Está en la página 1de 4

La sombra de la justicia politizada (¿cómo se

compara España con la UE?)


La justicia española ha demostrado independencia luchando
contra la corrupción, pero el peso de la política en la
composición de su organo de poder judicial es inusual
ANDREA RIZZI
Madrid - 09 FEB 2019 - 08:43 CET

Mientras la tormenta populista arrecia en el continente acaparando


gran parte de la atención, la Unión Europea afronta en varios lares
de su geografía un desafío menos evidente pero de enorme calado:
la sombra de la politización de la justicia. Hay al menos cuatro
frentes que, con distintas características, producirían urticaria o
inquietud al barón de Montesquieu. Polonia, donde la Comisión
Europea ha logrado frenar una muy polémica reforma del Tribunal
Supremo; Rumania, donde Bruselas se emplea a fondo para que
Bucarest recule en varias medidas en materia de administración de
la justicia y código penal; Hungría, donde la mayoría de Victor
Orbán ha aprobado en diciembre la institución de un sistema
jurídico paralelo competente en asuntos de la
administración pública; y España, que en circunstancias muy
diferentes de los tres países anteriores, será foco de atención
continental con el inicio del juicio por la cuestión catalana.
Empecemos por este último caso.
España es una democracia avanzada y sólida. Respetados centros de
estudio como Freedom House y The Economist Intelligence Unit la
sitúan entre las más maduras del mundo, respectivamente en el
puesto 20º y 19º, en ambos casos por delante de Reino Unido,
Francia, Italia o Estados Unidos. Los logros de la democracia
española en cuatro décadas son admirables. Dispone sin duda de un
sistema judicial profesional que ha dado muchas muestras de
independencia con una auténtica avalancha de procesos contra la
corrupción política. Sin embargo, este notable panorama se ve
manchado por una simple mirada comparativa con los países de su
entorno. Esta evidencia un llamativo pecado original de influencia
de la política en la administración de la justicia.
En España, los 20 vocales del Consejo General del Poder
Judicial son elegidos todos por el Parlamento. La Constitución
(artículo 122.3), sabiamente, entregaba a las Cortes el
nombramiento de solo ocho de ellos. Pero una posterior ley orgánica
decretó el en plein. Obviamente tienen garantizada su independencia
de acción, pero su génesis es una tara original difícil de olvidar
cuando el espectáculo de los partidos repartiendo las plazas adquiere
tintes bochornosos.
Veamos ahora qué ocurre en el entorno europeo, en dos países
cuyos órganos de gobierno de la justicia tienen atribuciones
similares al CGPJ.

En Italia, solo ocho de los 27 miembros del Consejo Superior de la


Magistratura son elegidos por el Parlamento, en sesión plenaria.
Otros 16 son votados por sus colegas. El órgano es integrado
además por el Presidente de la República y el presidente y el fiscal
general de la Corte de Casación.
En Francia, los miembros del Consejo Superior de la
Magistratura de designación política son minoría. Este órgano
funciona en tres composiciones diferentes (plenario, para jueces y
para fiscales) pero siempre con 15 miembros. Solo seis son de
nombramiento político (dos cada uno el presidente de la República,
el del Senado y el de la Asamblea Nacional). Otros seis son jueces y
fiscales elegidos por sus colegas. Además hay un miembro del
Consejo de Estado y un abogado. Presiden el líder de la Corte de
Casación o su fiscal general, según las composiciones.

En Reino Unido, con una tradición jurídica distinta con respecto a la


latina que plasma los casos mediterráneos, la independencia de la
administración de la justicia ha sido poderosamente reforzada por
una reforma de 2005, que entre otras cosas ha constituido la
Comisión de Nombramientos Judiciales en el intento de reforzar el
espíritu profesional de la selección y gestión del personal judiciario.

Este artículo no puede ser un estudio comparativo exhaustivo, pero


es evidente que España se halla rezagada en esta cuestión. De
hecho, si España figura muy bien en los informes generales sobre
vigor democrático, no va tan bien en una encuesta sobre
independencia del poder judicial realizada por el World Economic
Forum entre ejecutivos empresariales. Esta no tiene ningún valor
científico, pero sí permite reflexionar. En ella (datos para 2017),
España figura en el puesto 59, precedida por otros 16 países de la
UE. En este caso Reino Unido y Francia puntúan mucho mejor
(aunque Italia no, lo que demuestra que la despolitización del CSM
es oportuna, pero no suficiente).
Así, la ofensiva contra la corrupción política es un tranquilizador
síntoma de independencia, pero la sombra de ese pecado original
multiplica el daño cuando se producen situaciones polémicas, como
el clamoroso volte-face del Supremo en la cuestión de las hipotecas.
La fe ciudadana en la justicia puede verse corroída. Los partidos
españoles deberían reflexionar mucho sobre esto.
Los casos de Polonia y Rumania son más graves porque tocan
tejidos democráticos más jóvenes y menos consolidados. La
Comisión Europea ha demostrado vigor en su combate. En el caso
polaco, ha logrado que el Gobierno de Varsovia reculara en una
polémica reforma del Tribunal Supremo. Malgorzata Gersdorf,
presidenta de ese tribunal que resistió estoicamente la embestida de
la polémica reforma, puede con razón ser considerada un auténtico
tótem de la independencia de la justicia en nuestro continente. En
este caso, Montesquieu observaría admirado y conmovido.

Es probable que la Comisión logre ganar el pulso también en el caso


rumano.

Aunque las cuestiones económicas, sociales y migratorias tienen


tintes de urgencia insoslayables y consecuencias políticas sísmicas,
no hay que subestimar el riesgo ínsito en las grietas al principio de
la separación de poderes. Sigue siendo el pilar que ha hecho de las
sociedades occidentales las más avanzadas del planeta. Conviene
defenderlo con el pecho siempre frente al peligro. Viva
Montesquieu.

También podría gustarte