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Por otra parte, resulta apéndice dentro del área Justicia como la psicología jurídica y
de interés para “la psicología” y “los/las psicólogos/as” como área de foco de una Psicología
Aplicada, conforme no sólo a la delimitación y alcances de la problemática, sino al carácter
convocante que la misma imprime. Especialmente a los profesionales de la salud mental,
considerando altamente significativo el conocimiento que respecto de ella puedan adquirir
aquellos que están culminando su ciclo de formación profesional, próximos graduados; como
así también nuestros colegas; habida cuenta de la indudable incumbencia profesional en el
campo de nuestra disciplina.
Ello, por tanto se requiere además de un conocimiento que abarca otros factores
que hacen al diagnóstico integral y que comprende no sólo al presente sino también al
pasado. El presente de los jóvenes infractores se configura a partir del pasado, de su entidad,
identidad y del lugar que ocuparon dentro de un amplio universo: individual, familiar, social,
en el campo jurídico, en las políticas públicas y en la recepción y representación que sobre
ellos conserva el cuerpo social.
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Resulta así imprescindible revisionar parte de la historia, en especial, la parte que
resultó del encasillamiento de la niñez en situación de alta vulnerabilidad, valiéndose de
actores, organismos e instrumentos de orden público y privado que al menos, en ese punto
(encasillamiento) podríamos decir que resultaron eficaces.
La transgresión y su aliado más cercano, el carácter instintivo del ser humano como
lo es la agresión, nos aporta desde tiempos inmemorables aspectos testimoniales de ello.
Hobbes en su teoría social diferenciaba al hombre pre-social de aquél que había atravesado
un proceso cultural y Freud, en Malestar en la Cultura, nos explicaba acerca de los efectos
estructurantes y la eficacia simbólica que sobre aquél imponía la cultura en pos de alejarlo de
un estado natural y salvaje. Ello explica en tal caso, no sólo la manifestación de actos que
pudieran atentar contra algo o contra alguien, también la materialización de una norma que le
asignaba nombre a esos actos y consecuentemente los mecanismos que se diseñaron para
repeler o sancionar aquellas conductas consideradas desvaliosas.
En definitiva no estamos hablando sino del Derecho como ese conjunto de normas y
reglas que regulan las relaciones de los unos y los otros en sociedad. Para Justiniano como
una de las personalidades más importantes de la antigüedad tardía y compilador e intérprete
del Derecho Romano, lo “justo” o la “justicia” no era sino dar a cada quien lo que le
correspondiere. De ahí, el actual sentido conclusorio de un “juicio”.
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Que la problemática no podamos explicarla de manera unicausal, implica que la
misma está atravesada por una multiplicidad de factores o causalidades que superan la
caracterología y personalidad de sus protagonistas, si admitimos que el acto de delinquir no
puede sólo representar un fracaso individual sino un conjunto de tardías y/o fallidas
intervenciones por parte de otros actores, sean estos tanto del sector público como del sector
privado. Aspectos que iremos ampliando en las distintas unidades, pero debemos comenzar a
trazar una línea interpretativa que nos conduzca en dirección a la noción de
corresponsabilidad.
Seguramente, buena parte de los que accedan a este escrito, podrían estar
asistiendo a una asignatura que lleva por nombre: Niños y Adolescentes en conflicto con la
ley penal: Abordaje integral, pero lo cierto es que la sociedad, los medios, las fuerzas de
seguridad y hasta cierta parte del derecho y la justicia no economizan esfuerzos por evitar
etiquetas tales como “Delincuencia Juvenil”. Debemos reconocer y aceptar que ese es el
término más utilizado para referirse a los menores de edad infractores a la ley penal. Así las
cosas y reservándome para más adelante alguna consideración respecto del momento y
lugar donde comienza hablarse de “infractores”, pasemos a revisar los dos términos
primeramente citados: Delincuencia y Juvenil.
Por otra parte, entendemos por juvenil aquello que es propio de la juventud y que
caracteriza a la adolescencia como ese período de transición, una suerte de moratoria
evolutiva que pendula entre el abandonar la niñez y el asumir las responsabilidades del
mundo adulto.
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Se procura establecer algo del orden de lo distintivo, algo que le otorgue cierta
identidad, sin perjuicio de que ello suceda de forma transitoria, ya que no es posible
permanecer en la adolescencia infinitamente.
Distinguidos por su definición ambos términos, queda claro entonces que nuestro
universo de investigación y abordaje comprende a una población que inevitablemente se
encuentra delimitada - jurídicamente hablando - por los alcances de la Ley. En parte por su
condición de menor punible conforme lo determina la norma vigente, en parte por los efectos
jurídicos-judiciales de ésta, respecto a la inimputabilidad.
Pero una forma más amplia de constelar dicho universo podemos emplear a partir
del alto grado de vulnerabilidad social. Escenario en el que situamos a la mayoría de los
jóvenes comprometidos con la ley penal a partir de su infracción y consecuentemente, los
significativos niveles de exposición a diversas situaciones de riesgo, las modalidades de
funcionamiento e interacción vincular en su medio inmediato y su relación con el mundo
circundante, los consumos problemáticos y los modelos aprehendidos.
Una perspectiva crítica nos permite cuestionar doctrinas prácticas que promovieron
las formas justificadas de protección en relación a esos niños/as y adolescentes
considerados por décadas como menores objeto de tutela. Podría resultar ello hasta
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una obviedad, pero ciertamente han existido diversas formas de des-protección, producto de
irregulares modos de abordajes por parte del Estado mismo, a lo cual me referiré más
adelante.
Los niños o mejor dicho, la niñez, -debemos decir - por siglos han ocupado un lugar
difuso, confuso o nulo, respecto de la sociedad que los recibía y mucho más, respecto del
Derecho. El problema de los menores resultaba ser a primeras luces, un problema menor. Si
bien para cualquiera de nosotres, hoy en día representarnos niñ@s o hablar de la infancia no
presenta dificultad alguna, deberíamos sí tener en cuenta que siglos atrás, visibilizarlos no
era tarea sencilla.
Los niños no siempre tuvieron una existencia social como tales que haya
acompañado la existencia de la propia humanidad. La infancia entonces es una categoría
socialmente construida y creada en el siglo XVII y hasta ese entonces ha atravesado
múltiples contextos y situaciones.
Pero también esa práctica habilitaba el infanticidio para todos/as aquellos/as que no
eran elegidos, abandonados o no deseados (hijos/as de los esclavos). El abandono público
de los recién nacidos para que fueran adoptados por otras familias resultaba por aquél
entonces, una práctica habitual. La historia del niño y de la familia se vio atravesada en esa
época por la correlación de esos tres factores: la elevación del niño, la adopción como
práctica, y el infanticidio.
Las familias numerosas eran las más poderosas ya que garantizaban por un lado la
seguridad y por otro, la mano de obra. Es así que el infanticidio comenzó a ser considerado
un delito, perseguido y castigado por la justicia. Asimismo estaba prohibido abandonar
niños/as, los/as cuales comenzaban a ser tutelados por la Iglesia y el Estado.
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Si bien el niño/a comienza a ser valorado/a en la época del Renacimiento, el valor
infancia se perderá a lo largo de la alta edad Media y recobrará algún valor en la segunda
parte del período medieval, proceso que aparece gradual y progresivamente.
Dicho de otra forma, por varios siglos la infancia se tornó invisible, reapareciendo
luego de mucho tiempo entre el Siglo XII y XIII por influencia de la cultura escrita y por
consiguiente, la escuela que reconquista sus derechos y comienza a difundirse.
No son pocos aquellos que han investigado sobre el surgimiento de la niñez como
constructo social, difiriendo entre ellos en relación al período en el cual precisar su aparición.
Algunos sitúan el término niñez como derivado de la palabra niño en Europa entre principio y
mediados del Siglo XIII. Terminológicamente “infancia” del latín infans aparece en el siglo XII
y se hace extensiva a niñez.
Los niños como adultos pequeños entre los Siglos XVI y XVII no resultaban de una
particular visión del artista que reflejaba ello en sus telas sino de la forma en la que en esa
época se representaba y consideraba a los primeros, “pequeños adultos”. Es decir, capaces
de adoptar la misma conducta de los adultos en el cuerpo social y en todo caso, de atenderse
alguna diferencia, ella refería al tamaño físico y a su nivel de experiencia.
Rousseau introdujo idea “El niño nace bueno, es la sociedad quien lo corrompe”.
Consideraba que poseía una bondad innata y que sus impulsos naturales debían ser
aceptados tal y como son. Postulaba que la educación debería entender al niño, satisfacer
sus necesidades y mejorar sus intereses naturales.
Surge el concepto de educación y la necesidad de que los niños/as sean
instruidos/as. La escuela constituyó una bisagra dividiendo a los que no estaban inmersos en
la educación de los que sí, ya que no todos los que se categorizaban en esa infancia estaban
atravesados por la educación.
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Es indudable que hacia fines del siglo XVIII el comportamiento social tuvo que
adquirir nuevas formas como nuevas formas tuvo que imponer el poder. La industrialización y
la incipiente urbanidad no sólo proponían una cuota esperanzadora de cierto bienestar o la
posibilidad de subir algunos escalones en la escala social.
Como todo proceso que impone por una parte una dosis de inclusión y pertenencia.
y por la otra, una porción de marginalidad, resultaría imposible negar que de ello no se
obtuvieran nuevos problemas a los que se les trataba como fenómenos sociales. De la misma
manera, no podrían quedar por fuera de esos problemas, los niños más allá de su condición
de problema “menor”.
Era necesario hacer algo para con los problemas menores o con los menores que
representaban potencialmente un problema. En ese sentido habría que remitirse al momento
en el cual comienza a acuñarse el término “menor” como un desagregado de la categoría
niño, que si bien aún no gozaba de privilegios como tal, diferenciaba a los segundos (niños)
como los hijos de los triunfadores, de aquellos que en desigualdad de condiciones
(inmigrantes, desocupados, obreros precarizados) proveían a la sociedad algunos problemas
por resolver. Por ejemplo; la situación de sus hijos que hacia fines del Siglo XVIII principios
del XIX aparecen en su condición de trabajador, de huérfano, de vagabundo.
Podríamos entonces decir que existieron dos tipos de infancias: infancia escuela e
infancia no escuela. Respecto a esa primera categoría, la infancia escuela contaba con
familia y eran considerados “niños” en tanto para quienes pertenecían a la segunda, la
infancia no escuela, se los consideraba “menores” con una doble significación: por un lado
técnico jurídica y por el otro, una significación peyorativa, estigmatizante, para los cuales
debían crearse instancias específicas de control social.
Es allí donde podríamos advertir que se constituye una otra infancia, es allí donde
ubico esa partición en el universo de la niñez y es en dicho escenario que surge una
categoría a la que comúnmente se la conoció como “menores”.
Toda la categoría de infancia es una construcción social a partir de lo que “no sabe
o no puede”, y por lo tanto, no se le asignaba ninguna responsabilidad, sino por el contrario,
el niño pobre, infractor, o abandonado debía ser “protegido” por un tutor.
A fines del siglo XIX y ante la situación que se generó a partir de la industrialización
con relación a los niños que quedaban en las calles de los grandes centros urbanos, surgió el
movimiento denominado los Salvadores del Niño.
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Los Salvadores del Niño
Pareciera ser que los menores no constituían sino ese segmento sobre el cual
resultaba imperioso brindar una respuesta inmediata y ajustada a la problemática,
entendiéndose por ello en esa época, un manto proteccional que -sin distinguir esfuerzos,
provengan estos de la sociedad, la filantropía o el Estado mismo- de manera urgente debía
efectivizarse en pos de su bienestar.
El movimiento “los salvadores del niño” aparece entonces entre fines del siglo XIX y
principios del siglo XX alzando las banderas de la protección de la infancia menos favorecida
y más lesionada a la que parecería que en ese momento se les garantizaba no sólo el cobijo
de un hogar saludable, también el amor de las nodrizas. Pero ¿quiénes se ponen al frente de
ese movimiento?, las mujeres que representaban a los sectores más favorecidos: hijas y
esposas de importantes empresarios industriales, políticos y hombres de la alta sociedad, que
para esa época ya constituían lo que hoy entendemos como una corporación.
Pero habría que decir que no son pocos los que vieron en ese movimiento otra
intención, certificando de alguna forma que el verdadero fin de tanta bondad estaba mucho
más cerca del diseño y ejecución de un esquema de justicia penal que mantuviera el orden, la
estabilidad y el control social, conservando al mismo tiempo el sistema vigente de clases y
distribución de la riqueza.
Ello evidenciaba entonces una sustancial diferencia entre un fin formal y el fin real
que años más tarde explicaría excelentemente Franco Basaglia en relación a las
instituciones totales.
Ello también ponía en relieve que los supuestos salvadores; miembros de la clase
social alta, burguesa, no sólo se aprovechaban de una total desigualdad en el reparto de los
bienes para mantener su propio estándar de vida privilegiado, sino que con el nuevo plan, se
procuraban ejercer un fuerte control sobre los sectores más pobres. ¿Y bajo que presunción?
Bueno, más que presunción, certeza de que eran los sectores menos favorecidos los que
podrían proveer delincuentes.
En ese orden de aspiraciones, más que una motivación altruista para salvar a los
niños y niñas que deambulaban por las calles y pasibles de incurrir en conductas asociales,
proveyéndoles todo lo necesario para mejorar su calidad de vida y garantizando su lugar en la
sociedad como personas de bien, dicho movimiento escondía bajo sus faldas y pantalones un
fin real; más cercano a conservar el poder a través de reformas en el sistema penal.
Anthony Platt de alguna manera fue quien alertó respecto de que una mirada
ingenua sobre un cierto sentimentalismo y comprensión del movimiento los salvadores del
niño y de los nuevos tribunales para menores, sólo nos conduciría a una falsa realidad.
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En su trabajo, el autor examina los antiguos modos de ver la conducta delictiva, los
orígenes del reformatorio, los valores sociales de los reformadores de clase media y el
manejo de los delincuentes juveniles antes y después de la creación de jurisdicciones para
menores de edad, que cometían lo que en ese momento se consideraba delito.
El Reformatorio como creación estadounidense hacia fines del siglo XIX constituye
el antecedente más antiguo de los ámbitos de institucionalización de niños y adolescentes en
dispositivos de privación de la libertad ambulatoria caracterizados por la reclusión y la
disciplina.
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Para completar el diseño del plan que procuraba el movimiento Salvadores del Niño
se requería además de Tribunales y Leyes. Y por supuesto, que sean éstas especiales.
Respecto de lo primero, los Tribunales de Menores como punto de partida para cualquier
tipo de control social de niños y adolescentes desviados aparecen ya finalizado el siglo
XIX. Es en Illinois Chicago en 1899 donde se crea el primero.
De esa forma, dicha creación resultó ser un aporte importante que hizo el
mencionado movimiento al desarrollo de la nueva penología. De hecho, se jactaban de
haber sido realmente innovadores en la materia.
Los expedientes que tramitaban en dichos tribunales era secretos y las audiencias
se celebraban en un ambiente privado. El proceso penal era de corte informal y no se
respetaban las garantías de lo que hoy podríamos entender como un debido proceso.
Siguiendo tales interpretaciones, en primer lugar tenemos una fórmula que pretende
diferenciar los actos juveniles de los actos adultos pero en definitiva, en la práctica no
resulta tan distinguible si tenemos en cuenta el destino que se oficiaba para los primeros.
“Los actos que serían delictivos si fueran cometidos por adultos”. Siguiendo esa
concepción un menor de edad que robaba algo, si fuera mayor de edad se le imputaría del
delito de robo y en consecuencia sería alojado en una institución penitenciaria. Ahora bien,
como no se trataba de un mayor de edad ¿quedaba extinguida la acción judicial punitiva?
Está claro que aquello que quedaba por fuera de la acción, en el mejor de los casos era la
pena, pero no así la aplicación de una medida que hoy llamaríamos disposicional.
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Lo cierto es que una pena, al menos cuenta con una temporalidad en expectativa
que me permite proyectarme, al saber cuándo comienza y cuando podría finalizar si
tenemos en cuenta las particularidades de la calificación del delito, su monto, el hecho de
ser el autor primario y no reincidente, etc. De igual modo, la accesibilidad a los beneficios
de las salidas transitorias, semi-libertad y libertad condicional que prevé nuestro código
penal. Distinto es el aspecto indefinido de la medida ya que al ser provisional, no hay
norma que fije ni el mínimo ni el máximo, salvo el criterio personalísimo y sana crítica del
juez.
Por así mencionarlo, ya teníamos a los reformatorios y con ellos una nueva
educación para los “menores”. Teníamos también a los tribunales de menores pero
resultaba indispensable completar la cuadrícula con el dictado de leyes especiales para la
protección y custodia de los niños con problemas y -anticipando el futuro-, posibles
delincuentes.
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La ley Agote establecía que el patronato del Estado se ejercía a través de la
Justicia, la que podría intervenir en los casos que hubiera abandono o peligro material o
moral, que es una concepción valorativa y subjetiva, pues la ley no definía taxativamente
aquello que se consideraba riesgo o peligro material y moral.
Aquello que comenzó en nuestro país como un estado de protección para con los
niños, se convirtió en una real des-protección para los “menores”.
Delegarle la tutela a la justicia - más allá de las buenas intenciones que podrían
haber abrazado en aquella época – arrojó como resultado que a futuro; se haya
judicializado la pobreza e institucionalizado a quienes la padecían. ¿Qué podía hacer el
Sistema de Justicia con esta facultad que se le daba a los jueces de ejercer el "Patronato
del Estado" con todo menor que se encontrara en peligro material o moral o en situación
de abandono?
La ley dice, "el juez podrá disponer" del niño y dejarlo con su familia en libertad
vigilada o bien internarlo. Y esto nos podría ofrecer la gravedad de una práctica
sistemática: regular la intervención de un juez sin que medie ninguna conducta
considerada ilegítima o infractora de la ley con una respuesta que puede tener contenido
punitivo.
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