Está en la página 1de 3

Borges - Historia de los dos reyes y los dos laberintos

(de “El Aleph”, 1949)

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los
primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus
arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan complejo y
sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los
que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión
y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con
el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de
Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo
penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la
declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la
puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de
Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido,
se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus
capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan
venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo
cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al
desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: "¡Oh, rey del tiempo y sustancia
y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de
bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha
tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni
puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te
veden el paso."
Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde
murió de hambre y de sed. La gloria sea con Aquél que no muere.
Angélica Gorodischer - La naturaleza es una madre cruel

–Cruel –dijo Lisandro–, la naturaleza es una madre cruel.


–Es verdad, sí, cierto –dijo Silvia.
Silvia era un bonito nombre, una buena elección, una palabra que
sonaba a bosques, a tierra acariciada por el mar.
Ella no estaba en absoluto de acuerdo con él, pero desde muy chiquita
su madre, sus hermanas, sus primas y no digamos su abuela, le venían
asegurando que no hay nada que a los hombres les encante más que
una mujer que sabe escucharlos con atención, con fruición, con unción, y
que no deje jamás de estar de acuerdo con lo que él dice. Ella quería
encantarlo, es verdad, porque él le gustaba, le gustaba muchísimo y por
eso le decía es verdad sí es cierto aun cuando para ella la naturaleza no
fuera una madre cruel sino todo lo contrario.
Qué iba a ser una madre cruel. Una madre amantísima, eso es lo que
era; toda verde y azul que la envolvía como un manto y la hacía sentir
una reina. Era el sol que le tostaba la piel y le aclaraba aún más el pelo.
Era el agua que la acariciaba. Era la arena blanca, el cuarzo brillante, la
luna, las siestas calientes, la niebla, las noches de tormenta, la lluvia
como agujas, los amaneceres, el huracán, los picos de los montes a lo
lejos, los sargazos, los caracoles, el olor a madera, a agua, a algas, a
oro.
–Y si no fíjese usted –seguía él muy entusiasmado– en la lucha sorda
que se desarrolla acá nomás bajo nuestros pies, en la tierra oscura que
sustenta las flores, entre el césped tan bien cortado, al pie de los árboles
y de las enredaderas.
¿Será tonto?, se preguntó Silvia. Las mujeres de su familia también le
habían asegurado desde chiquita que los hombres eran, en general,
tontos, por suerte porque a los tontos es fácil atrapados. Pero que de vez
en cuando había uno que no lo era, que se escabullía y que reivindicaba
a todos los demás; y que ese uno, aunque inasible, valía la pena.
Hasta esa noche Silvia se había encontrado unos cuantos que no valían
la pena y con algunos que sí valían: tres; cuatro si contaba al poeta (él
decía que era poeta) que tocaba la guitarra arrimadito al fuego prendido
por los mochileros aquella noche de casi invierno en dónde, ¿en dónde
había sido? Bueno, se dijo, no será la primera vez que me acuesto con
un tonto.
Hay que decir que le costó poco. Él pensaba que ella era perfecta y que
nunca había conocido a una mujer que lo escuchara con ese
arrobamiento. Ella pensaba que la playa sería el mejor lugar pero que si
él la llevaba a su casa tampoco estaría mal. Fue en la playa. Ella le dijo
algo sobre la luna y agregó que la naturaleza puede ser cruel pero que
también es de una belleza deslumbrante. Así le dijo: "de una belleza
deslumbrante".
–Asomémonos a la playa –le dijo– y va a ver que no estoy equivocada.
Se escaparon de la fiesta y bajaron a la playa. Él le daba la mano para
que no resbalara con esos tacos altos y esa falda plateada y angosta.
Ella pensaba en qué dirían las mujeres de su familia y sonreía. También
pensaba que los hombres son deliciosos cosa con la que las mujeres de
su familia solían estar de acuerdo en esas tardes en las que sentaban en
las rocas cubiertas de musgo y algas para ver ponerse el sol y hablaban
y cantaban perezosamente hasta que caía la noche. Él le rodeó la cintura
con un brazo. Ella reclinó la cabeza en el hombro de él. Él pensó que el
pelo de ella era como de oro.
La arena estaba tibia todavía, después de un día de sol rabioso. Él le
desprendió la blusa. Ella le ayudó con la camisa. Era tonto pero bastante
hábil y ella sabía cómo guiarlo.
–Me gustó mucho –dijo ella–, muchísimo.
Él rodó a su lado, cerró los ojos y se adormeció. Ella se levantó, dejó
caer la blusa de lamé, se ajustó la falda. Se inclinó sobre él y lo fue
arrastrando hacia la orilla. Se metió despacio en el agua oscura, con él,
mientras la piel brillante la iba cubriendo de la cintura para abajo. Con un
golpe de la cola se fue hundiendo hacia lo profundo, contenta, sonriendo.
Él soñaba con abismos azules sin saber aún que la naturaleza no sólo no
es cruel sino que es infinitamente generosa.

También podría gustarte