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No puedo evitar perderme en el calor de su oscuro y desesperado corazón.

—No pasa nada


—murmuro mientras él apoya los dedos en mi espalda y pega su cuerpo tembloroso contra
el mío—. Hudson, tranquilo. No parece estar escuchándome (o quizá es que no me cree),
pues profundiza el beso y nos destroza, al mundo y a mí. Caen relámpagos, retumban
truenos, pero juro que lo único que puedo oír es a él. Lo único que puedo ver, sentir u oler
es a él, antes incluso de que deslice la lengua por la mía. Sabe a miel: dulce, cálido,
peligroso. Es adictivo, Hudson es adictivo, y empiezo a gemir; le doy todo lo que puedo
darle. Le doy todo lo que desea y le suplico que tome más de mí. Muchísimo más. Cuando
rompe el beso, los dos acabamos jadeando. Intento que ese momento dure un poquito más,
trato de evitar que la conexión que tenemos desaparezca. Porque, mientras Hudson esté
absorto en mí, en nosotros, no estará encerrado en sus pensamientos, destrozándose por
algo que no puede ni debe cambiar. La forma en la que me hace ansiar. La forma en la que
Hudson hace que lo anhele, hasta que nada ni nadie existe, solo nosotros.Un gruñido se
aloja en la parte baja de su garganta, me clava los dedos en las caderas incluso cuando me
arqueo y me estremezco contra su cuerpo. Incluso cuando le suplico que tome más de mí.
Más, más y más, hasta que no haya un yo ni un él. Hasta que solo existamos nosotros,
ahogándonos el uno en el otro. Incandescentes por el placer.
—Estoy bien —le aseguro adelantándome a la pregunta que me va a hacer—. No has
bebido mucho. —He bebido demasiado. —Vuelve a hablar con ese acento británico tan
estirado que me pone a mil y me irrita a partes iguales—. Estás temblando. Pongo los ojos
en blanco mientras me inclino hacia él, es mi turno de dejar un rastro de besos por la fuerte
y esbelta columna que es su garganta. —Estoy segura de que mis temblores no tienen nada
que ver con la pérdida de sangre. —¿Ah, sí? —Alza una ceja—. Entonces ¿con qué tienen
que ver? —Bésame y te lo enseño —le susurro contra la piel. —Enséñamelo y te beso
—contraataca. —Esperaba que dijeras eso.
—Me gusta mucho cómo te queda —admite Hudson; el calor de nuestro beso de antes
todavía le arde en la mirada —. Es muy sexy. Pongo los ojos en blanco. —¿Qué tiene una
mujer armada que os pone tan cachondos a los tíos? —Muchas, pero que muchas cosas
—contesta con un destello perverso en los ojos—. Me encantaría mostrarte algunas cuando
acabes con el entrenamiento. —Lo tendré en mente —aseguro mientras niego divertida con
la cabeza. Empiezo a retroceder para dirigirme a los círculos de entrenamiento e intentar
descifrar lo que se supone que debo hacer con este bicho, cuando Hudson me agarra del
codo con una mano
«Las puertas se habían cerrado, el sol se había puesto, y la única belleza que quedaba era
la belleza gris del acero que resiste al tiempo. Incluso el dolor que podía haber sentido
había quedado atrás, en el país de la juventud».
Noto la Corona de mi mano más caliente que nunca, y percibo en los dedos el deseo de
tocar las rocas, de sentir el agua de la cascada por la piel, de rozar al frío ángel de piedra.

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