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Materia: Estética.
Cátedra: Profesora Silvia Schwarzböck
Teórico: N° 8 – 27 de Septiembre de 2012
Tema: La Filosofía del arte de Schelling. La crítica de Deleuze a la ironía romántica.
Unidad III, primera parte: La modernidad estética según Benjamin.
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En la primera parte de la clase de hoy vamos a terminar la Unidad II y en la segunda


parte vamos a empezar con la primera parte de la Unidad III (la modernidad estética
según Benjamin). El objetivo de la Unidad II es ver las dos vías de la modernidad
estética (la irónica y la sistemática) como dos vías muertas (como procesos con
“principio y fin”, como sugiere el título del Programa de la materia). Vamos a
desarrollar, en el curso de la clase de hoy, por qué serían justamente vías muertas. Y a
analizar la crítica a la ironía que aparece en Lógicas del sentido de Deleuze (un libro de
1969), sobre todo la crítica a la ironía romántica. Pero también vamos a ver cuáles son
los problemas de la vía sistemática del idealismo en estética: cuáles son sus limitaciones
como para ser la vía regia de la modernidad estética. De algún modo, el pasaje de la
Unidad II a la Unidad III, dentro del Programa de la materia, tiene que ver con cambiar
el concepto de espíritu. Me refiero a pasar del espíritu en sentido hegeliano a pasar al
concepto de espíritu en sentido adorniano (“espíritu” en el sentido del capítulo séptimo
de la Teoría estética), a cambiar de objetividad. A partir de la clase de hoy vamos a
pasar de la modernidad estética en el sentido de la Unidad II (vinculada a la ironía, en
Schlegel, o al sistema, en Schelling) a la modernidad estética entendida en el sentido de
la Unidad III. El giro que se da entre una y otra unidad tiene que ver con pasar de un
concepto de modernidad estética centrado en la figura del yo a un concepto de
modernidad estética centrado en la figura de la obra de arte.
El cambio en el concepto de espíritu (el del idealismo alemán del siglo XIX al de la
Teoría crítica del siglo XX) es, de algún modo, el que da cuenta de este giro. De todas
maneras, nosotros vimos a través de la filosofía de Schlegel cómo ya aparece en el

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primer romanticismo un concepto de modernidad estética ligado a la obra de arte y no a
la figura del receptor (la figura del receptor como la vimos en la Unidad I). En la
Unidad II vimos que la obra de arte se va convirtiendo, con el primer romanticismo, en
el problema central de la estética pero que, para eso, se vuelve necesario absolutizar el
yo. Con la lectura de la Introducción y de la Primera Parte de la Filosofía del arte de
Schelling se termina de ver cómo la absolutización del yo puede tener dos variantes: una
variante fragmentaria (la del primer romanticismo) y una variante sistemática (la
schellinguiana).
La clase pasada habíamos llegado a esta disyuntiva: la modernidad estética, asociada al
idealismo, tiene o una vía fragmentaria o una vía sistemática. Pero en ambos casos hay
que pasar por la instancia de la asbolutización del yo. Es decir, por Fichte. Y ése es el
fundamento idealista tanto de la fragmentariedad como de la sistematicidad románticas.
Lo que vamos a ver ahora, en la Filosofía del arte de Schelling, es cómo se convierte el
arte en el problema de la estética. Por primera vez, podríamos decir, el arte se convierte
abiertamente en el problema central de la estética.

Alumno: ¿Este Schelling del que estamos hablando es el Schelling más cercano a
Fichte, digamos?

Profesora: Sí, es el Schelling más cercano a Fichte, no es el último Schelling. Es el de


1800 a 1802: es el primer Schelling. Está bien la observación. Recuerden que el tema de
la Unidad II es la absolutización del yo en relación al primer romanticismo (“De la
absolutización del yo a la filosofía del arte”). Entonces, nosotros el Schelling que
leemos en la Unidad II (por su tema) es el Schelling romántico. Está muy bien tu
pregunta porque tenemos un giro dentro del pensamiento de Schelling, pero la idea es
centrarnos en su filosofía entre 1800 y 1803. Es decir el Sistema del idealismo
trascendental y la Filosofía del arte (las lecciones que constituyen la Filosofía del arte).
La traducción que voy a citar en la clase de hoy es una edición crítica de Virginia López
Domínguez que se publicó en editorial Tecnos. Hay otra traducción castellana de la
Filosofía del arte, del año 1912, publicada por la editorial Nova, con prólogo de
Eugenio Pucciarelli. De todas maneras, está el texto en alemán que se puede bajar
completo desde internet para poder chequear la traducción.

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La Filosofía de arte son las conferencias que da Schelling en la Universidad de Jena
entre 1802 y 1083 (es el Schelling todavía vinculado con el romanticismo y
filosóficamente muy cercano a Fichte). Schelling se dirige al público dando por sentado
un sistema de sobreentendidos respecto de la filosofía idealista, por el cual ciertos
conceptos no necesitan una exposición completa. Me refiero a un sistema de lecturas
que van desde la Crítica de la razón pura a la primera y segunda Introducción a la
Teoría de la ciencia de Fichte y que pasa, por supuesto, por la Crítica del juicio de
Kant. Estos sobreentendidos serían los sobreentendidos del idealismo como esa filosofía
para los jóvenes de la cual hablaba Fichte en la primera introducción a la Teoría de la
Ciencia. Dice Schelling:

Sólo existe un único ser absoluto e indiviso. En la historia o en el arte o en la


naturaleza conocemos, precisamente, ese ser absoluto e indiviso.
[Schelling, F. W. J., Filosofía del arte, trad. Virginia López-Domínguez, Madrid,
Tecnos, 2ª. ed., 2006, p. 14]

A cada una de estas potencias (naturaleza, historia y arte) le es inherente la absolutidad.


Es decir, el absoluto se conoce por igual en la naturaleza, en la historia y en el arte.
Recordemos que dijimos la clase pasa que él anuncia en las clases, pidiendo perdón a
todos aquellos que ya escucharon su filosofía de la naturaleza, que lo único que va a
hacer con la filosofía del arte es aplicar el sistema y explicar el arte tal como explicó
antes la naturaleza. Por lo tanto, el sistema es un enfoque que sirve por igual para
cualquiera de las tres potencias.

La filosofía debe ser la imagen fiel del universo: lo absoluto representado en la


totalidad de sus determinaciones ideales.
[Ibid., p. 14]

Fíjense que este término Potenz que se traduce por potencia, a veces Schelling lo utiliza
como sinónimo de determinación ideal, pero también lo usa con otros significados que
ya vamos a ver cuáles son. Las potencias serían, justamente, las particularizaciones de
lo absoluto, el modo en el cual el absoluto puede ser conocido. Se trata de un término
que, a veces, Schelling lo utiliza como determinación ideal, pero también lo utiliza

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como unidad particular. Es un término bastante parecido al que Hegel utiliza para la
determinación o particularización (Bestimmung).

Por lo tanto Dios o el universo son lo mismo o distintas caras de lo que es uno y lo
mismo. [p.14]

Recordemos que lo absoluto, para Schelling, tiene la cualidad de la indiferencia (esto lo


vimos la clase pasada). Dios es el universo considerado desde el punto de vista de la
identidad. Es decir, es todo porque es lo exclusivamente real. Y el universo es Dios
considerado desde el punto de vista de la totalidad.
Estas definiciones, que parecen axiomáticas, son axiomáticas. Es decir, si leyeron la
primera parte del libro habrán visto que, al igual que la Ética demostrada según el
orden geométrico de Spinoza, Schelling plantea una afirmación y después la demuestra.
Ese es el modo expositivo de Schelling en las lecciones de Filosofía de arte: lo que
parece sentencioso, en realidad, lo es. Está puesto a la manera de un principio del cual
después va a deducir consecuencias. La reversibilidad entre el concepto de Dios y el
concepto de universo es, de algún modo, el principio de la exposición. Desde el punto
de vista de la identidad, es un concepto, pero desde el punto de vista de la totalidad, es
otro. Se trata siempre de un concepto reversible.
En lo absoluto, como comprende a todas las potencias y en él todas las potencias son
una, existe la indiferencia. Por lo tanto, lo absoluto no es igual a ninguna potencia en
particular y comprende todas las potencias, pero en el modo de la indiferencia, por lo
tanto, no se identifica con ninguna de ellas, sino que las contiene y en el modo de la
indiferencia. La filosofía es una sola (es indivisible) y conoce lo absoluto. En esta
exposición encontramos un planteo que toma, de algún modo, las consecuencias del
giro fichteano respecto de Kant: ha desaparecido del idealismo el problema de la cosa
en sí. Estamos ya en un idealismo sin ese problema, tanto en Fichte (en la primera
Introducción a la Teoría de la ciencia) como en Schelling. La filosofía nunca se dirige a
lo particular, sino siempre directamente a lo absoluto. Y esto es lo que le va a permitir a
Schelling diferenciar entre filosofía del arte y teoría del arte. La teoría del arte,
justamente, busca leyes de lo particular, del arte como lo particular. La filosofía del arte,
por el contrario, aborda el arte desde la perspectiva de lo absoluto. Son ambas dos
perspectivas, para Schelling, totalmente distintas (la del filósofo y la del teórico del
arte).

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La filosofía, cuando se dirige a lo particular como puede ser particular el arte, la historia
o la naturaleza, lo hace en la medida que lo particular contiene en sí lo absoluto en su
totalidad y lo representa a él. Las potencias, por lo tanto, no se pueden aislar del todo,
sólo es posible representárselas en la medida en que en ellas está representado lo
absoluto. Así el filósofo se representa las potencias de lo absoluto como filosofía de la
naturaleza, filosofía de la historia o filosofía del arte. Cuando la potencia particular se
trata como particular y se establece a partir de su particularidad cuáles son sus leyes
particulares, no se trata de filosofía, sino de teoría.
El problema de la teoría del arte es que toma prestados de la filosofía sus principios. Por
lo tanto, si una teoría toma prestados los principios de la filosofía, no puede ser
considerada, a su vez, filosofía. Opera, podríamos decir, mecánicamente a partir de sus
principios. Sólo la filosofía encuentra los principios de lo absoluto; la teoría los aplica.
Esta es una salvedad importante, más allá de que la teoría del arte sistematice el arte,
estudie los movimientos artísticos, estudie las obras particulares y busque sus leyes, no
puede, a partir de esa búsqueda en lo particular, extraer principios de carácter absoluto;
simplemente los toma de la filosofía y hace sus análisis a partir de ella.

En la filosofía del arte no se construye el arte como particular, sino que se


construye el universal en la figura del arte. Filosofía de arte, por lo tanto, es la
ciencia del todo en la forma o potencia del arte. [p. 17]

Podríamos decir que esa es una buena definición de la estética en el sentido


schellinguiano. Estética, como filosofía del arte, es la ciencia del todo en la forma o
potencia del arte, es decir, es el sistema aplicado al arte. El arte representa en sí lo
infinito como particular. En tanto representación de lo infinito, entonces, el arte está a la
misma altura que la filosofía.
Arte y filosofía representan lo infinito (más allá que no lo representen igual y ahora
vamos a ver la diferencia). Se trata de dos saberes que están a la misma altura. No se
trata de que el arte sea, en este punto, en su relación con lo infinito, inferior a la filosofía
(como va a ser, de algún modo, en el sistema hegeliano). Aquí, al igual que en todos los
primeros románticos (por eso decíamos que leemos al “primer Schelling” en la Unidad
II), se trata de una relación de igualdad entre el arte, la religión y la filosofía en cuanto
al acceso a lo absoluto. Es decir, la tríada del espíritu absoluto hegeliano (arte, religión y
filosofía), en los autores románticos, no es una tríada en la que hay una disparidad en

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cuanto al modo de acceso a lo absoluto. No nos olvidemos que Schlegel se convierte al
catolicismo después de 1800 y, tampoco nos olvidemos que el pensamiento de Schelling
(luego de la Filosofía de arte) sigue evolucionando. Estamos viendo un momento de la
historia de la filosofía, el momento del círculo de Jena, en autores que siguen su obra,
después del fin de este círculo, por vías diferentes. Es un momento que podríamos
llamar, de algún modo, juvenil, un momento relacionado con la estética y un momento
que le interesa a un curso de estética. Por lo tanto, no nos ocupamos aquí ni del último
Fichte, ni del último Schelling, ni del último Schlegel. Simplemente, el momento del
Círculo de Jena es el momento que recortamos para entender cuál es el objeto de la
estética hacia fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, ya es es un objeto que
deviene. Además –sabemos- el objeto de la estética no es siempre el mismo.
La filosofía del arte es la ciencia del todo en la forma o potencia del arte. El arte
representa en sí lo infinito como particular y en ese sentido no tiene una diferencia
sustancial con la filosofía. Ambos representan lo infinito. No obstante, existe una
diferencia en la representación de lo infinito entre el arte y la filosofía: la filosofía
representa lo absoluto en el arquetipo y el arte representa lo absoluto en la imagen
reflejada. La filosofía, entonces, no representa cosas reales, sino sus arquetipos. Este es
un recurso bastante platónico en la exposición que hace Schelling en Filosofía del arte:
Las cosas reales -le dice al auditorio-, todos sabemos, son copias imperfectas de los
arquetipos (a esto me refería con el vocabulario y los supuestos compartidos con el
auditorio, como si Schelling no necesitara explicar el concepto de arquetipo, porque se
trata de un concepto que sus alumnos conocen y, además, comparten: se trata de hablar
de algo que es perfecto –el arquetipo- contra su degradación en lo real –la cosa real-,
para un público que está convencido de ello). Después va a hacer especificaciones sobre
este concepto de arquetipo pero, en principio, se hace entender utilizando la metáfora
platónica: el arquetipo, respecto de la cosa real, tiene una relación que es la de lo
perfecto con lo de lo imperfecto.
La filosofía no representa las cosas reales, sino sus arquetipos (las cosas reales son
copias de los arquetipos). Los arquetipos, en su perfección, se objetivan en el arte y
representan el mundo intelectual en el mundo reflejado. O sea, hay una objetivación de
los arquetipos -entendidos como Ideas- en el mundo del arte (el mundo reflejado).
Como si el arte fuera la presencia del mundo intelectual en el mundo reflejado.
Recordemos que el concepto en el cual se va a basar la concepción del arte hegeliana es,
justamente, el concepto de Idea: el arte como la aparición (Erscheinung) sensible de la

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Idea. Ambos, Schelling y Hegel, utilizan un concepto cercano al de la idea platónica,
podríamos decir, aunque “idea” (se lo escriba con mayúscula o con minúscula) no
significa en ellos exactamente lo mismo que en la filosofía platónica. Aquí la Idea está
asociada a conceptos propios de la filosofía idealista: la totalidad, lo absoluto y lo
infinito.
Para la filosofía, según Schelling, lo absoluto es el arquetipo de la verdad; para el arte lo
absoluto es el arquetipo de la belleza. Tenemos, entonces, dos conceptos (verdad y
belleza) que se van a relacionar en la primera parte de la obra con el concepto de
bondad (el bien). En principio, el arquetipo con el cual se relaciona la filosofía es la
verdad y el arquetipo con el cual se relaciona el arte es la belleza. De todas maneras, no
puede haber belleza sin verdad y verdad sin belleza, de la misma manera que el bien no
puede estar disociado de la verdad y la belleza.
Belleza y verdad son dos modos de abordar lo absoluto que es único.

La filosofía intuye las ideas o arquetipos [fíjense que ya usa los términos de
manera sinónima] como son en sí. [p. 19]

El arte intuye las ideas o arquetipos como son realmente. Acá el concepto de real no es
el concepto de wirklich, de realidad efectiva de Hegel, sino real. Por lo tanto, cuando
Schelling utiliza tal concepto de real para decir que el arte intuye las ideas o arquetipos
como son realmente y no como son en sí, se refiere a que las intuye como objetos. Real
tiene que ver con lo objetivo: las ideas están objetivadas con los arquetipos del arte.
Mis exposiciones nunca son lineales, y hoy no va a ser la excepción: vamos a pasar de
la Introducción al parágrafo 20 de la primer parte de la Filosofía del arte, porque la
Introducción, como toda introducción, es muy general. La verdad y la belleza, al igual
que el bien, van a ser tres potencias relacionadas.
En sí, o según la idea, belleza y verdad son lo mismo, pues, según la idea, la
verdad es, igual que la belleza, identidad de lo subjetivo y objetivo, la primera
intuida subjetivamente o como modelo, y la belleza objetivamente o como imagen
reflejada. [p. 40]

Como les decía, Schelling siempre expone una tesis y después la demuestra. Esta es la
tesis que expone en el parágrafo 20. Ahora va a explicar por qué belleza y verdad son lo

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mismo, sólo que una entendida en una perspectiva y otra entendida desde otra: una
intuida subjetivamente y la otra objetivamente o como imagen reflejada:

La verdad que no es belleza tampoco es verdad absoluta y a la inversa. [p. 40]

La verdad no puede estar exenta de belleza. Como si la idea de verdad y la de belleza


fueran dos ideas que están relacionadas de un modo del que sólo el arte puede dar
cuenta, aun cuando (y luego vamos a ver por qué) aquello que se objetiva en el arte es,
en realidad, una verdad que es imperceptible para los sentidos.

La oposición de belleza y verdad, tan frecuente en el arte, se basa en que se


entiende por verdad, exclusivamente, la verdad falaz, la que sólo alcanza lo finito.
De la imitación de esta verdad resultan esas obras de arte en las que sólo
admiramos el artificio con que se consiguió en ellas lo natural sin unirlo a lo
divino. Esta clase de verdad, sin embargo, no es aún la belleza en el arte. Sólo la
belleza absoluta en el arte es también la auténtica y legítima verdad. [pp. 40-41]

¿Por qué me interesa tanto este parágrafo 20? Me parece que es el que define el
concepto de modernidad estética que hay en Schelling. Acá aparece el problema de
cuándo hay belleza en el arte. En Hegel, la relación entre belleza y verdad es distinta.
Para Hegel, hasta el arte más rudimentario hecho por el hombre, por ser arte, se revela
como superior a cualquier belleza natural. No hay en Schelling una observación de esta
misma característica. Mientras haya belleza, por rudimentaria que sea, hay arte. Por ser
este Schelling de la Filosofía del arte más romántico que el Hegel de las Lecciones
sobre la estética, encontramos en esta visión sistemática algo que hace que la belleza
tenga que estar asociada con algo que, en principio, no está presente y que se hace
presente solamente en la obra de arte de una manera que no es deficitaria respecto del
modo en el cual se hace presente en la religión y en la filosofía. El arte tiene una cierta
capacidad de plasmación para con lo absoluto que no la tiene ni la religión ni la
filosofía. Nos hace ver la belleza porque la belleza tiene algo del orden de lo visible, de
lo cual la filosofía tampoco está exenta. La filosofía no lo puede trasmitir en el modo de
imagen reflejada: lo transmite en un modo de saber por el cual se relaciona directamente
con los arquetipos.

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Por ser la de Schelling todavía una sistematicidad romántica, se trata de una
sistematicidad que no le da al arte, por su capacidad de hacer perceptible lo absoluto en
un material sensible (piedra, mármol, color, sonido, palabra) un rango inferior al que
tienen la religión o la filosofía.
Por lo tanto, todas esas imitaciones de la naturaleza que intentan ser logradas, que
intentan en su imitación tener la misma organicidad que la naturaleza, no todas son la
belleza absoluta representada. Este es un concepto de modernidad estética que nos
permite hacer esa ligazón que dije al principio de la clase entre el concepto de espíritu
que se gesta en el idealismo al absolutizarse y el concepto de espíritu en Adorno.
Porque se trata, aún en sus diferencias, de plantear que si una obra de arte es mala o una
obra de arte es falsa, no es en realidad una obra de arte. En esta línea de la modernidad
estética, cuando decimos “obra de arte” siempre decimos obra de arte verdadera,
aunque no lo aclaremos.
Este sí me parece un principio de la modernidad estética que no teníamos en los otros
autores que leímos hasta ahora: una idea de que no hay obra de arte mala o falsa si es
obra de arte. Ese es, precisamente, el principio de la modernidad estética entendido en
sentido objetivo y ya no en sentido subjetivo, como lo vimos desde la Unidad I hasta la
transición hacia la Unidad II. Se trata de una problematización de la obra de arte no en
términos programáticos (como todavía hay en Schlegel), sino de un planteo del
problema de la obra de arte en tanto la obra de arte es lo absoluto en la forma de imagen
reflejada.

Por la misma razón, el bien que no es belleza, tampoco es bien absoluto y a la


inversa; pues en su absolutidad el bien se vuelve también belleza. Por ejemplo, en
todo espíritu cuya moralidad no se funda en la lucha de la libertad con la
necesidad, sino que expresa la armonía y la conciliación absolutas. [p. 41]

También el bien (en el sentido de bien absoluto) es tal cuando se presenta de un modo
por el cual no se da la lucha entre la libertad y la necesidad que caracteriza, justamente,
a la moralidad. Por supuesto, Schelling ya explicó en este punto los conceptos de
libertad y de necesidad. Se trata de entender ese bien absoluto, que sería distinto del
bien propio de la moralidad, casi como -podríamos decir, haciendo una analogía- el
concepto kantiano de voluntad santa y no como el concepto kantiano de buena

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voluntad. Como si fuera un bien que no necesita del conflicto entre el deber y las
inclinaciones para existir. Ese sería el bien absoluto y no la buena voluntad.
A modo de corolario del parágrafo, Schelling dice:

Verdad y belleza, igual que bien y belleza, nunca se comportan como fin y medio.
Más bien son lo mismo y sólo un espíritu armónico (armonía = ética verdadera),
siente de veras la poesía y el arte. La poesía y el arte, en realidad, nunca pueden
ser enseñados. [p.41]

Fíjense cuál es la conclusión del parágrafo. No se puede enseñar el arte e incluso


tampoco se podría enseñar la filosofía, en la medida que esta tiene algo de belleza.
Tampoco para Fichte se podía enseñar la filosofía, recuerden. En todo caso se puede
enseñar la filosofía como algo sido, como algo ya producido, pero no se puede enseñar a
hacer filosofía.
Para Schelling (esto lo desarrolla en el parágrafo 16) hay algo que tiene que ver con lo
que hace de la filosofía, desde un punto de vista formal, que la hace una ciencia (en el
sentido de la Wissenschaftslehre). Pero también hay algo de lo que hace la filosofía que
tiene que ver con el arte, en cuanto no puede ser enseñado, como si tuviera una cualidad
que no depende del aprendizaje y del ejercicio. Dos páginas antes de la última cita, dice:

La determinación de la filosofía como ciencia sólo es su determinación formal. Es


ciencia pero de una clase tal que en ella se compenetran verdad, bien y belleza.
Por tanto, ciencia, virtud y arte. En esta medida tampoco es ciencia, sino un
compendio de ciencia, virtud y arte. Esta es su gran diferencia respecto de todas
las demás ciencias. Las matemáticas, por ejemplo, no plantean exigencias éticas
especiales. La filosofía exige carácter y, concretamente, de cierta altura y energía
moral. De igual manera, no podría pensarse la filosofía sin arte y sin conocimiento
de la belleza. [p. 38]

Igual que en Fichte, el idealismo es para Schelling una filosofía “para todos y para
nadie”. Acá también aparece esa idea (pues le está hablando a un auditorio de
aprendices de su filosofía). Hay algo en la filosofía que es ajeno a lo que la filosofía
tiene de ciencia y tiene que ver con la imposibilidad de enseñarla (al igual que la
poesía). Luego, para cerrar la clase, vamos a ver el lugar que tiene la lírica en el sistema
schellingiano. Sigo con el parágrafo 16:

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A la verdad corresponde la necesidad, al bien, la libertad. Nuestra explicación de
la belleza como unificación de lo real y lo ideal expuesta en la imagen reflejada
implica también lo siguiente: la belleza es la indiferencia de la libertad y la
necesidad intuida en algo real. [p. 38]

En este pasaje hay un dejo del Kant de la Crítica del Juicio, porque así como en el
juicio sobre lo bello hay un ejercicio de las facultades en el cual predomina la libertad y
por eso aparece el placer, también en lo que una disciplina (como la filosofía y el arte)
tiene de relación con la libertad aparece algo que la vuelve inenseñable. Así como no
podíamos convencer a otro -de acuerdo con el § 32 y § 33 de la Crítica del Juicio- de la
belleza que juzgamos nosotros, de la misma manera uno podría decir que hay algo, en lo
que tiene la belleza de libertad, que la hace inenseñable. A nadie se le podría enseñar
qué es lo bello si la belleza, justamente, está relacionada con la libertad. Aun cuando sea
algo intuido en algo real y eso real, de alguna manera, no tendría por qué resultarnos
incognoscible. Salteo para llegar a la definición de arte:

Arte es una síntesis absoluta, o una compenetración recíproca, de la libertad y de


la necesidad. [p. 39]

En el arte hay un elemento necesario y otro enteramente libre. También en la definición


de obra de arte de la Teoría estética de Adorno aparecen dos elementos (la mimesis y la
racionalidad –esta última entendida como el concepto de “espíritu”), uno de los cuales
puede ser enteramente libre y otro que puede ser enteramente necesario, pero que deben
coexistir en un “precario equilibrio”, sin que uno subordine al otro. Como si el concepto
moderno de obra de arte consistiera siempre en una tensión entre un elemento que es del
orden de la libertad y otro que es del orden de la necesidad. Hay algo en lo cual se sujeta
la obra de arte, aun cuando no puede ser enteramente sujetada o planificada, que sería
del orden de la necesidad: una cierta “ley interna”, pero enteramente autoimpuesta.
En Schelling tenemos el concepto de lo consciente y lo inconsciente en la obra de arte.
Aparece esta idea de que hay algo en el arte que no es enteramente controlado o
intencional y, en ese sentido, no es enteramente artístico. Eso aparece en el parágrafo 19
del texto.

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Cito ahora del parágrafo 17:

La filosofía se objetiva directamente a través del arte y también las ideas de la


filosofía se hacen objetivas mediante el arte como almas de las cosas reales. [p.
39]

En este sentido, en estas definiciones de belleza (hay otra más en el parágrafo 16)
aparece el vínculo de la belleza con la verdad de la misma manera que, en parte, vamos
a encontrarlo en Adorno (cerrando el tema de la modernidad estética en la Unidad III).
Justamente, el concepto de modernidad estética del siglo XIX se desarrolla, a través del
primer romanticismo, en su faceta idealista-sistemática (Schelling), como el programa
que resulta de asociar belleza con verdad. Otra definición de belleza -más clara que las
anteriores- es la que aparece en el parágrafo 16:

Hay belleza allí donde lo particular (real) es tan adecuado a su concepto que este,
en cuanto infinito, ingresa en lo finito y es intuido in concreto. De esta manera, lo
real en que se manifiesta el concepto va asemejándose verdaderamente e
igualándose al arquetipo, a la idea, donde lo general y lo particular se encuentran
en absoluta identidad. [p. 37]

Pareciera ser que solamente la belleza en el arte puede hacer al arquetipo, de alguna
manera, corpóreo, sensible. Esta capacidad de volver sensible lo que no es
(esencialmente) sensible, a diferencia de cómo va a ser interpretada en Hegel, no es un
déficit del arte respecto de la filosofía, sino que es precisamente la gracia del arte:
aquello que lo hace, por un lado, digno de una filosofía del arte, y, por el otro, un modo
privilegiado de acceso a la verdad. El arte accede a la verdad de un modo tal que no
desvirtúa al arquetipo. No es que al materializar el arquetipo, al hacerlo concreto, el arte
lo desvirtúa, sino que precisamente lo pone en un modo que hace que lo particular y lo
general se coordinen. El arte no representa conflictivamente lo universal en lo
particular, lo infinito en lo finito (como va a suceder para Hegel en la forma romántica),
sino que hay una plasmación perfecta, una concordancia perfecta entre lo general y lo
particular, entre lo infinito y lo finito. Como si no hubiera una resistencia de la materia -
para el primer Schelling- respecto de aquello que tiene que plasmar. Como si el arte
fuera nada más que lo infinito vuelto visible: de ahí que este momento del pensamiento

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schellinguiano esté tan asociado, en este aspecto, al primer romanticismo (no lo está en
cuanto a su vocación sistemática, que diverge de la línea ironista schlegeliana).

Volviendo a la exposición de la Introducción de la Filosofía del arte: las ideas son la


materia universal y absoluta del arte, de la que proceden todas las obras de arte
particulares como productos perfectos. Es decir, las obras de arte, en tanto son obras de
arte, son perfectas. No hay obra de arte imperfecta que sea obra de arte. La obra de arte
no puede ser falsa, menor o no lograda. El concepto de mal artista es una contradicción
en los términos, en esa visión de la modernidad estética. No se trata de un problema de
subjetividad (si nos gusta o no nos gusta una obra de arte), sino de una relación del arte
con la verdad por la cual si la obra es una obra de arte, es de suyo una obra de arte
verdadera y bella. Cito:

Estas ideas reales, vivas y existentes son los dioses. [p. 20]

Los dioses de toda mitología son las ideas de la filosofía intuidas objetivamente o
realmente. Tampoco hay una contradicción o una inferioridad, en este punto, entre lo
que Schelling llama las mitologías (el modo humano de representarse los dioses en
todas las religiones) y el arte y la filosofía. De lo que se trata es de plasmar el arquetipo,
la idea, lo perfecto en un modo humanamente intuible. En este momento del idealismo
que encarna Schelling, ya desapareció el problema de la cosa en sí y, por lo tanto, no se
plantea más el saber absoluto como una enfermedad metafísica. Se trata, simplemente,
de dar cuenta, dentro de un sistema filosófico, de los distintos modos del saber absoluto:
el del arte, la religión y la filosofía.
El problema, en este planteo, es cómo surge una obra de arte real y particular, no cómo
es posible que en algo real y particular pueda aparecer lo absoluto. Lo absoluto está
siempre en la identidad. Absoluto es lo no real que, en el arte, deviene real. Lo real está
siempre en la no-identidad. Con no-identidad Schelling se refiere a la disyunción entre
lo general y lo particular. Y de esta disyunción surge la contradicción entre lo que él
llama arte figurativo (bildende Kunst) y arte discursivo (redende Kunst).
Estos serían los dos modos de representar esta contradicción entre lo general y lo
particular. Del arte figurativo Schelling dice que es la unidad en la que lo inifinito es
recogido en lo finito. Como si el arquetipo, justamente, se hiciera material en el modo
de lo infinito plasmado en lo finito. A la construcción de esta serie le corresponde la

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filosofía de la naturaleza. En el arte discursivo, en cambio, la unidad que se configura en
él es la de lo finito en lo infinito. A la construcción de esta serie le corresponde el
idealismo. De esta manera establece dos series: la real (el arte figurativo) y la ideal (el
arte discursivo). La unidad del arte figurativo es una unidad real; la del arte discursivo,
una unidad ideal. La unidad que comprende a ambas es la indiferencia.
En realidad, como en toda sistematización, en la sistematización de Schelling hay una
cierta arbitrariedad. Él va a decir, por ejemplo, que la música pertenece a la unidad real
y la pintura a la ideal. ¿La música es más inmaterial que la pintura? No exactamente.
Para él, la música expresa el ritmo de la naturaleza, por lo tanto, corresponde a la serie
de lo real, que es a la que corresponde también la filosofía de la naturaleza. La pintura
corresponde a la serie de lo ideal, en la medida en que es un arte que permite la
representación de los dioses. La plástica corresponde a la unidad de lo real que la
diferencia de la pintura (la plástica sería lo que en el sistema hegeliano se llama
escultura). Se trata de una unidad que dentro de lo real representa unificadas las dos
unidades. La plástica es un modo de representación más complejo que la pintura. Luego
está la poesía, que se divide en lírica, épica y dramática (en Hegel va a ser épica, lírica y
dramática). La lírica corresponde a la configuración de lo infinito en lo finito; la épica, a
la representación (la subsunción) de lo finito en lo infinito, y el drama, a la síntesis de lo
general y lo particular.
Este es el punto límite de lo que podríamos llamar un sistema. Una vez que llegamos a
entender las obras de arte particulares a través del sistema (Schelling, en la
Introducción, decía que aplicamos el sistema al arte –el mismo sistema que a la
naturaleza- para entender mejor las obras de arte), vamos a poder leer mucho mejor a
Shakespeare, a Dante, etc. Entendemos mejor a Shakespeare o a Dante porque los
leemos de acuerdo con su ubicación dentro de un sistema filosófico. El sistema
filosófico los hace significativos. Ubicar un autor dentro del sistema es, de algún modo,
entender qué papel cumple dentro del plan de lo absoluto. Ahora bien, cuando uno lee
cuál es la forma en que se cierra cualquier sistema, tiene que aceptar que ha sido
deducida de los principios. La Introducción y la primera parte (lo más general de una
obra sistemática) es, de algún modo, lo que siempre leemos de un sistema (el de
Schelling o el de Hegel) en los cursos de estética. Leemos la Introducción de las
lecciones en las que sus propios autores enseñan sus sistemas porque no sólo de ahí se
deducen todas las determinaciones particulares, sino porque se las presenta, de un modo
panorámico, en su relación más estricta con el principio más general de ese sistema.

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Con lo cual poco importa qué lugar particular le cabe a cada artista dentro de esta
clasificación, sino cuál es la clasificación para entender a ese artista. Hay un diseño
general del sistema –una “arquitectura” del sistema, como se dice a veces-, que
determina la clasificación de los lugares que cada artista particular va a tener dentro del
todo, que, en un punto, no se puede terminar de explicar. Simplemente, el sistema la va
a justificar sin poder por eso hacerla totalmente justificable. Como si hubiera en los
sistemas una axiomaticidad que siempre los cierra sobre sí mismos. Ése es el principio
de vía muerta que tiene el sistema como manifestación -o como posibilidad- de la
modernidad estética. En un punto, se trata de que una vez que se han establecido los
principios para clasificar la historia del arte, ningún sistema se puede liberar de la
misión de clasificar la historia del arte como “sistema de las artes” (en terminología
hegeliana). Como si se tuviera que invertir el principio de la modernidad estética (hacer
que deje de ser el sujeto ese principio para que pase a serlo el objeto) para poder escapar
del aplastamiento del arte por la filosofía, de la obra de arte por el concepto de la obra
de arte. Esto lleva a la propuesta de construir una estética a partir de las obras de arte
(este proceso lo vamos a empezar a ver en la Unidad III, que culmina con la estética de
Adorno) y a dejar de aplicarle a las obras de arte una concepción sistemática del arte,
por la cual serían verdaderas solamente en función del lugar que puede ocupar dentro de
la sistematización. Lo problemático de este esquema es que, de alguna manera, primero
se tiene el esquema y después se lo aplica a las obras de arte. Por eso, sin ningún
complejo de culpa, dice Schelling a su auditorio: Si escucharon mi curso de Filosofía de
la naturaleza, se van a dar cuenta de que lo que voy a hacer en estas clases de Filosofía
del arte es, simplemente, aplicar mi sistema –el mismo que apliqué a la naturaleza- al
arte. Aun cuando él dice que el arte es una potencia -al igual que la historia y que la
naturaleza-, que es lo absoluto particularizado, aclara que sólo la filosofía lo aborda en
tanto es lo absoluto y no en tanto es algo particular. Aun cuando Schelling haga todas
esas salvedades, uno podría decir que lo que está pensando no es el arte -o las obras de
arte particulares-, sino que está estableciendo qué lugar le va a dar a cada arte particular
-y a cada obra de arte- dentro del sistema: a la música, a la plástica, a la pintura y a la
lírica o a Dante, Shakespeare, Calderón, etc. Se trataría, en el caso de la versión
sistemática de la modernidad estética, de este problema: la sistematicidad es un tipo de
filosofía que sólo se puede hacer al precio de la absolutización del yo. La obra de arte
está subordinada –todavía- a la primacía del yo (aunque sea a la de un yo absolutizado).

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Alumno: ¿Cómo se presenta lo absoluto en Schelling? El sistema siento que me ha sido
impuesto, no sé de dónde salen las cosas.

Profesora: El problema del sistema schellinguiano es que, en principio, no hay una


fenomenología del espíritu. A mi modo de ver es un déficit de esta filosofía. Pero no un
déficit para ella, porque si Schelling hubiera necesitado una fenomenología del espíritu
(una “ciencia de la experiencia de la conciencia”, como le llama Hegel a su
Fenomenología del espíritu) la hubiera escrito. Si no la escribe, es porque cree que no la
necesita. Simplemente, la de Schelling es una filosofía idealista-sistemática que no se
plantea esa necesidad. De hecho, yo les dije que por cuestiones de tiempo no vamos a
ver el Sistema del idealismo trascendental que está en la bibliografía del programa de la
materia, pero él puede fundamentar el lugar del arte dentro del sistema, que es
justamente el más cercano posible a la religión y a la filosofía (como en Hegel).

Ahora bien, Schelling es un pensador que desde un comienzo, por más que esté
relacionado con el Círculo de Jena, detesta el fragmentarismo del primer romanticismo
(a continuación voy a desarrollar la crítica a la ironía que hace Deleuze, para ver los
problemas que tiene la otra vertiente de la absolutización del yo –la ironía-). Hay una
pretensión sistemática que Schelling no habría podido consumar sin el yo fichteano,
pero, para eso, lo interpreta y lo usufructa de otro modo que Schlegel. Para él, es el
modo de poder sistematizar una filosofía que llega al saber absoluto. Pero también, a mi
modo de ver, ese yo absolutizado no es unívoco: permite el fragmentarismo de los
primeros románticos y la sistematización schellingiana. No es que hay una relación
clara y distinta entre el yo absolutizado y el sistema. En todo caso, hay dos
posibilidades de interpretación y usufructo filosófico del yo fichteano (y no muchas
más): la ironía y el sistema. Pero no veo (aunque esto es discutible) que haya una
primacía de lo sistemático por sobre lo fragmentario en relación a la figura del yo
absolutizado. Para mí hay un punto de arbitrariedad en la fijación de un sistema. Una
decisión. Alguien decide (como decidió Schelling) que no quiere ser un pensador
fragmentario. Pero con eso no alcanza. Tiene que tener con qué: un principio absoluto.
Lo que encuentra Schelling es cómo salir de la ironía con ese yo absolutizado de Fichte.
Esa es verdaderamente la novedad schellinguiana, pues Schelling es totalmente
contemporáneo –en términos filosóficos- de Schlegel. El Círculo de Jena es muy
diverso en mentalidades románticas, no es que hay una manera única de entender lo

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romántico que sería, justamente, la de la ironía schlegeliana. Este joven Schelling es con
el sistema un romántico. No lo es Hegel, claro. Hay románticos –primeros románticos,
protorrománticos- con sistema y sin sistema o, si se quiere, con ironía y sin ironía.

Verdaderamente uno podría pensar, en términos filosóficos, extrayendo la respuesta a


esta pregunta a partir de la lectura de los textos como fuentes, de qué manera se produce
el giro hacia la objetividad en la modernidad estética, es decir, de qué modo se llega a
convertir a la obra de arte en índice de verdad. Este giro está entre Schelling y Hegel,
pero empieza ya en Schelling. El ver este problema de la verdad de la obra de arte es lo
más moderno de la modernidad estética en Schelling. En un punto, la ironía tiene un
componente de subjetivismo muy fuerte que no lo tiene el sistema. Traduje este año las
clases de Adorno sobre Estética, las del curso 1958/59,, y él no le dedica en ellas un
espacio significativo a Schelling (sólo menciona la Filosofía del arte, junto a la Crítica
del Juicio de Kant, las Lecciones sobre la estética, de Hegel, y El mundo como voluntad
y representación, de Schopenhauer, como los libros más importantes de Estética que se
han escrito). El giro de estética del subjetivismo al objetivismo lo ve directamente en
Hegel, algo con lo que no estoy de acuerdo. Me parece que ya en la Filosofía del arte
hay un intento de conectar, dentro de lo sistemático, la belleza con la verdad (y si
quieren ustedes, también con la idea del bien, una idea muy problemática, pero que está
ahí también). Pero me parece que, al relacionar el arte con la verdad, se produce
también un giro en relación con el otro romanticismo primero (el fragmentario). El de
Schelling ya no es el yo de la ironía (el yo = yo fichteano, que es también un modo de
absolutización del yo) sino que es un yo que se conoce alienado. No es un yo que pone
y corre el objeto puesto en el arte (como en la ironía). Es un punto de vista donde no nos
podemos olvidar que es necesario construir la totalidad (contruirla primero, construirla a
priori: ése es el problema) para poder entender las obras de arte particulares. Entonces,
primero está la totalidad y después las obras de arte. Esa es una vía posible de la
modernidad estética, junto con la vía de la ironía. Lo verdaderamente problemático está
en este punto: las determinaciones -las ramificaciones- de la Idea finalmente las pone el
filósofo con total arbitrariedad. ¿Por qué primero la lírica y después la épica, en
Schelling? Lo puede demostrar. ¿Por qué la épica y después la lírica, en Hegel? Lo
puede demostrar también (el primer caso Schelling y el segundo Hegel). En última
instancia, para justificar un orden (qué tipo de poesía va primero que la otra dentro del
sistema) simplemente basta con poder deducirlo del principio que se ha tomado como

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absoluto. El hecho de que Schelling diga que todos los poemas fueron escritos por el
mismo genio (Dios), en un punto, responde a la aplicación estricta del principio de
indiferencia, que le permite, en última instancia, poner los distintos tipos de poesía en el
orden que mejor le conviene a su sistema (el que resulta más convincente, si quieren) .
El lugar que ocupa la lírica dentro del sistema lo explicaría el modo en que está
deducida del principio.
Este tipo de visiones sistemáticas de la Estética son las que le dan la razón, en algún
punto, a Adorno, en Teoría estética, cuando dice la boutade de que Kant y Hegel son
los últimos filósofos que pudieron escribir de estética sin saber de arte. No porque Kant
y Hegel no supieran de arte (lo cual es absolutamente falso), sino en el sentido que no
importa cuánto supieran de arte, porque justamente podían ubicar a Dante, a Calderón o
Shakespeare dentro de un sistema filosófico de acuerdo a decisiones a priori, que no
tienen que ver con la lectura analítica que hubieran hecho de sus obras. Es cierto que no
se puede abordar el arte desde una concepción ensayística (y esto lo va a ver también
Adorno). Un crítico de arte no es un filósofo del arte. Un teórico del arte tampoco lo es.
Es decir, un crítico de arte es un crítico de arte y un teórico del arte, un teórico del arte.
En el siglo XX, el que mejor lo sabe es el propio Adorno (quien, antes de ser un
filósofo, fue crítico musical). No es que el crítico llega a la teoría analizando,
analizando y analizando obras de arte. No es que el ensayista –según Adorno- se
convierte, en algún momento, en alguien que tiene una teoría del arte. Mucho menos,
entonces, se convierte en alguien que tiene una filosofía del arte. Puede suceder o no.
Pero no es un camino recto, digamos. La teoría del arte –o la filosofía del arte- no se
producen inductivamente, según un principio empirista anacrónico. Hay un salto al
concepto (un “salto” en sentido bergsoniano, si ustedes quieren), que quizá el crítico
nunca llegue a darlo. Hay un punto en el cual lo sistemático es la sombra de lo no-
sistemático, porque si, no se cae, en el ensayismo. Ensayismo, aclaro, es un término que
usa Adorno despectivamente (él aclara que no es un “ensayista”), para quien escribe de
un tema y no tiene una filosofía propia (en este sentido, Benjamin no sería, para él, un
“ensayista”, sino un filósofo).
Pero en el caso del siglo XIX, podríamos decir que quien no tiene un sistema permanece
en la ironía. De hecho, es lo que dice Hegel de los Schlegel: eran muy buenos críticos,
cambiaron el concepto de “crítica”, pero no tenían talento filosófico. El ironista, en
sentido hegeliano, es un muy buen crítico que no tiene talento filosófico. O se es
ironista, o se es sistemático: esas son las dos vías del primer romanticismo (aunque el

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romanticismo, de hecho, sigue todo el siglo XIX: ya vamos a ver, en la Unidad III, la
crítica de Baudelaire y en la Unidad V, la crítica de Nietzsche, que abarca al
romanticismo tardío de Wagner).
En el siglo XX la disyuntiva de la modernidad estética sería: o se es un filósofo no-
sistemático (con la sombra del sistema) o se es un ensayista (un crítico cultural sin
filosofía propia). En la lógica de la modernidad estética en su versión materialista (la
que vamos a desarrollar en la unidad III), un filósofo no-sistemático no es lo mismo que
un ensayista. Para ser un filósofo no-sistemático hay que no ser un ensayista: hay que
tener una teoría estética, o una filosofía del arte. No basta con frecuentar las obras de
arte y generalizar a partir de ellas. Sin embargo, el concepto debería salir de las obras de
arte, en lugar de que las obras de arte tengan que ser subordinadas al concepto. Si no,
ese es el principio de la crítica, tal como lo ve el mismo Schelling: la crítica siempre
toma prestados de la filosofía los principios que aplica al análisis. Siempre se hacen
análisis derrideanos, adornianos, deleuzianos, o benjamineanos, pero, en todos los
casos, de lo que se trata es de aplicar los principios para realizar con ellos un análisis o
una crítica. En esas operaciones no abría pensamiento filosófico, sino una aplicación
mecánica del concepto. El filósofo sistemático crea los principios y después subordina
todas las obras de arte a ellos (ése es su problema). Lo ideal sería hacer al revés: leer la
filosofía que está ya las obras de arte, en lugar de construir principios inductivamente
(uno de los males) o apriorísticamente, haciendo que las obras de arte se subordinen del
todo a esos principios (el otro de los males). Esta va a ser la conclusión de la
modernidad estética en el materialismo de la Teoría Estética de Adorno.

Alumna: Schelling tiene un sistema y lo aplica a las obra de arte. Ahora bien, la obra de
arte es para Schelling lo absoluto. Me acordaba del famoso texto de Heidegger (“El
origen de la obra de arte”) donde analiza una obra de arte. Él la va analizando
sucesivamente, en pedacitos. Me parece que Schelling pone la obra de arte como un
absoluto y la va analizando. Deja de lado su subjetividad para ver solamente la obra de
arte.

Profesora: El problema es que, en este caso, el orden es el


orden inverso, en la medida que para el filósofo sistemático
primero está el sistema y después está qué es lo que tiene la

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obra de arte en su particularidad, que le permite ponerla en un lugar y no en otro. Si no,
uno sí podría decir que en cualquier obra de arte está el todo. Al analizar una obra de
arte se podrían analizar todas y ver de qué manera está presente en ellas el todo. El
problema es que no en todas las obras de arte está presente el todo de la misma manera
(las artes, dentro del sistema, tienen posiciones diferentes). De acuerdo al lugar que
tiene la obra de arte en el sistema, la obra de arte es más verdadera o menos verdadera.

Alumna: Pero verdadera de acuerdo a su época. La Gioconda es verdadera de acuerdo a


la época como cualquier cuadro de Picasso cubista lo es de acuerdo a la época.

Profesora: Pero en la lógica de los sistemas filosóficos el problema no es tanto la autoría


o la época de la obra (como lo sería, por ejemplo, para el crítico o el historiador del
arte). Los griegos no podrían haber representado a Cristo: ellos no pueden tener el
problema de la representación de lo infinito en lo finito porque no tenían una idea lo
suficientemente acabada de Dios, al no poder pensar a sus dioses como “lo absoluto”.
Dado que concebían a sus dioses de una manera más cercana a lo humano -en términos
de inmortalidad pero con una representación humana-, lo absoluto no podía estar
representado como absoluto. Esta relación del arte con la historia la ve más claramente
Hegel que Schelling. El propio Schlegel plantea las “edades de la poesía” en
Conversación sobre la poesía. Los griegos no tienen una idea de infinitud como la que
tiene la poesía moderna. En el caso de Schelling, se trataría más bien de pensar que lo
verdadero tiene que ver con lo arquetípico. Lo arquetípico, a su vez, tiene que reflejarse
objetivamente, tiene que reflejarse porque en realidad hay algo que se revela en la
belleza y que tiene que ver con algo que los arquetipos no pueden mostrar: en su origen,
todas las cosas son bellas. La verdad y la belleza son lo mismo, con lo cual cuando un
artista (más allá de la autoría) plasma bellamente algo, lo que hace es simplemente
mostrar cómo es de verdad la cosa. Y ahí es donde se podría relacionar a Schelling con
El origen de la obra de arte de Heidegger.
En el caso de Schelling, por ser la suya una filosofía sistemática (justamente como no
pretende ser la de Heidegger), se vería en la belleza algo que la filosofía no lo puede
sino pensar. No lo puede mostrar, no lo puede reflejar. Una obra de arte es justamente
ese arquetipo mostrado en algo que la realidad tiene y no se puede siempre ver sino en
el arte: la belleza. El artista, entonces, plasmaría algo que justamente sólo se puede
plasmar en el arte.

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Ahora bien, según Schelling la filosofía tampoco estaría exenta de este elemento que
sólo se hace sensible en el arte. No se trataría, en ese caso, de mostrar una verdad que
no puede relucir en ningún otro lado, sino que se trataría (por ser una filosofía
sistemática), de enaltecer al arte porque puede estar a la par de la religión y la filosofía.
En Heidegger, al igual que en Gadamer, el arte es una esfera privilegiada de la realidad
para el desocultamiento del ente. En Schelling no, hay una fe en la filosofía (como
sistema) y en el concepto que no es equivalente a la que Heidegger deposita en el
poetizar.

-----------------------------------------RECREO-----------------------------------------

En el capítulo de Deleuze “Decimonovena serie: del humor”, del libro Lógicas del
sentido, publicado en 1969, vamos a ver que el autor busca mostrar la superioridad del
humor respecto de la ironía. Lo que la ironía tiene de anacrónico es que no se puede ir
más allá de la ironía romántica. Es decir, la ironía romántica, para Deleuze, agotó la
ironía. Ahora vamos a ver, claro, por qué aquello que podía lograr la ironía ya no lo
podría lograr una ironía contemporánea sino el humor. Y esto es con lo que a veces
confundimos: la ironía, para el sentido común contemporáneo, más que con lo paradojal
está relacionada con lo humorístico.
Hay tres tipos de ironía para Deleuze. Lo que voy a exponer ahora es mi lectura del
texto de Deleuze. ¿Qué quiere decir esto? Que yo me traduzco a mí a Deleuze para
poder explicar el problema de la ironía dentro del marco de la modernidad estética. Más
que una exégesis de Deleuze, lo que quiero hacer aquí es un planteo contemporáneo del
problema de la ironía en términos que no sean los de Schlegel o los de Hegel cuando la
teoriza para criticarla. El libro de Deleuze, centrado sobre todo en Lewis Carroll, no
tiene como objetivo la crítica de la ironía. De todos modos, lo que nos interesa de él, a
los fines de este curso de estética, es la crítica a la ironía.

El primer tipo de ironía que teoriza Deleuze es la ironía socrática. El humor sabe
descender, es una técnica de descenso y la ironía socrática sabe ascender, es una técnica
de ascensión, de ascensión al concepto. La pregunta socrática rechaza el ejemplo y
busca el concepto. En cambio, sobre la significación y contra la significación, el humor
prefiere la designación.

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Lo que la ironía socrática busca como significación, el humor lo consigue a través de la
designación. ¿Qué es designar para Deleuze? Sería mostrar, consumir y destruir el
objeto. Además, hay que hacerlo rápido, es decir, en la rapidez está el humor. Su
capacidad de mostrar, consumir y destruir al objeto está asociada a la velocidad. El
humor, en relación a la ironía socrática, es precisamente lo que aparece en el final del
diálogo El banquete de Platón, en el diálogo entre Sócrates y Alcibíades. Ahí aparece,
justamente, el humor -contra la ironía socrática- como un discurso destructor. Como un
discurso que actúa en el modo de la designación, como si disolviera la búsqueda del
concepto.
La otra clase de ironía es la que Deleuze llama ironía clásica. Es esta la ironía de Kant.
Kant somete a crítica el mundo clásico de la representación. Lo singular se explica por
lo a priori y se deduce, entonces, de sus condiciones de posibilidad. Por lo tanto, la
ironía clásica, para Deleuze, asegura la coextensividad del ser y del individuo en el
mundo de la representación. Este concepto de la coextensividad del ser y del individuo
es un concepto que lo utiliza Deleuze para explicar a Kant: no se puede conocer la cosa
en sí, el conocimiento queda encerrado (sabemos) en el mundo fenoménico (en el
mundo de la representación, en los términos de Deleuze), por lo tanto, el lenguaje
racional de los individuos permite la comunicación entre un Dios sumamente
individuado e individuos derivados de lo que él crea.
Esta idea de la coextensividad entre el ser y el individuo nos interesa por el modo en el
cual propone plantear Deleuze el problema kantiano como un problema de la ironía
clásica: uno podría decir que en la medida en que hay problema de la cosa en sí
(problema que destituye recién Fichte) y el conocimiento se restringe a lo fenoménico,
en ese lenguaje racional que ha sido habilitado por los límites que se ha autoimpuesto el
sujeto, es posible el diálogo entre un Dios a la medida humana (a la medida de su
libertad) y aquello que ha sido creado por él. Como si de alguna manera fuera posible el
diálogo verdaderamente racional cuando hay un límite empírico para el conocimiento,
es más, como si sólo fuera posible ese diálogo cuando se mantiene esa limitación del
conocimiento humano a lo empírico. ¿Por qué sería irónico, entonces, el modo kantiano
de plantear el problema de la cosa en sí y dejarlo, precisamente, sin resolver? Podríamos
decir (esto lo agrego yo), con palabras de Hegel, que el sujeto que conoce sus límites y
que se los autoimpone, ya los ha traspasado. Es decir, esa inconsistencia que existe entre
el yo absoluto y la incognoscibilidad de la cosa en sí -que es la inconsistencia propia del
sistema kantiano para Fichte- es, justamente, la inconsistencia propia de la ironía. Su

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estado de paradoja. Podríamos conocer la cosa en sí, pero no la conocemos porque nos
autolimitamos. Es decir, estamos en condiciones de conocer la cosa en sí, pero nos
vamos a poner un límite y vamos a permanecer en la paradoja, en la autolimitación: la
autolimitación es autoimpuesta. Esa sería, podríamos decir, el colmo de la ironía: estar
en condiciones de traspasar los límites del conocimiento para llegar al saber absoluto y
permanecer en el límite, sostener la escisión. Esto es, claro, lo que no va a soportar el
idealismo posterior a Kant (como lo vimos en la clase pasada). En esos términos, hay un
diálogo racional humano-divino y hay verdad dentro de los límites de esa racionalidad.
La tercera y última clase de ironía que teoriza Deleuze es la ironía romántica. En este
punto se va a aclarar un poco mejor en qué consiste la coextensividad entre el ser y el
individuo para Deleuze. Pero, en principio, para eso, él necesita explicar la diferencia
entre el concepto de individuo y el concepto de persona. En la ironía romántica, dice
Deleuze, el que habla es la persona, no el individuo. En este sentido, el individuo
corresponde a la unidad analítica del yo y la persona corresponde a la unidad sintética
del yo. Por eso, la unidad analítica propia del individuo es la de un yo con minúscula y
la unidad sintética, la de la persona, es un Yo con mayúscula.
Uno diría, tratando de explicar este concepto de individuo, que en Kant el individuo, el
yo empírico, el yo con minúscula, es tal porque no puede conocer sino por participar del
yo trascendental, por tener condiciones de posibilidad a priori para el conocimiento. En
última instancia, la importancia del yo empírico radica justamente en que no puede
conocer sino por ser nada más que un caso, un ejemplar del sujeto trascendental. Es
decir, es un yo con minúscula el yo del individuo entendido en los términos kantianos.
Mientras que ese yo es un yo = yo con minúscula, sería el yo fichteano con minúscula.
Como quien dice, un yo absoluto que no ha asumido “la mayoría de edad” (en términos
del opúsculo kantiano “¿Qué es ilustración?”). Es el yo del yo pienso como tautología.
Como unidad analítica. Un yo que se autolimita, aunque podría no hacerlo. El yo propio
de la persona, en cambio, sería un Yo = Yo, un Yo fichteano con mayúscula, un Yo sin
el problema de la cosa en sí, un yo que puede proyectarse al saber absoluto (en el
sentido hegeliano). Por lo tanto, si bien se trata de una finitud, la persona es la finitud
de un yo infinito.
Lo que hay, entonces, en la ironía romántica, para Deleuze, es una coextensividad entre
el yo y la representación. Así como en la ironía clásica hay coextensividad entre el ser
y el individuo, en la ironía romántica hay una coextensividad entre el yo y la
representación. En este caso, para entender la diferencia entre un yo y otro, podríamos

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decir (el ejemplo lo pone el propio Deleuze) que la diferencia entre el yo de la ironía
romántica (el yo con mayúsculas) y el yo de la ironía clásica (el yo con minúscula), es la
misma diferencia que hay entre el yo de los Ensayos de Montaigne y el yo de las
Confesiones de Rousseau. Es muy buena la analogía que utiliza Deleuze para dar a
entender cuál la diferencia entre un yo (el de la ironía clásica) y otro (el de la ironía
romántica).
El yo de Montaigne es todavía un yo del mundo clásico. El yo de las Confesiones de
Rousseau es ya un Yo del mundo romántico. En este caso, el YO se confunde con la
persona, se iguala, se equipara. La persona (acá aparece la definición de persona) es una
clase ilimitada que tiene un solo miembro. El Yo (infinito) soy yo, sería la fórmula. Esa
sería la fórmula de la persona que estaría definida y encarnada por una persona con
nombre y apellido. Este es el yo de las Confesiones de Rousseau.
A partir de esta analogía con el yo de las Confesiones de Rousseau, Deleuze da la
definición de ironía romántica, por la cual la ironía se agota a sí misma. La ironía
romántica es poner la persona como una clase ilimitada que, sin embargo, tiene un
solo miembro. Es decir, el yo es un yo con mayúscula, es un yo infinito, encarnado en el
sí mismo del que escribe. En el caso de la ironía romántica, el Yo absoluto es el yo del
que habla.
Partiendo de la definición de Deleuze, podríamos decir que en el sistema (el sistema
schellinguiano), la pregunta por quién habla se responde con un yo que está
verdaderamente absolutizado y habla a través de la voz del filósofo. El filósofo hace de
mediador con lo absoluto, en el caso del sistema. Ahora bien, en la ironía romántica, la
pregunta por quién habla se responde con un yo que está verdaderamente absolutizado,
pero identificado con el que habla. El YO que habla en el sistema es Dios, el autor de
todos los poemas, el genio, el único genio, como diría Schelling. Es decir, en la filosofía
sistemática, el filósofo es hablado por lo absoluto. Schelling es filósofo de lo absoluto,
Hegel filósofo de lo absoluto. ¿Qué pasaría en esta versión no sistemática de la
modernidad estética que es la ironía? La pregunta por “quién habla” se responde con un
yo absolutizado, pero que lo encarnaría el que está hablando. No es que se trata de un yo
débil contra un yo fuerte. Todos estos yoes de los que estamos hablando son siempre
casos de un yo fuerte. El yo del sistema es fuerte porque el filósofo es hablado por lo
absoluto. En la ironía, ese yo absolutizado a partir de Fichte es hablado por alguien que
es el autor de la obra filosófica. Ese yo absolutizado soy yo, el que escribe, el que
verdaderamente es no un individuo o un yo empírico que participa de una subjetividad

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trascendental, sino el yo de las vivencias, de la experiencia, que ha vivido, sufrido y que
se ha forjado como para escribir y dar a leer lo que produce. Justamente, la operación de
la ironía romántica sería la de identificar el yo absolutizado con el propio yo.
Los precursores, para Deleuze, de este yo de la persona son el cógito cartesiano y la
persona leibniziana. El yo de la persona tiene sus antecedentes en el momento de
absolutez de un yo solipcista o de un yo monádico. Deleuze refiere, a modo de cita, la
crítica que hace Kierkegaard a la ironía en El concepto de ironía. Dice:

El alma que se entrega a la ironía se parece a aquella que atraviesa el mundo en


la doctrina de Pitágoras: siempre está de viaje, pero ya no tiene necesidad de una
duración tan larga...Como los niños, que echan a suertes para ver quién paga
prenda, el ironista también cuenta con los dedos: príncipe encantador o mendigo,
etc… Todas estas encarnaciones, al no tener más valor a sus ojos que el de puras
posibilidades, las puede recorrer tan rápido como los niños en su juego. En
cambio, lo que sí le ocupa tiempo al ironista es el cuidado que pone en vestirse
exactamente, conforme al papel poético asumido por su fantasía... Si la realidad
dada pierde así su valor para el ironista, no es porque sea una realidad superada
que debe dejar su lugar a otra más auténtica, sino porque el ironista encarna el Yo
fundamental, para quien no existe realidad adecuada. [citado por Deleuze,
Lógicas del sentido, p. 149]

El Yo, el yo absolutizado de la ironía, es un yo que cada vez más rápidamente recorre la


realidad. Ahora, cuanto más rápido la recorre, más rápidamente agota el interés en ella.
Como si verdaderamente no hubiera de interesante para ese yo más que sí mismo, en la
medida que él es juez de todo lo que es precisamente interesante. Esto ya lo veía el
propio Schlegel.
Ahora bien: ¿qué es lo que se muestra inadecuado con ese yo, según Kierkegaard?
Justamente la realidad. Ese yo, que pone la realidad, es un yo al cual la realidad siempre
le es inadecuada. La infinitud del yo padece un mal que consiste no simplemente en que
todos los objetos los agota rápidamente y los abandona, sino que los abandona tan
rápidamente porque la realidad se revela como limitada contra la ilimitación propia.
Como si la inadecuación fuera entre la realidad finita y el yo infinito. Como si la
infinitud del yo deviniera en cansancio, en aburrimiento, por la velocidad a la que ha
agotado todos los objetos que la realidad le ofrece. Lo que descubre el yo de la ironía

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romántica es la finitud de la realidad contra la propia infinitud. Como si realmente no
hubiera realidad alguna que se le adecuara a un yo que es infinito. La sensación de
infinitud es la de que ya no queda más nada por conocer para ese yo. No es que es un yo
que se siente limitado y está buscando lo nuevo para expandirse, sino que cuando busca
expandirse, desarrollar su infinitud poniendo lo otro, lo que se le revela es que siempre
va más adelante y ya no hay nada más para poner como no yo.
A la pregunta por quién habla, la ironía clásica responde con el individuo y la romántica
con la persona. Sólo el humor disuelve el yo y permite el sinsentido. Este capítulo del
texto lo que busca mostrar es la superioridad del humor respecto de la ironía. El humor
se maneja en un nivel de lo superficial, donde lo que está en el fondo y no puede
emerger emerge en la medida en que el humor disuelve el yo. Es precisamente bajo la
lógica del sinsentido que el yo se puede disolver y lo que está en el fondo, ese fondo
oscuro con el cual el yo nunca puede dar, emerge a la superficie. Recuerden que
partimos de la idea de que la ironía socrática buscaba ascender, justamente, para no
descender, para no hundirse en las capas no nombrables de lo real y así la designación
de la ironía (contra el concepto) se acercaba a lo tangible, a lo material, a lo que no se
puede nombrar y hay que mostrarlo o señalarlo con el dedo (o consumirlo y destruirlo).

Porque si la ironía es la coextensividad del ser con el individuo o del yo con la


representación, el humor es la del sentido y del sinsentido; el humor es el arte de
las superficies y los dobleces, las singularidades nómadas y el punto aleatorio
siempre desplazado, el arte de la génesis estática, el savoir-faire del
acontecimiento puro o la «cuarta persona del singular»; toda significación,
designación y manifestación quedan suspendidas, toda profundidad y altura,
abolidas. [Deleuze, Lógicas del sentido, p. 151]

Lo que hay en el humor es una coextensividad entre sentido y sinsentido. En el humor


desaparece el problema que tiene la ironía que, de alguna manera, asciende o desciende.
Pero, de ninguna manera, nunca puede estar pensando en términos en los cuales no haya
alturas: o está la altura del concepto, o está la bajeza de la designación, o está, debajo de
la designación, ese fondo que no puede salir a la superficie (lo que no se puede nombrar,
y que, si se lo designa, será siempre en el modo del rodeo). En el humor, precisamente,
al desaparecer el yo, al haber un juego libre de lenguaje en el nivel de la superficie,
desaparece el problema de la profundidad y de la altura. Como si dijéramos que en el

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humor todo está permitido, no hay correcto o incorrecto, no hay verdadero o falso, no
hay bueno o malo, no hay bello o feo. El humor es, precisamente, ese terreno en el cual
uno siempre va a ser perdonado. Incluso, puede ser la excusa que uno use para ser
perdonado. Así, cuando el humorista no es perdonado, él utiliza contra sus acusadores la
acusación más terrible que se puede hacer contra la inteligencia humana: no tener
sentido del humor (en este sentido, no tener humor equivaldría a no tener inteligencia).
Justamente, la persona que carece de sentido del humor es la que se aferra al yo, en los
sentidos del yo que estamos viendo: o asciende, o se hunde, pero siempre está
calculando la altura, nunca se disuelve. Podríamos decir que hay una mala seriedad y
hay una buena seriedad. Esta buena seriedad sería la del humor donde nadie podría ser
acusado, dado que no hay yo: ¿quién podría ser acusado, en el caso del humor, si no hay
yo? El que no se ríe ¿cómo podría imputar al que ha invocado la risa, si en el humor no
hay yo?
Justamente, en el sinsentido propio del humor el yo ha desaparecido. Nadie es culpable
y nadie que haga uso del humor lo hace en nombre del yo, aplicándolo a otro en nombre
de su yo. No quería cerrar la Unidad II sin haber hablado de este texto de Deleuze, del
que me gusta mucho su final: esta partida que le gana el humor a la ironía, al ser la
instancia en la cual el yo verdaderamente se disuelve y mostrar que la risa es,
verdaderamente, algo de otro mundo. ¿De dónde sale la risa? Uno cuando se ríe es
reído, digamos así. No hay yo, por fin.

Bueno, si les parece damos comienzo a la Unidad III. Esta unidad tiene dos partes: la
modernidad estética según Benjamin y la modernidad estética según Adorno. Entre la
clase de hoy y la próxima vamos a pensar el concepto de modernidad en Benjamin y
entre la próxima y la siguiente el de modernidad estética en Adorno. Nosotros vamos a
trabajar de la Teoría estética el capítulo I, el capítulo II y el capítulo VII. Puse el
capítulo II, fundamentalmente, no porque lo vayamos a desarrollar todo, sino porque
quiero trabajar en él el concepto de agotamiento de los materiales. También puse como
bibliografía obligatoria, de Dialéctica negativa, el punto II de la tercera parte
(“Metafísica y cultura”). Además, como bibliografía ampliatoria (que es lo que uso
para preparar la clase) agregué los que para mí son los otros capítulos que permiten
redondear la idea (si se puede redondear algo en Adorno) de modernidad estética: el
capítulo Teoría de la obra de arte y el último capítulo Sociedad (ambos de Teoría

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estética). Para el final es muy bueno que los lean todos, pues les va a dar una visión
mucho más completa del problema de la modernidad estética en Adorno.
Después hay otros tres textos que me parece que contribuyen a entender el concepto de
modernidad estética en Adorno. Uno es el ensayo “La crítica de la cultura y la
sociedad” que está en Crítica cultura y sociedad; otro es “Apuntes sobre Kafka” que
está en Prismas y el tercer texto, que está en Notas sobre literatura, es Intento de
entender Final de partida, el ensayo-clave de Adorno sobre Beckett. Esos serían los
textos que nos van a permitir pensar un concepto de modernidad estética en Adorno.
Para la parte de la Unidad III sobre Benjamin, fundamentalmente, vamos a trabajar los
ensayos sobre Baudelaire (“El París del Segundo Imperio en Baudelaire” y “Sobre
algunos temas en Baudelaire”), algunas partes que voy a citar de El concepto de crítica
de arte en el romanticismo alemán, El origen de drama barroco alemán y a La obra de
arte en la época de su reproductibilidad técnica y los resúmenes de El libro de los
pasajes: “París, capital del siglo XIX”. Esos serían los textos de cabecera para la Unidad
III.

El tema de la segunda parte de la clase de hoy es el concepto de modernidad estética en


Benjamin. No voy a desarrollar, al igual que hice con el resto de todos los autores que
vimos hasta acá, todo el texto de “El París del Segundo Imperio en Baudelaire”, “Sobre
algunos temas en Baudelaire” y “París, capital del siglo XIX”, sino lo que tiene que ver
con el concepto de modernidad estética. Por eso, de “El París del Segundo Imperio en
Baudelaire”, sobre todo voy a desarrollar el tercer punto (La modernidad).
Probablemente me vaya a detener en esos tres ensayos en la clase que viene mucho más
que en la del día de hoy, en la que simplemente voy a hacer un planteo general del tema.
Todos los textos de Benjamin sobre Baudelaire están recopilados en el libro El París de
Baudelaire con traducción de Mariana Dimópulos, publicado por la editorial Eterna
Cadencia. Esta es una traducción muy buena, publicada este año. Hay otra traducción
anterior de estos ensayos, que también puede utilizarse, que es la de Jesús Aguirre para
la editorial Taurus. Hay una traducción muy mala de “Sobre algunos temas en
Baudelaire” y es la de Roberto Vernengo (publicada por Planeta-Agostini en una
recopilación de ensayos con el título Para un programa de la filosofía futura). Pobre: ni
lo conozco a Roberto Vernengo, pero no puedo obviar decir que a esa traducción le
faltan incluso palabras (por eso no se entiende la frase) y está hecha muy
descuidadamente. Lo curioso –curiosísimo- es que Planeta-Agostini, en realidad,

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publica esa traducción que se la compra a Monte Ávila, una editorial de Caracas que
cerró hace muchos años, y que publicó generalmente muy buenas traducciones de libros
de filosofía (algunos de esos libros de Monte Ávila salieron en colecciones que se
vendían en los kioscos de Hyspamérica, Planeta-Agostini, etc).

[INTERRUPCIÓN]

Vamos a trabajar ahora el concepto de modernidad estética en Benjamin, tratando de


pensar qué rasgos de la modernidad son rasgos que podamos entender como rasgos de
una modernidad estética. De hecho, el concepto de modernidad no es un concepto
enteramente estético en Benjamin. Ahí está el problema. No es que la modernidad, si
bien está pensada fundamentalmente a través del prisma de Baudelaire, es una
modernidad enteramente estética. Se trataría más bien de un concepto de modernidad
estético-político, no solamente –o estrictamente- estético. Por eso, no se trata aquí de
aislar, quirúrgicamente, de este concepto benjamineano de modernidad lo que tiene de
estético, diferenciándolo de lo que tendría de político, sino de tratar de pensar este
concepto de modernidad estética como un concepto problemático en tanto que es un
concepto estético político. Vamos a ver de qué manera puede ser pensado ese concepto
de modernidad como un concepto estético-político y qué novedad filosófica tiene
pensarlo como un concepto estético-político.
En ese sentido, cada rasgo que nosotros enunciemos como rasgo estético de esa
modernidad va a ser, a la vez, inevitablemente, un rasgo político. Así, lo vamos a tener
que entender de esa forma compleja, que la de lo estético-político.

El primer rasgo, a mí modo de ver, que tiene una modernidad estética entendida como
una modernidad estético-político es el hecho de que la ciudad de París aparezca en el
Segundo Imperio como capital cultural del siglo XIX. Por un lado, que sea una capital
entendida de un modo cultural y no de un modo económico, porque, si no, la capital del
siglo XIX sería la que para Marx es la capital del siglo XIX: Londres. Es decir, un
concepto político-económico de la modernidad capitalista nos haría pensar en Londres
para pensar el problema de la modernidad. Benjamin elige París y a Baudelaire (en
lugar de a Londres y a Marx) para pensar la modernidad en tanto formación capitalista.
No obstante, el ensayo “El París del Segundo Imperio en Baudelaire” bien podría leerse
como una reescritura de “El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte” de Marx. La

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modernidad no podría tener otros rasgos que no sean los que están vinculados
estrictamente al capitalismo y Benjamin elige los rasgos de la modernidad que están
intrínsecamente vinculados al capitalismo, pero no estrictamente por lo económico. En
ese sentido, la elección de París va a estar asociada con el nacimiento de la sociedad de
masas y el terror de la burguesía al socialismo según un modelo que se puede encontrar
en el Marx del 18 Brumario de Luis Bonaparte. Es decir, la lectura que Benjamin hace
de la modernidad estético-política está muy pegada a la lectura de Marx en El 18
Brumario por la analogía que hace entre la figura de Napoleón III y la figura de
Baudelaire. Por otro lado, vamos a encontrar, en esta versión de la modernidad estético-
política, el gusto por la revuelta, más que el gusto por la revolución, asociado con cierta
ignorancia sobre la política. Como si de alguna manera, lo que convierte a la figura de
la revuelta en una figura estética es precisamente su disociación de la política, como si
lo que tuviera la revuelta de estético lo tiene por no ser, en última instancia, una forma
enteramente política. Como si tuviera una belleza que está vinculada a una belleza
nueva, la belleza de lo transitorio, de lo efímero, de lo pasajero, de lo instantáneo, que
se hace inseparable de la idea de la sociedad de masas, que siempre aparece como telón
de fondo en cualquier representación de la ciudad de París. Digo telón de fondo como
algo que está y no está, algo que se ve y no se ve. Como una presencia fantasmal, así
como es fantasmático el peligro del socialismo, la amenaza de la revolución. Para
pensar el siglo XIX como configuración histórico-política y a París-capital cultural
como su escenario privilegiado, habría que pensar en esa ciudad como el lugar en el
cual fracasan las revoluciones burguesas post-1789 y se gesta la figura de Napoleón III.
Por eso decía que, si uno quiere buscar una fuente marxiana en esta lectura, es el 18
Brumario de Luis Bonaparte.
Un segundo rasgo de la modernidad estética sería la figura de la bohemia asociada a la
figura de la conspiración. Así como hablábamos, como primer rasgo de la modernidad
estética, de la capital cultural del siglo XIX relacionado con la figura estetizada de la
revuelta, en este segundo rasgo los términos a asociar son la bohemia y la conspiración.
O, en otras palabras, el malditismo asociado con el arribismo político. La construcción
de una nueva figura de artista vinculada al malditismo como una forma estética de lo
que sería el arribismo como forma política. Es decir, Baudelaire y Napoleón III tienen
en común esta condición de conspiradores, uno en el arte, el otro en la política. Esta
condición de “maldito” para el artista –como una fabricación del yo del artista- estaría
vinculada al arribismo más que a la revuelta. Como si dijéramos: a una auconstrucción

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de la figura del emperador (Napoleón III como parodia de su tío) le corresponde, en el
arte, la figura del poeta como figura maldita. Como lo describe Marx en el 18 Brumario
de Luis Bonaparte, lo que hace fundamentalmente Luis Bonaparte (como sobrino de
Napoleón) es convertirse a sí mismo en Napoleón III, convertirse en Emperador,
inventándose, paródicamente, una condición aurática que la toma prestada de un pasado
que ya no existe. Hay un modo artístico del conspirador, un modo muy teatral de
representar su condición de elegido. En el comienzo del ensayo de Benjamin,
justamente, esta figura de la bohemia está asociada explícitamente a la de la
conspiración.

En Marx la bohemia aparece en un contexto revelador, en el que es


atribuida a los conspiradores profesionales. […] Actualizar la fisonomía de
Baudelaire significa hablar de la similitud que demuestra tener con este tipo
de personaje político que Marx presenta del siguiente modo [acá sí
introduce la cita de Marx]: a la par de la formación de las conspiraciones
proletarias, apareció la necesidad de una división de trabajo. Los miembros
se distribuyeron, por una parte, en conspiradores de ocasión. Es decir,
trabajadores que ejercían la conspiración en paralelo a sus actividades
habituales, que sólo participaban de las reuniones y estaban listos a
aparecer en el punto de encuentro si el jefe lo ordenaba; y, por otra parte,
los conspiradores de profesión que dedicaban todas sus actividades a la
conspiración y que vivían de eso. Las condiciones de vida de esta clase
determinan de antemano todo su carácter. Su existencia vacilante, que
dependía más de la casualidad que de sus propias actividades, su vida sin
reglas cuyas únicas estaciones fijas son las posadas de los comerciantes de
vino [el lugar de encuentro de los conjurados], las inevitables relaciones
con todo tipo de gente dudosa, los coloca en este círculo que en París se
llama La Bohème.

Fíjense que la descripción marxiana de la bohemia corresponde, casi rasgo por rasgo,
con la descripción de una nueva figura vinculada al arte, que es precisamente la de
alguien que, por ser artista, no tiene su vida reglada. No tiene un lugar fijo de trabajo y,
probablemente, no tiene trabajo, pero la actividad de conspirar, por eso mismo, se
convierte en su trabajo. Para la lógica burguesa respecto del arte que vimos hasta la

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Unidad III, si la figura del artista estuviera vinculada a la figura del trabajo, dejaría de
ser un artista para convertirse en lo que llamamos un profesional. Lo contrario de un
artista bohemio sería un artista profesional. Otra pregunta, traída directamente al
presente, sería ¿cuál de los dos es hoy el no artista?
En este contexto del París del Segundo Imperio, la figura del bohemio sería,
precisamente, la figura del conspirador de profesión. No es que los artistas fueran, a
primera vista, bohemios: en realidad los conspiradores eran, a primera vista, bohemios.
Para Marx, esto aparece como una subdivisión dentro de las categorías de los
conspiradores: los conspiradores obreros son personas que trabajan en una fábrica y, a la
salida, van a una cantina a encontrarse y a preparar alguna acción. No están todo el día
en la cantina. Los que están todo el día en la cantina son los bohemios, los
conspiradores de profesión. En esa categoría, por supuesto, lo pone Marx a Luis
Bonaparte. ¿El verdadero conspirador es el conspirador de ocasión o el conspirador
profesional? Pues con el tipo de conspirador con el que se va a identificar la figura del
artista, en este nuevo contexto de modernidad estética, no es con el conspirador
ocasional, sino con lo que en el texto de Marx se llama el conspirador de profesión, el
profesional de la conspiración. Ése, entonces, es el paradigma del arribista político, no
del revolucionario. Inclusive, tampoco es el paradigma del revoltoso. El problema, en
este caso, estaría que si hay dos clases de conspiradores, y el artista se va a parecer, para
Benjamin, al conspirador de profesión, es porque la modernidad estético-política
demanda un tipo de figura de artista que todavía no existe del todo. Que es nueva. Y que
los propios artistas la tienen que inventar. Lo que está describiendo Marx es a los
conspiradores obreros y a los conspiradores que buscan el poder en la forma del
arribismo. Para Marx, la figura del conspirador profesional es una figura asociada al
arribismo político. Y, si quieren ustedes, asociado a lo nocturnal o secreto de lo político
y no a lo diurno o a lo oficial.
Esta figura del conspirador profesional, del bohemio, aparece en Benjamin asociada a la
figura del artista. El artista no se parece a la figura del obrero combativo, que va a
conspirar para tratar de, por ejemplo, armar una huelga general, sino a la de esa persona
que no tiene la vida arreglada y su única ocupación es estar conspirando. Esta es una
figura nueva cuando está asociada a la modernidad estética, pero tanto a la política. Es
novedosa en tanto Benjamin la asocia con la figura del artista. En un punto, un artista
también va a pasar a ser un arribista. En tanto arribista, claro, es un conspirador, alguien
que se va a inventar a sí mismo, que va a pasar, en su respectivo campo artístico, de ser

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Luis Bonaparte a ser Napoleón III. En todo caso, sería más parecido al trabajador el
artista de las cortes (o el de la Iglesia) que el bohemio. El artista bohemio es una figura
paradójica: se parece al conspirador profesional, pero no es el artista profesional, es
todo lo contrario: un conspirador profesional es todo lo contrario de un profesional,
pues no tiene profesión.
El tercer rasgo con el que intento que definamos la modernidad estética es la figura del
flâneur asociada a un triple modo de vincularse con la ciudad. Este modo de vincularse
con la ciudad es el del dandismo. De la misma manera que en el primer rasgo
relacionábamos París como capital cultural del siglo XIX con la incipiente sociedad de
masas y el terror al socialismo, en el segundo rasgo vinculábamos la bohemia con la
conspiración, acá vamos a relacionar la flânerie con el dandismo. Es decir, son dos
maneras nuevas de relacionarse con la ciudad.
En el primer sentido, el modo de circular por la ciudad del flâneur consiste en estar
entre la multitud sin mezclarse con ella. Algo que sólo se puede hacer, claro, en una
gran ciudad. La presencia de una multitud es condición para poder circular de este
modo: estar en medio de la multitud sin tocarse, fusionarse o mezclarse. Benjamin pone
en “Sobre algunos temas en Baudelaire” el ejemplo del tranvía: el modo de estar en
medio de una cantidad de personas adentro de un tranvía consiste en,
fundamentalmente, que estén todas las personas una al lado de la otra sin hablarse y
haciendo todo lo posible por no tocarse. Se trata de estar en medio de la multitud sin
entrar en contacto con ella. Circular en las calles supone un tipo de práctica que tiene
que ver con aprender a relacionarse con el otro en el modo del anonimato.
El segundo modo de circular y vincularse con la ciudad propio del flâneur es el de
moverse entre la mercancía sin comprarla. Este es un rasgo del modo de circulación
dandista, propio del flâneur, en la medida en que se relaciona con la mercancía como si
la mercancía lo mirara a él. Así, se relaciona con la mercancía como mercancía, como
un objeto que busca atraer su atención y no como un objeto que tiene, simplemente, un
valor de uso y un valor de cambio. En esta relación, predomina el valor de cambio por
sobre el valor de uso. Es decir, es un objeto que se muestra seductor para que alguien lo
compre. Ahora bien ¿cuál es la relación del flâneur con ese objeto que se le presenta
tentador para comprarlo? Precisamente, la de mirarlo sin comprarlo, mostrar interés en
el objeto como mercancía sin ser consecuente con esa condición mercantil del objeto.

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El tercer modo de circular propio del flâneur dentro de la gran ciudad está vinculado
con el anterior: él circula en los lugares abiertos como si fueran lugares cerrados y en
los lugares cerrados como si fueran lugares abiertos. Es decir, en la calle se mueve
como si ésta fuera una galería. Por el contrario, en la galería se mueve como si esta
fuera la calle. Este es un modo de circular propio de alguien que, de alguna manera,
tiene un desinterés por vincularse con la multitud que lo rodea, pero que sólo puede
circular de ese modo cuando, justamente, está rodeado por una multitud.
El cuarto rasgo de la modernidad estética tiene que ver con la figura del heroísmo (este
rasgo lo vamos a desarrollar en detalle la clase que viene) como una condición que
requiere la modernidad, como época, para ser vivida, pero también como una condición
que, precisamente, todos los candidatos a convertirse en el héroe de la modernidad no
pueden satisfacer. Se trata de una condición paradójica. De un heroísmo tan necesario
como imposible. Se trata de un heroísmo que no puede ser satisfecho por ninguno de los
candidatos a héroe de la modernidad. Se trata, en realidad, de una paradoja: tiene que
haber un héroe de la modernidad, pues esta exige heroísmo para ser vivida. Pero todos
los candidatos posibles para ser héroes de la modernidad son candidatos por las mismas
razones que no pueden satisfacer ese heroísmo: el obrero, la lesbiana, el apache, el
dandi, el poeta, etc. Todas las figuras que podrían encarnar el heroísmo propio de la
modernidad son candidatos a ese heroísmo por poseer ciertos rasgos que, de la misma
manera que los elevan a candidatos, los hacen incapaces de poder cumplir con ese
heroísmo. No cualquiera puede ser heroico en la modernidad. Los que pueden serlo lo
son por ciertos rasgos que a la vez les impiden ser héroes de la modernidad.
En la modernidad todas las virtudes son, a su vez, defectos. Esta es una idea que aparece
en Minima moralia de Adorno, en relación a cómo se entiende la moralidad cuando un
tipo de sociedad (la sociedad moderna) se ha consumado como un sistema (el presente
en el cual él escribe es 1945). Esta idea de la sociedad consumada como sistema,
traducida a la moralidad, implica que ninguna virtud puede ser tal sin ser al mismo
tiempo un defecto. Todo lo que a alguien le permite ascender es lo mismo que lo hace
caer. Una persona, por ejemplo, tiene como virtud la generosidad. Entonces, ése es, al
mismo tiempo, su defecto. Esto que Adoro señala como el carácter paradojal propio de
sujeto de la modernidad, en una sociedad cuya racionalidad se ha desplegado
totalmente, podríamos aplicarlo para entender qué es lo que le pasa al heroísmo en la
modernidad. Si la modernidad es una época donde todos sus valores se auto-destruyen,
donde nada puede permanecer en el tiempo y todo es de carácter transitorio y efímero,

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el que vive la modernidad tiene que ser alguien capaz de poder cargar sobre sí con esos
rasgos de la época. La época demanda heroísmo, pero quienes están en mejor posición
para encarnar ese heroísmo (vamos a ver la clase que viene), justamente, tienen algo
que, por lo mismo que los eleva, los baja.
El quinto rasgo de la modernidad estética tiene que ver con la reproductibilidad técnica
asociada a las artes. Tenemos acá dos conceptos que por primera vez se van a relacionar
de una manera intrínseca y no extrínseca en las obras de arte. La reproductibilidad
técnica va a aparecer como un mecanismo propio de la industria que, por primera vez en
la historia, va a estar relacionada intrínsecamente a dos nuevas artes: la fotografía y el
cine, que son, precisamente, las artes de la reproductibilidad técnica. Justamente lo que
tienen de revolucionario, para Benjamin, la fotografía y el cine, es que, por primera vez,
asocian un concepto propio de la industria (reproductibilidad técnica) con el arte. Pero
lo asocian intrínsecamente. De esta manera, por esa asociación intrínseca, el cine y la
fotografía (pero sobre todo el cine) revolucionan el sistema de las artes. Lejos de ser no
considerados arte la fotografía y el cine cambian el concepto de arte. A partir de la
fotografía y el cine, el arte responde a otro concepto. Por lo que tienen de
reproductibilidad técnica, en lugar de ser dejadas afuera de sistema de las artes, lo que
hacen es cambiar el concepto de arte. Para Benjamin, sobre todo el cine, va a ser un arte
susceptible de estetizar la política (en manos del fascismo) y de politizar la estética (por
parte del comunismo).
Seguimos con este tema la clase que viene.

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