de boñigas. El Manolo le hizo una seña y se bajaron
del coche; "el Charly" esperaría allí sentado leyendo un comic de Mortadelo. Salió a
recibirles "el Ferdi"; era el segundo de a bordo de "el Boss", que gracias al
encarcelamiento de "el Richi" —al que Paquito sí que conocía por ser del barrio—, se
había convertido en la mano derecha del capo. "El Ferdi" era de la zona de Avilés, y
por esta zona se movía, aunque últimamente se había empezado a mover también
por Gijón. Por el estilo podría pasar por ser hermano de "el Richi", aunque nada
tuviesen que ver, y de él poco sabía Paquito. Alto, delgado y moreno, de edad
aproximada a la del Manolo, decían de él que ya se había llevado por delante a unos
cuantos: unos por encargo del propio "Boss" y otros por iniciativa propia.

—¿Qué hay, "Ferdi"? —fue el saludo del Manolo.

—¿Quién es este? —le respondió el otro señalando hacia Paquito; desconfiaba de


las caras nuevas.

—El Paquito —le dijo el Manolo.

—¡Coño! —exclamó el "Ferdi"—. Ya tenía yo ganas de conocerte —el modo de


dirigirse a Paquito se había tornado de desconfiado en amistoso—. Se dice por ahí
que tienes los cojones de un toro.

—Tengo los míos... —le respondió Paquito, ajeno a los halagos de aquel tipo al
que acababa de conocer.

—Pero los tiene bien puestos —"el Boss" acababa de salir por la puerta e iba hacia
Paquito—. Paquito, Paquito, joder, ya tenía yo ganas de verte. Ven acá y dame un
abrazo, ¡coño!. Si no es por ti ahora estaría en el trullo.

"El Boss" le agarró y le abrazó con fuerza; era su manera de agradecerle lo que
había hecho aquel día ayudándole a escapar de la redada del chalet. Paquito recibió
el abrazo entre una mezcla de indiferencia y orgullo. Indiferente, pues por su forma
de ser restaba importancia a aquel hecho; orgullo, porque entendía que "el Boss"
estaba en la cúspide de la pirámide delictiva y, a pesar de que Paquito no aspiraba a
convertirse en aquel tipo de delincuente, entendía que por su estatus se le debía
respeto, que no necesariamente admiración.

—Vamos dentro, Manolo, tenemos cosas que hablar.

"El Boss", cumplido el protocolo de agradecimiento hacia Paquito, entraba en la


casa acompañado del Manolo; Paquito y "el Ferdi", por indicación expresa de "el
Boss", se quedaban en la puerta. Aquello no le molestó en absoluto a Paquito quien,
tras rebuscar en los bolsillos de su cazadora, prendió un cigarrillo y le arreó una
fuerte calada sin ni siquiera dirigir una mirada a "el Ferdi", quien, sin embargo, no
dejaba de observarle.
Caminaba Paquito hacia el coche en el que esperaba "el Charly", cuando "el Ferdi"
salió a su encuentro; parecía querer entablar conversación con él. Paquito se volvió,
dedicándole una mirada de soslayo; echó una calada y le hizo un gesto con la cabeza
para que hablase.

—Le caes bien a "el Boss" —le empezó a decir "el Ferdi"—. Me ha contado como
cien veces lo que hiciste en el chalet. Fue una pena que "el Richi" no se pudiese
escapar.

—Por lo que parece, eso a ti no te vino mal... —le respondió Paquito.

—Bueno, la verdad es que no —se sinceraba "el Ferdi"—. Pero se le echa de


menos.

—¿A "el Richi"?. Si era un mierda... —Paquito no estaba por la política; decía lo
que sentía.

—Tienes cojones para venir aquí a decir eso de mi colega... —le reprochó el otro,
aunque no parecía realmente molesto con el comentario; en el fondo, debía estar de
acuerdo con aquella apreciación de Paquito.

—Ya... Seguro que tú estás muy preocupado... —ironizó Paquito.

—Mira Paquito, vamos a dejar ese tema, ¿vale? —"el Ferdi" había decido que lo
mejor era cortar aquello por lo sano; no le convenía para sus propósitos.

—A mí, tres cojones me importa —sentenció Paquito tras otra calada a su


cigarrillo.

—¿Andas con el Manolo? —Paquito frunció el ceño; no entendía la pregunta—.


Que si andas "pasando" con el Manolo —aclaró "el Ferdi".

—Ahora, no. Anduve...

—Algo oí. No se te daba mal el negocio...

—Paso de esa mierda. Lo hice porque necesitaba "guita", y por otras cosas que no
te importan —le respondió Paquito pensando en la Sara quien, en parte, había sido la
causa de que él aceptase pasar "caballo".

—¿Y a qué te dedicas? —"el Ferdi" insistía en saber de él, a pesar de que Paquito
no parecía dispuesto a dar explicaciones.

—¿Te importa mucho eso a ti? —le recriminó Paquito.

—A lo mejor sí... Mira, sé que se te da bastante bien el tema de pegar "palos" —"el
Ferdi" se había aproximado a Paquito y pasaba su brazo por encima del hombro del
chico, buscando una confianza que se le resistía—. Me contaron lo de la joyería, lo del
estanco...—"el Ferdi" se preparaba para desvelar la "gran idea"—. El negocio está
ahora en las farmacias. Con la metadona —sentenció.

—¿Metadona? —Paquito no comprendía.

—Sí, coño... —"el Ferdi" se disponía a explicarle—. Se mueve bien entre los
"yonquis". Mira, ni el Manolo ni "el Boss" saben de esto. Por lo que sé de ti sabrás
estarte callado... —Paquito asintió con la cabeza; después de todo le escuchaba, pues
podría resultar un buen negocio—. Estoy empezando a mover la metadona por ahí.
Necesito gente que me la suministre. La cosa va así. Tú das un golpe a una farmacia,
te haces con la caja, esa para ti, y con metadona; la metadona te la compro yo. Pero de
esto ni media al Manolo, ¿estamos?. Si me entero de que le cuentas algo te abro en
canal. ¿Qué me dices?.

—Que me lo voy a pensar —le respondió Paquito.

—Oye, Paquito, ¿cómo te va con Silvia?.

"El Piños", sentado en el suelo, la espalda apoyada sobre el derruido muro que
rodeaba el Palacio de San Andrés, entre calada y calada al canuto que compartían
aquella tarde, se interesaba por saber cómo le iba a su amigo con su novia. Paquito,
tumbado en el suelo boca arriba, la mirada fija en el nublado cielo, volvió lentamente
la cabeza hacia su amigo y esbozó un gesto de resignación; lo cierto era que durante
aquellos últimos días su relación con Silvia se había enfriado bastante; en parte
debido a que la chica desconfiaba de él, pues temía que volviese a andar por malos
caminos, y en parte por él mismo.

—No muy bien —respondió al fin cuando "el Piños" le pasaba el canuto a "el
Culebra"—. ¿Y a ti con Lola?.

—De puta madre... —el rostro alegre de "el Piños" no hubiese necesitado
explicación alguna—. La verdad, que estamos muy bien.

—Te andarás con cuidado, ¿no? —Paquito, que temía por su amigo, insistía en
advertirle—. El Manolo no se anda con mariconadas, eh. Así que ándate con cuidado.

—Que sí, coño. Estate tranquilo, tío —le respondió un "Piños" seguro de sí mismo.

—¿Por qué no te vienes con nosotros esta noche? —era 'el Culebra" quien le hacía
aquella propuesta a Paquito.

—¿Qué vais a hacer? —se interesó Paquito tras recapacitar unos segundos.

—Robar dos o tres radiocasetes de coches... —le respondió el "Culebra".

—¡Pues vaya mierda!.


Sus colegas se quedaron perplejos ante aquella respuesta; quizás más por el tono
despectivo que había usado que por la expresión en sí misma. "El Piños", aún
sentado, y "el Culebra", de pie al lado de Paquito, se miraron durante unos segundos
sin saber qué responder, esperando que su amigo se explicase. Paquito, desde el
suelo, sin dejar de mirar a las nubes, esbozó una sonrisa y, sabedor de que contaba
con la atención de los otros dos, comenzó a hablar.

—El negocio está en las farmacias —Paquito se explicaba sin dejar de mirar al
cielo—. En la metadona. Esta tarde nos buscamos una farmacia que esté "fueramano",
esperamos hasta que vayan a cerrar, y justo cuando salga el último cliente entramos
nosotros y damos el "palo". Nos hacemos con la recaudación, y nos llevamos toda la
metadona que podamos. Podemos sacarnos unas buenas "pelas". Tengo quien nos
compre la metadona.

—¡Joder Paquito! —exclamó "el Culebra"—. ¿Y cómo lo hacemos?. ¿A punta de


navaja?.

—¡Qué coño a punta de navaja! —le recriminó Paquito, e hizo una seña hacia una
mochila que tenía a un par de metros de él—. Mira en la mochila.

"El Culebra", sin entender muy bien las pretensiones de su amigo, fue hacia la
mochila, la abrió y miró en su interior. El joven gitano levantó la vista perplejo y, tras
unos segundos introdujo la mano en la bolsa y sacó un revólver.

—¡Joder, Paquito! ¡¿Qué coño es eso?! —exclamó "el Piños".

—Una "pipa", ¿no lo ves? —le respondió Paquito con cierto sarcasmo—. Anda,
"Culebra", saca lo otro.

"El Culebra", obedeciendo las indicaciones de Paquito, dejó el revólver sobre el


suelo con sumo cuidado, y volvió a meter la mano en la mochila. Al poco, de su
interior, sacó una escopeta recortada de dos cartuchos que mostró a "el Piños". Los
dos colegas parecían no ser capaces de salir de su asombro, y aunque las preguntas
se agolpaban en sus cabezas, fueron incapaces de articular palabra alguna. Paquito,
sereno, haciendo alarde de su condición de líder de la pandilla, se puso en pie y fue
hacia donde estaba "el Culebra" con la mochila.

—Ya va siendo hora de que empecemos a ir en serio, ¿no? —les dijo mientras
recogía del suelo la pistola y, con la otra mano, le quitaba la recortada a "el
Culebra"—. Con esto podremos hacer lo que nos dé la gana, y vamos a hacer cosas
grandes. Nada de chorradas de robar radiocasetes. Ya estoy hasta los cojones de
andar por ahí perdiendo el tiempo.

—¿Tú sabes usar eso? —le preguntó "el Piños".

—Claro, coño, pues si no para qué...


Pocas más explicaciones les dio. A pesar de que tanto "el Piños" como "el Culebra"
querían saber de dónde había sacado aquellas armas, y dónde o quién le había
enseñado a usarlas, Paquito se reservó el contárselo; no quería que sus amigos
supiesen de su relación con "el Ferdi", pues dado que los negocios que iba a empezar
a hacer con él debían permanecer en secreto, no creía conveniente que sus amigos
supiesen de cualquier cosa que pudiese estar relacionada con ellos.

Apenas un día había estado pensando en la proposición que le había hecho el


"Ferdi", y tras tener clara su respuesta, había buscado la forma de volver a contactar
con él. Y de aquel contacto, en el que se concretaron los términos contractuales de su
negocio, salieron aquellas armas, junto con una caja de munición, y unas breves
instrucciones de cómo manejarlas.

Aquella tarde de mil novecientos setenta y nueve, Paquito, acompañado por "el
Culebra", entraba en una farmacia del barrio de Pumarín y, a punta de recortada y
pistola, obligaba a la farmacéutica a llenar una bolsa con toda la metadona que tenía,
mientras su compañero vaciaba la caja registradora. Fuera, con el motor en marcha,
les esperaba "el Piños", al volante del coche que habían robado para la ocasión. Salió
bien. Y minutos más tarde, Paquito y "el Culebra" entraban en el coche y se daban a
la fuga sin complicación ni percance alguno.
PARTE V.
TRÁGICO INVIERNO DE MIL NOVECIENTOS OCHENTA.

De aquel invierno Paquito tan solo recordaba un acontecimiento feliz: el


nacimiento de la primogénita del Manolo, una niña morena, pequeña y bastante
feúcha, que había venido al mundo en el hospital de Cabueñes un veintisiete de
Diciembre del setenta y nueve, y supuso un regalo de Navidad para la familia
Álvarez. A aquel nacimiento se unió, dos días más tarde, la salida de prisión de "el
Mamen", quien había visto reducida su condena por buen comportamiento. Un mes
más tarde, llegaría la boda de Carmen, la mayor de las hermanas del Manolo, quien,
de este modo, conseguiría alejarse de una desmembrada familia en la que su
progenitor, cada día más débil por la enfermedad, nada podía hacer por impedir que
su hermano mayor les gobernase a su antojo; a esto se unía el hecho de que Carmen
sabía bien de donde procedía el dinero que entraba en casa, y veía cómo sus
hermanos iban hundiéndose en el fango de la droga. Sin embargo, en aquellos meses
que transcurrieron entre finales del setenta y nueve y principios de mil novecientos
ochenta, los Álvarez iban a tener que digerir un duro golpe, una tragedia que para
desgracia de Paquito iba a salpicarle y, que a la postre, iba a suponer el inicio de una
serie de trágicos sucesos que recordaría el resto de su vida con tristeza, rabia, y
desconcierto.

Por otro lado, aquella farmacia del barrio de Pumarín, había supuesto el comienzo
de una nueva carrera delictiva para aquellos tres jóvenes. Un par de exitosos golpes
más a otras farmacias, les hicieron crecerse hasta el punto de verse capaces de algo
más grande: el atraco a un banco. Pero esta "hazaña" la posponían en el tiempo, pues
requería de un plan más elaborado y de unas agallas que, por entonces, de los tres,
únicamente parecía tener Paquito.

Aquella carrera delictiva en trepidante ascenso había llevado a Paquito a


distanciarse de Silvia, quien le interrogaba cada vez que le hacía un regalo, pues
sabiendo que su novio no tenía oficio alguno era fácil suponer de dónde salía el
dinero; pero, en el lado opuesto, le había hecho ganarse una posición bastante
importante dentro del mundillo de la delincuencia del barrio, cosa que, sin embargo,
le había servido para que la policía lo observase con mayor detenimiento, y las visitas
sorpresa del comisario se hiciesen más frecuentes.
El primer gran mazazo de aquel invierno llegaría un tres de enero de mil
novecientos ochenta. Paquito acababa de visitar al Manolo en su casa —su retorno a
la delincuencia le había llevado a retomar antiguas confianzas con el mayor de los
Álvarez—, con el fin de darle personalmente la enhorabuena por el nacimiento de su
hija, y hacerle llegar un regalo a modo de detalle. Al salir del piso se cruzó con Lola
en el rellano de la escalera; parecía nerviosa y le miró con unos ojos extraños, como si
tratara de pedirle ayuda. En un principio Paquito no le dio importancia, pero cuando
dos horas más tarde "el Piños", presa del nerviosismo, picó al timbre de su casa, la
expresión de la menor de los Álvarez volvió a su pensamiento; pasaba algo, pero no
alcanzaba a adivinar qué podía ser. Paquito bajó las escaleras con paso apresurado, y
cuando llegó al portal se encontró a un "Piños" desencajado, incapaz de articular
palabra, deseoso de hablar pero sin saber cómo empezar. Se alejaron unos metros,
hacia unos de los bancos de los jardines interiores de la barriada obrera. Allí, Paquito
se sentó. "El Piños" permanecía de pie, dando vueltas sobre sí mismo, cada vez más
nervioso, sin saber cómo empezar a hablar a pesar de la insistencia de Paquito
porque se explicase.

—Lola está embarazada —le dijo al fin.

—¡Joder! —exclamó Paquito.

Ahora el nerviosismo se apoderaba también de Paquito. De ser otra cualquiera


aquello no supondría problema alguno, pero era la hermana del Manolo y esto hacía
que se transformase en un contratiempo muy grave; no se trataba del hecho del
embarazo en sí, sino de las represalias que el Manolo podía tomar. Paquito trató de
tranquilizarse encendiendo un cigarrillo, y se esmeraba en tranquilizar a su amigo;
era el momento de mantener la cabeza lo más fría posible. No le reprochó en ningún
momento todas las veces que le había advertido y que no le hubiese hecho caso; no
era momento para regañinas, sino para buscar solución.

—Joder, "Piños" —le dijo Paquito tras unos minutos de palabras tranquilizadoras
—. ¿Qué piensas hacer?.

—No sé, tío, no sé...

—¿Qué dice ella?. ¿Lo quiere tener?. ¿Vas a seguir adelante con ello?.

—Joder, tío, no lo sabemos... Estamos acojonados —"el Piños" se sinceraba—. Es


un marrón, un marrón muy gordo. Tener un hijo es algo que me supera, tío. No lo
veo claro. Estoy acojonado. Además, ¿qué dirá el Manolo?.

—Bueno, ahora eso es lo de menos, tío —Paquito trataba de animarle—. No te


preocupes del Manolo. A una mala yo hablo con él... Tenéis que decidir si lo queréis
tener.
—No sé, tío, no sé... No lo vemos claro... Y si no queremos, ¿qué hacemos?.

—Tendrá que abortar, pero sin que se entere nadie.

—¡Hostia, joder, hostia!. Eso es muy "chungo", tío... ¿Dónde encontramos donde
hacerlo, eh?.

—Yo me encargo —Paquito había tenido un arrebato paternal; se sentía capaz de


solucionar el problema de "el Piños"—. Habla con ella, y si quiere abortar me lo dices
y buscamos donde, ¿vale?.

—Joder, tío, aquí en España está la cosa jodida...

"El Piños" no había dejado de dar vueltas en toda la conversación mientras


Paquito seguía sentado en el banco tratando de calmar sus nervios calada tras calada
a un cigarrillo. Había llegado el momento de levantarse y abrazar a su amigo; así lo
hizo.

—Tranquilo, tío, aquí estoy yo para ayudarte, ¿vale? —le dijo Paquito casi en un
susurro a la altura del oído.

—Gracias, tío, gracias...

"El Piños" y Lola tendrían que hablar. La decisión, que podría parecer a priori
simple, era muy difícil. Por un lado, estaría el miedo a la responsabilidad, el sentirse
impotentes para sacar adelante una familia, y el temor a las represalias de los
hermanos de Lola; por el otro, el recelo al aborto, una práctica por entonces ilegal que
se realizaba a la sombra en pisos clandestinos, pues abortar fuera del país era un lujo
al alcance de pocos; todo ello agravado por la desinformación. Fuere cual fuere la
decisión que aquellos dos jóvenes tomasen, Paquito estaba dispuesto a ayudarles en
todo lo que estuviese en su mano; la amistad con "el Piños" le obligaba a ello.

Poco después, su amigo se alejaba calle abajo. Paquito se quedaba sentado en


aquel banco, fumando un cigarrillo a la par que recapacitaba; aquel repentino
embarazo le preocupaba muy seriamente, pues temía por su colega. Allí estaría hasta
terminar el cigarrillo. Poco después, arrojaría la colilla al suelo, y con la resignación
del que no encuentra salida a un problema, se levantaría del banco para irse a su
casa. Sin embargo, aquello no había sido el verdadero mazazo de aquel tres de enero
de mil novecientos ochenta, sino tan solo el preámbulo de lo que sería en un futuro
otro desgraciado acontecimiento; el verdadero hachazo de aquel día estaba a punto
de llegar.

Camino de casa, Paquito se cruzó con Silvia; la chica, nerviosa y desconsolada iba
a su encuentro. No tuvo tiempo de articular palabra alguna cuando ella se le echó
encima y rompió a llorar sobre su hombro. Paquito, aún aturdido por la reciente
noticia de "el Piños", no sabía cómo responder y, por un momento, se sintió
desbordado. Dejó que la chica llorase durante un par de minutos para, poco a poco,
ir recuperándose y ser capaz de explicarse. Aún entre sollozos, y tartamudeando, allí,
de pie en medio de la solitaria acera que subía hasta las últimas casas de la barriada
obrera, Silvia fue capaz de explicar qué era lo que ocurría. Fue un jarro de agua fría
que le hizo olvidar el problema de su amigo; sintió como si la sangre se le helase y,
tras unos segundos, hirviese de rabia y dolor. Aquella mañana, en uno de los
descampados que rodeaban al campo de fútbol del barrio, habían encontrado muerta
a Marta.

No hubo palabras, tan solo desconcierto. Abrazó con fuerza a Silvia. Para ambos,
Marta, a pesar de que últimamente no formaba parte de sus vidas, había jugado de
una u otra forma un importante papel en las mismas, y el cariño hacia ella aún
pervivía. Minutos más tarde, sentados en el bordillo de la acera, la cabeza de ella
apoyada sobre el hombro de él, que la rodeaba con su brazo, empezaron las
explicaciones; la voz más tranquila, los sentimientos ahogados por las lágrimas. Al
parecer, según Silvia había podido saber, hacía un par de tardes que Marta había
salido con su novio, Víctor, y al no regresar a casa, sus padres habían llamado a la
policía. Apenas se había desplegado el dispositivo de búsqueda de la chica, un
vecino había encontrado su cadáver; el primer informe apuntaba a que había sido
violada y asesinada a navajazos. La policía buscaba ahora a su novio, que se
encontraba desaparecido. Paquito sabía que aquel pijo de la Vespino era incapaz de
haber matado a la chica, pero sospechaba que debía de haberse metido en algún
follón que le había costado la vida de su novia. Le faltó tiempo para ponerse en pie y
echar a andar hacia el "parque".

—¡Coño, Paquito!. ¿Qué es de tu vida?.

"El Mamen" había vuelto con los suyos. Demacrado por la heroína, a la que estaba
enganchado sobremanera, había salido al encuentro de Paquito cortándole el paso.
Volvía a ser el jefe de aquella pandilla y, como tal, adivinando las intenciones que
Paquito debía llevar, se plantaba frente a él dispuesto a plantarle cara. Por detrás, a
unos pocos metros, los otros tres, "el Pupas", el Guille, y el que buscaba Paquito: "el
Porro".

—¡Quítate de en medio! —le espetó Paquito amenazante

—Eso será si me sale de los cojones —le respondió el otro——¿Qué coño quieres?.

—Hablar con el "Porro"...

—¿Y para qué?.

—Eso es cosa mía —le dijo Paquito dispuesto a quitarle de en medio de un


empujón.
—Y mía también...

"El Mamen" tensaba la cuerda. Celoso, buscaba enfrentarse con Paquito, descargar
en él la rabia contenida de sus fracasos, aún cuando aquel chico nada tenía que ver
en ellos. Paquito, la sangre hirviendo, se había llevado la mano al bolsillo trasero de
su pantalón, dispuesto a sacar la navaja; en su estado, resultaba muy fácil irritarlo.

—¡"Mamen"!. Déjalo —era el "Porro" que, temiendo por su amigo más que por el
otro, había decidido poner fin a la disputa—. Que me diga que quiere...

"El Mamen" asintió con la cabeza, pero no se echó a un lado; decidió mantenerse
entre Paquito y su amigo, por si la cosa se ponía fea. "El Porro" dio un par de pasos
hacia ellos y le hizo una seña a Paquito para que hablase; le escuchaba. Paquito sacó
la mano del bolsillo de su pantalón, dejando en él la navaja y, mirando de soslayo al
"Mamen" se dirigió al "Porro".

—¿Qué sabes de Víctor? —le preguntó. El otro frunció el ceño; parecía no caer en
la cuenta de quién era aquel por el que Paquito le preguntaba—. Un pijo que tiene
una Vespino GL y que andaba con Marta... —recapacitó unos segundos. El saber que
la chica estaba muerta hacía que le resultase difícil dirigirse a ella de aquella forma,
pero sabía que era la única que el "Porro" iba a entender—. La de las tetas grandes
que anduvo conmigo... Tú les pasabas "costo".

—Ah, ya, ¿qué pasa? —el "Porro" parecía caer en cuenta.

—¿Qué sabes de él? —insistió Paquito.

—¿Qué tengo que saber? —le preguntó el otro, pues se cuidaba de meter la pata.

—A esa la encontraron muerta... —exclamó el "Pupas" desde el borde de


hormigón que servía de base de las viejas escuelas.

Las miradas de todos se cruzaron. El Guille era el único que parecía ajeno a todo
aquello. El "Mamen", cuidadoso, sacó su navaja y la ocultó tras su espalda; el "Pupas"
se puso en pie; el "Porro" dio un paso atrás colocándose a la defensiva; Paquito les
miró a todos, uno por uno, a los ojos. Sabían que él sospechaba que pudiesen estar
detrás de la muerte de aquella joven y, por la forma en que había llegado, temían que
se acabase montando una carnicería en aquella explanada de gravilla y barro.

—¿Qué andas tramando, Paquito? —le preguntó el "Porro".

—Nada, solo quiero saber si sabes algo de ese Víctor... —le dijo Paquito que,
viéndose en inferioridad numérica, había optado por la vía de las buenas formas.

—No sé nada de él... Hace un tiempo que no me compra —le respondió el otro.

—No te debería nada, ¿verdad? —insistió Paquito.


—Yo no le fío ni a mi madre —fue la contundente respuesta de "el Porro".

—A ese le conozco yo —le dijo el "Pupas" mientras caminaba hacia él—. ¿Qué
quieres saber?.

—En que andaba metido... —le respondió Paquito. De todos aquellos, el "Pupas",
por lo que le debía, era el que mejor se llevaba con él—. Algo tendrá que ver con lo
que le pasó a Marta, ¿no?.

—Ese, últimamente quería ir de listillo —le explicó el "Pupas"—. Se toparía con


alguno que se tomó las cosas por su mano.

—¿No sabes nada más? —insistió Paquito.

—Sé que para bastante por "El Jardín" —le confesó el "Pupas"—. Igual lo puedes
encontrar por allí y le preguntas.
18

El pequeño Diego, nervioso, abría sus regalos de reyes. El novio de Nuria,


sentado en uno de los sofás, lo observaba sonriente; parte de aquellos regalos habían
salido de su bolsillo. Paquito, entretanto, se probaba unas zapatillas que le habían
dejado junto con un pijama de rayas. Nuria entró en el salón con unas tazas de
chocolate y unos bizcochos en una bandeja que dejó sobre la mesa de centro. Tomó
una de las tazas y se la acercó a su madre, sentada en otro de los sofás, la mirada
triste perdida en el horizonte; poco a poco iba recuperándose de aquella depresión en
la que le habían sumido los últimos acontecimientos; el novio de Nuria, en lo que
buenamente había podido, también había colaborado a ayudar a aquella mujer.
Paquito cogió otra de las tazas y un par de bizcochos, y se acomodó en una esquina
del tresillo que compartía con sus hermanos.

Hacía un par de días que habían enterrado a Marta, y Paquito, aunque en silencio,
llevaba llorando su pérdida desde el momento en que Silvia le había dado la trágica
noticia. Había estado presente en su funeral, un multitudinario y triste adiós que la
casi totalidad de acongojados vecinos del barrio le habían dado, y, tratando de
mantenerse al margen, había observado cómo la gente había ido mostrando su apoyo
a aquellos destrozados padres a los que algún desgraciado había robado su única
hija. Paquito no se atrevió a acercárseles; se limitó a observarles de lejos. Aún así,
pudo sentir la mirada acusadora del padre; nunca habían visto con buenos ojos su
relación con Marta, y, tanto era así, que Paquito sospechaba que en su fuero interno
debían pensar que él tenía algo que ver con su muerte. Aquella sospecha se
corroboró a la salida de la iglesia, cuando el comisario salió a su encuentro. Con
buenos modales, y haciendo uso de una amabilidad desconocida para Paquito, le
separó de Nuria y su novio —que le habían acompañado durante la ceremonia—, y
lo llevó hacia un coche; en aquella ocasión, el comisario se había tomado la molestia
de que no fuese un coche patrulla, sino el suyo propio, sin rótulos ni sirenas; dadas
las circunstancias y el momento se veía obligado a cuidar las formas. Sentados en el
asiento trasero del coche, sometió a Paquito a un duro interrogatorio con el fin de
tratar de esclarecer los hechos acaecidos. No tuvo necesidad de responder con
evasivas, pues en aquella ocasión, él no tenía nada que ver en aquel trágico suceso, a
pesar de que, al parecer, los padres de Marta se habían ocupado de apuntarle como
sospechoso. Fue claro con el comisario, y le relató el tipo de relación que había tenido
y que tenía con Marta, ocupándose de dejar caer claramente el nombre de Víctor, al
que no había visto en la iglesia, como posible pista a seguir; después de todo,
entendía que debía hacerse justicia, y se veía en la obligación de colaborar con la
policía, independientemente de que él por su propia cuenta tratase de dar con el que
había hecho aquello. Apenas diez minutos le bastaron al comisario para percatarse
de que Paquito estaba totalmente fuera de sospecha, y que las acusaciones de los
padres de la chica únicamente se habían basado en la ofuscación normal por la
tragedia, y un recelo hacia aquel muchacho, fruto de su fama y relaciones pasadas.

Paquito, mientras mojaba los bizcochos en el chocolate recordaba aquel funeral; el


rostro afligido y los ojos encharcados en lágrimas de Silvia; la destrozada madre de
Marta, que arropada por los brazos de su marido era incapaz de caminar; el féretro
de la joven frente al altar, casi oculto por las coronas y ramos de flores que familiares,
amigos y vecinos le habían llevado; y tantos otros detalles que desde su discreta
posición había podido observar. Daba vueltas a su cabeza pensando cómo encontrar
a Víctor, y cómo se las iba a arreglar para acercarse a él y sonsacarle información.
Pensaba que nada peor podía ocurrir cuando sonó el timbre del portal; era el "Piños".

Paquito, con lo de Marta, se había olvidado por completo del problema de su


amigo. Bajó a la calle y le encontró allí, nervioso y desencajado, acompañado de Lola.
Hubo unos instantes de silencio. Tan solo se miraron uno a otro. Paquito no entendía
por qué razón su amigo había llevado a aquella chica. Sí, ella era la principal
implicada, pero él prefería tratar las cosas a solas con su amigo. Tuvo que resignarse,
después de todo, el "Piños" demostraba mayor razón trayendo consigo a Lola; quería
que la chica oyese todo lo que Paquito le pudiese decir, pues entendía que ella tenía
la última palabra. Necesitaban de un lugar tranquilo en el que poder hablar, así que,
caminaron sendero arriba hasta los muros del Palacio de Cornellana. El "Piños",
nervioso, enfilaba calada tras calada a un cigarrillo mientras que con el otro brazo
agarraba con fuerza a Lola por encima del hombro. Paquito se volvió hacia la pareja
y les habló.

—¿Qué habéis decidido?.

—No lo queremos tener —dijo el "Piños" con voz suave y entrecortada—. Ella no
lo quiere y yo la apoyo...

—Entonces tendremos que buscar un sitio donde pueda abortar... —respondió


Paquito tratando de ser lo más suave posible—. Tu hermano el Manolo no sabe nada,
¿verdad? —Lola negó con la cabeza—. Pues mejor así. Nadie más tiene que saberlo,
¿vale?. Yo me encargo de buscar un sitio donde pueda abortar. Vamos, se lo quitan, y
ya está. Pero de esto ni una palabra a nadie. Después ya hablaremos...

—¿Y el dinero? —preguntó el "Piños", pues sabía que aquello les iba a resultar
muy caro.
—Eso es cosa mía, tío... Déjalo de mi mano —le respondió Paquito—. Tú ocúpate
de llevarla donde yo te diga, y punto. ¿Vale?.

—Vale, tío, vale —el "Piños" agradecía que su amigo se echase sobre sus hombros
parte de la responsabilidad.

—Ahora iros. Tú, Lola, vete a tu casa y haz para que tus hermanos no sospechen
—Paquito recapacitó unos segundos—. No quiero problemas —concluyó—. Yo, en
cuanto esté todo preparado, avisaré a "el Piños".

—Gracias, tío, muchas gracias —el "Piños" parecía no cansarse de agradecer la


ayuda de su amigo.

—Gracias, Paquito —susurró Lola sin apenas levantar la mirada.

—Venga, dejaros de "chorradas" y tirar para casa...

Paquito se quedó allí, pensativo, la espalda apoyada contra el muro de piedra que
rodeaba el palacio, observando cómo su amigo se alejaba junto con su chica sendero
abajo, en dirección a la barriada obrera. A su manera, había ejercido de patriarca con
aquellos dos, buscando infundirles confianza aún cuando no tenía la más remota
idea de qué hacer. Urgía buscar un sitio donde aquella chica pudiese abortar, y para
ello necesitaba dinero. El negocio de las farmacias que el "Ferdi" le había propuesto
no había resultado lo lucrativo que él se había imaginado, y los golpes a las farmacias
habían sido tantos en tan poco tiempo que tenía a la policía bastante preocupada;
descartaba seguir con aquello. Podría volver con el Manolo al trapicheo, aunque
tendría que mover mucha cantidad para poder sacar el dinero que necesitaba de
forma rápida, y sabía que el mayor de los Álvarez no le iba a dejar mover tal
cantidad bajo ningún concepto, y menos aún sin alguna explicación; descartada
también la opción de pasar "caballo". Las joyerías no eran una buena idea si lo que se
quería era dinero líquido, pues había que vender el botín y no era tarea fácil. Sólo
quedaba una alternativa: dar el golpe a un banco. Paquito llevaba tiempo pensando
en aquello, e incluso se había ocupado de observar cómo era la rutina diaria de la
Caja de Ahorros del barrio; aquella sucursal, por supuesto, no sería su objetivo
llegado el caso, pues era lo bastante listo como para no dedicarse a dar golpes de
aquel calibre en su propio barrio. Sin embargo, le sirvió para determinar qué factores
había que tener presentes a la hora de decidir asaltar un banco; tales como: qué días
había más dinero en las cajas de los operarios, cuando llegaba el furgón blindado, o
cuántos guardias de seguridad solía haber y cómo se movían. Sabía que su objetivo
era el dinero que tenían los operarios de caja, pues la apertura retardada de la caja
fuerte principal la hacía prácticamente inaccesible. No podría contar con el "Piños",
pues estaba demasiado preocupado con el embarazo de Lola como para concentrarse
en un golpe de aquel calibre, así que, se tendría que arreglar con el "Culebra", al que
estaba seguro que no le costaría convencer, pues desde el éxito de las farmacias el
joven gitano estaba bastante envalentonado y se veía capaz de cualquier cosa. Desde
aquel mismo momento decidió que esa sería la forma de conseguir el dinero que
necesitaba para que Lola pudiese abortar; y desde aquel mismo momento empezó a
urdir un plan para atracar una sucursal bancada. Tenía que buscar una que por su
situación permitiese una huida rápida y, a ser posible, fuera de la propia ciudad de
Gijón. A "el Culebra" no le daría explicación alguna de porqué el "Piños" no les
acompañaba, y aún menos que iba a hacer con su parte del botín.

Satisfecho por haber encontrado una posible solución a uno de los dilemas que se
le habían planteado, echó una última calada al cigarrillo que había encendido tras
despedirse de "el Piños" y Lola, y se dispuso a regresar a casa; después de todo el día
de Reyes convenía pasarlo en familia Enfilaba sendero abajo cuando el ruido de una
motocicleta le hizo volverse. Por el estrecho camino de hormigón que llevaba a los
Caleros, bajaba Víctor en su Vespino. No lo dudó un instante. Se plantó delante de él
obligándole a detenerse con un fuerte derrape.

—¡¿Qué haces gilipollas?! —le gritó Víctor, visiblemente molesto—. Casi me caigo
por tu culpa...

—Gilipollas lo será tu padre... —susurró Paquito para sus adentros—. Tengo que
hablar contigo.

—¡Vete a la mierda! —respondió el otro—. ¡Déjame pasar...!.

Paquito, molesto por aquella respuesta, no dudó un instante en darle un empujón


y tirarle al suelo junto con su Vespino. Víctor, enfadado, se revolvió como pudo, echó
a un lado su motocicleta y se puso en pie frente a Paquito, dispuesto a enfrentarse a
él.

—Oye, subnormal... —le dijo Víctor a la vez que le empujaba—. Te voy a partir la
cara...

—Eso habrá que verlo, imbécil —fue la respuesta de Paquito.

Se miraron a los ojos durante unos segundos. Entonces, Víctor, envalentonado, se


abalanzó sobre él. Rodaron por el suelo sendero abajo, enzarzados en una pelea que
poco tardaría en controlar Paquito, más diestro en aquellos lances. Le bastaron un
par de llaves, un tira y afloja por aquí, un golpe por allá, para tumbar a Víctor boca
arriba y sentarse sobre su pecho, las rodillas inmovilizándole los brazos. Paquito, con
una mano al cuello de su rival, usó la otra para sacar la navaja y mostrársela a modo
de amenaza; estaba dispuesto a dejarle marcada la mejilla si se ponía tonto.

—¿Quién mató a Marta? —fue directo en su pregunta.

—¡No lo sé, joder, no tengo ni idea! —exclamó el otro mientras intentaba zafarse
sin éxito del aprisionamiento al que le tenía sometido Paquito.
—¡Y una mierda! —gritó Paquito—. Tú andabas metido en algo y te pasaste de
listo, ¿a qué sí?. No me torees, que sé cosas...

—Mierda, tío, no sé nada —la arrogancia del joven se empezaba a transformar en


súplica—. Ya se lo dije a la policía...

—A la policía les dice uno lo que quiere... —le replicó Paquito—. A mí se me dice
la verdad —le acercó la navaja a la mejilla, rozándosela levemente a modo de
amenaza—. O me dices qué pasó o te rajo...

Hubo unos instantes de silencio. Los dos jóvenes se miraron a los ojos. Paquito
buscaba intimidar a Víctor, mientras que éste buscaba la forma de zafarse de las
preguntas que el otro le hacía. Tensión. Paquito calcó un poco más su navaja sobre la
mejilla de su contrincante hasta llegar a hacerle sangre. Víctor se veía incapaz de salir
de aquella, y el dolor del pequeño corte en su mejilla hizo que se rindiese sin
condiciones.

—Le debía dinero a alguien... —respondió al fin Víctor.

—¿Y por eso mataron a Marta? —Paquito, satisfecho por la respuesta de Víctor,
levantó levemente su navaja.

—Sí... —reconoció Víctor casi en un susurro—. Querían darme un escarmiento...


Me pasé de listo...

—¿Quién fue? —insistió Paquito.

—El "Ferdi"...

—¿Se lo dijiste a la policía? —le preguntó Paquito tras digerir aquella respuesta
unos segundos. Víctor negó levemente con la cabeza—. ¿Por qué?. ¿Por qué no se lo
has dicho?.

Víctor se encogió de hombros. Lo cierto era que Paquito no necesitaba que el chico
le explicase las razones de su silencio, pues era fácil deducirlas. Se había mantenido
callado porque no quería verse salpicado, porque su familia "bien" no sería capaz de
asumir el hecho de que su hijo estuviese metido en drogas y se relacionase con gente
como el "Ferdi"; porque acusar al "Ferdi" era buscarse un lío aún mayor y, porque se
sabía culpable de la muerte de Marta; si todo aquello salía a la luz, él se vería
abocado al desprecio, y los vecinos le acusarían con el dedo del trágico final que
había tenido aquella chica, amén de las responsabilidades legales que pudiese tener.
En definitiva, aquel "mierda" no tenía ni valor ni honor.

Paquito se puso en pie y dejó que Víctor se reincorporase. Le observó con


desprecio durante unos segundos. Pensó que no iba a ser él quien le fuese con el
cuento a la policía, y eso Víctor seguramente lo intuía, por eso había confesado,
aparte de que había meado los pantalones del miedo. Sin embargo, no iba a irse de
allí sin más; no se lo permitía el recuerdo de Marta, y aún menos sus valores. Así, sin
mediar palabra, arreó un fuerte puñetazo a la altura del estómago de Víctor que hizo
que este se fuese al suelo retorciéndose de dolor, en donde terminó de vapulearle con
varias patadas y un par de puñetazos que le reventaron la nariz. Le dejó allí tirado,
lloriqueando, dando quejidos de dolor mientras, inútilmente, trataba de parar con
sus manos la sangre que le salía por las narices. Paquito le miró durante unos
segundos antes de irse; era un "mierda", de eso estaba seguro. Después, los nervios
calmados y satisfecho por saber quien estaba tras la muerte de Marta, enfiló sus
pasos sendero abajo; era hora de volver con su familia.

El dolor por la pérdida de Marta parecía que acabaría uniéndole aún más a Silvia,
reavivando así una relación abocada al fracaso; sin embargo, lo que ocurrió fue todo
lo contrario. Aquel trágico acontecimiento acabó por romper totalmente aquella
relación, pues la chica, conocedora como era de los derroteros que había tomado la
vida de Paquito —volviendo a ser el delincuente que había acabado en el
reformatorio—, temía que le ocurriese lo mismo que a su amiga; pensaba que podría
darse el día en que ella tuviese que pagar sus deudas. Así, Silvia optó por alejarse de
él todo lo posible, y Paquito, que en modo alguno deseaba forzar a aquella joven por
la que sentía un cariño especial, la dejó marchar, aprendiendo a respetar su decisión
aún cuando ésta le disgustaba enormemente.

Alejada Silvia de su vida, únicamente le quedaban sus amigos. A ellos volvió; más
bien a "el Culebra", pues el "Piños" se mantenía apartado del grupo, al menos hasta
que se arreglase lo de Lola; no convenía que nadie más supiese de aquel fatídico
embarazo. Y con el "Culebra" se ocupó de urdir el plan para atracar una sucursal
bancada en la periferia de la ciudad de Avilés; sabía que allí quien tenía la fama era el
"Ferdi" y su banda, así que, serían ellos los primeros sospechosos, y esto, en cierto
modo, le congratulaba. Tal y como había supuesto, no le costó convencer a "el
Culebra", y le resultó fácil hacerle creer que el "Piños" no les acompañaba porque no
se atrevía. Lo que Paquito ni siquiera sospechaba, era que aquel joven gitano estaba
más envalentonado de la cuenta.

Aquella misma noche robarían un coche que dejarían aparcado en una cuneta de
la carretera que llevaba a Luanco, a la salida de Avilés; allí harían el cambio de
vehículo. Para dar el golpe se harían con otro coche, a ser posible pequeño y veloz:
un Renault 5 Alpine, robado la mañana del atraco en una calle de Oviedo.

El reloj de la sucursal bancaria marcaba las diez de la mañana cuando Paquito


entró. Iba solo, haciendo la ronda de inspección. Fuera le esperaba el "Culebra". Se
dio una vuelta por la oficina, observando, disimuladamente, cuántos guardias de
seguridad había y donde estaban situados; solo uno, en la puerta de entrada. Dentro,
tres operarios de caja, tras el cristal blindado de su habitáculo, atendían a un escaso
público; el furgón blindado había llegado el día anterior con el dinero, así que,
Paquito supuso que las cajas de aquellos operarios tendrían que estar a rebosar. El
director estaba en su oficina; pudo concluir que todo el personal estaba en su puesto
de trabajo. Simuló observar unos folletos de propaganda del banco, cogió uno a
modo de excusa, y salió al encuentro de su amigo. Era el momento de actuar. El
"Culebra" dejaba el coche con el motor en marcha, el freno de mano echado, y salía a
la calle con una bolsa de deporte en la que llevaban las armas. Se arrimaron uno al
otro, a escasos dos metros del edificio del banco. Paquito dio a "el Culebra" unas
breves indicaciones y, rápidamente, cubrieron sus cabezas con sendos pasamontañas,
agarraron las armas y entraron corriendo en la sucursal.

—¡Quietos todos! ¡Esto es un atraco!.

Gritó Paquito, recortada en mano, mientras el "Culebra" encañonaba al guardia de


seguridad y le obligaba a cerrar la puerta. Se formó un revuelo que Paquito calmó a
voces, la recortada en alto para que todos los allí presentes la viesen. Entretanto, el
"Culebra" llevaba al guardia, previamente desarmado, hacia el centro de la oficina;
allí juntarían a clientes y director para poder vigilarlos. Paquito introdujo el cañón de
su recortada por el hueco que servía para atender a los clientes desde el otro lado del
cristal blindado.

—¡Venga, abrir la puerta o le pego un tiro! —ordenó a los compañeros del que
tenía encañonado—. ¡Y tú ni te muevas!.

Uno de los operarios obedeció. En cuestión de segundos Paquito entró en el


habitáculo. La caja fuerte principal estaba cerrada, como era de suponer. Aquello no
le importó. Arrojó la bolsa de deporte al suelo y les indicó que metiesen en ella todo
el dinero que tenían en sus cajas. Así lo hicieron; tan rápido como los nervios les
dejaron.

—¡Vámonos, tío!.

Gritó Paquito a su amigo saliendo del habitáculo. En aquel momento fue cuando
comprendió que el "Culebra" había perdido por completo el norte. El joven gitano,
sintiéndose fuerte, a modo de grandeza, disparó sobre la pierna del guardia de
seguridad. Paquito frenó en seco su huida y se volvió. Entonces vio al guardia tirado
en el suelo, la pierna ensangrentada, gritando de dolor, mientras su amigo corría
hacia la salida. No había tiempo para reproches, así que, salió tras él. Subieron al
coche todo lo rápido que les fue posible, Paquito al volante, el "Culebra" a su lado, y
emprendieron la huida por las calles de Avilés. Les resultó fácil, a pesar de que tras
ellos, algunas calles por detrás, se oían las sirenas de la policía que trataba de
seguirles. Poco después abandonaban el Renault 5 Alpine para seguir en el otro
coche; aquello acabaría por despistar completamente a la policía. En Luanco, un
cambio de ropa, de bolsa de deporte por mochila, y de regreso a Gijón en ALSA.
La vuelta fue silenciosa. Paquito miraba de reojo a su amigo, sentado a su lado,
sin dejar de pensar en la tontería que había hecho disparándole al guardia. El
"Culebra", sonriente, tatareaba una rumba de "Los Chunguitos", ajeno a las miradas
inquisidoras de su amigo; parecía sentirse orgulloso de todo lo que había ocurrido
aquella mañana.

—¿Qué vas a hacer con tu parte? —le preguntó el "Culebra".

—Eso a ti no te importa —respondió Paquito.

A salvo dentro de los muros del Palacio de San Andrés, repartían el botín. Paquito
se mostraba enojado con su amigo. No le había dirigido la palabra en todo el viaje, y
en el reparto del dinero únicamente había hablado lo imprescindible, y de un modo
brusco; buscaba mostrarle su descontento.

—¿Qué coño te pasa, tío? —dijo al fin el "Culebra"—. Estás un poco cabreado...

—¿Qué coño me pasa a mí? —le respondió enfadado Paquito—. Será, ¿qué coño
te pasa a ti?. Estás agilipollado, ¿no?.

—¿Qué dices, tío? —el "Culebra" no le comprendía.

—¿Por qué coño tuviste que dispararle al "segurata"? —le recriminó Paquito.

—¡Hostia, tío! No querrías que nos siguiese, ¿no?.

—¡Eres gilipollas! —Paquito recogía su parte de dinero y se disponía a irse de allí.

—¡¿Pero qué coño dices?! —le replicó el "Culebra", molesto por el insulto.

—Joder, que ahora nos van a buscar más, imbécil —Paquito hace una pausa, como
tratando de calmar los nervios—. Eres un imbécil, no tenías que haber disparado a
nadie. ¿No lo ves, joder?.

—No sé tío... —respondió el "Culebra" tras recapacitar unos segundos—. Puede


que tengas razón...

—Venga, valió —Paquito decidió zanjar aquel asunto—. Ni una palabra de esto a
nadie, ¿vale?. Si alguien te pregunta no se te ocurra decir nada, ¿eh?.

—Vale, tío, tranquilo.

Paquito se alejó de allí dejando atrás a su amigo; aunque más tranquilo, no


acababa de digerir aquel fatídico error cometido por el "Culebra". Se consolaba
pensando que tenía el dinero suficiente para pagar el aborto de Lola, y esto le hacía
cumplir con la promesa hecha a su amigo. Así que, de camino a casa, se ocupó en
olvidar lo acontecido en aquel atraco, haciendo borrón y cuenta nueva. Ya estaba
bien avanzada la tarde, y entendía que por aquel día ya había tenido bastantes
emociones. Sin embargo, el día, en contra de lo que él creía, aún no había terminado.

Puesto el dinero a buen recaudo en el escondite que tenía en el armario de su


habitación, decidió hacer una visita a la Sara. Hacía mucho tiempo que lo poco que
sabía de ella era que debía tener problemas, y él, por el momento, siguiendo sus
indicaciones, no había hecho nada al respecto. Creyó que había llegado el día de
coger el toro por los cuernos y, desoyendo los deseos de la puta de que se
mantuviese al margen, fue en su busca. Por un lado deseaba ayudarla, pero lo cierto
era que lo que en realidad le empujaba a ir a su encuentro nada tenía de altruista,
pues echaba de menos las caricias de aquella mujer, y deseaba volver a tener un
encuentro sexual con ella. Hacía tiempo que no la veía por el "Peralta", así que,
decidió ir a buscarla a su casa; si no estaba allí, la esperaría, como había hecho en la
última ocasión.

Empujó la puerta del portal del viejo edificio en el que ya solamente vivían la puta
y una anciana con su hija, y subió las escaleras. No había llegado al rellano del
primer piso cuando oyó la voz de un hombre que parecía abroncar a alguien. Al
poco, sonó un fuerte bofetón y un lamento quebrado; era la Sara. Paquito corrió
escaleras arriba. En el rellano del piso de la Sara, su chulo la abofeteaba y le gritaba
sin consideración alguna. Paquito apretó los puños con rabia y, sin dudarlo un
segundo, se abalanzó sobre el hombre. A pesar de que aquel le doblaba en tamaño,
fue capaz de derribarle, y ambos se desplomaron dentro del vestíbulo del piso de la
puta. Forcejearon en el suelo; poco, pues el chulo no tuvo problemas para deshacerse
de Paquito, ponerse en pie, y agarrarle con fuerza por la ropa. En cuestión de
segundos, Paquito se vio aprisionado contra la pared, incapaz de mover un solo
músculo. La Sara, que había presenciado aquella escena atónita, corrió al interior de
la casa, hacia la cocina. El chulo cerró la puerta de la entrada de una patada, y sacó
una navaja automática de su bolsillo.

—Voy a enseñarte a no meterte donde no te llaman ¡mamarracho!.

Dijo el chulo y blandió el filo de su navaja dispuesto a clavarla en el cuerpo de


Paquito, incapaz de defenderse. En esto llegó la Sara, cuchillo de cocina en mano y,
sin pensárselo, se abalanzó sobre el hombre clavándoselo a la altura de los ríñones. El
chulo exhaló un grito de dolor y cayó de rodillas al suelo. La Sara dio un paso atrás
asustada, el cuchillo ensangrentado en su mano. Paquito, liberado, se volvió. Cruzó
una mirada con la puta, que parecía asustada, y viendo a su contrincante de rodillas
en el suelo, dejó que toda la rabia contenida se apoderase de él, sacó su navaja, y se la
clavó una, dos, tres y cuatro veces en el cuello. Tal fue el ensañamiento y la fuerza
utilizados, que la sangre le salpicó las manos, la ropa y la cara, manchó las paredes y
muebles que había a su alrededor, e incluso llegó a salpicar a la Sara. El cuerpo sin
vida del chulo se desplomó sobre el suelo en medio de un charco de sangre. Paquito,
consternado y sin aliento, se puso en pie.
—Paquito... —balbuceó una asustada Sara.

—Este cabrón ya no te molestará más —respondió él mientras se recomponía.

—Paquito... —volvió a decir ella.

Se miraron a los ojos. Eran cómplices de un asesinato. La Sara, aún consternada,


abrió la mano y dejó que el cuchillo cayese al suelo; Paquito hizo lo mismo con su
navaja. Se volvieron a mirar. Silencio. Él dio un paso adelante, esquivó el cadáver del
hombre, y se fundió en un abrazo con la Sara. Se besaron. Poco a poco aquellos besos
consoladores se fueron convirtiendo en besos apasionados. Pudo volver a sentir en
sus manos el calor del cuerpo de la puta; la había echado de menos. Lo hicieron allí
mismo, en el suelo, al lado del cuerpo aún caliente de aquel chulo. Siguieron en la
cama, en donde la pasión del principio se tornó en el placer de compartir. Hacía
mucho tiempo que Paquito no disfrutaba del sexo de aquella manera. Entonces
comprendió porqué merecía la pena matar por la Sara.

—¿Qué vamos a hacer ahora?.

Eran pasadas las cinco de la mañana cuando la Sara le hizo aquella pregunta. Se
acababan de duchar y, una vez calmados, estaban obligados a enfrentarse a aquel
cuerpo sin vida que esperaba en el vestíbulo. Paquito parecía tener que tomar las
riendas de la situación. Recapacitó unos instantes y, al fin, respondió.

—¿Dónde tiene el coche?.

—Abajo, aparcado ahí delante del portal —le respondió la Sara.

—Vale. Lo que haremos será lo siguiente —Paquito se explicaba mientras se


vestía con ropa limpia prestada por la puta; le quedaba algo grande, pero serviría—.
A esta hora no suele haber nadie por la calle. Lo enrollamos en una manta y lo
metemos en el coche.

—¿Y después? —ella parecía de acuerdo con aquel plan.

—Vamos hasta un acantilado, lo ponemos a él al volante, y dejamos que el coche


caiga al mar —concluyó Paquito.
19

Iban sentados en el asiento trasero del coche; sus manos entrelazadas; sin dejar de
mirarse; nerviosos. Les dedicó un vistazo por el retrovisor. En cierto modo, hacían
buena pareja. Pensó que era una lástima que estuviesen pasando por aquello, sin
embargo, se veían obligados a hacerse responsables de sus actos. Paquito, tal y como
había prometido, se había encargado de todo, y aquella tarde de finales de Enero los
había citado delante del Santuario de Contrueces, en donde los recogería para
llevarlos hasta un piso en Oviedo; allí, según había podido saber, se practicaban
abortos de forma clandestina.

En silencio, el mismo silencio que les había acompañado durante el viaje, subieron
las escaleras de un viejo edificio del casco antiguo de la capital. En la última planta
les esperaba una mujer sesentona, entrada en carnes, y semblante serio, que les
recibió con un brusco saludo y les indicó que pasasen al recibidor. Una vez allí, se
dirigió a Lola en el mismo modo bronco, sin ningún tipo de sutileza, para que entrase
en un cuarto, segunda puerta a la derecha, y se fuese desnudando. Cuando la chica
hubo desaparecido, se volvió hacia Paquito y le requirió el dinero acordado. Sin
mediar palabra, el joven buscó en el bolsillo interior de su cazadora vaquera, y sacó
un pequeño fajo de billetes que depositó en la mano extendida de la mujer. Sin
disimulo alguno contó el dinero, esbozó un gesto de asentimiento, y les indicó que
esperasen en el cuarto que había a su espalda. Segundos más tarde, la mujer
desaparecía por la misma puerta que había entrado Lola. Paquito y el "Piños" se
acomodaron en la sala de espera.

—¿Saldrá bien? —le preguntó el "Piños" sin dejar de dar vueltas por la habitación.

—Sí, tranquilo —aunque trataba de aparentar tranquilidad, Paquito estaba tan


nervioso como su amigo—. Todo saldrá bien. Siéntate.

—Joder, Paquito, vaya marrón, tío... —el "Piños", lejos de seguir el consejo de su
amigo, seguía dando vueltas nervioso mientras fumaba un cigarrillo—. Gracias, tío,
muchas gracias. No sé qué haría sin ti...

—Venga, "Piños", déjate de "chorradas"...


Los minutos que siguieron pasaron en silencio, lentos, con el "Piños" fumando
incapaz de sentarse, y Paquito, acomodado como podía en una vieja butaca,
observándole. Aquello parecía tardar una eternidad. Paquito ojeaba su reloj cada
poco; cada minuto que pasaba le resultaba más difícil controlar sus nervios.
Entonces, la puerta de la sala de espera se abrió y apareció la mujer. Traía el
semblante desencajado y las manos y ropa llenas de sangre. Paquito se puso en pie
de un salto. El "Piños", al ver aquel dantesco espectáculo, dio un paso atrás y creyó
marearse.

—No para de sangrar —exclamó la mujer.

—Qué?. ¿Qué coño pasa? —la interrogó Paquito yéndose hacia ella.

—No lo sé. No sé qué pasó. Empezó a sangrar y no para... —la mujer,


descompuesta, no era capaz de hacer nada.

Paquito la echó a un lado de un empujón y corrió hasta la habitación donde había


entrado Lola. La encontró allí, tumbada boca arriba sobre una mesa de mármol,
medio cuerpo mal cubierto por una sábana ensangrentada, las piernas abiertas,
manchadas de sangre, rodeada de extraños instrumentos de metal y toallas. Paquito,
tras reponerse de la impresión, fue hacia ella y le abofeteo la cara tratando de llamar
su atención; estaba inconsciente. El "Piños" entraba en la habitación; tuvo que
apoyarse en el marco de la puerta para no caer al suelo; al poco, vomitó.

—¡"Piños", joder, ayúdame! —le gritó Paquito—. ¡Hay que llevarla al hospital!.

Pero el "Piños" era incapaz de hacer nada; bastante tenía el joven con mantenerse
en pie ante aquel espectáculo. Paquito, sacando valor de donde pudo, cogió una
toalla y la colocó en la entrepierna de la chica, tratando de frenar la sangre que salía
por su vagina. Le cerró las piernas, la envolvió como pudo en aquella sábana
ensangrentada, y la levantó de la mesa cogiéndola en brazos.

—¡Venga, coño! ¡Tira para allá, joder!.

Paquito iba gritándole órdenes a su amigo, tratando de que reaccionase. El


"Piños", a trompicones, iba delante de él abriendo las puertas que encontraban en su
camino. Salieron a la calle y corrieron hacia el coche. Como pudo, Paquito dejó a la
chica en el asiento trasero y se puso al volante; el "Piños" apenas acertó a sentarse a
su lado.

—¿Qué vamos a hacer? —le preguntó al fin su amigo.

—Llevarla al hospital —le respondió Paquito—. La dejamos allí, y antes de que se


den cuenta, nos damos al "piro" corriendo, ¿estamos? —el "Piños" asintió con la
cabeza—. Pues venga, vamos...
Paquito puso en marcha el motor y salieron hacia el hospital central, en el alto de
la ciudad de Oviedo. Quince minutos más tarde detenían el coche en la entrada de
urgencias, y un celador, alarmado por las voces de Paquito, salía a ver qué ocurría. El
hombre, al ver a la joven ensangrentada en el asiento trasero del coche, reclamó la
ayuda del personal del hospital, que acudió con una camilla tan pronto como les fue
posible. Paquito y el "Piños", aprovechando el revuelo formado, se alejaron corriendo
del lugar sin que nadie de los allí presentes se percatase.

—Joder, Paquito, joder, ¿qué coño hicimos? —le preguntaba el "Piños" intentando
recuperar el aliento.

—Lo único que podíamos hacer —le respondió Paquito—. Ahora escucha... Nos
vamos para casa y de esto ni una palabra, ¿vale?.

—¡Se va a morir, tío, se va a morir...! —le gritaba el "Piños", mientras lo cogía por
la cazadora zarandeándole desesperadamente.

—¡Estáte tranquilo, coño! —Paquito intentaba calmarlo—. No se va a morir, ya


verás...

—Joder, joder, joder...

Un par de horas más tarde, Paquito dejaba a su amigo en la puerta de su casa y,


tras recordarle una vez más que no hablase de aquello con nadie, le dio un fuerte
abrazo a modo de consuelo y despedida, y se alejó de allí cabizbajo.

Aquella noche la pasó con la Sara. En cierto modo necesitaba contarle aquello a
alguien, y sabía que la puta era la única a quien se lo podía contar. Apenas durmió.
Pasó toda la noche dándole vueltas a lo que podía ocurrir. Lo que nunca se imaginó
era la velocidad a la que los acontecimientos iban a suceder.

Al final el cansancio hizo mella en él, y poco antes del amanecer los ojos se le
cerraron y se durmió. Un par de horas más tarde le despertaría la Sara; traía "La
Nueva España" de aquella mañana. En la sección de sucesos se podía leer la siguiente
noticia:

"FALLECE UNA JOVEN A CAUSA DE UN ABORTO". En la tarde de ayer, dos


jóvenes no identificados abandonaron en Urgencias del Hospital Central de Asturias
a una joven en avanzado estado de desangrado. Dicha joven fallecería minutos
después sin que el cuerpo médico fuese capaz de hacer nada por salvar su vida.
Según informes médicos, la joven, que respondía a las iniciales D.A.R., falleció
desangrada a causa de un aborto mal ejecutado.

Un escalofrío recorrió su espalda. Paquito se levantó de la cama de un salto. Se


vistió todo lo rápido que pudo, y salió del piso de la Sara sin despedirse; llevaba
demasiada prisa como para pararse en protocolos. Corrió hasta la casa donde vivía el
"Piños"; no estaba, acababa de salir a hacer un recado. Era cuestión de tiempo que los
Álvarez diesen con él, y Paquito temía por su vida. Recorrió todas las calles del
barrio, de arriba abajo, sin dejar de correr, hasta casi desfallecer por la fatiga, pero no
lo encontró. Intentaba recomponerse de la carrera cuando le atacaron por la espalda.
En cuestión de segundos se vio prisionero contra el muro que cerraba uno de los
descampados; lo sujetaban el "Porro", el "Pupas" y el propio "Mamen"; frente a él, el
Manolo.

—¿Qué sabes tú de eso? —le preguntó el Manolo.

—¿De qué...? —Paquito, sin apenas aliento por la opresión que el "Mamen" le
hacía en el cuello, fingía no saber de qué le hablaban.

—De lo que le hicieron a mi hermana —el Manolo parecía muy disgustado, y su


rostro serio infundía miedo.

—No sé nada... —balbuceó Paquito—. Me acabo de enterar...

—¿Y a dónde ibas tú tan corriendo? —el Manolo seguía con su interrogatorio.

—¿Qué pasa? ¿No puede correr uno? —le increpó Paquito aún sabiéndose en
desventaja.

—Mira, Paquito... —el Manolo sacó su navaja y le pasó el filo por la mejilla—.
Espero que no hayas tenido nada que ver en esto...

—¿Lo cosemos a navajazos? —el "Mamen" parecía entusiasmado con la idea—.


Igual que hicimos que el otro gilipollas...

—¿Qué habéis hecho a "el Piños"...? —Paquito intuyó a quien se refería el


"Mamen".

—Eso lo sabrás cuando lo encuentre la policía —le respondió el Manolo—. Por lo


pronto, no te esfuerces tú en buscarlo —Paquito tuvo que contener la rabia para no
insultarles; sabía que, tal y como estaban los ánimos, aquello le pondría en evidencia
y podría pagarlo con la vida—. Una cosa te digo, Paquito, has tenido suerte y el
"Piños" no soltó ni media, pero como me entere de que tú también andabas detrás de
esto te coso a navajazos como hice con tu amigo... Ah, y de esto ni media a la "bofia",
¿estamos? —Paquito asintió con la cabeza—. Hoy te vas a librar por la estima que te
tengo, que si no... ¡Soltadle!.

El "Mamen" fue el último en soltarle; no parecía de acuerdo con la decisión de su


hermano. El Manolo y los suyos se alejaron de allí caminando tranquilamente, sin
mirar atrás, mientras Paquito se recomponía y trataba de contener su rabia; no
deseaba otra cosa que sacar su navaja y tirarse sobre ellos, pero sabía que de hacerlo
no iba a durar ni medio minuto vivo, por eso se reprimía. Se tuvo que conformar con
ver cómo se alejaban.

Aquella tarde encontraron el cuerpo sin vida de "el Piños". Los Álvarez, tal y
como le habían dicho, lo habían cosido a navajazos y lo habían abandonado en un
descampado de El Llano. Vengaban así la muerte de su hermana Lola. La policía
tardó poco en picar a su puerta; querían hablar con él, pues sabían de su amistad con
el "Piños". A la mayor parte de sus preguntas les respondió con evasivas o mentiras,
tratando de desvincularse por completo de aquel hecho y ocultando el nombre de los
Álvarez; sabía que si los delataba irían a por él y le matarían. Cuando la policía salió
del piso, Nuria le miró; la joven esperaba una respuesta por su parte, pero él no dijo
nada, se limitó a irse hacia su habitación cabizbajo; tan solo le quedaba aguardar el
funeral de su amigo, y sumar su venganza a la de Juancho y Marta.

La muerte de "el Piños" le sumió en un estado de desánimo del que tardaría


muchos días en salir; se sentía culpable. Lejos de encontrar el consuelo en su casa,
pues su madre, consciente de que él volvía a las andadas, había recaído en la
depresión, y Nuria, convencida de que era inútil ayudarle, le había dado la espalda,
lo buscó en los brazos de la Sara. La puta le acogió en su casa sin condiciones, y entre
"chino" y "chino" Paquito fue recobrando la confianza en sí mismo. Durante aquel
tiempo no dejó de pensar en cómo iba a vengar la muerte de su amigo, y acabó por
proponerse matar al mismo Manolo. Tan solo era cuestión de dejar pasar el tiempo y
que el mayor de los Álvarez volviese a confiar en él; así podría acercársele y acabar
con su vida de la misma forma que él había acabado con la de su amigo. En aquellos
días apenas salió del piso de la Sara, y tan solo mantuvo contacto con el "Culebra".
En sus salidas, siempre breves, se había cuidado de no acercarse por el "parque", y no
pasar por los sitios que sabía solían frecuentar los Álvarez y los de su banda.

—¿Por qué no atracamos un banco? —le dijo un día de aquellos el "Culebra"—. Le


tengo echado el ojo a una oficina, cosa fina...

—¿Qué coño dices, tío? —le respondió él, aún sin ánimo para nada.

—Sí, joder, así te espabilas un poco... —fue la respuesta del joven gitano—. Que
andas que pareces un "amuermao".

—No sé, tío —Paquito recapacitó unos segundos—. Igual tienes razón. Un poco
de acción no me vendrá mal. Además, necesito "guita" para hacerle un buen regalo a
la Sara, que se lo merece...

Sería su segundo asalto a una sucursal bancada; poco podía imaginar Paquito
cómo iba a terminar. Lo habían planeado con la misma minuciosidad que el anterior,
e incluso lo habían ejecutado de igual forma, sin embargo, todo se torció cuando
escapaban con el dinero.
En aquella ocasión, el "Culebra", siguiendo las indicaciones de Paquito, no
disparó sobre el guardia de seguridad, pero se olvidó de confiscarle la pistola. No
habían cruzado la calle, en dirección al coche que habían robado para darse a la fuga,
cuando el guardia salió por la puerta de la sucursal bancaria y empezó a disparar; el
"Culebra" caía muerto al suelo a escasos dos metros del coche. Paquito, asustado, se
volvió para disparar contra el guardia; los dos tiros de su recortada sirvieron para
darle el tiempo justo para poder subir al coche. En cuestión de minutos, la policía
acudía al reclamo de la alarma del banco; un coche patrulla doblaba la esquina
cuando Paquito aún no se había puesto en marcha. Se había dejado convencer por el
"Culebra" de que aquella era una buena oficina para atracarla, y no se había
percatado de que en aquella misma manzana estaban las dependencias de la policía
local; un error garrafal que le iba a costar caro. Paquito, como pudo, emprendió la
fuga en su coche perseguido de cerca por la policía. La persecución por las calles de
la ciudad duraría poco más de un par de minutos. Fue incapaz de despistar a la
policía, pues calle por la que enfilaba, calle por la que aparecía una patrulla; al final
acabó rodeado y sin salida. En un último intento por escapar, salió del coche,
abandonando el dinero robado, y echó a correr entre los disparos y voces de "alto" de
los agentes.

Nada pudo hacer; a escasos cien metros de donde había abandonado el coche, era
arrollado por dos policías. Paquito rodó por el suelo y, cuando quiso darse cuenta,
estaba rodeado de agentes que le apuntaban con sus pistolas.

—¡No te muevas, cabrón!.


PARTE VI.
PRISIÓN DEL COTO.
MESES DESPUÉS.

Nunca imaginé que volvería a encontrarme con aquel chico. No había pasado año
y medio de nuestro primer encuentro en el reformatorio de Sograndio, cuando a mi
despacho llegó su expediente; se me nombraba su abogada de oficio. Lo cierto es que
no me llegó por casualidad, pues llevaba un tiempo moviendo hilos en los diferentes
juzgados de Asturias para hacerme con casos como el de aquel joven; siempre he
creído en la posible reinserción en la sociedad de estos muchachos, y tenía el firme
convencimiento de que mi trabajo empezaba en el propio juicio, defendiéndolos,
pues esto me servía para acercarme a ellos. Después vendría una dura labor de
orientación en la cárcel, encaminada a cambiarles su forma de concebir la vida,
aquella que les llevaba a delinquir.

El juez había ordenado su prisión preventiva en la cárcel del Coto, y hasta allí me
desplacé un lluvioso miércoles de finales de abril de mil novecientos ochenta. Sería
mi primera visita, con el fin de preparar el juicio por el cual se le acabaría
condenando a seis años de internamiento en aquella misma prisión.

Le encontré sentado tras una mesa en el pequeño cuarto de visitas, cabizbajo y


pensativo; muchos iban a ser los encuentros que nos quedaban por tener en aquel
mismo lugar. Me acerqué a él y reclamé su atención. Clavó sus ojos en mí y pude
notar aquella mirada tristona y a la vez picara imposible de pasar desapercibida.
Recordé aquel primer encuentro en el reformatorio. Entonces su expresión era un
tanto más alegre, un tanto más inocente si así se podía decir. Intuí que algo había
pasado en aquel tiempo. Le recordé mi nombre. Él recapacitó durante unos segundos
y entonces hizo un gesto de complicidad; se acordaba de mí. Sonrió. Le sonreí.
Entonces frunció el ceño y se echó hacia atrás; dudaba, había algo que no le
cuadraba. Se lo aclaré. En aquella ocasión no era una orientadora social, sino su
abogada, así que la conversación iba a ir por otros derroteros que quizás no le iban a
gustar tanto. Recapacitó unos segundos; entonces me preguntó de qué iba aquello.
Me senté frente a él, en una vieja silla de madera, y dejé su expediente sobre la mesa.
Lo miró de reojo, desconfiado. Le expliqué que iba a ser su abogada, que le
defendería ante el juez, y que mi objetivo no era otro que tratar de que solo se le
imputase el delito del atraco al banco en el que le habían detenido. Lo cierto era que
aquella carpeta contenía unos cuantos delitos más, de hurtos menores y mayores,
incluso, en ocasiones, con violencia y heridos de por medio; el comisario, al que él
conocía bien, estaba empecinado en hacerle cargar con todo aquello. No le mentí. Le
hice saber que a mí también me constaba que él estaba detrás de casi todas aquellas
denuncias, pero creía en la posibilidad de su reinserción, y ésta no pasaba porque
estuviese más de dos años en la cárcel, tiempo que consideraba más que suficiente
para lograr mi objetivo; por tanto, mi cometido era que el resto de delitos se
archivasen sin más. Sonrió; por la expresión de su cara parecía agradarle mi idea. Era
consciente de que la única conclusión que él sacaba de todo aquello era que no iba a
estar más de dos años en la cárcel. Charlamos una media hora. Me explicó cómo
había sido el atraco, y cómo le habían detenido; e incluso me relató los golpes que el
comisario le había propinado para intentar sacarle una confesión sobre aquellos
asuntos de la carpeta. Parecía orgulloso de haber resistido aquella paliza sin decir
palabra. Yo, por mi parte, le di unas pautas a seguir en el juicio, y le expliqué qué y
cómo debía contestar a las preguntas que se le iban a hacer; era un joven listo, así
que, no tuve necesidad de repetírselo. Al final, todo saldría según lo previsto, y la
condena de seis años dictada por el juez podría acabar convirtiéndose en dos si él
seguía mis indicaciones dentro de la prisión.

La siguiente visita tardó unos meses tras la sentencia. Era preferible que él se
fuese adaptando a la vida en prisión, y una vez instalado yo entraría en juego. Fue a
mediados de Septiembre de aquel mismo año, y en aquel mismo cuarto de visitas.
Me recibió con una sonrisa. Una vez más, me senté frente a él. Empezó a hablar sin
apenas decirle yo nada; parecía bastante animado; nada que ver con la vez anterior;
aún a pesar del lugar en el que se encontraba. Lo cierto es que su conversación
resultaba amena, aún a pesar de que no dominaba el lenguaje y era incapaz de
intercalar dos frases subordinadas; se notaba que no había sacado ningún provecho a
sus años de escuela, y que había leído pocos o ningún libro. Tenía cierta picardía al
hablar y en su forma de mirar, y aquel aire desinhibido y un tanto caradura, con el
que me sorprendió por primera vez aquel día, le daban un cierto toque que me
resultó atractivo, aún a pesar de la diferencia de edad que existía. Me habló de cómo
le iba en la cárcel, de las actividades en las que colaboraba, y de que había coincidido
con algún que otro conocido, entre ellos, un tal "Richi". Apenas hablé; dejé que él se
explayase a gusto. Una hora duró aquella segunda visita. Al final, me preguntó sobre
qué tenía que hacer para salir de allí cuanto antes, en un par de años, tal y como yo le
había dado a entender. En verdad, poco le tuve que decir pues, como ya apunté, era
listo, y por sí solo sabía que portándose bien y colaborando llegaría aquella
reducción; lo que seguramente le sería más difícil iba a ser controlar su genio. No
hablamos sobre nada más. Me despedí de él y fui hacia la puerta. No la había abierto
cuando me preguntó por mi siguiente visita. Me volví. Me resultó muy gratificante
que aquel joven se interesase por volver a verme; no era lo más habitual. Le prometí
que sería muy pronto.
Cumplí, pues no tardé más de un mes en volver a verle. En parte porque creía en
la voluntad de aquel chico por redimirse, y en parte, aunque de esto tardé tiempo en
percatarme, porque había algo en él que me atraía, aún sin ser capaz de explicar el
cómo ni el qué. Fue en aquella tercera visita cuando empezó a relatarme su vida. Allí
sentado, fumando un cigarrillo que yo misma le entregué, me empezó a hablar de su
barrio —Contrueces—, de su amigo el "Piños" —al que más tarde se uniría el
"Culebra" —, del "Pinbol", del "parque", del "Mamen" y su banda, del Manolo y la
familia Álvarez, de todos aquellos y aquello que de alguna forma eran parte de su
vida. Llevaba más de media hora hablando cuando, sin motivo aparente, se cayó
bruscamente. Le miré Me miró. Le pregunté qué le ocurría, por qué había dejado de
hablar. Hubo unos segundos de silencio; parecía recapacitar.

—¿Quieres que te cuente la verdad? —me dijo al fin.

—¿La verdad? —le pregunté un tanto extrañada, pues creía que estaba siendo
sincero—. ¿Qué verdad?.

—La verdad sobre todos esos papeles que tienes de mí —respuesta tajante. Lo que
pretendía era relatarme su vida con pelos y señales, aún cuando eso le suponía
incriminarse en muchos de aquellos delitos que habían quedado pendientes de
resolución—. Pero tienes que prometerme que no le irás con el cuento a la "pasma".

—Todo ha sido archivado por el juez. Soy la última persona que tiene algún
interés en que eso se vuelva a sacar —le respondí con voz firme buscando su
confianza—. Desbarataría toda la defensa que hice en tu juicio, y eso, no me favorece.

—Vale. Me fío de ti —sonrió—. Eres una tía legal.

Me causó gracia aquella definición de mi persona. Él recapacitó durante unos


segundos, como si estuviese poniendo en orden las ideas; entonces, empezó a hablar.
Fue relatándome, con un estilo un tanto caótico y sin ningún tipo de narrativa, cómo
él y el "Piños", habían empezado a hacer pequeños hurtos, chiquilladas casi sin
importancia, hasta que llegaron a aquel primer radiocasete. Ahí, en ese punto, fue en
el que se detuvo. A partir de ahí empezaría toda la escalada delictiva que le acabaría
llevando hasta el momento y el lugar en el que se encontraba. Tras otro inciso para
recapacitar, continuó su relato.

Mis visitas empezaron a ser mensuales. En cada una de ellas él me contaba una
parte de su vida, relatándome sus andanzas con todo tipo de detalles; seguramente el
comisario hubiese estado encantado de oír aquella confesión, sin embargo, había
dado mi palabra de que todo lo que me contase no iba a salir de aquella sala, y estaba
dispuesta a cumplirla. Al llegar a casa apuntaba en un cuaderno todo lo que aquel
día me había relatado, conformando, de alguna forma, una serie de anotaciones en
las que se iba narrando su vida. En cierto modo, a pesar de que me resultaría muy
útil, poco sabía de la vida de aquellos delincuentes juveniles, pues la mayor parte de
ellos se mostraban reacios a contármela; así que, que aquel joven me relatase
abiertamente todo lo que había hecho, sin llegar a explicar los motivos, pues en cierto
modo los desconocía, me ayudaba a comprenderles mejor. Aquellas conversaciones
con Paquito resultarían mucho más fructíferas que las horas que había pasado
leyendo las páginas de sucesos, en busca de noticias relacionadas, o analizando las
vidas del "Vaquilla", del "Jaro" o del "Torete", por citar a algunos conocidos
delincuentes de la época. Para él, no eran más que una sucesión de acontecimientos,
más o menos desgraciados, de los que guardaba más o menos gratos recuerdos; sin
embargo, para mí eran algo más, pues detrás de todo aquello, en muchas de sus
palabras, de sus expresiones, de su forma de pensar, se escondía la verdadera raíz del
problema, aquella que había que desenterrar si se quería erradicar aquel tipo de
delincuencia que, de unos años para entonces, no hacía más florecer en los barrios
periféricos de todas las ciudades, ya fueran grandes o pequeñas.

Así transcurrió su primer año de encarcelamiento. En conversación con el director


de la cárcel, pude corroborar su buen comportamiento durante aquel tiempo; incluso
se había alejado del "Richi" y sus amigos, lo cual era algo positivo, y se había
centrado más en los trabajos que se realizaban en los talleres de reinserción. Mi
relación con él era muy cercana; entre nosotros se había forjado cierta confianza que
nos daba licencia incluso para que él, de cuando en cuando, me regalase alguna
caricia, me sonriese o dejase caer algún cumplido; en cierto modo, aquello me
gustaba. Incluso puedo asegurar que me gustaba tanto, que en las dos últimas visitas
me había ocupado de arreglarme especialmente, aún cuando en mi fuero interno me
veía como una tonta frente al espejo. A todo aquello se unía el hecho de que por
aquel entonces no pasaba por una buena situación sentimental.

—Estás muy guapa, hoy —me espetó de repente, sin venir al caso.

—Gracias... —le respondí de forma tímida. Me había sorprendido.

—Te noto triste —me siguió diciendo.

—¿Por qué lo dices? —parecía una chiquilla tonta. Me estaba dejando llevar a su
terreno como una inocente colegiala.

—Porque sí. Se te nota —concluyó con cierta firmeza.

—Bueno... —dudé unos instantes. No sé porqué lo hice, pero confesé—. No estoy


pasando por un buen momento.

—Te ha "dejao" el novio —nunca habíamos hablado de mi vida privada, así que,
aquella respuesta acabó por trastocarme por completo. Asentí tímidamente con la
cabeza; me sentía ridícula—. Pues peor "pa" él. No sabe lo que ha "dejao".

—Tengo que irme...


Sentí la necesidad de salir de aquella habitación. Me levanté y fui hacia la puerta,
pero él rápidamente salió a mi alcance y me detuvo agarrándome del brazo. Intenté
zafarme, pero no pude; me sujetaba con fuerza. Me volvió. Clavó sus ojos sobre mí.
Estaba confusa. Era presa de un conglomerado de sentimientos contrapuestos,
reprimidos por la profesionalidad que se me debía presumir.

—¿Por qué te marchas?. Aún es pronto —me dijo sin dejar de mirarme a los ojos.
No supe qué responder—. Me gustas. Estás muy buena.

Me besó. Sentí el calor de su boca en mis labios; la fuerza de sus manos


sujetándome los brazos. Por unos segundos intenté resistirme. No pude. Como
profesional sería capaz de explicar lo que me sucedió; como mujer, me dejé llevar.
Nos besamos apasionadamente. Noté cómo sus manos recorrían todo mi cuerpo,
acariciaban mis senos, y subían hasta mis mejillas. Entonces él, con un movimiento
brusco, me volvió y me puso cara a la pared, mis manos en alto, las yemas de mis
dedos apoyadas sobre uno de los muros de la habitación. Dejé que me subiese la
falda hasta dejarme totalmente descubierta de cintura para abajo. De un fuerte tirón
rompió mis bragas. Sentí como acercaba su entrepierna a mis nalgas mientras me
besaba el cuello; hacía mucho tiempo que no estaba con una mujer. Éramos
cómplices de la pasión. Entonces sentí cómo me penetraba. Experimentaba su
vigorosidad en cada envite que me daba. Le oía jadear en mi oído, mientras yo
trataba de contener mis gritos de placer para no alarmar a los guardias. Hasta que al
final llegó el orgasmo, y él, tras una última y fuerte sacudida, se separó de mí. Me
volví. Estaba extasiada. Le observé en silencio mientras se subía los calzoncillos y los
pantalones. Fue hacia la mesa y se sentó en la silla. Recompuse mis ropas todo lo bien
que mis nervios me dejaron, y le dediqué una última mirada. No nos dijimos nada.
Abrí la puerta y salí del cuarto sin despedirme.

Tardé tres meses en poner en orden mis sentimientos. Durante aquel tiempo no
dejé de recordar una y otra vez aquel día. Durante muchas noches sentí su aliento
jadeante como fuego en mi oído, y sus manos recorriendo mi cuerpo. Nunca ningún
hombre me había hecho sentir lo que aquel joven, de pie en aquel cuarto: sucia y
deseada. Tres meses tratando de olvidar aquello; fue en vano. Me resigné a creer que
podría anteponer la razón a la pasión y decidí que tenía que volver a verle;
engañándome a mí misma de que lo hacía como profesional, porque aún aquel joven
podía aportar mucho más a mi trabajo, y porque su reinserción supondría un logro
profesional y personal, un hecho que podría cambiar muchas cosas.

La cara lavada y ropa que en modo alguno agraciase mi figura; ese fue el plan de
aquel día, y de esa forma me presenté en la cárcel del Coto. Por lo que me adelantó el
director, Paquito había preguntado varias veces por mí; parecía interesado en volver
a verme. Como una tonta traté de explicar que sería por el trabajo que estábamos
haciendo; no hice otra cosa que levantar sospechas. Con todo, aquel día me obligaban
a darle una mala noticia; su madre había fallecido. Tanto tiempo sin vernos y lo
primero que le tendría que decir no iba a resultarle agradable, pensé para mis
adentros; al menos, aquello serviría para que él tuviese algo en lo que pensar, y
evitaría cualquier acercamiento. De camino al cuarto de visitas fui pensando las
palabras que debía usar para darle aquella noticia, máxime cuando la muerte de su
madre había sido de forma violenta, arrojándose por una de las ventanas que daban
al patio interior del edificio en el que vivía. El director había acordado con la
hermana de Paquito que sería ella quien le diese la noticia, pero al saber de mi interés
por tener otra entrevista con el joven, decidió que una psicóloga sabría moverse
mucho mejor en aquel terreno; lo que ni siquiera sospechaba era qué había ocurrido
entre esa psicóloga y aquel recluso.

Entré en el cuarto. Se repetía la misma escena de siempre con él esperándome


sentado al otro lado de la mesa. Me senté en mi silla. Él echó una calada a su
cigarrillo y me miró. Sonrió. Sonreí. Silencio. Más silencio. Así dos o tres minutos tan
solo mirándonos. Ninguno de los dos sabía qué decir. Entonces decidí que lo mejor
era decirle lo de su madre. Busqué las palabras apropiadas; no las encontré. Se lo dije
como pude, tratando de suavizar el impacto de la noticia. Él no dijo nada. Lo
observé. Aquello no parecía preocuparle demasiado. Sabía su historia, y podría haber
pensado que no le iba a importar; pero era su madre. No digo que debería haberse
echado a llorar, pues cada cual exterioriza el dolor a su manera, pero es que no
parecía en modo alguno afligido. Me sorprendió. Pero aún me desconcertó más
cuando habló.

—La última vez te fuiste sin decir nada —me dijo. No supe qué responder—.
¿Qué pasó?. ¿No te gustó?. Porque a mí me gustó mucho.

—No, no, no es eso —me disculpaba. Para mi propio asombro me disculpaba.


Realmente no entendía cómo podía ser que aquel joven me confundiese de aquel
modo. Traté de reaccionar—. ¿No tienes nada que decirme?.

—¿Decirte de qué?. Ya te lo dije la última vez. Me "molas" un montón. Estás un


rato buena —me espetó, así sin más, como si tal cosa.

—No me refiero a eso... —recapacité unos instantes. Estaba totalmente


descolocada y no sabía cómo explicarme—. Digo, sobre lo de tu madre. ¿No me dices
nada?.

—¿Y qué quieres que te diga? —frío, sin ningún atisbo de sentimiento. Me encogí
de hombros; no sabía qué responder—. "Palmó", ¿no?. Pues "palmó". ¡Qué le vamos a
hacer!.

—¿No le tenías cariño a tu madre? —le pregunté extrañada. Repasaba en mi


mente libros y tratados de psicología intentando buscar una explicación a aquello.
—¿Y por qué se lo iba a tener? —me respondió—. Total, para lo que miraba por
mí...

Aun no siendo del todo fiel a la realidad, era la apreciación que él tenía de su
madre. Quizás ella sí se hubiese preocupado por él; sin embargo, no había sido capaz
de transmitírselo de la forma más clara posible, y él, confundido y perdido en su
mundo, no se había sentido querido ni cuidado por ella, lo que hacía que le
guardarse algún tipo de resentimiento. No supe qué decirle. Empezaba a
cuestionarme si realmente podía hacerme llamar psicóloga. Entonces, tras unos
minutos de silencio, decidí dar un giro a aquella conversación.

—¿Por qué no me cuentas algo más de tu vida? —le dije.

—¿Y qué quieres que te cuente? —me respondió él—. Ya te lo conté todo. Hasta
cómo llegué aquí.

—Bueno... Entonces háblame de cómo te ha ido este tiempo.

Me miró, sonrió, y empezó a hablar. Seguramente se había percatado de que


tendría que volver a ganarme, de que yo no estaba por la labor de seguir con aquella
extraña relación —si así se la podía llamar—, que habíamos empezado en mi última
visita. Sin embargo, demostró ser más listo que yo, y logró hacerme creer que se
había olvidado de aquello. No fue así.

Dejó que pasase el tiempo, que mis visitas se fuesen haciendo cada vez más
frecuentes. Al final, sin ni siquiera percatarme de ello, volvía a arreglarme cada vez
que iba a verle. Me dejé embelesar por él hasta que volví a caer en sus brazos. Fue un
lluvioso día de Enero del ochenta y dos. Dejé que se acercase demasiado a mí, y
acabamos haciendo el amor en el suelo de aquel cuarto. Hizo que no solo me sintiese
deseada, sino amada, y acabé encaprichándome de él como una estúpida colegiala.
Tanto, que de visitarle una vez al mes pasé a visitarle una vez cada quince días. Llegó
un momento en que, como si de una droga se tratase, necesitaba sus clandestinos
besos y sus apasionadas caricias; los empecé a buscar semana tras semana,
puntualmente todos los viernes. Y él me los dio. En cierto modo, debía atraerle
físicamente, y por su juventud tenía necesidades que cubrir; había encontrado en mí
la forma perfecta; nunca debía haber llegado a sentir nada más que puro placer.

Aquella regularidad en mis visitas levantó sospechas entre el personal de la


prisión, y dos meses más tarde el director me llamaba a su despacho. Se mostraba
preocupado, y parecía no saber cómo dirigirse a mí. Yo, no llegaba ni por asomo a
sospechar lo que ocurría. Al final, después de varios titubeos y vacilaciones, me
habló con franqueza.

—Soy consciente de lo que ocurre en ese cuarto —me dijo. No respondí, pues no
sabía qué decir—. No son necesarias explicaciones, Ana Belén. No me interesan ni las
razones ni detalles —me siguió diciendo. Yo, aún no había articulado palabra—.
Mira, ese joven ha conseguido la reducción de condena y un mes estará en la calle.
Tú, como su abogada, ya lo sabrás, ¿verdad? —asentí con la cabeza. Es más, había
recibido la notificación el día anterior y estaba deseosa de comunicárselo—. Bien,
pues si el juez se entera de lo que ha estado ocurriendo en ese cuarto, toda tu defensa
y todos tus informes serán papel mojado, y el joven no estará en la calle. Sería una
pena, porque ha tenido un comportamiento ejemplar —fruncí el ceño. Fue en ese
momento cuando corroboré que mi relación con Paquito había sido descubierta—. En
cierto modo, me consta que ha sido así gracias a ti, y por eso no voy a decir nada.
Mantendré todo esto en secreto con la condición de que no se vuelva a repetir —
hubo unos instantes de silencio. Quizás esperaba una respuesta por mi parte, pero yo
no tenía ni la más remota idea de qué decir, así que, concluyó que mi silencio era
positivo—. Hoy te limitarás a darle la buena noticia y te despedirás de él. Busca
cualquier excusa, dile que le verás cuando esté fuera, o haz lo que quieras, pero vete
sin más y no vuelvas. Una vez fuera, no es cosa mía. ¿Estamos de acuerdo? —hice un
leve asentimiento de cabeza. Me sentí como una quinceañera que recibe una
reprimenda del director del instituto—. No tengo más que decirte. Si quieres irte...

Me fui. Así sin más. Tampoco había nada más que decir y, por otro lado, debía
salvaguardar mi profesionalidad, tanto como abogada como psicóloga. De camino al
cuarto de visitas recapacité sobre todo lo ocurrido. Aquella breve entrevista con el
director de la cárcel había hecho que recobrase la cordura. En aquel momento decidí
que lo mejor era que me alejase de Paquito; después de todo, era la opción más
sensata.
PARTE VII
REDACCIÓN DEL DIARIO "EL COMERCIO", GIJÓN.
PRIMAVERA DE MIL NOVECIENTOS NOVENTA Y DOS.

Recuerdo que aquel año todo giraba en torno a la "Expo" de Sevilla, los Juegos
Olímpicos de Barcelona, o el quinto centenario del descubrimiento de América;
España parecía el epicentro del mundo, pero yo no quería escribir sobre nada de todo
aquello. Así se lo había hecho saber a mi redactor jefe, al que, en principio, no le
gustó mi actitud. Sin embargo, dos días más tarde, cuando estaba sentado en mi
pequeña mesa de la redacción, se acercó a mí, y con el semblante serio, arrojó sobre
mis papeles un periódico de finales de los setenta.

—Escribe sobre eso —me dijo.

Miré la portada del periódico. Hablaba de un atraco perpetrado por unos chicos
de no más de quince años; delincuencia juvenil. Levanté la cabeza y le miré. Seguía
allí de pie, frente a mí. Esbozó una sonrisa. Treinta años llevaba en aquello del
periodismo; yo, tan solo uno. No comprendía qué pretendía que escribiese, así que se
lo pregunté.

—Eso es historia de España —hizo una mueca de sonrisa—. España está de moda,
¿no?. Escribe un artículo sobre eso y, si es bueno, lo publicamos en la revista semanal.
Investiga sobre el tema, y a ver qué sacas.

Regresó a su despacho. Recuerdo que estuve allí sentado durante una hora,
recapacitando, leyendo una y otra vez aquella noticia. Entonces empezaron a
venirme nombres a la cabeza, títulos de películas, titulares de periódicos; aquello
parecía una mina que poder explotar. "Quinqui", me repetía una y otra vez camino
de casa. Busqué su acepción en el diccionario. Así se conocía a los "mercheros", y era
una derivación del término quincalleros, o vendedores de quincalla, cosas de metal
baratas, que en el lenguaje coloquial acabó por servir para denominar a un grupo
social marginado que, con frecuencia, recurría a la delincuencia.

La mayor parte de historias y documentación me llevaban a ciudades como


Bilbao, Madrid o Barcelona, y aquello, de alguna forma, me resultaba un tanto lejano.
Necesitaba más proximidad, más cercanía, alguna historia de allí, de Gijón. Bajé a la
hemeroteca del periódico y pasé los siguientes días buscando en las páginas de
sucesos de la ciudad. Allí encontré un nombre: José Francisco Rodríguez Canal, alias
"Paquito". Lo apunté en un folio y decidí seguir su pista.

Al día siguiente me cité con un amigo policía en el café "Dindurra", por saber si
podría arrojarme algo más de luz sobre aquel nombre. Lo hizo. Aquella misma tarde
me llamó para confirmarme que efectivamente podía decirme algo más. Volví a
citarme con él en el mismo café. Se presentó allí con un papel en el que había
apuntado un nombre: Ana Belén Fernández, abogada y psicóloga; al lado, una
dirección de Oviedo. Me explicó que el tal José Francisco se encontraba, por aquel
entonces, recluido en la prisión del Coto, y que podía conseguirme un pase para
hacerle una visita. Me dijo que aquella mujer había sido su abogada y orientadora
social durante su primer internamiento en la cárcel, y que seguramente ella también
me podría ayudar. Decidí hacerle una visita.

Era una mujer de unos cuarenta y cinco, delgada y de aspecto serio pero afable.
Conseguí llegar hasta ella previa concertación de cita; fingí ser un posible cliente para
sus servicios de letrada. Seguí la farsa hasta que nos sentamos en su despacho;
cuando ella me preguntó sobre cuál era el motivo de mi cita, decidí sincerarme. Al
principio se molestó, pero al decir el nombre de José Francisco, su actitud pareció
cambiar.

—Sí, le conozco —me dijo tras recapacitar unos segundos—. ¿Qué quiere saber de
él?.

—Bueno, verá, lo cierto es que mañana mismo tengo una entrevista con él en la
cárcel del Coto —le expliqué—. Sin embargo, me gustaría hablar con usted por saber
su punto de vista como abogada y orientadora social que fue de él.

—¿Para qué quiere saber nada de José Francisco? —me siguió preguntando.

—Quiero escribir un artículo sobre la delincuencia juvenil de aquellos años y,


bueno, desgraciadamente, parece ser que José Francisco estuvo bastante relacionado
con ello —seguí explicándole.

—¿Un artículo?. Ya se han escrito muchos artículos sobre esos temas —hubo unos
instantes de silencio—. Yo misma escribí alguno. Fue un tema bastante en boga
durante unos años. Por la denuncia social que suponía —me aclaró.

—Lo sé, pero la mayoría de historias que se cuentan son, digamos, de los de
siempre, de los que de alguna forma se hicieron famosos —hice una pausa para ver
cuál era su reacción; se mantenía seria, atenta a mis palabras—. Ya sabe, los de las
películas...

—Sí, ya sé —recapacitó durante unos segundos—. ¿Me promete no dar fuentes ni


hacer públicos ciertos datos, digamos, comprometedores?.
—Sí, claro —le dije tras dudar unos segundos.

La mujer se levantó y salió del despacho. Minutos más tarde regresó con un
cuaderno que dejó sobre la mesa. Se sentó en su silla y me habló.

—En ese cuaderno están anotadas todas mis visitas a José Francisco. Se podría
decir que ahí está toda la historia de José Francisco relacionada conmigo —me acercó
el cuaderno—. Quédeselo. Pero, por favor, escriba un buen artículo.

—Muchas gracias. Y descuide, lo haré —ya me había levantado y me disponía a


salir del despacho cuando le hice una última pregunta—. ¿Cuánto hace que no ve a
José Francisco?.

—Diez años —me respondió—. De todas formas, ahí lo tiene todo.

Me acompañó hasta el vestíbulo del piso en el que tenía su despacho y vivienda.


Justo cuando estaba a punto de salir por la puerta, entraron un hombre y una niña de
unos ocho años. El hombre me saludó educadamente, y la niña, tras un "hola mamá",
salió corriendo pasillo adelante.

—Una última cosa —le dije antes de salir—. ¿Por qué no le ha vuelto a ver?.

Ella me miró fijamente durante unos segundos; parecía pensar la respuesta. Su


marido la esperaba dos metros por detrás. Me hizo un gesto indicándome el
cuaderno y se despidió educadamente. Comprendí que debía leer aquellas notas. Salí
de la vivienda y ella cerró la puerta tras de mí.

Nunca hubiese imaginado lo que había escrito en aquel cuaderno. Recuerdo que
pasé toda la noche leyendo aquellas anotaciones, obnubilado por la historia que
relataban. No tenía un artículo, tenía todo un libro. Fue por aquel entonces cuando
empecé a formar la idea de contar la historia de Paquito; tan solo me faltaba el
consentimiento del propio Paquito. Con la convicción de conseguirlo acudí al día
siguiente a la cárcel del Coto.

Lo que me encontré allí fue a un demacrado drogadicto de treinta años que no se


asemejaba para nada a las descripciones dadas por aquella mujer en su cuaderno.
Extremadamente delgado, los ojos hundidos en negras cuencas, brazos castigados
por la heroína, expresión perdida; en sí mismo podría decirse que era un desecho
social, si no fuese por la rudeza del término. He de reconocer que, por un momento,
pensé en levantarme e irme de allí. Sin embargo al fin y al cabo, no tenía nada que
perder, así que, me presenté.

—¿Y qué coño quieres? —me espetó sin ningún tipo de consideración o
educación.

—Me gustaría saber tu historia...


—¿Mi historia? ¿Y para qué coño quieres saber tú mi historia? —más que hablar
parecía escupir las palabras.

—Bueno, verás, he estado hablando con Ana Belén Fernández —su rostro pareció
cambiar. Había probado suerte con aquel nombre, y parecía surtir efecto—. Me ha
estado contando cosas de tu adolescencia, hasta que te ingresaron la primera vez en
la cárcel...

—Ya... ¿Y?. ¿Qué saco yo contándote nada? —me respondió.

No iba a ser tarea fácil, ni de un día. En aquel mismo instante supe que si quería
que aquel drogadicto me contase algo, tendría que ganarme su confianza, y esto no
parecía en modo alguno sencillo.
PARTE VIII.
VERANO DE MIL NOVECIENTOS OCHENTA Y DOS.
LA SEGUNDA OPORTUNIDAD.

A Paquito le soltaron el mismo día que se disputaba en el estadio "El Molinón" el


partido entre Alemania Federal y Austria, que ganaría la primera por un gol a cero.
Era el año del Mundial de España, el de "Naranjito", aquel en el que nuestra selección
no estuvo a la altura de las circunstancias, quedando descalificada en la segunda fase
en medio de la polémica y el bochorno. Pero todo esto le era ajeno a Paquito.

Por aquel entonces, del Coto a su casa era un paseo de más de una hora, pues
estaba obligado a rodear todo el cementerio de Ceares para bajar por un camino de
hormigón hasta la altura del campo de fútbol "El Manantial"; de ahí hasta lo más alto
de la barriada obrera aún tenía un cuarto de hora a buen paso. En la misma ciudad,
pero bastante lejos de casa, por eso le pasaron a recoger Nuria y su marido. Su
hermana se había casado, con aquel novio que tenía, un par de meses más después
del fallecimiento de su madre; era la forma que tenían ella y su hermano Diego, de
asegurarse su protección. Había sido una ceremonia sencilla, sin trajes, flores, ni
convites.

Nuria echó hacia delante el asiento delantero del SEAT 850, y Paquito, tras un
seco saludo, se acomodó en la parte trasera del coche. No articularon palabra. Su
hermana, días antes, había tenido una conversación con el director de la prisión, y
éste le había dado una serie de consejos o pautas a seguir con él, advirtiéndole de que
parecía dispuesto a enderezar su vida; a ella le alegró oír aquello, pero sin llegar a
ilusionarse, pues sabía que no iba a ser tarea fácil.

En aquellos dos años que había estado recluido en la prisión del Coto, muchos
eran los cambios ocurridos en el barrio. Finalmente se había llevado a cabo el
proyecto del "parque", así que, ya no estaba aquel viejo barracón, que había servido
de escuela, en el que tenían su lugar de encuentro el "Mamen" y los suyos, y el
descampado se había convertido en el parque de "Las Palmeras", un modelo de zona
verde muy difundido en aquella época, con una zona central destinada a los juegos
infantiles, en la que había una pista para bicicletas, rodeada de parterres en los que
predominaba el césped sobre el arbolario, con el mobiliario básico de bancos de
hormigón, columpios y toboganes de hierro y chapa, y algo muy demandado por los
vecinos, una pista polideportiva. Más arriba, los viejos barracones—escuelas a los
que Paquito había ido, cerraban definitivamente aquel año sus puertas; los niños eran
trasladados a los colegios Noega y Nicanor Piñole, construidos cerca del Palacio de
San Andrés de Cornellana, a pocos metros de donde vivía Paquito; allí sería donde
Diego cursaría su último curso de E.G.B. En aquel tiempo, también se había
empezado a edificar en parte de los solares vacíos que había en el barrio; sin
embargo, habría que esperar a los años noventa para que se produjese la verdadera
expansión.

Más tarde, un breve paseo le bastó para saber qué había ocurrido con dos de sus
lugares emblemáticos. El "Pinbol" había cerrado, por jubilación del Chema, y nadie
había venido a sustituirle, así que, de alguna forma, se quedaban sin sala de
recreativos. El "Peralta" se había convertido en un hormiguero de yonquis; por aquel
entonces, gracias en parte a la labor de gente como el Manolo, la lacra de la heroína
se había extendido a gran velocidad por el barrio, y el recién inaugurado parque de
"Las Palmeras" servía de lugar de encuentro, teniendo al "Peralta" como antesala del
mismo; el Fermín había traspasado el negocio, y los nuevos amos dejaban entrar a
aquel tipo de clientela que, de alguna forma, no les favorecía en absoluto. No gozaba
de muy buena fama el barrio, y todo aquel hervidero de drogadictos que se dejaban
ver por sus calles contribuía sobremanera a crear una imagen poco halagüeña del
Contrueces de aquellos años; el tiempo la acabaría por corregir.

Aún evitándolos, supo de "el Mamen" y los suyos. El "Mamen" había tenido un
final un tanto trágico. Según le dijeron, en medio de una discusión por dinero, con el
"mono" de la heroína en su punto más álgido, había matado a su propio padre a
navajazos. Viendo el cuerpo ensangrentado entre las sábanas de la cama, y antes de
que nadie en la casa pudiese hacer nada, acabó por derrumbarse completamente.
Huyó corriendo. Dos días más tarde, una vecina le encontraba en las carboneras del
edificio donde vivían, muerto, la jeringa aún clavada en su brazo; carcomido por la
culpa, destrozado por la heroína, había decidido poner fin a su vida con una
sobredosis. El "Porro" y el "Pupas" deambulaban por el parque; se habían pasado al
"caballo", y estaban completamente enganchados a la jeringuilla. En ocasiones les
acompañaba el "Guille", el menor de los Álvarez, por aquel entonces demasiado
aficionado a los "porros".

El Manolo, finalmente, se había quedado en un "camello" más del barrio, bajo la


tutela del "Ferdi" que, con el "Boss" en la cárcel, se había hecho con el tráfico de la
heroína en toda la ciudad. Hacía un par de meses que el mayor de los Álvarez había
sido padre por segunda vez, y la "Noe" había dejado la "Farola" para dedicarse al
cuidado de sus dos hijas. Aunque en menor medida que su difunto hermano —si es
que existe una regla de medidas en estos casos—, el Manolo se había enganchado a la
misma mierda que traficaba; la "Noe" le acompañaba en casi todos los "picos"; ni
siquiera los llantos famélicos de sus hijas podían impedirles que se "chutasen". Por lo
que se refería a los suyos, el "Francis", la "Vane" y el "Charly", solían también
deambular por el parque y, por supuesto, también se habían enganchado a aquella
misma lacra.

Llegaron a casa. Nuria y su marido seguían viviendo con Diego en aquel piso de
la barriada obrera. Aún a pesar de todo lo ocurrido, existía un fuerte lazo sentimental
que retenía a su hermana en aquella vivienda; su marido, acorde con su carácter,
respetaba aquella opinión, y había renunciado a llevársela a su nuevo piso de
Pumarín. Paquito, sin articular palabra, se fue a su habitación hasta la hora de cenar.

Fue en la cena cuando empezaron a hablar. Nuria, siguiendo las pautas marcadas
por el director de la prisión, empezó a preguntarle sobre cuáles eran sus intenciones;
parecía tenerlo claro: trabajar. Nuria miró a su marido; éste asintió con la cabeza.
Había hablado con un conocido del polígono de Tremañes, y podía meter a trabajar a
Paquito en un almacén; serían unas horas por la mañana, pero al menos, tal y como
estaba la situación laboral por aquel entonces, era algo nada desdeñable. Paquito lo
pensaría aquella noche; a la mañana siguiente aceptaría. Suponía un primer paso; el
siguiente era que se mantuviese alejado de todos aquellos que podían ejercer sobre él
una mala influencia.

Aquel año llegó el circo al barrio. Era algo inusual que un circo acampara por allí,
pues solían ubicarse más al centro de Gijón, hacia la, por entonces, estación de
RENFE, o en las proximidades del estadio "El Molinón", donde el recinto del "Pueblo
de Asturias". Pero en aquella ocasión se instalaron donde los barracones—escuela, en
el descampado que había entre los edificios de la barriada y la hilera de bajos
comerciales donde había estado el "Pinbol".

Desde el primer día que llegaron y empezaron a montar su enorme carpa, Diego
empezó a decir que quería ir. Paquito, que había cobrado su primera mensualidad,
decidió pagarle la entrada y acompañarle; después de todo, en aquel primer mes no
había hecho otra cosa que ir de casa al trabajo, y del trabajo a casa, así que, le vendría
bien aquella distracción.

Allí estaban, en el primer día, a la primera función esperando en la cola de la


taquilla, cuando llegó Silvia; la chica acompañaba a su hermana pequeña.

—Hola... —le dijo ella tímidamente por puro compromiso.

—¿Qué tal? —él se alegraba de verla.

—Bien, ¿y tú? —Silvia titubeaba. De sobra sabía dónde había estado Paquito
aquellos dos últimos años.

—Bien... Con el peque al circo... —le respondió. Se notaba que existía cierta
tensión; había motivos suficientes para ello—. ¿Es tu hermana? —la chica asintió con
la cabeza—. Ah, vaya, no la conocía... —concluyó.
No hubo respuesta. Caminaron en silencio según iba avanzando la cola y, al llegar
a la taquilla, Paquito se volvió y le habló.

—Sois dos, ¿verdad? —le preguntó. La chica, un tanto desconcertada, asintió


tímidamente con la cabeza. Paquito se dirigió entonces al hombre de la taquilla—.
Cuatro entradas. Dos de adulto y dos niños...

Cuando el hombre le entregó los billetes, Paquito se retiró de la fila e hizo una
seña a Silvia para que le siguiese; aquel día invitaba él. Silvia, sin acertar qué decir, le
siguió separándose unos metros de la cola. Entonces, Paquito le entregó sus dos
entradas. Ella le miró; desconfiaba.; conocía a Paquito y sabía que el chico no hacía
nada sin motivo.

Caminaron juntos hacia la entrada de la carpa, pendientes de sus respectivos


hermanos.

—¿Por qué nos invitas? —le preguntó ella finalmente.

—¿Qué pasa? ¿Está prohibido? —le dijo él con aquel punto chulesco que tanto le
caracterizaba—. Te invito porque me apetece, y punto.

—Vaya... —ella recapacitó unos segundos. Seguramente aquella pregunta no era


lo más protocolaria posible en aquel momento, pero le corroía la duda—. ¿De dónde
has sacado el dinero...? —temió una mala contestación por parte de Paquito, pero él
solo se limitó a sonreír; tenía asumido cual era su imagen, así que, consideraba
normal que ella le preguntase aquello—. O sea, que, ¿qué haces? —concluyó ella
como tratando de disculparse.

—Trabajo por las mañanas en un almacén de Tremañes —le respondió Paquito.

—Ah, vaya... —ella parecía sorprendida.

—¿Qué pasa?. Ahora soy legal... —le dijo él tratando de disipar dudas.

—Me alegro... —balbuceó ella sin saber qué responder.

—No pasa nada, Silvia. Es normal —recapacitó unos segundos—. Estuve en el


"trullo", así que es normal que no te fíes.

—Ya... ¿Y cómo es eso? —pregunta estúpida de niña inocente. A él no pareció


importarle.

—Jodido, pero te acostumbras... —parecía dispuesto a responder a todas aquellas


cuestiones que la chica pudiese plantearle; parecía haber madurado, y aquello
arrancó una sonrisa de la boca de Silvia—. ¿Y tú qué?. ¿A qué te dedicas?.
—Quiero estudiar magisterio... —él frunció el ceño; no sabía que era aquello de
magisterio; le sonaba a cosa de abogados—. Para profesora de niños... —le aclaró ella.

—Ah, ya, la señorita Silvia... —bromeó Paquito—. Y, ¿la señorita Silvia tiene
novio?.

—Sí... —respondió ella tímidamente tras unos segundos de silencio.

—Pues vas a tener que dejarle —le dijo él con cierta picardía.

—¿Y eso? —ella volvía a pecar de inocente.

—Porque vas a salir conmigo...

Silvia sonrió. Nunca había dejado de querer a Paquito, y el saber que parecía
haberse reformado, rompía las barreras que le separaban de él. En esos momentos
entraron en la carpa del circo. Se sentaron juntos, dejando a sus hermanos a cada uno
de sus respectivos lados. No hablaron más del pasado, ni de la cárcel, ni de lo que
Paquito había hecho o dejado de hacer y, aquella tarde, se centraron en disfrutar de
la función. Por aquel entonces, los circos eran lo de siempre, sin apenas ninguna
modernidad, con sus leones, trapecistas, malabaristas y payasos, encargados todos
ellos de montar un espectáculo de unas dos horas, descanso incluido para vender
rifas del sorteo de algún regalo de escaso valor, mientras alguno de los artistas
recorría la grada ofreciendo chucherías a un precio bastante elevado. Nada
espectacular, pero con un encanto y cercanía que se perdería con el tiempo. Y allí, en
uno de aquellos bancos montados sobre una estructura de hierro, por cuyos huecos
parecía que te podías caer, Paquito y Silvia fueron retomando aquellos sentimientos
que un día les habían unido, hasta que él pasó su brazo por encima del hombro de
ella, y la abrazó cariñosamente; Silvia no opuso resistencia. Terminada la función,
saldrían cogidos de la mano. Y, al despedirse, se citarían para la tarde del día
siguiente.

No sería una relación fácil. Los padres de Silvia, cuando la chica, un mes más
tarde, les confesó que volvía a estar con Paquito, se opusieron por completo; fue una
reacción lógica, dados los antecedentes del chico, y por mucho que ella se esforzase
en hacerles ver que todo había cambiado, ellos preferían que no estuviese con él.
Silvia se vería abocada a soportar continuas broncas, a mentir, y a ocultar su relación;
se le haría difícil, pero no estaba dispuesta a renunciar a él. Del otro lado, Nuria y su
marido; por supuesto, suponían la otra cara de la moneda, pues ellos sí veían con
buenos ojos aquella relación: Silvia, una buena chica alejada de aquel mundillo en el
que Paquito había crecido, suponía una tabla de salvación. Ellos sí estaban
dispuestos a que aquellos dos jóvenes siguiesen adelante; hasta tal punto, que
intentaron llegar a convencer a los reticentes padres de ella. Entretanto Paquito, que
acudía puntualmente todos los días a su trabajo se cuidaba de mantenerse alejado del
parque, e incluso evitaba encontrarse con el "Porro", o el "Pupas", o cualquiera de
aquellos con los que en su día se había relacionado en mayor o menor medida. A
quien no pudo evitar fue a la Sara.

Ocurrió un día de regreso a casa. Se tropezó con la puta en una de las calles del
polígono de Tremañes; venía de atender a un cliente. Estaba más delgada, y parecía
cansada, aunque mantenía su atractivo sexual. Paquito no pudo evitar el encuentro,
aunque tampoco le preocupó. En cierto modo, incluso, se podía decir que le agradó
encontrarla. Ella, al verle, sonrió.

—Paquito... Entonces... cuando... cómo...

—Aquí estoy... Te invito a un café —le dijo tras recapacitar unos segundos.

Ella asintió con la cabeza. Minutos más tarde, estaban sentados en una de las
mesas del bar del polígono, una especie de cafetería más funcional que acogedora,
pensada para dar un servicio rápido a los obreros, con un menú sencillo a un precio
asequible. Paquito pidió una Coca—cola, y ella un café solo.

—¿Cuándo te soltaron? —le preguntó ella.

—Hace un par de meses —le respondió Paquito—. ¿Qué haces por aquí?.

—Trabajo... ¿Y tú?.

—Lo mismo —ella frunció el ceño; requería una aclaración—. Estoy en un


almacén por las mañanas —le respondió finalmente.

—Vaya, ¿y eso...?.

—Bueno, quiero portarme bien... —le confesó Paquito casi en un susurro; había
ocasiones en las que ni él mismo se llegaba a creer aquellas palabras.

—Eso está bien... —le dijo ella.

—¿Y tú qué?. ¿Qué has hecho estos años?.

—Ya sabes... Lo de siempre... —tomó un sorbo de café—. Te he echado de


menos... —Paquito no supo qué responder—. ¿Quieres venirte hasta casa?.

Aquella proposición le resultó tentadora. Recapacitó unos segundos, los


suficientes para ser capaz de rechazarla. Sabía que cualquier contacto con la gente del
parque echaría a perder todo el esfuerzo de aquellos últimos meses, pero también era
consciente de que los brazos de la Sara suponían el mismo riesgo. Le resultó difícil,
pero fue capaz de hacerlo ante el asombro de ella; seguramente no se esperaba una
negativa.
—Estoy con Silvia —se explicó Paquito a modo de disculpa—. Una novia que
tuve. Es una tía legal, y no quiero perderla. Me está ayudando mucho.

La Sara sonrió; parecía comprenderle. Tomó el último sorbo de café que le


quedaba en la taza, y se puso en pie. Sin articular palabra se acercó a él, le acarició
cariñosamente la cara, y le dio un suave beso en la mejilla a modo de despedida. Le
regaló una última sonrisa, y salió de la cafetería. Paquito la observó mientras se
alejaba; en cierto modo, añoraba el calor de aquella mujer, pero había tomado una
decisión, seguramente la más correcta, y ella, con aquel gesto, había dejado claro que
la respetaba. Se quedó allí sentado hasta que terminó su Coca—cola, entonces se
levantó, pagó las consumiciones y salió de la cafetería; su vida giraba únicamente
alrededor de Silvia y aquel trabajo en el almacén cargando cajas.
23

Los días y los meses transcurrieron sin más hasta que llegó aquel veintinueve de
Octubre, con la resaca de las primeras elecciones ganadas por el PSOE de Felipe
González. Iba a ser una tarde como otra cualquiera, pero todo se empezó a complicar
cuando llegó Silvia. La chica traía la cara un tanto desencajada y parecía preocupada.
Habían quedado donde siempre: en la cancha que había donde los barracones—
colegios, y que servía de entrenamiento para los benjamines del Club Deportivo Las
Clotas. Paquito la esperaba sentado en un bordillo de hormigón, fumeteando un
cigarrillo Ducados; ya no recordaba cuando había sido la última vez que había
fumado un "canuto". Silvia, como siempre, subía calle arriba, pero en aquella ocasión
su paso era más lento; Paquito empezó a sospechar que ocurría algo. Pensó que
podría tratarse de sus padres, pues aún a sabiendas de que finalmente se habían
resignado a que ella anduviese con él, era consciente de que aprovecharían cualquier
oportunidad para separarlos. No era aquello. Silvia, la voz entrecortada, casi en un
susurro, le dijo que tenían que hablar. Buscaron un lugar reservado. Lo encontraron
en uno de aquellos bancos de los jardines de la barriada obrera, el mismo en el que él
y el "Piños" habían pasado largos ratos. Paquito había insistido repetidamente en
saber qué le ocurría a la chica, pero ella no le respondía; esperó a estar sentados en
aquel banco de asientos de madera y soporte de hormigón; entonces habló.

—Estoy embarazada...

Fue un jarro de agua fría. A Paquito se le agolparon los recuerdos. Regresó el


"Piños" y Lola, toda aquella historia cuyo trágico final era incapaz de olvidar. Sin
embargo, en aquella ocasión, lo ocurrido con su amigo iba a servirle como
experiencia. Silvia le miró, esperando una respuesta por su parte. Él la miró. Por un
segundo la vio desangrada en aquella misma mesa que se había desangrado Lola. No
quería aquello para ella. En el fondo, aunque no fuese capaz de reconocerlo, quería
demasiado a aquella chica como para someterla a un incierto destino en algún
clandestino matadero. No, en ningún modo quería aquello para ella.

—Vamos a tenerlo —le respondió en un alarde de serenidad y responsabilidad.

—Pero... —ella dudaba—. ¿No te importa saber si yo quiero?.


—¿Y qué quieres hacer? —le preguntó él.

—No lo sé —la chica estaba confusa—. Es que yo tenía unos planes... —planes
que se veían totalmente trastocados con aquel embarazo—. No sé si quiero tenerlo...

—Lo tendrás —le dijo él. Ella le miró. No parecía muy de acuerdo—. ¿Te acuerdas
de "el Piños"?. ¿Y de Lola, la de los Álvarez? —ella asintió con la cabeza—. Sabes de
qué murió Lola, ¿no?.

—Algo oí...

—Fue culpa mía —Paquito se puso en pie—. Yo fui quien les buscó ese sitio
donde la mataron. Por mi culpa acabaron matando a "el Piños". No quiero que tú
pases por eso —concluyó Paquito.

—¿Quieres tenerlo? —le preguntó ella.

—No quiero que te pase a ti nada —le respondió él.

—¿Y mis padres? —quizás aquello fuese lo que más temía ella.

—Se lo diremos —Paquito hizo una pausa. Necesitaba armarse de valor para
afrontar aquello—. Yo se lo diré. Me casaré contigo y tendremos el niño.

—O niña... —apuntilló ella.

—Lo que sea... Yo hablaré con tu padre.

Le costó un fuerte puñetazo en la cara. Bastante había tenido que tragar el padre
de Silvia para aceptar la relación de su hija con aquel "quinqui", como él le llamaba,
como para encima soportar que se hubiese quedado embarazada de él.

En verdad Paquito no había tenido ningún tacto al transmitirles la noticia,


máxime cuando aquella era su primera visita. En cierto modo, el padre de Silvia
había descargado en un solo golpe todo su desprecio contenido toda su impotencia
por no haber podido hacer nada por alejar a su hija de aquel joven; el anuncio del
embarazo, en boca de aquel "quinqui", no era sino la gota que colmaba el vaso.

Paquito cayó sobre el sofá. Aturdido, se puso en pie como pudo, y apretando sus
puños contuvo su rabia; en otro momento, quizás no tan lejano, le hubiese devuelto
aquel golpe sin dudarlo. Silvia fue en su auxilio. Sangraba por la nariz y tenía un
labio reventado. La madre de la chica sujetaba a su marido; temía que el hombre
acabase por cebarse a golpes con aquel joven. Paquito se recompuso. Con un pañuelo
trató de parar la sangre que salía por sus narices. No articuló palabra. Demostró la
suficiente entereza como para lanzar el mensaje de que él estaba allí, dispuesto a
recibir todos los golpes que fuesen necesarios. Tras unos minutos de tensión, el
padre, algo más tranquilo, le habló.
—Al menos tendrás intención de casarte, ¿no? —le dijo. Paquito asintió con la
cabeza—. Pues entonces prepararemos la boda. Te vendrás a vivir aquí con nosotros.
Tendréis a vuestro hijo y lo criareis, pero aquí con nosotros.

Había quedado latente la figura del padre protector. No había nada que negociar.
Paquito estaba obligado a acatar las condiciones impuestas por aquel hombre si
quería estar cerca de Silvia y su hijo. Las acató, sin más, sin ninguna réplica.

Silvia parecía feliz, aunque en su fuero interno sentía que aquel embarazo no
deseado cuartaba muchas de sus ilusiones; por lo pronto, lo de estudiar magisterio
iba a quedar pospuesto. Sin embargo, la verdadera cuestión era cuánto tiempo iba a
aguantar Paquito subyugado a las órdenes de aquel hombre, empecinado en
controlar toda su vida con la convicción de buscar lo mejor para su hija.

Dos meses tardaron en preparar la boda. Todo lo dispuso aquel hombre:


ceremonia, banquete, invitados, trajes; todo, no dejó nada en manos de su hija y aún
menos en manos de Paquito. Ni tan siquiera lo consultó con Nuria y su marido. Con
todo, fue algo estrictamente familiar, discreto, pues aquel hombre no entendía que
hubiese algún motivo de alegría como para celebrar un gran banquete. Fue un diez
de Enero del ochenta y tres cuando Paquito contrajo matrimonio con Silvia.

A Paquito, la vida en casa de los padres de Silvia se le hacía bastante difícil de


llevar; estaba sometido a un continuo control y a unas exigencias y presión que no
hacían otra cosa que despertar su lado rebelde, aquel que durante aquellos meses se
había ocupado de aletargar. Tres semanas después del matrimonio, el padre de Silvia
daría otro golpe de timón: había conseguido que admitiesen a Paquito en ENSIDESA;
pasaría de su trabajo de media jornada en el almacén de Tremañes, a barrer y cargar
escombro a jornada completa en la siderúrgica. Recordaría aquel quince de Marzo de
mil novecientos ochenta y tres como el día en que todo volvería a cambiar.

—¿Qué te pasa? —le preguntó ella.

Había sido su tercer día de trabajo en la siderúrgica. Paquito, un tanto hastiado, se


arropaba con las sábanas de la cama matrimonial que los padres de Silvia les habían
dispuesto en la que había sido la habitación de ella; aún seguían allí sus peluches, su
escritorio, y sus pósters.

—¿Por qué no nos vamos de aquí? —le dijo él al cabo de unos segundos—.
Alquilamos un piso y nos vamos a vivir solos. Los dos.

—Yo estoy bien aquí... —se sinceró ella casi en un susurro—. Mis padres nos
ayudan mucho...
—¿Tus padres? —había cierta ironía en aquellas palabras—. Estoy hasta los
cojones de aguantar a tu padre. Joder, todo lo quiere controlar. Me controla hasta en
el curro.

—Lo hace por nosotros... —Silvia trataba de disculpar el comportamiento de su


padre.

—¡Y una mierda! —Paquito parecía descargar su enfado—. ¡Yo quiero irme de
aquí!.

—No nos vamos a ir. Aquí estamos bien —Silvia se mostraba firme y convencida
—. Ya nos iremos cuando el niño tenga un par de años. Tenemos que ahorrar para
comprarnos un piso...

Paquito se volvió refunfuñando. Se cubrió la cabeza con la sábana y fingió querer


dormir. Silvia le observó durante unos segundos; le quería, pero tenía miedo, y
únicamente se sentía realmente protegida bajo la tutela de sus padres. No tenía la
más remota idea de cómo hacerle ver aquello a Paquito, al que, sin embargo, su
padre no hacía más que juzgar, vigilar, y reprender.

A partir de aquel día Paquito empezó su propia guerra. Decidido a no acatar que
su vida estuviese en continua tela de juicio, buscó la forma de expresar su rebeldía.
La encontró donde la encontraría cualquiera de su edad: en violar los horarios
establecidos. Nunca llegaría a casa antes de las diez de la noche; dejaría que Silvia,
sus padres y su hermana cenasen en la cocina, y él, sin dar explicaciones, se iría a la
habitación y se metería en la cama. Así lo hizo durante una semana, hasta que el
padre de Silvia, ante la impotencia de su hija para corregir aquel comportamiento de
su marido, se plantó delante de él.

—¿Qué te crees que estás haciendo? —le inquirió con cierta brusquedad.

—A mí nadie me controla —le respondió Paquito plantándole cara.

—¡Mientras estés bajo este techo te controlo yo!

El padre de Silvia era un hombre alto y fuerte, con un fuerte tono de voz capaz de
acobardar a quien se le pusiese por delante. Serviría con cualquiera, pero no con
Paquito. Bastó aquel fuerte grito para despertar su carácter rebelde; la cuerda se
había tensado demasiado y acababa de rompe Clavó sus ojos en el hombre, y se
enfrentó a él.

—¡Yo hago lo que me sale de los cojones! —le gritó.

Silvia trató de levantarse de su silla; su madre se 1 impidió. A la chica no le


gustaba nada aquello; conocía Paquito, y sabía de su mal carácter; forzado al
máximo, su acciones eran impredecibles, difíciles de anticipar. Por un momento llegó
incluso a temer por la vida de su padre.

—¡Niñato de mierda!.

El hombre levantó la mano, dispuesto a descargar sobre Paquito un fuerte


puñetazo. Entonces su mujer, asustada, se levantó de la silla y corrió a detenerle; ella
era la confidente de su hija, y sabía que Paquito no estaba cómodo en aquella casa, así
que, aquel golpe, lejos de arreglar las cosas, podía estropearlas aún más; al final, todo
iba en contra de su hija. Los padres de Silvia forcejearon durante unos instantes; al
final, el hombre, escuchando las súplicas de su mujer, acabó por ceder. Pensaron,
equivocadamente, que su hija podría acabar convenciendo a Paquito. Aquel día
terminó así. El padre dejó que Paquito se fuese a su cuarto, como hacía siempre, y él
regresó a la cocina con su familia para acabar de cenar.

Sin embargo, a Paquito su nueva vida le pesaba como una losa, y cada día aquel
peso era aún mayor. Abrumado por la responsabilidad de su próxima paternidad,
atado por la rigidez de unos horarios laborales que ocupaban casi todos sus días,
importunado por las normas impuestas por el padre de Silvia, agobiado por no tener
ni siquiera un momento para sí mismo, caminaba hacia la desesperación, y ansiaba
encontrar una vía de escape a todo aquello; la única que conocía era la calle, pues
nadie se había ocupado en ningún momento de enseñarle ninguna otra.

Así poco a poco, un día tras otro, iba llegando cada vez más tarde. Aborrecía
entrar en aquel piso de las viviendas de Uninsa en la carretera del Obispo. Prefería
vagar sin rumbo por las calles del barrio; recordaba los tiempos de "el Piños", cuando
los dos perdían el tiempo callejeando, mientras se fumaban unos Ducados, o un
canuto, si es que aquel día había suerte, y hablaban de tonterías que no iban a
ninguna parte. Al llegar a casa, nadie le decía nada. Únicamente Silvia trataba, con
suaves palabras, de convencerlo para que cambiase su actitud; él no estaba por la
labor; ella, acababa por resignarse pensando que el día que naciese su hijo todo
cambiaría.
24

—¡Coño! ¡Paquito!.

Serían las doce de la noche. Haría un mes del enfrentamiento con el padre de
Silvia. Aburrido de dar vueltas sin rumbo por la calle, había decidido regresar a casa.
De camino, sin poder evitarlo, se había tropezado con el "Porro". Al igual que los del
resto del grupo, estaba bastante desmejorado, y parecía que tropezaba al hablar.

—¿Qué pasa? —le respondió Paquito en un tono un tanto apático.

—¿Qué hay de tu vida, jodido? —el "Porro" trataba un acercamiento amistoso—.


Que andas por ahí y no vas a ver los colegas...

—Con mis cosas... —Paquito parecía reticente.

—¿Cosas?. ¿Qué coño cosas?. ¿Cuánto hace que te soltaron del "trullo"?.
"Mogollón" de tiempo, que lo sé yo. Y los colegas, ¿qué?. A tomar por el culo, ¿no? —
le reprochaba el "Porro".

—Oye, tío, no me "vaciles". No estoy para coñas... —aquel tropiezo inesperado no


le había gustado, y se lo hacía saber.

—Ya te veo, ya. Tienes cara de "amuermao". ¿Qué coño te pasa? —concluyó el
otro.

—No te importa.

Paquito, con suavidad, echó a un lado de la acera a "el Porro", y se dispuso a


seguir su camino. Entonces algo le detuvo. Repentinamente sintió una necesidad que
ya apenas recordaba. Se volvió y, tratando de ser más amable, se dirigió a aquel
yonqui.

—¿Tienes algo? —le preguntó.

—Algo de qué... —parecía disimular; desconfiaba.

—"Pa" liarme un "canuto". ¿Llevas algo encima? —Paquito se explicó.


—¿Y eso a ti que más te da?. Tú ya pasas de estos rollos, ¿no?. Que todo se sabe...
—el "Porro" seguía sin fiarse; hacía demasiado tiempo que poco o nada sabía de
Paquito, así que, aquello podría incluso ser una encerrona.

—Te voy a pagar —Paquito parecía hablar en serio.

—Ya... No tengo nada de "costo". Pero si pagas bien igual te dejo algo de "caballo".
¿Qué dices? —tras recapacitar unos segundos, el "Porro" decidió dejar al descubierto
todas sus cartas; después de todo, en el fondo, sabía que Paquito era "un tío legal".

Paquito asintió con la cabeza. El "Porro" buscó en el bolsillo trasero de su pantalón


vaquero, y sacó una "papelina". Con un movimiento de cabeza le indicó a Paquito
que quería ver el dinero; no se demoró y sacó unos billetes de mil. Hicieron el
intercambio, con el disimulo y naturalidad que solía ser habitual, y se despidieron
con una media sonrisa y unos golpecitos amistosos en los hombros. Aquel día ya era
tarde para fumarse aquella heroína, así que, Paquito decidió dejarlo para el día
siguiente. No fue solo un "chino", fue la antesala de su perdición.

Se las apañó para que el "Porro" le suministrase; sabía que quien andaba detrás de
aquello era el Manolo, pero por aquel entonces no quería tratos con el mayor de los
Álvarez; aún tenían algo pendiente. Lo que empezó siendo un "chino" de
entresemana, pasó a un par de ellos, hasta llegar a uno diario en cuestión de poco
más de un mes. Ahí, en ese momento fue cuando empezaron también las ausencias
del trabajo.

Al principio, el padre de Silvia trató de cubrirlo en la fábrica, pero acabó siendo


en vano, pues llegaron a ser tan seguidas en el tiempo, y tan difíciles de justificar, que
le valieron el despido a falta de un mes para ser padre. Aquello cayó como un jarro
de agua fría en aquella casa, y Silvia, a la que sus padres trataban de mantener ajena
a los problemas que acarreaba Paquito, se sentía totalmente impotente; era incapaz
de hacer nada por corregir la conducta de su marido, y cada día se sentía más sola y
desilusionada. Aferrados a la idea de que al verse padre cambiaría su actitud, y
ajenos al hecho de que Paquito se había enganchado a la heroína, dejaban que hiciese
o deshiciese como quisiese, sin imponerle normas ni ofrecerle trabas. En algún
momento habían llegado a la conclusión de que lo mejor era dejar que el río volviese
a su cauce sin forzar los acontecimientos; lo que desconocían por completo era que el
río había encontrado otro cauce.

Todo se precipitó el día del parto, un quince de Junio de mil novecientos ochenta
y tres. Silvia ingresó en el hospital de Cabueñes con fuertes dolores por
contracciones. Tres horas más tarde traía al mundo a una hermosa niña rubia de ojos
verdes. En la sala de espera, los padres de ella —su hermana había quedado con una
tía—, acompañados por Nuria; Paquito no estaba, nadie sabía de su paradero. La
alegría por el nacimiento se veía empañada por la ausencia del padre del recién
nacido. Silvia encajó aquello como pudo; por desgracia, ya no guardaba ningún
aprecio por su marido. Sin embargo, aún estaba por llegar el golpe más duro.

El padre de Silvia regresó a casa solo, en busca de un camisón para la chica. Entró
en la habitación matrimonial de su hija y se encontró de frente con Paquito. Estaba
tumbado sobre la cama, la cabeza sobre la almohada, completamente embriagado
por los efectos de la droga que acababa de aspirar; aún sobre la mesilla de noche
había restos de heroína en un trozo de papel de aluminio. Demasiado tiempo
conteniéndose como para poder frenar la ira que le empezó a corroer por dentro al
ver aquella escena. Si quedaba alguna duda por resolver, si existía algún temor
infundado, todos ellos quedaban al descubierto en aquella habitación. Maldijo el día
en que su hija se había juntado con aquel "quinqui" y sin más, se abalanzó sobre él
como toro de Miura que irrumpe en la plaza. Paquito fue incapaz ni tan siquiera de
revolverse. El hombre lo cogió por la camisa, lo puso en pie, y empezó a descargar
con furia sus puños sobre su cara y su cuerpo, hasta que, casi sin aliento, dejó que
Paquito se desplomase sobre la alfombra que había al pie de la cama. Lo observó
unos segundos. No se movía, y parecía que no respiraba. Pensó que lo había matado.
Intentó tomarle el pulso, pero fue en vano; estaba demasiado nervioso como para
acertar a encontrárselo. Se puso en pie y corrió hacia el teléfono, en un taquillón del
recibidor.

Cuando media hora más tarde llegó la ambulancia, Paquito aún no había
recobrado el conocimiento. La alfombra estaba manchada por la sangre que había
salido de sus narices y boca. Los camilleros entraron en el piso. Uno de ellos se
agachó al lado de Paquito y puso la yema de sus dedos sobre el cuello del joven.
Asintió con la cabeza; estaba inconsciente pero vivo. El padre de Silvia respiró; serían
muchas las explicaciones que tendría que dar a la policía, pero al menos no había
cometido un asesinato. Colocaron a Paquito sobre la camilla y salieron de la
vivienda; aquella sería la última vez que cruzase aquella puerta.

—Hola...

El encontronazo con el padre de Silvia no solo le había costado un par de dientes


y quedarse con la nariz ligeramente desviada, sino que había servido para que todo
le volviese a explotar en la cara, y acabase viéndose en la calle, sin nadie que le
apoyase. En cierto modo se lo buscó, pues lejos de reconciliarse con la familia de
Silvia, y hacerse cargo de su hija, aunque fuese en la distancia, se apartó de todos
ellos y, egoístamente, se desentendió de cualquier responsabilidad; de alguna forma,
aquello los padres de Silvia se lo agradecieron, pues así conseguían que se alejase
definitivamente de ella. Al salir del hospital, una vez recuperado de las heridas por la
paliza de aquel hombre, Nuria intentó por todos los medios —ayudada siempre por
su incondicional marido—, alejarle de aquello en lo que se había vuelto a meter; él no
aceptó ningún tipo de ayuda, e incluso se reveló contra su hermana, lo que le costó
que acabasen cerrándole la puerta de su casa. Si no era posible hacer nada por él,
mejor tenerle lejos; era la conclusión a la que habían llegado Nuria y su marido.

Dos días vagó por la calle, gastando el poco dinero que había podido arramplar
antes de que Nuria le echase de casa, y durmiendo en portales y soportales del
barrio; al menos las noches de verano no eran frías. Demasiado orgulloso, demasiado
confundido, como para volver a casa rogando perdón, solo le quedaba un lugar
donde sabía que sería acogido sin condiciones; la casa de la Sara.

—Paquito, ¿qué haces aquí?.

Eran las once de la noche. La puta le acababa de abrir la puerta en camisón;


seguramente ya estaba acostada. Paquito se encogió de hombros; no sabía cómo
explicarse, pero tampoco tenía intención de aportar detalles; tan sol buscaba que
aquella mujer le dejase entrar en su casa Apelaba a la confianza que había existido
entre ellos, y la complicidad por aquel secreto que ambos guardaban; por eso no
necesitó palabras; por eso ella, sin necesidad de explicación alguna, le dejó entrar y
cerró la puerta.

—¿Qué te ha pasado? —le preguntó la puta señalando su cara ligeramente


desfigurada.

—Una paliza... —respondió Paquito, la voz entrecortada—. Me dieron de lo


lindo...

—¿Y eso?.¿Quién fue? —se interesó la puta mientras caminaban hacia su


habitación.

—Mi suegro —Paquito recapacitó unos instantes—. Me lo tenía merecido, no te


creas...

—Pero, ¿qué has hecho? —ella, aunque cauta, insistía en que se explicase.

—Es una historia muy larga... —algún día se la contaría; quizás aquella misma
noche, pero no en aquel momento—. Estoy un poco bajo. No tengo a donde ir —se
sinceró finalmente.

—Me tienes a mí —le respondió la Sara justo en el momento en que entraban en la


habitación.

Todo estaba como Paquito lo recordaba. Las sábanas estaban revueltas, así que
pudo constatar que la había sacado de la cama. Entonces vio algo que no esperaba; la
Sara tenía sobre la mesilla de noche una jeringuilla y una cuchara sopera junto a un
mechero. Paquito frunció el ceño y la miró. Ella sonrió.
—¿Quieres probar? —le dijo con total naturalidad—. Es mucho mejor que
fumarse un "chino".

Paquito se encogió de hombros. La Sara sonrió y le indicó que se sentase. Le había


notado algo nervioso, y por el aspecto de sus ojos se podía decir que había vuelto a
los "chinos", así que, estaba segura de que aceptaría aquel "pico". Le dio un cariñoso
beso en los labios y se fue hacia la mesilla de noche. Paquito, sentado en una esquina
a los pies de la cama, observó cómo la puta preparaba la droga.

La Sara abrió uno de los cajones de la mesilla y sacó una papelina en la que había
un poco de polvo de heroína. Colocó el polvo sobre la cuchara y lo mezcló con un
poco de agua que tenía en un vaso en una esquina de la mesilla. A continuación,
haciendo alarde de buen pulso, cogió un trozo de limón que había al lado del vaso, y
exprimió unas gotas en la cuchara. Ayudada por el mechero, disolvió el contenido de
la cuchara a base de aplicarle calor. A aquella mixtura resultante le colocó un
pequeño trozo de algodón; cribaba así las impurezas que pudiese haber. Paquito no
dejaba de observarla atentamente. Entonces, tomó la jeringuilla con la otra mano, y
absorbió en ella el contenido de la cuchara. Dejó cuidadosamente la jeringuilla sobre
la mesilla de noche, y se volvió hacia Paquito.

—Ven, quítate la chaqueta y túmbate aquí.

Le dijo mientras preparaba la almohada para que Paquito apoyase sobre ella la
espalda. Cuando se hubo acomodado, la Sara le enrolló una goma alrededor del
bícep izquierdo apretándola fuertemente; las venas de Paquito quedaban al
descubierto.

—Tranquilo, no pasa nada...

Le decía la puta cariñosamente, casi en un susurro, tratando de calmarle, pues


parecía nervioso. Le buscó la vena palpándole el antebrazo. Cuando creyó
encontrarla le sonrió, y, con gran delicadeza, introdujo la aguja. Paquito apretó los
dientes para soportar el dolor del pinchazo. Ella le susurraba para calmarle. La Sara
extrajo un poco de sangre que se mezcló con la droga; era la forma de asegurarse que
había dado con una vena. Presionó la jeringuilla y le inyectó el contenido. Paquito
sintió cómo el líquido entraba en su cuerpo, y reclinó hacía atrás la cabeza a modo de
satisfacción. La Sara le liberó de la goma, y le frotó suavemente el brazo por donde se
había producido el pinchazo, tratando de aliviarle las molestias. De repente, al cabo
de unos minutos, Paquito se levantó repentinamente de la cama y corrió hacia el
baño; no fue capaz de llegar ni a la puerta de la habitación; vomitó. Fue una reacción
inicial bastante desagradable. Cuando se hubo recompuesto, la puta le ayudó a
regresar a la cama. En las siguientes tres horas, Paquito sintió un conglomerado de
sensaciones; desde placer, hasta sedación, pasando por momentos de cierta euforia, e
incluso alivio de cualquier malestar o tensión. Durante todo aquel tiempo, la Sara
permaneció acostada a su lado.
Había sido su primer "pico". En cierto modo, resultaba un tanto irónico que
hubiese sido con la Sara; al final, aquella puta parecía destinada a estar presente en
sus primeras veces. Él la miró. Eran pasadas las cuatro de la madrugada. Estaba
profundamente dormida. Paquito sonrió satisfecho; había encontrado cobijo al lado
de aquella mujer. Lo que no sabía era que su vida con ella iba a estar profundamente
marcada por la heroína. La Sara ya hacía un tiempo que se pinchaba, y su cuerpo,
cada día más avejentado por los efectos de la droga, ya no surtía el efecto de antes en
los hombres, así que, veía cómo su clientela iba disminuyendo; una puta yonqui no
era algo muy cotizado; aún así, sobrevivía gracias a aquel negocio. Con todo, Paquito
estaba obligado a llevar dinero a aquella casa, en aquel viejo edificio de El Llano en el
que ya solamente vivía la Sara; pero no estaba dispuesto a volver a sujetarse a las
cadenas de un horario. Solo quedaba pues una alternativa. Esa estaba en el parque de
"Las Palmeras".

Serían las doce del mediodía del día siguiente cuando se acercó por allí. Era la
primera vez desde que le habían soltado de la cárcel, pues con el "Porro" solía quedar
en otro lugar. Los vio sentados en el mismo banco de hormigón de siempre, a la orilla
de la carretera, casi a la altura de la calle Río Nervión. Cruzó por la zona de juegos
infantiles —estaba abarrotada de niños que se columpiaban, subían y bajaban por el
entramado de hierros en medio del cual había una barra por la que se deslizaban, se
tiraban por el tobogán, o corrían unos detrás de otros—; y bajó caminando por la
estrecha acera que había entre los bancos de hormigón y la zona ajardinada.

—¿Qué pasa? —fue su saludo.

—¡Coño! ¡Paquito! —exclamó el "Pupas"—. Buenos ojos te vean...

—¿Qué haces aquí? —le replicó el "Porro" molesto.

—¿No se puede venir a ver a los colegas? —le respondió Paquito en un tono un
tanto irónico—. ¿O qué?.

—Ya, seguro... ¿Qué coño quieres?.

El "Porro" desconfiaba de él. Temía que tratase de comprarle algo y le dejase al


descubierto; el "Pupas" no era muy de fiar y podía irle con el cuento al Manolo. Sin
embargo, Paquito no estaba allí por eso, y se lo dejó claro.

—¿Quién manda ahora en la banda? —les preguntó.

—¿Qué coño banda? —le inquirió el "Porro"—. Aquí solo estamos este y yo. A
veces viene el Guille, el hermano del Manolo. Nada más.

—Hablando del rey de Roma... —dijo el "Pupas" señalando con la cabeza hacia la
pista de bicicletas—. Ahí le tenemos.
El Guille avanzaba caminando, triángulo de chocolate en la mano, hacia donde
estaban ellos. Parecía contento. Lo observaron en silencio. El pequeño de los Álvarez
acostumbraba a dejarse caer por el parque bastante a menudo, seguramente bien
adoctrinado por su hermano el Manolo para que le mantuviese informado. El mayor
de los Álvarez hacía tiempo que no salía de casa, pues mantenía una guerra con el
"Ferdi" que le obligaba a no dejarse ver mucho, pero quería mantenerse informado de
lo que pasaba por la calle; para eso tenía al Guille. El "Pupas" y el "Porro" lo sabían,
por eso cuidaban sus palabras cuando aparecía aquel chico. Se cruzó con el "Francis",
la "Vane" y el "Charly", en otro de los bancos de hormigón situado en la isleta de la
pista, esquivó las bicicletas de unos chiquillos, y, atajando por encima del césped,
llegó a su altura.

—A lo que estamos —les dijo Paquito, retomando la conversación mientras se


fumaba un "Ducados" que acababa de encender.

—Coño, tío, que no hay banda —le respondió el "Porro"—. ¿Cómo te lo tengo que
decir?.

—¿Y de dónde sacáis la "tela" para "caballo"? —les interrogó Paquito.

—Aquí cada cual se las "apaña" como puede... —respondió el "Pupas".

—Puedes hacer negocio con el Manolo... Ya sabes de qué va la cosa, ¿no? —le
sugirió el "Porro" en clara referencia al tiempo en que Paquito movía el caballo por
"Las Mil Quinientas".

—Eso no me vale. Los negocios del Manolo me los conozco bien —fue en ese
momento cuando el "Guille" pareció prestar más atención a la conversación—. ¿Qué
pasa? —le inquirió Paquito—. ¿Algún problema? —el "Guille" negó con un leve
movimiento de cabeza—. Pues eso. Que los negocios del Manolo me los conozco
bien. Que ahí no se saca nada. Todo lo más para un "pico" y punto.

—Coño, tío, pensé que no te metías —le dijo el "Pupas" un tanto sorprendido.

—Qué sabrás tú de mi vida... —le respondió Paquito—. Yo hago lo que me sale de


los "güevos", ¿vale?.

—Venga, a lo que vamos. ¿Qué coño quieres tú? —le preguntó el "Porro", pues
sabía bien que Paquito no estaba allí por casualidad.

—Dar golpes guapos —respondió Paquito—. De esos que se saca "pasta gansa".

—De esos sabes tú mucho... —le dijo el "Pupas"—. Pero nosotros pasamos de
"follones" gordos. Vamos a lo fácil. Algún "casete", alguna vieja, cosas de esas, ya
sabes. Tú tiras muy alto. Que lo último fue atracar bancos.
—Lo que pasa es que no hay cojones —le recrimino

Paquito—. Sois unos "cagaos". Antes tú tenías más "güevos", "Pupas". Aquí lo que
se necesita es un jefe. Alguien que mande.

—Ya está el Manolo —puntualizó el "Porro" al ver que el "Guille" volvía a ponerse
alerta; convenía dejar claras las cosas por lo que pudiera ocurrir.

—Ese se dedica a otra cosa —puntualizó Paquito y arrojó la colilla al suelo—. Yo


lo que digo es que necesitáis a uno que mande en la banda, como cuando estaba el
"Mamen".

En eso, una patrulla del 091 enfiló calle Río Nervión adelante, en dirección al
parque, hacia el banco en el que estaban reunidos. Paquito se puso erguido, en
posición de alerta. El "Porro" sonrió; quitaba hierro al asunto. Estaban muy
acostumbrados a que la policía pasase por allí de cuando en cuando; es más, solía
frecuentar el parque bastante, como unas tres o cuatro veces al día. Se trataba de un
control rutinario. Similar a los que hacían ya cuando Paquito merodeaba por allí;
cuando del parque solo existía el descampado. Lo que ocurría era que, de un tiempo
para entonces, aquellos controles eran más frecuentes por el creciente número de
drogadictos que frecuentaban la zona. De vez en cuando les pedían el carnet de
identidad, les interrogaban, y se iban sin más; era como si hiciesen el recuento del
ganado. El coche patrulla se detuvo delante de ellos, y uno de los agentes bajó el
cristal de la ventanilla y les habló.

—Buenos días. ¿Qué hacemos por ahí?.

—Pasando el rato —le respondió el "Pupas".

—Ya, claro —el policía levantó la mirada, hacia el banco donde estaban la "Vane"
y sus dos colegas; hizo un gesto de conformidad—. Muy tranquilos os veo —
continuó diciendo.

—Tampoco hay nada que hacer —era el "Pupas" quien solía llevar la voz cantante
en aquellos interrogatorios.

—A ti te conozco —el policía, el ceño fruncido, tratando de recordar, se dirigía a


Paquito—. Tu cara me suena bastante.

—Pues igual... —le respondió Paquito.

—Coño, ya, eres el Paquito —dijo el policía al fin. Paquito asintió con la cabeza—.
Hace mucho tiempo que no te veía por aquí. ¿Dónde has andado?.

—Por el mundo... —contestó Paquito.


—Ya... —el agente reflexionó unos segundos—. Está bien. Venga vale. Portaros
bien, ¿eh?.

Sin más, levantó el cristal de la ventanilla del coche, y se alejaron de allí, en


primera, observando quién estaba en el parque y si ocurría algo anormal. El "Porro"
esbozó una sonrisa irónica; de alguna forma le resultaba gracioso que aquellos
"maderos" aún se acordasen de Paquito.

—¿Y quién se supone que nos va a mandar? —preguntó el "Pupas" retomando la


conversación donde la habían dejado.

—Pues yo —Paquito parecía firme en su respuesta.

—¿Y eso por qué? —le replicó el "Porro".

—Porque soy el que más cojones tiene aquí, visto lo visto —respondió Paquito.

—Eso habrá que verlo —el "Porro" se ponía de pie, dispuesto a enfrentarse con
Paquito—. Porque igual no es así...

Paquito, sin mediar palabra, le solmenó un fuerte puñetazo en el estómago y le


arreó un empujón tirándolo al suelo; sabía que no iba a sacar nada de un
enfrentamiento verbal. Agarró a "el Porro" por la ropa poniéndole la punta de la
navaja bajo la barbilla.

—Si te meto la "chirla" por el culo, ¿vas a chillar mucho, "maricona"? —le increpó
en tono amenazante.

—Eres un hijo de puta —le recriminó el "Porro" a regañadientes.

—Igual se trata de eso, ¿no?.

Con el "Piños" y el "Culebra" nunca había sido necesaria una demostración de


fuerza. El "Piños" había sido su colega de siempre, y siempre le había sido fiel; y el
"Culebra", pese a aquella ocasión en que tuvieron un pequeño rifirrafe,siempre le
había aceptado como líder del grupo por méritos propios. Sin embargo, el "Porro" era
diferente; sólo entendía por la fuerza, y esto Paquito lo sabía. Con el "Pupas" no
pasaba aquello, pues desde aquel día en Roces le debía la vida; así que, no iba a tener
inconveniente en que él fuese el jefe de la banda. En cuanto al "Guille", el pequeño de
los Álvarez seguramente se adaptaría.

A Paquito no le valía empezar con poco. El primer golpe era necesario que fuese
algo gordo, pues de esta forma se afianzaría como líder del grupo. Le llevó casi un
mes planearlo; un mes que vivió de la caridad de la Sara. Tuvo que hacerse con unas
escopetas recortadas y munición. Ni el "Porro" ni el "Pupas" habían usado antes
armas de fuego, así que, fueron necesarias unas clases rápidas para salir del paso.
Con todo, había que esperar al día justo, el cinco del mes.

Ese era el día de cobro en el almacén de Tremañes donde él había trabajado; el


gerente pagaba en efectivo, así que, la caja fuerte que tenía en su despacho tendría
que estar a rebosar de dinero. Robaron un coche y se plantaron en el polígono,
delante de la nave, a las siete de la mañana del cinco de septiembre de mil
novecientos ochenta y tres. A aquella hora, el lugar estaba desierto.

—¡Joder, Paquito, aquí no hay ni Dios! —exclamó el "Porro".

—Cállate y espera. El gerente está al caer —le respondió Paquito.

El "Porro" y el "Pupas" estaban sentados en el asiento trasero del coche, las


recortadas entre las manos, y los pasamontañas sobre sus rodillas. Delante, al
volante, el "Guille", que por lo que se decía conducía bastante bien, y a su lado,
Paquito, que tenía la recortada entre sus piernas. Miró el reloj, un Casio que se había
comprado cuando trabajaba en aquel mismo almacén; en pocos minutos debería
aparecer el gerente.

—Está todo claro, ¿no? —les preguntó. Asintieron con la cabeza—. Guille, pones
el motor en marcha y esperas. Si ves que empieza a llegar gente, o que la cosa se pone
fea, tocas el claxon. ¿Vale?.

El Guille asintió con la cabeza. Paquito les hizo una seña y se cubrieron las
cabezas con los pasamontañas. Entonces, a escasos metros de ellos, dobló la esquina
un hombre trajeado de unos sesenta años, al que acompañaba una mujer cuarentona.
Paquito hizo una señal y salieron corriendo del coche. El "Porro" se fue a por la
mujer, y Paquito a por el hombre, mientras, el "Pupas" les cubría las espaldas.

—¡A callar! —les dijo Paquito encañonándoles con la escopeta—. Y tirar para
adentro, venga.

El hombre, que acababa de abrir la portezuela que había en el centro del portón
que cerraba la nave, entró en el almacén seguido de Paquito, la mujer con el "Porro",
y el "Pupas", vigilante por si algo se torcía. Aún no habían llegado los empleados;
faltaba una media hora para las ocho.

—Venga, tira para arriba, para la oficina —le decía Paquito al hombre mientras le
amenazaba con el cañón de la recortada.

—Y tú ni te muevas —era el "Porro" quien mantenía encañonada a la mujer.

Subieron por unas escaleras metálicas hasta llegar a una oficina habilitada en la
parte alta de la nave. El hombre abrió la puerta, e irrumpieron en su interior. El
"Pupas" esperaba al lado del portón, por si algún empleado decidía llegar aquel día
antes de tiempo; atento a una posible alarma del Guille.

—Venga, echa aquí todo el dinero —le dijo Paquito y arrojó sobre la mesa del
gerente una bolsa de deporte que llevaba colgada del hombro.

El hombre, tembloroso, abrió un cajón de su mesa y arrojó unos billetes y unas


monedas en la bolsa. Paquito le miró. El hombre se encogió de hombros; pretendía
hacerle creer que no tenía más dinero.

—No me enfades... —le amenazó Paquito apuntándole con la recortada—. Venga,


abre la caja fuerte que tienes detrás de ese cuadro.

Paquito, con el cañón de su recortada, le indicó un cuadro que había colgado en la


pared. El hombre frunció el ceño; no alcanzaba a comprender cómo era que aquel
encapuchado sabía de su caja fuerte. Entonces, en un acto reflejo, creyó reconocer su
voz.

—José Francisco... —balbuceó.

El "Porro" levantó la cabeza y miró a Paquito; aquel hombre le había descubierto.


Paquito trató de disimular, y le volvió a insistir para que abriese la caja. El hombre,
despacio, aterrorizado, fue hacia el cuadro y lo descolgó; tal y como había dicho
Paquito, allí había una caja fuerte. La abrió. Estaba llena de billetes que fue
depositando en la bolsa de deporte. Cuando hubo terminado, Paquito cogió la bolsa
y se dispuso a salir de la nave; entonces el hombre, mirándole fijamente, volvió a
hablar.

—José Francisco, ¿eres tú?.

El "Porro" dio tres pasos adelante, aproximándose al hombre, y le descerrajó un


tiro en medio del pecho. Paquito fue incapaz de mover un músculo, atónito ante la
frialdad con la que su compañero había disparado sobre aquel hombre. La mujer
empezó a gritar fuera de sí. Entonces el "Porro" fue hacia ella y le arreó un fuerte
golpe en la cabeza con la culata de su escopeta. La mujer cayó al suelo inconsciente.

—¡¿Qué coño haces?! —le gritó Paquito.

—¡Venga, vámonos de aquí! —le respondió el "Porro".

Bajaron corriendo las escaleras metálicas, salieron al exterior de la nave, mientras


el "Pupas" les preguntaba qué había sucedido, y fueron hacia el coche. Minutos más
tarde abandonaban el polígono de Tremañes, y enfilaban en dirección al barrio de La
Calzada.
Paquito parecía enfadado. Aquello no había salido como él había planeado; no
hubiese sido necesario disparar sobre aquel hombre, ni agredir a la mujer. Sin
embargo, el "Porro" parecía satisfecho con lo que había hecho. Irían a la altura de los
astilleros cuando Paquito, enfadado, se volvió en el asiento y se dirigió al "Porro".

—¡¿Por qué coño le disparaste?! —le recriminó.

—Porque te había reconocido, joder —le dijo el otro.

—Tú eres subnormal —Paquito estaba muy enfadado. En parte por el error
cometido, y en parte porque guardaba cierto cariño a aquel hombre; después de todo
se había portado muy bien con él—. Y si había alguna duda, ahora quedó claro al
dispararle. ¡Gilipollas!.

—¡Qué coño! Si me lo he cargado... —le respondió el "Porro".

—¿Y la mujer...? —Paquito insistía.

—Esa no se acuerda ni de qué día es hoy —sentenció el "Porro"—. Estate


tranquilo, joder.

Al día siguiente, aquella "hazaña" ocuparía la portada del diario "El Comercio". El
disparo de "el Porro" había sido certero, reventando el corazón de aquel hombre, que
había fallecido en el acto. En cuanto a la mujer, aquel golpe en la cabeza había sido
suficiente para producirle una hemorragia interna; moriría horas más tarde en el
Hospital Central de Asturias.

Paquito necesitó unos días para digerir aquel imprevisto y tratar de poner en
orden sus ideas; al menos, algo estaba claro, lo imprevisible e irracional que podía
llegar a ser el "Porro". La parte buena de todo aquello: que habían sacado el suficiente
dinero como para no necesitar hacer nada en un par de meses. Tenía a la Sara, que
había recibido el dinero con una sonrisa, y poco más necesitaba para pasar el tiempo;
podrían estar tumbados todo el día en la cama, haciéndolo sin parar, fumándose
unos "chinos", o metiéndose unos "picos"; a esto último, Paquito se estaba
aficionando demasiado. Cuando la Sara salía, o le decía que se iba a traer un cliente a
casa, él se iba hasta el parque; allí, ocupaba el tiempo discutiendo banalidades con el
"Porro" y el "Pupas", siempre bajo la atenta mirada del Guille, y trabando amistad
con la "Vane" y los suyos; se había fijado en que, últimamente, la "Vane" había
mejorado bastante: había dejado crecer la melena, tenía más tetas, y se le había
ensanchado el culo.

En todo aquel tiempo no había vuelto a ver a Nuria ni a su hermano. Preguntando


por ellos se había enterado de que, finalmente, se habían ido del barrio; seguramente
buscando alejarse de él, o más bien, de los problemas que él les podía acarrear. Por lo
que pudo averiguar, se habían ido a vivir al piso que el marido de Nuria había
comprado en el Polígono de Pumarín, una zona que se había urbanizado y en la que
se habían construido viviendas, con la finalidad de cubrir las necesidades de muchos
obreros que llegaban atraídos por la industrialización de la ciudad. Pero no solo
Nuria se había ido; a Silvia, sus padres, la habían mandado de regreso a Castropol,
con sus abuelos; el barrio era pequeño y no querían que se acabase tropezando con
Paquito. Así las cosas, no le quedaba más alternativa que la que había tomado.

Pero volver al pasado, el de no hacía tanto, nunca hubiese sido completo si el


Manolo no hubiese vuelto a aparecer en su vida. No era más que cuestión de tiempo
que aquello ocurriese, así que, acabó por ocurrir. No había pasado un mes desde el
golpe en el almacén de Tremañes, cuando el Guille le dijo que su hermano le quería
ver. Al principio Paquito se mostró reticente; no estaba por la labor de ver al Manolo,
pues se la tenía jurada por haber matado al "Piños"; sin embargo, se veía obligado a
acudir a aquella cita si no quería buscarse problemas; ya habría tiempo para ajustar
cuentas; es más, volviéndose a ganar la confianza del mayor de los Álvarez
seguramente le resultaría más fácil ajustar aquellas cuentas.

La reunión fue un día entresemana en la habitación del Manolo; allí había


montado su cuartel general, y apenas salía de ella más que para ir al servicio o comer.
Llevaba encerrado en su casa demasiado tiempo, y ya estaba hastiado. Por eso quería
hablar con él.

—¡Cuánto tiempo, Paquito!.

Exclamó el mayor de los Álvarez cuando Paquito entró en el cuarto acompañado


del Guille. Estaba sentado en una pequeña butaca a los pies de la cama. Tumbada
sobre la cama, la Noe, que le dedicó una mirada de indiferencia; había evolucionado
del odio a la indiferencia, lo cual quería decir que ya había olvidado aquel percance
en la "Farola" de años atrás. En la otra esquina de la habitación, de pie, la espalda
apoyada sobre la pared, y los brazos cruzados, estaba el "Charly"; era algo así como
el que llevaba la voz cantante del grupito de los del Manolo.

—Te veo cambiado —le continuó diciendo el Manolo. Él, simplemente, se encogió
de hombros—. Hace año y medio que te soltaron del "trullo" y aún no has tenido
tiempo de venir a verme —le reprochó en un tono un tanto irónico.

—Bueno, creía que no te gustaba que te viniesen a ver a casa —le respondió
Paquito con aquella serenidad que le caracterizaba—. Además, la última vez que nos
vimos estabas algo "mosqueado".

—Verdad, eso es verdad —le respondió el Manolo esbozando una sonrisa—. Pero
las cosas cambian...

La Noe se revolvió sobre la cama, abrió un cajón de la mesilla de noche y sacó una
cajetilla de tabaco. Paquito observó cómo encendía un cigarrillo y echaba la primera
calada. Ella le dedico una mirada de reojo. A pesar de que tenía la cara algo
desmejorada por aquellas ojeras que la afeaban considerablemente, de cuerpo,
Paquito la vio mejor: había engordado unos kilos después del segundo parto y estaba
más favorecida.

—¿Para qué me llamaste? —le preguntó Paquito. Los rodeos del Manolo le
empezaban a cansar.

—¿Qué es eso de la banda...? —el Manolo fue al grano.

—Cosa mía y de ellos —le respondió Paquito haciendo clara referencia a "el
Pupas" y "el Porro".

—Ya. A mí lo que hagan esos dos me importa una mierda. Pero ahí está metido
también mi hermano... —le aclaró el Manolo.

—Quiso apuntarse y necesitábamos a otro —le respondió Paquito—. Pero por mí,
que se quede en casa.

—¿Después de lo de Tremañes?. Ni de coña. Este va contigo a donde digas —


nunca hubiese esperado aquellas palabras del Manolo—. Joder, no hace más que
hablar de ti. Estoy de Paquito hasta los cojones... —bromeaba—. Por eso me gustaste,
cabrón. Siempre dije que tenías los cojones como los de un toro. Lo que me
mosqueaba era que anduvieses por ahí en plan bien, o algo así, que me dijeron.

—¿Qué quieres? —a Paquito no le gustaban los halagos—. No voy a trabajar para


ti, paso de eso.

—Ya lo sé. No te llamé para eso —Paquito le hizo una seña con la cabeza para que
siguiese hablando; quería saber qué era lo que tenía en mente—. Mira, Paquito, yo lo
que necesito es a un tío como tú, con los "güevos" bien puestos. El "Ferdi" se ha
montado una banda chula con el "Moreno" y los suyos, a ese le conoces, ¿no? —
Paquito asintió con la cabeza; recordaba la pelea de El Coto por lo del "Golosinas"—.
Pues yo quiero formar una, y necesito a alguien que mande. A ti. Después del golpe
del otro día, el "Porro" y el "Pupas" van contigo, y este —por el "Guille"—, está
"flipao", así que también te sigue. Aquí tengo a "el Charly". Quiero que tú formes una
banda con los tuyos y con el "Charly" y los suyos. Tú mandas. Porque lo digo yo.
¿Qué me dices?.

Paquito sabía que lo que el Manolo buscaba era hacerse con el negocio de la
heroína en la ciudad. A él eso no le importaba; le bastaba con poder meterse un par
de "chutes" al día y no quería saber más de aquel tema. Pero la idea de formar una
banda le gustaba; siempre le había gustado poder contar con gente; siempre había
tenido en mente golpes grandes que necesitaban de gente. Era cuestión de escuchar
las condiciones del Manolo.
—Lo que hagáis por ahí me la trae floja, ¿vale? —le siguió diciendo el Manolo—.
Yo no quiero saber nada. Solo quiero una cosa. Que le deis al "Ferdi" una buena
escarmentada. Ya estoy hasta los cojones de estar encerrado en casa. ¿Qué me dices?.

—Que vale —respondió Paquito sin vacilar. Tenía un par de asuntos pendientes
con el "Ferdi".

En el mismo momento que puso el pie en la calle, acompañado por el "Charly",


que sería el encargado de dar la noticia a los suyos, y el "Guille", que desde aquel día
no se le separaría ni un minuto, Paquito empezó a darle vueltas al asunto; lo primero
era dar aquel escarmiento al "Ferdi", pero no tenía ni la más remota idea de cómo
hacerlo.

Aquella noche, mientras disfrutaba del sexo con la Sara se lo contó todo. La puta
estaba al corriente de todo lo que él hacía y, como de alguna forma, se beneficiaba de
ello, nunca le reprendía ni le llevaba la contraria, sino que le animaba a seguir
adelante; quizás la Sara no era el mejor ejemplo. Al final, cuando los dos se
desplomaron sobre las sábanas, el aliento aún entrecortado, ella le confesó que podía
ayudarle en aquello; hacía tiempo que el "Ferdi" era uno de sus clientes.
25

Paquito, el "Porro", el "Pupas", el "Guille", el "Charly" y el "Francis", de un lado; el


"Ferdi", el "Moreno" y otros dos del otro. Llevaban ventaja numérica, pero aquello no
iba a servir de mucho; los del "Moreno", como bien sabía Paquito, estaban muy
duchos en aquello de las peleas callejeras. La Sara le había avisado que aquella noche
el "Ferdi" pasaría a verla, así que, era cuestión de esperarle; pero también le advirtió
de que nunca andaba solo, que siempre le acompañaban otros tres; por eso Paquito
requirió de todos los suyos.

Rodearon al "Ferdi" y los suyos en uno de los descampados de El Llano de Arriba,


donde la estación eléctrica. Habían acordado que Paquito iría a por el "Ferdi", y los
demás se ocuparían del resto, siempre atentos por si las cosas se torcían y tenían que
salir en su ayuda; se tomaba aquello, al margen de los negocios del Manolo, como
algo personal, pues el "Ferdi" le debía dos muertes: la de Juancho y la de Marta.

—Coño, Paquito —le dijo el "Ferdi"—. Muy "echao" "pa'lante" te veo. ¿A qué
viene esto?.

—A que el Manolo está hasta los cojones —le respondió Paquito.

Sobraban palabras. Paquito se fue hacia el "Ferdi", navaja en mano. El "Pupas" y el


"Guille" rodearon a "el Moreno", y el "Porro", el "Charly" y el "Francis" a los otros dos.
El "Moreno", diestro en aquellas reyertas, sacó su automática y dio un par de golpes
al aire; con gran habilidad se revolvió entre sus dos contrincantes y clavó su navaja
en el muslo del Guille, que pegó un fuerte grito y cayó al suelo. El "Pupas" no lo vio
claro; aún así, trató de enfrentarse con el "Moreno". Mientras tanto, el "Charly" y el
"Francis" dejaban fuera de juego a uno de los otros, y el "Porro" marcaba la mejilla del
otro con un rápido tajo. El "Ferdi" y Paquito seguían allí, lanzando golpes al aire y
girando en redondo, uno frente a otro, las navajas bien altas. Un fuerte aullido sonó
en la noche; el "Moreno" acababa de clavar su automática en el mismo corazón del
"Pupas"; poco después, el joven moriría desangrado en el suelo. Paquito y el "Ferdi"
rodaron por el descampado, enzarzados en un rifirrafe con sus navajas. El "Porro",
que acaba de dejar fuera de juego a su contrincante, se volvió contra el "Moreno", y,
ayudado por el "Charly" y el "Francis", lo acorralaron. Paquito seguía forcejeando en
el suelo con el "Ferdi". El "Moreno" lanzó un golpe al aire, tratando de alejar a sus
contrincantes; de poco le sirvió. Recibió un navajazo en un brazo, obra de un golpe
del "Porro", y otro en su muslo derecho, cosa del "Francis". Viéndose perdido, buscó
hueco por el que escapar y salió corriendo. En eso, Paquito, clavaba su navaja en el
cuello del "Ferdi" por dos veces, atravesándole la yugular. La sangre le salpicó la cara
y la ropa, y le manchó las manos.

—Estos dos no se mueven —dijo el "Charly" en referencia a los dos de "el


Moreno".

Estaban inconscientes. Uno de ellos, al caer, se había golpeado la cabeza contra


una piedra, y yacía junto a ella en un pequeño charco de sangre. Al otro lo había
noqueado el "Porro" con un fuerte golpe en la nuca. El "Francis" ayudó al "Guille" a
ponerse en pie; por fortuna para el chico, la herida de la pierna no revestía gravedad.

—¡Ostia! El "Pupas" está muerto —gritó el "Porro".

—Joder, "Moreno" hijo de puta... —exclamó el "Charly" con cierta rabia.

—Venga, vámonos de aquí cagando ostias.

No había acabado Paquito de decir aquello, cuando ya habían salido corriendo.


Los asuntos del Manolo quedaban resueltos, y ahora él contaba con aquellos para
hacer y deshacer a su antojo. De alguna forma, a pesar de la pérdida de "el Pupas", se
hacía necesaria una celebración en condiciones; sería en casa de "el Charly".

El "Charly" vivía con sus padres en una de las casas del poblado de Santa Bárbara,
en lo que se conocía como Pumarín Alto, construido en una finca lindante con el
camino que iba de Pumarín a Tremañes. Aquel conglomerado de doscientas
viviendas, todas ellas iguales, según el modelo de casa de planta baja con huerto,
suponía un ejemplo paradigmático de colonia obrera. Aquel día, como ya les había
adelantado, sus padres no estaban, así que el "Charly" había preparado la fiesta en la
habitación que servía de cocina y sala de estar. Cuando Paquito llegó, ya estaban
todos allí.

Habían empezado a beber y comer. Le abrió la puerta la "Vane", aquel día


especialmente atractiva vestida con una minifalda vaquera y unas botas rojo chillón.
Cruzó el pequeño vestíbulo de entrada, y llegó donde tenían montada la fiesta. El
Manolo estaba especialmente feliz, sentado en uno de los sofás, cubalibre en una
mano, y canuto que compartía con quien se acercase en la otra; de él había sido la
idea de celebrar aquella fiesta en homenaje a "el Pupas". Lo cierto era que no parecía
que a nadie de los allí presentes le doliese la muerte de aquel colega; sin embargo,
Paquito sentía cierto resquemor, pues sabía que había caído por un error de cálculo
y, en cierto modo, se sentía culpable. La "Vane" entró en la habitación detrás de él,
pasó por su lado y se fue hacia el tocadiscos en el que sonaba "Los Rockeros van al
Infierno", de "Barón Rojo". Allí estaba el "Francis", que fumeteaba otro canuto a
medias con ella mientras bailaban. El "Guille", recuperado de su herida en la pierna,
deambulaba por la habitación, y el "Charly" bailaba solo en una esquina con un vaso
en la mano.

—¡Coño, Paquito! ¡Ya era hora!.

Exclamó el Manolo tan alto como pudo para que su voz se pudiese oír por encima
de la música al máximo volumen. Le hizo un gesto con la mano para que entrase en
el cuarto. El "Porro" liaba un nuevo canuto sentado en una de las sillas de la cocina.
Paquito fue hacia él y se hizo con el cigarro; le apetecía echar unas caladas. Se
preparó un Gintonic, y fue hacia donde estaba la "Vane"; no sabría explicarlo, pero
tenía ganas de echarle un polvo aquel día. La chica le recibió con una sonrisa en la
boca, y se puso a bailar frente a él.

Dos horas más tarde la fiesta pasaba a mayores. El Manolo sacaba una pequeña
bolsita con polvo de heroína y se la acercaba al "Charly"; ronda de "picos" para todos;
invitaba él. La "Vane", de todos, la más diestra en dar con la vena, sería la encargada
de ir pinchándolos, uno por uno, con la misma jeringuilla. Paquito quedó para el
final. Se sentó en uno de los sofás, la espalda reclinada, y extendió el brazo izquierdo.
La "Vane" le sonrió; en aquellas dos horas se había forjado entre ellos una extraña
complicidad que incluso les permitía caricias y arrumacos. Palpó su brazo buscando
la vena, y le introdujo la jeringuilla. Paquito dejó que la droga la embriagase; ya no
había vómitos ni malestar inicial, tan solo falso placer. La mezcla de alcohol,
marihuana, y heroína, estaba a punto de reventarle la cabeza. Con los ojos medio
cerrados, observó cómo la "Vane" se pinchaba; era la última. Poco después, la joven
fue hacia él sentándose sobre sus rodillas, las piernas abiertas, frente a frente. Se
miraron. Embriagados por los efectos de la droga, se besaron. Poco a poco se fueron
tocando, sobando, hasta que acabaron desnudándose de cintura para abajo. Allí, en
aquel sofá, delante del resto de sus colegas sodomizados por la mezcla de drogas
consumidas, se entregaron al placer del sexo.

Se despedirían de madrugada, con un fugaz beso en la boca. Ella se iría a su casa,


acompañada por el "Francis", y él acabaría durmiendo en un banco del parque de las
"Mil Quinientas". Se cerraba así un capítulo importante para el Manolo, y comenzaba
para él una nueva carrera delictiva. Con el "Porro", el "Guille", el "Charly", el
"Francis" y la "Vane", a su lado, había mucho por hacer. Al "Guille" lo reservaría para
cosas más fáciles, de menor riesgo, pues no quería problemas con el Manolo; al resto,
los utilizaría en todos los golpes que se le fuesen ocurriendo; no había cerrado los
ojos, cuando ya había discurrido uno.

Tenía localizada, desde hacía un tiempo, una pequeña casa en las afueras del
barrio de la Calzada. En ella vivía una pareja de ancianos, de unos setenta y pico
años, solos y sin vecinos alrededor. Seguramente serían de esos que iban al banco a
primeros de mes para sacar toda la paga y guardarla en casa. No sería difícil. Antes,
le repitió varias veces a "el Porro" que estuviese tranquilo; no quería que aquello
terminase como lo del almacén; bastaba con mantener a raya a los viejos. Por lo que
respectaba al resto, en aquella ocasión el "Guille" no los acompañaría, y la "Vane"
quedaría al margen; para ella tenía otros planes. Al "Charly" le dejaría la recortada de
"el Pupas", y el "Francis" esperaría fuera, al volante del coche, vigilando, con el motor
en marcha y dispuesto para la huida.

En la madrugada de un frío día de Diciembre del ochenta y tres, Paquito, el


"Porro", y el "Charly", se plantaron delante de la puerta de aquella vieja casa, ocultas
las caras con unos pasamontañas. Previamente, se habían ocupado de romper a
pedradas el único punto de luz que había en metros: una vieja farola en el borde de la
carretera. Paquito sujetaba dos de las recortadas, la suya y la de "el Charly", que por
ser el de constitución más fuerte sería el encargado de echar la puerta abajo. Paquito
miró a su alrededor: no había nadie; miró hacia el coche donde esperaba el "Francis":
todo tranquilo; entonces, le hizo una señal con la cabeza a "el Charly", que levantó la
pesada maza agenciada para la ocasión, y solmenó un fuerte golpe sobre la vieja
puerta de madera de pino. Al segundo intento la puerta se partía de la mitad hacia
abajo, dejando un hueco por el que rápidamente se colaron los tres. Corrieron por la
casa sin dar voces, enciendo las luces a su paso, según las instrucciones de Paquito,
hasta que encontraron la habitación de los ancianos. La pareja dormía separada en
camas de noventa. El "Charly" encendió la luz, y los ancianos se despertaron
asustados. Fue abrir los ojos y encontrarse a tres encapuchados dentro de su
habitación, apuntándoles con los cañones de sus escopetas.

—Quietos ahí. De moverse nada, ¿eh? —les dijo en tono amenazante Paquito—. Si
no se mueven no les pasará nada, ¿estamos?.

El anciano, incapaz de articular palabra alguna, asintió con la cabeza; la mujer


estaba a punto de desmayarse. Paquito sacó de su bolsillo del pantalón unas cuerdas
y se las dio a "el Porro" que, según lo planeado, amarró con ellas a los ancianos; había
que evitar sorpresas.

—A ver, venga, ¿dónde está el dinero? —les preguntó Paquito. Parecían querer
resistirse—. Venga, joder, donde está el dinero...

—En el salón, en el primer cajón del armario... —balbuceó el anciano.

El "Porro" y el "Charly" salieron corriendo de la habitación. Buscarían en el cajón


que les había dicho el anciano, y en el resto de la casa; había que encontrar todo el
dinero y joyas que pudiesen tener. Paquito se quedó en la habitación, vigilando a la
pareja de ancianos.
—Tranquilos —les dijo—. Si nos dan todo lo que tienen nos iremos y ya está.
¿Vale? —los ancianos asintieron con las cabezas al unísono—. ¿Donde guardan las
joyas? —el anciano señaló hacia el armario que tenían en la habitación.

—Ya está —exclamó el "Charly" entrando en el cuarto.

—¿Tienes el dinero? —le preguntó Paquito.

—Sí.

El "Charly" le mostró el contenido de una bolsa de plástico; dentro había un buen


puñado de billetes. Paquito sonrió y le indicó que buscase en el armario de la
habitación. El "Charly" así lo hizo, pero no encontró nada.

—Ahí no hay nada. ¿Dónde están las joyas? —Paquito, enfadado, iba hacia el
anciano—. Venga, ¿dónde están?.

—Hay que sacar el último cajón. Están guardadas ahí debajo —confesó el hombre.

—¡Joder, sí!.

El "Charly" había seguido las instrucciones del anciano y había dado con las joyas:
pulseras, pendientes, anillos y relojes, todo ello de oro. Rápidamente lo guardó en la
bolsa de plástico. Cuando terminó, se puso en pie. En ese momento regresaba el
"Porro". No había encontrado nada más en toda la casa.

—Venga, vale, da igual —le respondió Paquito—. Vámonos de aquí.

Salieron corriendo de la casa sin que los ancianos pudiesen hacer nada por
impedírselo. Se subieron al coche, el "Francis" metió primera, y se alejaron del lugar
tan rápido como les fue posible. Al cabo de un rato, reían y bromeaban mientras
hacían recuento de lo que habían robado. Todo había salido según lo planeado.
Aquel día lo celebró con la Sara, invitándola a cenar en un bar del centro de la
ciudad.

Con el "Ferdi" muerto, el "Boss" y el "Richi" en la cárcel, y nadie dispuesto a


plantarle cara, el Manolo se había hecho con el control del mercado de "caballo" en
casi toda la ciudad; aquello le bastaba, incluso, en algunos momentos le sobrepasaba.
Contaba con Paquito para resolver los problemas que se le podían plantear, y ajustar
las cuentas que había que ajustar; a cambio, Paquito recibía dinero o heroína, lo que
más le convenía en cada momento. El Manolo iba camino de convertirse en un
adinerado capo de la droga.

A lo largo de aquel año de mil novecientos ochenta y cuatro, Paquito, junto con su
banda, desarrolló una carrera delictiva que se saldó con múltiples robos a bancos,
atracos a joyerías, y asaltos a chalets y naves industriales, que, en ocasiones,
terminaban en arriesgadas persecuciones delante de la policía; persecuciones que
incluso se habían llegado a saldar con algún agente herido.

En un año convulso para el país, con un clima de inestabilidad laboral propiciado


por una elevada tasa de paro, Paquito medró hasta el punto de llegar a tener su
propio coche, un SEAT 132 de finales de los setenta, en el que llevaba a la Sara a uno
y otro lado, y en cuyo asiento trasero mantuvo relaciones sexuales con la "Vane" en
más de una ocasión. La vida de Paquito, durante aquellos meses del año ochenta y
cuatro, giró únicamente en torno a los robos, la heroína, y el sexo, éste último
alternado entre la Sara y la "Vane"; la primera, como confidente y amiga; a la
segunda la acabó convirtiendo en una especie de amante. Tal fue la vertiginosa
velocidad del rumbo que había tomado su vida, que era fácil adivinar que tarde o
temprano acabaría estrellándose. ¿Cuánto tiempo podría aguantar sin que la policía
le atrapase?. Bastaba con que los planes se torciesen para que esto ocurriese. Y se
llegaron a torcer. Fue aquel diez de diciembre de mil novecientos ochenta y cuatro.

Todo acabó en la comisaría. Paquito esperaba en el pasillo, sentado en un banco


de madera, las manos esposadas, custodiado por dos agentes, frente a la puerta de la
sala que el comisario usaba para los interrogatorios; él ya había estado en aquel
cuarto en un par de ocasiones. Dentro estaba el "Porro". Llevaba algo más de media
hora allí encerrado. Entonces, la puerta se abrió y dos policías salieron cargando con
él; estaba medio inconsciente, la cara llena de moratones, los labios reventados y un
fino hilo de sangre cayéndole nariz abajo; le habían dado una buena tunda. Paquito
observó cómo se alejaban por el pasillo, camino de los calabozos, en donde
seguramente sería atendido por una enfermera. Uno de los policías que le escoltaba
le hizo una seña para que se pusiese en pie; era su turno. Intuyendo lo que iba a
ocurrir, se armó de valor y se levantó; echó a andar hacia el cuarto, con paso lento
pero firme.

—¿Qué tal, Paquito?.

El comisario esperaba, junto con otros dos vestidos de paisano —con más pinta de
matones que de policías—, al otro lado de la mesa que había en medio del vacío
cuarto. Le quedaba poco más de un mes para retirarse, así que, no tenía ningún
motivo para reprimirse en sus formas, aprendidas en la antigua escuela franquista.
Los agentes que le custodiaban le sentaron en la silla frente al comisario. Paquito no
articuló palabra. Sereno, con la cabeza alta y la mirada desafiante, aguardaba
acontecimientos.

—Llegué a pensar que no te iba a volver a ver —le dijo al fin el comisario—.
Incluso me cuestioné que, pese a lo que yo pensaba, los métodos de esa psicóloga
amiga tuya podían llegar a dar resultados. Ya ves, al final no fue así. Los mierdas
como tú siempre volvéis —Paquito no respondió a aquella provocación—. Es una
casualidad que el día en que empiezas a aparecer por el parque, y a juntarte otra vez
con el "Porro" y los suyos, se empiecen a dar robos como el que te fastidiamos. Esos
drogatas amigos tuyos se estaban bastante quietos hasta que llegaste; delincuencia
menor, diría yo. ¿Es casualidad, o no? —Paquito se encogió de hombros mostrando
una actitud desafiante; esto pareció molestar al comisario—. Mira, aquí tengo un
montón de atracos en los que sé que anduviste metido. Tú y el mierda del "Porro"
ese.

—Eso lo dirá usted. No lo digo yo —le respondió Paquito a la defensiva.

—Eso me lo dijo el "Porro". Tuve que arreglarle un poco la cara, pero al final
confesó que los dos estuvisteis metidos en esto —le aclaró el comisario—. No hubo
manera de sacarle quien más estaba con vosotros, pero por el momento, me vale para
meterte a ti una buena temporada en "chirona".

—A mí lo que diga el "Porro" me la trae floja —Paquito se mantenía desafiante.

—Pues el "Porro" te ha acusado de asesinato —Paquito frunció el ceño; aquello sí


era serio—. Nos ha dicho que fuiste tú el que mató al gerente de aquella nave de
Tremañes, y luego golpeó en la cabeza a su secretaria. ¿Qué me dices?.

—Que el "Porro" y usted se pueden ir a la mierda.

Creyó que le reventaba la cabeza. El comisario, sin mediar palabra, le arreó un


fuerte puñetazo que, de no ser por uno de los guardias, le habría hecho caer de
espaldas al suelo. En aquel instante, Paquito maldijo el momento en que había tenido
la idea de asaltar aquella gasolinera.

La "Vane" y el "Guille", en aquella ocasión, se quedaron al margen; aquel golpe


requería de mucha rapidez, así que, cuantos menos fuesen, mejor. El plan no era en
modo alguno complejo; bastaba con actuar de forma ordenada y rápida. El objetivo,
una gasolinera de las que abrían veinticuatro horas. Paquito se había encargado de
escogerla, de dejarse caer por allí con su coche para repostar, de estudiar todos los
movimientos que hacían los empleados, y de determinar a qué hora solía estar más
desierta. Cuando lo tuvo claro, acordó el día con los suyos: uno de los días de más
ajetreo, pues de esta forma se aseguraba que la caja estuviese llena de dinero. Fue
aquel diez de diciembre.

No había dejado casi nada al azar; sin embargo, fue el azar quien les jugó una
mala pasada. Hasta el momento no habían fallado en ninguno de sus golpes, y
solamente unos pocos se habían complicado; por fortuna, Paquito había sabido salir
airoso. Por tanto, realmente, nunca los suyos se habían visto acorralados, y Paquito
no sabía cómo podrían responder ante esta situación; para su desgracia, lo supo
demasiado tarde.
Estacionados a unos metros de la gasolinera, en el borde de la carretera, Paquito
miró el reloj. Eran las doce de la noche. A esa hora había cambio de turno en la
gasolinera, y solamente se quedaban dos de los cuatro empleados que solía haber; un
número muy fácil de vigilar. Esperaron unos veinte minutos, para dar tiempo a que
los que salían a las doce se fuesen. Entonces, avanzaron en el coche unos metros más.
Se detuvieron. Paquito y el "Porro" se bajaron, y ocultos por la oscuridad de la noche,
mal iluminada por un par de farolas, corrieron hacia el edificio. El "Francis" y el
"Charly" siguieron en el coche; avanzaron hasta uno de los surtidores. El "Charly"
salió; llevaba la recortada oculta en una bolsa de deporte colgando del hombro; fingía
querer repostar. Poco tardó en llegar uno de los empleados; dejaba solo a su
compañero en el edificio que servía de tienda y oficinas de la gasolinera.

—Ni se te ocurra moverte.

El "Charly", en un rápido movimiento, había sacado la recortada y encañonaba


con ella al empleado que, pálido, inmovilizado por el terror, no supo cómo
reaccionar. Mientras tanto, Paquito y el "Porro", ocultas las cabezas con el
pasamontañas, entraban en el edificio. Paquito se fue rápidamente hacia el otro
empleado, detrás de un pequeño mostrador, mientras el "Porro" se quedaba
vigilando la entrada, separado un par de metros, los suficientes para que no le viesen
desde fuera; había que actuar con sigilo por si llegaba alguien. El "Charly" se ocupaba
de que el otro empleado atendiese a quien pudiese aparecer por allí, con la amenaza
de que si hacía algún movimiento brusco él le pegaría un tiro. Fue en ese momento
cuando la casualidad hizo de las suyas. Por aquel entonces, las gasolineras tenían los
baños fuera, en una esquina del edificio, y al lado de ellos solían haber una cabina
telefónica; así era en aquella. El azar, o la mala fortuna para ellos, había querido que
uno de los empleados se sintiese indispuesto aquella noche, así que, antes de irse, se
había visto obligado a ir al baño; todo aquel tiempo sentado en la taza del retrete. El
"Charly" daba la espalda a los baños, por lo que, cuando el hombre salió, nadie le vio,
pero pudo percatarse de lo que estaba ocurriendo. La faltó tiempo para,
sigilosamente, coger el teléfono y marcar el número de la policía. Mientras tanto, en
el interior del edificio había surgido otro imprevisto: la caja fuerte de la gasolinera,
como la de los bancos, tenía un retardo, y a aquella hora casi todo el dinero estaba en
su interior. Lo más lógico quizás hubiese sido salir corriendo, pero Paquito se sentía
seguro, pues creía tener la situación dominada, así que, decidió que debían esperar.
Pasaron los primeros minutos. El "Charly" y el "Francis" parecían ponerse nerviosos;
no les gustaba estar allí fuera, a exposición de cualquiera que pudiese pasar. El
"Porro" iba y venía, y no dejaba de mirar hacia Paquito y hacia el exterior; se estaba
impacientando. Cinco minutos de espera, en aquellas circunstancias, se podían hacer
eternos. Al fin la caja se abrió, pero lo hizo al unísono que empezaron a sonar las
sirenas de la policía.

—¡Hostia, tú! ¡La "pasma"! —gritó el "Porro"—. ¡Vámonos de aquí, tío!.


—¡Espera, joder! ¡Esto ya está! —le respondió Paquito, que no parecía dispuesto a
irse de allí sin el dinero—. Vigila a este mientras yo "pillo" la "pasta".

El "Porro", a regañadientes, nervioso y sin dejar de mirar hacia la puerta, fue hacia
el empleado de la gasolinera y le encañonó con su recortada. Paquito iba hacia la caja
fuerte y empezaba a llenar su mochila con el dinero. Confiaba en que el "Charly" y el
"Francis" tuviesen la suficiente sangre fría como para esperar un minuto; confiaba en
que las sirenas de la policía, que sonaban por todos los lados y cada vez más cerca,
no les amedrantasen. Se equivocó. Justo cuando ellos salían por la puerta del edificio,
el "Charly" y el "Francis" se alejaban de la gasolinera en el coche a toda velocidad; se
habían sentido acorralados, y lejos de esperar por sus compañeros, habían decidido
huir. Fue en ese instante cuando Paquito pudo comprobar que aquellos no estaban a
su lado por lealtad, sino por obligación o conveniencia; el "Piños" y el "Culebra"
jamás le habrían dejado tirado.

—¡Cabrones! —gritó Paquito lleno de rabia.

—¡Joder, joder, joder! —exclamó el "Porro" viéndose perdido—. ¡Corre, tío, corre!.

Cuando echaron a correr, una de las patrullas de la policía llegaba a la gasolinera.


Segundos después, otra, por otro lado; al poco, otra más, y otra. Cuatro coches de la
policía trataban de rodearlos. Corrieron sin rumbo, a la desesperada, e incluso el
"Porro" había estado a punto de emprenderla a tiros, pero cuando se dispuso a
apretar el gatillo, uno de los coches lo arrolló; poco después, tres policías le
encañonaban en el suelo, en donde, allí mismo, le ponían las esposas. Paquito, más
hábil, fue capaz de alejarse unos metros más; pocos, pues siguió la misma suerte que
su compañero; dos de los coches cortaron su retirada y, cuando quiso darse cuenta,
estaba rodeado de agentes que le apuntaban con sus pistolas y le gritaban que se
tirase al suelo. Paquito, en medio de gritos y a regañadientes, maldiciendo para sus
adentros a "el Charly" y a "el Francis", era esposado e introducido dentro de uno de
los coches patrulla.

El segundo puñetazo sí que le hizo caer de espaldas al suelo. El comisario


descargaba sobre él toda la rabia contenida durante aquellos últimos años; había
encontrado en Paquito el blanco ideal. No sabía cuánto tiempo iba a poder aguantar;
la cabeza era como un bombo, y los oídos le silbaban. Notó cómo por su nariz
empezaba a caer la sangre. Los dos agentes le levantaron del suelo. El comisario
volvía a preguntar.

—¿No tienes nada que me decir? —le gritó.

Paquito no hizo ningún movimiento; trataba de recuperarse del dolor de aquellos


golpes. Entonces, lanzó al suelo un escupitajo y, casi en un susurro, mandó al
comisario a la mierda. Tercer golpe, en el estómago; otro más, en la cara, que hizo
que se le saltase un diente. Bastaba, ya bastaba, no estaba por la labor de seguir
callado.

—Yo no maté a esa gente —dijo al fin—. Lo hizo el "Porro".

—Entonces, reconoces haber participado en el robo... —el comisario parecía


satisfecho; aquellos métodos de la antigua escuela parecían surtir efecto, y esto, de
algún modo, le congratulaba. Paquito asintió con la cabeza—. ¿Y qué me dices del
resto?.

—Se lo diré todo. Pero no quiero que me acusen de lo que no hice —sentenció
Paquito, la boca ensangrentada.

Confesó haber participado en gran parte de los delitos que el comisario tenía
sobre su mesa; al menos, como consuelo le quedaba que no estaban todos. Sin
embargo nada dijo sobre la reyerta que había costado la vida de "el Ferdi" y el
"Pupas". En verdad, el comisario ni siquiera sospechaba de él en aquella ocasión,
pues tenía relacionado a Paquito con la delincuencia callejera, no con temas de droga,
y le bastaba con la retahila de delitos en los que se había incriminado.

Paquito firmó su declaración, escrita a máquina por uno de los policías, y se


dispuso a esperar en los calabozos de la comisaria su encarcelamiento, una vez más,
en la prisión del Coto.
PARTE IX.
PARQUE DE ORUETA, LLANO DE ARRIBA (GIJÓN).
ENERO DEL OCHENTA Y NUEVE.

Lo habían dejado en libertad aquella mañana y, tras vagar sin rumbo por las calles
de la ciudad, había terminado sentado en un banco del parque construido en el solar
que años atrás había ocupado la fábrica de Orueta, en el mismo lugar que habían
encontrado el cuerpo sin vida de su hermano Juancho. Allí estaba, la cabeza apoyada
sobre las manos, mirando al suelo, con los dedos sumergidos entre el enmarañado
pelo, recapacitando sobre su estéril estancia en la cárcel. Estéril porque, por aquel
entonces, la realidad de las prisiones estaba dominada por la toxicomanía y la
subcultura carcelaria, no existiendo apenas cabida para otras actividades educativas
que hiciesen útil el tiempo de estancia en prisión, con el fin de que esta dejase de ser
una escuela de delincuencia; y todo esto en el caso particular de Paquito se traducía
en un hecho simple: había ingresado con un problema de drogadicción, y había
salido con ese mismo problema, incluso aumentado. Tan solo había que observar la
degradación física que había sufrido en aquellos últimos cuatro años, para percatarse
de que Paquito estaba muy lejos de dejar su adicción a la heroína. Había perdido
peso, hasta el punto de que no era más que un saco de huesos; las cuencas de sus ojos
estaban hundidas y amoratadas; e incluso había llegado a perder reflejos.

—¿Paquito...?.

Levantó la cabeza. Allí de pie, enfrente de él, botella de cerveza en la mano, estaba
el "Francis"; le acompañaba la "Vane". Quizás la reacción más normal hubiese sido
levantarse y abalanzarse sobre él, pues gracias a que él y el "Charly" se habían
portado como cobardes había tenido que pasar aquellos últimos cuatro años en la
cárcel. Sin embargo no lo hizo. No lo hizo porque consideraba que aquel asunto
había quedado zanjado en prisión el día que había ingresado el "Charly". Fue en
cuestión de segundos que recordó aquel momento. Paseaba por el patio con el "Richi"
y el "Porro", cuando apareció el "Charly"; le habían caído seis meses por acumulación
de delitos menores. El "Porro" se fue hacia él y la emprendió a puñetazos.
Rápidamente, Paquito, ayudado por el "Richi", les separó. Cierto era que se lo habría
tenido merecido, pues les habían dejado tirados en la gasolinera; pero Paquito, que
por aquel entonces aún mantenía algo de lucidez en su cabeza, sabía que conseguía
más con el perdón que con el castigo. Perdonando al "Charly" obtendría su
agradecimiento, y aquello no era más que el primer paso hacia la lealtad;
castigándole, obtendría su rencor y, probablemente, un deseo de revancha.
Convenció al "Porro" de que no merecía la pena revolver mierda, y estrechó la mano
del "Charly". No había entonces motivo para arremeter contra el "Francis".

—¿Cuándo te han soltado? —le preguntó la Vane.

—Esta mañana —respondió Paquito.

La "Vane" se sentó a su lado; parecía buscar un acercamiento. El "Francis" le


ofreció la botella de cerveza; él la aceptó y tomó un trago. Aquellos dos tenían su
mismo aspecto castigado por la heroína; estaban tanto o más metidos por el "caballo"
como él. Hubo unos instantes de silencio. La "Vane" sacó un paquete de pipas y les
ofreció.

—¿Qué sabéis del "Richi"? —les preguntó al fin Paquito mientras comía unas
pipas.

—Por ahí anda. Hará un año que le soltaron. Estuviste con él en el "trullo", ¿no? —
le respondió el "Francis". Paquito asintió con la cabeza—. Es el que mueve ahora el
"caballo".

—¿Y eso?. ¿Qué pasó con el Manolo? —a Paquito le extrañó aquello; de alguna
forma le costaba creer que aquella sangrienta reyerta con el "Ferdis" no hubiese
servido para nada.

—Está "chungo" en la cama —el "Francis" hizo una pausa—. Tiene el SIDA.

—¿El SIDA? —Paquito dudó un instante—. No sabía que el Manolo fuese


maricón...

—¡Qué coño maricón! —respondió la "Vane"—. Decían que debió pillarlo con
alguna jeringa. No sé, cosa mala. Está hecho una mierda. En cama todo el puto día.

—Joder, qué marrón... —reflexionó Paquito.

—¿Qué sabes de "el Porro"? —le preguntó el "Francis".

—Se quedó en el "trullo". Todavía le quedan unos años... Está jodido, pero bien —
le respondió Paquito, entre trago y trago de cerveza—. ¿Y el "Charly" donde anda?.

—No sé, por ahí. Ya nos dijo que estuvo con vosotros en la "trena". Que andaba
por allí también el "Richi" —concluyó el "Francis".

—Sí. El "Richi" era el que nos pasaba el "caballo" ahí dentro —Paquito pareció
recapacitar durante unos segundos—. Se portó como un tío legal, el cabrón...
—¿Qué tal por ahí? —le preguntó la "Vane" haciendo referencia a la cárcel.

—Aburrido. Portándome bien para que me soltasen. Una jodienda —fue la


respuesta de Paquito—. ¿Qué hacéis?.

—Por ahí, por el parque, por el barrio... —le respondió el "Francis"—.


Ganándonos la vida, ya sabes. Desde que te cogieron, nada de otro mundo...

—Ya, ya me dijo el "Charly" —aquello en cierto modo le congratulaba, pues le


hacía sentirse importante—. ¿Qué fue del "Guille"?.

—Coño, ese se ha "casao"... —le informó la "Vane".

—No jodas...

—Sí. Tiene un hijo —la "Vane" seguía informándole—. Trabaja de butanero. Le


metió un tío a andar por ahí con un camión repartiendo bombonas. A veces se pasa
por el parque...

—¿No se mete nada? —Paquito parecía interesarse por la salud de sus conocidos;
de "el Francis", la "Vane" o el "Charly", no tenía necesidad de preguntar; saltaba a la
vista.

—De vez en cuando algún "pico" —le dijo la "Vane"—. "Na", está muy "pringao"
con eso del butano...

Paquito parecía nervioso. Hacía un par de horas que había empezado a sentirse
mal. Vahídos; un ligero cansancio; una sensación de mareo, aún estando sentado, a la
que solía acompañar un escalofrío que recorría todo su cuerpo; durante unos
segundos volvía a sentirse normal; al poco, minutos más tarde, volvía la misma
sensación de malestar. Hacía unos minutos que un molesto moqueo le ponía
nervioso; tos seca.

—¿Tenéis algo...? —les preguntó.

—Estamos "caninos"... —el "Francis" piensa durante unos segundos—. Igual el


"Richi" te puede pasar algo... Suele andar por el parque...

—Paso. Le debo unos "picos" —respondió Paquito.

—¿Qué pasa?. ¿No tienes "guita"? —le preguntó el "Francis". Paquito negó con la
cabeza—. Lo tienes "chungo" tío.

Paquito lo necesitaba. Por eso se despidió de "el Francis" y la "Vane" y enfiló sus
pasos calle abajo, hacia aquel viejo edificio de los años cuarenta entre Contrueces y el
Llano de Arriba. Esperó sentado en el rellano de la escalera durante un par de horas.
Entonces oyó cómo se cerraba la puerta del portal; se puso en pie. Poco a poco el
ruido de unos tacones que subían por la escalera se fue acercando; llevaban un paso
lento, inseguro, triste. Al poco apareció ella en el rellano. Paquito la miró. Ella, un
tanto sorprendida, sonrió; no esperaba encontrarlo allí. Estaba mucho más
desmejorada que la última vez. Ya ni tan siquiera cuidaba su aspecto físico, y
despedía un hiriente olor a colonia barata. Distaba mucho de aquella mujer que él
había conocido años atrás; no era ni tan siquiera la sombra de lo que había sido; se
había convertido en un espectro que vagaba por el mundo sin rumbo. Pero él no
estaba allí para buscar sexo, ni tan siquiera consuelo o un lugar donde guarecerse,
como la última vez; estaba allí porque necesitaba su ración de aquel día, tan solo por
eso, y creía que ella se la podría proporcionar gratuitamente.

—Vaya, qué sorpresa —exclamó ella, cigarrillo en la boca—. ¿Y esto?.

—Me soltaron hoy —le respondió él con una sonrisa; no dejaba de moverse de un
lado para otro; estaba demasiado nervioso y sentía como si le picara todo el cuerpo
—. ¿Qué tal?.

—No muy bien —le respondió ella y arrojó el cigarrillo al suelo—. Pasa.

Le invitaba a entrar en el piso. Cuando la puerta se abrió Paquito se encontró de


frente con un espectáculo un tanto dantesco. El espejo del vestíbulo lo habían roto de
un golpe. El suelo estaba sembrado de ropa, zapatos, y bolsas de basura. Olía mal;
aquel piso desprendía una especie de pestilencia avinagrada que se introducía por la
nariz llegando a provocar el vómito. Aún así, entró. Había una acumulación de
cartones, ropa sucia, y todo tipo de basura en cada esquina de la casa; era como si ella
tuviese el síndrome de Diógenes. El salón estaba literalmente destrozado a golpes.
Llegaron a la habitación. No era una excepción al desorden y suciedad del resto de la
casa. La ropa de la cama estaba revuelta y sucia; debía hacer meses que no se
mudaba. Se volvió hacia ella. Estaba allí de pie, sin saber qué decir, esperando que
fuese él quien hablase.

—¿Tienes algo? —le preguntó él—. Necesito meterme algo.

Hubo unos instantes de silencio. Entonces, ella asintió con la cabeza. Le indicó
que se sentase en la cama. Él lo hizo. Ella se fue hacia la mesilla de noche, abrió uno
de los cajones, y empezó aquel mismo ritual que años atrás había ejecutado delante
de él, en lo que fue su primer "pico". Poco después, minutos más tarde de que ella le
inyectase, sintió cómo iba desapareciendo todo aquel malestar, y se iba sustituyendo
por aquella sensación placentera que le hacía olvidarse completamente de todo.

—Me echan de aquí —le dijo ella al fin.

—¿Y eso...? —él, más tranquilo, la cabeza recostada sobre la almohada, se


interesaba por lo que lo ocurría—. ¿Por qué te echan?. ¿No pagas?.
—Sí. Pero el propietario quiere vender el edificio —le respondió ella—. Yo soy la
última que queda.

—¿A dónde vas a ir?.

—No lo sé. No tengo dinero —ella se había sentado en la cama a su lado—. Las
rentas modernas cuestan un ojo de la cara. Yo no puedo pagarlas.

—Te van mal, ¿no? —se refería a su negocio.

—Sí. Apenas saco para comer y algún "pico". Hoy le eché un polvo a uno a
cambio de un par de papelinas, ya ves... —hizo una pausa, como si recapacitara—.
Esto es una puta mierda.

—Ya...

—¿Estás cansado? —él asintió con la cabeza—. Duerme si quieres. Voy a comer
algo.

Ella se levantó de la cama y salió de la habitación. Paquito acomodó su cabeza


sobre la almohada, se cubrió ligeramente con la sábana, en la que había incluso
manchas de sangre, y se durmió. No vio lo que ella realmente fue a hacer a la cocina.
No fue a buscar comida. Sentada en la mesa, preparó el que sería su último "pico"; lo
adulteró conscientemente para que así fuera. Se sentó en la cama, al lado de él, se
colocó la goma alrededor del brazo, la apretó ayudándose con los dientes, y se
inyectó aquella dosis letal. Tiró la jeringuilla al suelo, y se abrazó a él.

Cuando se despertó a la mañana siguiente, ella yacía a su lado. Trató de


despertarla. Tardó poco en percatarse de que algo no iba bien; la Sara parecía no
respirar. Paquito se separó de ella como pudo, y la observó allí tumbada sobre la
cama, sin vida. Vio la jeringuilla en el suelo y comprendió que había llegado justo a
tiempo para despedirse. La Sara había tocado fondo, y no había visto más salida que
quitarse la vida. Salió de aquella casa, bajó a la calle y buscó una cabina de teléfono;
avisaría a la policía; no iba a dejar que aquella mujer, con la que había compartido
tristezas y alegrías, se descompusiese en aquella cama, sola y abandonada; era lo
único que podía hacer por ella.

La muerte de la Sara le hizo reconocer algo que llevaba tiempo negando:


necesitaba ayuda. Sabía, por el director de la prisión del Coto, que su hermana Nuria
se había interesado por él en reiteradas ocasiones, e incluso había estado dispuesta a
ayudarlo a desengancharse. Él siempre había rechazado su ayuda; entendía que no la
necesitaba. Hasta aquel día. Aquel día, viendo el cuerpo sin vida de la Sara, todo se le
vino abajo, y comprendió que estaba metido en un pozo del que no iba a ser capaz de
salir por sí solo.
Lo único que sabía de su hermana era que vivía en el polígono de Pumarín, pero
ni tan siquiera conocía la calle; en cierto modo, ella se había ocupado de que él no lo
supiese, pues habían abandonado el barrio de Contrueces con la única pretensión de
mantenerse alejados. Si quería encontrarla, no le quedaba otra salida que vagar por
las calles del polígono hasta que diese con ella.

Tres días tardó en encontrarla, y fue por casualidad. En esos tres días durmió a la
intemperie, y comió a base de pedir limosna por las esquinas. El mono se le hizo tan
duro que se vio obligado a atracar a una pareja de ancianos a punta de navaja; con lo
que sacó se pudo pagar un par de "picos". Al final, se tropezó con Nuria; caminaba
cargada con un par de bolsas de plástico del supermercado "Los Tulipanes".

—Hola...

—Paquito, ¿qué haces aquí? —parecía sorprendida; en modo alguno esperaba


encontrarle por allí—. Tienes mala cara...

—Te andaba buscando... —le respondió Paquito.

No hacía un par de horas que se había metido el último "chute", así que, su
carácter era extremadamente afable y complaciente; incluso, aunque con dificultad,
se mostraba conversador. Nuria lo recibió con cierto recelo; sabía que estaba en la
calle porque se lo había comunicado el director de la prisión, pero también sabía que
aquella vez no había sido como la anterior, que no había mostrado la misma
predisposición, limitándose, únicamente, a comportarse correctamente; a aquello
había que añadir el hecho de que tenía un problema con las drogas, y que se había
negado reiteradamente a aceptar su ayuda. Pero Nuria tenía un gran corazón, una
enorme voluntad, y mayor predisposición al perdón. Aún con todo en contra, estaba
dispuesta a darle una tercera oportunidad; sabía que tendría el apoyo incondicional
de su marido.

—Necesito que me ayudes —le continuó diciendo Paquito.

—¿Qué te ayude?. ¿A qué? —quería oír de boca de su hermano reconocer su


problema; había charlado muchas de veces de aquello con gente que había pasado
por lo mismo, y todos le habían concluido que el primer paso era reconocer el
problema—. ¿A qué quieres que te ayude, Paquito?.

—A dejar esta mierda —Paquito bajó la cabeza; se mostraba arrepentido—.


Quiero dejar la droga.

Nuria esbozó una sonrisa cómplice; era el momento de acercarse a él, de cogerle
por los brazos y darle un abrazo; no tenía por qué ser fuerte, bastaba con que fuese
sincero. Aquel era el primer paso hacia una lucha que se adivinaba dura y larga, pero
merecía la pena intentarlo.
—¿Qué tal todo por casa? —le preguntó Paquito.

—Bien... —Nuria hizo una pausa. Recogió las bolsas que había dejado en el suelo
para poder abrazarle, y le hizo una seña con la cabeza; le invitaba a acompañarla—.
Diego está hecho un hombre. Se echó novia.

—Vaya... ¿Y qué hace? —Paquito parecía interesado en saber de los suyos.

—Está trabajando —le explicó Nuria—. Estudió F.P. de mecánica, y José le metió a
trabajar en un taller. Está muy contento, y es muy trabajador.

—¿Y qué tal José? —pretendía ser amable, así que, preguntarle por su marido se
hacía necesario.

—Bien. Ahí sigue, trabajando en la misma empresa... —Nuria hizo una pausa. Era
el momento de empezar a abordar su problema—. ¿Qué piensas hacer?.

—En la cárcel, don Marcelo me habló de una gente —había sido en la última
conversación con el director de la prisión; justo el día antes de que le dejasen en
libertad. De alguna forma, aquel hombre le tenía cierta estima—. Se dedican a ayudar
a gente como yo —recapacitó unos segundos; trataba de recordar el nombre—. "Jeto,
"Ceto", o algo así...

—Reto —le aclaró Nuria—. Centro Reto. Los conozco. Algo oí de ellos.

Nuria se detuvo. Vivía en aquella misma manzana, pero por el momento no


quería que Paquito supiese exactamente donde; no convenía confiar demasiado en él.
Sacó una madeja de llaves de su bolso, y separó una de ellas; se la dio a Paquito.

—Es la llave de casa. La de papá y mamá —le dijo—. Cambié la cerradura de la


puerta. Será mejor que pases esta noche allí. Hablaré con José, y mañana pasaremos a
recogerte para ir a ver a la gente de Centro Reto. Espéranos allí.

—Vale... ¿Y la del portal...?.

Paquito ya no guardaba ninguna llave. Por eso había tenido que pasar aquellos
tres días a la intemperie. Nuria volvió a rebuscar en aquella madeja de llaves y, al
poco, le dio otra. Le hizo prometerle que se iría directamente para casa, que no
andaría por el parque. Paquito asintió con la cabeza. Entonces, Nuria, a modo de
despedida, le dio un beso en la mejilla. Él sonrió, le dijo adiós tímidamente con la
mano, y se fue caminando calle arriba.
27

Paquito recordaba aquella etapa de su vida repleta de contrariedades. Preguntado


por ella años más tarde, pasaba de la incertidumbre del primer día —el de la reunión
con el director del centro—, al desencanto final, pasando por el sufrimiento o la
serenidad de la convivencia.

Nuria acordó su internamiento inmediato de acuerdo con el director del centro;


Paquito aceptó sin reparos. De alguna forma, aquel cartel a la entrada que rezaba
"Asociación Reto a la Esperanza", le había infundido una especie de ilusión. Aquel
día se despidió de Nuria y su marido, y se fue pasillo adelante acompañado por el
director.

En aquella reunión, concertada por su hermana, les habían explicado cuales eran
los valores sobre los que se sustentaba la organización, sus métodos de trabajo, su
programa de desintoxicación, el papel que jugaba la familia; en definitiva, todo
aquello que podía interesar más a Nuria que al propio Paquito. Aclarados todos
aquellos aspectos que podían suscitarles dudas, pasaron a firmar una serie de
papeles y documentos que burocratizaban el internamiento de Paquito.

Los quince primeros días se le hicieron insufribles; eran los más duros. Aislado de
todo y de todos, empezó la fase de desintoxicación. Todo comenzó con unos vahídos;
estaba normal y, de repente, le entraba aquella sensación de mareo junto con el
escalofrío que recorría todo su cuerpo; iba y venía, alternando momentos de
pseudonormalidad. Vendría la tos seca y el moqueo continuo. Él conocía bien todos
aquellos síntomas. Lo que nunca había imaginado era lo duro que podía resultar
aguantarlos sin ninguna sustancia que le ayudase. La primera noche apenas pudo
dormir; la sensación de incomodidad debida a los vahídos y molestias varias, no le
dejó conciliar el sueño. Lo más molesto de las noches era aquella desagradable
sequedad de la garganta; se le formaba una especie de incómoda mucosidad en la
pared de la garganta que no le dejaba respirar, obligándole a carraspear
continuamente. Sin embargo, aquello no era más que el comienzo. No habrían
pasado cuarenta y ocho horas cuando empezaron los vómitos. Cada veinte o
cuarenta minutos el estómago se le revolvía y acababa vomitando; al principio,
comida, después, cuando ya no quedaba nada dentro de él, la bilis. Tuvo que
aguantar un día, casi dos, con aquellas náuseas que estrujaban su estómago con dolor
intenso, para desembocar en vómitos biliosos y continuos. Después llegaron las
deposiciones; repentinas, masivas e incontinentes. Y la sed, la necesidad de beber
líquido para al final acabar vomitándolo entre arcadas destempladas. Al final, su
cuerpo quedó agotado, minado por completo, sin fuerzas ni tan siquiera para mover
un brazo, y a la vez incapaz de estar, ponerse o colocarse en algún sitio, pues aquel
malestar físico le hacía insoportable cualquier posición. Aquello le duró unos tres o
cuatro días, tras los cuales, poco a poco, todo fue calmándose, volviendo a la
normalidad. Sin embargo, el cansancio había hecho mella en él; era incapaz incluso
de hablar. Los tres siguientes días fueron de indiferencia y falta de interés por todo;
la vida no tenía ningún significado para él. Exhausto, agotado, pasaba el tiempo
sentado en una silla, incómodo, con la mente centrada en su dolor. Pero todo aquello
no era más que la primera fase; aún faltaba la segunda. Lucharía contra ella sin más
ayuda que recursos terapéuticos: largos paseos, contacto con la naturaleza o a base
de hervidos de tila. Siempre contó con la ayuda del personal del centro, en su
mayoría formado por ex toxicómanos, y con la Biblia y la Palabra de Dios como
referente. Al final, fue capaz de superar el "mono". Empezaba así otra etapa más.

En aquella aprendió a dar sentido a su vida sin la necesidad de la droga. Se olvidó


de todo lo que había sido, y empezó una nueva etapa de convivencia con otros
internos, involucrándose en programas y talleres, orientados a que adquiriese el
sentido de la responsabilidad, nuevos valores, o disciplina en el trabajo. Durante
aquellos meses descubrió que no se le daba mal la carpintería, e incluso se aficionó a
jugar al baloncesto. Nuria le visitaba una o dos veces por semana, y se interesaba por
su estado y por cómo le iba. Él se mostraba cada vez más cercano a ella. De alguna
forma, todo aquello parecía surtir efecto. Incluso su aspecto físico había mejorado
considerablemente.

Un año más tarde, un tres de Febrero de mil novecientos noventa, el director le


comunicaba a su hermana su completa rehabilitación. Nuria recibió la noticia con
prudencia; no era la primera vez que Paquito salía a la calle con intención de rehacer
su vida. Se lo hizo saber al director, y este la advirtió de que no se repitiesen los
mismos errores. Con el fin de lograr su completa reinserción en la sociedad, le ofreció
la posibilidad de que Paquito participase en alguno de los talleres ocupacionales del
centro; ella aceptó, necesitaba un tiempo para preparar el regreso de su hermano.

Fue en aquel mes donde empezó el desencanto. Paquito, preguntado por ello, no
sabía explicar las razones, pero el hecho era que, en el taller ocupacional al que fue
derivado, no desempeñó sus funciones con la misma ilusión. Algo fallaba. Aún así, el
diez de Marzo de aquel año entraba en el piso de su hermana.

José, el marido de Nuria, y su hermano Diego, le recibieron con los brazos


abiertos, pero con cierto recelo. Aparentemente rehabilitado, les tocaba a ellos lidiar
con una de las fases más complicadas: la real reinserción de Paquito en la sociedad.
No era tarea fácil, pues su expediente estaba repleto de delitos. El marido de Nuria, a
pesar de la insistencia de ella, no estaba por la labor de buscarle trabajo; le recordaba
que Paquito había acabado asaltando la nave en la que había trabajado, asalto que,
incluso, había costado las vidas del gerente y su secretaria. Aceptaba que Paquito
viviese bajo su mismo techo, e incluso aceptaba vestirle y darle de comer hasta que
encontrase un trabajo, pero no estaba dispuesto a marcarse por él. En cierto modo,
más que respetable, la posición de aquel hombre era comprensible. Nuria lo aceptó.

Aún hoy recuerdo el tono de voz, en el que la frustración se hacía latente, con el
que Paquito me relató su vuelta a la sociedad. No se había encontrado con nada de
cara, sino más bien todo lo contrario; su pasado, lejos de ser olvidado, era un lastre
del que le resultaba muy difícil deshacerse. No iba a bastar con el apoyo
incondicional de los suyos; se hacía necesario un voto de confianza que no
encontraba en ningún sitio al que se acercaba a pedir trabajo. Llegó incluso a
plantearse regresar a Centro Reto, y pasar a formar parte de la organización; sin
embargo, aquella opción no le atraía lo suficiente, por lo que acabó descartándola. Al
cabo de un par de meses, Paquito se volvió a encontrar en un callejón sin salida,
totalmente desencantado. Nuria y su marido, aún intuyéndolo, se sentían impotentes
y solos; nadie les ayudaba. Incluso, el hecho de que su hermano ex drogadicto viviese
con ellos, les había servido para perder amistades. Paquito, de alguna forma, volvía a
estar en la misma posición de salida, esperando el pistoletazo. No era más que
cuestión de tiempo.

Fue por pura casualidad, pero son las casualidades las que muchas veces
determinan la vida. Josefa, la madre del Manolo, había muerto de cáncer con
cincuenta y cinco años, y Paquito se había enterado. Acertar a explicar los motivos
que le hicieron asistir a su funeral resultaba muy complicado; el hecho es que estuvo
allí. En una esquina de la iglesia del barrio, en aquel bajo comercial de las viviendas
de Uninsa, alejado de "el Charly", el "Francis" y la "Vane", pero al fin y al cabo, allí. El
Manolo no estaba; su enfermedad avanzaba a pasos agigantados y apenas era capaz
de moverse de la cama. Sí estaba la "Noe", en primera fila, junto a Carmen, la
hermana del Manolo, y su marido. Paquito los observó; había cierta tensión en sus
miradas y en su forma de actuar; algo debía pasarles. Una discusión entre la "Noe" y
su cuñada a la salida de la iglesia, aún con el féretro a medio meter en la funeraria,
dejó claro que tenían problemas con la herencia. La "Noe", con el Manolo en cama,
debía tener serios apuros económicos, y pretendía que fuese su cuñada quien se los
solucionase. Al final, seguramente todo pasaba por el piso en el que vivían. Carmen
hacía años que se había ido del barrio a vivir con su marido, con el que había tenido
un hijo, y debía pretender repartir la herencia y que le diesen su parte del piso; un
piso en el que la "Noe" quería seguir viviendo gratis. La mujer del Manolo parecía
enfadada, a punto de perder los nervios. Por el contrario, Carmen se mantenía
serena, acorde con la situación, y mostrando respeto por la difunta; trataba de que la
"Noe" se calmase, e intentaba posponer aquella conversación para otro momento. Ya
habían metido el féretro en la funeraria, y Carmen y su marido caminaban hacia el
taxi que les llevaría al cementerio, cuando la "Noe" se abalanzó sobre su cuñada
agarrándola por el pelo. Los presentes formaron un círculo alrededor de las dos
mujeres. Resultaba un espectáculo un tanto esperpéntico. Paquito se limitó a
observar. Forcejeaban. Entonces, el marido de Carmen apartó de un fuerte empujón a
la "Noe", que cayó al suelo, a los pies de Paquito. La "Noe" levantó la vista y le vio. Se
miraron. En un acto reflejo, Paquito la ayudó a levantarse del suelo. Carmen y su
marido ya se habían subido al taxi, y la funeraria avanzaba por la calle. La gente
empezó a dispersarse. La "Noe" le dio las gracias. A unos metros, observándoles,
estaban la "Vane" y los otros dos. Paquito les miró de reojo; sabía que no le convenía
acercarse a ellos; tampoco le dieron opción, pues tras observarle durante unos
segundos, se alejaron caminando.

—¿Qué tal está el Manolo?.

En verdad, el estado de salud del mayor de los Álvarez no le importaba mucho;


era una pregunta por compromiso. Ella le miró. Hubo unos instantes de silencio.
Paquito se fijó que tenía la mirada perdida, como si sufriese algún tipo de paranoia;
sin embargo, la veía más atractiva. Él no lo sabía, pero de alguna forma, la "Noe" no
estaba tan enganchada a la heroína como lo había estado él, y su aspecto físico no se
había visto tan degradado.

—Jodido... —le respondió al fin.

—Ya. Algo me han dicho... —le comentó Paquito.

—¿Quieres verle?.

Aquella invitación, de boca de la "Noe", le sorprendió. Quizás, con los años, se


había olvidado de aquel percance que había tenido con él en el club "La Farola".
Paquito, más por el compromiso de aquella pregunta que por otra causa, asintió con
la cabeza. Ella le hizo un gesto y se alejaron caminando. Cruzaron la calle. Pasaron
por delante del "Golosinas"; ya no se llamaba así, pues los padres de Marta hacía
unos años que habían traspasado el negocio; muchos fueron los recuerdos que se
agolparon en su cabeza al pasar por delante de aquella esquina. Con el tiempo se
enteraría de que Víctor se había acabado enganchando a la heroína; moriría un par
de años más tarde en un ajuste de cuentas.

La "Noe" abrió la puerta del portal y subieron las escaleras. El piso de los Álvarez
era un completo desorden repleto de suciedad. Muerta Josefa, solamente vivían allí el
Manolo y la "Noe" con sus dos niñas. El Guille, al igual que él había hecho en su
momento, se había ido a vivir a casa de los padres de su novia nada más esta había
dado a luz.
Entró en la habitación del Manolo. Le encontró tumbado en la cama. Paquito le
observó desde la puerta. Parecía muerto en vida. No tenía más que los huesos
cubiertos por una piel pálida, y la expresión de su cara, con aquellos ojos hundidos
en sus cuencas, parecía languidecer un poco más a cada minuto. Se acercó a él. La
"Noe" reclamó su atención informándole que Paquito estaba allí. El Manolo,
lentamente, como si le fuese la vida en ello, ladeo la cabeza recostada sobre la
almohada y le miró. Notó que su respiración era lenta y pesada, como si le resultase
harto difícil respirar. Paquito sintió compasión. Había jurado venganza a "el Piños",
pero aquello a lo que la fatalidad había condenado al Manolo era mucho peor que lo
que él hubiese podido hacerle; de haber estado en sus manos, le habría matado al
igual que había hecho con el "Ferdi", y esto, comparado con aquello, hubiese sido una
bendición.

—Paquito... —balbuceó el Manolo—. Cuanto tiempo...

—¿Qué hay? —le respondió Paquito—. Me enteré de que estabas mal. La "Noe"
me dijo que si quería venir a verte.

—Jodido, Paquito, estoy muy jodido —era como si su voz, ahogada y ronca,
saliese de una profunda cueva—. Te veo bien... Mejor que la última vez... —Paquito
se encogió de hombros; no supo qué contestar—. ¿Qué haces?.

—Nada, ando buscando "curro" —le respondió Paquito—. Pero la cosa está
jodida.

—Ya... Qué "güevos" tienes, cabrón...

Fueron las últimas palabras del Manolo. Exhaló un fuerte suspiro y volvió la
cabeza hacia su posición habitual, mirando al techo; daba por terminada la
conversación. En cierto modo, tampoco había nada más de lo que hablar; o mejor, no
había nada de qué hablar. Paquito miró a la "Noe"; ésta le hizo una seña para que
saliese de la habitación. Cuando llegaron al vestíbulo, la "Noe" le cogió del brazo.

—Oye, Paquito, no tendrás para un "pico", ¿verdad? —le dijo.

—No, yo ya no me meto... —le respondió Paquito.

—Joder, tío, digo que si no tienes "pelas". Necesito "guita" para un "pico". Estoy
muy canina... —le aclaró la "Noe".

Paquito ya se había percatado de que la "Noe" debía estar pasando el "mono",


pues a medida que había ido transcurriendo el tiempo, se había ido poniendo más
nerviosa, y su carácter se volvía un poco más violento.

Paquito la miró. Sintió lástima por ella. Metió la mano en el bolsillo de su


pantalón y sacó unos billetes; era la paga que le dejaba su hermana, pues entendía
que debía llevar algo de dinero encima para que, al menos, se pudiese comprar
tabaco; era una forma de disuadirle de robar. Cogió el brazo de la "Noe", y le
depositó los billetes en la palma de la mano; después de todo, no tenía planes para
aquel dinero y sabía por lo que ella estaba pasando; entendía que era una especie de
obra de caridad.

—Gracias Paquito —le dijo ella con una sonrisa—. Eres un tío legal...

Paquito bajó las escaleras y salió a la calle. Entonces recordó que tenía que pasar a
recoger algo de ropa que aún tenía en el piso de la barriada obrera, en la que había
sido su casa. Enfiló carretera del Obispo arriba. Estaba a punto de girar en la esquina
de la Caja de Ahorros cuando, a unos metros de él, creyó ver a Silvia; llevaba a una
hermosa niña rubia de la mano. Su primer impulso fue cruzar la calle e ir a su
encuentro, pero dudó unos segundos. Al final, respiró hondo, se armó de valor, y fue
hacia ellas.

—Hola. ¿Cómo se llama?.

Todo había sido tan precipitado, y tal había sido su comportamiento, que ni
siquiera sabía el nombre de su hija. En aquel tiempo nunca se había interesado por
ella, hasta aquellos últimos meses en los que, recuperada la lucidez que la heroína
había mantenido cegada, se había preguntado a sí mismo varias veces que habría
sido de Silvia y de su hija.

Ahora las tenía allí delante, y había decidido aprovechar la ocasión para acercarse
a ellas.

Silvia se volvió y le miró. Hubo unos instantes de silencio. Paquito clavó sus ojos
en los de ella; buscaba un atisbo de sentimiento; no encontró más que odio. Le
guardaba rencor, y estaba en su derecho; él lo reconocía. Intentó esbozar una sonrisa
con la que cortar el hielo, pero no surtió efecto; ella permaneció inmóvil, con el rostro
serio.

—Mamá, ¿qué pasa?.

La niña se había vuelto hacia ella. Paquito la miró. Era muy guapa. Creyó ver en
sus ojos aquella misma chispa que él había tenido a su edad, y que se le había ido
apagando con los años. De alguna forma se vio reflejado en el inocente rostro de
aquella niña; se le parecía; tenía alguno de sus rasgos; los más guapos,
afortunadamente.

—Nada. Anda, monta en el coche —le dijo Silvia. La niña, sonrisa en boca,
obedeció y corrió hacia el asiento trasero del coche que había aparcado en el borde de
la acera—. ¿Qué quieres? —le dijo a Paquito cuando creyó que la niña ya no les oía.
—Nada. Pasaba por aquí, os vi y me acerqué —respondió Paquito; se sentía
avergonzado por todo lo que había hecho—. ¿Qué haces por el barrio?.

—Vinimos a ver a mis padres... —le respondió ella.

—¿Cómo se llama...? —volvió a preguntar Paquito.

—No creo que eso te preocupe mucho —ella fue tajante. Mantenía las distancias y
se mostraba brusca con él.

—Silvia...

Era un hombre joven, de unos treinta y pico. Acababa de salir del portal del
edificio donde vivían los padres de Silvia, y caminaba hacia ella portando unas
bolsas en la mano. Silvia se volvió hacia él y le sonrió. Paquito comprendió que ella
había rehecho su vida con aquel joven. No había nada más que decir. En su
momento, él había decidido apartarse de su vida y así debía ser. Paquito dio media
vuelta y se alejó caminando. Silvia le dedicó una última mirada según se alejaba.

—¿Quién era ese? —le preguntó el hombre.

—Nadie —le respondió ella.

A pesar de la distancia, Paquito pudo oír aquel "nadie" perfectamente. El resto del
día resonaría en su cabeza, martillándole una y otra vez, recordándole todo el daño
que había hecho y a donde había llegado; no era "nadie", y esa era una realidad muy
dura de digerir. Pero no sería la única que aquel día tendría que escuchar.

Ocurrió aquella misma noche. Eran pasadas las doce cuando Paquito salió de su
cama para ir al baño. Tenía que salir al pasillo y pasar por delante de la habitación de
Nuria y su marido, que dormían con la puerta cerrada. Regresaba a su habitación
cuando les oyó que hablaban de él. Paquito se detuvo delante de la puerta de la
habitación y trató de agudizar el oído para discernir lo que decían.

—Pero, ¿de verdad que no le puedes ayudar? —decía su hermana.

—No, lo siento, de verdad —le respondía él.

—¿Tan mal está la cosa? ¿No hay trabajo? —ella insistía.

—Sí, sí lo hay, pero no para tu hermano —Paquito se acercó un poco más a la


puerta—. Ya sabes que yo no estaba por la labor al principio... Pero visto que él no
consigue nada por su cuenta, recapacité.

—Y, ¿entonces? —ella no parecía comprender.


—Pues que entonces hablé con gente que conozco —él hizo una pausa, como si
buscase las palabras apropiadas—. Pero todos me dicen que no. Preguntan,
preguntan, y al final pues tienes que decirles en lo que anduvo metido. Pero eso, a
veces, lo entienden. Pero siguen preguntando, investigan un poco, piden informes, y
al final sale todo. Tu hermano estuvo en la cárcel dos veces, y no fue por robar
caramelos... Joder Nuria, que robaba bancos, gasolineras, joyerías, todo lo que pillaba
a punta de escopeta. Que dejó heridos a varios policías. Que en una de esas se
cargaron a aquellos de Tremañes... Vale, no fue él, pero él estuvo en el ajo. Joder, que
es muy difícil que le quieran en ningún lado...

Paquito no necesitó oír nada más. Siguió caminando en silencio y se metió en su


cama. Por mucho que se esforzase por dejar atrás su pasado, éste parecía empecinado
en seguirle allá donde fuese. Se había propuesto rehacer su vida, había puesto toda
su voluntad, había sufrido, y no conseguía nada. Se preguntaba entonces, de qué
servía que él se quisiese reinsertar en la sociedad, si la sociedad no estaba preparada
para su reinserción. Aquella noche apenas fue capaz de conciliar el sueño.

Al día siguiente salió de casa temprano. José y Diego ya hacía bastante que se
habían ido a trabajar, y Nuria rondaba por la vivienda limpiando. No le dio ningún
tipo de explicación a su hermana, simplemente se limitó a irse; ella no le preguntó
nada; le dejó marchar. Por más que se le interrogase sobre el motivo por el cual aquel
día encaminó sus pasos hacia el parque de Contrueces, no era capaz de responder; no
lo sabía, o si lo sabía, no acertaba a concretarlo.

Cuando llegó se encontró a "el Charly" y a "el Francis" enzarzados en una pelea
con la "Noe". Aquellos dos, conscientes del estado en el que se encontraba el Manolo,
se sentían envalentonados para enfrentarse con ella, que se revolvía como podía,
dando patadas al aire; una de aquellas acabó dando en la espinilla del "Charly".
Entonces, el "Francis" le dio un fuerte puñetazo que la hizo caer al suelo de bruces; a
punto estuvo de dar con la cabeza en uno de los bancos de hormigón. Paquito corrió
en su ayuda; le disgustaba que abusasen de ella de aquella manera.

—¡¿Qué coño quieres tú?! —le espetó el "Charly" cuando llegó a su altura.

—Dejarla en paz —les ordenó Paquito.

—No te metas, gilipollas. Que hay hostias para ti también —el "Francis" estaba
demasiado envalentonado; se habían olvidado de quién había sido Paquito.

—¿Y quién me las va a dar?. ¿Tú? —le respondió Paquito con sarcasmo.

—Serás subnormal...

El "Francis" iba a por él. Hacía mucho tiempo que Paquito no se metía en peleas,
pero tenía una habilidad innata para desenvolverse con soltura en aquellas riñas.
Cuando el "Francis" quiso darse cuenta, Paquito le había arreado un fuerte rodillazo
en el estómago, y le remataba con un puñetazo en la cara que le enviaba de cabeza al
suelo, medio inconsciente, sangrando por la nariz. El "Charly" dio un paso atrás.
Paquito clavó su mirada en él. Reculó. Otro paso atrás. Paquito hizo amago de
atacarle. El "Charly" echó a correr dejando allí a su amigo. Entonces Paquito se volvió
hacia la "Noe", que trataba de ponerse en pie; tenía un moratón en la mejilla. La cogió
por uno de los brazos y la ayudó a levantarse. Mientras tanto, el "Francis", echándose
la mano a la nariz tratando de parar la sangre, se alejaba de allí profiriendo todo tipo
de insultos.

—Joder, Paquito. Eres un tío legal —le dijo ella.

—¿Qué te pasaba con estos? —le preguntó Paquito.

—"Na", que son unos gilipollas. Que me querían "sisar" los cabrones... —la "Noe"
parecía dolerse de la mejilla.

—¿Estás bien? —se interesó Paquito.

—Sí, sí... —la "Noe" le miró a los ojos—. ¿Me acompañas a casa? —le dijo.

Paquito se encogió de hombros con cierta indiferencia; después de todo, no tenía


ningún otro plan.

Aquella mañana la "Noe" parecía más calmada; seguramente hacía poco tiempo
que se habría pinchado su correspondiente dosis de "caballo", así que, estaba
excesivamente amable, e incluso, se podría decir, cariñosa. Cuando entraron en el
piso, ella le llevó hacia una de las habitaciones, lejos del cuarto donde él sabía que
yacía el Manolo. Una vez allí, se sentó sobre la cama, sacó una cajetilla de tabaco de
la mesilla de noche, y encendió un cigarrillo. Paquito observó la habitación; por la
forma en que estaba acondicionada, parecía que era donde ella dormía. Seguramente
hacía mucho tiempo que había abandonado la cama matrimonial, pues la
enfermedad del Manolo, que avanzaba a pasos agigantados, hacía imposible la
convivencia sobre el mismo colchón. De toda la casa, aquel lugar era el que estaba
algo más ordenado y limpio; sin excesos, pues la "Noe" no podía presumir de ser una
buena ama de casa.

—¿Quieres un cigarro? —le dijo a la par que le tendía la cajetilla. Paquito, con
cierta indiferencia, aceptó y cogió uno—. Anda, siéntate aquí a mi lado.

Paquito se sentó en el borde la cama, al lado de la "Noe". Con el cigarro en la boca


se volvió hacia ella para que le diese fuego. Casi al unísono echaron una calada. La
"Noe" le miró y le sonrió. Él, a modo de respuesta, esbozó una media sonrisa
ladeada.
—Estás muy cambiado —le dijo ella—. Ya no eres el crío que me rompió la nariz
en el puticlub.

—Ni tú la puta creída que no me quiso poner el "cacharro" —le respondió él entre
calada y calada. Ella sonrió; le había causado gracia aquella respuesta—. El tiempo
pasa...

—Ya... —recapacitó unos segundos—. Te veo bien. ¿No te metes nada de nada?.

—No... —no fue un "no" rotundo. Era un "no" que reflejaba una realidad, pero que
sonaba a un: "a lo mejor me lo pienso".

—Ya...

La "Noe" echó una última calada y dejó el cigarrillo en un cenicero que tenía sobre
la mesilla de noche. Paquito notó cómo ella le acariciaba la nuca con cierta
sensualidad. Se miraron. Se sonrieron. Ella le besó. Cuando sus labios se separaron,
Paquito, por un momento, dudó. Ella le seguía acariciando cariñosamente. Entonces
fue él quien se aproximó a ella y la besó. Sus lenguas se entrelazaron mientras sus
manos recorrían sus cuerpos. Acarició sus senos mientras ella le acariciaba el muslo,
muy cerca de la entrepierna. Dejaron que aquel beso fuese yendo a más, poco a poco,
hasta que se empezaron a desnudar. La "Noe" no había sido puta por obligación, sino
por devoción: le gustaba el sexo. Con el Manolo postrado en la cama desde hacía un
año, apenas había podido disfrutar de aquel placer, así que, había visto en Paquito
una oportunidad de resarcirse; sabía que él no le tenía miedo a nada, y que no le iba
a frenar el hecho de que ella fuese la mujer del Manolo, como le había ocurrido con
otros. Estaba en lo cierto; aquello nunca le hubiese detenido, máxime cuando sabía
que el mayor de los Álvarez era incapaz de levantarse por sí solo de la cama. Sin
embargo, debía haberle frenado aquel propósito de empezar una nueva vida. Pero
Paquito se sentía solo, desilusionado y triste, y aquellas caricias de la "Noe" le
hicieron sucumbir en busca de algo de cariño, por muy efímero que este pudiese
resultar llegar a ser.

Media hora más tarde, Paquito se subía los pantalones y se abotonaba la camisa.
La "Noe", completamente desnuda sobre la cama, fumaba un cigarrillo mientras le
observaba. Paquito se volvió, fue hacia ella y le cogió prestado el cigarrillo; echó una
calada y volvió a ponérselo en los labios. Se sonrieron. Él se disponía a despedirse y
salir del cuarto, cuando ella le habló.

—¿No te apetece un "pico"?.

Paquito se volvió y la miró. Meses antes habría rechazado aquella oferta con un
"no" rotundo. Sin embargo, el desencanto en el que se encontraba sumido por aquel
entonces le hizo dudar durante unos instantes; los suficientes para que ella volviese a
insistir.
—¿Qué pasa? Por un "pico" no te va a pasar nada —le dijo animándole.

Un "pico". Lo pensó unos segundos. Demasiado tiempo para una mente débil y
ofuscada como la que tenía Paquito por aquel entonces. Poco tardó en aparecer el
autoengaño; aquel que daba credibilidad y razón a las palabras de la "Noe": «por un
"pico" no te va a pasar nada». Paquito se encogió de hombros, a modo de
asentimiento, y fue hacia ella, que le recibió con una sonrisa cómplice. Tanto tiempo
y tanto sufrimiento para alejarse de aquello y, de pronto, como si la vida hubiese
dado un vuelco de ciento ochenta grados en cuestión de un segundo, se encontraba
allí, en medio de aquel ritual de cucharas calentadas con mecheros, limones, gomas y
jeringuillas. Fue la "Noe" la que lo preparó todo. Y fue ella la que le inyectó aquel
"pico". Minutos más tarde, los dos yacían sobre la cama, extasiados por los efectos de
la droga.
28

Paquito, nervioso, revolvía los cajones de la habitación matrimonial de su


hermana; aprovechaba que se había quedado solo para buscar dinero. Habían pasado
dos meses desde aquel "pico" por el que no le tendría que pasar nada; resultó ser el
primero. De la mano de la "Noe" había vuelto a entrar de lleno en el mundo de la
heroína. Se había dejado ir y, al final, en dos meses, había echado al traste el trabajo
de mucho tiempo. Estaba tan enganchado al "caballo" como lo había estado, y aquel
día, con el "mono" carcomiéndole por dentro, buscaba desesperadamente algo de
dinero con el que poder costearse un "pico".

—Paquito, ¿qué haces?.

Diego, su hermano, le acababa de sorprender. Se volvió, y clavó sobre él sus ojos


ansiosos de mirada perdida. Diego dio un paso atrás; aquella forma de mirar de su
hermano le había asustado. Hubo unos instantes de tensión. Entonces, Paquito,
tratando de calmarse para no alarmar a su hermano, caminó hacia él. Diego, que ya
no era un niño, sino un joven alto y fuerte, de espaldas más anchas que su Paquito, y
manos acostumbradas a trabajar, se puso a la defensiva.

—Dame dinero —le dijo Paquito.

—¿Para qué? —Diego no parecía dispuesto a amedrentarse.

—Eso a ti no te importa —Paquito empezaba a perder los nervios.

—No. No te lo doy —Nuria le había dado estrictas instrucciones sobre aquello;


hacía un tiempo que su hermana sospechaba de Paquito—. Me tienes que decir para
qué lo quieres...

—Diego, no me toques los cojones... —aquello se ponía feo.

—No.
Paquito bufó. Diego dio un paso atrás. Se sabía más fuerte que su hermano, pero
tenía miedo de cómo pudiese reaccionar. Paquito se echó la mano al bolsillo trasero
de su pantalón y sacó una navaja. Le amenazó con ella.

—Venga, dame dinero o te "pincho"...

Lo haría; era su hermano y, en el fondo, le quería, pero el "mono" le acabaría


empujando a hacerlo. Diego lo sabía. Dudó unos segundos. Paquito se revolvió hacia
él, como queriendo clavarle la navaja.

—Vale, vale... Te daré dinero —le dijo Diego atemorizado.

Le dio lo que llevaba en la cartera. Paquito salió corriendo de la casa sin articular
palabra; ya tenía lo que quería. Buscó al "Richi", era quien le proveía, al igual que
había hecho en la cárcel. Poco después, se inyectaba él mismo aquella dosis
tranquilizadora que le haría volver a un estado de falsa felicidad. No había marcha
atrás. La heroína volvía a ser su mundo.

Cuando aquella tarde regresó a casa se encontró a Nuria, escoltada por su marido
y Diego, que le esperaba en la cocina. Su hermano se lo había contado todo. Paquito
frunció el ceño. No quería discutir, tan solo irse a la cama; se sentía cansado. No se lo
permitieron. Le habían preparado una encerrona con la que él no contaba; cualquiera
se la podía esperar, pero la heroína ya había empezado a afectar a su lucidez.

—Paquito, ¿has vuelto a las drogas? —era una pregunta retórica; Nuria sabía bien
cuál era la respuesta.

—No quiero hablar —le respondió Paquito intentando esquivarla.

—¡Paquito! —Nuria intentaba imponerse a base de carácter—. Solo queremos


ayudarte... ¿Por qué has robado hoy a tu hermano?.

—¡Vete a la mierda, joder! ¡Déjame en paz! —gritó Paquito.

—No, no te dejo en paz. Bastante hicimos por ti para que ahora te portes así —le
replicó su hermana.

—¡¿Por mí?! ¡¿Qué coño hicisteis por mí?! ¡Nada! ¡Ni un puto "curro" me
encontrasteis! —Paquito parecía perder por completo los nervios. Estaba fuera de sí.

—Oye, Paquito, no seas así —su hermana bajaba la voz. Trataba de calmar la
situación—. Te dimos una casa. Te ayudamos. No queremos que vuelvas a la droga.

—¡Yo vuelvo a lo que me da la gana! —no había marcha atrás.

—Oye, estate tranquilo —le dijo José, el marido de Nuria, aproximándose a él,
tratando de cogerle por un brazo.
—¡No me toques, tú! ¡Subnormal! ¡¿Quién te crees que eres?!.

—¡Paquito!.

—¡Mierda!.

—Si no te dejas ayudar, no podremos ayudarte... —Nuria intentaba hacerle entrar


en razón.

—¡Iros a la mierda! ¡Me voy de esta casa! —Paquito parecía dispuesto a salir de
aquel piso.

—Si te vas, no vuelves —le amenazó José.

—¡Vete a la mierda! —Paquito arreó un fuerte empujón al marido de su hermana


—. ¡Tú no eres nadie para decirme a mí nada!.

El hombre se levantó del suelo enfadado, dispuesto a abalanzarse sobre Paquito;


Diego se lo impidió, sabía lo que su hermano guardaba en el bolsillo de su pantalón;
estaba fuera de sí, y sería capaz de emprenderla a navajazos con aquel hombre.
Paquito lanzó una mirada inquisidora a su hermana. Nuria, descorazonada, negaba
con la cabeza. Entonces, lanzó un escupitajo al suelo y salió de la casa dando un
fuerte portazo tras de sí.

—¿Qué hacemos? —preguntó José.

—Nada.

La respuesta de Nuria no era el reflejo de una intención, sino de una realidad; no


se podía hacer nada por Paquito. Ella lo sabía. Aquello únicamente tenía solución si
él quería que la tuviese, como ya había ocurrido; mientras él no se mostrase
colaborativo no había nada que hacer. Nuria se resignó. Lo único que podían hacer
era alejarlo de ellos, apartarle, pues seguramente no les iba a traer más que disgustos.
Cambiar la cerradura de la puerta, y tratar de no tropezarse con él por la calle. Por lo
demás, nada podían hacer.

Paquito fue al encuentro de la "Noe". En aquellos dos últimos meses ella era con
quien había compartido su vida. Con el Manolo en la cama, ella había encontrado en
él a la pareja con la que compartir sexo, droga y ser, a su manera, libre. En todo aquel
tiempo, Paquito apenas la había visto ejercer como madre, sino que tan solo se
limitaba a vivir egoístamente para ella, dejando que sus hijas corriesen por la casa, e
hiciesen y deshiciesen lo que les viniese en gana; para ella le suponían una carga que
aborrecía, tanto o más, como tener que alimentar a aquel vegetal que tenía por
marido, al que apenas le quedaba un fino hilo de vida. Paquito suponía la vía de
escape que colmaba su egoísmo.
—No tengo a donde ir —le dijo Paquito cuando ella le abrió la puerta.

—¿Y eso...? —se interesó la "Noe".

—Me fui de casa. No quiero aguantarles —se sinceró Paquito.

—Pues pasa. Esta es tu casa...

Aquella invitación acabó, como siempre, en la habitación de la "Noe". Entre los


brazos de la que había sido puta en "La Farola", y mujer del capo del barrio,
encontraba un falso consuelo que, de alguna forma, le hacía evadirse de la realidad.

Sin que ellos se percatasen, aquella misma noche murió el Manolo; su aliento
acabó por apagarse completamente la madrugada del diez de Septiembre de mil
novecientos noventa. Al día siguiente sería enterrado en el cementerio de Ceares, sin
más ceremonia que un responso ante el nicho en el que introducirían su féretro. No
habría placa, tan solo su nombre y la fecha de su muerte, escritos sobre el cemento
que cubría los ladrillos que sellaban el hueco; la "Noe", con mala caligrafía, ayudada
de un pincel y pintura negra, se encargaría de escribirlo un par de días después.
29

—¿Y qué pasó después de la muerte del Manolo?.

Me había costado mucho tiempo ganarme su confianza. Al final, di con su punto


débil, por así llamarlo, y a partir de ahí me fue mucho más fácil hablar con él: cada
visita me costaba tres cartones de Ducados, unos paquetes de gominolas, pipas y
quicos; le encantaban las gominolas, y el tiempo que pasaba en su celda se le hacía
más corto con unas pipas y unos quicos. Al final había resultado una fórmula
sencilla, pero me había llevado mucho tiempo dar con ella. Aunque con el paso de
los meses, me percaté de que realmente no lo hacía por lo que yo le podía llevar o
dejar de llevar, lo hacía porque se aburría y necesitaba hablar. Hablando con el
director de la cárcel, había logrado que nos dejase aquel mismo cuarto que en su día
había usado Anabel, la psicóloga. Así que, meses después de aquella primera visita,
allí estábamos sentados una vez más, uno frente al otro, hablando sobre su vida.

—El piso nos lo quedamos la "Noe" y yo —me respondió mientras abría uno de
los cartones de tabaco y sacaba una cajetilla.

—Y, ¿la hermana del Manolo no dijo nada? —me resultaba extraño que Carmen
no hubiese puesto algún impedimento a que la "Noe" se quedase en el piso; más
cuando Paquito me había contado lo de la pelea en el funeral de Josefa—. ¿No os
pidió nada?.

—"Hijaputa" la Carmen —balbuceó. Se echó un cigarrillo a los labios—. ¿Tienes


fuego?.

—Sí, claro —le respondí y le dejé mi mechero—. ¿Por qué dices eso de Carmen?.
¿Qué pasó?.

—Anda que no se anduvo fina la tía, ni "ná". Menuda putada nos armó... —eran
muchos meses hablando con él, y aún no acababa de acostumbrarme a aquellos
rodeos tan característicos de su forma de hablar—. De aquella no nos dijo nada. Pero
cuando la "palmó" el Guille nos echó de allí. Cabrona...

—¿El Guille murió?. ¿Cómo fue?.


—A lo gilipollas... —echó una honda calada al cigarrillo—. Nos cierran el
"trullo"...

—¿Qué? —si se pretendía sacar algo en claro hablando con él, había que tener una
enorme paciencia. A los rodeos solía unir algún cambio de tema repentino—. ¿Qué
me quieres decir?.

—Joder, que nos echan de aquí, coño. Que cierran el "talego" este —me aclaró—.
Nos mandan "pa" Villabona...

—Ah, ya. Ya lo sé... —en cuestión de un par de meses, la prisión del Coto había
ser cerrada, y los internos serían trasladados al Centro Penitenciario de Villabona;
hacía unos días que el director de la prisión me lo había comentado—. Creo que te va
a incluir dentro de un programa de rehabilitación, ¿no?.

—Sí. Total... —en aquel momento no alcancé a comprender sus palabras; tiempo
después, me enteraría de lo que le pasaba y, entonces, comprendería la razón de
aquel comentario que me había hecho—. ¿Por dónde íbamos?.

—El Manolo había muerto, y tú y la "Noe" os habías quedado en su piso. ¿A qué


os dedicabais? —le pregunté.

—A follar, a "chutarnos" y andar por ahí.

—¿Y las niñas?.

—No sé, la "Noe" tampoco miraba mucho "pa" ellas... —abrió uno de los paquetes
de gominolas—. Pasaba "mazo", la tía. Solo pensaba en "chutarse" y en follar.

—¿Tú no le decías nada?.

—¿Y a mí que tres cojones me importaba? —me dijo antes de meterse una
gominola en la boca. La sinceridad de Paquito era abrumadora, pero decía mucho de
su persona—. Eso era cosa suya.

—¿Dónde conseguíais el dinero?. ¿Volviste a atracar bancos? —la mayor parte de


las ocasiones, nuestras conversaciones se basaban en esto, en que yo preguntase y él
respondiese.

—Ni de coña. ¿Con quién?. El "Charly" y el "Francis" andaban todo el día


"colgaos". Yo solía meterme un "pico" al día, no más, pero ellos igual se metían dos o
tres —echó otra calada al cigarrillo—. Ni de coña, no estaban para nada.

—¿Entonces...?.

—Reventaba alguna cabina. O daba el "palo" a alguna vieja por la calle —


recapacitó unos segundos—. Me acuerdo que un día fuimos al cementerio.
—¿Al cementerio?.

—Sí, coño, al cementerio. Antes, a los viejos los enterraban con sus relojes de oro,
sus collares de oro, sus pendientes de oro... —hizo una pausa. Rió, como si se hubiese
acordado de algo gracioso—. Fue cosa del "Charly", "pa" una vez que le dio a la
cabeza... El cabrón...

—Entonces, ¿ibais a los cementerios a robar a los muertos? —de aquello había
oído algo, pero siempre había creído que era una leyenda urbana.

—Coño, tío. ¿Qué pasa?. Esos no se quejan —Paquito se rió—. El jodido


"Charly"... Tenías que haberlo visto arrancándole los dientes de oro a una vieja...
Cabrón. Lo menos estuvo una hora allí, dándole que te pego, hasta que se los
arrancó. Decía que aquellos dientes valían mucho...

—¿Cómo lo hacíais? —aquella historia parecía interesante.

—"Na". Nos agenciamos un par de mazas y un hacha y fuimos "pa' lla" una noche.
Íbamos yo, la "Noe", el "Charly", y el "Francis". El "Francis" estaba "cagao". Yo le decía
que se dejase de "mamonadas", joder, que los muertos no hacen nada, pero no había
manera —hizo una pausa. Echó un par de caladas y siguió con su relato—.
Reventamos unos cuantos nichos, de los de abajo, claro. Por la fecha de la muerte y
los años; que fuesen viejos y estuviesen en los huesos. A mí lo de ver carne podrida
pues como que no. Sacamos las cajas y las abrimos a hachazos.

—Y, ¿encontrasteis algo?.

—Algo, algo encontramos. Sacamos unos cuantos "pelucos" de oro, alguna


cadena, unos pendientes, y los jodidos dientes de aquella vieja... —volvió a sonreír;
aquella historia parecía resultarle graciosa—. Uno hasta lo habían enterrado con la
cartera. Joder, fue un "puntazo". Salió en el periódico y todo...

—¿Solo lo hicisteis una vez?.

—Sí. El "Francis" no quiso volver. El "Charly" después decía que soñaba con la
puta vieja. Y la "Noe" se tiró toda la noche vomitando —echó una última calada y
dejó el cigarrillo en el cenicero que había en el centro de la mesa—. No es cosa para
hacerlo uno solo. Las cajas de los muertos pesan un "güevo" para sacarlas del
agujero...

—¿Y la "Vane"? ¿Dónde andaba la "Vane"?.

—Ah, es verdad —exclamó—. La "Vane" no estaba. "Palmó" una semana antes.

—¿Y eso...?.
—De la forma más gilipollas... —se disponía a relatar cómo había sido la muerte
de la "Vane"—. Estaba en la calle de arriba del parque discutiendo con el "Charly". En
esto, se le puso farruca, e intentó pegarle. El "Charly" se apartó, ella perdió el
equilibrio y cayó a la calle. Justo pasaba el "doce" —el autobús urbano número doce
—, y se la llevó por delante. Le dio un golpe y ella abrió la cabeza contra el bordillo
de la acera. Allí mismo quedó tiesa. Menudo charco de sangre que se montó...

—Y el "Guille", ¿qué le pasó al "Guille"? —le pregunté tras unos minutos de


silencio. El relato de la "Vane" me había dejado un tanto conmocionado—. Me dijiste
que también se murió.

—Ah, sí. Otro gilipollas...

Paquito recordaba, no sé por qué motivo, que había sido un miércoles, durante la
Navidad de mil novecientos noventa. Estaba cansado de andar mendigando para
sacar dinero para un "pico", así que, se decidió a atracar un estanco a punta de
navaja, como había hecho años atrás. Tal y como ya me había explicado, no podía
contar ni con el "Francis" ni con el "Charly", así que, acabó echando mano del
"Guille". Aquel llevaba un tiempo que había dejado los "chinos", y se había
empezado a meter en vena; además, le acababan de echar del trabajo por robar la
recaudación de la venta de butano, con lo que andaba necesitado de dinero. Cuando
Paquito le propuso dar el "golpe" al estanco, aceptó sin dudarlo; de alguna forma,
seguía sintiendo por él cierta admiración. Salió mal. Paquito no tenía ni la agilidad, ni
la lucidez de sus mejores tiempos como delincuente, y el "Guille", por sí solo, fue
incapaz de solucionar el entuerto. Acabaron arrestados y conducidos a los Juzgados
de Gijón, en donde les tomarían declaración.

El "Guille" estaba nervioso. Era la primera vez que le detenía la policía y, por
algún desconocido motivo, se había obsesionado con que tenía que escapar. Paquito
me relató que los montaron en un ascensor, y que anduvieron con ellos por
diferentes plantas del Juzgado, hasta que al final, les metieron en un cuarto. Sentados
en unas sillas, esperaron a que llegase el juez. No ofrecieron ningún tipo de
resistencia, por lo que el juez ordenó que les liberasen de las esposas; era una forma
de hacerles sentirse más cómodos y, así, conseguir una declaración más clara y cierta.
Primero fue Paquito. Empezó a responder a todas las preguntas que le planteó el
juez, una por una, de forma clara y concisa; no había motivo para mentir, pues todos
eran delitos menores que él sabía que no le llevarían a la cárcel. Cuando terminó, el
juez le indicó que esperase allí sentado a que interrogasen a su compañero. Era el
turno del "Guille"; aquel desgraciado, como Paquito lo apodó, no acababa de
tranquilizarse. No hacía más que mirar a uno y otro lado, como si buscase un agujero
por el que poder huir. El juez empezó a tomarle declaración. El "Guille" todo lo
correcto de lo que era capaz en las formas, fue respondiendo a todas las preguntas.
Entonces, de repente, cuando uno de los policías que estaba arrimado a una ventana
que había abierta, se separó de ella, el "Guille" se levantó de la silla, y sin que nadie
de los allí presentes pudiese hacer nada, escapó saltando por aquella ventana.
Hubiese sido una gran huida, sino fuese por el hecho de que estaban en un octavo
piso. Por fortuna, no se llevó a nadie por delante. El "Guille" se estrelló contra el
suelo muriendo en el acto. Cuando la policía salió a la calle, encontró el cuerpo de
aquel desgraciado en medio de un charco de sangre. Paquito, tras aquello, firmaría
su declaración y se iría a la calle. Era un simple trámite que aquel inconsciente había
pagado con su vida.

Días más tarde, la policía picaría a la puerta del piso donde Paquito vivía con la
"Noe"; traían una orden de desalojo, y otra por la cual la "Noe" se veía obligada a
entregarles a sus dos hijas. Carmen, la hermana del Manolo, había movido carta, y lo
había hecho bien. Al morir el único hermano que le quedaba, los herederos de aquel
piso en Contrueces eran ella, las dos hijas del Manolo, y el hijo del "Guille". Había
negociado con la viuda del "Guille" para pagarle la parte del piso que le correspondía
a su hijo, y ella había aceptado. El siguiente movimiento había sido muy simple:
denunciar al juez la situación de desamparo en la que se encontraban sus otras dos
sobrinas. Dada la adicción a las drogas de la "Noe", el estado en el que se encontraba
la vivienda, y las declaraciones de las dos niñas, que en modo alguno guardaban
cariño a su madre, fue fácil quitarle la custodia de las menores; Carmen se erigía
como tutora de ellas y, por tanto, se hacía con aquel piso de Contrueces, echando a su
cuñada y a Paquito a la calle.

—¿Qué hicisteis entonces? —le pregunté.

—Al principio jodernos. Después pensé que podíamos meternos en casa de mis
padres —me respondió Paquito—. Nuria había cambiado la cerradura. Tuve que
forzarla con un destornillador. Estuvimos unos días. Después la cosa se "jodió".

—¿Qué pasó?.

—Mi hermana nos denunció...

—¿Y eso?. Es muy raro, ¿no? —me extrañaba que Nuria hubiese actuado así;
después de todo, había intentado ayudarle en reiteradas ocasiones—. ¿Por qué hizo
eso?.

—Bueno... La cosa se desmadró un poco... —era como si quisiese contarme algo


pero no sabía cómo hacerlo—. Después de unos días montamos una historia con el
"Francis" y el "Charly". Nos explotó la bombona de butano. Casi nos cargamos a los
vecinos, y destrozamos el piso. Menuda "movida" se montó...

—Ahora entiendo...
—Después, pues nada. La vida de un yonqui tampoco tiene nada —me dijo
mientras comía unas gominolas—. Al final ya me metía como el "Charly", dos o tres
"picos" diarios...

—¿Y ahora...?.

—Me arreglo con la metadona que nos dan... "Pa" ir tirando no está mal —parecía
sincero a la par que sus palabras parecían ir apagándose.

—¿Sabes algo del "Charly" y el "Francis"? —le pregunté. Él sonrió.

—Esos están muertos. El "Charly" de un "pico"; andaba muy mal y se metió más
de la cuenta —hizo una pausa, como si recapacitara—. El "Francis" quedó un poco
aturullado después de lo de la bombona de butano, y un día, no sé cómo coño se las
arregló para caer por el hueco de la escalera. Vivía en un quinto.

—¿Y la "Noe"? —insistí. Sabía que su historia debía haber llegado al final, así que,
por curiosidad, quería saber cómo habían terminado todos aquellos.

—No sé nada de ella desde lo del "Richi" —me respondió.

—¿Qué pasó con el "Richi"? —le pregunté.

—¿No sabes por qué estoy aquí?.

Negué con la cabeza. Después de tanto tiempo nunca me lo había planteado;


había dado por hecho que estaría allí por algún robo, como en las ocasiones
anteriores, pero nunca me lo había cuestionado. Grave error para un periodista.

—Por matar al "Richi".

—¿Y eso...? ¿Un ajuste de cuentas?.

—¡Qué coño!. Por culpa de la puta de la "Noe" —apartó las gominolas y sacó otro
cigarrillo. Se lo echó a los labios, y le prendió fuego. Tras la primera calada comenzó
su relato—. Se fue con él. Le echaba polvos a cambio de "caballo". Así que, un día que
no andaba yo muy bien me lo topé con ella en el parque. Estaban allí, donde los
columpios, morreándose. Me fui a por él y le metí unos cuantos navajazos. La cosa se
jodió. Estaba todo lleno de críos jugando por allí, y de gente. Eran las seis de la tarde
de un día de verano del noventa y uno. Murió allí mismo, en un charco de sangre. Le
reventé el corazón y le corté el cuello. Joder, todavía oigo los gritos de la "Noe". Tiré
la navaja al suelo y eché a correr, pero no andaba muy fino. Total, que justo apareció
por allí la "bofia" y me pillaron. Hasta hoy.

Nos había llevado varios meses, pero al fin tenía la historia completa de Paquito.
Quizás en cualquier otro caso, una vez conseguido el material que quería, me hubiese
despedido yéndome sin más. Sin embargo, con Paquito no ocurrió así. En aquel
tiempo había creado con aquel, llamémosle, "quinqui", un extraño lazo afectivo que
me obligaba a seguir visitándole. No sabría determinar el motivo, pero era así;
comprendía perfectamente aquel conglomerado de sentimientos y contradicciones
que habían llevado a Anabel a encapricharse con él. Me lo imaginaba años atrás,
cuando ella lo había conocido, con un aspecto más saludable, y podía fácilmente
comprender que aquella mujer hubiese pasado por aquello. Paquito, aún a pesar de
la degradación a la que le había sometido la heroína, tenía algo en su forma de
hablar, en la expresión de sus ojos, que le hacía diferente al resto; digamos, especial.
Y era ese algo especial lo que me había llevado a crear aquel lazo de afectividad.

Las siguientes visitas ya fueron en el Centro Penitenciario de Villabona. Seguí


llevándole los cartones de Ducados, las gominolas, las pipas y lo quicos. Solía
visitarlo una vez cada quince días, y él me contaba lo que había hecho durante aquel
tiempo. Había empezado a participar en unos talleres de carpintería, y me atrevería a
decir que, incluso, parecía ilusionado.

—¿Sabes que has sido tío? —le dije un día.

—¿Y eso...?.

—Tu hermana ha tenido un niño —el sonrió. Desde que había ingresado en la
cárcel no había vuelto a ver a su hermana—. Estuve el otro día con ella. La busqué.
Quería conocerla, que me hablase de ti.

—¿Qué tal están todos?. Digo, ella, José y Diego... —hacía aquella pregunta con la
boca pequeña, pero sin rencor.

—Bien. Están bien —le respondí—. Quizás la semana que viene vengan a verte...
—le dije. Les estaba tratando de convencer para que le pasasen a visitar.

—Bueno, vale, está bien...

Tenía un par de noticias más que estuve tentado a decirle, pero finalmente decidí
no ahondar más en el pasado. Había conocido a "el Porro", que vagaba por el parque
de Contrueces con unos nuevos colegas drogadictos; y me había enterado de que a la
"Noe" hacía unos meses que la habían encontrado muerta cerca de la estación del
tren.
EPÍLOGO

Paquito murió, víctima del SIDA, la mañana del cinco de Diciembre de mil
novecientos noventa y cuatro, a los treinta y un años de edad. Aquel día me
acompañaban Nuria y su marido. Cuando el director del Centro Penitenciario de
Villabona, nos dio la noticia, instintivamente miré hacia Nuria; creí ver cómo sus ojos
se encharcaban. Quería a su hermano, y nunca se había perdonado el no haber sido
capaz de sacarle de todo aquello; en silencio, viviría el resto de su vida con la espina
clavada por haberle dejado ir en aquella última ocasión, por haberse librado de él de
una forma egoísta; siempre le quedaría la duda de si no hubiese sido posible haber
hecho algo más por él. Su marido la abrazó; era digno de admiración aquel apoyo
incondicional.

Al menos, tuvo un funeral digno. Cierto es que pocos fuimos los asistentes. En
aquel banco de la primera fila únicamente estaban Nuria, su marido y Diego, al que
acompañaba su novia. Unos bancos por detrás, algún vecino, pocos, tan solo los más
allegados. Al final, en una esquina, la cabeza baja, estaba Anabel, la psicóloga; nunca
había llegado a desentenderse por completo de Paquito, sino que, en la sombra, se
había mantenido informada. Miré hacia atrás, hacia la puerta. Allí estaba Silvia;
seguramente lloraba en silencio la muerte del padre de su hija; seguramente, como
Nuria, creía que ella podría haber hecho algo más por él. La había conocido meses
antes, cuando me dediqué a recorrer las calles de Contrueces buscando los vestigios
de lo que había sido la vida de Paquito. Recuerdo que, al principio, me recibió con
cierta reserva; aquel era un denominador común en todos los que habían conocido a
Paquito; pero al final se decidió a hablar conmigo; corroboró todo lo que ya sabía.

Al cementerio tan solo fuimos su familia y yo. Anabel, tras dedicarme un gesto
amable de despedida, salió de la iglesia nada más se hubo terminado el funeral,
subió a su coche, y se alejó del lugar. Silvia esperó a que la funeraria partiese con el
féretro; estacionado en la acera de enfrente, la esperaba su marido; seguramente le
habría dicho quién era el difunto, y él, la había acercado a la iglesia en su coche;
vivían en Oviedo. El resto de vecinos se fueron cada uno a su casa.

Paquito tuvo placa. Su hermana Nuria se ocupó de que se grabase en mármol su


nombre junto a la fecha de su fallecimiento. Debajo, el consabido D.E.P. Al pie del
nicho, un ramo de flores en el que rezaba "tu familia no te olvida". Al menos no
quedaría en el anonimato como había ocurrido con los Álvarez. Su hermana, en los
años que siguieron, se encargaría de que siempre hubiese tres claveles en el pequeño
tiesto que colgaba de la placa de mármol.

Contrueces, hoy, es un barrio nuevo. Tanto ha cambiado, que incluso paseando


por sus calles me siento un extraño, a pesar de haber vivido allí treinta años. Crecí
viendo su desarrollo y, hoy, me enorgullece lo que es. Sirva esta historia como mi
pequeño homenaje al barrio que me vio crecer.
Índice

Prólogo

Primera parte. Primavera de 1977

Segunda parte. Verano de 1977

Tercera parte. Navidad de 1977

Cuarta parte. Otoño de 1978

Quinta parte. Trágico invierno de 1980

Sexta parte. Prisión del Coto

Séptima parte. Primavera de 1992

Octava parte. Verano de 1982

Novena parte. Enero de 1989

Epílogo

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