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DAVI D FI SCHMAN
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
© David Fischm an
© EI Com ercio ( para la present e edición)
I SBN: 9972–ó17–9ó–3
Hecho el depósit o legal
N.° 150lo12002–0273
I m preso en el Perú
Febrero del 2002
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
A m i esposa Cecilia
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
Prefacio 09
Capít ulo uno 10
Capit ulo dos 20
Capit ulo t res 35
Capit ulo cuat ro 54
Capit ulo cinco 63
Capit ulo seis 84
Capit ulo siet e 94
Capit ulo ocho 107
Capit ulo nueve 114
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
PRÓLOGO
Algunos opinan, desalent ados, que el est rés, desde que se inst aló en el corazón de la
civilización, im pulsado por el bom bardeo de cosas que nos at osigan en la vida
cot idiana, ha venido para quedarse ent re nosot ros, com o si ant e sus efect os no
quedara m ás rem edio que aguant arlo con paliat ivos. Ot ros en cam bio, desde la ot ra
orilla, m ás esperanzados, piensan que la t ensión y el desgast e son m ales reparables.
Mil fórm ulas se han plant eado para com bat ir ese desasosiego que causa la diaria
lucha cont ra los problem as cot idianos: son com o frent es de bat alla que se
m ult iplican frent e a nosot ros. Y no es ciert o que est em os inerm es. David Fischm an, a
quien no necesit am os present ar porque es un viej o am igo de est a casa edit ora, y
que no por prim era vez ent rega sus obras al público al am paro de nuest ro sello, es
de aquellos que aconsej an em puñar las arm as para bat allar cont ra los m ales que
t urban el espírit u alej ándolo de la paz duradera. Guerrero de la paz, para decirlo con
un oxím oron, David nos alient a a ponernos en la línea de vanguardia de nuest ro
propio bienest ar y, para hacerlo, ofrece un arsenal capaz de alcanzarlo. No duda, por
ej em plo, en descubrir ant e nosot ros las enseñanzas espirit uales que, usadas en
auxilio del hom bre com ún, pueden servirle para t ransit ar el difícil cam ino de la paz
int erior. Muchas de est as doct rinas t ienen un origen rem ot o, en el t iem po y en el
espacio, porque brot an del pensam ient o espirit ual filosófico y religioso del m undo
orient al.
No son m uchos los que, com o David Fischm an, conocen al m ism o t iem po la
int ensidad agobiant e de la vida profesional y las edificant es doct rinas de la ant igua
sabiduría, buscando en est as vías de equilibrio. Anim ado por las próxim as páginas,
que buscan com part ir con nuest ros lect ores la experiencia del aut or, El Com ercio
im pulsa la divulgación de est a obra de inm enso valor para t odo aquel que haga de su
vida una cruzada por fa arm onía.
Be r n a r do Roca Re y M ir o Qu e sa da
Direct or de Publicaciones y Mult im edios
El Com ercio
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
UN A ESTRATEGI A PARA LA VI D A
¿Por qué escribir una novela? ¿Por qué pasar horas y horas frent e a una pant alla
golpeando el t eclado, aislado, en perm anent e diálogo int erior, presa del m om ent o
creat ivo? ¿Por qué sufrir las int erm inables horas de vacío, cuando la inspiración se
alej a y las palabras, que ant es fluían libres, se debat en en la viscosidad de la
negación? ¿Por qué pasar por el t error del fracaso que nos asalt a cada vez que el
escrit o se som et e al lect or y enfrent ar la agonía del prim er inst ant e en el que alguien
nos relat a su experiencia al leerlo? ¿Por qué, decía, escribir una novela, cuando es
t an sim ple no hacerlo y t an t ranquilizador el no int ent ar penet rar en la m ent e de
ot ros?
Creo que no exist e una sola respuest a a t an sencilla pregunt a; aunque, desde el
punt o de vist a del lect or, m e at revería a arriesgar algunas hipót esis. Trascender el
t iem po, el espacio y el lenguaj e com o en el Ulises de Joyce; crear un universo
im aginario t an o m ás com plej o que el real com o en El señor de los anillos de Tolkien;
ret rat ar una nación y una época com o en La com edia hum ana de Balzac; o rom per
con la novelíst ica t radicional com o en el San Cam ilo 193ó de Cela.
Cada novelist a conoció, aunque no siem pre hizo pública, su razón. Cada uno sint ió
un im pulso int erior; una necesidad que lo llevó a urdir una hist oria en prosa. Creo
conocer la razón de David Fischm an: el servicio.
El secret o de las siet e sem illas es una novela de aut oayuda. En ella, en lenguaj e
sencillo y claro, con un est ilo sim ple y direct o, el aut or plant ea una est rat egia para la
vida. Sint et izando filosofía orient al y t radición j udeo–crist iana con psicoanálisis, el
aut or nos lleva a t ravés de la relación de un hom bre com ún, I gnacio, un j oven
em presario, y su m aest ro. La hist oria nos parece fam iliar: la vida de un hom bre en
busca de equilibrio nos es com ún, sus necesidades son las nuest ras y su deseo de
felicidad es el m ío, el de cualquier lect or; el de t odos.
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
–Dalai Lam a
La novela que nos regala David t iene, una vez m ás, una riqueza espirit ual y
enseñanzas de vida propias de ot ras obras del aut or, que nos sirven de guía para
conocernos m ej or. Quiere dot ar al lect or de siet e herram ient as básicas o aut oayudas
para llevar una vida m ás orient ada a los fines que nos t razam os, ya sea en el ám bit o
personal o profesional. En la casa y en el t rabaj o, est am os inm ersos en un escenario
donde es m uy fácil perder la brúj ula: vidas vert iginosas cargadas de angust ia,
nerviosism o, pesim ism o, m al hum or, frust ración, depresión, et c.
Al leer El secret o de las siet e sem illas, el lect or probablem ent e se ident ificará con
I gnacio –personaj e principal– pues t odos som os un poco los I gnacios de est a era,
m ovidos por el “ apúrat e” , “ sé fuert e” , “ sé perfect o” , que generan un gran desgast e.
Vernos reflej ados en el espej o de I gnacio nos ofrece la posibilidad de ser dueños de
la llave que abre las puert as de nuest ros barrot es, pues no hay peor carcelero que
uno m ism o.
David nos m uest ra elem ent os que nos son cot idianos: no los vem os, los
sufrim os, sin ver lo que realm ent e sucede dent ro de nosot ros, sin advert ir que el
cam bio oport uno puede llegar a salvar nuest ras vidas; y el act or de est e salvat aj e es
nada m enos que uno m ism o.
Las " siet e sem illas" llegan a nosot ros para ayudarnos a despej ar cam inos. A
m enudo las cosas sim ples son las m ás difíciles de explicar, pero David, en form a
am ena y clara, logra que el lect or " viva" la obra y crezca desact ivando fant asm as e
incorporando las fort alezas dadas por el am or, la volunt ad y la capacidad de saber
escuchar al m aest ro que llevam os dent ro para alcanzar lo que t odos deseam os: la
felicidad.
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
Profut uro AFP, colaborando en la publicación de est a obra, est á m ant eniendo una
t rayect oria de cinco años de difundir las ideas que nos perm it en crecer com o
individuos y fom ent ar valores para crecer com o sociedad. De est a m anera seguim os
fieles a nuest ra m isión de “ const ruir con cada uno de nuest ros afiliados un respaldo
que les perm it a vivir dignam ent e” , no sólo en el ám bit o financiero, sino en el de
valores personales.
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
PREFACI O
A t ravés de El secret o de las siet e sem illas. El equilibrio ent re la em presa y la vida,
he querido proponer al lect or, ofreciéndosela baj o la form a de una novela, una
herram ient a de aut oayuda para la vida, en especial para el que vive sum ido en el
quehacer em presarial. Para escribirla he echado m ana de dos recursos: m i propio
conocim ient o de la vida em presarial, en la que llevo m uchos años inm erso, y m i
experiencia con rigurosas práct icas espirit uales que nacen de filosofías orient ales. No
hace falt a decir que hay ciert os vest igios aut obiográficos que se t raslucen en est e
relat o, puest os al servicio del fin últ im o de la t ram a, que es com part ir una gam a de
enseñanzas psicológicas, valores espirit uales y consej os út iles para conducir con
firm eza las riendas de nuest ra vida profesional y personal.
Las " siet e sem illas" son el cam ino sim bólico que un m aest ro escoge para orient ar
a su discípulo, y en cada una se encierran enseñanzas que van desde el aut o-
conocim ient o y dom inio del ego hast a la búsqueda de la felicidad en el servicio hacia
el prój im o, pasando por el sent ido de j ust icia en la t om a de decisiones
em presariales. Muchas de las hist orias recogidas en la doct rina del m aest ro t ienen
un origen inm em orial y brot an de diferent es fuent es.
Es est e un libro dedicado a t odos aquellos que sufren las diversas presiones del
m undo m oderno, desde em presarios hast a j óvenes profesionales que luchan por el
éxit o, y aquellos cuyo fin en la vida personal y profesional no sólo es rendir al
m áxim o sino t am bién lograr la felicidad. No se t rat a de proponer un cam ino ut ópico
hacia el bienest ar sino de un conj unt o de enseñanzas práct icas para alcanzar ese fin
suprem o que es la felicidad. El secret o de las siet e sem illas aspira pues a convert irse
en una experiencia de vida.
El aut or
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
CAPÍ TULO 1
I gnacio Rodríguez esperaba angust iado su t urno can el cardiólogo. A sus cuarent a
y dos años, aun no podía creer que él t uviera problem as con el corazón. Siem pre
había sido un hom bre sano. Últ im am ent e t rabaj aba dieciocho horas diarias, de lunes
a sábado, y sólo paraba para dorm ir. Había descuidado a sus hij os, a su esposa y a
su cuerpo. Jam ás pract icaba deport es. Bebía alcohol y fum aba en exceso. Se
alim ent aba principalm ent e de com ida rápida, ya que con frecuencia alm orzaba en la
oficina m ient ras t rabaj aba.
Todavía recordaba el día en que m urió su padre. Ant es de m orir, don José le pidió
que asum iera la gerencia general de R & G, un im port ant e negocio fam iliar de
im port aciones. Don José había logrado que R & G fuera líder del m ercado y ahora él
t enía la responsabilidad de m ant ener est a posición. Pero las casas se habían com -
plicado. En verdad, se sent ía com o esos t ablist as que rem an cont ra la corrient e para
avanzar ent re las olas sin lograr ent rar al m ar. Las olas de cam bio que afect aban a R
& G eran t an fuert es que con cada una ret rocedía m ás de lo que avanzaba,
quedándose en un círculo vicioso de esfuerzo y desgast e.
La apert ura de los m ercados y la globalización habían llevado a que grandes
em presas, con econom ías de escala, se inst alaran en el país. Exist ía una guerra de
precios y una m ayor com pet encia en un m ercado m ás pequeño afect ado por la re-
cesión. Los pocos com pet idores nacionales que quedaban est aban aliándose con
em presas t ransnacionales. R & G era la: única que t rabaj aba sólo con capit al
nacional. El increm ent o de la com pet encia los había afect ado en el peor m om ent o.
Hacía dos años que los balances arroj aban perdidas económ icas y la em presa est aba
sobre endeudada. Por ello, los bancos le habían cort ado el crédit o e inclusive algunos
est aban t om ando acciones legales para recuperar sus prést am os. Los fines de m es
eran una t ort ura para I gnacio, porque m uchas veces no cont aba con liquidez para
pagar las planillas. Había hecho ya dos reducciones de personal, pero aún no era
suficient e.
En R & G se vivía un am bient e t enso y lleno de incert idum bre. El personal est aba
desm ot ivado y se com ent aba a voces lo diferent e que eran las cosas cuando don
José m anej aba la em presa. El personal había perdido la confianza en I gnacio y
añoraba los t iem pos en que t odo era éxit o.
Una sem ana at rás, el gerent e de vent as le había present ado su cart a de renuncia
confesándole que se iba con la com pet encia por el doble del sueldo. I gnacio,
enfurecido, grit o y lo insult o, pero en pleno episodio le vino un dolor m uy fuert e
debaj o del est ernón. Sint ió una presión en el pecho y se le adorm eció el brazo
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izquierdo. Luego se sint ió m uy agit ado, le em pezó a falt ar el aire y se desm ayó.
Horas después, ya en la clínica, le inform aron que había sufrido una angina dolorosa,
conocida com únm ent e com o preinfart o, y que t enía m ucha suert e de est ar vivo. A su
edad, un alt o porcent aj e de personas que sufrían dolencias al corazón perdían la
vida.
Una sem ana después del incident e, I gnacio se sent ía t an bien que en realidad
creía que est aba perdiendo su t iem po esperando al doct or. Tres días en la clínica
habían sido m ás que suficient es para llenarlo de ansiedad por regresar a la em presa
a poner en orden el t rabaj o acum ulado.
Finalm ent e, el doct or lo hizo pasar. En un principio corroboró el opt im ism o de
I gnacio.
–¡Es sorprendent e! –le dij o–. Tu corazón se ha recuperado m ás rápido de lo
norm al.
I gnacio se levant o rápidam ent e de la silla.
–¡Qué bueno! Ahora, doct or, creo que es el m om ent o de regresar a la oficina y
ponerm e al día...
–¡No t an rápido –le dij o el doct or con t ono enérgico y agarrándolo del brazo–.
Tóm alo seriam ent e, I gnacio. Com prende que t ienes dos posibilidades: si sigues
viviendo una vida desbalanceada, con perm anent e angust ia y est rés, t e doy sólo
algunos años m ás ant es del infart o fat al. Pero si cam bias t u est ilo de vida radical-
m ent e, t endrás una vida m ás sana y prolongada. Tú decides. Será m ej or que t e
cuides. Tener un infart o a t u edad es m uy riesgoso. No exist e una est adíst ica de
m uert e por infart o por edades, pero según m i experiencia con m is pacient es, a t u
edad aproxim adam ent e la m it ad de las personas que t ienen un infart o m ueren.
–¡Vam os, no exagere! –I gnacio m ira con un gest o de incredulidad la cara del
m édico–. Ya ve ust ed com o m e he recuperado fácilm ent e. No se preocupe, soy de
hierro y t engo para rat o. Ahora m e disculpará; t engo que regresar a la em presa para
evit ar m ales m ayores. Uno nunca puede est ar t ot alm ent e t ranquilo con sus
subordinados.
El doct or lo m iró con t ernura, com o si I gnacio fuera un niño incapaz de darse
cuent a de los errores que com et e.
–Mira, I gnacio. Eres libre para decidir que haces con t u vida. Si eliges m orir, es t u
decisión. Pero por favor dej a de pensar t ant o en t i m ism o y piensa en t us hij os.
Tienes dos hij os chicos, no perm it as que pierdan a su padre a est a edad. Eso los
m arcaría para siem pre.
–Ok –dij o I gnacio y se sent ó con resignación–. ¿Que t engo que hacer?
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El doct or le sugirió vivir una vida m ás balanceada e iniciar una diet a alim ent icia
sana; le pidió que dej ara de fum ar, que si t om aba alcohol lo hiciera m uy m oderada-
m ent e, y que baj ara el rit m o de t rabaj o y el est rés.
–Doct or, puedo hacer t odo eso; pero lo que no puedo evit ar ni cont rolar son los
problem as en la oficina, la agresividad de la com pet encia, la falt a de liquidez de la
em presa y la recesión.
–De acuerdo –respondió el doct or–. Pero lo que sí puedes cont rolar es t u reacción
ant e esos est ím ulos. Para est o necesit as relaj art e y aprender a t om ar la vida con una
perspect iva diferent e. ¿Has oido hablar de la m edit ación orient al?
–Disculpe doct or, pero yo no creo en ninguna de esas cosas esot éricas –respondió
I gnacio con un aire de aut osuficiencia–. Eso le encant a a m i m uj er. A m í m e parece
ridículo.
Mient ras hablaba, I gnacio m iraba su reloj y se m ovía com o si no cupiera en su
asient o. El m edico sint ió que la única m anera de convencerlo era llegando al fondo
de la explicación.
–I gnacio, el t em a de la m edit ación ya no se considera esot érico. I ncluso ha sido
invest igado por universidades m uy serias com o la de California. El doct or Benson, de
Harvard, est udió los efect os de la m edit ación en m onj es budist as del Tibet . Los
result ados fueron sorprendent es. Nuest ro cuerpo t iene un m ecanism o llam ado efect o
pelea–fuga, que dat a de la época de las cavernas. En aquel ent onces, cuando
percibíam os un est ím ulo am enazant e com o el rugido de una best ia, nuest ro cuerpo
se preparaba para pelear o fugar. El hipot álam o, una glándula cercana al cerebro,
orquest aba t oda una reacción fisiológica. Aún hoy, nuest ro rit m o cardiaco aum ent a
ant e una am enaza, para bom bear m ás sangre hacia los brazos y las piernas; se
acelera el rit m o de la respiración, se evacua la sangre del est óm ago para prot eger la
zona m ás débil del cuerpo y se genera adrenalina y cort isol, que nos m ant ienen m uy
alert as.
El doct or hizo una pausa para cerciorarse de que sus palabras surt ían algún
efect o. Luego cont inuó:
–El problem a que t enem os hoy es que seguim os percibiendo est ím ulos
am enazant es: crisis económ icas o fam iliares, problem as en la oficina... y nuest ro
cuerpo act iva aut om át icam ent e el efect o pelea–fuga. A diferencia de la época de las
cavernas, cuando los est ím ulos am enazant es eran esporádicos, en nuest ro t iem po
vivim os baj o am enazas const ant es. Peor aún: com o las am enazas son psicológicas,
no t enem os que correr ni pelear con nadie. En consecuencia, no realizam os el ej er-
cicio físico, vit al para m inim izar los efect os de est os quím icos en el cuerpo. Al
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cont rario: com o en el caso de la m ayoría de ej ecut ivos, el exceso de t rabaj o hace
que dej em os de lado el ej ercicio físico. Est o provoca que nuest ro cuerpo est e
recibiendo perm anent em ent e horm onas y quím icos que no descargam os y que nos
sobre est im ulan, causándonos est rés y dolencias.
I gnacio seguía m irando incrédulo. No cesaba de consult ar su reloj .
–Mira, I gnacio –cont inuó el doct or–. Es com o si nuest ro cuerpo fuese un aut o que
est a en neut ro, no avanza, pero nosot ros lo aceleram os al equivalent e de 150 kilo-
m et ros por hora. Nos pasam os la vida acelerando el aut o en neut ro ant e cada
am enaza que percibim os. Por ello, cuando queram os pasear, el m ot or est ará
fundido. La consecuencia t ípica de vivir en est e est ado perm anent em ent e es fundir el
m ot or; es decir, provocar hipert ensión y dolencias cardiacas. La que el doct or
Benson encont ró al est udiar a los m onj es budist as fue que la m ism a glándula, el
hipot álam o, responsable del efect o pelea- fuga, t am bién produce el m ecanism o
inverso, el efect o relaj am ient o, result ado de la m edit ación. El doct or encont ró que
los m onj es, al ent rar en un est ado de m edit ación, dism inuían su rit m o cardiaco, su
respiración y su consum o de oxigeno, y sent ían una sensación de paz y t ranquilidad.
I gnacio, lo que necesit as es enseñarle a t u cuerpo a que el m ism o elim ine los efect os
del est rés.
–Muchas gracias –le dij o I gnacio. Después de hilvanar un par de excusas y
com ent arios superfluos, part ió.
El com ent ario sobre la m edit ación había sido m uy com plet o. Sin em bargo, I gnacio,
no había quedado del t odo convencido. Era uno de los asunt os en los que est aba
m et ida Miriam , su esposa, y que él siem pre había considerado una est afa, una suert e
de pasat iem po para señoras snob que no t enían nada que hacer.
En su casa, cuando le cont ó a Miriam las recom endaciones del doct or, ella no pudo
reprim ir su ent usiasm o:
–I gnacio, ¡Qué bueno que finalm ent e vas a probar la m aravilla de la m edit ación!
¡Te va a hacer m ucho bien! Sé de un m aest ro hindú que vive en Surquillo.
Miriam le ent regó un papel con un nom bre y una dirección. I gnacio lo guardó en
su billet era con desgano. " No t e im agines que voy a hacer las m ism as est upideces
que t ú haces t odo el día –pensó–. Yo t engo que t rabaj ar y ocuparm e de cosas
im port ant es. No puedo andar perdiendo el t iem po" .
Había pasado un m es desde el preinfart o y se sent ía bien. Para I gnacio, su
enferm edad había t erm inado. Los problem as cont inuaban, pero... ¿quién no t enía
problem as hoy en día? Había dej ado de beber y fum ar en exceso y se sent ía m uy
orgulloso de sus logros.
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Esa m añana, al llegar a su oficina, el j efe de vent as corporat ivo le com ent ó que
habían perdido su cuent a m ás grande. La t ienda de depart am ent os m ás im port ant e
del país les dej aría de com prar a ellos para t rabaj ar con su com pet idor m ás cercano.
I gnacio em pezó a dar de alaridos, a insult ar al j efe de vent as, a decirle que t odo era
su culpa. En m edio del conflict o em pezó a sent ir nuevam ent e un dolor ligero en el
pecho. Se sent ó, asust ado, y dej ó de grit ar. Trat ó de serenarse y poco a poco logró
nivelarse. Sent ía que la vida le m andaba una últ im a advert encia, que ya no habría
m ás. Si no se esforzaba en reducir su est rés, su vida corría peligro.
Recordó que t enía la dirección del gurú en su billet era. La sacó con desespe-
ración, pensando que no la encont raría. Recogió su saco y part ió rum bo a Surquillo.
La casa del m aest ro era de apariencia hum ilde, pero at ract iva. Tenía paredes
blancas y un port ón azul bien pint ado. Por su lim pieza y buen m ant enim ient o,
dest acaba en el vecindario com o una isla. I gnacio perm anecía dubit at iva en el ext e-
rior de la casa y no sabía si t ocar la puert a o no. ¿Qué diablos hacia parado ahí?
Jam ás en su vida había visit ado ninguna bruj a, vident e ni gurú. Él era un em presario
profesional, m uy racional, y no creía en cosas raras. Sin em bargo, la sensación de
falt a de aire lo había asust ado y finalm ent e se había convencido de que debía hacer
algo por su salud. Tocó la puert a y ent ró.
Al ot ro lado del port ón había un j ardín m uy cuidado, con una gran variedad de
flores y árboles frut ales. Ent rar a esa casa era com o inst alarse en ot ro m undo; una
especie de Shangrilá en m edio de Surquillo. La casa est aba ret irada de la calle unos
veint e m et ros, y ent re el port ón y la fachada se ext endía el j ardín. Al lado de la
puert a principal había seis sillas de paj a. Allí, sent adas, cuat ro señoras conversaban.
I nt errum pieron su diálogo al ver a I gnacio, y lo m iraron com o si fuese un ser de ot ro
planet a. I gnacio se sint ió cort ado en pedazos. "¡Qué vergüenza! iQué pensarán de
m í! –se dij o–. Un em presario com o yo... ¡consult ando a bruj os! ¡Sólo falt a que una
de ellas m e reconozca, o que sea la esposa de algún am igo, para que t oda la
com unidad em presarial se ent ere y se burle de m i! " .
I gnacio se sent ó en el ext rem o opuest o del j ardín. Mient ras esperaba, reparo en el
exagerado t am año de los helechos y en una hilera de bonsáis alineados cont ra una
de las paredes lat erales, pero sobre t odo not ó que casi ninguna plant a se repet ía.
Era com o si en aquella at m ósfera serena se hubiera reunido una diversidad de
represent ant es exclusivos del reino veget al. No obst ant e lo placent ero de la
circunst ancia, se im aginaba t odo t ipo de cat ást rofes. Podían venir de algún canal de
t elevisión a grabar al " bruj o" y el saldría en t odas las not icias. Finalm ent e, se acercó
un j oven y lo hizo pasar al int erior.
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
La casa t enía un fuert e olor a incienso. En las paredes colgaban varios cuadros de
personas sem idesnudas en posición de lot o. Ent raron a una habit ación donde había
un hom bre de unos set ent a años, con barba blanca y cej as pronunciadas. Era
delgado y t rigueño, e iba vest ido con una t única color salm ón. Est aba sent ado en
unos coj ines de color blanco. En el m uro de at rás pendían cerca de doce cuadros.
Dest acaba uno m ayor, con la fot o de un hom bre que vest ía t única y parecía t ener
casi cien años. En ot ros cuadros pequeños podían verse las fot os de hom bres que
m ost raban el pecho desnudo. Tam bién colgaban algunos cuadros con dibuj os de
dioses de alguna religión orient al. En el alt ar había varias velas encendidas.
El m aest ro le hizo un gest o en silencio y le indicó que se sent ara en un coj ín. Lue-
go lo m iró fij am ent e a los oj os durant e unos segundos. Mient ras el m aest ro lo m ira-
ba, no le decía nada. I gnacio se sent ía t ot alm ent e fuera de lugar. " ¿Cuando em pe-
zara a hablar est e hom bre ext raño? ¿Será m udo?" , se pregunt aba m ient ras m aldecía
para sus adent ros la hora en que se le había ocurrido aparecerse por ahí. Finalm ent e
el m aest ro habló:
–¿Cuál es t u nom bre?
–I gnacio Rodríguez.
–¡Qué t e t rae por acá?
–Quiero que m e enseñe a relaj arm e, eso que ust edes llam an m edit ación.
El m aest ro nuevam ent e se quedó m udo. Se lim it ó a m irarlo a los oj os. I gnacio
est aba t ot alm ent e incóm odo. Sent ía que su m irada lo penet raba. No sabía si pararse,
irse o quedarse. Después de unos m inut os de silencio, que para I gnacio fueron
horas, el m aest ro le volvió a pregunt ar:
–¿Para qué has venido?
–Ya le dij e, ¡quiero que m e enseñe a relaj arm e! –I gnacio subió el t ono de voz para
dem ost rar que adem ás de t iem po, había perdido t am bién la paciencia.
El m aest ro se quedó m udo unos m inut os m ás. I gnacio se sent ía agredido por el
silencio del m aest ro. " ¿Qué le pasa a est e idiot a? –pensó–. ¿Acaso es sordo?" . El
est aba acost um brado a la acción. El t iem po valía oro y sent ía que lo est aba
desperdiciando.
Finalm ent e el hom bre volvió a hablar, est a vez com o si supiera algo que I gnacio
no era capaz siquiera de vislum brar:
–Ese no es el verdadero m ot ivo que t e t rae por acá. Dim e, I gnacio Rodríguez,
¿para qué has venido si realm ent e no crees que puedo ayudart e?
–iJust am ent e yo m e est aba haciendo esa m ism a pregunt a! –respondió I gnacio
indignado–. En realidad creo que t odo est o ha sido una perdida de t iem po y una
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est upidez –añadió m ient ras recogía su saco–. Siga engañando a señoras que creen
en t odo lo que ust ed dice sólo porque viene de I a I ndia. En lo que a m í concierne,
ust ed es un charlat án.
I gnacio se dirigió a la puert a de la habit ación cam inando con rapidez y det er-
m inación. Cuando est uvo cerca de la puert a, el m aest ro le pregunt ó con voz suave:
–Dim e, ¿eres feliz?
I gnacio sint ió esas palabras com o si le est uvieran clavando un puñal en el cent ro
de la espalda. Le dieron ganas de agredir físicam ent e al anciano, pero se cont uvo.
¿Con qué derecho le había dicho que era un infeliz? Encim a de t ener que soport ar
t ant a agresión en el t rabaj o, ahora t enía que soport arla en ese cuchit ril. Pero I gnacio
t enía una sensación ext raña en su int erior. Algo así com o cuando uno m ira a una
persona que conoce, pero no recuerda su nom bre. Sent ía profundam ent e que
responder esa pregunt a era bueno para él, que responder a esa pregunt a podría
llevarlo a un dest ino ya conocido pero del cual había olvidado el cam ino. Cont uvo su
agresiva reacción inicial y respondió:
–¡Claro que soy feliz! Soy un em presario exit oso. Por supuest o que t engo
problem as económ icos, com o t odos, pero est oy saliendo adelant e. Tengo t odo lo que
quiero: m i casa en Lim a y ot ra en la playa, m is aut os, una buena esposa y dos hij os.
He logrado m ucho, soy reconocido en el m edio –I gnacio sent ía que est aba
respondiendo la pregunt a con t oda su art illería y que el enem igo ahora est aba en el
suelo. Al exponer sus posesiones, había edificado grandes m urallas insalvables a su
alrededor, con t odos sus logros.
–Yo no t e he pregunt ado qué has logrado ni cuáles son t us posesiones. Te he
pregunt ado sim plem ent e si t e sient es feliz –le int errum pió el m aest ro.
La respuest a del m aest ro había at ravesado las m urallas con la m ism a facilidad con
la que el m ar dest ruye los cast illos de arena. I gnacio est aba desarm ado. Al principio
t uvo la t ent ación de persist ir racionalm ent e en sus punt os de vist a, pero le est aba
ocurriendo algo inusit ado, algo com o una int uición m ucho m ás poderosa que t odo lo
que pudiera expresar con ideas. Sin saber por qué, sent ía que est ar parado delant e
de aquel hom bre era com o reconocerse a sí m ism o. Ent onces em pezó a t ener claro
un hecho profundo: podía engañar a los dem ás, pero ant e la int errogant e de aquel
hom bre sobre su felicidad, no podía m ent ir. Era un hecho que si el fuera un hom bre
feliz no habría t enido necesidad de buscar ayuda en un guía espirit ual. Ent onces le
ocurrió lo peor que le podía pasar: una lágrim a em pezó a descender por el ext rem o
de uno de sus oj os. Lo invadía un sent im ient o que no podía cont rolar. Est aba siendo
vulnerable ant e el agresor, pero aún se consideraba m ás fuert e que él. Pasaron
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
" ¿qué est ás haciendo, I gnacio?, ¡reacciona! " . Pero por algún m ot ivo que no com -
prendía, el carism a m ágico del m aest ro lo t ranquilizaba y le hacía sent ir que est aba
en el lugar correct o.
–No ent iendo, m aest ro –balbuceó I gnacio con voz resquebraj ada–. Se supone que
debería ser feliz. Tengo t odo lo que necesit o para ser feliz, pero la verdad...
–I gnacio, la felicidad no se com pra. Tam poco se deriva de un proceso lógico o m a-
t em át ico de sum ar t us logros, t us bienes, t us relaciones o t u posición en la sociedad;
la felicidad se sient e, no se piensa. Tú has t rat ado de ser feliz racionalm ent e; es co-
m o querer disfrut ar la arm onía de una m elodía sólo leyendo las not as de una part i-
t ura, o sent ir la esencia de un perfum e leyendo las fórm ulas quím icas. Quien sient e
no es t u m ent e sino t u espírit u, y a t u espírit u lo has dej ado de lado por m ucho
t iem po.
I gnacio le cont ó al m aest ro la difícil sit uación que vivía en su oficina y t am bién le
habló de sus dolencias cardiacas. Le cont ó que su doct or le había recom endado la
m edit ación com o una form a de relaj arse.
–Tu est rés y angust ia son sólo sínt om as de un problem a m ayor –le explicó el
m aest ro–. Arreglar los sínt om as ayuda, pero no resuelve del t odo el problem a. Es
com o t ener un t anque con m uchos orificios por los que se filt ra el agua e inunda el
piso. Podem os invert ir el t iem po secando el agua del piso, en los sínt om as, pero el
piso seguir inundándose. La ot ra posibilidad es arreglar el verdadero problem a
t apando los huecos del t anque. I gnacio, t ú t am bién t ienes un t anque de felicidad,
pero t iene m uchos orificios y t u felicidad se escapa por t odos lados. No sólo t ienes
que aprender a elim inar las fugas sino t am bién a generar felicidad en t u vida.
–Pero dígam e, ¿qué t engo que hacer? –pregunt ó I gnacio com enzando a pensar
que el m aest ro verdaderam ent e lo podía ayudar.
El m aest ro se quedó m irándolo en silencio por unos segundos y luego em pezó a
buscar algo ent re sus pert enencias. Sus m anos se m ovían com o siguiendo una es-
pecie de m elodía indescifrable, un rit m o int erno y pausado que daba la im presión de
que cada gest o había sido profundam ent e est udiado. I gnacio, sin él m ism o darse
cuent a, lo observaba y se iba sint iendo ganado por una gran calm a. El m aest ro t om o
un pequeño cofre de m adera que cont enía unos pedazos arrugados de papel perió-
dico. Cuidadosam ent e, cogió un t rozo de papel doblado y de adent ro sacó una
sem illa.
–En est e cofre guardo siet e sem illas de la felicidad. Cada una de ellas cont iene una
profunda enseñanza que t e perm it irá ret om ar el cam ino. Em pezarem os con est a.
El m aest ro le ent regó la sem illa a I gnacio. Ella cogió con cuidado, com o si fuese un
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bebé recién nacido. Sent ía que t oda su vida ahora dependía de ella.
–Ve y siem bra est a sem illa. Regresa cuando germ ine y t e ayudaré a descifrar su
enseñanza –t erm inó el m aest ro.
I gnacio regresó a su casa, saludo a su m uj er y a sus hij os que j ugaban en la sala,
se dirigió al j ardín sin que nadie lo viera y sem bró la sem illa. No obst ant e, ant es de
t om arse al pie de la let ra lo que le había dicho el m aest ro, decidió inform arse sobre
la m edit ación para reafirm ar su buena disposición o, de lo cont rario, confirm ar sus
suspicacias. Est uvo un buen rat o revisando en int ernet . Su asom bro crecía a m edida
que iba verificando la seriedad del asunt o. Ent re ot ros m uchos, encont ró est udios
que dem ost raban que las personas que pract ican m edit ación reducen su consum o de
oxigeno, reducen la secreción de horm onas que generan est rés e increm ent an su sis-
t em a inm unológico. Se ent eró de que en 1989 una revist a especializada publicó un
est udio que analizaba a personas ancianas int roducidas a la m edit ación. En un cort o
t iem po, decía el est udio, est as personas m ost raron cam bios beneficiosos significat i-
vos y finalm ent e vivieron m ás que el grupo de ancianos de cont rol que no m edit aba.
Tam bién encont ró que en 1988 el doct or Dean Ornish dem ost ró que cuarent a pa-
cient es con dolencias cardiacas habían podido reducir, lit eralm ent e, la placa de depó-
sit os grasos que bloqueaba sus art erias, a t ravés de m edit ación, ej ercicios de yoga y
una diet a est rict a. Al cabo de dos horas, I gnacio había im preso un cuadernillo con
dat os y est udios que lo convencían de que la m edit ación era m uy im port ant e para la
salud.
Todos los días llegaba del t rabaj o y lo prim ero que hacía era observar el lugar
donde había plant ado la sem illa. Esperaba ver una plant it a m ágica que resolviera
m ilagrosam ent e t odos sus problem as. Pero no crecía nada. Luego la regaba con
delicadeza, t rat ando de darle el agua precisa para su crecim ient o. Su m uj er, que lo
había observado por varios días, le dij o:
–I gnacio, ¿qué t e ha pasado? Desde que t e conozco, j am ás has regado el j ardín.
I gnacio había decidido no cont arle a nadie lo del m aest ro. Toda su vida se había
burlado de su m uj er y de los am igos que creían en asunt os espirit uales o esot éricos,
y no pensaba ahora darles el placer de que le devolvieran la m ism a m oneda.
–Lo que ocurre, querida, es que el doct or m e dij o que la m ej or t erapia para
relaj arm e era t rabaj ar y cuidar el j ardín. Tú sabes, t e pones en cont act o con la
nat uraleza y t u m ent e descansa. He com prado sem illas para sem brarlas poco a poco
y em bellecer el j ardín.
Su m uj er quedó sat isfecha con la explicación e I gnacio logró una coart ada para
que nadie cuest ionara sus acciones.
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CAPÍ TULO 2
Después de cuat ro sem anas en las que I gnacio regó diariam ent e la sem illa, el
t erreno seguía igual. Ninguna plant a había crecido. Desesperado, rem ovió la t ierra y
sacó la sem illa: est aba exact am ent e igual que cuando la había sem brado. ¿Qué ha-
brá pasado? La he cuidado com o oro, pero no ha prendido, se dij o, y em pezó a
dudar quizás t odo est o del m aest ro era una t ont era y él est aba perdiendo su t iem po.
¿Qué m ensaj e de sabiduría podía cont ener una plant a? 0 quizás la sem illa no crecía
en su j ardín porque él no t enía derecho a su felicidad... Su esposa le había cont ado
que las plant as capt an la energía hum ana y quizás su energía no le perm it ía crecer.
Finalm ent e, no im port aba t ant o por qué no crecía; el hecho era que el no lo había
logrado. I gnacio se sent ía inút il y t ont o, y no le gust aba esa sensación. Est aba
frust rado y am argo consigo m ism o. Decidió regresar donde el m aest ro y pedirle
explicaciones.
Llegó a la casa com o alm a que lleva el diablo, em puj ó el port ón con un
m ovim ient o enérgico, llam ó con insist encia a la puert a y ni siquiera reparo en el
j ardín cuando lo hicieron pasar casi direct am ent e donde el m aest ro.
–¡Maest ro! –le dij o, en el colm o de su im paciencia–. ¡Ust ed m e est á haciendo
perder el t iem po! ¡He invert ido cuat ro sem anas regando est a est úpida sem illa y no
pasa nada! ¿Cuál es el m ensaj e de sabiduría que debo descubrir? ¿Acaso que los
em presarios som os m alos j ardineros? Si en la oficina alguien se ent erara de que he
est ado regando una sem illa m ágica, pensarían que soy un reverendo idiot a.
Dej ém onos de j uegos. Enséñem e sus t écnicas de relaj ación, que es realm ent e para
lo que he venido.
El m aest ro lo m iró hast a el fondo de sus oj os y le dij o con calm a:
–Te di una sem illa golpeada por un m art illo. Jam ás crecerá.
–¿Y para qué diablos m e dio la est úpida sem illa? ¿Para hacer el ridículo? ¿De eso
se t rat a? ¿Para ser feliz hay que hum illarse y sent irse inút il?
–I gnacio –cont inuó el m aest ro–, los niños son com o sem illas. Tenem os un
pot encial inm enso cuando nacem os, com o si fuera un árbol de vida capaz de
alcanzar las m ayores alt uras. Pero si nuest ros padres golpean la sem illa, es decir,
nos m alt rat an, nos hum illan, nos violent an y no nos valoran ni nos dan cariño, la
sem illa no germ inará. A lo sum o, si crece, producirá un árbol débil y lim it ado. Quería
que vivieras en carne propia la im posibilidad de hacer germ inar la sem illa, para que
nunca t e olvides de est e concept o. Sin em bargo, a diferencia de las sem illas, los
seres hum anos que han sido golpeados de niños si pueden crecer, desarrollarse y ser
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de que est án viviendo una fant asía, y sufren, lloran y gozan con lo que ven com o si
fuera real. Pero si una persona va a ese cine y m ira desde afuera por una vent ana
lat eral, verá la realidad t al y com o es. Verá un conj unt o de personas observando una
película que no es real, pero t am bién que est as personas act úan y sient en com o si lo
fuera.
I gnacio at endía com o si cada palabra contuviera la revelación de un acert ij o.
–Lo m ism o ocurre en la vida diaria –cont inuó el m aest ro–. Nosot ros proyect am os
nuest ras m em orias subconscient es en la pant alla de las sit uaciones y personas del
present e. Puede ser en la oficina o en la casa, con t u fam ilia, pero t us m em orias
subconscient es afloran e int erfieren en t u vida.
Yo soy com o la persona que est a fuera del cine. A m edida que m e cuent es los
problem as, sit uaciones y dificult ades de t u pasado, para m í será fácil observar la
proyección de t u m em oria subconscient e en la pant alla de t u vida. A m edida que
descifrem os t us proyecciones subconscient es, irem os explorando episodios de t u
niñez que pueden darnos pist as sobre t u conduct a. En est e proceso t e irás
conociendo m ej or y ent enderás por que act úas de ciert as form as que no t e hacen
feliz. I gnacio, nuest ra m ent e es com o un iceberg. Nuest ro conscient e es la pequeña
part e que est a fuera del agua. Pero ese iceberg t iene una inm ensa m asa de
inform ación sum ergida que no podem os ver: nuest ro subconscient e. Mient ras m ás
conciencia y conocim ient o t om es de t u subconscient e, t endrás m ás libert ad y
capacidad para ser feliz.
–¿A qué se refiere? –indagó I gnacio.
–Por ej em plo, pensem os en una persona que fue m alt rat ada durant e su niñez, que
cuando se equivocaba le grit aban y la violent aban. Si a est a persona le encargan el
cum plim ient o de una m et a que le result a difícil de lograr, em pezará a t ener un
diálogo int erno dest ruct ivo. Se sent irá inút il, t ont a e infeliz. Se m olest ará consigo
m ism a, sent irá que t odo es su culpa. Los m ism os sent im ient os que experim ent aba
durant e su infancia los proyect ará en la sit uación del present e. ¿Te suena fam iliar?
–¿Acaso no es norm al sent irse t errible y culpable cuando uno se equivoca? –
int errum pió I gnacio, que poco a poco iba t eniendo la sensación de que su alm a era
un vidrio t ransparent e ant e los oj os del m aest ro.
–Sient es que es norm al porque lo has vivido así t oda t u vida –respondió el
m aest ro–. Una persona que sufre de m iopía y no usa ant eoj os, percibe la realidad
com o borrosa y piensa que es norm al hast a que se com pra lent es. Cuando uno se
equivoca, o cuando las cosas no nos salen bien, uno no t iene por qué sent irse inút il,
t ont o o culpable. Uno debe ent ender su error, aprender del error y buscar ot ras
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alt ernat ivas sin dudar de su aut oest im a. Lo m ás probable es que la sensación de
sent irse inút il sea una proyección de algún episodio de t u niñez durant e el cual,
cuando t e equivocast e, t e hicieron sent ir de la m ism a m anera.
Al ver que I gnacio em pezaba a com prender, el m aest ro concluyó: " Cuando t e
t om as un t é usando una de esas bolsit as filt rant es, el agua de t u t aza gradualm ent e
se t iñe de un color oscuro. De la m ism a form a, ant e las diferent es sit uaciones en la
vida cuando nuest ra niñez ha sido difícil, nosot ros som os com o los sobres de t é.
Teñim os las sit uaciones con em ociones oscuras guardadas hace m ucho t iem po en
nuest ra m ent e, pero por desgracia no som os conscient es de ello" .
Finalm ent e, el m aest ro le pidió a I gnacio que regresará al día siguient e para iniciar
el proceso de aut oconocim ient o.
Mient ras m anej aba de regreso a su casa, I gnacio reflexionaba sobre su relación
con el m aest ro. Le ocurría un fenóm eno ext raño. Cuando est aba frent e a él, le
parecía que t ransm it ía una enorm e sabiduría. Sus com ent arios le parecían sensat os
y lógicos. Pero a m edida que se alej aba de él t odo el asunt o le em pezaba a parecer
absurdo. ¿Cóm o podía ser que nuest ra experiencia de niños afect ase t ant o nuest ra
vida? ¿Qué es eso de una m em oria subconscient e que incide en nuest ras conduct as?
¿Qué t enia que ver su niñez con el hecho de que él se sint iera t ont o o inút il? Sin
em bargo, dent ro de él algo le decía que debía seguir explorando ese cam ino.
Adem ás de est os t em as referidos a la niñez, a I gnacio le incom odaba hablar de
asunt os em ocionales. Pensaba que t odo lo logrado en su vida había sido posible
gracias a su m ent e y su capacidad para bloquear y dom inar sus em ociones; lo único
que las em ociones habían t raído a su vida eran problem as. Él consideraba a las
personas em ocionales com o débiles, incapaces y vulnerables.
I gnacio llegó a su casa en San I sidro y se dirigió a su est udio, en el segundo piso.
Era su lugar predilect o, una especie de escondit e del m undo donde podía aislarse
para pensar o t rabaj ar. En realidad era una gran bibliot eca con est ant es de caoba
fina que llegaban hast a el t echo, replet os de libros básicam ent e de adm inist ración y
negocios. Su escrit orio era un m ueble m uy fino, im port ado de I nglat erra. Tenía una
com put adora de últ im a generación con t odos los accesorios posibles. Todo era
im pecable y m uy ordenado. Ese era el t rono de I gnacio. Allí se sent ía con poder y
cont rol. Norm alm ent e acudía a su t rono cuando se sent ía am enazado. I gnacio había
logrado aprender una est rat egia para elim inar sensaciones de debilidad y
vulnerabilidad. Sim plem ent e se aislaba en su escrit orio a t rabaj ar en cosas de la
oficina, a navegar por int ernet o a leer el libro de m oda sobre adm inist ración. Hoy
era un día de esos en los que necesit aba escaparse del m undo. Se sent ía angust iado
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y no sabía por qué. En pocos m inut os, I gnacio est aba concent rado revisando los
cost os de una línea de product os que pensaba im port ar. Había logrado, una vez m ás,
esconder y sum ergir sus em ociones. Todo est aba baj o cont rol.
Las cosas en la oficina no iban m ej or, y aunque el t rabaj o se seguía acum ulando y
los conflict os no cesaban, para el día siguient e a las seis de la t arde se había
com prom et ido a visit ar al m aest ro. Por un lado quería ir y explorar un m undo que
desconocía, pero por ot ro lado sent ía que t odo era una pérdida de t iem po en un
m om ent o de m ucho t rabaj o. Forzándose así m ism o y con m uchas dudas, subía a su
BMW y se dirigió a la casa del m aest ro.
Cuando llego, t uvo que aguardar unos infinit os cinco m inut os ant es de ser
recibido. Est o t erm inó de colm ar su paciencia.
–Mire, m aest ro –le dij o I gnacio con aut oridad–. La verdad es que t odo est e t em a
del aut oconocim ient o m e parece int eresant e, pero no quisiera t ener que perder
t iem po en discut ir m is em ociones.
I gnacio le cont ó al m aest ro su est rat egia de sum ergirse en el t rabaj o para
cont rolar sus em ociones, m ost rándose orgulloso de ser una persona con t ot al
dom inio de su psiquis.
–En est a vida, las personas que vencen son aquellas que se m anej an por la m ent e
y no por el corazón. Eso lo t engo m uy claro –aseveró I gnacio.
El m aest ro, que lo escuchaba con calm a, le pidió que lo excusara un m om ent o. A
los pocos m inut os regreso con un vaso de agua que cont enía un hielo.
–Tom a est e vaso y t rat a de sum ergir el hielo dándole un solo em puj ón –solicit ó el
m aest ro ent regándole el vaso–. Hazlo de t al form a que el hielo perm anezca la m ayor
cant idad de t iem po sum ergido.
I gnacio no podía con aquello.
–Maest ro, est oy cansado de que no m e escuche y de que se desvíe por la t angent e
con sus j uegos ridículos. Le est oy hablando de algo im port ant e para m í y ust ed
quiere que sum erj a est e hielo.
–Confía en m í, I gnacio, t odo en la vida t iene sent ido. Em puj a el hielo.
I gnacio em puj ó el hido con resignación, sint iéndose un poco ridículo. El hielo se
sum ergió en el agua por unos segundos pero luego volvió a la superficie. Lo volvió a
hacer y nuevam ent e el hielo regresó a la superficie.
–¿Qué m e quiere enseñar con est o? –pronunció I gnacio con t ono de burla–. ¿Qué
yo soy ese hielo porque no t engo em ociones? ¿Qué en est e est ado no podré ingresar
a la sabiduría que es el agua? Déj em e decirle que la única form a de subsist ir en est e
m ar de problem as en el que yo vivo es ser un hielo y no m ost rar m is em ociones.
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Com o ha vist o con el hielo, es la única form a de salir siem pre a flot e.
–I nt eresant e int erpret ación, I gnacio, pero ése no es el significado que quería
ilust rar. –El m aest ro t om ó asient o y fij ó sus oj os en los oj os de I gnacio–. Cuando
uno t iene t raum as de niñez, com o t e expliqué ant es, las em ociones de est os
episodios afloran a la superficie. Si t ú sum erges y bloqueas est as em ociones, com o
m e has cont ado que haces, es com o em puj ar el hielo hacia abaj o. Pero com o has
vist o, el hielo siem pre regresa. A diferencia del hielo, al que puedes ver regresando a
flot e, nuest ras em ociones bloqueadas afloran pero no las vem os, es decir, no som os
concient es de ello. La única form a de que est as em ociones no regresen es
disolverlas, com o el hielo en el agua. Est o se logra con paciencia y elevando la
t em perat ura del agua. I gnacio, debes elevar t u t em perat ura em ocional y volver a
int egrart e com o persona. No puedes vivir pensando que eres un robot porque eso es
sólo engañart e a t i m ism o. Debes ent ender que t ienes un aspect o em ocional y ot ro
racional y que es necesario int egrarlos para que seas feliz.
Al ver que I gnacio no ent endía del t odo, cont inuó:
–Si una persona viene a cont art e algo m uy t rist e y t ú no quieres escucharla,
puedes t aparle la boca para conseguirlo. Pero igual t e com unicará su t rist eza con su
expresión y sus lágrim as; eso no lo puedes evit ar. I gnacio, dent ro de t i hay una per-
sona m uy t rist e que habla con em ociones de dolor y t ú le t apas la boca para no oírla,
ocult ándola y sum ergiéndola en t u int erior. Pero recuerda que esa persona t am bién
llora, y cada lágrim a aflora en t i e influye en t u conduct a sin que t e des cuent a.
Una vez m ás, el m aest ro había logrado desarm ar la racionalidad de I gnacio.
I gnacio lo había agredido com o un discípulo de j udo at aca a su m aest ro para probar
fuerzas. Pero el m aest ro había esquivado los golpes y había aprovechado la fuerza
de su agresor para lograr colocarlo en una posición vulnerable. Lo que I gnacio no
sabía en ese m om ent o era que esa posición le perm it iría em pezar a crecer.
–Est á bien –dij o I gnacio–. Ust ed gana. ¿Qué t engo que hacer?
–Cuént am e, I gnacio, ¿cóm o est uvo el t rabaj o hoy?
–La verdad es que t errible –dij o I gnacio indignado–.
Cuando t ienes gent e incom pet ent e que t rabaj a cont igo t odo t e sale m al. Mire, hoy
día m e llam ó un client e a quej arse de que nos habíam os ret rasado m ás de t res
sem anas en despacharle una m ercadería que ya había cancelado. El client e exigía la
devolución de su dinero. Me dij o que éram os poco profesionales y que pensaba
acudir a la com pet encia.
–Dim e, I gnacio, ¿qué sent ist e en ese m om ent o? –pregunt ó el m aest ro.
–Me vinieron una ira y una desesperación enorm es. Me sent í im pot ent e, t ont o e
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incapaz. Me dirigí a la oficina del j efe de despachos para grit arle que era un
incom pet ent e y un inept o. Le advert í que si t enía una equivocación m ás lo despe-
diría. Lo hice enfrent e de t oda su gent e para que aprendieran que deben t rabaj ar con
calidad.
–¿No t e parece, I gnacio, que t u reacción fue m uy agresiva?
–A m í m e parece norm al –respondió I gnacio–. Así he reaccionado t oda m i vida. Mi
padre nos enseñó, desde niños, que uno debe pagar por sus errores.
–¿Cóm o es eso de t u padre? ¿Me puedes poner un ej em plo?
–Veam os –I gnacio ent recerró los oj os, com o buscando m uy at rás en su vida–.
Recuerdo que m i padre siem pre fue m uy exigent e con nosot ros. Quería que m i
herm ano y yo est uviéram os siem pre bien vest idos y que hiciéram os lo que él quería.
Si le desobedecíam os, t eníam os que pagar las consecuencias. Una t arde de dom ingo,
cuando yo t enía cuat ro años y m i herm ano Hernán cinco, m i padre nos había
ordenado vest irnos elegant es porque iba a llegar una visit a a la casa. Est ábam os
esperando aburridos, así que salim os a pasear al parque que quedaba al frent e de la
casa. Recuerdo que t ropecé en el barro y m e ensucié desde la cabeza hast a la punt a
de los pies. Sabíam os que si m i padre m e veía, nos iba a dar una paliza. Mi herm ano
int ent ó lim piarm e el barro, pero era im posible. Resignados, fuim os a la casa a recibir
nuest ro cast igo, pero nunca im aginam os que sería t an severo. Mi padre m e vio y
em pezó a grit ar e insult arm e con palabras que yo no ent endía pero que sonaban
horribles. Recuerdo su cara, t an llena de odio y rabia. Me cogió del brazo y m e llevó
a la ducha, abrió el agua fría y m e m et ió adent ro. Mient ras m e lavaba con el agua
congelada y con m i ropa puest a, m e seguía grit ando y em pezó a pegarm e. Yo no
había abiert o la boca, ni siquiera había llorado. Est aba recibiendo el cast igo con
dignidad y no pensaba llorar. Sus golpes eran fuert es, pero peores eran las
cachet adas que m e caían en la cara. Cuando t erm inó la t ort ura física vino lo peor,
ot ra vez sus grit os: " ¡Quién eres, dim e qué clase de porquería eres para ensuciart e
de est a form a! iDim e quién eres! ¡I m bécil, responde! " . En ese m om ent o le dij e lo
que m e nació del corazón: " Papi, soy un niño" . Al decirle est as palabras se m e
escapó una lágrim a, pero pude cont enerm e y no lloré. Mi padre siem pre decía que
los hom bres no lloran. Sabía que si lloraba m e podía seguir pegando.
El m aest ro lo seguía at ent am ent e, y al ver que I gnacio parecía aliviarse de un
gran peso, le hizo un gest o:
–Cont inúa, cuént am e m ás.
–Recuerdo cuando el perj udicado fue m i herm ano. Yo t enía seis años y Hernan
siet e. Un am igo lo invit ó a su casa un dom ingo. Mi padre le dij o a Hernan que lo
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
recogería a las seis de la t arde. A esa hora m i padre m e pidió que lo acom pañara a
buscarlo en su aut o. Pero Hernan no est aba en la casa de su am igo, había part ido
hacia una hora. Mi padre subió al aut o, preocupado, y fue a buscarlo por t odo el
vecindario. Mient ras lo buscaba, m aldecía a Hernan: " ¡Ese im bécil que se ha creído,
¿qué m e puede desobedecer?! ¡Qué clase de coj udo se escapa sin avisar! iLo voy a
m at ar cuando lo vea! " Yo no m e m ovía, no hablaba nada, no quería darle ninguna
oport unidad para que derivara su agresión hacia m í. Est aba paralizado. Después de
una hora de búsqueda infruct uosa, volvim os a la casa. Allí ya est aba m i herm ano,
que se había regresado cam inando. Mi padre lo agarró de uno de sus pies y lo cargo
en peso. Lo levant ó del pie dej ando su cabeza cerca del suelo. Le em pezó a t irar
pat adas en la espalda y a recrim inarlo por haberlo desobedecido. Luego fue direct o
al baño y agarrándolo de los pies m et ió su cabeza en el inodoro y j aló. Mient ras m i
herm ano se asfixiaba con el agua del inodoro, m i padre seguía insult ándolo. Yo
est aba inm óvil y at errorizado.
–Es una escena t errible. ¿Y t u m adre que hacía? –indagó el m aest ro.
–Mi m adre nunca se m et ía con lo que hacía o decía m i padre. El era el hom bre de
la casa, al que había que obedecer. A pesar de que m i m adre no t rabaj aba, nuest ros
cont act os con ella eran m ínim os. No era cariñosa; era m ás bien fría e im personal. Lo
m ás im port ant e para ella era que t odo est uviera ordenado. Pasaba el día com prando
ropa, adornos finos y art efact os caros para la casa. 0 est aba en las t iendas o
t om ando t é con sus am igas, pero nunca est aba con nosot ros. A ella sólo le
im port aba ella m ism a.
–Ahora ent iendo por qué le grit ast e de esa form a al j efe de despachos –le dij o el
m aest ro.
–¿Qué cosa ent iende?
–En prim er lugar, que para t i es " norm al" la violencia porque crecist e en ella. Por
est o, si alguien com et e un error en t u oficina, t ú haces exact am ent e lo que t u padre
hacía cont igo cuando com et ías un error. Peor aún, revives t u pasado invirt iendo los
roles: asum es el rol agresivo y prepot ent e de t u padre, y a quien m alt rat as le
im pones el rol de niño asust ado. Adem ás, es probable que andes a la búsqueda de
errores en las personas para revivir episodios de agresión vividos en t u niñez Te
sient es cercano al recuerdo de t u padre cuando asum es el rol agresivo.
I gnacio experim ent aba una ext raña m ezcla de adm iración y asom bro.
–¿Ust ed cree que eso pueda ser ciert o? –indagó I gnacio, incrédulo.
–Para t i es difícil dart e cuent a –le respondió el m aest ro–. Recuerda que proyect as
t us em ociones subconscient es en " la pant alla" de las personas y de las sit uaciones
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
que t e ocurren. Ahora, si quieres ver lo que est ás proyect ando y est ás m uy cerca de
la pant alla, t endrás dificult ades. Com o en el cine: cuando t e sient as adelant e no ves
bien, en cam bio si t e sient as m ás lej os puedes ver la im agen perfect am ent e. Eso m e
pasa a m í. Yo est oy a una m ayor dist ancia de la pant alla de t u vida; t ú, por el
cont rario, est ás a su cost ado. Yo puedo ver con claridad lo que est a pasando; t ú lo
ves m edio borroso.
El m aest ro observó que los m úsculos del rost ro de I gnacio se relaj aban. Est o
dem ost raba que est aba com prendiendo.
–Ahora queda claro por qué t ienes t ant o m iedo de m ost rar t us em ociones –
cont inuó el m aest ro–. En realidad, t e m ueres de m iedo de que t u padre, que ya no
vive físicam ent e pero que goza de buena salud en t u propia m ent e, t e m alt rat e y
hum ille. Todavía conservas en t u m ent e el m ensaj e de t u padre: " Para ser hom bre
no hay que sent ir ni llorar" . Para com plicar las cosas, t ú reforzast e est e m ensaj e con
la act it ud de frialdad y dist ancia de t u m adre. Es m ás; por el t rat o de t u padre, t ú
vienes cargando desde niño sensaciones de m iedo, angust ia, rabia, im pot encia,
hum illación y t em or al ridículo. Com o t e dij e ant es, est as m em orias subconscient es
no se olvidan y perm anecerán present es hast a que puedan ser ent endidas y
digeridas por t i. Est as son las em ociones que no quieres sent ir porque t e t raen
m ucho dolor, ¿no es así?
I gnacio est aba dest rozado. Se sent ía angust iado. Tuvo que cont ener, una vez
m ás, las ganas de llorar. Las palabras del m aest ro habían derret ido el hielo racional
que bloqueaba su conduct o int erior. Ahora em pezaba a sent ir cóm o fluían las
em ociones por su cuerpo. Sent ía m ucho dolor y t rist eza, sent ía pena por sí m ism o y
rabia cont ra sus padres. Al recordar su pasado y asociarlo a su present e, em pezaba
a descubrir que se arm aba un rom pecabezas que t enía disperso en su int erior. Se
em pezaba a sent ir hum ano.
–I gnacio –cont inuó el m aest ro–, no t engas m iedo de sent ir, no bloquees t us
em ociones. Déj alas salir.
Hubo unos m om ent os de silencio. Luego, el m aest ro cont inuó:
–Cuent an que un cam pesino que t enía su cam po recién sem brado, escuchó un
fuert e ruido en su t erreno. Cuando corrió a ver qué sucedía, se dio con el hecho
insólit o de que del suelo m anaba un chorro de ciert a sust ancia negra. Preocupado
porque est a sust ancia podía m alograr sus cult ivos, llam ó a sus fam iliares para que le
ayudaran a t apar el hueco. La presión era t an fuert e que t oda la fam ilia t enía que
em puj ar un t ablón para evit ar que saliera la sust ancia. Así est uvieron varios días, sin
com er ni dorm ir, pero después de una sem ana ya no podían m ás. Ent onces
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
decidieron solt ar el t ablón y salió un gran chorro negro. Pero después de unos
m inut os, ese chorro se convirt ió en agua lim pia y t ransparent e que el cam pesino y
su fam ilia canalizaron con rapidez hacía un reservorio. Finalm ent e, el agua les ayudó
a crecer pues expandieron sus t ierras cult ivables. Al ver que I gnacio fruncía el
ent recej o en act it ud de quien busca ent ender algo sin conseguirlo, el m aest ro le
explicó:
–I gnacio, a t i t e pasa lo m ism o que a ese cam pesino. Est ás t an asust ado con las
aguas negras de t us em ociones, que las bloqueas. Quiero que sepas que t odo lo que
ret ienes se m ant iene. A t odo lo que t e aferras, t e esclaviza. I gnacio, dej a que salgan
las aguas negras de t us em ociones y verás cóm o luego em pezarán a brot ar aguas
t ransparent es que sabrás canalizar para desarrollar t u vida.
–¿Qué debo hacer para sacar t odas las aguas negras que t engo en m i int erior? –
pregunt ó I gnacio con angust ia.
–En prim er lugar, no bloqueadas ni ret enerlas. Déj alas salir sin m iedo. Cuando t e
sient as angust iado, con dolor o con m iedo, sient e las em ociones. Son part e de t i. No
t e sum erj as en t us libros o en t u t rabaj o. Lo que necesit as es int egrar t u racionalidad
con t u em ocionalidad.
El m aest ro hizo una pausa para cerciorarse de que era com prendido. Luego
cont inuó:
–En segundo lugar, int ent a t om ar dist ancia de la pant alla de t u vida para que veas
las sit uaciones com o realm ent e son. Cuando t e sient as con odio, rabia o indignación,
observa t us em ociones y pregúnt at e si no serán t us sensaciones subconscient es las
que est án aflorando. I gnacio, en t u vida est ás cam inando por un cuart o oscuro en el
que t e t ropiezas con frecuencia. Tu cuart o seguirá oscuro; no se puede ilum inar rápi-
dam ent e. Pero lo que sí puedes hacer es alum brart e con un fósforo, para que veas
con qué t ropezast e. Cuando act úes de form a agresiva o m alt rat es a alguien en la
oficina, prende t u luz int erna y reflexiona sobre t u com port am ient o. Analiza qué
em ociones y pensam ient os t e llevaron a act uar de esa form a y relaciónalos con algún
episodio de t u niñez. A m edida que sient as t us em ociones subconscient es y las
com prendas, rem it iéndolas a t u pasado, los hielos se irán disolviendo y ya no
regresarán.
–Pero es que a veces es necesario ser enérgico con los subordinados –argum ent ó
I gnacio–. Ust ed no t iene la m enor idea...
El m aest ro levant ó la m ano, com o si quisiera apagar las frases de I gnacio, y
prosiguió:
–Recuerda que cuando reaccionas agresivam ent e en la oficina, el único que pierde
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eres t ú. Con t us reacciones no logras que quien se equivocó m ej ore y recapacit e so-
bre sus act os. Lo que logras es que est a persona se dedique a com ent ar por t oda la
oficina lo neurót ico que eres. Ve t an exagerada t u reacción que no t om a en cuent a
t us com ent arios. Lo que t ú quieres es que las personas m ej oren su t rabaj o y sean
m ás eficient es. Lo que t u padre m ent al quiere es cast igar y m alt rat ar a la persona
que se equivocó.
I gnacio salió de la casa del m aest ro y subió a su aut o. Se sent ía m uy angust iado,
ahogado de em ociones que lo desbordaban. Su vida era com o una gaseosa de em o-
ciones que él había t rat ado de m ant ener t apada, pero ahora el m aest ro la había agi-
t ado fuert em ent e y después la había dest apado. Sent ía un caudal de em ociones que
lo desbordaban e invadían t odo su ser. Era ext raño, est aba solo pero se sent ía acom -
pañado por alguien m uy cercano, com o su m ej or am igo: ot ra vez le ocurría que lo
ganaba la sensación de est arse encont rando consigo m ism o. Era su yo em ocional,
que había est ado m ucho t iem po sum ergido.
Al llegar a su casa se escabulló hacía su escrit orio y se sirvió un vaso de whisky en
las rocas. Por unos segundos t uvo la t ent ación de sum ergirse en algún t rabaj o de la
oficina y olvidarse del m undo, pero no lo hizo. Com enzó a j ugar con los hielos de su
vaso y recordó las palabras del m aest ro. Luego se puso a revisar ot ros episodios
am argos de su infancia. Así perm aneció algunas horas, sint iendo las em ociones que
afloraban com o fuegos art ificiales. Era paradój ico: est aba– feliz de sent irse infeliz. En
realidad, est aba feliz de sent irse hum ano nuevam ent e. Reflexionó sobre cóm o
t rat aba a sus hij os y a su esposa. Había m uchas sim ilit udes con la form a en que a él
lo habían t rat ado cuando niño, y pensó que est o podía ser una cadena int erm inable.
A su padre lo m alt rat aron y luego su padre lo m alt rat ó a él. Él t am bién est aba
m alt rat ando a sus hij os y est o haría que luego sus hij os m alt rat aran a sus niet os. Lo
peor era que t odo ocurría en un plano inconscient e. Él debía parar la cadena. Sus
hij os t enían cuat ro y t res años, y él est aba a t iem po de cam biar. No quería golpear la
sem illa de sus propios hij os y hacerles vivir el infierno que él est aba viviendo.
Al día siguient e se sint ió m ej or; con el sueño había logrado m it igar sus em ociones.
Llegó a su oficina y su personal lo abordó con diversos problem as que le hicieron
olvidar por com plet o el episodio con el m aest ro. I gnacio est aba nuevam ent e
t rabaj ando com o si nada hubiese sucedido.
Al final de la t arde, Gust avo, el gerent e de finanzas, ent ró a su oficina. Cerró la
puert a y, refiriéndose al gerent e de m árket ing, le dij o:
–Est oy hart o del idiot a de Pedro. Todo el t iem po desordena las cosas. Quiere que
le pase gast os no presupuest ados, cont rat a vendedores y no m e avisa. I m agínat e
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
que el ot ro día t uve casi un com plot de t res vendedores que no figuraban en planilla,
y quería que les pagara. No ent rega sus report es a t iem po, no sigue los
procedim ient os. ¿Sabes que hem os m andado a im prim ir cinco m il t arj et as de
Navidad para nuest ros client es y puedes creer que sólo m andó cuat rocient as?
I gnacio, ¡hem os bot ado a la basura com o dos m il dólares! , ¿puedes creerlo?
I gnacio est aba irrit ado. Cóm o Pedro podía ser t an best ia para desperdiciar dinero
de la com pañía en el m om ent o t an difícil que est aban pasando. Se paró
inm ediat am ent e, y ant es de que Gust avo le pudiera decir algo m ás, t om ó el
int ercom unicador.
–Pedro, ¡ven ahora m ism o a m i oficina! –grit ó. Cuando Pedro ent ró, vio a I gnacio
en su escrit orio con expresión de rabia y a Gust avo con cara de sust o.
–¡Oiga! –le espet ó I gnacio en t ono enérgico, evit ando el t ut eo para subrayar la
dist ancia–. ¡Est oy hart o de su desorden que nos hace perder plat a! ¡Hast a cuándo
t endrem os que soport ar sus m ediocridades en est a em presa!
–¿De qué est ás hablando? –se sorprendió Pedro.
–¡Est oy hablando de la ridícula cant idad, de t arj et as que m andó a hacer para
Navidad! ¿Cree que nos sobra la plat a? ¿Qué harem os con las m ás de cuat ro m il
t arj et as que sobraron? ¿Se las cobrarem os a ust ed?
Pedro se sint ió víct im a de un m alent endido. Quiso explicarse:
–No ha sobrado ninguna t arj et a de Navidad.
–Gust avo m e dij o que m andast e a hacer cinco m il y sólo enviast e cuat rocient as
t arj et as a nuest ros client es.
Gust avo era t est igo de est e conflict o. Jam ás im aginó que I gnacio iba a reaccionar
de esa form a, poniéndolo cara a cara con Pedro. Quería que la t ierra se lo t ragara y
desaparecer. Pedro m iró a Gust avo con indignación e hizo un gest o de desa-
probación.
–Lo que Gust avo no sabe –dij o–, es que las ot ras cuat ro m il seiscient as t arj et as se
las dim os a nuest ra fuerza de vent as para que las ent regaran personalm ent e a
nuest ros client es y así dar un m ej or servicio.
I gnacio había est ado inflando el globo del conflict o al agredir a Pedro por sus
supuest os errores. Pero Pedro, con est as últ im as palabras, le había clavado un
alfiler. Ya no t enía que haber conflict o. Las t arj et as se habían enviado, y de la m ej or
form a. I gnacio m iró a Gust avo. Con un adem án de censura, le dij o:
–La próxim a vez que quieras que yo haga el ridículo, avísam e con ant icipación.
En ese m om ent o surgió en su m ent e la im agen del m aest ro y recordó sus palabras
sobre aquello de t ropezarse en la oscuridad. Se daba cuent a de que había caído una
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vez m ás. Había grit ado y agredido a Pedro inj ust am ent e, se había com port ado com o
un neurót ico y sólo ahora se daba cuent a. Se em pezaba a dar cuent a, pero ya el
daño est aba hecho y no podía ret roceder en el t iem po.
Le pidió disculpas a Pedro por el m alent endido, pero Pedro ya est aba dolido.
I gnacio no sabía cóm o se había m et ido en aquel problem a grat uit am ent e. Eran
t ant os los problem as con la com pet encia, que no ent endía qué hacía desgast ándose
en com pet encias int ernas. Miró su reloj . Era hora de visit ar al m aest ro. Salió de la
oficina, subió a su carro y part ió.
Ya en la casa del m aest ro, I gnacio, decepcionado de sí m ism o, le cont ó el
incident e.
–Maest ro, no m e di cuent a. No sabe lo est úpido que m e sient o –concluyó I gnacio.
Para aquel hom bre parecía no haber sorpresas.
–No es fácil –dij o el m aest ro–. Debes t ener paciencia.
No puedes cam biar t ant os años de hábit os de la noche a la m añana. Est e es un
proceso largo. Recuerda que has est ado m anej ando un coche aut om át ico, las cosas
las hacías sin pensar. Ahora t ienes que pasar a un aut o de cam bios m ecánicos,
t ienes que est ar m ás concient e para saber qué cam bio usar. Créem e, el hecho de
habert e dado cuent a del error ya es un gran avance.
Hizo una pausa para que I gnacio se sint iera m ás cóm odo, y cont inuó:
–Dim e ¿qué crees que hicist e m al en est a sit uación?
–Definit ivam ent e –em pezó I gnacio sin t it ubear–, llam ar a grit os a Pedro a m i
oficina y agredirlo por algo que no era ciert o. Debí inform arm e bien ant es de hablar
con él.
–De acuerdo –siguió el m aest ro–. Eso fue una equivocación, pero no fue la
prim era. El prim er error que com et ist e fue dej ar que Gust avo t e hablase m al a
espaldas de Pedro. Si t ú quieres crear un clim a de confianza en t u organización, ¿no
t e parece que fom ent ar el chism e va en cont ra de t u obj et ivo? La próxim a vez que
alguien quiera cont art e algo negat ivo de una persona, pregúnt ale si ya se lo dij o
direct am ent e a ella, y ant e t odo, escucha a las dos part es. Eso sí, t ú t ienes que dar
el ej em plo, debes t ener m ucho cuidado de no hablar a espaldas de las personas.
Recuerda que los subordinados aprenden de lo que el líder hace, no de lo que dice.
Hizo ot ra pausa para que I gnacio t uviera t iem po de reflexionar. Luego cont inuó:
–Cuént am e ahora, ¿qué sent ías cuando est abas enfrent ando a t us dos gerent es? –
pregunt ó el m aest ro.
I gnacio se quedó pensat ivo, t rat ando de poner en palabras lo que había sent ido en
ese m om ent o.
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
–La verdad es que si t engo que ser realm ent e sincero, sent ía ciert o placer. Sent ía
que era lo correct o, que alguien debía ganar y ot ro perder. En realidad, quería ver
sangre. Quería que el m ás débil perdiera.
–Com o vim os la vez pasada –cont inuó el m aest ro–, buscas la violencia para
evocar a t u padre. ¿Recuerdas algún incident e de t u niñez que pueda est ar
relacionado con est a sit uación?
A I gnacio se le apareció la im agen de una de sus vivencias m ás desagradables:
–Ahora que lo pienso, sí. A m i padre le encant aba hacerm e pelear cont ra m i
herm ano. Nos decía que debíam os pract icar en casa, para est ar list os para sacarle la
m ugre a cualquiera en la escuela. Pero no quería que peleáram os de j uego, quería
que lo hiciéram os sin guant es, a puro puño. Recuerdo que nos llevaba al garaj e y
nos hacía pelear. Si no lo hacíam os, él nos pegaba a nosot ros. A él le encant aba
" anim ar" la pelea grit ándonos y m anipulándonos desde afuera. Me decía: " ¡Pelea,
im bécil! ¿Acaso eres una niña o un m aricón?" . Recuerdo que una vez m i herm ano m e
dio un golpe en la nariz y em pecé a sangrar. Quise parar de pelear, pero m i padre no
m e dej ó. Él decía que los hom bres pelean hast a m orir, no im port a si est án heridos.
–¿Te das cuent a, I gnacio, de por qué t e gust a t ant o ver sangre? –cuest ionó el
m aest ro–. Has aprendido de niño que esa es la form a en que uno debe com port arse.
En est e caso, en t u m ent e, t ú eras t u padre incent ivando la pelea, y Pedro y Gust avo
eran t ú y t u herm ano cuando niños.
–¿Pero qué voy a hacer si he t enido un padre t an violent o y t odo est o est á
guardado en m i subconscient e? ¿Cóm o diablos m e vaya librar de est o?
–Por ahora, no exist e ot ra form a sino que poco a poco vayas t om ando conciencia
de t us em ociones subconscient es, revisando cóm o se m anifiest an en t u vida act ual.
A m edida que las ent iendas, irán baj ando su int ensidad y su influencia en t i. Cuando
uno est á vendado y t iene que cam inar por un sendero donde hay varios fuegos,
puede esquivarlos al det ect ar su calor. Lo m ism o t ienes que hacer, I gnacio, en la
vida real. Cuando t engas fuegos em ocionales que t e llevan a act uar agresivam ent e,
aún si no los ves, por lo m enos percibe su calor y cont rólat e. A m edida que t om es
m ás conciencia de t us conduct as, t endrás una m ayor capacidad de m ej orar.
Mient ras se ponía de pie lent am ent e y daba m edia vuelt a, el m aest ro cont inuó:
–Ahora est ás list o para recibir la segunda sem illa–. Sacó el cofre, cogió uno de los
pedazos de papel arrugado, lo abrió, sost uvo con delicadeza la sem illa y se la
ent regó a I gnacio–. Siem bra est a sem illa, y cuando la plant a em piece a crecer,
regresa para explicart e su m ensaj e de sabiduría.
–Pero m aest ro, ¿no m e la va a hacer com o la ot ra vez, que m e t uvo un m es
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CAPÍ TULO 3
Hacía un m es que I gnacio había sem brado la sem illa. Se había preocupado de
regarla y cuidarla diariam ent e, y est a vez sí em pezó a germ inar una plant a m uy
pequeña que t enía unas hoj it as verdes. Durant e ese t iem po había t rat ado de est ar
m uy conscient e de sus em ociones, sobre t odo en los cont act os con t erceras
personas. No obst ant e, no había t enido m ucho éxit o cont rolando sus conduct as
agresivas. Lo que sí aprendía era a darse cuent a de sus errores post eriorm ent e. Est o
lo frust raba. Ya sabía que t enía un problem a de agresión, pero ocurría cuando él no
era conscient e, y no podía evit arlo.
Ese día, I gnacio llegó a su oficina con ent usiasm o. Ext rañaba sus conversaciones
con el m aest ro, y al finalizar la j ornada t endría su prim era cit a con él después de un
m es. Pero el ánim o posit ivo le duró m uy poco. Recibió la llam ada de su sect orist a en
el banco. Su pedido de refinanciam ient o había sido rechazado por la m ala calidad de
los docum ent os present ados: los fluj os de caj a est aban plagados de errores, los
t ot ales no coincidían con las colum nas de cifras y los saldos de caj a est aban
equivocados. Su sect orist a le dij o que el gerent e de crédit os le había dicho que si su
client e no sabía siquiera hacer fluj os de caj a, cóm o el banco le iba a prest ar dinero.
A m edida que escuchaba, I gnacio se convert ía en una olla herm ét ica que
aum ent aba su presión con el calor de sus em ociones. Su em presa necesit aba a grit os
credibilidad ant e los bancos, y no podía ser que por la incom pet encia de Gust avo, su
gerent e financiero, esa credibilidad se est uviera dest ruyendo. Colgó el t eléfono y se
dirigió raudo a la oficina de Gust avo. Lo desbordaba una m ezcla de rabia, indignación
e im pot encia. Lo único que quería era t ener al frent e al im bécil del gerent e
financiero. ¿Por qué t odos eran t an inút iles, por qué él era el único que podía hacer
las cosas bien? I gnacio ent ró a la oficina de Gust avo, que est aba hablando por
t eléfono. Sin esperar que colgara, le pregunt ó:
–¿Revisast e el fluj o de caj a ant es de m andarlo al banco? Gust avo, viendo la cara
desquiciada de I gnacio, colgó el t eléfono rápidam ent e.
–Claro que sí, yo siem pre reviso t odos m is docum ent os –respondió–. ¿Cuál es el
problem a?
–Mira, Gust avo –dij o I gnacio–. Eres t an infeliz que ni siquiera t e das cuent a de t us
problem as. ¡Quiero que sepas que eres un profesional incapaz, no sólo la cagas sino
que no t ienes la m enor idea de que la cagas! Me llam aron del banco para decirm e
que rechazaron nuest ro pedido de refinanciam ient o porque som os incapaces de
hacer un fluj o de caj a.
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Gust avo em pezó a experim ent ar esa m ezcla de sust o y angust ia que m uy bien
reconocía. No ent endía qué había pasado. Él había revisado el docum ent o ant es de
m andarlo, y est aba correct o.
–No puede ser –replicó débilm ent e–. Ese docum ent o est aba perfect o.
Esas palabras avivaron el fuego de odio y rabia de I gnacio, com o cuando se le
echa un galón de gasolina a una fogat a.
–¡No seas coj udo! –insist ió I gnacio en el olm o de su indignación–. ¿Por qué no
acept as cuando la em barras? ¡Acept a que eres un incom pet ent e y que no sirves para
na...!
Ant es de poder t erm inar la palabra, algo pasó. I gnacio frenó en seco su discurso,
com o un conduct or que, de pront o, ve a un niño que cruza por la calle m ient ras él
m anej a. Em pezó a escuchar ecos del pasado: " No sirves para nada" , " No sirves para
nada" . Era lo que grit aba su padre cuando él se equivocaba. Tom aba conciencia de
que est aba haciéndole a Gust avo lo m ism o que su padre había hecho con él. Una vez
m ás, est aba agrediendo a alguien inconscient em ent e.
El verdadero I gnacio acababa de despert ar de un sueño. Dorm ido, había est ado
m anej ando el aut o de su cuerpo, había despert ado y se había dado cuent a de que
est aba at ropellando a su gerent e. Era la prim era vez que I gnacio podía despert ar y
t om ar conciencia de lo que est aba haciendo en el m om ent o en que ocurría. Era hora
de t om ar el volant e y pedir perdón.
–Gust avo, disculpa –le dij o suavem ent e I gnacio con un t ono de voz arrepent ido–.
Lo sient o, perdí el cont rol. Lo que pasa es que t engo t ant o m iedo de quebrar la
em presa y defraudar el nom bre de m i padre, que m e alt ero m uy fácilm ent e.
Gust avo no ent endía qué había ocurrido. Nunca ant es había pasado. Él est aba
dispuest o a seguir soport ando la agresión de I gnacio, com o hacía siem pre. ¡I ncluso
ya se había im aginado despedido! Pero est aba ocurriendo un m ilagro: I gnacio le
est aba pidiendo disculpas.
–No t e preocupes, I gnacio, t odos est am os acost um brados. Sabem os que t ienes
poca paciencia. Pero no t e preocupes, yo hablaré con el banco y arreglaré el
problem a.
I gnacio em pezaba a ent ender cóm o funcionaba la m ent e. Era com o un t elevisor.
Si nos sent am os a ver un canal y alguien en secret o le conect a un video y lo pasa,
nos es difícil darnos cuent a. Pensam os que est am os viendo un det erm inado canal,
pero en realidad es un video pregrabado. Nuest ra m ent e es igual. A t ravés de ella
sint onizam os el canal de la realidad, pero de form a aut om át ica, y cuando m enos lo
esperam os se conect a a nuest ro t elevisor m ent al un video pregrabado de nuest ra
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
infancia. Nosot ros est am os convencidos de que vem os la realidad, pero es un video
de nuest ra niñez. Est o nos hace dist orsionarlo t odo y act uar neurót icam ent e.
I gnacio est aba calm ado. Se sent ía con pena por haber agredido a Gust avo, pero a
la vez sent ía un leve regocij o por haber t om ado conciencia a t iem po para
disculparse. Gruesas got as de sudor surcaban su frent e, pero poco a poco iba
vislum brando una fibra de t ranquilidad, el present im ient o de una paz int erior que,
aunque t odavía no llegaba, em pezaba a dej ar ver su rost ro. Culm inó el día e I gnacio
salió rum bo a la casa del m aest ro. Necesit aba hablar con él.
Cuando llegó, lo hicieron pasar direct am ent e a la habit ación donde el m aest ro
parecía est ar esperándolo. I gnacio le solt ó, com o un aluvión, t oda la escena con
Gust avo en la oficina. El m aest ro lo dej ó hablar sin int errum pido, lo t aladró con sus
oj os pacient es y cuando I gnacio hubo t erm inado, em pezó a hablar él, haciendo
largas pausas.
–La enseñanza de la prim era sem illa era el aut oconocim ient o –le dij o–. Tú has
vist o la im port ancia de ent ender t u pasado para com prender cóm o reaccionas y
act úas en t u present e. Ahora eres m ás conscient e de t us com port am ient os neu-
rót icos, si lo com param os con algunas sem anas at rás. La experiencia con Gust avo lo
dem uest ra. Sin em bargo, quiero que sepas que est e proceso t om a t iem po. Las
vivencias t raum át icas de t u niñez colocaron t rozos de leña en t u m ent e. Est a leña se
enciende m uy fácilm ent e y crea fuegos y conflict os ant e cualquier problem a. A
m edida que ent iendas, revivas y sient as t us t raum as de niñez, est os t rozos de leña
se irán reduciendo y ya no habrá com bust ible que t e haga explot ar.
I gnacio est aba im pacient e, com o alguien que acaba de descubrir una herram ient a
y necesit a ut ilizarla.
–Maest ro, ahora ent iendo cóm o funciona nuest ra m ent e. Pero ¿cóm o puedo hacer
para est ar m ás conscient e, m ás en cont rol y no explot ar t an seguido? Necesit o
cam biar m ás rápido.
El m aest ro le pidió a I gnacio que lo siguiera al j ardín. Le dio un t rozo de leña y
unos fósforos para que hiciera una fogat a. I gnacio int ent ó prender la leña de t odas
las form as, pero le fue im posible.
–Est a leña j am ás prenderá, ¡est á t ot alm ent e húm eda! –dij o con im paciencia,
aunque ya im aginaba por dónde iría el m aest ro.
–Te he dado un leño húm edo a propósit o –le explicó el m aest ro–. Si t us leños
m ent ales est án húm edos, t am poco prenderán con facilidad y t e evit arán explot ar y
reaccionar neurót icam ent e.
–¡Genial! ¿Pero cóm o hago para m oj ados?
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lo im pide. Pero aunque no veam os las est rellas, sabem os que est án siem pre allí. Lo
m ism o le ocurre al ser hum ano. La lum inosidad de sus pensam ient os le im pide ver
su m aravilloso universo int erior. Pero aunque no lo podam os ver, créem e, allí est á,
dent ro de nosot ros.
–¿A qué universo int erior se refiere? –pregunt ó I gnacio.
–Adent ro est á el espírit u, t u alm a. Pero si lo prefieres, llám alo t u energía vit al.
Cuando logras ponert e en cont act o con ella, m uchas cosas pasan. En prim er lugar,
sient es paz y una felicidad increíble. Algo así com o cuando t e encuent ras con un
am igo que no ves hace veint e años. Al encont rarlo sient es una sensación de alegría y
bienavent uranza. En segundo lugar, al ponert e en cont act o periódico con t u energía
vit al, vas recuperando t us cualidades innat as. Te vuelves una persona m ás t ranquila,
m ás alegre, m ás am orosa, m ás bondadosa, y t e nace servir y ayudar a los dem ás.
En t ercer lugar, y volviendo a la analogía de la leña, hum edeces t ant o t us leños
m ent ales que después de un t iem po de práct ica ya no prenden fuego. Es decir, por
m ás que enfrent es problem as y dificult ades com plicadas, ya no generas iras
incont rolables ni explot as en el t rabaj o.
Mira, I gnacio, los seres hum anos son com o unos focos de luz pint ados por fuera
de negro. Cuando dej am os de pensar diariam ent e por unos m inut os, descascaram os
la pint ura poco a poco. Nuest ra luz int erior em pieza a brillar en nuest ra vida, nos
hace m ás felices, pero sobre t odo nos orient am os a seguir ilum inando ot ras vidas.
I gnacio iba com prendiendo, pero t odavía quedaban incógnit as por despej ar.
–¿Cóm o puede ser que no pensar produzca est e efect o?
–Cuando un río caudaloso est á t urbio, cargado de barro, la única form a de poder
t om ar esa agua es dej ada reposar en una laguna por unos días. Al reposar, los
sedim ent os pesados caen al fondo del est anque y encim a queda el agua lim pia para
beber. Lo m ism o ocurre con nuest ra m ente. Cuando salim os de la act ividad y
dej am os de pensar, nuest ros rasgos negat ivos caen y aflora una esencia m aravillosa
que t enem os dent ro y es nuest ra m ej or energía.
–Pero si t odos la t enem os dent ro, ¿por qué no es fácil verla?
–Lo que ocurre es que los seres hum anos son com o j arrones de plat a
abandonados: no han sido lim piados en m ucho t iem po, est án oscurecidos. Todos
est am os acost um brados a verlos oscuros y no sabem os que esa no es su verdadera
apariencia. Al dej ar de pensar es com o si los lim piáram os un poquit o cada día. Llega
un m om ent o en que la plat a em pieza a brillar y a ilum inar por sí m ism a. Pero si la
dej am os de lim piar, si no pract icam os diariam ent e, se vuelve a ensuciar.
–Est a t écnica de no pensar, ¿es la m edit ación?
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pasar y sigue concent rado en t u palabra. Poco a poco irás adquiriendo el hábit o y
lograrás una concent ración m ayor. Para aprender a nadar, los niños ent ran al agua
con flot adores; pero a m edida que se van acost um brando al agua y aprendiendo a
pat alear, se los van quit ando. Repet ir m ent alm ent e una palabra es una especie de
flot ador. Lo necesit am os porque de lo cont rario nos hundim os en las profundidades
de nuest ros pensam ient os. Más adelant e, con m ucha práct ica, podrás dej ar de
pensar sin t ener que repet ir palabra alguna.
I gnacio est aba list o para em pezar. Escogió la palabra paz, cerró los oj os y em pezó
a repet irla en silencio. Al com ienzo le fue m uy difícil, repet ía la palabra algunas veces
y luego sin que se diera cuent a ya est aba m ent alm ent e en su oficina, en su casa o
resolviendo algún problem a. Adem ás, com o nunca ant es, t om aba una fast idiosa
conciencia de su propio cuerpo. Sent ía pequeños escozores, cam bios de t em perat ura
en su piel, m olest ia en los huesos por no cam biar de posición. Dej ó pasar los
pensam ient os y siguió int ent ando concent rarse. Luego, por unos segundos, después
de un t iem po de concent ración experim ent ó algo m uy ext raño, una leve sensación
de am or, com o cuando su m adre le daba cariño cuando era niño. Se sint ió feliz, pero
la sensación duró m uy poco. Su felicidad fue int errum pida por el cont rat o de
im port ación a Checoslovaquia que debía cerrar la sem ana siguient e. I gnacio cont inuó
repit iendo la palabra, pero ya no pudo volver a sent ir nada m ás. Cuando volvió en sí,
el m aest ro lo observaba com o si durm iera con los oj os abiert os, en una posición
idént ica a la suya, aunque m ás perfect a.
–¿Sent ist e algo, I gnacio? –le pregunt ó al cabo de unos segundos en que am bos
parecieron regresar de alguna part e.
I gnacio le cont ó los det alles de su experiencia.
–Sólo por unos segundos sent í algo especial. La verdad es que quiero explorar
m ás est a t écnica –concluyó.
El m aest ro cont inuó:
–Cuando una persona est á en una cueva subt erránea y no encuent ra la salida, se
desanim a y desist e de int ent arlo. Pero si en su búsqueda escarba y encuent ra un
m ínim o haz de luz, est o será suficient e para anim arlo a seguir escarbando y lograr
su libert ad. I gnacio, acabas de escarbar en las profundidades de t u ser y encont rast e
un pequeñit o haz de luz. Al disfrut arlo, quieres seguir escarbando para encont rar t u
libert ad. Pract ica la t écnica t odos los días en la m añana y en la noche, e irás experi-
m ent ando la m ism a sensación especial m ás seguido. La t écnica de la repet ición de la
palabra, com o t e m encioné ant es, irá hum edeciendo los leños m ent ales que t e hacen
ent rar en fuegos em ocionales y explot ar. Pero para no explot ar no bast a sum ergirlos
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en la m añana y en la noche. Te voy a enseñar una t écnica que puedes usar durant e
el día, que los m ant endrá húm edos para que no explot en. Es a t ravés de t u
respiración.
–¿Mi respiración? –int errogó I gnacio con sorpresa.
–Sí. Cuando est ás am enazado, con m iedo y angust ia, t u rit m o respirat orio
aum ent a. En cam bio cuando est ás descansado, relaj ado o a punt o de dorm ir, t u
rit m o respirat orio dism inuye y las respiraciones son m ás prolongadas. Si aprendes a
t om ar conciencia de t u respiración y a m ant enerla a un rit m o pausado, hum edecerás
los t roncos y no explot arás. Adem ás, la respiración t e conect a con t u energía. Pues
bien, la energía vit al del ser hum ano est á en est e punt o.
El m aest ro t ocó la frent e de I gnacio en un punt o sit uado ent re sus dos cej as.
–En est e punt o –cont inuó–, a unos cent ím et ros de profundidad adent ro del
cráneo, en el hipot álam o, est á t u esencia. Cuando t e concent ras visualizas t u
respiración, ascendiendo a est e punt o, t e com unicas con t u energía vit al. Al hacerlo
logras t ener m ayor paz y t ranquilidad.
–¿Cóm o quiere que m i respiración suba al hipot álam o, si se va a los pulm ones?
¿Quiere que m e lo im agine?
–No, quiero que lo sient as. Tu respiración física va a los pulm ones. Lo que t ienes
que aprender a sent ir es la respiración de energía. Con cada inhalación t ú aspiras
aire, pero t am bién prana la energía que est á en el am bient e. Es est a la energía que
debes elevar hacía el hipot álam o. Est a t écnica no requiere que cierres t us oj os, sólo
que com part as t u at ención en un cincuent a por cient o ent re el t em a que est ás
enfrent ando o resolviendo, y el ot ro cincuent a por cient o en la respiración. En la
oficina, cuándo t engas una reunión difícil o est és en m edio de un conflict o,
concént rat e de est a form a en la respiración y evit arás que explot es.
El m aest ro hizo una pausa, recogió el borde de su t única con un gest o pausado y
cont inuó:
–Hagam os una prueba. Dej a t us oj os abiert os y concént rat e en t u respiración.
Sient e cóm o la energía del aire ent ra por t u nariz y asciende hast a el hipot álam o.
Sient e el fluj o de energía con cada inhalación. Dej a t odos los pensam ient os de lado y
sólo concént rat e en t u respiración.
I gnacio se iba relaj ando y calm ando a m edida que respiraba. Cuando inhalaba, el
aire se iba poniendo m ás frío y su sensación de paz y t ranquilidad aum ent aba. Al
com ienzo le result aba difícil sent ir la energía subiendo al hipot álam o, pero luego se
acost um bró. Le iba dando un poco de sueño, se sent ía laxado.
–¿Qué es est o? –pregunt ó I gnacio una vez que hubo t erm inado el ej ercicio de
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concent ración–. Por poco y m e quedo profundam ent e dorm ido. ¿Qué hay en el
hipot álam o, una dosis de Valium ?
El m aest ro sonrió com prensivo.
–Una persona que necesit a pasar por un basural para llegar a su dest ino, se pone
un pañuelo perfum ado en la nariz; de lo cont rario, t endrá que soport ar los olores
put refact os. Pero si no ut iliza el pañuelo durant e algún t iem po, se acost um brará a
los m alos olores. Lo m ism o ocurre con los seres hum anos. Vivim os en un m undo
put refact o de rabias, odios, conflict os, negat ividad, violencia, angust ia y est rés. Pero
no nos dam os cuent a, com o nuest ra nariz, de que nuest ra m ent e ya se acost um bró
a vivir en él. Cuando t e concent ras en t u respiración llegando al hipot álam o, accedes
al pañuelo perfum ado que t odos llevam os dent ro. Un pañuelo de paz, t ranquilidad,
calm a y arm onía que es nuest ro espírit u, nuest ra energía int erior. Est a energía es la
verdadera esencia del ser. Al com ienzo t e parecerá laxant e y relaj ant e, –pero luego
aprenderás a disfrut ar su paz y felicidad.
–¿Cóm o quiere que pract ique la t écnica en la oficina? Si t engo que concent rarm e
en la respiración, ¿cóm o podré concent rarm e en los negocios?
–Cuando est és solo en t u oficina, t orna unos m inut os cada dos horas para
concent rart e en la respiración. Est o t e dará la lucidez necesaria para no dej art e
llevar por t us em ociones. Luego, cuando est és en una reunión difícil o recibas una
m ala not icia, inm ediat am ent e t rat a de ocupar un cincuent a por cient o de t u
conciencia en t u respiración. Est o hará que t om es dist ancia de cualquier est ím ulo y
no explot es con em ociones negat ivas. Si est ás al lado de una persona dispuest a a
acuchillart e pero ret rocedes dos pasos, el cuchillo no t e t ocará. Eso es lo que hace la
t écnica de la respiración; t e da la dist ancia necesaria para que los cuchillos de la
oficina, es decir las m alas not icias, los conflict os y problem as, no t e afect en.
El m aest ro se sacó un anillo y se lo ent regó a I gnacio.
–I gnacio, est e anillo t iene una m ezcla de oro, plat a y cobre. Al usarlo lograrás dos
cosas. La prim era, prot egert e cont ra el efect o negat ivo de los ast ros; y la segunda,
hacert e recordar que uses la t écnica de la respiración en t u vida. La próxim a vez que
t e sient as am enazado t oca t u anillo e inm ediat am ent e después concént rat e en t u
respiración.
Todavía conversaron un rat o m ás sobre las vent aj as y t écnicas de la
concent ración, e incluso I gnacio le confió sus preocupaciones por los conflict os de la
em presa. El m aest ro lo escuchaba con paciencia y siem pre t enía un consej o claro y
preciso que ofrecerle.
I gnacio salió de la casa del m aest ro ilusionado. Sent ía que había recibido un
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t esoro y que debía cuidarlo y resguardarlo. Ahora conocía unas t écnicas m ágicas que
le perm it irían est ar m ás t ranquilo. Pero adem ás, si lograba dom inarlas, le perm it irían
ser una persona superior a las dem ás, con capacidad de t om ar m ej ores decisiones y
con un alt o dom inio de sí m ism a. Era increíble que ningún em presario supiera del
t em a. Est o, sin duda, le daba a él una vent aj a. No debía cont árselo a nadie y debía
pract icar en secret o para que nadie sospechara.
I gnacio llegó a su casa y lo prim ero que hizo fue ir al j ardín a observar su plant a.
Allí yacía la pequeña m im osa púdica. I gnacio se acercó, incrédulo, y con una dosis de
t ravesura lanzó un fuert e grit o. Las hoj as inm ediat am ent e se m archit aron y se
cont raj eron, com o si adent ro de ella t uviera un espírit u que quisiera m ant ener su paz
y t ranquilidad. La plant a perm aneció por unos m inut os en ese est ado, hast a que se
aseguró de que no hubiese m ás ruidos m olest os. Luego se expandió y m ost ró su
belleza nuevam ent e. Las hoj as se veían m ás herm osas que ant es, com o si el
m om ent o de int roversión la hubiese cargado de energía. Lo que le dij o el m aest ro
era verdad. La m im osa púdica era una m uest ra vivient e de la im port ancia de en-
cont rar un espacio int erior sin el ruido ensordecedor de los pensam ient os.
Un m es después de su últ im a visit a al m aest ro, I gnacio había encont rado su
espacio para m edit ar sin que nadie se diera cuent a. Se encerraba en el baño en las
m añanas y en las noches, y pasaba ent re diez y quince m inut os repit iendo la palabra
'paz'. Sólo había vuelt o a sent ir aquella sensación de paz un par de veces. Las ot ras
veces, el result ado era una sensación de relaj am ient o que t am bién le ayudaba a
enfrent ar el est rés del t rabaj o. En t érm inos generales se sent ía m ás t ranquilo y
equilibrado, aunque las cosas en la oficina no andaban m ej or.
Ese día era m uy im port ant e para él. Al m ediodía t enía la present ación de su
em presa ant e un client e pot encial m uy im port ant e, pues podía generar un aum ent o
de sus vent as en m ás del quince por cient o. El client e era m uy exigent e en cuant o a
la calidad. I gnacio había preparado una present ación usando t odo t ipo de m edios
audiovisuales, com o video y fot os en com put adora. Una persona de la oficina iría
t em prano donde el client e a inst alar los equipos. I gnacio llegó t em prano a su oficina,
pract icó su present ación, t uvo sus reuniones rut inarias y a las once y m edia se alist ó
para ir donde el client e. Le pregunt ó a su secret aria si la persona encargada de los
m edios audiovisuales ya est aba en su lugar. La secret aria llam ó al client e para
confirm arlo, pero el em pleado t odavía no había llegado. I gnacio lo hizo buscar por
t oda la oficina y finalm ent e lo encont ró reparando el com put ador de un asist ent e.
–¡Oye, im bécil! –le grit ó I gnacio angust iado–. ¿Qué haces acá? ¡Deberías est ar
donde el client e!
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–Disculpe, j efe, pero pensé que la reunión era m ás t arde –respondió el em pleado
con voz de resignación, dispuest o a ser t ort urado y despedido por I gnacio.
I gnacio quería m at arlo. ¿Cóm o podía haber personas t an irresponsables? Cuando
se disponía a at acado verbalm ent e con t oda su energía, se le vino a la m ent e el
anillo que el m aest ro le había regalado y recordó sus palabras. Mient ras t ocaba el
anillo, em pezó a t om ar conciencia de su respiración. La sint ió ascendiendo hacía el
hipot álam o por unos segundos, hizo una pausa m ient ras se concent raba en la
respiración y t odo volvió a la calm a. Realm ent e est a respiración hum edecía los
t roncos m ent ales y evit aba que se prendieran. I gnacio pensó: " ¿Qué gano grit ándole
a est a persona? Adem ás de darle la excusa de decir que soy un loco que no respet o
a los dem ás, perderé un t iem po valiosísim o" .
–Vam os, yo t e llevo. Trat a de inst alar t odo lo m ás pront o posible –le ordenó
I gnacio en t ono am able–. Y la próxim a vez t en m ás cuidado.
El asist ent e, asust ado, inm ediat am ent e subió al carro con la com put adora. Cuando
est aban saliendo del parqueo, I gnacio le pregunt ó:
–¿Has t raído el equipo de video?
–¡Huy! ¿Tam bién requería equipo de video?
En ese m om ent o I gnacio sint ió el im pulso de cachet ear al asist ent e, pero
inm ediat am ent e t om ó conciencia de su respiración y est e im pulso se disipó.
–Corre y t rae el equipo de video –le ordenó I gnacio.
Mient ras esperaba, I gnacio est aba concent rado en su respiración y cada vez
obt enía m ás calm a. Por m om ent os le venían pensam ient os de preocupación: podía
llegar t arde a la cit a; el client e, que era obsesivo con la calidad, se podría m olest ar y
ent onces perdería la oport unidad de cerrar la vent a. Pero nuevam ent e regresaba a la
respiración y se calm aba.
Después de unos m inut os, el asist ent e llegó agit ado con el equipo de video y
part ieron. El asist ent e no podía creerlo. Esperaba est ar en la calle sin t rabaj o y en
cam bio est aba viaj ando en el carro del j efe. Sabía que había m et ido la pat a, pero su
j efe lo había t rat ado con respet o.
Por ot ro lado, I gnacio, al lograr cont rolarse, se sent ía m uy bien, lleno de paz y
t ranquilidad. Llegó a t iem po a la cit a e hizo una m agnífica present ación. Se sent ía
m uy seguro de sí m ism o. Sabía que est aba en el cam ino correct o y eso le daba una
sensación de t ranquilidad. Est a sensación de felicidad int erior le perm it ió irradiar
m ucha energía, convicción e int egridad durant e la present ación. Así, pudo persuadir
al client e de t rabaj ar con él.
En la oficina se corrió la voz del incident e. Nadie ent endía qué le pasaba al j efe,
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pero t odos coincidían en que est aba cam biando. Era una m ej or persona, m ás
t olerant e y com prensiva. I gnacio t enía ahora pruebas fehacient es de que las t écnicas
del m aest ro sí funcionaban, que t ener pensam ient os posit ivos y de paz t am bién era
út il para su negocio. Com o un niño al que en el nido le han dado una est rellit a de
logro, no podía esperar m ás para cont arle la hazaña a su m aest ro. Después de la
reunión con el client e, part ió a la casa del m aest ro.
Una vez que est uvo sent ado en su coj ín habit ual, I gnacio le cont ó el incident e. Le
cont ó, adem ás, que había ganado la cuent a del client e gracias a su buena energía.
El m aest ro le ent regó a I gnacio un balde lleno de arena blanca, pero m ezclada con
pequeñas part ículas negras. Luego le dio un im án de m ediano t am año, y le dij o:
–I nt roduce el im án en el balde de arena.
I gnacio ej ecut ó su t area. El m aest ro com enzó a explicar:
–Mira, así com o el im án at raj o las part ículas negras de hierro, t u m ent e, si est á
cargada de negat ividad, at raerá las consecuencias negat ivas en el balde de la vida.
Com o result ado, t e llenarás de problem as y dificult ades. En cam bio, si t u im án
m ent al est á en paz, en arm onía, con sent im ient os y pensam ient os posit ivos, en la
vida at raerás lo bueno. Eso fue lo que t e pasó hoy. Al no est allar con t u subordinado,
al m ant ener t u paz y t ranquilidad, t u m ent e fue un im án de lo bueno y lo posit ivo.
Ot ra form a de visualizar est a idea es pensar que t odos som os est aciones
t ransm isoras de radio y que a la vez t odos t enem os un radio recept or. La m úsica que
t ransm it im os en nuest ra est ación es nuest ra energía. Cuando est am os en paz y
arm onía, t ransm it im os una m elodía m aravillosa. Est a es recibida por los recept ores
m ent ales de las personas sin que sean conscient es, pero si la det ect an generan una
buena act it ud hacía nosot ros. Sient en la buena vibración. Es com o cuando est ás
buscando una est ación de radio, encuent ras una canción m elodiosa que t e gust a y t e
det ienes con placer a escucharla. Cuando est am os cargados de energía negat iva,
t ransm it im os ruidos est rident es que espant an y alej an a la m ayoría de las personas,
salvo a aquellas que est án acost um bradas a est os ruidos o niveles de energía
negat iva.
–Pero ¡qué difícil es m ant enerse en paz en la oficina! –observó I gnacio–. Hoy t uve
suert e, pero no sé si m añana podré m ant ener m i t ranquilidad. Lo que ocurre es que
el t rabaj o es una const ant e guerra con la com pet encia, con los bancos, con las
ineficiencias del personal, con las exigent es dem andas de los client es... Todo se
confabula, t e t ensa y t e hace vivir en m iedo y angust ia. Necesit o llevar m i em presa a
m ayores niveles de vent as y ut ilidades para poder vivir en paz y pagar m is deudas.
No puedo descansar hast a que lo logre.
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
–Lo que ocurre, I gnacio, es que no t ienes claro cuál es el verdadero obj et ivo de los
negocios.
De pront o a I gnacio le pareció un at revim ient o que el m aest ro, aquel hom bre
pacient e de barba gris y t única naranj a, se pusiera a hablar de negocios. Podría
saber m ucho de cuest iones espirit uales, pero opinar sobre cóm o se lleva una
em presa era ot ra cosa.
–¿Cóm o que no? –lo int errum pió I gnacio–. Trabaj o doce horas diarias desde hace
m ás de veint e años. El obj et ivo de los negocios es darle un ret orno apropiado a sus
inversionist as, a t ravés de est rat egias que perm it an a la em presa m ant ener una
posición com pet it iva sost enible en el t iem po.
–¿Cuál crees que es el obj et ivo de un t ren?
–Llevar a sus pasaj eros a su dest ino lo m ás rápido posible –respondió I gnacio sin
dudar.
–Típica respuest a de un ej ecut ivo apurado –dij o ei m aest ro–. Pero ¿por qué no
puede ser llevar lent am ent e en su recorrido a t urist as que quieren conocer y
disfrut ar el paisaj e?
–Me im agino que t am bién es un obj et ivo válido. Ent onces, el obj et ivo depende del
t ipo de persona.
–Correct o –asint ió el m aest ro–. La m ayoría de ej ecut ivos com o t ú piensan que el
t ren de la em presa t iene com o obj et ivo crecer, llegar a sus m et as lo m ás pront o
posible. Se desesperan por hacer que ese t ren viaj e m ás rápido. I gnacio, som os t u-
rist as en est e m undo, sólo vivim os unos ochent a o novent a años y luego nos vam os.
El t ren de la em presa es una oport unidad para desarrollarnos y crecer com o
personas. El verdadero obj et ivo de la em presa es ofrecer un ent orno que t e perm it a,
t ant o a t i com o a t u personal, realizarse, crecer, aprender, desarrollarse. La
rent abilidad y el dinero son un m edio y no el fin en sí m ism o. El dinero es el pet róleo
que le perm it e al t ren seguir andando. No hem os venido a est a vida a lograr m et as,
I gnacio, o en el caso del t ren, a alcanzar ciudades. Hem os venido a aprender y
crecer com o espírit us durant e el viaj e. Hem os venido para recordar que nuest ra
verdadera esencia es de paz y t ranquilidad. Baj o est a perspect iva, si hay dificult ades
en el viaj e, o si el t ren t iene problem as m ecánicos y se det iene, los pasaj eros no se
m olest an. Por el cont rario, aprovechan la oport unidad para baj ar del t ren, conocer y
aprender m ás. Esa m ism a act it ud es la que debes m ant ener en la em presa.
Aprovecha cada dificult ad, cada crisis, los problem as con la com pet encia y con los
bancos, las relaciones int erpersonales, para hacert e una m ej or persona, para
aprender a no explot ar, a servir y ayudar, a enseñar y ent regar lo m ej or de t i.
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t erm inado.
–Todavía m e falt a m ucho –dij o I gnacio.
–Sigue m edit ando, pract icando t ú respiración y recuerda t odo el t iem po el
verdadero obj et ivo de los negocios. Aprovecha cada circunst ancia para crecer.
I gnacio salió de la casa del m aest ro t ot alm ent e confundido. Sent ía que t oda su
vida había est ado corriendo en una com pet encia, t rat ando de alcanzar una m et a sin
darse cuent a de que la verdadera m et a era desarrollarse y crecer durant e la carrera.
En el fondo sabía que las palabras del m aest ro t enían sent ido, pero era un cam bio
radical en su percepción de la vida. ¿Cóm o podía ser que t odo el m undo est uviera
equivocado? Todos los em presarios y ej ecut ivos pensaban com o él. ¿Cóm o era que
nadie se había dado cuent a aún? ¿Es que t odos est án ciegos o engañados por el
sist em a? I gnacio reflexionaba acerca de cóm o t oda la sociedad se orient a a la
acum ulación de bienes m at eriales y a buscar la felicidad en el logro de m et as
concret as; cóm o la publicidad j uega un papel im port ant e al reforzar la idea de que
com prando product os las personas serán m ej ores y m ás felices. " Quizás la
hum anidad en su conj unt o se ha desviado de su verdadero cam ino y no se ha dado
cuent a" , pensó. Algo le quedaba claro: la única form a de descubrirlo era m edit ando.
Com o le dij o el m aest ro, la m edit ación haría aflorar un conocim ient o ocult o que él ya
t enía en su int erior.
Dos días después se dio la oport unidad que I gnacio había est ado buscando. Toda
su fam ilia se había ido a I ca el fin de sem ana, a visit ar a los padres de su m uj er. Él
se había excusado por m ot ivos de t rabaj o, pero en realidad quería quedarse solo en
su casa para pract icar sus ej ercicios y realizar una m edit ación profunda. I gnacio
había est ado leyendo t odo t ipo de libros espirit uales y esot éricos, t rat ando de
adquirir m ás rápido el conocim ient o. Se había im presionado especialm ent e con uno
que hablaba de viaj es ast rales y de la posibilidad de salir del cuerpo. I gnacio era una
persona racional, pero después de leer t ant os libros sobre el t em a t enía dudas y a la
vez esperanzas de que eso fuera posible. Había leído que cuando uno m edit aba
profundam ent e, era fácil salirse del cuerpo; sólo había que desearlo.
Se echó en la cam a de su cuart o y em pezó por concent rarse unos t reint a m inut os
en su respiración, t rat ando de evit ar t odo t ipo de pensam ient os. Tuvo dificult ades
durant e los prim eros m inut os, pero luego com enzó a concent rarse m ej or. Est aba
relaj ado, calm ado y en paz; ent onces em pezó a repet ir en silencio la palabra 'paz'.
Nuevam ent e le vinieron pensam ient os, pero cont inuó cada vez m ás concent rado.
Después de unos m inut os, em pezó a sent ir algo m uy ext raño, com o si en su pecho
se originara una sensación de am or que ascendía hacía su cabeza. Em pezó a sent ir
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m ucho am or y felicidad; era com o si est uviera al cost ado de seres m uy queridos,
com o un éxt asis pero m uy leve, m ás bien una bienavent uranza. Se sent ía
em briagado de am or. Por m om ent os perdía la concent ración y la sensación se
alej aba. Pero cuando se concent raba t ot alm ent e, regresaba. Era com o si los
pensam ient os le cerraran la puert a a esa sensación de felicidad que t enía en su
int erior. Seguía concent rado en la palabra cuando sint ió una sensación ext raña: que
él era uno con t odo, que él era part e de las paredes de su cuart o, del aire, de la
cam a, del j ardín. No había ninguna separación, él era uno con la creación. Todo era
energía de am or t om ando diferent es form as, pero t odos eran uno. Obt uvo la lucidez
durant e unos segundos, pero luego est a sensación le causó t ant a sorpresa que le
surgieron pensam ient os y la perdió.
Dej ó de m edit ar y se puso a reflexionar sobre la experiencia. ¿Sería posible que lo
que había sent ido era lo que llam an " el Dios sin form a" ? ¿Realm ent e exist ía Dios? Él
había sent ido algo concret o, pero quizás era su im aginación o se lo est aba
invent ando. Era un sent im ient o real, él había sent ido la unidad con t odos basada en
el am or. Quizás Dios era esa unidad, una energía divina que est aba en t odas parees.
No era cuest ión de fe; él lo había sent ido realm ent e.
Volvió a m edit ar y est a vez le fue m ás fácil concent rarse. En pocos m inut os est aba
sint iendo la sensación de am or y de paz. Nuevam ent e experim ent ó la sensación de
unidad con t odo. Él se sent ía pura energía, conect ado con t odo lo que le rodeaba. En
ese m om ent o recordó los libros de viaj es ast rales y decidió salir de su cuerpo. Se
dij o a sí m ism o: quiero salir de m i cuerpo. Pero en ese m om ent o se fue la sensación
de am or por com plet o y perdió el est ado de paz y t ranquilidad.
I gnacio había leído que el m ej or m om ent o para salir del cuerpo era al levant arse,
j ust o en el m om ent o en que se est á ent re dorm ido y despiert o. Com o t enía un poco
de sueño y est aba m uy relaj ado, decidió hacer una pequeña siest a. Así quizás podría
probar salirse de su cuerpo cuando se despert ara. Realm ent e deseaba sent ir la
sensación de est ar fuera de su cuerpo.
Al cabo de un t iem po, I gnacio despert ó. Recordó que quería salir de su cuerpo y,
ent re el sueño y la vigilia, se dij o así m ism o: " Quiero salir de m i cuerpo" . En ese
m om ent o sint ió una sensación m uy ext raña, com o de levedad. Escuchó un sonido
m uy fuert e, com o el de una vibración grave, y luego vio algo que al com ienzo no
com prendió. Vio la part e de at rás de un cuerpo, eran la cabeza y la espalda, y él
est aba observando. Luego se dio cuent a de que ese cuerpo era el suyo y que él
est aba afuera, observándolo. Veía su cuerpo pero no lo podía m over; hacía t odo t ipo
de int ent os pero él ya no est aba adent ro. Se asust ó t erriblem ent e y pensó: " ¿Qué
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pones t u m ent e en blanco, t ienes una m ayor facilidad para m ant enert e en ese
est ado durant e m ás t iem po.
El m aest ro, pacient e y virt uoso, em pezó una cerem onia de iniciación. Luego fue
inst ruyendo a I gnacio en las t écnicas del Kriya Yoga. Pract icaron j unt os para que
I gnacio t uviera claro cada ej ercicio. I gnacio quedó algo adolorido, porque las
post uras eran exigent es con el cuerpo, pero al t ercer día se sint ió m ej or.
A la sem ana siguient e, el m aest ro le ent regó la t ercera sem illa.
–Siém brala –le dij o– y regresa cuando la plant a florezca. Ent onces conversarem os
sobre sus enseñanzas. Ten paciencia, t om ará unos m eses. Sólo concént rat e en
m edit ar t odos los días y en est ar conscient e de t us conduct as lo m ás que puedas.
Recuerda el verdadero obj et ivo de la vida y los negocios. Pract ica t u m edit ación
t odos los días y agrégale las t écnicas del Kriya Yoga. Avanzarás m ás rápido en est e
cam ino.
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CAPÍ TULO 4
Cuat ro m eses después de la últ im a visit a al m aest ro, la sem illa había germ inado
en un m aravilloso rosal púrpura, lo cual hacía suponer a I gnacio que las enseñanzas
que escondía est aban de algún m odo relacionadas con el am or. Ant es de acost arse y
en la m añana, durant e m edia hora, I gnacio se dedicaba a m edit ar. Tan en serio se lo
había t om ado, que aquello era un parént esis de t iem po inviolable. Aplicaba t odas las
t écnicas que le había enseñado el m aest ro: la repet ición de la palabra, la
concent ración en la respiración y la disciplina corporal del Kriya Yoga.
Desde que había em pezado a pract icar el Kriya Yoga, I gnacio sent ía que su
capacidad de concent ración había aum ent ado sust ancialm ent e. Perm anecía m ás
t iem po sin pensam ient os y la sensación de bienavent uranza era m ayor. Not aba
claram ent e los efect os en su m ent e. Ya no act uaba de m anera explosiva en el
t rabaj o, era m ás t olerant e y conscient e de sus conduct as, pero t am bién era m ás
conscient e de lo que sent ían los dem ás. La m edit ación le daba una perspect iva
m enos egocént rica de las sit uaciones. Adem ás, le perm it ía t om ar dist ancia de los
problem as.
Ot ra consecuencia de la m edit ación era que había aum ent ado su carism a. Le iba
m ucho m ej or en las relaciones int erpersonales y en las vent as. Es m ás, se había
const it uido en el m ej or vendedor de su em presa. Ant es j am ás se acercaba al área de
vent as. Ahora acom pañaba a los vendedores a las principales cuent as, con m uy
buenos result ados, pues se sent ía m ás posit ivo y m ás en paz consigo m ism o. Est o lo
t ransm it ía a los client es y así se generaba una confianza inm ediat a.
Esa t arde I gnacio t enía una im port ant e cit a con un client e. Com o ya era
cost um bre, fue m uy preparado y logró la vent a. Est aba eufórico, se sent ía ganador y
superior a t odos. Se sent ía invencible. Su em presa est aba m ej or, las vent as habían
aum ent ado y est aba pagando sus cuent as en los bancos. Era nuevam ent e respet ado
en el m edio em presarial. Sent ía que ahora est aba a ot ro nivel com o em presario.
Con el obj et ivo de com part ir los logros con su personal, j unt ó a t odos los
ej ecut ivos im port ant es para cont arles su éxit o con el client e.
–Quiero cont arles a t odos que una vez m ás logré la vent a –dij o eufórico I gnacio–.
Últ im am ent e he est ado encargándom e en persona de las vent as y la verdad es que
t odos ven los result ados. Yo solo he aum ent ado las vent as en m ás de un t reint a por
cient o. Yo valgo m ás que los diez vendedores de la em presa j unt os. Me pregunt o por
qué no t odos pueden t rabaj ar com o yo, por qué yo puedo lograr m et as increíbles y a
ust edes les cuest a t ant o. Yo necesit o que t odos t rabaj en igual que yo, necesit o que
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t odos t engan la cam iset a puest a, que t odos apuest en por la em presa.
Cuando se fueron, I gnacio no sabía qué había pasado pero por lo m enos se daba
cuent a de que algún error había com et ido. Había percibido a las personas des-
cont ent as, pero no sabía por qué. La em presa est aba m ej or, ¿por qué no se
alegraban? Cerró su oficina y salió en su aut o hacía la casa del m aest ro.
Ot ra vez el port oncit o y la fachada pulcra y encant adora. Sent ía que aquel sit io era
com o su segunda casa. Había pasado de parecer un oasis en m edio del barrio a ser
un aut ént ico oasis espirit ual en el que I gnacio se sum ergía después de los conflict os
cot idianos.
Una vez que est uvo en la habit ación del m aest ro, le cont ó el episodio en la oficina.
–¿Cuál fue m i error? –pregunt ó I gnacio–. ¡Quería m ot ivarlos, pero no funcionó!
–Dim e, I gnacio, ¿sem brast e la sem illa que t e di?
–Por supuest o, ya t engo un lindo rosal de flores roj as en m i j ardín. Me im agino
que el m ensaj e de sabiduría debe est ar relacionado con el am or. ¿Ciert o?
El m aest ro hast a ent onces había perm anecido casi de perfil, pero ahora, ant es de
responder, se volvió con sus oj os fij os y penet rant es. Tom ó alient o y explicó:
–No. Por el cont rario, el m ensaj e de sabiduría est á relacionado con la falt a de
am or.
–¡Pero si las rosas son un sím bolo de am or! En t odo el m undo occident al se
regalan para sim bolizar cariño y am or.
–Conozco las cost um bres. La rosa es herm osa; cuando abre sus pét alos exhibe
una est ruct ura arm ónica que seduce y t iene una m aravillosa fragancia, pero sólo la
puedes adm irar de lej os. Si t e acercas m ucho, t e hinca. Lo m ism o ocurre a las
personas que est án m anej adas por su ego. Dedican su vida, com o las rosas, a
buscar adm iración, prest igio, est at us y acept ación. Pero cuando t e les acercas,
t erm inan hincándot e con su egoísm o.
El m aest ro se acom odó, cruzó las piernas y cont inuó, ent recerrando ligeram ent e
los párpados.
–La prim era sem illa que t e di fue la del aut oconocim ient o. Era im port ant e que
em pezaras por conocert e a t i m ism o, por t om ar conciencia de cóm o t u pasado
afect aba t u present e. Tenías que ganar una m ayor conciencia de t us act os,
pensam ient os y em ociones, y de los sent im ient os de los dem ás. Al ent endert e m ás,
em pezast e a t ener m ayor dom inio y cont rol sobre t us act os y decisiones. Pero eso no
era suficient e. Necesit ast e herram ient as práct icas para calm art e y ret om ar un balan-
ce en t u vida. Esa fue la segunda sem illa, la sem illa de la m edit ación, represent ada
por la m im osa púdica. La m edit ación t e ha perm it ido t ener m ás paz y t ranquilidad,
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m ant ener un est ado de pensam ient os posit ivos y sobre t odo t om ar dist ancia de los
problem as. Adem ás, ha cont inuado ayudándot e a t om ar conciencia de t i m ism o, de
t u verdadera esencia y de lo que es im port ant e en la vida. La t ercera sem illa,
represent ada por la rosa, es el cont rol del ego.
–Pero m aest ro, ¿a qué se refiere con lo del ego? –int errum pió I gnacio.
–I gnacio, personas com o t ú, que han t enido una niñez difícil, cuyos padres los han
m al- t rat ado, t ienen una herida en su aut oest im a. ¿Recuerdas que la prim era sem illa
que t e di no podía crecer porque fue golpeada? Cuando t e golpean o m alt rat an
siendo un niño, t u aut oest im a se det eriora. Com o consecuencia, t u m ent e genera
una personalidad inferior que quiere ocult ar a t oda cost a que no se sient e
com pet ent e o capaz. Esa personalidad inferior es el ego. Cuando nos sent im os
seguros, confiam os en nosot ros m ism os y sent im os que valem os. Es decir, si nuest ra
aut oest im a es alt a, no necesit am os ocult ar nada; en consecuencia, nuest ro ego es
m uy pequeño. En cam bio cuando nos sent im os inseguros, con t em or, con m iedo
hacía la vida, t enem os una necesidad im periosa de ocult arlo; en consecuencia,
nuest ro ego es grande.
–Pero no ent iendo qué t iene que ver t odo eso con la rosa.
–Lo que ocurre, I gnacio, es que el ego, en su afán de ocult ar una realidad int erna
que no querem os ver, desarrolla una serie de conduct as a espaldas de nuest ra
conciencia. Por ej em plo, es com ún que las personas que t ienen un problem a de
est im a busquen ponerse en sit uaciones en las que puedan sent irse adm iradas,
prest igiadas y reconocidas. Lo hacen por que en el fondo de su ser se sient en poco
valoradas e inseguras. Com o una droga, necesit an recibir la valoración de su ent orno
para sent ir que valen. Pero si t e acercas a est as personas, verás una realidad
espinosa, de m iedo y dolor int erno. Algo así com o la rosa, que quiere ser adm irada,
pero en realidad si t e le acercas t e t opas con sus espinas. Hoy m e cont ast e un in-
cident e en t u oficina. Reunist e a la gent e para com part ir los éxit os de vent a de la
em presa y no ent iendes por qué no funcionó bien. El ego es la respuest a a t u
pregunt a. No fuist e t ú quien organizó la reunión, fue t u ego. Los sent ast e a t odos y
les cont ast e t odos t us logros, no los logros de la em presa. Por si eso fuera poco, les
dij ist e " valgo m ás que diez vendedores de la em presa" y " ¿Por qué ust edes no
pueden t rabaj ar com o yo?" .
–Pero eso es t ot alm ent e ciert o, ¡yo soy el único que ha logrado vender t ant o! –
grit ó I gnacio, indignado por el com ent ario del m aest ro.
–No dudo que seas un buen vendedor, I gnacio, pero t am bién eres el dueño de la
em presa y est ás m ucho m ás preparado que t odo t u personal. Es evident e que t e
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una bolsa que cargara sobre sus hom bros fuera dej ando caer una por una las piedras
que est aban adent ro. En su lugar iba quedando un espacio vacío y abiert o a la
curiosidad:
–Pero apart e del error que com et í en la oficina, alardeando de ser el m ej or y el
m ás exit oso vendedor, m e gust aría que m e explicara en qué ot ras conduct as se
m anifiest a el ego.
–Ant es de pasar a ot ras conduct as, déj am e dart e ot ro ej em plo de la m ism a
cat egoría. ¿Recuerdas que vinist e eufórico a cont arm e que habías podido salir de t u
cuerpo? Ese es el problem a con los aspect os esot éricos com o salir del cuerpo, leer la
m ent e o predecir el fut uro. Te enganchan el ego. Te sient es el elegido, crees que
t ienes un poder que nadie m ás posee. Sient es que alcanzast e un alt o nivel espirit ual.
Quieres m ost rar y cont ar t us capacidades a t odos, para así sent irt e acept ado y
solicit ado. Nuevam ent e eres un esclavo del inflador de la llant a. La m ayoría de
personas que ent ran al m undo de la m edit ación son capt uradas por su ego y se
est ancan en los aspect os fenom enológicos. Com o t e dij e ant es, olvídat e de la
fenom enología; no es lo im port ant e. Ot ra conduct a t ípica del ego es hablar a
espaldas de las personas. Es com o el m ecanism o del ascensor: est á suj et ado por una
polea o una cuerda que al ot ro ext rem o t iene una pesa. Para que el ascensor pueda
elevarse, la pesa t iene que baj ar. Cuando t ú hablas m al de ot ra persona, lo que
haces es t irarle la pesa a ella, es decir, la baj as para que t u ego pueda elevarse.
Cuando com ent as que una persona es incapaz, incom pet ent e o floj a, en realidad
est ás diciendo que t ú no lo eres y logras sent irt e superior. Est o t am bién es com o el
inflador de la llant a con hueco. Cuando hablas m al de alguien t e inflas, pero luego t e
desinflas porque t ienes un hueco int erior, y lo que com únm ent e llam am os " raj ar" se
conviert e en una droga para elevart e de nuevo. El problem a es que, igual que una
droga que t iene grat ificaciones, t am bién provoca una serie de consecuencias
negat ivas. Por ej em plo, t e llenas de m alas vibraciones y negat ividad. Raj ar daña a
las personas. Creas un am bient e de desconfianza y desm ot ivación en la oficina.
–Sí –int errum pió I gnacio–. En m i oficina ocurre m ucho eso. Todos hablan m al de
t odos. Sobre t odo la gerent e de recursos hum anos. Esa m uj er es una raj ona. Cuando
est á conm igo nunca habla m al de nadie, pero m e han cont ado que cuando m e voy se
pone a raj ar de t odos.
–I gnacio, ¿t e das cuent a de que est ás raj ando de quien raj a? Te has descuidado
en pocos segundos y t u ego nuevam ent e t om ó cont rol de t u m ent e. Te hizo dest acar
los errores de t u gerent a para t ú sent irt e superior.
–Pero m aest ro, si no puedo j uzgar ¿cóm o puedo int erpret ar la vida? En m i t rabaj o
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necesit o evaluar inform ación, t ornar decisiones, j uzgar sit uaciones y conduct as de
personas. Si alguien t rabaj a bien debo j uzgarlo, evaluarlo y felicit arlo. Si alguien
t rabaj a m al debo j uzgarlo e indicarle que se ha equivocado para que m ej ore.
–No hay problem a en j uzgar, I gnacio. El problem a radica en que t u ego usa la
herram ient a 'j uzgar' para inflarse. Nuest ro ego est á en una perm anent e guerra
t rat ando de inflarse a t oda cost a. Com o los soldados, t iene un uniform e que le
perm it e cam uflarse. Se cam ufla j ust ificando sus act os con sofist icados raciocinios,
com o el que m encionast e ant eriorm ent e. El único que sabe cuándo su ego lo est á
m anipulando para j uzgar, encont rar los errores o raj ar, es uno m ism o. Debes est ar
alert a y m uy conscient e para evit ar que t u ego t e m anipule.
Al ver que I gnacio com prendía t odo, el m aest ro hizo una pausa para dej ado
reflexionar. Luego prosiguió:
–Cuent an que una señora m uy crit icona observó por su vent ana que nuevos
vecinos se habían m udado frent e a su casa. Los m iró y los vio m uy sucios. Al día
siguient e volvió a m irarlos y se dij o a sí m ism a: " ¡Qué horror! ¡Qué sucios est os
vecinos! Seguro que no se bañan" . Llam ó a t odas sus am igas para cont arles sobre
sus m ugrosos vecinos, pero no encont ró a nadie. Est aba desesperada por cont árselo
a alguien, cuando una am iga pasó a visit arla. Ni siquiera la saludó; la llevó a la
vent ana y le dij o: " Mira a est os asquerosos, hace días que no se bañan, ¿puedes
creerlo?" . La am iga m iró la vent ana y le dij o: «No, am iga, m ira bien; lo que pasa es
que t u vent ana est á sucia." La am iga lim pió la vent ana y los vecinos se vieron t ot al-
m ent e lim pios. Cuando unas personas hablan a espaldas de ot ras, es porque su
propio vidrio m ent al est á sucio. Est á em pañado por su ego, que t rat a a t oda cost a de
dism inuir al ot ro para sent irse superior.
–Pero ¿cóm o puedo cam biar una conduct a que he venido pract icando por m ás de
t reint a años? Adem ás, es una conduct a m uy popular.
–Muchas personas recorren su vida com o conduct ores de un t ren que viaj a
siem pre sobre los m ism os rieles. Sus hábit os, los rieles del t ren, los llevan por
cam inos predet erm inados y nunca se salen de ellos. I gnacio, vive t u vida com o un
aut o de doble t racción. Tom a el volant e de t u vida, llena t u t anque de volunt ad e
iniciat iva y t raza t us propias rut as, aquellas que t e lleven a t u verdadera felicidad.
I gnacio est aba asom brado de la sencillez con que el m aest ro le hacía ent ender
t odo. Tenía que llegar lo m ás lej os posible:
–Muy bien. Raj ar, que es buscar los errores en las personas, es una m uest ra de
las conduct as del ego. Pero ¿de qué ot ra form a se m anifiest a el ego?
–Déj am e explicart e un par m ás. La prim era, la " conduct a asesina" de equipos, es
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buscar culpables. Cuando las cosas no salen bien en un equipo, el ego se sient e
t ot alm ent e am enazado. Lo peor que le puede pasar al ego es quedar al descubiert o o
que ot ros vean que la persona no se sient e com pet ent e. Recuerda que el obj et ivo del
ego es esconder t us carencias int ernas, pero sobret odo esconderlas de t i m ism o. Al
buscar un culpable encubrim os cualquier posibilidad de quedar en evidencia. El ego
busca sent irse exit oso t odo el t iem po, para disim ular la sensación de fracaso que
lleva adent ro la persona.
–Pero ¿acaso no es im port ant e ident ificar quién causó un problem a?¿Cóm o va a
m ej orar la persona que se equivocó? –pregunt ó I gnacio.
–I gnacio, una cosa es encont rar quién fue el responsable de un problem a para
ayudarle a m ej orar y a que no ocurra de nuevo, y ot ra es buscar un culpable para
sacárselo en cara y dism inuirlo. Nuevam ent e t e pregunt o: ¿cuál es t u obj et ivo?,
¿subir t u ego o hacer que la persona m ej ore?
I gnacio asint ió con la cabeza. El m aest ro prosiguió:
–Ot ra conduct a t ípica del ego es no acept ar las ideas de los dem ás. El ego quiere
verse com o el m ej or, el m ás int eligent e, el m ás capaz. Com o la persona no se sient e
así adent ro, quiere reforzarlo de afuera hacía adent ro. Cuando las personas del
equipo son int eligent es y creat ivas, se conviert en en una am enaza para el ego de la
persona con problem as de aut oest im a. En est a sit uación, el ego se t orna en asesino
de ideas. Si alguien propone una idea brillant e que es acept ada, por el equipo, la
persona con el problem a de ego se sient e t ont a. Est a persona inicia un diálogo
int erno dest ruct ivo: " ¿Por qué no se m e ocurrió a m í?" , " No soy int eligent e" o " No
soy t an creat iva" . Tiene m ucho que perder, por eso t rat ará de descart ar las ideas
aj enas. I m agínat e las oport unidades que se pierden por el problem a int erno de una
persona.
I gnacio se sent ía t ransparent e ant e los oj os del m aest ro y cada vez se
avergonzaba m ás. Por eso cedía a la t ent ación de t rat ar de j ust ificarse.
–Pero m aest ro, yo t engo t odas est as conduct as del ego. Lo que a m í m e m ot ivó a
sacar m i em presa adelant e fue el ego. Yo quería probarle al m undo que era t an
capaz com o m i padre. Quería ser exit oso y reconocido y por eso he t rabaj ado t an du-
ro t odos est os años. ¿Qué puede haber de m alo en eso?
–No cabe duda de que el ego es un excelent e m ot ivador económ ico y profesional.
Pero ¿esa es t u definición de éxit o en la vida? El éxit o en la vida lo obt ienes cuando
alcanzas la felicidad. Has vivido m ot ivado para alcanzar m et as, pero est arás de
acuerdo conm igo en que has sido una persona m uy infeliz. Una vez m ás t e pregunt o:
¿para qué venim os a est e m undo?, ¿para alcanzar m et as o para ser felices?
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
–Para las dos cosas –respondió I gnacio con una sonrisa pícara. El m aest ro se
había vuelt o su am igo.
–Correct o, pero déj am e frasearlo de la siguient e form a: venim os a ser felices
m ient ras correm os la carrera de las m et as. En esa definición, el ego est á excluido.
Recuerda que t us m et as, bienes m at eriales y prest igio no t e los llevarás de est e
m undo cuando m ueras. Sólo t e llevarás t u espírit u.
–Pero ¿cóm o puedo hacer para vivir sin ego? –pregunt ó I gnacio.
–No es fácil librarse del ego. Pocas personas en est e m undo lo han logrado. Pero
lo que sí puedes hacer es t enerlo baj o cont rol, reducirlo y est ar m ás conscient e de
cóm o influye en t us conduct as.
Al ver que I gnacio est aba a punt o de lanzarle un aluvión de int errogant es, el
m aest ro suspendió su larga m ano para det enerlo; luego t om ó un pedazo de papel
periódico, sacó un fósforo y lo prendió. El papel fue consum ido por el fuego en
algunos segundos.
–De la m ism a form a com o el fuego quem a y consum e los papeles, t u fuego
int erno debe quem ar y consum ir t u ego. Me refiero al fuego de t u espírit u. Est o lo
logras m edit ando. Cada vez que m edit as, quem as una pequeña porción de t u ego.
Poco a poco irás reduciendo las conduct as de t u ego. Tú m e decías haber descubiert o
que el ego com pensaba la falt a de am or que sent ías dent ro. Pues bien, cuando
m edit as aflora t u llam a int erna de am or y llena t u ser de una sensación de plenit ud y
paz. Te sient es querido dent ro de t i. Ent onces no necesit arás cubrir t us carencias con
elem ent os ext ernos, com o buscar aprobación, acept ación o probar que eres el m ás
int eligent e. Es sim ilar a una persona que cam ina sedient a por el desiert o, sin nada
que beber, y olvida que en su espalda t iene un t anque lleno de agua. Est á t an
acost um brada a cargar con el t anque que no se ha percat ado de que allí est á su
salvación. Nosot ros t am bién t enem os un t anque de am or adent ro nuest ro. Buscam os
el agua del am or y la acept ación afuera, cuando la t enem os aquí, dent ro de
nosot ros. Sólo m edit ando la obt endrem os.
El m aest ro se puso de pie y com enzó a recorrer lent am ent e la habit ación, dej ando
que un aire leve m oviera los pliegues de su ropa. I gnacio not ó que era la prim era
vez que lo veía desplazándose. De pront o. t uvo la im presión de que aquel hom bre no
necesit aba hablar para t ransm it ir sabiduría. Bast aba observar cuidadosam ent e cada
uno de sus gest os para percibir que pert enecía a un universo espirit ual superior.
Después de unos pasos, el m aest ro cont inuó:
–Volviendo a la analogía del ego y la llant a con hueco que siem pre t enem os que
inflar: la m edit ación repara la llant a, o el ego, con parches de am or provenient es de
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
t u espírit u, para que ya no sea necesario inflarla t odo el t iem po. Exist e ot ra
est rat egia para reducir el ego, pero est á relacionada con la siguient e sem illa.
El m aest ro sacó el cofre de las sem illas y le ent regó a I gnacio un papel periódico
arrugado.
–Ve y plant a est a nueva sem illa. Regresa cuando sepas qué plant a es, para
conversar sobre su m ensaj e. I nt ent a est ar conscient e del ego y cont rolarlo. No dej es
de m edit ar t odos los días. Pract ica el Kriya Yoga.
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
CAPÍ TULO 5
Había pasado un m es y m edio. La sem illa se convirt ió en una pequeña plant a con
hoj as verdes, alargadas y llenas de ondulaciones. El j ardinero de I gnacio le había
dicho que era una plant a de m ango. I gnacio pensó que la enseñanza de est a sem illa
debía est ar relacionada con los frut os o los result ados. A diferencia de las ot ras
plant as, est a era un frut al. Est aba seguro de que la enseñanza t enía que ver con el
concept o de producir result ados en la vida.
I gnacio había abandonado t odos sus deseos de pract icar act ividades
fenom enológicas. Medit aba m edia hora en las m añanas y m edia hora en las noches,
y se sent ía feliz de est e nuevo hábit o en su vida. Pero era una felicidad diferent e a la
que ant es había experim ent ado, cargada de sosiego y am or, y a su vez reconfort ant e
y fort alecedora. No podía salir a t rabaj ar ni acost arse sin ant es m edit ar. Sus
m edit aciones eran cada vez m ás profundas. El est ado de paz y t ranquilidad poco a
poco se prolongaba m ás durant e el día. Est o le perm it ía a I gnacio t om ar m ayor
dist ancia de los problem as cot idianos. Explot aba m enos y era m ucho m ás t olerant e
con las personas.
Tam bién est aba obsesionado por t rat ar de elim inar su ego. Se había t om ado m uy
en serio los consej os del m aest ro y est aba m uy conscient e de las conduct as del ego.
Algunas veces, ant es de act uar se daba cuent a de que el ego lo est aba m anipulando
y ent onces podía evit ar sus desagradables consecuencias. En ot ras oport unidades
act uaba con el ego, pero luego se daba cuent a, reflexionaba sobre su conduct a y
t erm inaba por m olest ándose m ucho consigo m ism o. Él quería ganarle la bat alla al
ego y est aba dispuest o a usar t odas sus arm as.
Ese día t enía la reunión m ensual del com it é ej ecut ivo. Revisarían el cum plim ient o
de las m et as del m es y el avance del plan est rat égico. Era una excelent e oport unidad
para m anej ar su ego y evit ar que el ego lo m anej ara a él. Hast a ahora siem pre había
em pezado la reunión de ej ecut ivos asum iendo el prot agonism o. Pero est a vez decidió
cederle la palabra a cada gerent e, para que t odos expusieran sus logros y
result ados. Él sería un facilit ador. La em presa est aba m ej or, pero el últ im o m es ha-
bían baj ado sus vent as. Est o había creado una sit uación algo t ensa en el equipo
gerencial.
Una vez que los t res gerent es –Alfonso, de operaciones; Gust avo, de finanzas; y
Pedro de m árket ing– t erm inaron de exponer, le t ocó su t urno a Robert o, el gerent e
de vent as.
–La verdad es que no hem os cum plido nuest ras m et as por la crisis económ ica que
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
vive el país. La cosa est á bien dura y los client es no com pran. Adem ás, t uvim os unos
problem as de despach...
No t erm inó de decir la palabra " despacho" cuando Alfonso, el gerent e de
operaciones, ya le grit aba fuera de sí:
–¡De qué problem a de despacho hablas! ¡No seas m aricón! Adm it e que has fallado
por t u propia culpa y no la est és desparram ando por t oda la em presa. ¡Es t u gent e la
que no ha vendido nada!
–Si t uvieras un poco m ás de cont rol sobre t us vendedores, no est aríam os com o
est am os –agregó Gust avo, el gerent e de finanzas–. ¡No hay cont rol! ¡No hay
report es! ¡Todos hacen lo que les da la gana! ¿Cóm o vam os a vender así?
I gnacio observaba con m ucho rechazo est e diálogo, y podía observar claram ent e
cóm o sus gerent es est aban siendo dom inados por sus respect ivos egos. Si est o le
hubiese sucedido algunos m eses at rás, I gnacio hubíese salt ado a la pelea para
dest ruir al m ás débil y hacerle pagar con sangre t odos sus errores. Pero en est a
oport unidad est aba t ot alm ent e conscient e de lo que pasaba.
–Muchachos, calm a –int errum pió I gnacio–. Aquí no est am os para buscar
culpables, est am os para apoyarnos ent re t odos.
La gent e hizo silencio, sorprendida por el com ent ario de I gnacio. Ent re ot ras
cosas, inconscient em ent e, cada cual est aba reflej ando el m odo en que hubiera
reaccionado I gnacio, el líder, m eses at rás. ¡Tan acost um brados los t enía a enfrent ar
los problem as con explosiones de caráct er! El am bient e seguía t enso.
–Recuerden que som os un equipo –cont inuó I gnacio–, y en un equipo la idea es
que si bien hay responsables con roles claros, t odos est am os para ayudar en lo que
podam os al responsable, de m odo que cum pla sus m et as. Más bien pensem os cóm o
podem os ayudar a Robert o. Recuerden que t odos, t arde o t em prano, t am bién
t endrem os problem as y vam os a necesit ar que nos ayuden. Les pido que, por favor,
sin agredir a nadie, t rat em os de decir lo que pensam os sinceram ent e.
–iPero Robert o no quiere encont rar soluciones, sólo quiere buscar excusas y en su
cam ino em barrarnos a t odos! –grit ó Alfonso.
–Robert o, dinos ¿cóm o t e podem os ayudar para que el próxim o m es cum plas t us
m et as? –le pregunt ó I gnacio suavem ent e.
I gnacio había logrado calm ar el am bient e. Su t ono posit ivo, t ranquilo y en paz
había cont agiado a sus gerent es. Robert o lo pensó dos veces ant es de abrir la boca:
–La verdad, el principal problem a que t engo es cont igo, I gnacio. Desde hace
algunos m eses t e has m et ido en m i área, t e has puest o a vender. Nadie duda de que
has t enido buenos result ados, pero t am bién has desm ot ivado a m i gent e. Sient en
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que les has quit ado sus m ej ores client es y que así cualquiera vende. Adem ás,
sient en que lo único que t e int eresa es sobrart e y rest regarles en sus caras lo capaz
que eres vendiendo.
La expresión pacífica desapareció de la cara de I gnacio. Frunció el ceño, levant ó la
voz y le dij o:
–¡Pero qué clase de anim al eres! ¡Te est oy t rat ando de ayudar y lo único que
sabes hacer es agredirm e! ¿No t e das cuent a de que yo soy el único que ha salvado
est a em presa de la quiebra? Si hubiésem os dej ado que t us vendedores arreglaran el
problem a, cada uno est aría en su casa viviendo de sus ahorros. Son unas best ias,
floj os y para colm o raj ones. Parece que no t ienen nada que hacer, porque t iem po
para hablar m al de las personas les sobra.
Las caras de Alfonso, Pedro y Gust avo t enían un gest o de acept ación de las
palabras de I gnacio, com o diciendo: " ¡Al fin el I gnacio de siem pre! Lo
ext rañábam os" . El gerent e de vent as est aba asust ado y no at inaba a decir nada
m ás.
Apenas I gnacio cerró la boca, ya se había dado cuent a de que nuevam ent e el ego
había t om ado cont rol de su m ent e. En pocos segundos, decenas de pensam ient os
pasaron por su cabeza: " ¡Qué im bécil que soy! ¿Cóm o m e dej é dom inar por el ego?
Después de est ar diciendo j ust am ent e lo que no se debe hacer, voy y lo hago. ¿Qué
m ensaj e le doy a m i gent e? Que soy puro bla, bla, bla y que no act úo conform e a lo
que digo. Debo disculparm e, pedir perdón, decirles que m e he equivocado" .
–Bueno, dej ém oslo allí, yo m e reuniré con Robert o para arreglar el problem a de
vent as. Buenas t ardes.
I gnacio se quedó solo en su oficina. No había t enido valent ía ni fuerza para
decirles que est aba equivocado, que así no se t rat a a las personas. ¿Por qué le
cost aba t ant o acept ar los errores? ¿Por qué no podía cont rolar su ego? ¡Qué fácil era
ver el ego de las personas! ¡Qué fácil era est ar conscient e de las em ociones y
reacciones de los dem ás! Pero ¿por qué era t an difícil observarlas en uno m ism o y
t ener aut ocont rol?
Con t odas est as pregunt as part ió donde el m aest ro. Era increíble cóm o t odas sus
angust ias desaparecían cuando at ravesaba el port oncit o de la casa. Desde hacía
t iem po había est ablecido la cost um bre de det enerse unos m inut os a cont em plar el
j ardín. Al principio le pareció ext raño, pero luego llegó a la convicción de que hast a
observando la callada vida de aquellas plant as, podía aprender m ucho sobre su
propia vida.
Una vez que est uvo sent ado en el cuart o del m aest ro, le cont ó t odo el episodio de
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ust edes? Es m i asient o el que est oy perforando" . Y las personas le respondieron: " El
agua ent rará por t u hueco y no sólo t e hundirá a t i sino t am bién a nosot ros" . Lo
m ism o le ocurre a la hum anidad. Cada persona se preocupa por sus cosas y no se da
cuent a de que con su conduct a est á hundiendo a la hum anidad ent era. I gnacio, no
exist e felicidad m ás grande en el m undo que la que se sient e cuando ayudas a
t erceras personas. Es com o si Dios t e diera un prem io por alinear t us acciones con la
divinidad. Hay personas que nunca han m edit ado, pero que han orient ado t odo su
ser al servicio de las dem ás personas. Est as personas son m uy espirit uales, felices,
desapegadas y t ienen m uy poco ego.
–Pero m aest ro, si uno hace servicio desint eresado porque sabe que le da felicidad,
¿eso no lo conviert e en int eresado? ¿No hay egoísm o al querer recibir felicidad? –
pregunt ó I gnacio.
–Es ciert o que es una act it ud egoíst a al inicio. ¿Pero cóm o est aría la hum anidad si
t odos t uvieran ese t ipo de egoísm o? Esa act it ud egoíst a se funde luego en una
sensación de ent rega y am or. Digam os que el int erés egoíst a de servir para obt ener
felicidad es sólo la m echa de una gran dinam it a de am or. La m echa t e sirve para
llegar a det onar el explosivo. Pero una vez que explot a la dinam it a del servicio
dent ro de t i, ya no lo haces por egoísm o sino por una vocación de servicio que t e na-
ce int ernam ent e.
–Lo que no ent iendo, m aest ro, es por qué si el servicio da t ant a felicidad y am or,
t an poca gent e lo hace. Supuest am ent e la gent e busca m axim izar su felicidad; lo
lógico sería que hicieran servicio.
–Cuent an que una persona perdió la llave de un t esoro y la est aba buscando
afuera de su casa, baj o un post e de luz. Com o no la encont raba, pidió ayuda. Ofreció
inclusive repart ir part e del t esoro. Pront o, m uchas personas est aban buscando la
llave. Al cabo de dos horas alguien le pregunt ó al dueño del t esoro dónde había
perdido la llave. El dueño respondió: " Allá en m i casa. Pero la est oy buscando acá,
porque en m i casa no hay luz" .
Hizo una pausa al ver que I gnacio no ent endía del t odo, y explicó:
–El ser hum ano busca la llave de la felicidad en el sit io equivocado. Gran part e de
la culpa la t iene la t elevisión. La t elevisión, a t ravés de los program as y la publicidad;
t e hace buscar la llave de la felicidad en un sit io donde no la vas a encont rar.
Algunos t ipos de publicidad t e convencen de que no serás feliz si no t e com pras un
aut o específico o una m arca de ropa, si no usas cosm ét icos o t e com pras t odo t ipo
de art efact os. No t e das cuent a de que la m ayoría de la publicidad est á orient ada a
que busques sólo t u beneficio. Han convencido al ser hum ano de que la felicidad se
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logra cuando com pra cosas o busca su beneficio personal. Es j ust am ent e lo
cont rario.
Aunque algo confundido, I gnacio sabía que el m aest ro t enía razón.
–Si quiero hacer servicio, ¿por dónde em piezo? ¿Dónde debo ayudar? ¿En algún
asilo de ancianos, en un orfanat o o en un colegio pobre?
–Prim ero em pieza cont igo m ism o, I gnacio. El servicio es una act it ud hacía la vida.
Es dej ar de pensar solam ent e en t i para pensar en los dem ás. Haces servicio cuando
escuchas con em pat ía a algún em pleado que t iene un problem a, y en vez de echarle
en cara su error lo ayudas a m ej orar. Cuando t e preocupas por el crecim ient o y
desarrollo de t u personal en la oficina, de t u parej a y de t us hij os. Cuando
sim plem ent e le ent regas un pensam ient o de am or silencioso a una persona en la
calle. Tu servicio puede em pezar por t u casa, por t us hij os, por t u fam ilia y por t u
negocio. Dios t e ha dado la gran oport unidad de ser dueño de un negocio. En el
negocio puedes decidir que el fin es hacer dinero y orient ar t odas t us fuerzas a est e
obj et ivo. O decidir que el fin de t u negocio es ser un m edio de servicio a la sociedad
y un ent orno adecuado para que las personas aprendan y encuent ren su felicidad. En
el segundo caso, el dinero viene com o result ado. Ot ra cosa que puedes hacer es ven-
derle una part icipación de t u negocio a Dios.
–No creo que Dios quiera com prar m i negocio. Cuando int ent é venderlo, nadie
quiso pagarm e un cent avo –brom eó I gnacio.
–No t e preocupes. Dios t iene una form a especial de ent rar en los negocios. Él
t am poco t e pagará ni un cent avo por t us acciones. Pero si le ent regas a él un
porcent aj e pequeño de t us ganancias, t e recom pensará con creces. En ot ras
palabras, si donas part es de t us ut ilidades a ent idades benéficas, es decir a Dios, él
será t u socio en el negocio. Oj o: Dios es un buen inversionist a. Él hará crecer t u
negocio para que su rent abilidad de ayuda cada vez sea m ás alt a. I gnacio, t odos los
seres hum anos t enem os un darm a en est a vida. Es decir, una m isión que cum plir,
una lección que aprender en est a vida. Lo ideal es que el servicio que hagas est é
alineado con t u darm a.
I gnacio se sent ía cada vez m ás involucrado, y poco a poco lo iba ganando la
ext raña, sensación de que t oda su vida ant erior había sido com o un j uego: lo había
m ant enido m uy ocupado, pero sin m ucho sent ido.
–Pero ¿cóm o puedo saber la m isión que t engo y la lección que debo aprender?
El m aest ro cam bió de posición m uy lent am ent e, se apoyó j unt ando sus rodillas
sobre el coj ín y colocó las palm as de sus m anos sobre sus m uslos.
–La lección es fácil, I gnacio. Trat a de ident ificar las principales dificult ades de t u
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vida; allí est á la lección que t ienes que aprender. Recuerda: la vida en el plano
m at erial es com o una universidad. Si t ú est ás en la universidad, no t e m et erías al
colegio para aprender m at em át icas. Est o sería m uy fácil. Te debes m at ricular en un
curso que t e ofrezca la dificult ad necesaria para que est im ule t u m ent e y t e m ot ive a
aprender. Lo m ism o ocurre con la vida en est e plano. Venim os a aprender una
lección de acuerdo con nuest ro nivel de desarrollo espirit ual. Si quieres saber cuál es
t u lección, sólo m ira t us dificult ades, ret os, pruebas y problem as. Algunos de est os
problem as se han convert ido en lecciones aprendidas que t e hicieron crecer y ser
m ej or. Ot ras dificult ades, en cam bio, han m arcado t u personalidad encam inándot e
hacía conduct as dest ruct ivas y negat ivas. Esas, precisam ent e, son las conduct as
que debes revert ir. Est a es t u prueba en la vida.
–¿Se refiere a las dificult ades en m i niñez, por ej em plo? –pregunt ó I gnacio.
–Correct o. ¿Cuál fue el result ado de t u niñez? ¿Qué caract eríst icas generó en t u
personalidad?
I gnacio dudaba.
–De hecho, im paciencia, int olerancia, j uzgar negat ivam ent e a las personas y
quizás negat ividad.
–Pues acabas de descubrir lo que t ienes que aprender. Just am ent e, la vida t e ha
dado una niñez difícil para que t engas el coraj e de crecer, m ej orar y dej ar esas
conduct as dest ruct ivas.
–Muy bien, esa es la lección que he venido a aprender. ¿Pero cóm o ident ifico m i
m isión en la vida?
–La m isión de un espírit u siem pre est á orient ada hacia el servicio. Te puedes dar
cuent a de cuál es t u m isión observando las diferent es circunst ancias por las que has
pasado en la vida y descubriendo t us verdaderas capacidades y apt it udes com o
persona. En prim er lugar, est ás en el ám bit o de los negocios, eres un em presario. Tu
m isión debe est ar relacionada con est e cam po. Ot ro aspect o im port ant e es que eres
uno de los pocos hom bres de negocios que pract ican m edit ación y conocen est a
filosofía. Quizás t u darm a est é relacionado con com unicar t us conocim ient os y
descubrim ient os sobre est e t em a en el ent orno em presarial. Quizás t u m isión en la
vida sea sem brar la sem illa del m ej oram ient o personal, de la m edit ación, del cont rol
del ego y del servicio ent re los ej ecut ivos y em presarios. Por ot ro lado, eres un buen
com unicador; t ienes pasión y energía, que es lo que m ás se necesit a para
com unicar. Creo, I gnacio, que ayudar a despert ar a los ej ecut ivos y em presarios
hablándoles sobre lo que es verdaderam ent e im port ant e en la vida es t u darm a.
I gnacio ya present ía a dónde iba a parar t odo aquello del servicio, que sin duda se
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del público, le ent raba un cosquilleo en el est óm ago y se le hum edecía la frent e.
–Maest ro, t engo m iedo de hablar en público. ¿Cóm o puedo perder est e m iedo?
–Muy sencillo. Cada vez que ofrezcas una present ación y est és parado frent e al
público, piensa: " ¿Cóm o puedo servir a est as personas?" . Cóm o t u m ensaj e los va a
ayudar a m ej orar, cóm o vas a ent regar lo m ej or que t ienes a est as personas, con
am or y de form a desint eresada. Verás que t u m iedo se desvanece. El m iedo nos
viene porque cuando est am os frent e al público, sent im os que est am os " pidiendo" y
no " sirviendo" . Les pedim os aprobación, respet o y acept ación. Com o t enem os m iedo
de que el público no nos los dé, nos at em orizam os. Pero si vam os con el obj et ivo de
servir, con am or y desint erés, el m iedo desaparece.
I gnacio est aba desconcert ado. No sabía qué hacer, era un ret o enorm e lo que le
pedía el m aest ro. Pero algo dent ro de sí le decía que era el cam ino correct o. Que
debía hacerlo. Se sent ía com o si t uviese una piedra encim a de su cabeza, por la
t ensión que le generaba la sola posibilidad de hablar en público sobre est os t em as:
I gnacio se quedó en silencio por unos segundos y luego dij o:
–Est á bien, lo haré. No est oy seguro de poder hacerlo bien, pero confiaré en su
crit erio, m aest ro.
–Regresa cuando hayas dado t u prim era present ación.
I gnacio est rechó la m ano de aquel exigent e am igo y se fue preocupado a su casa.
Cada j ornada volvía t arde, ya en la noche. Después de com er se dirigió a su
escrit orio a preparar su conferencia. Dos m eses después de la últ im a visit a al m aes-
t ro, había decidido hacer la conferencia sobre las cuat ro sem illas que conocía: el
aut oconocim ient o, la m edit ación, el cont rol del ego y el servicio. Pensaba enfocarlo
t ot alm ent e hacía la vida em presarial y cóm o est as herram ient as perm it en form ar
m ej ores equipos, t ener m ás product ividad y m ej orar las relaciones int erpersonales.
Sabía que t enía que darle m ucho sust ent o racional, no hablar de espírit us ni de Dios
porque cabía la posibilidad de que lo calificaran com o cursi o poco serio. El t em a m ás
difícil de afront ar era el de la m edit ación. Para est o volvió a revisar aquellos
m at eriales que había sacado de int ernet m eses ant es, cuando t uvo la prim era
ent revist a con el m aest ro. I ncluso est uvo unas horas act ualizando la inform ación y
observó que el t em a siem pre era renovado por nuevas invest igaciones.
I gnacio había descubiert o que el m ej or m om ent o para t rabaj ar en su conferencia
era después de una m edit ación. Le venían m uchas ideas, com o si alguien le
est uviera ayudando. Com o si la conferencia ya est uviera hecha y él sólo la est uviera
recordando.
Adem ás de ut ilizar est udios cient íficos de universidades im port ant es, quería
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elaborar una present ación con im ágenes de com put adora que result ara m uy
profesional. La idea era dar una im agen m uy ej ecut iva para t ocar t em as poco
ej ecut ivos. I gnacio quería hacer una present ación con m uchas ayudas visuales para
escudarse en ellas. Pensaba que si ofrecía im ágenes im presionant es, las personas
m irarían las im ágenes y no a él. Tam bién le había com ent ado a un am igo sus planes
de dict ar conferencias y él le había ofrecido em pezar con su em presa. Para I gnacio,
est os dos m eses habían sido m uy especiales. Era la prim era vez en su vida que
t rabaj aba para algo que no le producía dinero. Es ciert o que lo sent ía com o un ret o y
sabía que era para su bien. Est aba haciendo algo para servir a los dem ás y eso era
t ot alm ent e nuevo. Est aba encant ado. Preparaba la conferencia con m ucho
ent usiasm o y sent ido del propósit o, pues est aba haciendo lo que realm ent e quería
hacer.
Ya t enía fecha para su prim era conferencia. Sería en dos días m ás, a las siet e de
la noche. Un am igo le había cont rat ado el hot el para llevar a t oda su gent e, de m odo
que pudieran escuchar cóm odam ent e. Lo único que le falt aba a I gnacio era
pract icarla. Tenía un fuert e deseo de dict arla; había t rabaj ado m uy duro pero a la
vez t enía m ucho m iedo.
I gnacio se t om ó dos días libres en el t rabaj o y est uvo pronunciando en voz alt a su
conferencia por lo m enos quince veces. Quería aprenderla de m em oria para no t ener
que leer.
A las siet e de la noche, I gnacio ya est aba en el hot el. Se sent ía m uy bien
preparado pero a la vez m uy nervioso y con t em or. Había m edit ado una hora ant es
de part ir al hot el para est ar t ot alm ent e en balance, pero la angust ia lo ganaba. Todo
el t iem po se concent raba en que hacía est o por servir y que le daría al público lo
m ej or que podía ofrecer de form a desint eresada. Est e pensam ient o le ayudaba a
baj ar la t ensión, pero a los pocos m inut os volvía a sent irse t enso. La gent e de su
oficina había llegado m ás t em prano y había inst alado el equipo de proyección para
las im ágenes de com put adora. Todo est aba list o y funcionando. Había unas
doscient as personas en el salón del hot el. Su am igo lo invit ó a pasar a la m esa de
honor, m ient ras que él ocupó el podio.
Mient ras su am igo lo present aba leyendo su currículum , I gnacio sent ía la m irada
am enazadora de t odas las personas. Se sent ía abochornado y las piernas le
t em blaban. El rit m o de su respiración había aum ent ado com o si hubiese corrido una
carrera de cien m et ros planos. Una got a de sudor le resbaló por el rabillo del oj o
izquierdo. Hacía t odo t ipo de int ent os para pensar en el servicio, pero no le
result aban. El hecho de que su ant ídot o m ágico no funcionara lo ponía aún m ás
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
nervioso. Dent ro de él pensaba: " ¿Qué diablos est oy haciendo acá? ¿Por qué m e has
fallado, m aest ro? Se supone que la est rat egia de pensar en servir m e quit aría el
m iedo, ¡pero no pasa nada! " . Cada segundo que t ranscurría lo ponía m ás nervioso.
Finalm ent e, llegó el peor m om ent o. El am igo pronunció su sent encia de m uert e: " ...
Y ahora los dej o con m i am igo I gnacio. Un aplauso, por favor" . La audiencia le dio un
fuert e aplauso. Est o lo angust ió m ás t odavía, pues lo ponía en m ayor com prom iso
para hacer un buen papel.
I gnacio se paró y se dirigió al podio. Necesit aba algo que agarrar, para t ener
seguridad. El podio era ideal porque le servía de barrera, era com o t ener un sit io
donde esconderse.
Una vez que est uvo en el podio, m iró a la gent e y sint ió que t odos est aban
aburridos. No había em pezado a hablar y ya se sent ía perdedor. Sent ía que la gent e
pensaba: " ¿Qué vam os a aprender de est e idiot a? ¡Nos est á haciendo perder
nuest ro, t iem po! '¡Est e debe de ser un aburrido! " Cada cara que m iraba confirm aba
su int uición de que la gent e no quería est ar present e. Pensó: " Seguro que m i am igo
los obligó a venir" .
Le hizo una seña a la persona encargada, para que pasara la prim era im agen.
Necesit aba lograr que la gent e dej ara de m irado a él y m irara las ayudas visuales.
Pero el m uchacho que est aba en la com put adora, sin darse cuent a, en vez de pre-
sionar la t ecla para avanzar, apagó el com put ador. I gnacio vio cóm o la im agen se
desvanecía y se perdía su present ación. Toda la gent e m iró fij am ent e a I gnacio
esperando que dij era algo, pero él no sabía qué decir. Su rit m o de respiración era
t an alt o que no podía hablar. Tenía dolor de est óm ago y t odo su cuerpo t em blaba.
En ese m om ent o quería asesinar al m uchacho de la com put adora. Si hubiese t enido
una pist ola lo m at aba al inst ant e, pero no con un disparo sino con cuarent a. Cuando
est aba en el peor m om ent o de los nervios, escuchó una voz que le decía: " I gnacio,
t u respiración, concént rat e en t u respiración" .
I nm ediat am ent e recordó el m ensaj e del m aest ro respect o a concent rarse en la
respiración cuando t uviese una crisis o un conflict o im port ant e. Em pezó a respirar
profundam ent e llevando la energía de la respiración a un punt o im aginario en el
m edio de su frent e. Después de unos segundos em pezó a calm arse. Reduj o su rit m o
respirat orio lo suficient e com o para em pezar la present ación. El asist ent e t enía
nuevam ent e en pant alla la im agen deseada.
I gnacio em pezó, aún nervioso, con voz ent recort ada, pero poco a poco fue
t om ando confianza. Las personas se m ost raban at ent as e int eresadas en lo que él
decía y est os gest os le daban seguridad para cont inuar. I gnacio hizo un par de co-
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
m ent arios que hicieron reír y relaj ar al audit orio. Verlos relaj ados le dio m ás
confianza y se solt ó t ot alm ent e. I gnacio se ent regó de lleno. Mient ras dict aba su
conferencia, pensaba t odo el t iem po en dar lo m ej or de sí de form a desint eresada.
Llegó el m om ent o m ás difícil. Era cuando I gnacio había program ado hacer m edit ar
a los asist ent es. Por un segundo pensó: " No lo hago, nadie se dará cuent a y no pasó
nada" . Pero luego pensó que si el verdadero cam bio viene por la m edit ación, ¡cóm o
podía ser t an egoíst a y no hacerlos m edit ar! Decidió hacerla. Prim ero sust ent ó las
vent aj as de la m edit ación con est udios de las principales universidades am ericanas.
Est o persuadió al audit orio de que la m edit ación no era solam ent e para personas que
est aban m edio desnudas y en la I ndia, y de que t enía probados beneficios. Puso una
m úsica suave y los hizo concent rarse en su respiración y apart ar los pensam ient os.
Realizó el ej ercicio durant e cinco m inut os. Al t érm ino de la experiencia, la gent e
est aba m ás t ranquila y relaj ada. Se sent ía una m ej or vibración en el am bient e.
I gnacio t am bién m edit aba m ient ras dirigía el ej ercicio, t al com o siem pre lo había
hecho su m aest ro. Era la prim era vez que él lo hacía y la sensación era m ucho m ás
fuert e que cuando m edit aba solo. Dirigir la m edit ación m ult iplicaba la sensación de
bienest ar, com o si alguien lo est uviera prem iando por hacer el bien, llenó su pecho
de felicidad y am or. Se sent ía relaj ado y feliz, llegó al cierre, cont ó una de las
hist orias profundas del m aest ro y t erm inó.
Las personas lo aplaudieron con m ucho ent usiasm o. El aplauso no t erm inaba; duró
m ás de t reint a segundos. Mient ras lo aplaudían, I gnacio no pudo evit ar derram ar
algunas lágrim as. Est aba em ocionado. Había logrado vencer sus m iedos y ent regado
m ucho am or. Se sent ía m uy feliz y realizado. Nunca se había sent ido t an ínt egro
com o persona ni vist o con t ant a claridad su verdadera m isión en la vida. Quería
ayudar a las personas del m undo em presarial a cam biar, a vivir la espirit ualidad, a
vivir con una act it ud posit iva. Ahora sabía que el m aest ro no est aba equivocado. Él sí
t enía condiciones innat as para com unicar y debía usarlas ayudando a las personas.
Al t erm inar la conferencia, decenas de personas se le acercaron y le agradecieron
con sinceridad. Cada abrazo, cada apret ón de m anos de agradecim ient o, le llegaba
direct am ent e al corazón. Sólo ent onces ent endía el obj et ivo de la vida. " El servicio es
para lo que venim os a est e m undo" , pensó. La felicidad que había sent ido era t an
grande que su vida j am ás sería igual. Ahora sabía qué era lo verdaderam ent e
im port ant e.
Term inada la conferencia, su am igo se le acercó y le dij o:
–I gnacio, hom bre, t e felicit o. No sabía que eras t an buen exposit or.
–La verdad es que yo t am poco lo sabía –respondió I gnacio.
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
–No has m encionado a Dios en t u conferencia, pero est á im plícit o en t odo lo que
has dicho. Yo pensaba que t ú eras at eo. Dim e, ¿crees en Dios?
I gnacio sint ió el im pulso de responder: " Obviam ent e, no" . Ese siem pre había sido
su discurso ant erior. Est aba acost um brado a que el m aest ro hablara de Dios. Ya no
le m olest aba, pero que él creyera en Dios era ot ra cosa. Sin em bargo, la m edit ación,
preparar y dict ar la conferencia le habían hecho sent ir una felicidad que no era
m at erial. Era una sensación divina que lo acercaba a Dios. Nunca había usado la
palabra Dios. Se sent ía ext raño al pronunciada. Pero ahora est aba seguro de que
Dios exist ía. Lo sent ía t odos los días cuando m edit aba. I gnacio respondió:
–La verdad es que no creía que creía en Dios. Pero ahora est oy seguro de que
exist e.
Alej andro Magno, para que su ej ércit o luchara con fuerza y com prom iso cuando
invadían t ierras cercanas, m andaba quem ar t odos los puent es para no poder
regresar. Al saber que no podían escapar, ent regaban t odo de sí para ganar. I gnacio
acababa de quem ar t odos sus puent es después de est a conferencia. Había revelado
públicam ent e sus int ereses, había afirm ado públicam ent e que creía en Dios. Su vida
est aba t om ando un nuevo cam ino, y él era conduct or y pasaj ero a la vez. Conduct or
porque él est aba allí por propia volunt ad, pero pasaj ero porque había una part e de él
que le cost aba cam biar, que sent ía que t odo era nuevo y t enía m ucha incert idum bre.
Tuvo deseos de ir a buscar a su m aest ro y cont arle sus éxit os en ese m om ent o. Pero
luego pensó que quizás era su ego que quería m ost rarse exit oso. Decidió ir al día
siguient e, con calm a.
Cuando llegó a la casa del m aest ro, se sent ó t ranquilam ent e en su coj ín habit ual y
se quedó en silencio.
–¿No m e vas a cont ar cóm o t e fue? –le pregunt ó el m aest ro–. Hace m ás de dos
m eses que no t e veo.
I gnacio lo m iró con una sonrisa de grat it ud.
–Ust ed sabe cóm o m e fue. Ust ed est uvo allí. Sabe que m e salvó de la m uert e
cuando en la conferencia m e hizo recordar lo de la respiración.
–Un buen m aest ro nunca abandona a sus discípulos –acot ó el m aest ro.
–¿Cóm o hizo para est ar present e sin su cuerpo? –pregunt ó I gnacio.
–Ya t e he dicho que eso no int eresa. Lo único que t e hago recordar es lo que t ú
m ism o m e has dicho: en el plano espirit ual codos est am os conect ados y som os uno
solo. Si a t i t e pasa algo, es com o si m e pasase a m í.
–Pero yo no puedo hacer eso. Medit o t odos los días pero no puedo hacer viaj ar m i
conciencia fuera de m i cuerpo, com o ust ed –respondió I gnacio.
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–¿Y para qué quieres hacerla? ¿Para sent irt e poderoso, m ágico, el elegido, o para
t rabaj ar en un circo? I gnacio, olvida esas t ont eras y sigue concent rado en la
m edit ación. Cuént am e, ¿cóm o t e sient es ahora, después de la conferencia?
I gnacio t enía un reproche que hacer. Sint ió que si no lo decía, revent aba.
–Ant es de cont arle nada, quiero decirle que m e engañó. Su t écnica para elim inar
el m iedo no sirve para nada. Casi m e m uero. Si no fuera por su consej o de que m e
concent rara en la respiración, m e hubiese dado un infart o.
El m aest ro, una vez m ás, había esperado la observación de I gnacio.
–I gnacio, la t écnica sí sirve y nunca dej es de usarla. Lo que pasa es que cada
persona es diferent e. En t u caso, hablar en público era m ás difícil que para ot ras
personas. Recuerda que has t enido una niñez t raum át ica, t uvist e un padre que se-
ñalaba t odos t us errores y que t e m alt rat ó. Al parart e frent e al público, conviert es a
cada asist ent e en un padre que t e va a resondrar y cast igar. Recuerda que para
evit ar que t e grit aran y m alt rat aran, t rat abas de pasar desapercibido. Bueno, cuando
hablas en público haces exact am ent e lo cont rario. Te conviert es en el prot agonist a
que sale a la luz y sient e m ucho m iedo de ser m alt rat ado. No t e cont é del ant ídot o
m ás im port ant e para vencer el m iedo, porque si t e daba ese ant ídot o no hubieras
hecho t u conferencia. Tú necesit abas una t écnica para agarrart e de ella y t ener
seguridad, com o si fuera un salvavidas. El ant ídot o m ás im port ant e para vencer: el
m iedo es sim plem ent e enfrent arlo y hacer la conferencia. En ot ras palabras, com o en
la hist oria del perro que t e cont é, llevart e cargado com o el perro hast a la orilla y
solt art e. Eso fue lo que t e pasó. Después de eso el perro no t uvo ningún problem a
para t om ar el agua.
Tú t am poco t endrás ningún problem a para dict ar nuevam ent e t u conferencia. Pero
quiero hablart e de un t em a m ás relacionado con el servicio.
El m aest ro hizo una pausa, esbozó el gest o de siem pre m ient ras recogía los
pliegues de su fina vest im ent a, y cruzó las rodillas. Luego cont inuó:
–Un señor j udío m uy rico com pró el m ej or asient o en la prim era fila de la
sinagoga. El señor le dij o al rabino que donaba aquel sit io para que una persona que
no pudiera pagar se sent ara en un buen lugar; él se sent aría at rás. El hom bre rico se
ubicó en la part e post erior de la sinagoga, de t al form a que se hacía ver por t odas
las personas que pasaban a sent arse. Buscaba a t oda cost a ser reconocido por su
generosidad. Finalm ent e el rabino le dij o: " Sería m ej or que t e sient es adelant e
pensando en que t e gust aría sent art e at rás, en vez de que t e sient es at rás pensando
y dem ost rando con t us act it udes que t e gust aría sent art e adelant e" . I gnacio, quiero
que t engas cuidado con hacer servicio con el ego. No dej es que t u ego t e m anipule y
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t e delat e com o al señor de la hist oria. Ent rega, haz servicio, dict a conferencias
pasando por encim a de t u ego. El secret o es sent ir am or y ent rega verdadera en
cada m om ent o de t u servicio.
I gnacio ya había experim ent ado en carne propia aquel peligro.
–Ent iendo lo que m e dice, m aest ro. No es fácil cuando las personas se t e acercan
después de la conferencia a agradecert e. En realidad, si t e descuidas el ego t e
engancha.
–Hay m uchos, I gnacio, que hacen servicio com o el hom bre rico de la sinagoga. Lo
hacen para dest acar, para present arse com o personas generosas y carit at ivas. Pero
en realidad buscan el reconocim ient o, la acept ación y la adm iración para inflar su
ego. Cada vez que brindes conferencias recuerda que el verdadero m ot ivo de t u
presencia es ayudar a las personas a m ej orar. A m edida que seas m ás conocido y
popular, t e será cada vez m ás difícil evit ar que el ego t e m anipule. A m edida que
logres m ás éxit os, requerirás m edit ar m ás, de t al form a que ese éxit o no t e haga
sent ir superior. Ahora, I gnacio, ya est ás list o para la quint a sem illa.
El m aest ro sacó su caj a y le dio a I gnacio una sem illa envuelt a en papel periódico.
–Siém brala. Cuando haya crecido regresa y conversarem os sobre el m ensaj e que
cont iene.
I gnacio llegó a su casa y se dirigió al j ardín. Allí vio con nost algia t oda su
evolución com o persona. Vio el hueco de la plant a que nunca creció porque fue la
sem illa golpeada por el m art illo y recordó cóm o fue descubriendo los m art illos de su
propio pasado. Luego vio la m im osa púdica, una flor bella que vive y se alim ent a del
silencio. Pensó en cóm o el silencio lo había ayudado a él. Se sent ía m ás t ranquilo,
m ás en paz, m ás feliz y sobre t odo, aunque le parecía increíble, ahora creía en Dios.
El rosal lucía precioso, se había m ult iplicado y t enía m uchas rosas. Recordó t ant os
m om ent os en los que había sido esclavo del ego. Al hacerla pensó cóm o t oda su vida
la había orient ado a m ost rarle al m undo que él era el m ej or, el m ás capaz y el m ás
com pet ent e em presario. Recordó con hum or cóm o el ego lo había hecho act uar y los
problem as que le había causado. Em pezó a reírse de sí m ism o. Luego vio el pequeño
árbol de m ango que en un fut uro daría sus frut os en servicio. Recordó la conferencia,
la enorm e felicidad que sint ió cuando finalm ent e hizo algo por encim a de sí m ism o.
I gnacio se dio cuent a, después de m irar las plant as, de cada lección ocult a det rás
de las lecciones que le quería dar el m aest ro. El lent o crecim ient o de las plant as
represent aba el lent o desarrollo que él experim ent aba en cada uno de los ám bit os
espirit uales. Así com o no se podía acelerar el crecim ient o de una plant a, t am poco se
podía acelerar su aprendizaj e. Debía t ener paciencia y acept ar la evolución de cada
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
et apa. Adem ás, las plant as eran un libro vivient e para él. Mirando cada una recor-
daba t odas las enseñazas del m aest ro. Era com o t enerlo cerca.
Em ocionado, cavó el hueco en la t ierra y sem bró la siguient e sem illa. ¿Qué nueva
enseñanza aprendería? Pero se dij o int ernam ent e: " Paciencia, paciencia, I gnacio, eso
es lo que has venido a aprender en est a vida" .
Al día siguient e, com o de cost um bre, se levant ó y com enzó a m edit ar. Había
aum ent ado su t iem po de m edit ación a cuarent a y cinco m inut os en las m añanas,
pues sent ía que era el m argen adecuado para recargar sus bat erías de paz. Cuando
t erm inó, t om ó un baño y part ió hacía la oficina.
En la oficina t enía una reunión im port ant e de planeam ient o est rat égico con t odo
su equipo. I gnacio quería t erm inar el plan est rat égico con m ucha ant icipación para
poder est udiar a fondo el presupuest o del año. Había t rabaj ado t odo el día con su
equipo y t odavía les falt aba m ucho por avanzar. Ese día cum plía años Beat riz, la
gerent e de recursos hum anos, y el personal le había preparado un agasaj o con una
t ort a, para las seis de la t arde. Cuando la secret aria de I gnacio lo llam ó y le dij o que
la gent e est aba esperando afuera para em pezar el agasaj o, él pidió que esperaran un
m om ent it o, que ya saldrían, y siguió t rabaj ando. Pero a las seis y m edia la secret aria
volvió a int errum pirlo para pregunt arle si se cancelaba el agasaj o. Tenso, con una
expresión de preocupación en su rost ro, le dij o a su equipo:
–Tenem os que parar, caram ba, y no hem os t erm inado, qué m al. La gent e ha
organizado un agasaj o para Beat riz y ahora t enem os que salir t odos.
Por sus gest os y su t ono de voz se not aba que el agasaj o le m olest aba. No quería
parar. Pensaba que esas act ividades para cant ar " feliz cum pleaños" a las personas
eran una t ont era; incluso det est aba que lo hicieran para él.
–Salim os un rat it o y luego seguim os, ¿de acuerdo? –dij o I gnacio m ort ificado.
En el agasaj o I gnacio est uvo apurado, m irando su reloj t odo el t iem po. Quería
cant ar el " feliz cum pleaños" cuant o ant es para regresar a t rabaj ar. Se veía que no
disfrut aba el event o. Al cabo de diez m inut os, j unt ó a t odo su equipo y les pidió re-
gresar. Com o un gest o especial de consideración le dij o a Beat riz que se quedara
m ás t iem po para que cont inuara disfrut ando. Beat riz se incorporó m ás t arde a la
reunión, pero I gnacio not ó que t enía una act it ud negat iva y una expresión am arga,
pues no habló una sola palabra. A las ocho, cuando t erm inó su reunión y t odos se
m archaron, I gnacio buscó a Beat riz en su oficina y le pregunt ó:
–Beat riz, ¿qué t e pasa? No has hablado una palabra, ¿hice algo que t e m olest ó?
Beat riz perm aneció m uda. Se veía que algo le m olest aba profundam ent e. Tenía la
expresión de quien est á cont eniendo un aluvión em ocional que no quiere dej ar salir.
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Beat riz no esperaba est a respuest a. I gnacio siem pre le había hecho sent ir ridícula
burlándose de su debilidad em ocional. Pero est a vez escuchaba a un I gnacio m ás
hum ilde y sensible. Em pezó a llorar... I gnacio la consoló durant e unos m inut os m ás y
part ió a la casa del m aest ro. Se sent ía com o un cangrej o. Avanzaba para at rás. Un
día ant es est aba orgulloso de su progreso, pero al día siguient e se sent ía un
fracasado debido a sus conduct as. Si bien la sem illa aún no había crecido, necesit aba
ver al m aest ro y cont arle lo m al que se sent ía; pero sobre t odo esperaba encont rar
las causas m ás ínt im as de su conduct a para no caer m ás en lo m ism o, pues si al
cabo de t ant a m edit ación cont inuaba equivocándose, no t enía ninguna cert eza de
que los errores no siguieran repit iéndose.
Est a vez ni siquiera se det uvo a cont em plar el j ardincit o con su variedad de
nuevas plant as. Le falt aba paz int erior, pero era com o un círculo vicioso: est aba
agit ado por su falt a de paz, y est o j ust am ent e le im pedía serenarse y ver las cosas
con m ás claridad. Cuando est uvo en el cuart o del m aest ro, sin apenas saludarlo le
describió el incident e del cum pleaños.
El m aest ro lo escuchó con el rost ro inm ut able. Luego im puso un et erno m inut o de
silencio. Sólo podían escucharse los sonidos de la respiración y los m ás m ínim os
deslizam ient os de las m anos sobre los pliegues de la vest im ent a. Ent onces com ent ó:
–I gnacio, cuando vuelas en un avión que est á ascendiendo, ¿no t e ha pasado que
a veces el avión pasa por un vacío de aire y desciende algunos m et ros para de
inm ediat o volver a subir?
–Sí, varias veces –respondió I gnacio.
–Lo m ism o t e ocurre a t i –cont inuó el m aest ro–. En t us vacíos de conciencia
desciendes y sient es que t e equivocas. Luego recobras el aire o la conciencia y
sigues ascendiendo poco a poco. Ten paciencia. Al parecer, en la oficina vives con
unos binoculares pegados a los oj os. Est ás t an concent rado m irando t us obj et ivos y
viendo la form a de acercart e a ellos que t odavía t e cuest a ver lo que ocurre a t u
alrededor. Usa los binoculares, son necesarios para t razar t u dirección, pero aléj a-
t elos de los oj os para disfrut ar y am ar a los seres que t rabaj an cont igo. Recuerda
que el servicio m ás im port ant e que puedes hacer em pieza por casa.
–Pero ¿cóm o puedo hacer para no olvidarm e, para est ar m ás conscient e de m irar
a m i alrededor? ¿Cóm o puedo hacer para dej ar de est ar t an cent rado en m í m ism o?
–I gnacio, t ant o t us oj os corno t us oídos han est ado cubiert os con una capa de
cera. Sólo t e veías y escuchabas a t i m ism o en t odas t us acciones. Ahora, a t ravés
de la m edit ación, el servicio desint eresado y el fuego de t u alm a que aflora em pe-
zarán a derret ir est a capa de cera y podrás escuchar m ás las necesidades de las
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personas que t e rodean. Pero debes t ener paciencia. A veces el cam ino m ás largo es
el m ej or porque es el m ás seguro. El fuego lent o de t us progresos irá derrit iendo la
cera, y t ú t ienes que est ar at ent o y pacient e.
I gnacio se había serenado. Era increíble cóm o, aquel hom bre t enía una respuest a
para t odo, pero lo m ás asom broso era cóm o t enía siem pre en la boca las palabras
m ás persuasivas.
–Cuént am e, ¿ya creció t u sem illa? –pregunt ó el m aest ro.
–No; aún no, pero no pude esperar, necesit aba hablar con ust ed.
–Paciencia, I gnacio, regresa cuando sepas cuál es la plant a que nace de t u sem illa
y cuál es su enseñanza.
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CAPÍ TULO 6
La sem illa era de girasol. No habían pasado m ás de dos m eses después de ser
sem brada y ya había salido una flor, m aravillosa que rot aba durant e el día
encont rando el sol. I gnacio pensó que la enseñanza debía est ar relacionaba con la
luz. Quizás era la im port ancia de orient ar las acciones hacía el bien, com o el girasol
orient a su flor hacía la luz.
Pero I gnacio no le prest ó m ucha im port ancia a la plant a. Últ im am ent e andaba
m uy preocupado porque, si bien su em presa est aba m ej or, necesit aba hacer una
reducción im port ant e de personal para m ant enerla com pet it iva. La reducción la t enía
planificada para cuat ro m eses después. Su dilem a era si com unicaba a t odas las
personas su decisión desde ese m om ent o o lo hacía una sem ana ant es de los
despidos. Com unicarle a las personas con ant icipación que iban a ser despedidas era
lo m ás hum ano, ya que podían em pezar a buscar algún ot ro t rabaj o. Sin em bargo,
est aba seguro de que el anuncio de la reducción de personal baj aría fuert em ent e la
calidad y la product ividad de la em presa. No sabía qué hacer. Pensaba consult arlo
con el m aest ro.
Ese día t enía una reunión im port ant e con Pedro, el gerent e de m árket ing. Él había
est ado t rabaj ando en una vent a m uy significat iva para una dependencia del Est ado.
Si la lograba, eso le daría t ranquilidad financiera a la organización. Pedro ent ró a la
oficina de I gnacio con m ucha seguridad, con una sonrisa dibuj ada en su rost ro.
– I gnacio, la cuent a del Est ado es nuest ra –dij o.
–Cuént am e, ¿cóm o est am os? ¿Cuándo será la com pra? ¿De qué cant idades est ás
hablando? –pregunt ó I gnacio lleno de ansiedad.
–Si concret am os la vent a, represent a un diez por cient o de t odo nuest ro
presupuest o de vent as del año. Y aunque no lo creas pagan al cont ado, apenas
firm em os el cont rat o y les ot orguem os la cart a de fianza.
–Bueno, ¿qué esperam os? –exclam ó I gnacio con desesperación–. ¿Qué falt a para
cerrar?
–Lo único que falt a es que le confirm em os al encargado de com pras que le dare-
m os la suya.
Al principio, I gnacio se sorprendió.
–Espera un m om ent o, ¿t e refieres a una coim a? –pregunt ó.
–Claro, com o lo has hecho ot ras veces con algunas ent idades del Est ado.
I gnacio quería decirle que ya no era la persona de ant es, que ahora había ot ras
cosas que im port aban, adem ás de conseguir logros y m et as. Por ej em plo, su
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t ranquilidad y su paz. Pagar una coim a lo int ranquilizaba y angust iaba. I nt uía que no
era lo correct o, pero a la vez t enía dudas porque realm ent e necesit aba de las vent as.
–Si alguna vez lo hice, no significa que t enga que hacerlo t oda la vida, ¿no t e
parece? –obj et ó I gnacio.
Pedro no creía lo que est aba oyendo.
–No t e m e vengas a hacer el sant urrón –le dij o, con un gest o de frust ración en la
cara–. Tú sabes que en el Est ado, para est e t ipo de com pras, t odos pagan una
com isión. Si no est ás dispuest o a pagarla, ent onces t u com pet encia lo hará y t e
ganará el negocio. No sabes lo que m e ha cost ado convencer al encargado de
com pras para que nos favorezca. Vengo t rabaj ando est a cuent a por m eses. ¿No t e
das cuent a de que est am os en una guerra y que t odo vale? Necesit am os aum ent ar
nuest ras ut ilidades. Con est a cuent a m ej orarem os nuest ros est ados financieros y los
bancos nos reducirán la presión. Sólo dim e que sí va la com isión y yo lo arreglo.
I gnacio quería ganar t iem po para consult arlo.
–Déj am e pensarlo, t e respondo m añana a prim era hora. Al final del día part ió a la
casa del m aest ro. Una vez que est uvo sent ado en su coj ín, sobre el suelo, le cont ó el
dilem a de la com isión y le pidió consej o.
–Un alpinist a siem pre t iene m uchos cam inos posibles para llegar a la cim a –
com ent ó el m aest ro–. Algunos m ás lent os, m enos em pinados, pero m ás seguros.
Ot ros m ucho m ás cort os, m ás em pinados y con m ucho hielo suelt o. Lo m ism o ocurre
en el m undo de los negocios. Tal com o m uest ra t u dilem a, t ienes varias rut as para
alcanzar la cim a de t us m et as. Algunas m ás rápidas, com o pagar com isiones
deshonest as a t erceros, y ot ras relat ivam ent e m ás lent as, pero m ás seguras a largo
plazo, com o basar t us conduct as de negocios en la ét ica y los valores. Quizás el
alpinist a no se caerá en est a oport unidad si t om a la rut a m ás cort a y t iene suert e.
Pero est oy seguro de que a largo plazo, si cort ar cam inos se conviert e en un hábit o
para él, resbalará en la nieve suelt a y arriesgará su vida. Cuando act uam os en
cont ra de nuest ros valores, el cam ino t am bién es resbaloso y nos podem os caer en
cualquier m om ent o. Ahora, la elección del cam ino que t om a el alpinist a hacía la cim a
depende de cuál sea su obj et ivo al escalar la m ont aña. Si lo que quiere es llegar lo
m ás rápido posible a la cim a, sin im port arle cóm o, quizás t om ará la rut a cort a y
arriesgada. Si su obj et ivo, en cam bio, es disfrut ar cada uno de sus pasos en el
ascenso hacía la cim a, con paz, felicidad y t ranquilidad, est oy seguro de que t om ará
el cam ino m ás sólido.
El m aest ro dej ó de hablar por unos segundos, se acom odó m uy erguido en el
coj ín, y cont inuó:
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
–I gnacio, volvem os a la m ism a pregunt a que ya hem os discut ido ant eriorm ent e.
¿Cuál es t u obj et ivo al escalar la cim a de t u vida? ¿Llegar m ás rápido? ¿Subir m ás
alt o que nadie? ¿O vivir en paz y disfrut ar el cam ino?
En aquel m om ent o, I gnacio t enía una sola respuest a.
–Ya lo hem os conversado. Unos m eses at rás le hubiera dicho que el fin j ust ifica los
m edios y no hubiera dudado ant e la posibilidad de realizar la vent a a part ir de la
coim a. Pero ahora, cada vez m e convenzo m ás de que m i m et a es vivir en paz y con
t ranquilidad. Pagar la coim a m e hace sent ir deshonest o, sucio, y eso m e incom oda.
Lo increíble es que no m e reconozco. Ant es ni siquiera lo hubiese reflexionado. Para
m í los negocios eran negocios y t odo valía con t al de ganar. En ot ras palabras, ant es
t enía un diablit o m ent al que m e aconsej aba en t odas m is decisiones de negocios.
Ahora t am bién hay un angelit o que le habla a m i ot ro oído y la verdad es que no m e
result a fácil.
El m aest ro, una vez m ás, sabía exact am ent e a qué se refería I gnacio.
–Lo que ocurre, I gnacio, es que m edit ar, hacer servicio, cont rolar t u ego, ha hecho
que aflore t u propio ángel int erno: t u alm a. Ha hecho que se desarrolle t u int uición y
espirit ualidad y que t engas m ás present e la divinidad en t odas t us decisiones. El
problem a con los dilem as ét icos es que hay m uchas conduct as que son acept adas
com o válidas por la sociedad, pero que violan principios ét icos. Un caso t ípico es el
dilem a que m e t raes: pagar o no pagar coim as y com isiones. Muchas personas
j ust ifican el pagar com isiones argum ent ando que t odos lo hacen, que es norm al, que
es la form a t radicional de hacer negocios. En ot ras palabras: " Si t odos lo hacen, ¿por
qué yo no?" . Ot ra conduct a acept ada qué va en cont ra de los valores es, por
ej em plo, com prar art ículos robados, sobre t odo repuest os de aut om óviles, o com prar
libros pirat a. Las personas que adquieren est os art ículos ni siquiera piensan que
est án fom ent ando la deshonest idad. Es m ás, j ust ifican su conduct a diciendo: " Los
ot ros libros son m uy caros" o " ¿Para qué vam os a pagarle al aut or si ya t iene
dem asiada plat a?" . Las conduct as acept adas por la sociedad em pañan los lent es
m ent ales de las personas y no se dan cuent a de que act úan en cont ra de sus va-
lores. Est oy seguro de que a sus hij os sí les exigen honest idad y que no digan
m ent iras, y los educan para que no roben, pero no se dan cuent a de que al com prar
algo robado o pirat a, j ust am ent e est án robando los derechos de ot ras personas.
I gnacio no salía de su asom bro. Prim ero, el m aest ro había reflexionado sobre el
m undo de los negocios con t ant a lucidez com o lo hacía con cuest iones espirit uales y
psicológicas, y ahora se int roducía en el t erreno de la ét ica con una percepción
clarísim a de las cosas. El m aest ro cont inuó:
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
–Cuent an que un em perador ordenó que aquellas personas que com praban o
acept aban m ercadería robada fueran condenadas a m uert e, pero no dio ninguna
condena para los ladrones. Todo su pueblo lo crit icó por act uar de form a irracional.
Ent onces el em perador llevó a t odas las aut oridades de su pueblo al coliseo. Puso
unos rat ones en el m edio de la arena y les arroj ó t rozos de queso. Las personas
est aban int rigadas con el em perador, pensaban que se había vuelt o loco. Al ver el
queso, los rat ones lo cogieron y cada uno huyó a su hueco. Al día siguient e volvió a
j unt ar a t odas las aut oridades en el coliseo, volvió a poner rat ones en el m edio de la
arena, pero est a vez bloqueó la ent rada a los huecos de los rat ones. Los rat ones
cogieron el queso, pero com o no podían ent rar a sus huecos a consum irlo, dej aron el
queso en su lugar y escaparon. El rey dem ost ró que si no exist en los consum idores
de los bienes robados, t am poco habrá ladrones.
El m aest ro se am asó suavem ent e la barba, t om ó alient o y cont inuó explicando:
–I gnacio, si nadie com prara libros pirat a, no habría personas reproduciéndolos. Si
nadie com prara art ículos robados, dism inuirían los robos. Si nadie diera coim as, las
personas no las pedirían. Som os nosot ros m ism os quienes hem os fom ent ado
ant ivalores que ahora son acept ados por t odos. Nosot ros m ism os hem os em pañado
nuest ros lent es m ent ales. No nos dam os cuent a de que a la larga cada coim a que
dam os o cada act o deshonest o en que incurrim os, afect a a t oda la sociedad y nos
afect a a nosot ros m ism os. Mañana puedes ser t ú la víct im a de una coim a o de un
robo. El m edit ar y hacer servicio ha hecho que t us lent es m ent ales est én m ás lim pios
y que t engas la posibilidad de cuest ionar la int ensidad ét ica de las sit uaciones.
I gnacio sabía que el m aest ro t enía razón en t érm inos t eóricos, pero no ent endía
cóm o podía él m ism o, un em presario sum ergido en la lucha de la com pet encia y de
la sobrevivencia, abst raerse del m undo real según principios ét icos. Si t odo el m undo
coim eaba, él no sobreviviría negándose a hacerlo. Le rest aría m uchas posibilidades.
–Es difícil, m aest ro, dej ar de pagar coim as –sost uvo I gnacio–. La em presa t iene
t ant o que perder si no lo hago...
–Más bien es al revés: t u em presa t iene t ant o que perder si lo haces... –respondió
el m aest ro.
–¿A qué se refiere?–. Para I gnacio seguían est ando dem asiado claros los
beneficios que obt endría y lo m ucho que perdería de persist ir en sus escrúpulos.
–Un t rozo de oro a una gran dist ancia se ve com o una pequeña pepit a. Una pepit a
de oro vist a a un cent ím et ro de nuest ro oj o se ve com o un gran t rozo de oro. Tú
est ás viendo a cort a dist ancia t odo lo que puedes ganar pagando la coim a, pero en
realidad sólo ves la pepit a de oro. Est ás t an desesperado por ganar esa pepit a que
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
no ves a lo lej os el gran t rozo de oro que obt ienes al no pagar com isiones. Aprende a
analizar las consecuencias de t us act os y a ver la figura com plet a. Tom a conciencia
de t odo lo que puedes perder por dar esa com isión y valora t odo lo que puedes
ganar com o persona y em presa al act uar basándot e en t us principios.
–Si no pago la com isión, lo único que puedo ganar es una m ayor t ranquilidad
m oral. ¿Qué m ás puedo ganar?
El m aest ro lo m iró m oviendo la cabeza con ese gest o t ípico de pesadum bre de
quien ve las cosas con una claridad superior, ant e alguien que se obst ina en
equivocarse.
–Muy sencillo, I gnacio. Prim ero piensa en las consecuencias negat ivas. ¿Te has
puest o a pensar que pueden descubrir que t u em presa ha pagado coim as y, en el
m ej or de los casos, aparecer una denuncia en los m edios de com unicación? Podrían
creart e una m ala im agen en la com unidad. En el peor de los casos, t e pueden
encarcelar por com et er un delit o. Cuando t u em presa paga coim as, envías un
m ensaj e a t oda t u organización: " Aquí se valora la deshonest idad, sacar la vuelt a al
sist em a, engañar y acept ar sobornos" . ¿Acaso quieres que t u propia gent e acept e
coim as y t e haga com prar art ículos de m ala calidad a proveedores corrupt os?
I gnacio, recuerda que t us act os son los que definen los valores de t u organización, y
no t us palabras. Podrás hablar m ucho sobre el valor de la honest idad, pero si no la
dem uest ras con t us act os, j am ás calará en t u em presa. ¿Cuánt o puede perder t u
em presa por robos, sobornos y engaños? Por ot ro lado, m ira t odo lo que puedes ga-
nar no pagando esa coim a. Adem ás de est ar m ás en paz y cont ent o cont igo m ism o,
est arás enviando un ej em plo de congruencia a t oda t u organización. Aum ent arás la
confianza de las personas en t i com o líder, educarás a t u personal para respet ar los
valores que t ú verdaderam ent e quieres en t u em presa, pero sobre t odo est arás
alineando t u organización con la luz, est arás act uando con los valores del alm a y, por
la ley del karm a, obt endrás m ej ores result ados. Lograrás el t rozo de oro, no la
pepit a. Ahora dim e, I gnacio, ¿no crees que t ienes m ucho que perder pagando la
coim a?
I gnacio había dej ado de est ar obst inado. En realidad, m uy en el fondo de su alm a,
desde el com ienzo de aquel diálogo no había querido ot ra cosa que llegar al fondo
del asunt o.
–Nunca m e había puest o a pensar en las consecuencias de esa form a.
–A los caballos, cuando com pit en, les ponen unas ant eoj eras para quit arles la
visión lat eral. El j inet e quiere que el caballo m ire únicam ent e hacía adelant e, hacía la
m et a, y que no se dist raiga m irando a su alrededor. Lo m ism o le ocurre a los
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
ej ecut ivos: t ienen sus ant eoj eras puest as para sólo m irar sus m et as y obt ener
result ados. Al t om ar sus decisiones, dej an de lado aspect os hum anos y valores
porque sus ant eoj eras m ent ales no les perm it en ver la figura com plet a. I gnacio,
sácat e las ant eoj eras y verás la verdadera realidad. Verás que no hay sólo un cam ino
para llegar a la m et a.
I gnacio est aba sorprendido por el profundo pensam ient o ét ico del m aest ro. Todos
est os t em as eran m uy nuevos para él. La ét ica y los negocios siem pre habían sido
dos aspect os de su vida que había m ant enido t ot alm ent e separados. I gnacio t om aba
conciencia de haber vivido un doble est ándar de conduct a. La ét ica era para el
hogar, los am igos y la fam ilia. En cam bio en los negocios t odo valía, y los valores se
usaban sólo para colgarlos en un lindo cuadrit o en las oficinas de los gerent es. Una
sensación de incert idum bre y angust ia le vino repent inam ent e. Pensó: " ¿Cuánt as
veces habré m et ido la pat a por t ener m is ant eoj eras m ent ales puest as y no act uar
basándom e en principios?" .
I gnacio recordó que quería pedir consej o al m aest ro sobre su ot ro dilem a en la
em presa: inform ar o no a los em pleados, con ant icipación, sobre la reducción de
personal. I gnacio le cont ó los det alles al m aest ro. Él lo escuchó at ent am ent e, pero
en vez de responder le hizo ot ra pregunt a:
–Cuént am e, I gnacio, ¿ya sabes de qué plant a es la sem illa que t e di?
–Es un girasol. He pensado que debe est ar relacionada con orient ar t us acciones o
t u vida hacía la luz, hacía Dios.
–Correct o, pero ant es de t us acciones vienen t us decisiones. El girasol nos
recuerda que no int eresa a qué circunst ancias o problem as nos enfrent em os en la
vida, o en qué m om ent o del día nos encont rem os, siem pre debem os orient ar
nuest ras decisiones hacía la luz, hacía Dios. Debem os buscar siem pre que la luz
ilum ine nuest ro cam ino. En t odo dilem a m oral necesariam ent e se enfrent aran
diversos valores; t endrás que decidir por aquel cam ino que se acerca m ás a la esen-
cia de t u espírit u.
–Pero ¿cóm o saber qué cam inos se acercan m ás a m i espírit u?
El m aest ro se puso de pie m uy lent am ent e, sin dej ar de hablar. De pront o, ya que
casi siem pre lo veía sent ado, a I gnacio le pareció que era m ás grande de lo previst o,
aunque enseguida reparó en que su est at ura era la de un hom bre prom edio. Pero su
im agen, vist a desde el coj ín, envuelt a en sus palabras, lo hacía parecer inm enso.
–No es fácil, pero puedes t om ar en cuent a algunos crit erios. Por ej em plo,
ident ificar en un dilem a cuál de las dos alt ernat ivas beneficia o ayuda al m ayor
núm ero de personas o por lo m enos m inim iza su sufrim ient o. Recuerda que t odos
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
venim os de la m ism a fuent e y t odos en realidad som os uno. Buscar la felicidad del
m ayor núm ero de personas est á alineado con la espirit ualidad. Ot ra form a de
enfrent ar el dilem a es recordando las cualidades innat as del espírit u: paz, am or, ale-
gría, com pasión, ent rega y bondad. Evalúa cuál cam ino para solucionar el dilem a
est á m ás orient ado hacía est as cualidades. Es frecuent e encont rar enfrent ados
valores inst rum ent ales, com o eficiencia y rent abilidad, con los valores del espírit u.
En est os casos no pierdas de vist a que el verdadero obj et ivo en la vida es desarrollar
t u espírit u y que los negocios no son el fin sino el m edio. Finalm ent e, puedes usar la
regla de oro: " No le hagas a ot ros lo que no quisieras que t e hicieran a t i" . Est a ley
nuevam ent e nos lleva al concept o espirit ual de que t odos som os uno. Por ej em plo,
en el dilem a que m e has plant eado, ¿cuáles son los valores en j uego?
–En el caso de los despidos –cont est ó I gnacio–, quizás se enfrent en los valores de
la rent abilidad y la eficiencia em presarial, para no com unicar ant icipadam ent e la
reducción de personal, con los valores de com pasión, am or, respet o y lealt ad hacía
los em pleados.
–¿Cuál cam ino, I gnacio, crees que beneficiaría a m ás personas o m inim izaría el
sufrim ient o de un m ayor núm ero de personas? Y si est uvieras en el lugar de los
afect ados, ¿cóm o t e gust aría que t e t rat aran? ¿Qué cam ino crees que est á m ás ali-
neado con las cualidades innat as del alm a? ¿Qué cam ino represent a el m ovim ient o
del girasol hacía la luz?
–Es evident e, m aest ro, pero nuevam ent e t engo que sacrificar la product ividad de
la em presa para act uar de form a ét ica.
El m aest ro volvió a sent arse sobre el coj ín con las piernas cruzadas.
–I m agínat e que est ás viaj ando en una carret era y pasas sobre una piedra que
golpea y avería el t anque de aceit e de t u aut o. Si no haces caso y cont inúas viaj ando
a t oda velocidad, est oy seguro de que avanzarás algunos kilóm et ros; pero luego
fundirás el m ot or. Si t e det ienes y arreglas la fuga de aceit e, el aut o t e responderá y
t e llevará lej os. La confianza en la em presa es com o el aceit e para el m ot or de un
aut o. Si no hay confianza sólo hay fricciones, conflict os y desgast e. Todo es m ás
lent o, m ás cost oso y finalm ent e la organización t erm ina paralizándose. Si com unicas
a las personas con sólo una sem ana de ant icipación que piensas despedirlas, en
realidad est ás com unicando ot ro m ensaj e m ás im port ant e: est ás diciendo a t odos los
que se quedan que no pueden confiar en t i. Que m añana les puede ocurrir lo m ism o
y que en cualquier m om ent o pueden ser expect orados de t u organización. Les est ás
enseñando, con t us act os, que los valores en los que crees son la m ent ira, la m a-
nipulación, la falt a de respet o, la deslealt ad y el egoísm o. Nuevam ent e est ás
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concent rado en la pepit a de oro, preocupado por los cost os que ocasiona baj ar la
product ividad por un periodo de cuat ro m eses, pero no t e das cuent a del enorm e
cost o que puede represent ar para t u em presa la falt a de confianza. Mira t odo lo que
puedes perder. I m agínat e que ent ras a una sala de reuniones que t iene un gran
vidrio que la separa de ot ro am bient e. Si el vidrio fuese un espej o, t ú no sabrías si
alguien est á al ot ro lado observándot e. Si el vidrio fuera oscuro, lograrías, con un
poco de dificult ad, dist inguir lo que ocurre en la ot ra habit ación. Por lo m enos
podrías saber que algo est á ocurriendo. Por últ im o, si el vidrio fuera t ransparent e,
podrías ver t odo lo que pasa en la ot ra habit ación. La pregunt a es: ¿cuál t e da m ás
confianza?
–Por supuest o que la habit ación con el vidrio t ransparent e –respondió I gnacio.
–I gnacio, un líder t iene que ser com o un vidrio t ransparent e y no esconder nada a
su personal. Si t ienes algún problem a o dificult ad, si t ienes que t om ar decisiones con
consecuencias graves, debes com part irlas con ellos. Cuidar la confianza en t u
organización es t u m ayor act ivo. En conclusión, cuando t e enfrent es a una decisión
de negocios que t e present e un dilem a m oral, prim ero ent iende bien el problem a y
define cuáles son los valores enfrent ados. Luego analiza las consecuencias posit ivas
y negat ivas de t om ar cada decisión. No t e quedes en el cort o plazo; piensa en los
result ados a largo plazo. No t e lim it es a analizar solam ent e los result ados
económ icos; piensa t am bién en el m ensaj e verdadero que est arás com unicando con
t us act os. Luego define cuál de las dos alt ernat ivas del dilem a m axim iza la felicidad o
m inim iza el sufrim ient o de un m ayor núm ero de personas. Analiza qué alt ernat iva
est á m ás alineada con las cualidades del alm a, del am or y la com pasión. Pregúnt at e:
si est uvieras en el lugar del prot agonist a del problem a, ¿cóm o t e gust aría que t e
t rat aran? Finalm ent e, pregúnt ale a t u espírit u y a t u int uición con cuál alt ernat iva po-
drás dorm ir m ej or de noche o vert e al espej o t odos los días.
I gnacio sent ía que debía aprovechar al m áxim o los enfoques del m aest ro, por eso
no se conform aba con darle respuest as fáciles y prefería agot ar sus argum ent os para
profundizar en el problem a. Sabía que sólo una com prensión cabal podría llevarlo a
evit ar errores post eriores.
–¿Pero qué ocurre si aún con t odo est e análisis no m e decido por una de las
alt ernat ivas? –com enzó a pregunt ar.
El m aest ro le cort ó la palabra, com o si ya t uviera la respuest a en la punt a de la
lengua.
–Ent onces aprende a salirt e del dilem a y encuent ra con creat ividad ot ras
alt ernat ivas. Conviért elo en un t rilem a o un cuat rilem a. Por ej em plo, en el caso del
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naranj a, un colador y un vaso. Vert ió el j ugo de la j arra al vaso filt rando el cont enido
con el colador. Cogió el colador y le dij o a I gnacio:
–Observa t odas las im purezas del j ugo que quedaron en el colador. Ahora puedo
disfrut ar m ej or el j ugo.
El m aest ro dej ó el vaso en la m esa y cont inuó:
–I gnacio, usa los valores de t ú espírit u com o est e colador para las diferent es
decisiones que debas t om ar en t u vida. No dej es pasar ninguna decisión que no est é
alineada con ellos. Disfrut a la paz y la t ranquilidad, y cosecha los frut os producidos
por vivir ét icam ent e.
El m aest ro sacó su cofre de sem illas, le ent regó a I gnacio una, siem pre envuelt a
en papel periódico, y concluyó:
–Est a sem illa t ardará en prender y desarrollarse. Eso t e dará un buen t iem po para
que pract iques t odo lo aprendido. Medit a t odos los días y aplica t odo lo que t e he
enseñado.
Cuando sepas cuál es la plant a, regresa para discut ir sobre su m ensaj e.
Mient ras I gnacio m anej aba hacía su casa, reflexionaba sobre sus conversaciones
con el m aest ro. No se reconocía a sí m ism o. Est aba t an sorprendido de est ar
reflexionando sobre ét ica y valores en el t rabaj o... Era él, pero se sent ía com o si t o-
do le est uviese pasando a ot ra persona. Todavía exist ía dent ro de sí un lado racional
que lo llevaba a dudar de t odos est os asunt os. Se decía: " ¿No m e est aré
sugest ionando con est o? ¿No est aré perdiendo m i t iem po en t odas est as t ont eras?" .
Pero el ot ro lado de su conciencia –su int uición y su espírit u, que ya habían ganado
bast ant e t erreno– le decía que ese era el cam ino y que debía cont inuar.
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CAPÍ TULO 7
Había t rat ado de incorporar el secret o de la sem illa del girasol en su vida. Cuando
evaluaba la t om a de una decisión en los negocios, ya no sólo consideraba aspect os
económ icos o de result ados; t am bién evaluaba si la decisión est aba alineada con la
luz. Reflexionaba ét icam ent e y se cuidaba de filt rar acciones que no encaj aran con
sus valores m ás profundos. I gnacio sent ía que la vida siem pre le ponía por delant e
varias alt ernat ivas de decisión que lo podían llevar a diferent es cam inos. Ent re las
m últ iples opciones él debía decidir, y abrir la puert a de aquella que coincidiera con la
llave de sus valores. Sólo t enía que darse el t iem po necesario para probar la llave en
las diferent es puert as, reflexionar ét icam ent e y luego decidir.
Por ot ro lado, I gnacio había seguido dando conferencias. Su t em a, la espirit ualidad
en los negocios, era t an novedoso que gust aba m ucho a los ej ecut ivos de em presas.
I gnacio no cobraba; era su servicio, su darm a. Al dict arlas se sent ía m uy feliz y
realizado. Al final de sus conferencias varios ej ecut ivos le pedían que los orient ara
para ent rar en el cam ino espirit ual. Tenía claro ahora que su m isión en la vida era
llevar espirit ualidad al m undo de la em presa.
I gnacio se había percat ado de que t odos sus libros m odernos de liderazgo y
m anagem ent est aban alineados con las enseñanzas m ilenarias de su m aest ro. Tem as
com o equipos aut odirígidos, em powerm ent , com unicación int erpersonal y cam bio
est aban relacionados con el enfoque espirit ual. Por ej em plo, para t rabaj ar en equipo
se requería dej ar de pensar en int ereses egoíst as y apoyar las m et as acordadas en
consenso. Se requería dej ar de buscar culpables y m ás bien ayudar a las personas a
realizar un m ej or t rabaj o. Eso, sim plem ent e, era asum ir una act it ud de servicio y
evit ar que el ego t om ara las riendas. La act it ud de servicio nacía nat uralm ent e
cuando m edit aba y reducía gradualm ent e el ego. En el caso del em powerm ent , t an
de m oda en el m edio em presarial, para ent regar poder en prim er lugar la persona
debía est ar dispuest a a cederlo. Tenía que dej ar de pensar sólo en ella y ver los
beneficios para la em presa y para la persona que lo recibía. Para hacer
em powerm ent , la persona debía confiar, ent renar, ayudar y sobre t odo no ser adict a
al poder. Nuevam ent e, para I gnacio t odo se concent raba en la act it ud de servicio y
am or hacía los dem ás. Si realm ent e quería que las personas crecieran y se
desarrollaran, no t endría problem as haciendo em powerm ent .
A pesar de m edit ar a diario, I gnacio últ im am ent e vivía m uy est resado en la
oficina. Tenía claro cuál era su m isión en la vida y quería dedicarle t iem po. Sin
em bargo, la crisis, los problem as y las oport unidades en los negocios t am bién le in-
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sum ían una gran cant idad de t iem po. Quería hacer t ant o, pero el día no le alcanzaba
y se sent ía t ot alm ent e t enso y en descont rol. I gnacio quería hacer de t odo: gerenciar
su em presa, dict ar y diseñar conferencias, part icipar en congresos y ent revist as,
escribir art ículos, pasar t iem po con su esposa y sus hij os, t ener reuniones de
negocios, part icipar en direct orios, y sim plem ent e no podía con t odo. Se pasaba los
sábados y dom ingos t rabaj ando, y quien m ás sufría era su fam ilia.
Había t ranscurrido la larga espera de seis m eses desde que I gnacio sem brara la
últ im a sem illa. Todas las m añanas visit aba el sit io, pero no se veía nada. Suponía
que part e de la enseñanza de las sem illas era aprender a t ener paciencia, pero le
cost aba m ucho. De pront o, esa m añana ya se podía not ar un pequeño brot e. Su
j ardinero le inform ó que se t rat aba de una pequeña plant a de pino.
Com o ent onces vería al m aest ro, se propuso est ar m uy conscient e de cada
act ividad que realizara durant e el día de t rabaj o para ident ificar dónde est aba su
problem a y consult arlo luego con el m aest ro.
Llegó a su oficina. Tenía planificada una reunión de una hora con el gerent e de
finanzas, para revisar el fluj o de caj a.
–¿Cóm o andam os? ¿Todo va bien? –pregunt ó I gnacio m ient ras el gerent e t om aba
asient o delant e de su am plio escrit orio. Era una de esas m esas ult ram odernas. Eso y
su cóm oda silla girat oria parecían est ablecer una barrera de superioridad ent re el
j efe y su int erlocut or. Desde ahí daba la im presión de que el j efe era capaz de
cont rolarlo t odo, com o desde la cabina de una nave.
El gerent e lo m iró con rost ro serio, pero ent usiast a.
– Todó va según lo previst o, pero el asunt o es bast an...
–Un m om ent o, disculpa –le int errum pió I gnacio. Había sonado el t eléfono.
Em pezaron luego de un par de m inut os a revisar el fluj o de caj a. La silla de
I gnacio giraba sin cesar, hacía el lado derecho para revisar dat os en la pant alla de su
com put adora y luego hacía el izquierdo para responder las llam adas que no cesaban.
El t iem po, para I gnacio, se iba volando; sin em bargo, para el gerent e avanzaba a
paso de horm iga. Y en efect o, I gnacio era una especie de horm iga laboriosa que no
cesaba de at ender m il cuest iones sim ult áneas, m ient ras que el gerent e esperaba
después de cada int errupción, sin que pudieran ponerle punt o final al t em a del fluj o
de caj a.
Quince m inut os ant es de t erm inar, ent ró el gerent e de m árket ing.
–Aquí est án los t ext os de avisos de prensa. Échales un vist azo –le dij o a I gnacio
en t ono perent orio.
En efect o, I gnacio le había pedido revisarlos, y consum ió un largo t iem po
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
chequeando línea por línea y haciendo sugerencias. Al final recordó que t enía una
cit a pendient e con un client e. Sin haber t erm inado de revisar los avisos de prensa, le
pidió al gerent e de finanzas que planificara para el día siguient e ot ra reunión que les
perm it iera t erm inar con el asunt o del fluj o de caj a.
Cuando llegó a la oficina del client e, era m edia hora m ás t arde de lo pact ado. Ya
había ent rado a ot ra reunión, pero le acept aba un alm uerzo. I gnacio j ust o había
quedado en alm orzar con su fam ilia y t uvo que llam ar para cancelar el encuent ro.
Esperó una hora sin hacer nada. Luego se reunió con el client e a alm orzar.
Cuando llegó a su oficina después del alm uerzo, decidió invert ir su t iem po
ayudando al diseñador gráfico a elaborar el art e de un aviso de prensa. A I gnacio le
encant aba el m árket ing, crear avisos... gozaba usando los program as de diseño por
com put adora. Pero su especialidad era generar t it ulares creat ivos para las
cam pañas. Est uvo t res horas en est o, cuando su gerent e de logíst ica lo buscó y lo
int errum pió.
–I gnacio, un proveedor int ernacional llam ó para confirm ar si en una sem ana se
hará el lanzam ient o de su product o.
El gerent e de producción no sabía nada del asunt o. I gnacio salt ó de angust ia.
–¡Es ciert o, caram ba, m e había olvidado por com plet o de planificarlo! Es increíble
que algo de t ant a im port ancia... –pero volvió a sonar el t eléfono e I gnacio echó
m anos a la obra, es decir al auricular, m ient ras el diseñador y el gerent e de logíst ica
se m iraban en silencio.
El rest o de la t arde lo em plearon en desarrollar un m ediocre plan de em ergencia
para salir del paso. Pero I gnacio se había com prom et ido a dar una conferencia en
una em presa y t enía que salir para llegar a t iem po. No habían acabado el plan de
em ergencia. Puso los avances en su m alet ín para t rabaj arlo en su casa durant e la
noche y salió volando. Dict ó la conferencia con éxit o.
Alrededor de las ocho se dirigió a la casa del m aest ro. Mient ras m anej aba pensaba
que no t enía su vida baj o cont rol. Se sent ía com o una m arionet a t ot alm ent e
m anipulada por las circunst ancias. Era evident e que había pasado t odo el día com o si
est uviera sobre una t ela de araña. Mient ras m ás se agit aba m ás se enredaba, sin
conseguir llegar al t érm ino de casi nada. Sabía que la m edit ación lo ayudaba, lo
t ranquilizaba, pero cuando llegaba a la oficina era un carrusel que no paraba y que le
era im posible dom inar.
I gnacio est aba feliz de ver al m aest ro. Realm ent e lo ext rañaba. Los seis m eses le
habían parecido int erm inables. Le cont ó sus frust raciones con el m anej o del t iem po y
le det alló lo que había hecho durant e el día.
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
–Maest ro, la verdad es que m e sient o poco ínt egro. Com unico en m is charlas que
uno debe m edit ar para vivir en paz y t ranquilidad, pero yo vivo est resado porque el
t iem po no m e alcanza. No he dej ado de m edit ar. Sient o que la m edit ación m e ha
hecho una m ej or persona, pero en la oficina no logro est ar en paz.
–I gnacio, acom páñam e al j ardín –fue t oda la respuest a del m aest ro, quien se
levant ó con calm a y le hizo un am plio gest o con su m ano izquierda.
Am bos salieron hacía el j ardín de la casa. El m aest ro le ent regó un recipient e
cuadrado, de plást ico.
–Llena est e recipient e con agua y riega esa palm era –le dij o el m aest ro señalando
una pequeña palm era que se encont raba j unt o a la puert a de la casa.
I gnacio no ent endía por qué el m aest ro le hacía regar plant as cuando él
necesit aba respuest as para sus pregunt as. Pero ya lo conocía; a él le gust aba
enseñar usando analogías. I gnacio había aprendido a aprender con est a m et odología.
Le gust aba m ucho porque así los concept os quedaban grabados en su m ent e.
I gnacio cogió el recipient e, lo llenó de agua y se dirigió a la palm era. Pero com o el
recipient e est aba raj ado, el agua se fue filt rando y llegó m uy poco líquido a la plant a.
I gnacio ya im aginaba que aquello no era una sim ple raj adura en el balde. " No en
balde m e ha t raído al j ardín" , pensó y rió en silencio por el j uego de palabras. Poco a
poco se había percat ado de que con el m aest ro las palabras y las cosas se dis-
paraban hacía el reino de la alegoría, es decir, cada palabra y cada cosa pert enecían
a un regist ro sim bólico del cual podía ext raerse alguna enseñanza. No obst ant e,
decidió seguir los pasos del cam ino por donde lo est aba llevando su m aest ro.
–Maest ro, el recipient e est á raj ado. ¿No t iene ot ro para regar la plant a? –dij o
I gnacio.
El m aest ro sabía que su discípulo ya había aprendido a esperar sus enseñanzas.
–I gnacio, lo m ism o ocurre a los seres hum anos. Todos t ienen un recipient e de
agua que es su t iem po de vida en est e plano. Los hum anos deciden cóm o usarlo.
Algunos lo gast an sim plem ent e t irando el agua del t iem po en el desiert o; es decir,
dedican su vida a act ividades poco im port ant es que no les brindan felicidad ni paz.
Ot ros, com o t ú, sí orient an su vida hacía act ividades im port ant es, alineadas con lo
que realm ent e quieren para su exist encia. Es decir, en vez de t irar el agua en el
desiert o, la usan para regar la palm era. El problem a que t iene la m ayoría es que su
recipient e est á t an raj ado de pérdidas de t iem po que les queda poco para dedicarlo a
las act ividades im port ant es. Es decir, lo que t e ocurrió a t i al t rat ar de regar la
palm era.
I gnacio siem pre se sent ía superado por algo que no llegaba a com prender
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t ot alm ent e.
–Disculpe, m aest ro, pero yo no pierdo m i t iem po. Trabaj o doce horas diarias. Mi
problem a es que t engo dem asiado t rabaj o.
–Con el recipient e raj ado, puedes t rabaj ar doce horas y aún así no t erm inarás de
regar la plant a. No es un problem a de horas de t rabaj o sino de cóm o las em pleas. El
problem a cont igo es que t us pérdidas de t iem po vienen disfrazadas de una supuest a
im port ancia, por su urgencia. Tú t e dist e cuent a claram ent e de que el recipient e
est aba raj ado; veías salir el agua y t om ast e conciencia del problem a. Con las
" pérdidas de t iem po" en la realidad es m uy difícil darse cuent a. Creem os que el agua
del t iem po est á cayendo en act ividades im port ant es, pero en realidad no es así.
–Pero dígam e, ¿en qué he perdido m i t iem po? Todo lo que he hecho es
im port ant e.
–Prim ero definam os qué es lo im port ant e para t i. . ¿Cuál es t u darm a o m isión en
est a vida, lo que realm ent e quieres lograr al final de vivir en est e plano?
I gnacio ot ra vez se sent ía confuso.
–Bueno, ya lo hem os conversado ant es –respondió–. Creo que est á relacionado
con ayudar a espirit ualizar el m undo de los negocios. Ayudar a los ej ecut ivos a darse
cuent a de la im port ancia de vivir con paz y felicidad, al m argen de las circunst ancias.
Hacerles ver la felicidad que dan el servicio y la ent rega desint eresada.
El m aest ro hizo una pausa lent a, com o dej ando espacio para que I gnacio
reflexionara sobre sus propias palabras.
–Si realm ent e quieres enseñar la im port ancia de vivir en paz, ¿lo est ás haciendo?
¿Qué ej em plo est ás dando a los ej ecut ivos de t u em presa, que t e ven correr
desesperado ent re cit a y cit a, viviendo en est rés y angust ia? ¿Realm ent e les est ás
enseñando paz y felicidad al m argen de las circunst ancias?
I gnacio observaba al m aest ro con una m irada dócil. Se sent ía m uy pequeño e
ignorant e. El m aest ro, una vez m ás, le había hecho t om ar conciencia de que no era
conscient e, de que aún t enía m ucho que aprender.
–Realm ent e, de est a form a no est oy cum pliendo m i darm a –respondió I gnacio
cabizbaj o.
–I gnacio, est á claro que para t i t u em presa es un m edio y ya no un fin en sí
m ism o. Tu em presa t e ofrece un ent orno int eresant e con ret os que t e perm it en
crecer. Just am ent e es difícil m ant enerse en paz y felicidad en un ent orno así. Pero el
fin de t odo es desarrollart e com o persona para que puedas ser un ej em plo para los
ot ros y servir. Dedícale t iem po a lo im port ant e, I gnacio. Trat a de delegar en ot ros la
m ayor cant idad de act ividades rut inarias, en las cuales t ú no aport es un valor. Dales
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
confianza y prepara a las personas que t rabaj an cont igo para que decidan por su
cuent a. No act úes llevado por t u ego com o el salvador del m undo. No t rat es de
engañart e pensando que si t ú no haces las cosas, t odo sale m al. Cuida las
int errupciones. Uno de t us grandes problem as es que t odos t e int errum pen. Nuest ro
ego t iende a deleit arse con la idea de que som os los m ás im port ant es, los m ás con-
sult ados, los que t enem os t odas las respuest as y soluciones. En el fondo, a nuest ro
ego le encant a que lo int errum pan, pero a la vez le quit am os t iem po valioso a
nuest ro espírit u para cum plir su darm a.
A I gnacio le cost aba t rabaj o im aginar que las cosas funcionaran sin su
om nipresencia.
–Pero m aest ro, m i gent e m e necesit a; si no los ayudo a t om ar decisiones, se
paraliza la em presa.
El m aest ro hizo un gest o que aludía a la palm era que perm anecía j unt o a ellos, sin
haber sido regada a causa del balde raj ado.
–Yo creo que t ú los necesit as m ás de lo que ellos t e necesit an a t i. Aprende a
solt ar el poder egoíst a que quiere ser el cent ro de t odo. Prepara y ayuda a t u gent e
con am or para que puedan decidir y t rabaj ar por su cuent a sin necesit art e. Dales el
agua de t u confianza para que puedan crecer. Una vez vino una señora a pedirm e
consej o respect o a su hij o de cinco años, que era m uy dependient e: a t odos lados
quería ir con ella, no la dej aba t ranquila. El niño era m uy inm aduro para su edad;
sólo quería que lo cargaran com o a un bebé. Yo le pregunt é: " ¿Señora, ust ed quiere
t ener un bebé o un niño?" . La señora se m olest ó con m i pregunt a: " ¿Por qué cree
que est oy acá?" , m e dij o m olest a. " Est á acá para arreglar el problem a de su niño, no
para escuchar lo que ust ed quiere escuchar" , le respondí. Le expliqué que
subconscient em ent e ella era la que est aba creando la dependencia, que en el fondo
ella m ism a no quería que su hij o creciera, quería seguir t eniéndolo a su cost ado,
sint iéndose necesit ada e im port ant e. I gnacio, eso m ism o t e pasa: en la oficina con
t us subordinados. Las águilas hem bras –cont inuó el m aest ro– prim ero enseñan a
volar a sus críos siendo ellas el ej em plo. El crío aprende observando m ient ras crece y
se fort alece. La m adre observa el peso de su crío, la cant idad y la longit ud de sus
plum as, y cuando sient e que est á list a le da un em puj ón y lo avient a al vacía. El crío
se ve forzado a abrir sus alas y a valar. Luego la m adre lo sigue de cerca para
ayudarlo ant e cualquier problem a, pero t om ando ciert a dist ancia para que el crío no
dependa de ella. La nat uraleza cont iene m ucha sabiduría. Sigue los pasos del águila
con t u gent e: prepáralos, capacít alos y luego lánzalos al vacío para que vuelen solos.
Mant ent e cerca, pero a la vez lej os, para ayudarlos á seguir creciendo y a que logren
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la independencia.
I gnacio reconoció que una vez m ás la visión del m aest ro era irrefut able.
–Est á bien, est oy de acuerdo en que si realm ent e hago un esfuerzo podría delegar
gran part e de m i t rabaj o –afirm ó–. Quizás t endría un poco m ás de t iem po, pero no
creo que sería el suficient e. Sient o que no m e alcanza el t iem po aún para hacer
t odas las cosas im port ant es. Quiero diseñar y dar conferencias sobre espirit ualidad,
quiero sacar adelant e m i em presa y hacer de ella un ej em plo, m e encant aría escribir
sobre est os t em as, quiero ayudar, quiero est ar con m i fam ilia, necesit o hacer
deport e y nunca puedo. En fin, no m e alcanza el t iem po.
El m aest ro le hizo un gest o para que lo siguiera a la habit ación:
–Me im agino que ya sabes cuál es la plant a que salió de la últ im a sem illa que
sem brast e.
I gnacio se sent ó sobre el coj ín, frent e al m aest ro.
–Sí, es un pino, pero no t engo la m enor idea de cuál es la enseñanza que
represent a.
–¿Qué crees que es lo peculiar de un pino? –le pregunt ó el m aest ro m irándolo
fij am ent e y colocando sus largas m anos sobre sus rodillas.
–¿La alt ura? –respondió I gnacio, inseguro.
–Ciert o. Es una de sus caract eríst icas, pero lo que hace al pino especial es la
sim et ría de sus ram as. Es un árbol perfect am ent e sim ét rico. Est o le da un excelent e
equilibrio que le perm it e crecer m uy alt o y perm anecer t ot alm ent e balanceado.
Adem ás, si t ú t e subes a la cim a de un pino y m iras hacía abaj o, lo que verás es una
m asa verde sólida. Cada ram a est á ubicada de t al m anera que no le produce som bra
a la ot ra; así m axim iza la absorción de energía solar. Por últ im o, en invierno, cuando
en las zonas nórdicas el pino se llena de nieve, la form a de sus hoj as im pide que
est a nieve se acum ule y que el pino pierda su equilibrio nat ural. A diferencia de ot ros
árboles, el pino dej a pasar la m ayor part e de la nieve y evit a un posible colapso por
exceso de peso.
El m aest ro hizo una pausa ant es de proseguir.
–Y ahora, ¿ent iendes por dónde va el m ensaj e?–. Al ver que I gnacio t odavía
dudaba, le explicó–: El m ensaj e de sabiduría que encierra el pino es el del perfect o
equilibrio en la vida. Nosot ros, com o el pino, t am bién t enem os ram as, es decir, los
diferent es papeles que j ugam os en la obra de t eat ro de nuest ra vida. Por ej em plo, t ú
eres gerent e de t u em presa, pero adem ás eres padre e hij o. Tienes un papel de
am igo, ahora est ás j ugando el papel de exposit or y quieres j ugar el de escrit or. El
secret o, I gnacio, es que debes t rat ar de equilibrar cada ram a o papel que j uegas en
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t u vida logrando el balance perfect o. Debes buscar que, en el largo plazo, un papel
no le haga som bra al ot ro, t al com o lo logran las ram as del pino: t odas reciben por
igual la energía del sol. Por últ im o, en cada papel en t u vida t endrás dificult ades y
obst áculos. En vez de angust iart e y cargar el peso de los problem as, aprende del
pino a perm anecer siem pre ligero. Dej a pasar t odo el peso de la nieve de los
problem as para m ant enert e siem pre en equilibrio y poder seguir creciendo. Planifica
cada sem ana de m anera que puedas darle t iem po a t us diferent es papeles en la
vida.
I gnacio sint ió que cada vez el cam ino era m ás difícil. Pero al m ism o t iem po se
sent ía capaz de superar los obst áculos.
–Habrá sem anas –cont inuó el m aest ro– en que por la coyunt ura t endrás que darle
m ás t iem po a un papel, pero en el largo plazo debes balancearlo ent re t odos. Es
com o un m alabarist a que t iene varias varillas con plat os encim a: debe girarlos
perm anent em ent e; si no, perderán velocidad y se caerán. Si sólo gira uno de esos
plat os, el rest o t erm inará en el suelo. Cada papel que j uegas en la vida es com o uno
de esos plat os. Si no les das im pulso a t odos, uno de ellos t erm inará en el suelo.
–Est oy de acuerdo en que t engo t odos esos papeles que j ugar –int errum pió
I gnacio–, pero ¿cóm o diablos logro el equilibrio del pino?
–Cuidando invert ir t u t iem po en lo que es verdaderam ent e im port ant e, y no
dej ándot e arrast rar por las corrient es y los rem olinos de lo urgent e. Aprende a decir
que no a las int errupciones y a los t rabaj os que t e gust an, pero en los cuales no
aport as un valor significat ivo. Dej a de asist ir a t odas las reuniones, confía en t u
personal y t rat a de delegar lo m áxim o posible para concent rart e en lo que realm ent e
quieres lograr en la vida.
A I gnacio le daba la im presión, a veces, al escuchar al m aest ro m anej arse de ese
m odo, que aquel hom bre, una vez concluidas sus sesiones espirit uales, corría a
sum ergirse en la vorágine de una em presa secret a, donde m anej aba codo a la
perfección y sabía cóm o enfrent ar cada problem a.
–Maest ro, ust ed m e habla com o si supiera, com o si hubiera vivido t odo est o
ant eriorm ent e, com o si hubiera gerenciado em presas. ¿Es posible?
–Todo es posible en la vida –le dij o el m aest ro con una sonrisa de acept ación–.
Est os consej os que t e doy son sólo sent ido com ún desde el punt o de vist a de una
persona que est á fuera de t us problem as.
Act o seguido, el m aest ro le pidió a I gnacio que lo acom pañara a su cocina. Era la
prim era vez que I gnacio ent raba en un ám bit o de la casa que no fuera la habit ación
de consult as o el j ardín. De pront o le sorprendió la pulcrit ud del lugar, la rareza de
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ra act ividades realm ent e im port ant es, t e m ant endrás alineado con t u verdadera
m isión en la vida, I gnacio. Eso sí, est o funciona solam ent e si t ú lo respet as. Te
recom iendo dist ribuir una copia de t u horario a los ej ecut ivos de t oda t u em presa,
para que sepan cuáles son t us t iem pos bloqueados. No bloquees t odas las horas de
la sem ana porque eso no funciona. Necesit as t iem po libre y disponible para que t u
personal t e haga consult as, para reuniones diversas o sim plem ent e para ocupart e de
asunt os im previst os. I gnacio, el ser hum ano em prende el viaj e de su vida en una
canoa desde lo alt o de un lago, discurre por un río y t erm ina siem pre en el océano
fundiéndose con Dios. Cóm o decide viaj ar e invert ir su t iem po, depende sólo de él. A
algunos les encant a est ar t odo el t iem po en los rápidos del río, aún si ello los hace
est rellarse cont ra las rocas. Les encant a la adrenalina que est o les genera. Dedican
su exist encia a ir lo m ás rápido posible y piensan que su m et a en la vida es superar
las piedras y los obst áculos. Ot ros deciden vivir su vida m ás en paz. Maniobran la
canoa para no pasar por los rápidos, se det ienen a descansar en las lagunas que va
form ando el río y ent ienden que su obj et ivo es disfrut ar viaj ando felices y en paz.
Am bos llegan al océano de Dios al final de su vida. ¿En qué grupo quieres est ar t ú?
–La respuest a es evident e. No creo que exist a un ser hum ano que no quiera vivir
en paz y ser feliz, sin riesgo de est rellarse cont ra las rocas. Lo que ocurre es que
t odo el sist em a en el que vivim os lleva a creer que la m et a es ir m ás rápido, t ener
m ás logros, m ás prest igio y éxit o.
–Es difícil rom per un hábit o. Tú has vivido t u vida com o si est uvieras en la prim era
canoa. Desde esa canoa, es difícil ver las oport unidades para desviarse de los
rápidos y pasar a zonas m ás calm adas. Se requiere est ar m uy conscient e t odo el
t iem po. A part ir de ahora, I gnacio, cada fin de sem ana planificarás t u sem ana
siguient e asignando t iem pos a los diferent es papeles que j uegas en la vida.
Bloquearás t u sem ana para que nadie pueda invadir t us zonas de act ividades
im port ant es, com o son las relacionadas con t u darm a y con la práct ica de la
m edit ación. Al final de la sem ana harás una evaluación profunda de cóm o t e fue y
seguirás m ej orando.
–Tengo m uchos deseos de em pezar est a planificación –dij o I gnacio–. Jam ás lo he
hecho de la form a en que m e lo plant ea. Creo que con est o lograré el equilibrio en m i
vida.
El m aest ro dio un últ im o y profundo sorbo de t é, m iró ot ra vez a I gnacio y le
respondió:
–No necesariam ent e. Te falt a un elem ent o m uy im port ant e. Sería im posible que el
pino lograra su equilibrio si no se alim ent ara con agua lim pia y nut rient es adecuados.
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Si no fuera así, cualquier vient o lo podría derrum bar. I gnacio, Dios t e ha dado un
cuerpo para llevar a cabo t u darm a en est a vida, y t ienes que cuidarlo. Tu cuerpo es
com o un vehículo y t u espírit u es el conduct or. Si lo alim ent as con com bust ible sucio
y de baj o oct anaj e, no podrás llegar m uy lej os. Tienes que ent ender los diferent es
t ipos de alim ent os y su im pact o en t u cuerpo.
I gnacio ot ra vez se sent ía desorient ado, pues nuevam ent e el m aest ro lo t om aba
por sorpresa. Aquel hom bre pareda t ener un est rict o plan con respect o a su persona,
un plan salvador que iba poniendo en práct ica poco a poco, según el m om ent o en el
que est uvieran sit uados.
–Exist en t res t ipos de alim ent os –cont inuó el m aest ro al ver el rost ro ext rañado de
I gnacio–: los t am ásicos, los raj ásicos y los sát vicos. Lo t am ásicos son aquellos que
t e producen som nolencia, floj era, inacción, inercia y pesadez. Son, por ej em plo,
com ida guardada por m ás de un día, com ida enlat ada, quesos curados, com ida
sobrecocinada, seca y sin j ugos, carnes roj as, vinos, bebidas alcohólicas, y adem ás
el t abaco.
Los alim ent os raj ásicos son los que t e llevan a act uar t odo el t iem po; t e producen
euforia, energía, agresividad, te llenan de pensam ient os, angust ias y
preocupaciones. Las com idas raj ásicas t ienen m uchos condim ent os picant es,
m ost aza, aj í, rocot o, pepinillos encurt idos, aj o y cebolla; t am bién est án el café, la
carne de pescado y el pollo. Finalm ent e, los alim ent os sát vicos son los que t e
producen balance y paz e increnient an t u vit alidad y fuerza. Est as com idas producen
alegría, claridad y equilibrio; son com o un cariño a nuest ro est óm ago. Son los
veget ales, las frut as, las nueces, t odo lo que sea com ida fresca, product os láct eos,
m ant equilla, quesos suaves y cereales. Com o norm a general, debes t rat ar de
elim inar los alim ent os t am ásicos. Debes ingerir un porcent aj e m oderado de
alim ent os raj ásicos. Los alim ent os raj ásicos t e dan energía y t e orient an a la acción.
En la vida que t ú vives, necesit as algo de est os alim ent os para est im ular t u volunt ad.
Pero debes concent rar t u alim ent ación en los alim ent os sát vicos. Eso t e dará m ás ba-
lance, paz y equilibrio.
De pront o, a I gnacio aquello le parecía un ret o t an grande com o los ant eriores.
–¡Pero qué difícil, m aest ro! Me encant an las carnes roj as y m e parece aburrido
t ener que com er lechugas t odos los días. Pero lo m ás com plicado es dej ar el café. Me
t om o m ínim o seis t asas diarias en la oficina, adem ás de diez gaseosas que cont ienen
cafeína.
–En cuant o a lo del café, t ú decides –respondió el m aest ro–. Si quieres paz, t om ar
esa cant idad de cafeína no t e ayudará. Cuando ingieres m ucha cafeína es m uy difícil
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concent rarse en la m edit ación. Yo sé que t ú lo vienes haciendo, pero si dej aras la
cafeína sent irías la diferencia. La diet a que t e propongo puede ser m uy placent era si
aprendes a prepararla y com binarla. Est as son sólo recom endaciones, I gnacio. De-
pende de t i si quieres vivir en balance, con un cuerpo saludable, con una vej ez digna
y sobre t odo con m ás paz.
I gnacio sent ía que el cost o era cada vez m ás alt o. El m aest ro pareció leer su
m ent e.
–El cost o es m ucho m ás alt o cuando t ienes un problem a de salud irreversible por
una m ala alim ent ación. Lo que debes hacer es sim plem ent e est ar m ás conscient e de
lo que ingieres y dej ar de darle t ant a im port ancia a los placeres del est óm ago. En
Occident e, ust edes prem ian con adm iración y dist inguen a aquellos que se llam an
gourm et , aquellos que com en una enorm e cant idad de alim ent os dest ruct ivos para el
cuerpo. El qué com es no debe ser un sím bolo de est at us frent e a la sociedad; m ás
bien debe ser una elección privada para buscar un m ayor ba- lance en la vida.
Cuent an que un príncipe, est ando de cacería con su águila, t enía m ucha sed. Hacía
días que no encont raban un est anque de agua para beber. Finalm ent e, en las alt uras
de una m ont aña, divisaron una pequeña laguna. Subieron hast a allí. El príncipe sacó
su t aza y el águila voló para cazar alguna presa. Cuando el príncipe int ent ó beber el
agua de su t aza, el águila la bot ó con su garra, im pidiendo que el príncipe la t om ara.
Nuevam ent e el príncipe int ent ó beber y ocurrió lo m ism o. El príncipe, cansado del
águila, sacó su espada dispuest o a m at ar a su m ascot a si le derram aba el agua ot ra
vez. Luego se dispuso a beber y cuando vio que venía el águila a hacerle lo m ism o,
sacó su espada y la m at ó. Con t oda est a m aniobra su t aza cayó cuest a abaj o.
Cuando el príncipe recogió su t aza vio ot ra laguna que alim ent aba aquella donde él
había est ado, con una serpient e venenosa m uert a. Ent onces ent endió lo que su
com pañera, el águila, t rat aba de hacer: salvarle la vida. I gnacio, en est a hist oria
nuest ro cuerpo es el águila. Nos avisa con m uchas señales lo que no debem os
com er, pero nosot ros no le hacem os caso. Cuando com em os m uchas carnes, nos
hincham os y no podem os dorm ir bien. Cuando t om am os m ucha cafeína est am os
eléct ricos, acelerados y no podem os conciliar el sueño. Cuando com es com ida sát vica
t u cuerpo est á en paz y feliz, y t e lo agradece prem iándot e con buena salud.
Aprende a escuchar al águila de t u cuerpo. Exist e, adem ás, ot ro alim ent o que no
m ast icas, pero que t e cont am ina: la t elevisión. La t elevisión alim ent a t u m ent e, pero
desgraciadam ent e la llena de t em or, violencia y agresión. Si quieres vivir basándot e
en valores de paz, felicidad y t ranquilidad, t ienes que desenchufart e o en t odo caso
usarla para ver program as cult urales y pacíficos.
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
–Pero si no veo not icieros, cóm o m e voy a ent erar de lo que pasa en el m undo y
en el país.
–Lee el periódico. Ver t elevisión es com o ir a una com ida donde el m enú es fij o.
Est e ha sido preparado por alguien y t e sirven lo que a esa persona le gust a o le
parece bueno. En cam bio leer el periódico es com o ir a un buffet . Tú t ienes una
diversidad de not icias, pero puedes escoger cuáles leer. I gnacio, hazt e responsable
no sólo de lo que ingiere t u est óm ago sino t am bién de lo que ingiere t u m ent e.
Buscar t u paz int erior es t u responsabilidad. Ahora ve y pract ica lo que t e he
enseñado. Regresa después de t res sem anas de haber aplicado realm ent e las
enseñanzas.
–¿Pero no m e va a dar una nueva sem illa? –pregunt ó I gnacio. El m aest ro le había
dicho que eran en t ot al siet e sem illas. Él ya conocía seis y t enía m ucha curiosidad
por saber cuál era la últ im a.
–Aún no. Prim ero debes pract icar.
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
CAPÍ TULO 8
Seis sem anas después de su reunión con el m aest ro, I gnacio había hecho un serio
esfuerzo por seguir sus indicaciones. Había cont rat ado una persona que enseñara a
su esposa la elaboración de una variedad de plat os de com ida veget ariana. Había
dej ado las carnes roj as por com plet o, pero t odavía com ía pollo y pescado un par de
veces por sem ana. Aproxim adam ent e el set ent a por cient o de su alim ent ación era lo
que el m aest ro denom inaba com ida sát vica. Había baj ado de peso y se sent ía m ás
ligero y saludable. Tam bién había dej ado de lado t odas las bebidas alcohólicas.
Pensó cont inuar t om ando vino, pero com o su diet a era principalm ent e veget ariana,
el vino le com enzó a caer pesado al est óm ago y t am bién fue reduciendo su consum o,
pues era com o esos avisos que podía enviarle el cuerpo y que, según el m aest ro,
debían ser escuchados. La t elevisión t am bién se fue espaciando cada vez m ás. La
prim era sem ana le fue m uy difícil porque sent ía que algo le falt aba. Quería ver las
últ im as not icias, desconect ar su m ent e frent e al t elevisor o sim plem ent e escuchar un
poco de bulla a su cost ado. Pero no había cedido ant e las presiones de su hábit o.
Ahora, en la sext a sem ana, ya se había acost um brado a no ver t elevisión y le re-
sult aba asom broso t odo el t iem po que había ganado para leer y pensar. Sólo t om aba
un café en las m añanas, pues aunque int ent ó dej arlo, no lograba despert arse y est ar
alert a para t rabaj ar. Era evident e que la cant idad de cafeína que consum ía ant es lo
t enía acelerado. Ahora se sent ía m ucho m ás t ranquilo y podía m edit ar m ucho m ej or.
Finalm ent e había bloqueado su sem ana, t al com o le recom endara el m aest ro. Su
problem a era que t odavía no podía est ar conscient e de t odas las int errupciones. Las
personas ent raban a su oficina y a veces se dej aba llevar por ellas. Term inaba
usando su valioso t iem po dest inado a act ividades alineadas con su m isión, en
t rabaj os sin una verdadera im port ancia. En las oport unidades en que I gnacio se daba
cuent a de las int errupciones, pedía gent ilm ent e a sus em pleados que no lo dis-
t raj esen, pero ellos igual se disgust aban pues la cost um bre era m ás fuert e que la
nueva polít ica.
I gnacio se había aparecido de un día para ot ro con aquello del bloqueo de t iem pos
para t rabaj ar en lo im port ant e, pero en la em presa le llam aban la polít ica de bloqueo
de puert as. Algunas personas acept aron el ret o, ot ras querían ser escuchadas a cada
m inut o, com o siem pre. En realidad, la principal m ot ivación de est os em pleados era
est ar cerca de I gnacio, ser reconocidos, sent irse im port ant es y con algo de poder. La
m ayoría de las int errupciones eran innecesarias y generalm ent e est aban guiadas por
el ego de sus subordinados. I gnacio favorecía una polít ica de puert as abiert as, pero
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
sabía que su gent e debía aprender a t rabaj ar sola. Ellos debían t om ar decisiones por
su cuent a y sólo lo debían int errum pir cuando exist iera algún asunt o verdadera-
m ent e im port ant e. I ncluso se había t om ado el t rabaj o de revisar t odas sus funciones
y había delegado la m ayoría ent onces se dio cuent a de que hacía una enorm e
cant idad de labores rut inarias que le quit aban t iem po.
Sin em bargo, no le era fácil. Sent ía un vacío en su pecho. Ahora veía que en su
oficina se t om aban una serie de decisiones sin consult arle. Est o no lo hacía sent irse
bien. Sent ía que ya no era im port ant e, que no lo necesit aban. Se daba cuent a de
cóm o su ego le pedía a grit os que no delegara, que ret om ara el poder. Pero adem ás
de la adicción del ego al poder, a I gnacio le daba pena dej ar de hacer una serie de
act ividades no im port ant es, pero de las que él disfrut aba. Eran act ividades que había
hecho t oda la vida, que las hacía bien, pero en realidad no era indispensable que él
m ism o las ej ecut ara. I gnacio se daba cuent a de que bloquear su t iem po im plicaba
ciert os sacrificios, pero est aba seguro de que en el largo plazo su inversión le
ret ornaría con creces.
Había bloqueado t iem po en la sem ana sólo para pensar, t al com o le había
aconsej ado el m aest ro, pero no le result aba fácil. En la oficina, I gnacio est aba
acost um brado a resolver problem as, t om ar decisiones y dirigir reuniones. Est ar sólo
pensando lo sacaba de sus hábit os de t rabaj o e incom odaba a su ego, que quería
est ar t odo el t iem po en m ovim ient o, dirigiendo, siendo im port ant e, t om ando
decisiones t rascendent es. Sin em bargo, era conscient e de que est os espacios de
t iem po lo ayudaban a organizarse, a t rabaj ar en act ividades pendient es y sobre t odo
a ant iciparse, a planificar e innovar su negocio.
Los fines de sem ana no hacía nada referido a la oficina; los dedicaba ínt egram ent e
a su fam ilia. Al com ienzo t am poco le fue fácil. Se sent ía culpable, com o en esos días
de dom ingo cuando est aba en el colegio y no había hecho la t area. No t rabaj ar el fin
de sem ana le t raía m em orias subconscient es angust iosas. Sent ía que lo iban a
cast igar y a regañar. Pero después de seis sem anas le fue m ás sencillo. Est aba
descubriendo la sensación m aravillosa de j ugar con sus hij os t odo el fin de sem ana.
Cada vez que lo hacía t erm inaba agot ado, pero con una sensación de am or que
llenaba su pecho de alegría. Ahora no se cam biaba por nadie del m undo; había
descubiert o un t esoro que, sin verlo, siem pre t uvo al frent e.
Después de seis sem anas sent ía que no lo hacía perfect o, pero que había
avanzado lo suficient e com o para ver nuevam ent e al m aest ro. I gnacio est aba
ansioso por recibir la últ im a sem illa. Tom ó su aut o y se dirigió a la casa del m aest ro.
Cuando llegó, a diferencia de ot ras veces en que le abrían rápidam ent e después de
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
t ocar el t im bre, nadie cont est aba. I gnacio insist ió varias veces, pero parecía que no
había nadie en la casa. No com prendió y se fue ent re frust rado e inquiet o. Nunca
ant es había t enido un problem a sim ilar. Se t ranquilizó pensando en que quizás el
m aest ro había t enido que salir a alguna part e, o quizás había salido de viaj e al
int erior del país. A fin de cuent as, la vida del m aest ro no giraba alrededor de la suya;
un hom bre com o él debía de t ener m il asuntos pendient es y ot ras t ant as at enciones
que dedicar a los dem ás. I gnacio sent ía m uchas ganas de verlo, quería cont arle
t odos sus avances, pero sobre t odo quería la siguient e sem illa. Decidió visit ar al
m aest ro al día siguient e.
Nuevam ent e, nadie respondía al t im bre. Ahora sí est aba preocupado. Era de noche
y t odas las luces est aban apagadas. No sabía qué hacer, a quién pregunt arle. Nunca
pensó en la posibilidad de que no le abrieran. Durant e años est uvo visit ando al
m aest ro sin haber t enido nunca algún problem a. Se sent ía perdido, desconcert ado,
pero a la vez asust ado. Em pezó a pensar lo peor: " ¿No será que le ha pasado algo?" .
La casa se veía vacía, no había ningún sonido. " ¿No será que se ha m archado a su
país? ¿Pero sin decirm e nada? No, eso es im posible" , pensó. I gnacio sent ía que el
m aest ro lo apreciaba bast ant e y, com o él m ism o había dicho, un buen m aest ro j a-
m ás abandona a su discípulo. Jam ás se m archaría de esa form a. Se sent ía
angust iado, pero t rat aba de cont rolarse. Para calm arse, em pezó a concent rarse en la
respiración y así se t ranquilizó un poco. Hast a en ese m om ent o las enseñanzas del
m aest ro le servían para enfrent ar la angust ia de la ausencia del propio m aest ro.
Pensó que debería haber una explicación lógica. Se dirigió a la casa colindant e y
dubit at ivam ent e t ocó el t im bre. Una señora de unos sesent a años abrió la puert a.
I gnacio le dij o:
–Señora, disculpe, m e llam o I gnacio Rodríguez. Durant e años he est ado viniendo
a la casa vecina a conversar con un m aest ro de la I ndia. ¿Me puede decir algo de él?
¿Ust ed sabe si se fue de viaj e a algún lado?
–¿Se refiere al hom bre de t única anaranj ada y con barba blanca, que salía a
cam inar t odas las m añanas?
–Sí, a ese m ism o –a I gnacio se le ilum inó el rost ro, pues evident em ent e la m uj er
podía darle alguna inform ación.
A la señora le cam bió la cara. Se puso seria, baj ó la cabeza e hizo un m ovim ient o
com o si est uviera negando algo. I gnacio int erpret ó ese gest o com o si algo gravísim o
le hubiese ocurrido al m aest ro.
–¡Dígam e qué pasa! ¿Qué le ha pasado al m aest ro? –insist ió I gnacio con la voz
ent recort ada.
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
–Disculpe, lo sient o m ucho, a su m aest ro lo at ropellaron hará unas t res sem anas,
cuando salía de su casa. Un borracho lo em bist ió y se dio a la fuga. Una vecina lo
encont ró desangrándose y llam ó a la am bulancia, pero cuando llegó él ya había
fallecido. A la vecina le llam ó la at ención que m ient ras agonizaba, ese señor t enía en
su rost ro algo parecido a una sonrisa.
I gnacio escuchaba a la señora en est ado de shock. Sint ió ganas de llorar pero se
cont uvo. Aquello, lanzado sobre él com o un aluvión, era dem asiado. Las piernas le
t em blaban y una enorm e sensación de disgust o lo llenaba de una rabia desconocida,
una rabia im pot ent e, pues no t enía cóm o canalizarla ni cont ra quién descargarla. Se
sent ía repent inam ent e est afado, pero no por el m aest ro ni por sí m ism o sino por
algo m ist erioso, algo m ucho m ás allá de su com prensión de las cosas. Aquello no era
j ust o, de ninguna m anera podía ent enderse que cosas así ocurrieran. Para él, el
m aest ro era una especie de sant o, un personaj e m ágico que nunca podía m orir. Fue
el padre y la m adre que nunca t uvo; sent ía un am or de hij o m uy profundo hacía él.
Desde que lo conoció se sent ía seguro y prot egido por est a m adre m ágica. Ahora que
ya no est aba, ¿qué iba a ser de su vida? ¿Quién le iba a enseñar? ¿Quién iba a es-
cuchar sus problem as? ¿Quién le iba a aconsej ar, a t ransm it ir sabiduría y a
cuest ionarlo? Finalm ent e, ¿quién le iba a m ost rar ese cariño t an desint eresado, ese
am or t an com pasivo que lo había ent ernecido y sensibilizado? Sent ía que la vida era
m uy inj ust a con él. En el m om ent o fundam ent al en que est aba m ej orando y
progresando, le quit aban su única oport unidad de crecer. Ot ra vez la rabia
im pot ent e, la sensación de est afa y el m iedo le llenaron el alm a. Tenía un nudo en la
gargant a, un sollozo ahogado, una pesant ez horrible en el est óm ago y una
const elación de frías got as de sudor sobre la frent e.
–Cálm ese, señor –le sugirió la señora con un gest o am able y una sonrisa algo
forzada–. Ahora su am igo descansa en paz.
Est as palabras lo hicieron despert ar de su t rance em ocional. I gnacio se dij o a sí
m ism o: " Un m om ent it o, aquí est oy lam ent ándom e de m i suert e pensando en qué
voy a hacer yo ahora. Est oy pensando en t odo lo que he perdido, t ot alm ent e
cent rado en m í m ism o. Pero no est oy pensando en m i m aest ro. Es ciert o lo que dice
la señora, m i m aest ro est á ahora m ej or que ant es. Su espírit u est á libre de at aduras
y lim it aciones carnales y se encuent ra m ás cerca de Dios" .
Al principio aquello le sonaba aut oim puest o, com o si se t rat ara de una vocecilla
int erior que le exigía est ar en guardia cont ra su propio egoísm o, pero que a la vez
pret endía consolarlo de aquella pérdida irreparable. Se dio cuent a de que t oda su
angust ia no venía de la t ragedia que le había ocurrido al m aest ro; era m ás bien un
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vida. Lo t enía pegado con fuerza y debía hacer grandes esfuerzos para separarlo. Era
com o una hierba m ala difícil de rem over. El ego seguía m uy present e después de
est os dos años, pero por lo m enos algunas veces ahora se daba cuent a de que
exist ía, y ent onces lo podía cont rolar. La cuart a sem illa correspondía al árbol de
m ango, que represent aba el servicio desint eresado. Jam ás en su vida I gnacio
im aginó est ar dict ando conferencias sobre espirit ualidad en las em presas ni
preocupándose por t erceras personas. Pero t am poco im aginó j am ás lo m aravilloso
que podía sent irse alguien al hacerlo. La quint a sem illa era el girasol, la de la t om a
de decisiones ét icas. I gnacio había aprendido a disfrut ar la sensación de int egridad,
de unión con su alm a y de felicidad que sent ía cuando lo que hacía est aba alineado
con las cualidades innat as de su espírit u. El secret o de la quint a sem illa lo ayudaba a
filt rar sus decisiones y acciones para no alej arse de est e sendero.
Finalm ent e, la últ im a sem illa que recibió del m aest ro era la del pino, la que le
había ayudado m ás pragm át icam ent e. Est aba claro que la necesit aba. ¿De qué le
servía conocerse a sí m ism o, m edit ar, cont rolar su ego, reflexionar ét icam ent e y ser-
vir si t oda su vida era un desorden y un desbalance? La sext a sem illa le había
perm it ido t om ar el cont rol de su vida y dirigirla hacía las cosas m ás im port ant es,
definir y fij ar sus prioridades.
Pero ¿cuál era la sépt im a? I gnacio recordó que se la había pedido al m aest ro, pero
él no había querido dársela. Se pregunt aba: si el m aest ro t enía poderes
ext rasensoriales y una ext raordinaria int uición, ¿por qué no int uyó que sería at rope-
llado o que algo le pasaría? " Quizás realm ent e nunca t uvo poderes. Quizás
sim plem ent e lo idealicé" , pensó I gnacio. Aun con las dudas sobre su m aest ro,
I gnacio se sent ía frust rado por no t erm inar su preparación espirit ual. Sent ía que
había est ado subiendo un m uro con una escalera en la que cada peldaño era una
sem illa. Sin em bargo, en el últ im o peldaño la escalera se había rot o. No podía seguir
subiendo y nunca vería lo que exist ía al ot ro lado del m uro.
I gnacio se quedó en su j ardín m edit ando un largo rat o. Su m edit ación est a vez fue
especialm ent e int ensa. A m edida que se concent raba y dej aba de lado sus
pensam ient os, fue experim ent ando un sent im ient o de profundo am or y unidad con el
t odo. La m uert e del m aest ro había hecho aflorar su espírit u y lo sent ía en t odo su
ser. Poco a poco, fue t ransform ando su pena y dolor en una sensación de paz y
t ranquilidad.
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
CAPÍ TULO 9
Habían pasado t res sem anas desde que I gnacio se ent erara de la m uert e de su
m aest ro. Ahora m edit aba m ás t iem po para t rat ar de recuperar su balance y su paz,
pues aquel hecho lo había afect ado profundam ent e. Adem ás, se había volcado
ínt egro al servicio. I gnacio era un exposit or m uy dem andado. Había aprendido a
llegar a las personas. Su est ilo era a la vez original y am eno, pero dej aba un
profundo m ensaj e de cam bio. Desde la m uert e del m aest ro había acept ado ent re
t res y cuat ro charlas sem anales. Dict ando las conferencias se sent ía cercano a él. Era
una form a de devolver t odo lo que le había dado en la vida. Cuando t erm inaba sus
conferencias, las personas se acercaban y le daban la m ano con franqueza y
grat it ud. Para I gnacio no podía haber m ej or pago que ese gest o de alegría o esa
m uest ra de agradecim ient o por ayudarlas a ser m ás felices. El servicio le había
ayudado a liberarse poco a poco del peso de la m uert e del m aest ro, pero en su
int erior se sent ía frust rado por no poder t erm inar su educación espirit ual.
Una noche, I gnacio llegó a su casa después de una conferencia y encont ró un
sobre ext raño encim a de la m esa. Era un sobre am arillo t am año cart a, con una let ra
que no reconocía. Buscó el rem it ent e, pero no había nada escrit o en la part e
post erior. El corazón le dio un vuelco. I nt rigado, abrió el sobre e inm ediat am ent e
sint ió el olor t ípico de la casa de su m aest ro, un t ipo especial de incienso que sólo
había percibido en ese lugar. Por unos segundos t uvo la idea de que su m aest ro
est aba vivo. Se desesperó, sint ió una alegría esperanzadora pero a la, vez m ucha
incert idum bre. Rasgó el sobre con las m anos crispadas por los nervios y cayeron al
suelo unas sem illas. Sacó rápidam ent e unos papeles que est aban en su int erior y
em pezó a leerlos con angust ia:
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
I gnacio no podía dar crédit o a lo que veían sus oj os: ¡era una cart a de su m aest ro!
Ret rocedió y em pezó a leerla nuevam ent e. Quería saborear y disfrut ar cada palabra.
Era com o si de algún m odo volvieran a est ar j unt os. Lo invadió una sensación de
inm ensa paz y felicidad. Su m aest ro no lo había defraudado; hast a había pasado por
encim a de su propia m uert e para seguir enseñándole. Después de releer el prim er
párrafo, cont inuó avanzando.
I gnacio est aba em ocionado y ent ernecido por el inm enso am or de su m aest ro. Sus
oj os est aban llenos de lágrim as y su cara t enía dibuj ado un gest o de dulzura.
Cont inuó leyendo.
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
tener la libertad de adaptarnos a los vientos del cambio. Si el hunco fuera rígido,
cualquier viento fuerte lo podría quebrar. Tu propia vida es un ejemplo de cambio;
mira todo lo que te ha costado, pero también toma conciencia de los beneficios de
haberlo hecho. En el plano material todo cambia minuto a minuto, empezando por
tu propio cuerpo a medida que envejeces. Cambian las estaciones, el clima, la
naturaleza, la tierra. Cambian la tecnología, los negocios, las culturas. En fin, todo
cambia. Lo único que no cambia, Ignacio, es tu espíritu. Puedes hacer hielos de
muchas formas y tamaños, y si los dejas afuera de la refrigeradora se podrán
derretir. Puedes colocar esa agua en recipientes de diversas formas. Finalmente
puedes hervir esa agua y evaporarla. Diversas formas, una variedad de cambios,
pero el agua sigue siendo agua y tu espíritu seguirá siendo tu espíritu para
siempre.
Ignacio, actúa como el hunco, no seas rígido en tu vida y estate dispuesto a
cambiar y ser flexible. Recuerda el secreto de que nuestra verdadera esencia nunca
cambia y no tengas miedo. El ser humano está preparado para el cambio. Para
protegemos, nuestro cuerpo cambia sin problemas. Por ejemplo, cuando tenemos
frío, nos hace tiritar. Esto fricciona nuestros músculos de la boca y produce calor.
Cuando tenemos calor, sudamos. Al evaporar agua de nuestro cuerpo, eliminamos
calorías y reducimos nuestro calor. Cuando cambiamos de claridad a oscuridad,
nuestras pupilas se dilatan para ver mejor. Como ves, nuestro cuerpo está
preparado para cambiar; pero desgraciadamente nuestras mentes no. Para sim-
plificarnos la vida, nuestra mente genera hábitos, que son conductas que nos han
dado buenos resultados en el pasado y que repetimos subconscientemente. Es algo
similar a cuando caminamos en la arena y vamos dejando nuestra huella. Si fue un
buen camino y nos llevó adecuadamente a nuestro destino, entonces lo repetiremos.
Pero después de caminar por él unas cuantas veces, la arena se solidifica,
haciéndonos más fácil transitar el camino y dándonos mayor confianza.
Así son los hábitos. Son caminos o conductas que recorremos constantemente y
que nos dan seguridad porque antes nos han funcionado. El gran problema que
tenemos es que las cosas cambian, nuestras metas cambian y nosotros queremos
seguir usando el mismo camino aunque ya no nos lleve a nuestros objetivos.
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
Cuando un barco navega en el mar, va dejando una estela que marca su camino.
Ese camino permanece dibujado por un tiempo, pero, a diferencia del camino sobre
tierra, después desaparece y no deja huellas. El barco navega a través del mar
haciendo un camino nuevo cada vez. Este es el reto del ser humano: tener el valor
de crear nuevos caminos y dejar las rutas conocidas, para mejorar y crecer.
I gnacio dej ó la cart a sobre la m esa y dio un par de vuelt as por la habit ación. Tenía
dem asiadas cosas en qué reflexionar. Al cabo de quince m inut os, ret ornó la lect ura.
Muchas tardes, mientras viví en Lima, me senté a observar a las personas que
hacían parapente en la Costa Verde. Antes de que se pusieran el equipo, me
imaginaba que si se tiraban por el precipicio su destino era simplemente caer a los
acantilados, atraídos por la fuerza de gravedad. Pero cuando tenían el parapente
abierto, la corriente de aire ascendente las impulsaba hacía arriba y podían volar
por las alturas hacía donde quisieran. Lo mismo le ocurre a la mente humana.
Cuando está cerrada y no tiene una actitud favorable al cambio, la fuerza de
gravedad de los hábitos la lleva por los mismos caminos y muchas veces eso
significa ir directo al acantilado. Cuando abrimos nuestro parapente mental y
estamos dispuestos a cambiar, surgen corrientes naturales ascendentes que nos
elevan y nos hacen crecer. Pero cambiar y ser flexible no es fácil, Ignacio. El
primer enemigo será tu ego. El ego es el que más tiene que perder pues se siente el
mejor, el más competente, el más exitoso. Cambiar implica asumir el riesgo de
equivocase y esto nos hace vulnerables, que es exactamente lo que el ego no quiere.
Ignacio, cada día de tu vida haz el esfuerzo de pasar encima de tu ego y darle la
bienvenida al cambio. Cuestiona tus conductas, tus creencias, tus supuestos, tus
prejuicios y lo que te dice tu percepción. Recuerda que el agua del mar de lejos se
ve azul, pero de cerca es transparente. Las cosas no siempre son lo que aparentan.
No te dejes convencer por lo evidente, por lo conocido, y atrévete a retar lo
establecido. No tengas miedo de explorar nuevos territorios.
Cuentan que unas ranas caminaban por un estanque y dos de ellas, una gorda y
una flaca, cayeron a un hueco profundo. Las dos empezaron a saltar y tratar de
salir del hueco, pero ningún intento tenía éxito. Mientras tanto, las otras ranas que
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
I gnacio det uvo la lect ura y est uvo cerca de diez m inut os reflexionando sobre lo
leído. Sent ía que de t odas las lecciones, aquella era la m ás com plet a. Ent onces
ent endía lo que había querido decirle el m aest ro con aquello de que, aunque ya no
est aba en el m undo t erreno, ellos est arían m ás j unt os que nunca. Luego siguió
leyendo.
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
ayudarlo con amor. Debemos recordar que finalmente todos somos parte de Dios y
que cada ser humano está en búsqueda del camino para encontrarse con él.
Ignacio, tampoco debes apegarte a las personas. Cuando necesitas a una persona
para llenar tu vida es porque en realidad tienes un vacío dentro de ti. Cuando
necesitas a una persona no la amas en el sentido más espiritual del término, porque
amar es pasar por encima de ti mismo, por encima de tus necesidades egocéntricas
y entregar la esencia de tu alma, el amor.
Cuentan que había un rey apegado a sus bienes personales, su castillo y sus
joyas, y tenía mucho miedo de que se los quitaran. Sin embargo, veía a los pobres
de su reino felices y se preguntaba cómo era posible que ellos, que no sabían lo que
iban a comer al día siguiente, estuvieran felices. Decidió disfrazarse de mendigo y
averiguar el misterio. Ya en el pueblo le tocó la puerta a una persona que lo hizo,
entrar muy amablemente. Estaba sentada en su pequeña habitación comiendo un
pedazo de pan. Lo invitó a sentarse con él y a compartir el pan. El rey disfrazado le
preguntó: "¿A qué te dedicas?". "Reparo zapatos viejos", respondió el hombre
pobre.
"¿Y qué vas a comer mañana si sólo tienes este pedazo de pan?". "Pues comeré
lo que trabaje mañana", respondió en paz el hombre. El rey volvió a su castillo y
dio un edicto con maldad. Estableció que nadie podía reparar zapatos en el reino.
Se dijo a sí mismo: "Vamos a ver si este hombre ahora sigue tan tranquilo". Al día
siguiente, el rey fue nuevamente a buscarlo, pero lo encontró con un pedazo de pan
y un queso. El rey disfrazado le preguntó: "Vi que el rey había dado un decreto por
el cual era imposible reparar zapatos, ¿qué hiciste?". "Pues nada. Como no se
podía reparar zapatos, busqué qué hacer y vi a unas personas cargando agua..
Aprendí el oficio, me ofrecí para ayudarles y me pagaron más que por reparar
zapatos. ¿Qué te parece?". El rey volvió molesto a su palacio, no soportaba la paz
y el desapego con que vivía el hombre pobre del pueblo. Dictó un nuevo edicto
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
para ordenar que nadie cargara agua en el reino. Al día siguiente regresó
disfrazado a la casa del hombre pobre y lo encontró con una botella de vino, un
pan y un queso. El rey le preguntó molesto: "Pero ¿cómo has hecho? El rey
prohibió cargar agua en el reino". El hombre le respondió: "Me puse a ver qué
podía hacer, me fui al bosque y aprendí a cortar árboles con los leñadores. Ellos
vieron que podía hacer el trabajo, me contrataron y me pagaron muy bien". El rey
no soportaba la indignación. Fue a su castillo y dictó otro edicto, mandando que
todos los leñadores trabajaran para el rey como guardias. Ahora lo tendría en sus
manos, pensó. Al día siguiente, el rey disfrazado fue a visitar al hombre pobre. Lo
encontró con una despensa llena de comida, todo tipo de panes, frutas, quesos y
vinos. El rey le preguntó: "¿Pero qué pasó? Yo sé que los leñadores fueron a
trabajar para el rey y el rey paga una vez al mes. ¿Cómo tienes tanta comida si no
te han pagado?". "Pues trabajé todo el día como guardia, pero cuando fui a cobrar
me dijeron que pagaban a fin de mes. Entonces pensé: ¿qué hago?, y me dije a mí
mismo: voy a vender el acero de mi espada y pondré una espada de madera. Con el
dinero compraré comida y nadie se dará cuenta. Cuando me paguen a fin de mes,
repondré la espada". El rey pensó que ahora sí lo atraparía. Al día siguiente, el rey
fue donde los guardias y gritó: "¡Ladrón! ¡Agarren al ladrón!". Miró al hombre
pobre y le ordenó: "Guardia, decapite a este ladrón.". En ese momento, el hombre
pensó: "Si saco mi espada de madera, me decapitan por haber vendido el acero; si
no la saco, me decapitan por desobedecer al rey". Pero como el hombre siempre
estaba en paz, sin apegos, mágicamente la solución vino a su mente. Empuñó el
mango de su espada y gritó a todo pulmón, dirigiéndose a sí mismo: "Si este hom-
bre es un ladrón, entonces que mi espada lo decapite. De lo contrario, que mi espa-
da se convierta en madera". Extrajo con fuerzas la espada, la puso en alto y toda la
gente se asombró: "¡Milagro! ¡Dios, que viva Dios!, exclamaban. El rey se acercó,
lo nombró su primer ministro y le dijo: "Hoy me has enseñado una lección".
Ignacio, vive la vida como el hombre de la espada. Enfrenta los problemas con
desapego y compasión, vive tu libertad y toma una actitud de flexibilidad en la
vida. Como en la historia, cuando vivas así estarás alineado con la divinidad y
siempre obtendrás respuestas creativas a tus problemas.
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David Fischm an - El secret o de las siet e sem illas
Las lecciones han llegado a su fin, Ignacio. Cuida cada una de tus semillas,
ahora plantas; riégalas, abónalas para que crezcan y se desarrollen. También
cuida la sabiduría de cada semilla plantada en ti mismo; con paciencia, abónalas y
riégalas practicando y aplicando en tu vida sus enseñanzas para que crezcan y
florezcan en tu desarrollo personal. Yo te be dado las semillas, ahora el resto sólo
depende de ti. Recuerda tu darma, comunicar y transmitir a los hombres de nego-
cios un mensaje espiritual. Dedícate a ello. Te tendré siempre en mi corazón y
estaré siempre contigo.
Tu maestro
I gnacio perm aneció despiert o t oda la noche. Leyó y releyó su cart a, ahora su t e-
soro m ás preciado. Se sent ía feliz y realizado. Por fin había t erm inado sus lecciones
espirit uales. Se sent ía ent ero, afort unado, ínt egro y querido por su m aest ro.
No obst ant e, le cost aba t odavía adapt arse a la pérdida física del m aest ro. Pasaron
dos sem anas en las que anduvo encerrado en una soledad reflexiva, cont em plando el
j ardín y dándole vuelt as a una sola idea: su darm a. Sin duda, su paz espirit ual
est aba t ot alm ent e ligada a su m isión en est a vida. Poco a poco em pezó a ganarlo la
cert eza de que su vida ent era sería una especie de j ust ificación con respect o a un
punt o cent ral: dar a ot ros lo que él ya sabía. I ncluso en algún m om ent o llegó a
sent ir que ahora era él quien est aba en el rol de t ransm it ir la sabiduría de su
m aest ro, desde una posición m ucho m ás hum ilde, por ciert o, y a part ir de sus
propios recursos. Est o le hacía ent ender en t oda su m agnit ud la idea de que est aban
m ucho m ás cerca que ant es: alineados con respect o a un solo fin.
I gnacio pensaba una y ot ra vez en las últ im as palabras de la cart a del m aest ro.
Ahora dict aba conferencias y eso est aba alineado con su darm a. El problem a era que
con las conferencias llegaba a un núm ero lim it ado de personas. Había recibido el se-
cret o de las siet e sem illas y t enía que t ransm it irlo a la m ayor cant idad de gent e. " ¿Y
por qué no escribo un libro cont ando m i experiencia con el m aest ro?" , se pregunt ó.
El t ít ulo lo t uvo claro de inm ediat o: El secreto de las siete semillas. La idea le encant ó,
subió corriendo a su est udio, prendió su com put ador... pero no supo por dónde
com enzar. De pront o, después de reflexionar durant e un rat o, decidió hacerla por el
incident e que le había cam biado la vida: su infart o. Ent onces escribió:
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