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Revisamos el
pensamiento de una de sus obras cumbre, los Episodios nacionales, una colección de cuarenta y
seis novelas que tratan sobre la historia de España en el siglo XIX.
Por Luis Fernández Mosquera
En los Episodios nacionales, Galdós se propone novelar la historia de España del siglo XIX
como un medio de educación para sus lectores, según el mismo declaró: «Creo que la literatura
debe ser enseñanza, ejemplo. […] Mis Episodios indican un prurito histórico de enseñanza».
Aunque de una forma u otra la mayor parte de obras buscan transmitir o al menos reflejan una
determinada manera de ver el mundo, la obra de Galdós, emblema del liberalismo burgués
progresista del siglo XIX, se acerca más a lo que hoy llamaríamos literatura comprometida.
La enseñanza a la que se refiere Galdós es, en último término, política y busca extender entre
su público su propia ideología. Lejos de la literatura doctrinaria, Galdós, buen conocedor del gusto
popular que él mismo debía compartir, emplea las fórmulas narrativas de mayor éxito de su época
para llegar al público más amplio posible, las de la novela de folletín o por entregas. Así, sus
Episodios toman desde el comienzo la forma de la novela de aventuras: batallas navales y terrestres,
heroísmo y amistad, enamoramientos apasionados, suspense y sorpresas constantes y un poco de
melodramatismo son los ingredientes principales de estas cuarenta y seis entretenidas novelas.
Las novelas históricas anteriores, las del Romanticismo (sobre todo en su versión
conservadora) presentaban los hechos desde el punto de vista de los grandes personajes de la
historia, los grandes protagonistas de las grandes ocasiones; para Galdós, en cambio, cualquiera,
independientemente de su origen, puede ser un héroe de la historia nacional, protagonista a su
manera. Este es un tópico de la literatura burguesa de la época, el del héroe hecho a sí mismo que
con su esfuerzo y su comportamiento recto se abre camino en la sociedad y logra una merecida
comodidad. Por eso es importante que sea el propio Gabriel quien, ya en la placidez de sus últimos
años, nos narre su historia de éxito vital, recordando con emoción las aventuras de su juventud:
«Los cabellos bancos que hoy cubren mi cabeza se erizan todavía al recordar aquellas tremendas
horas…».
Pero la forma autobiográfica, el carácter itinerante del relato, el origen bajo del protagonista… son
todos elementos característicos de la novela picaresca, el género más importante de la historia de la
narrativa española hasta la época de Galdós. Esto fue observado por Joaquín Casalduero, que señaló
cómo Galdós construye en esta primera serie una especie de antinovela picaresca. Si en la picaresca,
el protagonista está manchado para siempre por su origen vil y es incapaz de honor (concepto
reservado en el siglo XVII a los personajes nobles), aquí Gabriel escapa del destino que la tradición
literaria hacía esperar precisamente por su descubrimiento del honor. Pero no es, claro, el honor
caballeresco, exterior y fundado en el linaje y la fe, sino un concepto krausista más próximo a la
moral kantiana e ilustrada; el honor de Gabriel es una forma de conducta, una norma de
autogobierno basada, como dice Casalduero, en el cumplimiento del deber. La rectitud moral
redime al pícaro y el ascenso social es su merecida recompensa.
Y esto se aplica de igual manera a toda la nación en la segunda serie por medio de su protagonista,
Salvador Monsalud, réplica en muchos aspectos de Gabriel de Araceli y cuyo nombre lo dice todo.
Salvador, afrancesado revolucionario e hijo ilegítimo, es sin saberlo medio hermano de Gabriel
Navarro, de apodo Garrote, absolutista recalcitrante y partidario de Fernando VII. Ambos coinciden
casualmente en el amor a Jenara, novia de Salvador, que le abandona por Navarro al enterarse de su
ideología y pide a este que lo mate (la denuncia de la intransigencia ideológica es constante en
Galdós, y en especial en sus primeras novelas). Afortunadamente, Navarro no mata a Salvador y
este termina conociendo a Soledad, prometida de don Benigno Cordero, un burgués honorable y
liberal también de nombre transparente. Salvador y Soledad se enamoran y Cordero se hace
caballerosamente a un lado. El simbolismo es evidente: «Soledad —la España futura— se apoya así
en la burguesía y en el hombre revolucionario. La burguesía honrada la alimentó y protegió cuando
estaba desvalida; el espíritu de acción y revolucionario la dirige y hace fecunda».
Hay, por tanto, un sentido patriótico en este optimismo burgués, especialmente evidente en la
primera serie, cuando los grandes personajes ceden el protagonismo al pueblo llano, verdaderos
héroes del progreso y de la lucha contra el invasor extranjero. Pero en la segunda, desaparecida la
causa de resistencia común, afloran las discrepancias y la intransigencia.
El antimilitarismo de Galdós
Inevitablemente, aparecen en los Episodios numerosísimas batallas (aunque no tantas como hubo en
la España decimonónica) y suelen ser narradas con la intensidad y la emoción que corresponde a la
novela de aventuras, que eso son, al fin y al cabo, muchos de los Episodios nacionales. Pero no se
narran, sin embargo, desde una perspectiva heroica o idealizadora, sino cruda: «Lo importante era
que habíamos triunfado; que el campo quedó sembrado de cadáveres, cosa muy bonita, que siempre
relatan con hinchada satisfacción los narradores de batallas». Citemos para comprobar qué lejos está
Galdós de esa «hinchada satisfacción» un fragmento del pasaje en que Gabriel de Araceli rememora
la batalla de Trafalgar:
(…) me parece que los veo expresar el dolor de la herida, o exhalar notablemente el gemido de la
muerte (…); me parece oír el rumor de las tripulaciones, como la voz que sale de un pecho irritado,
a veces alarido de entusiasmo, a veces sordo mugido de desesperación, precursor de exterminio;
ahora himno de júbilo que indica la victoria; después alcarraza rabiosa que se pierde en el
espacio, haciendo lugar a un terrible silencio que anuncia la vergüenza de la derrota.
El espectáculo que ofrecía el interior de la Santísima Trinidad era el del infierno.