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Límites al poder de policía.

El activismo del derecho


internacional de los derechos
humanos y el caso Walter Bulacio
ante la Corte Interamericana
de Derechos Humanos1
Sofía Tiscornia

n este trabajo me interesa pensar los procesos a través de los cuales, en

E estos últimos años, el activismo judicial de los derechos humanos ha sido


capaz de anclar en el arbitraje internacional una parte sustancial de la
lucha por la expansión de derechos y por la determinación de límites a la ex-
pansión del poder de castigo de los estados. Así como en los tiempos de las dic-
taduras militares en la región, las desapariciones forzadas de personas constitu-
yeron una forma particular de represión que mereció la elaboración de un
procedimiento apropiado para juzgarlas en los tribunales internacionales; en
los regímenes democráticos contemporáneos la expansión del poder de policía,
que los Estados habilitan en nombre de la seguridad, resulta un campo de lucha
en el que el activismo internacional de los derechos humanos está planteando
acciones estratégicas.
Me refiero en particular a las violaciones de los derechos humanos provo-
cadas por la violencia policial que, cuando son juzgadas en los tribunales lo-
cales, van dejando al descubierto el armazón sobre el que se trama la violencia
del Estado. Develamiento que despliega, por un lado, el régimen de construc-
ción de la verdad jurídica y, por otro, la distancia entre ese registro de construc-

1 Una primera versión de este trabajo fue presentada en la Jornadas Interdisciplinarias Estado, Vio-
lencia, Ciudadanía en América Latina. Universidad Libre de Berlín–Instituto Latinoamericano, 23 al
25 de junio de 2005.
Quiero señalar que la elaboración del artículo no habría sido posible sin las entrevistas y conversaciones
mantenidas con los abogados Víctor Abramovich, Andrea Pochak y Martín Abregú y en particular, sin la
colaboración e intercambio de ideas con la abogada María Lousteau.
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ción de los hechos y el de las víctimas y los colectivos sociales que demandan
por “justicia” y por medidas que acoten el poder de castigo estatal.
Para explicar estas afirmaciones voy a describir brevemente el caso Bulacio
vs. Argentina, presentado ante la Comisión Interamericana de Derechos Hu-
manos (en adelante CIDH), en 1997, y que tuviera sentencia de la Corte Intera-
mericana de Derechos Humanos (en adelante Corte IDH) en el año 2003.
Aunque más adelante relataré brevemente el acontecimiento que da lugar al
caso judicial, el interés de este caso finca –a mi entender– en que buena parte de
la estrategia de los abogados de derechos humanos litigantes tuvo como obje-
tivo que la Corte IDH fijara estándares sobre facultades policiales de detención
de personas. Esto es, que si bien se reconocía la obligación del Estado de garan-
tizar la seguridad y mantener el orden, ello –ese poder estatal– debe reconocer
límites precisos. Y ese poder estatal, en la discusión del caso, residía en una serie
de facultades policiales que habilitan a las policías a detener masivamente per-
sonas por “sospecha” o presunción de peligrosidad.
No es ésta una discusión estrictamente jurídica. Las medidas extraordina-
rias de policía ante situaciones de desorden, conmoción interior o, para usar el
lenguaje en boga, de “inseguridad” actualizan un debate filosófico–político
que fuera planteado ya en la teoría schmittiana sobre la inscripción del estado de
excepción en el orden jurídico y la presentación de ésta como la doctrina de la
soberanía (Agamben, 2004). Esta actualización debate el estatuto de personas
que no están acusadas por el aparato penal del Estado, sino que son simple-
mente “detenidos” y, en este sentido, son “objeto de una pura señoría de
hecho” (op.cit.:27).
Los márgenes que limitan el poder de policía han sido –y son– elásticos.
Algunos autores han fundamentado que se encuentra en esta cualidad el ar-
mazón, la estructura originaria del poder soberano y del acto de soberanía
(Agamben, 1998, 2000; Foucault, 1998), y que en ella reside la violencia en-
mascarada del Estado (Benjamin, 1991; Taussig, 1995).
Es mi hipótesis que cuando analizamos dicha cuestión en las culturas le-
gales locales encontramos que ésta hunde sus raíces en nimios actos adminis-
trativos que van fundando un derecho de policía que se consolida por diversas
vías. Una, la de las costumbres burocráticas al interior de las instituciones de
control y de castigo, otra, la de los espacios de sociabilidad que se configuran
entre agentes policiales y agentes judiciales y, una tercera, a través de prácticas
cotidianas y rutinarias de coerción y violencia sobre determinados sectores de
la población y la domesticación y normalización de los cuerpos concomitantes.
Estos actos administrativos forman parte de un proceso que construye un
particular “derecho de policía”. Su origen pueden ser tanto Órdenes del Día
que la institución policial distribuye entre sus miembros, como antiguos
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Edictos de policía, faltas y/o normas y reglamentos administrativos que el uso y


la costumbre naturalizan como parte del orden cotidiano. Ingresan de este
modo en el mundo de los tribunales y del derecho y se imponen –aun cuando
contradicen leyes fundamentales– hasta hacerse habituales para letrados, ju-
ristas y operadores. Así, por ejemplo, los tribunales de justicia correccional de
la ciudad de Buenos Aires reciben por mes la notificación policial de deten-
ciones de personas realizadas por “averiguación de identidad” –esto es, en la
práctica y en el uso, por “sospecha”– en cantidades que oscilan entre cincuenta
a cien mil personas por año (Tiscornia et al., 2004); en la mayoría de las pro-
vincias argentinas la policía detiene personas por edictos contravencionales con
penas de hasta 30 días de arresto sin que sean controladas obligatoriamente por
los jueces2.
Es también mi hipótesis –nada original, por cierto– que para que ello sea
posible el poder de policía en acto es aceptado y al mismo tiempo invisibilizado
por los tribunales penales. La invisibilidad de estas normas –llamadas en jerga
judicial de “baja jerarquía”– suele ser condición de funcionamiento de deter-
minadas áreas del mundo de los tribunales. Esto es, la mayor parte de los
agentes institucionales “saben” que existen, en tanto tienen un saber práctico
respecto a cómo funcionan las tareas burocráticas de todos los días. Pero este
particular saber práctico tiene la cualidad de que su enunciación está velada por
una serie ordenada de clichés que, como “frases vacías, carentes de sentido y es-
timulantes”3 viabilizan su rutinización.
A su vez, el proceso de construcción de un “derecho de policía” es parte
clave de un régimen de producción de verdad sobre los hechos investigados por
la justicia penal. En este sentido –y aunque no será analizado en este trabajo– es
posible afirmar que los tribunales penales juzgarían un número ínfimo de casos
si las facultades otorgadas a la policía para apresar personas masiva y arbitraria-
mente les fueran quitadas o, al menos, fueran rigurosamente controladas4.
Cada tanto, este particular poder de policía irrumpe controlando personas o
grupos para los que no había sido imaginado5. O también puede suceder que

2 Ver Informes del CELS sobre la situación de los derechos humanos en Argentina, años 1998, 1999, 2000.
3 El entrecomillado resulta de la glosa de una frase de Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la bana-
lidad del mal, de Hannah Arendt que explica –en un caso extremo– cómo la utilización de clichés habi-
lita una distancia tal entre los hechos reales y su nominación que abre un campo de acción caracterizado
por la pura y simple irreflexión, la banalidad del mal.
4 Cf. Martínez, María Josefina; Pita, María Victoria y Palmieri, Gustavo. 1998. “Detenciones por averigua-
ción de identidad: policía y prácticas rutinizadas” y Martínez, María Josefina. 1999. “Prácticas violentas y
configuración de verdades en el sistema penal de Argentina”.
5 Traté un acontecimiento semejante en el trabajo “Entre el honor y los parientes. Los edictos policiales y
los fallos de la Corte Suprema de Justicia. El caso de las “Damas de la calle Florida” (1948-1957)” en Tis-
cornia, op. cit, 2004.
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un movimiento social o un grupo de activistas se propongan resistirlo e impug-


narlo. Sobre esta última circunstancia trata el caso que analizaré en este trabajo.
Así, voy a reconstruir –en forma resumida– dos importantes etapas del pro-
ceso judicial que se inicia a consecuencia del arresto y posterior muerte de un
joven en una comisaría de la ciudad de Buenos Aires, en el año 1991.
En la primera parte del trabajo voy a exponer brevemente las condiciones
vernáculas de existencia del “derecho de policía” del que hablo y su “descubri-
miento” a consecuencia de la investigación que se iniciará por la muerte de
Walter Bulacio, el joven cuyo apellido da nombre a la causa judicial. En la se-
gunda parte, describiré el debate acaecido durante el litigio acerca de la lega-
lidad de la aplicación de normas que habilitan la detención de personas en raz-
zias o sin orden de un juez y la consecuente discusión sobre la responsabilidad
–y atribución de culpa– de los funcionarios policiales que ponen en acto estas
normas. Y, en la tercera, voy a analizar la estrategia puesta en marcha por abo-
gados activistas en derecho internacional de los derechos humanos, para litigar
la causa ante tribunales internacionales, lograr que el Estado se reconozca res-
ponsable por los hechos y se comprometa a una serie de reparaciones materiales
y simbólicas. De éstas, me interesan en particular aquellas pensadas para de-
batir y limitar el poder de policía.

1. La opacidad del poder de policía


La Policía Federal argentina y la mayoría de las policías provinciales ejercen
funciones de seguridad, esto es, tienen como misión institucional la preven-
ción y la represión del delito. Por ello están facultadas para detener personas
por averiguación de identidad y/o de antecedentes, por edictos contravencio-
nales y en la ejecución de una razzia. En algunos casos están autorizadas, luego
de la detención, a imponer penas de multa y arresto así como encerrar legal-
mente a las personas entre diez y veinticuatro horas en una comisaría. En mu-
chas provincias argentinas pueden legalmente condenar hasta 30 días de pri-
sión. En estas circunstancias las policías no funcionan como “auxiliar de la
justicia” –otra de sus misiones– y, por lo tanto, como instrumento de la inda-
gación penal que conduce al castigo. Por el contrario. En estas circunstancias,
es lo que es por excelencia: un órgano administrativo.
En su origen, este poder administrativo coactivo es una técnica de gobierno.
Como tal prefiere antes que el uso de la fuerza explícito, obligar al encauza-
miento de conductas, domesticar las relaciones entre los hombres, “civilizar”
las costumbres públicas y privadas. El poder de policía, hijo de la ilustración y

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del Estado moderno –como bien lo señalara Foucault6 – es entonces una forma
de racionalidad cuyo proceso de expansión en el campo social se imbrica en re-
laciones de poder locales, reconocibles en cada Estado, nación o provincia, y en
sus historias particulares. Como racionalidad, trasciende la institución poli-
cíaca, pero al mismo tiempo, se encarna en ella, en sus prácticas, reglamentos e
ideología.
Así, en Argentina, esta encarnadura son los códigos contravencionales y las
leyes orgánicas de policía. Esta legislación –poco sistematizada, acumulada a
través de los años en particular por los gobiernos de facto– ha concurrido en la
creación progresiva de una especie particular de “derecho de policía”. Su
origen se emparienta con la edificación de la nación, constituyéndose en preo-
cupación clave de las élites morales de fines del siglo XIX7.
Desde su origen, el poder de policía –que, repito, no es poder penal ni es au-
xiliar de la justicia, sino puro poder policial, ejercido por la institución o no–
tiene una cara moralizante y una cara de poder coercitivo violento. En su cons-
titución misma el poder de policía es poder correctivo –conservador de de-
recho, diría Walter Benjamín–, pero al mismo tiempo es guerrero, y lo es a
través de tácticas ligeras, sorpresivas, amedrentadoras. Se trata de un poder
ejercido a través de la violencia fundadora de un derecho de edictos, de estados
de excepción: las razzias.
La razzia es una técnica policial que supone rodear un predio, una pobla-
ción, una calle, un barrio, impedir los movimientos de las personas que quedan
atrapadas en el rodeo; obligarlas a subir a móviles policiales o vehículos de
transporte colectivo y conducirlas a territorio policial: en general, la comisaría.
Comienza entonces un proceso de deshumanización en el que se exige obe-
diencia, cumplimiento irrestricto de las órdenes y gritos policiales, sumisión,
servilismo.
Es interesante recordar la etimología de la palabra porque ello ilustra sobre
la ideología de este dispositivo/práctica policial. La palabra razzia, usada en es-
pañol, está tomada del francés. Se incorporó a esta lengua durante la ocupación
colonial de Argelia (en 1840), proviene del árabe argelino. Y fue esta táctica
guerrera el núcleo de la política militar del Mariscal Bugeaud y sus oficiales.
Consistía en la expedición punitiva contra los poblados argelinos, sus casas, sus
cosechas y sus mujeres y niños. A los árabes, decía este Mariscal, debe impedír-
seles sembrar, cosechar, pastorear sus tierras. Muchos son los testimonios de
época en la que los oficiales franceses celebran la oportunidad de poder librar,

6 Ver en particular “Omnes et singulatim: hacia una crítica de la razón política”. En: La vida de los hom-
bres infames. Madrida, La Piqueta, 1990.
7 Sobre los orígenes de los edictos policiales y sobre la relación con las elites morales y políticas de fines del
siglo XIX y XX ver Tiscornia, Sofía, op. cit., 2004.
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por fin, una guerra a ultranza, esto es, “más allá de toda moral o necesidad”
(Said, 1996:287).
Esta ideología de saqueo por sorpresa, de “cercar y arrear” personas, de re-
ducirlas a la condición de prisioneros, es la ideología que se prolonga en las ac-
tuales razzias policiales para el control de manifestaciones públicas, de multi-
tudes, de disconformes o de diferentes. Esta cara del poder de policía es la que
enfrentaron la víctima del caso en análisis y sus compañeros. Una redada, un
trasladado, en un lugar donde cesan los derechos por un tiempo –por veinti-
cuatro horas, por unos días, por diez horas, es casi aleatorio.

2. El acontecimiento que inicia la causa judicial


Las noches del 19 y 20 de abril de 1991 se realizaron dos recitales de rock del
grupo “Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota”, en el estadio del club Obras
Sanitarias de la Nación. Miles de jóvenes estaban presentes. En la primera
noche la policía detuvo en los alrededores del estadio a más de setenta personas
–mayores y menores de edad. Las trató con la habitual violencia que se ejerce
en este tipo de procedimientos: golpes, gritos, órdenes destempladas que
exigen sumisión y obediencia inmediata. Una vez apretujados en la comisaría
fueron clasificados: mayores y menores, hombres y mujeres. Según la habilidad
de negociación de unos y otros, algunos pocos logran ser liberados, la mayoría
queda detenida. Algunos también son registrados en los libros de actas poli-
ciales, en ellos se puede leer que habían sido detenidos “Para identificar” y
unos pocos por “Ebriedad y otras intoxicaciones” –que es una de las tantas fi-
gura que castiga un edicto contravencional de policía. Ninguno fue acusado de
algún delito.
Muchos de los chicos fueron llevados a una Sala de Menores, en la planta
baja de la comisaría –“un calabozo en el sótano”, según las declaraciones de los
chicos en la causa– y otros fueron encerrados con los mayores, quedando regis-
trada como causa de la detención en los libros, “Ley 10.903”8.
Cuando la policía detiene a un menor de edad, debe dar aviso inmediato al
juez de turno, quien entonces se hace cargo de la situación, según lo fija la legis-
lación. Pero en cambio, fueron entregados a sus padres o parientes a medida
que éstos llegaban a la comisaría. Habían sido avisados por chicos ya liberados,
o que no habían sido apresados en la razzia pero habían estado en el lugar y, en
otros casos, por llamadas telefónicas realizadas desde la comisaría, después de la
8 Las leyes prohíben alojar menores con mayores en las comisarías. Así como también contraventores con
personas acusadas por delitos. Las comisarías no tienen calabozos ni lugares acondicionados para lo que
las leyes ordenan.
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detención. La policía no dejó registrada en actuación alguna la totalidad de las


detenciones y no dio aviso de lo que había pasado al juez de menores que estaba
de turno. La segunda noche se repitió el mismo procedimiento con las mismas
características.
Así, el juez de turno durante ese fin de semana no tuvo noticias de las deten-
ciones masivas de chicos y –como la mayoría de los jueces– no manifestó preo-
cupación alguna por verificar qué sucedía en las comisarías9.
Uno de los jóvenes detenido era Walter Bulacio. Mientras está en el cala-
bozo de la comisaría se descompone a consecuencia de los malos tratos y golpes
recibidos y tardíamente es llevado a un hospital para ser atendido y luego deri-
vado a un segundo nosocomio. Los médicos de terapia intensiva de este último
dan aviso a la policía de la jurisdicción que ha ingresado un joven con graví-
simas lesiones.
La policía –siguiendo el procedimiento burocrático que marca la ley– avisa
al juez de turno y da comienzo a la investigación enviando un oficial al hos-
pital. El trámite de rigor resulta en que se pidan explicaciones al responsable de
la comisaría que derivó el chico golpeado al hospital, sobre las causas de la de-
tención y el encuadre legal de la misma. En la contestación al juzgado el comi-
sario explica que la prisión de los jóvenes se hizo siguiendo las directivas de una
Orden del Día interna de la policía, de vieja data, y que, rubricada por jueces
competentes, habilitaba a los jefes policiales a “actuar oficiosamente”. Podían
así entregar los chicos a los padres sin dar noticias al juez y registrando el hecho
en un libro conocido como Libro Memorando Secreto Nro. 4010.
Pocos días después, el chico muere en el hospital. Todos los diarios de la
ciudad dan cuenta de la muerte. El joven es un estudiante secundario. Sus
compañeros de colegio y cientos de miles de jóvenes realizan asambleas en los
colegios y organizan marchas de demanda de justicia. Son acompañados por
padres y profesores. Legisladores, periodistas, movimientos de derechos hu-
manos y diversas personalidades se suman a la protesta estudiantil.
La familia de Bulacio se presenta ante los tribunales patrocinados por dos
jóvenes abogados que han comenzado a organizar un movimiento anti–repre-
sivo: la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI).

9 Los jueces de menores ejercen la “tutela” sobre los chicos detenidos por la policía. Aunque el procedi-
miento no lo obliga, hay jueces que cuando están de turno ordenan a la policía se les notifique de todas
las detenciones y, para corroborar que su mandato se cumpla, visitan las comisarías sorpresivamente.
Este tipo de actuación –aunque no común– disminuye en forma notoria los abusos policiales. Lo mismo
ocurre en el caso de los jueces correccionales (ver: Tiscornia, S.; Eilbaum, L. y Lekerman, V. op.cit.).
10 Fs.15 del sumario policial y fs.62 del sumario judicial de la copia de los representantes en la causa “Bu-
lacio vs. Argentina” Corte Interamericana de Derechos Humanos. Las siguientes fojas citadas corres-
ponden a esta causa.
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Por aquellos días se vuelven temas de la agenda pública el cuestionamiento


al Memorandum secreto 40 y la legislación represiva que habilita a la policía a
detener personas para averiguación de antecedentes, por edicto de policía o en
razzias. Poco tiempo después se discuten en el parlamento proyectos de leyes
para modificar las normas represivas. En todas se hace explícita referencia a la
muerte del joven Bulacio.
En declaraciones públicas, los diputados de la Comisión de Familia, Mu-
jeres y Minoridad, reunidos con el Subsecretario de Acción Social, habían ex-
presado estar convencidos de que la Policía Federal detenía indiscriminada-
mente a los chicos, especialmente los fines de semana, así como de que había
instrucciones precisas de hacer redadas en los recitales y locales bailables para
llevarse entre 30 y 40 jóvenes por noche y de que la policía golpeaba e intimi-
daba en forma sistemática a los adolescentes.
Se organizan masivos recitales de rock en homenaje a Bulacio. Así, poco
tiempo después de la muerte del joven, un movimiento social se ha convertido
en un nuevo y activo actor político. La insignia va a ser una consigna que será
coreada en muy diversos escenarios, aun cuando la calle sea el privilegiado. Esta
consigna es: “lo sabía, lo sabía, a Bulacio lo mató la policía”.

2.1. En el Palacio de Tribunales


Mientras se va extendiendo un importante consenso social que propone limitar
la extensión del poder de policía en el mundo de los tribunales, la principal
preocupación de los funcionarios se centra en la investigación sobre la exis-
tencia del Memorandum Secreto Nro.40. Ello así porque su existencia –decla-
rada por el comisario acusado de la muerte de Walter y las detenciones ilegales–
es un escándalo para el universo legal: la policía no puede derogar en acto el
Código Penal o el Código de Procedimiento Penal y, además, admitir que le
fue ordenado por los propios jueces obrar de esta forma.
Sin embargo, cuando se le pregunta oficialmente al Jefe de la Policía Federal
sobre esa normativa, éste no sólo confirma la existencia de la norma, sino que le
atribuye jerarquía de orden judicial y demuestra además que uno de los jueces
de menores la aplica en forma corriente. Se envían entonces oficios en los que
se exige al Jefe policial que se expida acerca de si la policía “conoce” las leyes que
rigen la detención de menores y se solicita a la Cámara del Crimen que se ex-
pida inmediatamente sobre la constitucionalidad del Memorandum Secreto.
Ésta firma en pleno –esto es, todos los miembros de la Cámara– un acuerdo en el
que reafirma que el principio de intervención judicial –que significa que la au-
toridad corresponde a los jueces– no ha sido delegada en la policía (como
afirma el Memorandum Secreto 40).

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Al mismo tiempo, los jueces que decían desconocer la existencia del Memo-
randum Secreto 40, así como muchos funcionarios, abogados y juristas, ex-
plican que se trata de la existencia de un “sistema penal paralelo” urdido por la
Policía Federal para tener un control ilegal sobre los chicos.

2.2 El “descubrimiento” del “sistema penal paralelo”


Eugenio Raúl Zaffaroni había escrito en un trabajo en 1984 que “la legislación
contravencional, como hija menor o hermana desheredada de la coerción
penal, es mirada con cierto desprecio por el penalista” y también “ (...) Debido
a las escasas garantías que suelen rodearla, con el pretexto de su menor cuantía
o de su pretendido carácter no penal o administrativo, es un campo propicio
para la arbitrariedad policial, los apremios ilegales, la afectación a la dignidad
humana, la penetración en los ámbitos de la privacidad, etc. (...) tiene incluso
más importancia práctica que el código penal, puesto que penetra ámbitos en
los que aquél por lo general no puede penetrar (espectáculos públicos, de crí-
tica social, religiosa, de reunión, etc.)” (Zaffaroni, 1984:81-82).
La influencia del jurista en la corriente local de la criminología crítica y el
garantismo penal respaldaba declaraciones y trabajos de penalistas y abogados
sobre el tema. Paralelamente, el cuestionamiento de los edictos y del poder de
policía era un tema de la agenda pública. Mientras el caso de Walter Bulacio
ocupa un espacio importante en los periódicos y se suceden las marchas y
asambleas escolares, los diarios publican notas y opiniones de jueces, abogados
y legisladores que critican duramente las normas policiales. Poco tiempo des-
pués, el Congreso de la Nación aprueba por unanimidad la modificación de la
ley de averiguación de antecedentes.
Pero, en el Palacio de Tribunales, la causa está en secreto de sumario. Este es
decretado inmediatamente después que el juez procesa al comisario acusado.
Hasta ese entonces, los abogados del policía eran dos letrados de la institución
policial, pero dos días después de la citación a declaración indagatoria se suma
a la defensa uno de los estudios más importantes del mundo judicial penal de la
época, perteneciente a los más selecto de la “familia judicial”. La Policía Fe-
deral estaba dispuesta a dar una dura batalla legal.
A casi un año de ocurrida la razzia policial y la muerte del joven, el fiscal de
la causa, de ilustre apellido, pedirá se desvincule de la causa al comisario proce-
sado. Su argumento sostenía que si bien se había comprobado la existencia de
una “dualidad normativa” que generó “a través del tiempo una práctica
errónea”11, el comisario acusado no era responsable de la aplicación de estos
procedimientos ilegales, porque así era como se procedía habitualmente. Esto

11 Fojas 1.557 de la causa judicial.

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es, planteaba que el comisario había actuado según una reglamentación in-
constitucional –como lo había declarado la Cámara del Crimen–, pero como
esta reglamentación se aplicaba en forma rutinaria –la policía detenía masiva-
mente personas sin orden del juez, y sin control posterior de éstos– no podía
ser responsabilizado penalmente.
En cambio, el juez dicta la prisión preventiva por privación ilegal de la li-
bertad y dispone un embargo sobre los bienes del policía. La decisión del juez es
apelada por la defensa del comisario y deberá ser resuelta por la Cámara del
Crimen.
Más de un año después de la muerte de Walter, los camaristas dictan el so-
breseimiento definitivo12 del comisario tal como había sido solicitado por su
abogado defensor, desarmando así los argumentos por los que estaba proce-
sado. Esto es, los mismos jueces que habían manifestado que la causa que es-
grimió el policía procesado para justificar sus actos –el Memorandum Secreto
40– era una norma inconstitucional, consideraban que, pese a ello, no podía
ser responsabilizado por la razzia y las detenciones de jóvenes realizada, porque
“pudo no ser conciente de sus actos”13.
A partir de esta resolución se desata una batalla legal morosa, llena de ce-
ladas, chicanas y escritos encendidos que llega hasta el presente. Pero el litigio
ha quedado de alguna forma anclado simbólicamente en aquella decisión de la
Cámara del Crimen, porque es allí que parece jugarse el complejo problema de
la atribución de responsabilidades cuando un poder gris, sutil e imperioso,
como el policial, se encuentra desplegado. Esto es, cuando la norma ilegal “es
descubierta”, la discusión jurídica sobre su naturaleza no presenta demasiados
escollos: juristas y funcionarios acuerdan abiertamente sobre la ilegalidad de las
órdenes policiales.
Ahora bien, cuando las reglas en uso –esas complejas construcciones nor-
mativas en el borde de la legalidad– son sometidas al juicio público, el examen
se transfigura en una complicada operación.
Decía más arriba que el problema es que, demasiado frecuentemente, el
poder de policía –en acto– es advertido por funcionarios y magistrados pero, al
mismo tiempo, es invisibilizado. Así, ese poder puede conceptualizarse como
un “sistema paralelo” o como “dualidad normativa” porque entonces, cuando
debe ser enjuiciado, cuando es iluminado, basta con derogar el paralelismo o la
dualidad y restaurar el ordenamiento constitucional –el código vigente, las
leyes.
Pero la cuestión es que el poder de policía en acto, no es un sistema paralelo,
es un sistema superpuesto, engarzado en las prácticas de castigo estatal, empo-
12 Esto es des–responsabilizarlo, desvincularlo del proceso en el que estaba acusado.
13 Fojas 1.646 del expediente judicial Caso Bulacio.

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trado en las relaciones de poder que organizan la vida policial–tribunalicia.


Más aun, es común que sean el origen de normas y procedimientos legales14.
Por ello, cuando aparece un actor político –un movimiento social– que señala
al interior de los tribunales y en las calles que ese poder es visible, que se ha ex-
pandido en las rutinas de todos los días y, además identifica a un responsable
de su aplicación, la discusión estrictamente jurídica comienza a desdibujarse y
da paso a otro tipo de acciones.

2.3 Ordalías
Por ello, propongo pensar esta cuestión como si se tratara de un juicio por jura-
mento colectivo, procedimiento analizado ingeniosa y sugerentemente por
Ernest Gellner (1997). Este autor señala que el procedimiento, usado para di-
rimir conflictos sociales y/o como mecanismo de decisión legal, es una institu-
ción antigua y común, aunque sus representaciones varíen en épocas y circuns-
tancias. Explica que el juramento colectivo, como forma institucionalizada, se
encuentra en las sociedades tribales. Pero, “el principio subyacente opera en
muchas situaciones semianárquicas, por ejemplo, en conflictos en que una au-
toridad soberana está ausente o es incapaz de arbitrar, decidir e imponer su ve-
redicto o no está dispuesta a hacerlo. La razón de esto puede no ser siempre la
circunstancia de que la autoridad soberana está ausente o sea débil; puede tener
sus raíces en el hecho de que el dominio de actividad en que se da el conflicto
puede no estar (según el espíritu de la sociedad en cuestión) enteramente sujeto
a reglas legales impuestas” (Gellner, 1997:200).
En el caso que estamos analizando, es posible reconocer –al menos proviso-
riamente– un corpus de reglas legales explícitas (la ley de menores, las disposi-
ciones del Código de Procedimientos Penal) y otro corpus superpuesto, tra-
mado por las órdenes y edictos policiales (el Memorandum Secreto; los edictos
de policía; las ley de detención para averiguar antecedentes de las personas).
¿Cómo funciona el procedimiento? Imaginemos un conflicto entre dos
grupos. Un miembro del grupo A acusa a un miembro del grupo B de un delito
grave. La justicia o injusticia de la acusación se decide solicitando al acusado y a
la mayor cantidad de parientes que pueda reunir que atestigüen en forma so-
lemne –en un lugar sagrado– la inocencia del acusado. Si los parientes se
niegan –todos o algunos– o cometen un error durante el juramento se consi-
dera que el acusado es culpable y el grupo debe compensar al acusador y a su
grupo.

14 Hemos desarrollado esta cuestión en “Órdenes secretas, edictos y poder de policía. Usos y costumbres de
los intermediarios en las márgenes del derecho”. Seminario Internacional “Justicia y Sociedad en Amé-
rica Latina” – Universidad Nacional de San Martín, CEL, 2004.
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Límites al poder de policía

En este tipo de sistema la lealtad al grupo es un principio particularmente


poderoso. La cohesión y la identificación con el linaje, clan o agrupación es
condición de existencia de las personas. El principio de un individuo compro-
metido en la búsqueda de una verdad o de justicia abstracta es desconocido, ca-
rece de sentido. Los principios de solidaridad y reciprocidad organizan la vida
social, pero ello no supone que no existan conflictos continuos y que en mu-
chas ocasiones éstos se expresen violentamente. La institución del juramento
es, entonces, una forma no violenta de resolverlos o ponerles fin.
El juramento a favor del miembro del grupo acusado guarda una serie de re-
caudos. En primer lugar, al hacerse en un lugar sagrado, es sagrado él mismo
porque se hace ante los dioses, pero, como bien señala Gellner, ello no indica
que las razones del juramento en uno u otro sentido guarden relación exclusiva
con el temor a la divinidad o a la sanción sobrenatural. Así, explica, si se trata
de un grupo con gran cohesión, sus integrantes confían en el acusado y el espí-
ritu del grupo prevalece por sobre la desconfianza. Las razones o argumentos de
acusado son sostenidos y valorados y paralelamente no desean que el nombre y
la honorabilidad del clan se vean menoscabados. En estos casos, el grupo acu-
sador acepta el veredicto de inocencia, porque de lo contrario el paso siguiente
es la violencia. Al mismo tiempo, al aceptar mantiene la dignidad del grupo
porque lo hace no por temor al clan del acusado, sino porque éstos han jurado
ante los dioses. En el caso contrario, un clan poco cohesionado o disgustado
con el acusado, puede no jurar a su favor sin quedar desacreditado alegando,
también, respeto por los dioses.
Ahora bien, lo interesante es que para arribar a alguna de estas dos salidas
extremas es común que los miembros de los clanes activen intensas negocia-
ciones, se involucren en acusaciones y conspiraciones –fuera del lugar sa-
grado–, y es el resultado de estas maniobras lo que luego se representa en el re-
cinto consagrado. Lo importante es llegar al juramento solemne, que se hace
frente a la comunidad. Más tarde, si la comunidad no ha estado de acuerdo con
el veredicto, es posible que el primer infortunio que ocurra sea adjudicado a un
falso juramento y el clan sea acusado de ello.
Es común que este sistema no habilite a que se pronuncien veredictos
contra clanes grandes, de mucha cohesión, aunque la persona acusada sea cul-
pable. Ello así, porque la ordalía, aunque abre el juego a la opinión e interven-
ción de la comunidad, respeta casi siempre las realidades del poder y no está
preocupada por la verdad de los hechos y la justicia consecuente.
En el caso en análisis, mas allá de la discusión estrictamente jurídica acerca
de la responsabilidad penal del comisario a cargo de la razzia y prisión de los jó-
venes, lo que parecía estar en juego era la responsabilidad social de un clan po-

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Derechos humanos, tribunales y policías en Argentina y Brasil

deroso: el sistema de justicia, que incluye –en ese dominio de actividad– tanto
a la policía como a los jueces.
Y aquí hay que separar dos momentos de la ordalía. Uno primero, el de la
acusación y, luego, el del juzgamiento y sentencia de la Cámara. En el primer
momento, la comunidad entera parece acordar sobre el crimen policial: la in-
justicia de las razzias, la secreta y oscura trama de las normas policiales, la im-
portancia de derogar el Memorandum Secreto, de legislar para transformar las
leyes represivas. Los camaristas no dudan en reconocer la ilegalidad e inconsti-
tucionalidad de la norma y la casi totalidad de los magistrados expresa su indig-
nación y disgusto. Pero en esta ordalía el clan poderoso sabe que la etapa de las
negociaciones y componendas en los pasillos de los tribunales, en las mesas de
café, en los estudios prestigiosos son los lugares donde efectivamente se trama
el rito que se celebrará en el lugar sagrado.
El clan acusador en cambio está en la calle, en manifestaciones que reúnen
miles de personas, en los recitales de rock, en los periódicos. Quienes prota-
gonizan la protesta son jóvenes estudiantes, muchos de ellos hijos de una
clase media porteña, partícipe activa del movimiento de derechos humanos,
de profesionales comprometidos políticamente. Es esta extendida trama de
relaciones sociales, políticas y humanitarias la que da vigencia al movimiento
de demanda de justicia, por fuera de la lógica tribunalicia. Por ello, el clan
acusador no participa de los mismos espacios íntimos que el clan acusado, ni
lo unen a éste lazos de parentesco, de amistad, ni comparten espacios co-
munes de sociabilidad. En las infinitas jerarquías del Palacio de Tribunales
no tienen ubicación.
Así, llegado el momento del juramento colectivo en el lugar sagrado –el Pa-
lacio de Justicia, la Cámara del Crimen– los representantes del clan más pode-
roso jurarán sin equivocarse a favor del acusado, librándolo de responsabilidad
en los hechos que se estaban juzgando.

3. El caso ante la Comisión y ante la Corte IDH


La muerte de Walter era un emblema, sostenido por un importante movi-
miento social de jóvenes en la consigna “A Walter lo mató la policía”. El
acontecimiento forma parte de la cultura política local: canciones que na-
rran la tragedia de su muerte, pancartas con la foto de Bulacio en marchas
políticas, en movilizaciones por demanda de justicia, “escraches” rituales a
los acusados de su muerte, centros de estudiantes que llevan el nombre del
joven. Integra la memoria social. Esa muerte fue un acon tecimiento –y no

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un caso más de violencia policial–, entre otras razones, porque fue una
forma de representar el enfrentamiento entre diferentes grupos de opinión
política.
Que la policía pueda detener personas y llevarlas a la comisaría durante unas
horas, sólo por “sospecha”, es posiblemente una de las cuestiones más naturali-
zadas en la vida cotidiana del país. Es una forma de administración de lo que
llama la “paz social” o, más acorde con el lenguaje contemporáneo, la “segu-
ridad urbana”. La policía ejerce el poder de control administrativo del “de-
sorden” y de la “moralidad” deteniendo personas por conductas nimias: mero-
dear, beber en la calle, estar mal vestido y todo lo que se conoce comúnmente
como “portación de cara”.
Esa indefinición, la labilidad de los límites de estas facultades policiales,
las equívocas y multifacéticas formas de intervención policial sobre los
cuerpos, la imposibilidad, en definitiva, de precisar la zona de acción correc-
cional ha complicado durante largos años la discusión jurídica sobre la “natu-
raleza” de las contravenciones, esto es, si habitan el espacio de la administra-
ción del Estado o el espacio del castigo y la pena. Pero el principal problema
es que –paralelamente al debate en el estricto campo profesional de los ju-
ristas– la vigencia de estas normas expande un “derecho” de policía, en el sen-
tido que Walter Benjamin daba al concepto: como expansión de una zona
gris en la que el Estado de derecho es incapaz de garantizar, por medio del
orden legal, sus propios fines.
Sobre está cuestión el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), un or-
ganismo de derechos humanos creado durante la dictadura militar, trabajaba
desde fines de los años 80. Por aquella época, y como parte de la lucha por la vi-
gencia de los derechos humanos, el CELS desarrollaba un programa de trabajo
cuyos objetivos eran tanto la denuncia y el litigio de casos de violencia policial,
como la sistematización y análisis de la maraña normativa que legalizaba, de di-
versas formas, su existencia y despliegue. La originalidad del programa radi-
caba en la presentación de informes anuales sobre hechos de violencia policial
–los llamados casos de “gatillo fácil”–, pero también detenciones arbitrarias,
razzias en barrios pobres así como una serie de hechos en que la policía inter-
venía usando su poder de fuego y eliminando “sospechosos”. Tanto los in-
formes como la publicación de artículos estaban pensados no sólo desde el
lugar de la denuncia, sino también para cuestionar la habitualidad con que la
violencia policial era practicada por la institución y aceptada socialmente. Así,
en el programa de trabajo, un proyecto especial estaba dedicado al análisis y
cuestionamiento de los edictos de policía y las normas que legitimaban la de-
tención de personas sin control judicial. El trabajo se realizaba a través de con-

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Derechos humanos, tribunales y policías en Argentina y Brasil

venios con universidades nacionales y regionales15. El CELS contaba con capa-


cidad de intervención en la agenda pública participando en debates, en
congresos universitarios, en jornadas con organizaciones sociales y barriales, es-
cribiendo notas en los diarios y participando en programas radiales.
A comienzos de los años 90 y como objetivos del programa, el CELS se
plantea trabajar por una parte, en conjunto con otras ONG’s ampliando el
campo de organismos de derechos humanos tradicional16 y, por la otra, incluir
en el debate a las instituciones y organismos del Estado con directa responsabi-
lidad en el tema. Las dos incorporaciones suscitaron no pocas discusiones tanto
al interior como fuera del organismo, porque implicaban importantes redefini-
ciones acerca de la forma de presentarse socialmente. Era una forma de hacer
política en derechos humanos que implicaba tanto la crítica como la construc-
ción de consensos y compromisos sobre temas que el CELS proponía al debate
público. Esta forma de trabajo en el tema de la violencia policial –como en
otros temas de la agenda de derechos humanos– iba a construir un perfil de “re-
ferente obligado”, esto es, de actor político cuya opinión no podía ser sosla-
yada.
Paralelamente, el CELS desarrollaba desde su fundación programas de coo-
peración nacional e internacional. Entre ellos en particular, con la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos de la OEA. La fundación misma del or-
ganismo había estado vinculada a la relación con la CIDH. Los fundadores del
CELS, en particular Emilio F. Mignone que fuera su presidente hasta su muerte
en 1998, jugaron un papel clave cuando la visita in loco de la Comisión en el
año 197817. El Informe posterior producido por la CIDH fue uno de los docu-
mentos claves en la lucha contra la dictadura militar argentina. Y esa vincula-
ción se acrecentó a lo largo de los años de democracia.
Así las cosas, y como confluencia de estos programas18 y objetivos institucio-
nales, el CELS estaba especialmente interesado en litigar casos de violencia poli-
cial, que no tenían resolución en el ámbito local, ante los tribunales internacio-
nales.

15 Convenio con la Facultad de Filosofía y Letras y la Facultad de Derecho de la UBA; programas de trabajo
con el ILANUD; con el Núcleo de Estudios de Violencia de la Universidad de San Pablo, entre otros.
16 El grupo tradicional de organismos de derechos humanos está conformado por aquellos que encabe-
zaron la lucha durante la dictadura militar: Madres de Plaza de Mayo, Abuelas de Plaza de Mayo, Fami-
liares de detenidos y desaparecidos por razones políticas, Asamblea por los Derechos Humanos, Servicio
de Paz y Justicia, Liga Argentina por los Derechos del Hombre; Movimiento Ecuménico por los Derechos
Humanos y CELS.
17 Cf.. Mignone, Emilio F. 1991. Derechos Humanos y Sociedad. El caso argentino. Buenos Aires, Edi-
ciones del Pensamiento Nacional,.CELS.
18 Hacia fines de 1995 el CELS pone en marcha un programa de trabajo específico sobre aplicación del De-
recho Internacional de los derechos humanos en el Derecho local.
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Límites al poder de policía

Mientras tanto, el caso Bulacio –emblema de la lucha contra la violencia po-


licial– se había convertido en un proceso kafkiano en los tribunales locales.
Tras seis años de esfuerzo denodado y continuo, el arribo a una sentencia defi-
nitiva parecía una meta imposible. La denegación de justicia era evidente. Por
ello el CELS propone a CORREPI asociarse para el litigio a nivel regional, acor-
dando sobre los intereses comunes y manteniendo independencia en las dife-
rencias políticas e ideológicas.
Así, en mayo de 1997, seis años después de comenzado el proceso, los abo-
gados de la familia de Walter: CORREPI, el CELS y el Centro por la Justicia y el
Derecho Internacional (CEJIL)19presentan una denuncia contra el Estado ar-
gentino ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, por en-
tender que las demoras judiciales implicaban una violación del Estado de su
obligación de administrar justicia, así como tampoco se habían respetado los
derechos a la vida, a la integridad personal, a las garantías judiciales, el derecho
del niño y a la protección judicial.
Así como la jurisprudencia ilustra buena parte de sus principios con adagios
en latín, los defensores de los derechos humanos cuentan con una serie de ga-
rantías inscriptas en la Constitución Nacional y los Tratados internacionales
de derechos humanos que –como estandartes olvidados en un campo de batalla
devastado– pueden ser cada tanto levantados para iniciar nuevas luchas.
El valor simbólico de estos sintagmas es tal que es posible comprenderlos
como puntos de anclaje (Godelier, 1998), esto es, como relatos, formas de pen-
samiento, casi objetos que “conservados preciosamente” construyen y forman
identidades al interior del mundo de los abogados. Presentar un caso ante la
Comisión es, de alguna manera, someter un acontecimiento histórico a la
prueba de pasar por el cedazo de estos principios. Y al hacerlo se enfrentan con
otras reglas y otros procedimientos.
En primer lugar, son violaciones a los derechos humanos en los que el
Estado es responsable, lo que debe argumentarse ante la CIDH. Se trata por ello
de un tipo particular de crimen y por ende no puede tratarse con las mismas re-
glas que en los tribunales locales. Las partes que se enfrentan son también dife-
rentes: no es el Estado Gran Inquisidor, que acusa y persigue, sino una víctima
de ese Estado y sus abogados que acuden a una Comisión conformada por
“siete miembros que deberán ser personas de alta autoridad moral y reconocida
competencia en materia de derechos humanos, elegidos a título personal por la

19 Se trata de una organización creada con el objetivo de lograr la implementación de normas internacio-
nales de derechos humanos en el derecho interno de los Estados miembros de la Organización de
Estados Americanos. Asesora a ONG’s de derechos humanos y demanda a los Estados en calidad de
co-peticionario con ONG’s por violaciones a los compromisos internacionales (ver: www.cejil.org).
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Derechos humanos, tribunales y policías en Argentina y Brasil

Asamblea General de la OEA”20 para que someta el conflicto y la forma en que el


Estado lo ha tratado a la prueba de los principios universales de derechos hu-
manos.
Si la Comisión acepta el caso, quienes lo han presentado son reconocidos
como “los peticionarios” y la demanda de responsabilidad se hace conocer al
Estado. Se inicia así un proceso cuya lógica no es penal porque los conten-
dientes no se enfrentan en un juego en que uno perderá y el otro no. Es espe-
rable que antes de llegar al tribunal regional –la Corte IDH– todo transcurra al-
rededor de encuentros y reuniones pautadas entre las partes y la Comisión, en
las que se discute, se esgrimen razones y se valoran pruebas21.
Lo que los peticionarios persiguen –y en especial en este caso– no es sólo la
condena al Estado en un caso particular, sino que aspiran a que ese caso se
constituya en un precedente, y además que se establezcan políticas, que se re-
formen prácticas habituales, que se legisle de acuerdo con los principios de los
derechos humanos.
Los primeros pasos del proceso en el sistema interamericano pueden están
dirigidos a llegar a acuerdos entre las partes: que el Estado reconozca responsa-
bilidad y repare a las víctimas. Porque el Estado es un “Estado parte”: uno más
de ese concierto de naciones que han firmado acatar las cláusulas de la Conven-
ción Americana sobre Derechos Humanos. Está obligado y debe responder a
esa obligación. Una condena por incumplimiento tiene costos altos para los
Estados; una solución amistosa antes que un proceso ante la Corte IDH, en
cambio, puede ser una demostración de que el Estado acusado mantiene sus
promesas –la de los Pactos.
Pero el Estado no es una unidad. Y dentro de esa ficción jurídica y política
conviven diversas oficinas y organismos que reclaman para sí el monopolio del
interés del Estado. Puede suceder que de esa disputa resulte que la representa-
ción del Estado no sea otra que el de burocracias mal integradas cuyo objetivo
es imponerse unas sobre otras, antes que desarrollar políticas comunes qua
20 www.cidh.oas.org. Composición de la Comisión.
21 Como en cualquier caso ante un tribunal, el que invoca un hecho tiene que probarlo. Sin embargo, en el
sistema interamericano la valoración de la prueba puede tener una medida singular porque singulares
son los hechos que se juzgan: desapariciones forzadas, arrestos ilegales, detenciones arbitrarias, tor-
turas, ejecuciones sumarias. Se trata de un mundo de acciones clandestino, en que sus autores han sido
entrenados para borrar las huellas, destruir los registros, ocultar los rastros o han sido formados para ac-
tuar injustamente en nombre de algún fin superior –la seguridad, el peligro terrorista, etc. Por eso, mu-
chas veces es el acusado –el Estado– quien debe probar que no ha actuado según los criterios con que se
lo demanda. Y para que así sea, los peticionarios han de haber tenido que acumular suficientes datos,
documentos y testimonios que permitan situar el caso en un contexto significante. Esta forma de proce-
dimiento resulta en que se exige al caso que se va a juzgar que no sea un caso “extraordinario”, sino que
lo que debe probarse es la habitualidad de una forma de acción del Estado, que subvierte los principios
de derechos humanos que se ha comprometido a respetar.
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Límites al poder de policía

Estado. Ello puede suceder –y de hecho sucede– por diversas y complejas ra-
zones: distintas lógicas de funcionamiento al interior del Estado, grupos de in-
terés enfrentados, oficinas atravesadas por disputas políticas u otras, por viejos
enconos personales. Aunque sólo podemos desarrollar muy esquemáticamente
esa trama de relaciones, es sobre ella que deben actuar políticamente los peticio-
narios.

3. 1 El proceso
Una vez que la Comisión ha reconocido a los peticionarios, remite la demanda
al Estado argentino para que éste tome conocimiento y conteste acerca de su
responsabilidad. Se acuerdan entonces las primeras reuniones para llegar a una
eventual “solución amistosa”. Estas primeras reuniones son un punto de infle-
xión: los abogados de Bulacio deben sentarse en una mesa a discutir con el
Estado, y el Estado no sólo es la Cancillería argentina y su Dirección de dere-
chos humanos –funcionarios que hablan el lenguaje del derecho y las garan-
tías–, es también la Policía Federal –parte protagónica del hecho que se está
juzgando.
Si el CELS estaba ensayando con pericia una política institucional de de-
bate y diálogo con muy diversas oficinas del Estado nacional, la CORREPI,
en cambio, construía su perfil como organismo anti–represivo y anti–sis-
tema y, por ende, renuente a sentarse a argumentar con representantes del
Estado nacional, en particular, con la policía. Por ello, las primeras reu-
niones con el Estado para acordar una posible “solución amistosa” fueron
ríspidas.
En las primeras reuniones entre las partes para arribar a una “solución
amistosa”, los abogados de Bulacio exigían que el Estado reconociera la res-
ponsabilidad en las violaciones de derechos humanos por las que se lo acu-
saba y para repararlas planteaba la derogación de la legislación de detención
por averiguación de identidad –entre otras medidas. El Estado argumen-
taba que en el caso se discutía sólo el tema de detenciones de menores por el
Memorandum Secreto 40, y que el Estado ya había derogado esa norma-
tiva.
Recibida la denuncia, la Comisión los reconoce como peticionarios y la re-
mite al Estado argentino para que informe sobre la demanda. Éste, luego de so-
licitar varias prórrogas al plazo establecido, responde que la reclamación no es
admisible. Por ello un tiempo después, los peticionarios solicitan a la Comisión
que se continuará con el trámite del caso. Una solución amistosa con el Estado
no parecía posible, en tanto éste no aceptaba reconocer los términos de la
demanda presentada.

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Derechos humanos, tribunales y policías en Argentina y Brasil

Así las cosas, en la contestación de la demanda22 (que hace el Estado años


después) explica que el primer proceso de solución amistosa fracasó, entre otras
razones, porque:

(...) Por otra parte respecto a la derogación de la ley 23.950 (facultad po-
licial de detener personas por un lapso de 10 horas para averiguar sus an-
tecedentes) no fue posible acceder a la petición por cuanto no se habían
producido detenciones del tipo del que preocupaban a los peticionarios,
era –y sigue siendo– notorio el deseo social de aumentar las medidas de
seguridad contra la delincuencia y no existían quejas sobre la aplicación
de esta ley que justificara dejarla sin efecto (circunstancias todas que
subsisten hasta la actualidad) [Contestación de la Demanda, pág. 4].

No parecía haber mucho que acordar si ésos eran los términos.


Hacia finales del año 2000 la CIDH aprueba el Informe en que concluye que
el Estado argentino había violado los derechos por los que reclamaban los peti-
cionarios. Y que el Estado tenía entonces la obligación de adoptar las medidas
necesarias para reparar las violaciones cometidas. Da dos meses de plazo para
que responda. Si ello no sucede, la CIDH puede hacer público el informe o pre-
sentar el caso ante la Corte IDH.
Y el Estado no respondió.

3.2 El desdibujamiento del interlocutor. ¿Quién representa al Estado?


Poco tiempo después cambian las autoridades del gobierno nacional en Argen-
tina. El período del Presidente Carlos S. Menem había concluido y gobernaba
el partido de La Alianza, con Fernando de la Rúa.
Hasta entonces era la Cancillería argentina quien representaba al Estado
ante la CIDH. Pero, por una decisión del nuevo gobierno, se establece que si
bien los abogados de la Cancillería sostendrían las gestiones ante la Comisión,
si los casos llegaban a la Corte IDH, serían los abogados de la Procuración del
Tesoro los responsables del litigio. La decisión estaba fundada en que, como se
litigaban casos en que había demandas de resarcimiento económico, era la Pro-
curación quien debía intervenir.
La cuestión es que el Estado pierde algunos plazos obligados. Paralela-
mente, los abogados de la Procuración del Tesoro no eran expertos en este tipo
de litigios que se traman con otros hilos. Si los abogados de la Cancillería son
hábiles en el arte de la diplomacia, la negociación, el cabildeo y los acuerdos, los

22 Corte Interamericana de Derechos Humanos. Caso Bulacio (Argentina) Contestación de la Demanda.


Copia de los Representantes
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de la Procuración lo eran en cambio en el litigio de defensa cerrada del Estado.


Trabajarían el caso como uno más de los cientos que trataban. Pero además
este organismo era asesorado, en este caso, por abogados que integraban un
prestigioso estudio particular ducho en la lógica penal. Y no era ésa, claro, la
lógica de los tribunales internacionales.
Así, recién a mediados del año 2001, la Procuración del Tesoro contesta la
demanda. Parado en la lógica del litigio penal construye una nueva versión de
los hechos. Entonces vuelve a argumentar sobre cuestiones que el Estado ya
había reconocido y sostenido ante la Comisión. En particular, arguye que la
detención de Walter Bulacio no había sido ilegítima, mientras que en la pri-
mera respuesta del Estado, éste decía que la ilegitimidad de la detención había
sido subsanada con la derogación del Memorandum Secreto 40 y con la modi-
ficación de la ley de detención por averiguación de antecedentes. Una contra-
dicción evidente.
Y también dice textualmente:

En cuanto a la existencia misma del operativo de seguridad está más allá


de toda duda que el Estado tiene el derecho y el deber de garantizar la se-
guridad del normal desarrollo del espectáculo como del resto de los ciu-
dadanos que no participan en él y no debe confundirse un cronograma
de control concebido e implementado para la seguridad de un simple re-
cital de música con un operativo de represión policial arbitrario, ilegal e
incontrolado propio de situaciones totalitarias y dictatoriales (Contesta-
ción de la Demanda, pág.14).

El escrito de la Procuración vuelve atrás sobre lo que el Estado había ya


dicho. Vuelve a discutir el acontecimiento, intenta reescribir toda la historia:
sostiene que había causa para detener a Walter23, que la muerte no estaba rela-
cionada con el no cumplimiento de los “deberes de custodia”24 o con la acción
de actores del Estado, que la actuación de la justicia –la extrema demora– era
responsabilidad de los abogados de Bulacio25 y que, en todo caso, las demoras

23 Argumenta que Walter y otros amigos se habían “colado” en el recital y que por ello fueron detenidos,
pero olvida que no fue ésa la razón de la detención del joven según la causa judicial local ya que no hay
registros policiales ni noticia al juez de menores del supuesto delito.
24 El “deber de custodia” del Estado implica que cuando el Estado detiene a alguien y lo tiene “en cus-
todia”, si la persona muere o se lesiona, el Estado tiene la obligación legal de responder por lo que ha pa-
sado.
25 En la causa judicial local hay numerosos escritos en los que los abogados de Bulacio demandan cele-
ridad en el juicio y denuncian el abuso del uso de la “chicana” de parte de la defensa del comisario. Esta
situación es reconocida además por los tribunales superiores.
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Derechos humanos, tribunales y policías en Argentina y Brasil

“garantizan derechos”. Por lo tanto, nada se podía reprochar al Estado. No hay


arreglo.
Mientras, la preocupación de los peticionarios fincaba en cómo convertir un
caso atípico para la CIDH en un caso viable. Los casos aceptados por la CIDH
han sido privilegiadamente los de desaparición forzada de personas, aquellos
en que es notoria de ausencia de debido proceso –casos de personas detenidas
durante mucho tiempo sin asistencia de abogado–, o de libertad de expresión.
Este caso, si bien era emblemático en el país, aparecía penalmente como una
detención ilegal que había resultado en una muerte. Pero los tribunales locales
discutían que ésta hubiese sido provocada por torturas. Además, el castigar por
detener a personas en razzias policiales no era materia de preocupación de los
jueces penales locales.
Así las cosas, los peticionarios reconstruyen la estrategia. No parecía posible
discutir las leyes cuando el tema de la seguridad urbana primerea el ranking de
las preocupaciones de la gente según las encuestas de opinión y se convierte así
en tema de campañas electorales26. Lo que sí se podía discutir era en cambio los
principios que deben regir las facultades policiales de detención de personas.
No discutir las leyes, sino discutir si las razzias o detener personas por sospecha
se ajusta a estándares internacionales en la materia.
Sin embargo, era difícil encontrar interlocutores en el Estado. La respuesta
de la Procuración del Tesoro cerraba puertas, pero no era el único actor en el li-
tigio y, aunque los organismos empezaron a multiplicarse, ninguno actuaba
qua Estado. Esto es, cada oficina y cada funcionario responsabilizaban a la otra
de la ausencia de decisiones. Las acciones de cabildeo de los peticionarios pare-
cían desarmarse después de cada reunión. Pocas veces el Estado mostraba en
forma tan transparente que no era una unidad, sino un conjunto de estructuras
y personas investidas de autoridad estatal cuyas acciones “hacen el Estado”27,
pero ahora, ese “hacer” no era otra cosa que exhibir la imposibilidad de
intereses y acción política comunes.
Hacia fines del mes de diciembre de 2001, en particular las jornadas del 19
y el 20, las manifestaciones populares obligan a la renuncia del gobierno na-
cional. La represión policial es brutal y los hechos conmocionan a la opinión
pública nacional e internacional. Tanto la CORREPI como el CELS participan
activamente de las demandas populares.

26 Cf. Tiscornia, S. “Las campañas electorales y la violencia vernácula”, en Gaceta de Antropología. Colegio
de Graduados en Antropología. Buenos Aires, Año XXIV, nueva serie, nº.3, octubre.
27 Ver entre otros, Melossi (1992); Taussig (1995); Radcliffe Brown (1949).

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3.3 Llegar a una sentencia


A comienzos del año 2002 el CELS y otras ONG’s comienzan a pedir a la CIDH
una visita in loco por las personas muertas en los trágicos hechos de diciembre.
Y comienza la presión de la Comisión al Estado sobre ello. Las visitas in loco
tienen un claro objetivo sancionador. La única visita de este tipo realizada por
la Comisión había sido durante la dictadura militar (como señaláramos más
arriba). Así las cosas, el desprestigio para el gobierno de transición –cuya aspi-
ración era convertirse en el gobierno estable– sería inmenso. En esa época se fi-
jaron dos audiencias28 de situación general para Argentina y en ellas se discu-
tieron temas de violencia institucional, represión de la protesta social, la crisis
económica. El Estado tuvo que dar explicaciones ante la Comisión durante dos
períodos de sesiones en el año 2002. Había sin duda mucha presión.
Y paralelamente, el CELS de acuerdo con CORREPI inicia una serie de reu-
niones y acciones de cabildeo con diferentes oficinas del Estado por la causa
Bulacio y con los reemplazantes de los funcionarios de la gestión anterior: la
Procuración del Tesoro, la Dirección de Derechos Humanos de la Cancillería,
la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y la Secretaría de Seguridad
de la Nación. Ese abanico de instituciones complejizaba la posibilidad de con-
sensos parciales, la argumentación, el análisis de la correspondencia entre lo
que se demanda y lo que se cede.
La propuesta era volver a avanzar en un proceso de solución amistosa. Que
el Estado demostrara intención de retejer los lazos con la CIDH y, con ello,
amortiguar la presión que ésta ejercía al tiempo que, anudando nuevos com-
promisos, el Estado se diferenciaba claramente del gobierno anterior. En esta
lógica, y en el énfasis con que el CELS argumentaba en las reuniones sobre la
importancia de llegar a acuerdos, algunos funcionarios parecen sensibilizarse.
Entonces los peticionarios deciden exigir un decreto del Presidente de la Nación
en el que se autorice la iniciación del proceso de solución amistosa. De no lo-
grarse, se litigaría todo el caso ante la Corte IDH. Un gobierno jaqueado grave-
mente por la crisis social, frente a una organización de derechos humanos cuya
opinión era escuchada en foros internacionales sólo lograría abrir un frente
más si se litigaba el caso ante la Corte. Sin embargo, pocos organismos del
Estado lo veían así. Sumidos en sus propias disputas, no parecía posible. Por
ello, los abogados de derechos humanos decidieron mantener abierta la posibi-
lidad de la realización del juicio ante la Corte IDH, hasta último momento,
hasta casi el vencimiento del plazo legal.

28 Las “audiencias” son reuniones solicitadas por la CIDH o por una parte interesada y tienen por objeto –entre
otros– recibir información general o particular relacionada con los derechos humanos en uno o más Estados
miembros de la OEA (ver Documentos Básicos. Reglamento de la Comisión www.cidh.oas.org).
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Derechos humanos, tribunales y policías en Argentina y Brasil

Pero el cuidadoso trabajo de cabildeo y presión así como la conquista de


acuerdos parciales logran la firma del decreto presidencial29. Se trata de un
acuerdo en el que el gobierno reconocía la responsabilidad por la violación de
los derechos humanos de Walter Bulacio y su familia y –para el tema que tra-
tamos– en el punto 3 del documento, el gobierno, la CIDH y los representantes
de la familia Bulacio solicitan a la Corte IDH la constitución de una instancia
de consulta para la adecuación de la normativa interna –esto es las leyes– en los
temas relacionados con el caso (que incluía la determinación de estándares que
respeten los derechos humanos en los casos en que la policía detiene per-
sonas)30.
En virtud de este acuerdo se llega a la audiencia ante la Corte IDH para que
cada parte –Estado y peticionarios– hagan sus alegatos y entonces los jueces de-
terminen las reparaciones materiales y simbólicas que correspondan.

4. Un clan pequeño ante la Corte IDH


Decíamos más arriba que parecía posible explicar el proceso en los tribunales
locales si lo analizábamos como un juicio por juramento, en el que el “clan”
más poderoso logra dirimir diferencias internas para defender a uno de sus
miembros, acusado de un crimen. Lo interesante es pensar ahora que cuando
ello sucede, el grupo que no obtuvo reparación puede todavía apelar a otro
fuero31. Por la característica de su demanda, esto es, la conversión del crimen
que se juzga en un asunto de derechos humanos universales, tiene la posibi-
lidad de concurrir a tribunales supra-nacionales para obtener justicia.
Si seguimos pensando en el procedimiento por ordalía tenemos, por un
lado, al demandado –el Estado– que en esta circunstancia no es un colectivo ni
puede pensarse como una corporación unida por lealtades (y casi tampoco por
intereses comunes). Ello así, en parte, por la crisis social y económica ocurrida
en el país durante el litigio internacional, pero también por la particular estruc-
tura de las burocracias del estado nacional. En esa coyuntura es muy difícil
mantener una posición jurada. Y en la ordalía, es la posibilidad de asumir una
posición colectiva lo que tiene peso y es esa posición la que es puesta a prueba32.
29 Decreto 161/2003.
30 Ver Sentencia de la Corte IDH del 18 de setiembre de 2003.
31 Esta circunstancia adquiere una relevancia particular si coincidimos con Harold J. Berman cuando se-
ñala que una de las características distintivas de la tradición jurídica occidental es la coexistencia y la
competencia de diversas jurisdicciones y sistema jurídicos. Y que esta pluralidad ha sido fuente de li-
bertad, al tiempo que ha contribuido al refinamiento de la jurisprudencia (Berman, 1996).
32 Gellner, op. cit., pág. 201.

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Límites al poder de policía

Por otra parte, las cuestiones que están en conflicto, y que se discuten en
este caso, son parte de un campo que no está sujeto a reglas dogmáticas. El
campo de la interpretación del derecho internacional de los derechos humanos
es una arena de intensas luchas entre especialistas y también entre legos. En
estas circunstancias, un clan pequeño y aparentemente débil como el de los ac-
tivistas en derecho internacional de los derechos humanos puede lograr un
juramento colectivo a su favor.
Gellner señala que si bien generalmente el juicio por juramento es una es-
pecie de compromiso entre la realpolitik y la justicia, y ello resulta en que no se
pronuncien veredictos contra clanes poderosos –porque el sistema respeta la
realidad del poder antes que la verdad y la justicia–, cuando la situación de
poder no es clara y el desenlace del conflicto es incierto porque las dos partes
pueden perder en un enfrentamiento declarado, entonces –y sólo entonces– el
procedimiento puede inclinarse por razones de justicia y verdad. La firmeza de
las convicciones del pequeño clan puede allanar la ambigüedad y las dudas de
quienes tienen enfrente, que entonces pueden optar por una salida honorable,
en este caso, respetando los principios de derechos humanos que se reclaman.
En la audiencia ante la Corte, en marzo de 2003, los abogados de Bulacio y
los peritos que ofrecieron desarrollaron ante los jueces de la Corte sus de-
mandas. La madre de Walter Bulacio tuvo, por primera vez desde la muerte de
su hijo, la posibilidad de ser escuchada e interrogada por jueces en un tribunal.
Todos en sus alegatos fundamentaron la importancia acerca de limitar el poder
de policía para detener personas sin control judicial y en razzias.
El Estado alegó. Recordó las reformas legislativas que, como consecuencia
de la muerte del joven, se habían producido. Pero no pudo argumentar en con-
trario acerca de la vigencia de prácticas y leyes que permiten al poder de policía
arrestar personas sin control judicial33.
Meses después, la Corte IDH en la sentencia del caso fijó las medidas de re-
paración. Éstas fueron de orden patrimonial, fijando compensaciones para los
familiares de la víctima; ordenó que el Estado debe seguir y concluir las investi-
gaciones del conjunto de los hechos del caso y debe también sancionar a los res-
ponsables; y –fundamentalmente para el interés de este trabajo– ordenó que el

33 El perito del Estado que respondió sobre esta cuestión –el abogado Máximo E. Sozzo– omitió en su peri-
taje que el régimen de detenciones por averiguación de antecedentes y edictos policiales se mantiene vi-
gente en la mayoría de las provincias argentinas; tampoco explicó que los cambios legislativos que tu-
vieron lugar en la ciudad de Buenos Aires no implicaron la modificación de todas las facultades
concedidas a la policía; ni hizo mención a la importancia del caso Bulacio para los cambios legislativos
que él consideraba positivos. Por ello, la Corte IDH, siguiendo la respuesta de los peticionarios a la pe-
ricia de Sozzo, entendió que las reformas legislativas “no son suficientes para impedir que casos como el
de Walter David Bulacio vuelvan a repetirse” (Sentencia de la Corte IDH 18 de setiembre de 2003). La pe-
rito propuesta por la Comisión Interamericana sobre estos temas fue la autora de este artículo.
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Derechos humanos, tribunales y policías en Argentina y Brasil

Estado adopte las medidas legislativas o de cualquier otra índole que sean nece-
sarias para adecuar el ordenamiento legal interno a las normas internacionales
de derechos humanos (Sentencia de la Corte IDH 18 de septiembre de 2003).

5. Colofón
Éste es aún un trabajo preliminar, por varias razones. Una de ellas por la con-
temporaneidad de los hechos que se narran, que no permiten tener una dis-
tancia crítica desde la cual medir las acciones que se describen.
Otra de las razones es que el proceso Bulacio vs Argentina aún no ha con-
cluido. El Estado argentino ha cumplido sólo parcialmente con la sentencia de
la Corte IDH. Por otra parte, esa sentencia ha suscitado no pocas discusiones en
el ámbito local, produciendo incluso enfrentamientos en el campo de los abo-
gados garantistas.
Pese a todo ello, considero interesante retomar lo que planteaba al co-
mienzo del trabajo. Esto es, analizar cómo se va conformando un campo de
disputa por los derechos que, cuando las vías del derecho local se cierran por
razones que son –en buena medida– parte constituyente del funcionamiento
del sistema penal nacional, pueden construirse demandas en otros tribunales y
en otras instancias.
Es difícil plantear hoy en la Argentina, y en la mayoría de los países de la re-
gión, cuáles deben ser los límites al poder de policía. Todos sabemos que asis-
timos a una vertiginosa expansión de ese poder y que no se trata sólo de castigo
penal, sino que es también y al mismo tiempo poder administrativo. Como tal
se invoca para conjurar las llamadas amenazas del siglo: el terrorismo, la inse-
guridad urbana, el narcotráfico. De ahí obtiene su legitimidad.
Por eso, me parece importante seguir reflexionando acerca de cómo un
grupo de activistas en derechos humanos ha sido capaz de obtener un pronun-
ciamiento de una corte internacional, ordenando a un estado que detuvo a un
chico durante una razzia, que adecue sus leyes y sus prácticas a los principios
universales de derechos humanos.

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