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Para Omar González, que se me está aguardando

para debutar, allá, en los quecos celestiales.

Nunca nos imaginamos, que digo un año antes, meses antes que nos íbamos a
encontrar de forma tan abrupta con esta instancia trascendental de nuestras
vidas. Ni Omar, ni yo ni como ninguno de nuestros amigos. Ni en la intensidad
de las más tórridas pajas habíamos pensado en debutar tan pronto.
Es más, no hacía mucho, reunidos en la Plaza de la estación Hernán había
abierto una especie de vaticinio que se mezclaba un poco con algo de
verdadera planificación, como si un oráculo de moral superior le hubiese
revelado cual era la edad perfecta para como decían convertirse en hombres.
-Yo a los veinte- dijo con una firmeza tal que nos obligó a todos, a
proponernos también una meta.
Ninguno como Hernán tenía esa certeza. Lo único que teníamos claro era que
con catorce que teníamos todavía nos quedaba un trecho de varios años para
debutar en las ligas mayores del sexo. Alguno dijo a los 17, y la mayoría a los
18.
Por eso digo que esa tarde, como cuadra a toda tarde inolvidable, nos tomó
por sorpresa.
Habíamos viajado a Buenos Aires en plan de erráticos paseantes, sin otro
objetivo claro que el de aprovechar un día de vacaciones, recorriendo el
centro, comer en un Pumper e ir un rato al Ital Park. El tour normal de
cualquier pibe de provincia en esa época mientras visitaba la Capital.
Ahora estamos con mi amigo Omar a punto de ingresar a una vieja casa de la
calle Sarmiento. Un ascensor muy antiguo nos eleva entre las entrañas del
edificio. A los dos nos recorre un cosquilleo incomunicable en el centro de la
pelvis. Un vértigo que nos enmudece.
Si me preguntan como empezó la cosa debo decirles con sinceridad que no lo
sé. Solo acude a mi mente la imagen de nuestras cuatro cabezas leyendo los
avisos clasificados del diario Crónica recién comprado en un puesto de
revistas de la calle Corrientes.
Con Gustavo, Alejandro y Omar realizábamos conjeturas acerca de cual de las
direcciones que daba el diario quedaría más cerca de donde estabamos
parados. Pero el verdadero problema era que ni siquiera sabíamos donde
estabamos parados.
Gustavo reparó en que sobre la calle Sarmiento había por lo menos seis. Nos
detuvimos en una esquina y preguntamos a un florista por donde debíamos
tomar. Allá nos dirigimos. Alejandro preguntó si antes íbamos a comer algo.
Pero nadie le contestó. Comenzó una búsqueda que se hizo a cada minuto
transcurrido, más y más frenética. La historia se repetía de modo similar en
cada uno de los porteros eléctricos donde comenzábamos a entablar un
diálogo.
-Venimos por las chicas.
-Cuantos años tienen?
-14 y algunos 15.
- Son menores no pueden entrar.
Y cortaban sin darnos más explicaciones. Y el sol de las tres de la tarde
reverberando en el cemento de la gran ciudad, más que agobiarnos nos volvió
embravecidos y obsecados.

Un tipo detrás de un mostrador nos dio dos fichas azules, una para Omar y
otra para mí, nos dijo que siguiéramos caminando por el pasillo. Un amplio
pasillo con olor a humedad y varias puertas a los costados. Omar comenzó a
silbar, no se si nervioso o canchero. Creo que las dos cosas juntas. A mi el
cosquilleo en la pelvis se me transformó en acelerado bombeo del corazón.

Gustavo era el más enojado por el hecho de que no nos dejaran entrar a
ningún lado, puteaba en todos los idiomas, más por su condición de
adolescente termocefálico que por verdaderas ganas de ver y sentir el cuerpo
de una mujer desnuda. No podía admitir que nos cerraran todas las puertas en
la cara. Acaso mi plata no vale, bravuconeaba contra las paredes. Omar y
Alejandro iban más tranquilos creo que tenían una enorme fe en que de un
momento a otro la voz desfigurada del portero nos diga, pasen.
Yo, si bien, era el más desahuciado; ya tenía la triste experiencia de haberme
quedado varias veces afuera del cine cuando daban alguna condicionada, -
todo por portar un rostro demasiado infantil sin la más mínima sombra de
bigote, mientras angustiado veía como casi todos mis amigos pasaban- en el
fondo de mi alma sabía que aquella tarde tenía el porte, la contextura de una
tarde inolvidable.

-Para cogerse esa concha hay que tener una pija de acero. Fueron las
primeras palabras que escuche no bien terminamos el recorrido del pasillo e
ingresamos al salón principal allí donde efectivamente se encontrarían las
chicas. Había salido de la boca fruncida de un viejo desdentado que con la
cabeza casi metida dentro de la pantalla miraba un televisor donde se
proyectaba una película porno. Era el único habitante del lugar.
Creo que las palabras del viejo, la gracia que me causaron me distendieron un
poco. Omar estaba parado atrás mio y no veía que hacía pero intuí que
seguramente se estaba preguntando donde estaban las minas. En pocos
segundos una mujer, muy linda, calzada en unos diminutos short rojos hizo su
aparición por una de las puertas nos dijo que nos pongamos cómodos y que
nos sentemos, que enseguida venían las chicas. La misma mujer, yendo y
viniendo de un pequeño barcito de cañas nos trajo dos vasos de güisqui, pero
llenos hasta la mitad de gaseosa de naranja. Omar me miró preguntándome si
debíamos tomar. Yo a modo de respuesta me acerque a la mesita ratona
donde se depositaban los graciosos vasos y sorbí un trago mínimo que ni llego
al estómago intentando estudiar con las papilas el contenido del mismo. Era
solo gaseosa tibia. Nos quedamos callados, creo que los dos pensando en lo
mismo, como sería la chica que nos tocaría en cuestión. Omar seguro la
imaginaría con unas tetas enormes, como las de Yuyito. Fue el él, que se
quedó con la Playboy que entre todos habíamos comprado y que tenia a la
fabulosa hembra rubia en la tapa, por lo que creí estaría obsesionado con
ella. Yo en cambio diseñaba en la mente un puzzle femenino, tetas italianas,
culo brasileño y concha sueca, así de complicado.

Cuando Omar poniendo la voz más ronca que nunca para aparentar más edad
de la que tenía, con la oreja pegada al audífono del portero recibió la
enésima negativa por parte de los que regenteaban estos lugares. Casi que
nos dimos por vencidos. Gustavo y Alejandro nos conminaban encaminarnos a
una sala de videojuegos que vimos en Corrientes. Omar y yo los seguimos unos
pasos hasta que, figura inconfundiblemente arltiana, apareció Porro, así se
presentó el tipo, nos dio la mano a cada uno y con el automatismo clásico que
tienen los hombres de su profesión, pasó a enumerarnos los servicios con los
que contaba la casa para la cual trabajaba y seguidamente las tarifas.
El nombre del tipo ya me había intimidado un poco. Porro, droga me dije.
Este tipo nos quiere vender falopa. Mejor que nos vayamos a la mierda. Pero
en pocos segundos descubrí la voz cordial y cansada de Porro. Lo miré a los
ojos y me di cuenta de que el pobre hombre solo estaba haciendo su laburo.
Nada más que eso.
Escuchamos con atención:
-Con participación bucal 15, con participación anal 25, con franeleo 20. Y sino
10, a lo gaucho –acotó.
Omar ,tartamudeando un poco, le preguntó como era a lo gaucho. En
realidad, dada nuestra total inexperiencia en estos lances le tendría que
haber preguntado por todo, que significaba participación bucal (¿no parecía
un término referente a la imposiblemente erótica odontología?) participación
anal (cierto terror, puesto que no estaba muy en claro el culo de quién
participaba) y el sugestivo franeleo (¿sería como ponerse de novio con la chica
y hacerse mimos?), en que consistían todos esos conceptos nuevos aplicados al
comercio sexual?
A lo gaucho, dijo con naturalidad Porro como si no necesitara más
explicación: te subis, la ponés y te bajas.
Si bien en nuestra cabeza ya se iban prefigurando con mucha rapidez los
nuevos concepto aprendidos con el maestro Porro que no eran, en definitiva
tan difíciles de interpretar, optamos por una cuestión meramente económica
por el mentado “a lo gaucho” y Porro recogió, en plena calle, el billete de
diez de mis manos y de la de Omar. Con sorpresa me di cuenta que Gustavo y
Alejandro se encaminaban hacía la esquina donde se emplazaba un local
gigantesco de Frávega. Los esperamos acá gritaron desde lejos.
Me sorprendió Alejandro, el precoz Alejandro que siendo mi compañero en el
jardín de infantes un día me preguntó:
Sabes por qué tienen tetas las mujeres.
-No, le respondí con la transparente inocencia de un querube de 5 años.
Para que se las llenen de dulce de leche y los hombres se las chupen.
El alto juerguista infantil, el enfant terrible de sala verde me estaba
aflojando justo ahora a la hora de los bifes. Después cuando volviamos, a
modo de excusa, creíble por cierto, me dijo que en ningún momento le gustó
la cara de Porro.

Al fin aparecieron las chicas. Una sola. Morocha, pelo largo enrulado, caderas
amplias. ¿Debo decir joven? No, para nosotros en ese momento, alguien de
veintitrés era una mujer, no digo grande, pero si que un abismo nos separaba.
Se sentó al lado mío. Dejando una silla libre en el medio. Me saludó muy
tímidamente, no digo con vergüenza, sino con real timidez. Tenía una malla
enteriza blanca y sus piernas color mate se cruzaron, esperando.
Miré de reojo a Omar. Vi que liquidaba lo que quedaba del vaso. Mi cuerpo
estaba en llamas. Contuve la respiración e inconscientemente convoqué a
todos los dioses de la serenidad.
Uno puede intentar ser canchero o piola muchas veces en la vida pero creo
que tres veces como máximo salen bien. Una de esas veces la gasté en ese
momento, acercándome a la chica y apoyándole mi mano en uno de sus
muslos le dije: vamos.
Extraordinario capo! Escuché que exclamaba alguien dentro mio.
Por un instante me sentí un avezado frecuentador de ámbitos prostibularios,
alguien con una cancha suprema para tratar a las minas. Envalentonado con
esta salida, la lleve por el pasillo que conducía a las habitaciones con mi
mano derecha apoyada sobre su nalgas mientras le preguntaba de donde era.
-De Paraguay- me respondió con una voz muy suave.
Fueron las únicas expresiones de su garganta que le escuche en toda la tarde,
además de los consabidos gemidos de rigor que iba a proferir unos minutos
después.

Estamos en el tren de vuelta, como no podía ser de otro modo Omar y yo en


un asiento, y los timoratos Gustavo y Alejandro en el de enfrente mirándonos
como a dos bichos raros. Se que Gustavo, en un lenguaje técnico extraído de
algún libro especializado en adolescentes que debería haber hojeado en la
biblioteca de su madre, piensa, nos mira a Omar y a mí y piensa: “han tenido
su primera experiencia sexual ,se han convertido en adultos”.
Nosotros vamos en otro planeta. La sonrisa es imborrable de nuestra cara. La
relajación de nuestros músculos nos da un aplomo tal que nos creemos dueños
del mundo. Omar hemos alcanzado la felicidad suprema, tengo ganas de
decirle, mientras largo una voluta interminable de humo de habano. Pero
todavía no fumo, nadie fuma. Debe haber llegado el tiempo ya.
En un instante nuestros músculos se desmoronan por completo. Omar y yo
yacemos como dos borrachos perdidos… de mujer.

La habitación es amplia. Muy amplia. Y muy antigua. Una ventana apenas


entornada deja ver las cornisas de los edificios de enfrente. Esto lo asimilará
mi cerebro mucho después, por ahora, todo es de la dulce paraguaya. Ya se
ha desnudado y colabora en sacarme la camisa y los pantalones.
No, todavía no, todavía el mundo no conoce los motivos por los que murió
Rock Hudson, recién los sabrá el año entrante. Justo un año después
comenzará el pánico y la paranoia del hiv. Así que mi pequeño miembro entra
desnudo, en la tibia carne guaraní. Siento toda su piel pegarse a mi cuerpo. Y
esa sensación es única e irrepetible. Después se transforma casi en un mero
trámite burocrático de los cuerpos. El final, el estremecimiento final, seco,
aún sin semen.

No bien salimos entramos a un cine a ver “Héroes”. Saben los que fue ver el
gol de Diego a los ingleses en una pantalla de 12 metros por 5 como si se te
volcara todo el estadio Azteca sobre los ojos.

No bien pisamos Mercedes, en realidad la 29 y 10 o la 29 y 12. Los parlantes


que ponía el municipio en esos años estaban pasando “Bailando en la vereda”
de Raúl Porchetto. Yo hubiera preferido otra canción, pero dejemonos de
tontería es esta la que quedará por siempre en la memoria de mis días y en
los tuyos Omar, en los que viviste viejo amigo.
PD para Omar: Si, Omar ya se que lo de la canción de Porchetto es una
boludez, que lo verdaderamente grave es otra cosa, se con creces que en
estos tiempos esta muy devaluado confesar que uno debuto con una puta. Que
no es cool y que causa bastante rechazo sobre todo entre los más jóvenes. Si,
hubiera sido mejor contar que la primera vez fue con nuestra noviecita de
entonces, en un chalet de Pinamar cuando sus padres habían salido a jugar al
golf. Decir, entre otra gansadas, que la inexperiencia puso sus vallas pero el
amor que junto nos profesabamos pudo más y todas esas idioteces. Saldriamos
mejor parados y solo me costaría un poco más de laburo de la imaginación.
Pero es la suerte que nos tocó querido hermano, ¿que ahora desde que te
mudaste al cielo te hiciste cheto, boludo? te puedo asegurar que no me
arrepiento para nada y se que vos en el fondo, aunque desde que el Señor de
puso de 8 en el equipo de las nubes estás tratando de cuidar tu imagen,
tampoco te arrepentis .Chau, te extraño, ronco puto.

-Dale que es Sendic- me apuró mi madre.


¿Patricio por teléfono? No era común que Patricio llame a casa. Era raro, en realidad
que entre los miembros del grupo de amigos nos telefoneáramos alguna vez.
Pasábamos todo el día en la calle juntos. No había nada que no nos dijéramos fuera
de ese ámbito. De vez en cuando Gustavo llamaba algún viernes o algún sábado solo
para confirmar a que hora saldríamos. Pero que Patricio llame a casa me intrigaba.
Salí rápido de la pieza y atendí.
Su voz no podía ocultar los ecos de ultratumba que salían de sus cuerdas vocales.
Enseguida me di cuenta que nada bueno tenía para contarme. Su tono tenía el tinte
de la más negra de las revelaciones.
Me debo haber vuelto pálido de golpe y mi voz habrá comenzado a desnutrirse, hasta
quedar convertida en un susurro inaudible, como si dos manos poderosas atenazaran
mi garganta.
Patricio fue muy económico en la transmisión de la desgracia. Me despedí en
silencio.
Me quería morir.Nunca me había sentido tan mal.
Observé que mamá pasaba atrás mío y traté de disimular mi miedo.
Me quedaron grabadas las frases proferidas por Patricio en el teléfono: “Pus manando
de la punta”, “un día y medio sin atreverse a mear”, “alcohol fino en la cabeza”,
“una pichicata terrible”.
Salí al patio. Giré en círculos. Un demente alrededor de la calesita donde mamá
tendía la ropa, que otra cosa podría decir que parecía. Me di cuenta que mi actitud
llamaba la atención. Si seguía con ese deambular de enfermo mental, mis padres
iban a advertir que algo fuera de lo común me estaba sucediendo.
Me interné más al fondo del patio, donde mi cuerpo se camuflaba entre las
enredaderas y arbustos a conversar con los tapiales. En medio de la tensión que
destrozaba mis nervios y que me llevaba por vías de la evasión al delirio, una ráfaga
de luz surgida de la última frase de Patricio descomprimió un poco el peso de la
locura. Si como dijo Sendic, existía una pichicata terrible, es que la peste tenía cura.
Respiré aire fresco del patio antes de entrar. Puse la mejor cara que pude y entre al
living. Prendí la tele y en seguida, sin que nadie me vea entré al baño. La puerta del
baño de casa no cerraba bien, quedaba una hendija que daba justo a la habitación de
mis padres. Me puse de espalda a la hendija e hice que meaba. Cuando bajé la vista ,
tirándome el cuerito para atrás, observé el desastre; el corazón se salía por la boca.
Pequeños y no tan pequeños puntitos blancos cubrian mi prepucio. Como si sobre mi
pene hubiese nevado. Miré con más atención y observé que desde el centro de ellos
se expandía un juguito blanco. Sí, sobre mi pene había nevado, pero nieve
radioactiva. Cagamos, hermano cagamos. Estoy igual que Patricio Pudrición total.
Pudrición total.
Estaba jugado así que hice fuerza para mear, si tenía que venir ese puto dolor que
había pronosticado Sendic, que venga de una vez. Cerré los ojos y esperé que mil
brasas ardientes desciendan por mi conducto orinal. Pero meé casi normalmente. Era
indudable que yo tenía otro tipo de peste. Distinta a la de mi amigo. Patricio no
habló de granitos blancos.
¿También habría medicina para ello? Me pregunté al borde del llanto. Sería que cada
una de las putas con que nos acostamos transmitiría una peste distinta? Si era así,
como pensaba, Gordo sufriría en estos momentos los mismos síntomas que Patricio y
Alejandro comenzaría a descubrir en breve, no bien vaya al baño, que sobre su verga
ahora habitaban unos curiosos granitos blancos. Que clase de pudrición tendría Omar,
el era el único que había pasado con aquella gorda espantosa. Si la peste era
proporcional a la fealdad de cada una de las chicas pensé, a Omar seguro que no le
quedaría otra que la amputación del miembro. Así deliraba intentando hacer
racionales todo tipo de estimaciones imbéciles.
La tarde era una maravillosa estampa de mediados de febrero. Cálida y límpida.
Parecía que la nitidez de los colores de las cosas se habían fijado para siempre en
todos los rincones de mi casa; pero nada me importaba. Papá sentado en la mesa
blanca del patio daba cuenta de una cerveza Sapporo y completaba las palabras
finales de un crucigrama. Me senté a su lado en busca de protección. Me convidó
cerveza japonesa de su vaso y me invitó a leer un libro que tenía debajo del diario.
-Trata sobre la batalla de Lepanto. Te va a gustar. Describe muy bien la composición
de las tripulaciones de los barcos de guerra de esa época. Y se parece en algún modo
a las novelas de Salgari.
Apenas escuchaba lo que me decía.
-Sabes que los hijos de puta de los turcos, mandaban al frente de los abordajes a los
pobres enfermos de sífilis para sacarselos de encima. Claro en por aquellos años era
una enfermedad incurable.
Encendió un Galaxy y siguió con el crucigrama.
Yo me levanté de la mesa porque la respiración había dejado de asistir a mis
pulmones. Así de simple. Angustia y más angustia.
Me encerré en el baño de nuevo. Noté que no solo la peste me había producido ese
pequeño sarpullido blanco sino que ahora picaba como la concha de su madre. Me
rasqué como pude frotándomela contra el short, pasándomela por la rugosidad de
una toalla. No quería meter los dedos. No se si por temor a que la peste me subiera a
las manos infectandome por completo o por la impresión que me causaban esos
asquerosos corpúsculos blancos. Abrí el botiquín y miré la botellita verde de alcohol
fino. ¿Que me había dicho Patricio que era bueno o no? No me acordaba. Por suerte
la deje en su lugar. El doctor me diría luego que el boludo de Patricio echandose
alcohol como lo hizo estuvo a punto de dejarse la chota seca como un salamín.
Mamá golpeó la puerta.
-Estas bien hijo- preguntó con su voz suave, más dulce que nunca.
- Sí, má, ya salgo.
Se dio cuenta me dije para mis adentros.
En esos momentos la preocupación mayor ya no estaba centrada en lo que provocaba
la peste en sí, en sus consecuencias directas sobre mi salud, poco a poco algo en mí
se fue dando cuenta que no estabamos en la época de la batalla de Lepanto y que a
esta altura la civilización occidental, la medicina, tendría alguna solución para mi
mal. El problema mayor radicaba ahora en declararlo, como demonios le iba a decir a
mis padres que tenía algo asi y asa en el centro del pito. Puede que a alguien a
muchos esto le resultara fácil. Que se yo. Sencillamente lo dirían. Y a otra cosa. Pero
para mi se había convertido en otro grave problema difícil de resolver.
A mi vieja, que era por estar siempre en casa la que habitualmente recibia primero
las notificaciones de mis dolencias, era imposible pensaba. No por nada referido a su
reacción, aún preocupada del mismo modo que yo estoy seguro que hubiese actuado
de la misma forma en que actuó papá. Lo que tornaba imposible ese diálogo era la
vergüenza que me invadiría como un maremoto. Se me caería la cara de vergüenza al
intentar esbozar la primera palabra. Como le decía eso. Que trataba con putas. Que
mi pito estaba enfermo. A mamá ni loco.
Era si o si con mi viejo, sin dudarlo, cosa de hombres.
Sabía que con él tampoco habría problema. Siempre fue un padre comprensivo. Pero
igual me resultaba difícil contárselo yo nunca le había contado de nuestras
incursiones en los bajos fondos prostibularios de capital, incursiones que el sin
saberlo financiaba creyendo que sus fondos iban destinados solo a entradas de cine,
tickets para el Tren Fantasma , hamburguesas y cocacola.
Sí tarde o temprano debía decírselo. No me quedaba otra.
Al menos si no quería, que en breve, a mis tempranos quince años, me la cercenaran
de cuajo.
Pese a todo sentía que todavía tenía tiempo. En realidad, era solo la excusa de un
cobarde para retardar la confesión.
Me puse a dar vueltas en mi pieza esperando que llegue el momento. No podía leer
nada. Atravesaba en ese impasse terrible que va desde el fin de Verne al inicio de
Cortázar. Así que todas las lecturas me parecían pelotudas o tristemente adultas.
No se con que cara me senté a cenar solo recuerdo que los bocados de tomates
rellenos tardaban siglos en atravesar mi garganta. Apenas si sentía algún sabor. Solo
el frio de la pulpa del tomate en los dientes.
Esa noche jugaban en Mar del Plata, Boca y el América de Cali. Yo me había dado
plazo hasta comenzar el segundo tiempo. Cuando Graciani, metió el segundo gol, no
me pregunten como fue el gol, solo vi moverse la red. Desde el inicio del partido solo
miré el césped fluorescente de la pantalla buscando que esa luz me tranquilizara.
Me dirigí a la oficina de papá que aprovechó la intrascendencia del partido para
terminar los papeles de una sucesión testamentaria.
-Ganamos?, preguntó no bien entré.
-Sí -le respondí con languidez- Bah todavía no terminó, faltan diez. Y me senté de
este lado del escritorio, mudo. Cuando el silencio se hizo insoportable. Largué todo.
Tartamudeaba. Con una voz que no era mía. Donde se mezclaba el niño y el pecador
atrapado en las redes de su pecado.
Papá me escucho serio igual que si le estuviera hablando otra persona que no fuera
su hijo. Asimiló con rapidez lo relatado, apartó la maquina de escribir eléctrica de
sus piernas dio vuelta por el escritorio y con el rostro pleno de felicidad me abrazó.
-Te felicito hijo mío.

La visita a lo del doctor merecería un relato aparte.


Vivía a media cuadra, lo levantamos a las doce de la noche. Papá no quiso esperar
más tiempo.
Donde la estuviste metiendo querido? Fue lo primero que me dijo.
Su voz meliflua que en otro momento me hubiera molestado sonaba como la del más
grande de los gurús sanadores.
Con el mismo tono zumbón que a la vez contenía algo de rechazo me preguntó si me
gustaban las prostis.
No le contesté sino con una sonrisa que rayaba en lo patético.
Me dijo que no me preocupara, que era algo común. Una venérea. Una venerita. Cosa
de jóvenes atorrantes.
Bajate los pantalones.
Me dijo otra vez que no me preocupara.
Patricio estaba mucho peor que vos.
Echándose alcohol, el muy boludo estuvo a punto de dejarse la chota seca como un
salamín.
Gonorrea, el diagnostico de Patricio.
El mío todavía sin nombre.
Ahora sí, blenorragia.
Hay pus, hay un poco de pus.
De una pequeña heladera sacó unas ampollas llenas de líquido verde.
Jeringa.
Medicación brasileña muito poderosa.
Sería un verdadero boludo si temiera a las inyecciones.
Desde mañana lavate con jabón neutro y agua. Nada más.
Y usa tu propia toalla.
Si no querés apestar a tu familia.
No te recibís de hombre hasta que no te agarrás la primer peste, dijo el doctor.
Caminé rengueando la media cuadra que separaba mi casa de la del doctor. La
penicilina plus carioca parecía arena recorriendo mi pierna y papá tarareaba una
canción de Serrat con el pecho hinchado de orgullo.

Dejamos a mi hermana y a mamá en el cine. No nos seducía la idea de estar dos


horas sentado mirando una película romántica. Mañana nos tocaría a nosotros ver
Pelotón y serían ellas las que se quedarían haciendo tiempo mirando las vidrieras de
la peatonal San Martín hasta que se acaben las balas de la cananas.
Ante la imposibilidad de llevarme al casino -apenas si tendría unos nueve o diez
años-, bajamos a Sacoa y jugué unas fichas en el Galaga y en el Gyrus. Dejé que los
alienígenas destruyan mis naves a propósito. Me daba no se que el aburrimiento de
papá, que nunca entendió el funcionamiento de estas máquinas, después de unos
minutos se ponía tenso y entornaba la vista por entre los senderos de las cientos de
máquinas que lo aturdían con sus pip- pip constantes.
-Que tal si vamos a comer a lo de los alemanes- me dijo casi exhaltado mientras
desde el piso inferior del salón de entretenimientos emergíamos, otra vez, a la
superficie de la calle.
Tomamos un taxi y paramos en la esquina de Luro y Belgrano donde estaba el
restaurante alemán.
Hacía dos o tres años que íbamos. Tanto a mamá como a papá les encantaba la
cerveza tirada que servían en distintos tipos de vaso. Su preferido era el tradicional
chop. La medida justa, decían. Yo insistía en que pidan un tanque para ver como era
ese vaso gigante repleto de cerveza. Pero mamá se rehusaba diciendome que se le
iba a calentar.
Mi hermana y yo comiamos salchichas de Friburgo que para esa época eran imposibles
de encontrar como ahora en un supermercado. Solo se podían saborear ahí. También
que le habíamos empezado a tomar el gustito al chucrut. Esa comida tradicional
alemana hecha a base de repollo hervido y vinagre.
El primer año que fuimos a este restaurant papá me contó que los alemanes que
atendían el lugar, en general hombres viejos, rubios y con los rostros más serios que
vi en mi vida, eran antiguos marinos nazis que quedaron varados con su buque,
durante la guerra, en las costas uruguayas. Finalizando la misma, al intuir la
inminente caída del Tercer Reich, se quedaron a vivir en Sudamérica.
Casi como una fábula me lo contó aquella vez. Una oscura fábula pero fábula al fin
que me costó comprender puesto que a los siete años apenas sabía quienes eran los
nazis y que había sucedido durante la Segunda Guerra.
Aquella noche, antes de entrar, casi amenazadoramente señalando con su dedo
índice la puerta del lugar, me dijo:
-A estos nazis los trajo Perón.
Yo temí por primera vez en la noche que papá entre y los puteé o despliegue algún
otro tipo de violencia contra los alemanes que ha esta altura, pensaba yo, no estaban
en guerra con nadie pero que algún que otra arma les debería quedar guardada en
algún lado.
Por suerte, una vez adentro se comportó como siempre con expresiones y gestos
firmes y adustos de lo más normales. Lo único que me llamó la atención fue que se
calzó sus diminutos lentes de leer que, nunca usaba para comer y que le conferían un
aspecto profundo e intimidador.
En un segundo tiré por la borda la imagen clásica que tenía de los alemanes, esos
graciosos barrigones de bermudas negras con tiradores y sombrerito alpino cruzado
por una pequeña plumita, tal cual los tenía representados por los mundiales de fútbol
y las revistas infantiles y que tanto emparenté en años anteriores con los dueños del
lugar, hasta que de un momento a otro los troqué por los maquinales y despiadados
soldados de grueso uniforme gris tal cual se veían en la serie Combate.
Mientras estudiaba por primera vez con atención la decoración del lugar, buscando
algún indicio de su pasado nazi. Alguna svástica, una cruz gamada o una Lugger
colgada de la pared, se acercó uno de los mozos, en realidad uno de los dueños que
también se tomaba el trabajo de atender.
Papá lo miró a los ojos soltando una breve pero intensa llamarada desde sus ojos
verdes.
Una Teem y un chop- le solicitó y antes de que el hombre se fuera de la mesa soltó
las primeras palabras en francés de la noche. Fueron dos o tres. No alcanzaban a
completar una frase. Parecía más bien una interjección o un saludo. Yo lo miré
extrañado, jamás lo había escuchado hablar en francés, pero en ese instante no le
pregunté nada, un poco distraído por una rubiecita de mi edad que se había sentado
en una mesa contigua y que sentí que también, como yo, me miraba. Seguí buscando,
en las paredes, esos cascos nazis que podía llegar a reconocer por las películas o
alguna bandera roja y blanca con vivos negros. Pero nada.
Le pregunté a papá porqué no tenían nada que los identifique como nazis.
Están de incógnitos, tienen que hacerse los pelotudos- me respondió con voz no muy
baja.
Uno de los alemanes que atendía la caja busco algo presurosamente en un cajón
cercano e hizo que un hilo de frío recorra por primera vez en la noche mi espalda.
Cuando giré de nuevo la cabeza hacia el centro de la mesa el grandote rubio estaba
otra vez a nuestro lado esperando que le ordenemos lo que íbamos a comer. Esta vez
no fue precisamente al alemán a quien miro con fijeza mi padre, sino a mí,
haciéndome cómplice de su plan . Y dijo esa parrafada incomprensible en argot
maquisard, el dialecto de los miembros de la Resistencia francesa, mientras yo con la
cabeza un poco baja, vi como las piernas del alemán retrocedían poco a poco hasta
casi chocarse con la otra mesa.
Desde allí, desde una distancia inusual para un mozo que atiende una mesa escuchó
que mi padre pedía codillo para los dos.
Vino a servirnos el codillo otro alemán más pequeño de estatura. Miraba de reojo a
mi padre. Yo también miré de reojo pero hacía la barra estudiando como escapar a
un posible ataque. Vi como los tres alemanes, uno de ellos el primero que nos había
atendido cuchicheaban algo en su círculo íntimo, con los rostros sorprendidos y
alertas.
El codillo estaba tan rico que me hizo olvidar por unos minutos de todo esto. Le
pregunté a papá si el sábado iríamos al mundialista a ver a Boca y me dijo que si que
ya había mandado al tio Beto a comprar las entradas. Me lo dijo serio como si nada
en el mundo podría distraerlo del papel que estaba representando.
La apoteosis de la noche llegó cuando papá pidió su tercer vaso de cerveza, esta vez
un cívico, una medida menos que el chop y la ensalada de frutas que yo había
solicitado.
Otra vez volvía el alemán del principio, desde que salió de atrás de la barra sentí que
la bandeja le temblaba y que sus pies se resistían a encaminarse hacía nuestra mesa.
Antes de llegar, mi padre se paró y otra vez lo miró fijo, le apoyo muy discretamente
una mano sobre el hombro y mientras con la otra, oculta detrás del saco, parecía
buscar algo cerca de su axila observé como sus labios se movían cerca de la oreja del
alemán y alcancé a escuchar otra vez, un tanto lejanas las palabras en francés esta
vez con un tono que hasta mí me dieron miedo y entremezclada con palabras ahora sí
reconocibles como guetto de Varsovia, kaput y la resistanse.
El alemán se puso pálido y cerró los ojos como si la inminencia de la muerte por fin
lo iría a alcanzar esta noche. De un movimiento brusco largó la bandeja que fue a
parar al piso provocando un terrible estruendo a lata y vidrios rotos y soliviantado
por mil demonio corrió a refugiarse en la cocina.
Fue lo último, papá sin inmutarse dejó un billete sobre la mesa que cubría con creces
la adición de lo que habíamos comido y salimos caminando Luro abajo. Yo no me
animé a mirar para atrás cuando cerraba la puerta. Temí, por un momento que una
ráfaga de ametralladora o una granada nos destroce los riñones.
Le costó una cuadras a papá salirse del papel de hijo de un miembro de la resistencia
en plan vengador que tan bien había interpretado dentro del restaurant alemán. Iba
tan inmerso en el personaje que había olvidado que teníamos que pasar a buscar a
mamá y a mi hermana por la puerta del cine. Mientras cruzabamos una esquina
oscura, oí, que desde su garganta se desprendía una risa sardónica y otra vez las
palabras en francés, esta vez triunfales, exhultantes.Recién a la altura de la estación
de ferrocarril me tomó con fuerza del hombro. Me quedé más tranquilo al escucharlo
hablar en castellano y más cuando vi su rostro a la luz y se le habían borrado ya todas
esas facciones cargadas de impostados recuerdos de la guerra.
Un taxi nos conducía de vuelta al cine.
Yo tarde varios años en dilucidar si aquella noche mi padre intento darme una
lección de teatro con su brillante actuación o si la lección había sido, en realidad de
sagacidad y valentía. Mostrándome de cómo había sido capaz de enfrentar a un
verdadero oficial de la Wersmatch.
He terminado por convencerme de que sin lugar a dudas su actuación respondía a
esta última consigna. Sin que esto suene con la empalagosa rimbombancia de la
máximas paternas sino con la intima sugerencia de una representación real casi
desafiando los límites de la cordura.
En la puerta del cine mamá y mi hermana nos esperaban con los ojos todavía
llorosos.

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