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1 Una primera versión de este trabajo fue presentada en la Jornadas Interdisciplinarias Estado, Vio-
lencia, Ciudadanía en América Latina. Universidad Libre de Berlín–Instituto Latinoamericano, 23 al
25 de junio de 2005.
Quiero señalar que la elaboración del artículo no habría sido posible sin las entrevistas y conversaciones
mantenidas con los abogados Víctor Abramovich, Andrea Pochak y Martín Abregú y en particular, sin la
colaboración e intercambio de ideas con la abogada María Lousteau.
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ción de los hechos y el de las víctimas y los colectivos sociales que demandan
por “justicia” y por medidas que acoten el poder de castigo estatal.
Para explicar estas afirmaciones voy a describir brevemente el caso Bulacio
vs. Argentina, presentado ante la Comisión Interamericana de Derechos Hu-
manos (en adelante CIDH), en 1997, y que tuviera sentencia de la Corte Intera-
mericana de Derechos Humanos (en adelante Corte IDH) en el año 2003.
Aunque más adelante relataré brevemente el acontecimiento que da lugar al
caso judicial, el interés de este caso finca –a mi entender– en que buena parte de
la estrategia de los abogados de derechos humanos litigantes tuvo como obje-
tivo que la Corte IDH fijara estándares sobre facultades policiales de detención
de personas. Esto es, que si bien se reconocía la obligación del Estado de garan-
tizar la seguridad y mantener el orden, ello –ese poder estatal– debe reconocer
límites precisos. Y ese poder estatal, en la discusión del caso, residía en una serie
de facultades policiales que habilitan a las policías a detener masivamente per-
sonas por “sospecha” o presunción de peligrosidad.
No es ésta una discusión estrictamente jurídica. Las medidas extraordina-
rias de policía ante situaciones de desorden, conmoción interior o, para usar el
lenguaje en boga, de “inseguridad” actualizan un debate filosófico–político
que fuera planteado ya en la teoría schmittiana sobre la inscripción del estado de
excepción en el orden jurídico y la presentación de ésta como la doctrina de la
soberanía (Agamben, 2004). Esta actualización debate el estatuto de personas
que no están acusadas por el aparato penal del Estado, sino que son simple-
mente “detenidos” y, en este sentido, son “objeto de una pura señoría de
hecho” (op.cit.:27).
Los márgenes que limitan el poder de policía han sido –y son– elásticos.
Algunos autores han fundamentado que se encuentra en esta cualidad el ar-
mazón, la estructura originaria del poder soberano y del acto de soberanía
(Agamben, 1998, 2000; Foucault, 1998), y que en ella reside la violencia en-
mascarada del Estado (Benjamin, 1991; Taussig, 1995).
Es mi hipótesis que cuando analizamos dicha cuestión en las culturas le-
gales locales encontramos que ésta hunde sus raíces en nimios actos adminis-
trativos que van fundando un derecho de policía que se consolida por diversas
vías. Una, la de las costumbres burocráticas al interior de las instituciones de
control y de castigo, otra, la de los espacios de sociabilidad que se configuran
entre agentes policiales y agentes judiciales y, una tercera, a través de prácticas
cotidianas y rutinarias de coerción y violencia sobre determinados sectores de
la población y la domesticación y normalización de los cuerpos concomitantes.
Estos actos administrativos forman parte de un proceso que construye un
particular “derecho de policía”. Su origen pueden ser tanto Órdenes del Día
que la institución policial distribuye entre sus miembros, como antiguos
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2 Ver Informes del CELS sobre la situación de los derechos humanos en Argentina, años 1998, 1999, 2000.
3 El entrecomillado resulta de la glosa de una frase de Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la bana-
lidad del mal, de Hannah Arendt que explica –en un caso extremo– cómo la utilización de clichés habi-
lita una distancia tal entre los hechos reales y su nominación que abre un campo de acción caracterizado
por la pura y simple irreflexión, la banalidad del mal.
4 Cf. Martínez, María Josefina; Pita, María Victoria y Palmieri, Gustavo. 1998. “Detenciones por averigua-
ción de identidad: policía y prácticas rutinizadas” y Martínez, María Josefina. 1999. “Prácticas violentas y
configuración de verdades en el sistema penal de Argentina”.
5 Traté un acontecimiento semejante en el trabajo “Entre el honor y los parientes. Los edictos policiales y
los fallos de la Corte Suprema de Justicia. El caso de las “Damas de la calle Florida” (1948-1957)” en Tis-
cornia, op. cit, 2004.
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del Estado moderno –como bien lo señalara Foucault6 – es entonces una forma
de racionalidad cuyo proceso de expansión en el campo social se imbrica en re-
laciones de poder locales, reconocibles en cada Estado, nación o provincia, y en
sus historias particulares. Como racionalidad, trasciende la institución poli-
cíaca, pero al mismo tiempo, se encarna en ella, en sus prácticas, reglamentos e
ideología.
Así, en Argentina, esta encarnadura son los códigos contravencionales y las
leyes orgánicas de policía. Esta legislación –poco sistematizada, acumulada a
través de los años en particular por los gobiernos de facto– ha concurrido en la
creación progresiva de una especie particular de “derecho de policía”. Su
origen se emparienta con la edificación de la nación, constituyéndose en preo-
cupación clave de las élites morales de fines del siglo XIX7.
Desde su origen, el poder de policía –que, repito, no es poder penal ni es au-
xiliar de la justicia, sino puro poder policial, ejercido por la institución o no–
tiene una cara moralizante y una cara de poder coercitivo violento. En su cons-
titución misma el poder de policía es poder correctivo –conservador de de-
recho, diría Walter Benjamín–, pero al mismo tiempo es guerrero, y lo es a
través de tácticas ligeras, sorpresivas, amedrentadoras. Se trata de un poder
ejercido a través de la violencia fundadora de un derecho de edictos, de estados
de excepción: las razzias.
La razzia es una técnica policial que supone rodear un predio, una pobla-
ción, una calle, un barrio, impedir los movimientos de las personas que quedan
atrapadas en el rodeo; obligarlas a subir a móviles policiales o vehículos de
transporte colectivo y conducirlas a territorio policial: en general, la comisaría.
Comienza entonces un proceso de deshumanización en el que se exige obe-
diencia, cumplimiento irrestricto de las órdenes y gritos policiales, sumisión,
servilismo.
Es interesante recordar la etimología de la palabra porque ello ilustra sobre
la ideología de este dispositivo/práctica policial. La palabra razzia, usada en es-
pañol, está tomada del francés. Se incorporó a esta lengua durante la ocupación
colonial de Argelia (en 1840), proviene del árabe argelino. Y fue esta táctica
guerrera el núcleo de la política militar del Mariscal Bugeaud y sus oficiales.
Consistía en la expedición punitiva contra los poblados argelinos, sus casas, sus
cosechas y sus mujeres y niños. A los árabes, decía este Mariscal, debe impedír-
seles sembrar, cosechar, pastorear sus tierras. Muchos son los testimonios de
época en la que los oficiales franceses celebran la oportunidad de poder librar,
6 Ver en particular “Omnes et singulatim: hacia una crítica de la razón política”. En: La vida de los hom-
bres infames. Madrida, La Piqueta, 1990.
7 Sobre los orígenes de los edictos policiales y sobre la relación con las elites morales y políticas de fines del
siglo XIX y XX ver Tiscornia, Sofía, op. cit., 2004.
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por fin, una guerra a ultranza, esto es, “más allá de toda moral o necesidad”
(Said, 1996:287).
Esta ideología de saqueo por sorpresa, de “cercar y arrear” personas, de re-
ducirlas a la condición de prisioneros, es la ideología que se prolonga en las ac-
tuales razzias policiales para el control de manifestaciones públicas, de multi-
tudes, de disconformes o de diferentes. Esta cara del poder de policía es la que
enfrentaron la víctima del caso en análisis y sus compañeros. Una redada, un
trasladado, en un lugar donde cesan los derechos por un tiempo –por veinti-
cuatro horas, por unos días, por diez horas, es casi aleatorio.
9 Los jueces de menores ejercen la “tutela” sobre los chicos detenidos por la policía. Aunque el procedi-
miento no lo obliga, hay jueces que cuando están de turno ordenan a la policía se les notifique de todas
las detenciones y, para corroborar que su mandato se cumpla, visitan las comisarías sorpresivamente.
Este tipo de actuación –aunque no común– disminuye en forma notoria los abusos policiales. Lo mismo
ocurre en el caso de los jueces correccionales (ver: Tiscornia, S.; Eilbaum, L. y Lekerman, V. op.cit.).
10 Fs.15 del sumario policial y fs.62 del sumario judicial de la copia de los representantes en la causa “Bu-
lacio vs. Argentina” Corte Interamericana de Derechos Humanos. Las siguientes fojas citadas corres-
ponden a esta causa.
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Al mismo tiempo, los jueces que decían desconocer la existencia del Memo-
randum Secreto 40, así como muchos funcionarios, abogados y juristas, ex-
plican que se trata de la existencia de un “sistema penal paralelo” urdido por la
Policía Federal para tener un control ilegal sobre los chicos.
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es, planteaba que el comisario había actuado según una reglamentación in-
constitucional –como lo había declarado la Cámara del Crimen–, pero como
esta reglamentación se aplicaba en forma rutinaria –la policía detenía masiva-
mente personas sin orden del juez, y sin control posterior de éstos– no podía
ser responsabilizado penalmente.
En cambio, el juez dicta la prisión preventiva por privación ilegal de la li-
bertad y dispone un embargo sobre los bienes del policía. La decisión del juez es
apelada por la defensa del comisario y deberá ser resuelta por la Cámara del
Crimen.
Más de un año después de la muerte de Walter, los camaristas dictan el so-
breseimiento definitivo12 del comisario tal como había sido solicitado por su
abogado defensor, desarmando así los argumentos por los que estaba proce-
sado. Esto es, los mismos jueces que habían manifestado que la causa que es-
grimió el policía procesado para justificar sus actos –el Memorandum Secreto
40– era una norma inconstitucional, consideraban que, pese a ello, no podía
ser responsabilizado por la razzia y las detenciones de jóvenes realizada, porque
“pudo no ser conciente de sus actos”13.
A partir de esta resolución se desata una batalla legal morosa, llena de ce-
ladas, chicanas y escritos encendidos que llega hasta el presente. Pero el litigio
ha quedado de alguna forma anclado simbólicamente en aquella decisión de la
Cámara del Crimen, porque es allí que parece jugarse el complejo problema de
la atribución de responsabilidades cuando un poder gris, sutil e imperioso,
como el policial, se encuentra desplegado. Esto es, cuando la norma ilegal “es
descubierta”, la discusión jurídica sobre su naturaleza no presenta demasiados
escollos: juristas y funcionarios acuerdan abiertamente sobre la ilegalidad de las
órdenes policiales.
Ahora bien, cuando las reglas en uso –esas complejas construcciones nor-
mativas en el borde de la legalidad– son sometidas al juicio público, el examen
se transfigura en una complicada operación.
Decía más arriba que el problema es que, demasiado frecuentemente, el
poder de policía –en acto– es advertido por funcionarios y magistrados pero, al
mismo tiempo, es invisibilizado. Así, ese poder puede conceptualizarse como
un “sistema paralelo” o como “dualidad normativa” porque entonces, cuando
debe ser enjuiciado, cuando es iluminado, basta con derogar el paralelismo o la
dualidad y restaurar el ordenamiento constitucional –el código vigente, las
leyes.
Pero la cuestión es que el poder de policía en acto, no es un sistema paralelo,
es un sistema superpuesto, engarzado en las prácticas de castigo estatal, empo-
12 Esto es des–responsabilizarlo, desvincularlo del proceso en el que estaba acusado.
13 Fojas 1.646 del expediente judicial Caso Bulacio.
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2.3 Ordalías
Por ello, propongo pensar esta cuestión como si se tratara de un juicio por jura-
mento colectivo, procedimiento analizado ingeniosa y sugerentemente por
Ernest Gellner (1997). Este autor señala que el procedimiento, usado para di-
rimir conflictos sociales y/o como mecanismo de decisión legal, es una institu-
ción antigua y común, aunque sus representaciones varíen en épocas y circuns-
tancias. Explica que el juramento colectivo, como forma institucionalizada, se
encuentra en las sociedades tribales. Pero, “el principio subyacente opera en
muchas situaciones semianárquicas, por ejemplo, en conflictos en que una au-
toridad soberana está ausente o es incapaz de arbitrar, decidir e imponer su ve-
redicto o no está dispuesta a hacerlo. La razón de esto puede no ser siempre la
circunstancia de que la autoridad soberana está ausente o sea débil; puede tener
sus raíces en el hecho de que el dominio de actividad en que se da el conflicto
puede no estar (según el espíritu de la sociedad en cuestión) enteramente sujeto
a reglas legales impuestas” (Gellner, 1997:200).
En el caso que estamos analizando, es posible reconocer –al menos proviso-
riamente– un corpus de reglas legales explícitas (la ley de menores, las disposi-
ciones del Código de Procedimientos Penal) y otro corpus superpuesto, tra-
mado por las órdenes y edictos policiales (el Memorandum Secreto; los edictos
de policía; las ley de detención para averiguar antecedentes de las personas).
¿Cómo funciona el procedimiento? Imaginemos un conflicto entre dos
grupos. Un miembro del grupo A acusa a un miembro del grupo B de un delito
grave. La justicia o injusticia de la acusación se decide solicitando al acusado y a
la mayor cantidad de parientes que pueda reunir que atestigüen en forma so-
lemne –en un lugar sagrado– la inocencia del acusado. Si los parientes se
niegan –todos o algunos– o cometen un error durante el juramento se consi-
dera que el acusado es culpable y el grupo debe compensar al acusador y a su
grupo.
14 Hemos desarrollado esta cuestión en “Órdenes secretas, edictos y poder de policía. Usos y costumbres de
los intermediarios en las márgenes del derecho”. Seminario Internacional “Justicia y Sociedad en Amé-
rica Latina” – Universidad Nacional de San Martín, CEL, 2004.
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deroso: el sistema de justicia, que incluye –en ese dominio de actividad– tanto
a la policía como a los jueces.
Y aquí hay que separar dos momentos de la ordalía. Uno primero, el de la
acusación y, luego, el del juzgamiento y sentencia de la Cámara. En el primer
momento, la comunidad entera parece acordar sobre el crimen policial: la in-
justicia de las razzias, la secreta y oscura trama de las normas policiales, la im-
portancia de derogar el Memorandum Secreto, de legislar para transformar las
leyes represivas. Los camaristas no dudan en reconocer la ilegalidad e inconsti-
tucionalidad de la norma y la casi totalidad de los magistrados expresa su indig-
nación y disgusto. Pero en esta ordalía el clan poderoso sabe que la etapa de las
negociaciones y componendas en los pasillos de los tribunales, en las mesas de
café, en los estudios prestigiosos son los lugares donde efectivamente se trama
el rito que se celebrará en el lugar sagrado.
El clan acusador en cambio está en la calle, en manifestaciones que reúnen
miles de personas, en los recitales de rock, en los periódicos. Quienes prota-
gonizan la protesta son jóvenes estudiantes, muchos de ellos hijos de una
clase media porteña, partícipe activa del movimiento de derechos humanos,
de profesionales comprometidos políticamente. Es esta extendida trama de
relaciones sociales, políticas y humanitarias la que da vigencia al movimiento
de demanda de justicia, por fuera de la lógica tribunalicia. Por ello, el clan
acusador no participa de los mismos espacios íntimos que el clan acusado, ni
lo unen a éste lazos de parentesco, de amistad, ni comparten espacios co-
munes de sociabilidad. En las infinitas jerarquías del Palacio de Tribunales
no tienen ubicación.
Así, llegado el momento del juramento colectivo en el lugar sagrado –el Pa-
lacio de Justicia, la Cámara del Crimen– los representantes del clan más pode-
roso jurarán sin equivocarse a favor del acusado, librándolo de responsabilidad
en los hechos que se estaban juzgando.
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un caso más de violencia policial–, entre otras razones, porque fue una
forma de representar el enfrentamiento entre diferentes grupos de opinión
política.
Que la policía pueda detener personas y llevarlas a la comisaría durante unas
horas, sólo por “sospecha”, es posiblemente una de las cuestiones más naturali-
zadas en la vida cotidiana del país. Es una forma de administración de lo que
llama la “paz social” o, más acorde con el lenguaje contemporáneo, la “segu-
ridad urbana”. La policía ejerce el poder de control administrativo del “de-
sorden” y de la “moralidad” deteniendo personas por conductas nimias: mero-
dear, beber en la calle, estar mal vestido y todo lo que se conoce comúnmente
como “portación de cara”.
Esa indefinición, la labilidad de los límites de estas facultades policiales,
las equívocas y multifacéticas formas de intervención policial sobre los
cuerpos, la imposibilidad, en definitiva, de precisar la zona de acción correc-
cional ha complicado durante largos años la discusión jurídica sobre la “natu-
raleza” de las contravenciones, esto es, si habitan el espacio de la administra-
ción del Estado o el espacio del castigo y la pena. Pero el principal problema
es que –paralelamente al debate en el estricto campo profesional de los ju-
ristas– la vigencia de estas normas expande un “derecho” de policía, en el sen-
tido que Walter Benjamin daba al concepto: como expansión de una zona
gris en la que el Estado de derecho es incapaz de garantizar, por medio del
orden legal, sus propios fines.
Sobre está cuestión el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), un or-
ganismo de derechos humanos creado durante la dictadura militar, trabajaba
desde fines de los años 80. Por aquella época, y como parte de la lucha por la vi-
gencia de los derechos humanos, el CELS desarrollaba un programa de trabajo
cuyos objetivos eran tanto la denuncia y el litigio de casos de violencia policial,
como la sistematización y análisis de la maraña normativa que legalizaba, de di-
versas formas, su existencia y despliegue. La originalidad del programa radi-
caba en la presentación de informes anuales sobre hechos de violencia policial
–los llamados casos de “gatillo fácil”–, pero también detenciones arbitrarias,
razzias en barrios pobres así como una serie de hechos en que la policía inter-
venía usando su poder de fuego y eliminando “sospechosos”. Tanto los in-
formes como la publicación de artículos estaban pensados no sólo desde el
lugar de la denuncia, sino también para cuestionar la habitualidad con que la
violencia policial era practicada por la institución y aceptada socialmente. Así,
en el programa de trabajo, un proyecto especial estaba dedicado al análisis y
cuestionamiento de los edictos de policía y las normas que legitimaban la de-
tención de personas sin control judicial. El trabajo se realizaba a través de con-
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15 Convenio con la Facultad de Filosofía y Letras y la Facultad de Derecho de la UBA; programas de trabajo
con el ILANUD; con el Núcleo de Estudios de Violencia de la Universidad de San Pablo, entre otros.
16 El grupo tradicional de organismos de derechos humanos está conformado por aquellos que encabe-
zaron la lucha durante la dictadura militar: Madres de Plaza de Mayo, Abuelas de Plaza de Mayo, Fami-
liares de detenidos y desaparecidos por razones políticas, Asamblea por los Derechos Humanos, Servicio
de Paz y Justicia, Liga Argentina por los Derechos del Hombre; Movimiento Ecuménico por los Derechos
Humanos y CELS.
17 Cf.. Mignone, Emilio F. 1991. Derechos Humanos y Sociedad. El caso argentino. Buenos Aires, Edi-
ciones del Pensamiento Nacional,.CELS.
18 Hacia fines de 1995 el CELS pone en marcha un programa de trabajo específico sobre aplicación del De-
recho Internacional de los derechos humanos en el Derecho local.
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19 Se trata de una organización creada con el objetivo de lograr la implementación de normas internacio-
nales de derechos humanos en el derecho interno de los Estados miembros de la Organización de
Estados Americanos. Asesora a ONG’s de derechos humanos y demanda a los Estados en calidad de
co-peticionario con ONG’s por violaciones a los compromisos internacionales (ver: www.cejil.org).
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Estado. Ello puede suceder –y de hecho sucede– por diversas y complejas ra-
zones: distintas lógicas de funcionamiento al interior del Estado, grupos de in-
terés enfrentados, oficinas atravesadas por disputas políticas u otras, por viejos
enconos personales. Aunque sólo podemos desarrollar muy esquemáticamente
esa trama de relaciones, es sobre ella que deben actuar políticamente los peticio-
narios.
3. 1 El proceso
Una vez que la Comisión ha reconocido a los peticionarios, remite la demanda
al Estado argentino para que éste tome conocimiento y conteste acerca de su
responsabilidad. Se acuerdan entonces las primeras reuniones para llegar a una
eventual “solución amistosa”. Estas primeras reuniones son un punto de infle-
xión: los abogados de Bulacio deben sentarse en una mesa a discutir con el
Estado, y el Estado no sólo es la Cancillería argentina y su Dirección de dere-
chos humanos –funcionarios que hablan el lenguaje del derecho y las garan-
tías–, es también la Policía Federal –parte protagónica del hecho que se está
juzgando.
Si el CELS estaba ensayando con pericia una política institucional de de-
bate y diálogo con muy diversas oficinas del Estado nacional, la CORREPI,
en cambio, construía su perfil como organismo anti–represivo y anti–sis-
tema y, por ende, renuente a sentarse a argumentar con representantes del
Estado nacional, en particular, con la policía. Por ello, las primeras reu-
niones con el Estado para acordar una posible “solución amistosa” fueron
ríspidas.
En las primeras reuniones entre las partes para arribar a una “solución
amistosa”, los abogados de Bulacio exigían que el Estado reconociera la res-
ponsabilidad en las violaciones de derechos humanos por las que se lo acu-
saba y para repararlas planteaba la derogación de la legislación de detención
por averiguación de identidad –entre otras medidas. El Estado argumen-
taba que en el caso se discutía sólo el tema de detenciones de menores por el
Memorandum Secreto 40, y que el Estado ya había derogado esa norma-
tiva.
Recibida la denuncia, la Comisión los reconoce como peticionarios y la re-
mite al Estado argentino para que informe sobre la demanda. Éste, luego de so-
licitar varias prórrogas al plazo establecido, responde que la reclamación no es
admisible. Por ello un tiempo después, los peticionarios solicitan a la Comisión
que se continuará con el trámite del caso. Una solución amistosa con el Estado
no parecía posible, en tanto éste no aceptaba reconocer los términos de la
demanda presentada.
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(...) Por otra parte respecto a la derogación de la ley 23.950 (facultad po-
licial de detener personas por un lapso de 10 horas para averiguar sus an-
tecedentes) no fue posible acceder a la petición por cuanto no se habían
producido detenciones del tipo del que preocupaban a los peticionarios,
era –y sigue siendo– notorio el deseo social de aumentar las medidas de
seguridad contra la delincuencia y no existían quejas sobre la aplicación
de esta ley que justificara dejarla sin efecto (circunstancias todas que
subsisten hasta la actualidad) [Contestación de la Demanda, pág. 4].
23 Argumenta que Walter y otros amigos se habían “colado” en el recital y que por ello fueron detenidos,
pero olvida que no fue ésa la razón de la detención del joven según la causa judicial local ya que no hay
registros policiales ni noticia al juez de menores del supuesto delito.
24 El “deber de custodia” del Estado implica que cuando el Estado detiene a alguien y lo tiene “en cus-
todia”, si la persona muere o se lesiona, el Estado tiene la obligación legal de responder por lo que ha pa-
sado.
25 En la causa judicial local hay numerosos escritos en los que los abogados de Bulacio demandan cele-
ridad en el juicio y denuncian el abuso del uso de la “chicana” de parte de la defensa del comisario. Esta
situación es reconocida además por los tribunales superiores.
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26 Cf. Tiscornia, S. “Las campañas electorales y la violencia vernácula”, en Gaceta de Antropología. Colegio
de Graduados en Antropología. Buenos Aires, Año XXIV, nueva serie, nº.3, octubre.
27 Ver entre otros, Melossi (1992); Taussig (1995); Radcliffe Brown (1949).
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28 Las “audiencias” son reuniones solicitadas por la CIDH o por una parte interesada y tienen por objeto –entre
otros– recibir información general o particular relacionada con los derechos humanos en uno o más Estados
miembros de la OEA (ver Documentos Básicos. Reglamento de la Comisión www.cidh.oas.org).
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Por otra parte, las cuestiones que están en conflicto, y que se discuten en
este caso, son parte de un campo que no está sujeto a reglas dogmáticas. El
campo de la interpretación del derecho internacional de los derechos humanos
es una arena de intensas luchas entre especialistas y también entre legos. En
estas circunstancias, un clan pequeño y aparentemente débil como el de los ac-
tivistas en derecho internacional de los derechos humanos puede lograr un
juramento colectivo a su favor.
Gellner señala que si bien generalmente el juicio por juramento es una es-
pecie de compromiso entre la realpolitik y la justicia, y ello resulta en que no se
pronuncien veredictos contra clanes poderosos –porque el sistema respeta la
realidad del poder antes que la verdad y la justicia–, cuando la situación de
poder no es clara y el desenlace del conflicto es incierto porque las dos partes
pueden perder en un enfrentamiento declarado, entonces –y sólo entonces– el
procedimiento puede inclinarse por razones de justicia y verdad. La firmeza de
las convicciones del pequeño clan puede allanar la ambigüedad y las dudas de
quienes tienen enfrente, que entonces pueden optar por una salida honorable,
en este caso, respetando los principios de derechos humanos que se reclaman.
En la audiencia ante la Corte, en marzo de 2003, los abogados de Bulacio y
los peritos que ofrecieron desarrollaron ante los jueces de la Corte sus de-
mandas. La madre de Walter Bulacio tuvo, por primera vez desde la muerte de
su hijo, la posibilidad de ser escuchada e interrogada por jueces en un tribunal.
Todos en sus alegatos fundamentaron la importancia acerca de limitar el poder
de policía para detener personas sin control judicial y en razzias.
El Estado alegó. Recordó las reformas legislativas que, como consecuencia
de la muerte del joven, se habían producido. Pero no pudo argumentar en con-
trario acerca de la vigencia de prácticas y leyes que permiten al poder de policía
arrestar personas sin control judicial33.
Meses después, la Corte IDH en la sentencia del caso fijó las medidas de re-
paración. Éstas fueron de orden patrimonial, fijando compensaciones para los
familiares de la víctima; ordenó que el Estado debe seguir y concluir las investi-
gaciones del conjunto de los hechos del caso y debe también sancionar a los res-
ponsables; y –fundamentalmente para el interés de este trabajo– ordenó que el
33 El perito del Estado que respondió sobre esta cuestión –el abogado Máximo E. Sozzo– omitió en su peri-
taje que el régimen de detenciones por averiguación de antecedentes y edictos policiales se mantiene vi-
gente en la mayoría de las provincias argentinas; tampoco explicó que los cambios legislativos que tu-
vieron lugar en la ciudad de Buenos Aires no implicaron la modificación de todas las facultades
concedidas a la policía; ni hizo mención a la importancia del caso Bulacio para los cambios legislativos
que él consideraba positivos. Por ello, la Corte IDH, siguiendo la respuesta de los peticionarios a la pe-
ricia de Sozzo, entendió que las reformas legislativas “no son suficientes para impedir que casos como el
de Walter David Bulacio vuelvan a repetirse” (Sentencia de la Corte IDH 18 de setiembre de 2003). La pe-
rito propuesta por la Comisión Interamericana sobre estos temas fue la autora de este artículo.
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Derechos humanos, tribunales y policías en Argentina y Brasil
Estado adopte las medidas legislativas o de cualquier otra índole que sean nece-
sarias para adecuar el ordenamiento legal interno a las normas internacionales
de derechos humanos (Sentencia de la Corte IDH 18 de septiembre de 2003).
5. Colofón
Éste es aún un trabajo preliminar, por varias razones. Una de ellas por la con-
temporaneidad de los hechos que se narran, que no permiten tener una dis-
tancia crítica desde la cual medir las acciones que se describen.
Otra de las razones es que el proceso Bulacio vs Argentina aún no ha con-
cluido. El Estado argentino ha cumplido sólo parcialmente con la sentencia de
la Corte IDH. Por otra parte, esa sentencia ha suscitado no pocas discusiones en
el ámbito local, produciendo incluso enfrentamientos en el campo de los abo-
gados garantistas.
Pese a todo ello, considero interesante retomar lo que planteaba al co-
mienzo del trabajo. Esto es, analizar cómo se va conformando un campo de
disputa por los derechos que, cuando las vías del derecho local se cierran por
razones que son –en buena medida– parte constituyente del funcionamiento
del sistema penal nacional, pueden construirse demandas en otros tribunales y
en otras instancias.
Es difícil plantear hoy en la Argentina, y en la mayoría de los países de la re-
gión, cuáles deben ser los límites al poder de policía. Todos sabemos que asis-
timos a una vertiginosa expansión de ese poder y que no se trata sólo de castigo
penal, sino que es también y al mismo tiempo poder administrativo. Como tal
se invoca para conjurar las llamadas amenazas del siglo: el terrorismo, la inse-
guridad urbana, el narcotráfico. De ahí obtiene su legitimidad.
Por eso, me parece importante seguir reflexionando acerca de cómo un
grupo de activistas en derechos humanos ha sido capaz de obtener un pronun-
ciamiento de una corte internacional, ordenando a un estado que detuvo a un
chico durante una razzia, que adecue sus leyes y sus prácticas a los principios
universales de derechos humanos.
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