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DE ARTE
EN EL QOSQO
(1927-1988)
ENSAYOS, ARTÍCULOS Y COMENTARIOS
“Pero nada me ha emocionado mayormente monopolizando los
cordajes de mi sensibilidad y de mi espíritu que el talento artístico
y la precocidad de Benjamín Mendizábal Vizcarra” … “Por hoy no
dejan de concitar mi atención los talentos jóvenes y en marcha de
Luis E. Valcárcel, J. Uriel García y Luis Velasco Aragón. Un aparte:
creo en Julio G. Gutiérrez, como pintor y crítico de arte serenísimo”.
(*) Ángel Vega Enríquez, fue maestro de la generación de la Escuela Cusqueña, miembro del Centro Cien-
tífico del Cusco y fundador del diario El Sol en 1901, reconoce la calidad intelectual y artística de cinco
cusqueños: Mendizábal, quien era casi su contemporáneo, Valcárcel, García y Velasco Aragón, menores
suyos, sus discípulos, intelectualmente hablando, porque desde El Sol, Vega Enríquez promovió la huelga
universitaria de 1909, protagonizada, entre otros por Valcárcel y García. Velasco Aragón, hizo protagonis-
mo en los años veinte con su famoso discurso “La Verdad sobre el fango. Para 1930, ellos eran intelectua-
les formados o en marcha. Para entonces, Gutiérrez, tenía 25 años, era discípulo de los discípulos de Vega
Enríquez; sin embargo, el maestro se fijó en él, indicando: “Creo en Julio G. Gutierrez como crítico de arte
serenísimo”... Y no se equivocó, pues empleó parte de su vida intelectual a esa noble labor de promover
talentos y comentar sus obras.
SESENTA AÑOS
DE ARTE
EN EL QOSQO
(1927-1988)
ENSAYOS, ARTÍCULOS Y COMENTARIOS
Catalogación en Publicación - CIP
D.L. N° 2022-10837
Autor:
© Julio Genaro Gutiérrez Loayza
Editado por:
© 2022, Universidad Nacional Diego Quispe Tito. Fondo Editorial UNDQT
Calle Marqués No 271, Cusco - Perú
fondoeditorial@undqt.edu.pe
Editor (es): José Luis Fernández Salcedo, Víctor Angel Zúñiga Aedo.
Corrección de estilo: Víctor Ramos Badillo.
Coordinación editorial: Julio A. Gutiérrez Samanez, Armando Aguayo Figueroa.
Cuidado de edición: Marco A. Moscoso Velarde, Raúl Escalante Salazar.
Diseño y diagramación: J. Nicolás Marreros Córdova.
Fotografía: Gustavo Vivanco León, Archivo VPI-UNDQT.
Diseño de portada: J. Nicolás Marreros Córdova.
Las opiniones expuestas en este libro son de exclusiva responsabilidad del autor y
no necesariamente reflejan la posición de la editorial.
Presentación 13
Seis decadas de cultura en el Cusco 15
El fondo editorial de la UNDQT y la investigación artística 17
Julio G. Gutiérrez Loayza (apunte biográfico) 19
Palabras liminares 29
CAPITULO I
Tres pintores cusqueños 33
Francisco González Gamarra 34
Manuel Agustín Rivero Ricalde 50
Mariano Fuentes Lira 62
CAPITULO II
Comentarios sobre arte 69
Una notable exposición de arte decorativo 70
Una restauración bárbara 72
La III exposición de arte decorativo inkaico en el Colegio de Ciencias 74
Un nuevo intérprete del Cusco: el paisajista Trujillo 76
Hablando con el pintor Martínez Málaga 80
Alzamora, pintor popular 84
Pantigoso 88
Martínez Málaga 89
8
Primera exposición de la Sociedad de Bellas Artes 90
Los cuadros de Vinatea Reinoso en el Cusco 95
La obra artística de Rafael Tupayachi 96
Exposiciones y certámenes 98
Glosas a Alejandro González 100
Vega Enríquez, pintor 104
Los pintores Ángel Rozas y Enrique Camino Brent 107
Sobre la última exposición escolar 109
Un intérprete del Chaco: Gil Coimbra 112
Los «documentos humanos» de Eben F. Comins 115
Un retrato del Inca Garcilaso De La Vega 117
El pintor Francisco De Santo 120
Visiones de la selva, por Gustavo Demicheri 122
El retratista argentino Ramón Subirats 124
Notas sobre Ollantay de Ricardo Rojas 127
El II salón de los independientes 132
Una obra de escultor obrero: Coháguila 134
La obra americanista de Ernesto Lanziuto 136
Puno y sus pintores 139
Cartones de Allain en la Universidad Obrera Rafael Tupayachi 142
Glosas a Alejandro Mario Yllanes 145
Homenaje a un artista: Toribio Ponce Tejada 148
Esculturas de Marina Núñez del Prado 150
Juan Manuel Figueroa Aznar 152
El pintor Francisco E. Olazo 154
Exposición de caricaturas de Juan Bravo V. 156
Exposición pictórica 158
Omar Rayo, pintor caricaturista colombiano se encuentra en el Cusco 160
Recordando a Francisco Olazo 162
El Corpus en película 164
Acuarelas de Corcuera Osores 166
Hugo Béjar un nuevo pintor cusqueño 168
9
El pintor Krekovic donaría su obra peruanista al Cusco 171
Hartmunt Winkler S. 173
Nemesio Villasante 174
Juan de la Cruz Machicado 176
Homenaje al artista Baltazar Zegarra 178
Grabados de Miguel Valencia 181
Homenaje a Martín Chambi 183
Itinerario de Luis Ccosi Salas 185
CAPITULO III
Homenaje a José Sabogal 205
Sabogal 206
José Sabogal y el Cusco 208
Reencuentro con José Sabogal 210
La muerte de José Sabogal 212
El Cusco y el centenario de Sabogal 214
Xilograbados cusqueños de José Sabogal 219
CAPITULO IV
Notas sobre estética 225
Del impresionismo al arte abstracto 226
Forma e informalismo 234
Disquisiciones sobre el arte peruano 237
El Inti Raymi como ballet 241
CAPITULO V
Notas sobre arquitectura
y defensa del patrimonio artístico 243
Arquitectura de El Cuadro 244
XX aniversario del Instituto Americano de Arte del Cusco 248
En defensa del patrimonio artístico 250
Problema urbanista del Cusco 252
10
Escuela de Arquitectura 254
La casa del Inca Garcilaso 256
Demolición de San Bernardo 258
Nota sobre arquitectura posterremoto 260
La fuente de Arones 262
Enfoque 265
Enfoque 268
CAPITULO VI
Ars mundi 271
Rubens y la pintura cusqueña 272
1981: centenario de Picasso 275
El hermitage 278
Leningrado, la heroica 280
Dos horas en el Louvre 282
CAPITULO VII
Arte y educación 287
La educación y el arte 288
Papel del arte en la educación 297
CAPITULO VIII
Arte y revolución 301
Agremiación de los artistas 302
Lenin y el arte 305
Arte y revolución 316
Arte y pueblo 319
Siqueiros, pintor de la revolución mexicana 321
CAPITULO IX
Pintura colonial cusqueña 325
La Escuela Cusqueña de Pintura 326
11
Pinacoteca virreinal Santiago Lechuga Andía 330
Pintura colonial cusqueña 332
Los cuadros de Pujyura 335
CAPITULO X
En torno al arte popular 337
Santurantikuy, manifestación del arte popular cusqueño 338
Los juguetes cusqueños 341
Reivindicando el charango 343
En la hora del charango de anteanoche 345
Un imaginero cusqueño, Fabián Palomino 347
Certamen de artes plásticas populares 348
La hora del charango recibirá un nuevo impulso 350
El púlpito de San Blas será copiado en miniatura 351
El pendón y el cartel 353
Los materos de Huamanga 356
Santiago Rojas y sus comparsas de bailarines 359
El Santurantikuy 366
Inauguración del Museo de Arte Popular 370
Lápidas pintadas 375
Foro sobre la defensa del patrimonio cultural de la nación 377
Nota de arte 402
Teatro popular al aire libre 405
12
PRESENTACIÓN
SEIS DECADAS DE CULTURA EN EL CUSCO
Por José Luis Fernández Salcedo
Presidente de la Comisión Organizadora
15
artística. Como se señala en uno de los apartados iniciales, este libro apenas
compila una parte de las publicaciones de Julio G. Gutiérrez, por lo que queda
pendiente todavía sumergirse en la exploración de las otras facetas de este gran
crítico y artista cusqueño.
De este modo, este libro espera contribuir a la conformación de la iden-
tidad de nuestra región, tanto del ciudadano de a pie, así como de los alumnos
y docentes de nuestra casa de estudios. Así, mediante esta nueva edición que
publica el Fondo editorial de la UNDQT estamos aportando a reintroducir ideas
y perspectivas del arte nacional que, de a pocos, habían quedado en el olvido de
la comunidad cusqueña.
16
EL FONDO EDITORIAL DE LA UNDQT
Y LA INVESTIGACIÓN ARTÍSTICA
Por Mario Curasi Rodríguez
Vicepresidente de Investigación de la UNDQT
17
Sin embargo, el autor no solo se limita a analizar la producción artística,
sino también reflexiona sobre el rol de la arquitectura dentro de la ciudad. A
raíz del terremoto de 1950, Julio G. Gutiérrez medita sobre la reconstrucción de
Cusco como una posible inserción de nuevas formas estéticas, las cuales serían
sometidas al gusto extranjero antes que preferir la identidad local. Otras de las
partes importantes del libro, la ocupa sus testimonios sobre su encuentro con
museos y obras de arte extranjeras. La memoria ocupa un papel importante en
esta parte, puesto que escenifica los recorridos que realizó, por ejemplo, en el
museo Louvre, o también su experiencia en la Rusia socialista, antes que se de-
rrumbe el muro de Berlín.
Finalmente, el libro cierra con un apartado dedicado al arte popular. Aquí,
el autor despliega su conocimiento sobre la relación arte y sociedad, a través del
vínculo del poblador de a pie con la producción artesanal. En esta parte, Gutié-
rrez también realiza comentarios sobre el papel del arte en el espacio público, es
decir, el lugar que ocupa dentro de la ciudad y sus vínculos simbólicos.
De parte de la VPI, saludamos cordialmente la publicación de este libro
por parte del Fondo Editorial de la UNDQT. De este modo, mediante esta pu-
blicación retomamos la producción editorial de nuestra casa de estudios y nos
sumamos a esta corriente renovadora de ideas, poniendo en circulación una
nueva edición impresa, la cual será de mucha ayuda para los interesados en co-
nocer la historia del arte cusqueño en el siglo XX. En los próximos meses, conti-
nuaremos con las publicaciones de nuestro fondo editorial, contribuyendo, así,
a la producción académica e intelectual nacional.
18
JULIO GENARO GUTIÉRREZ LOAYZA (PANCHO FIERRO)
Apuntes biográficos por Julio Antonio Gutiérrez Samanez
19
rrez figura como artista grabador e ilustrador junto con Mariano Fuentes Lira,
Alfonso González Gamarra, Francisco Olazo, Alcides Frisancho, etc. Los pinto-
res del grupo participaron en la muestra denominada «Primer Salón del Ande».
En 1927 participó en la gran huelga universitaria del Cusco, en apoyo al
«maestro de la juventud» Dr. Uriel García. El grupo Ande organizó y dirigió la
huelga y publicó los dos únicos números de la revista Kuntur, revista de ideas
y arte, que mereciera el elogio de José Carlos Mariátegui, por una parte, y por
otra, la campaña de silenciamiento y persecución de sus autores por parte del
Gobierno, el gamonalismo y el clero. Julio G. Gutiérrez participó como grabador
y como crítico de arte.
En mayo de 1929, fue uno de los fundadores de la Primera Célula Comu-
nista del Perú y organizó junto con el maestro Fuentes Lira el primer gremio cla-
sista cusqueño: el Sindicato de Construcción Civil y Artes Decorativas, en marzo
de 1930; ocasión en la que fue su primer secretario general. Los fundadores de
dicha organización, en su mayoría estudiantes de la pequeña burguesía, decidie-
ron «proletarizarse», y de artistas del pincel pasaron a actuar como pintores de
brocha gorda, para acercarse a la clase obrera y organizarla.
Julio G. Gutiérrez L. fundó y dirigió Constructor, primer periódico sindical
del Cusco, órgano del Sindicato de Construcción Civil y Artes Decorativas. Asi-
mismo, fue cofundador de la Federación Obrera Departamental en 1930, hoy
Federación Departamental de Trabajadores del Cusco (FDTC). También fundó y
editó los periódicos políticos El Ayllu y Jornada. Estos hechos fueron estudiados
y reconocidos posteriormente por los historiadores Arturo Aranda, María Esca-
lante, José Tamayo Herrera, Nicolás Lynch y Carlos Ferdinand Cuadros, en los
trabajos siguientes: Lucha de clases en el movimiento sindical cusqueño (1927-1965),
«Historia social del Cusco republicano» (Revista Crítica Andina, N° 3, 1974), La
vertiente cusqueña del comunismo peruano, y el libro testimonial del profesor Julio
G. Gutiérrez Así nació el Cusco Rojo, publicado en 1986.
Perseguido por sus ideas políticas, fue apresado y llevado a la prisión po-
lítica de El Frontón en 1932 y deportado a Bolivia en 1933, en plena guerra del
Chaco entre esa nación y el Paraguay. Posteriormente, en 1963 y 1964 sufrió pri-
sión política en El Sepa.
20
Dedicado al periodismo, trabajó en el diario El Comercio desde 1936 has-
ta 1942, escribió la sección «Perspectiva» y popularizó el seudónimo de Pancho
Fierro.
En el año 1937 fue cofundador del Instituto Americano de Arte, junto con
los valores más importantes de la intelectualidad cusqueña, dirigidos por el so-
ciólogo e historiador Dr. Uriel García. Entre ellos se encontraban José Gabriel
Cosio, Rafael Aguilar, Víctor M. Guillén, Domingo Velasco Astete, Roberto La-
torre, Alfredo Yépez Miranda, Humberto Vidal Unda, Martín Chambi, Francis-
co Olazo, Roberto Ojeda, Carlos Lira, Oscar Saldívar, Víctor Navarro del Águila,
Julio Rouvirós, Alberto Delgado, y los hermanos Federico y Francisco Ponce de
León. Julio G. Gutiérrez presidió esta importante institución en tres períodos.
En 1942, fue fundador y primer secretario general del Sindicato de Perio-
distas del Cusco, organización fundada a raíz de su alejamiento del diario El Co-
mercio.
Desde 1945, trabajó en El Sol bajo la dirección de Mariano E. Velasco y
el Dr. José Gabriel Cosio; allí escribió las secciones «Perspectiva» y «Rayos X»,
comentarios internacionales y artículos sobre arte y crítica de arte hasta 1957,
cuando, a consecuencia de un editorial sobre las víctimas de la sequía, abando-
nó ese diario.
Colaboró en varios diarios y revistas del Cusco, Arequipa y Lima, como
Kosko, Kuntur, Waman Puma, Tradición, Ayllu, Liwi, Panoramas, Excélsior, Garci-
laso, Jornada, El Burrito Cienciano, El Cienciano, Ciencias y Artes, Cusco, Oiga (del
Cusco), etc.
En 1950, a raíz del terremoto, fundó el vocero Reconstrucción, encabezan-
do campañas periodísticas en defensa de la conservación y preservación del pa-
trimonio cultural cusqueño, así como a favor de la fundación de la Escuela de
Bellas Artes y la Facultad de Arquitectura de nuestra universidad. Por esos años,
alternó sus actividades periodísticas con la docencia en la enseñanza del dibujo
y dibujo técnico en centros educativos locales.
Fue director y jefe de redacción en la Revista del Instituto Americano de Arte;
y en varios de sus números, que fueron difundidos a nivel internacional, escri-
bió artículos y comentarios sobre arte popular y crítica de arte.
21
Muchos de sus artículos fueron publicados en periódicos de Lima como
El Comercio, La Prensa y Expreso; y en las revistas Unidad, Democracia y Trabajo,
Expresión, Peruanidad, Hora del Hombre, Limeña y Cambio. Además, fue colabo-
rador de La Verdad de Sicuani, y El Pueblo y Noticias de Arequipa. Fuera del país
colaboró en La Revista de Bolivia, La Razón y el Diario de la Paz, y en La Nación
de Santiago de Chile. Varios de sus artículos fueron traducidos al inglés y publi-
cados en países extranjeros.
En 1950 fue cofundador de la Federación de Periodistas del Perú, como
delegado del Cusco al Primer Congreso Nacional de la Federación de Periodistas
del Perú. Asimismo, fue delegado al III y IV congreso en referencia.
Fue miembro de número en la Academia de la Lengua Quechua, de la que
también fue vicepresidente, dirigió la revista Inka Rimay N° 1 de la Academia
Peruana de la Lengua Quechua, esto en diciembre de 1963.
Así mismo, fue miembro de la Asociación de Maestros Primarios y fun-
dador de la Casa del Maestro, y fue miembro de la Asociación de Profesores de
Educación Técnica y del Sindicato de profesores Secundarios del Cusco.
Fue alcalde del Concejo Distrital de Santiago en dos períodos, 1959 y 1960.
En 1964, fue llamado por el artista Mariano Fuentes Lira para laborar
como profesor de la Escuela de Bellas Artes. Desde ese año, enseñó las asigna-
turas siguientes: Historia Universal del Arte, Metodología de las Artes Plásticas,
Arquitectura, Estética y Filosofía del Arte. En varias ocasiones se le encargó la
Dirección de la Escuela. Se jubiló de la docencia en 1976, luego de 35 años de
infatigable labor en los niveles primario, secundario, técnico, normal y artístico,
habiendo enseñado en centros escolares como Ciencias, la Gran Unidad Escolar
Inca Garcilaso de la Vega, el Politécnico Regional Sur Oriente, Colegio de Santa
Ana y Colegio Cooperativo José Gabriel Cosio, así como en la Escuela Regional
de Bellas Artes.
22
Pintor y crítico de arte
23
Periodista combativo
24
Educador y maestro de juventudes
25
26
27
Fig. 1 Hemeroteca de Julio G. Gutiérrez Loayza, autor de los 60 años de arte en el Qosqo
Santiago, Cusco de 2022
Fotografía: Gustavo Vivanco León
28
NUEVA EDICIÓN DE “SESENTA AÑOS DE ARTE EN EL QOSQO”
Por Julio Antonio Gutiérrez Samanez
29
tiendo sus hallazgos con cada uno de sus seis hijos. Era un sembrador de ideas,
es decir, un maestro que no dejaba de regar con su pensamiento las mentes jó-
venes que acudían a él y le escuchaban. Desde muy joven, se orientó hacia la
crítica social, las artes plásticas y el periodismo. Su profunda sensibilidad de
artista lo acercó a comprender el arte, la sabiduría y el dolor del pueblo humilde;
su densa cultura, a los arcanos de la historia, que fue una de sus pasiones.
Esta obra, cuya primera edición del año 1994 ya estaba agotada y ahora se
vuelve a publicar con el auspicio de la Universidad Nacional Diego Quispe Tito
del Cusco —institución que él alentó y dio vida durante muchos años hasta su
jubilación, como maestro de Historia del Arte, Filosofía del Arte y Estética— es
una compilación de sus artículos, crónicas y ensayos sobre arte, realizados a lo
largo de seis décadas. En ese sentido, es un invalorable aporte al estudio de las
artes plásticas en nuestra tierra y, por lo tanto, un fondo cultural para las nuevas
generaciones de artistas, pues en la obra se refleja la ingente actividad artísti-
ca, la presencia de personalidades notables que expusieron su trabajo, la evolu-
ción del pensamiento estético del autor, sus ideales humanistas y socialistas, su
acercamiento al pueblo llano para rescatar el arte popular, sus iniciativas como
maestro de dibujo y pintura en las escuelas fiscales, sus estudios estéticos, y, so-
bre todo, su orientación de los artistas jóvenes, que ejerció más de medio siglo,
comentando las exposiciones. Así, esta obra se vuelve un recurso invalorable
para los investigadores del arte cusqueño del siglo XX, época de grandes trans-
formaciones y luchas sociales, a la par de cambios profundos en la estructura
social, que se vieron reflejados en el discurso artístico.
Agradezco a nombre de la familia del maestro Julio G. Gutiérrez Loayza,
a la Comisión Organizadora de la UNDQT, a la Vicepresidencia de Investigación
-que asumió el trabajo de diseño, elaboración y nueva concepción del libro-, y
a todos los que hicieron posible esta edición. Asimismo, al Instituto Americano
de Arte, en la persona de su presidente el escritor Enrique Rozas Paravicino, por
habernos dado acceso a su importante pinacoteca con cuyas obras ilustramos el
libro.
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PALABRAS LIMINARES
Por El autor
31
cambio, llevado al libro adquiere perennidad y prestancia. El atuendo editorial
deviene decisivo para la obra literaria.
Por eso, atendiendo a un legítimo y natural deseo de mis hijos y de nume-
rosos amigos míos, que justiprecian el valor intrínseco de mi labor de “crítico”
y “comentarista de arte” -expresión, por otra parte, de mi innata vocación por
las bellas artes-, presento esta primera selección entre cerca de un centenar de
mis artículos sobre pintura y pintores contemporáneos, y temas relativos a las
bellas artes, publicados en diarios del Cusco, Arequipa, Lima, Puno, La Paz y
otras ciudades.
En esta obra incluyo una selección de artículos sobre temas y motivacio-
nes que guardan estrecha relación con el antiguo Cusco y la pintura colonial, y,
de modo especial, con la arquitectura, la estética, el arte popular, así como co-
mentarios acerca de hechos vinculados de uno u otro modo con la vida cultural
y artística, a lo largo de más de medio siglo.
32
CAPITULO I
34
Sesenta años de arte en el Qosqo. Ensayos, artículos y comentarios.
Infancia y juventud
González Gamarra, que acaba de morir en Lima a los 82 años2, nace en el hogar
de aristocrática estirpe, formado por don Tomás González Martínez y la señora
Eufemia Gamarra Saldívar. Su casa es nada menos que el ciclópeo palacio inca
de Hatunrumiyoq, en la Colonia, solar de los marqueses de San Juan de Buena
Vista y Rocafuerte, ex palacio arzobispal y actual Museo de Arte Religioso. Su
familia es una familia de artistas. Su abuelo, don Francisco González, pionero de
la organización artesanal, fue fundador de la benemérita y centenaria Sociedad
de Artesanos, y ebanista magnífico, cuyas obras fueron exhibidas en la Exposi-
ción Universal de París de 1894. Su padre, don Tomás González Martínez, era,
del mismo modo, pintor y ebanista. La señora Eufemia Gamarra Saldívar, madre
del pintor, tocaba diestramente el piano en los suntuosos saraos y tertulias, las
cuales reunían en sus salones de Hatunrumiyoq a la mejor sociedad cusqueña
de la época. De sus progenitores heredó el temperamento y la vocación en el
arte plástico, como pintor; y en la música, como compositor.
Terminados sus estudios secundarios en el Colegio Nacional de Ciencias,
durante los cuales se hizo notar por su extraordinaria habilidad como dibujante
eximio y caricaturista de vena satírica, ingresó a la Universidad de San Antonio
Abad y se matriculó en la Facultad de Letras; posteriormente, se graduó de ba-
chiller en la Universidad Mayor de San Marcos.
Del Cusco se trasladó a Lima en 1913, al ganar un concurso para dibujan-
te político de la revista Variedades, en reemplazo de Julio Málaga Grenet, quien
había renunciado para irse al extranjero. En la capital, González Gamarra dio
inmediatamente muestras de su ingenio cáustico y observador, atento a las inci-
dencias del momento. Rápidamente supo abrirse camino, alternó las chirigotas
semanales de Variedades con el estudio del arte inca, en los museos y colecciones
particulares, y los estudios académicos en San Marcos. La vasta documentación
35
Julio Genaro Gutiérrez Loayza
que reunió entonces le sirvió para su tesis de bachillerato, que versó justamente
sobre «arte incaico».
A través de Variedades, el joven cusqueño se relaciona con el grupo de inte-
lectuales y artistas que trabajaban en dicha revista en torno a Clemente Palma,
su director. Pontificaba entonces, como crítico de arte, el pintor Teófilo Castillo,
quien tenía estudio abierto y dirigió posteriormente una academia de pintura en
la Quinta Heeren, de los señores Pardo.
El encuentro con Teófilo Castillo tuvo, sin duda, decisiva influencia en la carrera
artística de González Gamarra. El temible y malhumorado crítico valorizó de
inmediato el excepcional talento del artista y le prodigó consejos y elogios. Don
Teófilo decía siempre que en González Gamarra había «estofa superior a la de
un simple monigotista de Variedades».
A fines de 1913, González Gamarra publicó un hermoso álbum de dibujos
a la pluma. Precedido de un encomiástico prólogo de Teófilo Castillo, mereció
elogiosos juicios del poeta José Gálvez y otros escritores de la capital. Comentan-
do el álbum, José Gálvez escribió lo siguiente en Variedades: «González Gamarra
es un artista en el noble y amplio concepto del vocablo, un verdadero enamora-
do de la belleza a quien la belleza ha otorgado el don precioso de sus medios de
expresión» (Variedades, nro. 305, 3 de enero de 1914).
Pintaba, al mismo tiempo, acuarelas en el mejor estilo del género, so-
bre temas cusqueños: las fruteras del Corpus, la procesión del Señor de los
Temblores, fornidos indios de las diversas provincias con sus trajes caracte-
rísticos, evocaciones de la fastuosa corte imperial del Tawantinsuyo, el Inca, el
Willka-uma, las ajllas, la ofrenda al Sol, el Inti Raymi, etc. Trabajaba arduamen-
te sin olvidar su pasión de toda la vida: la música. Dejamos anotado, de paso,
que la música no fue para González Gamarra una suerte de Violín de Ingres,
sino algo tan profundamente sentido como su pintura, a tal punto que, en esta
su tierra del Cusco, más se le conoce como músico que como pintor. Forma
36
Fig. 2. Apuntes de Julio G. Gutiérrez Loayza para el artículo referido a González Gamarra y Teófilo Castillo
Variedades, N° 305, 3 de enero de 1914
Colección familia Gutiérrez
38
Sesenta años de arte en el Qosqo. Ensayos, artículos y comentarios.
parte de los llamados «cuatro grandes», y compartió honores con los maestros
Aguirre, Zegarra y Ojeda. De González Gamarra pianista y compositor, hay que
hacer capítulo aparte: se lo merece. Yo me limito a presentar, en este trabajo,
al pintor.
Es tiempo de dejar constancia que González Gamarra tuvo una formación
totalmente autodidacta; creo que quizá su primer y único maestro haya sido su
mismo progenitor, don Tomás González Martínez. Teófilo Castillo fue más bien
su mentor y guía. Alguna vez, ya triunfante el artista cusqueño en Nueva York,
escribió don Teófilo: «Cábeme alguna parte de dicho triunfo, ya que a todos cons-
ta que fui el mentor de ese talento privilegiado, quien guió sus primeros pasos
y le hizo ver que en él había estofa superior al de un monigotista de Variedades».
Aquí me asfixio...
Así, un buen día al terminar el año 1915, Francisco González Gamarra reúne
algunas decenas o centenares de sus trabajos en gruesas carpetas y, sin más ba-
gaje que esta preciosa carga, casi sin dinero en los bolsillos, pero seguro de sus
posibilidades, se embarcó rumbo a Estados Unidos. No fue a París o a Roma, po-
los de atracción magnética para escritores y artistas sudamericanos. Se dirigió a
Nueva York, la mayor metrópoli del mundo capitalista, en pleno e incontenible
ascenso. «Tal gesto —escribe Teófilo Castillo— acusa en Gamarra el temple de un
valiente, ejemplar escaso en nuestra juventud compuesta en su mayoría de pusi-
lánimes y de tristes». En confidencia bohemia e íntima, el joven pintor confiesa
al maestro: «Me voy porque sí, porque aquí me asfixio, muero; y a morir por mo-
rir, prefiero terminar allá, luchando entre grandezas, que aquí entre miserias. El
arte me atrae, pero quiero un arte sano, serio, fuerte, que me ayude a interpretar
todo lo que bulle en mi alma de cusqueño y americano, nuestra brillante historia
pasada, nuestras inmensas riquezas arqueológicas» (Variedades, nro. 403, 20 de
noviembre de 1915).
¡Qué estupenda lección de energía, de confianza en sí mismo, que en-
cierra todo un credo estético de peruanidad y de cusqueñismo auténticos! Este
39
Julio Genaro Gutiérrez Loayza
ideal tan rotundamente concretado por el novel artista informó toda su vida y la
integridad de su obra plástica.
Muchos artistas peruanos antes que él tomaron el camino del exilio vo-
luntario en pos de más vastos horizontes y de medios superiores para desplegar
su talento. Allí están Ignacio Merino, Francisco Laso, Carlos Baca Flor, Daniel
Hernández y, en años más recientes, José Sabogal, Enrique Domingo Barreda
y, también, nuestro pequeño Francisco Olazo, que, con poca fortuna, hizo su
estancia en París.
¿Qué hizo González Gamarra entre los monstruosos rascacielos de Nueva York?
Al comienzo —y esto no es leyenda, porque lo dice Teófilo Castillo— hasta tuvo
que «sentar plaza de mozo de cordel», no conocía el idioma y debió luchar en
condiciones muy adversas. Pero, a fuerza de voluntad —que en esto nuestro pai-
sano demostró poseer un coraje digno de los pioneros y los self made men yan-
quis—, ingresó como dibujante de revistas y, luego, en el New York Times, uno de
los grandes rotativos mundiales. Diez años permanece en la metrópoli yanqui
bajo los rascacielos de Manhattan y de Brooklyn, mientras Europa se desangra
en la carnicería de la Primera Guerra Mundial.
En 1919, en Nueva York, González Gamarra alcanza un resonante triunfo
de ecos mundiales: se consagró como retratista de fama internacional, con lo
que se colocó a la altura de los más encumbrados maestros del género, de la mis-
ma o superior talla que su paisano Baca Flor. Aquel año, el rotativo neoyorquino
The New York Herald Tribune publicó, a doble página y a todo color, el retrato del
célebre cardenal belga Joseph Mercier, arzobispo de Malinas, personaje enton-
ces en boga por su enfrentamiento a los invasores germanos de su patria y sus
audaces doctrinas neoescolásticas.
Desde Variedades, Teófilo Castillo, que seguía atentamente los pasos de su
discípulo, no tuvo a menos calificar el suceso de «triunfo formidable, el más alto
alcanzado por un artista peruano», y recordaba que, hasta entonces, solo Baca
40
Sesenta años de arte en el Qosqo. Ensayos, artículos y comentarios.
Flor había logrado algo semejante llenando un cuarto de página del New York
Herald con su retrato del multimillonario Pierpont Morgan.
En 1922, González Gamarra realiza su primera exposición en el Southwest
Indian Hall del American Museum of New York, otra en el Avery Architectural
Hall de la Universidad de Columbia y, posteriormente, en el Instituto Smithso-
niano de Washington D. C. Asimismo, presenta una exhibición de sus obras en
la Sociedad de Acuarelistas de Nueva York.
La crítica especializada de diarios y revistas de los Estados Unidos acogió
la obra del pintor cusqueño con juicios elogiosos que destacan la peruanidad
esencial de su arte, no solo por su temática, sino por su lenguaje plástico ins-
pirado en la arquitectura, el arte lítico, la cerámica y el tejido de las culturas
peruanas precolombinas, particularmente en el arte inca, tan entrañablemente
arraigado en su recio temperamento de cusqueño de estirpe.
Hablando con el crítico neoyorkino Perriton Maxwell, que escribió un jui-
cio consagratorio en la revista Art and Decoration, González Gamarra recuerda
con orgullo su lejana tierra natal: «El Cusco —decía— es un libro sellado del pa-
sado, tan grande como Atenas, tan grande como la antigua Roma», y añadía que
la antigua capital del Tawantinsuyo constituye una continua y fecunda fuente de
inspiración para el artista.
La herencia de Laso
De este modo, González Gamarra es, por su arte y sus ideales estéticos, un pe-
ruano genuino, contrariamente a los otros grandes pintores nacionales como
Merino, Baca Flor y Hernández, quienes, habiendo vivido y trabajado en el Viejo
Continente, son europeos no solo por su técnica y su temática, sino hasta por su
mentalidad y su espíritu. Hay que hacer excepción de Laso y, en cierta medida,
de Montero.
El tacneño Francisco Laso es el primer pintor auténticamente peruano, el
primer indigenista y, también, el primer revolucionario plástico. En efecto, Laso
llevó al lienzo el tema indígena en cuadros como el Haravicu y Pascana en la cor-
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Julio Genaro Gutiérrez Loayza
dillera, y pintó ese panfleto anticlerical que es El entierro del mal cura, que parece
anticipar el pensamiento radical y anarquista de don Manuel González Prada.
Francisco González Gamarra es, en este sentido, el mejor continuador de
Laso y ha justificado con su copiosa obra el premonitorio deseo de su maes-
tro Teófilo Castillo, quien, en 1915, manifestaba su anhelo de «despertar para
su enorme talento una enorme ambición, esto es, recoger la herencia de Laso»
(son palabras textuales del gran crítico, Variedades, 8 de mayo de 1915).
3. Enrique D. Tovar, biógrafo de González Gamarra, asegura que los dos pintores no se vieron nunca.
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Consagración en Europa
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Retorno a la Patria
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En 1930, regresa a su ciudad natal, Cusco, donde hace una larga estancia. Esta-
blece su taller en su solar nobiliario del palacio de Hatunrumiyoq, donde nació
y transcurrió su infancia. El reencuentro con la tierra, con la ciudad ilustre lle-
na de gloria, de legendario prestigio, que había exaltado con sus pinceles y sus
melodías, sería, para el artista, como un baño lustral, un reintegrarse al seno
maternal y fecundo.
Esta vez, González Gamarra realiza otra serie de acuarelas maestras retra-
tando indios de todas las provincias y trasladando al lienzo tipos populares en
óleos de sabor zuloaguesco, como el Alcalde de Santiago, un indio amestizado
que lleva sobre los hombros una viejísima capa española de paño de Segovia,
verde por los años, y porta el pendón de plata repujada con tintineantes campa-
nillas, insignia de su alferazgo en la parroquia del «patrón» por antonomasia. O
aquella otra, Carguyoc de San Juan, la típica chola carnicera elevada al rango de
matrona popular con su rebozo de «castilla» guarnecida de «cinta labrada», altas
botas de charol y sombrero de paja, luciendo orgullosa el gonfalón bordado con
la imagen del Bautista, patrono de los matarifes y camaleros.
Registraba documentalmente rincones y callejas típicas: las cuestas de
San Blas y San Ana, las blasonadas portadas de los palacios cusqueños de «los
cuatro bustos», del almirante de Castilla y otros motivos urbanos. De esos años
data, igualmente, el óleo Entrada de Bolívar al Cusco, que presenta al Libertador
como jinete de Palomo, su famoso caballo blanco, ingresando por delante de
la torre del convento dominicano ante una multitud que lo aclama y grupos de
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Julio Genaro Gutiérrez Loayza
indios vestidos de incas ante los muros del Qoricancha. Esa vez pintó, asimismo,
algunos retratos de cusqueños notables, como el Dr. Víctor M. Guillén.
Años más tarde, en 1937, ya definitivamente establecido en Lima, realiza
una nueva exposición con sus obras recientes, la mayoría retratos de altas perso-
nalidades de la banca, la industria y bellas damas de la aristocracia capitalina. Su
prestigio de retratista se consagra y raya a la altura del de Baca Flor: el éxito so-
cial y artístico es resonante. Al mismo tiempo, participa en la Exposición Mun-
dial de París, donde obtuvo medalla de oro, y en la Exposición Internacional de
Valparaíso, donde obtuvo el premio de honor. Como digno corolario de esta bri-
llante serie de triunfos, se le otorga el Premio Nacional de Cultura «Ignacio Meri-
no» por su gran óleo, de tema histórico y documental, El primer Cabildo de Lima.
Los años siguientes marcan en su arte una madurez cuajada. Su técnica y
su estilo han llegado a su punto cenital. Es entonces cuando emprende una serie
valiosísima de temas históricos en óleos decorativos de grandes dimensiones,
como La fundación de Lima, en dos paneles, actualmente en la Biblioteca Nacio-
nal, El Cabildo de la Independencia, La batalla de Ayacucho, etc. Su obra de pintor
de historia se completa con notables semblanzas iconográficas de cusqueños
tan ilustres, como el Inca Garcilaso de la Vega y el sabio gongorista don Juan
Espinoza Medrano, «El Lunarejo».
Solamente, a manera de dato biográfico sin mayor importancia, anotamos
que, en 1944, González Gamarra fue nombrado director de la Escuela Nacional
de Bellas Artes. Fue, posiblemente, el único cargo oficial que llegó a desempeñar
nuestro artista. Su paso por la academia limeña se consideró como un severo re-
ajuste dentro de las normas de similares instituciones europeas, tal vez un retor-
no a los métodos del maestro Daniel Hernández. Esto estuvo lejos de satisfacer a
los corifeos de la apertura al universalismo abstracto, el cual, en acertado juicio
de Juan Manuel Ugarte Eléspuru, «supone la dilución artepurista, el esteticismo
sin raigambre ni faz propia, apenas un eco más en el internacional mercado de
abalorios de los “ismos”» (Pintura y escultura en el Perú contemporáneo, p. 37).
Hasta sus últimos años, el gran artista cusqueño seguía pintando retratos.
Su firma era tan cotizada, que acudían acaudalados personajes norteamericanos
para posar en su estudio de Lima.
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Nuestro máximo pintor, como buen cusqueño, fue gran admirador del Inca Gar-
cilaso de la Vega, de quien creó una iconografía universalmente aceptada y di-
fundida en numerosas copias y réplicas hechas por el mismo artista, según ma-
nifiesta un artículo periodístico publicado en El Comercio de Lima el 12 de abril
de 1968, con ocasión del 434 aniversario del nacimiento del historiador mestizo.
Declara González Gamarra que, durante su permanencia en los Estados Unidos,
investigó acerca de la iconografía del Inca y, en la imposibilidad de encontrar
una versión auténtica que no existe o, al menos, no se ha encontrado hasta hoy,
pintó en 1925 una «versión evocatoria de Garcilaso escribiendo sus Comentarios
reales», mientras se encontraba en Nueva York; este cuadro fue adquirido por el
coleccionista norteamericano Mr. Soper y una réplica de la misma obra le fue
obsequiada al presidente Leguía.
González Gamarra retrató al Inca de medio cuerpo sentado ante su mesa
de trabajo; en otros, solamente de busto, con medallones, que replicó numero-
sas veces; y dos de cuerpo entero, uno de ellos vestido de clérigo, que también
repitió y lo hubiera hecho cien veces más, según sus propias palabras. Dice en
efecto el pintor: «Si en vida del Inca Garcilaso no tuvo un pintor que hiciera su
retrato, 274 años después de su muerte apareció un paisano suyo dispuesto a
pintarle no solo un retrato, sino cien retratos más, de ser posible, para exaltar
más su memoria» (El Comercio de Lima, 12 de abril de 1968).
He aquí un testimonio vivo de su devota y profunda admiración por su
genial paisano, el cronista mestizo. De esta forma, González Gamarra asoció su
nombre al glorioso del autor de los Comentarios reales. Hoy, en el mundo entero,
se conoce al Inca Garcilaso a través de los retratos creados por Francisco Gonzá-
lez Gamarra: su imagen ya se ha hecho familiar en la iconografía de la literatura
universal. Una prueba más de su indeclinable amor a su tierra natal que el gran
pintor mantuvo imbíbito hasta sus días postreros.
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Epílogo
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el escultor Ramón Mateu, el pintor francés Senet y toda una legión de artistas,
algunos de renombre internacional, como el franco-japonés Foujita. Había gran
inquietud artística, cultural e ideológica. Figura inolvidable de este capítulo de
la historia cusqueña es Roberto Latorre, periodista, bohemio y amigo cordial e
infaltable de todos los artistas. Recuerdo que Agustín Rivero participaba de al-
gunas de estas actividades, pero dedicado, sobre todo, a un trabajo silencioso y
paciente en su taller. Intervenía en exposiciones colectivas y hacía trabajos por
encargo, principalmente retratos para poder defenderse. De esta etapa son una
parte de los óleos que se exponen aquí. Esos pequeños paisajes llenos de color
cálido, finos de factura y tratados con gran detalle: figuras de indios, mestizos y
tipos populares, muy realistas, un poco ingenuos, pero realizados con dominio
del oficio, cariño y evidente artesanía.
Hemos procurado seguir a Agustín Rivero a través de su vida hasta su ma-
durez. Llegan los años postrimeros del llamado Oncenio, la funesta dictadura de
Leguía. Antes de que el dictador cayera ignominiosamente el año 30, el Cusco
asistió a una intensa actividad intelectual, ideológica y política. Rivero no olvidó
que era procedente del artesanado y se contagió de la inquietud renovadora del
ambiente: se enroló en el movimiento sindical de la clase obrera que orientaba,
desde su glorioso sillón de inválido, el genial Amauta José Carlos Mariátegui.
Tuvo activa militancia en los primeros movimientos clasistas, fue fundador de
la Federación Obrera Departamental (FOD) y del primer sindicato, el de Cons-
trucción y Artes Decorativas. La represión que siguió a la caída de Leguía lo llevó
a las prisiones, donde sufrió vejámenes y torturas. No abandonó los pinceles:
siguió pintando, dibujando y, confinado en Puno, presentó una exposición en la
ciudad lacustre, el año 1932.
Vuelto a su ciudad natal continuó trabajando. Pintó entonces numerosos y
bellos lienzos que adornan casas residenciales del Cusco y muchas de sus obras
fueron llevadas a Lima y el extranjero. Por aquel entonces, comenzó a alternar
su silencioso trabajo de pintor con la docencia en planteles particulares.
Trabajó igualmente en la restauración de cuadros coloniales y a este pe-
ríodo corresponde una gran tela de motivo religioso, una Anunciación, que se
encuentra en el templo de los Reyes de Belén.
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Setiembre de 1961
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Durante los pasados días de fiestas patrias, presentó una nueva exposición de
sus obras, en el Salón de la Sociedad de Artesanos, el pintor cusqueño Agustín
Rivero. Su obra, eminentemente peruana y de hondo contenido humano, es ne-
cesario valorizar como se merece, por tratarse de uno de nuestros más califica-
dos artistas que, debido a su franciscana modestia y alejado por completo de los
alardes publicitarios, está quedando relegado al olvido y a la indiferencia.
Agustín Rivero, a través de su vida que va acercándose al ocaso, ha sido -y
es- uno de esos raros seres tocados por la magia del arte que ha consagrado su
existencia al cultivo de una actividad que, en nuestro pequeño medio lleno de
mezquindad y de solapada displicencia, no conduce sino a la pobreza y al aban-
dono. Ha sabido mantenerse firme, haciendo arte a su manera, sin preocupar-
se de la opinión ajena ni de la propaganda falaz, que consagra con demasiada
frecuencia falsos valores y levanta altares a base de tinta de imprenta. Rivero
tiene una formación autodidáctica y un concepto de la pintura que, ciertamen-
te, ya no está a la moda: se inspira en los cánones del arte clásico. Para él, la
pintura es, ante todo, interpretación realista y objetiva de la naturaleza y de la
vida. No rezan con él las truculencias modernistas ni la afanosa búsqueda de la
novedad y la originalidad a todo trance, que han llevado al arte plástico hasta
los confines del absurdo, la locura y el balbuceo infantil, lo que pomposamen-
te se denomina ahora el abstractismo o abstraccionismo. No habiendo tenido
más maestro que la naturaleza ni más escuela que la vida, ha trasuntado en sus
pinturas bellos trozos y poéticos rincones de nuestra ciudad, que son cantera
y fuente inagotable de inspiración para el pintor. Ha retratado diversos tipos
de indios y mestizos, apegado con tozuda honradez a la fidelidad objetiva, con
una técnica sin ostentaciones, buscando siempre la verdad externa y el espí-
ritu recóndito de las cosas. En su parca producción tiene paisajes cabalmente
logrados al óleo y a la acuarela, semblanzas de cabezas y de bustos que no ne-
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cesitan glosas y que hablan por sí mismos. Llevado como buen cusqueño, de su
entrañable amor a la tierra y a su glorioso pasado imperial, Rivero ha evocado
escenas y personajes de la vida incaica y de la mitología andina, como el tesoro
de los incas, la pascana en una noche de luna, la cabeza voladora del qepqe, el
vigía que sopla en el caracol bélico anunciando la presencia del emperador, hijo
del Sol y otras sugerentes estampas. No le han sido ajenos tampoco los temas
religiosos, y en este terreno ha trabajado como aquellos pintores de la Colonia,
que tenían el sentido de la artesanía en el oficio, esa que produjo obras maes-
tras en los lienzos de un Quispe Tito, de una Marcos Zapata o de un Espinoza
de los Monteros, de los cuales, evidentemente, Agustín Rivero se nos antoja un
lejano descendiente.
En su reciente muestra de la Sociedad de Artesanos, Rivero ha reunido su
producción de diferentes épocas. Figuraron en el catálogo óleos de antigua data
junto con sus últimos apuntes a la sepia, a la aguada y a la pluma, que delatan
al dibujante escrupuloso y documental, dueño de una seguridad maestra en el
trazo. Muchos de esos pequeños bocetos son una nostálgica evocación del viejo
Cusco, que murió para siempre en aquella tarde fatídica y lamentable del 21
de mayo de 1950. Esos queridos rincones cusqueños quedarán inmortalizados
con cariño filial en la obra dispersa, y mal comprendida, del maestro Agustín
Rivero.
Es preciso reivindicar nuestros auténticos valores, no dejarlos que se hun-
dan en el anonimato y el olvido. Junto a los nombres ya consagrados de Francis-
co González Gamarra, del malogrado Francisco Olazo y del triunfante de Maria-
no Fuentes Lira, tiene su puesto bien ganado Agustín Rivero.
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Silenciosa y humildemente, como había vivido sus sesenta años de artista tem-
peramental e ínsito, dedicado por entero a su cotidiano diálogo con los colores
de su magnífica paleta, tras una agonía dolorosa que angustiaba mortalmente
el corazón de sus amigos, ha pasado el supremo trance Agustín Rivero Ricalde,
uno de los pocos auténticos valores de la pintura cusqueña del presente siglo.
Nacido artista, sintiendo la irresistible fuerza impulsora de la vocación, se
dedicó desde sus años mozos de colegial en el difícil y sacrificado quehacer de
la pintura hasta adoptarlo como profesión y oficio. La pintura fue, para Agustín
Rivero, su curriculum vitae. No conoció ni deseó otra actividad. Vivió como los
artistas de estirpe, del arte y para el arte, si bien esta decisión heroica le relegó
a la pobreza y al olvido. Franciscanamente modesto, no le halagaron la fama,
la riqueza, ni la gloria barata de la publicidad. Él realizaba la función creadora
como quien cumple una función vital, fisiológica. Era pintor y debía pintar. Te-
nía ante sus ojos soñadores la maravilla de color y luz de la naturaleza, la cual
quería aprisionar en su lienzo. Sintió la sugestión alucinante de la historia y del
pasado, lo que plasmó en escenas evocativas del esplendor imperial. Cusqueño,
apasionadamente enamorado de su tierra, trasuntó en hermosas telas los rinco-
nes más sugerentes y queridos del viejo Cusco: las callejas sórdidas, las cuestas
empinadas, los soleados y floridos patios, los balcones de talla, las historiadas
casonas coloniales. Indigenista por abolengo, retrató tipos y costumbres. Pese
a esto no le fueron ajenos los temas religiosos acordes con su delicada sensibi-
lidad. De esto no hay duda: Agustín Rivero fue un continuador de la raigal tradi-
ción de los pintores de la Escuela Cusqueña del seiscientos.
Su credo estético fue sencillamente conservador y clasicista. No comulga-
ba con ninguna de las tendencias a la moda. Toda su pintura es rigurosamente
figurativa y objetivista. Como los grandes maestros del Renacimiento, quería in-
terpretar la naturaleza, acercarse lo más posible a ella. Muchos le reprocharon
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4. Nota del editor: El autor se refiere al siglo XX, el siglo en el que vivió.
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llegaban de la Argentina, de Bolivia y los peruanos fuera del Cusco también eran
pocos. Sin embargo, estos eran acogidos en una peña que presidía con su doloro-
sa ancianidad Ángel Vega Enríquez y que vitalizaba la movediza inquietud de Ro-
berto Latorre. Recordamos aquellos nombres: José Sabogal, Camilo Blas, el cholo
Pantigoso, el cordobés Malanca, el jujeño Guillermo Buitrago, el retratista Martí-
nez Málaga, nombres ahora ilustres muchos de ellos. A su vera, como aprendiz y
aficionado, trabajaba Fuentes Lira y con él otros que esgrimían lápices y pinceles.
Fuentes Lira tuvo que salir del país en voluntario destierro y se detuvo cerca, allen-
de el lago, en las tierras del Choqueyapu. En La Paz, trabajó de firme, disciplinó
visión y pulso, y, guiado por Cecilio Guzmán de Rojas, el malogrado maestro bo-
liviano, comenzó a destacar su recia personalidad de pintor. No puede haber sido
más rotundo su triunfo en Bolivia, ya que pasó a ocupar una cátedra en la Escuela
Nacional de Bellas Artes y, por encargo del gobierno boliviano, tomó a su cargo la
decoración de la Escuela Indigenal de Huarisata, sin lugar a duda, el más valioso
ensayo de educación indígena que se ha hecho en América, descontando México.
Aquello de que ʻnadie es profeta en su tierraʼ se evidencia en el caso de
Mariano Fuentes Lira. Aquí, tal vez habría terminado como pintor de anuncios,
reducido a un pobre sueldo de oficinista. El que surjan artistas en un pueblo pe-
queño y pobre es una verdadera tragedia. ¿De qué pueden vivir los artistas cuan-
do las gentes ricas nunca compran cuadros y prefieren un retrato iluminado
de pésimo gusto, facturado en serie por agentes yanquis? Nuestras gentes están
buenas para llenarse la boca con obras ya tocadas con el nimbo de una gloria
tardía e inútil, cuando los actores han muerto, quién sabe, en qué angustia y en
qué pobreza. Que lo diga desde su tumba, el difunto Pancho Olazo.
Pero no es ese, por felicidad, el caso de Fuentes Lira. Luego de triunfar,
no con el barato triunfo de las referencias periodísticas o con recortes de diario,
ha regresado a su tierra natal con una obra extensa y valiosa. Este adjetivo no
es un mero decir ni un piropo. Su exposición realizada en los salones del Hotel
de Turistas, durante la semana del Cusco, es la confirmación de estas palabras.
Fuentes Lira nos ha mostrado su obra realizada allá, en el altiplano boliviano. Su
pintura está saturada de esa solemnidad hierática de la altipampa, de la poesía
que emerge del azul inefable del lago mitológico y de sus cielos profundos y
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Julio Genaro Gutiérrez Loayza
altos: las aguas y los cielos más altos del planeta. La choza del pastor aimara se
ubica a la vera del lago y cabe las cumbres propicias, donde vigila el auqui, el
dios familiar y protector. La iglesuca perdida en la inmensidad punática, con el
oro pálido y desvaído de su techo pajizo, y la que parece un índice extendido al
infinito, como un menhir tiahuanacota, la torrecilla piramidal que termina en
una cruz minúscula. Sus óleos-paisajes tienen densidad de materia plástica que
producen sensación táctil y sensual, que solo conocen y sienten los pintores. La
gama de su paleta es cálida y rica en grises. Buen colorista, logra acordes insos-
pechados y los más finos matices en sus poéticas versiones del natural.
Lira, que ha vivido bastante tiempo entre los acantilados grises y los ba-
rrancos de La Paz, cerca de los glaciares y las cuchillas del Illimani, ha sabido
traducir bien el raro embrujo de ese paisaje, donde está presente la obra de las
fuerzas geológicas, como un encaje de rocas en que se haya complacido algún
dios de la mitología aimara. Esas rocas penitentes, como fantasmas, esos gigan-
tescos hongos y esos raros castillos almenados, como visiones de pesadilla, pa-
recerían arrancados de los lienzos de Böcklin o de los dibujos de Doré, si no
fueran trozos reales de Calacoto, de Obrajes y otros rincones paceños.
No faltará quien acuse de academismo a ciertas cabezas indias tratadas a
la sanguina, el carboncillo o al óleo. Sin embargo, la fuerte humanidad de esos
rostros broncíneos, en los que un antropólogo puede estudiar la configuración
de los caracteres étnicos, brota por encima de la meticulosidad del procedimien-
to, rebasa la mecánica destreza del métier y está palpitante y viva con su tragedia,
su problema y sus complejos. Los retratos indios no son meras semblanzas frías,
académicas, sino testimonios del espíritu de la raza que creó obras perfectas y
acabadas en la Puerta del Sol, en Machu Picchu y en Sacsayhuamán. Poca falta
hace ser muy zahorí para descubrir, a través de esas miradas de águilas y de alka-
maris, la tragedia de la nacionalidad indígena. Pero también para la afirmación
rotunda de su pujanza y vigor, atrofiada por siglos de explotación inmisericor-
de, en el tranquilo empaque y la orgullosa nobleza de los amautas de Huarisata,
junto a la belleza campesina de las pankaras silvestres, con rostros de kantutas
y sankayos. Sus acuarelas tienen la sabia sencillez, la limpia transparencia y el
encanto de las mejores del género.
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Toda la pintura de Fuentes Lira, así como sus tallas en madera —moda-
lidad de profunda raigambre indo-mestiza—, es figurativa y objetivista. La te-
mática de su arte puede soportar, con orgullo, el mote de moda de los esnobs:
«anecdótica». Ahora que ha invadido la moda del abstraccionismo en pintura,
el desprecio por el indigenismo y la servil imitación de los modelos parisinos
—arte de disolución, detritus de la decadencia burguesa—, el fuerte realismo ob-
jetivo de la pintura de Fuentes Lira aparece como pasadista y retrasada. No es
ciertamente el suyo un arte a la moda. Y está bien así, pintando indios collas y
paisajes altiplánicos, con absoluta objetividad, pero interpretando los modelos
a través de su recio temperamento, realiza una obra mucho más trascendente
y perdurable que descoyuntando la realidad, trazando volutas, manchas y ga-
rabatos incoherentes, en una especie de balbuceo pueril, que a esto se llama
pomposamente «arte abstracto». Es posible que no tengamos sensibilidad para
comprender el arte metafísico de los pintores abstractistas, o que seamos de-
masiado ignorantes para estar al tanto de los más recientes ismos, pero, si la
memoria no nos falla, el arte abstracto, de tanta moda actualmente, como el
mambo, ya escandalizaba a los pacíficos burgueses parisienses, años antes de
la Primera Guerra Mundial, allá por 1912. Desde entonces data el cubismo de
Picasso y sus innumerables imitadores (Braque, Léger, Gris y compañía). Luego
sucedió, en fantástica danza de barajas, la multitud de ismos de la pintura ac-
tual. La novedad del abstraccionismo entre nosotros -diremos concretamente
en Lima, nuestra capital y nuestro más calificado centro artístico-, resulta, pues,
algo tardío: siempre las modas nos llegan de Europa con bastante retraso. Es
probable que las damas elegantes nos desmientan, ya que los nuevos modelos
pueden ser ahora transmitidos por teléfono, en el mismo momento en que son
sacados a la calle. Pero en pintura sucede lo contrario: la moda de ahora no es la
de los primeros años del siglo en Europa, sino es la de los últimos del ochocien-
tos. De aquí que, por contraste, la pintura realista, objetiva, indigenista, demodé
y pasadista de Fuentes Lira sea un arte que está al alcance de los entendidos y de
los que no lo son: un arte apreciable por todos los que tienen ojos para ver. La
pintura siempre fue un arte figurativo desde la prehistoria, un idioma universal
que no necesita traductores. Cuando la pintura requiere traducción literaria y
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un cuadro pide como complemento una glosa, es posible que hayamos dejado
los dominios de la plástica para invadir los de la poesía, la música o, más segu-
ramente, los de la literatura. Y todavía no se ha pintado un cuadro con puras
palabras. No obstante, parece que marchamos hacia ese fin: el cuadro abstracto
debe requerir de la exégesis literaria para ser comprendido. La pintura ha ter-
minado su misión.
En medio de esta atmósfera delicuescente, que, felizmente, no ha llegado
hasta estas alturas, la pintura de Mariano Fuentes Lira representa una tabla de
salvación. A ella nos acogemos los que todavía creemos que la pintura debe ser
sencillamente pintura.
Que Fuentes Lira todavía no ha realizado su obra peruana es distinto. Toda
su anterior labor está hecha en Bolivia y explota temas del altiplano. Habrá que
pedirle a nuestro pintor, ahora que está reintegrado a su tierra natal, que haga
obra peruana y grande. Desde su cargo de director de la Escuela Regional de
Bellas Artes, ya ha comenzado una tarea de siembra y de orientación. De sus ma-
nos expertas saldrán obras de serena y reposada madurez; de su experiencia y
enseñanzas, aprovecharán grupos de discípulos que están llamados a continuar
la tradición de los viejos maestros de la Escuela Cusqueña del siglo XVII. No a
resucitar de estos su artesanía de copistas de estampas bíblicas en una regresión
absurda, sino el espíritu y el meollo creador de aquellos.
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Sesenta años de arte en el Qosqo. Ensayos, artículos y comentarios.
Pórtico
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obras en La Paz, antes de emprender una triunfal gira a la otrora orgullosa Villa
Imperial de Potosí y a las principales ciudades del interior del país. De este modo,
se consagró como destacado valor de la moderna plástica indigenista boliviana,
pese a su nunca desmentida nacionalidad de peruano. Años después, lo encontra-
mos en Río de Janeiro, Buenos Aires y otras capitales sudamericanas, en las cuales
mostró su pintura indigenista en exhibiciones siempre bien acogidas por la crítica.
En 1950 queda cerrado el ciclo boliviano de Mariano Fuentes Lira. Ese año
es solicitado por el gobierno del Perú para encargarse de la reorganización de
la Escuela Regional de Bellas Artes del Cusco, su tierra natal. Desde entonces,
hasta la víspera de su muerte, da inicio a una obra organizativa y creadora que
—creo yo— no ha sido valorada debidamente en su real trascendencia.
El pintor y artista Fuentes Lira se eclipsa prácticamente. Su producción se
reduce a pocos óleos y dibujos y, durante más de treinta años —los mejores de
su vida—, los dedica a la ingrata y ardua tarea educativa. Por eso, pienso, que la
mayor herencia de Mariano es esta Escuela, «su escuela», la hija de sus sueños y
de sus desvelos. Soy testigo de sus trajines y sus andanzas para mantenerla viva
en circunstancias harto difíciles y conflictivas. Muchas veces le reproché cor-
dialmente esa suerte de total entrega a una obra no precisamente artística, en el
estricto sentido estético. Pero el maestro Fuentes Lira, con admirable esfuerzo,
culminó su obra, entregó a las actuales generaciones de artistas y a las venideras
este hermoso monumento entrañablemente unido a la tradición nobiliaria del
Cusco virreinal: el palacio de los marqueses de Valleumbroso.
Estos pequeños óleos y dibujos de pergeño y concepción realista forman
parte de su parco, pero valiosísimo, legado artístico, y lo sitúan, con toda justi-
cia, en puesto de honor entre los pocos pintores cusqueños del presente siglo,
llámese Francisco González Gamarra, Agustín Rivero, Francisco Olazo y algunos
más. Me refiero, obviamente, a quienes terminaron su ciclo vital dejando obra
valiosa y perdurable.
Aquí está presente, ante los ojos de sus paisanos y compatriotas, una faceta
de esa gema andina y peruanísima que fue la vida y el arte de Mariano Fuentes Lira.
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CAPITULO II
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Sesenta años de arte en el Qosqo. Ensayos, artículos y comentarios.
Algo de esto ya inició, hace poco, un señor millonario filántropo. Este edi-
tó en París un álbum de motivos ornamentales de las culturas peruanas de la
costa, dibujados por Elena Izcue, con el título de El arte peruano en la escuela.
Magnífica idea felizmente realizada, pero que es poco asequible e inapropiado
por su vulgarización por lo subido del precio. Además, el álbum de la señorita Iz-
cue contiene únicamente motivos ornamentales de la cerámica Nasca y Chimú,
y muy pocos del arte keshua.
Así, las conexiones hechas por los alumnos ciencianos cobran mayor aún
interés porque han explotado motivos netamente cusqueños, y también porque
aquí ni el gobierno, que sería el obligado, ni un generoso mecenas, como el se-
ñor Larco Herrera, han emprendido obra tan necesaria.
En Bolivia, hace tiempo que el gobierno ha editado cuadernos de muestras
de dibujos con motivos ornamentales de arte tiahuanaku, que son de uso obliga-
torio, gradualmente distribuidos en las escuelas primarias de la república.
Y qué decir de México, que, con el establecimiento de las clases de pintura
al aire libre, en las escuelas rurales ha dado un gran ejemplo que imitar en los
demás pueblos indoamericanos. Esto ha logrado crear una verdadera escuela de
pintura mexicana típica e inconfundible, que cuenta con la legión más formida-
ble de pintores en cantidad y calidad de todo el continente.
Ojalá que el magnífico paso dado en este sentido por estos maestros jó-
venes entusiastas, y que hacen hondo concepto de su misión, sea imitado por
todos los preceptores primarios del departamento, quienes, siguiendo el cami-
no iniciado, contribuirán a la plasmación del arte andino, que debe arrancar de
la escuela y abarcar en todos los sectores populares, antes que tener aislados
representantes, en artistas más o menos notables.
A eso vamos en literatura, música y pintura, en las cuales se va imponien-
do con fuerza avasalladora el vernaculismo.
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Julio Genaro Gutiérrez Loayza
Los salesianos, una de las especies microbianas de loyolas que van infectando el
ambiente del Cusco, han dado muestras, aparte de su tradicional afán progresis-
ta, de ser excelentes bacilos destructores de obras de arte.
No hace mucho, en pomposas ceremonias, inauguraron una serie de
obras de mejora doméstica en el local de Chok’opata. Entre estas hacía número,
en el programa de las bendiciones, la restauración de un valioso lienzo existen-
te en la iglesia de San Cristóbal, la copia de la Asunción de la Virgen, de Rafael,
ejecutada en 1632 por el pintor Lázaro Pardo de Lago, lienzo que fuera de valor
artístico bastante notable y tiene el raro mérito de ostentar la firma de su autor,
caso excepcional, entre la multitud de copias anónimas de pintores neoindios
de la Colonia.
Este notable espécimen de la pintura cusqueña colonial se encontraba
abandonado, cubierto de polvo, al lado del altar mayor de dicha iglesia. No necesi-
taba restauración ninguna, pero sí, apenas, una simple limpieza y un refresco sen-
cillísimo. Pero el prurito salesiano de modernización hizo que se encomendara, a
un escultor de íconos de uso industrial, la criminal labor de «restaurar» el cuadro.
No debe escaparse al caletre de Natalicio Delgado. Ya no diré de los sa-
lesianos, que es axioma estético, la imposibilidad absoluta de hacer restaura-
ciones de ningún género en obras de arte, mucho más si se trata de pintura. ¿A
quién se le ha ocurrido restaurar la Gioconda o reponerle los brazos perdidos a
la Venus de Milo?
No negamos que el santero Delgado sea un escultor de mérito, pero no es
pintor absolutamente. ¿Qué ha ido a hacer con la restauración del cuadro de Par-
do de Lago? Cubrir el lienzo en toda su extensión de una gruesa capa de pintura
en tonos mates y secos, sin conservar en lo mínimo el color fresco y brillante
que primitivamente tuvo. La técnica es el decorado teatral, y la del colorido de
las figuras, de estampa oleográfica o de escultura de yeso policromada.
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Sesenta años de arte en el Qosqo. Ensayos, artículos y comentarios.
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Con motivo de la clausura del año escolar, está abierta, en una de las aulas del
Colegio Nacional de Ciencias, la exposición de arte decorativo incaico, tercera
de la serie anual que en 1926 iniciara brillantemente, con certero acierto intuiti-
vo, ese maestro vocacional, de los pocos que comprenden su misión apostólica,
Rafael Tupayachi. Quien esto escribe fue el primero que valorizó, en su verdade-
ro sentido, la enorme trascendencia que tiene para el futuro de nuestro arte la
iniciación de aquellos trabajos, modestísimos al principio, que van adquiriendo
ahora un valor cada vez más sólido, mejor orientado, camino a ser definitivo,
gracias a la labor plausible de las muestras de la sección primaria del Colegio de
Ciencias: Tupayachi, Fernández Baca y Juan José Delgado.
Este año, la exposición ha superado notablemente a la del año pasado:
profesores y alumnos han trabajado con entusiasmo en la búsqueda y captación
de la infinita y riquísima variedad de motivos ornamentales que guardan los
fragmentos de cerámica, diseminados en los campos y alrededores de la ciudad,
copiados con el verismo máximo que permite la posibilidad plástica del material
empleado: el gouache y la acuarela.
Los nuevos motivos descubiertos, digamos así, pasan del centenar, lo cual
prueba la eficiencia de la labor hecha, en este sentido, por discípulos y maestros.
La clasificación de los temas ornamentales ha sido hecha con arreglo a
la morfología de los mismos: geométricos, fitomórficos, zoomórficos y antro-
pomórficos, clasificación esquemática dentro de la que caben otros tipos, pero
que ya son propiamente materia de un estudio arqueológico más profundo. No
es esta ocasión para insistir sobre la importancia capital que encierra esta vuel-
ta hacia lo propiamente autóctono, lo incaico sin mezcla, de mestizaje: Bastará
anotar que tal manifestación artística marca, con índice de seguridad incontras-
table, el comienzo, la iniciación de la gran escuela pictórica cusqueña del porve-
nir, que dará la clave que hoy afanosamente se busca con positivos resultados en
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Sesenta años de arte en el Qosqo. Ensayos, artículos y comentarios.
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Julio Genaro Gutiérrez Loayza
Va para siete meses que Carlos Trujillo, junto con su paisano Martínez Málaga,
pintor como él, se encuentra en el Cusco realizando copiosa labor pictórica de
interpretación y captación de los paisajes urbanos locales, en la tan rica e inago-
table que es nuestra ciudad.
No es mi propósito hacer crítica de su obra, ni mucho menos. Me guía en la
presente crónica el deseo de que no pase inadvertida, para el público y la gente que
se interesa por estas cuestiones de arte, la obra justamente notable de este joven ar-
tista, uno de los mejores paisajistas entre la escasa lista de pintores jóvenes del Perú.
Ya próximo a retornar a su lar nativo, quiero molestar su modestia, hecha
casi de hurañía y franciscanismo, con estas glosas interpretativas de sus lienzos
de motivos cusqueños. Y, de paso, quiero presentar al hombre, o mejor, al artista.
He aquí: fuerte el pergeño, ancho tórax y espaldas atléticas. Encima una
testa que podría ser de chacarero arequipeño, si no lo desvirtuaran unos lentes
que montan sobre la nariz recia. Mas el hombre, por dentro del espíritu es este:
un gran corazón que se da sin dobleces, franco, campechano; cierta ingenuidad
infantil, perceptible a flor de carne. Trujillo no gasta poses, es sencillamente lo
que se dice: «un buen muchacho». Él comprende que los desplantes ridículos
de la bohemia decadente, con pujos de aristocratismo, son ya anacrónicos en
estos momentos en que se trata, precisamente, de resolver la condición popular
y obrera del artista, para liberarlo de la obligada dependencia de la burguesía
capitalista. Ya pasó el ciclo de los poseurs decadentes. Hoy, el artista es igual a
cualquier trabajador. Su valor está en función productiva, nada más. Y basta de
digresiones que, por ahora, si no se está en Rusia, o por lo menos en México, un
99 por ciento de los artistas tienen que vivir adheridos a las migajas de los bur-
gueses, a cambio de su indiferencia olímpica o de su adulación servil.
Con esto no quiero decir naturalmente que Trujillo sea un pintor revolu-
cionario ni cosa por el estilo. Pero sí, más que muchos otros, se podría asimilar
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Sesenta años de arte en el Qosqo. Ensayos, artículos y comentarios.
a este tipo, no tanto por su arte, sino por su vida. Para vivir y salvar la dignidad
de su arte, él recurre a menesteres de trabajo efectivamente manual; en algunos
casos es un obrero. Esto no lo avergüenza a él, ni me abochorna a mí el decirlo.
Por el contrario, lo eleva, o mejor diré, nos eleva.
Si bien su arte —el paisaje— queda dentro de la pintura sin concepto ni
contenido ideológico, él y otros pintores de raigambre popular van reivindican-
do el valor de este género reproduciendo los barrios pobres, los rincones humil-
des donde, a pesar de la sordidez y la pobreza, está la belleza oculta, la verdadera
belleza pictórica por lo que, más que por otra cosa, vale el Cusco.
Trujillo, como Sabogal, Pantigoso, Camilo Blas, Malanca y todos los que
tienen pupila y sensibilidad artística, no busca sus modelos en los cursis, pre-
tenciosos arquitecturados de cemento y calamina, sino en las casas de barro, las
callejas abandonadas y silentes, las casas de los arrabales con sus balconerías
antiguas, sus corredores arcaicos y patios amplios y soleados. San Blas, Santa
Ana, Santiago, San Cristóbal, los barrios típicos del Cusco mestizo y neoindio,
como quieran, son los barrios preferidos de los pintores. Allí está todo el sabor
cusqueño, ya un tanto desleído por la corriente de modernización rastacuera.
Los que hemos vivido nada más que pocos años antes, ya añoramos los pendo-
nes de las chicherías y algo que fatalmente va desapareciendo: el «alma» de la
ciudad, que se nos escapa por esta herida del malentendido y patanesco afán
modernista, propiciado y fomentado por gentes sin sentido estético, puestas a
dirigir «los destinos del pueblo».
Bien hace Trujillo, y todos los pintores con alma, de trasladar al lienzo los
aspectos típicos del Cusco, rescatándolos de la avidez sórdida de los moderni-
zantes advenedizos, «nuevos bárbaros» que están destruyendo criminalmente
su belleza única. Para los atentados contra la estética, los códigos no establecen
penas, desgraciadamente.
Y este Cusco —en doloroso trance de metamorfosis modernista— surge,
en los lienzos de Trujillo, con un sol urente y colores violentos, en contrastes
difíciles, intraducibles en la gama pictórica a veces.
A decir verdad, el ambiente cusqueño es difícil de captar: se necesita fami-
liarizar la retina, adecuarla comprensivamente, con cariño, a fuerza de estudio
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Julio Genaro Gutiérrez Loayza
directo del natural. Muchos han fracasado en este intento. No hace mucho un
gran pintor francés interpretó el ambiente serrano del Cusco con visión parisina
o bretona. Sin embargo, se dijo que su interpretación fue lo que mejor se hizo
en Cusco.
Trujillo, enamorado del Cusco a pesar de ser arequipeño, trajo de su cam-
piña una visión estilizada y elegante. Su colorido se acercaba al de Masías, aquel
bohemio incorregible y estupendo colorista, aunque mal dibujante. En más de
seis meses de labor, ha logrado penetrar en el ambiente. Sus últimos lienzos lo
demuestran claramente.
Su pintura tiene cualidades excelentes: construcción atinada, colorido ar-
monioso y cálido, sin estridencias, logra generalmente efectos de una placidez
suave, cariciosa. Y es que él trabaja sus cosas con cierta delectación amorosa y
sensual: manipula la materia plástica de los tubos, mancha sus lienzos sin apre-
suramiento repentista, pero tampoco sin insistencia cargante. Hay en sus telas
discretos empastes que dan efectos de relieves y volúmenes, captados con va-
lentía y fluideces de finura elegante. En cuanto a la luz, ha alcanzado efectos
definitivos en algunos de sus motivos de calles y, especialmente, de patios. Entre
los pintores que han visitado el Cusco, solo uno, Malanca, captó con sorpren-
dente pupila realista el sol cusqueño: frío a la par que violento en los contrastes.
La vibración lumínica no registra tan subidos acordes en los lienzos de Trujillo,
pero tiene evidente realidad plástica. Existe una diferencia de temperamentos,
pues el argentino suplía la pobreza compositiva de sus enormes lienzos con una
admirable versión realista del ambiente, mientras que Trujillo, en lienzos pe-
queños relativamente, lleva el análisis cromático hasta cierto detallismo, que es
más bien una cualidad.
Más de cuarenta lienzos ha facturado el artista durante su estadía en el
Cusco y, según me dice, todo esto no es sino una etapa en su aprendizaje, por-
que, como buen pintor, siempre es un buen estudiante, un investigador pacien-
te. Además, señala que su estadía le ha sido de provecho. Después de todo, lo
esencial es esto.
Para terminar, no está de más añadir que Trujillo, como la mayor parte
de los pintores del Perú —que, dicho sea de paso, en materia de protección al
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Víctor Martínez Málaga, a quien ya todo el Cusco conoce a raíz de su última ex-
posición en el Salón Consistorial —que, entre paréntesis, ha sido el mayor éxito
artístico de los últimos años en este rincón de los Andes—, está liando bártulos
para emprender regreso a su tierra natal, Arequipa.
Coyuntura oportuna para hablar con el artista y pagar así un compromiso
tácito que me impuse: decir algo sobre su obra, ya que no lo hice en la ocasión
debida. Valido de la amistosa confianza que nos une, fui a verlo a su atelier y he
aquí reflejado, a través del recuerdo, todo lo importante de cuanto charlamos
durante tres largas horas. Antes, una advertencia: no es esta una interview pe-
riodística, sino únicamente un palique cordial entre amigos más o menos de
parecidas posiciones ante la vida y hasta de oficio.
Encuentro al pintor entre un tremendo revoltijo de lienzos, libros, cajas de
pintura, objetos íntimos, lo corriente en vísperas de un largo viaje.
—¡Hola, «Doctor»! (familiarmente le hemos graduado con este título acadé-
mico, para estar al tono con la costumbre nuestra de llamar doctor a todo cuanto
pasa por la calle, ya que es la tierra de los doctores, como muchos han observado).
—Quí ubo, pue —y añade una frase en roto: Martínez ha pasado buena
parte de su vida en Chile. A ratos parece un verdadero chileno este socarrón
Martínez, que siempre tiene en los labios un chiste ocurrente y una ironía que le
suda hasta por los poros de la cara.
—Bueno, ya que usted se nos va tan pronto, deseo saber qué impresión se
lleva del Cusco.
—Excelente, la mejor impresión de mi vida. He trabajado bastante, pero
no todo lo que hubiera querido. Cusco es una tierra maravillosa, pictórica por
demás. Aquí se encuentran todos los motivos de inspiración para todas las artes
y para todos los temperamentos.
—¿Y el resultado de su exposición última le satisface?
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Pantigoso
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Martínez Málaga
Este nombre ya está bien encajado en el Cusco. No llega a un año que Martínez,
arequipeño también (Arequipa casi ha monopolizado la producción pictórica
en el sur del Perú), ocupó enteramente la atención del público y prensa, con su
exposición en el Salón de San Bernardo. El pintor ambula hoy por el altiplano y
prepara una exposición en Puno. De allí vendrá al Cusco. Me anticipa que tiene
el propósito de realizar una muestra abundante de retratos. Martínez ha encon-
trado su arte y se ha superado, inclusive, en la última época.
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Ángel Rozas
Fortunato Salvatierra
Le sobra lo que falta a muchos, sino a todos los expositores: academia, conoci-
miento técnico y dominio de la recursiva pictórica. Discípulo y paisano del gran
Daniel Hernández, guarda las huellas de la influencia francesa del maestro. Pero
si la falta de disciplina académica es el flaco de muchos, el excesivo amolda-
miento a ello resulta en Salvatierra un vicio. Afortunadamente logradas y ma-
gistrales son algunas de sus composiciones, pero sus cuadros sudan academia.
La prolijidad de la factura, la insistencia fatigosa que se nota en sus temas de
grupos y figuras sí patentizan maestría y experiencia, aunque anulan, en cam-
bio, la espontaneidad, el calor y la frescura propios de los maestros. Prefiero sus
cabezas y bustos de indios, por su soltura y valentía de modelado. Ha abordado
Salvatierra un tema social, debo decir, de lucha de clases: el episodio truculento
de Las dos tempestades. Paréceme que, de tanto forzar la nota trágica, ha dado en
falso. El desenlace resulta un tanto cómico: la realidad deformada a través de un
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Alejandro Gonzáles
Olazo
Rivero
Los cuadros de Rivero aparecen parcos de porte, exiguos en medio de las gran-
des superficies pintadas de Rozas. Kelque y Huayra hablan de sus preferencias
por la interpretación de temas de la mitología quechua y no dejan de ser felices
aciertos. Entre sus óleos-paisajes son de notar San Cristóbal y el Patio, de neto sa-
bor cusqueño por la calidez del color. Hay que convenir que Rivero, con su meti-
culosidad detallista, lleva la objetivación del natural a extremos que lo asimilan
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a la cámara fotográfica. Su terreno es tal vez el dibujo a la pluma, del cual exhibe
algunas muestras. En cuanto a la acuarela, es necesario decir que no la maneja.
Wallpher
Este pintor ecuatoriano expone unos apuntes al lápiz y pluma acuarelados, so-
bre temas locales de Quito y Cajamarca, no exentos de gracia y soltura. Su óleo
Adoración del Sol parece una réplica en pequeño del lienzo de González Gamarra
que posee el municipio: idéntico el tema, hasta lo crudo y afichesco de ese cielo
en bermellones y amarillos de huevo.
Ernesto Corvacho
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La próxima exhibición de los cuadros del malogrado pintor nacional Jorge Vina-
tea Reinoso constituirá un acontecimiento artístico excepcional, en medio de la
indigencia estética que caracteriza el ambiente. Valiosa es la muestra que ha traído
el hermano del artista arequipeño tronchado en pleno ascenso triunfal, hace tres
años, cuando su talento creador comenzaba a cuajar en obras que, dentro de la
pintura nacional contemporánea, alcanzan calidad de realizaciones completas. Vi-
natea Reinoso, en el arte peruano actual, es uno de los pocos tipos representativos.
Personalidad consagrada por una obra fecunda y de altos quilates, esta se encuen-
tra aureolada incluso con el prestigio, siempre triste, de su prematura muerte.
Entre los profesionales egresados de la Escuela Nacional de Bellas Artes
de Lima, Vinatea es, sin hipérbole, lo mejor de la hornada. Dominaba, por igual,
géneros distintos y poco fáciles de conciliar: caricaturista, dibujante, ilustrador,
pintor y pintor de médula, sensitivo, fuerte, camino a maestro. Arequipeño, hijo
de esa tierra privilegiada de pintores, supo interpretar en sus telas el alma mesti-
za de su lar nativo, su campiña, sus hombres dedicándole las mejores creaciones
de su admirable talento. Hábil técnico, colorista sensitivo y brillante a través de
las diversas fases de su evolución -desde la obra que le valió la primera medalla
al egresar de la Escuela, hasta sus postreras telas en las que iba entrando dentro
de un ritmo plástico decorativo y eminentemente americano-, el artista patentiza
un noble y constante afán de superación, una lucha heroica, a la par de lo preca-
rio de su naturaleza física, con la forma plástica para llegar a su pleno dominio.
Tales son las primeras impresiones que recogemos al contemplar, ávidas
las pupilas en un baño lustral de color y de luz, la obra trunca del gran pintor que
hubiera sido Jorge Vinatea Reinoso si la muerte, avara de su gloria, no lo hubiera
arrebatado tempranamente.
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tonces, y de la que el mismo Rafael sonriera despectivo con esa estoica sereni-
dad que mostraba aún en las horas más amargas de la persecución.
La parte más notable de esta obra artística —obra de maestro, suscitador
de inquietudes en el sentido socrático, no obra personal, egoísta al fin— está en
el valioso álbum de motivos ornamentales de la cerámica inca. Aquel contiene
varios centenares de temas diferentes -geométricos, zoomórficos, fitomórficos
y antropomórficos- que Tupayachi formó con paciente esfuerzo de verdadero
artista, guiado por su fino y agudo temperamento plástico que, en alto grado,
poseía este admirable espíritu.
Si fuera posible pedir algún homenaje de parte del Estado para su víctima,
sería que edite por su cuenta el Álbum Tupayachi que, como preciado tesoro,
guarda la viuda del maestro.
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Exposiciones y certámenes
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Un poco tardía y retrospectivamente impulsado, sobre todo por ese silencio -que
bien podría interpretarse de hostilidad si no fuera solo de incomprensión y de
reconocida incapacidad, ya no diré para juzgar, sino siquiera para apreciar obras
de arte-, silencio que ha rodeado, digo, a la magnífica exposición de Alejandro
González, heme resuelto a empuñar la pluma para trazar estas glosas a la obra
del joven y notable pintor apurimeño.
La exposición González en los salones del Instituto Arqueológico, clausu-
rada hace rato, ha constituido sin lugar a dudas el acontecimiento artístico de
mayor valor y significación, no solo del año fenecido, sino de varios años a esta
parte en el Cusco. En efecto, habría que retroceder hasta la parcial muestra de
González Gamarra en el Salón Consistorial, y la más reciente de Vinatea Reino-
so, para encontrarle un parangón digno.
Alejandro González nos ha presentado un conjunto múltiple, diverso y, al
mismo tiempo, armónico de su obra pictórica trascendentalmente valiosa. Que
yo sepa, por boca propia del artista, es la primera vez que realiza una muestra
individual. Antes le había conocido únicamente por su aporte a una exhibición
colectiva organizada por la extinta Sociedad de Bellas Artes, en ocasión del cua-
tricentenario español, y por tal o cual referencia en las muestras anuales de la
Escuela de Bellas Artes de Lima, de cuyos bancos procede el artista, y, además,
por su labor periodística de ilustrar en las revistas Mundial y otras, durante diez
años consecutivos.
González ha esperado, como recuerdo haberle oído alguna vez en charla
amigable, cuajar su obra, madurarla, para ofrecerla como primicia valorada y
sustancial. Ante su obra, nos encontramos, pues, frente al acierto o atisbo «ge-
nial» del principiante con más o menos talento, el chispazo casual del amateur
y la «promesa» del autodidacta intuitivo, tan frecuente en nuestro medio, si no
confrontamos la obra hondamente meditada, creada y madura del pintor en el
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más amplio y, al mismo tiempo, más elemental sentido: quiero decir, del técnico
del arte pictórico, que ha dominado los medios de expresión plástica para el
ejercicio que tal arte requiere. En términos corrientes, de aquel que «sabe de su
oficio», como lo sabe y debe saberlo cualquier otro profesional. Con esto queda
dicho que Alejandro González es un profesional técnico de la pintura. Y cabe
subrayar este hecho, porque, en el Perú, el ejercicio del arte, por falta de apro-
piados centros de formación profesional, está aún en los pañales del amateuris-
mo, de la improvisación -honrada, a veces, y las más falsas, a base de chantaje y
de camouflage publicista, que oculta casi siempre la inercia y la impotencia.
González debe su formación al estudio paciente durante largos años de
trabajo en el Museo Arqueológico de la capital, como dibujante de esa institu-
ción, y a las enseñanzas y sabias orientaciones de Manuel Piqueras Cotoli, un
eficaz mentor de las orientaciones nacionales del arte peruano, pese a su nacio-
nalidad española. En este sentido, acaso es dable afirmar que los más altos valo-
res que la Escuela Nacional de Bellas Artes ha producido hasta hoy, el malogrado
Jorge Vinatea Reinoso y Alejandro González, reconocen su mejor guía en Pique-
ras, antes que en Daniel Hernández, el viejo maestro muerto no hace mucho.
En esos años de labor oscura y silenciosa, copiando con la minucia objetiva del
dibujo documental las cerámicas, los tejidos, los instrumentos, joyas, armas y
los restos de las diversas culturas autóctonas, el artista ha logrado captar profun-
damente el ritmo plástico que anima esas perfectas y supremas creaciones del
genio indio. Se ha empapado, por decir así, de su espíritu, a tal grado que no hay
hipérbole en considerar a González como el mejor conocedor de la evolución y
de las modalidades de la plástica indígena precolonial.
Su conocimiento está basado no solo en su trato prolongado con el mate-
rial arqueológico, sino en la comprensión profunda de las fases de su desarrollo
evolutivo, a través de las culturas mochica, inca, nasca, tiawanaco y sus diversas
subderivaciones. Pero González, poseedor de un gran temperamento artístico,
no se ha petrificado en el calígrafo copista de antigüedades: no. Y he aquí se
encuentra su más alto valor, que ha sabido extraer de ese vasto material que
ha pasado por sus manos, el summum y el espíritu del ritmo plástico perdido. A
modo de alquimista, que de copia de vastas materias extrae sutil quintaesencia,
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Homenaje a su memoria
Tan pocos años han pasado de la muerte de Ángel Vega Enríquez y ya casi
nadie, salvo unos amigos íntimos, lo recuerdan en esta tierra, a la que él amó
tanto y consagró los más preciados frutos de su talento, sus más enhiestas y
valientes campañas periodísticas, sus más nobles sueños de engrandecimien-
to y progreso.
Un 20 de enero, en una triste cama de hospital limeño, en ese mismo antro
que él combatió, satirizó y maldijo apocalípticamente -con el verbo flamígero de
González Prada y Vigil-, en la sede del centralismo feudal y caciquista que hace
trescientos años oprime a los pueblos de la sierra, moría, como una sangrienta
y trágica ironía, Vega Enríquez, el bravo abanderado del cusqueñismo alzado
como una protesta contra el limeñismo decadente y perricholesco. Hasta sus
huesos están allí, en un nicho anónimo del cementerio de Maravillas, como un
sarcasmo, frente a la indiferencia de su tierra. Como homenaje a su gloriosa
memoria, hilvano estos recuerdos de una faceta de su vida y de su inquietud
fervorosa y cálida: el pintor que había en Vega Enríquez.
Amateur distinguido, crítico de arte, el mejor que ha dado esta tierra, por su
vasta cultura, su sensibilidad exquisita y su conocimiento de visión de museos de
Europa, Vega Enríquez, fundador y animador del Centro Nacional de Arte e Histo-
ria, luchó desde la prensa, las revistas y la tribuna por un ideal tan entrañablemen-
te acariciado por los cusqueños desde hace más de veinte años, que es la creación
de la Escuela de Bellas Artes del Cusco. En dos ocasiones diferentes llegó a crista-
lizar su sueño, organizando y sosteniendo academias de dibujo y modelado, que si
bien no formaron profesionales, orientaron y encaminaron a muchos aficionados
y cultores de las artes plásticas. Su labor, en este sentido, es de las más meritorias
y fecundas. No me detengo más en ella, porque necesitaría capítulo aparte.
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Ángel Rozas es uno de los pocos artistas que, luchando heroicamente contra el
medio desfavorable para el surgimiento de los cultores del arte, se ha manteni-
do en su terreno, aunque con variada suerte, motivado por el paisaje y la figura
del Cusco. Y subrayamos, heroicamente, pues en esta tierra hay posibilidades
y caminos para todo, menos para el arte. Rozas, en el rincón de su atelier bohe-
mio, ha hecho obra copiosa, impregnada de cierto populismo e indigenismo no
siempre realmente sentidos. Pero, en cambio, su obra como paisajista no deja
de tener valor. Hace ya tiempo que Rozas estaba acogido a los beneficios de un
mísero sueldo de determinada institución, que, a pesar de los esfuerzos que re-
presenta, se lo daba con cierta displicencia -que es la que encontramos siempre
donde quiera que dirijamos la vista- por las cosas del arte, con mayor razón aún
por el plástico. Es verdad que la música popular, precisamente por ser de este
tipo, va reivindicando sus fueros a través de “La hora del charango” y otras ma-
nifestaciones.
Por eso, convenía a Rozas salir de aquí, airearse en algún mejor ambiente
y, en el peor de los casos, exponer sus cosas, con el fin de poder recuperar el ím-
probo trabajo pictórico de años, que por estos trigos no tiene valoración alguna,
así que represente nada más que la soldada de un mes de un solo funcionario.
Rozas se va a Lima y es de desear que triunfe por allá el pintor paisano.
Enrique Camino -de quien no ha habido una coyuntura favorable para
ocuparnos de su obra, al menos de la que ha realizado en el Cusco- también
regresa, después de varios meses de permanencia en esta capital incaica. Él ha
tratado nuestras callejas y casas desmochadas, las plazas anchas y arrabaleras,
y nuestros tipos populares reconocidos en cualquier punto de la tierra, indios
y cholos, con una visión sintetizada y estilizada, distorsionando a veces los ras-
gos raciales, consecuencia de su formación en la Academia Nacional de Bellas
Artes, que ha sufrido tan profundamente la influencia del actual director José
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para también depuradS. Esta tarea incumbe a una institución especializada, que
en este caso no podría ser otra que el Instituto Americano de Arte, de reciente
creación.
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Gil Coimbra, por sus referencias, es procedente del Beni, la montaña de Bolivia.
Es entonces un tropical, un hombre de la selva. De allí que haya comprendido tal
vez con facilidad, sin el doloroso proceso de adaptación del altiplanense, el me-
dio y el escenario chaqueño, viviendo como soldado en aquella contienda que
ha sido justamente calificada como la guerra del petróleo, entre los monstruos
rivales: Standard Oil y Royal Dutch Shell.
Menudo, tostado por los soles amazónicos, es vivaz y comunicativo; ca-
rece de la reconcentración muda y un tanto hosca de los hombres de la estepa
aimara. Por lo que él dice y se autojuzga, su temperamento es optimista, diná-
mico. Cierra los ojos a la tragedia presente y prefiere ver el porvenir con mirada
entusiasta. Se diría que es un alma matinal, por contraste con el espíritu crepus-
cular, decadente. Este es, al menos, el sentido que quiere atribuir a sus pinturas.
No juzgamos con el dogmatismo de quien pueda oficiar de crítico. Por eso cabal-
mente tomamos en cuenta lo que el artista piensa de sí y lo ponemos frente a lo
que su obra nos sugiere.
La contienda del petróleo, que llevó a la carnicería de los desiertos y bos-
ques del Chaco a una generación valiente y esforzada de ambos lados —gene-
ración impregnada solo superficialmente del repudio bélico de la hecatombe
imperialista del 14, que se entusiasmaba de la prédica de Clarté y hacía credo
del equívoco Au-dessus de la mêlée de Rolland—, ha forjado en nuestro continente
una literatura y un arte de guerra y posguerra. De esas falanges sacrificadas ha
salido Gil Coimbra. Es un sobreviviente del «aluvión del fuego».
En los días de la movilización, intelectuales avanzados trataron en vano de
inyectar el odio a la carnicería y el repudio de los medios de violencia. Nada pu-
dieron hacer, porque el torrente desatado de pasiones había ganado a las masas.
Pero, luego, el horror de la sed en los fortines, la malaria y las fiebres tro-
picales, el mal de la selva que diezmaban regimientos íntegros de indios aimaras
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Juan G. Medina, que fuera discípulo del inolvidable maestro don Daniel Hernán-
dez en la Escuela Nacional de Bellas Artes de Lima, después de largo paréntesis
durante el cual dejó colgada la paleta y empolvados los pinceles, ha vuelto a re-
querir sus instrumentos y, poseído del fervor cusqueñista, se suma a la nutrida
hueste garcilasiana, que trata de conmemorar dignamente el cuarto centenario
del advenimiento al mundo del gran historiador.
En efecto, nos mostró el otro día un boceto a la acuarela que representa a
Garcilaso de la Vega, de quien, como es notorio, no se conocen los rasgos fisonó-
micos precisos. Ningún documento iconográfico existe sobre nuestro hombre
representativo en letras, ni siquiera una prosopografía. A ceñirnos a las eruditas
disquisiciones de los más esclarecidos garcilasistas, como nuestro coterráneo
Maese Reparos, nunca se le ocurrió al genial mestizo trazar su autorretrato, tal
lo hiciera alguna vez Cervantes, pintando con la pluma sus caracteres faciales,
los mismos que sirvieron al pintor Juan de Jáuregui para graficar en el lienzo la
cabeza del Príncipe de los Ingenios.
Descartado queda de facto el cuadro que se suponía como retrato de Gar-
cilaso, existente en el museo de nuestra universidad, no siendo más que un ar-
cángel San Miguel áptero, con un bigotillo y mosca de señorío de la época.
Para encontrar alguna fuente de información, por remota que sea, Medi-
na ha tomado por modelo el retrato de un lejano descendiente de Garcilaso por
la línea materna, el Dr. don Manuel de la Vega, bisabuelo del que fuera ilustre
periodista Dr. Ángel Vega Enríquez, adquirido por este caballero en Lima y hoy
de propiedad de uno de sus herederos.
Se trata de un tipo de mestizo con mayor porcentaje indígena. Tez cetrina,
alta y pronunciada la frente, la nariz gruesa y en pico de águila, ojos ligeramente
oblicuos de escleróticas amarillentas y con la característica mirada india, tími-
da e inquisitiva al mismo tiempo, la boca de labios ni befos ni finos, barba rala
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Por segunda vez viene al Cusco Francisco de Santo, que estuviera hace algunos
años en esta ciudad captando motivos cusqueños que obtuvieron éxito en Bue-
nos Aires, en las muestras particulares que realizó el artista y en certámenes
artísticos internacionales. El gran rotativo La Prensa publicó a todo color en
una página íntegra de sus magníficas ediciones dominicales el óleo del santo
Taitacha Temblores, y la crítica argentina consagró con unánime aplauso al pin-
tor. Después, De Santo, asimilándose a las nuevas direcciones artísticas que
seguían el ritmo de los movimientos sociales, decoró con grandes murales al
estilo de la escuela mexicana de Rivera, la Casa del Pueblo de Buenos Aires,
y en ellos el artista se identificó con el trabajador argentino: pintó al carga-
dor de los muelles sobre el fondo crispado de mástiles de la rada, al labrador
pampero en sus faenas habituales y como un símbolo de la riqueza agrícola
y del dominio de la técnica moderna la arquitectura cúbica y vertical de los
elevadores de granos. Ya antes, Quinquela Martín, el pintor de La Boca, uno
de los más grandes pintores argentinos, renovando técnica y acendrando en
sentido social, su temario había elevado un himno al trabajador argentino en
magníficos murales.
De Santo adquirió con esa obra, de pronto, una dimensión continental e
internacional. De apreciable pintor de caballete, se puso al lado de los grandes
fresquistas mexicanos que, con Rivera y Orozco a la cabeza, impusieron al mun-
do no solo una técnica renovada en el fresco mural, sino un signo obrerizante y
revolucionario a la pintura.
A algunos años De Santo reaparece en el Perú y lo vemos en Puno, atraído
por la belleza imponderable del gran lago y la silueta hierática de los balseros y
pescadores collas. Y es su obra realizada en la ciudad lacustre la que de manera
particular nos interesa. Hace poco se inauguraron en el mercado de Puno los
paneaux murales con que ha decorado sus paredes. Los hemos visto a través de
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Demicheri es un joven pintor uruguayo, que ha pasado casi toda su vida en Pa-
rís. Uruguayo de nacimiento, no tiene de americano sino eso que para muchos
hombres no pasa de un mero accidente geográfico: la patria, el rincón nativo.
Trotamundos, inquieto, hastiado como Gauguin del cosmopolitismo pari-
sino, se viene a América, como quien dice «de retorno». Pero él está descubrien-
do recién su América; el continente nativo es para él una revelación un mundo
nuevo y maravilloso. En su charla vivaz, salpicada de anécdotas bohemias de la
Ciudad Luz, hoy en tinieblas por las necesidades de la guerra, añora ya sus cafés,
sus peñas y sus mujeres. Lindas modelos de rulos a la permanente, boca tenta-
dora y pintada, de «a tantos francos la hora», o graciosas midinettes y floristas
que llevan la tragedia de Mimí.
Caído en el Perú, de paso a su tierra, Demicheri ha buscado para su fino
arte de pastelista, el espectáculo más imponente: la naturaleza. No el paisaje de
las ciudades viejas sembradas de ruinas de antiguas civilizaciones, tras del que
corre el turista vulgar, sino aquella parte en que el hombre no ha puesto su hue-
lla: la selva. El enigmático y genial Gauguin se fue a las lejanas islas de la Oceanía
y este francés nacido en el Uruguay, cosmopolita refinado, viene fascinado por
el trópico que le seduce con sus lujuriantes océanos vegetales, el ímpetu de sus
ríos y sus raras voces misteriosas.
Después de echar un vistazo a Lima, se va a Chanchamayo y llega hasta las
márgenes del Perené, convive con tribus salvajes y, al mismo tiempo que trasla-
da visiones de la selva con sus frágiles barritas de colores, la cámara que no le
falta trabaja incansable, impresionando centenares de placas.
Venido del sur, deja de lado el paisaje urbano de nuestra ciudad y prefiere
irse por los campos y las aldeas. Planta su tienda de campaña en Quiquijana,
encantador villorrio, y retrata indios y visiones camperas de la quebrada quis-
picanchina. Siempre atraído por la jungla, se aventura en espectacular viaje por
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Es huésped del Cusco, desde hace pocos días. Ramón Subirats, pintor argentino
de las sierras de Mendoza. Su nombre nos era bastante conocido a través de
reproducciones de sus obras en diarios y revistas de su país, que con tanta pro-
digalidad nos llegan. Subirats es un artista ampliamente cotizado y apreciado
en América y Europa. No necesitaría, por eso, mejor carta de presentación que
su nombre para quienes están informados del movimiento artístico de nuestro
continente.
Por la información diaria, se sabe de la misión que trae: alta misión conti-
nentalista de cultura y de mutuo conocimiento de los pueblos de todas las Amé-
ricas. Realiza el viaje de sur a norte, de sus pampas argentinas a los Alleghanys
norteños. Hace algún tiempo, en sentido inverso, pero en misión semejante,
recorría también el continente un gran pintor norteamericano Mr. Eben F. Co-
mins, que incidió igual que nuestro huésped argentino, haciendo estación en
este nudo cordial de América, que es el Cusco.
Hemos charlado con Subirats, hemos visto originales suyos que lleva en
su carpeta de viaje, un voluminoso álbum de reproducciones fotográficas de sus
mejores obras y asomado a aquello que los artistas siempre guardan con cierta
cauta reserva, pues, no lo dicen sino lo expresan en su obra: su concepto del arte.
Mientras pasan ante nuestros ojos extasiados, carbones y sanguinas, con
semblanzas de rudos tobas y guaraníes, descendiente del cacique Tabaré del
poema zorrillesco, bigotudos gauchos, nietos de Juan Moreyra y Martín Fierro,
el propio don Segundo Sombra en persona, pálidos mesías de los yerbales para-
guayos, mujeres del pueblo, de extraño aire flamenco y gitano, finos quechuas
de Potosí y Cochabamba, lindas cholas paceñas y recios balseros aimaras del
Titicaca —todo el itinerario étnico, desde el Mar del Plata hasta el Cusco—, habla
el maestro con su duro acento catalán. Subirats, lo dice el apellido, es hijo de
padres españoles.
Creo, dice, que andan equivocados los pintores americanos que desfiguran
al indio presentándolo monstruoso, lombrosianamente degenerado. A través de
las figuras que nos dan los pintores enrolados en ciertas tendencias actualistas,
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Entonces el enamorado que cumple un sino vital escala los muros intoca-
dos de Ajllahuasi y rapta a la princesa. Los presagios misteriosos que gravitaban
sutilmente sobre los personajes del primer acto se han cumplido. Se anega el
Imperio en un mar de sangre: la guerra civil se enciende.
Ollantay, el Titán, que reconoce un Dios más antiguo que el Sol, la Pacha-
mama, la Tierra, de cuya entraña surgió armado de su destino como Minerva de
la cabeza de Zeus, se desposa con Ccoyllur en la fortaleza cuyas piedras pusieron
sus ancestros, cíclopes maravillosos de la oscura dinastía de los amautas, sobre
las plataformas megalíticas de tampu.
Allí se trueca en realidad el mito telúrico: el hijo de Tierra comparte el le-
cho nupcial con la hija del Cielo. La sangre divina y humana se han unido en un
espasmo inmortal y eterno del que ha de nacer un mundo.
Pero el hilo de la trama invisible continúa tejiendo la tragedia. Nada hay
tan fugaz como la dicha y la traición sirviendo a la lealtad que hace caer a los
héroes en las redes de un ardid, y Rumiñahui, fiel al Inca del Cusco, entrega la
fortaleza del tampu. Viene la expiación cruel, inexorable como el propio destino.
Ollantay muere devorado por las llamas y ante su cabeza degollada y sangrienta,
la amada, que ahora es madre, lanza una imprecación que es la rebelión de la li-
bertad contra el hado. Condenada al destierro, lejos, muy lejos, al confín del Im-
perio, más allá de las pampas australes, al final, límite donde se confunden en
una horizontal desesperante el cielo y la tierra; lleva en sus entrañas maternales
y prolíficas el nuevo hombre que tiene la sangre solar de los dioses y la savia fe-
cunda de Pachamama. Es el nuevo americano, tendrá en su cabeza la lumbre del
Sol y sus pies asentarán sobre la más bella naturaleza del planeta. Será el Hom-
bre Sol, el nuevo Ayar de la palingenesia continental. Un día será San Martín
atropellando las cumbres nevadas del Aconcagua o Bolívar posando su planta
sobre la cúspide del Chimborazo. Artista o héroe, legislador o descubridor de
los misterios de la vida, este nuevo Ayar Eurindio es la síntesis suprema de nues-
tro mundo. «Ollantay es el más viejo mito de la liberación americana. Así lo he
concebido, y tal es el sentido actual de mi tragedia», concluye don Ricardo Rojas.
Esa es la tragedia del maestro argentino. Es un Ollantay creado a su ma-
nera, libremente, sin sujeción a lo estrecho de la tradición conservada ni a los
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moldes de la forma. Un Ollantay nuevo, que poco tiene de aquel, cuyas sonoras
imprecaciones escuchamos embelesados en el más puro y castizo quechua de
nuestros abuelos. «No es un drama histórico de color local, sino una tragedia
que representa, con figuras humanas, un misterio ecuménico». Pueden quedar
satisfechos los celosos guardianes de la tradición.
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Entre las diversas agrupaciones culturales y artísticas de Lima, ocupa lugar des-
tacado, por la amplitud y eficacia de su programa y su obra, la Asociación de Ar-
tistas Independientes del Perú, que reúne a un sector apreciable de los jóvenes
cultores del arte de la capital. Los Independientes forman un núcleo bastante
amplio en el que caben las más diversas tendencias y modalidades. Presentan
una especie de frente común de los artistas en oposición a un seudooficialismo
representado, en forma un tanto paradójica por la Escuela de Bellas Artes y por
las capillas cerradas que mantienen un aristocratismo demodé a esta hora. Tal es
el caso de las tres A (Asociación de Artistas Aficionados), La Ínsula de Miraflores
y otras. La flamante Asociación de Maestros, Artistas y Escritores Católicos es un
contrabando fascista. La encabezan, precisamente, los corifeos del conservado-
rismo más ultramoderno y reaccionario. Sale de esta marca antipática la Asocia-
ción de Escritores, Artistas e Intelectuales de tendencia claramente democrática
y constructiva.
Los Independientes organizaron, en enero de 1937, el Primer Salón de su
grupo, que constituyó la mejor muestra colectiva que se vio en la capital en los
últimos años. Su resonante éxito animó a los artistas reunidos en este grupo
para organizar otras muestras periódicas como los salones de primavera e in-
vierno, ambos con halagadores resultados.
Ahora la Asociación de Artistas Independientes prepara su Segundo sa-
lón para julio próximo. Esta vez se trata de darle al salón una mayor amplitud,
tendiendo a que sea no solo una expresión de sus asociados de Lima, sino de
los artistas de todo el país, el anticipo de un verdadero Salón Nacional, que el
Estado está obligado a crear para impulsar las actividades artísticas con un am-
plio sentido nacionalista y a fin de colocar a nuestro país en el nivel que ya le
corresponde, respecto de las demás naciones sudamericanas. En Chile, en la
Argentina, en el Brasil, existen no solo salones nacionales, anuales, sino exposi-
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ciones internacionales del prestigio y los alcances de los de Viña del Mar. En el
Perú andamos, como en muchos otros aspectos, lamentablemente a la zaga de
estos países hermanos y vecinos. Aquí, el arte es un lujo que no está al alcance
ni de sectores sociales con posibilidades económicas y, menos aún, de las masas
populares.
La Asociación de los Independientes puede llegar a cumplir esta tarea,
ahora que está al frente del gobierno, un hombre culto que valoriza el papel
social del arte, y dispuesto a favorecer el desenvolvimiento artístico, como en
repetidas y públicas ocasiones, ha manifestado el Dr. Prado.
Organizar la concurrencia de los artistas del sur al Segundo Salón de los
Independientes es la misión que trae el joven escultor cusqueño señor Max Bé-
jar Orós, teniendo ya apreciable obra en los medios artísticos limeños. Béjar fue
discípulo de Manuel Piqueras Cotolí, el gran orientador del arte neoperuano, y
del recordado maestro Daniel Hernández en la Escuela Nacional de Bellas Artes.
Expuso trabajos suyos en el Primer Salón de los Independientes y en los suce-
sivos salones de primavera e invierno, mereció honrosos juicios de la crítica y
elogiosos comentarios periodísticos. Con Velazco Núñez y Amadeo de La Torre,
forma el grupo de los escultores cusqueños residentes en Lima.
Conocedores de la misión que trae el escultor paisano y las halagadoras
noticias que pone a nuestro alcance sobre el movimiento artístico capitalino,
hacemos, por nuestra parte, un llamado cordial a los pintores, dibujantes, escul-
tores, grabadores, tallistas, ceramistas y demás artistas plásticos para que parti-
cipen en el Segundo Salón de los Independientes enviando sus trabajos.
Entendemos que el Concejo Provincial del Cercado, las asociaciones cul-
turales y sociales y otras instituciones de la localidad deberán otorgar algunas
facilidades para el envío de obras a la capital, para contribuir de esta forma al
fomento y desarrollo del arte cusqueño, que atraviesa un período anémico, por
falta, precisamente, de ambiente y de estímulo.
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Hace pocos días fue exhibida en la ciudad una última obra del escultor obrero
Felipe Coháguila: un Corazón de Jesús, tallado directamente en granito rojo. Co-
háguila es un obrero picapedrero, pero dotado de excepcionales condiciones
para el arte plástico. Es autor de unas esculturas líticas destinadas al proyectado
atrio monumental de San Francisco, que hace tiempo fueron subrepticiamente
llevadas del Cusco, en la misma forma como se ha saqueado y se continúa sa-
queando las más valiosas obras de arte colonial y precolombino.
Coháguila, pese a su condición de oscuro obrero, no es un desconocido.
Cuando vimos por primera vez sus figuras de la simbología franciscana —de esto
hace muchos años—, nos llamó profundamente la atención el realismo fuerte,
aunque ingenuo y falto de técnica, de sus trabajos. Posteriormente, lo conoci-
mos en persona y hemos seguido sus pasos.
En su última obra, Coháguila se ha superado grandemente. El Corazón de
Jesús, facturado para el túmulo funerario de la familia Coello Rozas, es un traba-
jo que alcanza las características de una real obra artística. El artesano picape-
drero ha pedido a su cincel el máximo rendimiento, haciendo surgir del bloque
pétreo un Cristo de rasgos indígenas y fuertes. La cabeza está bien tratada y me-
jor lo están las manos, trabajo que ofrece las mayores dificultades para quien
conoce el oficio.
Evidentemente, Coháguila tiene pasta de escultor. Si todavía hiciera un es-
fuerzo por disciplinarse adquiriendo los conocimientos indispensables del dibu-
jo y del modelado, tendríamos en él a un verdadero artista dominando el género
más difícil en escultura: la talla directa en piedra. Coháguila resulta así un epí-
gono de los alarifes y escultores indígenas y mestizos de la Colonia, de cuyas ma-
nos surgieron las maravillas de los templos de Juli y Pomata, de San Agustín de
Arequipa, y La Merced y la Compañía, en el Cusco. Precisa estimularlo y guiarlo,
sin regatearle el elogio sincero. Quisiéramos ver a Coháguila estudiando dibujo
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Para nuestro público aficionado, no son desconocidos los nombres de los pinto-
res que integran la valiosa muestra enviada por el Instituto Americano de Arte
de la ciudad lacustre al Cusco, como espléndido homenaje en su clásica semana.
La exposición puneña ha sido visitada con cariño por miles de personas en los
pocos días que ha permanecido abierta en el viejo Salón Bernardino.
Desde tiempo sabíamos que en Puno militaba un grupo de artistas que
había levantado, hasta un puesto de honor, los valores plásticos de esa heráldica
tierra que blasona de azur inefable el lago más alto del mundo. Los «laikakotas»
desplegaron tan buena labor cultural y artística como los «juveniles» de Arequi-
pa y los Kuntur del Cusco hace unos tres lustros, cuando desde su tribuna conti-
nental de Amauta orientaba el arte y el pensamiento peruanos la voz precursora
del grande José Carlos Mariátegui.
El grupo Laikakota llevó los lienzos y cartones de sus componentes a
Lima, a Viña del Mar, a Buenos Aires, a San Francisco. Recordamos que Ama-
deo Landaeta, abogado y hoy magistrado severo que tiene todavía fresca de
colores la paleta y prontos los pinceles, obtuvo alguna alta distinción en el
certamen internacional de Viña. La pintura puneña tiene ya su tradición y sus
años. Y no hay, sino que recordar a Enrique Masías, uno de los más brillantes
y sensitivos coloristas dentro del retardado impresionismo peruano que, en
sus postrimerías, trajeron de Europa y Mar del Plata, don Teófilo Castillo, En-
rique D. Barreda y los discípulos y amigos de estos. Pero aquel promisor mo-
vimiento parece haberse detenido sin acusar mayores progresos; fenómeno
que, por otra parte, no es nada extraño, ya que lo constatamos a través de todo
el país, incluso en el mundo entero, excepción hecha de la Unión Soviética,
donde, por ser una nación en progreso ascendente y no interrumpido por las
periódicas crisis del capitalismo —del cual depende directa o indirectamente
en el resto de la tierra—el arte en general ha subido a los más altos rangos,
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con más claridad y sean más libres y más dichosos. Me he hecho comunista
porque los comunistas son los más valientes en Francia, en la Unión Soviética y
en mi propio país, España. Desde que me adherí al partido, me siento más libre
y más integro que nunca».
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nas la huella de un hilo finísimo. Entre estas dos maneras de expresión polares,
desenvuelve su obra. Pero hay una tónica general que armoniza el conjunto
como en el teclado de un piano. Los más finos registros, los pianísimos, «es-
tán en las láminas xilográficas que, para el ojo atento, explayan inverosímiles
gamas en dos únicos tonos: blanco y negro. Las notas graves las encontramos
en la amplitud de las superficies del pongo», que recuerda sin quererlo uno de
los frescos de la Preparatoria o de la Secretaría de Educación de Diego Rive-
ra, hasta ese espléndido regalo de color, tan indio en el sabio equilibrio de sus
elementos y en la armonía decorativa de su conjunto, que es wakha y khusillo
(número 6 del catálogo).
Deberíamos observar, además, que una secreta y torturante nostalgia
perfuma, como acre aroma de flores sepulcrales, la obra esencial del artista.
Contemplad si no la mayoría de las maderas: Lamento, Muerte de Willka, Visión,
Funeral, Elegía, Sombra Eterna, y podríamos seguir la lista. Sobre los tétricos fon-
dos de la madera entintada, con leves golpes de gubia, a manera de errantes
luces fatuas, el artista ha ido fijando visiones de terror y de pesadilla o dolorosos
idilios de sombras espectrales. Sopla por allí el hálito misterioso de los poemas
torturados de Edgar Allan Poe sobre los tristes acantilados de la Isla de la Muer-
te. En una de sus planchas, Yllanes ha representado incluso su propio funeral,
como el emperador Carlos V en su palacio de San Jerónimo de Yuste.
No caben aquí los paralelos. Tal vez las concepciones de Delhez, el genio
dantesco de Gustavo Doré, en sus ilustraciones de la Divina comedia, la macabra
fantasía del viejo Durero. Pero Yllanes ha puesto en muchos de sus grabados una
interrogación a la Esfinge.
Este culto de la muerte, ¿quién sabe si resulta una reminiscencia de esoté-
ricos cultos indígenas o el trauma que la diaria visión de la destrucción final dejó
en el artista —excombatiente del Chaco— el horror de la guerra?
No podemos creer que esta obsesión del misterio sea una pura actitud li-
teraria en Yllanes. Por el contrario, es una cuestión temperamental. Por esto,
asoma hasta en sus más alegres danzas (Wiracocha danzante) y lo acentúa la ca-
rroña humana, pasto de las hormigas, atada al «palosanto», en medio de los fes-
tones de la profusa flora tropical, donde, para completar la alegoría, emergen las
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Antes de morir, ya enfermo sin remedio, todavía quiso ver por última vez
y despedirse de las viejas y ruinosas calles, y los patios soleados perfumados de
mirtos y de retamas que tantas telas le habían inspirado.
Toribio nos daba la impresión de uno de esos cactus hieráticos erguidos
sobre la rocalla de las cumbres que reproducía con extremada frecuencia.
Silenciosamente, como había vivido, Don Toribio Ponce se va de la vida,
llevándose en las pupilas el último paisaje cusqueño que ya no alcanzó a pintar.
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Al par que artista del pincel, Figueroa Aznar fue también hombre de ac-
ción y de trabajo. Paucartambo le debe no pocas obras de aliento y de progreso.
Él fue uno de los pioneros de la colonización de la selva de Ccosñipata. Si la me-
moria no nos es infiel, trabajó en la apertura de la gran carretera de penetración
de Huambutío a Itahuanía y, con su esfuerzo, abrió las rutas del progreso a esa
región ubérrima de nuestra montaña al lado de Sven Ericson, ese vikingo escan-
dinavo de visión progresista y genial.
Como maestro, no fue egoísta de sus conocimientos. Fue profesor de Pin-
tura y Dibujo en la primera academia que sostuvo el Centro Nacional de Arte e
Historia, bajo la dirección visionaria del insigne cusqueño Ángel Vega Enríquez.
Como todo artista de estirpe, Juan Manuel Figueroa Aznar hizo vida de bo-
hemio elegante y fino, formó parte de todas las peñas y agrupaciones de artistas,
poetas y escritores que surgieron en el Cusco, hace dos o tres décadas.
El destino quiso que, después de haberse trasladado a su Lima natal, vi-
niera a dejar sus despojos al rincón de tierra al que estuvo ligada buena parte
de su juventud y de su obra: el Asiento Real de Paucartambo. Allí, en ese oasis
de paz, cerró sus ojos el querido artista, y la tierra, cuyas bellezas cantó con sus
pinceles, cubrirá por siempre su mortal vestidura.
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ra, posee una aguda visión y un fino y penetrante sentido de la ironía. Muchas
de sus caricaturas, en sus líneas estilizadas y sobrias, son verdaderas epopeyas,
sondajes caracterológicos que bien pueden servir a los psicoanalistas para des-
cubrir en ciertos personajes ocultos complejos freudianos. Aparte de ello, ha do-
minado el oficio con su trazo elegante y depurado, su línea estilizada y moderna.
Tenemos en Juan Bravo a un artista de vena, a un brillante y buido humo-
rista, que alterna la caricatura y la chirigota con la pintura profesional en serio.
No le vamos a escatimar nuestro más cordial y franco aplauso, nuestra admira-
ción a su indiscutible talento y, sobre todo, la estimativa de su tozudo esfuerzo
para vivir del arte y como artista, aquí, donde los artistas están condenados a la
miseria y al hambre.
El Instituto Americano de Arte, que tengo el honor de representar en esta
actuación inaugural, se complace en ofrecer, al culto público cusqueño, la mag-
nífica muestra de caricaturas de su socio, el artista Juan Bravo Vizcarra, como un
homenaje al Día del Cusco.
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Exposición pictórica
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Febrero de 1956
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El Corpus en película
No solo los yanquis monopolizan el séptimo arte para presentarnos como tribus
africanas y semibárbaras. Tal como ocurrió en el caso reciente de un bodrio
cinematográfico -el cual tomó por escenario al Cusco-, que suscitó, con sobrada
razón, la indignada protesta de personas que aman y veneran esta tierra nuestra
y de nuestros mayores; también en el Cusco pueden hacerse películas a colores,
usando técnica, arte de buena ley, visión plástica y, sobre todo, cariño por nues-
tras cosas. Queda demostrado a plenitud este acierto, con el corto film docu-
mental realizado por Manuel Chambi, cineasta aficionado que ha trasladado a la
pantalla nuestra pintoresca, colorida y multitudinaria fiesta del Corpus Christi.
Hemos visto la corta revista de Chambi y confesamos haber gozado ín-
timamente al ver proyectados trozos palpitantes de la vida de nuestro pueblo,
escenas del acontecer diario a las que no damos importancia, porque nos encon-
tramos en medio de la escena y somos actores del drama, pero que, llevadas a la
cinta pancromática, nos causan la misma impresión que cuando nos miramos
en un espejo: uno inmenso y móvil, que reflejara el rostro innumerable, protei-
co y cambiante de la multitud. ¡Cómo cobra vigor, relieve y profundidad vital,
en derroche de color y de luz, el escenario gigante de nuestra plaza mayor y de
nuestras viejas calles inundadas de gente, en esa eclosión de espectáculo pagano
más que cristiano, que es el Corpus cusqueño!
Al color se asocia el sonido, con el fondo musical grave y solemne de los
carrillones catedralicios, que acompasa el tañido profundo y áureo de la María
Angola; el ulular de los caracoles indios; la fanfarria de los cobres y el trepidar de
los parches. Sonido y color con el sabor incitante de los fiambres, el regusto de
la chicha de jora cusqueña y el aroma de las frutas tropicales. Todo lo que el Cor-
pus representa como fiesta de los sentidos: el mitin de los patronos parroquiales
recargados de joyas, con sus gestos hieráticos y adustos; sus costosos trajes reca-
mados de oro, conducidos sobre andas de plata por centenares de devotos cur-
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vados, bajo el paso ominoso de los tronos metálicos; la música de las campanas
echadas al vuelo; el ruido de las marchas ejecutadas por decenas de murgas; el
regalo de los picantes y el frescor de la chicha y de las frutas expuestas al aire li-
bre. Amparando la escena, un cielo espléndido festoneado de ampulosas nubes,
cielo añil serrano y la caricia cálida y generosa del Sol de los Incas.
Y como personaje central la multitud arremolinada bajo los altares, junto
a las estatuas patronales, en los pórticos de los templos y en las calles anegadas
de luz cenital. Pueblo de indios y de cholos, pueblo peruano, masa democrática
y multicolor. Al final, la velada nocturna con la jarana del cargo, al son del cha-
rango, quena y pampa piano.
En suma, un espectáculo pánico, eufórico, toda luz y todo sonido.
Con ser nada más que una versión realista de una fiesta popular, la revista
plasmada por Cucho Chambi, con parcos y reducidos medios técnicos, es una
muestra de lo mucho y bueno que se puede hacer en materia de cinematogra-
fía aquí en el Cusco, sin salir de él. Por ello, es justo saludar con entusiasmo el
nacimiento de una cinematografía cusqueña, alumbramiento que, desde luego,
constituye signo augural y edificante.
Nuestras dos manos tendidas para Cucho Chambi por su magnífico Corpus I.
Au revoir, monsieur.
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Desde hace varios meses se encuentra en el Cusco el gran pintor croata Kristian
Krekovic, quien está trabajando intensamente en una serie de grandes cuadros
sobre temas de las culturas antiguas del Perú. Kristian Krekovic es un fervoroso
peruanista, a tal punto que ha optado la nacionalidad peruana y está enamo-
rado del maravilloso arte de las culturas precolombinas, a cuya interpretación
se dedica con ejemplar entusiasmo. Pintor de fama internacional, altamente
cotizado en los medios artísticos del Viejo y del Nuevo Mundo, ha pintado re-
tratos de reyes, príncipes y magnates de la banca, el comercio y la industria.
Sus obras sobre motivos peruanos constituyen verdaderos documentos etno-
gráficos —de manera especial, los trajes, tejidos, joyas y tocados que usaban los
antiguos habitantes del Perú—, pues las ha ejecutado previo minucioso estudio
en museos y colecciones particulares de Europa y América. Su documentación
en este orden es prolija. Actualmente, trabaja las cabezas de sus personajes,
sobre modelos escogidos por él mismo. Deberá terminar su obra en Lima y,
posteriormente, en Estados Unidos y Ginebra, lugar donde reside. Una vez con-
cluidos los cuadros, estos formarán una muestra magnificente de la vida de los
antiguos peruanos. En ella se incluirán a los emperadores incas, los tejedores
de paracas, los curacas y reyes mochicas, los ceramistas de nasca, los construc-
tores de chavín, tiahuanaco y Sacsayhuamán en grandes telas llenas de luz y de
colorido admirables.
Hemos conversado ligeramente con Kristian Krekovic y lo que más nos ha
entusiasmado es su propósito de legar a la ciudad del Cusco una galería o museo
local, especialmente construido según un modelo diseñado por él mismo, en el
que se reuniría toda su obra peruanista, a fin de que ella no quede dispersa a su
muerte. Para realizar esto cuenta con el apoyo de varios amigos suyos, gentes de
fortuna que disponen de los recursos necesarios para hacer realidad los nobles
propósitos del artista.
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Hartmut Winkler S.
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Nemesio Villasante
El Instituto Americano de Arte, que tiene por misión propiciar toda manifes-
tación de cultura y se precia de ameritar nuestros propios valores artísticos, se
complace esta vez en presentar al público cusqueño la muestra pictórica del dis-
tinguido artista señor Nemesio Villasante Gonzáles, quien, con oportunidad de
la Semana Jubilar del Cusco, y como homenaje a la ciudad, exhibe una selección
de sus últimos trabajos.
Nemesio Villasante no es, en modo alguno, un desconocido en el campo de
la plástica nacional. Su valiosa obra de pintor y maestro es bien apreciada por crí-
ticos y conocedores en Cusco, Lima y otras ciudades donde ha expuesto con éxito.
Paucartambino de nacimiento, Villasante Gonzáles ha sabido captar, con su ávida
pupila de pintor, la maravillosa sugestión de su pueblo natal, que —plásticamente
hablando— es una joya y un relicario de arte, y donde, por felicidad, aún no ha
llegado el bárbaro afán «progresista» que está destruyendo, con saña, lo mejor y
lo más valioso de las ciudades con pátina de gloria y de siglos, como el Cusco.
Cada vez que llegamos a Paucartambo y nos ponemos a vagabundear
por sus callejas tortuosas y silentes, y, asomados al arco heráldico del puente
de Carlos III, contemplamos arrobados las aguas azules del Mapacho lamiendo
con sus ondas los acantilados de pizarra en que se asienta el pueblo, nos senti-
mos transportados por fuerza de la evocación a esos lindos pueblos españoles
inmortalizados en los lienzos de sus pintores, desde El Greco hasta Zuloaga. Y
pensamos íntimamente, cuánta belleza rural encierra Paucar-Tampu (poético y
florido topónimo: posada del jardín) para inspirar a pintores y artistas plásticos.
Un paucartambino de adopción, como fue José Manuel Figueroa Aznar, plasmó,
hace muchos años, en pequeños lienzos los más románticos rincones del pueblo
y, entre otros, ese inverosímil balcón en esquina, florecido de geranios y claveles
que, por cierto, es digno de la inmortal pareja de los amantes de Verona. ¡Y cuán-
tas bellísimas semblanzas paisajistas se pueden pintar en Paucartambo!
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ser una excepción, y con mayor razón en la hora actual que vive el país, hora de
profundas y reales transformaciones. En esta coyuntura histórica trascendental,
cuando se comienza a reivindicar revolucionariamente los valores supremos del
Perú y la peruanidad, la cultura y el arte no podían estar ausentes. Bajo la som-
bra augusta del gran Túpac Amaru, genio tutelar de la revolución peruana, los
artistas como Baltazar Zegarra, altísima expresión del genio de la estirpe, tienen
que ocupar el sitial de honor que su obra y su trayectoria le depara.
Por eso, los amigos, los admiradores, los familiares de Baltazar Zegarra y
todos los intelectuales y artistas cusqueños presentamos nuestra emocionada
gratitud al Concejo Distrital de Santiago, que, de esta forma, está rindiendo ho-
menaje justísimo a la memoria de un gran artista, honra y prez de su tierra, en la
persona de su alcalde y de las distinguidas personalidades que han apadrinado
esta ceremonia. A todos ellos les decimos: mil gracias.
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Con ser tan antiguo y tan lleno de virtudes plásticas, el arte del grabado ha tenido
relativamente pocos cultores en el Perú y, de modo ostensible, el Cusco. Hacia la
segunda década del siglo, cuando el periodismo cusqueño se batía en sus años
heroicos y aún no había llegado el fotograbado ni se conocía el linotipo, los cli-
ché» y las ilustraciones gráficas para las publicaciones locales debían ser hechas
por artistas aficionados en la técnica de la xilografía y el grabado sobre metal,
que, por sus dificultades, era prácticamente desconocido. Algunos dibujantes
publicitarios de aquella época comenzaron a utilizar planchas de jebe y, poste-
riormente, el linóleo, que, por su pasta suave y compacta, era más asequible y
más al alcance de los cultores y aficionados al grabado. Con este procedimiento
aparecieron revistas humorísticas como las que dirigió el hoy olvidado carica-
turista, dibujante y extraordinario escultor Amadeo de Latorre; luego Kosko, la
magnífica revista de Roberto Latorre, que fue la primera ventana abierta a los
nuevos tiempos; Alma Quechua, de Humberto Pacheco; Kuntur, una revista que
hizo brecha, dirigida por Eustaquio Kallata; y más recientemente Waman Puma,
del recordado huamanguino Víctor Navarro del Águila; entre otras revistas y pu-
blicaciones eventuales que escribió e ilustró el grabador Lalo Díaz.
De aquellos años inquietos y revoltosos es Miguel Valencia Cazorla, enton-
ces colegial cienciano, artista por vocación que ha sabido mantener su indecli-
nable afición al grabado hasta nuestros actuales y prosaicos días. Muestra de su
vigorosa y recia perseverancia en el manejo de las gubias es su última exposi-
ción realizada en el Instituto Americano de Arte, esa auténtica Casa de la Cultura
del Cusco, fundada y alentada por el fervor cusqueñista y la visión profética de
José Uriel García, a la que Miguel Valencia ha prestado, en más de una oportu-
nidad, el aporte precioso de su amor por el arte y por su tierra natal, esta cruel
madrastra de sus hijos y madre amantísima de los ajenos, que continúa siendo
el Cusco, desde los tiempos del Inca Garcilaso.
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(Discurso fúnebre)
Señores:
La directiva del Instituto Americano de Arte me encarga el penoso deber
de dar la postrera despedida a uno de los pocos hombres que aún alentaba, con
su presencia física, a esta auténtica casa de cultura cusqueña, desde hace 36
años. El gran artista del lente —“el mago del lente”, como se le llamaba a Martín
Chambi, registró, a través de más de medio siglo, la belleza plástica iniguala-
ble de esta ciudad y los paisajes más característicos y auténticos de todo el Sur
del Perú— nos deja para siempre, después de una larga y fecunda vida dedicada
por entero al ejercicio virtuoso de su arte. Este hecho —la ausencia definitiva de
Martín— llena de congoja y pesar a todos los amantes del arte, a la intelectua-
lidad a la que estuvo vinculado por estrechos y fraternales lazos de amistad, al
arte nacional en conjunto.
Colla y puneño de nacimiento, Martín Chambi, luego de haber aprendido
los secretos de su arte en el estudio Vargas Hermanos de Arequipa, llegó bastante
joven al Cusco y aquí se quedó definitivamente enamorado de la luz fulgurante,
del hechizo y la magia de esta ciudad única y sin parangón. Aquí, con su agudo
e intuitivo sentido estético, su visión en profundidad de gentes y paisajes, plas-
mó, como ningún fotomecánico lo había hecho antes, añejos rincones, calle-
jas misteriosas y silentes, patios soleados, abruptas rocas y acérrimas cumbres
nevadas. Al mismo tiempo, atrapó con el visor de su máquina la reciedumbre
orgullosa de los hombres de su raza, los campesinos herederos de la formidable
cultura tawantinsuyana. Paisajes y tipos raciales sorprendidos en su inédita ori-
ginalidad fueron popularizados por Martín Chambi en revistas, libros, diarios y
millares de copias que, virtualmente, dieron la vuelta al mundo.
Su arte, hay que juzgarlo en dimensión estética, no es una vulgar función
mecánica, sino algo que transciende la limitación de la máquina y la fría técnica
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Julio Genaro Gutiérrez Loayza
para tocar los lindes de la creación artística. En cierto modo, Martín Chambi fue
casi un pintor: le faltó empuñar paleta y esgrimir pinceles. Nos ha legado todo
un fabuloso tesoro documental, ya que él catalogó, por puro amor al arte, sin
encargo de nadie, la riqueza plástica del Cusco que se perdió aquel mediodía del
21 de mayo de 1950.
Por eso, como amigo y admirador suyo, deposito ante sus yertos despojos
mi voz dolida, empapada de añoranza y saudade por las jornadas de bohemia ar-
tística de imperecedero recuerdo, vividos con cusqueños representativos como
Uriel García, el fundador de nuestra casa, Luis Velazco Aragón, Ángel Vega Enrí-
quez, Roberto Latorre, Francisco Olazo, José Sabogal, Camilo Blas y de cuántos
artistas, pintores y poetas, peruanos y extranjeros, llegaron en peregrinaje hasta
esta tierra.
Martín: amigo entrañable, artista magnífico, cusqueño de espíritu y de co-
razón, aquí en esta institución que fundamos y dimos vida, te decimos adiós, tus
amigos, tus consocios. Nos dejas la herencia de tu arte admirable y el recuerdo
inmarcesible de tu fino espíritu, eminente representativo de la raza.
Descansa en la paz de los justos.
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Julio Genaro Gutiérrez Loayza
de ojos azules») se daba maña para seguir modelando en arcilla. De sus manos
de aprendiz van surgiendo bocetos sobre temas peruanos que son su predilec-
ción por gracia e imperativo ancestral. Reúne sus terracotas y con ellas hace su
primera exposición allá por 1935.
La arqueología
Entusiasmado con los bocetos del joven escultor, don Rafael Larco Herrera, que
fue magnífico mecenas y hombre de gran sensibilidad, descubrió en Ccosi un
gran artista en agraz. Le ofreció alojamiento y alimentación, y encima un sueldo
que debía asignarse él mismo, en Chiclín, uno de los grandes ingenios azucare-
ros del valle de Chicama, donde su ilustre propietario y su hijo, el arqueólogo Ra-
fael Larco Hoyle, habían reunido la mayor colección de cerámica jamás poseída
por un solo hombre: el famoso Museo de Chiclín, que encerraba más de treinta
mil piezas distribuidas en treinta salas.
Fue el desiderátum de su carrera: Ccosi lo recuerda con no disimulada
emoción. Allí, asegurada su subsistencia, trabajó intensamente haciendo dibu-
jos, réplicas y calcos de millares de los famosos huaco retratos, empapándose
del extraordinario realismo del arte muchik. Tres años estuvo el artista inmerso
en ese fabuloso mundo de arcilla que constituye una completa y verdadera his-
toria plástica de la antigua cultura de los pueblos mochicas, cupisnique, tallán
y otros de la costa norte y central del Perú. De allí arranca su decidida vocación
arqueológica, porque, a decir verdad, Ccosi Salas antes que estatuario es un ma-
quetista, como él mismo se autocalifica.
De vuelta a Lima (con licencia de un año), se encuentra en la capital con
el padre de la arqueología peruana, el sabio Julio C. Tello, quien lo incorporó
al Instituto de Investigaciones Antropológicas que fundó y dirigió, convertido
ulteriormente en el Museo Nacional de Antropología. Con Tello, Ccosi trabajó
hasta la muerte del sabio, ocurrida en 1947. Recorrió, entonces, gran parte del
Perú, registró gráficamente las huellas y testimonios dejados por los antiguos
hombres del Perú. Estuvo con Tello en Chavín, Sechín, el callejón de Huaylas,
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Cusco, Machu Picchu, Puno y donde quiera, lugares en los cuales hurgó, excavó
y estudió el sabio.
De allí proviene su vasto conocimiento de las técnicas y procedimientos
de la arqueología de campo.
A la muerte de Tello, Ccosi Salas pasó al servicio del Ministerio de Educa-
ción, como escultor-maquetista en calidad de funcionario, y, últimamente, al
Instituto Nacional de Cultura.
La obra
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Julio Genaro Gutiérrez Loayza
Como escultor, Ccosi es autor de los bustos en bronce del sociólogo jurista y par-
lamentario puneño Dr. Mariano H. Cornejo, ubicado en la ciudad universitaria
de San Marcos, y del consagrado a la memoria del poeta, político y maestro Dr.
José Gálvez, en el Patio de Letras del antiguo local central de San Marcos. Una
memoria conmemorativa de la épica victoria de Tarapacá sobre los invasores
chilenos, erigido en Marcapomacocha, cerca de Lima, es, asimismo, obra del
escultor puneño. Otras muchas creaciones, como el dios mochica Naylamp, han
salido también de sus manos.
Quizá su prolongado trato con los millares de huaco retratos o vaso re-
tratos mochicas, su familiaridad con esas soberbias semblanzas escultóricas de
un realismo expresionista asombroso, influyó en la preferencia del artista por
el retrato escultórico. En este género, Ccosi Salas ha catalogado cerca de tres
centenares de personalidades importantes en los campos de las letras, las cien-
cias, las artes y la política nacional del medio siglo. Ante su caballete han posado
escritores, poetas, pintores, juristas, hombres de ciencia, políticos y maestros.
Ccosi los ha plasmado en barro, con una expresión realista de raíz inequívoca-
mente autóctona.
En este sentido, Ccosi es un runalluct’aq (escultor de hombres), un miti-
mae aimara formado en los talleres de los ceramistas mochicas de Chan Chan.
Contando solo a los cusqueños, ha retratado a Rafael Aguilar, Francisco Gonzá-
lez Gamarra, Roberto Ojeda, Armando Guevara Ochoa, Mariano Fuentes Lira,
Luis A. Pardo, entre otros muchos.
Durante los largos meses que el artista permaneció en Machu Picchu, como
dije, ejecutó innumerables apuntes, croquis al lápiz y más de cuarenta dibujos
a la pluma, que fueron la base documental para la gran maqueta del Museo de
Antropología y Arqueología. La serie de dibujos tiene evidente calidad artística,
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Cusco, 1974
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Fig. 3. Estudio de Julio G. Gutiérrez Loayza, autor de los 60 años de arte en el Qosqo
Santiago, Cusco de 2022
Fotografía: Gustavo Vivanco León
192
Fig. 4. Mariano Fuentes Lira. Sin título, S/F
Tallado en madera, 33 cm. x 38 cm.
Colección del Instituto Americano del Cusco
193
Fig. 5. Mariano Fuentes Lira. Bohemia, S/F
Acuarela sobre papel, 31 cm. x 23.5 cm.
Colección del Instituto Americano del Cusco
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Fig. 6. Mariano Fuentes Lira. Sin título, S/F
Lápiz carboncillo sobre cartulina, 31 cm. x 23.5 cm.
Colección del Instituto Americano del Cusco
Obra descubierta en el anverso de la obra del autor (Fig. 5), durante el registro fotográfico
por el equipo de esta edición: Victor A. Zúñiga Aedo, Gustavo Vivanco León, J. Nicolás Marreros Córdova,
Pamela C. Zamora Salazar y Julio A. Gutiérrez Samanez. 7 de junio de 2022.
195
Fig. 7. Mariano Fuentes Lira. Capilla del Altiplano, S/F
Óleo sobre yute, 53.5 cm. x 37.5 cm.
Colección del Instituto Americano del Cusco
196
Fig 8. Julio Genaro Gutiérrez Loayza. Santa Ana, 1933
Acuarela sobre papel, 49 cm. x 39 cm.
Colección del Instituto Americano del Cusco
197
Fig. 9. Santiago Guillén. Interior de una casa colonial, 1944
Acuarela sobre papel, 40 cm. x 29.5 cm.
Colección del Instituto Americano del Cusco
198
Fig. 10. Angel Vega Enriquez. Paisaje, 1903
Óleo sobre tela de algodón, 44 cm. x 31 cm.
Colección del Instituto Americano del Cusco
199
Fig. 11. Agustín Rivero. Templo de San Cristobal, 1941
Acuarela sobre papel, 48 cm. x 39 cm.
Colección del Instituto Americano del Cusco
200
Fig. 12. Francisco Gonzalez Gamarra. Procesión de Lunes Santo, 1920
Acuarela sobre papel, 50 cm. x 41 cm.
Colección del Instituto Americano del Cusco
201
Fig. 13. Francisco Ernesto Olazo Olivera. Adoración a Huanca, 1941
Óleo sobre yute, 103 cm. x 107.5 cm.
Colección del Instituto Americano del Cusco
202
Fig. 14. Agustín Rivero “k’orichaska”. Sin título, 1933
Óleo sobre lienzo, 45.2 cm. x 58.3 cm.
Colección del Instituto Americano del Cusco
203
Fig. 15. Juan Manuel Figueroa Aznar. Paisaje de Paucartambo, 1937
Óleo sobre cartón, 39 cm .x 33 cm.
Colección del Instituto Americano del Cusco
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CAPITULO III
Sabogal
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Hace 63 años, en 1919, llegó por primera vez al Cusco José Sabogal, que venía
desde la sierra del norte argentino, atraído por el misterioso embrujo de la ciu-
dad de los incas. Cusco era, en aquellos años, una gran aldea abandonada a su
suerte, en trance de desintegración: su población apenas llegaba a veinte mil
habitantes. Era maloliente y sucia, pero conservaba la traza antigua de sus calle-
jas, la paz arremansada de sus patios, sus rojas techumbres de teja y todavía no
la habían invadido el cemento, la calamina y los ambulantes. En aquel entonces,
pocos automóviles circulaban sus calles silentes.
El Cusco, que durante el siglo pasado recibió a viajeros ilustres, como sir
Clements R. Markham, George Squier y otros no menos famosos, comenzaba a
ser visitado por pintores que habían descubierto una riquísima cantera plástica
e inspiración para sus obras. Uno de los primeros fue el joven cajamarquino
Sabogal, quien, para entonces, ya había recorrido buena parte de Italia, España
—a pie, dice él— y la costa africana del Mediterráneo, y culminado su formación
académica en Buenos Aires, de donde fue destacado como profesor a la andina
provincia de Jujuy.
Según su propia concepción, el Cusco no solo lo deslumbró, sino que lo
cautivó para siempre. El gran artista vivió en perpetua vigilia, enamorado de
esta tierra a la que regresaba en cuantas ocasiones le permitía su laboriosa tarea
de creación. Estableció su taller en una vieja casona colonial y trabajó incansa-
blemente más de seis meses, lo cual se concretó en una cincuentena de cuadros
que expuso en la Casa Brandes de Lima. La exposición Sabogal —comentan los
diarios y revistas de la época— constituyó una verdadera revelación. Muchos
críticos limeños se escandalizaron de ver semblanzas de indios y cholos en los
cuadros de Sabogal.
En esta primera época de deslumbramiento eufórico, Sabogal pintaba en
técnica impresionista, el plein air; con vibrantes colores y rica pasta, interpretó
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el Cusco en «su bella luz plateada y sus dorados soles de los gentiles». De este
período son, entre los más conocidos, sus óleos Fuente de Arones, Las viejas de
Santa Ana, Cusqueña a misa, El balcón de Herodes, La Señoracha, etc. Ninguno de
ellos se encuentra en la colección que presenta el Banco Industrial del Perú en
el Palacio del Almirante. Después de su viaje a México en 1923, donde alternó
con los famosos muralistas aztecas Diego Rivera, Orozco, Siqueiros, en el mejor
momento de su ciclo creacional, su plástica varió sustancialmente: optó por las
tierras, los ocres y los grises. Corresponden a esa etapa algunos óleos y grabados
exhibidos en la retrospectiva. Se completa la muestra con el muy conocido Vara-
yoc de Chinchero y La chinita, muy lograda por la elegancia de la pose y la calidez
del color. En El anticuario podemos reconocer fácilmente a un pintoresco perso-
naje local, el célebre chamarilero Hermosilla.
El antiguo y noble arte del grabado en madera que Sabogal cultivaba con
especial cariño está bien representado por copias de sus mejores planchas xilo-
gráficas, una litografía y alguna monotipia.
En síntesis, la exposición itinerante organizada en forma honrosísima
por el Banco Industrial del Perú y el Instituto Nacional de Cultura viene a ser
una suerte de retorno póstumo de Sabogal a la ciudad que tanto amó y admiró
en vida el iniciador de la pintura auténticamente peruana, a la que los literatos
decadentes de hace medio siglo calificaron de «indigenista», como disimulada
connotación despectiva. Pero a los veinticinco años de su ausencia definitiva,
Sabogal y su escuela han sentado carta de ciudadanía artística como representa-
tiva de la pintura peruana, con inequívoco signo nacional.
Finalmente, nuestro cálido y entusiasta aplauso a la obra de acendrado
nacionalismo y de difusión de los más altos valores de la cultura, que, con esta
exposición y otras actividades similares, viene realizando una institución de cré-
dito como el Banco Industrial del Perú.
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ropa después de recorrer España a pie y de una pasajera estancia en las sierras
cordobesas de la Argentina, donde se contagió del sano y optimista realismo de
Fernando Fader. De entonces, allá por 1919, datan esos luminosos óleos como
Las viejas de Santa Ana, la desaparecida Fuente de Arones, las viejas calles inun-
dadas de sol, el Varayoc de Chinchero, sus indios, sus cholas y sus «señorachas».
También Sabogal revalorizó, en estilo nuevo, el viejo arte del grabado en
madera. Sus estampas xilografiadas, con un ligero acento mexicano, ilustraron
publicaciones y revistas que ejercieron profunda y duradera influencia en los
rumbos ideológicos del Perú, como Amauta. Fue Sabogal quien sugirió a José
Carlos Mariátegui el nombre Amauta, que el analista de los Siete ensayos adoptó
para su revista.
Toda su obra, tanto pictórica como literaria, está transida de peruanidad.
Ese será su mayor mérito, su aporte indiscutible al arte nacional. Ahora que el
maestro ha traspuesto los lindes de lo terrenal, pasa a ocupar su puesto entre los
pocos grandes pintores del Perú republicano: Merino, Lazo, Montero, Hernán-
dez, Baca Flor y ahora Sabogal.
Aunque los artistas son inmortales como los dioses, porque viven en su
obra, con profundo dolor nos asociamos al duelo del arte nacional.
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Sabogal muralista
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Después del terremoto del 50, Sabogal apareció como de costumbre en el Cusco.
La ciudad estaba destruida, las calles en ruinas y aún continuaba su obra vandá-
lica, la barbarie de las demoliciones sin sentido, contra las cuales protestamos
cuantos manteníamos en el corazón la imagen de la ciudad amada. Desde luego
que coincidimos con el pintor que tuvo frases lapidarias contra los demoledores
del Cusco antiguo y estuvimos también conformes en condenar la arquitectura
posterremoto, que tanto ha desfigurado al Cusco. En esa oportunidad, Sabogal
dijo esta frase que recogí entonces: «Cusco es crisol y es arista». Interpretando el
contenido estético de su pensamiento, podría concluir que el Cusco es crisol que
funde armoniosa y bellamente los nobles metales de la peruanidad, y arista se-
ñera de un poliedro ideal que podría resumir la divina proporción renacentista.
Tal fue el mensaje que nos dejó el maestro pintor y esteta Sabogal. Hubiéramos
deseado de buena gana que explayara más ampliamente sus ideas, pero Sabogal
era tan parco de palabras que le bastaban pocas y rotundas frases para expresar
el meollo de su pensamiento.
Viene a cuento recordar ahora que Sabogal tenía una manera caracterís-
tica de subrayar las palabras, como si las estuviera modelando en arcilla con el
pulgar derecho.
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Taytacha Temblores reproduce una escena del famoso Lunes Santo cusque-
ño, en la cual se muestra, en primer término, a un «celador» o varayoc indio.
Zaguán cusqueño muestra el antiguo vestíbulo de la Casa de los Cuatro Bus-
tos (hoy hotel Libertador), en la calle de San Agustín.
Viejas cusqueñas exhibe a un grupo de mujeres con el típico indumento de
polleras de «castilla y rebozos con cinta labrada», versión de otro óleo titulado
Viejas de Santa Ana.
Temas de paisaje urbano son Portal de la Compañía, un rincón de la anti-
gua calle de Mantas o de los Siete Cajones, ya definitivamente desaparecido; el
igualmente perdido por siempre Balcón de Herodes, en Kancharina. Y, entre las
figuras de temática indigenista del gusto del maestro cajabambino: El indio Sull-
ca, India del Collao. Especial mención merece la cabeza del Inca Garcilaso de la
Vega en creación de Sabogal.
Y, para terminar, una figura muy ligada a la tradición y al anecdotario po-
pular cusqueños, es la de El anticuario, que retrata en pocos rasgos sintéticos la
faz hermética y misteriosa del más popular de los chamarilleros y comerciantes
de vejeces y antiguallas, la del famoso Hermosilla, cuya indescriptible tienda se
encontraba situada en el también desaparecido Portal de la Compañía.
221
Fig. 16. Inca Garcilaso de la Vega, 1945
Pintura mural, temple seco sobre pared, 200 cm. x 200 cm.
Sociedad de Beneficiencia Pública del Cusco
222
Fig. 17. Revista Amauta N° 1, setiembre de 1926
Ilustración de portada
223
Fig. 18. Varayoc de Chinchero, 1925
Óleo sobre tela, 169 cm. x 109 cm.
Pinacoteca Municipal Ignacio Merino
Municipalidad Metropolitana de Lima
224
CAPITULO IV
Charla ofrecida por Julio G. Gutiérrez, profesor de Historia General del Arte de la Es-
cuela Regional de Bellas Artes del Cusco, en la Exposición de Reproducciones, realiza-
da en ese plantel durante el año académico de 1957.
Una amable cortesía del señor Hartmut Winkler ha hecho que sea posible esta
exposición de reproducciones de obras de algunos de los principales represen-
tativos de la pintura moderna que, si bien no tienen una absoluta fidelidad, dan
una idea bastante aproximada de sus originales que se conservan en museos y
galerías de Europa, las cuales, como es fácil comprender, no están al alcance de
nuestros jóvenes artistas y estudiantes de Bellas Artes y, menos aún, del público
aficionado a las manifestaciones artísticas.
Desde el punto de vista pedagógico, la presente muestra constituye una
buena lección objetiva de lo que es el arte moderno, materia de ardorosas polé-
micas, de agrias y prolongadas disputas, lo cual ha dado amplio tema a estetas,
tratadistas y críticos de nuestro tiempo. Dentro de sus naturales limitaciones y
la modestia de sus alcances, esta exposición bien podría titularse «Del impresio-
nismo al arte abstracto». En efecto, tenemos a la vista algunas obras de los pin-
tores franceses del período impresionista, quienes tuvieron profunda influencia
en el proceso del arte contemporáneo, a partir de las tres últimas décadas del si-
glo pasado, con el descubrimiento de un elemento estético que había permane-
cido, si no ignorado, subestimado, al menos en su íntima esencia, por la pintura
occidental: el color y la luz, como tema y elemento principal del cuadro.
Los pintores impresionistas, como reacción contra el academismo neo-
clásico y el realismo apegado a las formas tradicionales, crearon una verdadera
revolución en la estética y la técnica de la pintura: abandonaron la penumbra
y la luz graduada de los talleres para trasladarse frente a la naturaleza e inter-
pretar de modo directo las vibraciones de la luz solar en la atmósfera. Surge
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así el plein air, la versión luminosa del sol o las sutiles gamas del gris, bajo los
cielos bretones o nórdicos. Esta nueva actitud del pintor crea una nueva técnica
que se caracteriza por el empleo de los colores puros, aplicados en pinceladas
divididas para que se fundan en la retina del observador, situado a distancia
conveniente. La combinación de los colores no se efectúa en la paleta del pin-
tor, sino en el ojo del observador. Esto es lo que se ha llamado la «composición
visual». Tal procedimiento desemboca en la desaparición de la línea como lími-
te de las formas, puesto que en la naturaleza todo se reduce a manchas de color
y las sombras que proyecta la luz solar son también luminosas. El impresio-
nismo, que surgió del colorismo romántico de Delacroix y de los hallazgos de
los paisajistas británicos Turner y Constable, encuentra luego una explicación
científica en una nueva formulación de la teoría de los colores del químico Che-
vreul, quien, partiendo del análisis del espectro solar, llega al hallazgo de los
«complementarios».
El impresionismo puro de Claudio Monet, de Sisley y del antillano Pissa-
rro, por otra parte, independiza al paisaje como tema y motivo, libre de cual-
quiera alusión anecdótica. Antes, el paisaje aparecía como fondo y escenario
del cuadro; en el impresionismo, es el personaje central y la figura es apenas un
complemento sin importancia.
Eduardo Manet, que está representado aquí por esa graciosa cantinera del
Folies Bergère, uno de los famosos cabarets de París, es de los primeros en rom-
per con el realismo de Courbet y de Corot, luego de un viaje por España, donde
recibió la saludable influencia del genio torturado de don Francisco de Goya.
Manet —que iba a escandalizar a la crítica oficial con su Olimpia y su Déjeuner
sur l’herbe—, amigo de Zola, de Verlaine y de Baudelaire, forma parte de los re-
volucionarios de la pintura, aunque no fue propiamente un impresionista a la
manera de Claudio Monet.
Edgar Degas, el pintor de las coristas y bailarinas a quienes sorprende en
sus ensayos tras de telones y bambalinas, tiene aquí uno de sus admirables car-
tones al pastel en los que refulgen los rosas en sedas y tules, tan caros al pintor
de los escenarios parisienses en los tiempos en que comenzaba a hacer furor
el cancán.
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por el Dr. Freud y los psicoanalistas, y cuyo principal lenguaje de expresión sea,
tal vez, nada más que el poético y el musical, porque lo plástico es demasiado
material para traducirlo en formas. Sin embargo, una legión de pintores lo in-
tentan en una búsqueda afanosa por traducir lo inefable a símbolos esotéricos
y poco inteligibles.
Irrumpe así la pintura surrealista, el arte abstracto tan de moda en nues-
tros días y tan alejado, al mismo tiempo, de la realidad esencial y de la materia-
lidad del mundo. El pintor abstractista, que traduce posiblemente estados del
alma, fenómenos oníricos, manifestaciones del subconsciente, que tienen que
ver muchas veces y con bastante frecuencia con la paranoia y la esquizofrenia,
puede prescindir, y de hecho prescinde, de los elementos fundamentales y bási-
co de todo arte plástico que, por serlo, es material y objetivo, esto es, la gramáti-
ca de la forma que es el dibujo, la ciencia del claroscuro y la perspectiva, la cro-
mática y la anatomía, para expresarse en un lenguaje de símbolos inasequibles
al común de los mortales.
A pesar de todo, no debemos condenar en absoluto al llamado arte abs-
tracto; este tiene evidentemente su valor y ha dejado o tiene que dejar algo po-
sitivo en el proceso general de la evolución del arte, de modo semejante a cómo
dejaron a su turno, el clasicismo, el realismo, el impresionismo, el cubismo y el
expresionismo.
Dentro del panorama del arte moderno y, más propiamente del arte ac-
tual, el arte abstractista ha revalorizado el elemento subjetivo, ha reivindicado
las posibilidades de creación de la pintura como arte independiente, emanci-
pándolo de la narración histórica, del anecdotismo, del paisajismo impresionis-
ta y del geometrismo esquemático del cubismo.
Signo de nuestros tiempos, la pintura actual, proclive al abstraccionismo
y a la evasión de las formas y realidades concretas, es quizá, con más propie-
dad, un testimonio de la crisis de la sociedad presente. La multitud de ismos,
algunos de los cuales he expuesto (en el curso de esta cinematográfica diser-
tación), no es otra cosa que el producto de la desorientación, del caos y de la
psicosis colectiva que caracteriza la etapa que nos ha tocado vivir, pero, por
paradoja vital, es también el anuncio de nuevos tiempos en que el arte volverá
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Forma e informalismo
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pretar las formas, las líneas y los colores, como la piel que envuelve una realidad
global más compleja y más profunda. En fin, una manera de vivir y de pensar.
Y es así, aunque no lo queramos. Nuestro arte, arrancando de las fuentes pre-
téritas precolombinas: puras, prístinas, originales en absoluto, recibe el aporte
occidental y mediterráneo de la conquista. Pero lo español es solo un pequeño
afluente echado en el curso de un caudal amazónico.
El mestizaje étnico por partes iguales, de mitad a mitad, creo que no es
cierto. La prueba está en el más representativo de los mestizos, el ínclito Garci-
laso. Él escribió en español clásico, se fue a vivir a España, reclamó prebendas y
mercedes que le tocaban por su padre el capitán, pero para salir de su condición
de segundón bastardo, tuvo que volver los ojos a la tierra, a sus antepasados por
línea materna, a su idioma nativo, a sus tradiciones, a su historia, a su infancia,
a su madre y a su tierra. Madre y Tierra, he aquí una divinidad maravillosa que
no la encontramos en ninguna mitología: ni la Astarté fenicia, ni la Isis egipcia,
ni la Afrodita helénica encierran el símbolo profundo de la mama pacha de los
incas: madre tierra y tierra madre. Y volviendo a Garcilaso, él, por más que se
llame Gómez Suárez de Figueroa y se preció de estar emparentado a los duques
de Feria y grandes de España, es fundamentalmente indio, es decir, peruano.
No se concibe, es difícil pensar en un Garcilaso español. Si el Inca no hubiera
escrito los Comentarios reales, las traducciones del poeta Julio León Hebreo y la
genealogía del linajudo Garcí Pérez de Vargas, se habrían perdido como curiosi-
dades inútiles. He citado a Garcilaso como ejemplo y como el más alto ejemplar.
Si de las letras pasamos a las artes, el parangón es más aleccionador si
se quiere. ¿La arquitectura española del seiscientos y del setecientos, la pintura
de la tan zarandeada Escuela Cusqueña, cuentan frente a un Escorial, frente a
un Velásquez, a un Ribera el Españoleto, un Greco o siquiera un Murillo? Los
comentarios huelgan. Pero Machu Picchu y Sacsayhuamán, el Qoricancha, las
esculturas líticas de chavín, la cerámica escultórica de chimú, los vasos de nasca
son obras de arte tan maravillosas, acabadas y perfectas en su mundo, como
aquellas de Occidente. Esta disquisición ha venido a cuento nada más para hace-
ros comprender que es allí, de Machu Picchu, del arte indio, de donde debamos
partir. Pacarinas llamaban los incas a las fuentes de origen. Tiene también sus
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Cusco, 1952
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La verdad es que las multitudes que se dan cita en el Inti Raymi lo hacen,
sobre todo, anhelosas de pasar un buen día de campo, de disfrutar de una ker-
messe o un picnic de masas. Casi la totalidad de los paseantes, en efecto, se ocupa
más de dar buena cuenta de las abundantes provisiones de boca que llevan, de
las huatias y los asados, que de ver lo que sucede en el tablado escénico. Si algo
de verdaderamente positivo hay en el Inti Raymi moderno es el haber democra-
tizado y masificado, por así decir, el antiguo y tradicional «paseo al Rodadero»,
que antaño era privilegio de las familias ricas. Ahora es una fiesta auténticamen-
te popular. Resulta realmente extraordinario el espectáculo de sesenta, ochenta
mil o más gente congregada en ambiente eufórico de fiesta colectiva. Por eso,
creemos que los encargados de escenificar la ceremonia de adoración al Sol de-
bían simplificar a lo esencial, dando preferencia al desfile de grupos y conjuntos
de bailarines y danzantes, promoviendo, de ser posible, concursos y competen-
cias a base de premios pecuniarios.
A propósito del Inti Raymi, he pensado muchas veces, desde su debut o es-
treno en 1944, que la representación al plein air, que casi sin variación alguna se
viene repitiendo, puede ser montado como ballet folclórico para ser presentado
en teatro o en ambiente cerrado, porque, a decir verdad, se presta magnífica-
mente para una obra artística con gran despliegue coreográfico y musical. Un
equipo de músicos, coreógrafos y escenógrafos puede buenamente estructurar
el ballet Inti Raymi, a base de un libreto sencillo que no descuide, desde luego,
la raíz histórica y documental. Esta es una tarea que proponemos a nuestros
excelentes y entusiastas artistas.
Lo lastimoso es que el Cusco no cuenta siquiera con un modesto teatro,
porque nuestros locales de espectáculos apenas son salas cinematográficas y de
ningún modo teatro. Y ya que incidentalmente tocamos el tema, nuestros muni-
cipios, entre otras obras prioritarias —prioritarias para el desarrollo de la cultu-
ra colectiva—, deben poner en su orden del día la construcción de un teatro, tan
necesario en una ciudad con cerca de doscientos mil habitantes, capital arqueo-
lógica del turismo, patrimonio cultural del mundo y otros títulos de huachafería
nobiliaria que maldita la falta que le hacen.
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CAPITULO V
Arquitectura de El Cuadro
Arquitectura posterremoto
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ilustres a quienes interesan poco las ruinas y las piedras. Buscan otra cosa: pai-
saje, ambiente, color, poesía. Y eso que los 99 y nueve décimos por ciento de los
turistas a tantos dólares el kilómetro horario, desconoce por incapacidad congé-
nita y natural.
Al sabor y al olor de los vinos, unidos en armonioso concubinato, llaman
bouquet los buenos catadores o gustadores. También los franceses nombran ca-
chet al carácter sui generis, único, de algunos hombres y de algunas cosas. Pues
bien, bouquet solo poseen los vinos de alta calidad, cachet es atributo propio de
personas privilegiadas y de muy raras cosas. Eso poseía y posee aún el Cusco,
a pesar del terremoto. Unos dicen que es la síntesis mestizada de lo occidental
y lo indio, la «fusión hispano-indígena», la vejez de las piedras andanas; otros,
que es el enigma de las culturas primigenias que se remontan hasta las lejanías
nebulosas de la Atlántida platónica. Para los arqueólogos, etnólogos y cientistas,
el Cusco es un misterio apasionante que atrae como un imán, y para los artistas,
poetas, músicos y pintores, es un verdadero paraíso. ¿Sabemos los hijos de esta
tierra lo que significan esta riqueza y este capital maravilloso?
El Cusco, que tenía un Qoricancha con un cercado rodeado todo entero
de un friso de oro y recintos cuyas paredes estaban aforradas con planchas del
rubio metal y un jardín fantástico que no alcanzó a soñar siquiera la imagina-
ción de los creadores de fábulas orientales, un jardín en que plantas, animales,
frutos, flores, hombres y hasta las piedras y la leña estaban representados en oro
legítimo, sonoro y brillante; el Cusco, ya despojado de tanta riqueza aladinesca,
posee también otro caudal incalculable dentro de sus escombros y sus ruinas, y
en medio del abandono de los hombres que siguen actuando como los conquis-
tadores del siglo XVI, saqueando y destruyendo ese inexhausto tesoro.
Después de cuatro años de prédica, no hemos logrado hacer conciencia
en la gente que tiene que hacer algo o mucho con la reconstrucción, que el Cus-
co vale por aquello que hemos tratado de definir sin lograrlo tal vez, recurriendo
a vocablos extranjeros que, en castizo español, quizá sí pueden ser traducidos
como «empaque». Empaque castellano e indio, mestizo americano, es lo que se
está perdiendo lamentablemente y sin remedio en el Cusco. En todo, pero prin-
cipalmente en su arquitectura.
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ticia. Y no hay que decir ya nada de los nuevos rascacielos estilo Manhattan que
están dando chillidos grotescos al lado de las casas del Cusco antiguo, en plena
zona que ha sido proclamada intangible en las palabras, pero no en la práctica.
La oficina de reconstrucción debe contar con verdaderos arquitectos con
sentido estético, sobre todo, para evitar que continúe el terremoto artístico,
como son las autorizaciones de los esperpentos y mamarrachos con los que se
está destruyendo el espíritu del Cusco posterremoto. Instituciones de cultura
como la universidad, el Instituto Americano de Arte y la Escuela de Bellas Artes
deberían tener intervención directa en el estudio y aprobación de planos y pro-
yectos para nuevas construcciones. De lo contrario, a breve plazo, en pocos años
más, el Cusco moderno será una caricatura del Cusco castizo y señorial, que
estamos viendo desaparecer con lastimosa y suicida indiferencia.
Y, finalmente, opinamos porque en la Universidad Nacional del Cusco,
junto con la Escuela de Ingeniería Civil, se cree una sección de Arquitectura de
donde puedan salir técnicos especialistas, capaces de dirigir y orientar las fu-
turas construcciones que se hagan en la ciudad, puesto que poco o nada se ha
hecho en el Cusco, y donde todo está por hacer, teniendo en cuenta que, con el
andar de los años, el Cusco devendrá una grande y auténtica urbe que no sería
raro que llegue al millón de habitantes. No sonrían los escépticos si son ambi-
ciosas nuestras predicciones, pero ellas nada tienen de utopía si consideramos
el ritmo de crecimiento de la población que, es muy posible —como lo probará
el próximo censo—, ha doblado en poco más de diez años. Queremos afirmar
que tenemos fe en el futuro y que no solo nos lamentamos ante lo irreparable.
Deseamos únicamente que lo que ahora se hace no desmerezca ante lo que hi-
cieron nuestros ancestros.
Cusco, 1955
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Fig. 19. Socios del Instituto Americano de Arte - Cuzco, 1957
Colección familia Gutiérrez
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mada en cuenta. Como una contribución más de parte del Instituto a la obra de
recuperación del Cusco, nos permitimos presentar esta sugerencia a los señores
directores de la corporación.
En los últimos meses se ha venido acentuando, en forma ostensible y noto-
ria, el saqueo en masa de obras de arte colonial, como el descubrimiento de va-
liosísimas colecciones de cuadros de la Escuela Cusqueña recolectadas clandes-
tinamente, con el propósito inobjetable de sacarlos de modo ilícito del territorio
del departamento y del país, como ha ocurrido con los depósitos encontrados en
poder de inescrupulosos chamarilleros y anticuarios en Pitumarca, Urubamba
y en esta misma ciudad. El hecho se agrava aún más con los continuos robos de
cuadros de las iglesias parroquiales de apartadas provincias y distritos, cometi-
dos por desvergonzados traficantes. La prensa diaria y las autoridades de policía
denunciaron oportunamente estos alijos de obras de arte. De esta manera, se
logró, con esta plausible campaña que merece toda nuestra simpatía, evitar que
fueran negociados subrepticiamente a turistas y coleccionistas extranjeros.
En esta ocasión, como lo hizo en otras anteriores, el Instituto Americano
de Arte cumple con levantar su voz para condenar, de la forma más enérgica,
este vil tráfico que está terminando por desposeer al Cusco de su más preciada
riqueza y que insinúa que el Estado adquiera esas colecciones para enriquecer
con ellas los escasos fondos de nuestro pequeño Museo Virreinal.
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Como fatal consecuencia del terremoto de 1950, que destruyó gran parte de
nuestros monumentos coloniales, hemos venido asistiendo a un acelerado pro-
ceso de «modernización» del estilo arquitectónico en las nuevas construcciones,
hecho que está descaracterizando en forma deplorable la parte más valiosa del
Cusco. Hemos visto levantarse, en efecto, presuntuosos edificios de hormigón y
hierro, de estilo rascacielos norteamericano, que presentan saltante contraste
con las construcciones bajas de adobe, piedra y teja, características del Cusco an-
tiguo, sin que haya habido institución ni persona alguna con autoridad suficiente
para impedir tamaños atentados contra el valor histórico y artístico de la ciudad.
Además de estos contrasentidos arquitectónicos, está cundiendo una to-
tal suplantación de los elementos propios de la arquitectura hispano-indígena o
mestiza en las casas del sector histórico.
Como puede verse, han sido eliminados los balcones y ventanas, las por-
tadas de piedra labrada, los patios e interiores con arcadas y jardines, y otros
elementos sustantivos que conformaban en conjunto el «estilo» cusqueño, en la
más amplia acepción técnica y estética del término.
Los arquitectos, artistas plásticos y personalidades de alta cultura, que
han visitado la ciudad desde que se inició la reconstrucción, han manifestado
con absoluta unanimidad su condenación por este atentado, y así lo han expre-
sado desde la prensa, la radio y la tribuna universitaria. No obstante, lo clamo-
roso de esta campaña en defensa del Cusco ha sido desoída precisamente por el
único organismo que tiene en sus manos los instrumentos legales, no solo para
evitar el atentado masivo, que no nos cansaremos en denunciar, sino la autori-
dad necesaria para orientar y dirigir, con criterio racional y técnico, el proceso
de la reconstrucción, como es, en este caso, la Corporación de Reconstrucción y
Fomento del Cusco (CRYF). Con ello, se demostró una total ausencia de sensibi-
lidad artística y sentido estético.
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Escuela de arquitectura
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En junio de 1960 quedó constituido en esta ciudad el Instituto Cultural Inca Gar-
cilaso de la Vega, integrado por un grupo de escritores, artistas, profesores e in-
telectuales, bajo la presidencia del distinguido educador y fervoroso garcilasista,
el Dr. Manuel E. Cuadros, quien se impuso como principal objetivo emprender
una intensa campaña tendiente a interesar a los poderes públicos, a fin de que
se haga realidad el proyecto, ya bastante antiguo, de expropiar la histórica casa
—hoy en ruinas— en que, si no nació, por lo menos pasó los primeros años de su
infancia el ínclito mestizo Inca Garcilaso de la Vega, para destinarla a la edifica-
ción de la Casa de la Cultura Cusqueña.
El Instituto Americano de Arte, que en 1939 organizó las fiestas jubilares
del Cuarto Centenario del nacimiento del ilustre historiador cusqueño, se aunó
en forma entusiasta a los nobles propósitos perseguidos por la entidad garcila-
sista, cuyo seno está representado por varios de sus miembros, y, desde esta co-
lumna editorial de su revista, no solamente respalda tan brillante iniciativa, sino
que la reactualiza y hace suya, en estos momentos en que diversas instituciones
nacionales de cultura, agencias de turismo y entidades públicas y privadas se
encuentran empeñadas en organizar un vasto programa de fiestas celebratorias
del cincuentenario del descubrimiento al mundo de la ciencia, de la maravillosa
ciudadela lítica de Machu Picchu.
A propósito de la expropiación de la Casa de Garcilaso, que, no obstante
su carácter de monumento nacional, continúa en poder de una persona parti-
cular, es conveniente recordar que ya en 1939, cuando se celebraba el cuarto
centenario del Inca, el congreso de entonces, bajo el gobierno del mariscal Ós-
car R. Benavides, aprobó una ley que mandaba expropiar el histórico inmueble
para dedicarlo a Museo y Biblioteca Garcilasista, la erección de un monumento
digno de su memoria en la plaza Cabildo y la reedición de sus obras completas
por cuenta del Estado. Como ocurre frecuentemente en nuestro país, la ley que-
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que harta falta le hace al Cusco y que, con este motivo, se creen nuevas rentas
para incrementar las exiguas arcas municipales. De ningún modo. El hotel, o lo
que sea, debe ser levantado, pero no a costa de demoler históricos monumentos
coloniales, destruyendo lo más valioso del Cusco, aquello por lo cual tiene pres-
tancia y significación en el mundo.
El Cusco moderno se abre amplio por la gran llanura del oriente, en direc-
ción a San Sebastián y San Jerónimo. Quedan extensas áreas sin edificar en los
barrios occidentales de Santiago, Belén y Qoripata. ¿Por qué —preguntamos—
no se piensa en construir en esos lugares y extender la ciudad? Es que, precisa-
mente, ¿los hoteles de turistas deben estar en pleno centro urbano, en la zona
arqueológica, histórica y tradicional que es, justamente, lo que el turista busca?
Damos la voz de alerta a tiempo, cuando todavía se puede reflexionar y
pensar dos veces. San Bernardo debe ser restaurado, siguiendo los lineamien-
tos de su primitiva traza, en la misma forma que lo será el Palacio del Almiran-
te y lo está siendo el local central de la universidad, la otra casa jesuítica. Allí
pueden funcionar la Prefectura, la Casa de Correos, la Sociedad de Beneficencia
y, también, puede ser dedicado, como fue muchos años, a Palacio Municipal.
Pero pensar en arrasarlo para reemplazarlo con un bloque intruso, como lo es
el mismo Hotel El Cuadro, sería un verdadero despropósito, un golpe más a la
integridad del Cusco histórico que, esperamos fundadamente, no puede ni debe
ser consumado.
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cado», y se abre paso una arquitectura sin plan ni concierto, carente de orden,
huérfano de estilo, librado al buen criterio, al ojo de buen cubero de los ingenie-
ros y alarifes. Esa es la «arquitectura posterremoto».
Naturalmente, no todo ha sido malo. La reconstrucción de los monumen-
tos coloniales ha tenido también felices aciertos y realizaciones indiscutibles.
Pero de ningún modo estamos de acuerdo con estas innovaciones y aditamentos
que restan legitimidad, prestancia y empaque señorial a las obras de los arqui-
tectos cusqueños y españoles de la Colonia.
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La Fuente de Arones
Una noticia, que ha de ser grata para los amantes del Cusco tradicional y de su
faz urbanística única que, por desgracia, va perdiendo a ritmo acelerado desde
el «progreso» a ultranza: se ha anunciado a la sordina, sin alardes publicitarios,
la restauración o, más bien, la reposición de la antigua fuente colonial de Aro-
nes, que estuvo ubicada en la pequeña plazoleta que forman las esquinas de las
calles Arones y Nueva Baja, a una cuadra de la plaza San Francisco.
Ahora que la CRIF ha emprendido la pavimentación de las calles Educan-
das, Nueva Baja y Tordo, resulta oportuno reponer en su mismo emplazamiento
ese típico ejemplar de arquitectura hispano-indígena, tan consustanciado con
la historia cusqueña, ya que existen sus piezas principales: la mama o madre,
india tallada en piedra que surtía el líquido elemento de sus senos prominentes
y exúberos, y el signo del Sol inca, que le prestaba aire de esfinge indiana. Am-
bas litoesculturas se encuentran depositadas hace muchos años en el patio del
Museo Arqueológico de la calle Tigre. Algún municipio modernizante permitió
la eliminación de ese elemento decorativo y simbólico, para ganar espacio y dar
paso al mal entendido «progreso urbano».
Historia
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carrizo y cuerno, que usaban para llenar sus recipientes, y se rompían cántaros,
tomines y cacharros, con gran escándalo, de pongos y sirvientes.
En la casa de Arones, especie de enorme tambo, conventillo o casa de ve-
cindad, funcionaban numerosas chicherías, más mentadas por la buena calidad
de su producto y sus sabrosos picantes o «jayachicos». Por sus sórdidos patios,
desde que comenzaba a «chicar» el esquilón de la catedral, llamando a los ca-
nónigos al coro vespertino, un cuarto para las tres de la tarde, desfilaban los
famosos huiratacas, artesanos cusqueños, hasta las nueve de la noche, en que la
María Angola daba el toque de queda.
El doctor Rafael Calderón Peñaylillo, distinguido escritor y apasionado
cusqueñista, junto con el glosador de esta nota, ha venido creando un ambien-
te propicio para interesar a los directivos de la CRIF y al ingeniero director de
los trabajos de reconstrucción del antiguo local del Colegio Educandas, que se
encuentra en medio de la calle Arones, para que contribuyan a restaurar ese
monumento tan bello y único que, claro está, tiene que ser también motivo de
«atractivo turístico» para quienes solo ven el Cusco en función de dólares.
Nuestro fervoroso deseo es que la fuente de Arones sea restituida a la
brevedad.
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Enfoque
En una ciudad de la prestancia y categoría del Cusco, vista desde una óptica
restringidamente histórica y artística, debería tener cabida alguna entidad,
sea estatal o privada, que se encargue de velar por la conservación del patri-
monio monumental en su integridad, como existen en otras ciudades de igua-
les o parecidas características. Algo semejante, por citar solo un ejemplo, a
«Los Amigos de la Ciudad», que, integrada por artistas, historiadores, arqui-
tectos e intelectuales de la más alta calificación, funcionaba en Buenos Aires.
Acerca de este apasionante tema, conversamos bastante con el gran pintor
nacional, representante de la corriente nacionalista más que indigenista, don
José Sabogal, fervoroso y apasionado cusqueñista y admirador de esta tierra
como pocos. El maestro cajabambino, que durante su vida visitó muchas veces
nuestra ciudad, en alguna ocasión dejó escapar esta frase que recogí en una
nota de arte, publicada en Hora del Hombre, la revista que por los años 50 diri-
gía Jorge Falcón en Lima. Decía el maestro Sabogal que «el Cusco es crisol y
arista». Glosando su pensamiento en lenguaje estético, diríamos que Cusco es,
en efecto, un crisol que funde armoniosa y bellamente los más nobles metales
de la patria, y arista señera de un poliedro ideal que podría resumir la divina
proporción renacentista.
Poco antes de su muerte, Sabogal se dolía de la destrucción realmente bár-
bara que se estaba haciendo en el Cusco, tras el terremoto de 1950. Otros distin-
guidos artistas y escritores, que llegaron posteriormente al sismo, coincidieron
en condenar lo que se hizo entonces y —añadiría de mi parte— se continúa ha-
ciendo en el Cusco, sin que haya un organismo colegiado capaz de asumir la fun-
ción conservadora y fiscalizadora de la fisonomía arquitectónica y monumental
de esta maltraída ciudad de los incas y amautas. Algunos ilusos cusqueños lan-
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Julio Genaro Gutiérrez Loayza
zamos nuestra palabra de alerta y de condena, pero ella fue acogida con indife-
rencia, cuando no con sarcasmo.
Creíamos de buena fe que el Instituto Nacional de Cultura era el llama-
do a asumir esta difícil y delicada tarea. Pero no es así, por desgracia. Nos ha
sorprendido, por eso, la noticia dada por un informativo radial del Instituto Na-
cional de Cultura, que ha denunciado, con inexplicable tardanza, la absoluta in-
congruencia de los nuevos edificios públicos y particulares que se vienen levan-
tando dentro del llamado «casco monumental» de la ciudad, incongruencia e
incompatibilidad con el carácter típico, mestizo, hispano-indígena, neoindiano
—como quiera llamarse— de nuestra ciudad.
Ante nuestro espanto impotente han surgido desafiantes esos esperpentos
arquitectónicos, llamados Banco de la Nación, Banco Industrial y otros bancos a
los que se suma el Bunker, blockaus, fortaleza o penal que levanta su mole gris en
pleno centro monumental, sobre una extensa área comprendida entre la plazo-
leta Santa Teresa, la calle del mismo nombre y la calle Plateros.
Parece sede de otro edificio bancario, bolsa comercial o algo por el esti-
lo, pero desde la perspectiva arquitectónica, tomada en cuenta su ubicación,
resulta pues un emplasto, en términos técnicos un «pastiche», por lo horro-
roso, antiestético y abominable. El nuevo mamarracho de cemento que nos
endilga la administración centralista, presidida nada menos que por un ar-
quitecto, constituye un grave atentado contra el valor plástico-estético de una
ciudad monumental y única en el mundo, que justamente vale por eso, por su
tipicidad.
Lo inexplicable, lo inaudito, es que los juicios condenatorios, las opinio-
nes contrarias, surjan precisamente a destiempo, cuando el edificio está virtual-
mente concluido y ya no queda nada por hacer, sino pedir su demolición. Debe-
mos, pues, resignarnos a la política de los hechos consumados, ya que cuanta
protesta o pataleta que podamos ensayar no vienen sino a confirmar la verdad
maciza del refrán popular: «después de asno, muerto», o este más cusqueño:
«después de Corpus, altares».
Y volvemos al punto central de nuestro enfoque para interrogar a quien o
quienes se molesten en escuchar la presente requisitoria:
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Enfoque
Anastilosis
Con seguridad, este neologismo de raíz helénica suena como algo raro y rebus-
cado en el lenguaje común y es posible que no se encuentre en los vocabularios
manuales. En efecto, se trata de un tecnicismo aplicado a la restauración de mo-
numentos antiguos; método, procedimiento o conjunto de normas aconsejados
por los organismos internacionales especializados en el difícil arte de conservar,
proteger y mantener en su autenticidad las obras dejadas por culturas y civiliza-
ciones de otras épocas.
La Carta Internacional de la Restauración, más conocida como Carta
de Venecia, aprobada en el Segundo Congreso Internacional de Arquitectos y
Técnicos en Monumentos Históricos, reunido en la bella ciudad adriática en
1964, consigna, en su artículo 14, el término anastilosis con la significación de
«recomposición de partes existentes pero desmembradas», o también como
reintegración de un todo deshecho, lo cual equivale a restauración. Anastilosis,
dice el malogrado escritor peruano Hermann Büse, viene a ser lo mismo que
restauración.
La Carta de Venecia habla de conservación, restauración, consolidación,
protección y mantenimiento de los monumentos históricos y arqueológicos,
rechaza de modo terminante el término «reconstrucción y solo recomienda la
restauración dirigida a conservar y a revelar el valor estético e histórico del mo-
numento respetando su substancia antigua».
Estando claramente definido el concepto de anastilosis, veamos ahora si
las recomendaciones de la Carta de Venecia han sido puestas en práctica en las
obras que, a partir de 1950, se han venido ejecutando en el Cusco, ciudad que,
por su riqueza monumental, requiere de un especial tratamiento en la restau-
ración y «puesta en valor» —como se dice hoy de sus invalorables monumentos
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CAPITULO VI
ARS MUNDI
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1978
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Entre los jubileos centenarios que se celebraron el año que acaba de fenecer, sin
lugar a duda, uno de los más conspicuos fue el del nacimiento de Pablo Picasso,
por consenso unánime de la crítica, considerado el mayor pintor del siglo actual.
Pablo Ruiz Picasso, o simplemente Picasso, aparece en el centro del arte
contemporáneo con los perfiles de un innovador y un revolucionario de la pintura.
Polifacético, múltiple, prolífico, el genial artista malagueño es, con so-
bradas razones, lo que muchos de sus biógrafos, glosadores y comentaristas de
su copiosísima obra (catorce mil pinturas, cien mil grabados, algo de treinta y
cuatro mil ilustraciones) señalado como el español universal. Universal por su
genio y por la dimensión ecuménica de su arte.
Nacido a orillas del Mediterráneo, en Málaga, en 1881, Picasso vivió casi
un siglo, hasta abril de 1973, año en que falleció colmado de gloria y de rique-
za. Hijo de un discreto pintor y profesor de dibujo, comenzó pintando desde
su infancia al lado de su padre en su Andalucía natal. Luego pasó a Barcelona
y después a Francia, para quedarse finalmente en París, el polo magnético de
la pintura universal desde los años que siguieron a la gran Revolución francesa
de 1789. El arte de Picasso evolucionó desde el realismo y el posimpresionis-
mo cézanniano hasta el abstractismo, pasando por el cubismo y el surrealismo.
Intérpretes y exégetas del desconcertante y caudaloso arte picassiano están de
acuerdo en reconocer en su proceso cierta secuencia estilística expresada en los
denominados «períodos», tales como el azul, el rosa, el del cubismo geométrico,
el del grafismo erótico, entre otros. Pero lo evidente es que la obra del genial
malagueño está lejos de ser catalogada en su exacta dimensión, ya que no solo
abarca la pintura, sino también el grabado, la cerámica y la escultura, sin excluir
la literatura y la poesía.
Lo que se puede definir como el credo estético de Pablo Picasso, quizá
esté contenido en estos pensamientos que el gran artista escribiera a manera
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1982
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El Hermitage
El gran museo, uno de los mayores del mundo y el mayor de la Unión Soviética,
ocupa actualmente tres edificios monumentales y contiguos: el Palacio de In-
vierno, de los zares; el llamado Nuevo Hermitage y el antiguo Hermitage, que
fue el primer museo ruso. La fachada posterior del conjunto cae paralelo al ma-
lecón, que bordea el río Neva, por donde es el ingreso.
El antiguo palacio está dividido en grandes aposentos, como el Salón de
los Mariscales, enteramente dorado, con su piso de parquet de maderas pre-
ciosas, donde se muestran enormes retratos ecuestres con las imágenes de los
mariscales zaristas.
La Sala de Catalina II y la Sala del Trono son gigantescas estancias, deco-
radas al gusto de la época, que imitan la fastuosidad de Versalles y de los reyes
franceses. Hay derroche de mármoles finos, jaspes y piedras semipreciosas en
las pilastras; los capiteles y cornisas son dorados, y los plafones y cielorrasos
decorados con pinturas y relieves de estilo rococó. El entarimado de los pisos es
otra obra de arte, ya que reproduce los caprichosos arabescos y entrelazados de
alfombras de diferentes colores: sándalo, ébano, roble, caoba.
Para empezar, llama la atención la escalinata monumental de mármol
blanco de Carrara, que conduce a la segunda planta. El estilo es completamente
barroco francés con elementos del neoclásico en los capiteles dorados, y la es-
tructura a dos alas, con peldaños y balaustres de fina factura. En medio cuelga
una gigantesca araña de cristal de roca y bronce dorado.
Pasamos rápidamente por la sala griega, con enormes columnas dóricas,
donde se exhiben colecciones de vasos pintados, ánforas, tritones, etc.
La Sala de Catalina, donde se exhibe el famoso Reloj, obra extraordinaria
de orfebrería y mecánica, simula un árbol en cuyas ramas se posan un pavo-
rreal, un gallo y un búho. Esta es obra de un famoso relojero francés.
En otra sala se muestra un gigantesco mapa de la Unión Soviética ejecuta-
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Leningrado, 1975
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Leningrado, la heroica
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Hay que pagar cinco francos para ingresar al Louvre por la parte que da al ala
derecha del gran museo. Hacemos una pequeña cola con turistas de todo el
mundo, principalmente yanquis norteamericanos, que van tras el guía que
explica en inglés. Yo y mis compañeros no necesitamos de ningún cicerone.
Se sube por una amplia escalinata y en el ancho pasillo a ambos lados se ex-
hiben mármoles griegos y romanos. Reconozco algunos sarcófagos romanos
esculpidos en mármol, que recuerdan los del Renacimiento italiano, la estatua
del emperador Augusto y muchos otros. Al final de la gran escalinata, en me-
dio levanta su belleza acéfala la Victoria de Samotracia. La figura es enorme y
las grandes alas desplegadas parecen emprender el vuelo. Pregunto a uno de
los guardianes negros dónde se encuentra la pintura del Renacimiento. Es a
la derecha, me dice. En efecto, allí comienza la galería de los «duocentistas» y
«trecentistas», Giotto, Fra Angélico y muchas obras maestras que hay que pasar
de largo dedicándoles apenas unos segundos. Volteamos sobre la derecha y se
ingresa a la «Grande Galerie», que es inmensa. Creo que era el Salón de Baile
de la Corte, cuando el Louvre era aún palacio de los reyes franceses. A ambos
lados centenares de tablas y telas de diferentes tamaños, de casi todos, si no
es todos, los renacentistas italianos, franceses y flamencos. Los originales me
recuerdan los grabados y cromos vistos muchas veces en libros y revistas. Hay
que ir de un lado a otro, o comenzar por uno y regresar por el otro, pero me
falta tiempo: solo dispongo hasta mediodía. Desfilan como en cine Cimabue,
Carpaccio, Mantegna, Filippo Lippi y su hijo Filippino, Palma, Orcagna, Simo-
ne Martini, Botticelli, Lotto, pero la mayoría son los franceses «italianizantes»,
Clouet, La Tour, etc. Reconozco el famoso Giles, de Watteau, El embarque para
Citerea y otras telas relativamente pequeñas. La mayoría son tablas. En los es-
pacios intermedios hay mármoles griegos y romanos, obras famosas, pero el
tiempo me gana. Me contento con verlos o admirarlos de lejos. Allí en la «Gran-
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no más de medio minuto. Por mi parte, me tocó en suerte ver vis à vis a la bella
donna que —quizá— fue el amor platónico del más genial de los hombres de
todos los tiempos.
Me habría quedado horas contemplando a la misteriosa Mona Lisa, pero
me vencía el tiempo. A la una de la tarde debía estar en el aeropuerto de Or-
ly-Sud, para seguir viaje a Moscú por Aeroflot.
Seguimos adelante en el recorrido. Al lado de La Gioconda están La Virgen
de las Rocas, el San Juan Bautista, el Baco, junto con otras obras de Leonardo.
Hago inauditos esfuerzos con la vista para poder retenerlos en la memoria, aun-
que los conozco desde hace decenas de años.
En la misma sala, ocupando todo el muro del fondo está el inmenso cua-
dro Las bodas de Canaán, de El Veronés, el más suntuoso decorador del Renaci-
miento. El cuadro llama la atención por sus gigantescas dimensiones (por las
reproducciones, me lo imaginaba más pequeño). En efecto, los personajes del
primer plano, los que componen la orquesta —entre los cuales está el propio
pintor tocando el contrabajo y, frente a él, Tiziano pulsando la viola— son de
tamaño natural o mayor. Como composición y colorido es una verdadera obra
maestra: la multitud de personajes que se mueven en todos los planos y, al me-
dio, Cristo y su Madre, presidiendo el colosal banquete, mientras dos servidores,
a la derecha, mirando de frente vierten en sendas ánforas el agua que se conver-
tirá en vino.
El inmenso lienzo es, en realidad, impresionante. Frente a él está la Cena
en casa de Leví, del mismo autor, y a los costados otras obras maestras de la pin-
tura italiana del Renacimiento y, de modo particular, de la Escuela Veneciana,
que se distingue, como se sabe, por la riqueza y brillantez del colorido: Tiziano,
Tintoretto, Palma el Viejo, Giorgione, etc., un conjunto de maravillas que, por
mí, los estaría contemplando por horas.
Los minutos avanzan inexorablemente, mientras siento —casi físicamen-
te— el mitológico suplicio de Sísifo: tener una sed inmensa, estar al lado de la
fuente y no poder beber.
Con harto dolor de mi alma, abandono el recinto y pregunto a otro can-
cerbero negro dónde está Rembrandt y los holandeses. El servidor me señala en
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Fig. 20. Paolo Veronese. Las bodas de Canaán, 1563
Óleo sobre lienzo, 677 cm. x 994 cm.
Museo del Louvre, París
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CAPITULO VII
ARTE Y EDUCACIÓN
Julio Genaro Gutiérrez Loayza
La educación y el arte
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Fig. 21. Julio G. Gutiérrez Loayza en compañia de sus alumnos Pío Conde y Julio Aybar, 19 de diciembre de 1942
Exposición escolar, Centro Escolar Garcilaso de la Vega - 1° Sala
Colección familia Gutiérrez
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Fig. 22. En portada caricatura de Julio G. Gutiérrez L. por H. Velarde
Semanario ilustrado Bernardito de la Gran Unidad Escolar Inca Garcilaso de la Vega, edición N°3
Colección familia Gutiérrez
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1851, sostenía que se debe «enseñar a todo niño a escribir y dibujar su pensa-
miento» y añadía que «el dibujo no es un arte, el dibujo es un género de escritura
y se puede hace un buen o mal dibujo, como se tiene una mala o buena escritu-
ra, pero será vergonzoso no dibujar y se avergonzará como hoy se avergüenza
quien no sabe escribir; y así como escribir no es ser escritor, en el sentido de
tener un pensamiento elevado y profundo, expresado en un estilo preciso y ele-
gante, así también dibujar lo que se ve o lo que se ha visto no será propiamente
tener un talento de artista».
Creo íntimamente que ningún profesor de artes plásticas dejará de medi-
tar acerca del contenido profundo de estas ideas, que son la expresión del nuevo
concepto educativo del dibujo —y por extensión de todas las artes plásticas— en
la nueva educación.
Los mismos o parecidos juicios fueron expuestos por técnicos como el
arquitecto Viollet-le-Duc en Francia y por profesores especialistas como Walter
Smith en Inglaterra y Charles Stetson en los Estados Unidos de Norteamérica.
Como consecuencia de este interés generalizado por la enseñanza del di-
bujo y del arte en general, casi todos los Estados europeos, y algunos americanos
como México, incluyeron en sus planes educativos la enseñanza obligatoria del
dibujo, de tal modo que, al terminar el siglo pasado el Dibujo como asignatura
estaba incorporado de hecho en los currículos educativos de primaria y secun-
daria de gran parte de los países del Antiguo y Nuevo Continente.
Pero el verdadero interés e importancia asignados por la pedagogía actual
a la enseñanza de la metodología especial del dibujo y las artes plásticas está
expresado en los congresos internacionales de la enseñanza del dibujo, organi-
zados primero por la Asociación de Profesores de Dibujo, de la ciudad de París
y posteriormente por un organismo internacional: la Federación Internacional
para la Enseñanza del Dibujo. Los ocho congresos internacionales llevados a
cabo desde 1900 hasta 1937 ejercieron poderosa influencia en la fijación defini-
tiva de los lineamientos doctrinales y pedagógicos de la enseñanza del dibujo en
los principales países del mundo, se interrumpió su magnífica labor orientado-
ra solamente a consecuencia de las dos guerras mundiales, o sea, en 1914 y en
1939. El conocimiento de las conclusiones y resoluciones de estos certámenes
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pasó a ser visto, dentro del mismo contexto de dominación, como cosa típica y
folclórica, mera curiosidad o grandilocuencia de un nacionalismo vacuo, en vez
de apoyársele plenamente como fuerza de vida y expresión de las hondas raíces
del pueblo.
En la escuela, la vivencia artística misma ha sido desterrada y en su lugar
señorean las prescripciones mecánicas, la memorización de aspectos cognos-
citivos sin contenido estético vivo. Se sustituye el arte mismo por un sucedáneo
abstracto deformante que siega las fuentes de toda posibilidad de expresión
artística.
Por su parte, la universidad peruana no ha considerado en forma general
la importancia de la educación artística. Los programas de difusión o extensión
cultural y la formación de grupos teatrales o corales constituyen excepción, pero
padecen de limitaciones y falta de apoyo que concluyen por hacerlos desapare-
cer tras una vida efímera generalmente sin consecuencias.
La mayoría de los centros de formación profesional, de número y recursos
limitados, reflejan en general las deficiencias de toda la educación deformada y
de la falta de una política de desarrollo del arte. Hay alto porcentaje de deserción
de alumnos y el sistema escolar no permite el hallazgo y el estímulo a vocacio-
nes que deben ser tempranamente reconocidas y apoyadas. El arte, pues, como
profesión constituye un riesgo que muy pocos se atreven a correr.
La educación artística informal es anárquica en sus finalidades y pro-
cedimientos. Los medios de comunicación masiva transmiten por excepción
contenidos artísticos de calidad que no pueden competir en interés, dado que
el público acostumbrado al mal gusto presta más atención a mensajes triviales
con finalidad propagandística y reveladores de alienación y manipulación. Se
importan inconvenientes procedimientos de las sociedades de consumo y, con
ello, el contrabando mental de valoraciones utilitarias de tipo capitalista, descui-
dándose la función educativa del arte.
En las condiciones descritas, precisa adoptar políticas de promoción del
arte y de la educación artística, acordes con los valores humanísticos del proce-
so revolucionario y en función de la creación de la nueva sociedad peruana. El
arte, por ende, debe ser socialmente entendido como un fin valioso en sí mismo.
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CAPITULO VIII
ARTE Y REVOLUCIÓN
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Hemos estado conversando con Carlos More sobre la necesidad de que los artis-
tas, pintores, escultores, tallistas, dibujantes, orfebres, etc., de acuerdo con sus
necesidades, se agrupen en una entidad que no solo represente sus intereses
como gremio, sino que sea un organismo director y propulsor del arte en esta
arqueológica capital.
Realmente es extraño que una ciudad que tiene todas las condiciones para
convertirse no únicamente en meca del turismo, sino también del arte nacional,
entendiendo por arte la plástica, la música y las artes menores, no cuente con
una sociedad, un núcleo, un grupo que represente dentro del conglomerado so-
cial la alta y noble actividad del arte, el más acusado exponente de la cultura que
los pueblos alcanzan en su desarrollo.
Otras capitales del Perú, sin contar Lima, donde últimamente se han or-
ganizado hasta dos grupos de artistas, los independientes y el grupo Pancho Fie-
rro, que evoca el nombre de un pintor criollo, popular, de los primeros años de
la República, como una verdadera reivindicación de lo nacional, tenemos en
Arequipa el grupo Arekepay y la reciente Sociedad de Artes Plásticas, que, como
nos dice More, agrupa a la mayoría de los cultores de las artes bellas en la ciudad
del Misti; en Puno, hace años que lleva una existencia dinámica y llena de las
mejores iniciativas, el grupo de pintores Laykakota, aparte de grupos musicales
y dramáticos como Lira Puno, estudiantina Dunker y Orkopata, que animara el
original escritor kolla Gamaliel Churata.
Solo en el Cusco no hay una organización cultural o gremial de los artistas.
Para esta anormalidad existen multitud de causas. En primer lugar, el hecho de
que en nuestro medio la actividad artística no encuentra el más pequeño impul-
so ni el apoyo de quien quiera que fuese, institución o persona. En el Cusco no
existe tradición de que entidad alguna haya propiciado las vocaciones artísticas.
Todos mostramos la más olímpica indiferencia, por cuestiones de arte. Son ex-
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Hay aún otro rasgo diferencial del arte, y es que, contrariamente a la cien-
cia, el arte ofrece un conocimiento, una reproducción de la realidad no a través
de conceptos, sino de «imágenes artísticas».
La filosofía marxista-leninista reconoce, pues, de modo expreso estos
dos hechos: primero, la importancia y trascendencia del arte en la vida social;
y segundo, la «particularidad y singularidad» del fenómeno artístico dentro del
contexto de los valores superestructurales. Estas ideas básicas fueron puestas,
a modo de piedras fundamentales de la estética, por los padres del materialis-
mo dialéctico y han sido desarrolladas en forma coherente por los pensadores y
teóricos que continúan creadora y fecundamente el desarrollo del pensamiento
marxista, después de la victoria de la gran Revolución de Octubre de 1917 en el
antiguo imperio de los zares. Para citar nada más que un ejemplo, la obra del
filósofo marxista Georg Lukács aborda los más graves y complejos problemas
de la estética actual, tales como el «reflejo estético, la especificidad del hecho
estético, los problemas de la universalidad, la particularidad y la singularidad de
la categoría estética».
Sobre la base de estas premisas es que podemos afirmar ahora que existe
una estética marxista, una ciencia de la belleza y una teoría del arte que tienen
por fundamento la dialéctica materialista, que ha nacido y se ha fortalecido
en lucha contra las concepciones burguesas y reaccionarias del arte puro, del
arte por el arte, el arte apolítico, el arte abstracto, etc., tendencias que procla-
man la «deshumanización del arte» para elevarlo a las alturas metafísicas de
la abstracción pura y a los mundos alucinados y delirantes de lo paranoico y lo
esquizofrénico.
La filosofía marxista, por otra parte, no es un sistema dogmático, cerrado
en sí mismo, sino un método para explicar y transformar la realidad. Por eso
puede dar una respuesta a todos los problemas de la vida y del pensamiento y,
por tanto, a los problemas propios del reflejo artístico y de la creación, produc-
ción y apreciación de la obra de arte.
Para la estética marxista, no existe incompatibilidad entre arte y política.
La política no excluye el arte y viceversa. El arte puede tener, y de hecho tiene,
un contenido político por la sencilla razón de que no puede situarse al margen
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de las relaciones entre las clases. Los que en nombre del arte asquean de la polí-
tica son fariseos hipócritas que cubren su servilismo a los amos y señores de la
burguesía que paga sus obras, con la máscara de una pretendida superioridad o
aristocracia del arte; a ellos les cae muy bien la sentencia evangélica: sepulcros
blanqueados. Es por ello que existen, o mejor, coexisten (dentro de la sociedad
de clases) dos tipos de arte: arte reaccionario, conservador del espíritu del pasa-
do más que de sus formas; y arte revolucionario, al servicio del cambio social,
de las transformaciones estructurales. Pero no todo «arte nuevo» o novísimo, es
revolucionario; por el contrario, hay arte que tras las formas más recientes ocul-
ta un espíritu y una entraña reaccionarios, tal como con su penetrante análisis
dialéctico lo esclareciera nuestro Amauta, José Carlos Mariátegui, hace más de
cuarenta años en su ensayo «Arte, revolución y decadencia»:
No podemos aceptar como nuevo —escribía Mariátegui— un arte
que no nos trae sino una nueva técnica. Eso sería recrearse en el
más falaz de los espejismos actuales.
Ninguna estética puede rebajar el trabajo artístico a una cuestión
de técnica. La técnica nueva debe corresponder a un espíritu nuevo
también. Si no, lo único que cambia es el parámetro, el decorado.
Hay más. “En los períodos agónicos de la historia, la política es la trama
misma del acontecer y ocupa el primer plano en la vida”, observa el revolucio-
nario peruano, glosando el pensamiento del gran Miguel de Unamuno. Y aquí
puedo acotar entre paréntesis que los días que vivimos en nuestro país son de
aquellos en que la historia avanza en un año lo que no avanzó en ciento.
Marx y Engels echaron los fundamentos de la interpretación materialista
dialéctica del arte, pero no tuvieron oportunidad suficiente para desarrollarla
en toda su profundidad y amplitud. Sin embargo, es conocida la profunda admi-
ración de Marx y su familia por Shakespeare. El autor de El Capital conocía de
memoria a todos los personajes del dramaturgo inglés; todos los años releía sus
obras y entre sus favoritos figuraban Esquilo y Dante. También era gran lector
de novelas: Cervantes y Balzac eran sus preferidos. Sus biógrafos dicen que leía
casi a todos los poetas de su tiempo y él mismo, como se sabe, se inició como
poeta. Su asombrosa erudición y su prodigiosa memoria le permitían (escribía
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en tres idiomas: alemán, inglés y francés, y hasta llegó a aprender el ruso) leer
las obras en sus originales. Con este formidable bagaje pudo emitir juicios acer-
ca de obras tan disímiles como la poesía provenzal, el Renacimiento y Robinson
Crusoe, fuera de su grandiosa obra como economista y sociólogo que culmina en
esa montaña de sabiduría que es El Capital.
Vladimir Ilich Lenin, el más genial de los continuadores de Marx y Engels,
el hombre que, armado de la teoría revolucionaria creada por el filósofo de Tré-
veris, escinde la historia universal en dos segmentos: la era del capitalismo y la
era del socialismo. No obstante, su titánico trabajo de teórico y realizador de la
revolución, se dio tiempo para espigar en los predios de la estética y el arte, ubi-
cando el papel de este en la lucha revolucionaria por el poder y, posteriormente,
en la etapa de la construcción del socialismo.
Marx y Engels vivieron y trabajaron en la época del capitalismo en expan-
sión, bajo el signo de la libre empresa y la conquista de los mercados coloniales.
Lenin adviene en la época del imperialismo, o sea del capitalismo monopolista
y en descomposición, e inicia la era de la revolución socialista en los países in-
dustriales y de las revoluciones nacionales de liberación en los países coloniales
y dependientes. El leninismo —define Stalin— es el marxismo de la época del
imperialismo y de la revolución proletaria.
Veamos cuál era el panorama político y cultural de la Rusia zarista antes
de la aparición de Lenin. Vladimir Ilich nace en 1870. Nueve años antes, en 1861,
atemorizado ante el movimiento campesino, el zar Alejandro II decretó la eman-
cipación de los siervos concediéndoles la propiedad simbólica de un pequeño
porcentaje de las tierras de los boyardos o señores feudales. Desde entonces,
hasta los albores del siglo actual, en treinta años de encarnizadas guerras, el
Imperio zarista se anexó por conquista, las nacionalidades del Asia central: uz-
bekos, turcomanos, kazajos, kirguises, mongoles, hasta llegar en su expansión a
las planicies del Pamir, las tierras más altas del mundo, y a las orillas del Pacífico.
En Europa occidental, en 1864 quedó fundada en Londres la Asociación
Internacional de los Trabajadores, o sea la Primera Internacional, primer or-
ganismo que unificaba la lucha de la clase obrera por encima de las fronteras
nacionales. Lenin nace un año antes del primer ensayo victorioso de gobierno
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daba maña para asistir a algún buen concierto. Gustaba sobre todo de la música
popular, pero admiraba, con particular deleite, la música clásica.
Ya en el poder, como jefe del gobierno soviético, cuenta Máximo Gorki que
llevaron a Lenin a una velada de arte en casa de la camarada Pechkova, donde
el pianista Dobrovein ejecutó varias sonatas de Beethoven. Lenin, después de
escuchar extasiado, comentó: «No conozco nada más bello que la Apasionatta;
podría escucharla todos los días. Es una música asombrosa, sobrehumana. ¡Qué
milagros pueden realizar los hombres!». Este pasaje es suficiente para mostrar-
nos cuan sensible al arte era Lenin. Pero el genio político no podía dejarse arras-
trar por el torrente arrebatador de la armonía y reaccionó en seguida. «Pero no
puedo escuchar música a menudo —agregó—. Me dan ganas de decir tonterías
encantadoras y acariciar la cabeza de la gente que, aun viviendo en un infierno
sórdido, puede crear tal belleza. Pero ahora no se puede acariciar a nadie, sino
golpear sin piedad las cabezas». Era en los momentos más dramáticos de la Re-
volución, cuando había que hacer frente a la contrarrevolución de los guardias
blancos y oponer al terror blanco, el terror rojo revolucionario.
Lejos de condenar a los poetas, como Platón en su República, Lenin com-
prendía su labor y les otorgaba un lugar en la lucha revolucionaria. No escatimó
su admiración a Maiakovsky y a Semián Badny. A los escritores les invitaba a
ir a las fábricas y usinas, y encontrar en ellas fuentes de inspiración para sus
creaciones.
Y finalmente, previendo los lineamientos futuros del arte de masas de la
era socialista, Lenin aconsejaba a los pintores y escultores utilizar grandes mu-
rales con fines de propaganda política y reconocía la importancia del cinema-
tógrafo en la lucha revolucionaria. Vladimir Ilich decía a Lunatcharski; «No se
debe olvidar que, de todas las artes, la más importante para nosotros es el cine».
Años después, Diego Rivera, el gran muralista mexicano, diría a su turno que el
arte debe ser propaganda e invitaba a los pintores a conquistar los muros para
cubrirlos de frescos y convertirlos en trincheras de la revolución.
Debo terminar esta farragosa disertación recordando a mis oyentes que
vivimos en nuestra patria un momento realmente histórico y trascendental. El
hecho mismo de reunirnos en este recinto reservado a las altas actividades aca-
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Arte y revolución
Es un hecho que el Perú vive una verdadera etapa revolucionaria, decisiva para
el inmediato futuro. El sesquicentenario de la independencia coincide significa-
tivamente con el inicio de la lucha por una segunda y auténtica emancipación.
Frente a un acontecimiento de tanta trascendencia histórica, el artista perua-
no tiene que adoptar una posición definida, porque el verdadero artista es un
hombre que interpreta con sutil fidelidad las emociones, los sentimientos y las
aspiraciones de su pueblo a riesgo de quedarse petrificado, vuelto de espaldas al
presente, como la bíblica estatua de sal. Si los artistas toman conciencia del rol
que les corresponde en el momento actual, es deber imperativo suyo adecuar su
ideología estética y su arte a la realización de las grandes tareas que la historia
ha puesto a la orden del día.
Hace ciento cincuenta años que los libertadores culminaron su gloriosa mi-
sión arrancándonos de la tutela política del caduco y decadente Imperio español.
En la gesta emancipadora, los artistas tuvieron también su parte. El sabio
José Gregorio Paredes y el pintor y maestro de dibujo Francisco Javier Cortés
crearon, en 1825, el escudo de armas que hoy ostentamos con orgullo. Por su
parte, José Bernardo Alcedo y el poeta José de la Torre Ugarte compusieron la
música y la letra de nuestro himno nacional. El retratista José Gil de Castro in-
mortalizó, en semblanzas realistas, las figuras egregias de los libertadores; ante
su caballete posaron San Martín y Bolívar y los más conspicuos caudillos de la
epopeya libertaria. Ya muy entrada la República, Juan Botaro Lepiani plasmó
en grandes óleos la proclamación de la independencia por San Martín y otros
episodios memorables de la historia patria.
Pero en el Perú no surgió un gran arte revolucionario, un arte muralista
como el mexicano, por ejemplo, sencillamente porque los peruanos no experi-
mentamos una revolución estructural profunda como la que conmovió al país
azteca en 1910. El brillante período del muralismo mexicano se explica por la
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Arte y pueblo
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A los 77 años —había nacido en 1898— acaba de morir David Alfaro Siqueiros, el úl-
timo sobreviviente de la triada de los grandes muralistas mexicanos que hicieron
escuela a partir de los años 20 del presente siglo. Siqueiros, junto con Diego Rivera
y José Clemente Orozco, encarnó en su monumental pintura el espíritu mismo de
su pueblo y, sobre todo, de la Revolución mexicana, en su etapa agraria y populista
(1910-1921). Estos grandes artistas y luchadores sociales expresaron, en lenguaje
plástico, las aspiraciones y los anhelos por los que combatieron en trincheras y
campos de batalla los campesinos mexicanos, los legendarios «pelados».
Cuando en 1922, el licenciado José Vasconcelos fue designado Secretario
de Educación Pública del gobierno del general Álvaro Obregón, tuvo la feliz idea
de entregar a los pintores los muros de los edificios públicos para que los deco-
rasen con grandes composiciones que sean, al mismo tiempo, una lección de
historia objetiva, un eficaz medio educativo.
Así nació el muralismo mexicano, una pintura realmente revolucionaria
para su época, revolucionaria no solo por su temática, sino hasta por su tecnolo-
gía, ya que tuvo que resucitar y poner de actualidad un procedimiento antiguo y
noble como es el fresco.
Bajo la influencia de la Revolución socialista rusa triunfante en 1917 en el
eximperio de los zares, insurgían en América los primeros movimientos anti-
imperialistas. Antes, México ya había tenido una larga experiencia en la lucha
contra el coloso capitalista del norte, que le arrebató casi la mitad de su territo-
rio (Texas, California, Arizona, Colorado y Nuevo México). El argentino Manuel
Ugarte, precursor del antiimperialismo, hace la apología de lo que llama «el pe-
ñón mexicano» en su libro El destino de un continente.
El campesino mexicano, sometido, como el peruano, a formas de explota-
ción precapitalistas bajo el poder despótico de una casta privilegiada de latifun-
distas y oligarcas, régimen que tuvo su apogeo en la larga dictadura de Porfirio
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Díaz que gobernó treinta años, se levantó acaudillado por líderes agrarios como
el legendario Emiliano Zapata, enarbolando el programa reivindicacionista de
«Tierra y Libertad». Durante una década, México se debatió en una convulsión
social que, a falta de una fuerza política determinante, fue usufructuada por ge-
nerales ambiciosos y jefes de facciones rivales. La Revolución mexicana no pasó
de un reformismo liberal en cuyo contexto lo único realmente revolucionario
fue el movimiento campesino de Emiliano Zapata, que perseguía la Reforma
Agraria y la defensa de las tierras de los «ejidos» o tierras comunales y algunas
concesiones a la naciente dase obrera.
Con todo, sin ser una auténtica revolución obrera y campesina, sino de-
mocrático-burguesa, la Revolución mexicana acendró nítidamente la concien-
cia nacionalista de las masas populares. La intervención norteamericana y el
odio al conquistador yanqui fueron factores que acentuaron el sentimiento na-
cionalista y patriótico, tradicional en los mexicanos, fenómeno que se reflejó
en la literatura y el arte. Al lado de escritores, poetas y novelistas como Mariano
Azuela, Martín Luis Guzmán, Germán List Arzubide, José Vasconcelos, Antonio
Caso y José Juan Tablada, surgió una legión de pintores y grabadores, principal-
mente estos últimos, que cuentan con una ilustre tradición de raíz popular en la
obra magnífica y densa de Juan Guadalupe Posada.
Los plásticos de aquellos años de primavera revolucionaria y creadora se
agruparon en asociaciones y sindicatos a tono con el espíritu de la época, in-
surgiendo contra el arte oficial, representado por la Academia de Bellas Artes.
Muchos de ellos habían hecho ya su experiencia europea. Diego Rivera estuvo
en París, alternó allí con Picasso y, luego de pintar paisajes y tipos populares
en el estilo del posimpresionismo cézanniano, participó en las batallas inicia-
les del cubismo,junto con José Clemente Orozco, Ramón Alva de la Canal, Fer-
mín Revueltas, Roberto Montenegro, Adolfo Best Maugard, entre muchos otros,
quienes trataban de hurgar en el pasado legendario, de mayas y aztecas, y en el
arte popular, riquísimo en virtualidades estéticas, la raíz racial y americana de
su pintura. De este modo, México devino, entre los años 20 al 30, en centro de
gravitación del arte autoctonista latinoamericano.
A este grupo adhirió, desde los momentos iniciales, David Alfaro Siqueiros
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Cusco, 1974
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Fig. 23. David Alfaro Siqueiros. Etnografía, 1953
Piroxilina sobre mansonite, 122.2 cm x 82.2 cm.
Museo de Arte Moderno, Nueva York
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CAPÍTULO IX
Cusco fue, entre mediados del siglo XVII y fines de XVIII, centro de producción
y foco radiante del arte plástico colonial y, de modo singular, de la pintura. Tra-
bajando en numerosos obradores y talleres, especie de maestranzas pictóricas,
los pintores cusqueños produjeron centenares y millares de metros cuadrados
de lienzos sobre temas fundamentalmente religiosos para satisfacer la deman-
da de iglesias, capillas, conventos y simples devotos del vasto territorio que se
extendía por los virreinatos del Perú, de Nueva Granada y del Río de la Plata,
incluyendo la capitanía general de Chile. Del Cusco salieron innumerables se-
ries de óleos de temas bíblicos, apostolados y santidades trabajados por artistas
notables, dignos de competir con los maestros europeos, pero, sobre todo, obra
de simples imagineros sin mayor mérito que su rudimentaria artesanía.
Esta producción masiva ha dado pie a los historiadores y estudiosos del
arte peruano para caracterizarla como una verdadera «escuela», la hoy univer-
salmente aceptada Escuela Cusqueña de pintura. Si bien es discutible la delimi-
tación morfológica de esta Escuela tomando los patrones accidentales, es evi-
dente, por otra parte, que el Cusco fue el núcleo de una floreciente artesanía
pictórica que representa rasgos y elementos técnicos propios e inconfundibles.
Dos períodos o etapas han sido claramente determinadas en la pintura
colonial cusqueña: la de los maestros europeizantes, influidos del espíritu y la
técnica occidentales traídos por los primeros pintores que trabajaron en el Perú,
inicialmente en Lima, como Pérez de Alesio, Medoro y el jesuita Bitti, los tres
italianos y, por tanto, portadores del manierismo dominante en su época. Y la
segunda, acusadamente popular, de raíz indígena y, por lo mismo, más peruana.
Esta última puede ser precisada como la verdadera Escuela Cusqueña que, cro-
nológicamente, abarca casi todo el siglo XVIII.
Prescindiendo de las grandes figuras que ilustran el período europeizante
—Basilio Santa Cruz, Diego Quispe Tito, Espinoza de los Monteros, Pardo La-
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gos, entre los más notables—, la escuela popular cusqueña, opuestamente a los
maestros del período anterior, constituye un fenómeno artístico típico, digno
de estudios más detenidos y profundos que los realizados hasta el presente. Te-
niendo como fundamento económico el enriquecimiento de la clase dominante,
formada por encomenderos peninsulares y criollos descendientes inmediatos
de los conquistadores, con una élite feudal integrada por el alto clero, ricos mi-
neros y grandes hacendados, surgió en la antigua capital imperial un nutrido
artesanado dedicado a las artes suntuarias: plateros, tallistas, escultores y pinto-
res, sobre todo estos últimos.
Un ingente mercado consumista formado por cofradías, congregaciones
y gremios de los innumerables templos, iglesias y capillas parroquiales, conven-
tos y monasterios desperdigados por todo el virreinato, constituía el sustentácu-
lo económico del floreciente gremio pictórico. Los recintos sagrados requerían
ser decorados y alhajados con lujo ostentoso, al gusto de la feligresía escalonada,
desde magnates y potentados hasta humildes parroquianos indios y mestizos.
Este hecho explica el que el arte pictórico se haya democratizado hasta llegar a
la impersonalidad y el anonimato con la producción en serie.
De los talleres cusqueños de San Cristóbal y San Blas salían, por series y
docenas, semblanzas hieráticas de santos, escenas de la historia sagrada y de la
pasión y vida de Cristo. El mercado debió ser próspero, ya que la demanda era co-
piosa. Lo prueban los documentos de contratos y «conciertos» para la confección
de series enteras de cuadros encontrados en los archivos notariales del Cusco.
Para ilustrar lo dicho, bastará citar uno de los numerosos «conciertos»
pactados entre un contratista de obras, especie de marchand actual, y dos arte-
sanos pintores que, con toda seguridad, dirigían y administraban un taller con
numerosos oficiales y aprendices. El documento notarial, firmado ante el es-
cribano público Ambrosio Arias de Lira el 17 de julio de 1754, dice en su parte
principal:
«Los maestros pintores Mauricio García y Pedro Nolasco y Lara se
conciertan con don Gabriel del Rincón para fabricarle unas obras
de pinturas de los lienzos y vidas de Nuestra Señora y varios santos
de diferentes tamaños en esta forma:
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Discurso ofrecido por Julio G. Gutiérrez, Presidente del Instituto Americano de Arte
Resulta halagador para todo amante del arte, estudioso de nuestro pasado y, en
general, para cualquier ciudadano de nuestra tierra, que abra sus puertas a la
ávida visión de propios y extraños una nueva institución de cultura, una cátedra
libre y objetiva de educación artística, lo cual viene a ser, a fin de cuentas, una
pinacoteca.
El maestro normalista Santiago Lechuga Andía, que hace muchos años,
con devoción y esfuerzo que rebasa todo juicio encomiástico, ha venido reu-
niendo pacientemente algunos centenares de lienzos de la Escuela Cusqueña,
salvándolos así de la codicia insaciable de mercachifles y traficantes, ha deci-
dido presentar su valiosa colección en forma de un pequeño museo particular
montado en su propia residencia, que, como justa y humana recompensa a sus
desvelos, lleva su propio nombre. De este modo, la nueva Pinacoteca Virreinal
Santiago Lechuga Andía quedará inaugurada en ceremonia a la que, entre otras
entidades, presta su padrinazgo espiritual el Instituto Americano de Arte del
Cusco, cuyo distinguido socio es el señor Lechuga.
Por espontánea decisión de su propietario, la Pinacoteca Lechuga manten-
drá sus puertas abiertas a cuantos se interesen por el estudio de los especímenes
que atesora y, de manera particular, a los escolares y a la juventud estudiosa de
su ciudad natal, el Cusco. No es, pues, don Santiago Lechuga un anticuario o cha-
marillero vulgar. Si bien su colección representa una fortuna, él no ha medrado
de ella. He aquí, justamente, el mérito que ostenta y que debe ser puesto en es-
pecial relieve, como ejemplo para muchos otros que solo buscaron enriquecerse
despojando de sus más preciadas joyas artísticas al Cusco y a sus provincias.
Saludamos con entusiasmo a la flamante Galería de Pintura Cusqueña Vi-
rreinal y formulamos los más cálidos votos para que siga incrementando sus
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los Monteros, Basilio Santa Cruz y Diego Quispe Tito, correspondiente cronoló-
gicamente a la segunda mitad del siglo XVIII.
Pasemos ahora una ligera revista a la colección Lechuga Andía. Podemos
anotar varias natividades y adoraciones sobre los consabidos modelos de Ru-
bens. Desposorios de la virgen y huidas a Egipto, de muy apreciable factura y
colorido brillante, muestran la evidente influencia sobre el maestro indio Quis-
pe Tito. «Mamachas» o madonas indias, tan características en sus populares
advocaciones de Copacabana, Pomata y Cocharcas, con sus ampulosos atavíos
recargados de encajes y sedas, ostentan el típico y cusqueñísimo «brocateado»
o estofado en oro.
Llaman la atención un magnífico San Cristóbal, del conocido modelo tizia-
nesco, vírgenes de la leche y sagradas familias con lejanos resabios españoles.
Algo característico de la pintura cusqueña popular y anónima es la Santísima
Trinidad, que explica plásticamente el dogma católico de las «tres personas dis-
tintas» en forma de tres cristos con iguales rostros, actitudes y atributos de tal
modo idénticos, para presentarlos ante los indios idólatras como «un solo Dios
verdadero».
Hay un pequeño Santiago Apóstol, muy lindo, de color y otro de más acu-
sado carácter indígena por su deliciosa ingenuidad en el dibujo del caballo, que
los pintores cusqueños del siglo XVIII interpretaban con idéntico sentimiento
plástico, que hoy muestran los alfareros collavinos de Pucará.
Una mamacha de grandes dimensiones presenta a un matrimonio de de-
votos donantes mestizos, en magníficos retratos de perfecto modelado y expre-
sión racial y psicológica.
Pieza notable de la colección es la designada en el catálogo con el título de
El caballero de la muerte. En realidad, es el tema de «las postrimerías» explayado
en grandes lienzos por Melchor Pérez Holguín y el sebastiano Quispe Tito y, más
tarde, por Tadeo Escalante en los frescos del templo parroquial de Huaro: un
personaje con cuerpo de esqueleto que escribe sentencias meditando en la ina-
nidad de la existencia terrena. Esta es una típica pintura «parlante» que incluye
figuras de reyes, obispos, caballeros y damas, y hasta un emperador inca con su
indumento característico, que caen bajo el golpe de las inexorables guadañas de
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Cusco, 1965
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los bienes, que no solo pertenecen al culto, sino que sobre todo forman parte del
patrimonio nacional, en cuya conservación todos los peruanos estamos obliga-
dos a cooperar.
Cualquier día, esos cuadros correrán la triste suerte de los que desapare-
cieron del templo de San Cristóbal, si es que ya los indeseables chamarileros no
han olfateado por allí, con ese instinto de ratas que les es característico. Desgra-
ciadamente, a propósito, los chamarileros no solo son pobres gentes que nego-
cian en cachivaches y antiguallas. Puedo asegurar que en esta fauna hay espe-
cies de todo pelaje: desde los eminentes e ilustres personajes que no hacen sino
mover ocultos y bien disimulados resortes, camuflados ingeniosamente donde
menos se puede pensar, hasta los simples buscones y sabuesos que ahora se han
echado con avidez famélica a las provincias y distritos para desvalijar lo poco
que queda ya del riquísimo acervo artístico del Cusco.
Antes que sea tarde, antes que los cuadros de Pujyura se destruyan sin
remedio o se los carguen los filibusteros del patrimonio nacional, es preciso,
urgente e inaplazable que intervengan las instituciones culturales, como la Junta
Nacional de Conservación y Restauración de Monumentos, el Instituto Arqueo-
lógico, el Instituto Americano de Arte, la universidad y, también, la autoridad
política, para salvar ese tesoro que pertenece a la nación.
Cusco, 1945
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CAPÍTULO X
Algunas reflexiones
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biertos con una extraña indumentaria de cueros de vacuno, los k’ara kapas. Las
comparsas de bailarines indios k’oyachas, k’achampas, el energúmeno Siclla, etc.
He visto muñecos en algunos nacimientos que gozan de reputación, que
son verdaderos aciertos de expresión y de gracia. Hay hasta escenas completas,
grupos de gentes y animales expresados con una ingenuidad espontánea y rea-
lista. Lo cual prueba que el arte de la juguetería alcanzó en el Cusco, en tiempos
ya un tanto lejanos, considerable desarrollo, si se toman en cuenta los medios
primitivos de la industria: el vaciado en yeso o el modelado directo.
Todo esto sugiere, a quien se da la molestia de pensar sobre esos temas,
algunas reflexiones que, con un poco de comprensión y de cariño por las cosas
de nuestra tierra, son dignas de tomarse en cuenta.
Evidentemente que nuestro arte, el cusqueño, que hizo efectiva la Escuela
en la colonia, ha ido en lamentable decadencia, hasta que hoy somos testigos in-
diferentes de sus últimos vagidos. Naturalmente, las causas de esta decadencia
son tan múltiples que no cabe siquiera enumerarlas.
Al presente, percibimos un renacimiento si vamos a ser optimistas. Y lo
que más falta hace, para encauzar este ciclo que penosamente se inicia, son
hombres de visión porvenirista, hombres que hagan obra integral de renova-
ción cultural, sobre todo. Porque hay que confesar que para las cuestiones del
espíritu siempre hubo la miopía más absoluta, una ceguera suicida que nos ha
llevado a destruir lo mejor de nuestros tesoros artísticos.
Ayer se destruían los soberbios muros incaicos para abrir mezquitas,
puertas o ensanchar calles, se modernizó con un criterio absurdo, a base de
yeso los templos, se echó gruesas capas de pintura sobre la piedra para darle la
apariencia de tal, se saqueó los objetos de arte incaico y colonial, y hoy nos han
entrado la manía del cemento para acabar de destrozar la perspectiva típica de
nuestras calles: el zinc sustituye a la teja.
Dentro de poco podremos decir sobre el Cusco la elegía famosa: «Estos,
Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora...».
Pero no todo ha de ser lamentación, que al oído de muchos sonará como
el grito de un retrógrado enemigo del progreso, porque el progreso impone el
cemento y calamina.
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ductos típicos de los centros turísticos europeos como los célebres juguetes de
Núremberg, las lozas y porcelanas de Sajonia y Sèvres, para no prolongar los
ejemplos.
En nuestro Cusco tenemos también nuestros típicos juguetes, que, úni-
camente por nuestra tradicional incuria, se van echando al olvido, como el sin-
si-martín, el kara-capa, equiparables al ekeko aimara, si bien este último tiene
además significación de amuleto contra todos los males de la tierra y es el Santa
Claus o Papá Noel indio, portador de la felicidad y de abundancia para niños y
viejos. Pero todos esos tipos que forman legión, repito, van a terminar siendo
absorbidos por los horribles juguetes de lata y caucho, de gusto pacotillero y
japonés.
Haciendo labor nacionalista, en arte como en todo, hay que obsequiar a
nuestros niños juguetes cusqueños, en lugar del material bélico, que dicho sea
es también una parte de la preparación para la guerra por los concesionarios y
magnates de la muerte.
De esta forma, les enseñaremos a amar lo nuestro antes que lo exótico, a
valorizar lo que tenemos en casa antes que a envidiar lo ajeno.
Por lo demás, esta iniciativa, por lo modesta, no cuesta mucho; en cambio,
tiene —mejor dicho, tendría—, de realizarse, una enorme trascendencia y el mu-
nicipio actual se haría acreedor de la gratitud de quienes, en el Perú, sostienen
los prestigios del arte nacional.
12 de diciembre de 1936
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Reivindicando el charango
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sobre sus cuerdas se vacían las endechas saudadosas de los «trabajos de amor
perdidos», se zapatea el huayno de alegría loca y trepidante. El charango es el
compañero del cholo por los caminos sin fin y, en la posada montañosa, endulza
la vigilia bajo los vientos crespos y la helada implacable. Con él también el opri-
mido cholo hinca su sátira aguda en el orgullo zafio del señor, del gamonal y del
cacique. El charango, pues, es el instrumento cholo por excelencia.
Sus cultores lo van a reivindicar y, por qué no, elevarlo a la categoría de un
símbolo artístico nacional, como el bandoneón tanguero, la marimba cubana,
la balalaica rusa. No hablo de la quena, que no tiene por qué perder también sus
derechos. La quena es más prístinamente india, como el pututo y la zampoña. Se
trata aquí de lo peruano, esto es, de lo mestizo, y ninguno mejor que el charango
en tal caso.
29 de diciembre de 1936
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Señores:
La hora del charango, esta hora de efusión vernácula, que, como una reivindi-
cación de nuestra música nativa, relegada y menos preciada, iniciara un grupo
de artistas locales, encabezado por el comprensivo espíritu de Humberto Vidal,
está convirtiéndose ya en una institución cusqueña y peruanista.
Con el charango, con la coreografía y el canto indígena y mestizo, con la
pintura y la plástica popular es que queremos, los hombres de ahora, dignificar
y afirmar el sentido de nuestra nacionalidad contra la invasión extranjerizante y
colonizadora, que comienza por el jazz, la música negroide, la moda yanqui, el
cinematógrafo procaz, para terminar en la conquista de nuestras más preciadas
riquezas.
Por eso, nos dirigimos al pueblo, porque creemos, como un gran pensador
de nuestro siglo, que «el arte debe hacer penetrar profundamente sus raíces a
través de la espesura de las amplias masas. Debe ser comprendido y amado de
las masas. Debe unir el pensamiento, el sentimiento y la voluntad de las masas;
debe elevarlas. Debe suscitar en ellas artistas y desenvolverlos».
Y el pueblo indio-mestizo, es decir, el auténtico pueblo peruano, nos com-
prende y nos alienta, porque sabe que, lejos de llegar a él desde cierta altura, con
la petulante soberbia del señor que se precia de culto o de sabio, los artistas de
La hora del charango hemos salido de su entraña fecunda y trabajamos por darle
la conciencia de su valor, no solo como factor económico en la vida nacional,
sino como entidad estética y cultural.
Por encima de este localismo al que pareceríamos atados por los nexos
de la tierra, infundiendo valor universal al huayno, a la ccashua, a la pintura de
los keros, a las piedras antiguas que aún guardan su secreto impenetrable, a los
pendones de chichería y a los juguetes de la imaginería popular, queremos los
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18 de noviembre de 1937
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17 de diciembre de 1937
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23 de marzo de 1938
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27 de agosto de 1938
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El pendón y el cartel
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por el cañazo y la chicha, se inflan para arrancar las más agudas estridencias a
los cansados instrumentos de cobre, apabullados en cien jaranas y francachelas.
Engrosan el séquito, indios portadores de sabrosos lechones y carneros vivos
para la gran merienda o convite, que seguirá a la procesión de la patrona.
A continuación, desfilan las comparsas de danzantes. Aquí están los
k’achampas, con sus trajes de colorines chillones: librea colonial recamada de
espejos, lentejuelas y botones metálicos; calzón corto y medias que imitan las
de seda que gastaban los «títulos de Castilla» y «grandes de España»; bajo la
montera india, llevan máscaras que caricaturizan al blanco: rostros afemina-
dos, bigotes y moscas a la borgoña, ojos azules. Los k’achampas hacen chasquear
como proyectiles sus hondas trenzadas y, cada pausa de la marcial música, a
cuyo compás bailan, hacen una finta en gesto desafiante. En medio del grupo
va el bufo, el incacha, personificación del indio taimado que se burla del miste.
A los k’achampas hace guardia el ukuko (oso), que, para imitar mejor al
plantígrado de las zonas boscosas de la sierra, se disfraza con una larga túnica
confeccionada con aquellos viejos pellones sampedranos que constituían el lujo
de los antiguos «afincados», cuando montaban a caballo. Danza guerrera se ha
dicho del k’achampa, y en verdad que su música es movida y bélica, y los bailari-
nes imitan las actitudes del hondero combatiente.
La danza del sijlla o huayra es una parodia de los magistrados de la justicia
feudal. Los danzarines representan el papel de jueces y «doctores», vestidos de
jaquet y frac. Pesadas cadenas sobre los chalecos rayados, grandes botones de
clowns de circo, altas chisteras verduzcas, máscaras de desmesuradas narices y
bigotes foscos. Llevan en las manos retorcidos bastones de lloque, k’arachos (anti-
guos libros con tapas de pergamino) con que simulan el Código Penal y enormes
látigos de cuero trenzado. Los sijllas representan una especie de pantomima de
la justicia de los señores. Con ellos va el indio, otro tipo bufo, a quien juzgan por
abigeato y otros delitos contra la propiedad, en medio de las carcajadas de la
muchedumbre india, que les hace coro. Entre los muñecos aparece también el
alguacil, funcionario subalterno de la justicia, encargado de anunciar los fallos y
sentencias de los sijllas. Para completar la farsa, los danzarines cantan estribillos
como este:
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aletas, de las que se sirven para ejecutar rápidos molinetes rítmicos en círculo,
al son de quenas y tambores. Los sargentos llevan huarakkas, o sea hondas, que
hacen chasquear igual que el k’achampa.
Los kkara-tacas forman un grupo casi homogéneo, interesante, igualmen-
te, por su extraño indumento: una especie de faldas de cuero de vacuno, orla-
das con piezas metálicas que reproducen motivos incaicos, pectorales imitando
el sol estilizado de los incas. Sobre la cabeza, sustentan pesados maceteros de
madera que tienen a manera de árbol, un palo ramificado adornado con ban-
derines. Se trata de una suerte de danza gimnástica que consiste en mantener
en equilibrio aquel raro artefacto. En la mano libre, los danzarines sostienen un
bastón y un sombrero.
Uno de los más afortunados grupos es el de chujchu o danza del palúdico.
En medio del grupo marcha el enfermo palúdico, apoyándose con entrambas
manos en gruesas ramas de árboles. La máscara representa una faz amarilla por
la fiebre, la barba crecida y la expresión cansada. Está vestido de blanco y tocado
con una barretina o gorro de dormir, de los hombros le cuelga una grandísima
capa caudal que mantiene desplegada uno de los danzarines de la comparsa que
hace de paje. Le hacen coro, el médico de chistera y levita y un libro de recetas en
la mano que hojea con grandes aspavientos en cuanto sobrevienen los simulados
accesos de terciana al enfermo. Los otros representan a los enfermeros o bar-
chilones. Uno de estos está armado de una descomunal jeringa de hojalata y re-
presenta, en la cara y en las pantorrillas desnudas, los estigmas de las picaduras
de los zancudos y de las enfermedades del trópico; otro, un balde lleno de agua,
de donde extrae líquido el jeringuero, y los demás de la comparsa portan largos
talegos rellenos de arena o aserrín para administrarle sóferas azotainas al chuj-
chu o palúdico que, a cada cierta distancia, se pone a temblar como un azogado,
lanzando graciosas blasfemias que hacen desternillar de risa a los espectadores.
No menos logrado, y más notable acaso como expresión, es el grupo de
los barberos. Es una danza que caricaturiza al barbero de pueblo que, en los días
domingo o de precepto, se encarga de quitar la pelambre y las barbas campesi-
nas a los mistes o huiracochas. Uno de los fígaros, con una navaja de palo como
un mandoble, despabila la patilla a un parroquiano ante el espejo, que otro sos-
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El Santurantikuy
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Fig. 24. Artículo publicado en el Diario El Sol sobre el Santuranticuy escrito por Julio G. Gutiérrez L., 1945
Colección familia Gutiérrez
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El Instituto Americano de Arte culmina hoy un antiguo anhelo que alentó des-
de el instante mismo de su fundación, en 1937: la creación de un Museo de
Artes Populares. Quienes dimos vida a esta institución, nos propusimos, entre
sus altos y nobilísimos fines, la reivindicación de las artes y las artesanías ar-
tísticas cusqueñas que tienen una tradición secular dentro del más puro arte
peruano. Es por esto que una de sus primeras actividades fue, precisamente,
la realización del Primer Concurso de Artes Plásticas Populares en la feria del
Santurantikuy, el 24 de diciembre de aquel año (1937). A partir de esa fecha, el
instituto ha venido propiciando ininterrumpidamente la presentación de los
trabajos de los pocos artistas del pueblo que, pese a la desleal y ya incontrasta-
ble competencia del juguete importado y producido en serie, aún siguen man-
teniendo la tradición de los imagineros de la Colonia, que llenaron con sus
obras los magníficos nacimientos que ostentaban con orgullo la mayoría de
los hogares cusqueños, tanto los de mayor abolengo como los más modestos.
Miembros del Instituto Americano de Arte, con su ilustre fundador, el Dr. J.
Uriel García; nuestro recordado presidente y artista de exquisita sensibilidad
Dr. Víctor M. Guillén; el cusqueñísimo y magnífico periodista Roberto Lato-
rre, y el que os habla, fuimos los más entusiastas en esta tarea. Organizamos
concursos, conseguimos premios y donativos —cuando el instituto no conta-
ba con ninguna ayuda estatal—, hicimos campaña en diarios y revistas, hasta
que logramos, en la medida de las posibilidades, restituir algo de su antigua
prestancia al Santurantikuy cusqueño. No nos quedamos aquí: organizamos
también concursos de «pendones» de chicherías, concursos de música y dan-
zas populares, propiciamos, por primera vez, concursos de dibujo y pintura
infantil y escolar, concursos de ejecutantes e intérpretes de huaynos y mari-
neras, recogimos una buena parte de los villancicos navideños. En fin —y esta
es labor conjunta de todos los miembros de nuestro instituto—, tratamos de
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revitalizar —esa es la palabra—, para darle su genuino valor a todas las mani-
festaciones de arte popular.
Este museo es, pues, la obra del Instituto. Su historia es la misma del insti-
tuto, o sea, la historia de un cuarto de siglo de la vida artística del Cusco. He allí
su significado y su trascendencia. De esta manera, tuvimos la suerte de poner
los cimientos de varios organismos que hoy prosperan y frutecen en los predios
de la cultura, del arte y la vida social. Ahora, echamos también las bases de lo
que debe ser y será, en un futuro que deseamos próximo, el gran Museo de Arte
Popular del Cusco.
El muestrario que tenéis ante vuestros ojos ha sido constituido, pieza por
pieza, en los veinticinco años de vida de nuestro Instituto, con las adquisiciones
hechas año tras año en las ferias navideñas del Santurantikuy cusqueño, con las
economías institucionales que, a decir verdad, nunca fueron holgadas. Pero es
así como nacen las obras duraderas, así se trabaja por la cultura de los pueblos:
luchando contra la apatía, la indiferencia y, frecuentemente, contra la hostilidad
del medio.
Hoy inauguramos esta nueva sala del Instituto Americano de Arte y la
entregamos a la contemplación de todos los espíritus acuciosos amantes de la
belleza. En ese sentido, abrigamos la convicción íntima de que constituye una
aportación valiosa a la causa de la educación estética del pueblo cusqueño, al
acrecentamiento de su cultura y un material precioso para los estudiosos del
folclore y la etnología.
No está de más, en esta oportunidad, exponer algunas ideas sobre el arte
popular para darle el digno marco que bien merece esta sencilla ceremonia in-
augural.
El arte popular es el arte realizado por el pueblo, entendiendo por este a la
masa común de miembros de una colectividad, por oposición a los sectores cul-
tivados, a los que se ha venido a llamar, con vocablo francés, las élites. El pueblo,
el demos, el vulgo —para usar ese término despectivo con que las gentes presun-
tamente cultas califican o motejan al común de los mortales— es, en último aná-
lisis, el verdadero creador de las más altas expresiones artísticas. La música de
los conservatorios, la pintura y la escultura de las academias tienen sus raíces en
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los más profundos estratos del alma colectiva, se nutren de ella y cuando pier-
den sus conexiones o rompen esos lazos sutiles, que los sustentan como la raíz
del árbol, entonces devienen en un arte sin trascendencia, sin contenido vital y
sin mensaje, en el «arte deshumanizado», que habla el filósofo español Ortega y
Gasset, o el arte abstracto a la moda. El gran arte occidental, incluyendo la plás-
tica y la música, tienen sus orígenes en el arte de alarifes, imagineros, mosaístas
y juglares anónimos, hijos del pueblo. De otro modo, no nos explicaríamos la
existencia de los llamados «estilos nacionales» y las escuelas.
Y aunque el arte sea siempre, y en todo caso, una expresión de la ideología
y los intereses de las clases, nunca fue más fecundo que cuando interpretó los
sentimientos y las aspiraciones de las grandes masas populares. Por eso, vemos
a través de la historia períodos de ascenso o decadencia de las artes, los cuales
corresponden a iguales períodos de su evolución política y social. El grandioso
florecimiento del arte en la Atenas de Pericles, vencedora en las guerras médi-
cas, representa el apogeo económico de la democracia esclavista; y ese período
cenital y glorioso del arte, que es el Renacimiento, no tiene otra explicación que
el poderío económico de la sociedad burguesa pujante y en ascenso. En nuestro
caso particular, el surgimiento de la Escuela Cusqueña de los siglos XVII y XVIII
es, evidentemente, una consecuencia directa del enriquecimiento de la clase de
los encomenderos. El derroche de oro y plata en templos y conventos, y el tropi-
calismo explosivo del «crespo» o churrigueresco americano, encuentra su cau-
salidad profunda en el gusto al derroche y la ostentación, propios del aventurero
trocado en gran señor.
Pero si profundizamos el análisis de este nuestro arte, brotado en suelo
andino, veremos que es un arte de cholos, indios y mestizos. Que sepamos, hay
pocos artífices peninsulares o criollos que han trabajado aquí y, si los hay, ellos
pueden contarse con los dedos de una mano. Se habla del jesuita italiano Bitti,
de Angelino Medoro, discípulo de Miguel Ángel, de un presunto hijo o discípulo
de Murillo, de los arquitectos Chávez Arellano y Veramendi, y quizá de alguno
más. En cambio, los grandes artistas, cuya obra está siendo recién rescatada del
olvido, son todos indios o mestizos. Nos bastan sus nombres para identificarlos:
Diego Quispe Tito, descendiente de los nobles incas; Marcos Sapacca, que caste-
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llanizó su apelativo indio en Zapata; Melchor Huamán Mayta; Juan Tomás Tuyru
Tupac; etc. Los otros —Pardo de Lagos, Espinoza de los Monteros, Marcos de
Rivera, Santa Cruz o Cipriano Gutiérrez— debieron ser mestizos, cholos artistas,
como estos sus lejanos epígonos, contemporáneos nuestros, como Santiago Ro-
jas, Agustín Ibarra, Raymundo Núñez, Villalobos y tantos otros, cuyos humildes
trabajos de artesanía hemos recogido en este museo inicial. Con toda evidencia,
no fueron otra cosa los pintores, escultores, alarifes, entalladores y plateros de la
ya famosa mundialmente «Escuela Cusqueña», que pobres artesanos trabajando
en talleres a tantos pesos la vara de tela pintada o a tantos reales por jornada.
He allí la raigambre esencial de nuestro arte popular, cusqueño por su ori-
gen y universal por el contenido, como todo arte de noble estirpe, por ejemplo,
las porcelanas chinas, los kakemonos japoneses, las tanagras helénicas, los ma-
tes de Huamanga y los toros collavinos de Pucará.
Fuimos nosotros fundadores y socios del instituto, quienes, desde 1927, lu-
chamos por levantar y dignificar este arte de los santeros cusqueños que ahora,
casi cuarenta años después, merece los honores de ingresar a un museo y mos-
trarse en su significado trascendente, venciendo su fragilidad material. No es
autoalabanza: allí quedan testimonios escritos en diarios y publicaciones donde
nos tocó, en hora oportuna, echar al vuelo ideas e iniciativas que hemos visto
medrar airosamente.
Un museo es una institución pública, mucho más si es de arte popular,
como este. Tiene por lo mismo una función eminente que cumplir. Desde que la
Revolución francesa puso las obras de arte, creadas por el genio del hombre, al
alcance de las masas populares, arrancándolas de los salones de los reyes y los
nobles, los museos han dejado de ser cementerios de vejeces. Por el contrario,
los museos son instituciones vivas, porque en ellos está el pasado remoto o cer-
cano, en la obra de los creadores de belleza y, en el presente caso, en la obra anó-
nima de hombres que no aspiraron a la riqueza ni a la gloria, que la realizaron
espontáneamente, como una función natural. Gente de la gleba popular, que
realiza su trabajo y le imprime en él ese aliento creador y fecundo, que les viene
por herencia a través de la sangre y la raza. En efecto, estos escultores de mu-
ñecos, como el paucartambino Santiago Rojas, han plasmado admirablemente
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Lápidas pintadas
Expresión viva del arte plástico popular, en su aspecto fúnebre, son las lápidas y
epitafios que las gentes humildes mandan colocar en las tumbas de sus deudos.
La generalidad de las veces, las lápidas son simples latas pintadas, como los pen-
dones de chichería, y los factura el mismo artífice del pueblo con burdos pince-
les y colores baratos, en su pobre taller de los arrabales, entre platos de picantes
y caporales de chicha.
La pintura fúnebre de las lápidas tiene una honda concepción realista y
respira ingenua gracia humorística, que pone una sonrisa sobre la mueca ma-
cabra de la muerte, más patética y terrible aún, en los huecos abiertos a flor de
tierra y en los zanjones de la fosa común de los camposantos. El pintor repre-
senta el duelo, a los deudos derramando lágrimas ante el ataúd del difunto o el
cacharpari del muerto después del entierro. Las figuras enlutadas, con grandes
pañuelos en las manos, tienen la misma actitud de emprender una marinera al
son de arpa y guitarra. Los símbolos y los instrumentos de la muerte se repre-
sentan con un primitivismo candoroso: el esqueleto armado de enorme guada-
ña, el búho agorero y fatal son hermanos del gallo y la sirena de los pendones.
Las almas, arrebatadas al cielo por ángeles de flotantes polleras; los blandones
encendidos y humeantes; las columnas truncadas; los árboles, tronchados por
la tormenta; la mano armada de tijeras cortando un rosal, son otros tantos moti-
vos con los que el pintor popular grafica el desenlace del drama de la vida. Cuan-
to mayor patetismo quiere infundir en la pequeña otra anónima, es más sutil el
humorismo que emana del cuadro fúnebre. Parece que el pintor se vengara de
lo inexorable haciéndole una morisqueta de burla; y es que la mentalidad del
mestizo razona siempre con la lógica epicúrea y vital: «después de esta, no hay
otra». No encontramos ni rastro de trascendencia metafísica y ultraterrena en el
tema fúnebre del pintor popular. Su expresión es una pura objetividad: no está
atormentado por ninguna preocupación trascendente, siendo en esto, como en
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otras cosas, heredero legítimo de sus lejanos ancestros, los incas, que trataron
de hacer feliz y llevadera la vida terrena, y dejaron a los grandes señores el cui-
dado de conservar sus cuerpos momificados para una eternidad material.
El artesano pintor, libre de la influencia religiosa basada en el temor su-
persticioso de la muerte, no ve en el trance supremo otra cosa que un desenlace
lógico, y acepta lo inevitable con la irónica resignación encerrada en el demo-
crático refrán: «al mal que no tiene remedio, mostrarle buena cara». Y es con la
«buena cara» del hombre que no tiene deudas que saldar en ninguna otra vida,
que no sea la presente, que el cholo afronta la muerte. Hasta hace poco, la arte-
sanía mestiza del Cusco tenía la costumbre de enterrar a sus muertos con ban-
da de música, al son de marchas fúnebres y, terminado el sepelio, en la puerta
del cementerio la banda de q’aperos entonaba tristes huaynos, acompañados de
fuertes libaciones que terminaban en farra y jarana en honor del difunto.
Va cambiando la vida y las costumbres son otras. Ya no hay entierros «con
banda» y las lápidas pintadas en la hojalata, obras de arte popular, pasan a la
historia, como han pasado los pendones de chichería. Años atrás podíamos en-
contrar en la romería del Día de Difuntos, por el bosque de cruces del campo
santo de la Almudena, junto a los muros en ruinas del «sepulcro de los vivos»,
pinturas populares mostrando tanto genio ingenuista, como el de un Rousseau
el Aduanero, o sudando el humorismo macabro de los divertidos esqueletos del
francés Jossot. Hoy, son poco menos que un recuerdo.
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Protección y conservación
«En América Latina, tal vez más que en otras unidades etnoló-
gicas menos compactas, es un deber reforzar todas las medidas que
tiendan a proteger los valores subjetivos y materiales que represen-
tan las artes populares tradicionales y las artesanías por el profundo
valor humano y artístico que estas expresiones aportan a la cultura del
mundo actual». Declaración de la sección IV (A, B y C) sobre «Tradición
artística de las artesanías y el arte popular».
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¿Cuáles son los productos de manufactura cusqueña que pueden ser englobados
dentro de la clasificación de «artesanías artísticas» o, lo que es lo mismo, según
la definición que hemos propuesto de «trabajos de finalidad utilitaria, pero de
contenido artístico realizado a mano»?
Los objetos de arte popular podrían ser los que quedan enumerados en
la siguiente relación (aquí la lista clasificada):
La artesanía artística puede involucrar las siguientes especies: a)
pintura; b) escultura; c) cerámica; d) talla en madera, mueblería y ebanistería
de lujo.
Pintura: las pinturas son cuadros de temas religiosos —santos, escenas
religiosas, temas bíblicos, «milagros», etc.— que corresponden a la pintura
colonial cusqueña hasta fines del siglo XVIII, arte virtualmente desaparecido.
Actualmente, no quedan sino poquísimos o muy raros imitadores de este arte
que constituye la gloria de la llamada Escuela Cusqueña. Quedan vestigios en los
pintores de banderolas que mandan confeccionar los alferados o carguyoq en las
solemnes fiestas religiosas, las llamadas «demandas» y pequeños exvotos, y en
los trabajos de los «pendones» o anuncios de chicherías y picanterías, las lápidas
funerarias pintadas en hojalata que quedan dentro de las expresiones del arte
popular propiamente dicho. (Referencias a Camilo Follana, Abraham Rojas, Hi-
lario Mendívil, Ibarra y otros. El sr. Vivero actualmente imita a la perfección la
técnica de los pintores cusqueños antiguos).
Escultura: corresponde a la imaginería, el arte de 1os santeros o escultores
de imágenes en bulto que dominaron a la perfección la técnica de los grandes
escultores místicos españoles de los siglos XVI y XVII como Montañez, Alonso
Cano y Pedro de Mena. Deriva de ellos el arte de maestros indios y mestizos
como Juan Tomás Tuyru Tupac, Melchor Huamán Mayta y otros aún desconoci-
dos autores de los santos patronos y vírgenes-taytachas y mamachas venerados
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en los templos y capillas de la ciudad imperial y de todos los pueblos del depar-
tamento y de gran parte del Perú.
La escultura, como artesanía artística, aparece en un género de escul-
tura menor, cultivada por artesanos que trabajan preferentemente con modelos
de niños Jesús y sagradas familias (San José y la Virgen) para los tradicionales
nacimientos cusqueños.
Es típico el niño cusqueño, pequeña escultura policromada de ingenuo
y candoroso realismo del que se conservan por centenares bellísimos ejempla-
res, aparte de los millares que han sido exportados por chamarileros y anticua-
rios. El escultor, para acentuar la impresión de realidad, usa procedimientos es-
peciales, como ojos de vidrio, pequeños espejos en el interior de la boca que dan
la sensación de profundidad, dientecillos hechos de cañón de pluma, pelucas
postizas o adheridas de cabello humano y otros.
Los niños son representados desnudos, pero los devotos los visten y en-
joyan lujosamente con diademas de oro, plata y pedrerías, vestidos de brocados
y encaje de Flandes, sandalias, «potencias» de filigrana de plata y otras joyas.
Hay diversos tipos y formas de niños. El más común está echado de
espaldas con sus manecitas en actitud de bendecir; hay otros apoyados sobre
los antebrazos; niños dormidos, con los párpados entornados; niños pensativos
y otros, ya de pie, con gran variedad de atributos: vestidos de militares, obispos,
doctores y hasta de indios y bandoleros, como uno que vi en el santuario de
Cocharcas (provincia de Andahuaylas) que estaba vestido de jinete, con botas
chumbivilcanas o qarahuatanas, lazo terciado a la bandolera y dos pistolas en
miniatura al cinto. En el Cusco, gozan de fama los tres niños de la capilla de la
Hacienda Markhu, en la pampa de Anta: uno es militar; el segundo, sacerdote;
y el tercero doctor, como personificando la trinidad de las autoridades feudales.
En el siglo pasado quedaban aún en el Cusco famosos escultores de ni-
ños. Sus nombres van perdiéndose en el olvido o apenas subsisten transmitidos
por tradición familiar. En mi infancia escuché los nombres de Naola, Rossell,
Loayza y alguno más.
En los primeros años del siglo actual vivía en San Blas, barrio tradicio-
nal de artistas populares, la famosa Aguedita, una mestiza escultora que hacía
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niños por encargo. Una tía mía, que fue mi aya —Melchorita Gutiérrez—, me
llevaba a visitarla en su taller sambleño para encargarle «pastores» para el naci-
miento que teníamos en casa.
Los más hermosos «niños» cusqueños están dispersos en los naci-
mientos de las familias de abolengo, hoy son buscados afanosamente por los
chamarilleros. El último de los escultores de niños es Raymundo Béjar, padre
de los pintores cusqueños Justo y Hugo Béjar, descendiente de una familia de
artistas populares que continúan habitando en San Blas, uno de los más típicos
barrios cusqueños con sus callejas tortuosas que parecen guardar recuerdos de
consejas y leyendas. Don Raymundo esculpe sus niños todavía con cierta gracia
ingenua, pero ha perdido la perfección de los maestros antiguos. Otro escultor
de niños es Antonio Olave.
Hasta hace menos de medio siglo gozaban de fama los grandes naci-
mientos del Cusco. El más célebre era el de las hermanas señoritas Pinelo, de
la calle Malambo, cerca de las Nazarenas (hoy bautizada con el nombre de Cór-
doba del Tucumán, por su vecindad a la casa de don Luis Jerónimo de Cabrera,
conquistador del Tucumán).
En dos grandes salas, se desarrollaban todos los misterios de la leyenda
bíblica, desde la Anunciación, la Natividad, la adoración de los magos, la huida
a Egipto, la matanza de los inocentes, la huida y vuelta de Egipto, la aventura de
Jesús Niño entre los doctores judíos, etc., con millares de magníficas esculturas
en miniatura, de la mejor artesanía cusqueña colonial. Aquello era un retablo
maravilloso. Yo alcancé a verlo a mi niñez; oí decir que el armarlo, o «amarrarlo»
en jerga cusqueña, llevaba más de dos meses y, a partir del 24 de diciembre, la
víspera de la Navidad, hasta el 19 de enero, todo el Cusco desfilaba por la casa de
la familia Pinelo.
Había otros nacimientos notables, pero que no competían ni lejana-
mente con el de las Pinelo. A la muerte de sus dueños, seguramente se dividió y
desperdigó en manos de los herederos.
Entre los «pastores», figurillas de Navidad, eran notables —fueron porque
hoy han desaparecido— los qara-kapas indios o mistis cubiertos con cueros de
vaca, caricatura que satirizaba a los magistrados de justicia, a quienes, hasta hoy,
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el bajo pueblo conoce por este mote. Otra figura famosa era el sinsimartín, que re-
presentaba al caporal de los «seises» o sinsis, en lenguaje popular, niños cantores
del coro de la catedral, una caricatura de faz espectral con capa y chistera negra,
sentado en un sillón frailero y con la cabeza montada sobre un resorte de alam-
bre que le daba movimientos cómicos. Hasta no hace mucho, a un anciano canijo
y esquelético aún se le conocía por sinsi-martín. Otros dicen que el sinsi-martín
era el animero o sacristán encargado de pedir limosnas para las ánimas.
Los pastores de Belén eran representados por indios con sus atuendos
típicos que delatan, como hoy mismo, su pueblo de procedencia, ch’utillos de
Paucartambo de calzón corto y poncho a listas multicolores, pampeños de Anta,
envarados de Pisac y de Chinchero, con sus enormes monteras y casacas de ta-
bla, collavinos con sus máscaras de lana y cargados de pieles.
En fecha reciente, el escultor popular Santiago Rojas realizó una completa
colección documental de las comparsas de bailarines indígenas, que anualmente
se dan cita en Paucartambo para celebrar a la Virgen del Carmen, el 16 de julio.
La colección, muy valiosa, por cierto, pertenece al Instituto Americano de Arte.
La juguetería popular cusqueña tiene una figura inconfundible: la wal-
tha-wawa o niño de pecho empaquetado en sus pañales, con el «chumpi» o faja
multicolor, según la costumbre incaica aún vigente. La wawa era el juguete pre-
dilecto de las niñas del pueblo y viene a ser la versión cusqueña de la universal
muñeca. Esta hermosa muñeca cusqueña ha desaparecido igualmente, barrida
por la muñeca importada de biscuit o material plástico. Pero aún queda otra mu-
ñeca cusqueña hecha de trapo por costureras del pueblo; generalmente repre-
senta a la chola o mestiza y a la negra esclava o «zamba», con sus característicos
indumentos: falda de percal, blusa floreada, mandil y sombrero de paja. Se la
conoce con el nombre híbrido de t’eqe-muñeca, que se puede traducir como mu-
ñeca «embutida».
Derivado inmediato de la gran fiesta cusqueña del Corpus Christi era el
juego infantil con santitos de pasta de yeso en miniatura. Parodiando infantil-
mente la solemne procesión, los niños cusqueños jugaban a los santos y eran
los escultores populares de los viejos barrios de San Blas y Santa Ana, los que les
proveían por docenas. Consiste este juguete en reproducciones caricaturescas
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Artesanías artísticas
Cerámica
La cerámica cusqueña tiene sus más lejanos antecedentes en los remotos tiem-
pos preincaicos y acusa formas estilísticas originales en el período imperial. Es
inconfundible, en efecto, la hidria ápoda que se ha dado en llamar impropia-
mente aríbalo. El mak’as o vaso inca representa la expresión morfológica in-
confundiblemente característica del estilo cusqueño en la alfarería. Hay otras
formas igualmente originales creadas por la cultura quechua, sin llegar a las
depuradas formas escultóricas y pictóricas de los estilos mochica y nasca.
La Colonia aportó algunos elementos técnicos al arte cerámico: el torno
de alfarero desconocido por los peruanos, el procedimiento del vidriado y las
formas mediterráneas. La alta cerámica oriental, china y japonesa, lo mismo
que las manufacturas francesas y alemanas de Sèvres y Sajonia, fueron siem-
pre, como hasta hoy mismo, productos de importación. No se puede decir que
España haya contribuido mucho a mejorar ni superar la alfarería incaica y pe-
ruana en general. De la época virreinal solo quedan algunos cántaros vidriados
en verde, grandes recipientes para agua de técnica inca y algunos platos y cazos
de factura burda.
La pequeña industria de la alfarería popular ha subsistido para satisfacer
exclusivamente la demanda de vajilla doméstica muy ordinaria de los campesi-
nos indios y de las capas más pobres del mestizaje ciudadano. Al presente, los
proveedores de cerámica indígena, como debió ser posiblemente en la Colonia,
son alfareros de Pucará en el departamento de Puno, donde se mantiene una in-
dustria artesana muy apreciable. De allí proceden los ya famosos «toritos». En el
departamento del Cusco, los centros alfareros son de menor importancia, como
Rajch’i y Q’ea en la provincia de Canchis, y algunos otros lugares muy alejados de
los núcleos urbanos.
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A propósito, no me ocupo del toro, el caballo, las alpacas, las llamas, los
danzantes y las iglesias de extraordinario interés artístico y folclórico, por perte-
necer a la cerámica altiplanense collavina.
Y para cerrar este apartado, diré que desde hace poco se está trabajando
en el Cusco una nueva forma de cerámica, técnicamente bien realizada, imitan-
do o copiando a la perfección la cerámica inca y la cerámica precolombina en
general, con fines casi exclusivamente turísticos. Son todos souvenirs, objetos
decorativos, pero muy bien presentados.
Desde que el Instituto Americano de Arte comenzó a estimular y pro-
mocionar este género de artesanía, han surgido ceramistas excelentes, cuyos
trabajos se confunden fácilmente con sus originales antiguos. Entre estos hay
verdaderos artistas como Antonio Olave, los hermanos Pareja, entre otros.
Dentro de esta especialidad, el arte de Antonio Olave es, ciertamente,
merecedor del mayor encomio, no solo como imitación perfecta de la técnica
ceramística incaica, sino aun como creador de algunas formas originales. Es-
tos nuevos ceramistas cusqueños son pues herederos y continuadores de sus
lejanos ancestros los artífices incas del período imperial, hecho que demuestra
palmariamente la supervivencia de las fecundas virtualidades estéticas de nues-
tro pueblo, que solo están adormecidas a la espera de un pequeño impulso para
mostrarse en su plenitud creadora.
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La talla de madera
El arte de la talla en madera es uno de los que a más alto grado de perfección
llegaron los artífices cusqueños de la Colonia. A tal punto que puede decirse que
esta modalidad de la artesanía es propia de la Colonia, puesto que casi no exis-
ten antecedentes de ella en la cultura precolombina. Adquirió extraordinario
florecimiento en la segunda mitad del siglo XVII, particularmente después del
terremoto de 1650, cuando, bajo el episcopado del ilustre mecenas Mollinedo y
Angulo, fueron restaurados o construidos la mayoría de los templos y capillas en
la ciudad del Cusco y en todo el vasto territorio de la antigua diócesis cusqueña.
Las obras de talla fueron confiadas a los llamados «emsambladores»,
maestros carpinteros expertos en esculpir los bloques de madera de cedro, no-
gal y otras especies. El arte de la talla se complementa con el dorado a base de
láminas de oro auténtico, lo que se llama el «pan de oro», arte que era ejercitado
por especialistas que a veces solían ser los mismos tallistas o también esculto-
res. El retablo tallado y dorado era la máxima expresión de lujo y ostentación de
las iglesias coloniales.
El maravilloso arte de los retablistas y ensambladores se aprecia en to-
dos los templos cusqueños, comenzando por la millonaria catedral, que ostenta
bellísimas obras de retablería, cuya descripción y estudio necesitarían no una
conferencia sino un libro. Pero en esta rápida visión de la artesanía cusqueña,
sería pecado imperdonable no mencionar por lo menos las obras maestras de los
tallistas cusqueños de la Colonia, tales como la sillería del coro, obra del preben-
dado don Diego Arias de La Cerda; el coro de San Francisco, trabajo del fraile des-
calzo Luis Montes; y el coro de La Merced, asombrosas obras de artesanía artísti-
ca explicables por la ingente riqueza de los donantes, la encendida fe religiosa de
los prelados y el espíritu eminentemente artista de los entalladores y escultores
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que asimilaron con tanta perfección la técnica del barroco español y, sobre todo,
de su derivado el churrigueresco, llamado «crespo» en su expresión cusqueña.
Entre los púlpitos, la maravilla del estilo crespo, expresión máxima de
la fantasía tropical, anonadante en su exuberancia decorativa, como una pago-
da indostánica, es, sin discusión, el púlpito de la iglesia parroquial de San Blas,
obra atribuida, sin fundamento documental alguno, al artífice indio Juan Tomás
Tuyro Tupac, más conocido como escultor.
Del púlpito de San Blas, dice Uriel García, en su obra La ciudad de los
incas: «Es la obra más primorosa y acabada que produjo la carpintería artística
del Cusco colonial. Tal vez si en España, país de las glorias del arte, habrá pocos
ejemplares que puedan competir con esta obra estupenda». Sobre la paternidad
de esta joya del arte, cusqueño, me atrevo a pensar con algún fundamento cuya
exposición detallada me reservo, que su autor haya sido el canónigo Diego Arias
de La Cerda, maestro mayor de la catedral, arquitecto, alarife y artista entallador
Al púlpito sambleño le siguen en importancia los de la catedral San Pe-
dro y el de la iglesia parroquial de Checacupe, en la provincia de Canchis; el de
la capilla de la Almudena y otros, igualmente bellos.
Además de las magníficas cátedras, hay que agregar como obras señe-
ras de la carpintería artística los retablos o altares tallados y dorados en el más
recargado estilo «crespo», equivalente del churrigueresco hispánico, como los
de la capilla del Sagrario de la catedral, el altar mayor de la Compañía de Jesús,
los de Santa Catalina, algunos que todavía subsisten en La Merced, Belén y otros
templos y conventos cusqueños. Y, finalmente, los suntuosos marcos dorados, la
marquetería y mueblería de talla incluyendo armarios, mesas, bargueños, sillas,
etc., desperdigados por templos y residencias señoriales.
El arte del tallado en madera no ha desaparecido totalmente, se man-
tiene por tradición hereditaria entre algunas familias de artesanos cusqueños,
algunas de las cuales, a costa de sacrificios y llevando una vida pobre, han logra-
do seguir ejercitando su noble oficio. En los últimos años del siglo pasado fue
notable el ebanista don Francisco González, fundador de la Sociedad de Artesa-
nos del Cusco, que tuvo un taller del cual salieron juegos de muebles finísimos,
de alta calidad artística, que llegaron a ser exhibidos en la Exposición Universal
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de París de 1890. Don Francisco González, abuelo del ilustre pintor cusqueño
Francisco González Gamarra, fue uno de los últimos artistas del mueble en el
Cusco del siglo XIX.
Hoy se mantiene la tradición en algunos artesanos de «buena mano»
que aún realizan obras solamente por encargo, porque ya nadie o casi nadie usa
muebles tallados, salvo gentes de muy buen gusto de las que quedan pocas. Debo
citar a los maestros Marroquín, profesor que fue de talla de los paucartambinos
por tradición; Lorenzo Achahuanco; los hermanos Loayza; Martín Espinoza,
que ha realizado magníficos trabajos que nada tienen que envidiar a sus simila-
res de la Colonia, como las andas doradas de San Sebastián y urnas procesiona-
les para el Señor del Sepulcro de La Merced y otras.
La extinguida Escuela de Artes y Oficios y, recientemente, los centros
artesanales establecidos con excelente criterio por el Estado, están realizando
obra realmente encomiable al tratar de mantener bien sea en pocos y escogidos
artífices la gloriosa tradición de la carpintería artística en el Cusco.
Platería y orfebrería
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Textilería
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generaciones y viene desde los ancestros incas. Eso explica que subsistan hoy
pueblos enteros de tejedores igual que en el incanato. Podemos citar a manera
de ejemplo Tinta, Queromarca, Q’atqa, Chahuaytiri, Pillpinto y mucho, otros.
Aparte de la manufactura para el consumo de la población campesina,
en los últimos años, el tejido indígena tiene alta demanda por parte de los tu-
ristas nacionales y extranjeros que por centenares visitan a diario la vieja ciu-
dad de los incas. Debido a esta circunstancia ha repuntado indudablemente la
artesanía textil, a lo cual hay que agregar la saludable campaña de reivindica-
ción del traje indígena que ha difundido por el mundo la ya popularizada «línea
cusqueña» y el uso masivo del poncho y el chullo como prendas simbólicas de
cusqueñidad militante en el Inti Raymi, la Semana del Cusco y otras fiestas po-
pulares. Es hecho sintomático que al presente ya no haya cusqueño, por blanco,
«decente» o aristócrata que se crea, que se avergüence de usar poncho y chullo
y no solo en la anual celebración del Inti Raymi, sino como prenda habitual de
abrigo nocturno; y es más curioso aún observar que mientras el indígena au-
téntico se despoja de su indumento típico, el mestizo lo adopta a gusto y lo pone
incluso de moda.
Una artesanía que alcanzó calidad de excelencia en la Colonia fue la
manufactura de alfombras, técnica introducida por los españoles y en la que
los tejedores indios realizaron los famosos q’ompis y chusis, obras magníficas de
las que quedan muestras preciosas en los templos, capillas y casas familiares
solariegas que, en verdad, nada tienen que envidiar a las mundialmente famosas
alfombras de Bruselas. En estos últimos años se ha venido tratando de revitali-
zar el tejido de las alfombras a través de cursos especiales en los talleres de los
centros artesanales y por pocos, pero excelentes tejedores canchinos y puneños,
desde luego, con óptimos resultados.
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Nota de arte
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Es evidente que hay calidad y arte de buena ley en la exposición que los
señores Villasante han ofrecido en la capilla de Loreto y que han concitado aco-
gida y simpatía, unánimes, bien ganados y merecidos, por cierto, por un artista
que, como Nemesio Villasante, ha consagrado su vida al cultivo de un arte con
espíritu y sabor cusqueño.
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Hay muchas maneras de hacer crítica a la cruel sociedad en la que nos ha to-
cado vivir, en el presente momento convulso y preñado de tragedia y angus-
tia. No siempre es necesario ser político, sociólogo o revolucionario social para
combatir el absurdo armazón de la estructura capitalista causante de todas las
desgracias y calamidades que sufre, como un fatal sino, la gran mayoría de la
humanidad en los cinco continentes de la Tierra.
También el arte es una poderosa arma de crítica en manos del artista,
cuando este se encuentra dotado de sensibilidad humana y siente, en carne pro-
pia y en la de su clase, la injusticia y la opresión.
Y entre las artes, el teatro y el cine son las que más fácil y directamente
llegan a la conciencia de las grandes masas, por su lenguaje de imágenes visua-
les y mediante la palabra y la acción escénica cuando, por magia del arte, cons-
tituyen testimonio y versión directa de la vida.
Desde este escenario improvisado, sin artificios ni bambalinas, abierto a
los aires frescos de nuestro cusqueñísimo barrio de San Blas, un artista salido y
forjado en la gleba campesina, Giliat Zambrano, nos presentará algunas peque-
ñas piezas satíricas, producto de sus observaciones y de su agudo sentido del hu-
mor colectivo, realizados en el más auténtico lenguaje popular, esa fabla de doble
vertiente, mitad quechua, mitad español, cholo, mestizo, cusqueño y peruano.
Como dirigente de Amauta, “agrupación artística”, Giliat Zambrano co-
manda una entusiasta y juvenil parvada de aficionados al teatro popular que, por
su propia naturaleza y con más cultivo y dominio de los inagotables recursos del
arte escénico, está llamado a devenir en arte popular de buenos y elevados qui-
lates, superando, desde luego, su actual ingenuidad y primitivismo.
Mi cálido y entusiasta aplauso para Giliat Zambrano y su juvenil comparsa.
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Fig. 27. Portada de la Revista del Instituto Americano de Arte Cuzco
Edición N°3, 1944
Colección familia Gutiérrez
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Fig. 28. Portada de la revista Waman Puma
Edición N°10, julio de 1942
Colección familia Gutiérrez
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Fig. 29 Vista panorámica de la ciudad del Cusco
Santiago, Cusco de 2018
Fotografía: Gustavo Vivanco León
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Universidad Nacional Diego Quispe Tito
Comisión Organizadora
Vicepresidencia Académica
Yohn Augusto Lasteros Holgado
Vicepresidencia de Investigación
Mario Curasi Rodriguez
La obra consta de diez apartados, con textos que van desde el impresionismo del arte Abs-
tracto, el museo Hermitag y Picasso hasta temas vinculados al arte del antiguo Cusco, la
pintura colonial, y el arte popular y moderno de nuestra tierra; también contiene artí-
culos sobre arquitectura, defensa del patrimonio, música, cerámica, gráfica, pintura y
teatro. Gran parte de estos artículos fueron publicados en diarios de Cusco, Lima, Puno y
Arequipa, así como en La Paz-Bolivia y otras ciudades del exterior.
Escuela Superior Autónoma de Bellas Artes Diego Quispe Tito de Cusco, Ley N° 24400, de Autonomía; Ley N° 29292, de Grados y Títulos.
Universidad Nacional Diego Quispe Tito, Ley N° 30597, de Denominación; Ley N° 30851, de Aplicación; Ley N° 30220, Universitaria.