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La vigente Constitución del Perú fue sancionada en 1993, como una salida

política al golpe de Estado que sugirió la OEA para salir del entrampamiento
del gobierno de facto que con la complicidad de los militares implantó Fujimori
en 1992.El Congreso Constituyente que la elaboro, si bien tuvo que hacer
concesiones a la oposición democrática, mantuvo algunos ejes autoritarios, en
especial la reelección presidencial, que Fujimori quería a toda costa. Después
de reelegirse tres veces, Fujimori cayó por implosión en noviembre del año
2000, con su huida del país, en forma velada. Todo el mundo pensó que ese
era el momento de dejar de lado la Constitución de 1993 y volver a la anterior
de 1979 con las reformas indispensables, o en su caso, convocar a una
constituyente para que decidiese libremente lo que más convenía al país. Pero
no pasó ni lo uno ni lo otro. Más bien lo que se hizo fueron reformas puntuales,
y la Constitución aprobada con Fujimori, a la cual se le concedió muy poca
vida, está ad portas de cumplir 20 años de vigencia, un claro récord en la
historia constitucional peruana ¿A qué se debe este fenómeno? Diversos
factores lo explican: desidia de la clase política, interés de la clase empresarial
en no moverla, pues el apartado económico los favorece y miedo de la opinión
pública que una constituyente se desborde y llegue a extremos como se ha
visto en otros países de la región
LAS CONSTITUCIONES PERUANAS El Perú tiene pocas constituciones
importantes. Lo son las de 1828 y la de 1860 en el siglo diecinueve. Y la de
1979 en el siglo XX. Veamos ahora su número y duración. La primera
constitución formal fue la de 1823, aprobada cuando la lucha por la
independencia no había terminado aún. Tuvo una vida efímera y no solo la
turbulencia del momento la hizo inoperante, sino los poderes que se dieron a
Bolívar para consumar la independencia, lo que logró en 1824 con la batalla de
Ayacucho. Bolívar, dueño del escenario, pensó en reordenar los pueblos por él
liberados e ideó él solo una constitución exótica, la del año 1826, que duró
poco. Tan pronto salió del país, seguido al poco tiempo por sus tropas, las
fuerzas locales convocaron una constituyente y aprobaron una nueva
constitución, la de 1828, pero a la que le dieron plazo de vida: cinco años. Así,
fue sucedida por la de 1834, que fue reemplazada por la de 1839, que era
importante pues había fracasado la Confederación Perú-boliviana (1836-1839)
y había que reordenar el país. Duró hasta 1856, en que se aprobó nuestra
primera constitución liberal, y que fue tan liberal, que se dejó de lado por la de
1860, fruto de un consenso y de concesiones mutuas. Fue interrumpida por
una nueva constitución liberal de 1867, que solo duró seis meses,
restaurándose la de 1860. Ésta, con altas y bajas rigió hasta 1920, en que fue
remplazada por una promulgada ese año, por un gobierno autoritario, el de
Leguía La más importante constitución peruana del siglo XIX es la de 1828,
pues puso las bases del Estado peruano, cuyos lineamientos iban a durar más
de un siglo. Pero no duró mucho, pues sus propios autores le dieron un corto
plazo de vida: cinco años. Luego de ella, la de mayor significado es la de 1860,
que rige sesenta años y pudo durar más. Es, pues, la más longeva de nuestra
historia política. La que le sigue de 1920 dura trece años, y es remplazada en
1933 por una nueva, que se mantiene hasta 1979. O sea, un total de 47 años,
con lo cual la de 1933 es la segunda más extensa en vigencia, después de la
de 1860. La de 1979, es remplazada por la de 1993, con lo cual tenemos una
vigencia aproximada de catorce años. La de 1993 cumplirá en diciembre
próximo veinte años. O sea, en cuanto a vigencia formal, tenemos el siguiente
cuadro: — Constitución de 1860: 60 años, — Constitución de 1933: 47 años, —
Constitución de 1993: 20 años. ¿A qué se debe esto?... es decir, ¿cómo así ha
podido durar tantos años la Carta de 1993, pese a que se le auguraba poco
éxito? Intentemos una explicación recordando cómo se dio, cómo se debatió y
cómo ha entrado en vigencia y ha vivido en el tiempo. Y tratar de explicarnos
porqué ha durado hasta ahora, pese a los vaticinios en contra y a su
cuestionable origen.
III. EL GOLPE DE ESTADO DE 1992 En la constituyente de 1978, que
sancionó la Carta de 1979, hasta ahora la más ejemplar del siglo XX, se
introdujo un curioso mecanismo electoral, tomado de la experiencia francesa: el
ballotage, más conocido como «segunda vuelta», que consiste en que para ser
elegido a un cargo determinado, se necesita obtener un mínimo de votos,
normalmente más del 50%, y si esto no se logra, se va a una segunda elección,
en donde compiten los dos o tres primeros puestos, y gana el que obtiene la
más alta votación. En Francia esto fue introducido en la Carta de 1958, si bien
no de golpe, sino por partes, y además aplicable a todo el sistema, incluyendo
las cámaras legislativas. Existían, por cierto, antecedentes más antiguos, pero
de ahí se tomó. En todo caso, Francia se volvió emblemática por esa categoría
y por su carácter semi-presidencial —así la bautizó Duverger— toda vez que
venía de un pasado parlamentario, que se quería dejar de lado. Pero en el Perú
se usó el sistema solo para el presidente y los vicepresidentes, no para los
demás cargos políticos (las leyes electorales municipales, expresamente han
rechazado el sistema de doble vuelta y aplican uno que da más estabilidad al
alcalde y su cuerpo edil). Y esto se conjugó con el sistema D´Hondt, ideado por
el matemático belga del mismo nombre de fines del siglo XIX, que consiste en
aplicar una cifra que distribuye los asientos o curules en función de la cantidad
de votos, que por eso también se llama «cifra repartidora». Y como resultado
de esto, las cámaras reflejan casi matemáticamente cuál es el electorado. De
esta suerte, en 1990 Alberto Fujimori alcanzó en primera vuelta solo un 24%,
por lo que se vio obligado a participar en una segunda, en la que obtuvo un
56%, siendo elegido presidente de la República. El problema es que mientras
el presidente Fujimori solo tenía el 24% en ambas cámaras (en esa época
existía el Senado y la Cámara de Diputados) había ganado la presidencia por
una amplia mayoría. Sin embargo, el sistema de gobierno peruano es
presidencial, pero sui generis, es un presidencialismo atenuado y tiene
elementos parlamentarios desde 1856 (interpelaciones, voto de censura, etc.) y
en consecuencia, todo presidente, para llevar a cabo los grandes lineamientos
de su gobierno, necesita el apoyo de las cámaras (empezando por la
aprobación del presupuesto). Fujimori se encontró así que había ganado pero
en forma condicionada: era Presidente, pero tenía que pedir apoyo al
parlamento, no en todo, pero si en algunas decisiones importantes. Y esto no le
hizo ninguna gracia, por el temperamento suficiente y autoritario que pronto
mostró. Lo más recomendable en estos casos era conciliar y buscar alianzas
con los otros grupos parlamentarios para la necesaria gobernabilidad —lo que
se hace en toda democracia madura y se ha hecho con posterioridad en el
Perú— pero esta no fue la ruta de Fujimori. En el pasado, se habían dado
situaciones parecidas. Así, el presidente Bustamante en el período 1945-1948,
se encontró con una mayoría parlamentaria que no manejaba, no obstante que
formaban el mismo frente político, pero Bustamante no hizo mayor esfuerzo
para buscar consensos, sino dejó que las cosas siguiesen su rumbo. Y pasó lo
que tenía que pasar: un desencuentro total, que llevó al golpe de Estado de
1948, que lo desalojó del poder. Uno de los miembros de su alianza política,
Manuel Seoane, dijo muy gráficamente de Bustamante: creíamos haber elegido
al capitán del equipo, que en realidad actuó como un árbitro. Posteriormente,
en el período 1963- 1968, el presidente Belaunde se encontró igualmente
acorralado en las cámaras, y si bien actuó prudentemente, solo pudo conciliar
con una oposición cerril al final de su período. Ya para entonces el país estaba
demasiado convulsionado, y sobrevino el golpe de Estado en 1968. Tanto a
Bustamante como a Belaunde, le siguieron gobiernos militares autoritarios, si
bien de distinto signo político. Ahora se iba a presentar algo parecido. El
presidente Fujimori se encontraba sin mayoría en las cámaras, y si bien éstas
dieron muestras de un ánimo colaboracionista, esto no le bastaba. Así, el 5 de
abril de 1992, dio un golpe de Estado con el apoyo del Ejército, pero no para
favorecer a otra persona, sino para favorecerse a sí mismo. Y así empezó a
gobernar

La Carta de 1993 surgió como un instrumento jurídico y político destinado a


legitimar el golpe de Estado del 5 de abril de 1992 y para plasmar reglas no
previstas por la Constitución de 1979. Ella trató de consolidar al gobierno no
democrático y autoritario del ingeniero Alberto Fujimori. Una Constitución a la
medida.

A tal conclusión puede llegarse a través del análisis del procedimiento


empleado para elaborar el texto constitucional. Y, especialmente, a partir del
examen de las instituciones plasmadas en él como: el fortalecimiento del Poder
Ejecutivo, la introducción de la reelección presidencial inmediata, el Congreso
unicameral, la reducción de atribuciones de los gobiernos locales y regionales,
ampliación de la competencia de la justicia militar, la pretendida extensión de la
pena de muerte, entre otras.

La ciudadanía no exigió un proceso constituyente ni el nacimiento de una


nueva Carta, gran parte de ella estuvo desinformada de los alcances de las
normas que estaban siendo aprobadas; tampoco existieron canales efectivos
para la discusión e incorporación de sus propuestas. Ello determinó la ausencia
de un “clima constituyente”. La posibilidad de formar conciencia ciudadana
respecto al contenido del texto fue limitada.

La forma cómo se reguló el referéndum, realizado el 31 de octubre de 1993, y


el modo en que se condujo la campaña electoral estuvieron destinados a
favorecer al gobierno. El principio de neutralidad fue vulnerado. Ello, además,
contribuyó a una marcada polarización entre quienes estaban a favor de la
propuesta oficial y quienes —desde distintos sectores e ideologías— la
cuestionaban.

En la actualidad, la versión original del texto constitucional presenta cambios


sustanciales. Se ha eliminado la reelección presidencial inmediata, se ha
diseñado el marco constitucional básico de la descentralización, se ha
incrementado el número de congresistas, entre otras reformas. Además, el
aporte del Tribunal Constitucional ha sido fundamental. En el balance, al
margen de algunas decisiones cuestionables, ha ido precisando y dotando de
contenido a diversas disposiciones constitucionales.

En las líneas que siguen pretendemos evaluar la posibilidad de avanzar a una


reforma sustancial del texto constitucional. En Perú, sigue siendo un tema
pendiente proceder a una reforma del Estado que garantice a las personas la
plena vigencia de sus derechos y una efectiva separación de poderes. Un
componente importante es la reforma constitucional. Y es que una democracia
constitucional no sólo requiere una economía estable, sino también una sólida
institucionalidad.  

La reforma constitucional pendiente

La caída del régimen fujimorista abrió un escenario propicio para un cambio


constitucional que nos hubiera permitido contar con un texto legítimo y de
consenso orientado a afianzar la vigencia de los derechos e instituciones
constitucionales. En este camino se inscribió el informe presentado en julio de
2001 por la Comisión de Estudio de las Bases de la Reforma Constitucional
designada por el presidente Valentín Paniagua. La referida Comisión fue
creada a través del Decreto Supremo Núm. 018-2001-JUS, publicado el 26 de
mayo de 2001, con la finalidad de proponer las normas constitucionales que
podrían ser reformadas, las opciones sobre el contenido de las reformas y el
procedimiento a seguir para desarrollar las normas constitucionales
propuestas. En su primer considerando el Decreto recordaba que la
Constitución de 1993: “Fue elaborada y debatida en un escenario de crisis
política producto de la interrupción del orden constitucional, y ratificada por un
referéndum cuestionado por las irregularidades cometidas en su desarrollo”. La
Resolución Ministerial Núm. 232-2001-JUS, publicada el 01 de junio, designó a
sus veintiocho integrantes.

El Informe de la Comisión planteó tres alternativas posibles para el cambio. La


primera proponía el retorno a la Constitución de 1979 y la nulidad de la de
1993, manteniendo vigentes las nuevas instituciones —por ejemplo, la
Defensoría del Pueblo— y convocando a una Asamblea Constituyente para
que actualizara e incorporara los cambios necesarios a dicha Constitución. La
segunda manifestaba la reforma total de la Constitución bajo el procedimiento
previsto por la Carta de 1993, incorporando el texto de 1979 con las
actualizaciones necesarias. La última propuso aprobar una ley de referéndum
que consultara a la ciudadanía si deseaba retornar a la Carta de 1979 y si fuera
así convocar a una Asamblea Constituyente para reformarla y actualizarla.
También se planteó aprobar una ley de referéndum para que la ciudadanía
decida si quiere una nueva Constitución; de suceder ello, se convocaría a una
Asamblea Constituyente.

En diciembre de 2001, el Congreso mediante la Ley 27600 optó por una vía
distinta. Propuso la “reforma total” de la Constitución por parte del Congreso, lo
que motivó que se presentara una demanda de inconstitucionalidad contra ella,
la cual finalmente fue desestimada (Exp. 014-2002-AI/TC). Asimismo, dispuso
someter el texto aprobado a referéndum. Dicha ley, además, suprimió la firma
de Alberto Fujimori de la Constitución de 1993.

De esta manera, se encargó la conducción de la elaboración de la nueva


Constitución a la Comisión de Constitución, Reglamento y Acusaciones
Constitucionales, presidida por el entonces congresista Henry Pease. Dicha
Comisión designó diversos congresistas coordinadores, encargados de abordar
una parte de la Constitución, quienes a su vez convocaron a un grupo de
personas de la sociedad civil, abogados, expertos, etcétera, para elaborar los
textos iniciales.

Esta metodología trajo como consecuencia que inicialmente no existiera una


visión de conjunto del texto constitucional, sino que se haya trabajado de
manera parcial. Así, por ejemplo, había grupos de trabajo que debían elaborar
propuestas sobre derechos de la persona, régimen electoral, régimen
económico, gobierno y Congreso, régimen político, administración de justicia, y
Estado y nación, las cuales fueron entregadas y sustentadas ante la Comisión
de Constitución, Reglamento y Acusaciones Constitucionales.

La Comisión sometió la propuesta a una primera discusión, y luego publicó el


anteproyecto, que fue presentado el 5 de abril del 2002 en el Congreso de la
República. Dicho texto fue revisado, modificado y aprobado por la Comisión de
Constitución dando origen al proyecto de ley de reforma constitucional
presentado en julio de 2002 al Pleno del Congreso de la República.

Luego de algunas discrepancias sobre el texto que debería servir de base para
la reforma constitucional —el partido aprista propuso volver a la Constitución de
1979— y de algunas voces que, incluso, cuestionaron la competencia del
Congreso de la República para llevar a cabo una reforma total de la
Constitución —tema que fue resuelto por el Tribunal Constitucional—, se
acordó continuar con el debate del proyecto constitucional. El texto fue
aprobado en su gran mayoría en una primera votación. Sin embargo, desde
abril de 2003, la reforma quedó paralizada. En efecto, el Congreso acordó
suspender el debate constitucional del 25 de abril al 5 de mayo de ese año,
pero luego no hubo consenso para retomarlo. Ante la percepción cierta de que
la ciudadanía tenía otras prioridades en agenda y el eventual temor a un
masivo rechazo en el referéndum, se dejó atrás la vía de una reforma total que
requería necesariamente de un referéndum.

Todo ello sucedió pese a que en diciembre de 2003, el Tribunal Constitucional

declaró improcedente la acción de inconstitucionalidad interpuesta contra la


Carta de 1993 y exhortó al Congreso a que antes de que venciera el mandato

de sus miembros —plazo que expiró en julio del 2006— encuentra un camino

para la reforma constitucional (Exp. 014-2003-AI/TC), lo cual no llegó a

cumplirse. La Constitución de 1993 ha fracasado. La prueba de ello es que su

tejido formal ha sido incapaz de asegurar lo mínimo que se le puede exigir a un

sistema de gobierno: resguardar a los ciudadanos, equilibrar los poderes y

tener predictibilidad. Su supuesto éxito, que ha consistido en construir una

fortaleza macroeconómica durante dos décadas, ha sido puesto en evidencia

por una pandemia que ha señalado de manera cruel que tener el dólar estable

no garantiza el cumplimiento del primer artículo de la Constitución: la defensa

de la persona humana y el respeto de su dignidad. Hace falta más.

La Constitución de 1993 ha fracasado porque no establece una correlación

mínima entre aquellos que votan y aquellos que son elegidos. Sociólogos y

politólogos han estudiado el colapso del sistema de representación de

partidos y, a la fecha, no hay solución evidente ni interés mayor por una

reforma. Los últimos cinco años hemos visto la brutal consecuencia: cuatro

intentos de vacancia, cierre de Congreso, legisladores golpistas que suceden a

legisladores golpistas, presidentes en arresto o en vías de arresto y un

envilecimiento del debate público. Cualquier punto de partida que permita este

accionar errático y destructivo debe ser cuestionado.

La Constitución de 1993 ha fracasado porque no recogió las lecciones de la

historia: ningún Ejecutivo con oposición mayoritaria y confrontacional ha

podido acabar su mandato. Ni Bustamante, ni Belaunde, ni Fujimori (por

autogolpe), ni PPK, ni Vizcarra, ni Merino ciertamente. Si algo revela la

arquitectura estatal peruana del siglo XX en adelante es que está diseñada

para invitar a la irrupción, al quiebre, al exabrupto.

La Constitución de 1993 ha fracasado porque es ambigua en determinar un

carácter presidencialista que nuestro régimen tiene y no tiene a la vez. Que los

causales de vacancia sean dudosos y necesiten interpretación es cómo tener


una bomba de relojería en una tienda de espejos y rezar para que no estalle

nunca. Todavía seguimos recogiendo las esquirlas.

La Constitución de 1993 ha fracasado, pues los mejores presidentes que han

ejercido bajo ella no fueron elegidos por voto popular, llegaron al poder por

accidente o coyuntura. Todos los elegidos por las urnas, en cambio, han

tenido un final trágico, triste o desgraciado.

La Constitución de 1993 ha fracasado porque no garantiza que las dos fuerzas

reales que constituyen el tira y afloja del poder en el Perú se articulen como

tales: el progresismo social con los liberales, por un lado; los conservadores y

populistas por otro. Atomizados, todos son alimento de mafiosos, grupos con

agendas subalternas, oportunistas, buscavidas y delincuentes.

¿Esto significa que debamos tener una Asamblea Constituyente? No,

necesariamente. Creer que la realidad se compone porque se escribe un texto

mejor que otro es de una ingenuidad que, a puertas de los 200 años, quizás no

nos debamos permitir. El sistema de enmiendas es tan o más razonable. Pero

lo que sí es cierto es que si no se opta por corregir aquello que en 1993 se

hizo mal o se rehace la Constitución de cero, el futuro seguirá siendo como

el presente: un camino de desolación en el que se puede asesinar a dos

jóvenes en una marcha, donde es posible tener tres presidentes en una

semana, y donde dependemos de que el azar ponga en palacio a Sagasti en

vez de Merino, según como caigan los dados.

5.- Conclusiones
Los conceptos de legalidad y legitimidad tienen tantas acepciones como
filósofos del derecho han escrito sobre ellos o, interpretaciones según los
juristas constitucionales que los han tratado. No obstante, es necesario
decantar una posición que nos permita realizar un análisis de si es no
necesaria una nueva constitución. La legitimidad debe entenderse como la
justificación (filosófica, sociológica o jurídica) del poder o al ejercicio del mismo.
Tratándose de un instrumento que ha de regular el pacto social, se incide en la
adhesión colectiva que asegure la obediencia al documento declarado como
Constitución Política. La legalidad es la adhesión a las formas y procedimientos
establecidos por la ley para la actuación del gobernante. Sin perjuicio de las
disquisiciones ofrecidas por el Tribunal Constitucional, el gobierno de Alberto
Fujimori después de efectuado el golpe de Estado de 05 de abril de 1992 se
convierte en un gobierno de facto pero no ilegítimo, dado que contó con la
aprobación mayoritaria de la población reflejada no sólo en las encuestas de
opinión referidas al tema específico sino en los resultados mensuales de la
aprobación o desaprobación gubernamental. Se puede cuestionar la legitimidad
por el número de votantes, pero tampoco se puede negar que aquellos que no
acudieron a las urnas, que viciaron sus votos o que los dejaron en blanco
hayan sido manipulados para actuar de tal modo. Así, aún cuando no se
alcanzó una mayoría calificada, fue una mayoría la que efectivamente aprobó
la Constitución. La ilegalidad del gobierno derivada del golpe de Estado no
necesariamente se contagia al procedimiento de elaboración de la
Constitución, aunque si comparamos el modo de su producción es evidente
que no es aquel que preveía la Constitución de 1979. Sólo en ese sentido es
posible predicar su ilegalidad. Sin perjuicio de ello, convocado el Congreso
Constituyente Democrático, como efectiva expresión de un poder único,
extraordinario e ilimitado tiene facultades suficientes para establecer su propio
procedimiento de creación de una nueva constitución.

En cuanto a su legalidad, la Constitución fue promulgada en el marco de los


procedimientos establecidos por la Constitución anterior de 1979, y fue aprobada
por un referéndum nacional en el que la mayoría de los ciudadanos peruanos
votaron a favor de su adopción. Por lo tanto, desde el punto de vista jurídico, la
Constitución de 1993 es legal y tiene plena vigencia en el sistema jurídico peruano.

En cuanto a su legitimidad, la Constitución ha sido cuestionada por diversos


sectores, quienes señalan que fue elaborada y aprobada en un contexto de crisis
política y social, y que no contó con una participación ciudadana suficiente y
adecuada. Sin embargo, la Constitución ha sido aplicada durante más de 25 años, y
ha sido objeto de procesos electorales y políticos en los que ha sido respetada y
reconocida como la norma suprema del país.

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