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La Fiesta Inconclusa de Héctor Lavoe


Por: Johann Rodríguez-Bravo

“Y nadie pregunta si sufro, si lloro, si tengo una pena que hiere muy hondo…”
El Cantante
(Letra: Blades, Voz: Lavoe)

El anfitrión de la fiesta apuntó con su revólver a la cabeza de Héctor y amenazó con


matarlo si la función no continuaba hasta las seis de la mañana. Los guardaespaldas
del hombre levantaron de inmediato sus armas automáticas y rindieron cualquier
movimiento de los músicos. Ismael Rivera protestó, Larry Landa había hecho el
contrato sólo hasta las dos de la mañana, ellos estaban cansados y ya se había pasado el
tiempo. Los músicos no dieron el brazo a torcer; entonces una orden los sentenció a
quedarse sin documentos y a ser encerrados. Era la madrugada del 1 de enero de 1981
y en una pequeña habitación de una finca, a las afueras de Medellín, Colombia, casi se
asfixiaban los salseros más prestigiosos del mundo: Ismael Miranda, Vicentito Valdez,
Ismael Rivera, Gilberto Colón Jr. y Héctor Lavoe. Después de un rato de estar
encerrados, Lavoe descubrió una pequeña ventana por la que podía salir; lo intentó y
se dio cuenta que daba al exterior de la casa. Con esfuerzo, todos los demás pudieron
escapar por la misma ventana. Rápidamente huyeron a través de los matorrales hasta
dar con una carretera. Al otro día, un desconocido los visitó en el hotel con un cheque,
los pasaportes, unas disculpas y los instrumentos.

Así fue la vida del puertorriqueño Héctor Lavoe, una colcha de retazos: pistolas
apuntado su cabeza, sinsabores, alegrías, promesas, heroína, guaracha, mujeres, ron,
cocaína y guaguancó. La Salsa le enseñó el placer de vivir y también le inventó las
circunstancias que acabaron con su vida. “Yo soy aquel que la gente reclama, pero nadie
sabe comprender” (La Fama). Su público siempre lo aclamó como una de las mejores
voces de todos los tiempos; y tal vez, por esa razón, no importaban los desplantes y
los guiños inmorales con sus músicos y su gente cuando se presentaba drogado en un
concierto. Una vez en 1975, por ejemplo, en medio de una presentación decidió
suspender y, en público, despedir a todos los miembros de su banda. En otra ocasión,
en 1971, Héctor llegó tarde a un show en un bar de Bridgeport, Conneticut, y al
escuchar las recriminaciones de todo el mundo subió al escenario insultando a los
asistentes; de repente, un hombre que estaba cerca de la tarima, se abalanzó contra él y
lo derrumbó de varios puñetazos; al final, la policía tuvo que custodiar a todos los
miembros de la orquesta.

A pesar de sus locuras, a Héctor se le perdonó casi todo, incluso que se hubiera ido
para siempre. Era muy común que a las presentaciones llegara tarde, “El Rey de la
Puntualidad” lo bautizó su amigo Johnny Pacheco, director y copropietario de discos
Fania, quizás, haciendo honor a un aforismo de Oscar Wilde: “La puntualidad es la
ladrona del tiempo”. Él mismo se lo justificaba al empresario Izzy Sanabría cuando
éste lo increpaba por esa actitud: “A la gente le gusta cuando llego tarde. Lo esperan de
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mí”. Héctor era capaz de decir cualquier cosa en vivo y en directo, incluso, aunque esto
le trajera problemas como en Ecuador donde tuvo que pasar 4 días en la cárcel a causa
de haber cometido ofensas contra la moral en un concierto en el coliseo cubierto de
Guayaquil el 30 de julio de 1984. “Yo no llego tarde, ustedes llegan muy temprano”
respondía parafraseando la canción de Johnny Pacheco.

El 29 de junio de 1993, Héctor murió, sólo, olvidado en la cama de un hospital de


Nueva York. Todavía no cumplía los 47 años y su aspecto era el de un papel arrugado.
Ya no estaba gordo como a mediados de los 80, apenas pesaba 40 kilos y su pelo,
aunque escaso, le llegaba hasta el cuello; no se entendía lo que hablaba, su voz era un
graznido ininteligible, nada que ver con la que imitaba perfectamente a Daniel Santos,
Carlos Gardel, Chuíto “El de Bayamón” y que, en la época de la orquesta de Willie
Colón, cantó esa estrofa inolvidable: “todo tiene su final, nada dura para siempre, tenemos
que recordar que no existe eternidad” (Todo tiene su Final).

Mucho se ha especulado sobre su muerte. La revista TV Guide publicó que su deceso


se produjo por el abuso de las drogas, pero la versión más aceptada es la de un paro
cardiaco. Lo cierto, sin embargo, es que Héctor tenía SIDA y la muerte comenzó
desbaratarlo cinco años antes. “Mi madre me dijo: no te creas ser un gran tenorio, acabarás
en un sanatorio y todo eso lo has de perder” (La Fama).

El 28 de junio de 1988, Héctor cayó desde el noveno piso del hotel Regency de San Juan
de Puerto Rico. Acababa de llegar de una terrible presentación en el estadio Juan
Ramón Lubriel de Bayamón. Él y Pete “El Conde” Rodríguez tenían un show, pero
justo esa misma noche había una presentación gratuita con otros salseros cerca de ahí
lo que hizo que a su espectáculo asistiera muy poca gente. Los organizadores, por este
motivo, decidieron cancelar. Héctor se opuso al oír que el público lo llamaba al
escenario: ¡Héctor, Héctor, Héctor...! sonaba su nombre en las olas y en el murmullo
engrandecido de la gente. “El jibarito de Ponce” no aceptó las razones de los
organizadores y entró a escena, como en aquel memorable concierto que dieron las
Estrellas Fania en Zaire, Africa, en 1974, y comenzó: “Mi gente, lo más grande de este
mundo, siempre me hace sentir, un orgullo profundo” (Mi Gente). Los oficiales del evento
hicieron apagar los micrófonos y las luces antes de que terminara la canción. Héctor no
lo toleró, salió del lugar fulminado, llegó al hotel, se asomó a la ventana de su
habitación y cayó al vacío. Se rompió una mano, las dos piernas, unas cuantas costillas,
algunas vértebras y toda el alma. De no haber sido por la lámina flexible de una unidad
de aire acondicionado que había en el segundo piso, hubiera fallecido esa noche.

La Salsa fue su mayor pasión. A los 14 años, en 1959, ya ganaba 18 pesos la noche como
cantante líder de una banda y, eso, para una adolescente que no había terminado la
escuela, era mucho dinero. A los 17 se fue de Ponce, Puerto Rico, su ciudad natal,
aunque su padre, Luis Pérez, le dijera al verlo con la maleta: “si te vas para Estados
Unidos olvídate de que yo existo.” Emigró a Nueva York buscando espacio para
interpretar todas las canciones del mundo, eso era lo que realmente quería para su
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vida. A Estados Unidos llegó como Héctor Pérez, un simple cantante aficionado, y, en
poco tiempo, se convirtió en el gran Héctor Lavoe. De él decía Willie Colón, quien lo
conoció desde 1965: “no era sino que usted nombrara el título de una canción, la que
fuera, y él cantaba la letra e imitaba perfectamente al cantante original. Podía cantarlo
todo, era un genio.”

No sería absurdo decir que, al igual que Jonnhy Carter, el protagonista de un cuento de
Cortázar, todo lo que Héctor Lavoe cantaba lo cantaba mañana, es decir, como dejando
un recuerdo puesto en el futuro, como si su voz saliera buscando la eternidad. Al poco
tiempo de estar en Nueva York, Héctor se convierte en un sonero de prestigio y al lado
de Colón graba sus primeros éxitos: “La Murga de Panamá,” “Canto a Borinquen” y
“Rompe Saragüey” entre otros. El público lo quiso desde el principio.

Héctor, El Cantante, La Voz, el hijo favorito de Ponce, encarnó en su vida y en su obra


el espíritu mismo de la Salsa de los años 60 y 70, esa mezcla de folclor antillano y jazz
que intentó darle sonido a los secretos y la batahola de los barrios populares y de los
suburbios latinos en Estados Unidos. Héctor tenía en su garganta el sonido y la furia.
“La voz y el estilo de Lavoe para cantar guaracha, definitivamente agresivo,
irreverente, forzando modulaciones…[era, simplemente,] una prolongación de habla
clandestina” como dice el escritor e investigador venezolano, Cesar Rondón, en El
Libro de la Salsa.

En 1977, Héctor Lavoe visitó Cali, Colombia, por primera vez y le gustó tanto su
ambiente – sobre todo el de Juanchito, ese sector a las afueras de la ciudad famoso por
su gran cantidad de clubes y discotecas –, que en 1982 decidió trasladarse a esa ciudad
en busca de reposo para su adicción a las drogas. Aprovechó que Larry Landa, el
empresario que dio a conocer a Colombia el producto de La Fania, había inaugurado
la discoteca Juan Panchanga para cantar de vez en cuando. Cuentan, quienes lo
conocieron en Cali, que en las noches salía a la calle como “guapo” queriendo
encontrar el bajo mundo de “Calle Luna, Calle Sol” o un amigo que representara el
papel de “Juanito Alimaña”, pero su gente apenas lo veía con sus cadenas y anillos de
oro, vestido de blanco como en el ritual del Yavó, con sus grandes lentes y el pelo
peinado a la moda de los setenta, no se acercaba más que a pedirle un autógrafo o a
besarle los pies. “Caminaba tan orgullos[o] y de su dolor nadie sabía” (Triste y Vacía). El
salsero cubano Alfredo de la Fe, quien convivió seis meses con Lavoe en Cali, lo
recuerda como un hombre entregado a la alegría que le proporcionaba su público.

Unos meses antes del accidente del hotel en San Juan, en 1987, su casa en el barrio
Queens de Nueva York se incendió y acabó con todo, el cantante tuvo que saltar por la
ventana y se fracturó un pie; por esos mismo días, su suegra fue asesinada a
puñaladas en Puerto Rico y, al poco tiempo, su hijo, Hectito Jr. de 17 años, murió de un
disparo que él mismo, por accidente, se propinó en el pecho.
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Todo esto, aunado a su galopante problema con las drogas, terminó con Lavoe. Dice
Izzy Sanabría, Mr.Salsa, en una semblanza sobre El Cantante escrita en 1992: “Héctor
ha vivido toda su vida tirado en diferentes direcciones por fuerzas de igual poder. Una
fuerza le ha dado el estímulo para perseguir y lograr el éxito. La otra le ha producido
su conducta negativa y autodestructiva.” Con respecto de su adicción a las drogas,
Héctor tuvo altibajos y contradicciones: grabó un comercial pedagógico sobre los
efectos perversos de la heroína y, después, en el mismo canal de la televisión
puertorriqueña, un presentador le preguntó: “Héctor, ¿cada cuánto le das la vuelta al
mundo?”, y Lavoe, mostrando todos sus dientes en una gran carcajada, respondió:
“Yo, casi todos los días.” Muchos se han atrevido a decir que la caída en el hotel de San
Juan fue apropósito, producto de un shock nervioso tal como le sucedió en abril 1977
cuando, después de un concierto, perdió el control y tuvo que ser recluido por primera
vez en un sanatorio mental. “Con el corazón destrozado y el rostro mojado soy tan
desdichado quisiera morirme” (Ella Mintió).

El 2 de septiembre de 1990, Héctor se anima a cantar en un gran salón del


Meadownlands en New Jersey con Las Estrellas de la Fania. Le ayudan con su silla de
ruedas y luego, con muletas, a llegar hasta la tarima. Cheo Feliciano le entrega el
micrófono, pero Lavoe, más flaco que su propia caricatura, no puede cantar. Tiene
paralizada la mitad de su cara y el pecho no le sirve. El espectáculo de esa noche ha
sido el más triste de la historia de la Salsa; mientras Lavoe gruñía una estrofa de su
canción favorita “Mi Gente”, los coristas, todas las estrellas de Fania Records, lloraban.
La voz de Héctor Lavoe, el Cantante de los Cantantes, ya no era más que un recuerdo.
El Rey de la Puntualidad estaba derrotado por su propio invento de la vida. Esa vez sí
llegó tarde y no tuvo una respuesta.

Héctor Lavoe nunca más volvería a ser el mismo al que Mick Jagger, vocalista de los
Rolling Stones, saludó con emoción en el vestíbulo del club Estudio 54 o el que
maravilló en Caracas, Nueva York, Ciudad de México, Miami, Buenaventura, Cali,
Santo Domingo, Bogotá, San Juan y Los Ángeles diciendo: “que llegó el que no
esperaban”. Héctor Lavoe, después de su accidente, se convirtió en el hombre más sólo
y más pobre de la Salsa; esto lo recuerda muy bien un fragmento de la canción “Que
me lo den en vida” del Gran Combo de Puerto Rico:

“El Cantante de los Cantantes, mi amiguito Héctor Lavoe,


desde su lecho de enfermo una vez me preguntó:
¿Qué pasa con mis amigos?
¿dónde están que ya no vienen?
será que ya me olvidaron,
será que ya no me quieren.”

La vida de Héctor Lavoe fue una tragedia griega, por un lado sus amores imposibles,
por el otro, la gloria de sus conquistas. La Salsa no hubiera sido la misma sin la
presencia de este “jibarito”, si su vida hubiera sido otra. Héctor vivió sus propias
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canciones, las cantó y las predijo, pero bien lo señaló Pete “El Conde” Rodríguez en la
biografía que escribiera José Perez, el otro hijo Héctor, de su padre: “Hay que ver más
allá de sus problemas”. Este “chico malo de la Salsa”, como lo bautizó Roger Dawson,
el locutor del programa radial The Latin Root Show en 1971, hizo bailar a muchas
generaciones desde los años sesenta, amenizó a toda laya de seguidores de la crónica
urbana, del latín jazz, del son montuno, del bolero, del guaguancó y terminó sus días
aminorado con sus problemas y con la añoranza de otros tiempos. Aunque Héctor
quiso que todo fuera distinto y visitó gran cantidad de santeros y espiritistas, su
destino no lo permitió: “Pronto llegará el día de mi suerte, se que antes de mi muerte, seguro
que mi suerte cambiará” (El Día de mi Suerte).

Rubén Blades le regaló esta canción, quizás, previendo su destino:

“Hoy te dedico mis mejores pregones.


No es tan fácil el cantar como creen ciertos señores.
Hoy te dedico mis mejores pregones.
La vida me ha dado todo, desengaños e ilusiones (...)”
(El Cantante)

El día del entierro de Lavoe en Nueva York, a la caravana que conducía el féretro, se
acercaron muchísimos admiradores y, con maracas, guarachas y banderas de Puerto
Rico, lo acompañaron cantando sus canciones. Al unísono se escuchó hasta que el
ataúd cayó en el fondo de la tierra: “Che che colé, que bueno e`, Che Che cobriza
muerto e’ la risa”

Hace once años murió Héctor Juan Pérez Martínez, pero Héctor Lavoe no; él sigue vivo
sin convertirse en un Periódico de Ayer.

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