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Psicoanálisis de la pandemia cotidiana

Capturas de pantalla

El que sigue es un texto escrito en plena pandemia, que la lleva a flor de piel,
con sus ebulliciones, calmas, beneficios y malestares.

Y lejos de tomar distancia de todo ello, si algo procura, es ponerse a trabajar al


calor de sus brasas vivas y sentidas todavía, y precisamente para capitalizarlas, bajo el
precepto de la compleja riqueza que a veces pueden llegar a proporcionarnos las ideas
más espontáneas y menos artificialmente prolijas.

Es por esta razón que compila todo tipo de anotaciones sueltas sobre
observaciones, elucubraciones tentativas e interrogantes, los que intenta enhebrar
siguiendo algunos hilos conductores para formar una especie de collage de época en
base a testimonios de pacientes y comentarios de colegas, pero también a partir de
anécdotas personales, especialmente considerando que nos hallamos frente a un
escenario que nos involucra sin excepción de una manera u otra.

Reflejo, además, de un período en el que parte de mi sostén ha sido acompañar


a otros a transitarlo, apuntalamiento en el que se inscribe también este mismo
ejercicio de escritura y su dedicada elaboración.

Para comenzar, de más está decir que esta pandemia y cuarentena por la que
estamos transitando resulta una situación significativamente anómala y disruptiva para
todos, tanto desde el punto de vista del encierro y desnaturalización de lo cotidiano
que implica, como de la incertidumbre y fundados temores que supone.

Como más o menos dijese un paciente, podemos decir que lo que falla hoy es la
realidad en su conjunto, aparte y antes que los psiquismos, al revés de tantas otras ocasiones,
donde es nuestra psiquis la que distorsiona y trastabilla mientras la realidad más o menos
marcha en su generalidad, con toda su renguera, pero renguera conocida que aún así camina.
Angustia realista, diríamos con Freud, que bien podrá trastocarse en neurótica, por
supuesto.

El mundo en un punto ha dejado de girar como lo hacía, y por una causa nada
amigable, lo cual -salvando impermeabilidades dignas de preocupación- no podría no
tener algún nivel de impacto en nosotros, imponiéndonos cierta menor o mayor
exigencia de trabajo psíquico y poniendo a prueba nuestra capacidad de
reacomodarnos ante el cambio.

Diríamos prácticamente un involuntario laboratorio psicoanalítico a gran escala,


con su correspondiente exposición a todo tipo de pruebas de fuego: anzuelos fóbicos,
depresivos, adictivos, hipocondríacos, paranoides y obsesivos varios, soledad, manejo
de la autorregulación, convivencia continua forzada, falta de privacidad, aburrimiento
de algunos, sobrecarga y agotamiento de otros, seria limitación del feed-back que nos
hace habitualmente “el mundo”, y facilitación para el desbarrancamiento en el
fantaseo, entre otras tantas situaciones que nos arrastran hacia una especie de
desfiladero para que en algún momento acabemos tropezándonoslas, cuando menos a
algunas de ellas.

Es así que podemos encontrarnos con el surgimiento de numerosas reacciones:


desde angustias más o menos difusas o agudas hasta episodios de irritabilidad y
agresión, pasando por ansiedades recargadas -a veces insomnes- y accesos de
omnipotencia negadora, hasta llegar a fuertes sentimientos de frustración y profundas
introspecciones que nos interpelan volviéndonos presentes las más diversas
cuestiones pendientes, como si no pudiésemos evitar mirarnos un poco -tanto entre
nosotros como hacia adentro- luego de tantos días entre cuatro paredes casi
convertidas en espejos. Toda una especie de retiro espiritual obligado, como me
señalase con humor un joven paciente.

En este marco, dada la intensidad de la experiencia y su potencial para


desencajarnos, es de esperar que se refuercen dificultades y modalidades patológicas
preexistentes, así como no debiese sorprendernos la apertura de alguna hendija que
dé paso al fracaso de los mecanismos defensivos imperantes hasta el momento, y así al
brote catalizado de problemáticas latentes que podrían haber permanecido en las
sombras de no haber acontecido la pandemia, pudiendo también entrar en escena
nuevos talones de Aquiles sin potencialidad previa.

Digamos entonces que el terreno se presta, bien para desencadenamientos,


bien para nuevos malos encadenamientos, entendidos como puntos frágiles o de
padecimiento antes inexistentes.

Como de costumbre, la variabilidad y transitoriedad de los fenómenos nos dará


la pauta de si estamos ante una consolidación patológica o frente a una mera reacción
pasajera; y por supuesto, aunque su presentación sea relativamente fugaz, deberemos
siempre atender también a la intensidad sintomática, a los fines de evaluar la
necesidad de nuestra intervención para aplacar un sufrimiento que se pasa de la
cuenta.

En definitiva, resulta entonces una posibilidad cierta que en este contexto pueda
colarse con cierta facilidad algo del orden de lo traumático -en tanto efracción psíquica
más sectorizada o más general-, al verse lesionada la capacidad de metabolización de
aquello que irrumpe, con sus puntiagudas angustias concomitantes, explícitas o no en
tanto tales.

Diremos así que, en estos raros tiempos revueltos de tanta incertidumbre como
los que nos toca vivir, puede que no sea nada raro el hecho de no poder elaborar y dar
respuesta, pero sería un error de magnitud apresurarnos a patologizar de antemano y
leer una suerte de traumatismo generalizado en las diversas reacciones con las que
podemos encontrarnos.

En rigor de verdad, y muy por el contrario, no han sido angustias masivas que
dejan sin recursos psíquicos aquello con lo que más me he topado en la clínica,
colaborando probablemente con esto el encontrarse los pacientes en tratamiento, el ir
tomándole la mano con el tiempo a la llamada “nueva normalidad”, la flexibilización
del aislamiento -tanto oficial como de hecho-, y la circulación de discursos y
experiencias sobre la situación, que así se volvió algo más familiar, maniobrable y
anticipable en algunos de sus aspectos con el avance de los meses.

Claro que a la hora de hablar de potencialidad traumática, cobrará especial


relevancia el hecho de contagiarse de COVID-19 y el modo en que se atraviese la
infección (internación, respirador, terapia intensiva, muertes alrededor, personal
médico angustiado, falta de visitas, etc), así como que una figura significativa o de
sostén tenga probabilidades de contagiarse o lo haga efectivamente, con todo el
sentimiento de vulnerabilidad y angustia que algo semejante puede movilizar, en
especial en familias con el otro de los progenitores ausente.

Pienso aquí en el caso de una adolescente con dificultades en la constitución de


su narcisismo que, ante la internación de su padre y principal figura de referencia por
el virus, comenzó a autoagredirse ante cualquier error cotidiano que pudiese cometer,
denunciando de esta manera su sensación de desvalimiento y desamparo para
continuar con la vida en caso de que falleciera su progenitor.

Por otra parte, resulta necesario distinguir entre los efectos específicos de la
pandemia y los propios de la cuarentena, con todas sus diferencias y también sus
conexiones singulares, aunque la segunda no pueda entenderse sin la primera.

Además, ha sido frecuente observar cómo el virus y el confinamiento han


dificultado la tramitación o resolución de toda una gama de situaciones y
problemáticas externas a ellos, las que hubiesen ocasionado dificultades aún sin
pandemia, dándose así un entretejido en el que no conviene indiscriminar las variables
en juego.

A la vez, una pequeña cuota de caos, una reconfiguración obligada, también


puede perfectamente dar lugar a virajes de lo más saludables, o cuando menos a
pinceladas de tono indiscutiblemente subjetivante, acontecimientos capaces de abrir a
vivificantes desvíos en nuestra historia.

Pensemos aquí en quien, luego de unos cuantos días sin ir a trabajar, resuelve
comenzar a buscar otro trabajo y/o empezar otra carrera, tomando consciencia de la
magnitud del malestar y falta de entusiasmo que le generaba su vida pre-cuarentena.
Pero también situemos en este punto cuestiones de la índole de darse tiempo
para conectarse con lecturas, música, películas, series, así como con nuevos intereses o
prácticas, que pueden ir desde clases de yoga a distancia hasta tutoriales para cocinar
o aprender idiomas. En estos instantes también se teje subjetividad, y en verdad no
siempre contamos con ellos.

Y resalta aquí por sobre todo el contactarse en otra sintonía con la propia
familia, el conocer y desconocer más al detalle a los nuestros, en alta definición,
posibilidad tantas veces enemiga de la habitual vorágine cotidiana.

No hay pandemia que por bien no venga, podríamos decir en este sentido, al
menos por un cierto período.

Como vemos, es amplio el abanico que podemos ir desplegando, y será nuestra


tarea pesquisar lo singular en lo común, el modo en que ambas dimensiones se
enlazan e influyen, considerando las fortalezas y debilidades de cada uno. Pero queda
claro que hablamos de una superficie medianamente fértil para puntos de inflexión.
“Cambio que podrá traer otros cambios”, como me dijese recientemente un paciente.

Ahora bien, hay que subrayar que no solamente nuestros pacientes y nosotros
mismos, sino también y obviamente nuestra normalidad clínica se ha visto sacudida por
estas disruptivas circunstancias.
Ya con unos cuantos meses de pandemia encima, por supuesto que sobra oferta
de material para referirnos a esta etapa tan única que nos toca vivir, pero ensayando un
recorrido al modo de un retrato clínico posible, me detendré particularmente en algunas
viñetas que me han resultado especialmente interesantes, sea por su carácter de caso
tipo, por su atipicidad, o por la manera en que nos conducen a repensar nuestro trabajo.
Por una parte, comencemos diciendo que lo que pareciéramos venir
reconfirmando es que esto de las sesiones virtuales más o menos funciona en su
generalidad, que puede haber psicoanálisis ahí.

Con sus límites, queda así más que probada la no estricta y universal necesidad
de un consultorio –en tanto espacio físico y presente de ciertas características
estandarizadas- para que un tratamiento pueda llevarse adelante. Es más, y siempre
que pueda ser ello tomado por el paciente, hasta podríamos afirmar que generamos
ambiente -diríamos con Winnicott- o espacio de consultorio con nuestra “actitud
psicoanalítica”, al modo de un clima que va mucho más allá de un determinado lugar
en concreto. Espacio que así, jugando un poco con la idea, se nos vuelve portátil y nos
demuestra una vez más la capacidad de metamorfosis del dispositivo.

Dicho esto, cabe recalcar que este asunto de las sesiones a distancia no es algo
que indefectiblemente vaya a encajar con todo el mundo ni en cualquier situación,
cual traje que calza siempre con facilidad. Primero, porque pueden no estar dadas las
“condiciones materiales básicas”, yendo aquí desde cuestiones de lo espacial hasta lo
concerniente a problemas de conectividad. En segundo lugar, por no contarse con las
“condiciones subjetivas básicas” -por así decirlo-, pudiendo aquí interponer su cuña
dificultades en el desarrollo subjetivo, pero también resistencias varias, que quizás
permanecían agazapadas o ya se habían desplegado abiertamente, y las que
encuentran en el rechazo al cambio de modalidad una excusa que les viene al dedillo.
O bien sencillamente porque puede “no funcionar”, “no hallándose” el paciente bajo
este formato, sin que medie resistencia alguna, jugando aquí a veces un papel
cuestiones de edad. Meter toda negativa en la bolsa de lo resistencial, sería pretender
que una determinada manera en que se lleva a cabo el dispositivo tenga por fuerza
que ser apropiado para todos los casos, lo que bien sabemos no funciona de este
modo, y menos si esto se introduce de modo abrupto.

Pero esta es una somera lista y podrán encontrarse una multiplicidad de


razones en ese anudamiento único entre las características del dispositivo y la
problemática y realidad de cada quien.

Por mencionar algunos ejemplos, se me viene a la memoria el caso de una niña


pequeña con severas limitaciones para el juego compartido que rechaza las videollamadas, o
niños con serias dificultades subjetivas que no pueden dejar de agarrar los celulares para
encapsularse en ellos cada vez que tienen uno a la vista, no consiguiendo luego desprenderse
de los mismos sin crisis mediante, y a quienes negárselos será también motivo de intensas
angustias y hasta agresiones o autoagresiones.

Otro tipo de casos en los que puede no resultar viable un trabajo por
videollamada son aquellos en los que algo de la mirada se torna persecutorio al punto
de imposibilitarlas, lo que me lleva -en mi clínica- a pensar en pacientes de edad más
avanzada que los anteriores, sea a veces por inquietudes de género, por cuestiones
relativas a la asunción de un cuerpo sexuado, o por problemas de autoestima en
relación al aspecto, constituyendo éstos sólo algunos de los materiales posibles, y
hasta quizás articulables.

A cada cual por sus razones, pero es de suponer que a estos pacientes les
resultaría harto complicado quedar todavía con su rostro más en primer plano que en
las sesiones presenciales, o tal vez verse a ellos mismos durante una llamada con
video.

Y por supuesto, aunque puede no ser aceptado, queda aún aquí la opción de
sustraer la imagen y realizar llamadas convencionales, como me ha sucedido en
algunos casos.

A veces puede esto quedar en la parcialidad, habiendo pacientes que necesitan


apagar la cámara o enfocarla deliberadamente hacia otro lado en determinados
momentos; esto siempre que la cámara desencuadrada no obedezca a
desencuadramientos subjetivos propios de armados yóicos lábiles, lo que también
sucede.
En este sentido, si bien a veces es todavía viable la realización de sesiones
online, pueden en ocasiones recrudecer resistencias que ya aparecían en lo presencial
y traducirse a lo virtual.

Por tomar un ejemplo, una pre-púber a la que llamaremos Magalí, que en el


consultorio desafiaba, se limitaba a hablar lo mínimo y pedía se anticipe el momento
de utilizar el celular en la sesión (reservado para los últimos minutos), despliega ahora
en las videollamadas nuevos recursos como desactivar la cámara y el micrófono
continuamente, o jugar a los videojuegos y mirar redes sociales durante los
encuentros.

Como en tantas otras ocasiones, será cuestión aquí de trabajar con lo que
aparezca como material, siendo las redes sociales y los videojuegos a veces una opción
nada desdeñable para contactar con los pacientes, pero también habrá que atender a
la necesidad de establecer nuevos acuerdos de encuadre en algunas oportunidades -
tal como en lo presencial-, para lo que será útil el manejo de cierta habilidad para lidiar
con lo transgresivo sin rigideces.

Pero resulta que lo transgresivo con la cámara que acontecía con esta pre-
púber cada vez más púber, encubría un desagrado y rechazo por el propio rostro y
aspecto físico que se vinculaba con toda una gama de inseguridades previas,
encontrándose todo esto ahora enlazado con el plano de la imagen.

Y fue por este mismo motivo que Magalí comenzó fóbicamente a no querer
salir de su casa en absoluto para que nadie la vea, lo que podría volver muy dificultoso
el retorno a los espacios externos que frecuentaba pre-pandemia después de ya tantos
meses sin salidas regulares.

Y quizás aquí sí ya podríamos empezar a hablar de un síntoma en vías de


instalación, el que bien podría no haberse presentado como tal de no haber mediado
esta época de encierro, que le impidió hasta salir para venir al consultorio, lo que ya
hubiese tenido su valor en sí mismo.

Por fortuna, una intervención rápida, firme y necesaria trabajada junto a sus
padres para que Magalí vuelva a salir poco a poco llegó a tiempo, y dicho arraigo
sintomático finalmente no tuvo lugar, trayectoria que -es de esperarse- hubiese tenido
otro desenlace de no encontrarse esta chica en tratamiento.

Claro que estas vicisitudes de la imagen tanto en este como en otros casos
serán cuestiones a seguir abordando, pero pueden marcarnos en determinados
momentos el territorio de lo posible, o aún de lo aconsejable, pensando en algún
modo de sustracción de la mirada al momento de volver a lo presencial, al menos
momentáneamente, si es que ello hace las veces de un insalvable obstáculo al trabajo.
En un diverso orden de situaciones, la cámara apagada atenderá a otro tipo de
razones, tal como sucede con una paciente que dice “concentrarse más” si no hay
imagen de por medio, u otra que dice que las sesiones se le vuelven más amenas si
habla mientras pasea con la cámara apagada por el pueblo en el que vive.

Y lógicamente que aquello de ser visto en primer plano o verse a uno mismo en
las videollamadas también puede correr para el analista, generando tal vez un efecto
de cierta rareza o incomodidad, y pudiendo entorpecer la naturalidad del propio estilo.

De hecho, ya el mismo Freud acusó recibo de esto manifestando el disgusto


que le generaba estar siendo examinado visualmente por sus pacientes toda una
cantidad de horas al día, lo que contribuyó a la implementación del diván.

En otra frecuencia de resistencias, también por videollamada se facilita el


abandonar abruptamente una sesión con el simple hecho de cortar -o decir que se
cortó, atribuyéndolo a problemas técnicos-, si es que algo resultó perturbador e hizo
aflorar resistencias, operatoria que requiere de mucha más valentía en la
presencialidad del consultorio, adonde el paciente deberá ser capaz de levantarse,
abrir la puerta e irse.

Esto nos hace notar también que uno de los aspectos que se pierden con la
virtualidad son esos trayectos de ascensor/escalera y pasillo hacia el consultorio o la
salida, donde no sólo se pone el cuerpo en movimiento pudiéndonos brindar alguna
que otra clave, sino donde se juegan también ciertos diálogos que parecieran
enmarcarse a veces en un espacio distinto, y que cobran por ello otro tono, en el que
pueden también aparecer cuestiones a lo mejor vedadas en la sesión propiamente
dicha.

Sin embargo, no todo ha sido pérdidas y escollos en esta época. Por el


contrario, me he sabido topar con gratas sorpresas, como la que me regaló un niño
que creativamente comenzó a utilizar las videollamadas como si fuesen una cámara
filmadora con la que iba relatando y actuando historias al modo de unitarios sin cortes
en los que volcaba su abundante mundo de fantasía.

Y hablando de amigables giros pandémicos, quisiera detenerme en un niño al


que llamaremos Mariano, quien en el consultorio presentaba importantes dificultades
para vincularse, solía expresarse sólo con latiguillos, no hacía uso de la primera
persona, y tendía a evitar el encuentro de miradas.

Llamativamente, sucedió que Mariano comenzó a hablar de manera bastante


más fluida durante las videollamadas, dejando incluso atrás sus estereotipias verbales.
También empezó a proponer nuevos juegos, como esconderse bajo las frazadas o jugar
a "hacer caras" frente al teléfono, como si éste oficiase de espejo, ya sea de su propia
imagen o tomando mi rostro para ello. Aquí, y a diferencia de otros materiales de más
arriba, la mediatización de la imagen a través de un celular pareciera como vemos
haber tenido el efecto de conjurar lo persecutorio de la mirada.

También comenzó a aparecer angustia ante la partida de su padre para su


trabajo e intensos enojos cuando éste retornaba (el padre solía viajar y ausentarse por
varios días por su actividad), lo que nunca había sucedido, acusando de este modo los
efectos del despegue.

Paralelamente, apareció la posibilidad de desarrollar juegos más complejos, con


más trabajo de pensamiento, como un Ta Te Ti numerado para la ocasión, y otros
especialmente divertidos y dinámicos, como el nunca pasado de moda piedra, papel o
tijera, pudiendo conectarse afectivamente y festejar cuando ganaba diciendo
espontáneamente “gané yo”, arribando así al comienzo de la conquista de este
pronombre.

Hasta me ha llegado a indicar: “¡Decí “gané yo”, Jerónimo!”, para que yo mismo
festeje en las ocasiones en las que lo venzo, dando cuenta de un despunte de
intersubjetividad antes impensable.

Incluso me dirigió por primera vez una pregunta personal, interrogándome


sobre si tenía un perro o un gato, mientras él estaba con su perro al lado. Claro que
decidí no perder la oportunidad y salí en busca de mi gato por la casa, lo que hizo que
Mariano termine hablando con mi familia, manifestando él mismo su voluntad de
conversar con mi hijo más allá de un mero saludo.

Ni que decir que una escena semejante y tan rica en su peculiaridad, jamás
podría haber ocurrido en el consultorio, marcándonos esto un ejemplo del potencial
suplementario del dispositivo bajo esta coyuntura.

Pero también hay que decir que esta primavera viene aproximándose desde
hace un tiempo hacia su caducidad, volviéndose menester hoy la vuelta a la
presencialidad como paso siguiente, necesario inclusive para sostener lo conseguido.

Y también en la línea de virajes positivos, recuerdo aquí a un adolescente muy afecto a


los actings más escandalosos en el consultorio, quien al día de hoy se muestra bastante
más abierto, tolerante, empático y cercano a través de las videollamadas.

Siendo que solía sentarse lo más lejos posible para hablarme desde el otro
extremo del consultorio, parece en la actualidad haberse podido arrimar a través de
nuestras pantallas.

Y quizás no sea un detalle menor que buena parte de su universo común y


corriente se desarrolla en el terreno de las imágenes, las aplicaciones y las redes
sociales, zonas en las que se siente seguro, como pájaro en la nube, digamos.
Y hablando de conseguir proximidad a través de una cámara, pienso en un
paciente que logró ver el reflejo de su angustia en el detalle de mi mirada entonada
con él, y sintió que por primera vez un otro había entendido y sentido los daños y
padecimientos por los que había atravesado en su adolescencia, que por vez primera
alguien había podido conectar emocionalmente con esa parte de su vida, la que se
volvía así transmisible en su sentido más fuerte, cuestión que resultó en un punto
sanadora para él. Mirada empática con la que no había contado en su pasado y
aparecía ahora tan sutil y próxima a través de una pantalla, mínimo gesto que quizás
no hubiese surtido el mismo efecto en lo presencial.

Pero esta cercanía por intermedio de un dispositivo no siempre va de suyo y


hay a veces que trabajarla cuidadosamente, pudiendo surgir inicialmente algún nivel
de extrañeza, y no siempre consiguiéndose los mismos niveles de intimidad tampoco.

También habrá que considerar que, lejos de generar proximidad o aliviar la


añoranza de la presencia, las videollamadas pueden llegar a remarcar la distancia,
como le sucedía a un niño que no quería hablar con su padre precisamente porque lo
extrañaba y se angustiaba al verlo por medio de una pantalla. Más que presencia
ausentada, una presencia que remarca su ausencia, casi una ausencia presentificada.

“Papá, puedo meterme en el celular”, me decía a propósito de esto mi hijo de


por entonces dos años en un momento de cuarentena estricta, denotando cierta
frustración respecto del video que le estaba mostrando sobre la casa de sus abuelos a
la que le gustaba visitar. Luego, con el tiempo, estos abuelos fueron convirtiéndose en
testigos de sus juegos a través de videollamadas solicitadas por él, y pasaron a estar
presentes hasta por horas por medio de un celular colocado panorámicamente
mientras todos continuábamos con nuestras ocupaciones en nuestras respectivas
casas, llegando mis padres casi a cuidar a su nieto a distancia en esta nueva modalidad
de compañía.

También son dignos de resaltar los casos de niños con cuadros de cierta
preocupación que han hecho un uso provechoso de este escenario pandémico,
pudiendo contar con la disponibilidad de sus padres por más horas que lo
convencional y por una cantidad de días seguidos quizás como nunca antes en sus
vidas, lo que ha derivado en considerables avances y torsiones saludables a nivel de su
desarrollo subjetivo, siempre que hablemos de “progenitores suficientemente
buenos”, desde luego.

Para tomar dimensión, pensemos nada más en aquellos niños que, dadas las
obligaciones laborales de sus padres, asisten a guardería o jardín 8 horas diarias desde
unos pocos meses de vida. Hijos de padres que, además, deben ocuparse de
cuestiones hogareñas al llegar de sus trabajos, y con los que sólo comparten tiempo
con algo más de calidad solamente los fines de semana, o bien durante unos escasos
días de vacaciones.

Indudablemente es de esperarse que -de respetarse las restricciones, y aún en


el mejor de los casos- la situación traiga sus dificultades y empiece a tornarse un tanto
insoportable para todos conforme el avance del confinamiento, en especial
considerando la cada vez más imperiosa necesidad de salir del encierro y -cuando así
se da- lo complejo de tener niños a cargo prácticamente todo el día sin la colaboración
de guarderías/jardines/escuelas/familiares/personas que ayuden en el hogar.

Padres que así pueden acabar sin otra posibilidad de tiempo libre –y si es que
libre- que horarios muy tarde o muy temprano, con las reacciones y el agotamiento
que eso puede conllevar, también de paciencias en ocasiones. Y por supuesto que
elegir no tener tiempo propio para descansar algo más, tampoco será sin
consecuencias.

“¿No hay cargador para padres?”, me decía un papá bromeando con su


extenuación pandémica. Y siguiendo con la metáfora, ciertamente ser padres no es
sinónimo de ser máquinas de jugar full time o de estar a disposición de los niños, que
tampoco vienen con botones de pausa para sus demandas y necesidades en
momentos en los que es difícil atenderlas. Encaja aquí también la figura de las “madres
pulpo”, tal como surgió en el análisis de algunas mamás, con todo el peso que eso les
conllevaba.

A contramano de esta vorágine de exigencias, puede resultar a veces para los


adultos más que imperioso algún recreo, un airearse o desentenderse un momento, no
siendo esto siempre posible ni llegando oportunamente en este marco más bien de
continuidad, y para colmo de males, de encierro -y tanto peor si en un departamento
pequeño-, como reflexionaba este mismo padre, quien a veces tendía a aislarse en
dispositivos digitales como manera de evadirse al menos por un instante de
requerimientos y responsabilidades.

Por otro lado, si lo que hallamos son figuras parentales desbordadas -y aquí
puede sumar negativamente en mucho la conjunción trabajo en casa + parentalidad +
tareas del hogar + tareas a realizar con los niños + estrés ante el virus-, puede que la
situación no alcance estatuto alguno de paraíso temporal para los más chicos del hogar
y hasta podrá resultar probablemente nociva para ellos, dejando sus marcas incluso
más allá del corto plazo, y mucho peor si a esto se le suman malos tratos en su diverso
espectro.

En esta dirección, si lo que prima es el nerviosismo en un clima familiar de


viciado enclaustramiento, no debiese sorprendernos observar ciertas “vueltas atrás”
en los niños, tanto en el sentido de un retorno a berrinches superados y de pérdida
momentánea de logros, como de una mayor necesidad de dependencia y apego
corporal; o bien podría presentarse algún nivel de desconexión, en el peor de los
casos.

Es por ello que cobra especial relieve la tolerancia, contención, responsividad y


capacidad de poner palabras de los adultos frente a las diversas manifestaciones que
los niños pueden llegar a expresar, no siempre cómodas ni claras, por cierto. Y puede
que ni siquiera sea necesario un ambiente tenso para que observemos algunos de
estos emergentes, siendo suficiente con el hecho de no mediar la alternancia antes
habitual con diferentes espacios, adultos y pares.

Habrá así que pesquisar los efectos que puede acarrear en niños que están en
pleno atravesamiento de las vicisitudes del fort-da el hecho de no poder habitar
lugares otros y con otros, territorios más allá de sus padres y de sus padres más allá de
ellos, con todas implicancias para despegarse -o volver a hacerlo- que eso puede
conllevar después de tanto tiempo juntos a día completo.

Claro que, contra la idea freudiana, y más allá de algún que otro tironeo interno
que pueda presentarse, muchos niños se encontrarán también ávidos de poder tomar
un respiro de sus padres cuando esto les sea posible, lo que verdaderamente sería de
lo más saludable y hablaría bien de sus trabajos de constitución subjetiva pandémicos
y pre-pandémicos, con el correspondiente papel que podemos atribuirle en ello a lo
ambiental.

En este sentido, un niño pequeño les decía a sus padres: “En mi casa hay
demasiados papás y mamás. Ustedes se van y yo me quedo solo”, expresando así su
hartazgo de tenerlos presentes.

Pero movimiento de salida que hablará bien del ambiente, por supuesto,
siempre que no se trate de padres de los que mejor escapar.

También en cuanto a los mencionados desbordes parentales, podemos decir


que en nada han colaborado ciertas desmedidas exigencias escolares que acabaron
puestas a cargo de los padres -que aclaremos no son docentes, y peor aún si exigentes
a su vez-, cuestión que afortunadamente se ha ido relajando de parte de los colegios
con el progreso del aislamiento.

En este punto, digamos que una cosa es la escuela ofreciendo propuestas que
acompañan y ordenan la cotidianeidad, evaluando flexiblemente, y otra muy distinta
es imponer tareas excesivas de manera improvisada y casi maníaca en medio de la
película de ciencia ficción de preocupante final incierto que estamos viviendo. Y tanto
peor si llevado a cabo a inicios de cuarentena, tal como sucedió.

Me he encontrado también con colegios que solamente se dedicaron a enviar


tareas a sus alumnos, pero sin realizar videollamada grupal alguna, desestimando de
este modo tanto la importancia de mantener algo de un contacto vivo con los
docentes, así como el rol de agente de socialización que debiese encarnar la escuela.
Esto cobra especial relieve si consideramos aquellos casos de niños o púberes (no
tanto adolescentes) que no se comunican entre ellos por fuera de las propuestas
escolares ni disponen de amistades con otros pares, representando estos encuentros
virtuales entonces un posible puente para fomentar el vínculo entre ellos, o cuando
menos, para sostenerlo.

Y en cuanto a la incomprensión del papel de las instituciones educativas,


merecen un párrafo aparte las asignaturas de ingreso a la universidad que se han
limitado a enviar archivos de texto y, a los sumo, algún link de un video ni siquiera
producido por los docentes, lo que dejó en una situación angustia y desorientación a
muchos adolescentes en un momento de crecimiento particularmente sensible, la que
podría haber sido salvada sin mucha dificultad con un poco de esfuerzo y compromiso.

Y profundizando en el asunto del teletrabajo parental, digamos que si se trata


de niños con todavía una importante necesidad de disponibilidad de sus padres, podría
no ser nada conveniente el hecho de tenerlos presentes pero absorbidos por una
computadora o un celular mientras trabajan, con la frustración y tensiones que eso
puede suponer para ambas partes, pudiendo terminar la escena con el niño frente a
pantallas por horas y horas, pantallas a las que tampoco creo habría que demonizar, y
menos en este contexto, siempre que reguladas.

Nuevamente, un ejemplo más de presencia demasiado ausentada, con niños


empujados a “estar a solas en presencia de” cuando aún no están listos para ello, y
menos de forma masiva.

“Te extraño, mamá”, le repetía un niño de 3 años a su madre, que había estado
todo el día al lado de él, pero trabajando en su computadora portátil, competidora
directa cuya tapa el pequeño intentaba cerrar una y otra vez.

Y si de una pérdida concreta de algo bueno con lo que se contaba se trata,


podríamos en el extremo pensar en una suerte de peculiar deprivación pandémica
para estos niños cuando esto se torna habitual y no es reparado -tomando aquel
concepto winnicottiano-, niños que al menos contaban en lo previo con alguien que
iba a ocuparse de ellos cuando sus padres trabajaban.

Avanzando un poco en el rango etario, podemos pensar a la adolescencia como


una población especialmente afectada por las medidas de aislamiento, siendo que los
adolescentes, por definición, no se construyen como tales sino básicamente entre
ellos, creciendo en esos encuentros que, aunque se den el marco de su hogar, llevan el
sello del un código propio que excede en mucho lo familiar.
Resulta por ello previsible que la necesaria salida al mundo exogámico propia
de esta etapa haya encontrado por estos días de encierro una especie de refugio de
emergencia en el adentrarse con aún más intensidad en todo tipo de dispositivos
digitales (celular, computadora, consola de videojuegos), a utilizar primordialmente en
el propio cuarto a puertas cerradas. Redoblamiento del encierro para generar así algo
de exterioridad y vínculo con otros no familiares.

Y aquí la madrugada, el vivir de noche, puede significar para los adolescentes


también la posibilidad de tener algo de intimidad dentro de esta convivencia continua
obligada. Sueño al revés que bien puede encontrar su complicidad en igual necesidad
de los adultos

También hay que decir que dicho uso un tanto desmedido de las pantallas ha
venido encontrando algún tope a cuenta de cierta sensación de saturación de las
mismas, presentándose una mayor necesidad de intervalos que al principio.

Una situación que quisiera resaltar es la que me plantearon algunos púberes/


adolescentes, quienes para mi asombro me pidieron que realicemos sesiones escritas,
o introdujeron algo de la escritura en las sesiones.

En un caso, la demanda tuvo lugar debido a la imposibilidad manifestada por


una paciente adolescente de encontrar un espacio con suficiente privacidad en su
casa, lo que tenía su asidero.

En esta senda, hay que decir que ciertamente hay situaciones en las que uno
descubre que los familiares están escuchando ocultos, o bien aparecen como de
pasada a mencionar lo que quisieran que trabajemos en la sesión, por lo que la
incomodidad manifestada por esta chica resultaba verosímil, y más conociendo ciertas
características intrusivas de su familia.

Además, me movió a acceder el hecho de que tanto la escritura como la


temática de lo privado no son verdaderamente cualquier tópico en la vida de esta
adolescente, que estudia una carrera relativa al mundo de las letras, en el que suele
sumergirse a veces.

A pesar de cierta rareza inicial, el nuevo formato lejos estuvo de interferir en


que el espacio siga generando efectos, sino por el contrario, fue una nueva vía para
ello, haciendo así otra vez gala de su gran maleabilidad, tan multiforme como el mismo
lenguaje.

No obstante, comencé a notar que la ausencia de la voz hablada -con su tono,


intencionalidad y cadencia- podía llegar a fomentar más malos entendidos que los
esperables, y antes de que esto se convierta en un problema, propuse a mi paciente
enviarle algunos mensajes de voz alternándolos con los escritos, lo que no vulneraba
su privacidad si los escuchaba al oído o con auriculares, planteo que aceptó sin
inconvenientes y facilitó el desarrollo y fluidez de las sesiones subsiguientes.

Muy distinto ha sido el caso de otra paciente adolescente, con la que se dio el
camino inverso, quien suele gritar para que su familia la escuche en sus enojos. Y
puedo mencionar también a un joven paciente que, sin poder contener el impulso,
salió de la privacidad de su sesión para decirle a su pareja lo que había estado
hablando conmigo, para luego volver frente a la cámara ya descargado y con sus
efectos en mano, “recién salidos del horno”.

En el caso de otro adolescente, el hecho de realizar sesiones escritas se debió


más bien a cuestiones resistenciales ya previas, aunadas a cierto “no tener de ganas de
hablar ni de hacer nada en este encierro”, favorecido por una pérdida casi absoluta de
hábitos y horarios medianamente normales para él.

Prácticamente, no había esfuerzo alguno que se justifique. Lejos de una


estructura en la que apoyarse, nada empujaba hacia ningún lado, lo que despertaba
inclinaciones depresivas latentes. “Es como si se me escurriesen entre los dedos las
cosas que tengo que hacer”, llegó a decirme en una oportunidad.

Las rutinas ordenan el tiempo, le otorgan un sentido, secuenciando así esta


especie de continuum temporal en el que a veces pareciéramos vivir y en el que se
encontraba este adolescente con todo su flujo desorganizado que excedía en mucho el
desencuentro activo de horarios con los adultos -en el que también pueden forjarse
hábitos, por otra parte-.

Un púber, en cambio, utilizó solamente por momentos la escritura en el chat


del programa de videollamadas por el que nos comunicamos para transmitirme de
este modo lo que no podía verbalizar en relación a un objeto fóbico surgido a
propósito del incontrolable impulso puberal que lo acuciaba, pudiendo hablar el
tiempo restante de la sesión sin inconvenientes.

Y hablando de respuestas fóbicas, en otra paciente, una joven ahora, el hecho


de estar encerrada reavivó todo tipo de inseguridades y problemáticas hipocondríacas
ante la posibilidad de salir. Era como si, al perder el entrenamiento del contacto con lo
externo, hubiese perdido confianza en su capacidad habitual de enfrentar sus
problemas extramuros y hubiese optado entonces por replegarse, con todo lo de
maldita tentación que el aislamiento le representa.

Distinto es lo que le sucedió a una mujer que se caracterizaba a sí misma como


impermeable, a quien la cuarentena -lejos de actualizarle e intensificarle viejos
sufridos demonios como a la paciente anterior-, le permitió enfrentarse por primera
vez a una angustia nunca sentida por un hecho del pasado, frente al que siempre se
había mostrado insensible, lo que significaba no poca cosa considerando su perfil.
Y siguiendo con las peculiaridades de este momento, con otros pacientes ha
sucedido que se les ha despertado un interés en particular por la casa y familia de su
analista, haciendo preguntas sobre ello y curioseando cualquier ruido, lo que si bien
puede generar su incomodidad, puede perfectamente oficiar como disparador o
aprovecharse de alguna manera, cuestión que obviamente queda de lado en el
consultorio.

A la vez, manifestando cierta sensación de “estar en casa”, los analistas hemos


dejado ver ciertos hábitos quizás antes no expuestos, como tomar mate, por ejemplo,
que bien puede representar una suerte de guiño de cálida compañía entre pantallas en
algunos casos.

Del mismo modo, ahora resulta posible ver algo del hogar de nuestros
pacientes, es decir, observar tal y como efectivamente viven más allá de su relato,
material en crudo que puede tener su importancia y marcar sus contrastes.

También pueden aparecer cuestiones que no se presentan jamás en el


encuadre del consultorio, que pueden ir desde un paciente recostado en su cama con
la luz apagada, haciéndose el desayuno, e incluso apareciendo sin remera en un día
caluroso, por recolectar algunos ejemplos pintorescos, que podrán convertirse quizás
en material de trabajo, o no…

Pueden surgir también espacios inéditos para contar con cierta privacidad,
como la terraza, el baño, o el auto. Sobresale aquí la ocurrencia de una paciente, que
aún disponiendo de una casa con privacidad, me planteó la idea de seguir hablando
desde su vehículo para sostener una suerte de diferencia entre “hablar en casa/hablar
fuera de casa (como en el consultorio)”.

Por otra parte, un cuidado especial creo debiésemos tener en cuanto al efecto
de este confinamiento en la facilitación del avance o la aparición de emergentes
psicosomáticos, los que pueden encontrar una buena chance de colarse entre defensas
bajas y condiciones psíquicas lábiles, siendo este todo un punto a evaluar en sus
consecuencias incluso una vez finalizada la pandemia.

En este sentido, puede que no sea casual la irrupción por estos días de cánceres
-algunos fulminantes- o paros cardíacos en quienes ya venían trastabillando con su
salud física y/o psíquica.

Y todo esto con el agregado de velorios impedidos o muy limitados en su


participación debido a las consabidas medidas de prevención, lo que puede llegar a
traer sus complicaciones para los procesos de duelo a realizar, ya no favorecidos por el
confinamiento de por sí, enemigo probable de toda reconexión con la vida.
Y si hablamos de duelo, me parece no cabe generalizar en cuanto a considerar a
este período de cuarentena como un tiempo perdido que habría que duelar. Lo que
encuentro en muchos pacientes es una cierta idea de paréntesis, un “tiempo vivido de
otra manera” -como dijese una colega-, que hasta puede representar cierta inesperada
ganancia.

Claro que el asunto irá tomando el color de la pérdida de extenderse las


limitaciones en el tiempo y en la medida en que sigan representando una interrupción
u obstáculo de consideración para lo que sea que se quiera vivenciar o emprender, aún
a pesar del relajamiento medidas de prevención, nunca demasiado respetadas, por
cierto.

Sí apareció más rápidamente y de forma patente el sentimiento de pérdida


cuando se vieron afectados algunos momentos vitales en particular o esperados con
mucho deseo, como ante la imposibilidad de cursar un último año de secundaria con
su correspondiente viaje de egresados, frente a la frustrada la concreción de un
proyecto laboral luego inviable, o bien en adultos mayores que práctica o
directamente no han visto a su familia, quienes sienten que el tiempo corre para ellos
de otra manera, y por supuesto las videollamadas les saben bien a poco.

Y en relación con esto, cabe también resaltar la necesidad de encender las


alertas en lo referente a los criterios de cuidado para los adultos mayores, a algunos de
quienes una restricción excesiva de circulación puede resultar en una invitación a
dejarse caer, y más si ya venían con dificultades para sostener una esperanza por la
que vivir y sin contar con una red social con suficientes y fuertes hilos de sostén. Para
decirlo de otro modo, debiésemos cuidar que no sea en este punto peor la prevención
que la enfermedad.

Y como otra arista de todo este reacomodamiento, resulta interesante pensar


sobre el retorno a los consultorios, lo que puede servirnos también para reflexionar
sobre situaciones que exceden a la pandemia, en las que haya algún interjuego o
tensión entre virtualidad y presencialidad.

Primeramente, no podemos aquí desconocer lo fastidioso que puede resultar


para el buen trabajo terapéutico estar preocupándose –o estresándose, digámoslo-
por el cumplimiento de protocolos y medidas de higiene, lo que es de esperar afecte
en alguna medida nuestra tranquilidad y soltura de siempre, y más si se trata de la
atención de niños.

“Nada más deshumanizado que un protocolo”, reflexionaba un paciente hace


un tiempo, lo que me llevó a preguntarme precisamente por cómo humanizar la
rigidez de lo protocolizado, antiespontáneo casi por definición, aunque no por ello
impenetrable ni al deseo, ni al ingenio, ni al humor.
Además, con el uso de tapabocas se pierde también la visión de una parte del
rostro que en las videollamadas sí podemos conservar, siendo lo facial -al menos para
mí- un recurso de trabajo para nada menor.

Todo esto por la negativa, pero a la vez, la ganancia en cuanto a corporalidad


presente -con toda la potencia que a un encuentro de los cuerpos podemos suponerle
al momento transmitir y sentir-, no resulta una cuestión para nada irrelevante, que
hasta puede llevar a olvidarnos un poco de la incomodidad de protocolos y barbijos y a
leer aún mejor las emociones en las miradas, lo que vuelve relativa la conveniencia de
alguna de ambas opciones.

Luego habrá que ver cómo maniobrar con aquellos pacientes que quieran
sostener la modalidad online aún una vez concluida la pandemia y analizar las razones
singulares a las que esto puede deberse, ya que distinto será preferir no viajar,
complicaciones de horarios, que una dificultad a trabajar respecto de salir y/o de lo
presencial, a jugarse con el analista y con otros, todo lo que nos invita a
consideraciones que pueden servirnos mucho más allá del actual panorama.

Resultan en esta vía de especial interés los pacientes que observamos que
trabajan significativamente mejor a distancia, con quienes habrá que pensar con
flexibilidad en lo más provechoso, evaluando implicancias, resistencias y objetivos del
tratamiento, siendo la introducción de una demora o cierto manejo de la alternancia
quizás opciones a probar en estos casos, testeando cómo se dan los reencuentros.

Y con niños a los que les han resultado fructíferas las videollamadas, a lo mejor
éstas puedan constituir un recurso a implementarse presencialmente, al modo de un
“jugar al encuentro virtual”, tal como jugamos a veces a hablar por teléfono, con todas
las posibilidades de despliegue de la no-presencia que esto puede invocar.

En definitiva, si bien personalmente me inclino a pensar que la presencial es la


modalidad más rica que el dispositivo puede ofrecernos en general, no por ello se
convierte inmediatamente en la más ajustada para todos los pacientes, problemáticas
y momentos. Por lo cual, a menos que exista una contraindicación, la realización de
sesiones virtuales puede convertirse en una opción bien válida, y aunque por supuesto
diferente, no por eso necesariamente de inferior jerarquía o potencia en cuanto a sus
efectos.

Como me decía un paciente sobre este tema de manera absolutamente


espontánea y quien trabaja sin dificultades en la virtualidad: “Pienso que cuando
podamos volver a lo presencial, iré alternando de acuerdo a lo que necesite”. Y, al
menos en principio, ¿por qué no? ¿Correspondería aquí negarse a priori o forzar algo
acaso?
Y desde luego que todo lo dicho refleja básicamente vicisitudes de los llamados
sectores medios y altos, pudiendo ser muy distinta la realidad de quienes viven en
condiciones de pobreza y marginalidad, para quienes las urgencias y circunstancias de
la pandemia pueden llegar a ser muy otras, dificultándose además la posibilidad de
acceso a un tratamiento psicológico por ello mismo, como también me ha sucedido.

Hasta aquí este salpicado de reflexiones y materiales propios y ajenos cual


capturas de pantalla que retratan este momento, a los que adrede evité englobar bajo
el título de “psicopatología de la pandemia cotidiana”, dada la generalización
equivocada que esto supondría, diluyendo así las necesarias fronteras entre lo
verdaderamente patológico y lo que no lo es.

Y lejos de un espíritu patologizador, podemos pensar que lo más sospechoso de


mórbido en este contexto podría ser no reaccionar siquiera mínima y brevemente de
alguna manera frente a semejante nivel de disrupción que atravesamos, al modo de
una inconmovible normopatía -como señalase Fabiana Tomei-, o bien a cuenta de una
modalidad de vida ya previamente ermitaña, también de dudosa salubridad.

Para finalizar, quisiera rescatar el valor de este momento único que nos toca
vivir como analistas y también como singularidades, período que de seguro nos
resultará inolvidable y marcará muy posiblemente la clínica psicoanalítica de ahora en
más, moviéndonos a repensarla y reinventarla casi a los empujones. Y en este sentido,
nada de quedarnos encerrados, y bienvenido sea.

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