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“Y nadie pregunta si sufro, si lloro, si tengo una pena que hiere muy hondo…”
El Cantante
(Letra: Blades, Voz: Lavoe)
Así fue la vida del puertorriqueño Héctor Lavoe, una colcha de retazos: pistolas
apuntado su cabeza, sinsabores, alegrías, promesas, heroína, guaracha, mujeres, ron,
cocaína y guaguancó. La Salsa le enseñó el placer de vivir y también le inventó las
circunstancias que acabaron con su vida. “Yo soy aquel que la gente reclama, pero nadie
sabe comprender” (La Fama). Su público siempre lo aclamó como una de las mejores
voces de todos los tiempos; y tal vez, por esa razón, no importaban los desplantes y
los guiños inmorales con sus músicos y su gente cuando se presentaba drogado en un
concierto. Una vez en 1975, por ejemplo, en medio de una presentación decidió
suspender y, en público, despedir a todos los miembros de su banda. En otra ocasión,
en 1971, Héctor llegó tarde a un show en un bar de Bridgeport, Conneticut, y al
escuchar las recriminaciones de todo el mundo subió al escenario insultando a los
asistentes; de repente, un hombre que estaba cerca de la tarima, se abalanzó contra él y
lo derrumbó de varios puñetazos; al final, la policía tuvo que custodiar a todos los
miembros de la orquesta.
A pesar de sus locuras, a Héctor se le perdonó casi todo, incluso que se hubiera ido
para siempre. Era muy común que a las presentaciones llegara tarde, “El Rey de la
Puntualidad” lo bautizó su amigo Johnny Pacheco, director y copropietario de discos
Fania, quizás, haciendo honor a un aforismo de Oscar Wilde: “La puntualidad es la
ladrona del tiempo”. Él mismo se lo justificaba al empresario Izzy Sanabría cuando
éste lo increpaba por esa actitud: “A la gente le gusta cuando llego tarde. Lo esperan de
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mí”. Héctor era capaz de decir cualquier cosa en vivo y en directo, incluso, aunque esto
le trajera problemas como en Ecuador donde tuvo que pasar 4 días en la cárcel a causa
de haber cometido ofensas contra la moral en un concierto en el coliseo cubierto de
Guayaquil el 30 de julio de 1984. “Yo no llego tarde, ustedes llegan muy temprano”
respondía parafraseando la canción de Johnny Pacheco.
El 28 de junio de 1988, Héctor cayó desde el noveno piso del hotel Regency de San Juan
de Puerto Rico. Acababa de llegar de una terrible presentación en el estadio Juan
Ramón Lubriel de Bayamón. Él y Pete “El Conde” Rodríguez tenían un show, pero
justo esa misma noche había una presentación gratuita con otros salseros cerca de ahí
lo que hizo que a su espectáculo asistiera muy poca gente. Los organizadores, por este
motivo, decidieron cancelar. Héctor se opuso al oír que el público lo llamaba al
escenario: ¡Héctor, Héctor, Héctor...! sonaba su nombre en las olas y en el murmullo
engrandecido de la gente. “El jibarito de Ponce” no aceptó las razones de los
organizadores y entró a escena, como en aquel memorable concierto que dieron las
Estrellas Fania en Zaire, Africa, en 1974, y comenzó: “Mi gente, lo más grande de este
mundo, siempre me hace sentir, un orgullo profundo” (Mi Gente). Los oficiales del evento
hicieron apagar los micrófonos y las luces antes de que terminara la canción. Héctor no
lo toleró, salió del lugar fulminado, llegó al hotel, se asomó a la ventana de su
habitación y cayó al vacío. Se rompió una mano, las dos piernas, unas cuantas costillas,
algunas vértebras y toda el alma. De no haber sido por la lámina flexible de una unidad
de aire acondicionado que había en el segundo piso, hubiera fallecido esa noche.
La Salsa fue su mayor pasión. A los 14 años, en 1959, ya ganaba 18 pesos la noche como
cantante líder de una banda y, eso, para una adolescente que no había terminado la
escuela, era mucho dinero. A los 17 se fue de Ponce, Puerto Rico, su ciudad natal,
aunque su padre, Luis Pérez, le dijera al verlo con la maleta: “si te vas para Estados
Unidos olvídate de que yo existo.” Emigró a Nueva York buscando espacio para
interpretar todas las canciones del mundo, eso era lo que realmente quería para su
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vida. A Estados Unidos llegó como Héctor Pérez, un simple cantante aficionado, y, en
poco tiempo, se convirtió en el gran Héctor Lavoe. De él decía Willie Colón, quien lo
conoció desde 1965: “no era sino que usted nombrara el título de una canción, la que
fuera, y él cantaba la letra e imitaba perfectamente al cantante original. Podía cantarlo
todo, era un genio.”
No sería absurdo decir que, al igual que Jonnhy Carter, el protagonista de un cuento de
Cortázar, todo lo que Héctor Lavoe cantaba lo cantaba mañana, es decir, como dejando
un recuerdo puesto en el futuro, como si su voz saliera buscando la eternidad. Al poco
tiempo de estar en Nueva York, Héctor se convierte en un sonero de prestigio y al lado
de Colón graba sus primeros éxitos: “La Murga de Panamá,” “Canto a Borinquen” y
“Rompe Saragüey” entre otros. El público lo quiso desde el principio.
En 1977, Héctor Lavoe visitó Cali, Colombia, por primera vez y le gustó tanto su
ambiente – sobre todo el de Juanchito, ese sector a las afueras de la ciudad famoso por
su gran cantidad de clubes y discotecas –, que en 1982 decidió trasladarse a esa ciudad
en busca de reposo para su adicción a las drogas. Aprovechó que Larry Landa, el
empresario que dio a conocer a Colombia el producto de La Fania, había inaugurado
la discoteca Juan Panchanga para cantar de vez en cuando. Cuentan, quienes lo
conocieron en Cali, que en las noches salía a la calle como “guapo” queriendo
encontrar el bajo mundo de “Calle Luna, Calle Sol” o un amigo que representara el
papel de “Juanito Alimaña”, pero su gente apenas lo veía con sus cadenas y anillos de
oro, vestido de blanco como en el ritual del Yavó, con sus grandes lentes y el pelo
peinado a la moda de los setenta, no se acercaba más que a pedirle un autógrafo o a
besarle los pies. “Caminaba tan orgullos[o] y de su dolor nadie sabía” (Triste y Vacía). El
salsero cubano Alfredo de la Fe, quien convivió seis meses con Lavoe en Cali, lo
recuerda como un hombre entregado a la alegría que le proporcionaba su público.
Unos meses antes del accidente del hotel en San Juan, en 1987, su casa en el barrio
Queens de Nueva York se incendió y acabó con todo, el cantante tuvo que saltar por la
ventana y se fracturó un pie; por esos mismo días, su suegra fue asesinada a
puñaladas en Puerto Rico y, al poco tiempo, su hijo, Hectito Jr. de 17 años, murió de un
disparo que él mismo, por accidente, se propinó en el pecho.
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Todo esto, aunado a su galopante problema con las drogas, terminó con Lavoe. Dice
Izzy Sanabría, Mr.Salsa, en una semblanza sobre El Cantante escrita en 1992: “Héctor
ha vivido toda su vida tirado en diferentes direcciones por fuerzas de igual poder. Una
fuerza le ha dado el estímulo para perseguir y lograr el éxito. La otra le ha producido
su conducta negativa y autodestructiva.” Con respecto de su adicción a las drogas,
Héctor tuvo altibajos y contradicciones: grabó un comercial pedagógico sobre los
efectos perversos de la heroína y, después, en el mismo canal de la televisión
puertorriqueña, un presentador le preguntó: “Héctor, ¿cada cuánto le das la vuelta al
mundo?”, y Lavoe, mostrando todos sus dientes en una gran carcajada, respondió:
“Yo, casi todos los días.” Muchos se han atrevido a decir que la caída en el hotel de San
Juan fue apropósito, producto de un shock nervioso tal como le sucedió en abril 1977
cuando, después de un concierto, perdió el control y tuvo que ser recluido por primera
vez en un sanatorio mental. “Con el corazón destrozado y el rostro mojado soy tan
desdichado quisiera morirme” (Ella Mintió).
Héctor Lavoe nunca más volvería a ser el mismo al que Mick Jagger, vocalista de los
Rolling Stones, saludó con emoción en el vestíbulo del club Estudio 54 o el que
maravilló en Caracas, Nueva York, Ciudad de México, Miami, Buenaventura, Cali,
Santo Domingo, Bogotá, San Juan y Los Ángeles diciendo: “que llegó el que no
esperaban”. Héctor Lavoe, después de su accidente, se convirtió en el hombre más sólo
y más pobre de la Salsa; esto lo recuerda muy bien un fragmento de la canción “Que
me lo den en vida” del Gran Combo de Puerto Rico:
La vida de Héctor Lavoe fue una tragedia griega, por un lado sus amores imposibles,
por el otro, la gloria de sus conquistas. La Salsa no hubiera sido la misma sin la
presencia de este “jibarito”, si su vida hubiera sido otra. Héctor vivió sus propias
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canciones, las cantó y las predijo, pero bien lo señaló Pete “El Conde” Rodríguez en la
biografía que escribiera José Perez, el otro hijo Héctor, de su padre: “Hay que ver más
allá de sus problemas”. Este “chico malo de la Salsa”, como lo bautizó Roger Dawson,
el locutor del programa radial The Latin Root Show en 1971, hizo bailar a muchas
generaciones desde los años sesenta, amenizó a toda laya de seguidores de la crónica
urbana, del latín jazz, del son montuno, del bolero, del guaguancó y terminó sus días
aminorado con sus problemas y con la añoranza de otros tiempos. Aunque Héctor
quiso que todo fuera distinto y visitó gran cantidad de santeros y espiritistas, su
destino no lo permitió: “Pronto llegará el día de mi suerte, se que antes de mi muerte, seguro
que mi suerte cambiará” (El Día de mi Suerte).
El día del entierro de Lavoe en Nueva York, a la caravana que conducía el féretro, se
acercaron muchísimos admiradores y, con maracas, guarachas y banderas de Puerto
Rico, lo acompañaron cantando sus canciones. Al unísono se escuchó hasta que el
ataúd cayó en el fondo de la tierra: “Che che colé, que bueno e`, Che Che cobriza
muerto e’ la risa”
Hace once años murió Héctor Juan Pérez Martínez, pero Héctor Lavoe no; él sigue vivo
sin convertirse en un Periódico de Ayer.