La Santidad de La Iglesia

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LA SANTIDAD DE LA IGLESIA

Seguramente, muchas veces, hemos proclamado y expresado nuestra fe en Dios y en su Iglesia, a


través de la “Profesión de Fe” o “Credo”, pero, ¿Nos hemos detenido a reflexionar con precisión
qué es lo que estamos expresando? En esta oración manifestamos que creemos en la Iglesia con
cuatro características esenciales, es decir, mencionamos que creemos en la Iglesia que es Una,
Santa, Católica y Apostólica.

En esta ocasión, quisiera que nos detengamos de manera especial a reflexionar en una
característica esencial de la misma: “Santa”.

En qué consiste la Santidad


El primero de Noviembre celebramos la festividad de “Todos los Santos”. Esta es una oportunidad
propicia para tomar conciencia de que todos los cristianos, desde nuestro bautismo, estamos
llamados a vivir la santidad.

Sanctitas en la Vulgata del Nuevo Testamento es la traducción de dos palabras distintas,


hagiosyne (1 Tes. 3,13) y hosiotes (Lc. 1,75; Ef. 4,24). Estas dos palabras griegas expresan
respectivamente las dos ideas connotadas por la palabra "santidad", a saber:

 la de “separación” como se ve en hagios de hagos, la cual denota “cualquier asunto de


reverencia religiosa” (el latín sacer); y
 la de “sancionado” (sancitus), lo que es Osios ha recibido el sello de Dios.

Santo Tomás (II-II:81:8) insiste en los dos antedichos aspectos de santidad, es decir, separación
y firmeza,
El Catecismo de la Iglesia Católica, con respecto a la santidad de la Iglesia menciona que “la
Iglesia no puede dejar de ser santa. En efecto, Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y con
el Espíritu se proclama ‘el solo Santo’; amó a su Iglesia como a su esposa. Él se entregó por ella
para santificarla, la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la llenó del don del Espíritu Santo
para gloria de Dios. La Iglesia es, pues, el pueblo de Dios y sus miembros son llamados Santos”
(CEC 823); con esto nos podemos dar cuenta como la santidad de la Iglesia tiene su origen,
fundamento y fin en la Santísima Trinidad, especialmente en la persona de Jesús como Hijo de
Dios, quien con su vida y testimonio glorifica y santifica a Dios Padre, por medio de su sufrimiento
en la cruz, pero fortalecido por la fuerza del Espíritu Santo.

Por tanto, el mismo Jesús al fundar su Iglesia, nos comparte esta misma santidad, de la cual él es
vivo ejemplo. De ahí que desde el momento de nuestro bautismo, al pasar a formar parte de esta
misma Iglesia de Cristo, estemos llamados a vivir y a manifestar con nuestra vida esta santidad de
la que Cristo nos hace partícipes.

Si bien es cierto que la vocación a la santidad en la Iglesia es la misma para todos, también es
cierto que ésta no se manifiesta, ni se vive de la misma manera. El mismo Concilio Vaticano II al
respecto dice que “esta santidad de la Iglesia, se expresa de muchas maneras en aquellos que en
su estilo de vida tienden a la perfección del amor con edificación de los demás” (LG 39), es decir,
cada uno de los bautizados y según su estado de vida, desde sus actividades diarias, debe
esforzarse por vivir en la santidad y así a su vez con su testimonio, colaborar en la santificación de
sus hermanos.
Como cristianos, debemos ver en la santidad de la Iglesia, un gran regalo dado por el mismo
Jesús, ya que al sufrir en la cruz y padecer por nosotros, está pidiendo a Dios que no tome en
cuenta nuestros pecados. Más bien, el deseo de Jesús es que vivamos en la unidad, la
fraternidad y sobre todo en santidad. Valdría la pena preguntarnos: ¿Qué estoy haciendo para
colaborar en la construcción y vivencia de la santidad de la Iglesia? Las actividades que llevo a
cabo en mi vida diaria ¿ayudan a la edificación de la Iglesia, para que ésta camine por senderos
de santidad hacia el Padre? o más bien ¿con mis actitudes, pasiones, desenfrenos, egoísmos,
envidias, rencores, odios, etc., colaboro a destruir la santidad de esta Iglesia a la que digo
pertenecer?

En el proceso de valorar la santidad y de entusiasmarse por ella, hay una persona que ilumina
toda santificación en la Iglesia. Esta persona es la Virgen María, quien por su obediencia al Padre,
es madre de Jesús, es modelo extraordinario de santidad que se expresa en su fe, esperanza y
amor. Y desde esa santidad, ejerciendo tiernamente la tarea de ser madre de todos, coopera a la
santidad de cada uno ayudando con su intercesión ante Dios Padre por medio del Hijo en el
Espíritu Santo.

Ser santo es participar de la santidad de Dios. Jesucristo es el Santo de los Santos y el Espíritu
Santo es el santificador. Así, nos damos cuenta que Dios nuestro Padre nos creó para ser santos,
de tal modo que se le llama santo a lo que está al servicio de Dios.

El mismo Jesús en el momento de su predicación ha llamado a todos a ser santos: “Sean santos,
porque Yo, el Señor, soy Santo” (Mt 5, 48). De tal modo que santos son aquellos que murieron en
gracia de Dios y están en el cielo, pero no hay que perder de vista que la santidad comienza en la
tierra.

Perseverar en la santidad es mantenerse en comunión con Cristo, que salva y da la vida eterna.
“Dios quiere que todos se salven” (1Tm 2, 4), pero no todos los hombres se abren a la gracia que
santifica, porque algo muy importante para salvarnos es renunciar al pecado y seguir a Cristo con
fe. Por eso la carta a los Hebreos nos exhorta diciendo: Hermanos: “Buscad la paz con todos y la
santificación, sin la cual nadie verá al Señor” (Hb 12, 14).

La santidad, por tanto, no es sólo una conquista o una realización personal, sino fruto del Espíritu
Santo y de sus dones. No obstante, requiere también nuestra respuesta libre a la gracia que Dios
derrama en nosotros.
La verdadera santidad no consiste primordialmente en acciones extraordinarias o sorprendentes,
sino en ser sencillamente fieles, caritativos y pacientes en la vida ordinaria; en dar gloria a Dios y
servir al prójimo y, especialmente, cuando aparezca en nuestra vida el sufrimiento, afrontarlo por
amor a Jesucristo.

No existe verdadera santidad en la Iglesia si no es por referencia a Jesucristo. ÉL es el “Santo de


Dios” (Mc 1,24) que ha venido para ofrecernos un camino de amor al Padre y de amor fraterno.
En el amor al Padre y en el amor universal consiste la santidad a la que somos llamados todos los
miembros de la Iglesia.

Es Dios quien nos ha dado nuestros dones, por medio del Espíritu Santo. Y estos dones nuestros,
que se nos revelan cuando dejamos hablar al Espíritu en nosotros, puestos al servicio del Reino,
son los medios por los que alcanzamos la santidad: la oración, la escucha de la Palabra, los
sacramentos, la pobreza, la obediencia, la castidad, el servicio a los hermanos, la misericordia, la
humildad, la dulzura, la comprensión, el sacrificio por los otros, el desinterés, la atención a los que
sufren, el consejo prudente, la acogida, la aceptación de los defectos de los demás, la confianza
en Dios como María...

La santidad implica, también la tarea del esfuerzo y la renuncia. Se trata de vaciarse del egoísmo
para llenarse del amor a Dios y a los hermanos. La santidad es fuente de gozo interior y de
felicidad personal. Es camino de amor hacia el Amor de Dios y camino de amor hacia los
hermanos con al Amor de Dios. Sólo así somos felices superando la tristeza existencial que puede
envolver a todo hombre y así -sólo
así- anticipamos la eterna bienaventuranza, la felicidad eterna:

“Gustamos ya en la tierra los dones reservados para el cielo” (del Misal Romano).

Así santidad es el resultado de la santificación, ese acto divino mediante el cual Dios nos justifica
libremente, y por el que nos ha reclamado para sí mismo; y por nuestra resultante santidad de
vida, tanto en actos como en hábitos, le reconocemos como nuestro principio y como el fin hacia
el cual tendemos firme y diariamente.

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