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Una institución es, en la significación más habitual, una norma o una ley, es una formación social
con importante peso en la vida de los sujetos. Es una pauta o modelo que regula con fuerza las
interacciones y los comportamientos de los sujetos. Por un lado, las instituciones expresan el poder
colectivo sobre la conducta individual, por otro lado, son resultado de transacciones y negociaciones
que primero se institucionalizan o se hacen vigentes en la vida cotidiana y después, en las sociedades
complejas y letradas, se hacen letra, se hacen ley escrita. También son expresión de valores y
significados. Las instituciones representan aquellos que son particularmente valorados por un grupo
social (Fernández, 1995).
Cornelius Castoriadis (1999) afirma que la institución es “el conjunto de procesos por los cuales una
sociedad de organiza”. Plantea así las concepciones de instituido e instituyente, entendiendo por el
primero aquello que los sujetos en una sociedad aceptan, aquellas prácticas y representaciones que
tienden a permanecer, a repetirse, a aparecer como “naturales”, dando cohesión y continuidad a
una sociedad. Es la configuración estable de lo social. En esta dimensión de lo instituido,
permanentemente se infiltra lo instituyente, aquello que irá pujando por transformar lo instituido.
¿Cómo pensar entonces la escuela como institución?
La escuela como institución recrea y reproduce en los actores sociales, ciertos valores y bienes
culturales seleccionados en un proceso de lucha de intereses entre distintos grupos y sectores
sociales. Esto otorga a la escuela la función primordial de asegurar el acceso al conocimiento
socialmente válido y la promoción de aprendizajes significativos.
Retomando a Carlos Cullen (1997), debemos pensar la escuela no como templo sino como ámbito
de saberes y conocimientos. Lugar donde el saber y los conocimientos se hacen escuela, es decir,
procesos de enseñanza-aprendizaje.