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Jueves Santo

Gracia para pedir hoy: Señor, dame la libertad interior


El escándalo del amor
Te invito a contemplar la pintura y en ella el escándalo del amor

OBSERVA: Pedro está sentado, los pies


descalzos e introducidos en el agua. Una mano
está suavemente posada con afecto, casi con
ternura, en el hombro de Jesús, lo cual indica la
relación de intimidad que hay entre los dos
personajes. La otra se alza escandalizada como
queriendo frenar a Jesús. La cara de Pedro es de
sorpresa. El pintor ha querido recoger ese
momento en el que Pedro dice “Jamás me lavarás
tú a mí, los pies”. Sin embargo, Jesús no le está
mirando, no puede ver el gesto de espanto de
Pedro, porque está completamente inclinado
sobre su acción. No le mira a la cara, a Jesús no
le interesan las excusas de Pedro, con esa
postura forzada, completamente inclinada, casi
hasta la humillación, está concentrado en los
pies. Los pies, sin duda, era la parte del cuerpo
más sucia, más indigna, al estar constantemente
en contacto con el polvo del camino. Los pies
sucios representaban simbólicamente nuestra
parte pecadora.

En aquel tiempo ningún judío estaba obligado a


lavar los pies a sus propios amos, para mostrar que un judío no era esclavo. Únicamente una madre
o un esclavo hubiera podido hacer lo que Jesús hizo aquella noche. La madre a sus hijos pequeños
y a nadie más. El esclavo a sus dueños y a nadie más. La madre, contenta, por amor. El esclavo,
resignado, por obediencia. Pero los doce no son ni hijos ni amos de Jesús.
Jesús está vestido con el “efod” o manto, típico de los rabinos y de los sacerdotes. ¿Cómo es
posible que un judío honorable, se rebaje a hacer un trabajo de esclavos? ¿Cómo es posible que
todo un Dios, se abaje, se humille hasta lavar los pies de un pecador?

¡Es un escándalo!, Dios viene a lavarnos los pies

Un rostro en el agua sucia


el rostro de Cristo solo se puede ver reflejado en el agua sucia del barreño.

Ponte en el lugar de Pedro. Descálzate. Pon encima de la mesa todo aquello que te da vergüenza.
Tus errores pasados, tus pecados inconfesables, aquello que no te gusta de ti. De todo esto están
tus pies manchados. Normalmente no dejamos a nadie que se acerque a estos episodios que son
como heridas en carne viva. Hacemos todo lo posible para mantenerlos en la oscuridad. Creemos
que, si los demás conocieran esas faltas, nos dejarían de amar, experimentarían en mismo rechazo
que nosotros sentimos cuando los recordamos. En el fondo no somos tan distintos de Pedro. Aquel
que negará tres veces a su amigo, ahora no quiere dejarse lavar los pies. ¿Cómo va a permitir que
su maestro se rebaje a limpiarle los pecados a él? No lo permitirá.
Nosotros hacemos lo mismo. Creemos que nuestro pecado no es digno de Dios y rechazamos la
idea de que Dios quiera limpiarnos. Como si Dios se escandalizara de nuestra debilidad.

Pero Jesús insiste: “Si no te dejas lavar los pies, no tienes nada que ver conmigo.” ¡Qué
contundente! Contienen una tremenda dureza: si no te dejas lavar, no tienes nada que ver conmigo.
Es como si dijera: si no me dejas entrar hasta lo más oscuro de ti, aquello que rechazas
profundamente en tu interior, no descubrirás nunca quien soy.

Es precisamente en el agua sucia de nuestra debilidad donde descubrimos el verdadero rostro de


Dios y nuestro verdadero rostro.

Dios no es, como creemos, ese ser absoluto que domina todo lejanamente. Es el Dios que se
encarna, que se abaja, se hace pequeño, se humilla, hasta el extremo, como nos muestra la Carta
a los Filipenses: “Quien, siendo Dios, no tuvo como algo codiciable el mantenerse igual a Dios, sino
que se anonadó (se hizo nadie), tomando la condición de esclavo y haciéndose semejante a los
hombres” (Fil 2, 16).

en el cuadro, Jesús está encorvado de una manera exagerada, completamente volcado en la misión
de llegar cuanto más abajo mejor. Esa es la razón de su vida, su manera de ser, el objetivo que
desde siempre ha deseado Dios: llegar a lo más bajo del hombre y una vez allí, amarlo
profundamente.

Por eso, el verdadero rostro de ese Dios que se hace pequeño para encontrarnos solo se puede
ver con autenticidad, si lo miras reflejado en el agua sucia de tus heridas personales.

Míralo de frente, ¡cómo te ama incluso en tus fracasos! Fíjate en el camino de vaciamiento, de
anonadamiento, que ha hecho para bajar a tu miseria. Y todo para decirte: “déjame amarte ahí,
donde te duele. Porque me hice hombre y pasé por la cruz, para encontrarme contigo precisamente
aquí, en el agua sucia de tus errores”.

Ponte en el lugar de Pedro y déjate lavar los pies.


¿Qué sientes? ¿Cuáles los defectos, errores o
pecados que más te duelen? ¿Te cuesta dejarte
querer?
Ponte en el lugar de Jesús: Estás llamado a hacer
con otros lo que Jesús hace contigo.
¿Te cuesta servir, abajarte, vaciarte? ¿Qué pies
crees tú que podrías lavar?
Te sugerimos escuchar: En mi Getsemaní

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