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Para entender la educación indígena en el siglo XVIII es importante tomar en cuenta la estructura
y funciones de los “pueblos de indios” de la Nueva España. En la cédula real de 1691, el rey ordenó
pagar a los maestros de escuela “de los bienes de comunidad de pueblos de los indios” y así
reconoció que los pueblos representaban una forma de gobierno local y una fuente de divisas que
se podría usar para las escuelas. El “pueblo de indios” era uno de tres tipos de asentamientos
humanos reconocidos en la legislación. La base de la estructura política y administrativa del
virreinato al nivel local consistía en las ciudades y las villas de españoles y los pueblos de indios. En
el siglo XVIII había aproximadamente 70 ciudades y villas de españoles y 4 000 pueblos de indios.
En las ciudades y villas había ayuntamientos o cabildos, y en los pueblos de indios, el cabildo se
llamaba la “república.”
El pueblo de indios era una entidad corporativa, reconocida legalmente, con gobernantes
indígenas electos anualmente, donde vivían por lo menos 80 tributarios (aproximadamente 360
indígenas) y había una iglesia consagrada y una dotación de tierra comunal inalienable. Los
“oficiales de república” eran el gobernador, el alcalde, el regidor, el alguacil mayor y el escribano,
encargados de recolectar el tributo, supervisar las tierras de comunidad y los fondos de la caja de
comunidad, administrar justicia para crímenes menores según la costumbre del pueblo, financiar y
dirigir las principales fiestas religiosas, representar al pueblos legalmente y ser testigos de los
testamentos de los indígenas. Cada año los “vocales” o “electores” indígenas del pueblo eligieron
los oficiales de república.
Los ingresos del pueblo provenían principalmente del producto de diez varas cuadradas de
tierra (diez metros cuadrados) que cada tributario cultivaba y el arrendamiento de terrenos
sobrantes de los bienes de comunidad. Casi todos los fondos eran gastados cada año en las
ceremonias litúrgicas, comida comunal, fuegos pirotécnicos, música y flores de las festividades
sacras, especialmente la del santo patrón del pueblo, Corpus Christi, Jueves Santo, y las tres
pascuas: Navidad, Resurrección y Pentecostés.
A principios del siglo XVIII los obispos empezaron a ordenar que las cajas de comunidad o los
padres de los niños indios financiaran las “escuelas de lengua castellana”, nombre usado hasta
1773 para las escuelas donde se enseñaban el castellano, la doctrina cristiana, leer y escribir. El
arzobispo de México, basándose en un decreto de 1716 del virrey, fundó escuelas, una para niños
y otra para niñas, durante su visita pastoral a los pueblos de indios al norte de la capital.
Posiblemente en otras diócesis los prelados llevaron a cabo programas parecidos al de México.
A mediados del siglo XVIII, el arzobispo Manuel Rubio y Salinas ordenó a los párrocos en las
doctrinas que establecieran escuelas. Tres fueron los documentos enviados a cada sacerdote:
un edicto del 31 de julio de 1753 en el cual se mandó que se cumpliera “las reiteradas cédulas
de su majestad” referentes a la enseñanza del castellano: una “Instrucción para el
establecimiento de escuelas de lengua castellana para los niños y niñas,” y las “Diligencias
judiciales que se debían
observar en orden a plantar, fundar y establecer la escuela.” La “Instrucción” presentaba los ocho
pasos que cada párroco debía seguir para lograr el establecimiento de la escuela. El primero era
“captar la voluntad” de los gobernantes indígenas del pueblo y hablar a cada oficial indio “uno por
uno, mañosamente para que condesciendan.” Los pasos dos a cuatro se referían al salario
mensual adecuado para el maestro que se debería conseguir, según había ordenado el rey, de los
bienes de comunidad, del cultivo de una tierra común o de una contribución de todos los del
pueblo. El quinto paso recomendó enseñar separadamente a los niños y la niñas a “leer, hablar y
escribir en lengua castellana y a rezar y cantar en ella la doctrina cristiana.” El sexto punto
señalaba que el fiscal
indio del pueblo “ha de llevar los niños y niñas a la escuela aunque sus padres resistan.” El
séptimo paso aconsejaba al sacerdote “exhortar pero no compeler” a los adultos a que
aprendieran el español y el octavo, mostrar a los indígenas el edicto del arzobispo. Se mencionó
poner la escuela en la casa del párroco para poder supervisar el desempeño del preceptor y la
posibilidad de que el sacerdote contribuyera al salario del maestro.
Rubio y Salinas llevó a cabo el proyecto educativo al mismo tiempo que cumplió con la real
cédula de 1749 que ordenaba la secularización de las doctrinas en todo el arzobispado de México.
Esta sustitución de los frailes de las órdenes religiosas por sacerdotes diocesanos, esto es por
clérigos seglares, provocó oposición de los feligreses indígenas, de los franciscanos y agustinos, y
de los habitantes de la ciudad de México. En Apatzingán y varios pueblos de Oaxaca los indios
detuvieron al fraile e impidieron la entrada del nuevo párroco. Las órdenes religiosas publicaron
sátiras acusando al arzobispo de poner a sus parientes en las doctrinas, quienes no hablaban las
lenguas indígenas y desplazaban a los “criollos”. En la capital circulaban versos anónimos que
decían que Rubio y Salinas llevaba a cabo la secularización de las doctrinas “por la codicia” de
apoderarse de los ornamentos de las iglesias de los frailes.
Para 1754 había escuelas en 281 pueblos de indios en el arzobispado de México. La mayoría
estaba financiada por los padres de familia y las demás por el dinero de las cajas de comunidad o
del subsidio dado por el párroco.
Pueblos de indios con escuelas de lengua castellana en el Arzobispado de México, 1754.
La década de 1760 a 1770 fue un teimpo de cambios abruptos en la política virreinal, los que
no fueron bien recibidos por los moradores de la Nueva España. En 1765 llegaron 5 000 soldados
mercenarios de España para formar el primer ejército permanente; durante los 250 años
anteriores no habían existido tropas estacionarias en el virreinato. Luego llegó el visitador José de
Gálvez para iniciar reformas económicas y tributarias y en 1767 la Corona ordenó la expulsión de
la Compañía de Jesús de todos los territorios de la monarquía. Unos 400 jesuitas tuvieron que salir
de la Nueva España al exilio en Italia. La mayoría eran criollos, que se habían dedicado a tres
tareas: evangelizar a los indios en el norte; directores de ejercicios espirituales y predicadores en
las áreas urbanas; y profesores en los colegios ubicados en 21 ciudades y villas de la Nueva
España. En muchos de estos colegios, un hermano coadjutor enseñaba las primeras letras a niños
de todos los grupos sociales, incluyendo a los indígenas.
Uno de los encargos del visitador Gálvez fue la reforma administrativa de las finanzas de las
ciudades españolas y de los pueblos de indios. El modelo para este proyecto era la Real Instrucción
del 30 de julio de 1760, expedida por Carlos III para las poblaciones de España. La Instrucción
ordenaba implantar un nuevo sistema para administrar los fondos municipales de la Península.
Siguiendo el ejemplo de lo realizado en Madrid, Gálvez estableció en la ciudad de México la
Contaduría General de Propios, Arbitrios y Bienes de Comunidad. (“Propios” eran los
terrenos comunales de los municipios españoles; arbitrios eran los impuestos en dichas
localidades y “Bienes de comunidad” eran las tierras comunales y fondos de los pueblos de
indios. ) El
visitador redactó reglamentos para varias ciudades, como Guanajuato, San Luis Potosí y la ciudad
de México y en 1773 se empezaron a elaborar reglamentos para los pueblos de indios. Para ambos
tipos de municipios, de españoles y de indígenas, la pauta fue la misma: aumentar los ingresos,
disminuir los gastos y enviar el dinero sobrante fuera de las localidades a las cajas reales. Para los
españoles e indígenas, la nueva fiscalización impuesta por los reglamentos significaba un cambio.
Antes los ayuntamientos y las repúblicas manejaban con virtual autonomía la recaudación y gasto
de los fondos y casi siempre los erogaban en celebraciones religiosas. Los reglamentos de bienes
de comunidad para los pueblos de indios limitaban los gastos para fiestas y ordenaban el pago del
salario para un maestro de escuela en los lugares con suficientes fondos.
Reglamento del pueblo de Tequila, intendencia de Guadalajara, 1792
Gradualmente se fueron estableciendo escuelas para los niños indígenas o se aumentaron los
sueldos en pueblos que ya tenían maestros antes de 1773.
En el campo de la educación, el resultado de esta política fue que en la intendencia de México, 467
pueblos de indios (37% de los 1 245 pueblos) tenían escuelas de primeras letras; en la intendencia
de Michoacán, 94 pueblos (37% de los 254 poblaciones) y en Guanajuato 50% de los 39 pueblos.
En todo el virreinato de la Nueva España había 1 015 pueblos de indios con escuelas. Esto
significaba que 26% de los 4 088 pueblos tenían escuelas de primeras letras en 1808.
Los reglamentos de bienes de comunidad y las cuentas financieras anuales de cada pueblo
en la intendencia de México presentan datos sobre los 467 escuelas. En primer lugar, la Iglesia
financió solamente 14 de estas 467 escuelas, esto es 3%. Los padres indígenas sostenían 114
(24%); las cajas de comunidad contribuían parte del salario en 205 localidades (44%) y en 134
(29%) pueblos de indios el salario completo del maestro fue otorgado por las cajas comunales.
Escuelas de indios y forma de financiamiento, intendencia de México,1808
Nueve de las 43 subdelegaciones de la intendencia de México se destacaban por tener escuelas
con excelentes salarios (96 pesos o más al año pagados por las cajas de comunidad): Tetela del
Río, Otumba, Lerma, Tacuba, Coyoacín, las parcialidades de Santiago Tlatelolco y de San Juan
Tenochitlan en la ciudad de México, Querétaro, Apan y Chalco.
En las demás intendencias varios pueblos de indios también pagaban buenos sueldos a sus
maestros y en algunos lugares sostenían escuelas para niñas indígenas. Los lugares donde se
otorgaban los salarios más altos eran:
A menudo los documentos de este periodo mencionan la “repugnancia” de los padres indígenas
de enviar a sus hijos a la escuela, argumentando tres razones principales. La insistencia en el
periodo de 1754 a 1770 de enseñar solamente en castellano no era del agrado de las familias, en
parte por la actitud de las autoridades eclesiásticas y gubernamentales hacia las lenguas
indígenas por considerarlas “bárbaras”, y en parte por querer que la instrucción estuviera en su
propio
lengua “por parecerles que su idioma tiene más sal o porque les parezca más dulce por ser de su
Patria o porque lo maman.” Especialmente para la doctrina cristiana, los indios querían que la
enseñanza fuera en su lengua nativa. Más adelante, cuando la actitud de que “se extingan los
diferentes idiomas de que se usa y sólo se hable el castellano”, se cambió a una de estímulo pero
no de aprendizaje obligatorio, y un mayor número de los mismo indígenas y los preceptores eran
bilingües, la oposición por razones de la lengua de enseñanza disminuyó notablemente.
Otro motivo de protesta estaba relacionado con el costo de la escuela. En vista de que
frecuentemente los padres tenían que contribuir de sus bolsillos parte o todo del salario
magisterial, la carga económica les pesaba y solicitaron al gobierno que las cajas comunales
asumieran el financiamiento. Otra razón económica para oponerse a la escuela en la Nueva
España y en el resto del mundo occidental en esta época, era que la asistencia de los niños a
clases durante varias horas, los apartaba de sus tareas en la agricultura. En general, la resistencia
hacia la escuela estaba ligada a los efectos negativos que causaban en la economía familiar.
Los indios, afianzado su caudal más que en su propio trabajo, en el servicio que les hacen sus hijos
desde la pequeña edad de cinco años en que les aplican a guardar sus cerdos, gallinas, burros y
bueyes, cuidando sus cortas siembras del perjuicio de estos animales y suministrando a sus padres
la comida en el trabajo y habiendo de separarse de dichas cosas por la diaria concurrencia a las
escuelas, estos mismos indios que antes eran beneficiarios y útiles a sus padres, les serán
perjudiciales y gravosos.
Por eso, en lugares donde las cajas de comunidad cubrían el salario del preceptor casi
desaparecieron las quejas de los padres, aunque a veces el sacerdote quedó insatisfecho con la
asistencia porque consideraba que debían asistir “todos los niños”.
Aunque en la cédula real de 1770 la meta oficial para América y las Filipinas era que “de una
vez se llegue a conseguir el que se extingan los diferentes idiomas de que se usan en los mismo
dominios, y sólo se hable el castellano”, cédulas posteriores de 1778 y 1782 dejaron de insistir en
este mandato y pusieron hincapié en las primeras letras al promover, pero no obligar, la
castellanización. Como resultado, a menudo los maestros eran bilingües y de hecho los indígenas
los preferían así. El gobernador de Xochimilco señalaba que “necesitamos un sujeto que a más
de estar impuesto perfectamente en los misterios de la fe que ha de enseñar, tenga facilidad de
traducirla del idioma castellano a el mexicano. Esta es casi la cualidad principal que se debe
solicitar en el maestro que haya de cultivar a los párvulos de esta feligresía”.
Regiones, como Tecali, Huachinango (Puebla), Villa Alta, Antequera, Nochistlán, Miahuatlán,
Cuuilapan y Tehuantepec (Oaxaca), tenían maestros indígenas. En Yucatán, probablemente 33%
de las 72 escuelas fueron dirigidas por “maestros de color” (mulatos) y las demás por españoles,
algunos de los cuales cambiaron su residencia de Mérida al pueblo donde enseñaban. También en
Chiapas hay indicios de que indios y mestizos ejercían el magisterio. En la intendencia de México,
pueblos en las subdelegaciones de Tetela del Río, Metepec, Tenango del Valle, Ixtacalco, Meztitlán
y Cuernavaca tenían maestros indígenas.
Lista de maestros de escuelas en la jurisdicción de Miahuatlán, Oaxaca, 1784
Los indios sabían lo que querían en un maestro: capacidad en la enseñanza, un trato amable con
los niños y una vida ejemplar. No estaban conformes con preceptores ineficaces. Los padres de
familia en Tepoztlán, al ver con disgusto que pocos alumnos habían aprendido a escribir,
protestaron que “Perder dinero sin provecho a nadie le gusta.” Los de Villa Alta, Oaxaca, molestos
por la falta de progreso de los niños, informaron que habían pagado al profesor “sin haber
enseñado niño a leer... Esto es el mayor sentimiento de nosotros a que solo el dicho maestro se
está aprovechando de nuestro dinero“.
Generalmente el lugar de la escuela era un cuarto en la vivienda del maestro. En Chiapas era
común tener las clases en el cabildo, esto es, el edificio ubicado en la plaza donde se reunía la
república, donde viajeros pasaban la noche y donde se encarcelaba a los culpables de crímenes
menores. Se aconsejaba abrir una puerta hacia la calle desde el salón de clase para tener un
espacio separado de las reuniones y de los prisioneros. También los alumnos y sus maestros se
reunían en las salas de casas alquiladas para este propósito, en moradas vacías, en jacales, en
la casa del párroco, en la portería de la iglesia, en la capilla poza en el atrio y en haciendas y
trapiches.
Durante la época colonial, ni en las ciudades y villas de españoles, ni en los pueblos de indios se
acostumbraba construir un edificio especialmente para la escuela de primeras letras. Sin embargo,
cuatro pueblos se destacaban por haber edificado escuelas para acomodar alrededor de 100
alumnos. El párroco de Chignahuacan, Puebla, construyó una escuela de dos piezas en la plaza: un
salón medía 11 metros de largo y 6 metros de ancho “con sus cinco gradas de ocho varas de largo
para el asiento de los niños, dos mesas para que escriban y una dicha grada con su asiento
correspondiente para el maestro.” El otro cuarto era la recámara para el preceptor, quien recibía
de la caja de comunidad un sueldo anual de 96 pesos. Otros pueblos con edificios escolares eran
San Andrés Tuxtla, Veracruz, con un cuarto para los muchachos que aprendían a leer y otro para
los que aprendían a escribir; San Miguel Nonoalco y Santa Ana Zacatlamanco, cerca de la ciudad
de México. Esta última fue diseñada por el arquitecto Francisco Antonio Guerrero y Torres y
costeada por la caja de comunidad. Consistía en un salón para los varones, 15 metros por 6
metros y la “miga” para las niñas, 8 metros por 6 metros. Había una cocina y dormitorio para la
maestra.
Croquis arquitectónico de la escuela y amiga de Santa Ana Zacatlamanco, Iztacalco, hecho por
Francisco Antonio Guerrero y Torres
¿Qué pasaba dentro de la escuela? La enseñanza impartida a los indígenas era bastante
parecida a la de las escuelas en las ciudades y villas de españoles. Había pocos útiles y textos
escolares; de cuatro a seis niños compartían la cartilla y el catecismo. Se dividía a los alumnos en
dos grupos: los principiantes en la clase de leer y los más avanzados, de mayor edad, en la clase
de escribir. Como en todos los países de Europa y América en el siglo XVIII, el niño aprendía a leer
durante dos o tres años y solamente después, cuando tenía alrededor de nueve años, aprendía a
escribir. No se enseñaba a leer y a escribir simultáneamente. Como resultado de esta práctica, en
el mundo occidental durante el siglo XVIII y en buena parte del siglo XIX, debido a que muchos
alumnos abandonaban la escuela al haber aprendido a leer, más personas sabían leer que escribir.
Para leer, primero se enseñaba la pronunciación de cada letra del alfabeto, como estaba
presentada en la “cartilla”. Luego se aprendía a deletrear las sílabas de dos letras, tres, y cuatro
letras, pronunciando cada letra y luego el sonido de la sílaba. Este método, el deletreo, era usado
desde el siglo XVI y se empezó a introducir el silabeo en la Nueva España a principios del siglo XIX.
La cartilla también contenía las oraciones más conocidas para practicar la lectura. También se leía
el catecismo de Jerónimo Ripalda, otro libro del siglo XVI, además de memorizar las preguntas y
respuestas del catecismo. Había versiones del catecismo de Ripalda en varias lenguas indígenas y
numerosas ediciones de enseñanza religiosa en la lengua mexicana en el Catecismo breve, del
jesuita Bartolomé Castaño (1744,1746,1774, 1803, 1809) y en la Doctrina breve, del sacerdote
Antonio Vázquez Gastelu (1689, 1793, 1716, 1726, 1756, 1792, 1838, 1846, 1854, 1878, 1885,
1888). La lectura avanzaba al uso del “Catón”, género de libro en verso o prosa con los consejos
supuestamente formulados por el antiguo romano, Catón. Probablemente existían en forma de
manuscritos cartillas y silabarios en náhuatl para enseñar a leer en dicho idioma y en 1818 se
publicó un Silabario de la lengua mexicana.
Para la escritura los niños más grandes se sentaban frente al maestro para poder practicar la
formación de las letras cursivas. No se enseñaba a los principiantes las letras de molde, sino
directamente el estilo manuscrito. Empleaban plumas o “cañones” fabricados de las alas de pájaro
y tinta hecha de huizache y vinagre. La aritmética consistía en aprender a sumar, restar,
multiplicar y dividir; en algunas escuelas, como en Tecali, se incluía la quinta regla de las
fraccionees.
Para las familias indígenas era importante también que sus hijos aprendieran a ayudar en
misa y la música. El canto llano, o gregoriano, los preparaba para participar en las ceremonias
eclesiásticas, igual que el tocar el órgano o algún instrumento musical, como el violín, el clarín y la
chirimía. En Yucatán las cajas de comunidad de 218 pueblos de un total de 224 pagaban a un
maestro de capilla.
La enseñanza adquirida en las escuelas ayudaba a preparar a los jóvenes para participar en las
ceremonias del culto sagrado, el manejo de los fondos de las cajas de comunidad y las cofradías y
liderazgo en el pueblo en puestos civiles y religiosos tales como sacerdotes, gobernadores,
alcaldes, escribanos, mayordomos de cofradías, fiscales, maestros de escuela, comerciantes,
artesanos, y padres cristianos de familia. En 1781 el alcalde mayor de Cuernavaca opinaba que la
educación en las escuelas para indios era “único, importantísimo medio para hacer capaces a sus
hijos, no sólo para los oficios y cargos de su república, sino aun de los que obtienen los españoles”
y en el pueblo de Tepospizaloya, Guadalajara, la autoridad española anotaba que la enseñanza
servía para el “bien común del pueblo de donde puedan resultar cantores, escribanos, sacristanes y
aun sacerdotes y monjas como hay en otras partes.” El promotor fiscal de Chiapas en 1799 escribió
que los indígenas con conocimiento de las primeras letras podrían llegar a ser “curas del pueblo...
tenientes o subdelegados de las intendencias”.