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Nuevas respuestas a un viejo problema: Introducción a la problemática

de los niños, niñas y jóvenes en conflicto con la ley penal


Prof. Claudio Ghiso

La problemática de los niños y jóvenes infractores a la Ley penal constituye hoy -


respecto de su estudio, investigación y abordaje– una especialidad. Especialidad que se nutre
no sólo a partir de la adquisición de conocimientos teóricos, sino de la aprehensión o
empoderamiento de todo aquello que provee la praxis en el ámbito específico.

Por otra parte, resulta apéndice dentro del área Justicia como la psicología jurídica y
de interés para “la psicología” y “los/las psicólogos/as” como área de foco de una Psicología
Aplicada, conforme no sólo a la delimitación y alcances de la problemática, sino al carácter
convocante que la misma imprime. Especialmente a los profesionales de la salud mental,
considerando altamente significativo el conocimiento que respecto de ella puedan adquirir
aquellos que están culminando su ciclo de formación profesional, próximos graduados; como
así también nuestros colegas; habida cuenta de la indudable incumbencia profesional en el
campo de nuestra disciplina.

En segundo lugar, en un marco de formación de todo aquél que se interese por el


área y especialmente en materia de niños y adolescentes en conflicto con la ley penal, no
podemos sólo capacitar a partir de la metodología, técnica y estrategias para su abordaje,
dejando por fuera o escindiendo del campo epistemológico; aspectos fundamentales que
constelan la situación del universo objeto de nuestro estudio y sujetos de nuestra
intervención. En ese sentido debemos mencionar que dado su carácter de transversalidad, la
problemática de los jóvenes infractores no puede sino preocupar y ocupar a otras disciplinas,
tales como el derecho, la sociología, criminología y victimología, entre otras.

Ello, por tanto se requiere además de un conocimiento que abarca otros factores
que hacen al diagnóstico integral y que comprende no sólo al presente sino también al
pasado. El presente de los jóvenes infractores se configura a partir del pasado, de su entidad,
identidad y del lugar que ocuparon dentro de un amplio universo: individual, familiar, social,
en el campo jurídico, en las políticas públicas y en la recepción y representación que sobre
ellos conserva el cuerpo social.

Frecuentemente y casi de manera romántica o poética suele decirse que el presente


de la niñez y adolescencia constituyen el semillero del futuro, la esperanza del mismo. No
obstante ello que no está mal referirlo de esa manera, el presente resulta de un pasado del
cual no podemos abstraernos, si aspiramos a un mejor futuro, cuando de niños y jóvenes en
situación de alta vulnerabilidad se trata.

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Resulta así imprescindible revisionar parte de la historia, en especial, la parte que
resultó del encasillamiento de la niñez en situación de alta vulnerabilidad, valiéndose de
actores, organismos e instrumentos de orden público y privado que al menos, en ese punto
(encasillamiento) podríamos decir que resultaron eficaces.

Un hecho que no pocas veces requiere de algún distingo o aclaración: La


problemática de la común y frecuentemente denominada delincuencia juvenil no es un
“fenómeno”, tal como refieren algunos desde una opinología económica, reduccionista o
simplemente de marcada simpleza. No es un fenómeno en términos de apariencia o
manifestación de algo que se impone a nuestros sentidos como primer contacto que
podríamos tener de eso y que la filosofía ha sabido denominar “experiencia”. Y cuando digo
que no lo es – al menos en relación a tamaña rigurosidad o fanatismo que se procura al
respecto - estoy simplemente evocando el pasado en este presente.

La transgresión es tan antigua como la humanidad y tan basal de la relación causa-


efecto desde que el hombre incorporó a su lengua el sí y el no. Sólo basta con observar a
nuestros más cercanos niños/as y adolescentes, su comportamiento y el de sus padres o
referentes próximos ensayando estrategias, para abonar la anterior teoría.

La antigua Roma o mejor dicho el Derecho Romano ya incluía en sus corpus


normativos una categorización o decálogo diferencial respecto de las franjas etarias en la que
en aquella época se interpretaba la capacidad de discernimiento de los niños impúberes,
púberes y jóvenes; respecto de los actos considerados lícitos e ilícitos. De la misma manera
que, atento a tal interpretación, se establecían los parámetros disciplinarios y sancionatorios
para todo aquél que tironeando al tal punto de la norma, lograra -finalmente- quebrantarla.

La transgresión y su aliado más cercano, el carácter instintivo del ser humano como
lo es la agresión, nos aporta desde tiempos inmemorables aspectos testimoniales de ello.
Hobbes en su teoría social diferenciaba al hombre pre-social de aquél que había atravesado
un proceso cultural y Freud, en Malestar en la Cultura, nos explicaba acerca de los efectos
estructurantes y la eficacia simbólica que sobre aquél imponía la cultura en pos de alejarlo de
un estado natural y salvaje. Ello explica en tal caso, no sólo la manifestación de actos que
pudieran atentar contra algo o contra alguien, también la materialización de una norma que le
asignaba nombre a esos actos y consecuentemente los mecanismos que se diseñaron para
repeler o sancionar aquellas conductas consideradas desvaliosas.

En definitiva no estamos hablando sino del Derecho como ese conjunto de normas y
reglas que regulan las relaciones de los unos y los otros en sociedad. Para Justiniano como
una de las personalidades más importantes de la antigüedad tardía y compilador e intérprete
del Derecho Romano, lo “justo” o la “justicia” no era sino dar a cada quien lo que le
correspondiere. De ahí, el actual sentido conclusorio de un “juicio”.

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Que la problemática no podamos explicarla de manera unicausal, implica que la
misma está atravesada por una multiplicidad de factores o causalidades que superan la
caracterología y personalidad de sus protagonistas, si admitimos que el acto de delinquir no
puede sólo representar un fracaso individual sino un conjunto de tardías y/o fallidas
intervenciones por parte de otros actores, sean estos tanto del sector público como del sector
privado. Aspectos que iremos ampliando en las distintas unidades, pero debemos comenzar a
trazar una línea interpretativa que nos conduzca en dirección a la noción de
corresponsabilidad.

Seguramente, buena parte de los que accedan a este escrito, podrían estar
asistiendo a una asignatura que lleva por nombre: Niños y Adolescentes en conflicto con la
ley penal: Abordaje integral, pero lo cierto es que la sociedad, los medios, las fuerzas de
seguridad y hasta cierta parte del derecho y la justicia no economizan esfuerzos por evitar
etiquetas tales como “Delincuencia Juvenil”. Debemos reconocer y aceptar que ese es el
término más utilizado para referirse a los menores de edad infractores a la ley penal. Así las
cosas y reservándome para más adelante alguna consideración respecto del momento y
lugar donde comienza hablarse de “infractores”, pasemos a revisar los dos términos
primeramente citados: Delincuencia y Juvenil.

Delinquir es por definición: cometer un delito. Es decir, transgredir por acción u


omisión cualquiera de las normas penales que forman el ordenamiento jurídico de una
sociedad. Por lo tanto, delincuente es aquella persona que perpetra la mencionada
trasgresión y para aquellos que seguramente ya tienen cursada la asignatura psicología
jurídica, cuando hablamos de delito, conforme a como lo interpreta la ley, estamos frente a
una conducta, típica, antijurídica y culpable.

Por otra parte, entendemos por juvenil aquello que es propio de la juventud y que
caracteriza a la adolescencia como ese período de transición, una suerte de moratoria
evolutiva que pendula entre el abandonar la niñez y el asumir las responsabilidades del
mundo adulto.

En general, se suele caracterizar a la adolescencia como ese período intermedio


entre la niñez y la edad adulta, pero caracterizarla de esta forma es restarle identidad a sí
misma. Si bien es cierto lo primero, consideramos a la adolescencia como un período
transicional, pero este período de transición le otorga un carácter marginal, es decir; el de no
pertenecer ni al mundo de la infancia ni al de los adultos, en tanto sus construyen su propio
lenguaje y su propio sistema de valores.

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Se procura establecer algo del orden de lo distintivo, algo que le otorgue cierta
identidad, sin perjuicio de que ello suceda de forma transitoria, ya que no es posible
permanecer en la adolescencia infinitamente.

Distinguidos por su definición ambos términos, queda claro entonces que nuestro
universo de investigación y abordaje comprende a una población que inevitablemente se
encuentra delimitada - jurídicamente hablando - por los alcances de la Ley. En parte por su
condición de menor punible conforme lo determina la norma vigente, en parte por los efectos
jurídicos-judiciales de ésta, respecto a la inimputabilidad.

Pero una forma más amplia de constelar dicho universo podemos emplear a partir
del alto grado de vulnerabilidad social. Escenario en el que situamos a la mayoría de los
jóvenes comprometidos con la ley penal a partir de su infracción y consecuentemente, los
significativos niveles de exposición a diversas situaciones de riesgo, las modalidades de
funcionamiento e interacción vincular en su medio inmediato y su relación con el mundo
circundante, los consumos problemáticos y los modelos aprehendidos.

Mencionaba anteriormente que la problemática de los niños y adolescentes


infractores a la ley penal no admite una única lectura, sea esta psicológica, social, jurídica,
médica, filosófica u otras que se interesen por ella. Que no admita unilateralmente alguna
interpretación científica; no excluye la existencia de producciones que pudieron reafirmarla en
ese sentido y para ello, también deberíamos revisar algunas posturas a partir de los textos
que se incluyeron en el programa de la materia. Ello abarca investigaciones de las que
podemos decir; algunas compartimos y en las que podríamos encontrar factores
referenciales que aún hoy tienen alguna vigencia.

Pero esencialmente en la conjunción e interrelación de aquellos aspectos o factores


que diferencian una postura de la otra, es precisamente donde mayor asociación podemos
aceptar sobre lo que entendemos en el presente respecto de la problemática que nos ocupa.
Resulta necesario entonces una revisión que comprenda la temática tanto desde la
perspectiva histórica como desde una visión crítica.

 La perspectiva histórica es imprescindible ya que los derechos de los niños/as y


adolescentes no son sino productos sociales y contingentes, lo cual nos impone el no
deber naturalizar la vulneración de ellos. A tales propósitos, surge la necesidad de
conocer el recorrido histórico desde la creación de la “minoridad” como categoría
jurídica-socia, hasta la concepción más ajustada de niño/a y adolescente como
sujetos de derecho.

 Una perspectiva crítica nos permite cuestionar doctrinas prácticas que promovieron
las formas justificadas de protección en relación a esos niños/as y adolescentes
considerados por décadas como menores objeto de tutela. Podría resultar ello hasta

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una obviedad, pero ciertamente han existido diversas formas de des-protección, producto de
irregulares modos de abordajes por parte del Estado mismo, a lo cual me referiré más
adelante.

Acerca de la entidad e identidad de la niñez

Los niños o mejor dicho, la niñez, -debemos decir - por siglos han ocupado un lugar
difuso, confuso o nulo, respecto de la sociedad que los recibía y mucho más, respecto del
Derecho. El problema de los menores resultaba ser a primeras luces, un problema menor. Si
bien para cualquiera de nosotres, hoy en día representarnos niñ@s o hablar de la infancia no
presenta dificultad alguna, deberíamos sí tener en cuenta que siglos atrás, visibilizarlos no
era tarea sencilla.

Los niños no siempre tuvieron una existencia social como tales que haya
acompañado la existencia de la propia humanidad. La infancia entonces es una categoría
socialmente construida y creada en el siglo XVII y hasta ese entonces ha atravesado
múltiples contextos y situaciones.

En la antigua Roma los padres no tenían obligación ni moral ni jurídica de aceptar


todos los hijos del matrimonio. Al recién nacido se lo posaba sobre el suelo y correspondía al
padre reconocerlo, para lo cual debía tomarlo en brazos y elevarlo del suelo. A ese ritual se lo
conoce como elevación –elevare-.procedimiento por el que el/la recién nacido/a era elevado/a
y así elegido/a por el padre que luego lo criaría, sea su padre biológico o no.

Pero también esa práctica habilitaba el infanticidio para todos/as aquellos/as que no
eran elegidos, abandonados o no deseados (hijos/as de los esclavos). El abandono público
de los recién nacidos para que fueran adoptados por otras familias resultaba por aquél
entonces, una práctica habitual. La historia del niño y de la familia se vio atravesada en esa
época por la correlación de esos tres factores: la elevación del niño, la adopción como
práctica, y el infanticidio.

Posteriormente, algunos antecedentes indican que en la Roma imperial comenzaría


a instaurarse una cierta revalorización del niño. Con el correr del tiempo y llegándose al Siglo
VI, el significado del nacimiento cobra vital importancia. El primogénito varón asegura la
continuidad del apellido y las mujeres eran moneda de intercambio para reforzar las alianzas.

Las familias numerosas eran las más poderosas ya que garantizaban por un lado la
seguridad y por otro, la mano de obra. Es así que el infanticidio comenzó a ser considerado
un delito, perseguido y castigado por la justicia. Asimismo estaba prohibido abandonar
niños/as, los/as cuales comenzaban a ser tutelados por la Iglesia y el Estado.

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Si bien el niño/a comienza a ser valorado/a en la época del Renacimiento, el valor
infancia se perderá a lo largo de la alta edad Media y recobrará algún valor en la segunda
parte del período medieval, proceso que aparece gradual y progresivamente.

Dicho de otra forma, por varios siglos la infancia se tornó invisible, reapareciendo
luego de mucho tiempo entre el Siglo XII y XIII por influencia de la cultura escrita y por
consiguiente, la escuela que reconquista sus derechos y comienza a difundirse.

No son pocos aquellos que han investigado sobre el surgimiento de la niñez como
constructo social, difiriendo entre ellos en relación al período en el cual precisar su aparición.
Algunos sitúan el término niñez como derivado de la palabra niño en Europa entre principio y
mediados del Siglo XIII. Terminológicamente “infancia” del latín infans aparece en el siglo XII
y se hace extensiva a niñez.

Si algunos de los aquí lectores examinara un poco las producciones artísticas,


pictóricas hasta finales del Siglo XVII, principios del Siglo XVIII verían seguramente con cierto
asombro la forma en la que se representaba a los niños. Aun en aquellos cuadros que
reflejaban la plaza pública, resultan imprecisos los rasgos, al punto de que podríamos sólo
distinguir a los niños en esos óleos por una diferencia de tamaño en las figuras. Por lo
general lo que aparece en arte es una suerte de adultos petisos.

Los niños como adultos pequeños entre los Siglos XVI y XVII no resultaban de una
particular visión del artista que reflejaba ello en sus telas sino de la forma en la que en esa
época se representaba y consideraba a los primeros, “pequeños adultos”. Es decir, capaces
de adoptar la misma conducta de los adultos en el cuerpo social y en todo caso, de atenderse
alguna diferencia, ella refería al tamaño físico y a su nivel de experiencia.

El historiador Philippe Ariés estudió pinturas, lápidas, muebles e historiales


escolares. Descubrió que antes del siglo XVII los niños no sólo eran representados como
pequeños adultos sino que se los trataba como tal.
En la historia se evidencia una marcada ausencia de literatura sobre infancia y el
desinterés médico por las enfermedades infantiles si atendemos el hecho de que la pediatría
aparece como especialidad médica recién en 1872.

Rousseau introdujo idea “El niño nace bueno, es la sociedad quien lo corrompe”.
Consideraba que poseía una bondad innata y que sus impulsos naturales debían ser
aceptados tal y como son. Postulaba que la educación debería entender al niño, satisfacer
sus necesidades y mejorar sus intereses naturales.
Surge el concepto de educación y la necesidad de que los niños/as sean
instruidos/as. La escuela constituyó una bisagra dividiendo a los que no estaban inmersos en
la educación de los que sí, ya que no todos los que se categorizaban en esa infancia estaban
atravesados por la educación.

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Es indudable que hacia fines del siglo XVIII el comportamiento social tuvo que
adquirir nuevas formas como nuevas formas tuvo que imponer el poder. La industrialización y
la incipiente urbanidad no sólo proponían una cuota esperanzadora de cierto bienestar o la
posibilidad de subir algunos escalones en la escala social.
Como todo proceso que impone por una parte una dosis de inclusión y pertenencia.
y por la otra, una porción de marginalidad, resultaría imposible negar que de ello no se
obtuvieran nuevos problemas a los que se les trataba como fenómenos sociales. De la misma
manera, no podrían quedar por fuera de esos problemas, los niños más allá de su condición
de problema “menor”.

Era necesario hacer algo para con los problemas menores o con los menores que
representaban potencialmente un problema. En ese sentido habría que remitirse al momento
en el cual comienza a acuñarse el término “menor” como un desagregado de la categoría
niño, que si bien aún no gozaba de privilegios como tal, diferenciaba a los segundos (niños)
como los hijos de los triunfadores, de aquellos que en desigualdad de condiciones
(inmigrantes, desocupados, obreros precarizados) proveían a la sociedad algunos problemas
por resolver. Por ejemplo; la situación de sus hijos que hacia fines del Siglo XVIII principios
del XIX aparecen en su condición de trabajador, de huérfano, de vagabundo.

Podríamos entonces decir que existieron dos tipos de infancias: infancia escuela e
infancia no escuela. Respecto a esa primera categoría, la infancia escuela contaba con
familia y eran considerados “niños” en tanto para quienes pertenecían a la segunda, la
infancia no escuela, se los consideraba “menores” con una doble significación: por un lado
técnico jurídica y por el otro, una significación peyorativa, estigmatizante, para los cuales
debían crearse instancias específicas de control social.

Es allí donde podríamos advertir que se constituye una otra infancia, es allí donde
ubico esa partición en el universo de la niñez y es en dicho escenario que surge una
categoría a la que comúnmente se la conoció como “menores”.

Toda la categoría de infancia es una construcción social a partir de lo que “no sabe
o no puede”, y por lo tanto, no se le asignaba ninguna responsabilidad, sino por el contrario,
el niño pobre, infractor, o abandonado debía ser “protegido” por un tutor.

A fines del siglo XIX y ante la situación que se generó a partir de la industrialización
con relación a los niños que quedaban en las calles de los grandes centros urbanos, surgió el
movimiento denominado los Salvadores del Niño.

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Los Salvadores del Niño

Pareciera ser que los menores no constituían sino ese segmento sobre el cual
resultaba imperioso brindar una respuesta inmediata y ajustada a la problemática,
entendiéndose por ello en esa época, un manto proteccional que -sin distinguir esfuerzos,
provengan estos de la sociedad, la filantropía o el Estado mismo- de manera urgente debía
efectivizarse en pos de su bienestar.

El movimiento “los salvadores del niño” aparece entonces entre fines del siglo XIX y
principios del siglo XX alzando las banderas de la protección de la infancia menos favorecida
y más lesionada a la que parecería que en ese momento se les garantizaba no sólo el cobijo
de un hogar saludable, también el amor de las nodrizas. Pero ¿quiénes se ponen al frente de
ese movimiento?, las mujeres que representaban a los sectores más favorecidos: hijas y
esposas de importantes empresarios industriales, políticos y hombres de la alta sociedad, que
para esa época ya constituían lo que hoy entendemos como una corporación.

Pero habría que decir que no son pocos los que vieron en ese movimiento otra
intención, certificando de alguna forma que el verdadero fin de tanta bondad estaba mucho
más cerca del diseño y ejecución de un esquema de justicia penal que mantuviera el orden, la
estabilidad y el control social, conservando al mismo tiempo el sistema vigente de clases y
distribución de la riqueza.

Ello evidenciaba entonces una sustancial diferencia entre un fin formal y el fin real
que años más tarde explicaría excelentemente Franco Basaglia en relación a las
instituciones totales.

Ello también ponía en relieve que los supuestos salvadores; miembros de la clase
social alta, burguesa, no sólo se aprovechaban de una total desigualdad en el reparto de los
bienes para mantener su propio estándar de vida privilegiado, sino que con el nuevo plan, se
procuraban ejercer un fuerte control sobre los sectores más pobres. ¿Y bajo que presunción?
Bueno, más que presunción, certeza de que eran los sectores menos favorecidos los que
podrían proveer delincuentes.

En ese orden de aspiraciones, más que una motivación altruista para salvar a los
niños y niñas que deambulaban por las calles y pasibles de incurrir en conductas asociales,
proveyéndoles todo lo necesario para mejorar su calidad de vida y garantizando su lugar en la
sociedad como personas de bien, dicho movimiento escondía bajo sus faldas y pantalones un
fin real; más cercano a conservar el poder a través de reformas en el sistema penal.

Anthony Platt de alguna manera fue quien alertó respecto de que una mirada
ingenua sobre un cierto sentimentalismo y comprensión del movimiento los salvadores del
niño y de los nuevos tribunales para menores, sólo nos conduciría a una falsa realidad.
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En su trabajo, el autor examina los antiguos modos de ver la conducta delictiva, los
orígenes del reformatorio, los valores sociales de los reformadores de clase media y el
manejo de los delincuentes juveniles antes y después de la creación de jurisdicciones para
menores de edad, que cometían lo que en ese momento se consideraba delito.

Como medida primordial, se crearon distintas instituciones especiales, judiciales y


correccionales para el encasillamiento, tratamiento y vigilancia de los jóvenes en situación de
peligro. Así se originaron los primeros mecanismos de control social formal de niños y
adolescentes. Nacen los denominados reformatorios, instituciones éstas que por función
tenían la de reformar o convertir menores en personas de bien.

El Reformatorio como creación estadounidense hacia fines del siglo XIX constituye
el antecedente más antiguo de los ámbitos de institucionalización de niños y adolescentes en
dispositivos de privación de la libertad ambulatoria caracterizados por la reclusión y la
disciplina.

Pero tengamos en cuenta que a esos reformatorios no sólo ingresaban aquellos


captados por conductas asociales como refirió alguna vez Winnicott. En el interior de tales
dispositivos podrían encontrarse también a niños a los que se suponía desatendidos,
descuidados o abandonados por sus padres, guardadores o referentes cercanos. Abandono,
maltrato, descuido, etc., resultaron conceptos que se fueron acuñando a partir de ese
momento para poder en alguna medida; justificar el encierro de los “menores” ya no autores
de un ilícito sino víctimas de otras circunstancias, como la pobreza.

El reformatorio -como antecedente de instituciones que se diseñaron años más


tarde denominándose Institutos de Menores - se caracterizaba por la marcada rigurosidad
con la que se organizaba la vida de los menores que allí ingresaban. Todo rigurosamente
organizado desde que se levantaban hasta que se iban a descansar. Un verdadero culto de
la endogamia macro-institucional. Todo estrictamente reglado y dispuesto para impartir
principios morales, religiosos y de trabajo, pero conforme a lo que aconsejaba una –
podríamos denominarla de este modo - doctrina asistencialista.

Los reformatorios debían instalarse en el campo, entendiéndose como el lugar más


apto para educar. Francamente considero que descenderíamos a las profundidades de la
ingenuidad si atribuyéramos a dicho diseño la contemplación de aspectos esenciales como la
salubridad, el esparcimiento, una vida en permanente contacto con la naturaleza, el verde y la
fauna característica de esas geografías. Basta con revisionar el emplazamiento de
instituciones de privación de libertad en el mundo entero para acertar en el real deseo que
impera en una sociedad respecto de su ubicación.

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Para completar el diseño del plan que procuraba el movimiento Salvadores del Niño
se requería además de Tribunales y Leyes. Y por supuesto, que sean éstas especiales.
Respecto de lo primero, los Tribunales de Menores como punto de partida para cualquier
tipo de control social de niños y adolescentes desviados aparecen ya finalizado el siglo
XIX. Es en Illinois Chicago en 1899 donde se crea el primero.

De esa forma, dicha creación resultó ser un aporte importante que hizo el
mencionado movimiento al desarrollo de la nueva penología. De hecho, se jactaban de
haber sido realmente innovadores en la materia.

El Tribunal de menores era una Corte especial, creada estatutariamente para


determinar la categoría jurídica de los niños que tenían problemas. Poseía amplias
facultades para resolver los conflictos que le eran presentados, utilizando un procedimiento
que obviamente, difería del que se utilizaba para enjuiciar a un adulto, ya que no se
acusaba a un niño por la comisión de un ilícito, sino que se le “ofrecía ayuda y una guía
para que pudiera desenvolverse en el futuro dentro de la ley”.

Los expedientes que tramitaban en dichos tribunales era secretos y las audiencias
se celebraban en un ambiente privado. El proceso penal era de corte informal y no se
respetaban las garantías de lo que hoy podríamos entender como un debido proceso.

Un dato que no es menor respecto de los menores y el tratamiento judicial que se


reservaba para ellos, resultaba de la noción de delincuencia que los magistrados de dichos
Tribunales amasaban entre sus manos.

Siguiendo tales interpretaciones, en primer lugar tenemos una fórmula que pretende
diferenciar los actos juveniles de los actos adultos pero en definitiva, en la práctica no
resulta tan distinguible si tenemos en cuenta el destino que se oficiaba para los primeros.
“Los actos que serían delictivos si fueran cometidos por adultos”. Siguiendo esa
concepción un menor de edad que robaba algo, si fuera mayor de edad se le imputaría del
delito de robo y en consecuencia sería alojado en una institución penitenciaria. Ahora bien,
como no se trataba de un mayor de edad ¿quedaba extinguida la acción judicial punitiva?
Está claro que aquello que quedaba por fuera de la acción, en el mejor de los casos era la
pena, pero no así la aplicación de una medida que hoy llamaríamos disposicional.

El juez disponía del menor de edad (tutelarmente hablando) y lo disponía en las


nuevas instituciones creadas para él. Algunos habrán asistido a mis teóricos en Psicología
Jurídica y seguramente recordarán cuando diferenciábamos pena de medida o
sentenciábamos una cierta cosmética o camuflaje que se le aplicaba a la pena para
disfrazarla de medida.

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Lo cierto es que una pena, al menos cuenta con una temporalidad en expectativa
que me permite proyectarme, al saber cuándo comienza y cuando podría finalizar si
tenemos en cuenta las particularidades de la calificación del delito, su monto, el hecho de
ser el autor primario y no reincidente, etc. De igual modo, la accesibilidad a los beneficios
de las salidas transitorias, semi-libertad y libertad condicional que prevé nuestro código
penal. Distinto es el aspecto indefinido de la medida ya que al ser provisional, no hay
norma que fije ni el mínimo ni el máximo, salvo el criterio personalísimo y sana crítica del
juez.

Atendiendo el decálogo de las demás circunstancias que podrían configurar


delincuencia entre fines del 1800 y primeras décadas del 1900, basta con examinar Art. 21
de la Ley Agote. Cualquier similitud con la interpretación norteamericana podría ser mera
casualidad.

Una excesiva discrecionalidad le permitía a los Tribunales creados por los


“Salvadores del Niño” investigar todo tipo de hechos delictivos cometidos por menores, así
como también todo tipo de necesidades que presentaban éstos. No existían por efecto,
distinciones legales entre el menor delincuente y el desatendido o abandonado a su suerte.
Colaboraba con la postura discrecional de los magistrados “no especializados” una suerte
de investidura más próxima a la medicina y al párroco. La denominada “doctrina de la
situación irregular” surge entonces de la mano de los salvadores y de sus creaciones.

Por así mencionarlo, ya teníamos a los reformatorios y con ellos una nueva
educación para los “menores”. Teníamos también a los tribunales de menores pero
resultaba indispensable completar la cuadrícula con el dictado de leyes especiales para la
protección y custodia de los niños con problemas y -anticipando el futuro-, posibles
delincuentes.

De esa manera, los plexos normativos como tratamiento “especial” se


materializaron como la puerta por donde ingresó esa particular forma en la que el Estado
captaba a los menores. La doctrina de la situación irregular dejó su impronta en nuestra
legislación a principios del Siglo XX, como lo hizo en otras, sancionadas en el resto de
América Latina. Consecuentemente se crearon instituciones varias, afines a esa idea.

La primera ley específica en nuestro país fue la 10.903 o Ley de Patronato de


Menores más conocida como Ley Agote en honor al autor de la misma, el Diputado Dr.
Luis Agote. Una ley que fue sancionada en el año 1919 y que tuvo plena vigencia hasta el
año 2005, momento en que fue derogada al sancionarse la ley de protección integral de los
derechos de niñas, niños y adolescentes.

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La ley Agote establecía que el patronato del Estado se ejercía a través de la
Justicia, la que podría intervenir en los casos que hubiera abandono o peligro material o
moral, que es una concepción valorativa y subjetiva, pues la ley no definía taxativamente
aquello que se consideraba riesgo o peligro material y moral.

Pero sí, la norma ofrecía contundencia al considerar a los menores de edad


"objetos de tutela" y "no sujetos de derecho" como prevé la Convención sobre los
Derechos del Niño desde 1989.

Aquello que comenzó en nuestro país como un estado de protección para con los
niños, se convirtió en una real des-protección para los “menores”.

Delegarle la tutela a la justicia - más allá de las buenas intenciones que podrían
haber abrazado en aquella época – arrojó como resultado que a futuro; se haya
judicializado la pobreza e institucionalizado a quienes la padecían. ¿Qué podía hacer el
Sistema de Justicia con esta facultad que se le daba a los jueces de ejercer el "Patronato
del Estado" con todo menor que se encontrara en peligro material o moral o en situación
de abandono?

La ley dice, "el juez podrá disponer" del niño y dejarlo con su familia en libertad
vigilada o bien internarlo. Y esto nos podría ofrecer la gravedad de una práctica
sistemática: regular la intervención de un juez sin que medie ninguna conducta
considerada ilegítima o infractora de la ley con una respuesta que puede tener contenido
punitivo.

La “internación” de un niño en un establecimiento implica privación de la libertad,


aunque se la llame "medida tutelar". Aunque la ley se refiera a ellas con ese término, se
trata de una pena disfrazada de medida. Un chico que es alojado en un otrora
Reformatorio y más cercanamente a nuestros días, Instituto de Menores, hoy Centros
Socioeducativos de Régimen Cerrado, está privado de su libertad ambulatoria
independientemente de cómo se lo denomine. Las nuevas respuestas o respuestas
modernas a un viejo problema, no pudieron escapar a las redes tendidas por el propio
Estado a través de lo que constituyó un verdadero régimen selectivo, al menos y con
franca intensidad y menor culpa, hasta fines de los noventa, principios del dos mil en
nuestro país. Aún atribuyéndole al Diputado Agote y al Patronato de Menores que nació de
su escritura legislativa una buena intención, la historia y sus prácticas nos han demostrado
un sinfín de situaciones marcadamente pasibles de ser observadas por alejarse ellas de la
prentendida protección de los “menores”.

Nuevas legislaciones a partir del 2005 y mucho más ajustadas y respetuosas de la


Convención Internacional sobre los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes y demás
Tratados internacionales en materia de jóvenes infractores, auspiciaron nuevas
coordenadas respecto a la intervención estatal y a las nuestras.
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Por “nuestras”, debería entenderse el papel de las ciencias y su ejercicio en el
marco de nuevos paradigmas. Todas las disciplinas en un sentido amplio y aquellas con
mayor grado de proximidad a la problemática en un sentido más estricto.

Ello nos ha convocado a nosotres profesionales de la psicología, psicólogos y


psicólogas jurídico-forenses, e invitado a otras ciencias y ramas especializadas a
revisionar las propias prácticas, abordajes, discursos y construcciones históricas.

Un niño/a o adolescente prevalente de derechos no podría asemejarse en algo a un


menor objeto de tutela. La restitución o reparación de un derecho amenazado o vulnerado
poco tiene de semejanza con aquellas doctrinas y nociones proteccionales interviniendo
directamente sobre la persona y no sobre lo afectado en ellas. Del mismo modo que el
abroquelamiento institucional como lo inamovible, dejó su huella y sus marcas por imperio
de praxis endogámicas subordinadas al patrono.

Nuevos paradigmas, nuevos horizontes, nuevas generaciones de profesionales con


formación en otro posible escenario, nuevas prácticas. Reservaremos para otros
apartados, algunos avances sustanciales respecto al desempeño actual de nuestros/as
colegas insertos en los Sistemas de Promoción y Protección de Derechos de NNyA y
Sistema de Responsabilidad Penal Juvenil.

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