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universalidad
Publicado: 14 diciembre, 201623:59
Autor Javier González Blandino
El nombre de Darío nada nos dice más allá de las orgullosas fronteras de nuestra lengua. Su
verbo resuena hondamente y nos abandera como patriotas, pero siempre dentro
de los perímetros exclusivos del idioma. Por desdicha, Darío es un genio ausente
en la otra orilla de las literaturas occidentales: Alemania, Italia, Reino Unido,
Portugal… Algunas razones, muy personales todas, pongo ahora sobre la mesa
como facturas sin pagar. No son respuestas. Conjeturo, manoteo sombras en la
pared, zarandeo archivos, signos en rotación. Mis motivos son sencillos: primero,
mi amistad con Rubencho: soy hijo único y, a falta de otra compañía, Darío
inauguró mis noches de lectura desde los doce años; y lo segundo, el escrúpulo —
¿puedo escribir desconsuelo?— al ver su poesía cesar de expandirse camino a
otras lenguas.
Vamos a la segunda tesis. Son tesis nomás: la estética misma del modernismo
hispanoamericano. Quiero decir, la piedra de toque de la escuela modernista es el
ritmo y la musicalidad, y estos recursos del texto literario ponen en serios aprietos
a cualquier estudioso que intente traducir esta poesía a otro idioma. Con esto —o
más bien: no sé si solo por esto— se debe a que existan tan solo simulacros de
traducciones de la poesía dariana. Tentativas casi ridículas, esperpentos
idiomáticos. ¿Esperamos que los casi trescientos millones de árabes y los ciento
cincuenta millones de rusos lean a Darío en español? Su poesía circula
memorísticamente, claro, pero únicamente en las constelaciones de nuestra
lengua.
Cierro con dos anécdotas. Para finales de la primera década del siglo XX las
vanguardias europeas arrancan frenéticamente a explorar nuevos artefactos
literarios. Marinetti publica su célebre manifiesto Futurista, que recorre cada
círculo poético en Europa y América. Escandaliza. Genera simpatía tanto como
estupor. Como era de suponerse, este manifiesto llega a las manos de Darío y
Rubencho, que ha sido formado por los ideales humanistas clásicos grecolatinos,
escribe una magistral contrarrespuesta a las tesis de Marinetti. Darío
prácticamente derribó discursivamente cada argumento que propuso el italiano.
Darío dictaba: esto ya lo dijo Esopo, esto es un callejón sin salida, decir que el
ruido del automóvil de carreras es más bello que la Victoria de Samotracia “es el
vicio lógico que los antiguos llamaron sofisma de tránsito”. Sin embargo, no hubo
ni una sola réplica desde los círculos europeos ante estas categóricas repuestas
de Rubén. Sospecho que tampoco se enteraron de estas. Marinetti, por supuesto,
no tuvo una sola noche de insomnio esa semana, ni Theodore Roosevelt sufrió de
un ataque de ansiedad por la oda contestataria en su contra. Uno de nuestros
mayores estandartes de americanismo pasaba desapercibido. La segunda: Darío,
siempre un ferviente humanista, reporta para el diario La Nación sobre las
tensiones imperialistas de las potencias europeas. Como reportero recorre,
incluso, algunas colonias inglesas, “Aquí están representados los sitios —escribe
Darío— donde se canta fervorosamente el God save the Queen”, y luego arremete
contra el ideólogo del imperialismo británico, Rudyard Kipling, prototipo de los
ingleses codiciosos “armando a las nueve musas y al Apolo inglés de fusiles con
precisión y con balas dum-dum”. No tenemos reportes de que Kipling sufriera de
una crisis de ansiedad ante las acusaciones de Darío. Ninguna protesta, carteo,
notas al pie de una página. Nada de regreso. La voz del fundador de la poesía
moderna en nuestra lengua, nuestro mejor rankeado, no horadaba hasta aquellas
encumbradas constelaciones de la política y del arte. En fin, tal vez nos toca
reajustar el concepto de universalidad, clásico, vigente, esas cosas; o
simplemente conformarnos —el más desalentador y actual de los escenarios—
con los rostros ocultos de su universalidad.