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A alguien, alguna vez, en algún lugar de mundo, se le ocurrió una idea maravillosa.
Digamos que este sujeto en cuestión poseía un alto cargo en alguna empresa, así que ese día
llegó al trabajo y convocó una reunión para hacer saber su deseo a sus empleados: quiero
investigar para entender los hábitos de consumo de las personas.
Aterricemos esta diatriba en palabras más simples: de nada me sirve saber que 45 personas
quisieron comprarse un pan de queso esta mañana en la panadería de la esquina si no sé por
qué quisieron comprarlo.
Tal y como exponen King, Keohane y Verba, creo que enemistamos dos campos que se
complementan maravillosamente porque uno llega a esquinas que quizá el otro no. Las
diferencias en la calidad investigativa son, citándoles nuevamente, algo meramente
estilístico, no relevante a la hora de la verdad y “La mayoría de las investigaciones no
encajan claramente en una u otra categoría. La mejor suele combinar características de cada
una de ellas”.
Porque resulta que los seres humanos no somos números exactos. Absolutamente nada en
nosotros es exacto en ningún momento, y tal y como discutíamos en clase hace unos días,
somos unos tibios por naturaleza y nos encontramos en constante cambio por exactamente
la misma razón, así que creer que una investigación únicamente cuantitativa puede arrojar
resultados 100% exactos alrededor de la materia humana es, en mi opinión, engañarse uno
mismo; se necesita recurrir a los métodos cualitativos para crear un panorama mucho más
amplio y detallado y “humanizar” o darle un rostro a las cifras que arroja la investigación
cuantitativa. Por su cuenta, María Consuelo Moreno explica este punto tan valioso mucho
mejor que yo, y es que esta naturaleza cambiante impacta de forma directa nuestros hábitos
de consumo, haciendo que en nuestras vidas se vea reflejada esta realidad, que muchas
veces puede no ser retratada de la forma mas precisa teniendo en cuenta este dilema
constante.