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RAÍCES CAMPESINAS: UNA CITADINA EN EL CAMPO.

Mis primeros años de vida transcurrieron entre el municipio de Andes y uno de sus
corregimientos denominado Santa Rita. De amores y odios, en mi memoria
siempre se recuerda a este pequeño corregimiento cómo el lazo que me liga a ese
pasado campesino de mi familia, sin embargo, el corazón siempre quiso escapar a
la ciudad.
En este lugar encerrado entre montañas arropadas con cultivos de café y plantas
de plátano, que como guardianes se erigen imponentes sobre los cafetales de
mediana estatura, uno de mis primeros recuerdos se presenta cómo la imagen de
un camino polvoriento, estrecho, incrustado en la montaña, en el que mientras
más se sube la recompensa que nos espera es mayor, una imponente vista del
pequeño pueblo y de la inmensidad de las montañas que lo rodean. Sobre este
camino se encuentra una niña pequeña camino a la finca de su abuela, es un poco
torpe y definitivamente sin experiencia para caminar sobre terrenos pedregosos
que está siguiendo a una mujer corpulenta, de botas caucheras, cachucha, su hija
y una larga vida dedicada al campo.
Ella, mi tía Martha era una mujer muy activa en la vida comunitaria de aquel
pequeño pueblo, se encargaba de dirigir un grupo juvenil que para obtener fondos
para sus actividades y paseos engordaban pollos para la venta. Ese día al subir a
la finca de mi abuela a revisar el gallinero se dio cuenta de que por su peso estos
animales se estaban cayendo del corral y en sus palabras “se estaban
reventando”. Para evitar mayores daños ella los empezó a reubicar al piso para
evitar que se siguieran cayendo, debido al caos que generaban estos animales y
la gran cantidad que había las manos no le alcanzaban para evitar el desastre y
por esto decidió entregarme uno para que los sostuviera mientras que ella
agarraba otro que estaba a punto de caerse.
Con lo que no contaba ella era con mi gran fobia a este tipo de aves, fobia ya
descubierta por mi madre desde que empecé a dar mis primeros pasos, irracional
y sin sentido, pero en ultimas una fobia. Mi reacción, muy típica de una niña de 4
años con miedo a las aves, fue gritar, soltar el pollo, salir corriendo y bajar de la
finca al parque sola hasta encontrar a mi mamá, ella como es natural se asustó
pensando en que me había picado algún animal ponzoñoso y salió corriendo
detrás de mí. Al llegar yo ya estaba con mi mamá contándole el gran trauma que
me causó agarrar el pollo y como es previsible ambas se murieron de la risa, en
especial mi tía que debido a su vida transcurrida en el campo no se imaginaba
cómo alguien podía tenerle temor a un pollo.
A los 11 años, una vez más en la finca de mi abuela, estaba la familia reunida y yo
disfrutaba de jugar con mis primas entre las marraneras y el corredor de la casa,
pero alejada del corral, siendo medio día mis tías y mi abuela se apuraban a
terminar el sancocho de espinazo, con yuca recién arrancada, plátanos recién
cortados y un resto de ingredientes traídos de la tienda de don Roberto, para
poder llevarle almuerzo a los trabajadores, que dirigidos por mi tío Dairo se
encontraban sumergidos entre los cafetales cosechando la traviesa.
El almuerzo empacado en portas de todos los colores para cada trabajador, es
llevado a lo alto de la montaña donde se encuentran recolectando el café en los
cocos, y empacándolo en los costales para bajarlos sobre la espalda de los
trabajadores o a lomo de mula. Los pequeños de la casa insistimos hasta el
cansancio para que nos permitieran acompañar a la tía a entregar el almuerzo o
cómo se conoce en palabras propias de la región a “garitear”. Valió la pena el
insistir puesto que accedieron a llevarnos, sin embargo, luego me arrepentiría de
esa decisión ya que la habilidad de sostenerse en una montaña totalmente
inclinada y llena de tierra suelta no viene con la sangre andina. Tras muchas
rodadas, ser halada por mis primos para no caer y esquivar varios gusanos de
pollo al fin llegamos al destino a repartir el almuerzo, se que estaba delicioso pero
mi preocupación por el descenso no me permitió disfrutarlo.
Tras muchos años de visitar esa pequeña finquita, en lo alto del filo, con vista al
pueblito, una abuelita que mezcla el nombre de todos sus hijos y nietos y los repite
incansablemente hasta emparejar el nombre con la cara, muchas gallinas que
siempre me causan terror, experiencias, torpezas, caídas, empantanadas, bichos,
cafetera florecidas, verdes y posteriormente enrojecidas por los granos maduros,
pajaritos, mariposas, uno que otro sapo o culebra que hacía correr a todos cosa
que no me parece tan grave porque sigo insistiendo en que son peores las
gallinas, y un sinfín de experiencias tanto positivas como negativas hoy puedo
decir que e aprendido a apreciar esas cosas simples de la vida en el campo que
antes me disgustaban y quien diría que terminaría amando una carrera en la que
una parte principal en su desarrollo es el campo y las riquezas que nos ofrece.
Aún no puedo decir que me encanta untarme de tierra o que disfruto sobremanera
las tareas campesinas, esto lo comprobé el semestre pasado con la materia de
huertas, pero mi perspectiva acerca de esto a cambiado mucho con la experiencia
de estudiar Ciencias culinarias.
Esta carrera me ha enseñado a darle más valor a la tierra y lo que nos ofrece, me
ha enseñado las maravillas que puedo hacer con los alimentos que ella me regala
y que son cultivados y trabajados por manos campesinas, cómo las de mi familia
allá en la finca en Santa Rita, que son poco apreciados y remunerados por su duro
trabajo.

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