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My Chemical Romance

By Umikito

¿Qué sería peor?


¿La desdicha de saber, que tal vez, nunca podrás amar?
¿O la patética decisión de cerrarle las puertas al amor?

A Frank la química le traicionó y los antidepresivos le arruinaron. No puede amar.


A Gerard, la química le obsesionó y los estudios le volvieron escéptico. No quiere amar.
¿Entonces?
Prólogo

La inteligencia sin amor, te hace perverso.


La justicia sin amor, te hace implacable.
La diplomacia sin amor, te hace hipócrita.
El éxito sin amor, te hace arrogante.
La riqueza sin amor, te hace avaro.
La docilidad sin amor te hace servil.
La pobreza sin amor, te hace orgulloso.
La belleza sin amor, te hace ridículo.
La autoridad sin amor, te hace tirano.
El trabajo sin amor, te hace esclavo.
La simplicidad sin amor, te quita valor.
La oración sin amor, te hace introvertido.
La ley sin amor, te esclaviza.
La política sin amor, te hace egoísta.
La fe sin amor te deja fanático.
La cruz sin amor se convierte en tortura.
LA VIDA SIN AMOR... NO TIENE SENTIDO.

El amor es algo tan común y corriente, que dan ganas de irlo a buscar a la tienda de la esquina.
Pedir un poco, porque, seguramente se cotizaría bastante alto por los efectos secundarios (como
el revoloteo de mariposas en el estómago, la sensación de flotar y la sonrisa kilométrica todo el
día), y luego de tenerle, probar poco a poco, para ir disfrutando cada sensación.

Quisiera ser fanática del amor, pero ni siquiera lo he conocido. Sin embargo, es demasiado
irresistible no escribir sobre lo siempre estará de moda.
Admiro la química del sentimiento, pero creo que tiene mucho más misticismo que reacciones
neurológicas. Sin embargo, si combinamos ambos criterios, ¿qué resultará?
Y fue así, que nació esta historia.
Introducción

Amar es dar
lo que no se tiene
a alguien
que no lo quiere.
LACAN.

En pleno siglo veintiuno y seguimos hablando del amor.


Seguimos riéndonos de los enamorados, pero ellos siguen siendo felices.
Seguimos tratando de preguntarnos cómo es que funciona todo. Por qué nos miramos a los ojos,
nos tomamos de las manos, nos besamos y sentimos las mariposas en el estómago. Y empieza el
debate. Que si la química, que si la magia, o si la divinidad.
Pero pongámonos a pensar. Algo que no pasa de moda, en un mundo tan inconstante, con una
humanidad tan indecisa… algo de químico, mágico y divino ha de tener, ¿no?

Como la propia raza humana, parece adaptarse, y evolucionar. Se adapta a las ciudades y su
bullicio, a las culturas tradicionalistas y sus prohibiciones. A la riqueza y a la miseria. A hombres y
mujeres.

Se hacen películas, se escriben poemas, se cantan canciones e inspiran libros.


Se busca un ¿Qué? Un origen. Una explicación.
Bendita raza humana.
Platón le llamaba “locura divina”. Havellock Ellis, lo nombra como “sexo más amistad”. Freud lo
cataloga como “el más grande de los espejismos”. Y un adolescente lo define como “algo muy
fuerte donde el otro ocupa un lugar importante en tu vida”.

Que da alas a los cerdos.


Que mueve montañas.
Que mata.
Que revive.

Cientos de rumores, exageraciones y mentiras.


Cientos de dudas, misterios y tabúes.

Mi consejo, es, querido lector, nunca olvidar la realidad: todas las personas necesitan ser amadas,
porque el mayor anhelo de la criatura humana, reside en sentir que otro le da amor. Y el placer del
amor, es sólo la dicha de amar.
I. Establecimiento del contacto visual.

Los pitidos fueron constantes. Tres cada segundo, según mis cuentas por la mañana.
No me importó arrojar el reloj despertador, como casi todos los días, pero es que debí confiar en
mi madre cuando dijo que trabajar de noche y dormir de día no sería tan buena idea. Que el
cuerpo no descansa y un sinfín de científicas cosas más.
En ese momento me importó poco, pero ahora empiezo a oír su voz diciendo: “Anthony, te lo
dije”. Y mejor me meto a la ducha, antes de continuar con el sermón mental.

Caminando entre la multitud, no luzco nada excepcional. Sólo un hombre con cabello largo oscuro,
piel pálida y marcada por numerosos tatuajes que se asoman por mi cuello y se ocultan bajo las
mangas largas de la camisa color lavanda que uso junto a los pantalones negros. Al subir al
autobús, tal vez la primera impresión que las personas tendrán de mí serán sospechas hacia mi
sexualidad. Y si soy gay o no, qué más da. No puedo dejar de llevar uniforme al trabajo.
De cualquier manera, las personas son estúpidas, y siempre se dejan llevar por las primeras
impresiones. Cuando subo al autobús evito cualquier contacto visual. No quiero sentir su análisis
sobre mí, ni merece la pena responderles torciendo la boca. Es simplemente que, la gente es
estúpida (repito), y cree que lastimando a los demás, podrá ser mejor, pero como mi madre
siempre dice: No hay que juzgar un libro por su tapa.
Podría ser yo un ser extraño a primera impresión, pero luego de conocerme… resulto más extraño.
Así que mi madre volvía a dejar frases en mi subconsciente sin relevancia ni sentido.

Mi nombre es Frank Iero, y ni eso creo que tenga algo de especial. Tengo veintisiete años estudié
administración de empresas, pero no ejercí la carrera, simplemente me encontré atraído por la
facilidad de dinero y la diversión de trabajar en algo que mi madre consideraba “indigno”. Soy
Barman en un increíble club del centro de la ciudad, llamado “La Madonna”, en cuyo lugar hay
decoración romántica, con pinturas famosísimas y todo tipo de Martinis como especialidad de la
casa. Viajo cada noche en el transporte público, luego regreso a casa como copiloto en el auto de
algún amigo. Era típico. Normal. Un hombre más en el mundo con una madre que le seguía
llamando “bebé”, pocos amigos y encuentros de vez en cuando con algún desconocido. (Que sí,
soy gay, pero de eso no tiene la culpa la camisa).
Pago las cuentas y soy un buen ciudadano.
Tal vez la única y gran diferencia frente al resto de las personas, será que, antes de entrar a La
Madonna, por la puerta trasera, debo tragar dos pastillas blancas. Dos pastillas que me han
acompañado día a día durante años. Siempre a la misma hora, en ocasiones, en diferente dosis.
Yo, Frank Iero, tengo un trastorno depresivo que inició en la infancia. Con el tiempo no ha
cambiado mucho, pero los pronósticos no son prometedores en lo absoluto. Después de largos
tratamientos con antidepresivos, un hombre que dijo, hacía investigaciones sobre el tema, sonrió
emocionado cuando me dio la hipótesis. Hace dos años que lo dijo, y apenas lo comprendí cuando
meses atrás conocí al hombre perfecto. Pero nada pasó.
Soy Frank Iero y no me puedo enamorar.

Llego a mi lugar de trabajo con una sonrisa causada por el Celexa* y por lo agradable que se siente
ver nuevamente a mis compañeros. Llevo una increíble relación, con Rebecca, una de las meseras.
Mi compañero de barra también es un buen amigo, su nombre es Paolo Duncan, tiene el cabello
rubio y los ojos marrones y está cansado de que le pregunten si es italiano, porque no quiere dar
la misma explicación: “mi mamá es adicta a las Telenovelas”. Supongo que sin ellos no sería igual.
Sin ellos y sin Celexa que hacen baile hasta los ritmos más increíbles. Hoy es noche electrónica, y
sin notarlo, estoy sirviendo tragos mientras muevo los hombros, sin darme cuenta; muevo el
trasero, como a los clientes les gusta, y nuevamente todo es normal.
A las dos de la mañana necesito otra pastilla cuando un tipo de ojos verdes intenta,
descaradamente, llevarme a los baños y descargar las ansias luego de un par de martinis secos. No
le digo que no, ni le digo que sí. Simplemente me alejo y tomo mi pastilla, pidiéndole a Paolo
quince minutos de diversión.
—Ve por él, guapo.
Y sonrió. Yo lo imité. La pastilla había atravesado mi garganta y me sentía dispuesto a tener un
encuentro con el de ojos verdes, pero de pronto las luces me marean, la habitación se vuelve más
pequeña y soy más consciente de la cantidad de personas a mi alrededor, de sus voces. Sus gritos
llamándome y voy sintiéndome asfixiado. Necesito aire. Necesito salir.
Pero no puedo, de un momento a otro, toco el hombro de Paolo antes de sentir un duro golpe
contra el suelo, y no sé más.
Se oscurece.
Me pierdo.

Me duelen las piernas. Me duele la cabeza. Me duelen los ojos y no me decido a abrirlos. Me
duelen las manos y siento hambre. Escucho voces a alrededor mío, y siento ansiedad. Quisiera
abrir los ojos, hablar o moverme, pero no puedo, me siento increíblemente débil y necesito el
Citalopram. Siento que mi respiración se agita y abro la boca en un intento de no perder el aliento.
Siento el movimiento de mi pecho y los latidos de mi corazón me taladran los oídos. Van
increíblemente rápido y la ansiedad crece.
« ¿Qué tengo?», me pregunto, pero no hay respuesta.
—Hey, tranquilo. —Escucho una voz desconocida, muy cerca de mí—. Tranquilo, intenta relajarte,
estás bien —sigue hablándome. Con firmeza y a la vez con tranquilidad. —Trata de respirar siente
mi respiración, siente mi ritmo cardíaco —, siento que una de mis manos se posa sobre un pecho
que late tranquilo. —Tranquilo…
Y poco a poco voy lográndolo. Me adapto a las respiraciones del desconocido, siento el latir de su
corazón y me relajo. Su voz me hace sentir seguro, así como su tacto contra el dorso de mi mano.
—Eso es, ahora, trata de abrir los ojos.
Lo intenté. Comencé a darle órdenes a mi cerebro para que los párpados se movieran, y parpadee
un par de veces antes de sentirme seguro de abrir los ojos y observar el techo de color blanco. Las
luces no eran muy intensas, pero mi mayor preocupación era saber quién seguía sosteniendo mi
mano. Giré lentamente el rostro y le fui recorriendo con la mirada.
Primero vi su bata, impecable y con la línea del brazo perfectamente marcada, debajo lucía una
“camisa de doctor” en color verde. Mi mirada ascendió por el pálido cuello, luego a la fuerte
mandíbula y los delgados labios. La nariz era pequeña y redondeada, pálida, como el resto de la
piel, luego llegué a los ojos, enmarcados por manchas oscuras me encontré con un par de ojos
verdes. Siempre he tenido predilección por los ojos de ese color, pero éstos no tienen
comparación con ningunos otros. El color, la forma y las pestañas que los rodeaban era perfectas
pero más impresionado me dejó la mirada. Era fría y misteriosa.
Nuestros ojos se encontraron y empecé a sentir fuertes temblores.
Su mano se aferró más a la mía, y yo no podía dejar de ver sus ojos. ¡Por Dios! Eran preciosos. Eran
increíbles, y no me importaba si no dejaba de temblar con tal de seguir viendo esos ojos.
—Doctor… —escucho una voz a su lado, pero ni él ni yo, volteamos a verlo.
— ¿Habías sentido estos temblores antes? —Me pregunta y encuentro su voz increíble. Es
rasposa, nasal, infantil. ¡Es indescriptible! Estoy muriendo de hambre y los adjetivos no llegan a mi
mente.
No puedo hablar, sólo niego con la cabeza rogando porque el contacto visual dure… digamos…
¿toda la vida?
—Bien —su mano dejó de acariciar la mía, y tuve un impulso de jalarlo nuevamente a mí, pero
estaba débil. —Señorita Wendell, tráigale al paciente algo de desayuno, y puede avisarle a su
familiares que está bien.
—Sí, doctor.
—Y tú, Spelman, tenemos que hablar —le dijo al otro hombre vestido con bata blanca. —Señor
Iero, en seguida regresaré a hablar con usted.
Asentí con la cabeza y traté de regular nuevamente mi respiración.
Todos los presenten abandonaron mi habitación y mi necesidad de antidepresivos creció
enormemente. ¿Qué hacía yo en un hospital? ¿Por qué? Me sentía ansioso, como un animal
enjaulado.
Desde muy pequeño tengo fobia a los hospitales. Y es porque desde muy pequeño he visto
doctores y hospitales por mis problemas mentales. Primero fue hiperactividad, pero el diagnóstico
fue cambiando con los años. Me volví un pequeño niño introvertido y con muchas crisis
depresivas, por lo que era turno de los antidepresivos que fueron mis compañeros desde no sé
qué edad. A veces tenía pequeñas crisis, visitaba el hospital y me iba, pero sigo pensando que el
olor a antiséptico, sangre y lágrimas es el peor olor del mundo, y el único lugar donde todo se
mezcla es en el edificio de paredes blancas y pisos de mármol.
De pronto la puerta se abrió y mis cavilaciones terminaron. Entró Rebecca y mi madre detrás de
ella. «Definitivamente recuerdo esta escena. Yo en una cama de hospital, y mi madre con el
cabello desordenado frente a mí».
—Frankie ¿estás bien? —Pregunta mi amiga y yo asiento con la cabeza.
—Estoy bien, Reb. —Trato de sonreír, pero me duele todo el cuerpo, y sin mi mágica pastilla es
muy difícil ignorar todo eso—. Hola mamá.
Mi madre no contesta, simplemente me abraza y se traga el llanto que sé, quiere salir de su boca,
porque sabe perfectamente que odio verla llorar.
—Me pueden explicar, ¿qué es lo que pasa?
—Te desmayaste, Frankie —, empieza Rebecca—. Te desmayaste detrás de la barra, llamamos a la
ambulancia y bueno, no habíamos tenido noticias de ti, hasta ahora.
—El médico nos dijo que estabas dormido. —Mi madre termina y yo lanzo una mirada a ambas
mujeres que lucen preocupadas y con falta de sueño.
—Deberían ir a descansar, están… —La puerta se abre y llega la enfermera con una charola con
comida, y siento que acabo de ver a Santa Claus con todos los regalos para mí. Ignoro a mi madre
y mi amiga, porque estaré loco, pero incluso la insípida comida del hospital me sabe a gloria.
—Los doctores vendrán en un momento —dice la enfermera. Luego mi madre se despide, y yo me
pierdo en el caldo de pollo y el puré de manzana. Definitivamente, estoy loco.

Mi madre toma asiento sobre una pequeña silla al lado de mi cama, y Rebecca me obliga a que me
recorra para que pudiera sentarse.
— ¿Y Paolo?
—No pudo venir…
Sabía que iba a continuar. Sus labios se abrieron y volvieron a cerrar, cuando dos hombres con
batas blancas entraron en el lugar.
El primero tenía cabello castaño y corto; ojos marrones y se veía de veinte años. El que venía
detrás de él, ya lo conocía. Su mirada verde me vuelve a poner nervioso, y ese brinco que da mi
pecho me parece inquietante. Es muy guapo, y mi primer pensamiento es encontrarme con él en
alguna cama. Besarlo hasta saciarme y luego…
Luego nada más.
Un adiós. Como siempre.
Bajo la cabeza, mientras los hombres toman lugar frente a nosotros. Mi madre saluda, pero yo
sigo maldiciendo mi extraña condición.
Realmente, ¿Nunca podré amar?
—Buenos días —su voz me distrae y pongo mi atención, nuevamente en él—. Mi nombre es
Gerard Way, soy neurólogo. Y él es el doctor Josh Spelman, él estaba en guardia en Urgencia
cuando el señor Frank ingresó al hospital. —Miró a mi madre—. ¿Es usted la madre? —Preguntó
inseguro. Mi madre asintió con la cabeza.
— ¿Qué pasó con Frank, doctor?
—Bueno, ayer, cuando internaron a su hijo, estaba a punto de irme, pero el doctor Spelman me
llamó. Verá su hijo tiene un expediente muy interesante, y nuestro diagnóstico estará completo
hasta que usted me resuelva una duda —dijo mirando a mi madre—. No hay registros de Frank
Iero desde su nacimiento, hasta los nueve años, cuando tuvo un accidente en bicicleta y se rompió
la pierna derecha. Luego visitó en algunas ocasiones el hospital, pero, ¿qué pasó con Frank
durante ese tiempo? —Mi madre no reacciona. Tampoco yo. —Verá, señora Iero, Frank tenía
consigo antidepresivos —ahora fue a mí a quien miró. —Y para que mi diagnóstico se confirme,
deberían de haberle prescrito ese tratamiento desde la infancia.
—Lo hicieron —digo sorprendido. ¿Qué más podría tener a causa de los antidepresivos? —Desde
los siete años los tomo.
—Sí —apoyó mi madre viéndome—, pero siempre lo había llevado a clínicas particulares.
—De acuerdo, eso lo confirma todo —, sonrió ligeramente—. Bueno, verán, el señor Iero ingresó
al hospital por una taquicardia, esto es un aumento del ritmo cardíaco. Normalmente, esto no es
en sí una enfermedad aislada, sino que corresponde a un síntoma en otra enfermedad,
generalmente cardíaca.
— ¿Frank tiene problemas del corazón? —Preguntó mi madre angustiada. Yo sólo podía sentir el
sudor frío recorriendo mi frente.
—Esa fue la primer teoría —continuó el doctor—, sin embargo, las pruebas resultaron normales, y
fue cuando encontramos entre sus pertenencias las pastillas. Fue cuando el doctor Spelman me
llamó. El síndrome que tiene su hijo es muy poco común y generalmente ocurre en personas que
han consumido antidepresivos por años, y se desarrolla la enfermedad hasta que son ancianos,
pero si ocurrió la ingesta en la infancia, puede ser muy probable… —El volumen fue disminuyendo,
como si estuviera discutiendo las probabilidades consigo mismo.
—Doctor, ¿qué tengo?
Él me miró fijamente. Luego introdujo sus manos dentro de los bolsillos de la bata blanca.
—Se llama síndrome serotoninérgico. Se debe a un alto consumo de bloqueadores de la
recaptación de la serotonina —el hombre sonrió cuando vio nuestra cara de confusión—, en otras
palabras, ocurre cuando se ingieren muchos antidepresivos. Este síndrome provoca alteraciones
mentales como intranquilidad, confusión, o desorientación. Puede llegar incluso al coma. Y los
síntomas son, entre otros, temblores, rigidez, ataxia, hiperflexia, fiebre, taquicardias, diarrea,
vómitos, etc.
Nadie dijo nada.
Debería matar, quemar y enterrar las cenizas del doctor Walsh por todo esto. Desde mi infancia él
me había atendido. Él me sugirió que no podría amar, y si lo que la gente dice, que el odio y el
amor son igual de intensos, entonces tendré que corregirlo, porque en verdad que puedo odiar.
Puedo odiarlo a él por arruinarme la vida.
— ¿Ocurre en todos los pacientes que sufren depresión? —Preguntó mi madre.
—No. Bueno, verá, creo que Frank nunca tuvo depresión, por eso sus receptores se dañaron con
mayor rapidez. Realmente, estoy haciendo un estudio sobre este tema, y mi principal objetivo es
evitar que los psiquiatras prescriban este tipo de antidepresivos a niños, por las consecuencias,
como la de su hijo, y otras no probadas.
— ¿Cómo cuales? —Preguntó ahora Reb.
—Bueno, intento demostrar que el uso excesivo de antidepresivos puede dañar la capacidad de
“amar”.
Las dos mujeres quedan sorprendidas. Yo quiero esconder mi rostro debajo del colchón.
Definitivamente enviaré una carta con ántrax a ese viejo psiquiatra.
¡Bendita sea la hora en que mi madre me llevó con él!
—Además que puede provocar disfunción sexual —continúa el doctor, y ahora sí que me quiero
esconder debajo del colchón. ¡Eso sí que no! Que no lo piense. Que no lo sugiera. Mi capacidad
sexual jamás ha menguado, pero eso no lo tiene que saber ni mi madre, ni mi mejor amiga que ya
empieza a soltar una ligera risa. —Como sea, el tratamiento consistirá en retirar los
antidepresivos. Habrá mucha ansiedad, y tendremos que administrar electrolitos vía venosa para
mantener la diuresis y reducir la mioglobinuria —Todos pusimos nuevamente cara de escuchar
hablar al doctor hablar en chino. —Cuando la orina es de color óxido —explica con una media
sonrisa—. Y para la ansiedad administraremos vía oral de benzodiacepinas.
Asentimos todos.
Yo no estaba seguro de nada.
Toda una vida ingiriendo esas pastillas que cambiaban de color según el laboratorio, sonaba
demasiado drástico eliminarlas de mi vida así como así. Volvería a ser el niño introvertido,
estúpido e inseguro, y para que todo fuera más dramático, jamás me podría enamorar. ¿Se puede
ser más increíblemente desafortunado?
Mis pastillas me hacen sonreír.
¿Cómo hacerlo ahora? No tengo más motivo para vivir que la inercia de la respiración y una madre
desesperada que no será eterna.
«Esto, realmente apesta».
—Comenzaré a tramitar el alta —dijo el hombre castaño que había permanecido en silencio. En
unas horas podrá salir, señor Iero.
Asentí restándole importancia.
—Me gustaría hablar con el paciente, si me lo permiten. —Ahora sí puse atención. Porque el
paciente era yo, y porque quien quería quedarse conmigo a solas era el doctorcito sexy.
Mi madre y mi amiga me dijeron “hasta luego” y obedecieron. También salió el otro callado y
joven doctor. Nos quedamos solos, y eso me empieza a dar muchas ideas.
—Frank —empieza—, ¿puedo tutearte?
—Sí, sí, claro doctor.
—Gerard —me dice sonriendo—. Tú también tutéame, soy Gerard.
—De acuerdo, Gerard. ¿Qué necesita… necesitas —me corrijo— decirme?
—Quisiera que me ayudaras. —Asiento, dándole confianza para que me diga en qué necesita mi
ayuda. Que por mí, estoy más que dispuesto—. Necesito que tengamos sexo.
Y si mi mandíbula no cayó al suelo fue por las articulaciones con los otros huesos, pero si incluso
mi quijada tronó, mis ojos se abrieron, y ni en mis más pervertidos sueños hubiera soñado eso.
« ¿Y cómo digo que sí, sin lucir desesperado?».

II. Humedecimiento de labios.

—Sé que dicho de esta forma luce algo muy repentino —continúa. Yo sigo con mi expresión de
hombre en shock que parece no irse. Y él sigue hablando, como si lo que estuviera diciéndome se
tratara del clima o el menú de la cafetería. —Pero realmente sería útil para mi investigación.
Mi voz está perdida.
Mi juicio dando vueltas alrededor de una rueda mecánica, y mi valentía dando golpes contra mi
cabeza. ¡Por Dios! Soy un hombre adulto de veintisiete años, abiertamente homosexual, con una
vida sexual intensa y me tiembla el cuerpo cuando un hombre me propone sexo sin compromiso.
¡Ni que fuera la primera vez! Me grito, pero el pánico queda. Y mi coherencia se va de viaje,
cuando doy mi respuesta.
— ¿Qué?
—Vamos, no digas ahora que no eres gay, porque sé diferenciar cuando un hombre está
interesado en mí.
— ¿Qué? —Vuelvo a decir como si tuviera problemas mentales. Bueno, peores problemas.
—OK —suspira—, no pensé tener que explicar todo después de cómo me veías al despertar. Si
incluso pensaba que tenías una masturbación mental viendo mis ojos.
Me sonrojé.
Estúpido doctor, ¿por qué dice esas cosas como si nada? ¿Cree que todo el mundo es gay, o que es
atractivo para todo ser vivo en el planeta?
Sí, me atrae, pero que no se tome tantas retribuciones. Lanzo un bufido y él se sienta junto a mí,
sobre la cama. Mi mente grita ¡Peligro! Pero como siempre, el cuerpo no está dispuesto a
cooperar.
—Verás. Todo en este bello mundo es, “química”. Cada movimiento, suspiro y cada sentimiento es
a causa de reacciones químicas en nuestro organismo. Tengo pensando lanzar un artículo sobre
los antidepresivos que son bloqueadores de la recaptación de Serotonina, éstos no permiten que
la serotonina sea guardada una vez que hay sinapsis por lo que se eleva la serotonina, con un
incremento en los niveles de serotonina se inhibe el deseo sexual, ya que, a mayor serotonina,
menor dopamina, la dopamina es estimulante y en conclusión: reduces la dopamina y reducirás la
capacidad de amar. Esto no está comprobado, pero con tu ayuda, podré descubrirlo. Por supuesto
tendrás tu recompensa económica y la satisfacción de haber ayudado a la ciencia, así que, ¿qué
dices?
Me quedó más trabado que antes.
Ahora sus ojos brillan con cada compleja palabra. Su sonrisa se ensancha y se nota aquello que
otras personas llaman “amor por el trabajo”. Parece que al doctor le apasiona la ciencia, la
química y cosas de antidepresivos, pero… al diablo eso. No entendí ni la quinta parte. A mí me
importa poco la ciencia, sólo tengo una gran duda.
—Yo, ¿te gusto? —Pregunto acercándome a él.
Veo por fin, un ligero titubeo en el seguro doctor y amante de la química. Intenta alejarse, pero le
sostengo de la bata.
— ¿Tiene miedo, doctor?
Gerard sonrió y negó con la cabeza, acariciando mi rostro con decisión. El contacto de su mano
contra mi mejilla fue frío, electrizante y como si me dieran un golpe en el estómago.
—Respeto el sitio en que trabajo, señor Iero. ¿Tomaré esto como un sí?
— ¿Cuándo podré salir de aquí?
—Tal vez ya.
—Entonces, lo veo en “La Madonna” y nos ponemos de acuerdo para el experimento en pro a la
ciencia. —Sonrío y él lo hace también.
—No tengo idea de dónde es ese lugar.
—Lo encontrará. —Aseguró acercándome un poco más. Mi nariz se roza con la suya y es como si
millones de hormigas caminaran por mi cuerpo. Pero hormigas de las rojas. Las negras me asustan.
—Bien, nos vemos…
Lo suelto, pero él no se aleja. Sus ojos se conectan a los míos.
No puedo hablar, no puedo respirar.
Tal vez lo nota. Tal vez por eso sus labios se unen a los míos y respiro de su aliento. Mis labios
acarician sus labios y sus manos acarician mi rostro. Sólo dura unos segundos, apenas un
encuentro superficial, pero sabe a gloria.
—Es difícil encontrar a pacientes homosexuales —dice y se va.
No sé cómo tomar la última frase, pero no le quiero dar importancia. Sé que mi madre y mi amiga
esperan ansiosas detrás de la puerta para llevarme a casa. Yo también deseó irme. Tomar el nuevo
medicamento y observar mis antidepresivos como la peor cosa del mundo; como si me hubieran
arruinado la vida.
Quiero dormir para esperar que encuentre el lugar.
La cita con el doctor es lo más emocionante que me ha pasado en meses, y tal vez necesite Celexa
para asimilarlo.
—Nos vamos, Frankie —cuando mi madre entra en la habitación, con esa brillante sonrisa y la
inocencia pintada en los ojos, comienzo a reconsiderar la idea.

Por supuesto, mi encantadora madre no me permitió regresar al trabajo al instante, hizo sopa de
fideo con pollo y me mandó a dormir temprano, como si fuera un pequeño niño. Supongo que el
segundo divorcio le sigue afectando. Mi madre es una mujer de edad madura, pero es sumamente
hermosa y elegante, trabaja como recepcionista en un hotel y los pretendientes no le son escasos.
No creo que pueda culparla a ella, o a mi padre y su motivo de divorcio de mi fracaso con el grupo
femenino. Las mujeres son hermosas, dulces y sensibles; saben escuchar y son buenas amigas,
pero en el plano sentimental, los senos no me resultan atractivos, ni la suavidad de la piel, no los
hombros estrechos.
Es algo meramente superficial. Mi preferencia por los hombres, es algo totalmente superficial.
—Hijo, me voy a ir.
Mi madre asoma la cabeza. Sé que me avisa sólo para que no decida ir al trabajo en cuanto ella
cierre la puerta, y no lo haré. Me siento cansado, y mi cama es realmente agradable como para
traicionarla.
—Está bien, mamá. Puedes irte. No trataré de escapar.
—Lo sé, bebé.
Es entonces cuando entra y besa mi cabeza, yo cierro los ojos sin preocuparme por la puerta, que
si mi madre tuviera las herramientas, me encerraría bajo quince candados. Alguien debería decirle
a Linda que he crecido, que tengo veintisiete años y aunque tenga problemas mentales, no implica
ninguna discapacidad para continuar una vida normal.

Las crisis depresivas han sido escasas en los últimos años.


Tal vez sea por la constancia en la que ingiero mis pastillas, que me hacen sentir como una
persona normal, pero no me siento enormemente miserable, ni creo que mi vida es un desperdicio
de oxígeno. Sé que no soy excepcional, pero tampoco un asco. Soy sólo una persona que tiene
pocos amigos, pero mucho cariño para vivir.
Supongo que será una mejor idea pensarlo conforme deje los antidepresivos.
Prefiero dormir ahora, tal sueñe con el doctor y en todo lo que le haré algún día. Cuando le vea
llegar a “La Maddona”.

Desperté tarde.
Me preparé una ensalada y continué con la rutina necesaria para ir al trabajo.
Regresar al bar me parecía lo más gratificante desde hacía horas, y se convertía en una necesidad.
Una necesidad tan grande que sólo se podía comparar a la necesidad de tomar una de las pastillas
nada más entrar en el local. Ésa también era parte de la rutina y un motivo para soportar el
uniforme tan escandaloso, la música ruidosa y los toqueteos de las clientas.
¿Qué será de mí sin Celexa?
Realmente comencé a sentirme asustado. No había planteado la situación, y no imaginaba que iba
a ponerme tan ansioso por un botecito con pastillas.
La ansiedad creció, cuando mi amigo rubio se convirtió en otro hombre detrás de la barra.
—Soy Bob —me dijo el rubio, y yo sólo atiné a asentir con la cabeza como un estúpido, hasta que
Alicia, una de las camareras, me dijo que era el reemplazo de Paolo.
— ¿Su reemplazo? ¿Pero qué pasó con Paolo?
Alicia sólo elevó los hombros y yo hice una nota mental que incluía a Rebecca y a un extenso
interrogatorio, digno de cualquier experimentado detective.
—Soy Frank —, me presenté entonces. Traté de sonreírle al extraño, que parecía un niño
disfrazado de adulto con esas enormes ropas. Tal vez me le quedé mirando mucho, porque el
rubio se sonrojó y miró sus zapatillas deportivas de color blanco.
—No tenían el uniforme de mi talla, así que me dejaron usar mi propia ropa —, me explico.
—Y ¿qué eres, rapero?
Bob me sonrió, y yo también lo hice, y fue tan natural, que el uso del Celexa fue innecesario.
Entonces creció la esperanza. Tal vez, la vida sin antidepresivos no fuera tan caótica.
El nuevo me contó que su nombre era Bob Bryar, que nació en Chicago y que estudiaba biología
marina, era su último año, pero estaba de vacaciones, entonces, su tío, que era dueño del lugar, le
había ayudado consiguiéndole trabajo en ese lugar durante las vacaciones.
— ¿Dónde estudias biología marina?
—En Miami, Florida.
—Eso explica la vestimenta.
Luego, los primeros minutos de abierto el club, fueron sencillos.
La música comenzaba tranquila, y la gente no se arremolinaba a nuestro alrededor, ni las chicas
nos bombardeaban con pedidos. Bob tenía experiencia preparando Martinis, y yo no podía
explicar por qué. No es que en Miami los Martinis fueran famosos, y no es que yo vaya a Miami
todos los días, pero no combinan con la playa y el Sol.
—Dos martinis de chocolate y uno seco —, finalmente llegó Reb cargando la charola contra la
cintura.
—Hey —grité. —Ven acá.
Ella llegó frente a mí y me miró a los ojos.
—Le ofrecieron una beca —respondió la pregunta que nunca hice—. En Francia, la mañana que
pasaste en el hospital. Debía estar en el aeropuerto esa misma tarde, no tuvo mucho tiempo para
más, Frankie.
Yo asentí, y ella se fue.
Yo entendía. Paolo estudiaba Literatura y esperaba una oportunidad. Ninguno teníamos la
vocación de ser “Barman” o camarera de por vida, esto es sólo un trabajo provisional, mientras
surge algo mejor, pero tal vez, ellos no entendieran que para mí, lo mejor había sido encontrar
este provisional trabajo.
Entrego dos Martinis secos y luego escucho el cambio de música. Era noche de Salsa, y ya en la
pista había un par de parejas, la noche comenzaba a tornarse movida, pero yo me sentía fuera de
lugar. En la barra había una pareja hetero comiéndose la boca y metiéndose mano. Bob se burla
de ello y golpea mi hombro como si fuéramos grandes amigos, o los grandes machos.
Bueno, que soy gay, lo sé, y sigo siendo hombre, pero no me apena decir que esos gestos son de
“machos”, y tampoco me apena decir que no soy un macho bruto. Sí, punto. Lo dije. Se acabó.
Nuevamente me pierdo en mis pensamientos.
Dejo caer mi cabeza contra mi mano que descansaba sobre la barra y solté un suspiro. Mi aliento
chocó contra mis dedos y sentí cosquillas. Sonreí.
Quisiera entender más acerca de mi situación. Si la depresión tiene que ver con el nivel de sonrisas
y si éstas tienen algo que ver con el nivel de alegría. Mis pastillas me hacían sonreír, pero ¿me
hacían feliz? ¿Soy feliz ahora, porque puedo sonreír sin ellas?
Por Dios, que quisiera saberlo, pero hablar de felicidad siempre me ha perturbado, me confunde y
me pone a pensar, y eso es realmente cansado.
—Hey, ¡Frank! —El grito de Bob me asusta y hace que dé un salto.
Giro con la mano en el pecho y el corazón palpitando a mil por minuto, y no es que yo sea médico,
pero presiento que eso es un poco más acelerado que de costumbre.
— ¿Qué pasa, Bob?
—Te buscan.
— ¿Quién?
—Atrás de ti —, y sonríe.
Giro un poco enfadado y aún, con el susto a flor de piel, pero el sentimiento se transforma en
emoción al ver un par de ojos verdes frente a mí. Tiene el cabello suelto y desordenado, y puedo
ver a través de la barra, una camisa negra cubierta por una chaqueta impermeable color verde
olivo.
—Hola, Frank.
Su sonrisa era brillante y perfecta, llena de sinceridad, picardía y sensualidad.
Es que ese bendito doctor irradiaba sensualidad hasta bostezando. Bueno, tal vez bostezando no
se viera tan sensual, sino lindo, tierno, con ganas de apretarle las mejillas y hablar como una vieja
tía a la que odias…
Se entiende.
—Hola —contesto por fin, luego de mis simples pensamientos me suelten.
—Así, que… ¿Qué me recomiendas?
Miro sus ojos. Sé que ha hablado, también he notado que su boca se mueve, pero es que sus ojos
son cautivantes, son tan redondos, tan verdes y tan increíblemente brillantes que simplemente me
capturan. He conocido a pocas personas con ojos verdes, pero decididamente, nunca había
conocido ojos verdes como los del doctor Way.
—Frank.
Escucho mi nombre y parpadeo. Por Dios, ahora que lo pienso, seguramente he de verme como un
idiota frente a él, sólo viéndolo sin parpadear.
—Perdone, no me siento bien —miento pobremente.
— ¿Es por los antidepresivos?
Afortunadamente su instinto de doctor le traiciona y pasa por desapercibida mi patética
actuación. Asiento con la cabeza y escondo mi mirada como cualquier persona herida, y me siento
feliz. Noto luego, que hay personas que esperan y que Bob se vuelve loco, así que el tonto grillito
de la conciencia regresa y tengo que hacerle caso. «Estúpido grillo», pienso al tiempo que corto
mis celebraciones internas.
— ¿Qué te sirvo? —Intento preguntar como si fuera un cliente más y no un adonis dispuesto a
tener sexo conmigo.
—Algo que sea delicioso, pero no bebo alcohol.
«Bello y saludable», pienso con emoción. «Buena combinación».
—Te puedo ofrecer un daiquirí de Melón, o un San Francisco —. Gerard eleva una ceja y sé que
preguntará lo que es, como todos los clientes—. Jugo de naranja, piña limón y granadina —,
respondo mecánicamente.
—El San Francisco suena bien.
Asiento y doy la vuelta, preparo la bebida y la dejo sobre la barra, luego me sigo con otros clientes,
porque la bendita consciencia no me permite abandonar al chico rubio rapero de Miami.
Luego de ocho vueltas, puedo regresar con el doctor que mira desinteresado la pista de baile y las
parejas que siguen dando vueltas.
— ¿Le gusta la Salsa? —Pregunto tratando de asustarle, pero él gira tan recto y despreocupado,
como si ya se hubiera esperado que le hablara.
—Me gusta más la que se come. —Y sonrió.
Quise tratar de alejarme de su mirada, de no notar las arrugas que se formaban sobre su nariz,
pero no pude, y ahí estoy otra vez, hipnotizado por su rostro. Es que acaso, ¿ya mencione lo
hermoso que es?
—Y entonces —murmuró inclinándose más contra la barra—, ¿cuándo termina tu turno?
—A las dos de la mañana —confieso recargándome también y mirándolo fijamente. Me siento
ansioso, realmente. Ansioso de besarle, de sonreír y de liberarme de esa música que hace a todas
las parejas girar. Necesito mis pastillas. Necesito mis pastillas, porque ya pasan de las diez, y yo
siempre ingiero la segunda de la noche después de las diez, es para aguantar, para seguir
trabajando eficazmente y no sentir que estoy malgastando mi vida en este estúpido club.
Por Dios, cuánto las necesito.
—Eso es demasiado tarde, Frank. Tengo que llegar al hospital a las ocho de la mañana.
—Lo siento —susurro apenas, porque Alicia ya ha esperado mucho por su orden. —Espera, tengo
que seguir atendiendo.
Quisiera poder irme, decirle a Rebecca que me cubra y ayude al chico rapero, que realmente
parece buen barman, pero realmente no sé qué hacer. Tal vez sea la falta de Celexa la que me
haga retroceder con Gerard y no actuar con Reb, pero mi cabeza está hecha jirones y yo sólo
quiero una maldita pastilla.
Toco mis sienes, porque de pronto el dolor de cabeza es insoportable. Me sostengo de la máquina
de hielos y cierro los ojos, pensando en el espantoso dolor que parece un martilleo constante.
—Frank —escucho la voz de Bob a mi lado y siento su mano sobre mi hombro—, ¿estás bien?
—No, me siento mareado…
— ¡Frank, no debiste haber venido todavía a trabajar! —Ésa gritona es definitivamente Rebecca.
—Él no se ha recuperado de una lesión importante.
Abro los ojos sólo para encontrar cómo Bob me analiza.
—Deberías irte —, dice al fin—. Yo le explico a mi tío.
—Frank, ¿estás bien?
Y ahora giro a la derecha, ahí está mi doctor, que parece querer subir a la barra.
—Estoy bien, doctor —medio sonrío.
—Perfecto —, dice Bob—. El doctor puede acompañarte a tu casa.
Miré a Gerard. La barra lucía menos congestionada, y ahora sólo estaba un par de hombres y
luego, Gerard. Gerard con su increíblemente hermosa mirada verde, su increíblemente perfecta
piel, y sus increíblemente definidos labios.
Pero entonces entró en escena la increíblemente húmeda lengua que se encargó de
humedecerlos, primero el labio inferior, con parsimonia; luego el superior en un gesto que
intentaba ser casual e inocente, pero que había hecho saltar a mi pequeño Frankie.
—No se preocupen, yo cuidaré de él.
¡Por Dios!
La mirada que me dedicó no puede ser legal, y eso que estamos en un bar y todos somos mayores
de edad. Ni Bob ni Reb parecieron notarla, pero es que son unos despistados, porque más
descarado no se puede ser. Sólo salgo de la barra para ponerme frente a él, quiero decirle que
deseo que me cuide, que me cuide bien y me revise entero, quiero decirlo, pero mi boca no
reacciona y yo sólo atino a sonrojarme como adolescente enamorado.
—Gracias, chicos —les digo sintiendo un nudo en la garganta—. Lo siento mucho, nos vemos
mañana.
—Descansa Frank —dice Reb.
—Claro —habla Gerard cuando ya hemos girado—, descansaremos mucho.
Siento en mi abdomen un cosquilleo y las piernas me empiezan a temblar. Estoy ansioso y sólo
puedo esperar el momento de que esa lengua que moja tan eróticamente sus labios, pueda
humedecer alguna otra parte, pero de mí cuerpo.
—Tendrá que cuidarme doctor.
Llegamos al auto, y Gerard se deja caer sobre mí antes de abrir la puerta del copiloto. Ni siquiera
veo el modelo, porque el rostro del doctor está a menos de un centímetro del mío.
—Frankie, puedes apostar que te cuidaré muy bien.
Entonces me besa. Suave pero directo al punto, besa mis labios por una vez, para después abrir mi
boca con su lengua. La introdujo y se dispuso a besar con la mía, y yo necesité aferrarme a su
abrigo porque sentía que me desmayaba. Mi experiencia era basta, y no es que me guste alardear,
pero por Dios Santo, Gerard Way sabe besar. Su lengua me recorre y sus labios succionan, al
separarse sus dientes muerden mis labios y el gemido que se escapa de mí es tan denigrante como
imposible de dejar salir.
— ¿Al tuyo o al mío? —Pregunto con los ojos entrecerrados y la respiración agitada.
Gerard no responde, pero se aleja de mí para subirse al asiento del piloto. He escuchado la alarma,
por lo que asumo que mi puerta estará abierta. No sé cómo llegaremos sin provocar un choque,
mis manos no se quedan quietas y quieren tocar más; lo mismo mis labios que desean saborear
ese cuello largo y pálido, succiono con fuerza cuando siento su mano apretando mi muslo y
muerdo cuando deja salir intensos gemidos.
Esta noche promete. Y ni la falta de Celexa podrá arruinarla.
Al diablo la depresión.
Tendré sexo, y eso alivia todo mal.
Todo.

III. La Intimidad

“El término intimidad tiene dos acepciones: es un eufemismo para designar a los órganos sexuales
y al coito como ‘cosas íntimas’. Se trata de una palabra del vocabulario amoroso que significa la
cercanía del cuerpo, de la mente y de las emociones entre los amantes”.

El ascensor paró y entonces entramos en el Loft.


La primera imagen es un sofá en color crema delante de unos enormes ventanales. A su lado
derecho, un pequeño árbol, o una planta muy grande (según como se vea). También hay una silla
de forma moderna, una mesa de centro enana, en color crema puesta sobre una alfombra en color
cajeta (¿sólo soy yo o la descripción de la casa empieza a dar hambre?). Giré la cabeza, hacia la
pared y encontré una elegante chimenea, moderna y de color negro. El piso es de madera oscura,
y parece que Gerard ha contratado a un buen decorador.
Inmediatamente después de la sala se veían unas escaleras, y a un lado y debajo, la cocina.
— ¿Quieres algo de tomar? —Pregunta mi doctor favorito, y yo asiento siguiéndole hasta el
comedor.
La cocina integral, es pequeña y se ubica por debajo de la escalera. Los cajones son rojo vino y el
resto color crema. Apoyado contra la pared, un enorme mueble del mismo rojo, que contiene al
refrigerador. Al lado hay una enorme fila de vinos apoyados sobre la pared, y yo quisiera
preguntar si sólo son las botellas, o siguen teniendo líquido añejo de uva.
La silla del comedor donde estoy sentado es imponente, con respaldo ancho y descansabrazos.
Todo en piel color crema. Hay dos sillas en cada lado de la mesa, que es rectangular y delgada.
Además del comedor, en la cocina hay una pequeña barra desayunadora, con tres taburetes
acolchados en distintos colores. Uno cereza, el otro color menta, y finalmente uno en azul marino.
En la orilla de la barra hay compartimientos para que entren tres macetas con plantas verdes.
—Aquí tienes —dice y sonríe. Yo apenas descubro que me ha dado simplemente agua.
—Agua —digo ahora voz alta.
—Quiero tenerte en perfectas condiciones, para el estudio. Y el alcohol baja los niveles de
serotonina, por lo que se presta a elevar la pasión.
Yo le miro. Como siempre.
Él también tiene un vaso con agua entre sus dedos. El dedo meñique está elevado mientras lo
inclina para tomar y eso es elegante. Luego baja el vaso y sus labios quedan brillantes. Tal vez si
bebo de su boca, el agua sepa mejor.
Y lo hago.
Me acerco y le tomo por la nuca y humedezco sus labios con mi lengua.
Gerard no hace ningún movimiento. Simplemente se deja hacer con la boca entre abierta y los
ojos mirando los míos. Entonces le doy un beso. Nuestros labios se unen, y meto la lengua en su
boca, buscando a mi igual, dispuesta a danzar conmigo.
Yo cierro los ojos, sin importarme si el doctor sigue con la mirada puesta en mí. Le tomo del rostro
y me entretengo succionando su lengua, y su saliva. Disfrutando su sabor.
Me separé despacio, dejando que las manos resbalaran por su rostro y nuestras bocas hicieran un
sonido húmedo al hacerlo.
—Me gusta tu casa —digo con sinceridad. No soy extremadamente tímido. Soy una persona
callada, que es diferente. Y lo soy porque “prefiero parecer un torpe, y no abrir la boca para
comprobarlo”. Siempre hay momentos, para hablar, callar y actuar.
Además, supongo que con un beso así nuestra intimidad ha crecido y soy merecedor de una
conversación normal.
—Gracias —sonríe —. ¿Quieres conocer el segundo piso?
Asiento sin malicia, en contraste a la mirada que Gerard me dedica.
Tengo poco de conocerle, pero Gerard es transparente como el agua purificada. Se nota a
distancia que es directo, que es franco y no teme decir o hacer lo que se le pegue la gana. Se nota
que es ambicioso, y parece querer ser el mejor. Tal vez sea muy orgulloso y muy terco, pero eso lo
puedo descubrir después, así como su color favorito, su música preferida o su pasatiempo
obligado.
Subimos las escaleras. Yo voy detrás de él y doy gracias al cielo por la excelente vista de ese
precioso trasero. Se ve firme, y ciertamente estoy tentado a tocarlo.
«Sólo un poco más», me digo. Sólo espero que los benditos escalones terminen para no ver cómo
esos redondos músculos se tensan.
Hay una cerca de vidrio con bordes negros.
La primera estancia es una habitación.
«Su habitación».
La cama dejaba que los pies miraran hacia la entrada. Las paredes eran negras, el piso gris plata y
en el centro del lugar, una cama matrimonial muy cerca del suelo. Empotrada sobre una tarima
blanca de forma circular. El cabecero era de piel color blanco. Sobre éste, colgados en la oscura
pared, marcos dorados de tamaños y grosores distintos. Sin cuadros o espejos, simplemente
cuadros acomodados de extraordinaria forma.
De lado derecho de la habitación, hay unas enormes cortinas blancas. Que van desde el techo
hasta tocar el suelo.
—Es amable de tu parte alabar mi casa, pero ésta es la habitación más importante. Me sentiré feliz
si dices que es de tu agrado.
Escucho que hay sarcasmo en su voz, pero yo igual asiento con una sonrisa.
—El decorador hizo un buen trabajo.
—Por lo que cobro, tuvo que haberme hecho el Taj Mahal. —Y entonces sonrió. No parece un
hombre feliz, pero es un hombre sonriente. Y ahí está, el continuo debate entre sonrisas y
felicidad. —La ventana —dice alejándome de mis pensamientos—. Es una farsa. La habitación no
tenía ventana, así que mandé poner estas enormes cortinas y debajo de ellas una iluminación que
se enciende automáticamente en la mañana para ilusionarme con la salida del Sol.
No sé si es muy tierno, o muy extraño, pero necesito comprobar esa historia.
Me acerco y levanto las cortinas.
—Por Dios, es cierto —exclamo sorprendido.
—Jamás miento, Frankie.
Entonces giro, y lo veo acercarse a mí.
Me gusta. Demasiado.
Creo que es de los hombres más atractivos que he tenido el gusto de conocer, de besar y con
quien estoy a punto de tener sexo en nombre de la ciencia. «Qué bien suena eso».
—Entonces —me dice tomándome de la ropa—. ¿Estás listo para empezar?
—En nombre de la ciencia —digo, y él asiente.
—En nombre de la ciencia.
Entonces se inclinó y me besó en la boca con urgencia. Nuestras lenguas se encontraron
inmediatamente, y sus manos comenzaron a desgarrar mi ropa, porque eso no era desnudarme
lentamente y disfrutar de momento, era necesidad de sentir mi piel.
En menos de un minuto mi pecho estaba desnudo y pude tener contacto con la ropa de Gerard.
No dejó que mi boca estuviera sola por mucho tiempo, sin dejarme hacer más que revolver su
cabello, volvió a besarme, fuerte y directo. Un contacto entre labios, lenguas, saliva y dientes,
donde todos trataban de luchar por el control. Aunque realmente no importaba definir quién
ganaba.
No es justo que él comience a desabrochar mi cinturón y yo le tenga vestido frente a mí.
Suavemente me deshago de la camisa. El abrigo quedó sobre el sillón al entrar.
A diferencia de él, disfruto de liberar cada botón con parsimonia, y entre cada uno de ellos, hay un
nuevo trozo de piel que quiero sentir. Pellizco sus pezones, y él gime dentro de mi boca.
Es maravilloso.
Retrocedemos. Él me separa suavemente y hace que mi cuerpo caiga sobre el colchón. Es duro,
pero se amolda al instante a mi ansioso cuerpo que trepa para recargar la cabeza sobre las
almohadas.
Gerard cae como una preciosa carga sobre mí y su boca procede a mojar mi cuello con suavidad.
Estoy soltando suspiros y mis manos se aferran a la colcha, me doblo, porque sus manos no se han
quedado quietas y tienen por objetivo desnudarme por completo. Parecen estarlo logrando, y
mientras realizan su tarea, rozan partes de mi anatomía que cosquillean, pero se sienten muy
bien. Debería empezar a actuar, pero dejarme consentir es igual de tentador. Estoy en un debate
mental y mi cerebro se licúa con cada lamida a mi cuello, así que será una labor titánica si
recuerdo cómo respirar.
Cuando Gerard se separa de mí, su cuerpo abandona la cama y sus manos retiran una a una sus
prendas. Me quedo, como siempre que le veo, estático y literalmente, babeando por tener ese
cuerpo pálido cerca del mío. Cuando la última prenda cae, noto que mis pantalones y ropa interior
se arremolinan en mis rodillas, por lo que yo también me las quito, arrojándolas hasta donde la
fuerza del brazo me alcanza. Entonces él regresa y tiemblo de la emoción.
Sus labios me besan y hay ternura en ese contacto, mis manos ya no se aferran a sus sábanas,
ahora se aferran a su espalda, que es suave y proporcionada. Su pecho se presiona contra el mío, y
lo que es mejor, nuestras erecciones se alinean.
Abro las piernas y gimo.
Quiero más.
Necesito más.
Aprieto sus nalgas. Son duras y suaves a la vez, y cuando lo hago, su boca se aleja de la mía para
gemir. Es glorioso.
—Primero, empieza la testosterona —. Susurra. Su voz es ronca y sensual. Seguimos
restregándonos y yo sigo creyendo que he muerto y he llegado al cielo—. Toda la parte divertida
del sexo es por ella.
—Dios la bendiga —, apenas me escucho susurrar.
Gerard ríe, y tal vez sea la única persona que lo haga durante el sexo, pero suena increíblemente
bien.
—Quisiera sentir tu lengua —, dice y luego me besa. O viola mi boca, como se quiera ver. Su
lengua se enreda con la mía, luego la saca y vuelve a empujarla, y eso, junto al movimiento de
nuestros cuerpos es obsceno y delicioso —. En otro lugar…
Entonces, capto el mensaje. Sonrío y lo hago caer, luego me siento y puedo admirar su cuerpo. Su
piel pálida y los sonrosados pezones que voy a morder. Uno a uno, tiro de ellos y los humedezco
con mi lengua; escucho a Gerard gritar y los muerdo con mayor fuerza hasta hacerlos enrojecer.
— ¡Ah! —. Es el gemido más alentador de la noche.
Sigo bajando. Su abdomen es lampiño, salvo por poco vello debajo del ombligo. Lo lamo y
desciendo hasta ese pene duro, enrojecido y humedecido por líquido pre-seminal. Lo tomo y lo
admiro, me hipnotiza como todo el efecto Gerard en mí.
—Frank —, susurra.
Está ansioso, y ¿quién soy yo para hacerlo esperar?
Gerard no parece ser de los que lleguen al final en la primera vez, o con un desconocido. Tal vez
esté cansado, o quiera hacerme algunas pruebas primero, pero le daré el mejor sexo oral de su
vida. Quedará vacío y jamás podrá olvidarme.
Entonces lo meto, hasta el fondo y rasgándolo ligeramente con los dientes. Gerard grita y dobla la
espalda, yo le tomo de la cadera y ahora hago espirales con la lengua. Gerard sabe bien, y me
gusta sentir sus manos en mi cabello, escuchar sus gemidos y verlo voltear los ojos.
—Frank…
Le siento contraerse contra mis labios, así que succiono con mayor ahínco, él me estira el cabello y
yo sólo sigo chupando, masajeando sus testículos, luego apretándolos.
—Ya… yo voy… —Murmura. Y es increíble escuchar el gran doctor sin buenos diálogos. —¡¡Ah!!
Con un grito se libera y yo dejo que la sustancia caiga de mi boca hasta su muslo izquierdo. Elevo la
vista, y Gerard me mira, con la respiración agitada, la boca abierta y las mejillas sonrojadas.
—Eso podría interpretarse como un gesto de asco —Murmura, no sin dificultad.
—No suelo tragar semen de desconocidos —digo—, eso podría resultar muy personal para la
primera vez.
Mi respuesta lo ha puesto contento, porque ríe y me hace acercarme hasta su boca. Me besa y
luego me recuesta en el colchón.
—Me encantaría hacer algo más, pero la melatonina sigue subiendo. Necesito dormir. Te
compensaré otro día.
No alcanzo a responder. Ha tomado mi erección entre sus manos y su boca ha atacado la mía en
un beso furioso.
Siento sus manos ásperas moverse de arriba abajo rápidamente, con la presión adecuada. Su boca
abandona la mía y ahora lame mi pecho. Sus dientes muerden los pectorales, los pezones, y luego
deja caer saliva que esparce con su lengua, como si fuera medicinal.
—Gerard… —susurro. Me falta el aire, pero necesito más.
Me retuerzo, quiero decirlo. Necesito hacerlo, pero no puedo. Quedo mudo, completamente a su
merced. Acelera el ritmo y succiona mi clavícula, seguramente me ha dejado marca. Con esto me
corro, y grito su nombre, sin pudor.
— ¡Gerard!
Lo último que veo es su sonrisa, luego estampo la cabeza contra la almohada y cierro los ojos.
—Y ahora, están las endorfinas —. Me besa la oreja—. ¿Te has enamorado de mí?
Abro los ojos.
Ha sido una pregunta sorpresiva, y aunque me gustaría decir que sí, no hay en mí más que un
sentimiento de vacío. Le miro. Esos ojos verdes dicen tanto y a la vez no muestran nada. Le miro, y
sé que es un experimento, que yo posiblemente jamás amaré, pero le miro, e imagino, por un
momento, que por conocerlo, cualquier cosa podría suceder.
Él sonríe, y niega con la cabeza.
—Yo tampoco. — Entonces suspira y se deja caer contra el colchón. —Estoy muy cansado para
llevarte. Quédate y mañana en la mañana te llevo.
Asiento débilmente, confundido y cansado.
Cierro los ojos y le doy la espalda.
Comparto su cama, pero ya no hay temblores, sólo sueño, y la esperanza de ver la luz detrás de las
cortinas funcionando.

Mi sueño se interrumpe de pronto. Tan espontáneamente que aún me escucho roncar y lamo la
comisura de la boca en un intento desesperado para negarme a mí mismo que babeaba la
almohada. El bendito Sol se cuela por la ventana con insistencia, y me odio por no haber corrido la
persiana la noche anterior.
Me siento a la orilla del colchón y tallo mis ojos, pero el colchón está muy abajo. Ésa no es mi
cama, ésta no es mi habitación y definitivamente ésa no es mi ventana.
Entonces escucho el agua golpeando contra el mosaico del baño y recuerdo todo. Éste es el
departamento de Gerard, y yo estoy desnudo. Lo cual, resulta ser un buen resumen.
Cuando el golpeteo del agua se deja oír, ya he terminado de colocarme el cinturón, y sólo falta el
calzado. Gerard aparece, cuando me abrocho las agujetas.
Llega envuelto por una corriente de vapor, pero su cuerpo lleva ya ropa formal. Pantalón de vestir
color caqui, con una camisa verde grisáceo. El cabello húmedo y las ojeras más visibles.
—Hey —me saluda, y yo levanto la mano en respuesta—. ¿Te gustó la iluminación?
—Bastante real.
Gerard sonrió y agitó su cabello.
— ¿Nos vamos ya?
No hay nada cariñoso ni demasiado íntimo en nuestras accionas. ¿Por qué debería de haberlo?
Hemos tenido sexo, y como si se vaciaran todo ese acumulo de sensaciones después de la
eyaculación, ahora podemos tratarnos con amabilidad e indiferencia, podría para mí, dar igual.
Después de todo, así ha sido. Así será.
— ¿Dónde te dejo?
—Puedo caminar desde el hospital.
Gerard asiente y le veo ponerse una corbata amontonada en el asiento trasero durante un
semáforo con luz carmín. La bata está acomodada detrás de su asiento y me imagino que no
tardará en ponerse su atuendo oficial.
Escuchamos las noticias a través de la radio, y el tráfico parece acrecentar a medida que pasan los
minutos. Quisiera preguntar si estuvo bien, o si fui un fracaso, si lo volveremos a hacer o si le dio
asco acostarse con un Barman que hasta hacía pocos años vivía con su madre.
Mi vida es nada para un médico.
Ni siquiera tengo un auto.
Quisiera preguntar tantas cosas, pero temo las respuestas, y el maldito dolor de cabeza ha hecho
su reaparición.
—Cómo desearía una Celexa —, confieso en voz baja. —La necesito.
Gerard me ha oído. Lo sé porque siento su mirada, incluso si es sólo de reojo.
—No lo necesitas.
—Claro que sí. Soy… soy un asco sin ellas. Mírame Gerard —me mira—. No soy nada. Soy un
simple trabajador apegado a su madre que jamás amará.
Dejo caer la mirada, sintiéndome derrotado. Así como siempre lo he estado. Solo.
Infeliz.
Quisiera sonreír, y sólo lo logro con antidepresivos. Si no puedo amar, ¿cómo es posible que
también me hayan privado de la oportunidad de reír? La vida maldita e injusta. La vida apesta, y yo
también.
El auto se detiene y me gustaría pensar que ya hemos llegado. Que bajaré y Gerard dejará de ver
mi patética persona para cada quien continuar con la rutina, pero se ha estacionado frente a una
tienda de sombreros, y realmente no creo que desee comprar uno, así que le miro esperando una
explicación.
—Está hablando tu trastorno por ti —dice Gerard bajando las manos del volante y mirándome a la
cara —. La depresión se caracteriza por un abatimiento o infelicidad, que pueden ser transitorios o
en estado permanente, con daño en la corteza prefrontal, así como en la disminución de
Serotonina.
No entiendo. No tengo idea de lo que dice, y el maldito dolor empieza a empeorar.
—Sólo sé que sonrío cuando las tomo —confieso oprimiendo las sienes, en un ligero intento por
mitigar el dolor—. Y no me dolía la cabeza de esta forma.
—Es por tu dependencia, pero Frank, aún y tuvieras depresión, que no creo, éstos sólo te han
causado problemas. —Se suelta el cinturón antes de continuar—. Mira, los antidepresivos lo que
hacen es que la serotonina liberada no se recicle, sino que se quede para ser utilizada, con mayor
serotonina te liberas de la depresión, pero disminuyes la dopamina, que es el neurotransmisor del
amor, la inquietud, el estado muy parecido al consumo de drogas; y bueno, con el consumo
prolongado, podría ocurrir lo que te ha pasado a ti, en hipótesis. Además —, toma aire—, causa
síndrome serotoninérgico, que fue lo que se manifestó como taquicardia. Has abusado de estas
drogas y es necesario que las retires de tu sistema. Es obvio que tendrás un trastorno de
abstinencia, pero podríamos calmarlas con fármacos más leves, o placebos.
— ¡Sólo quiero sonreír!
Si hubiera pensado tres segundos antes de gritar, me daría cuenta que mi exclamación fue por
demás ridícula y exagerada, pero necesito mis pastillas. Es mi rutina.
— ¿Eres feliz cuando sonríes? —Pregunta. Es absurdo, todo el mundo es feliz cuando sonríe, y eso
le digo—. Claro que no. Al menos yo, que soy un hipócrita sonrío cuando estoy triste, enojado o
por felicidad verdadera.
—Entonces, ¿cómo lo sabes?
—Supongo que la verdadera felicidad ocurre cuando tú aceptas que eres feliz, aunque las
personas no lo noten en la primera impresión.
Nos quedamos en silencio.
Yo mirando el camino, y Gerard, su volate envuelto en cuero. Sin agregar más puso el motor en
marcha y en menos de 10 minutos fue momento de decir adiós.
—Te veré luego —me dijo ofreciendo su mano. Quisiera creer que será una promesa —. Es una
promesa —, continúa y yo sonrío. —Has sonreído, y sin antidepresivos.
Le miro y asiento.
Pronto lo veré para darle una propia definición de felicidad. El dolor de cabeza aumenta con cada
paso, pero haré la prueba con café o galletas, hasta encontrar el reemplazo perfecto de la Celexa,
y entonces, le diré a Gerard Way que logré ser feliz. Con sonrisas o sin ellas.
Es una promesa.

IV. Confianza

Nunca he pretendido gastar la vida en la búsqueda del amor. No tengo intenciones de buscar mi
otra mitad, porque yo no he llegado partido, estoy completo. Pero me he pasado la vida tratando
de encajar.
No recuerdo cuándo empezó la depresión, no recuerdo cuando empecé con las pastillas; es como
si siempre hubiera sido así. Mis primeros recuerdos datan a las épocas de la escuela, donde comía
mi almuerzo sentado sobre una gran roca al lado del árbol más grande del lugar; con marcas y
chicles adheridos a él. Los niños jugaban frente mío, pero nunca tuve ganas de correr, ni recuerdo
el deseo de hacer amigos.
Yo estaba solo, pero eso estaba bien, no quería que se asustaran de mí, que me odiaran, que me
criticaran. Las personas son crueles; siempre lo supe, así que el silencio fue mi coraza, y esperaba
nunca salir.

— ¿Cómo estás? —Mi madre toma mis manos sobre la mesa y las oprime. Ha estado hablándome
todos los días. Es su costumbre, el no dejarme crecer.
—Bien, con dolores de cabeza, pero dice el doctor que es porque mi cuerpo extraña los
antidepresivos. A veces duele tanto, que tengo que dejar de moverme, o de respirar. Es bastante
malo.
Mi madre me mira, con esa ternura tan característica, y de esa enorme bolsa color carmín que
siempre lleva, extrae el frasco que con tanto ahínco ansiaba ver. Con parsimonia me dio una
pastilla.
—La última —. Los ojos le brillan, y sé que lo hace por mi bien, porque es mi madre y puede sentir
las palpitaciones en mi cráneo y ver mi miserable rostro ansiando una pastilla.
La tomo y en mi mente repito ambas palabras. «La última».
La plática continúa y poco a poco, mi humeante café se va extinguiendo.
—Creo que saldré con Lucas el próximo fin de semana —dice mi madre, con un adorable sonrojo.
Yo asiento, y sonrío. Relajado por mi celexa y aliviado porque la soledad de mi madre desvanezca.
Siempre hemos sido dos.
Nosotros solos.
Siempre buenos amigos, pero siempre ha faltado algo más. Tal vez mi madre me deje crecer y
entonces, tal vez yo pueda encajar.

Es noche de salsa. Otra vez.


Mi madre ha salido con Lucas, que es abogado y según sus propias palabras, es encantador.
Yo he mantenido mi promesa, y aquella pastilla en la cafetería, ha sido la última. Ahora soy
aficionado al café negro, con dos cucharadas de azúcar.
Intenté fumar, por vanidad propia, pero desistí en el momento de notar que nunca me vería como
los actores de películas rudas. Ahora también me dedico a la renta de DVDs, y todo como
resultado de la perfecta monotonía.
Creo que la he encontrado.
Despierto, desayuno y pongo la primera película.
Corro una hora. Llamo a mi madre, me ducho y duermo, luego veo otra película mientras me
arreglo para venir al trabajo. Es simple, pero cómoda. Los días vuelan cuando llego a la segunda
película, porque noto, que el día ha muerto en cuanto apago el televisor. Sólo queda la noche, los
martinis y personas moviéndose a mi alrededor.
Generalmente, la noche de salsa me gusta.
Las personas están más preocupadas bailando que pidiendo bebidas en el bar, pero esta noche es
diferente, porque Reb ha llevado a su nuevo “amigo-casi-novio” al lugar y se besan cada vez que
parpadean. No odio a las parejas, ni estoy amargado, ni tengo celos.
Sólo siento como si extrañara algo.
Qué raro.
¿Cómo extrañar lo que no se conoce?
Afortunadamente Bob sigue aquí, para trabajar correctamente cuando nosotros los malos
trabajadores nos distraemos con el cruce de una mosca. Y digo nosotros, porque Reb devora la
boca del tal Jared en cada ocasión, y yo, porque, bueno, no es una mosca, pero igual llama mi
atención.
Como una semana antes llega casual, el cabello despeinado y la actitud de ser el rey del mundo.
Entonces se me ocurre una idea para mejorar la monotonía.
— ¡Bob! —Grito. Sé que no hay necesidad, que él está a mi lado, que la canción está en un
momento tranquilo, pero aún así, sigo con el volumen alto —. Iré a la bodega por más whisky.
El rubio que insisto, es rapero, me sonríe y eleva el pulgar.
He gritado alto como para que cualquiera me escuchara.
Para que cualquiera me siga.

— ¡OhporDios, Gerard!
Mi espalda se arquea y mi cabeza vuelve a chocar contra la pared. Siento mis músculos tensos, y
sé que estar de pie, junto a un par de cajas y recargado contra la fría y oscura pared, no es lo más
cómodo o lo más higiénico; pero la pulcritud puede salir por la ventana, porque Gerard Way está
arrodillado frente a mí, con las manos aferrando mis muslos, los ojos cerrados y la boca abierta,
ansiosa, incansable, succionando mi pene, mi alma, mi respiración.
Todo.
Jadeo, porque el doctor sí que sabe usar la lengua, y ahora ésta se arremolina justo en la punta,
causando miles de millones de infartos en cada tejido de mi cuerpo.
Adoro el sexo. Entregarme a él y dejar que todo fluya. Tocarme y tocar. Gemir y gritar, perderme
en ese momento, desvanecerme con el orgasmo y volver a nacer.
Tal vez, y sin exagerar, cuando tengo sexo soy realmente feliz.
Y soy feliz sin sonrisas o fuertes carcajadas.
—Más fuerte… —susurro tomando su cabeza. Muevo las caderas y escucho obscenos sonidos
provenientes de su boca, que lamen y succionan con fuerza. Sus dientes chocando con mi erección
mientras entra y sale de su boca. —Ya casi.
Entonces mi erección desaparece y reaparece dentro y fuera de su boca con un ritmo acelerado.
Veo su cabeza moverse, siento los dedos de mis pies contraerse y luego, ahí están, frente a mí las
luces de colores y la felicidad.
—Mmm —, apenas murmuro, complacido.
Gerard lo ha bebido. Lo siento cuando se pone de pie y me besa. Sus manos en mi trasero y mi
lengua en su garganta.
Me separa con brusquedad, subiendo sus manos y tomando fuertemente mi quijada.
—Y… ¿cómo estás? —Sonríe ligeramente, antes de soltar una de esas carcajadas tan pequeñas,
que parecen de infante.
Asiento con la cabeza, sin aire. Su voz suena ronca, y repito el movimiento como si pudiera hablar
sólo con hacer eso.
—Bueno —, insiste—, ¿qué hay de nuevo?
Me subo los pantalones, y veo la hora en mi reloj.
Quince minutos parecen ser suficiente abuso en una noche.
—Todo igual. Aburrido —, respondo cuando me encuentro vestido.
—El aburrimiento de la cotidianidad favorece al amor, Frank —, dice, pasándose la mano por el
cabello. Con la barbilla siempre alzada, y como si no hubiera chupado mi pene unos minutos antes.
Gerard dice cosas inteligentes, la mayor parte del tiempo.
A veces me pregunto si su vocación no era la escritura, en lugar del hospital, pero es que su
cerebro parece trabajar a marchas aceleradas. Siento que me deja atrás y por mucho. Él gana la
carrera, y yo acabo de empezar.
Por eso trato de mantenerme todo el tiempo callado.
«Más vale parecer un tonto, y no abrir la boca para que todo el mundo lo compruebe», me digo.
— ¿Te sigue doliendo la cabeza? —Pregunta, esta vez más serio. Yo le miro, y niego, luego hablo
de mi adicción al café—. Sólo, no te sobrepases. Supongo que lo mejor es que pierdas el tiempo
haciendo algo, platicando con alguien.
No me gustan las personas nuevas.
Admiro a quienes tienen el don de la palabra.
Tal vez yo, sólo tenga el don de escuchar.
Niego con la cabeza y avanzo algunos pasos, pero antes de salir de la bodega, giro para hablar.
— ¿Y tú? —Pregunto— ¿cómo estás?
Gerard sonríe, y si no es porque me confiesa que él puede sonreír en las situaciones más extremas,
yo diría que es el hombre más feliz que he llegado a conocer. (No es que conozca a muchas
personas).
—Listo —. Me dice, yo elevo la ceja izquierda—. Listo para hacer un buen diagnóstico.
— ¿Cómo es eso?
—Todo es cosa de tener confianza.
Y entonces, como si no estuviera tratando de tener una conversación con él, simplemente pasa de
mí, sale y yo me quedo pensando en Gerard Way, lo cual no es justo, porque en lugar de pensar
debería seguir haciendo martinis.
«Y entonces él se aleja. Con el rostro alzado y la mirada cínica. Nadie lo detiene, nadie le
cuestiona. Así es él, libre del mundo, pero indispensable en él».
Sonrío mientras llego hasta la barra. Tal vez yo pudiera conseguir por lo menos un hueco en el sitio
de escritores frustrados.
La noche de salsa sigue.

*
Busco romper el aburrimiento, no porque el doctor lo haya sugerido, o esté en búsqueda del
amor. Simplemente que me resulta caminar entre tanto desorden de mi muy antigua mudanza.
Esa mañana no corro.
Me dedico a organizar y a indagar en viejos recuerdos.
Mi madre es la culpable, incluso me ha mandado mis trabajos de ciclo básico.
“Por qué admiro a mi mamá”. Dice uno de los trabajos. Con caligrafía espantosa, escrita en color
verde pasto. Hay sólo una frase, pero es contundente.
—Admiro a mi mamá —, leo en voz alta—, porque es mi novia.
Suelto una carcajada enorme y vuelvo a esconder ese viejo papel. Me pregunto si un psicólogo me
analizara, descubriría en mí algún tipo de complejo de Edipo o la causa aparente de mi
homosexualidad. Pero no puedo juzgarme. Tenía cinco años y mucho tiempo libre.
El segundo recuerdo es de primaria. Son dos papeles doblados, aunque la descripción exacta, sería
simplemente “hechos bola”. Claro que deja a un lado la elegancia del hablar.
Intento alisarlos lo mejor que puedo, el primero dice “Mis vacaciones”, y el segundo “Frank”.
Leo el segundo, y las instrucciones son precisas: 5 cosas que te gusten, 5 que te desagraden.
Cuando termino de leer me llega a la mente la idea de mostrarle a Gerard mis escritos. No es que
los recuerdos hayan llegado milagrosamente y ahora recuerde cómo, cuándo o por qué llegó mi
depresión, pero sin duda, estaba presente en esa etapa de mi vida, porque en los cinco renglones
está escrito lo mismo: “Me odio”, “me odio”, “me odio”.
¿Y las cosas buenas?
Pues vete tú a saber.

Supongo que eso siempre pasa. Cuando te piden que te describas, empiezas con todo lo que te
disgusta, con lo que quisieras cambiar. Aún ahora, no concibo una buena o admirable imagen de
mí mismo. Ahora sé que decir “me odio” está mal, y por eso lo oculto con palabras más
rebuscadas o bromas sobre mi aspecto, pero es que tal vez, yo nunca estuve de acuerdo con el
cuerpo con que nací, o con mi carácter, o con mi natural estupidez.
Tal vez me odie, porque desde un principio, incluso sin abusar de las pastillas, era lo único a lo que
estaba destinado sentir.
Desprecio hacia mí mismo, hacia una vida predestinada al vacío. A la mediocridad.
Y entonces siento nuevamente ese manto oscuro sobre mí. Esa opresión en el pecho, el dolor de
cabeza y me imagino de pronto la caja blanca con letras rojas. En mi mente la abro y rompo el
pequeño empaque de aluminio, luego la tomo con mi dedo pulgar e índice, y la trago. Sin agua o
jugo, simplemente la trago con mi saliva y mis años de experiencia.
« ¿Cómo escapar de la sombra de mi depresión, si no es más que sólo mi realidad? ».
Así soy yo. Un solitario, y patético hombre. Desde siempre, porque alguien, tenía que serlo.
«Gracias Destino, por el increíble papel».
Es ésta la hora para un café negro. Sin azúcar.

En mi intento por cambiar la monotonía, eliminar el aburrimiento y luchar contra la depresión, e


intentado, en los últimos veinte minutos que mi vida sea de película.
Pero es imposible, aquí no pasa nada.
Aquí, encerrado en mi departamento, jamás pasará nada, pero es cómodo y seguro. Sería
increíblemente idiota si lo abandono, pero doblemente idiota si espero que mi vida sea como una
buena película de acción si permanezco oculto tras estas cuatro paredes.
La vida es una interminable toma de decisiones, con consecuencias inmediatas, dramáticas y
desagradables.
La vida simplemente no es tan genial. Sería genial si se adaptara a mí, pero no, la estúpida tiene
que partirse en millones de seres humanos.
Estúpidos seres humanos. «No, no estoy en mi momento de frustración. Ni que hubiera estudiado
psicología». Y divago, y divago. Y lo vuelvo a hacer. Acostado, viendo el techo, puedo concluir que
me he vuelto loco. Si no me pongo triste por malos recuerdos, me pongo inquieto, como ahora.
« ¿Serán las pastillas o mi escondida personalidad?».
Quisiera recordar cómo es mi personalidad.
Quisiera conocerla. ¿Cómo soy?

Pero mis pensamientos se interrumpen cuando escucho un fuerte ruido.


Salgo del departamento, no sin cierto recelo, pero al ver a la señora Tay de rodillas sobre el suelo,
me tranquilizo.
— ¿Está usted bien? —Pregunto y le ayudo a ponerse de pie.
—Sí, un pequeño resbalón —, contesta con una sonrisa.
La mujer tendrá más de setenta, cabello claro y arrugas. Casi no escucha, pero la boca no le para.
Llevo de pie tres minutos y ya me he enterado que se va con su hija de vacaciones por dos
semanas.
—Eso es maravilloso, que le vaya bien.
E intento despedirme, pero me ha pedido que la lleve a la puerta, y si yo no fuera tan sensible con
temas relacionados a abuelitas las cosas serían diferentes. Pero no, llegamos y la espera su hija,
suben al taxi y yo regreso, con la duda de la edad, la pérdida de la memoria y el comportamiento
infantil. Y entonces volvemos a la maldita vida, al maldito tiempo y a las inevitables arrugas.
La soledad.

Regreso y encuentro una pequeña planta en una maceta. Está tirada y la tierra se ha esparcido
frente a mi puerta. Tal vez se le haya olvidado a la señora Tay o algún niño la ha ido pateando. Está
maltratada y abandonada, y esto parece ser un buen cambio al aburrimiento.
La tomo y entro con ella.
De centro de mesa queda bien, y como si fuera un alcohólico en rehabilitación, me imagino
charlando con ella. Cuidándola. Eligiendo un nombre.
Un nombre masculino y que infunda respeto.
Deberé practicarme pruebas psicológicas, porque el único nombre que se viene a mi mente es
“Betsy”.
—No estaremos más solos, Betsy. Nos haremos compañía.
Y ahora sí que estoy loco, porque le hablaré a un helecho, de ahora en adelante.

Soy Frank Iero, adicto a antidepresivos, con crisis nerviosas, sin posibilidad a enamorarme, con una
planta de nombre Betsy y en búsqueda de una personalidad.
Alentador, ¿cierto?

Hoy es una noche tranquila. Noche de bohemia en La Madonna.


Martinis al por mayor y Rebecca sin su novio. Bob Bryar sigue aquí, y eso es genial. El rubio es de
las pocas personas con las que logré entablar una conversación normal y espontánea.
Bob me cae bien, con todo y su vestimenta de rapero. Eso me gusta más. Su seguridad para ser
quién es. Es admirable.
— ¿Nada? —Pregunto a Rebecca. Más de diez minutos sin órdenes es algo raro.
—Nada —, y sonríe. —De cualquier manera, falta una hora para cerrar, ha de ser eso.
—La crisis económica —, apoya Bob.
Yo asiento, y sigo limpiando la barra. Seguramente estará brillando en consecuencia al constante
movimiento, pero no hay mucho más por hacer.
Tal vez sería bueno continuar con la idea de hacer de mi vida una película, pero conmigo en el
papel de villano. Porque los villanos son inteligentes, siempre tienen un comentario sarcástico por
decir y una nueva jugada en mente. Los buenos siempre ganan, porque así se nos ha enseñado
que tienen que ser, pero, sinceramente, pocos buenos realmente merecían ganar.
Suspiro. Es fácil dejarme llevar por mis pensamientos incongruentes, pero es que son pocas las
oportunidades que tengo para pensar (aunque sean tonterías), en este lugar. Normalmente estoy
activo y exageradamente agitado. Es bueno meditar, de vez en cuando.
Sin embargo, mis cavilaciones se interrumpen. Siento que alguien me golpea el hombro y giro
molesto para encontrarme a Rebecca con su sonrisita cómplice y la mirada al frente.
Voltee hacia donde lo hacía ella, y lo vi.
Con la bata blanca, el cabello alborotado y la mirada fija en algún punto de la barra.
—Parece que tú y el doctor se llevan bien —, dice Rebecca. No respondo, sólo me acerco a él, para
“atenderle”.
—Buenas noches, doctor —saludo. Él me mira y sólo se queda así, por segundos.
—Toro es un estúpido —, murmura entonces mi doctor favorito con la voz apretada, los labios
levantados y con una mirada furiosa.
No respondo, voy por un tequila y un vaso de agua, los pongo a su alcance, y lo que él quiera
tomar primero.
Gerard me mira, y sonríe, luego baja la cabeza y comienza a reír.
—Hoy estoy para algo más fuerte —, dice—. Un café negro, sin azúcar.
—No tenemos —, digo.
—Entonces tomo el tequila. Pero sólo uno.
— ¿Quieres contarme qué te tiene tan molesto? —Pregunto recargándome en la barra.
Escucho a Gerard bufar antes de beber el tequila de una sola vez. Hace muecas y tose luego de
beber.
—No lo creo —. Su voz es graciosa y sigue haciendo gestos. Sus ojos se han enrojecido, y el
inteligente doctor ha dejado salir un par de lágrimas.
— ¿No me tienes confianza?
Escucho la guitarra y la voz del cantante a mi espalda. Las personas son pocas, pero hay dos
hombres que corean la canción. Gerard los mira, y sus ojos aún enrojecidos vuelven a perderse en
un mar interno de pensamientos.
Quisiera leerle la mente, porque esos ojos verdes son enigmáticos y perfectos. Son sinceros, pero
callados.
Son sus ojos, los que me roban el aliento. «Y quién iba a decir que yo diría frases tan románticas y
trilladas». Aunque uno no quiera, le puedes robar las frases a las canciones sin que otros lo noten.

—Gerard, puedes confiar en mí —. Insisto.


Gerard regresa a la realidad. Parpadea, me mira y juega con el vaso lleno de agua. Meciéndolo de
un lado a otro con suavidad.
— ¿Sabes lo que es la confianza en una relación?
Niego con la cabeza.
—Significa un “modo de ver” a la pareja, a la cual se cree que es buena e incapaz de ocasionar
daño o traición. Apenas te conozco Frank, no supones un daño para mí. —Respira—. ¿Lo soy para
ti?
—No.
—Entonces no nos estamos enamorando bien, ¿eh? —Sonríe. —No tememos lastimarnos, y eso es
algo que siempre va adjunto en el amor.
Las personas aplauden, y el artista se retira.
Es momento de cerrar.
— ¿Quién es Ray Toro? —Pregunto. La clausura del lugar puede esperar, unos minutos.
—Un psiquiatra —suspira—, creo que tiene interés en derrocar mi hipótesis, o en su defecto,
quedarse con el crédito si encuentra resultados positivos. Me quita a mis pacientes, y realmente
cree que los antidepresivos son la fórmula para una vida feliz. Es un cínico que sólo quiere dinero.
—Señor, vamos a cerrar —. Bob se acercó y le habló a Gerard, quien asintió y se puso de pie, sin
dejar de mirarme.
—Tengo guardia —, me dice—, pero no creo correcto llegar con aliento alcohólico.
Sonrío. Ni que hubiera bebido todo el tequila del local.
— ¿Puedo esperarte?
—No tardo más de veinte minutos.
Entonces él sale, y yo apuro mis actividades. Yo no dañaría a Gerard, porque es una buena
persona. Es un doctor. Eso quiere decir que ama la vida, salva a las personas y quiere un bien
social. ¿Por qué dañar a alguien así?
Desde hoy, Gerard Way tiene que saber que tiene la confianza de Frank Iero. Y eso es lo genial de
no enamorarme de él, ¿cómo entonces me podría dañar? Sonriendo por primera vez a causa de mi
realidad, me dispongo a levantar sillas y a barrer a una velocidad nunca antes vista.
Afuera está el doctor al que admiro, y un ser humano en quien confío.

V. Amistad

El amor es una amistad con momentos eróticos.


Antonio Gala

Salgo por fin.


El aire se siente caliente, a pesar de ser de madrugada.
Lo veo recargado contra su auto. Un precioso audi negro con asientos de piel. Se ha desabrochado
la bata blanca, y ahora le veo el atuendo. Siempre formal. De camisa blanca, pantalones azules y
una corbata con líneas grises y azules.
Lo vi bostezar y dejar salir una lágrima sobre su mejilla.
—Fueron más de veinte —. Dice Gerard.
—Minutos más, minutos menos. Los doctores no duermen.
Gerard sonríe y asiente. Con Gerard todo es fácil y tranquilo. No hay presión, y siento que tengo la
oportunidad de correr en el momento en que yo elija.
—Te dejo en tu casa, y en el camino platicamos —, propone, pero no espera mi respuesta. Se sube
al auto, y yo hago lo mismo sin oponer resistencia.
Le digo dónde vivo, y él pone el carro en marcha.
—Imagino que ese tal Toro ya lleva tiempo molestándote —, digo tratando de reactivar la
conversación.
—Sí, pero terminó de hartarme. Ahora resulta que él también hará un estudio sobre el amor, y los
antidepresivos, pero es sólo para sabotearme. Es un imbécil. Y no sólo conmigo —, es como si
Gerard quisiera parar la conversación, pero de pronto recordara más cosas horribles sobre el
doctor Toro —. Sino con los pacientes también. Trabajamos en un hospital público, y muchos
medicamentos para trastornos neurológicos no están en la cartilla de distribución gratuita, pero
eso a Toro no le interesa, y les hace pagar más. Trata muy mal a los residentes, y se burla de todo
lo que puede ser burlable. Yo no escondo mi homosexualidad, pero no tiene caso decirle a la
madre de uno de mis pacientes, como si su hijo corriera peligro bajo mi cuidado.
—Idiota —, apoyo. Gerard me mira y asiente.
—Lo peor es que no sólo es una mala persona, sino un mal doctor. Y es cuando yo me pregunto,
¿entonces para qué es bueno?
Sonrío y veo las luces de la ciudad.
—Ignóralo Gerard. Seguramente te tiene envidia, porque eres un buen médico.
— ¿Y una buena persona? —Sonrió con malicia—. Yo no critico sus motivos de ser Médico. Yo
mismo no tengo los motivos más humanistas para hacerlo, pero no creo que ésa sea la manera
para referirse a quienes te dan de comer.
— ¿Por qué quisiste ser médico? —Pregunto. El camino se me ha hecho muy corto. Estamos a un
par de cuadras de mi apartamento.
—Por el reto que implica serlo. Yo apoyo a quienes tienen historias sobre ardillas, y conejos, y
salvar vidas; que murió algún familiar y quieren vengarlo. Si ésa es su motivación, perfecto. Pero
no me sale mentir, y ésa es la única razón que tengo. ¿En dónde es?
Parpadeo y señalo mi edificio.
—Para mí, esto era lo más difícil, y yo quería hacerlo. Y ser el mejor —, medio sonrió—. Aunque yo
también tenga mi propia historia dramática.
Me gusta escucharlo hablar de sí mismo. Me gusta saber de él, y por ningún motivo planeo bajar
del coche. No me importa que sean las benditas dos de la mañana.
—Mi hermano tiene trastorno bipolar.
No sé cómo reaccionar. No sé si eso es bueno, o malo; en verdad o una broma, porque, vamos,
todo el mundo dice “soy bipolar” al referirse que en un momento puede estar riéndose, y en otro
enojándose. Yo siempre he creído que todas las personas tenemos algo de “bipolar”, pero tal vez,
bipolaridad es una tontería, y hay algo que es realmente serio y que se refleja en la mirada
apagada del doctor.
No quiero preguntar a qué se refiere, pero no puedo evitar la cara de desconcierto que él nota,
por lo que continúa hablando.
—El trastorno bipolar es un trastorno del estado de ánimo. Se caracteriza porque la persona
presenta grandes episodios de manía que suelen terminar en un increíblemente dramática
depresión —. Gerard baja la mirada y se queda en silencio. Es como si estuviera evocando
recuerdos, que no parecen agradables. Es como si maquinara cada palabra para que yo le
entienda, o para no abrir viejas heridas—. La primera vez que yo lo noté, fuimos al circo; era su
cumpleaños, número 13 y estaba enojado porque un niño de 13 no iba al circo, pero luego se puso
feliz y se puso a saltar frente a las jaulas de los animales. Recuerdo que gritaba y mi mamá lo
abrazó, muy fuerte. Supongo que ella ya lo sabía, y por eso lloraba —, me mira—. Entonces
regresamos a casa —. Sus ojos verdes parecen más brillantes y llenos de lágrimas. Siento algo en el
pecho, pero nunca he sido bueno consolando, así que sólo le miro, invitándolo a continuar —.
Fue… lo más difícil que hasta ese momento tuve que enfrentar. Tal vez Mikey ya hubiera tenido
otros episodios, pero es que no recuerdo. Sólo recuerdo que antes de que mi madre pudiera hacer
cualquier cosa, él estaba en una esquina de la sala, con un abrecartas hendido en su antebrazo.
Gerard deja de mirarme. Puedo ver que sus ojos brillan de más, que sus puños se ciñen al volante
y que al pasar saliva, su garganta hace un esfuerzo enorme. Sin embargo, no veo ni una lágrima a
pesar que mira al frente.
No suelta ni una pequeña gota, ni veo su cuerpo temblar.
Está inmóvil y se ha quedado firme en su posición.
—En la Universidad, muchos de mis compañeros bromeaban con el trastorno. Todos éramos
bipolares en una noche de guardia con todo el estrés, pero no tienen idea de lo que es.
Su voz tampoco tiembla, y entonces pienso que estoy frente a un gran hombre. Inteligente, y con
sentimientos que parece controlar a su antojo.
Concluyo pues, que Gerard es del tipo respetable. Algo muy parecido a lo que me gustaría ser.
—Supongo que fue tal vez eso lo que me hizo estudiar neurología, o tal vez no; pero mi hermano
ahora está casado, y creo que estar con él durante cada una de las crisis, lidiar con él, darle apoyo
y atención médica, nos hizo más hermanos.
—Él está bien —, aseguro sin darme cuenta.
Gerard me mira, y no responde, pero en esos ojos verdes hay una pequeña luz que opaca el rastro
de lágrimas. Es fácil leerlo.
Es tan transparente que asusta, pero tan cerebral que desconcierta.
Y me gusta.
—Es un geniecito de las computadoras —, continúa—. Trabaja en ello y está muy bien.
Entonces sonrío. Tan inconsciente y natural que parece que la sonrisa siempre estuvo ahí, lista
para salir cuando él terminara de hablar.
Si el dolor en mi cabeza no hubiera empezado a taladrar en mi frente, seguramente el gesto
hubiera durado más.
Me retuerzo, gimo, y toco la zona que me palpita.
— ¿Qué pasa?
—Creo que dijiste que era el período de abstinencia o algo así.
—Síndrome —, me corrige.
—Como un drogadicto.
Y Gerard entonces ríe. Quiero preguntarle si se siente feliz, o es una risa de esas diplomáticas.
Quiero saber si se siente cómodo con la plática que acabamos de tener, y quiero saber cuando el
maldito dolor se esfumará.
Escucho un pitido, y se me figura el peor sonido del mundo, porque penetra dentro de mí, como
un taladro en mi cráneo. Es su celular. Seguramente un mensaje, porque lo mira y luego asiente a
la pantalla, como si quien le hubiera escrito pudiera ver el gesto.
—Me necesitan —. Dice finalmente.
Yo asiento y miro hacia mi edificio. No había notado lo grande que era, pero ahora parece el
edificio más grande del mundo y estoy pensando seriamente en no acercarme. Siento que caerá,
que el elevador se descompondrá y tendré que subir las escaleras, o se incendiará de abajo hacia
arriba y no tendré oportunidad de correr.
Tal vez mi pesimismo hable por mí o tal vez, simplemente no quiero bajar del auto. ¿No son los
Audi coches preciosos?
Miro a Gerard. Se ha inclinado para buscar algo en la guantera.
—Toma —, me da una caja con pastillas—. Muestra médica, no negociable —. Asegura—. Una al
día, y cuando se acaben, vas al hospital. Es necesaria la receta médica.
Asiento con la cabeza sin molestarme en saber qué es. Él es el doctor y yo el paciente con dolor de
cabeza por síndrome de abstinencia a antidepresivos.
—Nos vemos luego —. Dice.
—Nos vemos.
Entonces bajo del auto y siento frío, aunque en realidad no haya viento. Lo veo partir y por alguna
extraña razón siento que es como si viera partir a un amigo. No hay necesidad de decir adiós
porque sabes que él llegará cuando tenga que hacerlo.
Justo como son los amigos.
No es que haya tenido muchos, pero que el doctor Way fuera amigo mío, sonaba muy bien.
Entré en mi departamento sin derrumbes, fallos en el elevador o incendios.
Definitivamente, mi vida no está siendo de película, pero eso no significa que no pueda ver una.
Saludo a Betsy, hago palomitas y una cálida rutina, continúa.

Los días pasan, porque así es como tiene que ser.


Las manecillas en el reloj de la vida siguen su curso, el segundero avanza con pasos constantes y el
Sol da paso a la Luna, y las estrellas, al canto de las aves.
Los días pasan tan lento o tan rápido dependiendo lo que hayas vivido en ellos.
Para mí avanzaron hasta llegar al punto en que no distingo en qué número estoy. Apenas el día de
la semana, por el tipo de entretenimiento que hay en el bar.
No olvido tomar la pastilla que Gerard dejó para mí; aunque ya van dos días que he olvidado darle
un poco de agua a la pobre Betsy.
Seguramente hoy será el tercer día, porque ya he salido al trabajo, a pesar de la fatiga y el
martilleo constante contra mi cabeza. Los síntomas habían desaparecido, pero justo ahora, cuando
apenas me queda una manzana por llegar a La Madonna, siento que está aquí, nuevamente. La
amiga desconocida que se resiste a partir. La que me arruinó la vida.

Dicen que uno no puede entender las diferentes situaciones que como seres humanos sentimos
hasta que en realidad las sentimos por nuestra propia cuenta.
Estoy de acuerdo, porque podría apostar mi vida a que nadie sabe en realidad lo que siento; ni
sabe cómo es.
Podrá haber estudios y opiniones, pero nadie tiene idea de lo que me ocurre exactamente a mí.
Sólo yo puedo saber lo que me duele, cómo me duele, y en ocasiones, el por qué.
No parece haber demasiado problema con la depresión, porque por detrás del cristal se dibuja con
simpleza. Todo es blanco o negro. Sin grises o contrastes intermedios. Sólo bienestar, o locura
total. No te medio ahogas, ni el vaso está medio lleno.
Hay o no hay, y los extremos son más fáciles de entender que los caminos intrincados.
Sin embargo, es cuando compruebo que no puedes relatar experiencias ajenas. Que es necesario
vivirlas para transmitir el verdadero sentimiento.
Es negra la nube que me cubre, pero no flota ni me rodea. Se apodera de mí. Penetra en mi cuerpo
y en cada uno de mis pensamientos. Mis recuerdos, los transforma y no puedo correr, porque me
aprieta el pecho. No puedo reaccionar, porque no tengo fuerzas. Hace que me rinda, sin siquiera
pelear. Tal vez no sea una nube, o viento; tal vez sea algo en mi cerebro que sólo los doctores
entienden. Con cosas químicas, pero realmente, ni siquiera los doctores tienen idea.
Te sientes solo, porque es como la oscuridad te hace sentir.
No es un grito desesperado, ni un intento por unirte a un club; es algo que no deseas, de lo que no
quieres hablar, pero no puedes ocultarlo con una venda, con un cubre bocas o con una sonrisa. No
hay ni energía para mover los labios.
No es una enfermedad de moda. No es contagioso.
Es simplemente… lo que te hace diferente de una forma espantosa.
Tan aterradora que si alguien pudiera ver mi mente en esos momentos, funcionaría más que
cualquier película de terror.
El odio a mí mismo había desaparecido, pero ahora que regresa, es como si trajera refuerzos, y
sólo quiero que la oscuridad salga.
Sólo quiero ser normal.
Y sentirme bien.
Lo segundo que recuerdo, me hacía sentir bien como las pastillas; era…
Bueno, tener sexo.
Porque el sexo lo cura todo, y a quien lo crea, pues es que no lo practica.
Con todo y sentimientos autodestructivos y migraña, comienzo con el trabajo y agradezco por el
día Bohemio, porque el sonido de la guitarra me es relajante, y el cantante de hoy, tranquilo y
apto para mi ánimo.
Y parece que tengo un ángel o una suerte muy grande, según la creencia, porque un tipo de ojos
color miel y cabello rizado me sonríe de esa forma.
Cuando toma mi mano apropósito para tomar su bebida, empiezo a preguntarme si tengo un
letrero fosforescente diciendo “soy gay” o sólo soy muy obvio.
Cualquier causa da igual, porque el de rizos está bueno y eso le parece gustar a mi síndrome de
abstinencia, y su interés parece menguar mi odio, porque sin esfuerzo conseguiré lo que me hace
sentir bien sin necesidad de romper promesas.
Él pregunta cuándo termino, y yo respondo con sencillez.
Me dice que su nombre es Jesse, y aunque no me importe realmente, le digo el mío y él promete
esperarme.
Cuando termina mi turno, y a pesar de las quejas de Reb, porque según ella ya he encontrado el
príncipe azul con el doctor Way, yo me voy con Jesse sin el menor remordimiento. Entonces
vuelvo a agradecer mi condición.
Tal vez fuera fácil enamorarme de Gerard. Tal vez, si me hubiera enamorado ya de él, no podría
salir con este hombre tan guapo y el dolor seguiría.
Insisto, y mi ángel es el mejor del mundo.
— ¿A tu casa, o a la mía?
—La mía.
Me cuenta en el camino que se dedica a dar clases en escuela elemental. Que tiene una esposa,
que esperan a su primer hijo, pero que se han separado.
Y no tengo remordimiento, porque llegamos a casa, me besa de una forma desesperada, y pienso
que algo que se siente así de bien no tiene por qué ser malo.
Si algo me hace sentir tan bien, no dejaré de hacerlo.
Mi conciencia está limpia, que Jesse se preocupe por los debates morales.
Se desprende del saco y la camisa y al mirar su torso firme, no hay ni una pisca de remordimiento.
A una velocidad sorprendente me baja los pantalones, junto con la ropa interior, se arrodilla frente
a mí y antes de mencionar cualquier cosa, ya tiene mi miembro en su boca.
— ¡Oh! —Gimo. Feliz y sorprendido.
Ahora, ¿cómo es que se llamaba esa palabra?
Remordi… ¿qué?
Como una hora después las cosas terminan. Mi respiración se recupera y escondo mi desnudez
debajo de las sábanas. Él comienza a vestirse y espero que cierre la puerta al irse.
No hay números ni “hasta luego”.
Fue algo que ambos necesitábamos y un trato justo. Con una sonrisa en la boca y con Betsy
deshidratándose, me duermo. Posiblemente, no pueda salir a correr a la mañana siguiente, pero
habrá valido la pena, porque la oscuridad se fue.

{“La dopamina ayuda en la elección de la pareja. Si los niveles disminuyeran, no habría


predilección por un compañero o compañera. En caso contrario, habría una predilección
específica”}.

Son aproximadamente las dos de la tarde y el sonido del timbre es lo que me obligó a abrir los
ojos.
Ayer fue una feliz noche.
Creo que he encontrado el sustituto a las pastillas.
« ¿Qué tan genial es eso? »
Abro la puerta y descubro a Gerard junto a una muy bella mujer.
Yo estoy en pijama, somnoliento y tal vez con mal aliento, por lo que abro la puerta y me retiro
para lavarme la cara, cepillarme los dientes y tapar mi cuerpo.
Cuando regreso, la chica está riendo. No sé si con Gerard, o de Gerard que ha tomado asiento en
el sofá y se le nota sonrojado. Al verme, ella guarda silencio y él se pone de pie.
Vestido así, incluso podría pasar por un ser humano cualquiera.
Con jeans, playera negra y chaqueta de mezclilla.
La mujer es muy bonita. De piel morena e increíblemente redondos, grandes y bellos ojos verdes.
Tiene el cabello castaño oscuro, rizado y alborotado de una forma exótica.
—Hola, Frank —, finalmente Gerard saluda. Yo hago un patético gesto, porque las personas
nuevas, ciertamente me asustan. La mujer me da una sonrisa ligera.
Otro motivo para no hablar.
—Vengo a hablarte del experimento en sí —, me dice—. Ella es mi amiga Sarah. Es antropóloga y
me ayuda con el estudio.
La mujer entonces ofrece su mano y me sonríe mostrando la perfecta dentadura.
—Sarah Cooper, mucho gusto.
—Frank Iero —. Contesto apenas, antes de que con animada voz y entusiasmada expresión me
interrumpa.
—Gerard me ha hablado mucho de ti.
— ¿Sí? —No sé qué decir. La mujer se calla y me mira ansiosa, esperando algo que no sé que es,
pero apenas me ve mover la boca y ella abre la suya para interrumpir hasta mis pensamientos.
— ¡Claro que sí! Conozco a Gerard desde secundaria, fuimos los mejores amigos y yo pensé que él
me daría mi primer beso. Después descubrí que teníamos gustos muy parecidos —, sonríe—, ya
sabes, a ambos nos gustan los hombres. Bueno y recientemente a mí también las mujeres, pero
esa es otra historia.
No entiendo, pero es graciosa, así que sonrío en respuesta.
— ¡Dios Gerard, él sí que me gusta! No como los otros —. Comienza a hacer caras de asco y
Gerard dice su nombre con la mandíbula apretada.
Yo pienso que hay una diferencia abismal entre ser tímido y que me traten como un bebé. Mi
mirada de desprecio va hacia la morena.
—Frank —. Sin embargo, la voz de Gerard me regresa. Su cabello está algo despeinado y sus ojos
tan verdes como siempre. Supongo que con la distancia y el paso de los días, casi había olvidado
cómo era. Volver a verlo remueve cosas en mi pecho y en mi cabeza. Regresa a mí la confianza y el
sentimiento que podría describir como Amistad—. Lamento no poder verte en estos días, he
estado ocupado.
—No importa.
—Quisiera hacerte unos análisis para medir la cantidad de Serotonina en tu sistema. Para el
estudio y para analizar cómo vas con el retiro de los antidepresivos. El estudio es patrocinado por
la Universidad en donde yo trabajo como socio para un neurólogo que fue mi maestro. Sarah me
ayuda, así como su…
—Novia —. Termina su amiga con una gran sonrisa—. Mi novia Hope se encarga del asunto
psicológico.
Y bueno, yo sólo asiento con la cabeza.
—Como sea, me gustaría empezar mañana. ¿Podrías ir mañana al hospital? Mi turno termina en la
mañana y podremos hacer los análisis en un laboratorio privado.
—De acuerdo.
Sigo sin entender, pero me gusta ayudar a la ciencia. Además, es parte de mi tratamiento.
—Entonces te dejamos.
—Mucho gusto Frank, espero verte pronto para analizar tu lindo cerebro.
Entonces me carcajeo y ella sonríe.
—Definitivamente, él sí me gusta, Gee.
Veo a Gerard sonreír. Ella me da un beso, y Gerard se despide tan lejano como siempre. Con un
gesto con la mano.
Cierro la puerta y antes de que otra cosa suceda, le doy agua y sol a Betsy.
—Nuestro doctor ha regresado, Bet —. Le hablo a mi helecho que parecía querer secarse —. Y
regresaremos a la rutina natural, ¿qué tal?
La pongo cerca de la ventana para que reciba aire y Sol. Sé que será tonto o ridículo (incluso más
que nombrar a una planta), pero veo a Betsy mover las ramas, como si las estirara satisfecha.
Entonces pienso que está feliz por el regreso de Gerard a mi vida, y entonces supongo que será lo
mejor para los dos.
—Aunque no vivamos una vida de película.

Soy Frank Iero, 27 años. Sexo, a veces, cuando me siento triste especialmente porque cura todo
mal. Soltero.
Mis estudios indican la detección en sangre de Serotonina, Dopamina y otras sustancias raras que
Gerard ha palomeado en el formulario.
Realmente estoy a punto de publicar que odio los hospitales, a las enfermeras y las agujas.
Y sé que un hospital no es lo mismo que un laboratorio, pero se siente frío y desolado al igual que
una institución de Salud. Sé que no son enfermeras, sino laboratoristas, pero me confunden
vistiéndose de blanco y hablando amablemente como si no fueran a encajarme una aguja hasta el
fondo dentro de mi piel después.
Cuando me pone una banda para sostener la torunda de algodón y me dice que los resultados
estarán en tres días, creo que tengo la imperiosa necesidad de hablarle a mi madre. Y al carajo mis
veintitantos años. Las agujas siguen penetrando mi piel y yo sigo sintiendo eso, no importa
cuántos años tenga. Siempre dolerá.
Mis deseos de hablar con Linda se frustran al ver a Gerard esperando por mí en la entrada.
Supongo que mi miedo es visible en mi mirar, porque él de inmediato sonríe y extrae de su bata
blanca una paleta color naranja.
—Has sido muy valiente.
Tomo el dulce. No sé si enojarme, golpearle el brazo o tirar la golosina, pero prefiero sonreír,
porque así como yo leo sus transparentes ojos; Gerard parece conocer mis gestos incluso antes de
realizar las acciones.
« ¿Ésa no es la Amistad? »

VI. Admiración

La admiración significa el gusto por la belleza del cuerpo, de las maneras, de la palabra o de los
sentimientos.

— ¿En realidad tenemos que ver esa película? —Pregunta por quinta ocasión.
—Me has dicho que como me he portado tan bien, por la tarde podríamos salir a donde quisiera.
Quiero ir al cine.
—A ver una película de vampiros.
—Claro.
— ¡Ha de ser horrible!
—La primera regla de la vida es no criticar sin conocer, Gerard.
El doctor calla. Es increíble que tenga el día libre y que en lugar de dormir, prefiera pasarlo
conmigo. Es increíble también verle en su momento infantil. Es increíble y un momento para
atesorar en las grandes amenazas del mañana.
Entonces, ante tan increíbles puntos, Gerard conduce hacia el cine. Yo sonrío y miro por la
ventana, luego a mi brazo. Sólo ha quedado un punto, ligeramente púrpura.
— ¿Volveré a amar? —Pregunto mientras pienso en lo que esa cicatriz significa.
—Eso lo sabremos cuando lleguen los resultados. Imagino que has de estar ansioso por volver a
amar —, dice sonriendo.
Una canción de Coldplay está sonando. Escucho el piano y la voz del cantante y de pronto nada.
Gerard ha bajado el volumen al mínimo, tal vez, esperando mi respuesta.
No contesto porque mi timidez ahora se ha quedado corta. Mi timidez no es nada comparada con
la ignorancia. En realidad, y basándome en experiencias pasadas, no amar no sonaba tan
descabellado ni tan horrible.
Perder un brazo o una pierna, en cambio, me sonaba espeluznante.
Al final, ¿para qué quiero yo vivir por alguien? ¿Por qué sentir que sólo estoy completo si tengo a
esa persona en mi vida? ¿Para qué una persona que me desprecie si yo mismo puedo hacerlo?
Entonces miro a Gerard y suspiro.
— ¿Tú has amado? —Pregunto. Necesito inspiración y que alguien cuestione o apoye mi oculto
pensar aunque no puedo expresarlo con verdaderos sonidos.
—No lo creo —. Responde luego de varios minutos en silencio.
— ¿No crees?
—Siempre he pensando mucho, Frank. En cada relación sentimental en la que estuve implicado
siempre pensaba en las consecuencias, en las causas y lo que podríamos llegar a ser; pero era
humano y besarlo era increíble, así que supongo que en ese momento en verdad lo quería. Pero…
Me mira. Un semáforo en luz carmín le permite mirarme por unos segundos, y entonces me
sonríe.
—Me aburrí.
Creo que hubiera podido saltar por la ventana si yo fuera simplemente una caricatura en ese
momento. La simpleza de sus palabras no refleja el hecho de dejar a quien supuestamente quieres
porque te aburres. Así no funciona el amor. No te aburres de quien amas.
—Supongo que tengo demasiado amor hacia mí mismo —, continúa—. No necesito que alguien
me diga lo guapo que soy, porque eso lo tengo más que claro.
Me es inevitable reír ante tal comentario.
—Tal vez no exista nadie tan perfecto para alguien como tú —. Me atrevo a decir.
—No es eso. Seguramente que lo hay, si yo ni siquiera soy tan buena persona —, sonríe y sus ojos
centellan. Como si estuviera recordando alguna travesura.
— ¿Entonces?
—Entonces, creo que deberíamos amar nuestra vida. Enamorarnos de ella y no del amor. Las
personas son miserables porque se pasan la vida buscando “otra mitad” que no existe —.
Respira—. No somos naranjas. Somos personas, y todo el mundo trata de decirnos que si no
estamos con “esa persona especial”, somos nada. Es estúpido.
Dejo de mirarle y sonrío al ver el edificio con la cartelera iluminada por luces amarillas alrededor.
Yo pensaba algo parecido, porque cuando supe que no podría amar, al lugar en mi cerebro donde
se encuentre la capacidad de amar, no le quedó más que resignarse y encontrar cosas buenas
sobre mi incapacidad, lo que corresponde directamente a encontrar cosas malas en contra del
amor.
Entonces aparcamos y Gerard se quita el cinturón con mucha personalidad.
Gerard es genial. Demasiado cerebral. Tanto que a veces no le entiendo, pero sin duda es genial y
aunque no haya tenido problemas con antidepresivos, Gerard Way no ama. Porque no quiere, y
eso, de una forma retorcida es ganarle a todo y a todos.

—Hay mucha gente —. Murmura Gerard incómodo tras de mí.


—Claro, es la película de moda —, respondo como si fuera lo más obvio. Nos hemos sentado hasta
atrás en la sala.
—También odio las cosas de moda —, cruza los brazos. La película estaba por comenzar por lo que
decidimos no comprar y entrar temprano para alcanzar buenos lugares. Pronto la sala comienza a
llenarse de personas. Generalmente adolescentes que llegan en escandalosos grupos—. Me hace
sentir del “montón”.
—Tienes el ego muy grande, ¿no Gerard? —Sonrío y le miro.
—Hay situaciones que te tumban. Hay muchas personas que quieren tirarte cuando ven algo
especial en ti, cuando eres diferente. Si yo no me levanto por mí mismo, nadie regresará por mí.
Las luces se apagan en ese momento y hay gritos de emoción. Gerard se concentra en los créditos,
pero yo le miro tratando de recordar sus admirables palabras.
La película me parece muy larga y Gerard se burla en ciertas ocasiones de la mentalidad de los
personajes. Entonces él me mira, y me sonríe. Al verme descubierto me sonrojo.
Tal vez mi vida pueda terminar pareciéndose a una película.

—Frank, cuando tengas deseos de volver a ver una película tan cursi y falsa como esta, mejor no
me invites.
— ¿Tienes algo en contra de los vampiros, Gerard?
—Sólo si son adolescentes que brillan por el Sol.
Entramos en el coche y yo me dejo caer contra el asiento. He estado un cuarto de película viendo a
Gerard y otro escuchando gritos histéricos de mujeres cuando el protagonista entra en escena.
— ¿Te quedas con los de Anne Rice?
—Me quedo con las películas que tienen una explicación lógica y científica.
—Son vampiros, no hay algo científico en ellos. Son inmortales y beben sangre. Es altamente
sensual —, confieso sólo para ver su nariz arrugarse.
—Hay un grupo de enfermedades —. Comienza. Ni siquiera ha encendido el motor porque la fila
de autos intentando salir del estacionamiento no es prometedora—. Se llaman Porfirias y se
caracterizan por la falta de síntesis del grupo Hemo, el cual compone la Hemoglobina. Hay
síntomas muy variados e inespecíficos. Es una enfermedad hereditaria y ha sido estudiada hace
muchos años atrás. Los pacientes no soportan la luz del Sol y presentan erupciones casi
instantáneas si se exponen. Además, la persona tiene el deseo de beber sangre por la deficiencia
que tiene la suya.
>> En la antigüedad el tratamiento era la ingesta de sangre. Ahora hay fármacos, pero no a todo el
mundo le llega la medicina modera.
Le miro y Gerard me sonríe con suficiencia. Tal vez esté pensando que ha ganado, y posiblemente
siempre lo haga si se pone a hablar conmigo. Un barman con un helecho y mucho tiempo libre.
— ¿Sabes cómo se llama a eso? —Pregunto.
— ¿Inteligencia superior?
—Amargura —, enseño mi lengua—. Eres un amargado.
Entonces escucho y veo a Gerard reír. Sus ojos se achican y unas ligeras arrugas le enmarcan los
ojos. Ríe como niño pequeño, como un dibujo animado o como un ser extraño.
— ¿Qué haces cuando no tienes todas las respuestas, Gerard?
—Investigo —, responde dejando poco a poco de reír.
— ¿No extrañas la magia? —Me mira con interés—. No extrañas… ¿lo sorprendente de la
ignorancia?
Gerard sonríe y esconde su labio inferior con el superior. No había visto el gesto, pero ahora
intentaré relacionarlo en otro momento para saber qué significa.
—Vamos a casa —, me dice y enciende el motor.

*
Regreso al lujoso departamento.
Gerard se dejar caer en el sofá y no sé de dónde saqué la confianza para abrir el refrigerador y
tomar agua. Gerard se queda en silencio y luego me mira sentado desde el sofá de la estancia. El
gran ventanal deja entrar las luces de la ciudad y yo regreso con el vaso lleno para ponerme detrás
del sofá y mirar la asombrosa vista nocturna.
—Creo que me he tomado en serio la frase “ésta es tu casa” —, digo avergonzado. Gerard no ha
hablado, y no sé si eso sea una buena señal.
—Eso está bien.
Quedamos en silencio nuevamente, pero no es lo que deseo. Normalmente estar callado me
agrada, pero no cuando estoy con él. Me gusta escucharle y conocerle. Entender cada gesto y
adelantarme a sus acciones.
Entonces intento comenzar la plática. No importa con qué.
—Tu amiga —, empiezo—. Es… agradable.
Gerard sonríe.
—Hicimos un pacto. Si yo no me casaba a los 40 y ella tampoco, entonces nos casaríamos. Yo estoy
cumpliendo mi parte del pacto, pero ella definitivamente no.
—Oh, su novia.
—Sí, su novia. Es linda, también. E igual de… loca.
Volvemos a un momento silencioso. El agua de mi vaso termina y en el momento en que me
debato entre ir por más o sólo dejarlo en algún estante, Gerard me toma de la muñeca levantado
el brazo hacia atrás. La toma con fuerza y sin dudar, como si ya hubiera medido dónde me
encontraba.
Entonces me guía hasta estar frente a él. Se pone de pie y me quita el vaso, dejándolo sobre la
mesa de centro.
Me mira y le miro. Jamás podrá cansarme de mirar esos ojos verdes. Cada vez encuentro un brillo
distinto, o un punto más verde dentro del ojo. También me gustan sus pestañas y lo redondeados
que son sus ojos.
No. Jamás podría cansarme.
—Ven.
Entonces, jala mi cuerpo y pasa sus brazos por la cintura, me aprieta contra su pecho y cierra los
ojos. A continuación siento sus labios contra los míos y correspondo fascinado. Abro la boca y
lamo su lengua con infinita ansiedad.
«He aquí mi mejor medicina».
Siento que Gerard me arrastra con él. Finalmente se deja caer contra el sofá y yo le sigo
colocándome sobre él con una rodilla a cada lado de su cuerpo. Hemos separado nuestras bocas,
pero al instante de estar sobre él, Gerard ya ha tomado mi rostro con sus manos y me ha besado
de esa forma tan apasionada.
Yo revuelvo su cabello y trato de respirar.
Entonces él abandona mi boca y besa mi cuello, lo muerde, lo lame, y me es imposible respirar
agitado, e incluso, no gemir como desesperado.
Muevo las caderas y lo siento duro contra mí. ¡Por Dios! El doctor me enciende de una manera
exasperada.
Estoy usando una playera roja con una extraña mancha en mi espalda. Digamos que ahora mi
playera llega hasta al cuello y Gerard besa mi pecho, lame mis pezones y de repente los araña.
— ¡Dios!
—Sólo Gerard —, responde e instantes después le siento reír contra mí.
Sus dedos rodean mi ombligo y luego lo penetran hasta el fondo, y jamás pensé que pudiera ser
un punto sensible, pero mi espalda se arquea y sólo puedo aferrarme al respaldo del mueble para
no caer.
Necesito sentirlo y que él me sienta a mí.
Necesito correrme. Urgentemente.
Entonces mis caderas no se mueven. Todo mi cuerpo rebota sobre el suya buscando un contacto
mayor. Y a juzgar por sus gritos, parece que Gerard está disfrutando.
— ¿Ansioso? —Pregunta. Sin maldad o sarcasmo.
—No te imaginas.
—Entonces no lo atrasemos más.
Vuelve a mi boca y apenas siento que sus dedos desabrochan mi pantalón. Su lengua serpentea
con la mía esa es distracción suficiente.
—Híncate —, susurra contra mis labios y yo me elevo para que pueda bajar el pantalón y mi ropa
interior hasta las rodillas. Luego regreso y me restriego contra su cubierta erección.
—Dios Frank… —murmura tomando mi erección. Yo lanzo un gritito de sorpresa y abro la boca
para decir nada —. Tu testosterona… la mía… ¡Dios!
Y no es el cumplido más amable o el comentario más sensual, porque lo común es que me digan
“estás que ardes”, “adoro tu trasero”, “lámeme, muérdeme, tómame”; pero eso es ciertamente lo
mejor de Gerard. Lo especial que resulta ser todo.
Agita su puño ceñido a mi pene de arriba abajo con brillante velocidad. Yo bajo la mirada y miro el
espectáculo, pero luego la subo y voy a su boca, besos sus labios y me entretengo en ellos,
sintiendo cómo poco a poco me voy derritiendo ante sus caricias.
Entonces siento que algo se interpone entre su boca y la mía, y abro los ojos para ver un par de
dedos elevados frente a mí. Miro a Gerard, quien está sonrojado, sudado, despeinado y
deliciosamente atractivo.
Entonces cierro los ojos y lamo primero, de abajo hacia arriba los dedos, hago círculos en las
yemas y le escucho soltar un gemido prometedor; entonces los introduzco en mi boca
impregnándolos de toda la saliva posible.
—Frank, Frank, Frank —, repite como una mantra —. Si te vieras. ¡Por Dios! Te ves tan bien…
Succiono sus dedos y mi boca hace un estruendoso sonido al hacerlo que sólo compite con la
respiración agitada de Gerard.
Entonces él retira sus dedos y le siento empujarle levemente para poder desabrocharse el
pantalón y bajarlo junto con la ropa interior hasta los muslos. Veo entonces ese delicioso pene
alzarse hasta rozar su abdomen y lamo las comisuras de mis labios.
— ¡Ven! —Exclama y yo le miro sorprendido regresando a mi anterior postura, dejándome caer
por completo sobre él. — ¡Oh, sí!
Entonces me inclina contra él y siento sus dedos mojados navegar contra mi espalda. Entiendo el
mensaje y me inclino más, sacando el trasero y elevándolo un poco en una clara invitación. Giro la
cabeza y veo sus dedos a punto de llegar, gimo en anticipación y luego busco su boca. Cuando su
lengua se arremolina contra la mía, ya siento un ensalivado dedo jugando alrededor de mi
entrada. Me aprieto más contra Gerard y abro más la boca.
No es un beso.
Es casi canibalismo.
Succiono su lengua y él muerde mis labios.
Me derrito. Lo siento. Porque cada centímetro de la piel de Gerard, quema.
Entonces siento la punta de sus dedo empujar contra mi entrada y grito de placer cuando la punta
penetra dentro de mí.
— ¡OhDios!
—Mmm —, gime Gerard mientras lame mi oreja. Arremolina la lengua y la empapa toda mientras
yo empujo contra su dedo que entra y sale sin penetrar demasiado.
—Más. Ya, por favor —, susurro. Me ahogo al hablar. Creo que el oxígeno no es suficiente.
Gerard entonces juguetea con el otro dedo y yo me entierro sobre ellos hasta sentirlos a ambos
dentro de mí.
— ¡Sí! —Exclamo y me retuerzo. Y me siento feliz. Me siento pleno. Le siento…
Parece que la boca del doctor jamás se seca y ahora se encarga de succionar mi pecho mientras
mueve sus dedos dentro de mí.
Juguetea con ellos un par de minutos donde ambos jadeamos y nos contorsionamos en busca de
mayor contacto. Saca entonces el par de dedos y lo veo tomar su sonrojada erección que luce
brillante. Muerdo mis labios en anticipación y busco su boca para intentar saciar una sed eterna.
Me besa y entonces siento ese pedazo de carne entre mis nalgas.
Y ¡por Dios! Gerard empuja y regresa simulando penetraciones, pero fuera de mí.
— ¿Te gusta? —Surra a mi oído. Y yo sólo me empujo contra él en respuesta.
Siento su miembro húmedo contra mi cuerpo y acaricio sus pezones para entretenerme en algo,
porque mis dedos se han quedado pálidos por la fuerza con la que he apretado el respaldo del
sofá. Los pellizco y los rasguño y Gerard aumenta la velocidad.
—Mmm, ¡oh sí, sí! ¡¡Sí!!
Me arqueo, porque estoy tan cerca… cierro los ojos, muerdo mis labios, pellizco mi pezón derecho
y le siento penetrando mi ombligo con su lengua justo antes de perderme en un mundo de luces
amarillas, arcoíris y felicidad total.
Me derrumbo contra Gerard y escucho su grito liberador justo al lado de mi oído derecho. Respira
agitadamente y yo muerdo su barbilla sintiendo lo pegajoso de mi semen mezclándose en
nuestros abdómenes y el suyo, repartido por mi espalda con sus manos.
—Dios — susurro contra su cuello.
—Dios bendiga a la testosterona, ¿eh?
Lo abrazo, fuerte y apretado y sintiéndome sucio al hacerlo. Sucio y pegajoso pero increíblemente
satisfecho.
—No quiero ir a trabajar —, murmuro con voz de niño pequeño, escondiendo la cara dentro del ex
pálido cuello. Y digo “ex” porque ahora tiene un par de manchas rojas a cada lado, por las cuales
espero que no se moleste, pero seguramente en mi cuello y pecho haya más de un par igual.
—Tienes qué —, me susurra en respuesta. Sus manos dibujan círculos en mi espalda y creo que
con ello podría quedarme dormido, por lo que mejor me siento a su lado.
Efectivamente, nuestros cuerpos tienen residuos de la escena y yo toco mi ombligo como si
tuviera que revisar que siguiera ahí.
—Creo que vamos mejorando —, afirmo con suavidad.
—Creo que te empiezas a enamorar —. Gerard ríe, y yo también lo hago. Sólo quiero limpiarme y
no llegar tarde.
Entonces el encuentro termina y sin vergüenza o tabúes, me despido de él con un “nos vemos
pronto”.
Ha dicho que me buscará cuando tenga tiempo para que conozca la escuela y para ver qué tal me
ha ido con los análisis. Yo digo que está bien y que esperaré. Después de todo, Gerard Way sabe
cómo encontrarme y sabe también que yo seguiré en la cómoda monotonía que sólo se ve
afectada por la llegada de la oscuridad.

Regreso entonces, a La Madonna. Con un sospechoso buen humor, pero con la cotidiana presencia
de una enamorada Reb y un feliz Bob Bryar. No hay mortificaciones para quienes disfrutan sin los
suplicios del amor.
Pero he de confesar, que en lo más profundo de mí, lo ansío.
Ha de ser normal. Después de todo, no creo que no haya alguien que no añore una caricia cariñosa
al despertar, palabras tiernas susurradas al oído y un abrazo.
Añoro un amoroso abrazo.
Pero amor es sufrir, es llorar, es ser despreciado por otro. Entonces, cuando lo pienso, lo malo,
tristemente, le gana a los abrazos.

*
Un par de días pasan y me encuentro despidiendo al moreno en turno, cuando mi celular suena.
Lo tomo y abro el mensaje.
“Tengo tus resultados. Ven al hospital.
Gerard.”
No tengo idea de cómo consiguió mi número, porque hasta ahora, no se lo había dado. Entonces
supongo que lo habrá sacado de algunos de esos papeles que llené en el hospital.
No le doy importancia, y con el cuerpo y la mente satisfechos, me dispongo a cerrar con llave y
dirigirme al hospital. Estoy ansioso.
No sé si quiero un resultado positivo o uno negativo.
Ni siquiera puedo definir qué lado es cada uno.
Por eso prefiero cerrar los ojos y mejor visualizo en mi cabeza la canción de un comercial de
productos para bebés en lo que dura el trayecto al hospital.
Cuando llego y pago al taxista, puedo ver a Gerard con la bata blanca, la ropa formal y los brazos
cruzados en la puerta de urgencias. Como mira en varias direcciones, supongo que me espera, por
lo que me sorprende que no me haya visto hasta que entro en el pasillo de hospital.
—Hey —, saludo a su espalda y veo cómo se agita antes de girar.
Me sonríe y muestra un sobre con el logo del laboratorio donde esa mujer penetró en mi sensible
piel con una enorme aguja.
—Me gustaría abrir los resultados en la Universidad. Así aprovecho para que vayas a la entrevista
con la psicóloga para seguir todo el protocolo de la investigación.
Yo asiento. Más emocionado por el experimento y el apoyo a la medicina que por saber de mí.
Pero antes de que Gerard termine de decir “vámonos”, una mujer llega con un pequeño bebé en
brazos. La mujer es regordeta y ha logrado empujarme con considerable fuerza. Ella grita y el niño
parece dormido.
— ¡Un doctor! —Continúa exclamando y yo me sorprendo de no ver ninguno a pesar de todo el
escándalo.
—Señora, tranquilícese. Soy médico —. Bueno, excepto por Gerard, que hace su aparición
acercándose a la mujer con cautela —. ¿Qué pasa?
La mujer no articula bien las palabras, se nota nerviosa, por lo que el doctor deja de mirarla y
centra su atención en el paciente que se nota delgado y somnoliento.
— ¿Qué es eso? —Pregunta Gerard, señalando un frasco que parece ser de café, lleno de agua
pintada de blanco. Como si fuera de coco, o leche diluida.
—El niño —, murmura—. Así estaba haciendo.
Entonces hago un gesto de asco, porque no puede ser normal que una mujer ande cargando con
las heces de su hijo por toda la ciudad. Es inapropiado y asqueroso.
—Hizo bien, señora —. Dice Gerard y yo quiero golpearme contra la pared porque ese doctor
siempre rebate todos mis pensamientos.
Le veo ahí, tranquilizando a la mujer y no puedo creer que realmente no sienta amor por las
personas que atiende. Tal vez Gerard no necesite sentir amor o pena por sus pacientes, pero sí les
trata con amabilidad y encanto y sus ojos brillan de una forma tranquilizadora.
Un hombre llega hasta Gerard y empieza a preguntarle síntomas a la mujer.
—Tiene Cólera, Peyton —. Dice seguro de sí mismo el doctor Way.
¿No es admirable la forma en la que una persona es quién es y dice lo que quiera sin importarle el
qué dirán?
Yo siempre he admirado ese gesto en los seres humanos y Gerard me hace centrarme en ello
cuando le escucho hablar, sobre medicina. Todo su cuerpo habla también y su lenguaje corporal es
recio y confiado. Además, esos lindos ojos verdes se endurecen, y los labios se ciñen, haciendo una
línea delicada y perfecta.
—Estoy consciente que hace mucho no veo una, pero podrías mandarle a hacer un cultivo y
perder días o darle ahora el tratamiento porque este niño está en fase tres de deshidratación—.
Gerard deja sin habla al hombre y le grita a una enfermera para que lleven al niño a no sé qué
área.
—Way —, dice el tal Payton—. Espera, tú ya pasaste tu tarjeta de salida. No estás autorizado para
dar tratamiento.
—Bien, entonces hazlo tú. Dale el tratamiento y toma las medidas profilácticas porque no
podemos tener un brote de cólera.
Al joven doctor de rubios cabellos y ojos marrones no le queda más que asentir y marcharse a
paso veloz para alcanzar a la enfermera y la madre.
Entonces Gerard regresa a mí, refunfuñando contra el médico y despeinando su largo cabello
negro. Comprendo ahora, que admiro a Gerard Way.
Su belleza innegable hasta para su falsa modestia. Admiro el brillo en su mirar y la forma en la que
sus labios se ciñen cuando no está de acuerdo; pero sobre todo, admiro su brillante cabeza y la
seguridad con la que su boca se mueve.
Admiro que sabe quién es y nadie le tumba.
Admiro su fortaleza y que sea un amargado. Que tenga respuesta para todo.
«Por Dios. Si yo tan sólo pudiera amar, seguro me habría enamorado de él
¿Y quién no?».
Porque como mi madre siempre dice “uno no ama, lo que no admira”.
Y admirar es más que presumir e inflar egos; es adorar lo que define a una persona.

VII. Autorrevelación mutua

“Abrir nuestra mente y nuestro corazón al otro, con apertura, honestidad y transparencia, sin
ningún tipo de reservas ni temores”.

Las apretadas calles y las aceras llenas de gente han quedado atrás.
La Universidad a donde Gerard se dirige se encuentra a las afueras de la ciudad, y por fin puedo
ver un paisaje diferente a mi día a día.
Tal vez, sea una mala idea comentarle que las pastillas se terminaron hace dos días. O que hace
una semana que siento no puedo coordinar correctamente los movimientos finos de mi mano, o
que suelo tropezarme muy seguido en el trabajo. No lo diré porque eso ahora no tiene
importancia. Hoy me siento bien y no importan mis manos o mis pies.
Hoy me siento emocionado y sólo espero dejarme llevar.

*
Al abrir la puerta puedo ver una pequeña sala. Apenas un sofá en color marrón y otro individual en
tono marfil. Las paredes son neutras y hay una hermosa palma despeinada en la esquina de la
habitación. De inmediato, pienso en Betsy, que seguramente, si pudiera hablar, moverse o
simplemente dejar de ser una planta por un día, agradecería a Gerard Way porque mi rutina ha
vuelto y su ansiado contacto con el Sol y su necesitada agua han llegado. Incluso, he tomado mi
tiempo en deshacerme de las hojas secas, y aunque ya no luzca tan opulenta, al menos, luce
verde. Normal en una planta.
—Ésta es la sala de espera —. La voz de Gerard interrumpe mis recuerdos. Giro el rostro, buscando
como costumbre sus ojos verdes. Su mano señala a la derecha y su boca sigue moviéndose
emanando sonidos que no logro identificar —… y al fondo está el tomógrafo. No tenemos mucho
espacio, por lo que las entrevistas son aquí. ¿Estás de acuerdo?
Asiento con la cabeza con expresión confundida. Como sé que es mi culpa no haber entendido, no
preguntaré, pero veo a Gerard sonreír y siento que él ya sabe algo.
—No me escuchaste —. Y no es pregunta, sino una paciente afirmación. Vuelvo a asentir con la
cabeza con pena. Un poco.
—La primera parte del experimento es meramente psicológico y antropológico.
Tiemblo inconscientemente.” ¿Eso significaría que tendría que quedarme a solas con Sarah… y su
novia? “
—Informaré a Sarah que ya…
Pero antes de que Gerard pueda terminar la oración, una canción conocida hizo su aparición.
“Careless whisper” se llama, y veo a Gerard sonreír dirigiendo sus ojos hacia mí nuevamente.
—Parece que llegamos en mal momento —, me dice con actitud traviesa. Como la que muestran
los niños al jugar.
— ¿Por qué?
—Es su canción romántica especial. De hecho, no tiene que ver con ninguna de las dos, porque no
han “engañado a una amiga”, pero a Sarah le gusta la música.
Entonces sonrío con una media sonrisa. Me siento tan fuera de lugar…
Entonces camino por el lugar, como si cada textura en la pared fuera un cuadro en una exposición
de arte. Me detengo sólo cuando escucho risas, luego gritos. Gemidos. Y sé que me he sonrojado.
Luego palabras y constantes “Sí”. No puedo. Quiero salir, pero antes de girar, siento su cuerpo
contra el mío. Giro despacio encerrado entre sus brazos.
Sus ojos verdes me analizan. Siento que pueden ver a través de mí y fundirse con mis
pensamientos, porque tampoco es tan difícil adivinar que cuando miro sus ojos sólo puedo pensar
en ellos y en lo increíbles que son. En lo brillantes que se ven, en que puedo compararlos con
esmeraldas de los libros, porque nunca las he visto en vivo, o tal vez con una hoja de Betsy en su
mejor época.
—Parece que se divierten —, me dice—. Me gustaría divertirme también.
Entonces se inclina hacia mí en un rápido movimiento que se detiene justo cuando su nariz choca
contra la mía y su labio inferior roza el mío. Abre la boca y siento su aliento, miro sus ojos y
entiendo. Espera mi aprobación. Me cede el control. El doctor Gerard Way quiere que dé el primer
paso.
“Qué caballero”, pienso cual adolescente enamorada. Lo tomo de los hombros y me inclino más,
sus labios impactan con los míos cuando la puerta se abre y Gerard se separa tan rápido como
llegó. Miro a Sarah tomando la mano de otra mujer. Una rubia pequeña, de ojos azules y labios
carnosos. Creo que hacen una linda pareja.
— ¡Gerard! —Exclama Sarah y, literalmente, corre a abrazar al médico como si no lo hubiera visto
en años.
—Hey, tú —, responde dentro del abrazo. Luego la morena se separa y corre a abrazarme como si
fuera un viejo amigo. Siento sus senos en mi pecho brincando y estrujándose por el abrazo, y creo
que me he sentido mareado. «Por Dios. ¡Soy tan gay!»
—Oh Frankie, quiero que conozcas a mi hermosa novia Hope —. La rubia entonces se acerca y
estrecha mi mano. Me sonríe y murmura un tranquilo “hola” como la gente normal.
—Hope —, dice Gerard—, será la encargada del interrogatorio oficial, aunque Sarah y yo vamos a
supervisarlo después.
Asiento con la cabeza y veo a Hope sonreír hacia mí.
— ¿Empezamos ya?
—Esperaba que este día fuera para que Frank se aclimatara con el lugar. Además, a juzgar con la
canción, creo que es una fecha especial para ustedes.
Sarah se carcajea mientras que Hope esconde su boca tras su mano derecha. Bueno, creo que
definitivamente la rubia me agrada un poco más. Digamos que no me causa temor y eso ya es
mucho.
—Claro que es especial —, responde Sarah—. Hoy compramos nuestra primera vajilla de
porcelana francesa.
— ¡Por Dios! —Ríe Gerard—. Hasta pareces mujer, Sari, mira que fijarte en esas cosas.
—También celebramos una semana de nuestra primera comida en el restaurante chino que Hope
odia, pero al cual fue sólo por mí. —Sonríe a su novia—. ¡Y claro que soy mujer, idiota! Pero qué
bueno que me fijé en alguien que recordara esos momentos importantes. No como tú que incluso
olvidas mi cumpleaños.
Gerard eleva las manos pidiendo paz y Hope ríe divertida a su lado.
Definitivamente, me siento tan fuera de lugar que estoy considerando hablar con esta planta.
—Bueno, Gee, nosotras nos vamos. Conozcan el lugar y sean felices. ¿Empezamos la próxima
semana?
— ¿Frank, estás de acuerdo?
Asiento con la cabeza y las miro partir tomadas de la mano. Me quedo en silencio, pero Gerard
conserva un fantasma de risa.
—Ven —, me sonríe—. Te mostraré el estudio.
Entramos a un pequeño cuarto con pantallas, dos sillas y libros perfectamente ordenados.
Apilados en una esquina. Frente a nosotros, una enorme pantalla de vidrio por donde se deja ver
el enorme aparato que blanco que semeja un tubo.
—Desde aquí vemos a los pacientes, damos órdenes y vemos las imágenes en las pantallas.
Almacenamos y son analizadas por mí y otro doctor.
— ¿Cómo pagaste todo esto? —Pregunto mirando la enorme máquina.
—Un doctor, amigo mío y ex profesor me lo prestó. Dijo que firmaría como apoyo y tutor, pero
que el proyecto era mío.
—Qué persona tan amable.
—Lo es.
Gerard se recarga sobre el escritorio, cruza sus brazos a la altura de su pecho y me mira, haciendo
que mi tarea de curiosear el estudio se detenga.
— ¿Qué pasa? —Pregunto.
— ¿Cómo te sientes, respecto al estudio?
—Ansioso —, confieso. Luego desvío la mirada—. No entiendo muy bien de qué va, pero si puedo
hacer que las personas entiendan un poco más del amor o la falta de ello, pues estoy de acuerdo
en ayudar.
—Bien. ¿Quieres conocer el campus?
Y sin poder negarme, sigo a Gerard a través de pasillos hasta llegar a una enorme cancha verde. El
pasto está regular y se me antoja tirarme sobre la hierba. Miro a Gerard y luego me dejo caer. Él
me mira desde arriba, pero cierro los ojos, porque se siente húmeda, el Sol me da en el rostro y
eso es cálido. Un buen constante que me hace sonreír ligeramente.
—Pequeños momentos que causan felicidad —, dice el doctor y yo asiento —. La vida está llena de
esos momentos, sólo es cuestión de atraparlos.
Le miro y él me mira, busca algo dentro de uno de sus bolsillos. Saca un sobre doblado y yo
entiendo. Me pongo de pie y sacudo el pasto en mis pantalones.
— ¿Qué te gusta, Frank? ¿Cuál es tu canción favorita, tu película favorita? ¿Tu color favorito?
Retira el sobre antes de que pueda tomarlo y sonríe luego de hacer las preguntas.
—No soy del tipo “favoritos”.
—De acuerdo, entonces empiezo yo. Me gusta la medicina, mi audi, no veo mucho películas, el
negro y el blanco; y definitivamente mi canción favorita es la canción de cuna que cantaba mi
mamá —, sonríe—. Porque es la canción de cuna más maravillosa del mundo y algún día haré que
la grabe. Habla de unicornios. Mi hermano es fan de los unicornios, ¿sabes?
Sonrío y me olvido del sobre, por un minuto. Un minuto en el que le cuento que me gustan los
aviones, la guitarra y el vino blanco. Le digo que me hubiera gustado tener un hermano y que
fuera fanático de los duendes.
Entonces él ríe y lo noto.
Me doy cuenta que nos estamos conociendo.
Como amigos normales o una buena pareja. No como una casualidad más en la vida. Como un
momento que ya estaba previsto en el tiempo y que no dejaría más consecuencias que un número
en un papel y otro punto en la estadística.
Tal vez mi mente juegue conmigo cuando pienso esto, pero yo realmente creo que hay algo más
que un experimento neurológico. Hay algo más y quisiera saberlo.
Quisiera estar ahí para averiguarlo.
Quisiera sentirlo.

Caminamos por el prado mientras Gerard abre el sobre. A pesar del sol no hace calor. Incluso
siento una brisa que despeina mi cabello y hace a algunas plantas moverse de un lado al otro.
Gerard se guarda los restos del sobre en la bolsa del pantalón y extiende la carta.
Mira. Lo lee, y luego me mira.
No nos detenemos en ningún momento. O al menos, ese es el plan. Al abrir la boca para darme el
resultado, algo en mis piernas fallan, mis pies se detienen o mis rodillas se doblan muy aprisa. No
lo puedo explicar. Sólo sé que estoy contra el pasto y no tuve el reflejo de meter las manos.
Jadeo. Grito y escucho a Gerard gritar.
Ese cuidado no sirve de nada. Mi cuerpo duele, y por fortuna tengo a un doctor que no se ríe, sino
que busca girarme con cuidado.
— ¿Estás bien? —Susurra.
—No pude mover mis piernas — respondo entre asustado, confundido, y muy adolorido.
—Los resultados son negativos, Frank. Tu nivel de dopamina es todavía muy bajo. Eso también
tiene como consecuencias musculares. Incluso, la enfermedad de Parkinson es por una baja en la
síntesis de dopamina.
Un nuevo escalofrío recorre mi cuerpo. ¿Algo más a la lista de trastornos? ¿Algo más que sólo no
poder amar? ¿Algo como no caminar, o moverme o ser normal?
—No me malinterpretes. Posiblemente tu organismo necesite un poco más de tiempo para
acostumbrarse a las necesidades de dopamina. La cifra no es excesivamente baja, pero podría
ayudar en la dificultad muscular, causada tal vez a una falta de sueño, alimentación y vitaminas.
—No podré enamorarme —. Confieso girando el rostro.
—Hay cosas peores —, me asegura—. Como ir al cine a ver una película de adolescentes. Pero, ¿te
gustaría ir a ver una de dibujos animados?
Asiento con la cabeza.
Gerard es sorprendente.
Es atractivo, inteligente y lee mi mente.
Me cuida. Me entiende. Me apoya y me lleva al cine.
Si tan sólo su rostro hiciera estragos en mí más allá del calor de mi cuerpo y las ganas de besarle.
Ojala lo extrañara hasta matarme y quisiera vivir sólo con su mismo aire. Ojala no pensara primero
en antidepresivos y experimentos antes de verle. Ojala… Betsy pudiera hablarme.

La película termina. Las luces se encienden y a mí me queda un sabor azucarado y ganas de sonreír
en la comisura de los labios.
Gerard no comentó nada durante la película, pero sí pude escuchar algunos gruñidos, risitas
sarcásticas y si desviaba mi atención de la niña de larguísimo cabello, podía ver algunos revoloteos
de ojos por parte del doctor.
—Así que —, comienzo cuando ya estamos aproximándonos al audi negro. Necesito saber su
opinión, porque para mí fue otra película para niños, con finales felices y amor eterno, pero
Gerard es tan literal, que su forma de analizar las cosas me resulta interesante y ansío sus
palabras.
En todo momento.
—Qué tontería más grande, ¿no Frank?
Entonces yo sonrío internamente y murmuro un “amargado”, que a él le hace reír.
—Lo digo en serio, hombre —, dice sonriendo—. Las películas de princesas son patéticas. Nunca
tienen madre, son muy jóvenes para casarse y siempre eligen al peor.
—Pero tienes que admitir que era un tipo guapo.
Gerard me mira incrédulo, y yo sonrío elevando los hombros con simpleza. No es el mayor
problema del mundo admitir que una caricatura se ve bien. Sólo se oye raro, pero quien entienda
la palabra normalidad y se crea completamente “normal” que lance la primera piedra.
—Como sea —, dice Way subiendo al audi. Yo le imité —. Son tan odiosas estas películas. Y lo
peor, es que le dan un mal ejemplo a las niñas.
—Claro —, digo con burla. Gerard bufa.
—En serio —, sonríe—. Siempre son niñas dulces e inocentes, menores de edad, que viven
aventuras y todo termina en boda. Son princesas que se enamoran de delincuentes que por el
poder del amor cambian y se vuelven buenas y honorables personas. Quienes hacen estas insulsas
películas hacen ver al amor aún más insulso. El mensaje siempre es el mismo: el amor verdadero
llega antes de los treinta. Caen enamorados en pocos días, o con simplemente una mirada.
>>Bueno, si eso no es ridículo, entonces yo no sé qué lo es.
Asentí con la cabeza, porque ya poniéndonos serios, siempre se vendía ese mensaje. En las
películas, en las noves románticas, y las telenovelas de la tarde que veía mi madre. “Hay que ser
joven para enamorarse.”
—Y una mierda —, dice Gerard conduciendo relajado —. Seré viejo para el amor perfecto, pero
eso no puede evitar que lo busque —, me mira—, si quisiera hacerlo, pero como no quiero…
—Ya, claro.
—El amor hace que dejes de ser un asombroso ladrón para convertirte en un “encantador
príncipe”, y bueno, yo paso. Me gusta ser un asombroso ladrón.
—Definitivo —, digo mirando las luces siguiendo la línea de la carretera que empiezan a
encenderse una a una—. Eres un amargado.
Y Gerard sonríe, y él dice, “¿vamos a cenar?”. Entonces hay algo en mí como una sensación cálida
en el pecho que me hace estremecer, pero que se siente bien. Como si fuera correcto, como si
siempre hubiera estado ahí.
Es como… estar feliz.
Tanto, que olvido “La Maddona”.
Tanto, que digo que sí y aparcamos en un restaurante.
Tanta felicidad que no importa si me toma de la mano sobre la mesa o juega con mi rodilla por
debajo del mantel.
Tanto, que permito perderme en sus palabras, en su voz, y en la historia de su vida.
Quiero conocer a Gerard Way, y quiero que me conozca.
Quiero, simplemente, que esta sensación no se vaya nunca.

Llegué con dos horas de retraso y una sonrisa causada por el licor.
Gerard reía con mi historia. Apenas un resumen de mi iniciación en las fiestas de primas como
acompañante. Jamás he sido buen bailarín, y a pesar de arruinar siempre el vals, otras seguían
obligándome a acompañarlas. Y ahí iba yo, con traje, corbata y los pasos en mi mente.
Pero eso de “del dicho al hecho hay mucho trecho” es la verdad más grande del mundo.
Y mientras yo me encerraba después por pensar que tenía dos pies izquierdos, la fiesta
continuaba, y nadie parecía recordarme. Eso, tal vez, fuera lo peor.
—Quiero ver el video —, dijo Gerard.
—Afortunadamente perdí contacto con mis primas.
—Afortunadamente —, repitió con divertido sarcasmo.

La plática fluyó con tanta naturalidad que comenzaba a preguntarse si Gerard era un simple
humano. Porque yo no converso con humanos.
La única explicación lógica es que mi cerebro me juegue una broma pesada y en realidad Gerard
sea una planta mutante con poderes cósmicos que conduzca y hable, y me lleve al cine.
Claro. Eso suena totalmente lógico.
Estaciona el auto y me mira lanzando un suspiro.
—Hoy tuve clase con los alumnos de mi profesor —, empezó—. El que me presta su laboratorio
para mi investigación.
Yo asiento con la cabeza, entendiendo.
—A las siete de la mañana y sólo para perder mi tiempo. Esos chicos no recuerdan ni qué es el
homúnculo —, exclama con indignación.
— ¡No puedo creer que soportes tanta ignorancia! —Grito y luego él ríe.
—Realmente eres agradable —, me dice alargando la mano para acariciar mi nuca, y yo sólo puedo
pensar que realmente, parezco agradable—. El homúnculo es la representación del cuerpo en la
corteza cerebral.
Bueno. Y eso ha sido una explicación corta, pero no por ello menos complicada, así que
inconscientemente elevo mi ceja derecha y él sonríe.
—Idiota. Me haces ver como un idiota todo el tiempo.
—Por ejemplo—, procedió a explicar ignorando mi dolido comentario —, si dos alfileres te
pincharan el pulgar sería mucho más fácil identificar en qué punto te picó cada uno, ya que
tenemos miles de receptores sensitivos en las yemas de los dedos. En cambio, si hiciéramos una
prueba en tu espalda, y te pinchara con dos alfileres en dos puntos no muy separados, no podrías
reconocerlo, porque hay mucho menos receptores y éstos no están tan juntos. Son pocos en una
gran área.
Asentí, comprendiendo mejor y sonriendo por mi ligera embriaguez. Era una de esas pláticas
interesantes. Pero que realmente, no me moría por tener.

Entonces la conversación se pierde y veo a Gerard acercarse a mí. Su mano permanece en mi nuca
y ahora con ella me empuja para acercarme a su rostro donde puedo sentir el aliento con aroma a
vino tinto añejo, a patatas y crema. Entonces un cosquilleo recorre mis labios, y en un movimiento
inconsciente, que sólo puede reflejar mi ansiedad, lamo mis labios y rozo los suyos.
Siento sus dedos presionar un poco más mi nuca y cierro los ojos, perdido en las increíbles
sensaciones.
Quiero inclinarme y simplemente besarlo hasta saciarme de él, pero al mismo tiempo no quiero
romper la atmósfera, no quiero dejar de sentir el cosquilleo ni su aliento sobre mí. Además, ¿cómo
saciarme de Gerard Way? Soy como un pozo sin fondo y a pesar de que beba de él, siento que no
habrá suficiente.
No de Gerard.
— ¿Te has preguntado por qué los besos son encuentros labios contra labios? —La voz de Gerard
se ha convertido en un susurro suave y armonioso. Cálido y muy sensual, y si no me he corrido en
mis pantalones al escucharlo, es porque tengo mucho autocontrol o Dios es muy grande. Mis
conexiones neuronales se pierden y yo no puedo hablar (ventajas de hablar con un neurólogo.
Ahora soy culto). Por eso sólo niego con la cabeza, aprovechando el movimiento para sentir más
de esos delgados labios rosas.
—Bueno, en los labios hay un número bastante considerable de receptores sensoriales, que lanzan
todo tipo de increíbles neurotransmisores, desde endorfinas, testosterona u oxitocina. Lo que nos
hace ponernos felices, calientes o cariñosos…
Entonces la explicación se detiene porque su boca impacta con la mía y su saliva moja mis labios,
sus labios acarician los míos y de pronto se abren para ofrecérmelo todo. Su lengua, sus dientes…
y yo gimo porque es el beso más erótico del mundo y ahora, definitivamente estoy mojado.
—No creo que tuviera el mismo efecto si lo hiciéramos espalda contra espalda. —Dijo jadeante y
yo asentí, aunque realmente, me gustaría poder restregar cierta parte de mi anatomía contra la
suya. —Nos vemos luego, ¿no?
Asiento.
Así es esto. Sin promesas ni citas próximas. Sin fechas ni presiones. Sólo el momento, el ahora. Los
besos, las caricias y una película.
Bajo del coche y sé que podría ponerme a llorar por la falta de delicadeza recibida. Porque
básicamente me corrió y sin esperar a que entrara, ha arrancado el coche y se ha ido, pero eso es
lo genial entre Gerard y yo.
Por eso, veo con mayor optimismo mi enfermedad.
No puedo derramar ni una lágrima por él.
Ni por él, ni por nadie.
Viva yo.

INTERLUDIO. Calentura
Consiste solamente en la atracción erótica, con gusto por el cuerpo y el sexo del otro.

Sin sentimientos, explicaciones o juego previo.


No sé si tomó de las famosas pastillas azules, o el jueves es su día de descanso y necesidad sexual.
Pero cómo molestarme.
Cómo enfadarme con un hombre atractivo, con bata blanca y ojos verdes golpeando con
insistencia mi puerta, para que al abrirla, salte sobre mí y literalmente me coma la boca.
Uno no se puede molestar por recibir placer.
Va en contra de todas las malditas leyes de la naturaleza, y amén.
Gerard llegó casi al medio día.
Apenas terminaba de hablar con Betsy y fue cuando la gloria comenzó.

No hubo palabras suaves o besos románticos.


Fue como si un huracán hubiera llegado a mi sala para tirarme sobre el suelo con fuerza. Sentí el
rebote de mi cabeza y vi las estrellas, pero ya no sé si por el golpe o por la sensación de sus manos
tocando mi pene por sobre la tela de los pantalones.
Era como si Gerard Way se hubiera transformado en un animal, y yo fuera la presa.
Se deshizo de su bata sin importar donde caía y se aflojó la corbata. Luego bajó a mis labios y me
abrió la boca con los suyos para meterme la lengua hasta la garganta. La sentía dando vueltas y a
su saliva invadiéndome, intoxicándome… llenándome de él y su sabor fresco a menta.
Bajó el cierre y bajó el pantalón sin que apenas me diera cuenta. Todo mi cuerpo estaba en shock
y mis manos no sabían cómo reaccionar. Me aferré a su espalda, resignado que no podría seguirle
el ritmo y me entregué a él y a todo lo que quisiera hacerme.
A todo.
Su mano se introdujo en mi ropa interior y su mano se aferró a mi ya notoria erección sin más
tabúes.
Gemí dentro del beso, pero él volvió a dejarme sin habla y respiración con su lengua haciendo
remolinos contra la mía y yo me arquee contra esa mano. Definitivamente, muy resignado.
La mano se mueve de arriba abajo y aprieta con una fuerza justa. El movimiento se acelera y la
boca de Gerard se separa de la mía dejando un sonido húmedo y sensual al hacerlo.
Los movimientos se aceleran y yo gimo sin control levantando la cadera y negando con la cabeza
por puro placer. Su mano resbala contra mi húmeda erección y me rindo ante los instintos
naturales. Con un grito gutural me corro y cierro los ojos.
Libre.
Feliz.
Mis manos caen cada una al lado de mi cabeza, laxas como el resto de mi cuerpo y me olvido de
Gerard, hasta que vuelve a caer sobre mí. Siento la calidez de su carne contra la mi piel, y gimo de
pura satisfacción cuando su pene se restriega contra mi muslo derecho como un perro en celo.
—OhDios —. Murmuro sin fuerza y el ritmo se acelera.
Le escucho gruñir y vuelvo a gemir cuando sus uñas se entierran en mis piernas.
— ¡Joder! —Exclama y abro los ojos.
Mi muslo manchado de semen y su frente adornada con pequeñas gotas de sudor que resbalan.
Y eso es más que simplemente perfecto.
Su cabeza cae sobre mi pecho.
—Estuve pensando en ti —, dice con voz suave y yo siento cómo un rubor se apodera de mis
mejillas.
— ¿Sí?
—Sí. Hoy, en el consultorio. Llegó una paciente que tiene indicios de Parkinson y yo pensé en la
bendita dopamina, sus aventuras y nuestras desgracias, y luego llegaste tú a mi mente.
Oh. ¿Y acaso no es este el comentario más romántico que alguien ha escuchado en el mundo?
No.
Gerard Way no es romántico, ni espera para vestirse, dejándome semidesnudo sobre el piso de mi
sala.
— ¿No quieres tomar una ducha?
—Es muy tarde —, responde mirando su reloj—. Tengo que irme.
— ¿Darás clase?
Guarda silencio, antes de responder un sencillo: — ¿Eh?
—Que si darás clase.
Otros segundos de silencio para responder.
—No… tengo un asunto en el consultorio.
Silencios largos y la necesidad de escuchar nuevamente la respuesta.
A mí me sonaba a mentira, porque esa es la técnica que mi madre usa para pensar las mentiras.
Pero quién soy yo para reclamar. Si piensa en mí cuando ve un caso de Parkinson, no tengo por
qué reclamar si ha pensado en algo o alguien más mientras se restriega contra mi muslo.
Porque así es Gerard Way.
Directo, formal y escurridizo al amor.
Porque así es Frank Iero, tímido, introvertido e inseguro.
Y así es la relación entre estos dos hombres.
Pura calentura.

Con un cambio en la rutina, mi vida de película continúa.

VIII. La Separatividad

Se describe como el mantenimiento de la individualidad y de la independencia a pesar de la unión


de pareja.
Entonces sonrío.
El hombre frente a mí es de cabello rizado, grandes ojos oscuros, algo saltones. Gran nariz y
gruesos labios, piel oscura y menea la cabeza cuando habla. Me sonríe y muestra ese diente falso
que brilla, y yo sólo puedo mirar al cielo pidiendo ayuda divina.
“Pero tú sólo te metiste en esto, Frank Iero”, me digo a mí mismo.
Sí, yo, y todo por hacerle caso a Sarah. “Memorándum para mí: nunca jamás en la vida volver a ser
amable”.

Todo comenzó un lunes, bastante temprano por la mañana.


Gerard tocó a mi puerta a las siete y media de la mañana, y con mi natural somnolencia, tuve que
estar listo en siete minutos para ir luego a la Universidad a comenzar con la primera fase de las
pruebas.
Sarah Cooper me recibió con una sonrisa y un café negro en la mano que recibí gustosa. Abrazó
como siempre al doctor y por pocos milímetros le besa la boca. Dijo que no se podía quedar, que
tenía clase y luego consulta, así que salió de ahí sin apenas mirarme.
Con mi sueño, apenas noté su ausencia, pero quedé gratamente sorprendido por la amabilidad de
Sara y su paciencia, porque esperó hasta que estuviera más despierto para proceder con el
protocolo.
—Buenos días —, dijo cuando mis párpados pudieron estar más separados.
No suelo ser perezoso, pero a esa hora, apenas y había dormido algunas cuatro horas, por lo que,
según yo, mi actitud es justificable.
—Buenos —, respondo y la morena sonríe ante mi saludo interrumpido por un bostezo.
—Eres lindo. Me agradas —, sonríe y yo correspondo apenas.
Entonces ella saca de una elegante carpeta azul una hoja blanca y una pluma con adornos rojos.
Me pregunta mi nombre, mi edad, y esos datos de identificación.
—Preferencia sexual.
—Gay.
— ¿Abiertamente? —Sonríe.
Yo asiento con la cabeza.
El interrogatorio es bastante básico, combinado con preguntas algo personales. Algunas veces
Sarah escribe, en otras ocasiones sólo me mira a los ojos y asiente, y aunque esos ojos verdes me
perturben un poco, le contesto con la mayor seguridad que puedo reunir, pero con toda la
sinceridad que poseo.
“¿Cómo supiste que eras gay? ¿Cómo lo enfrentaste? ¿Cuándo le dijiste a alguien?”.
También preguntó por enfermedades previas, y fuera de las propias de la infancia, fue inevitable
contarle de mi depresión.
Ella vació la información en la hoja y yo apenas noté que el tiempo pasaba a pesar de nosotros.
Finalmente la pluma cayó.
—Bien, ésta es la primera fase. Es un interrogatorio sobre ti, y enfermedades previas que puedan
interferir con el amor —, sonríe—. De verdad, me agradas, Frank. No pensé decir esto, porque no
pensé que el día llegaría, pero eres el que mejor me ha caído de todos los…
Sus ojos se abren y su boca para. Es como si hubiera recordado algo.
Tal vez, que dejó la puerta de su casa abierta, que su perro está afuera sin comer, o que no debía
de haberme dicho eso.
Elijo la tercera.
— ¿Todos los? —Pregunto, incitándola a continuar.
—No, no es nada —, e intenta desviar la mirada. Por supuesto, esto es ahora un reto, y si antes no
sentía curiosidad, ahora tendría que saber. Sólo por necedad.
—Dime.
—Frank…
—Anda, dime. Tú empezaste y tienes que terminar.
—No es nada importante —, se pone de pie—, sólo quería decir que de los chicos que Gerard trae,
tú me pareces el mejor.
— ¿Otros? —Pregunto al aire y dejando de mirar a la mujer.
En la vida no hay exclusividad, pero es natural querer sentirla. No sé qué decir. No sé cómo
expresarme. No sé lo que debo debatir en mi cabeza, sólo sé que me gustaría saber, si soy mejor a
todos ellos, en realidad…
Tal vez mi cara me delate, porque pronto la morena vuelve para sentarse a mi lado y toma mis
manos entre las suyas. Tal vez sea bastante espeluznante, porque sus ojos se vuelven más brillante
con una pincelada de comprensión. Tal vez me vea desesperado, porque intenta consolarme.
Pero, ¿por qué sentirse mal por mí?... yo no siento nada.
—Cariño, creo que eres genial —, me dice—. Sé que crees que no puedes enamorarte, pero eso es
porque tal vez no conoces a la persona indicada.
Yo le miro, y mi mente me traiciona pensando de inmediato en Gerard.
“Que se joda Gerard. No debo convertirlo en mi nuevo antidepresivo”.
Y aunque no sepa de dónde viene el pensamiento, este pedazo de conciencia mía que todavía
parece funcionar, tiene razón.
—Por eso, creo que debes ir a este lugar.
Al parecer, me he perdido media conversación, pero entiendo lo suficiente para ver a Sarah
escribir algo en un pedazo de hoja color brillante que luego dobla y me entrega.
—Es un lugar de citas —, me explica—. Estoy segura que ahí puedes encontrar a alguien que valga
la pena. Y el próximo fin de semana será la reunión gay.
Sarah sonríe, yo la miro indeciso.
—Prométeme que irás, Frank.
Seguramente Sarah piensa que mi única oportunidad pendía de Gerard. Seguramente cree que la
noticia que no debió de haberme dado me ha afectado, y seguramente, está tratando de ser
amigable.
Es prudente entonces, que yo reaccione de igual manera.
—De acuerdo.
Respondo y me echo la soga al cuello.

La siguiente sesión es el miércoles y la próxima, será hasta la próxima semana, para que yo me
relaje. Esta vez, Gerard no ha ido por mí, pero sí me ha mandado un mensaje. Sus encantadores
palabras son:
“Espero que te vaya bien con Sarah, mañana a las 8 a.m.”
Y no, no lo he resumido.
Esta vez, las preguntas parecen más dirigidas al problema.
— ¿Desde qué edad consumes antidepresivos?
—A los nueve, tal vez antes o un poco después.
— ¿De qué tipo?
—Celexa. —No sé cuántos tipos haya.
Luego más detalles. Como el diagnóstico, o la razón de mi depresión, lo cual sigue siendo un
enigma hasta si hubo períodos en mi infancia o adolescencia donde dejara de tomar las pastillas.
Siempre fui un buen paciente, así que mi respuesta fue: no.
— ¿Te has enamorado, Frank? —Sus ojos me miran. Serios y penetrantes, por lo que la voz se me
escapa.
Niego un par de veces con la cabeza.
— ¿Cómo lo sabes?
—Sólo… no me he sentido enamorado.
— ¿Cómo sabes cómo se siente?
—Sentiré… que debo tener a esa persona entre mis brazos todo el tiempo. Sentiré gran tristeza si
se va y sonreiré sólo con recordarle. La nube negra desaparecerá y seré… feliz.
Dejo de mirar a Sarah para disfrutar de mi utópica representación amorosa.
Y asiento con la cabeza, pensando que cuando eso ocurra (que no lo hará), será realmente
grandioso, y yo esperaré. Tendré que esperar, porque los resultados valen eso, y mucho más.
Pero lo bueno luego de mi absurda confesión, es que la sesión termina y yo soy libre para volver a
dormir.
—El lunes nos vemos aquí a la misma hora. Terminaremos con los cuestionarios y luego
pasaremos al escaneo.
Me pongo de pie, y ella también para aferrarme en un fuerte abrazo.
—Te deseo mucha suerte el viernes. Tienes que contármelo todo, ¿de acuerdo?
—Sí.
Nos separamos y ella agita su mano y yo miro su alborotado cabello.
Yo mismo coloqué la soga, y ahora, he tirado la silla.

El lugar resulta un pequeño café al centro de la ciudad. Hay mesas pequeñas y redondas formando
un círculo, acompañadas por un par de sillas altas con tapizado marrón. Las mesas tienen números
y cajas oscuras que parecen relojes alarma.
Hay una chica… o algo parecido que aplaude y explica la mecánica. Ocho minutos para cada pareja
en cada mesa, luego, el hombre a la derecha, deberá moverse a la siguiente, hasta recorrer todas
las mesas.
—Tiempo perfecto para, ¡Enamorarse!
Ella sonríe y los demás aplauden.
Yo, quiero salir de ahí.

Pero aquí estoy.


Aquí sigo.
Mirando al candidato número cuatro y rindiéndome.
Aunque mi cerebro y todas esas cosas químicas involucradas en el amor, funcionaran
correctamente, ¿cómo esperan que me enamore de seres tan vacíos?
No soy yo el rey del reino más lejano, pero… ¿les molestaría brindar un poco de conversación y no
sólo ofrecer su cuerpo?
La alarma suena y sigue otro.
Otro y otro.
Hasta el octavo… y es como… ¡Dios qué ojos!
—Jared Leto —, se sienta sin estrechar mi mano —. Cantante, escritor y algo escéptico sobre estos
mecanismos para conseguir una cita.
—Entonces, ¿qué te trae por aquí? —Pregunto. Ligeramente interesado.
—Un amigo insistió. ¿Y a ti? Tú tampoco pareces tan interesado.
—Una amiga… — “Cree que he tenido una decepción”, pienso, pero no habló. Después de todo,
¿realmente le importará a un desconocido mi patética vida?
Más me vale resguardar los estúpidos pensamientos en mi cabeza, y que sólo palabras seguras
salgan por mi boca.
—Entonces… ¿intercambiamos números?
Asiento y doy mi número. Escribo justo a tiempo para que la alarma suene. Y creo que estoy de
mejor humor para recibir al nuevo candidato, pero el cabello naranja hasta los hombros, las
pestañas azules y los labios rosados me impresionan.
“¿No puedo hacer que el tiempo avance más rápido?”.
Le veo incómodo y miro el cronómetro. Treinta segundos más y el sonido de la alarma me
refresca.
—Hola —, saludo al castaño que se sienta frente a mí.
—Hola, soy Brendon, un gusto —, estira su mano hasta mí y noto que es joven, sonriente y
agradable.
Entonces empieza a hablarme de su banda, yo le cuento dónde trabajo. Le digo mi nombre y que
me agradan algunos de sus gustos musicales.
—Espero que me dejen entrar —, dice cuando la alarma chilla y yo asiento esperándolo también.
El tercer candidato llegó después.
Rubio, de increíbles brazos y blanca sonrisa. Y aunque no sea muy partidario de los rubios, cuando
uno te sonríe, coquetea y toca tu muñeca por algunos segundos con insistente y caliente (debo
agregar), mirada, las predicciones pueden ser bastante favorables para mi placer personal.
Promete visitarme esta noche en La Madonna, y creo que ni yo, ni el pequeño Frankie queremos
esperar por el ojiazul.
—Así llegamos al final de nuestra sesión chicos, espero que hayan encontrado su media naranja.
Nuevamente, susurros, aplausos y silbidos.
Yo me alejo de la multitud y salgo del local con las manos en los bolsillos de la chaqueta. Tres
chicos y con algún par de palabras de mi parte.
No fue el discurso de un gran líder político, pero pude con más que un Hola.
Viva, nuevamente, yo.

Tomo la pastilla cada mañana junto a Betsy.


Sus hojas han vuelto a ser verdes y acaricio cada rama con lentitud al despertar.
Le hablo, y sé que es ridículo, pero me hace sentir mejor.
A pesar de los intentos del médico Way por engañarme con esas pastillas, sé que no funcionan
igual. No me siento igual, y aunque los temblores se alejan, no lo hace así mi depresión.
Lidio con ella en compañía de alguna plática, pero a llegar a casa es como si me diera la
bienvenida. Qué patético me siento al esperar que al abrir la puerta, haya algo más que sólo
oscuridad. Qué patético creer que valgo tanto la pena, si ni siquiera mi madre me puede ver…
Ocupada, dice, y le creo, porque andar de novia es algo de tiempo completo, pero la extraño, y
extraño esa pastilla que me hace sonreír.
Extraño su poder y a mí mismo sintiéndome poderoso.
La nube se aleja con mayor rapidez, pero sigue pesando como un enorme costal lleno cemento.
—Pero todo estará bien, Betsy. Lo vamos a superar.
Deseo que Bersy confíe, y tenga fe por los dos.
Mis dosis de fe parece haberse agotado, para siempre.
Entonces espero, porque la vida es así.
Espero que los días pasen y todo continúe en mi querida rutina y añorada película. Que la vida me
sorprenda para bien o para mal y que pase lo que tenga que pasar por la fuerza que es superior a
mí y pone todas las cosas y a todas las personas en un mismo lugar.
—Todo estará bien.

Hay una noche a la semana, que el tipo que suele tocar la guitarra en la noche bohemia, se pone
traje y acompañado por un tecladista, toca el saxofón, y esa entonces se convierte en la noche de
Jazz.
Llego una hora trabajando, cuando veo a ese montón de músculos, ojos azules y cabello rubio
dirigirse a la barra.
Intercepto a Bob, que es un barman ejemplar, pero “éste es mío”, digo y él asiente, ocupándose
de algo más. El rubio llega y se inclina contra la barra, tensando sus bíceps y sonriendo como si
fuera el anuncio de una pasta dental.
—Hey —, saluda y yo muevo la cabeza.
— ¿Qué te sirvo, guapo? —Respondo y aunque me sorprendo por lo último, trato que el estúpido -
sonrojo no se deje ver.
Tal vez esté equivocado, pero pude escuchar a Jason (sí, ése es su nombre) gemir en cuanto le he
llamado guapo.
—Lo que tú quieras estará bien —, dice y se inclina un poco más hacia la barra, yo me acerco,
porque es como si quisiera susurrarme algo—. Disculpe, pero, ¿dónde está el baño?
Y si ésa no es una clara invitación, la Tierra no es redonda y yo no me llamo Frank Iero.
—Bueno, sólo debes seguir las flechas —, dije indicándole la primera pintada de verde.
Jason sonrió y se puso de pie. Yo esperé y Rebecca giró los ojos.
—Otra vez, Frank.
Yo asentí, ligeramente avergonzado.
Ligeramente.
—Pensé que con el príncipe azul a tu lado, ya no tendrías estos encuentros.
—Algunas costumbres son difíciles de olvidar —, digo saliendo de la barra.
Entonces me alejo, sin mirarla a ella o al chico del saxofón.
Jason espera, recargado contra los lavabos, con el trasero elevado, los músculos tensos y una
sonrisa reflejada en el espejo.
Me acerqué a él. Jason se giró y me empujó contra los lavabos en una maniobra rápida y ruda. Sus
manos se aferraron a mi espalda, empujándome para que mi pecho impactara contra el suyo.
Entonces me besó.
Duro, directo y hambriento. Abriendo toda la boca y metiendo la lengua hasta dentro. Yo me
aferré a sus hombros y empujé la pelvis contra la suya.
Su duro pene goleó contra el mío y en un intento por dejar salir el aire, incliné la cabeza hacia
atrás soltando un suspiro.
—Oh por Dios —, escucho a Jason decir previo a un gemido. Yo sonrío, empujando con mayor
ahínco mi miembro contra él—. Me veo tan sexy.
—Oh por Dios —, repito, girando un poco la cabeza hacia el espejo.
Esto es horrendo.
Es abominable.
Es… un hombre enamorado de su propio reflejo.
Jason se sonríe y guiña el ojo. Eleva los labios como ofreciendo un beso, y yo ya estoy listo para
salir de ahí.
El sexo libera y me hace feliz, sea quien sea, pero creo que es necesario ser un poco selectivo.
Jason parece querer tener más sexo consigo mismo que conmigo, y yo creo, que debería dejarlos
solos para que se diviertan.
Sólo intento ser amable…
Me escapo de su abrazo y le veo desabrocharse la ajustada camisa blanca, mientras acaricia su
pecho de arriba abajo.
—Dios —, susurra—. Oh sí —, gime.
“Enfermo”, pienso.
Al parecer no nota mi ausencia, pero para hacerme la noche más entretenida, salgo de ahí con la
firme intención de llamar al jefe de seguridad a la entrada del local.
Un lugar decente como La Madonna no requiere un espectáculo narcisista.

Cuando Jason sale sin camisa y con los pantalones desabrochados, escoltado por un par de
guardias de seguridad, yo sonrío.
— ¿Qué habrá pasado? —Me pregunta Bob. Yo elevo los hombros.
—Algún pervertido —, respondo con simpleza y continúo con el trabajo.
La música continúa, tranquila y relajante. Las noches de Jazz son buenas.
Y es gracias a ella que a mi mente llega el pensamiento: uno menos, faltan tres.

Los fines de semana, La Madonna solía convertirse en algo parecido a un club.


Era un lugar perfecto para bailar, y para reencontrarse con cierto joven castaño que mira todo
impresionado.
—Reb, ¿puedes darle esta bebida al chico de allá? —Pido indicándole con el índice a mi siguiente
opción.
—Frankie…
—No somos pareja, ni nada. Además, así soy yo, Reb. Déjame ser yo mismo. Anda —, le insisto—,
sé buena y ayúdame.
Ella refunfuña, pero al final me obedece y yo puedo ver la sonrisa del castaño cuando me ve.
Entonces yo me acerco, luego de unos minutos, hasta su mesa. La música es movida, ruidosa y él
se mueve a su compás.
—Ven, vamos a bailar —, me dijo y de un tirón me mezcló entre las personas de la pista.
Soy un pésimo trabajador. Dejo mi puesto ante cualquier hombre atractivo, pero soy un hombre
débil, y Brendon se mueve suavemente contra mí.
Que Dios bendiga mi buena suerte, porque soy amigo del sobrino del dueño.
—Te han dejado entrar —, digo y él sonríe. Brendon tiene diecinueve y una gran idea de cómo
quiere vivir su vida.
Me gusta su mirada tan llena de alegría, su sonrisa sincera y cómo se mueve al bailar.
Seguramente me sentiré un pedófilo cuando lo haga, pero debo intentar…
Tomo con mis manos sus caderas y le acerco a mi cuerpo. Me detengo sin importar las personas
que siguen brincando a nuestro alrededor y beso sus labios como si no hubiera un mañana.
Lamo su boca y le obligo a abrirla, sintiendo cómo se tensa bajo mis brazos.
Mis manos vagan, desde las caderas hasta el trasero, redondo y firme; pero Brendon se aleja.
—Yo…
Le noto sonrojado. Y en sus ojos un brillo avergonzado.
Lo noto asustado. Y sonrío dándole valor.
De vez en cuando, es bueno sentirme el dueño de la situación.
—Está bien —, susurro a su oído —, vayamos a platicar.
A pesar de las luces de colores, de la música, y de la mirada enfadada de Reb, logro escuchar su
miedo. E incluso logro aconsejar, un poco.
Es nuevo, en el mundo homosexual, y aunque ansía las experiencias nuevas, tiene miedo, lo que es
bastante normal.
Creo entonces que Brendon debe conocer a alguien igual a él, y aprender juntos.
— ¿Y la experiencia?
—A veces es mejor cuando la vas adquiriendo compartida.
Elevo los hombros. Tal vez mis palabras no sirvan de nada, pero él sonríe.
Esa noche tampoco termina en un encuentro apasionado en los baños o sobre alguna cama.
Brendon se marcha y yo limpio mesas, otra vez.
Dos, y queda uno.

— ¡Tienes que contarme cómo te fue!


Cuando la mañana del lunes llegué al cuarto donde me esperaba Sarah, ésta me recibió junto a su
novia Hope, con una enorme sonrisa, un abrazo apretado y gritos histéricos pidiendo información.
Detrás de ellas, el desaparecido doctor Gerard Way con una enorme taza que dejaba salir humo.
Seguramente, café negro recién hecho.
—Hola, Sarah. Hola Hope — saludo tranquilo—, hola Gerard.
El doctor me sonríe y bebe.
—Este día, Hope te hará un cuestionario psicológico y esas cosas, pero primero ¡dime cómo te fue
en tus citas!
— ¿Citas? —Pregunta Gerard terminando de beber café.
—Así es —, Sarah sonríe agitando su cabello alborotado —, Frankie fue a un lugar que le
recomendé para conseguir muchachos guapos y vivir la vida.
Hope ríe, y Gerard sonríe de una forma tímida, casi rígida; pero no hay más tiempo para analizar
sus ojos, porque Sarah vuelve a preguntar, vuelve a abrazarme y ya no puedo correr.
—A pesar de no tener los resultados esperados, me está pareciendo interesante.
Sarah grita emocionada, y Hope se burla de su entusiasmo.
—Excelente, ¡excelente! —Eleva las manos, y creo que comienza a agradarme esta mujer—.
Pasemos ahora a los cuestionarios, vamos Gee querido, al cuarto oscuro a hacer obscenidades.
Gerard sonríe y dice “con tu permiso” a Hope, y a mí me mira.
—Espero que todo salga bien, Frankie.
Suena sincero.
Y viva yo.
Viva él.
Sin compromisos y promesas.
Gerard Way sigue siendo Gerard Way, sin, con y a pesar de mí; eso, es lo que más aprecio. Lo que
más atrae.
Lo único que importa.

IX. La vigilancia de la pareja


Se refiere a este gusto por la exclusividad sexual como un aspecto fundamental del cortejo en
muchas especies. Generalmente es el macho el que vigila a la hembra, para evitar que le sea
arrebatada o le abandone.

Muchas veces he intentado negar el amor.


No sólo negármelo a mí, sino fingir que no existe, y eso funciona; o al menos, lo hace por un
momento.
Para una persona como yo, sin esperanza, parece menos doloroso determinar que tal sentimiento
no existe para tratar de no pensar en él, para no añorar sentirlo. Pero es difícil, tan difícil como
vivir este mundo con toda esa publicidad, películas, diarios, fotografías y canciones.
Todo es amor. Y uno que piensa que eso sólo ocurre el catorce de febrero…
Entonces, sólo me queda sufrir.
O usar al máximo mi imaginación.

Mi imaginación está al máximo cuando Hope me entrega el cuestionario. La rubia me sonríe con
ternura y me dice “Imagina” cuando me entrega la hoja y un bolígrafo de tinta negra.
Realmente tengo que imaginar porque la primer pregunta dice “qué tan enamorado (a) está”, y
las subsecuentes suenan muy parecidas. Se refieren a lo que estoy dispuesto a dar y quiero recibir
de mi pareja, y son en ésas donde me explayo.
Supongo que, si yo pudiera enamorarme, lo daría todo de mí.
¿Para qué guardarme algo?
Si hay amor por todas partes y no se puede huir de él (créanlo, yo lo intenté), lo mínimo que
merece es que entreguemos toda nuestra buena voluntad. Que nos esforcemos en mantenerlo
como una constante en la vida diaria. Debemos protegerlo de rumores, de ofensas y difamaciones;
porque un sentimiento que esté hasta en el papel sanitario, con todos esos dibujitos de flores y
corazones, definitivamente no puede ser tan malo.
¿Y que espero?
Lo mismo.

Termino media hora después.


Con un ligero dolor de cabeza y un agrio sabor en los labios.
“¿Cómo añorar lo que se desconoce?”
No lo sé, pero lo hago.
Aunque no quiera admitirlo. Aunque duela.
Aunque no pueda admitirlo.

Tan rápido como termino el cuestionario, se lo entrego a Hope, que parece entretenida leyendo
una revista de modas.
—Muchas gracias, Frank —, sonríe y yo miro esos profundos ojos azules—. ¿Hay algo que pueda
hacer ahora yo por ti?
Y yo tuerzo un poco la boca. Tal vez sea un truco psicológico, para amarrarme y luego conseguir
una cita por semana en un año, con muchos traumas de la infancia por resolver y la promesa de
“algún día superarlo”. Aunque me avergüence, quiero intentarlo.
Tal vez después. Sonrío.
Aún es muy pronto.
—No, muchas gracias. ¿Puedo irme ya?
—Claro, Frank. Nos vemos en unos días para empezar a “escanear tu cerebro”.
Yo asiento con la cabeza y Hope parece anunciar mi retirada a quienes esperan en el cuarto
aislado. Yo me pongo de pie rápidamente. Elevo el brazo y niego para que no se moleste.
—No te preocupes —, digo—. Por favor, diles que tuve que irme, tengo algo que hacer.
Ella me sonríe, asiente y yo sé que he mentido.
Pero no quiero despedidas.
No quiero ver otra vez los ojos de Gerard o esa sonrisa tiesa que me mostró al llegar.
No quiero analizarme, que para eso estará Hope, pero quiero hacerle caso a esa parte impulsiva
que siempre pisoteo. Quiero decidir sin preguntar por qué.
Tal vez, me afectó mucho su ausencia.
Tal vez no.
O tal vez…
Bueno, quién sabe de estas cosas.

— ¡Vamos Frank!
Insiste por tercera vez mi mejor amiga. Llevamos cinco minutos hablando de lo mismo,
aprovechando la falta de clientela de la primera media hora de apertura, Rebecca se ha puesto
insistente sobre ir a la fiesta de cumpleaños de su novio.
—Rentaremos un bar muy lindo, habrá música, bebida y no tendrás que servirla tú —, Bob se ríe a
su lado y apoya a mi amiga en su hostigamiento —. Anda, trae a tu príncipe. Hace mucho que no
se hablan.
Quisiera decir algo espontáneo, crudo o sarcástico. Pero apenas y logro mirarla de frente, porque
siento sonrojarme. Detesto el apodo de “príncipe”, me hace imaginarlo sobre un caballo, con
armadura y a mí con un largo cabello rubio.
Es perturbador.
Sin embargo, Bob ríe con el comentario.
— ¿Eres gay? —Pregunta. Entre sorprendido, asustado y en broma. Como si esperara que dijera
que no.
Sólo puedo pensar, que la única razón lógica para que Bob no se haya dado cuenta, es su natural
comportamiento despistado, porque en serio, parece que yo llevo un letrero fosforescente
anunciando mi condición.
Así que finalmente asiento con la cabeza y él me mira con la boca y los ojos muy abiertos con
obvio asombro.
Intento sonreír, y Reb parece una histérica por las risas tan escandalosas.
Mi mirada se dirige hacia el hombre de la barra, que no parece perturbado con nuestras risotadas.
Parece bastante perdido en su tequila y eso es un alivio.
—Vaya, ¡no me había dado cuenta! —Exclama el rubio, coloca una mano en su boca y luego se
pone a reír—. Oh, ¡pero si es tan obvio! —Sonríe—. He sido un tonto.
Yo suelto un bufido, y Rebecca le golpea un brazo.
—Anda Bob, ayúdame a convencerle para que vaya a la fiesta.
—Y que lleve a su príncipe — añade con una burlona sonrisa.
Si pudiera, me escondería tras la barra. Lo que sería un intento inútil, pero desesperado. Quiero
que la tierra me trague, o al menos, que llegue el jefe y les calle.
Pero eso de tener un amigo sobrino del jefe resulta contraproducente una mínima cantidad de
veces. Como ahora.
—A todo esto — dice Bob—. ¿Quién es tu príncipe?
Intento abrir la boca. No sé para qué, si no tengo algo por explicar. Si no tengo por qué darle
esclarecimientos a Bob, pero igual, abro la boca antes de ser brutalmente interrumpido por mi
mejor amiga. Una camarera eufórica de linda sonrisa.
—Es un guapo doctor — dice con voz mimosa—. Su nombre es Gerard Way, y él y Frank están
profundamente enamorados.
— ¡Eso no es verdad! —Logro articular, ligeramente contento por la situación.
Es imposible no verla haciendo esas caras de coquetería, lanzando besitos y moviendo las pestañas
sin que cause por lo menos una pequeña sonrisa en mí.
—Vaya Frank, parece que pescaste a uno bueno.
—No somos nada — murmuro como niño pequeño, caprichoso y avergonzado.
—Como sea — insiste Rebecca—. Tienes que ir, con o sin príncipe, ¿de acuerdo?
La miro y me mira.
Sabe la poca resistencia que tengo a esa mirada de hermana mayor y ella lo sabe. Abusa de ello.
—De acuerdo — cedo y su grito de emoción opaca casi por completo a la guitarra.
Oficialmente, estoy condenado.
Primero, porque pasaré una noche con desconocidos, en un bar al centro de la ciudad cuyo
nombre no deja de gritar Rebecca por la emoción. Segundo, porque tal vez Bob se pase toda esta
noche, y la de la fiesta riéndose de “mi príncipe”, y tercero, porque he decidido que quiero
llamarlo. Quiero que me acompañe.
Quiero que esté conmigo…
Definitivamente, condenado. Condenado a muerte.

{Frank no lo sabe. ¿Por qué lo iría a saber?


Tampoco lo sabrá nunca, pero en la barra no hay un cliente más.
Es un cliente especial.
De cabello abultado, boca grande y extraña curiosidad por la conversación de unos empleados.
Frank no lo sabrá, pero Ray Toro le ha escuchado y sonríe porque la información le ayudará, y
porque ha decidido que se colará en una fiesta.}

No hay pastilla esa mañana. Como tampoco ha habido mañanas atrás.


Saludé a Betsy y le di agua. Con más ansiedad que decisión propia basada en el pensamiento,
tomé un taxi.
Al final, tendría que hablar con él, qué mejor teniendo una buena excusa, como la disminución de
las paredes de ese automóvil, mis temblores y el sudor que recorre mi frente.
No reacciono hasta la tercera ocasión en que el hombre me dice cuánto debo pagar por su
servicio. Me siento mareado cuando abandono el vehículo y el corazón palpita desbocado contra
mi pecho. Siento que se saldrá de mí, que me abandonará y yo caeré muerto sobre la acera.
No creo alcanzar a llegar. Hay algo más que sólo una nube oscura sobre mi cabeza. Hay una
opresión en mi pecho que no me deja respirar. Hay un monstruo que me comprime el cuerpo y
todo mi espacio vital.
Me aterro. Estoy temblando y no sé si es por la fiebre, o el miedo.
Quisiera gritar a alguien que me ayude, porque el camino del estacionamiento a la puerta es muy
largo, pero la voz no me sale, a pesar de ver a esos dos hombres a pocos metros de mí. Uno de
ellos tiene bata blanca, cabello negro y desordenado; y el otro, camisa a cuadros azules.
El de bata le empuja y niega con la cabeza, y el otro le sigue haciendo que retroceda. Puedo verle
la cara. Es ligeramente pelirrojo, tiene grandes ojos azules y la piel muy clara. Seguro que sobre su
nariz algunas pecas adornaran con infantil gesto su rostro.
— ¡No!
Escucho que el de bata le grita y el pelirrojo golpea con un puño cerrado.
Nuestros gemidos dolorosos se confunden, pero logro alcanzarlos.
—Por favor… —Susurro.
El pelirrojo me mira como si viera un bicho o un animal muerto y con las vísceras de fuera. El otro
voltea, y antes de que mis piernas se doblen contra mi voluntad para caer de rodillas, veo el rostro
de mi doctor favorito.
“Gerard”, le nombro en mi mente y me relajo.
Me siento a salvo.
—Frank.
—Me siento mal — susurro con los labios pegados a su hombro.
Se ha agachado para sostenerme. Siento sus brazos cubriendo mi espalda.
—Gerard — la tercera voz hace acto de presencia —. Tenemos que hablar. ¡No puedes seguir
ignorándome!
—George, por favor. Ahora no.
Gerard directo y sin titubeos. Es franco, aunque un poco grosero, pero el pelirrojo parece
entender el mensaje, porque soltando un gruñido, puedo verle dar media vuelta y seguir su
camino.
Miento si digo que su partida me preocupó.
—Gerard…
—Sí, perdona —, le escucho reír ligeramente antes de tomar impulso y llevarme consigo. Sé que
soy un peso competo. Estoy muy débil como para poder sostenerme por mucho, pero él me ayuda
y yo me apoyo en él. —Vamos, Frank, sólo un poco más. Estás bien, sólo exageras.
Intenté que una risa indignada saliera de mí.
Intenté.
Mi intento se convirtió en gemido ahogado.
—Me duele — confieso —. El pecho. Mi corazón… se saldrá.
Respiro agitado y apenas hemos llegado al recibidor. Gerard me sienta sobre una de esas sillas
azules y se hinca frente a mí.
—Frank, estás bien, sólo relájate. Trata de tranquilizarte — me habla despacio y tierno. Toma mi
mano y la coloca en su pecho, con lo que puedo sentir el leve golpeteo de su corazón —. Siente el
mío. Late fuerte y constante, y no se saldrá. Tampoco el tuyo — sonríe—. Siéntelo. Siente mi
respiración — se acerca hasta tocar su frente con la mía—. Concéntrate en respirar igual, tú
puedes.
Cierro los ojos y trato de enfocarme. Pongo atención a esa respiración tranquila y al cálido aliento.
Suspiro porque comienzan a reducirse las sensaciones de vértigo. Poco a poco, mi respiración se
normaliza.
—De acuerdo — me dice Gerard —. Intentaremos ir a un consultorio, tomar una muestra y darte
un medicamento de inmediato, ¿de acuerdo? —Asiento con la cabeza—. ¿Tomaste tus pastillas?
—Se han acabado — respondo tratando de encontrar aire.
—Bien. Estarás mejor en un segundo, sólo dime cuando estés listo para caminar.
Asentí no sé cuánto tiempo después. Pero lo hice y Gerard retiró la mano que tocaba su pecho
para pasársela sobre sus hombros y entrelazar nuestros dedos mientras me tomaba de la cintura
con la otra.
—Despacio. No te esfuerces.
No sé en cuánto tiempo, pero logramos llegar a un consultorio. Presumo que es suyo, porque hay
un título con su fotografía y varios cuadros con imágenes de bosques en invierno a blanco y negro.
El lugar luce pulcro, ordenado y huele a su perfume.
Me agrada.
Me sienta sobre un pequeño sillón y extrae una caja de esas pastillas.
—Síndrome de abstinencia — me dice sonriendo —. No pasa nada, Frank, en un segundo estarás
como nuevo.
Tal vez sea exagerar, pero nada más sentir que la pastilla resbala por mi garganta, comienzo a
sentir la nube oscura disiparse.
—Gracias — consigo hablar—. Deseaba verte, pero no en esta forma.
—Bueno, no necesitas excusas para verme.
Toma asiento detrás de su escritorio y deja caer su cabeza sobre la palma de la mano derecha. Me
mira, como si esperara que me ocurriera algo más o siguiera hablando.
Entonces hablé.
—El novio de Rebecca tendrá una fiesta el próximo fin de semana —me detengo y bajo la
mirada—. Rebecca me ha invitado y me ha pedido que te invitara. Entiendo si no deseas ir, pero,
bueno, quería preguntarte…
— ¿Cuándo irás al escáner cerebral? —Pregunta como si yo no estuviera hablando de otra cosa
con anterioridad, y cuando busco sus ojos, le encuentro en la misma posición.
—Hope me dijo que en unos días. Espero su llamada para poder ir.
Gerard mueve su cabeza afirmando y luego cambia de mano para apoyar su cabeza.
—Creo que quisiera ir al cumpleaños del novio de Rebecca.
No puedo sonreír, porque me sigue doliendo la cabeza, pero intento hacerlo sin darme cuenta.
— ¿Estaré bien, doctor?— Bromeo y sé por su mirada que ha entendido la broma.
—Bastante bien, me temo señor Iero.
Se recarga en el asiento de su silla y comprendo que todo está bien. Siempre a salvo a su lado.
Sin embargo, hay algo que quiero preguntar.
—Gerard, ¿quién era ese chico pelirrojo?
Me mira y se queda en silencio. Sé que me ha escuchado. Sé que piensa su respuesta.
—Un alumno de la universidad.
Asiento con la cabeza y bebo el resto del agua que me ha traído para tomar la pastilla.
Sé que me ha mentido, pero está bien.
Frank y Gerard, sin promesas, discursos o sinceridades.
Quiero hablar sobre “los otros”, preguntar o exigir, ser valiente y mantener la decepción en mi
mente; pero como los sentimientos, mi cerebro lo entierra y comienzo a olvidar; y yo sólo desearía
tener algo por esconderle.
*

El bar no está tan lleno, para mi satisfacción y en el encuentro con el abrazo apretado de Rebecca
no hace más que confirmar que había sido una buena idea decirle a Gerard que le veía ahí;
después de todo, con una amiga eufórica por la felicidad de su relación y el cumpleaños de su
novio, no quisiera imaginarme lo que podría decir, hacer o escupir sobre él.
— ¡Frank qué bueno que has venido! —La música no es muy fuerte; no entiendo los gritos, por lo
que asiento y sonrío intentando con el gesto que entienda que no es necesario gritar —. ¡¿Y tu
príncipe?! —Aparentemente, la técnica no funciona.
—Vendrá más tarde.
Entonces hubo gritos y un grupo de mujeres que la alejaron de mí. Realmente, yo no conocía al
novio de Reb; después de todo, creo que le había visto más la lengua que los ojos, excepto por esa
noche en que nos presentó y jamás volví a verlo despegado de la boca de mi amiga.
Pero al parecer, había otras personas que sí le conocían, o tal vez, venían con la excusa de la
cerveza gratis… porque, la cerveza tendría que ser gratis, ¿cierto? ¿Sino, en qué consistiría la renta
del lugar?
Pensaba en eso. En las rentas del bar, en las bebidas gratis y en acercarme a la barra para ver “la
competencia”. No pensaba verlo ahí. Para ser sincero, ni siquiera imaginé volver a verlo, pero ahí,
sentado frente a la barra, mi cita de ocho minutos de ojos azules y cabello negro. Jared, creo que
se llamaba.
Pedí una cerveza y dejé que mis codos cayeran contra la barra con naturalidad; no le llamé por su
nombre, esperando que mi mirada le impactara o en un simple reflejo volteara y me mirara, se
acordara de mí para así volver a perderme en su desinteresada manera de hablar.
Afortunadamente ocurrió. Él giró y nuestros ojos se encontraron. Sonrío. «Me ha recordado.»
Y yo recuerdo haberme sentido muy satisfecho.
—Hey, Frank — dijo y yo sonreí. «Me ha recordado», insistía mi mente. — ¿Cómo estás?
—Bien, ¿y tú? —. Justo me fue entregada mi bebida y él levantó su vaso, que parecía contener
whisky en señal de brindis.
—De maravilla.
Entonces la conversación fluyó. Sin reclamos por una llamada perdida, pero sí con sonrisas,
uniones de hombros, caricias inocentes en los dedos revisando viejas heridas de cocina en Jared y
en mi mente, una idea lejana sobre el concepto del destino y su existencia. ¿Qué más puede
poner en un mismo sitio a dos personas? Al diablo las coincidencias. Es algo más.

Cuando la cercanía se hizo más obvia, sentí un golpe sordo contra mi hombro. Fue tan repentino
que incluso Jared brincó un poco y dirigió su mirada hacia mi derecha. Luego de recuperarme, yo
lo hice también. Frente a mí estaba Gerard Way, todo de negro con el cabello elegantemente
despeinado, con los ojos verdes fijos en mi acompañante, y los labios tiesos, como cuando se
concentra demasiado.
—Buenas noches — dice y yo atino sólo a callar.
—Buenas noches — responde Jared y parece que conversan telepáticamente. Sus miradas fijas y
casi sin pestañar. Las luces hacen extrañas combinaciones, y la música se ha vuelto más animada,
pero ahí, entre nosotros, es como si todo lo demás dejara de existir.
—Soy Gerard Way — dice y extiende su mano. Jared la toma y sonríe, casi con burla.
—Jared Leto.
Entonces Gerard suelta una risita; y creo que me he perdido algo, pero no importa, porque él se
acerca a mí, me toma por el cuello y me besa, largo, profundo y delicioso. Justo como siempre, o
incluso un grado mejor.
—Perdona el retraso —me dice—. Una urgencia en el hospital con mis residentes.
Niego y sonrío. Todo está bien.
Pudo haberme caído una lámpara, aplastado el tren o devorado un zombie… después de ese beso,
todo estará bien.
—Eres médico —asegura Jared, de quien realmente ya me había olvidado. Gerard no responde,
sólo le mira—. Yo soy escritor.
—Vaya, ¿de revistas, del diario, guionista…?
—Novelas de terror con romance.
Gerard ríe más amplio, con burla; como si estuviera ocultando la carcajada. Los ojos le brillan y
luego me mira.
—Nos vemos luego, Frank.
Da media vuelta y se va.
Tan enigmático y tan seguro como siempre.
“No te entiendo, Gerard Way. Tus desplantes, tus palabras, esa mirada y tus acciones… ¿hay algo
más? ¿Qué me ocultas?”.

X. Se inicia la fantasía

El admirador comienza a hacerse fantasías con la persona que lo atrae, y se dice: ¡qué agradable
sería ir de la mano!, ¡qué placer verle a su lado cada día!, ¡qué dicha decir ‘te quiero’ y ser
correspondido!

—Tu novio es algo posesivo, ¿no?


Jared sonríe dejándome ver esa blanca dentadura. Aunque he logrado escuchar a la perfección, no
respondo, ni verbal ni con lenguaje corporal. Me quedo en silencio mirando cómo bebe de su vaso
hasta terminar para luego pedir otro.
Posesivo.
Qué palabra tan extraña; más extraña aún, que un desconocido me lo haga notar. Increíble que
Gerard se comporte de esa manera conmigo.
—Supongo que habrás tenido suerte luego de nuestro encuentro en ese café de citas, ¿no?
— ¿Perdona?
—Que has conseguido…
—No — niego un poco avergonzado—, no es mi novio.
Jared ríe, ligero y sarcástico. Entonces se acerca a mí susurrando contra mi oído un “claro” que me
deja duro y dispuesto. Tanto que no me importa la palabra posesivo o su significado con mi
nombre y el de Gerard en la misma oración.
Supongo que sólo quiero sentirme mejor.
No es que sufra de ninfomanía, que sólo piense en sexo (que viene a ser lo mismo) o me guste
acostarme con el primero que se cruce en mi camino. Si sólo pensara en sexo sería mejor, tal vez
la nube negra no me perseguiría y con ello yo no hubiera necesitado de esas malditas pastillas en
primer lugar.
Pero cuando todo se oscurece cada orgasmo es como una luz al final del túnel.
He vivido mi vida retraído. Oculto en un mundo de pastillas y sonrisas falsas; creyendo que no era
merecedor de algo mejor. Puedo convivir con las personas, cuando les toco, me siento feliz, y si no
puedo atarme a ellas de una forma sentimental, ¿por qué no gozar de ello?
¿Por qué no sonreír, por qué no ser feliz por un instante? ¿Por qué negarme ver la luz al final del
túnel?

—Estoy escribiendo un nuevo libro.


Jared recobra su posición original sonriéndome con un nuevo vaso lleno. Tal vez él no piense en
sexo por el momento, con lo que tendré que soportar una conversación donde yo no sea muy
partícipe. Pero supongo que está bien; que tal vez no merezca mucho más después del
comportamiento extraño de Gerard. “Posesivo”, dice mi mente, “el comportamiento posesivo de
Gerard, y a pesar de ello, Jared se quedó conmigo…”.
— ¿De qué se trata?
—Vampiros.
—Me encantan los vampiros — respondo de prisa sin pensarlo mucho. Él, a pesar del
comportamiento posesivo, toma mi mano sobre la barra —. ¿Cómo va el romance?
—Te diré un secreto — ciñe con mayor fuerza mis dedos—. No creo en el romance.
Me suelto de su mano como si fuera ácido. Me escapo a la mayor velocidad posible y dentro de mí
suelto una estruendosa carcajada. ¡Si esto no es parte de un plan malévolo de algún Destino que
un rayo me parta! Porque es increíble que comparta un momento así con una persona que
también tiene sus problemas con el amor.
— ¿Y cómo escribes acerca de él?
—No es que yo sea un farsante — dice pasando su mano por el cuello distraídamente—, sólo soy
un escritor. Es fácil, sólo… imaginar.
Los hombros de Jared se elevan como si le restara importancia y vuelve a beber.
—Claro — apoyo—, imaginar…
Me hubiera gustado pensar en ello. En imaginar una historia de amor y protagonizar una de ellas.
Aún creo que no se puede experimentar en cabeza ajena, pero la idea de crear algo totalmente
nuevo suena muy tentadora. Tan tentadora que incluso hay una carrera para personas que se
atreven a crear fantasías y vivir de ellas.
Me hubiera gustado reflexionar mucho más, pero unos labios atacan mi cuello, una lengua sube
por mi garganta colándose entonces entre mis labios. Gimo dentro del contacto, y le tomo de la
nuca, enredando entre su cabello ligeramente húmedo por el sudor mis dedos. Nuestras lenguas
se unen en una danza fuera de mi boca. Y como un repentino truco de desaparición, Gerard volvió
a girar para alejarse de nosotros, dejándome jadeante, apenado y muy caliente.
Jared sólo reía.
—Está marcando territorio.
A menos que Gerard fuera un perro, no entendí por qué de la expresión, pero no me importó;
porque quedé más impresionado, de que a pesar que otro tipo me metió la lengua hasta la
garganta frente a él, Jared siguió sonriéndome, siguió mirándome y siguió haciéndome compañía
entre ese barullo de ebrios desconocidos.
En ese momento entendí dos cosas.
La primera, que Jared podría ser un buen amigo.
La segunda, que no habría sexo entre nosotros.
—Lo lamento — dije, aunque en realidad no sabía por qué. Que Gerard me besara no era
incómodo, pero ver a Jared después de eso, perturbaba; más aún la actitud del doctor, pero cómo
quejarse de lo que ya se espera.
Y de Gerard yo espero, que sea impredecible.
— ¿Crees que a tu no-novio le moleste si te invito a bailar?
Sin esperar mi respuesta, me tomó de la mano y me llevó a la pequeña pista, donde un montón de
personas ebrias brincaban sin razón aparente. Todos gritaban cosas como: “feliz cumpleaños”,
otras sólo meneaban el trasero; y fue algo perfecto, porque nadie se preocupó en dos hombres
bailando. Quise decir que no por un segundo, pero, ¿cómo decirle que no al que juega con el
amor?
Jared lo crea, lo modela y si quiere lo destruye. Que Dios, buda, el destino o el conejo de pascua
bendiga la profesión de escritor.

I throw my hands up in the air sometimes


Saying AYO!
Gotta let go!

Mi cuerpo le da la espalda, la cual choca contra su pecho. Mi trasero impacta contra algo firme, y
si alguna vez pensé en no tener sexo con él; tal vez mi pensamiento fuera totalmente errado.
Sus manos me toman de la cadera comenzando después con un cadencioso movimiento de lado a
lado. Sus rodillas se flexionan y atrapan a las mías en cada movimiento.

I wanna celebrate and live my life


Saying AYO!
Baby, let's go!

Sus manos subían y bajaban a través de mi pecho. A pesar de todo lo que pude haber pensado al
dar un paso sobre lo que parece más una improvisada pista que una profesional, me estoy
divirtiendo. Siento el ritmo, escucho la letra y me dejo envolver por la adrenalina.
Cierro los ojos. Ahora no importa quién me vea; estoy bailando, disfrutando el momento.
Sonriendo.

'Cause I told you once


Now I told you twice
We gon' light it up
Like it's dynamite!

Abro los ojos aún perdido en una sensación extraña de libertad.


Abro mis ojos para mirar alrededor; risas, besos, caderas, piernas y brazos. Nada importa; que se
caiga el techo, que tiemble la tierra. Parece que todo seguirá igual.
Abro los ojos y veo otros verdes que me miran, una cabellera que se mueve al caminar con unos
pasos seguros que me provocan. Aprieto la mano de Jared contra mi pecho para provocarle. «
¿Provocarle qué? » Sin embargo, a media carrera mi doctor favorito gira la cara; como si hubiera
visto un fantasma que ha desaparecido en un segundo. Luego avanza a la izquierda perdiéndose
entre un montón de gente y unas bocinas.
Cinco segundos más tarde sale de prisa, detrás de un hombre de abultado cabello. Sin actitud
romántica, sensual o si quiera agradable; parece que quiere devorarlo. Salen del lugar.
La canción termina; todos aplauden y continúa otra con un ritmo parecido. Jared me vuelve a
aprisionar, pero yo escapo. La música continúa, pero sobre mí ha caído un enorme peso.
Necesito aire; u otra estúpida excusa para ir a buscarle.
Salgo del club como si hubiera un incendio, y a pesar de que he empujado a algunas personas, he
logrado escapar.
Demasiado tarde, tal vez, porque no hay nadie, entre tanto auto, me es difícil saber si el de Gerard
sigue ahí.
Es una noche cálida, el viento apenas sopla y el ruido del local se amortigua a través de las grandes
paredes. Sobre una de ellas me recargo para luego lanzar un suspiro.
La puerta se abre mientras yo reviso en mi celular.
Busco su número.
Su actitud ha sido extraña, pero esto tiene límites. No nos debemos explicaciones, pero sólo
quiero saber que está bien. Miento si digo que no quiero saber quién ese tipo, por qué le iba
persiguiendo y por qué parecía preferir matarlo a verlo otra vez.
Quiero que Gerard deje a un lado sus secretos y se abra para mí.
—Me estoy convirtiendo en un…
Callo.
¿En qué?
¿En qué me estoy convirtiendo?
¿Por qué me importa tanto?
—Hey Frank, ¿estás bien?
Miro esos ojos azules que hacen me desconecte por un instante. Segundos después, la pantalla de
mi celular se oscurece y yo vuelvo a guardarlo en mi bolsillo. “Que esté bien”, murmuro en mi
mente.
— ¿Regresamos?
Se acerca a mí y me toca el rostro, como asegurándose si me encuentro bien. Esta vez soy yo quien
no le deja responder, porque en un rápido movimiento le aprisiono contra la pared para besarle
en los labios.
Fuerte, nariz contra nariz, dientes mordiendo y labios succionando.
Me aferro a su cuello. Él me empuja hacia sí desde la espalda. Abro sus pantalones confiando en la
semioscuridad del lugar y en mi buena suerte; introduzco la mano abrazando ese trozo de carne
que se siente cálido y ligeramente rígido para mí. Jared jadea aún dentro del beso. Yo separo mi
rostro para verlo abrir la boca en búsqueda de aire.
Sí, tal vez pensé en no sexo con Jared por ser un posible buen amigo; pero necesito liberarme.
Olvidarme. Alejar estos pensamientos inútiles, estas voces insistentes y estas dudas asfixiantes.
Sus manos masajean mis nalgas. Yo acelero la velocidad.
Le siento estremecerse, lo veo morderse los labios para no gritar, pero cuando llega al punto
máximo se le escapa un sonido gutural muy agradable que me causa una sonrisa. Ahí está, mi luz
al final del camino.
Apenas necesito unos minutos de masaje cuando yo también me libero en su mano cayendo
relajado sobre su hombro.
—Tal vez deberíamos vernos otro día, Frank — me dice con voz tranquila. Yo asiento apenas.
—Tengo que irme — digo, pero no me separo de él.
—De acuerdo, que tengas suerte con tu novio.
Me río, con amargura y sarcasmo; tratando de burlarme de él, de mí, y de toda la situación.
Le beso en los labios por última vez. Son unos labios fuertes y sabrosos, pero por primera vez
empiezo a hacer comparación. « ¡Joder! Sólo olvídalo. Olvídalo como siempre haces.»
Acomodo mi ropa. Salgo de ahí.
No pienso en cómo llegar a mi casa hasta que camino un par de cuadras y descubro que no hay
transporte público ni taxis a la vista. Lamento no traer audífonos, porque la larga caminata puede
ser peligrosa.
Tan peligrosa, como despertar esas voces en mi mente que hacen mil preguntas, así que, iré
tarareando; necesito alejarlas hasta que las pueda enterrar, o hasta que tenga las respuestas.

*
Casi tiro la lámpara esa mañana.
Intento encontrar mi celular que no deja de vibrar, encenderse y todo lo demás que podría hacer
un celular en modo silencioso.
— ¿Diga? —Sé que mi voz es pastosa, pesada y tal vez no se me entienda; pero es culpa de la
persona que osa despertarme a las ocho de la mañana.
—Hola Frank soy Hope.
—Ah, hola Hope.
—Disculpa haberte despertado —. Mujer inteligente.
—No te preocupes. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Me preguntaba si pudieras venir mañana para el primer escaneo.
—Claro — digo tallándome los ojos. Quisiera volver a la cama…
—Sólo tengo una pregunta, Frank.
No respondo, emito un sonido parecido al de una vaca pastando. Puedo escuchar su risa.
—Me gustaría que por un momento imaginaras que estás con tu pareja —. Diablos. Odio cuando
Hope se convierte en psicóloga y me hace pensar de más. Odio cuando me obliga a imaginar y a
ponerle rostro a las sombras—. Imagina que se casarán, que es su aniversario o que desearías que,
pensando en ti te dedicara una canción… ¿cuál es la mejor canción de amor para Frank Iero?
Recuerdo tardes pacíficas encerrado en mi habitación.
Recuerdo esa ilusión y mirar al firmamento pensando en mi miserable y patética existencia.
Recuerdo ese catorce de febrero y la estación que transmitía La Maratón anual de canciones
cursis. Recuerdo esa canción.
Recuerdo haber cerrado los ojos y pensar en un rostro. Años más tarde, recuerdo haberla
escuchado, el mismo día en que me dijeron que no podría amar; que había sido una burla de los
antidepresivos la soledad. Recuerdo cantarla y pedir que por favor, yo pudiera sentir lo que
estaba escrito; que pudiera entender al amor que incluso podría describirlo, podría hablar de él
metafóricamente para así, poder dedicar esa canción.
— ¿Frank?
Asiento con la cabeza. Consciente de que no me verá. Consciente de que me he perdido en mis
recuerdos.
—The Rose — logro pronunciar.
—Es una canción hermosa, Frank.
—Lo sé.
Hubo un período corto en que ninguno habló, hasta que Hope lo interrumpe.
—Entonces, te veré mañana a la misma hora y en el mismo lugar.
—Nos vemos mañana.
—Hasta entonces.
Escuché que colgó y yo hice lo mismo, sumiéndome nuevamente en mis recuerdos y en ese ritmo
tan conocido.
Cerré los ojos trayendo la letra con la agradable melodía a mi cabeza. Está vez, entre las notas y las
palabras, había una sombra.
«Por favor, déjame dedicar esa canción…»
Un ruego sin destinatario, con poca probabilidad podría ser escuchado.

Una nueva mañana, con el sol resplandeciendo, los árboles cantando y Betsy moviendo sus hojas
al ritmo de la ligera brisa matinal.
—Ya son tres días, Betsy — digo mientras dejo caer agua fresca que se distribuye a través de la
tierra haciendo parecer que cada hoja rejuvenece —. Tres días desde que no sé nada de él.
>> Gerard es diferente, ¿sabes? Es especial, y me gusta, pero ¿acaso no conoce los teléfonos?
Podría dejarme un mensaje. Podría decirme que está bien… podría haberse despedido de mí esa
noche, ¿no? Fue muy descortés de su parte comportarse como un loco posesivo, y luego dejarme
tirado en ese lugar.
Suspiro. Betsy ha bebido suficiente agua. Si no detengo mi monólogo la podré ahogar.
—Supongo que quiero compensarte por esos días en que te dejé a punto de secarte — le digo
mirándola con detenimiento. Sus ramas se esparcen a los lados y parece que todo está bien, para
el nivel de una planta. No hay preocupaciones y ni nada mejor que hacer. Sólo estar—. Seguro que
tú no te deprimes, Betsy. Seguro que no te importa que tu desgraciado dueño te deje sin agua; tú
soportarás y esperarás que ocurra un milagro, pero continuarás de pie, como lo hacen los grandes
árboles.
>> Yo me muevo y tengo la capacidad de dirigir mi vida; controlo mis acciones y si quiero bebo y si
no quiero pues no lo hago, pero de qué me sirve tener voluntad en un cerebro tan avanzado; de
qué me sirven los pies si yo mismo creo raíces imaginarias, si yo no decido moverme… me secaré,
y seré patético, mucho más patético porque no soy una planta.
Acaricio una a una sus hojas mientras vuelvo a suspirar mirando la mañana caer sobre la ciudad.
—Seguramente creías que tu único objetivo en la vida sería adornar; pero llegaste por accidente
conmigo, y ahora tu historia ha cambiado. Y yo… ¿yo qué, Betsy? Soy tan poca cosa para Gerard,
para mi madre… no soporto esta tristeza.
Mis manos se desploman y mi rostro se hunde en la mesa. Una lágrima cae, luego otra, y otra,
hasta que un sollozo sale de mi garganta. Cubro mi boca avergonzado mientras escucho la voz de
mi madre diciendo “llorar no te hace más o menos débil; sólo te hace ser humano”. Tal vez
necesite volver a ser un humano.
Recordar que tengo la capacidad de serlo, que no soy sólo una sombra; que no soy sólo un
estorbo. No soy un error, tengo objetivo.
—Por Dios, Betsy, ¡cómo quisiera creerlo! Cómo me gustaría creer en mis propios pensamientos,
pero me engaño, sé que me engaño, porque esta oscuridad no me dejará en paz.
>> Yo, sólo soy… un nada.
Lloré entonces. Escondido detrás del sillón con el rostro hundido en el antebrazo. Lloré por cinco
minutos y luego seguí llorando hasta que la voz me salió ronca y las mejillas se sentían ásperas por
las lágrimas cristalizadas.
—Pero debemos continuar, Bet…

Entro en la habitación de universidad como siempre y lanzo un suspiro, esperando que mis ojos
hinchados no develen mi desesperada condición.
Sobre el sillón se encuentra un hombre de cabello negro. El hombre de cabello negro que me tenía
tan preocupado. Gerard usa pantalones negros de vestir, ceñidos al cuerpo con una camisa
púrpura dejando los dos primeros botones abiertos, me mira con cierto fastidio, con tanta
simpleza, como si no hubiera desaparecido esa noche del local sin una despedida y como si no
hubiera desaparecido de mi vida por tres días.
«No busco que seas una constante, Gerard Way, pero sólo quiero un poco de consideración.»
—Gerard — comienzo, pero él se pone de pie y se acerca a mí de forma tan seria y decidida, que lo
que continuaba a su nombre se me ha olvidado.
—Hola — responde. Yo estoy a punto de golpearlo. Tres días sin saber de él, y a Gerard sólo se le
ocurre decir hola. «Que un rayo te parta.»
Mis pensamientos asesinos no pueden continuar, porque nada más saludarme, Gerard me ha
tomado de la barbilla para besarme como si no hubiera mañana. He abierto la boca de la
impresión, lo que él ha aprovechado para adentrar su lengua, recorrer mi boca y succionar mi
labio inferior.
Gimo incontrolado dentro del beso aferrándome a sus hombros cuando siento mis rodillas
temblar. Poco a poco el beso pierde intensidad a medida que las manos de Gerard recorren mis
costados hasta llegar a mis mejillas, las cuales masajea al tiempo que deja tiernos y cortos besos
sobre mis labios con sus labios levantados, dejando salir el ruido característico al besar.
La mano que acaricia mi mejilla se esconde, pero deja a un dedo recorrer el camino desde ahí
hasta mis labios. El pulgar se moja con mi saliva. Yo sólo le miro, perdido en la verde mirada llena
de concentración e intentando entender la extraña situación.
Pero cómo pensar cuando parece que le han crecido cuatro manos y que todas ellas se encargan
de diferentes partes de mi cuerpo. Acarician mi pecho, suben a mis hombros, rodean la espalda y
me pellizcan el trasero.
—Gerard — jadeo casi sin aire, pero mi boca nuevamente es atrapada por la del doctor.
Me empuja ahora, hasta tenerme contra la pared. Antes de que pueda quejarme por el golpe, su
mano se cuela entre mis jeans y toma mi pene por sobre la ropa interior.
—Gerard — gimo mientras le siento abandonar mis labios para bajar por mi cuello. Su lengua hace
círculos sobre el área del pulso y su mano ya se ha deshecho de la ropa interior.
Mi más que notoria erección raspa contra su mano y contra mi ropa. Yo vuelvo a gemir,
completamente perdido en ese momento de sonrisas sin antidepresivos.
El movimiento comienza a perder fuerza. Lanzo un bufido cuando siento mi miembro abandonado.
Su mano trepa para desabrochar mi pantalón mientras la otra sube más hasta llegar a su boca. Yo
le miro sin apenas pestañar; a veces el placer me gana y cierro los ojos, pero agradezco mi
autocontrol para poder seguir viendo la escena: Gerard Way lamiendo su mano derecha de arriba
abajo… me derrito.
Siento que el mundo se abre a mis pies, que el techo colapsa… y si eso pasara; yo moriría
aplastado, pero muy feliz.
La mano regresa hacia mi erección friccionando de arriba abajo de majestuosa manera. El
movimiento se acelera y mi orgasmo se acerca, anunciado por un nuevo gemido y otro golpe de
mi cabeza contra la pared.
Mis manos recorren su pecho, pellizcan sus pezones y al alcanzar el punto cumbre, se sujetan a sus
hombros, empujándolo contra mí. Me corro entre su mano y mi cuerpo se deja caer contra el
suyo, que con cuidado, me toma de la cintura para abrazarme. Poco me importa ahora dónde
diablos estuvo, que se vaya una semana si los reencuentros son siempre así; por lo menos sé que
está entero, vivo, y con sus habilidades manuales en perfecto estado.
—Entra en la cabina — murmura Gerard contra mi cuello—. Entra, ahora.
Entonces me empujó de su cuerpo y me llevó hasta la puerta casi cargando todo mi peso en él, me
recostó sobre la máquina susurrando un “tranquilo”, dándome un suave beso en los labios.
Y me tranquilicé. O seguí en estado de coma.
La máquina funcionó con sus sonidos naturales. Después, escuché la voz de Sarah diciéndome
“buenos días”. No me detuve a pensar en si ella estaba del otro lado y me hubiera escuchado, o se
hubiera asomado teniendo una perfecta visión de mi pene. No me importó. Víctima aún de un
reciente orgasmo, la máquina comenzó a funcionar.

Cuando los ruidos dejaron de oírse, la cama salió del enorme tubo blanco y con mis capacidades
más avivadas, comencé a pensar en lo que había sucedido. Comencé a pensar en el por qué.
Sarah me dijo que podía salir. Lo hice y en la sala de espera pude ver a una pareja tomada de la
mano, con la chica sobre el regazo del chico y la cara hundida en su cuello, susurrándole algo que a
él le hacía sonreír.
Luego salía Sarah de la cámara… con nadie más. Gerard no estaba, y tampoco alguna señal de que
hubiera estado ahí.
Entonces lo comprendí.
Como una iluminación divina llegó a mí el entendimiento, de que todo había sido parte del
experimento. Gerard me había tocado por el bien de la ciencia, y yo, había tenido un orgasmo
para ayudar a entender el amor.
Seguramente yo soy el objeto de estudio sobre el sexo sin complicaciones y ellos serán la pareja
enamorada por toda la eternidad.
—Nos vemos la próxima semana, ¿de acuerdo Frank?
Asiento apenas. Sarah sonríe y me mira, como si quisiera decirme algo, pero prefiere callar.
Miro nuevamente a la pareja. Lucen felices en su propia burbuja de cristal; viven todos los días
ajenos de las tempestades, y seguramente, en cualquier segundo del día, la muerte resultaría feliz.
Salí de ahí cerrando los ojos, imaginando una nueva escena, mis manos junto a otras manos y mi
frente, chocando contra otra. Hay silencio y velas alrededor, y mi canción romántica favorita
sonando.
Ahí está él. Ahí está su rostro; en mi mente sus ojos verdes brillan con una sonrisa en los labios.
Sonríen para mí…
«Gerard…»
Niego con la cabeza como si estuviera poseído. Tan rápido que el cuello duele, pero aleja las
imágenes. Seguro que ha de ser el reciente orgasmo, la liberación de la testosterona o yo que sé
que me hace delirar. Gerard es nadie para mí como lo es el resto de mundo.
Qué tonterías pienso. Seguro que todo ha sido culpa del recuerdo de una canción de amor.

XI. Galán antirromántico

Se trata de un hombre práctico de aspecto frío y razonable. Nunca dice: “te quiero”, en ninguna
ocasión toma la mano de la persona amada, y jamás regala una flor. Este varón expresa su querer
aportando dinero, arreglando una lámpara o destapando una tubería.
Poco o casi nada recuerdo de la huida de mi primer padre.
Mi primer padre, fue mi padre biológico, (lógicamente) y el segundo, el hombre con el que aprendí
a usar la palabra.
Mi primer padre nos dejó cuando yo tenía tres, luego mi madre contrajo matrimonio dos años
después.
El primero se llamaba Frank, el segundo Thomas, pero ninguno fue tan maravilloso. El segundo se
fue cuando cumplí doce. Desde entonces, mi madre y yo estuvimos solos.
Mi madre se concentró en mi enfermedad, en los psiquiatras y en los antidepresivos, y yo, dejé de
preocuparme por parecerle un fracasado a otra persona más en la casa.
Mi depresión y mi falta de enamoramiento no parecen ser los únicos eventos dramáticos de mi
vida; pero, al final, todos tenemos nuestras trágicas historias.

Llego diez minutos antes de la hora dictaminada para recorrer el lugar y buscar la mesa más
alejada de la civilización.
En punto de la una de la tarde, aparece mi madre, con su cabello elegantemente peinado, sus
labios rosas y un olor a perfume de frutas que me encanta a pesar de olerlo toda una vida.
Se acerca a mí para darme un beso en la mejilla. Me aferro como puedo a su brazo para trasmitirle
mi cariño y lo mucho que la he extrañado; aunque a veces sienta que me asfixia, es mi madre, y
siempre voy a quererla a mi lado, no tomaré en cuenta las veces que quiera ahorcarla.
— ¿Cómo has estado, Frank?
—Bien, mamá. Mucho mejor — confieso sintiendo su mirada tratando que confirmar o negar cada
una de mis palabras.
Utiliza sus poderes de madre para introducirse en mi mente, y luego del escaneo, sonríe.
—Me alegro mucho, hijo.
Entonces todo empieza con trivialidades y un mesero trayendo una jarra con limonada. Ella me
habla de sus clientes del hotel, yo del clima, o de Rebecca o de nada; me dispongo a asentir con la
cabeza mientras mastico la comida. Todo se vuelve cotidiano.
—Frankie, quiero decirte algo — dice a mitad del postre. Y a juzgar por su mueca sera, es una
decisión importante.
—Dime.
—Lucas me propuso matrimonio —. Soltó, sin anestesia o tonteo previo—. Y he dicho que sí.
No es que de pronto el postre me sepa amargo, me vaya a tirar al suelo en un berrinche o arroje la
cuchara contra la venta; soy adulto, mi madre también. Es tiempo que ella vuele del nido llamado
“enfermedad de Frank” y se permita ser feliz.
Todas las personas deberían serlo, pero primero mi mamá. Porque bueno o malo, recibí atención;
bueno o malo fui al doctor y bueno o malo fui atendido, supervisado y acompañado durante mi
adolescencia. Bueno o malo mi madre es mi mejor amiga, y bueno o malo se casará, pero no se
puede vivir de experiencias ajenas, así que tendrá que probar para arrepentirse o confirmar que
estaba en lo correcto.
Ella me mira expectante, temiendo mi respuesta, yo sujeto su mano a través de la mesa y la ciño
con fuerza. Linda sabe que no puedo dar más, pero se conforma. Me sonríe y besa el dorso de mi
mano con adoración.
—Y, ¿cuándo es la boda?
Entonces sus ojos se iluminan. Comienza a plantearme los distintos escenarios, con la distinta
comida y los distintos manteles. Lógicamente la acompañaré a que se compre un vestido, a la
prueba del pastel y haremos algo parecido a “entregar a la novia”.
Sonrío.
Recuerdo ahora aquel papel, donde escribí, con la inocencia de un niño, que amaba a mi mamá y
que era mi novia.
Y entonces, vuelvo a sonreír.

La noche bohemia sigue su curso. Hay poca clientela. Peor aún, ningún cliente ha accidentalmente
rozado mi mano dispuesto a acompañarme al baño.
—No te vi en la fiesta, Frank — dice mi rubio compañero con una sonrisa en su amable rostro lleno
de barba.
—Yo tampoco a ti, pero estuvo bien, ¿no?
—Más que bien, conseguí a una linda chica esa noche — elevó los hombros—, pero yo quería
conocer a tu príncipe.
Golpeo con sutileza su hombro y niego con la cabeza, Bob se aleja sonriendo. Vuelvo a mirar a los
clientes sentados frente a la barra. Hay un hombre que nos visita regularmente en la noche de
bohemia, una pareja que ya tiene dos semanas viniendo, y un hombre de alborotado afro que
siempre está alejado, mirando hacia todos lados y hacia la nada a la vez.
Mientras preparo otro Martini seco, no puedo evitar pensar que hay cada cliente extraño… como
extrañas son las personas en general; el concepto de normalidad está muy sobrevaluado.

Hacia la media noche escucho una canción de “The Rasmus” sintiendo la vibración contra mi
trasero; hago muecas a Bob y me alejo hacia los baños para contestar.
Ni siquiera me fijo en el nombre, sólo pienso que quien sea que me haya llamado ya ha tenido que
esperar bastante.
— ¿Diga?
—Hola, Frank.
Entiendo que las coincidencias no existen, porque sería mucha ‘maravillosidad’ en este mundo,
pero esa fuerza suprema sí que me ama, porque nada más acercarme al baño encuentro mi
oportunidad. Es de cabello castaño oscuro, corto peinado hacia arriba, sonrisa de medio lado y
hoyuelos en las mejillas.
—Hola —. Así que respondo, con una sonrisa que seguramente mi locutor no verá, pero el de los
hoyuelos sí.
—Dime, ¿tienes algo que hacer mañana por la tarde?
—No — respondo de prisa—. ¿Por?
—Quisiera que habláramos.
Asiento con la cabeza, y luego recuerdo que Gerard no puede ver y que esta conversación no es
con un castaño; así que respondo con sonidos.
—Claro, ¿dónde te veo?
—Yo paso por ti.
—De acuerdo.
Sin despedidas termino la llamada. Mejor así, a Gerard no le importa, y a mí tampoco en este
momento.
No soy bueno haciendo planes, pensar en mi pasado normalmente me quiebra, así que trato de
pensar en el presente, en el día a día dejándome sorprender. He decidido que tomaré todas las
oportunidades, como ésta.
Me quedo en silencio mirándolo, hasta que él hace la primera jugada, sus manos se colocan en mi
pecho y eleva una ceja, como si preguntara; yo asiento con la cabeza. Me dice que su nombre es
Logan. Entonces pienso que ésta no será una espantosa noche, después de todo.

Regreso de correr. He tomado una ducha y ahora me dispongo a comer con Betsy. Hoy no hemos
hablado, ella ha bebido su agua y yo mi ensalada en completo silencio.
Supongo que debo dejarla descansar, ahogar mis penas de otra manera. Dejar respirar a mi pobre
helecho. No enciendo el televisor, ni el radio, y apago mi cerebro hasta sólo dejar las funciones
elementales de masticación.
Y me quedo en paz…
Hasta que el timbre de la puerta hace su aparición.
Con un gruñido dejo caer el tenedor, hago que la silla rechine cuando la arrastro para salir al
encuentro con la persona detrás de mi puerta.
Abro para encontrar frente a mí a Gerard Way, aún con la bata, pero con jeans y tenis ‘converse’
en tono negro.
Sin saludos o palabras amables, se adentra en mi departamento sin esperar invitación. Se deja
caer con despreocupación sobre el sillón soltando un suspiro agotado al recostarse contra las
almohadas.
—Ha sido una guardia muy intensa.
Como parece haber confianza, no digo más. Me retiro hacia el comedor para seguir con mi
ensalada.
A veces me sorprende y me cautiva ese cinismo suyo. Todo está bien; como si nada ocurriera y
puede venir a tirarse sobre mi sofá porque dice que está muy cansado.
Es gratificante estar con una persona constantemente y que ésta olvide voluntariamente los
encuentros anteriores; eso la convertiría en una persona nueva cada día, lo que en teoría es
genial.
— ¿A dónde iremos? —Pregunto mientras dejo el plato en el fregadero.
No escucho respuesta, por lo que sin lavar, me dirijo al sillón para encontrar a Gerard con la boca
abierta, los brazos extendidos y lanzado ligeros ronquidos.
—Así que realmente, ha sido una guardia muy intensa.
No me molesta que Gerard me mienta; siempre he creído que la verdad te la ganas, con la
mayoría de las personas, porque hay unas que la expulsan como vómito sin que las puedas
detener, eso es una gran cualidad a mi parecer.
Otras personas, como yo, nos guardamos todo y también es nuestro privilegio decidir con quién
nos abrimos y con quién mantenemos la indiferencia. No me molestan los silencios, ni que no me
diga cada cosa que cruza por su pensamiento.
«Así que puedes mentirme, Gerard, pero por cada verdad… hay algo que brilla.»

Media hora más tarde, el agotado doctor abría los ojos y movía su cabeza ubicándose como un
niño pequeño que busca a su madre. Me arrodillé a su lado para sujetar una de las manos que se
aferraba al aire.
—Hey, ¿cómo estás?
—Lo siento, no quería quedarme dormido en tu sofá.
—No importa — digo y le hago recostar nuevamente—. Puedes lavarte la cara en el baño, e
incluso tengo un cepillo de dientes nuevo detrás del espejo.
Solté su mano y me puse de pie; durante la media hora me entretuve cambiándome de ropa y
mirando la televisión.
Estaba preparando mi uniforme de trabajo, dejándolo sobre la cama cuando sentí unas manos
sobre mis caderas y un beso en mi nuca.
—Ya estoy despierto, ¿listo para salir?
Asentí con la cabeza sin sentir un escalofrío o ansiedad. Bajamos hasta su auto. Gerard no
enciende la radio; dejamos que un silencio llene la atmósfera y yo confío en él, dejándome llevar.

Estacionamos en una esquina, frente a una heladería que luce ligeramente vacía; frente a ella
estaba un pequeño parque, con algunos niños en los juegos, parejas en las bancas y algunos
adolescentes reunidos en la cancha de básquetbol.
—He tenido antojo de helado por semanas — me confiesa antes de que entremos al local.
De inmediato, Gerard pidió una copa grande, con chocolate, mermelada, algunas cerezas y más
chocolate. Yo elegí la vainilla, y al dar la primera probada, gemí de placer.
Nada como un buen helado para gemir.
—Entonces, ¿de qué querías hablarme?
—De nada — Gerard eleva los hombros—, sólo quería salir y tomar un helado, ¿o es que acaso
tenemos algo de qué hablar?
Lo miro en silencio. Su lengua sale de su boca para lamer la cuchara y con el cinismo en su máxima
expresión yo niego.
—No, nada de qué hablar.
Entonces hay plática irrelevante, donde Gerard me cuenta de forma cortante de sus internos y
nada más; tan alejado de la realidad que yo manejo la conversación y eso sí que es una novedad.
—Y mi madre se casará — le digo cuando ya vamos a la mitad de la segunda ronda de helados.
—Eso es genial — sonríe—. ¿Serás el que le sostenga la cola del vestido?
—Sí, creo que sí — río.
—Creo que yo seré tío… está por confirmarse, pero al parecer mi cuñada está embarazada —
suspira y deja caer su cuchara—. Dios, me estoy poniendo viejo.
Me gusta este Gerard tan relajado. Sin buscarse tantas respuestas complicadas, sólo dejando salir
lo primero que piensa, como si realmente necesitara desahogarse.
—Gerard, ¿podría preguntarte algo?
—Dime.
— ¿Cuál es tu película cursi favorita?
Gerard come otro bocado y luego frunce los labios como si estuviera pensando en su respuesta.
— ¿Por qué quieres saber?
—Hope me preguntó por mi canción cursi favorita para el estudio, yo quiero saber sobre tu
película.
—De acuerdo —, asiente con la cabeza.
—Pero no me digas que es Titanic, por favor, ¡qué no sea Titanic! —Probablemente sea el azúcar y
lo helado en mi sistema, porque no hay otra explicación para mi comportamiento tan
extrovertido.
Por fortuna Gerard niega logrando que de mi boca salga un suspiro de felicidad.
—Es un secreto, acércate —. Me inclino sobre la mesa hasta que nuestras caras no están tan
separadas—. Es Moulin Rouge.
— ¿En serio? —Me alejo—. ¿Por qué?
—No lo sé— responde el doctor elevando sus hombros—, posiblemente porque tengo una fijación
con la voz de Ewan McGregor.
Apruebo el comentario con un cabeceo y entonces miro a través de la ventana. Unos niños juegan
en los columpios.
—Y entonces, ¿cuál es tu canción favorita? —Pregunto aún sin mirarle.
No responde los primero segundos; por lo que le miro, encontrándome de frente con esos ojos
verdes.
—No te lo diré — me dice—. ¿Qué tal si algún día te la dedico? —Gerard suelta una carcajada y
aleja la copa vacía hacia el centro de la mesa.
—Tal vez…

Salimos del local cuando el atardecer se dibujaba en el horizonte. Elevé la mirada para ver el cielo
pintado de la naranja y las nubes amarillas. Gerard se coloca frente a mí y toma mi rostro entre sus
manos para que deje de mirar al cielo y me enfoque en su rostro.
— ¿Quieres que demos una vuelta por el parte, o quieres ir a otro lugar?
Me sorprende su amabilidad y me perturban sus acciones.
— ¿Por qué? —Pregunté sin haberlo planeado. Fue tan espontáneo que parecía más una
necesidad de dejar salir esas palabras de la prisión en mi cabeza.
— ¿Por qué, qué?
Ahora no había vuelta atrás, yo había empezado, y era yo quien debería terminar.
—Porque quieres pasar tiempo conmigo si no nos hemos visto en tanto tiempo, no tengo consulta,
ni necesito pastillas… Te noto distraído y… ¿Qué pasa, Gerard?
Las manos en mis mejillas se alejan y sus pasos le llevan hasta el audi. Yo le imito, porque no
planeo quedarme en esa esquina.
Dentro del coche, esconde su rostro entre sus manos antes de mirarme.
—No lo sé — medio sonríe con nostalgia—. No lo sé, Frank, es sólo que… Perdona. No sé lo que
me pasa.
Y vuelves a mentir, Gerard Way, porque todos sabemos qué nos pasa, todos sabemoss por qué y
cómo es. Sólo nosotros mismos podemos describir lo que sentimos. Sólo quienes sufrimos
conocemos el rostro del dolor. Pero la verdad se gana…
—Sólo quería pasar el día contigo, y ¡diablos! —Se jala el cabello—, sé que no tengo derecho a
pedirte muchas cosas, que tal vez esté jugando con tu tiempo… perdona, sólo no me encuentro
bien el día de hoy.
Él mira hacia el frente, donde esas personas salen para reunirse en el parque y dar una vuelta,
pasear a la mascota, o disfrutar de un helado.
Yo creí que éramos algo parecido a los amigos, que te admiro, te conozco y hay una ligera
confianza. Tus ojos hablando por ti, Gerard. Necesitas ayuda. Vienes a mí, y yo, ¿cómo debo
actuar?
Acaricio tu cabello y tú me miras.
—Creo que me han dado ganas de ver Moulin Rouge —, digo.
—Podemos rentarla.
—Sería genial.
Y todo está bien.
En su casa, con palomitas, refrescos de dieta y un musical muy romántico recostados sobre su
cama. Es mi segunda vez en la habitación, con intenciones totalmente distintas a las anteriores y
ahora puedo apreciar que todo luce como él.
Que incluso su habitación huele a Gerard y que con cierta vergüenza tendré que confesar que he
hundido mi nariz en su almohada. Todo es Gerard, y por primera vez, alejado del fuego y las ansias
de la pasión, soy consciente de su espacio y puedo disfrutarlo.
A mitad de la película estoy sentado apoyado contra el respaldo de la cama. Gerard se ha acostado
y mira embelesado hacia el televisor de pantalla plana.
Al terminar, mi cabeza se apoyaba sobre el pecho del doctor mientras que su mano se recargaba
contra mi hombro. Ewan McGregor lloraba desesperadamente por la muerte de su amada, al
tiempo que yo sentía más estrecho el espacio entre nuestros cuerpos.
No pude elevar la cabeza para verlo, pero sentí la irregularidad de su respiración y un ligero hipido,
porque claro, Gerard Way jamás lloraría.
Con fuerza me apreté a él y le brindé el consuelo que Gerard y el pobre de Christian necesitaban.

Minutos más tarde el abrazo se afloja y los créditos están por terminar.
— ¿Te llevo a tu casa? —Pregunta. Yo asiento, aún sin quitar mi cabeza de su pecho. Pero el
momento llega, y me coloco de rodillas en su cama mientras él abrocha sus tenis. Entonces le
volteo el rostro y le beso.
Nuestros labios se acarician y mis manos recorren sus brazos de arriba abajo. Abro la boca y aspiro
su aliento, él tiene los brazos laxos a cada lado de su cuerpo, cediendo el control.
Finalmente juego con su lengua, la saboreo con mis labios, luego la enredo con la mía. Succiono
para darle un ligero mordisco antes de dejarla ir.
«Es el final perfecto, para una cita perfecta», pienso como adolescente.
Gerard medio sonríe y sé que todo ha valido la pena.
« ¿En qué momento comencé a vivir por ver una señal de bienestar?»

En “La Madonna” es noche de salsa. Eso es bueno, porque la gente parece más entretenida en
bailar que en pedir tragos.
Lo que es bueno porque puedo perderme en mis pensamientos insulsos mientras finjo que
escucho lo que Rebecca dice.
Entre las personas que bailan y las luces coloridas avanza un hombre que conozco. Una cabellera
de negra y larga se dirige hasta la barra y yo me le quedo mirando sin poder creerlo. Sus ojos
azules brillan al compás de la iluminación y en su sonrisa se dibuja una típica sonrisa de sarcasmo.
—Hola —, dice cuando llega hasta mí, y yo respondo con la misma palabra—. Esto es lo
maravilloso de tener amigos en común, ¿sabes? Porque pensaba marcarte, pero un chico me lo
quitó. Intenté detenerlo, pero choqué contra un poste y hasta ahí quedó mi persecución.
Él se ríe y yo sonrío contento po su naturalidad y espontaneidad.
— ¿Whisky? —Ofrezco y él asiente.
Cuando la bebida cae contra él, Jared sujeta mi brazo y se empuja hacia adelante, nuestros rostros
se acercan y besa mis labios de forma hambrienta y rápida. Sólo unos segundos que me hacen
creer que la noche será muy agitada.
—Salgo en dos horas —, aviso.
—Entonces ten a la mano el whisky.
Sonríe y yo cabeceo. Qué buena noche se avecina…

Me besa el cuello y sé que ha dejado una marca, eso definitivamente no está bien; las marcas son
algo personal, son recuerdos en tu piel que luego tienes que ocultar o explicar a quien los note.
Le alejo de mí con fuerza y hago que su cuerpo caiga sobre mi cama. Me siento a horcajadas sobre
él y Jared me toma de los muslos para empezar una danza que a ambos nos hace jadear y femir de
la ansiedad.
—Y, ¿cómo está tu novio? —, «perfecto momento para hablar», pienso y suelto un bufido.
—No es mi novio —, respondo pellizcando sus pezones y lamiendo el lóbulo de su oreja. Jared
gimotea y yo empujo con mayor ahínco mis caderas contra él. No es mi novio y no lo he visto en
días, podría agregar, pero eso a Jared qué le ha de importar.
Nos desnudamos con mayor rapidez, nos acariciamos, me rasguña la piel y yo le muerdo los labios.
El escritor que crea amores y romances eternos no parece querer crear en este momento ningún
escenario dulce y tierno; es más bien un momento animal.
Una necesidad imperiosa que ha poseído nuestros cuerpos.
Le tomo con mi boca y él solloza. Se retuerce y estruja las sábanas de mi cama. Arroja las
almohadas cuando la lujuria le hace gritar, y yo quiero reír por su comportamiento. Jared es
apasionado y ruidoso, al parecer. Mi lengua se desliza más allá de sus testículos, lamo alrededor y
penetro su cuerpo con ligeras embestidas.
— ¡Mierda! —Grita mientras uno de mis dedos ya empieza a adentrarse.
Esa noche me adentro en el escritor de ojos azules, quien con las manos y las rodillas sobre el
colchón, pide por más y gime para mí de una ruidosa manera. Luego le siento dentro de mí y me
aferro a él como un niño a su osito Teddy.
Jadeamos y la habitación se impregna de todos nuestros sonidos, de todos nuestros olores y del
increíble recuerdo de una noche en la que me permití tener confianza.
Confianza de llevarle hasta mi cuarto, dejarle entrar en mí y cerrar los ojos cuando todo ha
terminado.
—Esto sí que ha sido inspirador —, me dice lanzando un suspiro. No respondo y continúo con los
ojos cerrados.
Tiempo después vuelvo a oír su voz, baja, masculina y tranquilizante, canta una canción.

“Lie awake in bed at night


And think about your life.
Do you want to be different?
Try to let go of the truth
The battles of your youth
Cuz this is just a game.

It's a beautiful lie


It's the perfect denial
Such a beautiful lie to believe in
So beautiful, beautiful it makes me”

Arrullado por su voz, me quedo dormido.

XII. La esperanza.
Uno se ilusiona con la idea de ser amado por la persona que nos encanta, y decimos “¡es posible
que logre gustarle!”.

—Sí, ¿diga?
La voz apenas me sale, porque acabo de despertar. Mi celular vibraba como desquiciado y mi
mente como en automático lo tomó, oprimió el botón verde y lo acercó a mi oreja.
— ¡Hola Frank! Soy Sarah —. Eso había quedado claro con el primer grito—. Sólo llamo para
recordarte que hoy es el segundo escaneo cerebral, te esperamos en cuanto te despiertes — dice.
Luego escucho una risita.
—Sí, gracias —murmuro con el rostro hundido en la almohada.
—Y Frank… —su voz se vuelve seria—. Creo que deberías iniciar una terapia con Hope. Ella es muy
buena y te ayudará a salir de esa no depresión. Gerard lo ha notado, pero esto no es por él; esto
es por ti y porque estés mejor. Por favor, piénsalo, necesitas dejar muchas cosas atrás para poder
seguir adelante.
—Sí, lo voy a pensar —. Contesto sin entender lo que ha dicho, sin poner demasiada atención,
pero ansiando que se calle y yo pueda volver a dormir.
Nos despedimos con un “nos vemos pronto”, pero odio mi falta de capacidad para volver a dormir.
Entonces giro en mi cama recordando apenas que no dormí solo. Sin embargo, el lado que supone
tendría que estar ocupado, está vacío y frío, aunque hay una nota pegada a la cabecera, escrita
con tinta azul y en una servilleta: “Gran noche. Tengo trabajo.”
Con la firma de Jared. No es muy explicativa, ni muy romántica ni muy divertida. Es concisa y hace
que lo de ayer se vuelva una realidad en mi mente.
Me estiro sobre la cama lanzando un suspiro, otro día más que empieza con mi celular
interrumpiendo mi sueño de belleza, pero todo sea por la ciencia.

Ingreso con el vaso de café vacío para ver frente a mí, como una familia esperando al hijo menor, a
Sarah, Hope y Gerard de pie tras al sofá.
La primera en gritar un saludo es Sarah, cuyo alborotado cabello rizado se mueve de un lado a otro
cuando me abraza con fuerza.
—Hola, Frank, ¿cómo estás?
—Con sueño —, confieso.
Sarah se ríe y a nuestras espaldas, Hope y Gerard sólo nos miran sin entender.
— ¡Gee! Deberíamos salir todos juntos, ¿no crees?
Sarah me suelta y ahora corre hacia su amigo para aferrarse a su brazo, mientras que, como niña
pequeña utiliza palabras como “ándale”, “di que sí, di que sí”. Insiste por segundos, hasta que el
doctor le responde que sí.
—Anda, ruidosa —dice Gerard—. Tenemos que comenzar.
Entonces Sarah toma la mano de su novia psicóloga y dando ligeros saltitos entran en la cabina.
—Hola —me sonríe—. Perdona eso.
—Creo que ya me estoy acostumbrando.
Nos miramos en silencio por unos instantes, sus ojos lucen tan tranquilos y cálidos, que me
sorprende; es como si trataran de decir algo más.
Mi boca se abre cuando la suya también lo hace, pero a diferencia de mí, de la suya emanan
palabras que me dejan descolocado.
—La pasé bien el otro día —me dice sonriendo—, lamento no tener tiempo para volver a repetir,
he tenido algunos problemas en el hospital.
Doy un cabeceo, dando a entender que comprendo y no juzgo, pero sin darle importancia. Ahora
importa ese cosquilleo en el estómago y la sonrisa que aflora sin esfuerzo y sin pastillas. No hay
nada comprometedor, palabras tiernas o promesas de amor, pero hice que se sintiera bien; que
olvidara lo que le inquietaba esa tarde.
«Le hice feliz». Entonces creo sentir algo muy parecido a eso en mi mente.
Su cuerpo se acerca al mío y siento un escalofrío. Sus manos toman mi rostro y percibo muy
calientes mis mejillas.
Se inclina hacia mí y sin más preámbulos, nuestros labios se acarician. Se mueven uno sobre el
otro en una suave caricia donde cedo el control dejando mi boca abierta, totalmente expuesta a
cualquiera de sus deseos. Pero Gerard prolonga el momento, acaricia y lame con parsimonia. Bebe
de ese beso como un sediento y yo me derrito como un cubo de hielo bajo el sol.
Nos separamos con suavidad. Su mano acaricia mi nuca con gentileza y nuestros labios tiemblan
ante la separación. Abro los ojos lentamente para perderme en el espejismo que representa
Gerard con el rostro relajado y los ojos cerrados, los labios brillantes y la cara normalmente pálida,
ahora adornada por un encantador sonrojo.
—Tienes que entrar — susurra mirándome. Los ojos verdes que ansiaba ver están ahí, brillantes y
tranquilos. Hermosos, como siempre.
Asiento, todavía embelesado por la dulzura de nuestro encuentro, pero sin indagar en lo que
podría significar. Vivir el momento tiene más peso por ahora. Vivir el momento hace que sienta un
cosquilleo en el estómago y que con ansiedad subiendo por mi garganta, me recueste sobre la
pequeña cama para después cerrar los ojos.
Antes de que se escuche el sonido del aparato funcionar, el mundo parece un buen lugar, y el
momento, adecuado para estar.

El sonido de un piano se escucha sobre el ruido del tomógrafo.


Una melodía conocida y de pronto, la voz del cantante, cantando la letra que yo sabía de memoria.

Some say love it is a river that drowns the tender reed /


Algunos dicen que el amor es un río que ahoga la tierna caña

Some say love it is a razor that leaves your soul to bleed. /


Algunos dicen que el amor es una navaja que deja tu alma sangrando.

Some say love it is a hunger an endless, aching need. /


Algunos dicen que el amor es como el hambre, una necesidad de dolor sin fin.

Cuando desconoces el sentimiento más universal y común del mundo, sólo te queda imaginar.
Mirar cada película buscando suponer qué sentirán los personajes. Sólo me queda sospechar que
sufren, porque lloran cuando el ser amado se aleja. Sólo puedo imaginar que son felices cuando
ríen y se besan y sólo me queda creer que existen los finales felices.
Sólo me queda escuchar canciones que hablan del amor, que lo definen desde todas las
perspectivas… tratando de definirlo en mi mente. Mientras escucho y recuerdo cada palabra, trato
de definir el amor con recuerdos mezclados de mi pasado, con mi madre abrazándome, con mis
ilusiones aplastadas y con esa primera vez en que los antidepresivos tomaron el control.

I say love it is a flower, and you it's only seed. /


Yo digo que el amor es como una flor, y tú, eres sólo la semilla.

Entonces sonrío.
Cuando entre la maraya de pensamientos aparece una definición, que se transforma en el rostro
del doctor de ojos verdes.
«Puedo imaginar, pero no quiero salir lastimado por ello…»

La canción continúa. El rostro se pierde y la letra se vuelve sin sentido. Me relajo, escuchando que
la máquina siga con sus ruidos normales, hasta que la melodía termina y aparece en una pantalla
una imagen. Gerard y yo, besándonos como si el mañana no pudiera llegar.
Primero, me preguntó quién tomó la fotografía. Luego, me preguntó cómo a alguien se le ocurrió
colocar una pantalla en este tubo gigante. Luego, recuerdo esos labios; es lengua y esas manos
dentro de mi pantalón.
Dios. Ansío sus manos, ansío su boca. Ansío su fría saliva y el camino de ésta a través de mi pecho.
Increíble y desesperado, pero casi consigo una erección con sólo mis recuerdos.
Afortunadamente, la fotografía desaparece, la máquina gime otras veces y entonces la camilla
regresa a su lugar.
Me siento acalorado y desorientado. Los sentimientos se multiplican cuando Gerard me espera
con una jeringa en la mano.
—Necesito una muestra de sangre —dice y avanza hasta mí.
Le ofrezco mi brazo y él hace la limpieza necesaria, clava la aguja en mi piel para succionar mi
sangre cuando todavía siento este calor en mi pecho y el cosquilleo en mi entrepierna.
Miro el líquido rojizo y luego el rostro de concentración de Gerard.
Llega a mí una revelación.
Hay más testimonios del amor siendo una navaja que una flor. El dicho es claro: ‘el amor duele’, y
si esa pequeña aguja perforando mi piel me molesta en extremo, ¿cómo se sentirá una navaja
dejando tu alma sangrar?
No.
Definitivamente no.
No quiero el amor.
«Soy tan cobarde. Y estoy tan confundido.»

Gerard obtuvo su muestra y yo mi conclusión. El doctor me sonrió para decir “qué buen paciente”
mientras pasaba la torunda con alcohol por segunda vez para detener el sangrado.
La puerta se abre en ese momento y una excitada Sarah corre a abrazarme.
—Tenemos que celebrar —dice—. Gerard no tendrá guardia y deberíamos salir a cenar, ¿qué les
parece?
Gerard le mira con infinita ternura y paciencia, como si su amiga de cabello alborotado y ojos
verdes fuera un gran tesoro que apreciar.
—Sé que me vigilas, cariño —dijo—, que sabes mis horarios, pero hice un ajuste para ir esta tarde
y salir a media noche para ahorrarme otra guardia.
El puchero que hizo Sarah en respuesta fue exagerado e hizo a Hope lanzar una pequeña risita.
— ¡Pero Gee!
—Hagamos un almuerzo —respondió el doctor.
Definitivamente, es como si Gerard no pudiera negarle nada a su amiga, que luce más como una
niña emocionada que como una gran antropóloga.
—Claro, en el lugar de siempre —apoya Sarah y luego me mira—: te daré la dirección, Frankie.
Asentí con simpleza, temiendo que al decir no pudiera condenarme a una eternidad de pucheros,
abrazos y gritos. Demasiado para unos oídos normales.
Quedamos entonces ir a las nueve de la mañana a una cafetería al centro de la ciudad. Y tal vez,
deba revisar mi retórica, porque “quedamos” no es correcto, de hecho, ellos sólo me dijeron el
lugar al tiempo que asentía torpemente con mi ineptitud natural y por mi timidez tradicional. Fui
invitado como si fuera un amigo más o un pobre hombre desesperado que necesita ayuda para no
ahogar su patética existencia en antidepresivos y malas noticias.
Cualquiera que fuera la excusa, yo ya tenía una cita, lo que implicaba reducir el número de mis
horas de sueño.
«Ojala valga la pena».
Gerard guardó mi sangre en un tubo y luego dentro de una pequeña mochila. Se fue sin dar más
detalles. Luego de que Sarah me abrazara una vez más y Hope me diera un beso de la mejilla yo
también partí sintiéndome mareado. Pero como todo está en la mente, trataré de pensar que
estoy bien, que todo es normal y el Sol sale cada mañana.
—En verdad deberías considerar la terapia, Frankie.
Asentí sin darle mucho interés y cerré la puerta tras de mí.
Nadie me llamaba “Frankie” desde mi infancia cuando las niñas tenían interés en mis ojos, o en mi
cabello o en mi soledad. Me preguntaban “por qué estaba solito”, y cuando el tiempo avanzó,
dejaron de preocuparse y yo dejé de ser Frankie.
Supongo que eso siempre pasa. Que es parte de la naturaleza humana perder interés, lo curioso
en mi caso fue la sincronía en que todos los que me rodeaban lo perdieron…

Esa tarde llegué temprano al trabajo.


Limpié mesas, barrí el piso y comencé a mover cajas con bebidas alcohólicas.
Incluso mi jefe, el señor Bryar (sí, tío de Bob) festejó mis ánimos y pasó desapercibido ese vaso
que se quebró gracias a un ligero mareo y a mi normal torpeza.
El negocio iba bien. La Madonna resultaba un lugar llamativo para público de todas las edades; la
decoración renacentista le daba un toque elegante para las personas de mediana edad que
quisieran alardear de cultura o para tener un agradable encuentro de negocios. Que se tuviera
como especialidad todo tipo de martinis era para que las jóvenes se sintieran elegantes y
conocedoras del alcohólico mundo; y que hubiera días en que la música fuera suave hasta
momentos en que no se deja de mover el cuerpo con la salsa, ofrece variedad de diversión para
los clientes.
Caí aquí (por decirlo de algún modo) guiado por un anuncio amarillo que decía “se solicita
camarera y barman”. A pesar de que mi experiencia fuera nula, con unos minutos de
entrenamiento y comprensión de un señor canoso y ojos grisáceos, obtuve el puesto donde conocí
a Paolo y a Rebecca, logrando que mi vida monótona y poco parecida a las películas empezara.
Y continúa.
Y eso está bien.
La seguridad de la monotonía…

Bob Bryar llegó minutos después de que terminara de pulir la barra. Y digo pulir, porque haber
pasado tantas veces el trapo sólo podía provocar que la madera brillara exageradamente.
—Hey —me dijo el rubio, mostrando su sonrisa de medio lado.
—Hey —respondo y estrechamos nuestras manos.
—Tengo algo que decirte.
La limpieza se detiene para recargar mi cuerpo contra la barra. Los codos suben sobre ésta y
sostienen mi cabeza para mirar sus ojos azules. Bob tiene el cabello crecido con la barba algo
descuidada. Su vestimenta de rapero sigue ahí, con pantalones y camisetas holgadas, cómodas y
con extraños dibujos al frente.
— ¿Qué pasa?
—Me voy de aquí. Hoy es el último día que trabajo en La Madonna.
No respondo de inmediato, porque, bueno, no sé lo que pueda decir en momentos como este. Los
cambios aterran a todo el mundo, los cambios desestabilizan la cotidianidad y amenazan la
seguridad de la monotonía.
Este cambio significa perder a una persona importante. Un rapero de ojos azules con quien pude
establecer una conversación más larga que un saludo; incluso fui espontáneo un par de veces e
incluso, me hizo sonreír mientras yo le hacía reír.
—Pero…
—Mis vacaciones terminan y debo regresar a Miami para adelantar todos los trámites. Ahorré un
poco, pero es suficiente…
Asiento sin creerlo, pero aceptando la realidad.
Bob tampoco dice mucho más, pero cuando se lo cuenta a Rebecca está ya recibiendo un abrazo
afectuoso y muchos: “te extrañaremos”.
Yo también lo extrañaré, aunque mi boca no pueda decirlo.
«Realmente lo haré…»

Cuando es hora de cerrar, a pesar del cansancio todos se quedan para comer pastel de chocolate.
El señor Bryar (o como le gusta que le llamen, señor B. Y ahora entiendo el estilo rapero de su
sobrino) lo ha traído. Las chicas comienzan a repartirlo.
Le doy un ligero abrazo y él me pide que me cuide y que sea feliz con ms príncipe.
Yo pienso, cuando salgo de ese lugar y regreso a casa, que un nuevo capítulo se cierra, otra
persona especial que se aleja de mi vida.
« ¿Soy tan patético que no merezco a nadie a mi lado? ».

Despierto temprano, a pesar de no desearlo.


La alarma de mi celular es como un taladro en mi cráneo y poco me faltó arrojarlo contra la pared
de una buena vez. Afortunadamente para él, sólo apagué la alarma. Lanzando un bostezo me dirigí
a la ducha.
No pienso en nada, ni tengo ánimos para cantar. Sólo sigo como autómata la rutina sin
preocuparme cuando el shampoo cae a mis ojos. Es sólo otro momento en la ducha.
Salgo, me visto y sacudo mi cabello que para que las gotas de agua dejen de resbalar a través de
mi rostro. Tomo mi pastilla y sin dirigir ni una mirada a mi pobre helecho, salgo de mi hogar
notando que faltan diez minutos para la hora citada y un largo camino por recorrer en autobús.

Llego al lugar con apenas ocho minutos de retraso.


El restaurante es agradable y de arquitectura tradicional. Tiene una terraza, donde se ve a algunas
personas desayunar, con enormes vasos llenos de jugo de naranja y omlettes servidos en platos
anaranjados.
En las mesas, flores de grandes pétalos rosas adornan, rodeadas por otras flores pequeñas,
blancas y amarillas.
Y al entrar al lugar, pareces violeta claro y cuadros de paisajes verdes y lagos tranquilos.
Al final del lugar, una mujer de cabello rubio liso y perfectamente peinado me daba la espalda,
mientras que su acompañante, de indomable afro castaño oscuro y ojos verdes me sonreía.
— ¡Frankie! —Gritó y elevó su mano saludándome.
Asentí y me acerqué más a ellas. Yo preocupado por la impuntualidad, y el doctor Gerard Way no
hace su increíble aparición aún.
Tal vez sea obvio el movimiento de mi cabeza en un intento por localizarlo, o mis ojos perdidos en
la puerta de local esperando su gran entrada. Tal vez por eso Sarah me toma de la mano y me
sonríe cuando giro mi cabeza.
—Deberías ir a buscarle.
—Sarah —dijo Hope, como si fuera una advertencia.
—Cariño, tú sabes lo cerrado que es Gerard.
—Pero él dijo…
—Sé lo que dijo, Hope, pero yo puedo leer a Gerard perfectamente, y sé que Frank es diferente.
Los ojos azules de Hope me estudiaron, luego sus hombros se relajaron, como si se resignara a
perder esa batalla.
Yo no tengo ni idea, pero no es mi objetivo interrumpir la discusión silenciosa de dos amantes; ni
planeo estar en medio donde Sarah esté involucrada.
—Verás, Frank —nuevamente mi atención regresa a los ojos verdes de la antropóloga—. Gerard
habló conmigo hace unos minutos y dijo que no podría venir.
Y fue decepcionante.
Porque me levanté temprano, sacrifiqué sueño por él y por mi aceptación en el pequeño y poco
ortodoxo grupo para nada. Intenté cambiar la rutina para verla desperdiciada con una llamada.
Fue muy decepcionante.
—Dio algunas cortas explicaciones, pero lo más importante es que dijo que quería estar solo.
Si yo tuviera más confianza o no fuera yo simplemente, dejaría que mi mente hablara y me
pondría de pie, diciendo que a mí qué me importa lo que quiera Gerard, que yo regresaba a mi
casa a dormir, a saludar a mi planta y seguir con mi miserable forma de vivir.
Pero yo no soy así, y continué callado.
—Pero yo sé que no está bien, Frank. Gerard esconde sus sentimientos porque teme ser dañado,
pero en realidad, es una persona sensible y con buenas intenciones, ¿sabes? Es un artista
frustrado y un hermano amoroso. Tiene miedo de no ser siempre honesto con su pensar y de que
la gente lo castigue por hablar sin actuar.
>> Muchas veces intenta ser un súper héroe y se odia a sí mismo por no poderlo lograr, pero es
porque sólo es un humano, ¿me entiendes? —Me mira. Con intensidad y verdadera preocupación.
Yo asiento con la cabeza —. Seguramente me odiará por lo que te diré, pero conocerte le ha hecho
mucho bien, porque aunque no haya sido una gran diferencia, es diferente contigo, a como es con
los demás.
Los demás.
Intento no pensar en ese concepto y Gerard en una sola oración, porque algo se remueve dentro
de mí. Sé que soy un experimento, pero pensar en ser el único experimento no suena tan mal.
Quiero saber de los demás, pero una mirada azul y los labios apretados de Hope hacen callar a su
novia.
—Como sea, lo que importa, Frank, es que Gerard necesita apoyo, pero no de su vieja amiga que
le lee la mente. Creo que en este momento necesita de un casi amigo, casi desconocido que lo
acompañe a desayunar. Después de todo, es su comida favorita del día—. Me sonríe de forma
encantadora y sé que le he creído cada palabra porque sus ojos y sus facciones son sinceras, como
cada poro de su piel. Sarah libera felicidad, sinceridad y fuerza para ser quien es sin importarle los
demás.
Sarah es valiente y cree en el amor.
Sarah es una buena amiga.
Así que asiento nuevamente. Ella me dice que “está en casa”.
Me despido apenas con una palabra y un movimiento de cabeza. Sarah se encuentra feliz y Hope
resignada, pero con una sonrisa. Dejo el restaurante con una misión y esperanza.
La esperanza de que mi sueño sacrificado no sea en vano.

Golpeo su puerta cinco veces antes de escuchar algún ruido dentro del departamento. Después
de mis golpes pienso que hay un timbre y un comunicador y me preguntó por qué no lo he usado,
pero soy Frank Iero, ser despistado es mi especialidad.
Mi segunda especialidad, mejor dicho, la primera, ser miserable.
Gerard abre la puerta vestido con pantalones a cuadros de pijama y una playera blanca cubriendo
su pecho. Su cabello despeinado, y sus lindos ojos verdes algo rojizos, como si tuviera mucho
sueño, estuviera durmiendo, o hubiera llorado.
—Frank… —me dice—. Lamento no haber podido ir.
—Me debes un desayuno —respondo ligeramente confiado por nuestros encuentros cercanos,
nuestros besos y mi esperanza de ser amigos —. Pero no tienes aspecto para querer o poder
comer.
Gerard me sonríe y me deja entrar a su departamento, que huele su perfume y tiene sobre el sofá
algunas batas y corbatas.
Nos miramos en silencio.
—Raymond Toro —dice al fin.
Yo me acerco a él y asiento. Recuerdo ese nombre cuando por primera vez vi a Gerard no
controlar sus emociones. Su enojo salía a borbotones de su boca y ese doctor era el culpable.
La distancia que nos separa es mínima, y por primera vez me decido a tener el control. Sin
presiones o posibles desnudos, le beso en los labios mientras dejo caer las manos sobre sus
hombros masajeándolos suavemente.
Nuestros labios se encuentran con suavidad mientras siento a Gerard rendirse dentro del beso.
Cuando nos separamos, sonríe y yo hago lo equivalente con mi boca.
— ¿Una película?
—Claro.
Es la segunda vez que subo a su habitación sin intenciones sexuales.
Es la segunda vez que me recargo en su pecho y dejo que él me toque el cabello, pero es la
primera vez que dentro de mi mente hay una voz susurrante que me dice: “es él”.
Es cuando el enigma se presenta: ¿prestar atención o ignorar?

INTERLUDIO. Odio.
Gerard tiene apenas que cumplir con seis horas de guardia. Le parece ridículo e injusto pasar
media hora en el comedor, pero no es intencional, es todo gracias a Ian, de cabello rojizo, ojos
azules que son rodeados por pequeñas arrugas que se cierran cuando ríe a carcajadas y de origen
escocés. Poco a poco el acento se mezcla con el americano, excepto cuando está ebrio y saca esa
voz profunda y escocesa y habla de tartanes, verdes prados y más cerveza.
Ian está en el tercer año de residencia de neurocirugía y es algo parecido al mejor compañero de
trabajo que puede tener, porque es divertido pero profesional, callado cuando debe de serlo y
odia a Ray Toro.

—Hey Gerard, ¿has leído lo de los asesinatos?


Gerard no deseaba comer, pero el pastel de carne era una dulce tentación ante la cual sucumbió,
así que con la boca llena de pastel de carne y un poco de espagueti, cabeceó asintiendo.
—Tipos locos, ¿eh?
—Demasiado fracasados para conseguirse una vida. Deben arruinar la de los demás.
Esa mañana en la primera plana de periódico más popular, la historia que causaba controversia y
parecía volverse costumbre con tantos hechos habidos.
Alguien estaba asesinado a prostitutos asfixiándolos con sus manos.
Los hombres aparecían en oscuras calles apenas vestidos y con la espalda marcada con profundos
cortes. “Maricón”, escribía el asesino. A la fecha, y luego de siete víctimas, la policía no tenía ni un
sospechoso.

La comida terminó e Ian ingresó al quirófano, Gerard fue hasta el piso de neurología para
continuar su mini guardia. No esperaba encontrarse de frente con Raymond Toro, de bata blanca y
calzado deportivo, con el despeinado afro y una sonrisa de satisfacción.
—Way, qué bueno que te encuentro —dijo con alegría.
—Quién diría que me encontrarías en el piso de neurología, ¿verdad? —Trató de pasar a su lado
luego del sarcasmo, pero el imponente hombre se puso frente a él impidiéndole el paso.
—Tengo que hablar contigo —dijo esta vez con voz más seria.
—Pues tú dirás, Toro.
Gerard levantaba la mirada, porque Ray era definitivamente más alto, pero a pesar de su
apariencia y la incómoda situación, Gerard Way no se dejaría intimidar.
Tan fácil.
—Quiero que veas esto —murmuró en voz baja entregándole al doctor Way lo que parecía unas
simples fotografías.
— ¿Qué diablos es…? —La pregunta queda inconclusa cuando la imagen es analizada en su
cerebro y la respuesta llega por sí sola en milésimas de segundo.
En la imagen se visualizaba su rostro besando el de Frank; rodeados de personas en un bar.
Gerard recuerda exactamente el día en que ocurrieron los hechos, y ahora entiende qué demonios
hacía Ray Toro ese día, en ese bar. Creer que Ray Toro es estúpido es una cosa, ¿pero que sea un
acosador?
Tiene que haber otro motivo.
—Pienso entregarle una copia al director —sonrió macabro—. Seguro que le encantará.
— ¿Qué quieres, Toro? —Guardó las fotografías en el bolso de su bata —. Dudo mucho que al
director le importe una mierda lo que yo haga en mi tiempo libre; lo único que importa es que soy
un maldito buen doctor y hago increíblemente bien mi trabajo, así que ahógate en tu mierda de
vida y déjanos a los que sí tenemos una buena vida y una buena capacidad intelectual seguir
trabajando, ¿sí?
De un certero golpe lo apartó de su camino y continuó con su ronda, aún con las fotografías
guardadas en su bolsillo. Gerard le dio la espalda y jamás regresó la vista, si lo hubiera hecho,
notaría la mirada llena de furia de Ray Toro, el sonrojo en sus mejillas por la humillación de sus
palabras, o hubiera entendido la palabra que se abría paso a través de su boca, pero no salía en
forma de sonidos: Maricón, pronunció y dio media vuelta.

Ray Toro no olvidaba…

XIII. La confidencia

Se refiere a la conversación sobre intimidades. La intimidad se desarrolla en un proceso donde cada


amante será alternativamente locutor y sujeto que escucha. Para ser un buen locutor se necesitan
tres condiciones fundamentales: ser capaz de reconocer las vivencias propias, tener la voluntad y la
confianza necesarias para compartir las ideas y emociones íntimas, y disponer del vocabulario
requerido para expresarlas.

Alice corría a través del pasillo de cristal. Con cada nuevo paso una bala rompía los vidrios y un
nuevo sonido que hacía retumbar la habitación. Los rehenes están libres y ellos también se unen a
la batalla contra agentes de Umbrella.
Habré visto cada película de Residen Evil unas seis veces cada una, sin exagerar, porque me
agradan los zombies y Milla Jovovich. Si no me gustaran tanto los penes, podría gustarme ella, y
no, no tiene absolutamente nada que ver el hecho de que sus hombros sean anchos, la falta de
pechos o el que sostenga una pistola y sea indestructible.
El teatro en casa de Gerard es potente y hace que el cine quede en segundo plano, porque aquí,
uno tiene la posibilidad de acostarse, y qué mejor, dejar caer la cabeza contra el pecho de un
inteligente doctor de ojos verdes.
A pesar de que pudiera distraerme la acción de la película, la curiosidad es un sentimiento fuerte
que empuja las palabras a través de mi boca.
Inevitablemente, tengo que hablar.
— ¿Me contarás que pasó? —Pregunto. En voz baja e inseguro. Pero no hay respuesta.
Pienso que tal vez, Gerard se ha enojado; él no tiene que contarme nada si no quiere, y mis deseos
de intimidad pueden ser unilaterales. Entonces, esperar correspondencia sería demasiado
estúpido de mi parte.
Levanto la mirada y no me lo creo. Gerard está dormido, con todo y sonidos, mi peso y su estrés.
Y es así, como entiendo el por qué del enrojecimiento en sus ojos.
Con una nueva idea me levanto de la cama y dejo la película continuar.
Cuando yo me quedaba dormido con la televisión encendida, mi madre solía apagarla para que
“me relajara”, según ella, pero lo único que lograba era hacerme despertar.
Realmente no tengo idea del por qué me ocurría eso, pero si ya me había quedado dormido con el
ruido de la televisión, daba igual si continuaba encendida.

Bajé hasta la cocina y empecé a recorrer los estantes y el refrigerador.


Porque, después de todo, el desayuno fue el primer plan.

Escucho pasos en la escalera y le veo descender todo cabello alborotado, ojos medio abiertos y el
ceño fruncido. No me mira hasta que apenas unos pasos nos separan, y tampoco se detiene
demasiado en mí, porque de pronto su mirada se dirige a la barra para mirar el plato con huevos,
tocino y tostadas con mantequilla.
—Era yo quien debía el desayuno —me dice. Yo elevo los hombros restándole importancia, y él
corresponde acercándose al plato pasando de mí. Se sienta, empezando a comer. Yo le acompaño.
No menciono más, ni empujo la conversación. Quiero ir a su ritmo, aunque eso no signifique que
por mí mismo tenga un ritmo en las relaciones o encuentros sociales de cualquier tipo.
Pero espero. Espero y como, en silencio y a su lado.
Por increíble y patético que parezca, sólo con eso, con estar a su lado compartiendo un desayuno
improvisado, me sentía bien.
—Así que —su voz es la que interrumpe el agradable silencio y mi tenedor cayendo contra el plato
le hace segunda para terminarlo por completo.
No sé si hago lo correcto o me estoy inmiscuyendo en asuntos demasiado importantes.
No sé por qué el repentino deseo de obedecer a Sarah, y no sé, por qué prepararle el desayuno.
No lo sé; no lo quiero adivinar, no quiero pensar en él.
Pero miro sus ojos, y ahora no son sólo verdes, son…
—Tuve una mala noche —confiesa—. Estuve pensando toda la noche sobre lo que ocurrió.
Lo correcto y normal, hubiera sido que animara la conversación con un “¿qué pasó?”, con fingido
o real interés; el punto es que yo no soy normal ni entiendo de situaciones correctas, por lo que mi
estúpido cuerpo se limitó a reaccionar de mínima manera, sólo me quedé mirándolo.
«Y sí, soy un idiota».
—Él nos vio en el bar, el día en que el novio de tu amiga cumplió años —dijo y yo doy gracias al
cielo que él no sea un idiota como yo.
Pero cómo podría pensar eso, si Gerard es resolutivo, inteligente y encantador. «Enfócate en su
conversación».
— ¿Nos vio? —Repito como el gran idiota que soy.
—Besándonos —me mira—. Lo vi esa noche en el bar y traté de alcanzarlo porque noté su mirada
en mí con bastante insistencia, pero no lo alcance.
—Por eso desapareciste —murmuro. Tan bajo que Gerard no escucha, y eso lo sé porque mueve
su cabeza a un lado y hace esa mueca tan suya de confusión que en pocas ocasiones deja ver.
Niego con la cabeza, restándole importancia.
—El punto es que intentó amenazarme mostrándome unas fotografías con el momento
inmortalizado —medio sonríe—. Lo mandé al diablo cuando dijo que se las mostraría al director
del hospital, y yo realmente pensé que mi discurso haría efecto y dejaría el asunto atrás.
Gerard deja de mirarme. Sus ojos van hacia el plato, y lo que fue una sonrisa es ahora una risa
sarcástica, pero herida. Es una pequeña risa, amarga para sí mismo.
—Como si eso fuera posible —dice—. El director es un nefrólogo bien capacitado, con mucha
bondad pero poca paciencia. Su nombre es Charles Gallagher… —mira a la nada. Está divagando.
Entiendo que el recuerdo puede ser doloroso o tal vez, muy bochornoso, pero ningún gesto se me
ocurre para mostrarle mi apoyo. Tal vez tenga miedo de que me ría, de que lo juzgue o de que me
vaya de ahí; coloco mi mano sobre su hombro y lo aprieto ligeramente, porque no me iré.
Difícilmente creo que haya algo que Gerard pueda decirme que me haga alejarme.
No es mi antidepresivo, es mi vida de película…
—Como sea. Él fue bueno, habló conmigo con seriedad y en pocas palabras dijo que poco le
importaba lo que hiciera con mi tiempo y con mi lengua, pero que no aceptaría que esas fotos se
divagaran por todo el hospital con mi nombre al pie de ellas diciendo que estaba abusando de mi
paciente —me mira—. ¡Abusando! —Exclama y eleva las manos, los ojos se cierran y un bufido se
escapa a través de su boca en total gesto de indignación —. Como si yo realmente estuviera
dejando esas fotografías como pequeños folletos de oferta de supermercado.
>>Claro que le aclaré que no era mi culpa que se distribuyeran las fotos de esa manera, y que por
supuesto, la persona de la imagen no estaba siendo obligada a nada, y que por supuesto a él no le
tendría por qué interesar lo que hiciera con mi lengua… —suspira—. Dijo “Gerard, eres un maldito
buen doctor, no me hagas hacer algo estúpido. Cuídate”.
>>Deseaba con todas mis fuerzas gritar el nombre de Raymond Toro y decirle que él lo había
hecho, pero ¿quién soy yo? ¿Un neurólogo o un niño de preescolar?
>>No lo dije, no lo haré y ahora tendré que trabajar al mínimo error por un idiota que no tiene
vida y trata de vivir una a expensar de la mía.
Todo ha salido.
Lo veo cuando da un último suspiro, retira el plato lejos de él para dejar caer la cabeza sobre sus
brazos en la mesa. Mi mano sigue su hombro y ahora sube hasta ese cabello negro, largo, sedoso y
que genera cosquillas en la yema de los dedos.
—Mi trabajo lo es todo —dice aún con la cabeza enterrada entre sus miembros—, es lo que soy.
Yo niego con la cabeza ignorando el hecho de no ser visto.
—No lo es —aseguro acariciándole todavía el cabello—. Tú eres Gerard Way, eres un hombre
inteligente, seguro de sí mismo, arrogante sabelotodo y a veces amargado; y luego, eres un
doctor, pero eso no te hace la persona quién eres, sólo forma parte de todo lo que te compone
como ser humano.
Su cabeza se eleva y mis dedos pierden el suave contacto. Nuestras miradas se encuentran y busco
en el verde alguna crítica o seña sarcástica, pero ni una burla escapa de esa mirada o sale a través
de esa boca. Sólo me mira en silencio y luego asiente, muy lento con la cabeza.
—Gracias —susurra, pero igualmente escucho.
—De nada.
Podríamos decirnos más, estoy seguro.
Sus ojos guardan un secreto y mi boca sella mis verdaderos pensamientos. Ambos estamos
atrapados en esta burbuja de soledad que hemos creado como protección para el mundo real y
aunque queramos acercarnos, ese campo invisible nos detendrá.
Aunque por supuesto, existe la posibilidad que sólo yo intenté dar pasos para alcanzarlo. « ¿Para
qué?» dice mi mente, al fin y al cabo, el ciclo continuará, el vendrá otros se irán y yo seguiré
siendo una roca, que no se mueve, que no siente; una roca que si se pierde, nadie jamás
preguntará por ella, porque una roca es una roca, y hay miles de ellas que la pueden suplantar.
A una roca nadie la extraña.
Nadie se fija en la belleza de una roca.
Entonces, viva yo, y vivan las rocas…

*
Estoy planeando seriamente qué discurso usar para salir de ahí sin hacerme ver como un estúpido
y sin usar frases de odio a mí mismo o de desesperación.
Lo planeo mentalmente mientras veo a Gerard lavar la vajilla, pero me desconcentro,
perdiéndome en las formas de su cuerpo, en el ancho de su espalda y en mi imaginación que
dibuja sus piernas atrapadas en esos cómodos pantalones.
No puedo planear, ni mirar lascivamente a Gerard después, porque el timbre se escucha, y una voz
desesperada repitiendo el nombre del doctor me aterra por un momento.
—Es mi hermano —dice mirándome. Las esmeraldas de sus ojos cargadas de angustia.
Se detiene en su tarea de limpieza, dirigiéndose hacia la puerta seguido muy de cerca por mí. Abre
y en un instante, un castaño de lindos ojos verde olivo se adhiere al cuerpo del pelinegro como un
pequeño niño aferrándose a su oso favorito.
—No puedo —murmura el castaño junto a su cuello—. No podré hacerlo, Gee, seré un papá
espantoso.
Escucho sus sollozos, veo sus lágrimas y siento pena por él. Gerard cierra la puerta y abraza el
cuerpo del desconocido con infinita ternura. Yo me quedo detrás de sofá mirando en silencio.
—Tranquilo, Mikey, todo está bien —susurra tranquilizador besando la cabeza de ese hombre que
parece tan pequeño envuelto en esos brazos.
El sonido del teléfono interrumpe la escena y Gerard intenta liberarse de esos brazos que aprietan
como tenazas de langosta.
—Sólo un segundo —promete. Resignado, el castaño le deja ir.
Gerard corre a tomar el teléfono. Yo veo al extraño dejarse caer contra el ventanal, a pocos
centímetros de mi lado. Suspiro.
No soy bueno con las personas y menos en situaciones en las que soy un invasor de la intimidad,
pero ese hombre llora y sufre tanto, que hasta un idiota como yo nota en cada gesto la
desesperación que carga. Necesito alejar a la impotencia. Necesito hacer algo.
— ¿Eres… eres hermano de Gerard?
—Sí —susurra. Voz nasal y ojos verdes mirándome con curiosidad rodeada de un aura de tristeza
que reconozco enseguida como la nube de oscuridad.
—Soy Frank —digo dejándome caer a su lado, lo suficientemente alejado como para no atentar
contra su espacio personal.
—Mikey Way —responde y desvía la mirada.
— ¿Qué ocurre, Mikey?
No contesta. Sólo gimotea más fuerte y hunde el rostro en las palmas de sus manos. Las lágrimas
se resbalan. Él se apega más al cristal, como si intentara fundirse contra él.
Ahí está. La nube negra intentando apoderarse de su vida, comprimiendo su pecho cortándole la
respiración y matando una a una las esperanzas.
Ahí está, la terrible depresión.
—Puedes decírmelo —susurro con la voz quebrada. Sólo un hombre que conoce esa oscuridad,
puede realmente hablar con otro que la tiene sobre sí. Sólo quien entiende el terror de esta
soledad con compañía puede dar consejos o intentar ayudar con más que drogas de colores.
Yo realmente creo en ello, y lo voy a demostrar.
—Mi esposa —susurra también—, está embarazada.
—Eso es genial.
—No —niega con la cabeza—, seré un mal papá, lo echaré todo a perder y él me odiará. ¡No
quiero que me odie!
Su rostro nuevamente se esconde y sus sollozos vuelven a quebrar algo en mi interior mucho más
importante que mi voz.
—Mikey —le llamo—, Mikey —repito esperando que sus ojos me miren—, Mikey —sigo
intentando, hasta que éstos lo hacen. El verde de esos ojos es claro y transparente, sin maldad o
furia, sólo tristeza e infinita preocupación.
— ¿Qué?
—Serás un padre excelente.
El llanto se eleva, así como mis nervios cuando un grito escapa de su garganta con desesperación.
— ¿Cómo puedes saberlo? Ni siquiera me conoces —dice.
Yo sonrío. Con sinceridad y sin esfuerzo, deseando internamente que esa buena persona frente a
mí se contagie un poco.
—Porque cualquier hombre que esté tan preocupado por ser un buen papá, es porque realmente
quiero serlo, y quien realmente quiere algo, siempre lo logra.
El llanto se detiene como por arte de magia como cuando las nubes caminan y el Sol por fin
calienta sobre nuestras cabezas. Su rostro se ilumina cuando sus labios se alargan y las comisuras
se elevan.
Sonríe.
Mikey sonríe haciéndome feliz, porque he sido yo quien ha ayudado a que esa sonrisa tan brillante
esté ahí.
—Gracias.
Quisiera abrazarle y perderme en ese contacto. Quisiera prometerle que todo estará bien, pero lo
que no quisiera, es que esta sonrisa que hace doler mis mejillas se vaya.
—Era Alicia —. Los pasos de Gerard y su voz rompen el mágico momento logrando que pierda mi
sonrisa, Mikey la suya, colocándose de pie en unos segundos —. Está preocupada por ti porque no
dijiste a dónde ibas.
—Voy a ser papá —asegura sin rodeos. Los ojos de Gerard se abren de la impresión, pero en pocos
segundos también lo hacen sus brazos para dar un abrazo apretado y cálido, como yo hubiera
deseado dar, o recibir.
—Eso es tan genial, Mikey.
—Estaba tan asustado, Gee —asegura abrazado a él—. De no ser un buen papá, de…
La voz se quiebra, pero ahora el llanto es silencioso, porque detrás de él, me mira con una
pequeña sonrisa y una mirada cómplice.
—Pero Frank me ayudó.
Gerard no lo suelta, lo aprieta más y susurra algo que tiene que ver con medicamentos, aunque no
logro escuchar con claridad. Mikey le empuja y asiente con la cabeza.
—No nos vuelvas a dar esos sustos, enano —le sonríe—, Alicia y tú serán los mejores padres del
mundo, y sus hijos serán los niños más afortunados por tenerlos.
—Te amo —asegura besándole en la boca. Un contacto labio a labio que se rompe en seguida y
deja a al doctor con una tierna sonrisa.
—Yo también.
Y me siento realmente avergonzado.
Avergonzado de ser espectador de una escena tan íntima entre hermanos.
Avergonzado por mirar ese lado adorable en Gerard y escuchar palabras que jamás pensé
pudieran salir de su boca.
Me siento avergonzado por no poder dejar de mirar y porque una lágrima se escapa por mi mejilla
sintiéndome realmente solo.
Me siento avergonzado, pero satisfecho por haber confiado en Sarah. Satisfecho por poder
comprobar que aquella frase dicha en el restaurante no era por exagerar las cosas o porque la
ceguera de la amistad le hiciera subjetiva.
Gerard realmente es “un hermano amoroso”, y yo, una persona muy afortunada por poder
participar, aunque sea como público, en tan mágico momento.

Mikey se había ido escoltado por su mujer que era bastante agradable, educada, no gritona y
físicamente muy linda, castaña y de aspecto infantil.
Al quedarnos solos, el abrazo que el doctor me dio me sorprendió, pero no por ello no
correspondí, después de todo, era mi ansiado abrazo.
Lo apreté con tanta fuerza que incluso escuché un quejido, pero nunca me soltó.
—Gracias —susurró a mi oído.
Pensé que lloraría, pero no estaba dispuesto a avergonzarme hasta ese punto delante de él, así
que simplemente continué abrazándolo, hasta que una cancioncita desesperante hizo que nos
separáramos del susto.
Gerard removió dentro de las batas arrojadas sobre el sofá hasta encontrar su celular.
— ¿Diga?
No escucho la conversación porque Gerard se aleja hasta llegar a la cocina. Tampoco creo que sea
algo que deba de saber, ya me he metido demasiado en su privacidad como para aspirar a hacerlo
nuevamente con sus conversaciones telefónicas.
Regresa minutos después con la mirada perdida y el aparato jugando entre los dedos de su mano
derecha.
—Han cancelado dos citas —dice sin mirarme—. Un niño y un hombre de veintitantos años…
creen que puedo propasarme con ellos.
>> ¡Por el amor de Dios soy neurólogo, no proctólogo! ¿Qué podría hacer mientras les veo caminar
en línea recta?
No consigo decir algo, porque Gerard huye y mi sentido común también.
Cuando regresa está vestido con pantalones oscuros y camisa color olivo que realza el color de sus
ojos.
—Tengo que irme —dice—. No voy a dejar que sigan haciendo una tormenta en un vaso de agua.
Asiento y me acerco a la puerta junto a él; sin embargo, nuestros caminos se separan cuando él
aborda su auto y yo camino por la acera.
No hay más palabras, ni agradecimientos ni muestras de confianza.
Yo sé que Gerard está agradecido.
Y él debería saber que yo estaré con él como buen amigo.

Estar detrás de la barra organizando botellas y limpiando estantes se siente incómodo sin la
presencia de un rubio que me empuje con intención para conseguir sacarme una sonrisa.
Bob solía decir que yo era demasiado serio, incluso para él, pero a pesar de mi falta de
conversación algunas veces, el rubio seguía ahí, preparando tragos a mi lado y dándome silencioso
apoyo.
Seguramente ya hay un letrero fosforescente anunciando la necesidad de un nuevo barman, y
seguramente, así como Paolo lo hizo conmigo, tendré que entrenar a un hombre poco habilidoso,
pero digno de confianza ante los ojos del señor Bryar.
La noche comienza con poca clientela. A medida que pasa el tiempo, sintiendo el ritmo de la
música movimiento con inconsciencia mi cuerpo, el lugar se llena hasta la mitad, y esa es la mayor
clientela que se ve durante el resto de la noche.
Hay ocasiones en que los pedidos se juntan y algunas meseras tienen que ayudarme con los tragos
sencillos, pero a pesar de todo, logré sacar yo solo el trabajo, y debería sentirme orgulloso.
Cuando La Madonna se prepara para cerrar, nunca imaginé ver al dueño del local acercarse a mí.
El señor B. tenía ojos azules tranquilizadores y mirada paternal que ahora desaparecía, para darle
lugar a una mueca severa.
—Estás despedido, Frank.
Nunca imaginé escuchar esas palabras en ese momento de forma tan abrupta. Las explicaciones
fueron cortas y sin sentido. Al final, lo único que importaba era su voz diciendo que ya no
pertenecía más a ese bar y que saliera, sin despedidas o un pastel.
—Sólo vete, Frank.
Fue hipócrita de su parte darme esa mirada preocupada cuando sin razón aparente me corría del
lugar que se convertía en mi refugio y la razón de mi despertar. El cheque me lo entregó en la
entrada y cerró la puerta cuando mis pies me llevaron hasta la acera.
Esa noche el farol que iluminaba la calle estaba apagado, y como si la ciudad reflejara mi interior,
caminé perdido en las penumbras, demasiado confundido y asustado.
¿Qué será de mí? Me preguntaba mientras avanzaba a paso lento.
Dice mi madre que en la gran ciudad se debe caminar rápido, porque nunca sabes qué loco está
detrás de ti, dispuesto a alcanzarte y cambiar tu vida. Yo olvidé el consejo, embriagado por el dolor
y la angustia, así que, me alcanzaron. Pero esa noche, sería recordada en mi pensamiento como la
noche de las sorpresas, porque nunca esperaría ese golpe contra mi espalda que hace a mi cuerpo
perder el equilibrio y caer de bruces contra la acera.
Mi boca se queja, pero otra sorpresa llega en forma de una patada que se encaja a un costado de
mi cuerpo y que hace crujir algo interno en respuesta. Se me fue el aire, pero pude ver a mi
atacante hincarse a mi lado. Su rostro se inclina hasta alcanzar el mío y mi nariz aspira un olor a
alcohol penetrante que me causa náuseas.
—Mándale saludos de mi parte —susurra—, dile que su amigo Ray Toro le manda buenos deseos.
Dile que se cuide, que no me harte o podría pasarla mal.
Tengo un milisegundo de sorpresa antes de sentir un puño contra mi nariz y mi cabeza rebotando
contra el asfalto.
Luego, ya no hay más. Ni dolor, ni sangre, ni falta de aire, sólo oscuridad.

{Frank no podría sentirlo, más allá de su inconsciencia, porque la caricia es sencilla. Un ligero
contacto que hace cosquillas en sus labios hace sonreír al atacante.
Ray Toro se ha inclinado a besar ese par de labios en un anhelo por sentir los que nunca podrá
acariciar. Entonces suspira.
Mañana por la mañana en el diario aparecerá una nueva víctima y ninguna pista, pero habrá que
continuar.}

XIV. La Ternura
La ternura es una tendencia a proteger, tutelar y proveer ante la indefensión del compañero.

Escucho murmullos.
No me atrevo a abrir los ojos, porque el sólo hecho de mover los párpados me parece una titánica
labor, pero trato de perfeccionar mi oído para darle sentido a esos cuchicheos.
Con paciencia espero algunos segundos, pero los murmullos cesan y la curiosidad le gana a la
pereza. Mis párpados se mueven justo a tiempo para escuchar un grito llamando a un doctor.
—Frank —esa sin duda es la voz de mi preocupada madre que deprisa sostiene mi mano, como si
pensara que pudiera salir corriendo.
No hablo, pero finalmente le miro. Su rostro mojado, sus ojos hinchados dejando ver un llanto que
se ha calmado recientemente. Tampoco ella me habla. Simplemente me mira, tal vez sorprendida
porque sigo con vida.
—Frank, ¿cómo estás?
No había notado la presencia de otra persona en la habitación hasta que escucho una voz
femenina más lejana. Al pie de la cama se encuentra Rebecca, abrazándose a sí misma mientras
me mira con una dulce sonrisa.
—Bien —carraspeo. Siento un ardor recorriendo mi garganta con sólo pronunciar esa sencilla
palabra. Mi madre entonces me da a beber agua.
La sonrisa de Rebecca crece debido a mi respuesta, y la puerta se abre dejando entrar a un médico
luciendo bata blanca posiblemente siendo la respuesta a los gritos de mi madre.
—Hola, Frank.
Ahí está. Como si fuera el único médico en la clínica o como si fuera la única clínica del mundo,
Gerard Way se posa frente a mí con ojeras oscuras y una sonrisa tranquilizadora para mi madre.
Yo tal vez no sepa mucho de temas científicos o reacciones químicas, pero podría asegurar que un
neurólogo no tiene mucho que hacer frente a mi situación.
«Mi patética condición».
Ahora que empiezo a recordarlo siento vergüenza. Quisiera saber quién ha llamado a los servicios
médicos, quién ha llamado a mi madre, quién me ha visto en esta lamentable situación. Tirado en
un callejón herido. Quisiera saber quién me ha salvado, pero no hoy. No en este momento.
Parece que justo ahora es perfecto para tomar otra siesta.
—Los analgésicos le harán dormir unas horas más, sugiero que regresen a su casa, a medio día
será dado de alta.
Gerard habla como todo un profesional, por lo que a mi madre y a mi mejor amiga no les queda
más por hacer que asentir con la cabeza entendiendo mis bostezos. Linda se acerca a mí para
besarme la frente.
—Estoy tan feliz de ver tus ojos —susurra—. Te amo.
No respondo porque temo al dolor en mi garganta y a mi propio sueño que me empuja más
profundo hacia la oscuridad. Luego Rebecca me besa en la mejilla mientras murmura un
“descansa” que pienso obedecer.
Escucho pasos, la puerta cerrarse y nada más.
Estoy vivo. Por el momento, eso es lo único que necesito supervisar.
La inconsciencia me envuelve de nuevo como una ola de necesidad.

La segunda vez que desperté me encontré con la habitación en penumbras, pero un peso sobre mi
mano derecha. Asustado miré, pero entre las sombras era difícil distinguir.
Me hubiera gustado tener más fuerzas para empujar ese peso lejos de mí en un solo movimiento,
pero los músculos apenas me alcanzaron para dar torpes movimientos que hicieron agitar al bulto,
lo que fue agradecido por mi extremidad.
— ¿Cómo te sientes? —Escucho su voz mientras distingo la forma de su cabello entre las sombras.
Pero él no me deja contestar, porque aunque hubiera podido, mi voz se hubiera quedado atorada
en mi pecho cuando me tomó por sorpresa entre sus brazos, brindando un abrazo cálido y
apretado, reconfortante.
—Dios Frank —susurra—, al verte, pensé que estabas muy grave; no reaccionabas y todo tu
cuerpo se veía tan perdido… Tuve miedo —confiesa acercándome más—. Tuve mucho miedo de
perderte.
Es entonces cuando mis manos reaccionan respondiendo el gesto con todas mis fuerzas. Me aferro
a él desde su espalda y hundo mi cabeza en su hombro conmovido por sus palabras, sintiendo su
tristeza y rindiéndome ante mis recuerdos.
Yo también tuve miedo. Yo también pensé que me iría, que me perdería en un mundo de perpetua
oscuridad y dejaría a mi madre sola sin quien pudiera llevarla al altar.
No sé si son las pastillas, la atmósfera privada o el tierno abrazo, pero mis ojos se llenan de
lágrimas que bajan por mi cara hasta mojar su hombro. Los sollozos lastiman mi garganta, pero
son a la vez liberadores del dolor.
Lloro sobre su hombro extrañando a Betsy, pero satisfecho de poder verla otra vez. Tal vez no en
este momento, pero lo importante es que le podría volver a hacer. Aún con cuerpo. Aún con alma.
Aún con mi patética vida.
Sus manos acarician mi cabello brindando consuelo, pero su boca no vuelve a decir una palabra
hasta que mi llanto comienza a decaer.
—Creo que he dejado traumado a Walker cuando le he amenazado por no darme noticias tuyas de
inmediato —confiesa—. Jon Walker es el médico de guardia que te atendió.
Le escucho soltar una risita, como si se burlara, pero no sé de qué. Con un ligero sabor amargo me
separo de él, claramente ofendido. Me es imposible buscar sus ojos en la oscuridad, pero para no
perderse, Gerard no me suelta el rostro, dejando caer su mano contra mi mejilla izquierda.
—Pero eres un gran farsante, Frank —dice y yo siento mis mejillas arder —. Fue apenas un
rasguño en un par de costillas, un labio partido y una nariz hinchada; pero fuera de eso, tu
inconsciencia parece haberte salvado.
El tono divertido se apaga, así como mi enojo. El doctor detiene el relato acariciando mi cara,
como si buscara el valor o las palabras precisas dentro de su cabeza para poder continuar.
—Seguramente tu desmayo es un efecto secundario del síndrome serotoninérgico que has
padecido a causa de los antidepresivos… —le siento acercarse más a mí. Siento también cómo el
colchón cede ante un nuevo peso. Es entonces oficial que Gerard comparte conmigo una pequeña
cama de hospital —. Dicen que estabas tirado en la calle, con todas tus pertenencias pero
terriblemente herido…
Gerard no continúa. Yo desvío el rostro alejándome de su mano, como si con ese gesto pudiera
huir y dejara de escuchar la historia.
— ¿Quién fue? —Susurra— ¿Quién fue el maldito que se atrevió a tocarte?

“… Dile que su amigo Ray Toro le manda buenos deseos. Dile que se cuide, que no me harte o
podría pasarla mal.”

La amenaza vuelve a mí como una visión de un sueño lejano.


Regresa a mí su rostro. Sus ojos oscurecidos, sus labios grandes y el afro que solía ver cada noche
tras la barra de la Madonna. Regresa también el dolor en los costados, mis propias súplicas
silenciosas y el deseo de que algo o alguien le detuviera.
Revivir en mi mente causa un terrible dolor, pero confesar seguramente complicará al doble la
situación. Si Gerard sabe, enfrentará al doctor. Lo que una vez fue amenaza, se convertirá en
hecho, y yo…
Yo prefiero tener la nariz hinchada y el mareo por las medicinas que permitir que Gerard sea
lastimado. Además, ese loco ya ha cobrado su venganza. El mensaje fue entendido. Tendrá que
parar, ¿no? Tendrá que olvidarme, porque yo ya ni siquiera tengo ese empleo donde podía
vigilarme. Desapareceré de su vida sin siquiera preocupar a Gerard con mis tonterías.
—No lo sé —respondo finalmente—. No pude ver su rostro.
El doctor parece quedar satisfecho con la respuesta, aceptando sin hacer más preguntas otro
abrazo esta vez iniciado por mí. Hundo mi cabeza en su pecho y cierro los ojos. Dos lágrimas
cruzan un camino conocido a través de mis mejillas.
Sin pensarlo, pero en un intento de olvidar, tomo mi tercera siesta, con el protector abrazo de mi
doctor favorito y la esperanza de que todo había acabado.

Ya ha amanecido cuando abro los ojos gracias a la entrada de una enfermera con la bandeja del
desayuno. La miro en silencio, mientras ella prepara la mesa, apenas si me dirige una mirada, pero
cuando termina, me sostiene de la mano para que logre recargarme contra las almohadas.
—El doctor ha dado instrucciones de que lo coma todo —dice la mujer. De mediana edad, cabello
rojizo y mirada tímida. Me mira como si supiera un secreto demasiado divertido para contar.
Así como llega, se va. Dejándome un desayuno nutritivo frente a mí y la curiosidad taladrando mi
cráneo por saber a dónde y en qué momento Gerard me había dejado solo.
No pasa mucho tiempo para que la tranquilidad de la habitación se interrumpa con un nuevo
invitado. Estoy a mitad de una tostada y medio vaso con jugo de naranja por terminar cuando me
encuentro con el rostro de Jared Leto. Su respiración es agitada, sus ojos están abiertos.
Noto entonces su mirada sobre mí como quien ve un muerto.
—Hola —susurra entre sus jadeos. Yo retiro de mi boca la tostada y empujo la mesa con el
desayuno. Una mueca es equivalente a un saludo que logra la suficiente confianza como para que
el escritor se acerque a mí —. Rebecca me dijo que estabas aquí.
Como respuesta sólo elevé mi ceja derecha. Jared sonrió con más alivio entonces.
—Ayer hablé con Gabe, el novio de Rebecca y me dijo que la iba a recoger en este hospital porque
un compañero de trabajo había sufrido un accidente —suspira—. Pensé de inmediato en ti, pero
las posibilidades de la coincidencia me parecieron irreales.
Los ojos azules de Jared buscan mi mirada. Cuando se encuentran, parece como si no importara la
razón de verle ahí. Lo único que importa es que siga aquí, dentro de esa blanca habitación.
—Así que esperé hasta la mañana para volver a hablar con Gabe, luego con Rebecca y aquí estoy.
Me dijo que te darían de alta a medio día; justo a la hora que tengo cita con mi editor. La novela va
muy bien —agrega.
—Me alegro.
Mi voz es ronca. Aún me cuesta hablar, pero escucho el respiro que da Jared al escucharme y le
miro. Parado frente a mí parece estar un buen amigo que toma valor para acercarse y aferrarse a
en un abrazo apretado, dulce y tranquilizador.
Más relajante para él que para mí. Jared me toca en todas partes de forma rápida, como si
necesitara comprobar que sigo aquí o que estoy entero; el toqueteo se detiene cuando de mi boca
se escapa un suspiro. Él responde pidiendo disculpas, pero asiento con la cabeza para restarle
importancia.
Luego sigo comiendo. Acompañado por él, sentado a mi lado y su agradable silencio. Roto, por
supuesto, por el agradable grito-saludo de mi madre que no puede esperar a abrir la puerta
cuando ya me llama por mi nombre.
Busco la mirada azul de Jared, pero éste observa a mi alocada madre entrar directo hacia mí y
plantarme un beso en cada mejilla como cuando pequeño. Linda empuja la mesa sin desayuno y a
Jared, no sé si con intención en la inconsciencia, pero veo al escritor ponerse de pie como si
buscara darnos privacidad.
Me doy cuenta en seguida que no deseo que se marche.
—Madre —pronuncio con esfuerzo—, él es Jared Leto. Un amigo.
Mi madre busca a la persona que señala mi mano y como si no hubiese gritado antes, se presenta
con increíble propiedad ofreciendo su mano.
—Mucho gusto, Jared, muchas gracias por acompañar a mi hijo.
—Es lo menos que puedo hacer, señora.
—Linda —replica—, llámame linda.
Jared sonríe y la educada presentación se interrumpe. Parece que mi habitación es el centro social
del lugar, o que las visitas no son custodiadas en este lugar, pero es un hombre de bata. Un
hombre de cabello alborotado y ojos verdes que se posan de prisa en el cuerpo del escritor.
Gerard y Jared se sostienen la mirada por un momento, hasta que mi madre deja salir una risita.
Tras el doctor Way aparece otro hombre. Castaño y con barba descuidada quien se interna entre
las personas para llegar a mi lado.
—Señor Iero, soy Jon Walker. Voy a prescribirle analgésicos y antiinflamatorios, pero su estado en
general es bueno. Necesitará reposo por lo menos tres días si su trabajo no es muy exigente,
aunque seis sería un número adecuado.
Asiento con la cabeza. Linda me ha tomado de la mano y también asiente al médico.
—No sufrió fracturas, afortunadamente, así que habrá dolor, pero será soportable. Evite por
supuesto los esfuerzos físicos —nuevamente asentimos, lo que logra hacer sonreír al castaño
doctor—. Empezaré entonces los trámites de alta. ¿De acuerdo?
—Muchas gracias, doctor —dije intentando sonreír. Jon Walker me miró sorprendido, pero
satisfecho tocó mi hombro con suavidad.
—Estarás bien —aseguró para luego abandonar el lugar.
Cuando Jon se fue pude ver la verdadera tensión. Si bien, la lucha silenciosa de miradas había
terminado, no se iba el mal humor en Gerard, ni la sonrisa socarrona en Jared, así que tuve que
mirar al cielo, sólo unos segundos en busca de paciencia. Por supuesto que el mirar al cielo no fue
posible gracias al techo blanco, pero mi gesto desesperado me hizo sonreír.
— ¿Viene a decirnos algo más, doctor? —Pregunta mi madre aún con mi mano entre las suyas.
—No —niega con la cabeza—, sólo venía a verle.
—De acuerdo —responde. Le noto poco convencida, pero a pesar de ello, su mano suelta la mía —
. Iré de una vez a buscar esas medicinas, Frank.
Cabeceo afirmativamente recibiendo un nuevo beso.
Mi madre se abre paso entre los dos hombres quienes silenciosos permanecen luego de que la
puerta sea cerrada. Mi doctor favorito, sin embargo, comienza la conversación.
—Así que… Jared, ¿verdad? ¿Cómo va esa novela?
—Bastante bien, doctor. De hecho, Frank me ha dado mucha inspiración.
El tono sugerente en que ha pronunciado la última palabra me ha hecho sentirme avergonzado,
pero en Gerard ha provocado el enrojecimiento de su rostro y que su cuerpo se acerque más hacia
el pie de la cama.
—Él no puede atenderte ahora, necesita recuperarse —dice mientras yo me quedo ahí
simplemente como espectador. Ignorando sus miradas enfadadas y tratando de pensar que mi
falta de intervención es a causa de los analgésicos y la voz ronca que tanto me molesta no a mi
miedo por los conflictos. De vez en cuando, parece una buena idea el autoengaño.
—Quisiera que él me lo dijera.
—Vete de aquí.
El tono ha bajado, las palabras se pronuncian con mucho tiempo de distancia una de la otra.
Si esto no es una muestra de posesividad, entonces yo estoy muerto.
—No me iré.
—No puede verte.
—No eres quién para decidir lo que Frank puede o no puede hacer.
—Por favor —interrumpo. Mi voz ronca hace su aparición, porque mi conciencia no puede
soportarlo más —. Por favor, no discutan.
—Perdona, Frank —me dice sonriendo, Jared —, pero parece ser que el doctor Way se siente
amenazado por mi elegante presencia.
Pude ver la ira subir desde el pecho hasta la garganta del doctor. Los ojos verdes de Gerard se
entrecerraron, dejando apenas ver una línea oscura.
El enojo no terminó de explotar, porque Jared fue rápido, ingenioso y bastante certero con su
acción final.
Su rostro se inclinó sobre el mío, brindándome un beso suave. Nuestros labios se presionaron uno
contra el otro mientras mis ojos se cerraban intentando disfrutar la sensación.
—Tengo que irme. Te visitaré luego —susurra. Yo asiento apenas con la cabeza dejándole ir —. No
te confundas, doctor. El acostarte con una persona no te da derecho sobre otra… pero yo me lo iré
ganando.
Con una sonrisa lobuna se marcha. Gerard está furioso. Aunque furioso resulta una palabra muy
banal en este momento.
— ¡IDIOTA! —Exclama con fuerza dejando caer su puño contra la pared.
— ¿Gerard? —Susurro sorprendido por su reacción.
En condiciones normales escondería el rostro debajo de la almohada, pero en este momento,
realmente me interesan las fuerzas que le empujan a reaccionar así. Es en este momento en que
deseo conocer sus motivos, perderme en ellos y fundirme en la fe.
« ¿En la fe de qué? ¿Qué espero de él? ¿Qué necesito?». Me frustra tanto esta confusión que le
maldigo, pero luego le pido perdón. «Soy tan patético».
— ¿Te has acostado con él? —Pregunta, sin mirarme.
—Sí.
Miro a Gerard suspirar, luego respirar muy profundo, como si se tratara de un metódico ritual. Me
da la espalda, seguramente para evitar mi mirada por unos segundos en que se estira, susurra y
suspira. Luego regresa a mí. Sus ojos verdes me encuentran con una capa total de indiferencia.
Se lee en ellos el letrero “aquí no ha pasado nada” y yo, me resigno ante la advertencia.
Mejor. Su comportamiento siempre será lo mejor. Seguir sus reacciones será lo correcto, porque
Gerard Way va por lo seguro. Yo necesito seguridad, no enredos, no confusiones. No mentiras
envueltas en palabras tiernas que se esfuman con el paso de los días.
Yo soy Frank Iero, y no me puedo enamorar.
—Me gustaría ayudar a prepararte para salir de aquí.
Asiento satisfecho. Aunque los hospitales sean más una constante en mi vida, que un accidente,
sigo detestando ese olor a antiséptico y tristeza. Las lágrimas se mezclan con la sangre en un
sentimiento que me genera deseos de vomitar.
Definitivamente, necesito salir. Ya.

Gerard me empuja suavemente a través de los largos pasillos del lugar. Ha insistido en que use
una silla de ruedas, así que rindiéndome a mis infantiles deseos asiento dejándole empujarme.
Y todo vuelve a la cotidianidad.
Hasta que ese cuerpo se aparece frente a mí. Me agito inconscientemente, sin preocuparme en
ocultar mi temor ante Gerard.
—Toro —le escucho decir con fastidio—, quítate, por favor.
Ray Toro me mira con una sonrisa, yo busco esconderme con mi propio cuerpo.
Ver sus ojos me lacera el pecho. Quiero correr de ahí. Necesito aire.
Mi corazón late desbocado, deseando salir.
Mi respiración se acelera y Gerard lo nota. El médico se arrodilla frente a mí para seguir con el
mismo tratamiento que en mis anteriores taquicardias. Busco su ritmo cardíaco, siento su
respiración y finalmente me relajo cuando ese gran hombre se aleja de nosotros.
No puedo verlo.
Me siento débil, como presa herida, pero no cazada.
Me siento angustiado. La zozobra me estremece y quisiera ser valiente, por lo menos por una vez.
—Tranquilo Frank —susurra—. Mi respiración. Sigue mi respiración, Frankie. Todo va estar bien,
yo estoy aquí.
«Permanece. Por favor, sólo… quédate».

Pasan dos días entre cuidados de mi madre y llamadas de Rebecca cuando la cotidianidad de mi
nueva condición, maltratada y desempleada cambia.
Mis pasos son silenciosos, cortos con ligeros movimientos. Incluso el recorrido de la sala a la
puerta me desespera, pero deberé adaptarme. Deberé entender, que si pretendo recuperarme,
deberé seguir las reglas.
Tras la puerta una mujer de abultado cabello y ojos verdes se tiró sobre mí. Mi lamentoso gemido
le alarmó, así como la mano de su pareja que le jalaba de la blusa de chifón dorado intentando
separarla de mi cuerpo. Sarah se mostró tan arrepentida como sonrojada por el exceso de
emotividad en su saludo, pero es esa espontaneidad la que me causa sosiego, por lo que mi
cabeza niega y mi mejilla recibe el tranquilo beso de la rubia psicóloga.
—Venimos a ver cómo estabas —dice Hope tomando asiento junto a su novia sobre mi sofá.
—Mejor, muchas gracias.
—Dicen que no reconociste la cara de tu atacante —habla Sarah. Con un tono de voz calmado. Tan
serio como el de un adulto normal. Lo que resulta especial.
No respondo ni me atrevo a completar o negar la declaración, después de todo, yo mismo la dije, y
después de todo, no creo poder hablar del tema sin el estremecimiento que lo acompaña. Si aún
ahora, no he podido retener el escalofrío que recorre mi columna vertebral con sólo la mención
indirecta del altercado. A cambio de mi silencio ofrezco bebidas. Sarah pide jugo, mientras que
Hope se conforma con agua.
Pasan los minutos de forma agradable. No le he dicho ni a mi madre de mi despido, por lo que no
entiendo cómo es que entre la plática inofensiva sale el tema de los empleos, el mío y la falta de
ello. Sin pensarlo le cuento que mi jefe ha prescindido de mi presencia en La Madonna. Demasiado
tarde, caigo en cuenta del error.
— ¿El mismo día del ataque?
Sin más opciones, no me queda más que asentir con la cabeza a la antropóloga.
—Frank, eso es una pena.
—Así es, parece que se han conjugado los malos momentos.
Miro a Sarah con detenimiento. No se trata de eso, y estoy seguro. No es que un complot astral
me haya llevado a esa situación; es sólo que mi vida está llena de esos momentos. Mi vida es un
momento malo. Incómodo. Cruel.
No hay más definiciones para este “respirar por respirar”.
—Frank.
Sin embargo, la voz firme de Hope me regresa a la Tierra. Al preciso instante en que dos mujeres
frente a mí me miran con seriedad. Me siento de pronto muy pequeño, pero correspondo
buscando esos ojos azules que no dan paso a la duda, pero muestran a la vez amabilidad.
—Trabajo de lunes a viernes, de tres a ocho de la tarde —asegura. De su bolso de mano, amarillo
paja extrae una tarjeta de blanco papel. A la izquierda, un pequeño logo en forma de espirales
doradas que adornan el contorno de la tarjeta. Al centro, su nombre, una dirección y un teléfono.
—Puedes ir a la hora que tu quieras.
— ¿Por qué? —Pregunto con torpeza.
Hope sonríe.
—Debes hacerlo por convicción propia. Hasta el día en que tú decidas ir, es porque realmente
quieres ir. Y yo, estaré esperando ese día.
“Hope” significa esperanza en inglés. Ahora entiendo que no podría haber un nombre mejor para
esa psicóloga de ojos azules.
Luego de plática trivial, ellas se marchan de mi departamento, con una duda sembrada en mi
cabeza, una tarjeta en mano y una larga conversación por realizar con Betsy. Es ahora una
necesidad buscar un consejo amigo. Tendrá que resultar un consejo objetivo de una planta sin
beneficios personales.

Cuando yo ingresé al elegante edificio de arquitectura moderna por mi propio pie, era el quinto
día de mi recuperación. Podía caminar bien, respirar adecuadamente y sentir el entusiasmo de mi
madre tras de mí por la idea.
Ella había sido la tercera en escuchar su idea, y su sonrisa, fue mi tercera aprobación. La primera
de Betsy, por supuesto, que aunque no sonríe entiendo cuando me apoya (estoy algo desquiciado,
tal vez), la segunda, de Jared Leto. Jared ha estado hablándome con constancia. Dice que tiene
inesperadas reuniones con su editor con el que se queda trabajando hasta tarde. Parece que está
encantado con su nueva novela y dice que me extraña.
No sé qué decir ni cómo reaccionar ante sus acciones, que aunque son sutiles, son una clara
muestra de interés, como ese interés que se ve en los hombres que intentan conquistar a la rubia
protagonista. Como sus llamadas han sido diarias, y los temas se agotan, le he contado de la idea
de ir a terapia, lo que ha resultado en tener que contarle también mi depresión infantil, mi abuso
con drogas para la felicidad y el posible y raro diagnóstico que ha cambiado mi vida.
Jared se ha reído antes de comprender que hablaba en serio. Luego ha callado y pareciera que ha
olvidado el tema, solamente apoyándome a que vaya con la psicóloga y le cuente cómo ha ido
todo. Su actitud me tranquiliza, porque no me creo capaz de soportar otra burla por mi condición
no elegida.
En su última llamada, Jared promete verme. Yo he dicho que esperaré. Como siempre, ¿qué otra
cosa puede hacer un desempleado como yo?

El consultorio de la psicóloga Griffin estaba en el tercer piso, al final del pasillo.


No había más personas esperando, por lo que tomé asiento solo, mirando de vez en cuando a la
joven secretaria que parecía estar armando invitaciones dentro de sobres de celofán.
Pasaron alrededor de veinte minutos cuando una muchacha salió de la habitación con una cara
seria acercándose a la secretaria. La joven de cabello rojo y rizado detuvo su labor, levantó el
teléfono y susurró unas palabras para después indicarme que pasara.
La habitación era de un tono neutro, con muebles de madera oscura, libros perfectamente
ordenados tras su escritorio en un gran librero y el típico diván en color rojo oscuro. Hope sonreía
desde su asiento de cuero.
—Me alegra que te hayas decidido a venir.
—A mí también —confieso.
La sonrisa de Hope es sincera, pero no permanece estática por mucho tiempo. De prisa extrae
unos papeles del cajón de su escritorio, los acerca y luego me entrega una pluma azul.
—Debes llenar este cuestionario —me explica—. Sé sincero.
Recuerdo entonces el cuestionario del amor con el que tuve que imaginar lo inimaginable. Éste,
sin embargo, era mucho más fácil de contestar. Calificando del uno al cinco, tomando el uno como
“nada competente” y el cinco como “muy competente” debía calificar cada enunciando.
“¿Qué tan competente se siente respecto a las mantener relaciones sentimentales? ¿Qué tanto
para bailar? ¿Qué tanto para ser el mejor? ¿Qué tanto para mirarse al espejo y no insultar al
reflejo?”
Y un montón de enunciados más.
La pluma azul dibujaba pequeños unos hasta que las preguntas terminaron. Me sentía
increíblemente liberado con el pequeño cuestionario, pero sé que no es ni la mitad de lo que
deberé hacer en este elegante consultorio. Hope me mira con ternura. Como me ha mirado mi
madre al dejarme en este lugar.
Es una mirada con una petición silenciosa. Es un “tranquilo, Frank, todo estará bien”. De mi madre
lo entiendo. Su sentido protector de madre exagerada, pero no de esta rubia ni de su novia que
con tanto empeño tratan que mi vida sea mejor.
Será posible, pues, ¿Qué yo sea capaz de despertar sentimientos positivos en las personas?
Realmente, ¿valdré tanto la pena?
—No te preocupes, Frank. Todo estará bien.

XV. La Pasión
La pasión consiste en un estado de intenso deseo de unión con el otro. Se trata de un sentimiento
involuntario, irracional, carente de cálculo y puede no ser correspondido.
El querer que sólo contiene pasión, sin intimidad ni compromiso, se denomina amor fatuo o
insensato.

Nadie nunca entenderá el dolor que yo siento, así como yo jamás entenderé el sufrimiento de los
demás. Primero, porque poco me importa, segundo, porque tengo demasiado con mis propias
pesadillas como para invertir tiempo en la de los demás.
Si soy un alma incomprendida, así como todos lo somos, no entiendo entonces cómo es que se
forman las parejas, cómo es que consigues amigos en un mundo donde nadie quiere ser igual.
Aunque tampoco se puede, de un momento a otro sacas tu peculiaridad, y quedas marcado.
Recuerdas en ese momento que eres diferente.
Tampoco entiendo cómo esta mujer rubia me ayudará. Fue una respuesta apresurada, tal vez
haber venido a su consultorio. ¿Cómo podría entenderme?
Posiblemente fingirá que lo hace. Me dará esperanzas como otros para cobrar, luego me dejará.
Vacío. Solo. Incluso más desesperado que como llegué.
Pero los pensamientos se difuminan cuando esos ojos azules me miran acompañados de esa
sonrisa corta, pero sincera. Hope es agradable.
Después del interrogatorio escrito ha tomado ella una pluma y una libreta para escribir, supongo
yo, mis respuestas.
—No tienes que dar largas explicaciones. Sólo dime lo primero que se te venga a la mente y de la
forma en la que llegue. No modifiques nada.
Asiento. No sé si resignado, no creo que sea emocionado. Es sólo otro momento que he de
superar.
—Dime, ¿cómo se siente estar deprimido?
—Oscuro.
— ¿Diferencias cuándo estás deprimido, y cuándo no?
—Claro. La nube llega, luego se va; regresa y se va. Es como un ciclo.
— ¿Cuándo empieza y cuando termina?
Su mirada se enfoca en mí. Su pluma se apoya en la libreta, y quisiera saber si ha podido escribir
correctamente desde que se preocupa más en mi rostro que en el movimiento del bolígrafo sobre
el papel.
—No lo sé… sólo llega.
— ¿Desde cuándo recuerdas convivir con esta oscuridad?
—Era niño. No recuerdo con exactitud la fecha.
Hope usa mis propias palabras de una forma que no resulta insultante, sino todo lo contrario.
Parece como si realmente quisiera ayudarme. Incluso parece, que le importo.
Luego me ha preguntado si la depresión me ha impedido mantener relación con el resto del
mundo. Lo que es innecesario porque ella sabe de mi condición gracias al estudio de Gerard.
—Entiendo. Y dime, ¿sufres de insomnio?
—No desde que trabajo de noche.
— ¿Y por qué decidiste trabajar? ¿O no fue por decisión propia?
—Claro que lo fue —aseguro notando entonces a través de la ventana ligeras gotitas que se
impactan contra el cristal—. Decidí que ya era hora de librarme de mi madre, porque a pesar de
depender de unas pastillas para sonreír, confíe en tener la suficiente capacidad para vivir solo y
tener un trabajo que me permitiera vivir decentemente, sin tener que pedirle nada a nadie.
— ¿Eres feliz en tu trabajo?
Me resulta difícil responder esa simple pregunta. Mis ojos se dirigen nuevamente hacia la ventana
pensando que la mayoría de los años que pasé trabajando en La Madonna, mi felicidad consistía
en sonrisas falsas a causa de narcóticos. Pero luego recuerdo las últimas semanas. Los encuentros
con los nuevos clientes, con Rebecca, con Bob.
Miro a la psicóloga que no luce enfadada ni preocupada por mi silencio.
—Supongo que lo era. Ese lugar era muy especial para mí.
Hope asiente con un cabeceo escribiendo deprisa sobre la hoja blanca.
—Cuéntame, cómo era un día normal en la vida de Frank Iero.
— ¿Con o sin antidepresivos? —Pregunto a modo de broma, pero ella ni siquiera sonríe.
—Sin los antidepresivos.
—Despertaba a medio día, comía y daba agua mi helecho de nombre Betsy —sonreí—. Luego salía
a correr, miraba alguna película antes de ir a trabajar… y nada más.
—No suena como una mala vida —me dice cambiando de posición sobre la silla de piel —. Durante
esa época, ¿la oscuridad regresaba?
—Sí. Algunas veces.
— ¿Cuándo no lo hacía? ¿En qué momentos te podías olvidar de ella?
—Cuando… —responder ante el primer pensamiento es peligroso, pero por fortuna he frenado.
Siento el calor en mi rostro por las escenas que se dibujan en mi mente como recuerdos no tan
preciados.
Sé exactamente el momento en que todo se va, pero no me encuentro cómodo admitiéndolo. No
es tan agradable describirlo si puedo practicarlo.
—No debes tener pena, Frank. Soy tu psicóloga, por lo que tú me digas será secreto profesional,
sólo lo sabremos tú y yo, pero también soy tu amiga y debes creerme cuando digo que necesito la
mayor cantidad de información para ayudar.
—Sexo —respondo finalmente—. Me siento bien cuando tengo relaciones sexuales. Lo olvido
todo.
—Lo cura todo —me dice sonriendo, aunque puedo mirar en su mejillas un tenue sonrojo. Doy un
cabeceo afirmativo nuevamente perdido en el golpeteo de la lluvia.
—Frank, dime ¿has tenido deseos de matarte?
—No últimamente. No desde mi adolescencia —suspiro—. Fue una época difícil.
—Siempre lo es.
Nos quedamos serios.
Ella continúa escribiendo mientras yo mantengo la vista hacia la ventana y la mente en la nada.
— ¿Sabes Frank? Hay algo que para psicólogos y psiquiatras es muy parecido a la biblia. Se llama
Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales. En él se establecen los criterios para
determinar si una persona sufre de un trastorno o no. En el caso de la depresión, existen varios de
ellos, pero un paciente debe reunir por lo menos cinco para determinar un caso de depresión.
No entiendo por qué me explica tanto, pero de igual forma asiento con la cabeza. Hope ha tomado
el cuestionario que he rellenado a tinta azul para darle una ojeada. Satisfecha asiente con la
cabeza mientras pasa sus ojos por el papel.
—Luego se debe establecer qué tipo de depresión es. De leve a grave.
—Creo que no voy entendiendo, Hope.
—Por lo que estoy leyendo y por el interrogatorio, eres más parecido a un caso de remisión parcial
que una depresión completa. Tal vez seas una depresión muy leve.
Su lectura termina. Sus ojos azules se fusionan con los míos. Es en ese momento en que entiendo,
que mi concentración no podría alejarse de esa seria mirada. Ni siquiera por ruido de las gotas
contra la ventana.
—Una depresión leve es la que presenta los cinco síntomas sin ninguno extra, pero éstos no son
impedimentos a nivel laboral. Apenas dan ligeros problemas con las relaciones sociales.
>> Pero para un buen diagnóstico se debe analizar primeramente si el sujeto tiene un estado
depresivo de ánimo, lo cual es tu caso; pero el segundo punto de importancia es la falta de interés
y placer. Y sinceramente, yo no veo eso, Frank. Ya sea por medicamentos o decisiones propias, tú
no pareces rendirte tan fácil. Eso se interpone al pensamiento depresivo normal.

No entiendo.
No tengo idea de nada.
No sé qué pensar, porque si intento unir hilos parece que esa mujer dice que no estoy enfermo,
pero pensar en ello es realmente estremecedor. Por eso prefiero mirar con los ojos bien abiertos a
la rubia, implorando en silencio por respuestas.
—Hay una nueva tendencia —dice— entre médicos y psicólogos, ¿sabes? Porque todos nos
equivocamos, no puedo ser juez, pero los médicos tienen la oportunidad de recetar, y prescriben
medicamentos de inmediato sin analizar correctamente a su paciente.
>>Es un error, que cambia vidas.
No sé cómo luzco, ni podría buscar un espejo en este momento. Sólo sé que estoy anclado a esa
silla, con los puños cerrados sin ningún parpadeo perdido en la mirada de esa mujer.
—Haremos una terapia de conducta para mejorar tu situación. Tomaremos como base el
programa de Actividades agradables incluyendo el entrenamiento de habilidades sociales, que son
dos terapias para tratar la depresión.
—Creo que no entiendo, Hope. ¿Tengo o no tengo depresión?
—Tú te deprimes, Frank. Lo que yo diga no importa, sino lo que te ocurra al salir de aquí —se pone
de pie—, pero haremos que eso cambie.
Ahora no tengo duda.
No respondió con firmeza, pero no hay duda. Tal vez era una etapa infantil de soledad que pudo
ser arreglada con alguna forma de comunicación madre e hijo, pero fue más fácil darme una
pastilla. Aún sigue pareciendo más fácil tomarlas y dejar de pensar en ello.
Aún hoy que entiendo, mi vida se fue al caño por ese mal diagnóstico. Pero si mi mente difiere de
los depresivos, es mi oportunidad de aprovecharlo, porque no hay otro camino. Seguiré adelante,
para bien o para mal.

Nunca me he sentido como el mejor de los administradores. No hago muchas cuentas ni me


obsesiono con el ahorro, pero conozco mi salario y su destino. No me permito lujos cotidianos,
porque lo que gano en el bar tiene un final preciso. Cada centavo.
No tengo cuenta bancaria, ni siquiera tengo alcancía, apenas tengo mi memoria y mi esperanza
por la llegada de la nueva semana, pero esta semana no. Fui despedido con un cheque, apenas
con el salario correspondiente a dos semanas. Una fracción fue para mi madre, para cubrir los
gastos de las medicinas, otro para surtir la despensa. Me imagino que la mitad será entonces para
pagar la renta, pero es ahora cuando me arrepiento haberme retrasado ese mes.
Seguro que tendré al señor Nivola quejándose de mi impuntualidad, torciendo la boca y
murmurando palabras que se esconden dentro de su papada.
Entonces deberé tener esperanza de encontrar un trabajo lo suficientemente rápido. «Lo que no
creo».
Es en ese momento cuando alguien golpea mi puerta. Con resignación me dirijo hacia ahí y abro
encontrando tras ella un hombre de poco cabello castaño. Se podía divisar la cabeza a través de
los cabellos, tenía gruesas cejas, nariz prominente y el rostro más parecido al de un sapo que al de
un ser humano. De ancha cintura, y dientes amarillos, frente a mí estaba Carlo Nivola, dueño del
edificio.
Sin hablarme o esperar de mí una palabra, extendí el dinero que él ha tomado con la mano
derecha. Cuenta con la mirada para de inmediato torcer la boca.
—Todavía me debes un mes —asegura.
—Lo sé, y lo siento señor Nivola, pero me han despedido y…
— ¡Te han despedido! —Exclama con enojo—. No puedo permitir que continúes aquí si estás
desempleado, Frank.
—Pero…
—No, no, no, ¡no! Si con empleo me debes un mes, ¡no quiero imaginar qué será de ti ahora que
no trabajas! No puedo arriesgarme.
Mis ojos se llenan de lágrimas de repente. Es más rabia que tristeza lo que ha empujado a esas
gotas de agua que quedan atrapadas por mi vergüenza y poca fuerza de voluntad. Si sabía que ese
hombre sería exigente, jamás imaginé que fuera tan cruel, porque eso es crueldad, plantarse
frente a mí con los billetes en una mano y en la otra, un puño cerrado como si me quisiera golpear.
Seguramente no se habrá hecho rico sosteniendo a sus clientes, pero no he sido tan mal inquilino
como para tener este trato.
—Deme una oportunidad —pido como último intento.
Sus ojos saltones se fijan en los míos, los labios aún torcidos se mueven al lado contrario y la
enorme barriga recibe una caricia con la palma izquierda como si una adivina le consultara a su
bola de cristal.
—Una semana —afirma directo —. Y nada más.
Luego da media vuelta y su enorme cuerpo camina al elevador. Me permito respirar cerrando la
puerta. Una semana para conseguir empleo y que además, puedan pagarme por adelantado.
«Malditamente sencillo», pienso con sarcasmo antes de volver a escuchar golpes contra mi
puerta.
Tal vez hayan pasado segundos, minutos u horas desde que mi cabeza ha quedado recostada
contra la puerta y mis ojos cerrados, pero escuchar esos nuevos golpes me hacen pensar que el
dueño del edificio se ha arrepentido, así que deprimido me dispongo a abrir. Pero no es un
hombre sapo quien espera tras la puerta, sino Gerard Way sin bata, pero con un paraguas negro
sostenido por su mano derecha. Con todas mis preocupaciones, no he notado que ha empezado a
llover.
—Hola —me dice—, te he traído tus últimos resultados.
Sin más palabras cordiales él entró en mi departamento, dejando el paraguas al lado de la puerta y
desabrochándose la chaqueta al tiempo que se dirigía al sofá.
—No te entiendo —hablo al fin, cerrando la puerta.
—Durante un escaneo, ¿recuerdas que te tomé una muestra de sangre?
Haciendo un viaje por el tren de mis recuerdos, asiento por fin. Gerard me entrega un sobre
blanco con letras verde y morado con el logotipo de un laboratorio de análisis clínicos.
—Ábrelo —ordena.
Rompo el sobre extrayendo una hoja blanca doblada en tres perfectas porciones.
Luego de mi nombre, su nombra y la fecha, viene el resultado.
—Testosterona: 1196… ¿nanogramos sobre decilito?
Gerard asiente.
—Dice que los valores normales son de trescientos a mil doscientos.
—Estás ligeramente elevado —asegura—, pero dentro del rango. De cualquier forma eso
confirma mi hipótesis, pero crea una nueva incógnita.
— ¿Qué hipótesis?
—La testosterona es la hormona que crea el deseo sexual —me mira. Él se ha sentado sobre mi
sofá, mientras yo le miro frente a él permaneciendo aún de pie —, eso explicaría tu elevado
apetito sexual en estos momentos, pero necesito saber, ¿cuándo estabas medicado también
tenías esa necesidad sexual tan alta?
Siento mi rostro acalorarse e imagino que mis mejillas estarán rojas, lo que es una ironía a mi edad
y según la descripción del propio Gerard, que no está muy alejada de la realidad.
—Pocas veces —confieso—, pero definitivamente aumentó cuando dejé de tomar los
antidepresivos.
—Pues verás, si digo que crea una incógnita, es porque la testosterona aumenta de niveles cuando
hay un aumento de dopamina, pero como ya te había dicho, cuando aumenta la serotonina,
disminuye la dopamina. Tus antidepresivos aumentan los niveles de serotonina, y de hecho,
algunos casos en que estos pacientes sufren de disfunción eréctil a causa del medicamento.
Asiento con torpeza. Por supuesto que he olvidado esos nombres desde nuestro último encuentro,
y creo que ahora comienzo a entender. Gerard siempre me verá como un objeto de estudio. Soy
yo el que fantasea.
Gerard confiado y centrado. He dicho que debería seguirle, pero mi mente no lo hace, y mi
imaginación vuela, como muchas veces me ha pedido Hope.
—Esto puede significar que tus niveles de serotonina han disminuido y los de dopamina
comienzan a estabilizarse.
Gerard coloca un dedo por debajo de su mentón y entrecierra los ojos como un gran filósofo.
Quisiera saber eso, pero con palabras sencillas o consecuencias entendibles, pero el doctor parece
perdido en su gran mundo químico.
—Gerard.
—Supongo que necesitaremos más muestras sanguíneas.
La sola idea me hace estremecer y caer a su lado en el sofá.
—Dame un poco más de tiempo —digo—. Esas agujas no me gustan.
—A nadie —reconoce sonriendo—, pero eres un paciente muy valiente.
Nos miramos en silencio hasta que él decide acercarse. Su rostro se inclina contra el mío y su nariz
roza apenas mi mejilla cuando nuestros labios se encuentran en un beso suave. Apenas un
contacto superficial, pero muy cálido.
—Realmente pensé que estabas muy grave —susurra a pocos milímetros de mis labios—. Me
asusté, Frank. Realmente estaba asustado.
—Gerard…
—Necesitaba verte, desde que has salido del hospital he tenido ganas de venir a verte cada
minuto, sólo para comprobar que estás bien. Que estás respirando.
Sus manos toman con ahínco mi rostro y sus labios se abren ansiosos dejando salir una apasionada
lengua que acaricia toda mi boca, se enreda con su igual haciéndome gemir de gusto.
—Gerard —susurro nuevamente. No sé qué intento llamándolo, porque no quiero que se detenga,
ni que deje de empujarme contra su cuerpo.
Siento a Gerard recostarse contra mi sofá sin dejar de besarme, de tocarme y de hacerme suspirar.
Nos aferramos el uno al otro como si fuéramos una tabla de salvación. Al tiempo que sus manos
manipulan mi playera para elevarla y hacerla arrugarse sobre la mesa del comedor, escucho un
relámpago, los golpeteos intensos de la lluvia y un chillido.
En un instante lo que una vez estuvo iluminado, ahora queda en penumbras gracias a un corto. No
sé si sólo en mi departamento, no sé si en toda la ciudad, no importa. Nada importa cuando su
boca besa mi cuello, sus dientes lo muerden y luego succiona asegurándose de dejar huella en mí.
—Se ha ido la luz —murmuro. Escucho a Gerard gruñir, dándome a entender lo poco le importa.
—Conozco tu cuerpo, Frank.
En un rápido movimiento caemos ambos hasta el suelo. Yo con el torso desnudo, sobre él y con los
pantalones sueltos. Sin más preámbulos la ropa que tanto estorba desaparece, cada quien
inmerso en su propio desorden y lucha con telas.
Desnudos volvemos a encontrarnos y es cuando sus labios vuelven a devorar mi boca. Su lengua
me recorre, sus manos me aferran con tanta fuerza que siento cada centímetro de su pecho con el
mío. Yo gimo despacio, luego más fuerte; luego ruego en mi mente porque esa ola de calor no se
apague. Pido porque ese apasionado Gerard resista toda la vida para que continúe besándome de
esa forma, para que siga abrazándome de esa forma, como si fuera yo lo único que necesita para
vivir.
Con cuidado fue dejándome de espalda contra el suelo. Una pierna se situó entre las mías y sus
manos se apoyaron a cada lado de mis hombros.
Nuestros labios se separaron, dejando un sabor agridulce y un sonido húmedo al hacerlo. Justo en
el instante en que volvía a ver sus preciosos ojos verdes la luz regresó. Sin tener qué interpretarlos
bajo la sombra, pude ver un brillo oscuro luchando por salir, una sonrisa de medio lado
acompañándolo y una respiración agitada.
No hay ni un trozo de carne de ese cuerpo que me pueda disgustar. Me gusta su piel pálida, su
cuello largo y elegante, su cuerpo poco tonificado, pero fuerte, varonil e increíblemente “Gerard”.
Podría perderme acariciando esas hebras carbón, e incluso creo que adoro esas ojeras, profundas
y moradas, que rodean sus ojos cual tierno mapache.
Mi cabeza se eleva para besarlas. Veo a Gerard sonreír.
Mis manos se enredan en su nuca para empujarle y alcanzar su boca. Mi lengua la saborea con
ansiedad antes de adentrarse para con pasión recorrerla por entera. Seguro que es por culpa de la
testosterona, la dopamina, o ya ni siquiera sé cuál. Pero se siente como si quemara, como si algo
me asfixiara y la única solución sea vivir en sus labios y morir bajo sus caricias.
Su boca se despega inclinándose hacia abajo. Mi pecho recibe besos, mis pezones mordidas que
obligan a mi espalda arquearse. Nunca me he sentido así.
Nunca he sentido a Gerard de esta manera. Cada vez que me toca es como si fuera la primera vez,
con la experiencia justa para saber en dónde invertir su tiempo, como en mi ombligo que ahora
lame con deliciosa vehemencia. Luego baja, obviando el órgano que muestra en todo su esplendor
mi excitación hasta besar mis muslos.
— ¿Tienes lubricante y condones? —Pregunta aún enterrado entre mis piernas.
Siento un cosquilleo en el bajo vientre ante el cuestionamiento porque eso significa que vamos a
hacerlo. A hacerlo completo. Atrás los toqueteos, los besos o los simulacros. De verdad.
«De verdad haremos el amor».
—Vamos a mi cuarto.
Le tomo de la mano, pero él no me mantiene lejos de sus labios. Mi lengua tampoco quiere dejar a
su lengua ni mi saliva la suya.
Entre trompicones y malabares la habitación se abre e identificando “las herramientas de trabajo”
dejándolas sobre las sábanas verdes, dejo caer mi cuerpo laxo contra el colchón. Gerard se
arrodilla atrapando mi cuerpo entre sus muslos. Cuando se inclina para besarme una vez más, fue
como si alguien encendiera un interruptor. Y tal vez yo esté trastornado, pero puedo jurar que en
ese instante escuché una conocida canción.
I say love it is a flower /
Yo digo que el amor es como una flor
and you it’s only seed /
tú, eres solo la semilla.
Sus labios besan mi ombligo y sus manos acarician mis nalgas. Poco tiempo después un cojín se
coloca debajo de mí para elevar la pelvis hacia su cara.
Le miro a los ojos. Los verdes se llenan la vista con mi cuerpo desnudo, logrando hacerme feliz.
Complacido, porque Gerard es una persona hermosa, atractiva, inteligente, y ahora está ahí, entre
mis piernas, mirándome como el dulce más apetecible.
Sus manos toman el lubricante y sus dedos se hunden en él. Al salir, se dirigen a ese sitio especial
en mi cuerpo, haciendo círculos. Tentando.
—El orificio anal consta de un par de músculos —murmura mientras juguetea conmigo. Mi mente
está en blanco, y mi vista teñida de rojo. No es buen momento para la clase de anatomía, pero él
continúa—. Uno es voluntario y otro involuntario, pero ambos pierden el tono cuando uno abusa
de ciertas actividades.
La punta de su dedo penetra. A mí se me corta la respiración.
—En casos graves el paciente no tiene control sobre el esfínter y tiene la necesidad de utilizar algo
parecido a un pañal. La mejor forma para evitar esto es una preparación adecuada y no abusar de
la práctica.
El dedo penetra hasta el segundo nudillo y vuelve a hacer círculos. La otra mano rodea mi ombligo,
lanzando pequeñas señales eléctricas que doblan los dedos de mis pies.
—Después de todo, parece que la madre naturaleza no está lista para el buen sexo anal. Sabes,
por ahí salen, pero no entran.
Escucho una sofocada sonrisa, pero la ignoro cuando su índice toca mi interior.
—Y esto, es tu próstata —asegura oprimiendo. Yo grito. Muerdo mis labios, me estremezco y aúllo
de placer—. Qué ironía que la madre naturaleza haya colocado nuestro punto G exactamente ahí,
¿no? ¿Cómo esperaba que lo tocáramos si no es de una forma poco convencional?
No lo sé y no me importa, mientras siga acariciándome así.
Su cara se inclina. Su boca me besa, pero otro dedo juguetea.
—Y jamás lo hagas sin condón —advierte—. Ya sabes por qué.
Le tomo entre mis brazos acercándolo a mí. No necesito ahora de sus palabras sinceras, rudas o
cínicas. Esta noche no necesito al gran doctor, sólo a Gerard. Al apasionado Gerard que me
entrega todo con un beso, que me posee con tan sólo su lengua. Que me roba la vida cuando me
aprieta contra él. Necesito del amante, del amante que es inteligente, seguro, pero increíblemente
impetuoso, como el mejor protagonista de las telenovelas románticas.
La canción sigue sonando. Nuestros sudores se mezclan. Sus dedos me preparan y de mi boca
apenas salen jadeos entrecortados. «Estúpidamente maravilloso».
—No vuelvas a asustarme.
—No —niego con la cabeza—. Nunca más.
—Frank, yo…
El discurso se interrumpe cuando su erección entra a mí. Despacio, casi con ternura acompañado
de una mirada apacible y unos dedos que se aferran a los míos en un íntimo encuentro.
—No te dejaré.
Digo porque de verdad no deseo hacerlo. Deseo permanecer abrazado a él, como justo ahora.
Aferrado a su espalda, sintiendo su respiración en mi cuello, con nuestras manos entrelazadas y
fascinado por el sonido de sus caderas contra las mías y la famosa canción que complementa.

When the night has been too lonely /


Cuando la noche ha sido solitaria
and the road has been too long /
Y el camino ha sido muy largo

El ritmo aumenta. Sus gemidos llegan a mi oreja y mi cabeza se echa hacia atrás.
Ahí viene. El estallido multicolor con la luz al final del túnel. Busco sus ojos. Ese par de esmeraldas
que me brindan mil respuestas con otras mil preguntas. Tan transparentes y sinceras como
cautivantes y misteriosas. Ahí están, siento testigos de la unión. Del encuentro. Del choque de su
cuerpo, del ondeo del mío. Ahí están para ver cómo mi insaciable boca se abre rogando por otro
pasional beso.
Complacido los ojos verdes se cierran y me cumplen el capricho. Mi mano libre apenas aprieta un
poco cuando en un grito liberador entrego más que mi confianza al doctor.
No sé qué es, pero en ese instante deja de ser mío.
—Gerard.
Su nombre. Lo único que importa ahora es lo que sale de mis labios sintiendo cómo todavía baila
en mi interior.
— ¡Oh, Frank!
Cae sobre mí. Su pecho sube y baja a velocidad alarmante acompañando mis jadeos en busca de
oxígeno, notando finalmente que es algo importante para vivir.
Besa mi cuello. Yo cierro los ojos, notando que ésta sería una buena forma de morir.

… and you think that love is only for the lucky and the strong /
Y tú piensas que el amor es solo para el afortunado y el fuerte
Just remember in the winter far beneath the bitter snows /
Sólo recuerda que en el invierno, debajo de la amarga nieve
lives the seed that with the sun’s love /
Vive la semilla que con el amor del Sol
in the spring becomes the rose /
En la primavera, llegará a ser la rosa.

«Es esto, ¿algo parecido al querer?»

XVI. El Apego

El apego es un antiguo instinto animal que hace que el pequeño busque contacto corporal cercano.
En el amor, el apego físico resulta un componente necesario, que hace que los enamorados
busquen la proximidad y caminen enlazados por el talle o de las manos.
Los humanos nos apegamos a los lugares, la casa, los objetos y las personas.

Su piel se siente suave bajo mi tacto y su pecho cálido, acompañado de ese delicado movimiento.
Ya no se escucha la lluvia, pero queda en el ambiente un olor a humedad que se mezcla con el
íntimo aroma de la habitación.
Él de pronto suelta un suspiro. Yo trato de acomodarme mejor abrazándolo con mi pierna
izquierda. Recorro con la vista su brazo bien torneado, hasta chocar con la imagen de una mancha
púrpura profanando la piel. Con sutileza deslizo mi índice sobre la herida logrando hacerlo
estremecer.
—Herida de trabajo —responde de inmediato alejando su brazo de mi dedo—. Es este el
momento perfecto para un cigarro —murmura elevando los brazos sobre su cabeza—, o al menos
así aparece en todas las películas.
—No fumo —respondo hundiéndome nuevamente en esa cremosa piel lampiña.
—Yo fumé como para mis próximas tres vidas. En la escuela de Medicina. La primera vez que fumé
fue tras mi primer examen de anatomía en primer año. Ese hombre estaba loco y sus exámenes
consistían en una pregunta en la que debías transcribir el libro. Entonces probé la liberación
causada por la nicotina y fue como si todo se despejara, por lo menos durante esos minutos en
que el humo me rodeaba. A partir de entonces, estudiar y fumar fueron mi vida. Luego, cuando
tuve que ir al hospital en el internado volví a fumar cuando murió mi primer paciente.
Consciente de la magnitud de la confesión y del momento de intimidad que se ha establecido
entre ambos, elevo mi rostro de su pecho, para con una mano sostener mi cabeza y así mirarle la
cara. Gerard mira el techo, como si en él viera dibujados sus recuerdos.
—Era un hombre. Había tenido en un accidente, llegó en shock hipovolémico y no le pude salvar.
Pero eso no es lo más difícil, ¿sabes? —medio sonríe—. Lo difícil es cuando mueren y no tienes
idea de por qué. No tienes ni una mierda de pista, ni te llegas a imaginar qué hacer para salvarle.
Cuando mueren y tú nunca supiste la causa, es el peor de los fracasos para un médico.
>>Pero me he desviado del tema. El punto es que fumé entre las guardias, fumé para el examen
Nacional de residencias, y una vez que pasé para realizar la especialidad de medicina interna, fumé
para celebrar. Luego dejé de fumar. Tan repentino como mi pensamiento de dejar de hacerlo. Un
día me planté frente al espejo y dije “no más”. Porque yo más que nadie conozco el daño. Porque
no merezco lastimarme de esa manera, y porque algún día voy a necesitar de mis órganos en buen
estado y lamentaré haberles dado una mala vida.
>>De igual forma el daño ya está hecho, pero no empeoró.
Con un último suspiro la historia acaba. Lo sé porque los ojos que antes miran al techo con interés
se han movido para fijarse en los míos.
—He hablado mucho, ¿eh? Esto del sexo parece que saca mi lado nostálgico.
—Tal vez tu lado romántico.
Gerard me sostiene la mirada antes de sonreír mostrando la hilera de dientes. Luego de la sonrisa
sigue una carcajada, que quiebra algo en mi interior. Aunque su cabeza se ha ido hacia atrás sus
ojos no dejan de verme mientras se ríe de mí.
Seguramente soy muy idiota, porque estoy teniendo fe en enamorarme. Soy el más idiota porque
estoy teniendo fe en él. Estoy cegado por su seguridad y su sinceridad. Estoy cegado porque
Gerard Way jamás me ha engañado, mi me ha lanzado promesas para luego darme la espalda ni es
condescendiente. Es directo, tanto que a veces lastima, tan franco, que como ahora, parece
querer hacerme sufrir.
¿Y entonces porque esa luz no se apaga? ¿Por qué el conocimiento del posible dolor no mitiga mis
inútiles deseos de amar?
« ¿Por qué es tan importante?»
Si todos hablan de él, si causa guerras, escribe libros y perdura a través de las centurias, algo muy
especial ha de tener. ¿Por qué debo ser yo el único que no pueda conocerlo? ¿Tan poco soy que
no lo merezco?
—El romance es para los débiles mentales. Mi mente es demasiado evolucionada como para caer
bajo esas ridiculeces.
No entiendo.
No entiendo nada, porque no logro comprender cómo es que el pasar de monos a humanos tenga
algo que ver con vivir el amor o disfrutar del romance.
Mi pierna se ha alejado de su cuerpo así como mi mirada que ahora permanece mirando la
sabana. Siento entre mis cavilaciones que el cuerpo de Gerard se acerca más al mío, respiro su
aroma al tiempo que percibo una caricia sobre mi mejilla. Es inevitable no voltear la vista para
admirar por milésima vez el color de sus ojos. Ojos verdes tan evolucionados.
—No confundamos —susurra—, lo nuestros es meramente profesional. ¿O es que sientes algo por
mí?
Tan bajo lo ha pronunciado que he hecho un esfuerzo para oír. Su mirada analiza cada gesto de mi
rostro y yo intento con toda mi voluntad no desviar la mirada.
—No.
—Bien —sonríe—, pero de igual forma, seamos amigos. Me has visto ya demasiado expuesto
como para no considerarte un buen prospecto de amigo.
Asiento con la cabeza lanzando una fingida sonrisa que espero no note. Yo que pensaba ser su
amigo desde hace mucho tiempo atrás y parece que después de haber hecho el amor, o mejor
dicho, después del sexo Gerard Way es oficialmente mi amigo.
Seguro que va en contra de todo protocolo novelesco o de cuento de hadas, pero Gerard Way es
demasiado evolucionado para el amor, y yo, soy un idiota que lo ansía. Que debería temerle, que
debería ser feliz por no conocerle, pero no me importa. No me importaría nada si en ganancia
pudiera sentir lo que los autores describen en sus obras: esa magia en el interior al ver al ser
amado sonreír o escuchar las dos palabras tomando sentido en su mente.
Ansío el amor, pero comprendo que, el hombre sobre mi cama no será un buen candidato. Ni él, ni
el mejor de los hombres. Ese es el meollo del asunto.
—Así que dime, ¿tú cómo estás?
—Sin trabajo y con una deuda —respondo sin pensarlo tanto. Simplemente apareció un segundo
en mi cabeza y salió disparado de mi boca.
— ¿Cómo?
—Me despidieron de La Madonna el día en que… fui golpeado —mi titubeo fue notorio, pero
Gerard no mencionó algo al respecto. Seguramente más preocupado en el hecho, que en la
descripción.
— ¿Y la deuda?
—Debo un mes de renta. El dueño del edificio me ha dado una semana para pagarle, pero no
tengo idea cómo podré hacerlo.
—Eres un estúpido.
“Eso ayuda”, dice mi mente mirándole con seriedad. Gerard sonríe, dejando un beso suave sobre
mis labios.
—No te enojes. Es sólo una expresión. Mira, dime cuánto debes y yo te lo presto, después me lo
regresas cuando consigas empleo.
Mi ceja izquierda se eleva instintivamente. No acepto o rechazo la oferta, pero digo la cantidad
para ver cómo reacciona. Sin embargo, no se inmuta ante la cantidad mencionada. En cambio,
mueve su cabeza afirmando, prometiendo la entrega inmediata del dinero. Tal vez, dice en tono
bromista que hasta puede que complete con lo que trae en ese momento en la cartera.
—Muchas gracias.
—Para eso estamos los amigos.
Me permito luego un último respiro del aroma de mi amigo, una última caricia sobre su pecho y un
último pasional beso antes de dejarlo partir. No toma una ducha, ni acepta un refrigerio; se
marcha sin esperar que lo acompañara.
Cuando la puerta se cierra, siento que lo hace mi mente también. Si Gerard abandona esta casa y
me niega su presencia en mi habitación, es turno de mi mente para hacer su trabajo. Es momento
que el uso excesivo de antidepresivos funcione haciéndome sentir nada. Es necesario olvidar que
estos instantes significan algo más que un beneficio a la humanidad.

— ¿Estás seguro de esto, Frank? No quiero que te sientas obligado ni presionado de alguna forma.
Mis ojos buscan los suyos, que con paciencia me miran esperando una respuesta. Me gustaría
responderle a mi psicóloga con una afirmación y luego dar motivos, porque los sé. Conozco cada
uno de ellos, enlistados en mi cabeza, pero mi perezosa boca parece no querer hacer comunión
con la mente. Quisiera decirle que no estoy seguro, pero nada puedo perder, porque ahora,
parece que ni siquiera estaba deprimido; que sólo era un trastorno de timidez o pre-pubertad que
ni mi madre ni el médico supieron encaminar correctamente. Quisiera decirle a ella y a todo el
mundo que mi vida ha cambiado por un error. Me gustaría reclamar, hacer más que sólo
resignarme.
Quiero aceptar la terapia, porque ha dicho que logrará establecer sentimientos positivos hacia mi
persona, pensar en objetividad como lo hace Gerard, tener consciencia en la toma de decisiones y
establecer diálogos de más de dos palabras con mis semejantes.
Me gustaría explayarme, pero es esta la primera sesión. Así que doy un cabeceo. Hope sonríe.
—Entonces comenzaremos, con ejercicios de relajación.
Durante la sesión me sentí más en una clase de yoga que en un consultorio psicológico. Hope me
dijo cómo respirar, cómo cerrar mi mente a sonidos extraños, y con los ojos cerrados, esconderme
en mi propia percepción relajando mi cuerpo junto a todos mis sentidos.
Fue bueno. Fue agradable. Fue como estar libre en un mundo imaginario donde ocurre nada, pero
se está en paz. En los quince minutos restantes, Hope me hizo hablar de mi vida, de mi madre, de
mi padre, y me dejó una tarea. “Realizar mi actividad favorita”.
—Estamos en la terapia de actividades agradables —me dijo—, donde impulsaremos la relajación
y todo un entrenamiento asertivo, así que quiero que dediques dos horas de tu tiempo a una
actividad que te haga sentir feliz, que haga que te olvides de todo.
He asentido conservando la sensación de sosiego en mi pecho.

Llego a casa todavía sintiéndome adormecido, pero con un objetivo en mente: encontrar mi
actividad agradable. Recuerdo como si se tratara de un sueño que hubo un tiempo en que intenté
tener pasatiempos de adolescente normal. Intenté tocar la guitarra en la clase de música, pero
perdí el interés, como casi siempre en todas mis actividades; además, me parecía que lo hacía mal
por las muecas del maestro. En casa no tenía una guitarra con la cual practicar, así que no
avanzaba mucho entre clase y clase semanal.
Sin querer ahondar más en mis tristes recuerdos miro el reloj. Quedan apenas treinta minutos
para la hora pactada y un largo camino en autobús. Dándole una caricia a Betsy vuelvo a salir de
casa, pero con un rumbo distinto.
Mi madre espera en la entrada de la tienda, luciendo un vestido color azul hasta la rodilla. Cuando
llego hasta ella para recibir un abrazo, su enorme bolso plateado golpea contra mi espalda,
haciéndome inhalar sorprendido.
—Gracias por acompañarme, Frank, sé que estás a punto de ir a trabajar, pero es lindo que hayas
pedido permiso.
Sonreí a mi madre. Mi linda, e inocente madre que no sabe que su hijo ha sido despedido. Pero he
mentido extraordinariamente bien esa mañana con la llamada recibida, y heme aquí, dentro de
una tienda de vestidos para dama.
La boda de mi madre con Lucas sería en una semana. No será fastuosa, sino muy sencilla, pero
elegante, según la propia descripción de Linda. Firmarán al aire libre, en el jardín de un lindo hotel
a las afueras de la ciudad, luego tendrán la recepción en el salón principal del mismo lugar. Será
una fiesta con pocos invitados y mi madre luciendo un vestido color champaña que cae
graciosamente por su silueta. No toca el piso, y se pueden ver los altos zapatos de tiras doradas
que hacen juego con él.
— ¿Qué tal me veo?
Tanto ella como la dependienta esperan mi respuesta. De lo más profundo de mí emana una
sonrisa sincera, porque nunca había visto a mi madre tan hermosa, ni tan radiante, ni tan
enamorada. Si ese brillo en su mirar es gracias a la llama del amor, entonces no puede ser tan
malo, sino tan sublime que saca lo mejor, lo más hermoso de nosotros.
—Perfecta.
Mi madre me abraza con fuerza. Su calor es tan conocido así como su suave aroma que provoca
en mí un suspiro. Sus labios besan mi frente, mi nariz y mis labios como cuando pequeño. Suelto
una risa, mientras miro la enorme sonrisa en el rostro de Linda.
—No hay día en que no agradezca que seas tú mi hijo —dice. Yo no lo creo, pero igual asiento con
la cabeza.
No lo creo porque he sido un gasto. Un hijo estorboso con más momentos grises que iluminados.
No he logrado nada que pueda presumirle a sus amigas, nada para hacerla sentir orgullosa o
segura. «Qué afortunada madre».
—Aleja esos pensamientos, Frank. Eres perfecto, porque eres mío. Mi hijo, y jamás te cambiaría o
preferiría a alguien más. Sólo tú.
Mis brazos vuelven a apretarle. Hundo mi cabeza en su cuello disfrutando de ese calor maternal
tan agradable. Sin importarme su nuevo vestido, o la mueca disgustada de la trabajadora. Es mi
madre, y tendré un momento cariñoso con ella sin importarme los vestidos o dependientas
histéricas.
Una vez que el abrazo se rompe y el vestido está a salvo, vuelve a mi mente la difícil tarea de elegir
una actividad. Pienso que podría salir a correr, como todos los días. Me entretiene y hace olvidar,
pero hay algo extraño. Un impulso que me exige hacer algo más, algo nuevo. Algo muy diferente.
Sólo para probarme, sólo para comprobar si soy un fracasado natural.
— ¿Qué tienes?
—Mi psicóloga me ha pedido que busque una actividad que me entretenga por dos horas y que
me haga sentir feliz.
Linda me analiza con la mirada de madre que provoca caigan uno a unos veinte años, para
convertirme nuevamente en el pequeño que prefiere estar solo a jugar con la pelota.
—Podrías leer un buen libro.
—No —niego con la cabeza—, no soy un fanático de la lectura. Prefiero las películas.
—Por Dios, Frank, no digas eso, suenas como un hueco.
No he podido sonreír por la burla de mi madre acompañada por ese rostro falsamente ofendido,
cuando miro algo en nuestro trayecto de salida. Hay en unas vitrinas objetos oscuros de diferentes
tamaños, pero con el mismo objetivo: capturar un momento para volverlo eterno. Es realmente
fascinante cómo esos aparatitos logran detener el tiempo para siempre.
Como un niño ilusionado me acerco para mirar cada una de las cámaras de cerca. Apenas y reparo
en la presencia de mi madre, embelesado por la magia que se encuentra tras una fotografía.
— ¿Recuerdas todas las fotos que tengo tuyas de bebé?
—Eras una acosadora, madre.
Linda suelta una jovial risa que consigue arrancarme una sonrisa. Mi mirada se despega del cristal
para buscar los redondos ojos de mi madre. Las arrugas los rodean, pero con esa sonrisa en el
rostro, Linda luce joven y muy atractiva.
—Podrías entretenerte dos horas siendo un acosador.
—Parece un poco aburrido —confieso.
—Bueno, podrías practicar baile de salón, hacer paracaidismo o inscribirte en un curso de pintura
en cerámica.
—Si lo dices así, supongo que no suena tan mal la fotografía.
—Todo arte necesita sensibilidad. Sensibilidad de un niño dulce como tú.
—Linda, ¿sabes que tengo veintisiete y no seis?
—A veces lo olvido.
Esa tarde recibí más abrazos y besos, así como un paquete donde una cámara profesional
aguardaba por mi sensibilidad. Mi madre no dejó de reír. Yo no dejé que la nube se acercara,
podré fallar en la fotografía, pero no permitiré que el miedo a lo desconocido me impida si quiera
intentarlo. Por mi madre, trataría, hasta el final.

—Dime Frank, ¿cómo han sido tus relaciones en el pasado?


La sesión de hoy inicia con un ejercicio de relajación. Luego, Hope ha preguntado si he llevado a
cabo mi actividad, pero no quiere saber en qué consiste. “Más tarde, Frank”, ha dicho y yo he
obedecido. Ahora, procedemos a la segunda etapa, el “entrenamiento de habilidades sociales”.
— ¿Cuándo hablas de relaciones te refieres a lo sentimental? —Pregunto inseguro desde el diván.
—En cualquier sentido.
—He tenido algunos amigos. Muy pocos. La mayoría mujeres que sienten un tipo de “ternura” por
mi forma de ser. En cuanto a parejas… —El relato se detiene cuando en mi garganta se forma una
bola de aire que me impide hablar. Miro a Hope, quien profesionalmente me ve con sus ojos
azules, sin mueca ansiosa, disgustada o burlona. Sólo lista para escuchar —, nunca he tenido
ninguna.
— ¿Quisieras tener un novio?
“¿Quisiera?”, me pregunto nuevamente. Tal vez sí, porque si yo tuviera un novio significaría
entonces que valgo un poco la pena como para estar cerca de alguien, para que puedan verme con
él o que soy lo suficientemente especial para que me haya elegido, por sobre los demás.
Posiblemente ese sea todo el objetivo de tener novios. El elevar el ego de los participantes en la
relación. Es una dependencia beneficiosa que me gustaría probar.
—Me gustaría.
Pero yo nunca hablo. Agrego nada a las conversaciones. Jamás suelto de forma espontánea mis
pensamientos. ¿Quién querría tener un novio callado cual tumba?
—Lo lograrás. Tendrás muchos novios, porque eres muy guapo Frank.
Me sonrojo. Siento la calidez del rubor en mis mejillas y el titubeo en mis labios como cuando
estoy nervioso.
— ¿No piensas así, Frank? ¿No te sientes guapo?
—No. No tengo nada de especial.
—Mira tus ojos, Frank. Son hermosos.
Pienso en mis ojos. Luego me hace pensar en mi boca, en mi nariz, en mi cabello.
—Y aunque no fueras tan guapo, serías perfecto por tu personalidad. Eres amable, reservado, pero
inteligente. Escondes un gran e interesante misterio, Frank, ¿no crees?
—Tengo miedo. Siempre tengo miedo. Necesito que el miedo se vaya, que mi boca acompañe a
mis pensamientos. Quiero hablar más.
—Por ti, Frank. Haremos que el verdadero Frank surja, pero será para ti, no para tener novios. Sólo
para sonreír todo el tiempo.
—Me gustaría.
Hablamos de mis fortalezas. De mis debilidades, que son más. Me ha obligado a mirarme al espejo
y a memorizar cada punto de color en mis ojos. “Debes amar estos ojos”, me ha dicho; luego me
ha invitado a continuar con mi actividad, porque luego hablaríamos de ella. Deberé de amar mis
ojos, no porque sean los ojos más bellos del mundo. Creo que lo he entendido. Tengo que amar
mis ojos, porque son míos.

Oficialmente, tengo un empleo. No es el mejor del mundo, ni el más elegante, pero es un empleo
al fin y al cabo como mesero en un restaurante de mariscos. No me gustan los mariscos, ni soporto
el olor, pero ayudará con la renta. Eso es lo único que importa. No se necesita de mucha
experiencia, o altos conocimientos. Es sólo saludar y ofrecer bebidas, aunque Hope se muestra
feliz, porque dice, me ayudará a establecer más conversación con desconocidos.
Voy en camino a verla, cuando hay un escozor en mi cuello unido a la necesidad de tomar la
cámara y congelar el momento. Una y otra vez el ‘click’ suena sin que los demás le presten
demasiada atención. Apegados a las viejas costumbres, los pasajeros se ignoran los unos a los
otros, pero yo miro detrás de cada rostro una historia que se congela en una fotografía de un
nuevo día. Posiblemente jamás volvamos a coincidir, pero en mi cámara sus rostros estarán
grabados por siempre. « ¿No es mágica la fotografía?».
Cuando arribo al consultorio, no se encuentra la joven secretaria, así que con una desconocida
personalidad “sin vergüenza” abro la puerta del consultorio, encontrando a Hope recargada contra
el escritorio y a una mujer de abultada melena color chocolate abrazándola con amor.
Ambas reparan en mi presencia al instante, separándose para darme un saludo. Sarah me abraza,
mientras que Hope sólo sonríe.
—Hola Frank.
—Hola, lamento si interrumpo.
Sarah suelta una carcajada y me da un golpe cariñoso contra el hombro para restarle importancia.
—De acuerdo —digo—, mira, Hope, vengo a mostrarte más fotografías.
Desde el día en que informé a Hope de mi actividad “agradable” quedó satisfecha con la elección,
además, dijo estar orgullosa por mi trabajo.
— ¿Eres fotógrafo? —Pregunta Sarah.
—Y uno muy bueno —asegura Hope sin dejarme llegar a responder.
La morena toma la cámara para mirar las más recientes fotografías en el autobús. Cada cara, y
cada historia se mueven hacia la derecha para dejar ver una nueva imagen.
—Son increíbles. Se aprecia la calidez en cada encuentro. La forma en la que se apegan uno al otro
en un gran autobús con desconocidos… es como si sólo existieran ellos dos en ese instante.
Miro fijamente a Sarah coincidiendo por completo. Es parte de la naturaleza humana (creo yo)
buscar el calor de otro cuerpo y queda más que claro en mis fotografías.
Me gusta el apego. Creo que incluso me gustan los abrazos. Abrazos dulces y apretados, como
justo el que recibo ahora de Sarah por mi buen trabajo.
—Entonces, les dejo trabajar —dice, dándole un beso en los labios a su novia y uno en la mejilla a
mí antes de irse.
Previo a comenzar con la relajación, mi celular me hace estremecer. Es un mensaje.
Es de Gerard. Quiere verme (y me verá) mañana, en la universidad temprano. Sin más saludos o
sentimentalismos termina el texto dejándome en claro la personalidad recia del doctor.
Me gusta el calor de Gerard. Me gusta el olor que emana y confieso, me gustaría sentir el tacto de
su piel, pero no le había recordado hasta que he recibido el mensaje. Pasé días sin extrañarlo, sin
sexo casual o rutinas extrañas luego de dejar los antidepresivos. Me pregunto si eso será un paso
al frente o uno atrás.
«Supongo entonces que eso dependerá de saber cuál es la meta».
Respondo el mensaje con una sonrisa, que no haya pensado en él antes no signifique que no vaya
a pensar en él ahora ni sienta ansiedad por verlo. Nuevamente, tendré que preguntar: ¿es este un
paso adelante o atrás? Todo tendría solución con una respuesta, que no me atrevo ni a pensar.

INTERLUDIO. Tras la Puerta.

Sarah Cooper y Hope Griffin llegan tomadas de la mano con quince minutos de ventaja sobre la
hora programada. Todo por iniciativa de la morena, quien ha establecido junto a su mejor amigo
una pequeña competencia en esa aula de Universidad; quien llegue más temprano, recibe un
desayuno gratis, y por una u otra causa, Sarah no consigue ser puntual, hasta ahora.
Con cuidado abre la puerta con una sonrisa adornándole el rostro, satisfecha por su pronta
victoria, pero claro, Gerard tenía que leerle el pensamiento, como siempre y al abrir por completo,
le encuentra sentado en el sofá central, con el rostro entre las manos, los codos sobre las rodillas y
el periódico frente a él doblado a la mitad.
Sarah maldecía su derrota, pero Hope miraba intrigada al mejor amigo de su amada.
Sin preocuparse por cerrar la puerta, Hope apenas la empujó sin fuerza, logrando dejar un espacio
entre ésta y la pared.
—Gerard, ¿estás bien? —Pregunta suavemente, apenas haciéndose notar.
El médico eleva su mirada, en ellos hay angustia así como desconcierto que alertan a Sarah. Una
ligera respuesta con la mirada le dice que mire en el periódico. Sin tardanza, Sarah lee la primera
página donde con letras grandes se escribe: “Ataca de nuevo”. Al lado, una fotografía de un torso
con una ensangrentada palabra: Maricón.
Sarah ha estado leyendo los diarios y viendo en las noticias. Como todos estaba impactada, y tal
vez, no como todos, pero estaba enfadada, indignada, con deseos de encontrar a ese asesino para
torturarlo lentamente por homofóbico e idiota, simplemente.
No entiende cómo es que otro asesinato inquieta de esa forma a Gerard. No entiende qué podría
tener de especial éste sobre los demás hasta que continúa leyendo, encontrando un nombre que
le resulta familiar.
—Allan O’Neill.
Hope busca la mirada de Gerard, quien ahora espera para que su mejor amiga también le mire.
Cuando los ojos verdes se encuentran hay un asentimiento con la cabeza por parte de él.
—Tenía una incapacidad para enamorarse debido a la separación de su madre en un momento
crucial en su infancia, según el propio diagnóstico de Hope—dice cruzándose de brazos, dejándose
caer contra el sofá.
—No sabía que era un prostituto —responde la morena con un ligero tono ácido.
—No lo era. Era estudiante de leyes.
—Pero ese asesino sólo ataca a prostitutos.
—Lo sé. No lo entiendo. Tal vez haya otro usando su idea.
Gerard puede recordar perfectamente a Allan. Un chico entrando a los veintitantos, cabello
oscuro, ojos marrones con la piel ligeramente bronceada. Allan sabía besar, mantenerse en forma
y hacerlo retorcerse de gusto.
—Ese hombre está loco —dice en tono indignado la psicóloga, lanzando un suspiro, pero
alejándose de ellos. Hope ingresa a la cabina, porque lee en esos ojos verdes la necesidad de un
espacio.
Sarah ocupa asiento sobre la mesa de centro, frente a su mejor amigo a quien le toma de las
manos.
— ¿Lo estabas viendo?
— ¡No! Después de darlo de alta del proyecto, no lo he vuelto a ver.
— ¿Entonces por qué estás así?
—Bueno, ya sabes. Uno sabe que ocurren estas cosas, que matan o roban, pero lo ves lejano
porque nunca te ha ocurrido, y bueno… conocer a una víctima me hace sentir más cercano a la
tragedia.
Sarah asiente con la cabeza, comprendiéndole. Ciñe con más fuerza el amarre entre sus manos
para transmitirle fuerza con el código secreto que ambos se profesan.
—Frank no tardará en llegar —dice Gerard.
—Lo sé. Hope me ha contado que va muy bien con la terapia. Aunque es secreto de profesión y
todo eso, he logrado sacarle algo de información —sonríe—. Quiere tener novio. ¿No es lindo?
Sarah se ve reflejada en los ojos de su amigo, pero sabe que no le está viendo a ella, porque lo
conoce bien. Sabe lo que Gerard necesita, pero ahora ha conocido a Frank, y debería estar del lado
de su mejor amigo, pero como le conoce tan bien, no está tan segura de apoyarle.
—Detén esos malos pensamientos.
—Sarah…
—No uses el tono de reclamo, ni pienses que soy tonta, Gee. Recuerda que con sólo mirarte sé lo
que estás pensando, así que podrás engañar a todo el mundo, menos a mí.
—Sería beneficioso para él. Sería algo bueno.
—Vaya, qué dulce, y me lo dice el que cree que tiene alexitimia.
—Sarah, por favor.
—Por favor, nada, Gerard Way. Tú no le quieres, o tal vez sí, pero será como los otros. Todo por un
bendito experimento que logre enfatizar tu grandeza. Pero para ser grande no se tiene que pasar
por encima de los sentimientos de los demás.
Gerard suelta un bufido indignado, pensando seguramente que Sarah es una romántica
exagerada.
—Vas a hacerlo —asegura la morena mirándole a los ojos. Sus manos suben hasta tocar su cabello
—te quiero, y sabes que estaré contigo siempre, ¿verdad?
El pelinegro doctor no da una respuesta, simplemente se pierde en la figura estilizada de esos
abundantes rizos castaños.
—No es alexitimia. Es sólo miedo.
—Siempre dices eso —asegura él con una sonrisa.
—No te conviertas en su nuevo antidepresivo.
— ¿Es que no lo ves, Sari? Ya lo soy. Si no usas un antidepresivo que inhiba la recaptura de
serotonina, puedes utilizar un agonista de la liberación de adrenalina.
No hizo falta aclarar que Gerard conseguía la liberación del neurotransmisor excitador en Frank.
No hizo falta continuar, cuando se escuchan pasos cercanos. Tras la puerta fueron dos hombres
quienes han escuchado, el primero, Raymond Toro quien tuvo que marcharse, oculto bajo la
confidencialidad de un abrigo negro y un gorro que ha empaquetado su abultado cabello; todo por
la aparición de Frank, quien ni siquiera nota al desconocido pasar a su lado, inmerso en su propio
mundo de oscuridad donde remonta la reciente “conversación” con Betsy.
Su madre siempre le dijo que no escuchara conversaciones ajenas, pero no puede evitarlo cuando
la voz de Sarah menciona el medicamento que ha cambiado su vida.
La conversación termina, seguramente porque han notado su presencia, y nadie dice más.

XVII. Las parejas.

La pareja se define como un conjunto de dos personas, que han establecido un lazo intenso y
duradero, que se proveen de sexo y ternura, y que han decidido acompañarse por un espacio de
tiempo definido o indefinido.

Seguramente mi madre estaría decepcionada, pero la curiosidad pudo más que las buenas
costumbres. Ahora pienso que ha sido una mala idea, porque lo único que ocurre cuando uno
escucha tras la puerta es sentir más curiosidad por la plática que no se alcanza a oír. Apenas logré
escuchar a Sarah diciéndole a Gerard que no se convirtiera en un antidepresivo, y a éste
respondiendo que ya lo era. Quiero saber. Tengo preguntas, pero mi vergüenza me bloquea
cuando me encuentro frente a frente con ellos.
Sarah no me saluda de forma animada. Apenas recibo una sonrisa antes de que gire la cara para
besar la frente del doctor.
—No juegues con fuego, cariño.
Gerard da un cabeceo en respuesta. Me siento más apenado ahora, como un traidor profanando
un momento sagrado e íntimo.
Pienso construir un altar a la persona que ha decidido llamarme justo en ese instante.
— ¿Diga?
—Hola, Frank.
Mis labios forman una ligera sonrisa al reconocer la voz del locutor, sin embargo, no menciono su
nombre en voz alta a pesar de ver a Sarah entrar en la cabina para dejarme a solas con el doctor.
— ¿Cómo estás? —Pregunto sin pensarlo.
—Aburrido —se le oye suspirar—. ¿Cómo te va con tu terapia?
—Bien, creo que… voy bien.
—Eso es bueno, ¿y tu madre?
—Se casa pasado mañana. Debo ir a comprar mi traje —confieso recordando apenas ese detalle —
, quiere que vaya de blanco.
Él suelta una carcajada burlona que logra hacerme sentir avergonzado. Yo no tengo la culpa que
mi madre sea una romántica exagerada y yo su hijo mimado que cumple cada una de sus órdenes.
Bueno, tal vez en lo último sí tenga algo de responsabilidad.
— ¿Podrías dejar de reírte?
—Lo siento —responde sin aire, todavía asfixiado por la risa—. ¿Quieres que pase por ti para salir
de compras?
—No, no puedo ahora, estoy… —mi mirada se dirige hacia el despistado doctor, que mira el
periódico como si fuera la pieza más importante de una galería de arte—con Gerard —termino
justo cuando veo ese par de ojos verdes fijarse en mí.
—Frank, ¿por qué no dejas a ese no-novio tuyo y vienes a mí?
Sonrío. Con Jared he logrado tener una relación agradable, con bromas inocentes, comentarios
picantes y ningún otro encuentro cara a cara luego del hospital. Todo ha sido a través de aparatos
electrónicos, pero es como si a pesar de ello pudiera ver esos ojos azules chispeantes que
acompañan a una boca sonriente.
—Sabes que no puedo.
—Quiero conquistarte, Frank.
Cuando dice eso me quedo sin palabras. En cada ocasión que la frase aparece por un motivo u
otro, no sé si lo dice con seriedad o es una broma que no puedo entender porque no puedo verle
la sonrisa socarrona en el rostro. Por eso callo, porque no quiero que mi emoción me traicione.
—Debo irme…
—Sólo di mi nombre.
—Jared.
Escucho una risa, luego el sonido natural que provoca el dar por terminada una llamada. No
entiendo por qué he de decir su nombre, pero cuando encuentro el ceño fruncido de Gerard mis
dudas se esfuman con respecto al escritor para encontrarme con el hombre de ojos verdes
caminando hacia mí.
—Perdona —digo turbado por su potente presencia —. ¿Es momento de entrar al escáner?
Parece ser que mi pregunta le relaja, pues los músculos de su cara, que antes parecen tensos,
ahora se dejan caer.
—Me gustaría intentar algo diferente el día de hoy —asegura—. He escuchado tu conversación y
creo que has dicho que necesitas un traje. Me gustaría acompañarte.
Sé que yo tuve que haber dicho algo antes de ser arrastrado fuera de la habitación. Tuve que
preguntar algunos por qué, otros qué y uno que otro cómo; pero miento si digo que no ansío su
compañía más allá de un momento tras un enorme aparato así como mentiría si dijera que mi
boca obedece a mi cerebro.
Poco importa eso ya cuando estamos en una tienda elegante, con trajes, camisas y corbatas
rodeándolo todo. Un hombre de camisa púrpura con corbata negra se acerca a nosotros
presentándose como Charlie. Gerard saluda cordial diciéndole que queremos un traje blanco.
Charlie se aleja con una sonrisa mientras yo miro distraído la etiqueta de uno de esos sacos.
—Gerard, eres un prestamista terrible, ¡quieres incrementar mi deuda! —Digo de prisa, sin
detenerme a considerar las consecuencias. Fue apenas lo que cruzaba con mi mente, por primera
vez conectado con la boca, aparentemente.
—Una madre sólo se vuelve a casar una vez.
“Tercera vez”, pienso, pero no lo digo. Me conformo con observar su gesto analítico cuando
Charlie trae las opciones.
—Creo que sólo lo sabremos si lo probamos.
Hacia los probadores pienso en mi cámara y en las fotografías que esa mañana no podré tomar.
Recuerdo a Betsy con sus hojas verdes dando un aspecto abultado y la necesidad de antidepresivo
al despertar gracias a una extraña pesadilla donde mi cuerpo podía sentir aún la fuerza de sus
puños.
Cuando Ray Toro aparece en mi mente busco la cámara, oprimo el botón como desesperado y es
en ese momento cuando parece que recuerdo que debo respirar. Tranquilo y con la mente en
blanco, como Hope dice. El monstruo se va, pero no mis acelerados latidos o mi respiración
agitada, esa se va alejando a medida que pienso en Gerard, y en que estará bien.
«Si no me importa a dónde me arrastre es porque al menos así sabré que está bien».
Quisiera dejar de sentirme tan inútil.

El primer traje es de lino. La tela consigue que mi ropa interior se dibuje, lo que me obliga a no
salir de la seguridad del probador. El segundo traje es mejor, sin transparencias y de un blanco
brillante. Gerard lo ha combinado con una camisa azul tan claro que apenas es perceptible el color
azul en ella.
Salgo para recibir la crítica colocándome frente al espejo de cuerpo completo al final del pasillo.
Gerard llega tras de mí analizando mi atuendo, dirigiendo ese par de ojos verdes al espejo.
—Tienes unos ojos muy lindos —susurra.
—Lo sé —respondo confiado, casi sonriendo. Y es cuando pienso que tal vez, esa terapia esté
funcionado. Si es así, entonces yo tendré que regalarle a Hope algo mejor que una canasta con
frutas.
—Me gusta. Nos lo llevamos.
Charlie contesta con un grito emocionado, dejándonos solos en los probadores. Gerard coloca su
mano en mi cintura, acariciando la suavidad de la nueva camisa.
Sus labios se inclinan hacia mi cuello y sin dejar de mirarme a través del espejo, suelta un suave
beso contra mi piel que me obliga a suspirar. Le continúan otros iguales de forma ascendente,
hasta que mi boca no resiste y busca la suya. Tan suave como íntimo y hechizante.
Ese beso sabe tan delicioso que me niego a soltarle, pero la voz de Charlie preguntando la forma
de pago me obliga a tomar aire para continuar con el fastidioso ciclo de la respiración. Gerard
busca mis ojos.
—Iré a pagar.
Seguramente ha sido mi imaginación. Seguramente sí, porque no puedo sentir ese “brincoteo”
dentro de mi pecho luego de un inocente beso. No puedo pensar que sus labios son ahora más
dulces ni presentir que a partir de ahora todo ha cambiado. Porque nada cambiará. Soy Frank Iero,
el que no se puede enamorar, y él Gerard Way, el que es demasiado evolucionado para el amor.

Cuando pongo un pie dentro del departamento me es inevitable pensar que debo de ir en unos
minutos al trabajo. 45, para ser exactos, pero aún tengo tras de mí a un Gerard Way que ha
preguntado por mis horarios de entrada, de salida y por el ambiente en general.
No creo que sea el sueño de una persona ser mesero de un restaurante de mariscos, pero sí es mi
sueño no morir de hambre ni tener que regresar a casa de mi madre por otro fracaso más en mi
larga lista.
— ¿Sabes? Conozco una farmacia que solicita administrador con experiencia en contabilidad.
Tienen un par de sucursales en la ciudad. Se llama Farmacia “Los Ángeles”.
—Estoy bien.
—Estarías mejor ejerciendo tu carrera, porque si no lo haces, sólo te conviertes en una gran
pérdida de tiempo y dinero.
Noto la tensión estando frente a frente en el sofá. Mis ojos buscan los suyos que se esconden tras
una máscara pálida de indiferencia.
— ¿Tienes que ser siempre tan duro? —Pregunto, notando el titubeo en el parpadeo del ojo
izquierdo.
—Deberías agradecerlo, pocas personas en tu vida te dirán la verdad.
—La verdad no me molesta —murmuro—, es la forma en que lo dices. Yo sé quién soy, y lo
patético que resulto. Nadie mejor que yo sabe que soy un fracasado, pero dicen que los amigos no
te plantan la cruda verdad tan de golpe, y creí que éramos amigos.
No entiendo qué está pasando. Debería marcar el día como una fecha especial. Porque esa tarde
he logrado conectar el cerebro con la boca y mi pensamiento ha fluido tan rápido como mi
lenguaje oral. Siento que sus ojos no vacilan, ni se distraen. Cuando estoy frente a él siento toda su
concentración puesta en mí, y eso logra, (de una manera muy extraña), que me sienta fuerte,
desinhibido. Casi como alguien normal frente a un amigo.
Gerard no responde. Su oratoria se desvanece para permitirle la entrada a su habilidad práctica.
Sus mano se aferran a mi nuca y sus labios se apoderan de los míos en un beso apasionado. Tan
demandante como sólo Gerard Way puede lograrlo. Me quita el aliento, bebe de mi saliva y me
deja tomar de la suya. Sólo el maldito oxígeno nos obliga a separarnos.
—Un conocido mío fue asesinado —susurra junto a mis labios —. Estoy mal, lo sé, perdóname.
En sus ojos encuentro sinceridad y angustia, por lo que me permito relajarme, subir mis manos y
estrechar ese cuerpo empujándole desde la espalda. Gerard se recarga contra mi hombro
perdiendo el sentido del tiempo cuando nos abrazamos.
Yo quiero ser ese mejor amigo que no ha tenido.
Quiero descubrir quién le dañó tanto que tuvo que esconderse tras una careta de indiferencia.
Quiero alejarme, porque intuyo que sufriré a causa de desigualdad de pensamiento, pero es
demasiado tarde cuando el remolino en el agua ya me ha capturado. Ahora me siento justo en
medio, y no tengo deseos de nadar.
—Ven conmigo a la boda de mi madre —«Quiero verte. Quiero sentirte. Quiero saber que el
monstruo no te ha atrapado. Quiero saber que la oscuridad no ha ganado».
—Me encantaría.
«Descontrolas todo de mí, Gerard Way. Tus ojos, tus labios o el simple recuerdo de tu forma de
hablar. Todo me desquicia, me estremece. Hace que logre olvidarme todo, menos de ti. Hace que
quiera alejarme, pero sólo para estar más cerca de ti. El verte me trastorna, y más desesperante es
saber que es sólo cuando estás cerca, porque perfectamente puedo vivir sin ti, sin ni siquiera
recordarte, pero lo atemorizante es que prefiero estos momentos. Tú frente a mí. Yo sin tiempo
para llegar al trabajo y pensando en obedecer tu sugerencia.
¿Qué me está pasando?»

Mi jefe, el señor Fuji es un hombre de opciones. Ese día, se ha plantado frente a mí con la mirada
fija en mis ojos y el ceño fruncido, ofreciéndome dos propuestas. La primera, consistía en
renunciar. La segunda, en despedirme. Así que con todo el agradecimiento que pude reunir, firmé
una carta de renuncia y me fui de ahí, con pocos recuerdos laborales, pero nauseabundos
momentos con los mariscos.
Oficialmente estoy desempleado, nuevamente, porque mi jefe cree que he abusado de su
amabilidad. Lo mismo creo yo, aunque la comprensión llegó a mí luego de pedirle el permiso de
faltar por la boda de mi madre. Consciente de que era mi primera semana, fue estúpido y
arriesgado, pero he afrontado las consecuencias.
Ahora espero, con las manos en la espalda y en el rostro una sonrisa, vestido con mi traje azul veo
a las damas del mismo color, al novio, Lucas el abogado de canas y ojos azules completamente de
negro, a excepción de una pequeña flor que brilla en dorado.
Una música tranquila suena y es cuando mi madre aparece luciendo ese bello vestido color
champaña. El juez asiente, los novios se sonríen y comienza la ceremonia.

Cuando los invitados se trasladan al hotel, comienzo a ponerme nervioso. Gerard no aparece. Mi
fe comienza a decaer.
—Con ustedes, el señor y la señora Goldsmith.
Los presentes aplauden cuando los recién casados hacen su entrada. Bajo el encanto de “Take my
Breath Away” se abrazan con suavidad, meciéndose al ritmo de los compases.
Entre el humo y las luces topacio le veo llegar. Con la respiración agitada, el cabello revuelto, pero
el traje oscuro en perfecto estado. Usa un pañuelo plateado que se dibuja mejor con cada paso
que da. No me ha visto, pero sin quererlo se va a acercando a mí.

Turning and returning


To some secret place inside
Watching in slow motion
As you turn my way and say
Take my breath away.

Paso a paso intento ocultarme detrás de las flores en los arreglos de mesa. Uso el ambiente
romántico a mi favor para llegar a su espalda. Mis manos toman su cintura y le siento estremecer.
—Pensé que no llegarías —susurro a su oído.
Escucho a Gerard suspirar al mismo tiempo en que su cuerpo se relaja, logrando que se apoye por
completo en mí.
—Mikey tuvo un arranque de ira. Casi logra asfixiarme.
Sin pensarlo inhalo preocupado. Gerard toma mi mano para darle unos golpecitos intentando
restarle importancia al asunto. Diciendo con ello, que a pesar de no ser común, era soportable,
eran cosas que pasan y uno tiene que continuar si se intenta ayudar al ser amado.
Su cuerpo, aún entre mis brazos gira para que mis ojos puedan disfrutar del hechizante tono de los
suyos que se combina perfectamente con la iluminación dándole un aspecto felino.
No hablamos, en parte porque parece una escena de película, y en parte porque los aplausos nos
lo impiden. Simplemente le veo en silencio, hasta que el hombre que ameniza la fiesta menciona
mi nombre.
—Frank Iero, se le solicita en la pista de baile.
Parpadeo un par de veces antes de caminar a la pista sin darle una explicación a mi invitado. Mi
madre me espera con los brazos abiertos y una gran sonrisa. Entonces entiendo el malévolo plan.
Sabe que no me gustan las demostraciones públicas de afecto, ni volverme cursi; y aunque un
baile madre e hijo resulte meloso, la complaceré, por primera vez.
El sonido del piano comienza cuando mi brazo cubre su espalda y el suyo se amolda a mi cuello.
Me inclino contra ella, como siempre que busco su calor, mientras le siento tan frágil pegada a mí.
Cuando la voz del cantante inunda el lugar, la letra poco a poco se mete en mi cabeza y al ver sus
ojos, brillantes no sólo por los reflectores, dejo caer lágrimas que ella comparte.

You are so beautiful


You are to me
Su mejilla se impacta contra la mía en un encuentro húmedo. Me siento estremecer cuando más
recuerdos llegan a mi mente. Mi madre es todo para mí, buena o mala, pero mía al fin y al cabo.
Le abrazo con más fuerza intentando transmitir lo que mi boca no puede dejar saber.
La amo. La amo como jamás amaré nada en mi vida.

You are everything I hoped for


And you are everything I need

Se siente como una despedida, aunque sé que no es así. Nos aferramos al otro como si no
quisiéramos ni pudiéramos dejarnos ir. Se siente como un sueño. Como si todo desapareciera.
Sólo ella y yo. Madre e hijo.
God knows you're everything to me

Los invitados aplauden. Linda me aleja para verme a los ojos y limpiarme el rostro con sus palmas.
—Dios sabe que tú eres todo para mí —me dice.
El nuevo abrazo termina cuando la música de violín antecede a la entrada del primer platillo de la
noche. Linda susurra que me divierta. Yo beso su mejilla.
«Tan perfecta… »
Regreso hacia Gerard que me ha esperado junto a una mesa vacía con los ojos ardiendo y la nariz
sorbiendo mucosidades. No agrego mucho, pero de pronto me encuentro atrapado entre los
brazos conocidos sin explicaciones o excusas. Simplemente me abraza con dulzura, como si
esperara el momento perfecto para atraparme en cuanto me desmoronara.
No lo hice. Acepté y correspondí el abrazo, pero no derramé ninguna lágrima más. Demasiado
cómodo, me rehusaba a perder el contacto.
—Has estado increíble —susurra.
Muevo la cabeza para acomodarme mejor sobre su hombro, hasta que la llegada del mesero con
la cena nos obliga a separarnos. Luego, la plática es trivial y agradable, no es forzada ni me obliga a
rebuscar en mi mente por un tema de conversación. Le cuento que he perdido nuevamente mi
trabajo, lo que causa en Gerard una risa.
—A este paso tendré que mantenerte —asegura.
—Entonces sólo déjame —digo sin enojo o indignación. Incluso acompaño mi comentario con una
sonrisa, pero Gerard de pronto se queda serio.
Sus ojos verdes me analizan y me hacen muy pequeño. Me siento más débil que nunca bajo esa
mirada, porque me atraviesa el cuerpo y provoca escalofríos. Me desnuda el alma.
De pronto música movida interrumpe nuestro encuentro visual. Mi madre se coloca al centro de la
pista con un sombrero de colores y una gran sonrisa. De su mano va Lucas, quien intenta seguirle
el ritmo con el baile. Sus carcajadas de felicidad contagian y yo me río con suavidad. «Al final, sólo
buscas la felicidad del ser amado».
—Frank —me llama. Yo le miro—, ¿te gustaría ser mi pareja… de baile?
El dramático silencio entre la frase me hace dudar, pero tomo la mano que se ofrece para mí.
Junto a Gerard nos dirigimos a la pista, y aunque no sea el mejor bailarín, dejo que el motivo de la
celebración se grabe en mi mente, que la música domine mi cuerpo y que Gerard me guíe hasta
donde quiera. Esta noche me propongo embriagarme de alegría y nada más.

*
Luego de muchas canciones mi cabello se ha mojado. Un escalofrío recorre mi columna cuando
siento la brisa nocturna en esos bellos jardines, pero he sido llevado por Gerard, quien se
encuentra en iguales desaliñadas condiciones.
—Frank —me dice. Nos hemos detenido frente a una fuente. Los verdes jardines tienen arbustos y
flores rosas. Se escucha el barullo de la fiesta muy lejano, pero aun así se respira la felicidad—.
¿Quisieras ser mi pareja?
—Ya lo he sido, Gerard. Bailando —respondo todavía jadeando por el ejercicio.
Gerard asiente con la cabeza y me mira sonriendo.
—Lo sé, pero no me refiero a eso. Me refiero a que si tú quieres ser mi pareja, de tiempo
completo, no sólo por una canción.
De todas las personas que pudieran pedirme eso, Gerard Way estaría en el último lugar de mi lista,
pero el destino es diabólico y juega conmigo. Ahora resulta que Gerard ha sido el primero. Es una
oportunidad. Una oportunidad para tener un novio e intentar ser ligeramente normal.
Busco sus ojos, para establecer si son sinceras o hay un engaño, porque debe de haber un truco.
No puede cambiar de idea de pronto sobre nuestra relación cuando recientemente dice que lo
nuestro es “meramente profesional”. La emoción decae cuando recuerdo esa plática en mi
habitación donde con palabras “evolucionadas” dejó en claro que yo sólo era el experimento y él
el doctor.
—No puedo creerlo —murmuro con los labios apretados. De pronto los escalofríos han
desaparecido. Ni siquiera soy consciente de la belleza a mi alrededor—. Tú no me quieres.
—No. No puedo decir que estoy enamorado, porque siempre me he negado al amor, pero me
gustaría vivir la experiencia, y con nadie me atrevería a vivirla más que contigo.
Sus manos buscan las mías, y aunque debería alejarlas, mis dedos se entrelazan con los suyos
buscando su conocido calor.
—Sólo sé que me siento muy cómodo contigo —me dice. Sus ojos están brillando, sus manos jalan
su cabello como cuando está nervioso y sus labios forman un ligero puchero casi invisible, como
cuando es sincero—. Cuando no estás deseo estar a tu lado…
Su mirada se desvía. Mis ojos pierden a los suyos, pero hay en mi pecho una revolución interna en
el cuadrante izquierdo. Mi corazón se siente como si deseara salir corriendo de lo acelerado que
está como cuando tengo un síndrome serotoninérgico por el abuso de antidepresivos, pero este
sentimiento se acompaña de un extraño calor, en mi pecho, en mi abdomen y en las mejillas. Es un
calor que tiene textura, es suave y me obliga a sonreír. Esas palabras han logrado en mí una
descarga de energía. Una necesidad de gritar o de salir corriendo sólo para sentirme más ligero, o
simplemente, menos eufórico.
—Podríamos intentarlo —dice.
—Lo haremos —aseguro.
De inmediato su rostro se eleva y nuestros ojos se encuentran, sus manos se ciñen con mayor
fuerza contra las mías y sin mediar en mis acciones, dejo que mis labios toquen los suyos en un
beso apasionado. Estoy pensando mientras siento la caricia sobre mi cabello, que deberé de
bautizar este día como el día feliz. El día perfecto. El día en que ni la lluvia empapando nuestros
cuerpos pudo menguar el calor de mi cuerpo ni la felicidad emanando de mi pecho.
Era como estar satisfecho de todo.
Era… algo muy parecido al final feliz de las telenovelas.
—Entonces, ¿somos… novios? —Susurro apenas rozando sus labios con los míos.
—Lo somos —responde con una extraña risa brotando de su boca. No es burlona, ni feliz, es una
risa desconocida —. Mejor volvamos a dentro o nos enfermaremos.
«No me importaría.
En este increíble momento nada importa, porque tengo novio, y eso suena tan extraordinario.
Como si yo, realmente mereciera un poco de felicidad».
Cuando regresamos, mi madre me reprende, pero el enfado se le escapa cuando nota que la
sonrisa de mi rostro no se borra en toda la noche.

Será esta tarde la primera cita. Luego de las confesiones en la boda de mi madre, Gerard se
marchó dejándome con mi familia y el acto ceremonial que incluye ordenar arreglos de mesa y
guardar restos de comida. Llegó el domingo, donde sólo recibí un mensaje con una corta
explicación. “Estoy en el hospital. No puedo verte.” Así que resignado acepté y pensé en llevar
acabo mi actividad agradable. Pasé la tarde fotografiando edificios, ventanas, rostros sin nombre y
grafitis en paredes dañadas hasta que llegó el lunes. La rutina cambió luego de dar buenos días a
Betsy. Tomé un autobús con rumbo a una farmacia de angelical nombre, donde entregué un
currículo y respondí una prueba sobre conocimientos básicos y aptitudes administrativas. No
acababa de salir del local cuando de mi celular emanó una canción conocida. Fue una agradable
sorpresa escuchar su voz pidiéndome salir a comer juntos.
La salida me crea una ilusión que se ha reflejado en el tercer cambio de vestuario. Incluso Betsy
debería de estar nerviosa, porque ahora que tengo mis jeans y playera negra no dejo de mirarla,
esperando que perderme en el tono verde de sus hojas sea bastante entretenimiento para que el
tiempo pase más rápido, pero no lo consigo y cada vez que miro el reloj, la hora es la misma. Es
como si el tiempo se hubiera congelado sólo para mi decepción.
La voz de Bono me obliga a pestañar, dejando de mirar a mi planta para poner toda mi atención en
mi celular. La pantalla no muestra su nombre, por lo que con pesadez procedo a contestar. Antes
de que alcance a hablar, una voz ronca me interrumpe. Se escucha pastosa y es difícil
comprenderle cuando las palabras se pegan unas con las otras.
—Hope, por favor, vuelve a casa nena. ¡Vuelve! —No reconozco, pero deduzco que es Sarah.
Imagino que se encuentra en estado etílico por su forma de hablar, por sus gritos y porque
segundos más tarde se ha puesto a llorar —. Yo no lo hice, amor. Yo no lo besé. Por favor —
susurra—, escúchame. Te amo. ¡Te amo, por Dios te amo!
Entonces la llamada se corta. Siento en mi pecho un nudo de preocupación. Sarah siempre tiene
una sonrisa en el rostro que me obliga a pensar que ella nunca llora. Luce tan segura y valiente
que me hace creer que jamás se derrumba.
Dos golpes contra la puerta llaman mi atención. Del otro lado espera Gerard, con el rostro
preocupado. Me mira y besa mis labios, demasiado rápido para mi gusto, pero tampoco le dedico
más atención.
—Me llamó Sarah —le digo.
—Lo sé. Acaba de llamarme a mí también.
—Deberías ir —sugiero observando su mirada perdida en el suelo. Es obvio que le aterra la idea de
su amiga llorando, desesperada y medio ebria —Deberías acompañarla. Es tu mejor amiga.
— ¿No te enfadas? —Murmura.
—Claro que no.
—Yo no sé mucho de relaciones, pero esto es un gesto maravilloso, Frank. Muchas gracias.
Me sonríe con dulzura para luego abrazarme de igual manera. Yo tampoco entiendo de relaciones,
pero soy positivo. Pienso que con un poco de esfuerzo y muchos besos podrá funcionar, porque a
pesar de no sentir el “amor enamorado” que deberíamos sentir, hay algo entre nosotros. Algo que
nos une aunque intentemos huir. Nuestros caminos se han cruzado, y el destino parece que no
planea nuestra separación sin dejar una huella profunda en el otro.
—Ven conmigo. Ahora tú también eres su amigo.
Asiento tomando el suéter gris de cierre al frente. Espera por mí para luego tomar mi mano. Es
fácil dejarme llevar y pensar que realmente “esto” puede funcionar.
«No, no ‘esto’.» Lo nuestro puede funcionar.

XVIII. La Tolerancia

La tolerancia al humor, las imperfecciones y las costumbres dispares del otro. La aceptación de la
persona de la pareja tal cual es, con su temperamento, sus ritmos naturales y su ideología.

Ni siquiera tuvimos que llamar. Gerard tenía llave de la puerta que nos cedió el paso con un suave
rechinido. De frente nos espera la sala de tapicería oscura, con una mesa de centro y una larga
lámpara de retorcida base con una pantalla semejante a una radiografía.
Mi vista no estudia más la residencia cuando sobre la alfombra se encuentra el cuerpo de una
mujer morena sonriéndole al techo. A su lado, algunas botellas vacías, su celular y aparentemente,
su amor propio.
—Sarah —susurra Gerard. En movimientos tan rápidos como fluidos se hinca a su lado,
tomándola de las mejillas le sonríe. Suave y tierno —. Mujer tenías que ser, ¿Verdad dramática?
Sarah suelta una estridente carcajada, y como si sus fuerzas fueran renovadas, se arrastra hasta
que la espalda choca contra un sillón. Su cabeza cae hacia la derecha y es cuando logra verme. Con
una sonrisa extraña y los ojos enrojecidos me saluda.
—Hola Frankie.
—Hola, ¿cómo estás? —Pregunto acercándome hasta colocarme tras Gerard.
Ella guarda silencio, cerrando la boca y bajando la mirada. Veo su ceño fruncido y los labios
apretados en una perfecta mueca de concentración.
—Yo le quería con toda el alma, como se quiere sólo una vez —susurra—, pero el destino cambió
mi suerte, quiso dejarme sin su querer —su voz se eleva y sus ojos verdes buscan a los míos para
mantener una recia mirada—. Una mañana de frío invierno, sin darme cuenta se echó a volar y
desde entonces aún le espero. No me resigno a la soledad.
La voz se le quiebra y copiosas lágrimas se unen a crueles sollozos. Esconde la cara entre las manos
al tiempo que encoje las piernas, luciendo más pequeña e indefensa.
— ¿Dónde estás corazón? No oigo tu palpitar —la voz suena nasal y amortiguada por su propia
piel bajo los labios —. Es tan grande el dolor que no puedo llorar —nuevamente su cabeza se
eleva, sus ojos me miran. Rojos, hinchados y brillantes, Gerard le toma de la mejilla, y Sarah, a
pesar de lo que dice, no deja de llorar —. Yo quisiera llorar y no tengo más llanto. Le quería yo
tanto y se fue para nunca volver.
—Pequeña dramática, dime qué fue lo que pasó.
—Un hombre estaba en el recibidor curioseando, pregunté qué era lo que necesitaba, pero de
repente me tomó de los hombros con fuerza y me besó. Yo no quería, pero cuando me soltó Hope
estaba de pie frente a nosotros, y luego echó a correr. La seguí, pero me dijo que la dejara, que
tenía que pensar. Le expliqué, y ella dijo que me creía, pero que necesitaba pensar. Sólo sé que la
necesito, Gee, no quiero estar sin ella.
Sarah deja caer el rostro contra el pecho de Gerard, quien la recibe soltando un suspiro.
—Ya te ha dicho que te ha perdonado, Sarah, deja de hacer tanto drama. Sabes que Hope es una
persona muy sensata y pensante, que analiza todo más de cinco veces y es mejor que se alejen
para que pueda aclarar sus ideas. Aunque no haya sido tu culpa, tal vez su mente juega con la
imagen que se ha grabado del beso.
Desde lejos yo asiento con la cabeza. Después de todo, el argumento expuesto por el doctor me
suena lógico y entendible, con lo que podríamos regresar a Sarah a su cama o llevarla a la regadera
para una ducha rápida.
—Para ti todo es un drama. Exponer mis sentimientos no es un drama —se aleja —, es lo que
siento. Me duele. La necesito. La amo. Tal vez eso nunca lo llegues a entender porque eres
demasiado egocéntrico como para que otra persona ocupe tu cerebro. Tu inflado ego apenas y
logra caber.
A pesar de la rudeza de las palabras o la voz, Gerard la ignora, asintiendo con la cabeza con infinita
tranquilidad para recibir nuevamente a su mejor amiga que vuelve a llorar pidiendo disculpas.
— ¿Quieres comer algo, Sari?
—No —niega con la cabeza —, creo que quiero dormir.
Con mi ayuda logramos acomodar a la morena sobre el sofá de la elegante sala. Sarah cierra los
ojos y en aproximadamente medio minuto ya se encuentra roncando ligeramente. Aunque no me
he atrevido a preguntar, me hubiera gustado saber el aspecto del hombre, porque me ha
resultado inquietante la palabra “curiosear” en el relato. Posiblemente sean mis pesadillas y mi
paranoia, pero se supone que un amigo quiere proteger a sus seres queridos, yo sólo quisiera
seguir las reglas, pero nuevamente esta boca me traiciona.
Gerard se aleja del sofá hacia la cocina también con toques oscuros y contrastante brillo plata.
Coloca dos copas azules de cristal sobre la barra y del refrigerador extrae una botella de vino con
la mitad de su contenido original.
—Está desecha —digo mirando el líquido caer.
—Ya se le pasará. Sarah es la típica protagonista de telenovela que llora, grita, patalea, y siempre
“lo puede explicar” pero tarda dos capítulos en hacerlo, y al final sólo dice lo mucho que ama a las
personas.
Gerard bebe y yo le imito, perdiéndome en la dulzura del sabor a uva en lugar de responder como
quisiera. Sé que de igual manera mi boca no funcionaría, pero yo realmente pienso que Gerard es
cruel e insensible. Si sabe que su amiga es romántica o “exagerada” como dice él, nada le cuesta
seguirle un poco el juego en momentos cruciales (o que resultan cruciales para ella). Es vital en
cualquier relación comprender y tolerar, aceptar y ceder. O bueno, eso es lo que dicen las
películas.
—Sarah siempre me dijo que yo tengo fobia al compromiso, a las personas y a cualquier situación
me haga ver como un humano —suelta una suave risa tras otro sorbo—, pero ella es quien mejor
me conoce, entonces, ¿quién soy yo para contradecirla?
Me gustaría saber qué hecho ha marcado la vida de Gerard. Según mis terapias con Hope y mis
conversaciones filosóficas con Betsy, siempre hay algo que te marca, que te guía y forma los
cimientos de lo que en naturaleza tú eres. Me gustaría saber quién lo ha abandonado, o quién
rompió su corazón hasta volverlo insensible.
—El amor es una farsa —dice ignorando mis pensamientos. No como en las películas en las que los
amantes leen la mente del otro.
— ¿Tus padres se han divorciado? —Pregunto. Intentando encontrar pistas.
—No, mis padres llevan treinta y tantos años de casados, más siete de novios —suspira— toda una
vida.
—El amor.
—El matrimonio no es amor. El matrimonio es un acuerdo establecido por dos personas que se
han acostumbrado a la presencia del otro, que se sienten tan cómodos o demasiado perezosos
incluso para buscar más opciones. Sólo son un par de resignados que no creen que puedan
encontrar algo mejor.
Mi mirada se desvía y la copa medio vacía se impacta con notable fuerza contra la mesa. No
entiendo cómo sus palabras pueden herir más que los golpes. No entiendo cómo logra
descolocarme a tal punto de volverse insoportable por unos segundos. Tampoco logro entender
cómo si se supone tenemos una relación habla del compromiso como si se tratara de una plaga.
—No entiendo cómo siendo testigo de que las relaciones pueden triunfar no lo aceptes o creas en
ello —digo, notando demasiado tarde que he hablado en voz baja.
—Como soy testigo sé que de qué hablo —me mira y se acerca a mí. Mi cuerpo recargado contra
la mesa recibe el calor de su pecho y sus brazos me acorralan, aunque no tenga intenciones de
salir corriendo —. Sé que le desespera hasta la forma en la que come, la manera de tomar los
cubiertos y el extraño sonido que hace dentro del baño cuando se ahoga con la pasta dental. He
visto a mi madre tragarse los reclamos cuando mi padre sale con otras, he visto cómo fingen ser la
familia feliz por nosotros, cuando si miras detenidamente puedes notar que ambos se consumen
en infelicidad.
>>Dicen que se reflejan en nosotros. Mi hermano y yo somos su orgullo y eso les hace feliz, pero
algo muere cuando llegas a esa etapa en que no hay ilusiones amorosas. Sólo la triste realidad que
morirás junto a ese hombre que te desespera al comer o junto a esa mujer que no deja de decirte
cómo se deben hacer las cosas.
>>Y si eso no es patético, entonces yo no sé qué puede ser.
Termino buscando la sinceridad en sus ojos verdes. Al encontrarla asiento con un cabeceo. Acepto
y entiendo el origen de su punto de vista, pero no lo comparto, ni pienso adoptar su pensamiento
sólo porque lo dice Gerard. Yo prefiero pensar por mí y a mi conveniencia, pero elijo respetarlo
porque es mi pareja; porque no se supone que seamos iguales ni que coincidamos en cada idea,
sino en adaptarnos a nuestras diferencias.
Con mis manos alrededor de su cuello, elevo mi rostro para ofrecer mis labios que no tardan en
ser atendidos. Sigo queriendo saber quién le rompió el corazón, o si alguna vez se atrevió a
ofrecerlo, pero parece que será cuento para otro día, porque mi boca, normalmente distraída,
ahora se entrega a un beso demandante que requiere labios, lengua y saliva. La yema de mis
dedos empuja su cabeza para acercarle tanto que se funda conmigo. Gerard me toma de las
caderas otorgándome pecaminosas caricias, y todo se vuelve brillante, perfecto y en paz.
Cuando nos separamos, de mi abdomen emana un sonido aterrador que consigue arrancar una
sonrisa en él.
—Creo que sería buena idea ordenar pizza —sugiero apenado.
—Podemos ir a comer.
—No. Sarah te necesita.
—Entregarse con demasiada vehemencia a las personas puede ser muy dañino —asegura. Yo
acaricio su cabello guardando silencio, no quiero elaborar una respuesta complicada o practicarla
antes de hablar, es mejor sólo concentrarme en ordenar a mis labios moverse. Lo demás, pienso,
llegará solo.
—Pero al final nada puedes hacer para evitarlo, porque parece como si ése fuera el único objetivo
de nuestra vida. Entregarnos, a nuestro empleo, a nuestro estudio, a nuestros amigos, a nuestra
pareja… y entregarnos a vivir una vida por un tiempo limitado, pero si no vives con entrega,
entonces no podrías decir que has vivido al máximo.
Mis hombros se elevan, pero el rostro de Gerard no se relaja. Con el ceño fruncido y los labios
apretados se aleja hacia la derecha del refrigerador, donde un teléfono blanco descansa colgado
sobre la pared.
—Llamaré a la pizzería.
Asiento con la cabeza y niego cuando me pregunta por una combinación en especial. Le dejo solo,
regresando hasta Sarah que dormita cantando con media voz los versos de la canción en la
televisión que anuncia productos de limpieza para baños.
No hemos peleado. He aceptado y me he resignado sin esperar nada a cambio como buen novio,
pero igual se siente como una pelea porque tengo reclamos. Quiero saber por qué he cedido yo.
Quiero saber hasta cuándo seré yo.
Quiero saber en este momento si esto realmente vale la pena.

—Su cabello era grande —dijo recuperando aparentemente la lucidez.


Me miró con esos ojos verdes tan grandes que no tuve más opción que quedarme a su lado
escuchando atentamente.
—Tenía ojos pequeños, pero los labios grandes y un afro alto y descuidado castaño rojizo.
No sé cómo interpretar la pequeña sonrisa que me dedica, pero sí logro identificar el
estremecimiento que me recorre de la punta de los dedos a la cabeza, y es miedo. Miedo porque
la descripción suena como alguien conocido, y aunque ardo en deseos de escuchar que es muy
moreno o extremadamente bajo, sé que la descripción ha acabado, así como toda la conversación
cuando Sarah se pone de pie y se aleja entrando en una habitación.
Me quedo en el mismo lugar con la sensación de inseguridad constante hasta que el timbre suena
y llega Gerard a pagar la pizza. Regresa a mi lado, y reuniendo toda la fuerza de voluntad que
reconozco en mi caso es escasa, me uno a él en la comida; aunque ahora con el nudo en el
estómago apenas y puedo dar algunas mordidas a esa pizza de salami.
No entiendo, y tampoco quiero entender; sólo deseo que esto no hubiera pasado y que Ray Toro
pudiera entrar en razón.

La secretaria de la psicóloga Griffin esta vez parece más concentrada. Con una sonrisa me invita a
pasar y aunque me sorprende, logro responder con un movimiento de cabeza.
El consultorio luce tan normal como siempre, así como esos grandes ojos azules que analizan cada
acción. Hope me saluda con la típica sonrisa y las amables palabras, pero esta vez no tengo
intención de usar la hora en mí. Aún tengo miedo y me pregunto por qué ese hombre podría
interferir con la relación de estas dos buenas personas. Aún quisiera saber qué se propone, pero
aún tiemblo ante los recuerdos, por lo que intento permanecer firme en mi creencia de que la
ignorancia es la mejor arma. Que si nadie sabe, nadie sufre. Y así seguirá.
O al menos, ése es el plan.
—Ella está arrepentida —digo desde mi diván.
Hope detiene la rutina. Sus manos ya no buscan la pluma para comenzar con las anotaciones, ni su
mirada permanece serena y crítica ante mis palabras. Ahora los ojos azules lucen cansados con un
toque de nostalgia.
—Ella no te traicionaría.
—Frank, no has venido a eso.
—Sí lo he hecho. Porque Sarah y tú se han convertido en mis amigas, y según yo sé, en base al
código de la amistad, los amigos deben ayudarse. Ella me ha contado lo que ocurrió y como su
amigo que soy, le creo, y yo sé que tú también, porque si uno se queda quieto y ve esos ojos
verdes sabes de inmediato…
—Que nunca te podrán mentir — interrumpe para luego lanzar un suspiro.
—El hombre que la besó es malo, Hope.
Mi boca traicionera ha hablado de más. Me temo que es algo frecuente frente a la psicóloga.
Sospecho que se ha creado un lazo de confianza tan fuerte, que parece resultarme familiar el
soltar palabras a la ligera como si mis pensamientos pudieran ser leídos. Incluso me llega a parecer
que es frente a ella cuando mi mente y mi boca se conectan para la formación de las palabras que
suelo pensar.
—No entiendo, Frank.
—Yo tampoco, pero sé que Sarah no lo hizo, y creo que deberías hablar con ella; por lo menos
decirle que no ha acabado lo suyo. Si es que realmente no lo quieres terminar.
—Por supuesto que no, yo la quiero —dice la psicóloga con un sonrojo cubriendo las mejillas.
—Entonces quiérela.
—Dime lo que sabes.
Mis dientes atrapan mi labio inferior, todavía controlando los movimientos de mi boca para evitar
hablar de más, pero como ya lo he hecho, al parecer no habrá más opción que asumir las
consecuencias.
—Mentí cuando dije que no conocía al hombre que me golpeó. Bueno —corrijo—, no lo conocía,
pero lo había escuchado mencionar. Sin embargo, sí mentí cuando dije que ni siquiera lo había
visto, porque sí lo vi. Era un hombre alto, de piel clara con ojos castaños, boca grande y un alto
afro. Su nombre es Ray Toro.
Hope mueve una de sus cejas, es un gesto inconsciente elevándola con rapidez, pero me
desconcierta y me hace pensar que interrumpirá mi relato.
—El tal Ray Toro que molesta a Gerard —asegura sin dejarme en mal con mi pensamiento.
Mi cabeza da una afirmación.
Es la primera vez que revivo en palabras lo ocurrido esa noche, y aunque duela o aunque tiemble,
el dejarlo salir resulta liberador, como si una enorme roca sobre mi espalda saliera rodando. Tal
vez ahora duela, pero posiblemente a la larga dejar salir la angustia sea lo mejor. Tal vez tener
confianza y hablar alivie las heridas.
—La descripción que me dio Sarah del hombre coincide con él.
—Recuerdo el afro, aunque no me atreví a ver nada más. ¡Oh por Dios! Mi pobre Sarah, ¡he sido
tan injusta!
De pronto la tranquila psicóloga arroja la silla contra la pared para ponerse de pie. Se lleva las
manos a las mejillas en un gesto dramático que no mengua con el paso de los segundos.
— ¿Crees que ese hombre quiera hacerle daño a Gerard?
—No lo sé —respondo al fin luego de algunos minutos de silencio. Me sorprende su repentino
cambio de actitud y la pregunta luego del drama. Fue como si apenas hubiera procesado el resto
de las palabras.
—Debemos advertirle.
—No quiero preocuparle —me atrevo a contestar—, mejor ve a arreglar tus problemas, eso es lo
fundamental.
—Frank, ¿seguro?
—Tengo otra sorpresa —digo mirándola fijamente esperando crear curiosidad.
Sé que lo he logrado cuando veo en su rostro una mirada tan expectante así como una cálida
sonrisa que resultan el aliciente para continuar.
—Gerard y yo, somos novios.
La respuesta de Hope me deja igualmente sorprendido, en un raro giro del destino donde el que
pretende sorprender resulta sorprendido porque su mirada se ha mantenido fija en mí, no ha
hablado, no ha sonreído ni ha gritado. Eso me lleva a formar dos hipótesis: la primera, que Hope
ya se esperaba esta noticia; y la segunda, que ni siquiera cree que sea verdad.
Mi mente comienza a idealizarse escuchando la segunda hipótesis, porque suena más lógica
conociéndome, pero sobre todo, conociendo al doctor Gerard Way.
Su boca se abre, pero se vuelve a cerrar. Repite la acción varias veces como un pez fuera del mar.
—Será mejor que vayas con Sarah de inmediato.
Asiente con torpeza dando por terminada la sesión.
Regreso a casa satisfecho de haber ayudado a ese par, liberado por confesar sobre la identidad de
mi atacante y ligeramente decepcionado porque no me hayan creído posible pareja del doctor. «
¿Seré tan poca cosa que no merezco estar a su lado? ».
Es extraño. Sé que está mal, pero hay en mí una fuerza que me empuja a tomar una de esas
conocidas pastillas, que no soy antidepresivos, pero parecen engañar a mi sistema. Y eso es todo
lo que necesito. Un engaño que me haga sentir bien.

*
Varias horas pasan antes de que mis ojos se abran. Completamente vestido hasta con los zapatos
me encuentro tendido sobre mi cama cuando el sonido del timbre me hace despertar.
No recuerdo haber soñado, y eso es agradable, porque significa que sólo he tenido paz.
Tras la puerta sus ojos verdes me analizan y su sonrisa se deja ver al final de los labios en una fina
curva. Hasta ese momento he olvidado que le he visto y que en teoría, ese día tendríamos nuestra
primera cita, pero la vida o el destino, o simplemente la amistad se han interpuesto en el camino
de la relación menos romántica.
—No hemos tenido nuestra cita —dice como si pudiera leerme la mente. Su brazo le sostiene
contra el marco de la puerta mientras que su cadera se inclina de lado dándole un aspecto
despreocupado.
—Lo sé. Pasa.
Mis modales mejoran luego de los segundos incómodos en que mis ojos se pierden en el
hechizante color de los suyos.
—Hope llegó a casa de Sari —dice dejando caer su cuerpo sobre el sofá —. La he dejado
cuidándola, porque esa mujer no ha hecho otra cosa que dormir.
Asiento con la cabeza. Mi cuerpo está frente a Gerard, pero mi mente presenta una actividad
extracorpórea debido (supongo) a los acontecimientos del día.
—Lamento no haber pasado el día contigo.
Sin embargo, mi conciencia regresa al instante en que su mano toca con suavidad mi mejilla. Sus
labios me sonríen antes de besarme en la boca, superficial y tierno, como se supondría me tendría
que besar mi pareja.
—Hay en la televisión un concierto que me gustaría ver, ¿lo vemos juntos?
—Si —susurro.
Mis ojos se vuelven a cerrar y mi boca se abre para recibir gustoso de su exquisito sabor a Gerard,
que me transporta y me perturba, pero genera en mí una necesidad diferente a todas las
anteriores. Su boca se aleja y escucho apenas una ligera risa antes de verlo ponerse de pie.
—Pues vamos a verlo.
Sobre mi cama miramos el concierto. Tal vez mi definición sea incorrecta o sea costumbre mía el
suponer las cosas, porque he creído que cuando ha pronunciado la palabra “concierto”, se refería
a una banda de Rock con buen sonido, buenas letras y una capacidad interpretativa al cien por
ciento; pero nada me preparó para mirar el bailoteo de los arcos sobre las cuerdas de los violines o
los violonchelos. Imaginaba un cantante con buena voz frente a la banda, no a un hombre con
traje de pingüino que mueve las manos con una varita de forma tan enérgica que espero el
momento en que salga de su mano y logre picarle el ojo a alguno de esos elegantes espectadores.
Intento no bostezar, pero es el brazo de Gerard sobre mí y su cabeza en mi cuello lo que hace que
todo esto valga la pena. A veces el médico tararea las melodías, volviéndolas más dulces, o mueve
la cabeza, dándole un significado real a la música clásica.
En ese momento no parece importar si conozco a Bach o Vivaldi, sólo necesito a Gerard. Y me
aferro a él. Me aferro en cuerpo y pensamiento a este momento, el momento que el tiempo se
detiene al ritmo de un violín melancólico.
Me aferro a la idea de un sueño, a una posibilidad. Me aferro a buenos pensamientos y a la
realidad. Mi realidad. Esa realidad que susurra para mí “no hay nada que perder”.
Entonces deberé dejar de aferrarme a la seguridad y dar el salto.
Atreverme.
Entregarme.
¿No es eso para lo que vivimos?

Él no creerá en el matrimonio, ni coincidirá en mi gusto por el amor; pero son las diferencias lo
que le da sabor. Es mi capacidad de tolerarlo lo que indica que valdrá la pena. Es mi conciencia
siendo enterrada cuando pregunta « ¿En qué momento serás tú el que tenga que tolerar? ».
El público aplaude de pie y el viejo con la varita se inclina.
El concierto ha terminado.

XIX. El Beso

Se ha referido que el beso es el modo de comenzar a ofrecer algo del propio cuerpo y de tomar algo
del otro.

La risa se me sale sola como si fuera un gesto familiar en mí. Sus manos se enredan sobre mi
cintura mientras su aliento cosquillea en mi nuca.
—Y así es la marcha parkinsoniana —, me dice mientras seguimos intentando llegar a la cocina.
La marcha parkinsoniana es un andar con pasos cortos y poco separados, los brazos junto al
cuerpo y una posición más bien encorvada que tras de mí, Gerard me ha ido enseñando.
—Y ahora, un paciente que presente un trastorno cerebeloso, no podrá poner un pie delante del
otro.
De pronto siento la punta de su zapato rozando el talón del mío, giro un poco para notar cómo
deja caer un pie delante del otro, juntos y en línea recta, alejándose un poco, pero sin perder el
contacto entre nuestros cuerpos.
Se ha quedado.
No he preguntado por qué ni hasta cuando, pero cuando el concierto de música clásica ha dado
fin, él continúa en mi casa, haciéndome sentir pleno con algo más que ejercicios de relajación o
con la cámara o cuando hablo con Betsy. Esta vez se siente real y como si realmente lo mereciera.
Ahora se siente cálido y no desesperante como cuando tomaba esa pastilla.
En este momento parece que la sonrisa nace de otro sitio, uno más especial, más importante, y
creo que es mi obligación aprovechar. Sea lo que tenga que durar, disfrutaré este momento.

Cenamos ligero. Apenas preparo los sándwiches cuando su boca ya está sobre mi cuello y sus
manos acarician mi pecho. Es como si no resistiera el tocarme, como si lo necesitara o le hiciera
bien. Cuando la comida termina, entre besos y caricias, me encuentro demasiado intoxicado para
seguir, sólo siento que su mano me guía y obediente le sigo hasta la habitación. Sin desnudos o
más roce que el contacto entre la piel de nuestras manos nos dejamos caer sobre el colchón.
De pronto soy consciente de la palidez de su rostro, de su mueca cansada y de las ojeras
adornando los preciosos ojos color esmeralda, pero aún así sonríe, de forma tan profunda que al
lado de los ojos se le dibujan unas ligeras arrugas, con suavidad las acaricio y creo haberle oído
suspirar.
No hay más sonidos que los del tránsito a las afueras del edificio y nuestras respiraciones.
No hacen falta palabras cuando parece más importante ahora perderme en el espejismo que
resulta su mirada. No sé qué es, pero se siente bien. Es como una suave brisa cálida recorriendo mi
garganta.
Entonces cierro los ojos.
Antes de que la conciencia me abandone, siento un suave contacto, tan ligero que apenas le
percibo cosquillar sobre mi cuello. Su cara se ha escondido para dejarme un suave beso que se
acompaña de un leve mordisco, tan delicado como fascinante que logra hacerme sonreír.
No sé cómo se siente, pero parece tan posible creer en el amor estando a su lado.

{El beso/mordisqueo que se dirige a la piel, (pero no a la boca) derivaría de instintos maternales de
cuidado.}

—Frank.
Escucho por segunda vez. Mi nombre nunca fue tan molesto como en ese instante cuando hay una
mano sobre mi hombro otorgando una ligera sacudida a mi cuerpo.
Un sonido gutural logra escapar de mi garganta y con la pesadez que sólo se podría conseguir con
un buen pegamento, mis párpados se van abriendo hasta lograr enfocar.
—Lamento despertarte, pero quise avisarte que ya me voy al hospital.
Asiento torpemente tallando mis ojos. Gerard se inclina frente a mí para dejar un beso húmedo
sobre mi frente.
—Que tengas buen día —me dice.
Yo he intentado responder un “igual”, pero Gerard se ríe y yo escucho la puerta cerrarse tiempo
después.
De cualquier forma, nunca tuve un buen despertar.
Giro el cuerpo para hundir la cara sobre la almohada, creo que es tiempo de otra siesta.

{El beso en la frente representa sumisión y al mismo tiempo, sentido de protección a quien besa,
puede ser considerada una manera de decir que no quiere causar daño y que cambio, busca la
fidelidad.}

Despierto tan ligero como pluma, como la conciencia de un hombre sin culpabilidad; me siento tan
libre como aquel que no tiene conciencia ni del tiempo, ni del espacio, ni de la infelicidad. Tan libre
que se olvida de su vida y sólo se dedica a respirar.
Preparo el almuerzo y le doy de beber a Betsy sintiéndome realmente como un hombre vacío,
pero en el buen sentido. Poco me importa que hoy sea el lunes en que deberían de haberme
confirmado si mi presencia en la farmacia angelical sería requerida, pero asumiendo la hora y la
falta de sonido desde el teléfono, sospecho que no lo he conseguido, y no importa. Me sigo
sintiendo bien. Suave y fresco, listo para continuar y seguir haciendo nada.
Y todo parece bien.
« ¿Estaré yo perdiendo la razón? ». Sospecho que sí.
Entonces vuelvo a sonreírle a Betsy, murmurando para mí:
–Bienvenido sea entonces, el nuevo loco.
Ha sido un tono bajo, pero sé que ella me ha escuchado. Incluso creo que ha sonreído, de esa
forma en la que sólo un helecho puede sonreír: moviendo levemente las delgadas ramas con
pequeñas y verdes hojas tan mínimamente y solo para mí.
Es entonces una buena mañana, para ambos.

Cuando la convivencia termina, mi segunda actividad favorita del día toma las riendas cuando con
firmeza sostengo la cámara y abro la puerta. Tras la comodidad y monotonía del hogar, cualquier
cosa parece el modelo perfecto. Desde manchas en las paredes, hasta grietas en las aceras;
porque en cada pequeña irregularidad se esconde la fina belleza de la singularidad. Ninguna de
esas gritas es igual a otra grieta vista por mí, ni se compara con el cielo, ni con el mar. Es una línea
tan única y perfecta que sólo un ser extraño con reciente locura lo puede identificar. Pero los
rostros y el andar llaman la atención. La mujer que corre para alcanzar el autobús me recuerda
que otra fuente de arte es el rostro de desprevenidas personas, que en un día normal abordan el
subterráneo. De cualquier forma, mi destino será ése para llegar al consultorio de Hope.
Abordo con la mirada gacha y en las manos bien sujeta la cámara por si algún amante de lo ajeno
quiera atacar.
Hay suficientes lugares. Me sorprende, de hecho que la ocupación sea tan escasa a media tarde,
pero me alegra cuando consigo un sitio frente a los ocupantes inmersos en su mundo. Yo también
lo estuve, distrayéndome en la nada y con la mente en blanco hasta que la vibración dentro de mi
bolsillo lateral me trae a la realidad.
El mensaje consigue una pequeña mueca de sorpresa y un golpe de inspiración, porque no sé si
fue el destino, la vida o simplemente el amor, cuando las puertas se abren y mi cámara captura el
momento en que un beso brinda una despedida antes de marchar. Al lado, la soledad de una
pasajera y la ironía del amor. A veces unos suben, otros bajan, pero todos vamos en la misma
dirección. Al final, lo quieras o no lo encuentras, y posiblemente eso sea lo más espeluznante del
amor, ¿no?
Y el mensaje decía:
“Cuando tengas tiempo ven al hospital. Necesito verte médica y… ¿Parejosamente?
G”.

Antes de mi destino una pareja aborda sin decidirse a ocupar un asiento. Uno tras el otro y con
sonrisas que se suelen clasificar como “típicas de enamorados”. Les fotografío, me miran.
Observan la cámara, sienten el flash, pero vuelven a sonreír, como si no importara si soy un
fotógrafo profesional o un simple secuestrador. Entonces, tal vez yo deba establecer que esto es lo
más peligroso del amor.
Cuando me pongo de pie oprimo por última vez el último botón a una somnolienta pareja que
descansa la cabeza sobre el otro. Rodeados por un aura de tranquilidad, tal vez la escena
represente lo mágico del amor.
Pero sólo son imágenes de vidas robadas. Vivir rodeado de ellas no garantiza vivirlo, fotografiarlas
no hará que la añoranza desaparezca o el sueño se haga realidad.
Pienso en él. Es mi novio. Soy su novio, pero igual, no es amor. No lo siento. Mis entrañas no me lo
presentan ni mi cabeza lo identifica. No aún.
Y eso realmente comienza a desesperar.

—Son excelentes, Frank. Tienes una sensibilidad perfectamente detectable.


Sin sonreír o negar con falsa o verdadera modestia, tomo la cámara que me ofrece con ambas
manos. La cita casi termina, los ejercicios me llevan a enfrentar mis temores sobre iniciar
conversaciones y me brindan la confianza para intercambiar por dos segundos el papel de
entrevistado y entrevistador cuando mi boca se abre espontáneamente.
— ¿Cómo están Sarah y tú? ¿Lograron arreglarse? —Pregunto con verdadero interés.
Hope sonríe. Sus labios pintados de carmín se elevan coquetos y sus ojos azules se esconden
rápidamente tras los párpados un par de veces logrando que las pestañas se batan con rapidez.
—Entenderé si no cuentas todos los detalles —digo, logrando que suelte una carcajada.
—Estamos bien.
—Se aman —aseguro.
—Nos amamos, y no olvidaremos, pero sabemos que lo que tenemos es más fuerte que la mente
retorcida de ese hombre y su falta de amistades.
Asiento con la cabeza. Guardo silencio como cada vez que pienso en Ray Toro. No es justo ni
merece que mi cuerpo se estremece y los recuerdos de sus golpes sobre mi cuerpo lleguen cada
vez que sea mencionado. No es justo, pero soy débil, y él ganó.
—Tal vez tú deberías decirle a Gerard lo que Ray te hizo.
— ¿Ustedes le dijeron que fue él quien besó a Sarah? —Pregunto alterado de inmediato.
—No —mueve la cabeza—. No Frank, no aún. Le he contado a Sarah, y me ha dicho que
esperemos a que seas tú quien se lo diga, pero no me parece conveniente, Ray parece un tipo
peligroso, quiero que Gerard esté prevenido. Quiero evitar que sea dañado.
«Yo también».
—Si no lo haces tú —dice Hope—, lo haré yo, Frank. No quiero esperar hasta ver lo que ese tipo se
propone.
La miro y me mira. Sabe que la he escuchado. Sé que tendré que dejar salir la verdad algún día,
pero que el día llegue lo más tarde posible es mi objetivo. Así que asiento rendido con la cabeza
logrando en mi psicóloga una sonrisa satisfecha.
—No me han dado el trabajo —digo cambiando de tema.
—Tal vez no era el trabajo para ti. ¿Has pensando en ser fotógrafo profesionalmente? En la vida
tenemos que actuar conforme a nuestros intereses.
Posiblemente, si tuviera que pagar diría que es una pérdida de dinero, porque estas sesiones
psicológicas son más parecidas a una charla con café que a la consulta profesional, pero es gratis,
Hope es amable y he descubierto que tengo una habilidad. Un talento. Que la bolsa gastadora de
oxígeno desaparece cuando tomo la cámara y eso se convierte en fotógrafo.
Tras la lente el cielo se ve más azul y mi propia vida, menos gris.
—Podría ser —respondo al fin.
—Podría.
La última palabra. Un beso y la promesa de verla al día siguiente.
La sesión con la psicóloga ha concluido.

Casi ha desaparecido el Sol cuando llego al hospital. Con la cámara al cuello y viejos recuerdos
entro por el ala de urgencias, lo que resulta una mala idea cuando me piden identificación, me
registran y si estuviera medio minuto más, estoy seguro que me harían firmar que me portaría
bien bajo el nombre de algún santo, pero logro entrar para seguir las instrucciones del guardia que
me ha dicho cómo llegar a Neurología.
Las enfermeras cuchichean a mi paso y algunos hombres de batas blancas corren empujándome
como si a alguien se le hubieran salido los intestinos. Antes de llegar al final del pasillo, donde las
enfermeras se reúnen le escucho a la derecha, en la cama quince hablando con un hombre de
mediana edad y barba rojiza desaliñada. El hombre frunce el ceño y luce encorvado, como si se
tratara de un dolor realmente intenso.
—Por favor —escucho susurrar al hombre.
—En un segundo.
—Pero doctor Way…
No lo había visto, pero hay un hombre robusto de bata blanca en la habitación también. No sé
cómo no me notan, si he asomado la cabeza con poca discreción, pero ambos lucen concentrados
en su paciente, y el hombre de barba concentrado en su dolor.
—Sólo un poco de morfina, Luke.
—Sabe que tenemos que administrar bien el medicamento. Hay días en los que no contamos ni
con una ámpula.
—Pero en este día sí, así que tráemela o adminístrala tú, porque seguramente no has tenido un
dolor tan intenso como el de la hidrocefalia.
—Pero doctor…
—Ramírez, cuando esté en su lecho de muerte prometo no administrarle nunca morfina a cambio
de este favor, ¿de acuerdo?
El hombre suelta un bufido antes de abandonar la habitación, posiblemente resignado por tener
que obedecer a su terco superior.
—En un segundo, señor Anderson, pero le advierto, que el efecto de la morfina jamás se sentirá
como la primera vez. Es como el amor.
—En este momento no me importa si es un amor pobre, sólo quiero descansar.
—Eso dicen muchos —dice Gerard sonriendo. Entonces, por sólo unos segundos sus ojos se
despegan del hombre para fijarse en mí —. En seguida regreso a supervisar la administración,
señor Anderson.
El hombre apenas asiente y Gerard se acerca pronto a mí con su porte elegante, sus ojos verdes y
bata impecable.
—Hola —digo, casi sin aire. Su presencia me sofoca, pero de una buena manera.
—Necesito una muestra de sangre.
Esa no es la frase que espero, ni el mejor recibimiento. Cruzar entre enfermeras y doctores ya es
aterrador como para enfrentarme también al sufrimiento de una aguja en el mismo día.
—Yo…
—Por favor, Frank. Será breve. Yo lo haré, será rápido y apenas lo notarás —me sonríe—. ¿Por la
ciencia?
Es increíble el poder de “las primeras veces”, porque cuando por primera vez la frase salió, he
cedido, mi vida ha cambiado y Gerard es una constante. Es un poder indescriptible e innegable y
habrá que obedecer. Bajando la cabeza me rindo, mientras el médico me lleva a una pequeña
habitación con un escritorio y una cama de exploración. Gerard se mueve de un lado a otro entre
estantes y repisas blancas. Sobre el escritorio coloca los instrumentos y a mí de forma amable.
—Lo lamento, pero prometo no tardar —dice y yo muevo la cabeza, asintiendo.
Su índice se encarga de subir mi barbilla para conectar nuestras miradas unos instantes hasta que
el verdadero poder se desprende. Me besa suave y delicado, con sus labios acariciando mis labios
y su lengua saboreando la mía. Me aferro a su cuello buscando contacto y él me empuja desde la
espalda como si no pudiera separarse de mí.

{El beso de labios y lengua, es un puente entre el amor y la pasión. Es todo erotismo, es entrega,
deseo e intimidad.}

—Te extrañé —susurra contra mis labios, logrando que patéticamente me aferre más a él cuando
siento que mi cuerpo se derrite entre su toque.
Ha sido todo y nada a la vez. Nada diferente, pero todo se siente desigual.
Mi brazo se estira, mi vena salta cuando el torniquete me rodea y la aguja da un pinchazo certero.
El frasco se llena y luego otro.
No me siento mareado ni ha sido tan malo, pero seguramente ha sido por la anestesia previa,
porque siento todo mi cuerpo relajado en una estúpidamente cursi manera. Y quiero otro beso.
Antes de que termine de guardar, le tomo de la mano y lo giro, para con la boca abierta besarlo
como se me pegue la gana. Diciendo en un beso lo que la boca en palabras no deja salir, eso de
posiblemente extrañarlo, eso de posiblemente necesitarlo y eso, de soportar más agujas por un
beso así, donde los labios se abren, las lenguas danzan y nuestra saliva resbala por doquier. Le
alboroto el cabello y le estiro la camisa. Miles de cosquillas queman en mi abdomen queriendo
probar más. Llenarme por completo de ese sabor tan Gerard.
Nos separamos tan lento que parece tomado con una cámara especial.
—Termino en media hora —. Dice, mientras busca entre su ropa —. Toma las llaves, espera en el
coche y vamos a cenar.
No hay más palabras. Sólo el sonido de las llaves entre mis dedos y el movimiento de mi cabeza
para decir “sí”. No hay sonidos, sólo una insistente voz en mi cabeza que no puedo callar,
insistiendo en repetir la misma frase: «Es una cita».

—Fue una sorpresa, pero una sorpresa de las buenas, saber que tengo potencial en la enseñanza.
Me gusta ver sus caras confundidas, las aterradas y cómo con el paso de la clase se transforman en
miradas curiosas. Quiero que se… —Interrumpe su entusiasta discurso para mirarme un
momento—. Se entreguen. Quiero que se entreguen por completo a esta carrera, porque si la
disfrutas no habrá ninguna tan apasionante y tan completa como lo podrá ser la medicina en sus
vidas.
Hemos llegado hace media hora. Hemos ordenado, he medido comido y Gerard no ha probado
mucho de su plato. Ha estado hablando. Y hablando. Y hablando un poco más. Me ha contado de
sus estudiantes, de su tarea como profesor y de algunos casos curiosos en el hospital. Iniciamos
con Sarah y Hope y su inminente reconciliación, para acabar en su vida, que es fascinante, pero me
resulta más interesante la forma en que sus ojos buscan los míos para enfocar directamente mi
rostro. Descubro que encuentro fascinante esa atención, y que sería una buena idea no perderla
en mucho tiempo.
—Lamento si te aburro —dice sonriendo.
—Nunca te había visto tan abierto conmigo. No sé si lo merezca.
—Tienes mi confianza —dice extendiendo su brazo sobre la mesa. Mi mano deja caer el tenedor
para ir a su encuentro, y cuando nuestros dedos se tocan, una descarga eléctrica me recorre hasta
llegar a los talones y de regreso —. Somos pareja, Frank.
—He estado hablando con Hope, siento que he avanzado mucho con la terapia. Como puedes
notar, hablo un poco más.
—Lo noto.
—Me ha dicho que debería ser fotógrafo. Dice que soy bueno, pero no sé cómo empezar. Soy viejo
para iniciar un sueño, soy muy torpe y realmente no deseo terminar en las calles.
Confieso sin atreverme a mirarle. Unir más de seis palabras en una oración ya es un gran esfuerzo.
Que mi boca obedezca a mi mente es otro más, no creo que mis mejillas soportaran el calor del
sonrojo de verlo frente a frente.
—Si te quedaras en la calle, yo cuidaría de ti.
La frase consigue que mi mayor temor se escape por la ventana para mirarlo fijamente. Gerard da
un ligero apretón a mi mano y con suavidad la desliza lo justo al tiempo en que se inclina para que
sus labios alcancen mis nudillos. El sonido del beso me hace enrojecer, pero valientemente sigo la
escena con la mirada. Y aunque sea de las viejas películas de amor, el suspiro interno que el gesto
logra arrancar de mí es igual o más intenso que el de las actrices de los cincuentas.

{El beso en la mano, significa ternura y deseos de sentirse querido}

—Alguien podría vernos —digo sin mucho que opinar.


Gerard no responde, pero suelta gentilmente la mano, y por primera vez se dispone a probar su
filete. Con la distracción aprecio el lugar. Es elegante, de manteles largos, dorados y decoración
sobria en tonos marrones. Al fondo de la sala una fina guitarra y un micrófono abandonado sobre
un banco de caoba.
De pronto la sala se llena de aplausos dándole paso a un hombre de mediana estatura, buen
cuerpo, cabello largo en ondas hasta la nuca y aspecto bohemio con los jeans rotos y las botas
gastadas.
Miro a Gerard un instante. Al igual que yo, parece analizar al artista unos segundos antes de volver
a mí.
—Nunca había venido, pero me lo recomendaron. Dicen que tienen noches de poesía durante la
cena y me pareció interesante.
La poesía siempre me pareció que era muy elegante y complicada para mí. Aunque se trate de una
canción sin música, hay en los poetas una conspiración donde utilizan palabras sacadas de las
enciclopedias para que nadie les entienda, con el único fin de que resignados y sin educación,
asintamos con la cabeza diciendo que es arte. Pero he visto a una orquesta por él, y no ha sido
malo. He tenido un novio, por él, y tampoco ha sido malo. Cada cambio que he enfrentado ha
dejado experiencias, porque así es la vida y hay que experimentar. Juzgaré hasta que conozca y
entonces, dejaré de juzgar, porque basta con alejarme, y no criticar.
La guitarra comienza con sencillos acordes. Sobre el pedestal el micrófono que se ajusta a la altura
de la boca del hombre. Y las palabras elegantes comienzan.

Y que te dice amordazada acá,


mi egoísmo
subvaluadas frases
como un espacio
son poco
para decirte:
Si tú fueras pasos
yo sería hoyanco.
Si fueras un poste de luz
seria tenis viejos
y si fueras perfecta
serias grotesca
y el casi
te salva.

Me fijo en Gerard, que ha sonreído. Seguramente por la divertida metáfora, pero luego me mira, y
en esos ojos verdes está un brillo encantador que me hechiza, como la primera vez. Yo no sé si es
consciente del poder de sus ojos, o soy muy débil, o yo no sé. Ya no sé nada, porque se supone
que no le amo, que no puedo amar, pero verlo me estremece, oírlo me emociona y besarlo…

Nunca fuiste buena


para contestar el correo;
vámonos pa' la Tasca
bajemos hasta Xico
y siendo río
sólo queda ser sed
y río.

Los aplausos llegan y el poeta baja.


— ¿Cómo se llama este lugar, Gerard?
—La Habana.
Me pierdo en sus ojos verdes hasta que mi propio reflejo me regala una mirada contrariada.
A veces quisiera saber, cómo romper el hechizo, pero luego observo su verde mirada… y todo deja
de tener sentido. Nuevamente tendré que decir, que esto se siente como perder la razón.
« ¿No debería estar asustado?».

XX. Noviazgo
El noviazgo es un tipo de relación formal de pareja que simboliza un compromiso de fidelidad y que
precede al matrimonio.

Existen personas con buena suerte, los desafortunados, los inoportunos y los que simplemente
nacen con una estrella sobre su cabeza que no les permite dejar de brillar. Supongo que nosotros
somos afortunados, porque hemos jugado con el peligro. Hemos ganado. Apenas recuerdo cómo
fue que el Audi continuaba en dirección adecuada y sin chocar contra nada mientras nuestros
labios y nuestras manos no dejaban el cuerpo de otro.
Todo el día teniendo una gran necesidad de él. De mi novio. De Gerard.
Es como si ardiera al tocarlo, pero es un ardor tan abrasador como necesario. Me siento como las
ratas tras el flautista, y la dulce melodía se esconde tras sus hermosos ojos verdes.
Cuando la puerta de su departamento se abrió con un suave sonido, hubo un acuerdo tácito para
atacar la piel del otro. Los dientes de Gerard se encajaron en mi cuello, justo donde mi acelerado
pulso taladraba mis oídos. Mis manos se escondieron tras su camisa hasta alcanzar la suave
espalda, donde mis uñas hicieron una salvaje aparición.
—Gerard —la voz me salió ahogada y el nombre apenas se escuchó, pero fue suficiente para que
el doctor parara su ataque para separarme un poco de él.
Los ojos de Gerard estaban brillando, sus labios entre abiertos dejando ver ese par de dientes por
donde escapaban ligeros jadeos. La camisa arrugada, la cara enrojecida y el cabello alborotado
completaban el erótico cuadro que provocaban volverme a dejar ir contra ese suave cuerpo. Nada
escandaloso, nada escultural. Sólo un cuerpo suave, cálido, apasionado. Sólo el cuerpo de mi
novio.
« ¿Será normal que encuentre tan maravillosa esa palabra? ».
—Ven —susurra dejando atrás mis absurdos pensamientos. Gerard me toma de la mano con
suavidad y a pasos ligeros me dirige a la recámara.
Ahí estoy otra vez, frente a los marcos dorados sin fotografías, admirando las largas cortinas que
sólo ocultan luz artificial. «Si es sólo una habitación, ¿por qué siento que es el mejor lugar de
mundo?».
Despacio su rostro se acerca al mío. Despacio se inclina contra mí y sus suaves labios acarician los
míos que con sumisión se abren. No quiero esperar más, pero la infinita paciencia con la que
succiona, besa y acaricia mis mejillas, mis brazos hasta llegar a mis dedos para entrelazarlos con
los suyos me hace desistir. Me asusta perder mi fuerza de voluntad frente a Gerard. Cuando me
besa no importa lo que haga conmigo, confío, y me aterra, «pero se siente tan bien».
Mi cuerpo se expone desnudo frente a él, quien me analiza con terrible lentitud. Sus ojos me
recorren de arriba a bajo, y sonrío; estoy sonrojado, apenado y deseo sonreír, pero confío en
Gerard. Es mi amigo. Es mi novio, y no importa cuántas veces tenga que decirlo para auto-
convencerme, lo seguiré haciendo hasta creer de verdad, que ese hombre maravilloso que me
mira como si no existiera nada más en el mundo es mi novio, que puedo besarle, abrazarle y
proponerme hacerlo feliz, porque, después de todo, eso es lo que los novios hacen ¿no?
Cuando caemos sobre la cama apenas soy consiente de mi propia respiración cuando su mano
toma mi sexo. Le miro, y me mira, directo a los ojos mientras comienza con movimientos
ascendentes y descendentes. Vuelvo a besar su boca, mi lengua se adentra lo más profundo que
puede llegar para recorrerla entera.
Dejé que me acariciara, que me tomara entre sus manos y simplemente me dejé ir. Entre jadeos le
abracé, sentí sudor y me fundí en su cuerpo cuando alcancé a ver las luces multicolores gracias a
sus caricias, luego le tomé con la boca saboreando cada parte y pequeño sonido de sus labios.
—F… —el nombre no terminó, pero tuvo mayor importancia luego la letra R cuando la dejó salir en
gruñido entrecortado al alcanzar el orgasmo.
Empiezo a creer que ha sido nuestra mejor conversación y ése su mejor diálogo.
Me dejo caer sobre él, y luego ruedo a su lado. Nuestras respiraciones agitadas comienzan a
calmarse. Mientras tanto, yo me entretengo con una mano sobre el pecho, sintiendo el golpeteo
exagerado en mi corazón.
—Quédate —susurra.
Mi cabeza se mueve para mirarle el rostro. El perfil de Gerard se ve tranquilo, con los ojos
cerrados, mientras respira pesadamente a través de la nariz.
— ¿Qué? —Digo, porque no sé en realidad qué decir.
—Quédate —repite abriendo los ojos de pronto. La verde mirada me taladra en ese instante y la
capa oscura sobre ellos me causa un ligero estremecimiento —. Eso es lo que hacen los novios,
¿no? —Suelta en voz baja, pero con tono autoritario.
No puedo contestar, en parte porque su mirada me paraliza, y en parte porque no sé qué es lo que
los novios deben de hacer; sin embargo, cuando él se acerca para besarme se siente como si fuera
lo correcto, así que nuevamente vuelvo a entregarme a sus manos, a su boca y a su piel.
Revolvimos la sábana con la actividad, sus manos lo exploraron todo de mí y lengua le acarició en
cada rincón. Llegué a la conclusión, varios jadeos y orgasmos después, que posiblemente
necesitaría mucho tiempo para cansarme de Gerard. Y ésa es sólo la forma poco cursi de decir:
nunca tendré suficiente de ti.
A ninguno le importó el sudor o el olor, en mudo acuerdo dejamos caer la cara contra la
almohada, dejé de preguntar y simplemente cerré los ojos quedándome dormido, casi al instante.

Mis párpados se abren con fuerza como si acaban de arrojarme agua helada. Escucho la clásica
melodía de mi celular y comprendo mi reacción al instante. Aún medio dormido lo busco entre la
cómoda, donde siempre lo dejo, pero no está mi cómoda, ni mi celular y como un rayo cae sobre
mí la idea de no estar en casa. Estar en el departamento de Gerard me da satisfacción, incluso
pude haber sonreído si el insistente aparato no siguiera sonando. :
—Maldición, juro que mataré al que me esté hablando.
Con un tono pastoso y con las palabras que se pegaban unas con otras mientras intentaba salir del
enredo de sábanas entre mis muslos.
Los jeans estaban tirados casi a la entrada del cuarto, del bolsillo trasero extraje el aparato que
decidió callarse cuando lo tomé.
—Perfecto —murmuro sin fijarme en el nombre en la pantalla.
Apenas pude respirar algunos segundos, antes que la canción volviera a sonar acompañada de una
vibración que se siente en mi mano derecha.
— ¿Diga?
— ¡¿Es que estás sordo, Frank Iero?!
Mi tono molesto y actitud adormecida se eliminan al instante en que el grito de mi madre llega a
ser entendible para mí.
— ¿Qué? —Apenas logro murmurar.
—Tengo llamando a tu puerta por diez minutos y no me abres.
Mis ojos se abren al instante, y si mi boca tenía la capacidad para abrirse para dar explicaciones, se
cerró de inmediato cuando volví a recordar que no estaba en casa. Inhalé con fuerza al recordar
que estaba en su departamento. El departamento de Gerard.
—Eh, Linda…
— ¿Dónde estás? —Pregunta con su súper poder de “mamá todo lo sabe” —. No pasaste la noche
aquí, ¿verdad? —Lo cual resulta un alivio, porque así sólo tengo que negar con la cabeza, hasta
que el silencio perdura por mucho y descubro que sigo hablando a través del celular.
—No —consigo decir —. No estoy en casa.
Escucho a mi madre liberar un bufido.
—Creo que eso ya lo noté. Te traje galletas de coco. ¿Dónde estás?
A veces no entiendo a mi cerebro. Debería estar formulando una respuesta adecuada para no
alertar a mi exagerada y sobreprotectora madre, pero sólo puede enfocarse en el recuerdo del
olor de esas galletas, en su textura y en el increíble fresco sabor.
—Quiero galletas —digo como el niño que niego ser, causando en ella una suave risa.
—Sé que sí, pero tienes que decirme en dónde estás para poder llevártelas —. Posiblemente no
deba reclamar, cuando soy yo el que responde infantilmente sin pensar, pero me perturba que use
ese tono de adulto hablándole a un menor conmigo.
Así que suspiro resignado, porque este cerebro malgastó los últimos minutos en pensamientos
sobre galletas, ahora no me queda más que ser espontáneo.
—Me quedé con Gerard.
— ¿Gerard? ¿Gerard el de la boda?
—Gerard el de la boda —respondo con un tono que intenta restarle importancia.
— ¿Ustedes son… novios?
—Sí.
Sin más vueltas o momentos de suspenso. No es necesario ocultar algo que me crea tanta
emoción. No con mi madre.
Ella lanza un gritito que me parece es de alegría y confidencia. Espero que no haya elevado las
manos y las galletas estén a salvo, aunque siga siendo demasiado raro.
—Es muy guapo —suelta. Me la imagino sonriendo, así que logra contagiarme—. ¿Cuándo me lo
vas a presentar debidamente como tu novio? Tal vez podamos ir a cenar esta noche.
Suena como una adolescente, y eso me hace respirar. No hay presión, sólo aceptación y buenos
intentos para apoyarme, para entenderme. Para dejarme intentar conseguir la felicidad.
—Voy a preguntarle. No conozco muy bien su horario.
—De acuerdo, confírmamelo y mientras tanto, yo guardaré estas galletas. Salúdalo de mi parte.
—Lo haré, Linda. Muchas gracias.
—Te quiero.
—Yo igual.
La conversación termina cuando escucho el pitido característico del otro lado de la línea. Dejo el
aparato nuevamente en el bolsillo del pantalón cuando escucho la puerta abrirse y unos pasos que
aumentan de volumen paulatinamente hasta que alcanzo a ver el cuerpo de Gerard, mojado y
cubierto hasta la cintura por una toalla verde olivo. No sé si sonreír, si saludarle o sólo dejarme
caer de nuevo sobre la cama. No sé si seguir mi instinto o besarle o simplemente disfrutar del
paisaje.
No lo sé, pero no tengo que averiguarlo, cuando él, como siempre, toma la palabra.
—Buenos días —dice. Tan formal como si estuviera vestido y yo no estuviera desnudo frente a él.
—Buenos —respondo entonces.
— ¿Hablabas con alguien?
—Sí, mi madre.
Gerard comienza a secarse el cabello con otra toalla por poco tiempo, para luego simplemente
agitarlo consiguiendo que las gotas me mojaran a mí también. Mi pecho expuesto, se siente
acelerado. Creo que es el momento apropiado para buscar mi ropa.
—Dijo que te mandaba saludos—comienzo mientras deslizo sobre las pantorrillas mi ropa interior.
Gerard asiente con la cabeza por mi comentario, imitando mis movimientos al tomar una prenda
del cajón superior dentro del clóset.
—Dijo que quería conocerte.
—Ya nos hemos conocido —asegura con la voz amortiguada tras la puerta del armario.
No entiendo el comportamiento distante, pero sigo teniendo fe cuando ya voy por el segundo
botón de los jeans.
—Pero dice que quiere conocerte… como mi novio.
Me detengo por unos segundos antes de terminar la frase. Gerard sale de su escondite con la
camisa abierta y un pantalón oscuro sin abrochar. No me mira o contesta, se aleja con los pies
descalzos, dejándome muerto de la curiosidad. Ansiando. Esperando. «Sorprendido, como
siempre.»
—No tengo buena química con las mamás.
Su voz se oye lejana, pero igual de fresca. Igual de hechizante.
—Ya tengo una y creo que es suficiente —. Luego se calla. Termino con la playera y sacudo un
poco el cabello. Mi mente está en blanco –. Además —escucho con voz fuerte, como si gritara—,
eso de que no sólo te casas con el hijo sino con toda la familia, es como una de las más grandes
tonterías de las relaciones, ¿no?
No deseo responder, así que calzo mis zapatos deportivos en silencio. Al parecer, Gerard sí desea
una respuesta, porque no vuelve a hablar hasta que llega nuevamente a la habitación, ya con la
camisa abrochada y dentro del pantalón, con el cabello arreglado y una sonrisa resplandeciente
adornando su cara.
—Si puedo alejarme de mi propia familia, resultaría pan comido alejarme de otra.
—Pero es familia —debato en voz baja.
—Creo firmemente que hace falta más que apellidos iguales para merecer el trato familiar.
No comprendo, pero me parece que intenta decir que si no tiene interés por algunos miembros de
la familia Way, mucho menos se va a interesar en mi madre, o en sus galletas.
La rechaza sin conocerla y yo debería de estar indignado, porque es mi madre, ¿no? Y él es mi
novio, y se supone que debería estar nervioso. Se supone que debería estar complacido por la
invitación a nuestro círculo familiar. Se supone que debería estar más interesado en mi vida.
Se supone que deberíamos darnos el beso de buenos días, sonreír abrazados y recibir la luz
artificial con un suave “te quiero”.
La vida apesta cuando no es ni remotamente parecido a una película.
—Ven, te llevo a casa. Tengo consulta a medio día, pero una reunión con el director. De nuevo me
han cancelado citas y hay unos internos que se están quejando de mí. Dicen que los he tocado, o
algo así.
Gerard se coloca la corbata mientras habla. Yo simplemente le sigo, sin reaccionar. Ni siquiera
puedo quejarme de su comentario. Ni siquiera puedo reclamar su rechazo.
Puede que sea por Gerard, o porque sólo soy yo en mi estado apagado volviendo al viejo mundo
con la nube gris. «No quiero regresar».
Me subo al auto con la moral por los suelos, el auto-desprecio a flor de piel y una tangible
nostalgia por galletas de coco. Quisiera saber cómo es que pasa, sentirme en la gloria y luego caer
aquí, tirado sobre el lodo, con la fuerte lluvia empapando mi cabeza. Quisiera saber por qué. Por
qué yo, por qué a mí. Si soy yo, si es Gerard, si es simplemente la vida odiándome o si
simplemente es que mi ración de drama excede la normal.

Betsy me espera silenciosa e inmutada. Sus verdes hojas invaden un poco más la mesa y sonrío
ante el minúsculo movimiento cuando comienzo a darle agua.
— ¿Sabes? —Suspiro—. No sé qué estoy haciendo. No sé qué pasa conmigo. Desde que conocí a
Gerard mi mundo se puso de cabeza, y sé que suena como una frase de novela trillada, pero es
verdad. Él me alejó de los antidepresivos, pero me ingresó en otro mundo. Uno donde está Sarah,
y Hope, y Ray Toro… Fue Gerard.
Tomo con suavidad la maceta para girarla un poco más, hasta que todas las ramas alcanzan los
rayos de sol. Las hojas verdes se sienten tersas bajo mis dedos. Ante ello y mis propios
pensamientos, una sonrisa se me escapa.
—No. Tienes razón. No es sólo su culpa. Yo fui quien dijo “sí”.
>>Betsy, deberías poder hablar y decirme si es mejor huir o quedarme. Gerard me trastorna de
tantas maneras… y Ray Toro… a veces sueño con él. Me asusta, pero creo que lo que más temo es
que lo lastime. No quiero jugar al héroe, pero se siente bien intercambiar papeles para cuidar a
alguien más.
Mis pensamientos se hacen jirones entre sí. Me desconcierta Gerard, me hechiza. Me encanta.
¿Cómo pueden revolverse los sentimientos así?
—Quiero que las conversaciones dejen de ser sobre Gerard. Quiero que mis pensamientos dejen
de hablar de él. Quiero que su nombre se le olvide a la voz interna… y al mismo tiempo quiero
seguir gritando que es mi novio. Soy absurdo. Tal vez sea bipolar.
«Tal vez sea… algo más. Algo nuevo. Algo extraño. Algo que no puedo explicar».
Siento un ligero cosquilleo en el ojo derecho, lo cierro de pronto hasta hacer derramar la lágrima
contenida. No sé por qué, pero se siente correcto llorar en este momento, cuando nadie mira.
Cuando nadie me pregunta la razón. Será un secreto, entre Betsy y yo, este satisfactorio momento
de debilidad.
—Tal vez lo único que quiero, es tener un novio de película…
>> Tal vez deba entonces, ser novio de alguien más.
Sonrío. Porque a nadie más le intereso, y creo que nadie más me interesa a mí. «Estoy jodido».

El teléfono suena, así que sorbo mi nariz.


— ¿Diga?
La llamada dura pocos minutos, entre mis monosílabos y la voz robótica del otro lado de la línea.
Miro a Betsy en varios intervalos, ansioso por dejar salir la nueva información. Al colgar una
pequeña sonrisa se asoma, como cuando empieza a salir del Sol luego de la lluvia. Parece que hay
un poco de esperanza entre la confusión. Al menos algo seguro dentro del caos de mi indecisión.
—Soy un empleado de farmacia, Bets. No será en administración, pero tengo un empleo.
Y quiero creer que por algo se empieza.
Me gustaría creer, que Betsy me apoya también. Que guardará mis secretos y susurrará muy
suavemente qué palabras podré usar para disculparme con mi madre, para volver a la básica
rutina y confiar en que puedo ser algo más.
«Cállate cerebro. No me confundas más».
*

— ¿Quieres otra?
—Hasta que termine con ellas, Linda.
Mi madre sonríe con ternura dejando sobre la servilleta amarilla otra galleta de coco. Lucas no ha
regresado del trabajo y yo apenas he terminado de contarle sobre mi nuevo trabajo.
Al tomar el teléfono luego del desayuno con Betsy, le he dicho a mi madre que Gerard estaría
ocupado. No pasó ni medio minuto cuando el tradicional suspiro de decepción salió de sus labios
taladrando mi interior. “Por supuesto”, añadí de pronto, “eso no me impide visitar a mi mamá”.
Linda accedió, seguramente con una sonrisa y heme aquí, en su mesa comiendo galletas y té de
limón. Debería odiarme por ser tan mimado, pero el postre se derrite en mi boca. Nadie podría
atreverse a odiar algo así.
—Lamento que Gerard no pudiera venir. Se ve como u muchacho realmente encantador.
Miro a mi madre unos segundos, mientras en mi pensamiento se atraviesa la mirada del doctor.
«No tienes ni idea». Luego sonrío, consiguiendo su tranquilidad y la mía gracias al tradicional y
reconfortante silencio.
No pienso arruinar el momento de las galletas con pensamientos, Gerard y sentimientos. Es
demasiado para mí.

*
Es difícil determinar cómo fue que llegué a este momento, sentado en el asiento que corresponde
al copiloto en el elegante Audi oscuro. No sé si fue entre la última fotografía al frondoso árbol del
parque, al viejo perro amarillo que se acurruca entre los primeros escalones del edificio o cuando
salía del consultorio de Hope; sólo sé que fueron unos ojos los que hicieron trampa, porque
conocedores de su encanto, me miraron con ternura, alcanzando en mí el efecto deseado y la
consecuente pérdida de la razón.
Me parece mágica la forma en la que él se olvida de todo. Como si con cada nuevo día llegara una
nueva memoria para llenar con recuerdos desechables.
Ahora todo eso parece importar poco. Especialmente cuando con la luz carmín logra girar para
dejar en mis labios un sonoro beso. Es justo ahí cuando perder los recuerdos del día anterior
parece un buen acuerdo, y una excelente idea.
«Eres un misterio Gerard Way».
— ¿Te gustaría si pasamos primero al cine o quieres sólo ir a cenar?
Contagiado por el gesto de normalidad, simplemente le miro como si realmente analizara la
situación. No quiero abrir puertas de vulnerabilidad, así que es posible que dos participen en el
mismo juego. Ambos podemos perder nuestras memorias cada nuevo día.
—Quiero ir al cine, hay una película que recomiendan mucho.
—Otra de moda. ¿Cuál es en esta ocasión?
—Avatar, y si no la ves, no tendrás tema de conversación en las próximas semanas.
Gerard suelta un bufido con las dos manos sobre el volante.
— ¿Te había dicho ya que eres un amargado?
Esta vez la reacción es una risa ahogada que logra en mí una titubeante sonrisa. Es un buen inicio
para una nueva velada.

Durante todos los minutos de duración de la titánica producción, apenas si parpadee algunas
veces. Me perdí en el maravilloso mundo imaginario con brillantes paisajes, animales exóticos e
imaginario lenguaje. Quedé cautivado por el amor que tuvo que sobrevivir a pesar de la no
imaginaria crueldad humana. No voltee a mirar mucho a Gerard, apenas si notaba su ruido al
masticar las palomitas de maíz o beber gaseosa.
Cuando las luces se encendieron mengüé mis deseos por aplaudir como el resto de la audiencia.
Miré a Gerard, quien me miraba con una sonrisa posiblemente burlándose de mi reacción. Sin
embargo, no hablé con él hasta que nuestros pasos nos llevaron al estacionamiento, él cargando
los restos de una cubeta con palomitas y un refresco de naranja.
— ¿Y bien? —Pregunto ingresando al coche.
—No lo sé. He sido llamado amargado ya muchas veces este día.
Gerard suelta una suave sonrisa que combina con la calidez de su mirada. Nuevamente el cuerpo
se inclina hacia mí para dejar un beso que me niego a terminar. Mis labios se separan y la lengua
recibe ansiosa a su igual en una danza perezosa.
—Entonces…
Su risa se escucha agradable y fresca al separarnos.
—De acuerdo —dice aún con el rostro feliz —, en mi opinión es lo mismo de siempre.
— ¿Qué? ¿No notaste que era un mundo completamente diferente con seres extraños y con su
propio idioma?
Gerard vuelve a brindarme una sonrisa burlona que me provoca un calor penetrante a nivel de las
mejillas.
—Lo sé, pero entre la magia de los paisajes, el brillo y las colas unidas a partes de animales
voladores, es la historia de la princesa enamorada de un hombre y un hombre seducido por un
nuevo mundo. Al final, poco importa el planeta, los seres extraños o el idioma. Es sólo otra historia
de amor. Es la versión alienígena de Pocahontas, aunque con mejor final, ciertamente…
Sonrío negando con la cabeza. Gerard Way es un misterio, el sarcasmo personificado y la mejor
definición ‘sabelotodo’. Le gusta tener la razón, la última palabra, y las opiniones “más objetivas”.
—Sencillamente eres un amargado.
El ambiente ligero se siente bien.
Se siente correcto. Natural.
«Así que es cierto. Perderemos, diariamente la memoria».
—Anda, tenemos que irnos.
No pregunto más. Me dejo llevar. Mi cabeza se topa con el asiento y cierro los ojos. Es divertido no
pensar. No escuchar a mi cerebro o ponerle una palabra a este remolino en mi abdomen. Sólo
vivir. Sólo respirar…
Sólo a su lado.

Reconozco el sitio al instante, sin embargo, me parece una sorpresa aparecer ahí de noche.
—Gerard, ¿qué ocurre? ¿Qué hacemos aquí?
—Hubo un problema con los otros escaneos, pero mañana por la mañana no tendré tiempo de
venir, así que necesito que lo hagas ahora, por favor.
Entramos en la conocida habitación antes de que Gerard comenzara a hablar. El médico de oscuro
cabello me empuja con suavidad hasta que la espalda toca la puerta y se inclina, permitiéndome
sentir su olor a perfume y a mantequilla. ¿Cómo resistirse a ese par de esmeraldas? Quisiera poder
conocer a una persona con ese poder. Con la inmunidad ante Gerard Way, porque a mí no me
queda más que asentir y recibir su sonrisa.
—Muchas gracias —susurra antes de besarme. Es apasionado. Me besa con los labios, con los
dientes y la lengua mientras sostiene entre sus manos mi rostro como si intentara retenerme.
Es difícil de admitir, pero posiblemente, aunque tuviera la oportunidad, no huiría.
Sé que no me conviene, que no es la mejor opción para un aficionado al amor, pero hay algo que
nos empuja a hacer cosas peligrosas o estúpidas. Algo como el…
Niego con la cabeza cuando me suelta. Sin definiciones. Sin palabras. Sin pensamientos extraños.
—Vamos.
Toma mi mano dirigiéndome a la cámara. Un nuevo beso cae en mi boca, en mi mentón y por
último en mi cuello, por lo que no es difícil deducir que voy volando mientras la máquina hace su
característico sonido. Cierro los ojos y sigo sus órdenes.
Tras los párpados se dibuja su rostro, que me eleva, que me baja. Que me hace reír, que me hace
llorar. Debo estar loco por soportarlo. Loco o sufriendo de un estúpido enamoramiento.
«Loco. Definitivamente loco y fármaco-dependiente, fin de la discusión».
—Excelente Frank, en seguida terminamos, lo estás haciendo excelente.
«Tendría un argumento más creíble si tan sólo mis labios no hubieran dejado salir esa sonrisa al
terminar de escucharlo hablar…».

Have there been times to laugh


Han habido tiempos para reír
And times you really want to cry
Y tiempos en que realmente quieres llorar
Finding reasons to believe her
Encontrando razones para creerle
cause you'd die a little if she lied
porque mueres un poco si ella miente
...

And when she's far away


Y cuando ella está lejos
Have you ever felt the need to stray
¿Alguna vez has sentido la necesidad de extraviarte?
And tried and then discovered
Y tartar y luego descubrir
It just doesn't pay
que no lo paga
Cause with her, you can be true
Porque con ella, tú puedes ser sincero
And with her, you can be you
Y con ella, tú puedes ser tú
Have you ever been in love?
¿Alguna vez has estado enamorado?

INTERLUDIO. Enamoramiento fóbico


Las fobias amorosas se definen como temores específicos a objetos de erotismo, a los cuales el
sujeto evita o huye lleno de espanto. El objeto fóbico se presenta de muchas maneras, puede ser el
hombre o la mujer completa. Otras veces se teme a las situaciones sexuales, el tocamiento de la
piel, el beso, el placer, la intimidad romántica, los sentimientos que provoca el enamoramiento o el
casamiento.

Sarah Cooper tiene una sola regla matutina. La antropóloga fácilmente podría despertar a las tres,
cuatro o cinco de la mañana si la situación lo amerita, pero la única regla es que la recuperación
del sueño de belleza sea a través del sonido de su molesto despertador. Si llegaba a sentir un
movimiento contra su cuerpo que interfiriera con sus leves ronquidos, el resto de la mañana
podría resultar una pesadilla para el culpable. De igual manera, odiaba su celular y a quien le
llamara, porque así no era la forma natural de despertar, por eso estaba dispuesta a cometer
asesinato a las 5:27 de la mañana, sin importarle quién fuera el ocupante de la otra línea.
—Te mato —refunfuña de inmediato sin siquiera prestar atención al nombre iluminado en la
pantalla.
—Te necesito en la universidad, ahora.
El tono angustiado que percibió casi hace que su amenaza de muerte se evapore.
—Todavía no amanece, te veo en dos horas, Gee.
—No. Sari, por favor.
¿Y alguien realmente podía negarle algo a Gerard Way?
Sarah tuvo que tragarse sus amenazas y violar su propia y única regla matinal. Hope tuvo que
despertar sola y a Gerard más le valdría tener un buen motivo para que su cabello luciera tan mal
a causa de las prisas.

—Dijimos que un imagenólogo experto en neurología se encargaría de supervisar los escaneos.


—Perfectamente puedo hacerlo yo, cuando resulta tan obvio. Sólo comparamos con las muestras.
Es positivo.
Sarah suelta un suspiro con pesadez. De pronto el sueño se evapora, su enojo y la preocupación
por el cabello alborotado quedan en el olvido, en el preciso instante en que la imagen de la
resonancia que se encuentra entre sus manos es interpretada por el necio doctor.
—Los estudios de laboratorio también lo son.
—Tienes que calmarte, Gee —suplica. Verde contra verde se encuentran en un silencio
reconfortante, pero que no consuela por completo.
—Volvieron a llenarme de guardias nocturnas, a cargo de los recién ingresados internos y de mis
propios residentes. Sin contar, claro, que el jefe de esos malditos estudiantes ha levantado un
documento en mi contra por acoso sexual.
>> Me están jodiendo, Sarah, y aparentemente esto es lo único que ha resultado bien. Justo como
debería de ser. Esto —señaló la hoja con los resultados de laboratorio y la tomografía en la diestra
de su mejor amiga—, me hará más grande que todos estos problemas. Esto es lo único que
importa.
—Gerard… es gran parte gracias a “esto” —enfatizó imitando los ademanes de su amigo al señalar
los objetos—, que estás así. Además, realmente no lo estás controlando. Mírate Gerard, mira tu
reacción. Me has llamado a las cinco de la mañana sin una gota de entusiasmo.
>> Sonabas tan aterrado que fue por eso que vine hasta aquí sin tomar una ducha, maldito cretino
—sonríe ligero.
Gerard suspira. Pesado. Tan cansado como si no hubiera dormido en días, y Sarah sospecha que ha
sido así.
—Estás asustado —asegura acercándose más. Sus brazos encajan a su alrededor como siempre lo
hicieron. Ahora parecen muy lejanos esos días en que prometieron contraer matrimonio si a los
cuarenta seguían solteros, porque ninguno podía imaginar la vida sin el otro.
Los días son lejanos, con diferentes modas y peinados, pero el sentimiento sigue tan intacto como
un bloque de hielo. Sarah sigue sin poder concebir la vida sin el sarcasmo de su mejor amigo, sin
su frialdad, pero sobre todo, sin esa generosidad que se preocupa tanto por esconder en un
intento de mostrarse vulnerable, según él.
—Sabes que esto es más que una resonancia o números en un papel. Esto es más que sólo un
“esto”. Tú lo sabes, Gee.
El silencio le hace guardar esperanzas. Esperanzas que mueren cuando nota su sonrisa de medio
lado. Su cuerpo se aleja un par de pasos.
—Lees demasiadas novelas románticas.
—No lo hagas. Sabes que es diferente. Que es especial.
—Todos somos especiales, Sari, y ésa es sólo una forma de decir que nadie lo es realidad.
—Entonces, ¿qué hago aquí, Gerard? —El tono es rudo. Sin intentos para negociar.
Gerard baja la cabeza, y con ello, Sarah sabe que no recibirá una respuesta. Indagar en la mente
del doctor Way está lejos de sus posibilidades, lejos de las posibilidades de su familia o de
especialistas. Sólo Gerard conoce a fondo al verdadero Gerard. Ella sólo sabe leer entre líneas.
Le gustaría saber que siente en este instante.
Qué piensa. Cómo actuará.
Ojala pudiera saber que duda. A cada día, a cada minuto. Que sufre. Que se siente acorralado,
entre la presión de mantener la coherencia entre quien pretende ser y quien responde
espontáneamente. A veces pesa mantener la frialdad cuando necesita un abrazo, pero así es
Gerard Way, con falsa alexitimia e inmensa fobia al sentimiento llamado amor.

XXI. La fusión amorosa


En el enamoramiento se genera un intenso impulso hacia la fusión de ambos individuos. La raíz del
sentimiento amoroso es el anhelo de fusión con el otro, que representa uno de los impulsos más
profundos del ser humano.

El encabezado de grandes letras con signos de admiración se alza en primera plana. La frase
“¡Ataca otra vez!” se acompaña de una imagen oscura que representa la caída de una nueva
víctima.
No es mi costumbre despertar y con una taza de café en la mano, leer el diario que espera por mí
a los pies de la puerta principal, pero la rutina se rompe en el preciso instante en que vuelvo a
despertar viendo las largas cortinas ocultar la luz artificial. Cuando mis ojos se abrieron, no había
rastros de Gerard por ningún lugar, pero eso no hizo que perdiera la sensación de confort. Con
total confianza recogí el periódico y tomé una taza amarilla de la alacena.
—En esta ocasión, la víctima se ha identificado como Brando Wollowitz, un prostituto de
diecinueve años. La marca característica en la espalda delata al asesino en serie, de la cual, las
autoridades no tienen ni una pista.
Termino de leer en voz alta para mí dejando un suspiro al aire. De pronto siento una necesidad de
estar con Betsy. A ella podría comentarle que siempre leemos la misma historia con las mismas
excusas. A ella podría confesarle que estoy indignado, como el resto de los ciudadanos; entonces
me podría calmar mirando el verde de sus hojas, admirando una vida de quietud y sin
preocupaciones, deseando ser Betsy, el mejor helecho del mundo.
En pocas horas comenzará mi primer día de trabajo en la farmacia. Tengo una actitud positiva
sobre la espalda y bajo el brazo, las esperanzas que Hope ha estado alimentando junto a la idea de
creer en mí mismo. Me consuela creer que vivir inmerso en drogas antidepresivas por tantos años,
tendrá alguna ventaja durante la odisea.
Al terminar el tercer sorbo de café descafeinado estilo colombiano, la puerta se abre dejándome
ver a un Gerard Way deportivo. Luce unos pantalones holgados gris claro combinados con una
sudadera en tono azul marino, el cabello despeinado y los zapatos para correr complementan el
conjunto que me deja intrigado. Me mira un instante antes de mover la cabeza con gesto agotado.
Ni siquiera pregunto, pero ya estoy sirviendo en otra taza.
—Es descafeinado —digo con un tono parecido al que se usa para pedir perdón.
Gerard eleva los hombros, luciendo resignado y bebe sin preocuparse por la temperatura de la
bebida. Con ese atuendo y esa mirada fatigada no luce nada excepcional, incluso los verdes ojos
pasarían por comunes y corrientes por la pérdida de brillo habitual. Para el mundo podrá ser otro
hombre que corre por el parque, pero para mí, un simple mortal adicto a las pláticas con una
planta y lleno de pensamientos inútiles e incoherentes es la combinación entre la belleza natural y
la perfección divina en un hombre informal. Es difícil definirlo con correctas palabras. En
momentos así envidio la habilidad poética para transformarlo todo a brillantes e incomprensibles
palabras, porque sólo puedo pensar que Gerard luce atractivo como siempre.
Y quiero besarle, como siempre.
Me muerdo la lengua, tratando de callar a la curiosidad que quiere asomarse entre mi nueva
valentía para abrir la boca. Si él no menciona el tema de haber huido tan temprano por la mañana,
yo no iniciaré la conversación.
—Es tu primer día de trabajo, ¿no? —Pregunta a pesar que le he hablado de ello la noche anterior.
Luego del escaneo y su extraña mueca silenciosa, regresamos a su departamento, donde una
botella de whisky después, nos encontró entre anécdotas infantiles y sombras de oscuros pasados
ajenos. Entre la conversación saltó el tema del préstamo y de mi trabajo. Supongo que seguíamos
lúcidos porque lo recuerdo bien. No sé cómo logramos subir hasta su alcoba, pero sin alejarnos de
las prendas, caímos dormidos de inmediato. Tampoco entiendo cómo es que el doctor logró
despertar tan de prisa.
Aunque de Gerard, ya nada debería de sorprenderme.
—Debería llevarte a casa para que puedas prepararte.
Las palabras hacen eco en mi mente logrando que algo se encienda en mi interior. Mis pies se
mueven hasta estar frente a frente, consciente ahora de que no deseo alejarme.
No quiero ir a mi casa. No quiero salir de este sitio que parece seguro, con cambios de humor, sin
explicaciones o diplomacias. Soy sólo yo. Es sólo el complicado de Gerard, y deseo seguir aquí.
Permanecer a su lado.
—Aún queda tiempo —digo con esperanza hasta poder alcanzar con mis manos sus mejillas —, no
me gustó despertar solo —susurro.
No sé de dónde ha venido ese arranque de sinceridad, pero parece complacerle cuando mi boca
siente la suya encontrándose de manera abrasadora. Los labios besan, las lenguas danzan y los
dedos se ciñen como náufragos a una tabla de salvación en la piel del otro. Intento respirar todo el
aire que se pueda a través de la nariz, porque ni siquiera con una amenaza me atrevería a
separarme en un momento así. Hope dice que debo dejarme llevar, vivir de acuerdo a mis
intereses y mis deseos.
En este momento deseo llevarlo a la habitación.
Y obedezco. Me dejo llevar.
Cuando Gerard cae sobre su cama apenas conserva el holgado pantalón. Mi cuerpo cae sobre el
suyo sin suavidad, porque hay un punto entre el cuello y la clavícula que está gritándome. Que me
ruega por ser besado. Y vuelvo a obedecer. Succiono con fuerza en ese punto para luego morder,
lamer y repetir los pasos sobre su mentón, en su pecho… mi lengua revolotea alrededor de los
duros pezones mientras mis oídos se cautivan con los sonidos que provienen de él.
Recorro poco a poco cada rincón de su pecho, de sus brazos y de su rostro. Mi lengua serpentea a
través de las texturas de su piel y en mi boca se guarda el sabor a menta, agua de río y algo
parecido a la felicidad. No quiero perderme ninguno de sus suspiros o sus suaves gemidos, son
sonidos que admiro, respeto; sonidos en quien confío, que me enternecen, que llenan una parte
de mí entre mi inmenso vacío.
No quiero soltarle. No quiero pensar que mañana no podré verle.
Quiero besarlo, abrazarlo. Fundirme con su piel, con su aroma, con su sabor y permanecer así,
hasta que mi cuerpo no resista más.
—Frank —mi nombre se escapa entre jadeos cuando mi boca se entretiene en adorar su hombría.
Traviesa mi lengua tantea otro terreno que no se resiste a la conquista.
Sigo todos los pasos e instrucciones precisas como el mejor alumno, y enfundado por una capa de
látex y una ansiedad nunca antes conocida, invado el interior del médico que grita en silencio.
Yo me detengo. De pronto recuerdo que tengo que respirar y espero a que mi cerebro recuerde
cómo debe hacerlo; además, intento grabar el momento, la sensación quemante en todo mi
cuerpo, sus sonidos ahogados entre la lujuria del momento y sus ojos oscurecidos mirándome
fijamente.
«Éste es mi lugar».
Luego comienza la verdadera danza. Suave al principio, disfrutando de la caricia, luego el fuego se
enciende y mi necesidad de Gerard aumenta con cada bendito roce.
Cuando la cumbre del placer está a tan sólo unos milímetros de nuestros dedos mi boca se une a
la suya en un beso torpe. Mi pecho se infla de pronto y en mi mente su sonrisa aparece como el
flash de mi cámara.
—Dios, Frank, eso fue… —Se ve interrumpido por los jadeos constantes.
En Gerard percibo una mueca de satisfacción que se acompaña de una suave sonrisa y un brillo
dorado en los verdes ojos. «No quiero irme».

Con la excusa de un desayuno alargo el momento. Preparo un omelette con tocino, mientras
Gerard corta en cubos la manzana y el mango.
— ¿Recuerdas a Ray Toro? —Pregunta iniciando la conversación.
Su nombre me causa un estremecimiento que intento ocultar. “¿RECORDAR?”, grita mi mente. Si
lo único que deseo es poder dejar de hacerlo.
—Sí —sin embargo, mi respuesta es vaga.
—Ayer casi llegamos a los golpes, de nuevo —suspira terminando de partir para meterse un trozo
de mango a la boca—. Sé que él está detrás de todo el asunto del interno acusándome de acoso
sexual. Le he reclamado y me dijo que habláramos en privado en su consultorio…
—No —giro de pronto apagando la estufa para enfrentar a Gerard. La negativa fue tan rápida y
brusca que miro en esos ojos sorpresa instantánea —. No debes quedarte a solas con él.
—Por supuesto que me negué —responde con un elegante ascenso de la ceja derecha—, se enojó,
me molestó y quise ahorcarlo. Sin embargo, justo a tiempo llegó un amigo para recordarme que
tengo mejores cosas que hacer —suspira.
—Bien.
—Esta tarde tengo una reunión con el consejo.
—Todo irá bien —aseguro sin saberlo a ciencia cierta, mientras comienzo a dejar sobre platos
coloridos nuestro desayuno.
— ¿Por qué reaccionaste así cuando te dije que iba a estar a solas con Toro?
La terrible pregunta llega y eso que ya me había emocionado cuando sentí que la iba a dejar pasar.
No encuentro las palabras para evadir en forma de excusa perfecta. Mucho menos cuando su
mirada se posa tan seria sobre mí.
—Tengo miedo de que te lastime —reconozco al fin.
—No puede lastimarme. No es nada más que un fracasado —asegura con media sonrisa desviando
la mirada pocos segundos antes de perder la mueca burlona para mirarme fijamente.
No sé descifrar esa mirada. De pronto el verde se apaga y es como si se hubiera colocado una
máscara gris de indiferencia o de catarsis extrema.
—Te preocupas por mí —dice tan seguro que yo no tengo que confirmarle nada.
Pero es verdad. Me preocupo. Temo por él, porque ahora que descubrí que quiero estar siempre a
su lado, sin nombres o aclaraciones más me vale protegerlo para que siga siendo así.
—Frank… —mi nombre se le escapa, fuerte y frío. Yo le miro, esperando que continúe, pero sólo
me mira como si buscara algo en mí, en mi cara o dentro de los ojos.
Me quedo quieto, esperando que el análisis termine, pero no lo hace, hasta que el teléfono le
obliga parpadear. Nuevamente me he quedado sin pistas. No sé qué significa, pero no puedo ni
terminar mi desayuno. Gerard regresa de hablar con el rostro rígido. Esta vez se lee fácilmente tras
el manto verde el enfado, así que sin palabras, pero con insistentes empujones bajamos hasta su
auto.
Nuevamente me descoloca. Del cielo de nuevo a la tierra en dos segundos. Pero me gusta. Incluso
eso, ese cambio de humor, esa indecisión y ese misterio. Quiero arriesgarme. Tirarme a la piscina
sin saber si tiene agua o no, porque, después de todo, ¿qué más puedo perder?
En cambio, ¿qué tal y gano?
Estoy seguro que por primera vez, llegaré con una sonrisa al trabajo sin necesidad del Citalopram.

*
La capacitación fue básica. Tan rápida, que en quince minutos el que sería mi supervisor, Jordan,
desapareció para dejarme frente a un computador y tras de mí, la estantería de medicamentos. En
un punto entre la falta de clientela y la voz de Jordan hablando por celular, me obligaron a extraer
mi teléfono como adolescente aburrida en una reunión familiar.
Mi primera intención fueron los juegos, sin embargo el ícono de sobre amarillo me tentó, y mi
propia mente confundida aconsejada por esta mueca semejante a una sonrisa, lograron que
escribiera: “Que tengas un buen día”. Tuve que usar todo mi autocontrol para evitar usar el
monito que sonríe o el que lanza un beso. Eso sería demasiado hormonal-adolescente, incluso
para mí.
Cuando el sobre desaparece de la pantalla y la leyenda diciendo que lo ha enviado se oculta, me
siento de pronto avergonzado y seguramente, coloreado de carmín por toda la cara.
Fue un impulso que no pude evitar, porque desde que he llegado sólo he pensado en él, en su
sonrisa y en nuestro encuentro matutino en su departamento.
No me importa lo que Gerard pueda sentir por mí o las razones para soportarme. En este
momento me parece fundamental descubrir mis propios dilemas primero.
Cuando Jordan se aleja escondiéndose tras las estanterías, aprovecho la oportunidad. El internet
no es muy veloz y al teclado de la computadora le falta el cero, pero es suficiente para realizar una
búsqueda rápida en el diccionario.

Amor. Sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y
busca el encuentro y unión con otro ser.

Pensé que en muchas ocasiones, como uno no sabe definir la palabra o en realidad no conoce para
nada el significado, no sabe si lo posee, si lo conoce, y en mi caso, si lo siente. El diccionario deja
muchas puertas abiertas, pero es un comienzo. Sé que siento algo intenso por Gerard, no le busco,
le doy la libertad para elegir si desea, quiere o puede verme o no; siempre a su ritmo, y
claramente, deseo la unión con su ser. Aunque tal vez, esté yo tomando la definición de forma
muy literal.
Miro el reloj.
Unos minutos más para la hora de comida y una idea surcando por la mente. Si tengo que
descubrir lo que es el amor y si realmente lo siento, nada mejor que hablar a términos semejantes
con la mujer que ha resuelto todas mis dudas desde la infancia.
Mentalmente tengo que prepararme para poner en marcha la llamada a Linda (ahora) Rossi.

—Es por él, ¿verdad? ¿Le amas?


— ¡No! —Exclamó de prisa. Mi madre deja salir una risa ante mi negativa—. Sólo tengo curiosidad.
Recuerda lo que dijo el doctor, yo jamás podré amar.
—No digas eso, Frank, ese doctor está loco. Sólo no has encontrado a la persona adecuada.
—No vayas a empezar a sugerir conocer a una linda chica, sabes que ése camino no es el mío.
Linda vuelve a reírse con fuerza, posiblemente recordando todas las discusiones previas sobre mis
preferencias.
—Entonces, ¿qué es lo que quieres saber?
—Cómo se siente —digo bajando el volumen, como si quisiera crear un ambiente más íntimo —.
Quiero saber cómo se siente cuando… estás enamorado.
Yo solía definir el amor como el sentimiento que me dejaría libre de toda nube oscura. Que el
amor me abrazaría en forma de algún cuerpo definido y alejaría esa tristeza, que ahora resulta no
es más que una gran farsa. Un invento. Un mal diagnóstico. Sin embargo, ha de ser muy parecido,
o al menos debe de incluir la necesidad de protección.
—Se siente, como si flotaras. La cara te duele de tanto reír y si el fin del mundo llegara en ese
momento, morirías igual con esa tonta sonrisa, porque amar es no preocuparse, es creer que todo
estará bien si estás junto a esa persona. Te ciegas a lo malo y sólo te quedas con la sensación de
que a pesar de todo, su amor sería capaz de romper cualquier obstáculo. Quieres estar siempre a
su lado, compartirlo todo y escuchar cada respiración. Sólo saber que sigue ahí, contigo. Para ti.
>> Es difícil de definirlo. Muy difícil y largo describirlo, simplemente puedo resumir, que es la
mejor sensación de todas. Y cuando la sientes, sabes que tu vida ha valido la pena.

— ¿Hola?
Su voz se escucha luego del tercer pitido. Suena profunda y monótona, a pesar de haber
pronunciado sólo una palabra. Distingo fatiga, tal vez hastío. Quiero imaginar que es por la hora,
acompañado del arduo trabajo y no pensar que ha sido resultado de ver mi nombre en la pantalla
del celular.
—Hola —hablo con una voz pequeña y avergonzada, que suena más como la de un mimoso niño
esperando no ser regañado —. ¿Estás de guardia?
—No —responde directo. Cortante.
Mi cuerpo reacciona escondiéndose aún más bajo la sábana de mi cama, nuevamente pensando
que la llama había sido mala idea. Perderme en las palabras de mi madre también lo fue. Linda
dibujó un amor en brillantes y hechizantes colores. Cada palabra penetró en mi cuerpo haciéndolo
reaccionar de una forma extraña, como si un calor pudiera recorrerme el pecho y se instalara ahí,
con comodidad. Fue ésa la inspiración. Fue esa la fuerza invisible que me obligó a tomar el
teléfono con el único propósito de escucharle hablar.
—No, pero aproveché para tomar una siesta.
Asiento con la cabeza, aún sin ser consciente de que el movimiento no es apreciado por el doctor,
pero sin el valor suficiente para seguir hablando. No dejo de escuchar esa voz interna insistiendo
en lo mala que resultaba esta idea, pero sólo brindaba acoso, nada de soluciones.
— ¿Necesitas algo, Frank?
—No —hablo rápido negando con la cabeza para enfatizar mi respuesta. Comienzo a sospechar,
que lo mío con los teléfonos es un acuerdo que jamás funcionará. Mi capacidad verbal es
deficiente, peor aún será a través de un teléfono cuando la persona de otro lado de la línea no
pueda ni adivinar mis palabras al ver mis ojos o todos mis movimientos.
—Entonces puedo regresar a dormir —sugiere.
—No.
Comprendo que lo mejor hubiera sido dejarle dormir, pero atribuiré mi falso valor al cuadro
pintado por mi madre en mi cabeza, de un mundo bello con tan sólo dos habitantes en él.
—No, sólo quiero hablar contigo, saber cómo estás. Sólo quiero escuchar tu voz —digo
arrepintiéndome al instante. Mi mano izquierda vuela hacia la boca en un intento por revertir la
frase, pero es demasiado tarde y comprendo que ha estado mal. Que me he lanzado a un
precipicio, metido los dos pies al pozo y tentado a la suerte como un caballero jugando con la cola
del dragón.
Gerard no responde de inmediato, lo que me da valiosos segundos para respirar, así como para
continuar con esta sensación de estrés.
—Frank, yo… necesito colgar.
No respondo ni con movimientos silenciosos. La plática no se transforma en cuadros de colores y
yo realmente no tengo nada para decir. No puedo, ni deseo retenerlo. Al contrario, quiero volver a
ser libre de este nerviosismo, de esta angustia.
—De acuerdo, que duermas bien.
Puedo imaginar el alivio de Gerard al colgar. Posiblemente se compare al mío, pero de formas
distintas. Por mi parte puedo al fin respirar, dejo de sentirme asustado de sus acciones, de conocer
sus respuestas o ansiar algo que no puedo recibir. Que me aterra escuchar, que con solo
mentalizar la idea me llega horrorizar. Tal vez nunca pueda conocer el cuadro de vivaces colores
escondido en un mundo mágico donde todo flota de felicidad. No puedo, y no quiero, porque esto
más que calidez, es una nueva nube, tal vez no gris, pero está sobre mí, me abruma y me
constriñe. Que espanta. Toda una neblina de sensaciones inútiles y nuevos demonios.
No lo necesito. No lo quiero, pero…
«Sólo… debo ir a dormir. Despejar la mente. Intentar olvidar. Dejar de reaccionar. No pensar. No
creer que… puedo sentir».

XXII. La tendencia al Autosuplicio

Al siguiente día, todo mejora con una nueva llamada. Mi vida ha estado constantemente
batiéndose entre los sonidos del aparato, mi voz y las de otras personas que cambian mi voluble
personalidad con cada nueva palabra. Todo es mi culpa, definitivamente. Nadie me dijo que tenía
que prestar atención, escuchar y comprender durante las llamadas telefónicas. Yo mismo decido
herirme, oscurecerme por sobre reaccionar.
—Entonces nos vemos ahí a las siete.
—Nos vemos.
Hope me llama para prometerme no una tarde de consulta, sino una tarde de amigos. Me ha
prometido acompañarme a donde yo desee, y sin querer he dejado salir el nombre de “La
Habana”. Para colmo, mi boca que no se cierra frente a la psicóloga ha pedido que le acompañe
Sarah, como si necesitara que el pintoresco triángulo de la amistad estuviese completo.
De cualquier forma, pensar en ellas hace menos monótono el trabajo y más interesante la
búsqueda de los antibióticos o la plática con la señora Belmont, que cada día compra una tableta
de ácido acetilsalicílico, sin decidirse por llevar la caja, pues considera la salida a la farmacia el
mejor de los paseos matinales. Éste es su segundo día conmigo y ya conozco la vida de su perro
Cachín, que ha sufrido de diarrea y su hija menor, Jade, que espera a su segundo hijo. Como me
gusta pensar, “cada uno tiene sus propias tragedias”.

Hope me espera en la última mesa de la fila derecha. Los manteles el día de hoy son amarillos y al
centro descansa un arreglo florido en tonos ocres dentro de un jarrón de barro blanco. La mesa se
ubica a la derecha de una de las bocinas frente al pequeño escenario y a la izquierda de los baños,
los cuales cuentan con un largo pasillo previo a la sala donde se alojan todas las mesas.
Sus ojos azules resaltan gracias al coloreado oscuro alrededor de los ojos y al largo sospechoso de
sus pestañas. Los labios se tiñeron de carmín, dándole mayor volumen y las mejillas normalmente
sonrojadas, se alzan en el mismo tono gracias al maquillaje. El cabello rubio cae en ondas sobre
sus hombros. Junto a las características físicas y a la sonrisa tan luminosa que le acompaña, Hope
podría pasar por modelo o reina de belleza, o ambas.
—Hola Frank —su voz es suave y tranquilizante, como lo es la voz de una madre frente a sus hijos.
—Hola.
Me inclino contra ella, hasta que mis labios tocan su mejilla, Hope no responde hasta que me alejo
para poder dejar un beso contra el mismo sitio en mi rostro. Normalmente las personas sólo dejan
un sonido cerca del oído. Incluso hay ocasiones en las que ni siquiera los labios tocan las mejillas.
—Elegiste un buen lugar. Tenía deseos de venir aquí —dice con una sonrisa que intento imitar.
—Me sorprendió el que cancelaras nuestra cita.
— ¿Cómo vas con la fotografía? —Pregunta. Es obvio que los comentarios sobre las razones o
justificación de nuestra estadía en aquel lugar iban a ser ignoradas.
—Bien. Me relaja mucho.
Tampoco es mi respuesta la más larga o reveladora de la historia. Tal vez se deba a que no puedo
acallar mi curiosidad. Sé que si dejara pasar las cosas, todo sería más fácil, pero mi mente no
obedece y la razón se atasca en un momento. Se pierde y se niega a salir hasta encontrarle un por
qué, un cuándo o un dónde. Antes podía callar las respuestas con antidepresivos, pero ahora,
siento que mi cabeza duele con cada duda y los pensamientos incoherentes me atacan con
enormes tentáculos.
—A veces es necesario dar un respiro a la rutina.
Mis ojos la miran, y la voz al fin guarda silencio.
—Sé que es poco profesional tratarte como amigo, Frank, pero ¿cuánto me necesitas como
psicóloga y cuánto como amiga?
Guardo silencio tras la pregunta. Jamás me había detenido a analizar si la confianza que le tengo
es por su profesionalismo o por su dulce personalidad. Desconozco si sea parte del protocolo
sonreír así, hablar así y preocuparse así. Quisiera saber si es parte de juego del psicoanálisis o hay
algo más que le inspira ayudarme. Algo más que me inspira a ir.
—Supongo que… —mi mirada se desvía reconociendo lo inevitable. Asiento con la cabeza en un
intento por hacerme entender, implorando secretamente que esos ojos azules lleguen a percibir el
mensaje oculto tras mi falta de verbo.
—Entonces estamos ambos de acuerdo en que lo más apropiado es darte de alta.
La miro lucir esa sonrisa carmín. No puedo más que asentir con positivismo. Una etapa que se
cierra, con excelente cosecha.
—Ahora dime, ¿cómo estuvo tu día? —Su espalda se encorva trayendo el cuerpo hacia a mí en una
posición más relajada. Dejando atrás a la profesional psicóloga, recibo con una sonrisa ligera a mi
nueva amiga.
—Extraño —reconozco—. Últimamente todo es extraño. La voz en mi cabeza, mi actitud y mi
adicción por darle a todo miles de vueltas. Es como si no pudiera quedarme en paz con una
explicación o con una frase. Necesito saber antecedentes hasta que esa voz pueda creer y quiera
callarse. Además —mi voz se corta cuando siento la necesidad de volver a suspirar dejando al aire
un suspiro que hace sonreír a la psicóloga. Seguramente apoyando a mi mente que me dice que
me he vuelto loco.
— ¿Además qué? —Anima a que continúe.
—Hay algo que no sale en mi cabeza.
—Gerard —suelta de pronto entornando los ojos como si en mi rostro el nombre del médico
estuviera grabado.
—No —digo de prisa—, bueno sí, o no. No sé.
Hope se ríe de forma cálida. Los labios se abren, los dientes se enseñan, con la compañía de ciertas
arrugas fuera de sus ojos que confirman la sinceridad del gesto.
—He estado confuso acerca del amor —confieso—. Acerca de lo que es. De cómo se siente.
>> He hablando con mi madre y tengo una idea imaginaria en mi mente, pero con ambas ideas
sólo se forma una enorme bola de felicidad, sonrisas sin fin y estupidez al máximo nivel. Tanta,
que no importaría morir quemado si abrazo a esa persona. El amor no puede ser tan ridículo, ¿no?
Hope se muerde el labio superior en un gesto pensativo. Su mirada azul tan cristalina se posa en
mí tal vez buscando en mí un rastro que le diga qué es lo que tiene que decir para hacerme sentir
mejor. Después de todo, ésa parece ser su función, o su mayor capacidad.
—El amor… el amor lo es todo, Frank. Es el sentimiento más universal, mágico, indefinido,
inexplicable e impredecible del mundo. Y sabes, puede haber de muchas clases. Como el amor
hacia tus padres, tus hermanos, tu mascota, tu trabajo o un objeto personal, como los hombres
que parecen amar a sus autos.
>> Sin embargo, si vamos a hablar del amor romántico que ocurre entre dos personas, es aún más
difícil, porque viene por etapas. Primero, está la etapa del “me gusta, pero no quiero. Quiero, pero
tengo miedo”, y entonces vives en una espiral de sentimientos confusos. De pronto risas estúpidas
e infinitas, de pronto llanto, angustia pintada con confusión. Pero si lo superas y confirmas tu
amor, llegas a la etapa de los colores. Todo es brillante, hay elefantes rosas en la alcoba, cerditos
voladores y todo es perfecto.
—Ésa es la etapa que mi madre describió —digo emocionado, como si no fuera obvio.
Demasiado tarde noté mi error, pero Hope sólo me sonríe, brindándome confianza.
—Así es. Luego, llega la etapa de la estabilidad, donde aprecias e identificas las manías, aprendes a
vivir con ellas y la monotonía o tiras la toalla, diciéndole adiós a la relación.
>> La pasión disminuye, pero el amor sigue ahí, adormecido por la ternura, el cariño y los lazos de
comodidad y dependencia. Incluso de costumbre, que pueden llegar a formarse. Es difícil, e
incluso cruel caer ahí sin remedio, pero el amor se cultiva cada día, incluso en la monotonía, con el
detalle más insignificante.
Asiento con la cabeza como un buen alumno frente a una excelente profesora. Conocer del amor
es fascinante. Tan atrayente, que con cada palabra, mi admiración incrementa más, aunque mis
posibilidades de amar se reduzcan a cero.

La voz de Adam Levine interrumpe mis pensamientos cuando una canción de moda se deja oír,
proveniente del celular de mi rubia amiga. Hope me mira de forma apenada antes de tomar entre
sus manos el aparato. Gira un poco el rostro, como si intentara conservar la privacidad, gesto que
me obliga a enfocar los sentidos hacia otra dirección, sobre la improvisada tarima en el pequeño
escenario. Justo en ese momento el poeta de cabello revuelto hace su aparición entre aplausos y
leves silbidos. Yo me uno, perdiendo de pronto la voz de Hope entre la multitud, hasta que su voz
más elevada de lo normal me recuerda que sigue ahí.
—Frank —sospecho que mi nombre lleva tiempo siendo repetido por la mueca molesta.
—Perdona, ¿qué decías?
—Como has sido un buen paciente, tengo una sorpresa para ti.
Hope sonríe acompañando el gesto con una mirada traviesa y el movimiento de cabeza ligero
hacia la izquierda, como si quisiera que volteara a ver.

Las piernas largas,


mi camisa arrugada.
Un hurto, una mentira
y del pescuezo el alma
por pasión apañada.
Y estas enmohecidas ganas
de decirte en serio mi sonrisa.

El poeta empieza con su arte en el preciso instante en que mis ojos se enfocan en los suyos.
Totalmente vestido de negro, me parece una fantasía misteriosa. Como un viejo y sabio vampiro
esperando con increíble y sobrenatural sensualidad el encuentro con su próxima víctima. No es mi
intención ser tan obvio, pero no he podido ocultar la mueca de felicidad al pensar en ofrecerme
con gusto como víctima al ficticio vampiro.
A su lado, la morena de ojos verdes luce un vestido rojo fuego contrastando con la piel tostada.
Sarah luce una sonrisa amplia, como siempre y deja en mí un beso sonoro antes de tomar asiento
frente a mí al lado de Hope. Eso deja a Gerard y a mí juntos frente a ellas. El doctor me saluda con
la cabeza, como dos amigos en una reunión semanal.
No es tan difícil escuchar a pesar de los murmullos de las personas, mi suspiro de decepción. La
sonrisa se desvanece y nuevamente, del cielo a la tierra en menos de un minuto.

Me pregunto
qué buscas en mí que está en ti.

Aún así la falsa valentía toma las riendas esa noche, logrando que mi mano toque su rodilla y mi
cuerpo se alinee casi a la perfección con suyo a mi lado. Gerard no me rechaza ni tampoco huye.
Permite que mi mano descanse en su rodilla, sintiendo de prisa la tibieza a través de la tela del
pantalón de vestir.
—Así que oficialmente has sido dado de alta, ¿verdad, Frankie? —Sarah sonríe. Es inconsciente mi
respuesta al imitarla y asentir con la cabeza luego del apelativo cariñoso que sólo puede sonar
atractivo si sale de su boca —. Estamos orgullosos de ti, y Hope y yo, queremos agradecerte a ti y
al monstruo que tienes a un lado la ayuda que nos brindaron en nuestro momento de crisis. Así
que gracias, y ¡salud!
Y aunque aún no llegan las bebidas, eso no le impide a Sarah elevar las manos como si realmente
alzara una copa o besar a su novia en símbolo de celebración. La muestra de cariño me da cierta
envidia, y como la falsa valentía ha tomado el control, mi rostro se dirige al suyo que mira de
frente a la pareja besarse con suavidad. Sin pensar mucho en reacciones o consecuencias, me dejo
ir impactando los labios en su mejilla, tan suave que no hace sonido, pero tan profundo que
permanezco sobre esa zona por varios segundos.

Un mil de ideas distorsionadas,


abuso de rimas forzadas,
voy con las piernas largas
y la camisa arrugada.

Gerard se vuelve a mirarme entre sorprendido, asustado y con un brillo ligero emanando de la
punta externa de los ojos. No puedo evitar pensar en el amor y en la clase impartida por Hope.
Quiero creer que puedo superar otro mal diagnóstico, pero al mismo tiempo es más cómodo sólo
sentarme y esperar que nada pasará, porque según la psicóloga, estoy atravesando la primera
etapa. La de las risas, las lágrimas, el miedo y la confusión.
«Pero, si ya estoy en la primera etapa, eso quiere decir que ya estoy dentro, ¿no? ¿Eso quiere
decir que ya estoy enamorado? ¿Qué puedo amar?». ¿Amo a Gerard?
No tengo nada,
la piel se me encuera
por dentro y por fuera
y pregunto qué busco en ti
que tengo yo,
monótono, rutinario…
ordinario…normal.

Podría hacerlo. ¿Por qué no?


Cada vez que esto a su lado, que siento su piel o me pierdo en sus abrazos, me queda la sensación
de pertenecer a ese lugar invisible, acompañada de una sensación tan cálida y tan dulce, que no es
tan difícil creer en el amor en un momento así. Me gustan sus ojos “ventanas de alma”, que dicen
que es un alma vieja, complicada, llena de sabiduría, misterios y contradicciones. Me gusta cuando
se pone en actitud científica, cuando es relajado mirando un concierto de música clásica o tierno
cuando abraza a su hermano menor.
Ya he superado la etapa de la aceptación al término “Me gusta”, pero ¿podría entrar en otra
etapa?
Si no está, lo extraño.
Si está, quiero tenerlo junto a mí. Cerca, muy cerca. Escuchar su respiración, saber que está aquí,
conmigo.

¿Acaso busco en ti unos triques?


¿Un lazarillo,
un confidente pa’ mi perro
o un te quiero?
¿Un te quiero?
Ah chinga…

Tal vez todo sería más fácil si simplemente fuera el novio perfecto. Si simplemente tratara de
conquistarme como las parejas normales. Tal vez, sería todo menos complicado si ambos no
tuviéramos tantos problemas de pasado.
« ¿Te quiero?».

Y me llevan las piernas,


las ansias y la camisa,
al pecho injertada la mentira.
La inspiración en la tinta
y la pasión la tengo empeñada
con Don Chon, el usurero.

—Gerard —murmuro. Sus ojos me miran con seriedad, con la vieja capa de gris indiferencia a
pesar de mi gesto improvisado —. Yo…
—Sarah me dijo que has hecho un gran trabajo con Hope —interrumpe mi entrecortado discurso
sin planeación —. Imagino que estás contento de haber superado la terapia.
—En realidad me gustaba ir. Me gusta hablar con ella —digo en voz baja. Sé que susurrar frente a
otras personas es una grosería, dejaría a mi madre decepcionada, pero creo que la pareja parece
bastante entretenida y grosera por sí solas. Un poco más de mala educación está justificada—.
Lamento haberte hablado ayer tan tarde y sin objetivo en particular.
—No importa —asegura desviando la mirada.

Él vende fe,
caricias, pasión,
amor verdadero…
puntería por cinco varos,
al que abono cada semana
eslabones para mi cadena.

—Sólo quería saber cómo estabas.


—Estaba bien. Lo sigo estando.
— ¿Y Ray Toro? —No he podido evitar preguntar. Mi cuerpo se mueve hasta estar con él frente a
frente, la mano abandona la rodilla para darle paso a una igual pegada una con otra.
—No sé cómo diablos esté. No lo he visto, y eso es un alivio.
No tiene idea de lo que la palabra “alivio” implica bajo ese contexto.
No quiero imaginar a ese hombre golpeando a Gerard. No puedo, porque en el preciso momento
en que sus manos tocan el rostro, el cuerpo se transforma en el mío como un doloroso recuerdo
que a pesar de todo me permite respirar. Prefiero que sea mi cara la que aparezca bajo sus puños.
Prefiero el dolor, la sangra y la inconsciencia a su dolor, a su sangre y a su inconsciencia.

Poeta me quiero
y poeta te quiero.

Entonces tomo su rostro pensando nuevamente en ello. «Te extraño, te necesito. Quiero oírte
respirar, saberte conmigo. Prefiero mi dolor mil a un atisbo de tuyo, ¿esto es…?».

Si la poesía eres tú
no quiero terminar de funcionario,
jamás volver a tener un amo
ni ser usurero.
Sólo muero un chingo de ganas por decir
te quiero.

Mis labios se unen a los suyos sintiendo que al instante esa boca se abre para mí.
Sus manos me toman de la cintura. Poco importa el sitio o las personas, los aplausos o el poeta,
cuando su lengua acaricia mi paladar y su saliva se cuela entre los dientes, no hay nada más.
Respiro por la nariz con fuerza. Sería tonto si por falta de aire me perdiera de su aliento sabor a
menta o de su olor a hombre, madera, sándalo y Gerard al que simplemente no me puedo resistir.
«Esto es...»
— ¡Hey, ustedes dos, dejen algo para la noche bodas! —El grito de Sarah así como la posterior
carcajada, logran que nos separemos con pereza.
Yo aún conservo la sonrisa, pero Gerard se pone de pie de pronto. Apenas alcanzo a escuchar un
“en seguida regreso” cuando se pierde en el pasillo que da a los baños, o eso imagino cuando le
veo girar a la derecha. Sin disculpas o explicaciones, veo a la morena seguirlo en cuanto a rapidez y
dirección. La misma canción de moda con la voz de Adam Levine se deja escuchar antes de que
Hope tome el aparato en sus manos. Los ojos se fijan en la pantalla, y a juzgar por el reaccionar, es
ésta una llamada importante o demasiado personal como para permanecer conmigo, por lo que
con elegante andar se aleja algunos pasos. No presto demasiada atención, perdiéndola de vista al
instante cuando mi mirada vuelve a dirigirse hacia la zona de sanitarios. Mi inquieta curiosidad no
deja de molestar, obligando a la falsa valentía a actuar. Me pongo de pie con sigilo, como un
pequeño niño a punto de hacer una travesura me acerco. La voz del poeta se ha extinguido y en su
lugar sólo queda una relajante música de piano perfecta para la charla, el licor y los buenos
recuerdos.
Aún sobre la suave melodía, pude distinguir una voz femenina.
—No lo hagas —dice sonando como una extraña combinación entre preocupación y amenaza —,
no ahora. No en mi presencia.
—Sabes que así es como debe de ser —responde la voz masculina.
—Dijiste que sería el último. Lo prometiste.
Imagino que la plática continúa. Creo que luego de ese argumento hubo una respuesta, pero la
llegada de un par de muchachas dirigiéndose al baño, interrumpe mi patético espionaje.
—… no quiero que se salga de las manos —escucho apenas proveniente de la voz masculina.
— ¿Todavía no lo entiendes? Gerard…
—No lo digas.
—Es algo más. Algo más que un…
Los aplausos menguan nuevamente la conversación, así como mi mirada encontrando el cuerpo
de Hope regresando a la mesa. Apenas tuve unos últimos segundos para escuchar la voz
correspondiente al médico neurólogo.
—Es necesario. Es parte del protocolo, lo sabes y lo has aceptado. No hay ninguna diferencia, ni
ahora, ni nuca, ni siquiera por…
Camino de prisa hasta ocupar mi conocido lugar. Ahora veo bebidas y aperitivos que no recuerdo
haber pedido, pero la sonrisa satisfecha de Hope me indica que la orden ha sido perfectamente
seguida. Frente a mí hay un croissant por el que se asoma una rebanada de jamón y queso
amarillo. Insertados cual ojos de cangrejo, dos aceitunas y a su lado, una buena cantidad de
lechuga con tomate cubiertas por un extraño aderezo en tono salmón.
No pregunto a quién pertenece, simplemente encajo el cuchillo en la precaria ensalada y dejo que
resbale a través de mi garganta con ayuda de la ginebra mezclada con jugo de limón. No es mi plan
embriagarme, pero el gin logra en mí una tranquilidad, en estos momentos ansiada como un
vampiro buscando oscuridad.
—Entonces —la voz suave de refinada dicción y correcto volumen me hace dejar de remover el
aderezo sobre la ensalada para observar ahora dos ojos azules cual cielo despejado. Hope sonríe
guardando prudente silencio, como si deseara crear el ambiente recóndito perfecto — ¿lo amas?
La falta de tacto con la que pregunta contrasta con su singular forma de hablar, de cuestionar y de
hacerme sentir cómodo, pero supongo, que ambos tendremos que explorar nuevos terrenos en
cuanto a nuestra amistad.
— ¿Amas a Gerard? —Insiste al no escuchar ni ver algún gesto que pueda brindar una respuesta.
— ¡No! —El inconsciente se defiende animoso como la falsa valentía de esta noche. Actúa tan
rápido que me salva de una larga explicación o de un momento incómodo silencioso mientras las
palabras se empiezan a formar dentro de mi mente en forma de líneas perfectamente ordenadas.
Sé que he estado absorto en el tema todo el día. Cuestionando si es amor y cómo se siente.
Sólo sé que amar duele, al final de todos los conceptos. Que jamás vuelves a ser quien eras antes,
porque como una herida por arma blanca, deja una cicatriz casi imborrable. No puedo pretender
seguir deseando conocer un sentimiento tan profundo como lacerante. No importa si en él se
incluyen un par de ojos verde esmeralda, tan brillantes como hechizantes, llenos de paz y
sabiduría como ningunos otros. No importa tampoco que el dueño de esos ojos tenga una boca
tan atinada, con única voz acompañada de perspicaces palabras. No quiero quererlo, ni a sus
manos que con tanta suavidad recorren mi cara, mi pecho; logrando que con un toque llegue
hasta el cielo, o toque las nubes, o sienta todo el universo.
No puedo querer sus besos. No puedo ansiar sus sonrisas.
Sé que es lo mejor cuando le digo a la voz dentro de mí que no puedo amar, porque parece lo más
adecuado para mí, lo más sano.
—No —. Así que repito mi respuesta luego de momentos de reflexión —No, claro que no —
confirmo intentando transmitir serenidad con la mirada. «Sí, claro». Sin embargo, ahí sigue la voz
sin poder convencerse con mis palabras —. No. ¿Sabes? Posiblemente sólo esté exagerando —.
«Claro. A otro perro con ese hueso, Frank Iero. Mientes, te engañas y lo sabes» —. Después de
todo, yo nunca podré amar.
La sonrisa que recibo es suave y llena de comprensión. Mientras tanto, a mi boca lleva
nuevamente el vaso con ginebra, el cual se vacía casi al instante intentando hacerme olvidar.
Intentando ahogar a esa voz burlona que pretende psicoanalizarme por encima de mi conciencia.
—Cállate. Muere. —Susurro viendo a Gerard y Sarah regresar.
No importa si mi mano vuelve a su rodilla o mi hombro toca el suyo, yo no me puedo enamorar y
esa es una ventaja colosal sobre cualquier otro mortal. Parece que puedo ser un ganador con el
pequeño detalle. Así que tampoco importará si vuelvo a besarle, total, no hay amor para mí.
Únicamente placer físico, testosterona y no sé que más… tal vez, sólo más gin. En La habana, en
mi apartamento, sobre mi cuerpo, sobre el de él.
Viva el gin.

Escucho su respiración sosegada contra mi cuello. Entiendo que el médico ha caído sobre los
brazos de Morfeo, pero aún entre la bruma de la embriaguez, le queda a mi mente un último
recuerdo sobre una definición dada, jamás pedida y lejanamente detallada.
Era una de las tantas conversaciones telefónicas, irrelevantes, pero encantadoras. Su voz al otro
lado leía la línea que con orgullo había terminado.
—Es parte de mi nuevo libro —había explicado—. La opinión del protagonista sobre el amor.
¿Quieres saberlo? —Me preguntó con voz de niño pequeño aferrado al regazo de su padre.
Mi sonrisa no desvanece cuando le pido que lo haga. De pronto su voz se vuelve más profunda,
con mejor voz y educada, como todo un profesional comienza a recitar las palabras que formarán
parte de un nuevo libro, regalo a la literatura moderna.
—El enamoramiento resulta lo opuesto a la tranquilidad, y representa un estado constante de
emociones excesivas que varían del placer a la zozobra y del éxtasis al tormento. Por eso, puedo
afirmar, querido duque, que el amor es el estado donde se experimentan los goces más elevados,
pero así mismo los peores sufrimientos.
Cuando la lectura termina, no queda en mí la idea de necesitar recordar el párrafo tiempo
después. Era sólo un diálogo más en una novela romántica de un autor que no cree en el amor. Y
ahora, ¿quién lo diría? Tras la sensación de embeleso la memoria se nota más clara.
—Pero ya sabes lo que dicen, Frank —es como si todavía le escuchara contra mi oído.
— ¿Qué?
—El sinónimo del amor, es el autosuplicio.
Ahora sólo quedaría enmarcar dicha frase célebre, y bajo las letras limitadas por dobles comillas,
su nombre en dorado: Jared Leto, maravilloso creador de mágicas novelas, escaso de
sentimentalismo, ferviente de prosa, verso y verbo en general.
Y así, entre imágenes de cuadros y libros sin leer en mi cabeza, lanzo un último suspiro consciente.
Ahora, simplemente me dejo caer sobre, entre o por lo menos (espero) cerca de los brazo del tal
Morfeo.

XXIII. Nace la Duda

Luego de las primeras señales de amor, la mujer, obedeciendo al orgullo, a la coquetería, al pudor
o a la prudencia, se muestra indiferente, fría o colérica y llena de desazón a su enamorado.

Mis ojos se abren perezosos, indispuestos unidos a un gemido de insatisfacción. Escucho un


zumbido taladrando los tímpanos al que no puedo atribuirle un origen real. La boca se abre apenas
para distinguir un olor fétido, y es justo gracias a eso que llegan los recuerdos a mí de una noche
de celebración en La Habana, entre ginebra, ron, margaritas, un par de lesbianas y frialdad por
parte de mi novio, quien duerme a mi lado. Lo sé porque he girado lo justo para mirarlo entre el
dolor de cabeza y el ardor en los ojos. Su pecho desnudo se muestra pálido ante mí, haciendo que
nuevamente la realidad de un pasado cercano regrese como fotografías vistas a rápida velocidad.
Veo su cara, mis manos, sus labios, mis besos. Caímos en la cama, él oliendo a vino tinto, mientras
que yo lo hago a ginebra y confusión. La ropa vuela. Siento que intenta hablar entre el quinto beso
y la sexta lamida a su cuello, pero la respiración se le escapa cuando su miembro está entre mi
mano derecha. Luego aprieto. Aprieto, acaricio y recorro como si fuera la primera vez, pero no
tengo tiempo para adorarlo, simplemente quiero sentirlo, dentro de mí. Profundo. Duro. Viril.
La piel se me encuera al revivir el momento mientras noto las pestañas bailando por el
movimiento sutil de sus párpados. Mi madre solía decirme que cuando los ojos se mueven así es
que se está teniendo un sueño romántico, donde uno parpadea coqueto para llamar la atención.
No puedo disfrutar de más historias elevadamente cursis, porque los coquetos párpados se abren
dejándome ver un destello de verde líquido tras sí. Gerard cierra y abre los ojos como si ante él
hubiera un insistente fantasma que le atormenta cada mañana.
—Demonios —le escucho susurrar—, mi cabeza.
Una sonrisa que no pretende ser burlona se asoma en mis labios. Mi propio cráneo parece querer
explotar, pero soporto la sensación con tal de no perderme ninguno de sus movimientos. Le veo
lanzar un leve quejido antes de estirarse cual largo es sobre el colchón. Mis ojos aún no se
despegan de su cuerpo. Sinceramente, no tengo problema con ello. Es más, lo prefiero así. El
tiempo ahora, ha pasado a segundo término.
—Dios —sigue quejándose, sobando sus sienes y cerrando los ojos—. ¿Podrías dejar de mirarme?
—Dice en tono desesperado—, siento tus ojos analizarme de arriba a bajo.
Seguramente pensó que replicaría o negaría la acusación, de lo contrario, no habría continuado
con la explicación. Aunque no iba a negarlo, saberme descubierto logra que por fin la mirada se
desvíe hasta mis pies que, ocultos bajo las sábanas dibujan formas incomprensibles.
— ¿Cómo llegué aquí? —Pregunta más para sí mismo que para mí, aún con los ojos cerrados y la
actitud derrotada —. ¿Qué pasó?
Nuevamente pongo los ojos sobre él. Gerard comienza a abrir los párpados justo en ese instante.
Traro de dejar correr los segundos en un intento porque su propia memoria pueda trabajar. En un
intento de que mis propia calidez no se arruine con su indiferencia y su ebrio olvido.
—Tú y yo… —Sus ojos se abren como cuando llega a uno el entendimiento o la respuesta al
misterio de la vida—. Tú y yo. Lo hicimos.
No hay duda. Es una afirmación con voz asustada. Es en estos momentos en que me gustaría
abofetear su vulnerabilidad y la estúpida capacidad que tiene para fingir que nada pasó.
Seguramente, si no hubiéramos llegado a mi departamento, podría fingir en el suyo que sólo fue
una pijamada. « ¿Algún día dejarás de correr? ».
—Oh por Dios, Frank, ¿qué hicimos?
—Pensé que lo tenías claro —contesto no en amable tono. Ahora luce como una damisela
arrepentida por haber caído bajo los encantos de un seductor, y esos papeles a ninguno de los dos
nos queda bien.
Con un largo suspiro logra sentarse hasta apoyar la espalda contra la cabecera.
—Lo sé —reconoce al fin, luego de unos segundos de reflexión —. No debí haberte dejado. No
debimos hacerlo. Dios —su frente recibe un golpe sordo con la palma de la mano en señal de
frustración.
—Gerard… —Hablo en voz baja— ¿a qué te refieres? No es como si no lo hubiéramos hecho antes.
Sólo hicimos el amor.
De pronto sus ojos buscan mi cara, y posiblemente luzca sonrojado gracias a la intensidad de esa
mirada. He intentado que mi tono sea despreocupado, libre de nerviosismo, pero su sorprendente
accionar me mantiene en suspenso cada nuevo día en que despierto a su lado (y no es como si
hubiéramos tenido tantos).
—Frank, debemos hablar. Yo, no puedo con esto…
Mis ojos se abren revelando una expresión de infinita sorpresa. De todos los momentos grises
gracias a sus cambios de humor, éste me parece el más doloroso, porque si no mal interpreto sus
palabras, sus acciones y su mirada, Gerard está a punto de terminar conmigo. Terminar ahora,
cuando siento… cuando le siento tanto. Tan dentro. Tan parte de mí. La piel se me enchina al
instante y hay un conglomerado de gruesas lágrimas esperando salir. Gerard me ha enseñado a
vivir en una relación, y ahora parece dispuesto a enseñarme cómo se termina con ella. «No es
justo». Es demasiado tarde para preguntarme qué he hecho mal. Tampoco planeo suplicar por una
segunda oportunidad. Siempre estoy a su merced, a sus tiempos y a su humor, no planeo hacer de
este día un instante diferente, así que solemne espero la continuación con la mirada acuosa, la
respiración entrecortada y la decepción a flor de piel.
—Lo siento, Frank.
—No —niego con la cabeza, aun resistiendo las ganas de aborrecerme y luego simplemente echar
a llorar—. Está bien.
Su brazo se estira hasta que la punta de los dedos logra rozar con suavidad mi mejilla. Aquel
contacto que debería de destrozarme, se sigue sintiendo igual de correcto que siempre. Igual de
agradable.
—Mira, estoy muy estresado con el trabajo, con las acusaciones y todo lo demás. No quiero
lastimarte con todo esto.
—No lo harás —digo convencido, logrando que de Gerard emane una suave sonrisa. Aún con la
mano en mi mejilla.
—Dame tiempo. Sólo tiempo para pensar, por favor.
No tardo mucho en dar un asentimiento como respuesta. Me inclino suavemente hasta alcanzar
sus labios con los míos, suave, delicado, como si fuera a quebrarse con el mínimo toque o como si
con el minúsculo roce diera por terminada nuestra poco convencional conversación.
Me siento dichoso, porque no se ha ido, y yo aún puedo tener esperanzas. De él, de mí, de no
arruinarlo todo, de poder mantener todavía un “nosotros”.
« ¿Y si solamente dejo de ver películas de amor? ».

El día está soleado, los pájaros cantan y mientras dejo caer la cabeza contra el brazo que se apoya
en el mostrador, mi boca deja salir un suspiro. He estado toda la mañana tratando de olvidar,
dejar de creer que lo necesito para conseguir un poco de felicidad. Por poco y recaigo en la
necesidad de volver a tenerle, pero parece ser que aún queda algo de voluntad en mí. Ha sido ella
quien ha evitado que vuelva a tomar antidepresivos. Llevo días pensando en lo fácil que sería
tomar una o dos pastillas de su contenedor. Sería tan fácil que cuando el cliente se diera cuenta,
ya estaría pensando que tal vez las tiró mientras se tomaba una anterior, pero no es correcto.
No es bueno engañarme con drogas para tratar de ser normal. No puedo honrar a esas malditas
pastillas todavía siendo víctima de ellas cuando se supone que por su culpa mis niveles de
sustancias románticas están descontroladas y por ello no puedo amar.
Las odio, o al menos, debería intentarlo, porque decidieron hacerle la vida imposible a un fanático
del amor. Y eso no es justo. Al diablo con ellas, entonces. «Sí. Eso es. Auto-convencimiento,
voluntad».

La campana logra distraerme elevando la mirada. Un nuevo cliente se deja ver mostrando una
figura conocida, aún entre mis problemas amorosos, crisis existenciales y dependencia a las drogas
que hacen sonreír, puedo distinguir a mi antiguo jefe, el señor Bryar (Señor B). Me parece que luce
más delgado, o es tal vez por falta de costumbre, pero parece que su visión también ha
menguado, pues me reconoce sólo cuando se encuentra a pocos pasos de mí.
—Frank —su rostro se parece al de un hombre que acaba de ver un fantasma —. Estás bien.
Mi ceja derecha se eleva de pronto. La expresión en el hombre no cambia a pesar de verme de pie,
sin flotar o atravesar cosas.
—Así es, señor B.
—Lo siento mucho, Frank, no quería despedirte —asegura hablando deprisa—, pero él me obligó.
Yo realmente no quería hacerlo, pero me amenazó, amenazó mi establecimiento, con esa mirada…
y tuve que creerle. Temí por ti. Creí que te había lastimado, pero ¿estás bien? ¿Seguro?
—Estoy bien, pero entiendo nada de lo que está hablando.
—El hombre del afro. Me dijo que tenía que despedirte esa noche.
Hubo en mí un estremecimiento instantáneo tan sólo cuando terminó de hablar. Los recuerdos de
esa noche me invadieron con fuerza. Mi abdomen comenzó a doler, así mismo la espalda a nivel
de los riñones. Cerré los ojos en un intento por alejar a los fantasmas.
—Él… ¿te lastimó, Frank? —Mis ojos se abren. Los ojos azules del hombre ahora contienen
arrepentimiento. Me es imposible negar, así que muevo la cabeza, de arriba a bajo en un par de
ocasiones —. ¡Lo siento tanto! ¡Perdón, no debí haber caído en su juego, debí haberte buscado
después, soy un…!
—Pero ya pasó. ¿Usted está bien? —Mi tono intenta ser calmado. Es preciso que logre esconder
este nerviosismo a causa del miedo que me da recordarle.
—Todos bien, excepto cuando él llega. Cada vez que visita el lugar es como si un aura oscura se
visualizara. He aumentado la seguridad. Tiene semanas que no le veo.
—Me alegro —digo con sinceridad—, y no se preocupe, yo lo entiendo. Así que dígame, ¿qué es lo
que necesita?
Con mi mejor sonrisa de vendedor le atiendo como a cualquier cliente más que busca un
analgésico. El rubio se deja guiar hasta que tiene entre sus manos la caja con pastillas.
—Sería agradable verte de nuevo por La Madonna, Frank.
—Tal vez algún día vaya —aseguro, aunque sé que estoy mintiendo. Bajo ningún concepto podría
soportar regresar a ese lugar que tan cercano se encuentra al callejón de mi emboscada.
El señor Bryar se aleja mientras yo me quedo en la farmacia, con más dudas y miedos que antes.
¿Qué hace Ray Toro? ¿Qué es lo que quiere?
La idea de advertir a Gerard no suena tan descabellada ahora que sé lo que se atreve a hacer por
lastimarlo. Definitivamente, mi primera tarea después de salir de aquí, será visitarlo.
Necesito advertirle y maldigo mi necedad.
«Al menos no será demasiado tarde».

Ingreso con paso firme a la misma habitación donde he ayudado a la ciencia dejándoles ver mi
cerebro. Luego de una corta llamada a Sarah, ésta me dijo “Universidad”, y sin preguntar más fui
hasta ahí. Me recibe la morena con un abrazo apretado, dejando caer su mejilla contra la mía
breves instantes antes de atreverse a soltarme, mientras tanto, yo cierro los ojos, relajándome e
intentado continuar con la práctica mental sobre el discurso en mi cabeza.
Cuando me suelta, veo en sus ojos verdes una capa brillante, como la que forman las lágrimas
retenidas.
—Sarah —murmuro, porque no encuentro qué más decir. Ella niega con la cabeza y esconde de mi
mirada la suya con timidez.
—Tengo que irme, te veo luego.
Deja sobre mi mejilla un beso, que se siente húmedo y deja un olor frutal. Su rizado cabello se
mueve de lado a lado con cada paso. Con una última vuelta para fijarse en mí, sale de la habitación
casi en sincronización con la otra puerta, perteneciente a la cabina que se abre. Aparece entonces
Gerard, con su cabello negro, su pantalón de vestir y las mangas de la camisa azul marino dobladas
hasta los codos. La barba comienza a dibujársele, rastro de un día sin el rasurado.
—No me estás dando tiempo, Frank —es lo primero que dice. Ni saludos, ni preguntas, ni buenos
deseos. Simplemente la aclaración a un hecho que es completamente obvio.
—Tengo que hablar contigo —ignoro entonces el comentario, que sólo arruina mi ensayado
discurso.
—Yo también. Mira Frank, cuando te dije que necesita tiempo… bueno, es cierto que me
encuentro en gran estrés en este momento, y no voy a decir que es tu culpa, porque no lo es, es
seguramente una extraña coincidencia o sólo quiere decir que en realidad eres una carga para mi
vida.
La voz suena tan falta de emoción que me preocupa saber si frente a mí está un robot o una
máquina. Yo me jacto de tener que ensayar mis líneas antes de poder hablar, pero Gerard luce
ahora como un mal actor que sólo se encuentra recitando su parlamento. Sin pasión. Sin
sentimiento. Sólo palabras que fluyen de su boca, más hirientes que cualquier otra cosa.
—Gerard… —no sé qué espero. Posiblemente que se detenga. Ruego con la voz gastada que
emana cuando pronuncio su nombre que pare, que no destruya mi monólogo. Que no siga…
destruyéndome.
—No es una gran revelación, es sólo la confirmación de hecho. No soy buen novio, no soy bueno
para el romance y la verdad es que poco o nada me importa serlo. Soy tan poco creyente en el
sentimiento como en Dios, así que esto no tiene ningún sentido.
Escucho sus palabras. Las comprendo, y en ese momento desearía que no fuera así. Simplemente
dejarlas salir como llegaron me aliviaría el poderoso ardor a nivel precordial.
—Por favor, terminemos esto bien. Aléjate de mi vida, que yo lo haré de la tuya. Si quieres seguir
dándome los buenos días si alguna vez nos llegamos a ver, entonces seré educado, pero si me
ignoras y decides voltear el rostro, descubrirás que soy un maestro de la indiferencia.
Termina de hablar con un suspiro, doblando los brazos a nivel de su pecho, cerrándose por
completo a cualquier comentario, excusa o perdón que quisiera usar. Tampoco tengo fuerzas para
hablar. Incluso cuando recuerdo la razón que me ha llevado hasta él. Ahora todo carece de
importancia.
Gerard gira y empieza a andar, regresando a la pequeña cabina de observación.
Ahora puedo decir que he vivido mi primer romance, mi primera ruptura y deberé tomarlo con
positivismo, pensando en el aprendizaje como los héroes de las películas actúan. Pero
posiblemente los héroes de las películas piensen así porque ya han leído el libro, y saben que tarde
o temprano, terminarán encontrando el amor nuevamente. « ¿Y qué quiero yo?»
No puedo jugar a ser ingenuo si desde el principio conocí y acepté la naturaleza de esta relación.
Acepté su personalidad llena de contrariedades y me aferré a una ridícula esperanza. Todo eso lo
sé, suena lógico. Completamente objetivo, pero no por ello menos doloroso. Un golpe directo en
el orgullo, en el amor propio.
Nuevamente veo la figura del doctor acercarse a mí con una carpeta que extiende para que la
tome.
—Éstos son tus más recientes resultados. Los niveles de serotonina han descendido notablemente,
lo que ha dejado que la dopamina se exprese en niveles ligeramente altos, pero justificables. La
testosterona está bien, y el escáner da buenos resultados mostrando una hiperactividad a nivel del
núcleo caudado.
No entiendo una maldita palabra. Su rostro deja ver una media sonrisa, posiblemente mofándose
de mi ignorancia y mi cara que hace combinación. Ésa es una bofetada a mi autoestima, otra vez.
—Dentro de la carpeta hay una gran pista —dice elevando los hombros.
Luego nada. Le miro, pero él no me regresa la mirada a pesar de estar consciente que ni siquiera
parpadeo para observarlo. Así llega el fin.
Un momento que se encierra en una burbuja de silencio, que se interrumpe, por supuesto, por el
sonido de su celular. El de él.
Gerard se gira para contestar. No es mi intención escuchar, pero no hay nada mejor que hacer.
Mis piernas no reaccionan, mi confianza está por los suelos y el hechizo de sus penetrantes ojos
verdes se desiste a desaparecer. Así que cuando vuelvo a encender los sentidos, logró captar sus
palabras.
— ¡¿Despedido?! ¿Yo despedido? No pueden despedirme, ¡no hice nada!… ¡Claro que yo no fui!
La otra voz no se escucha por la presión que el médico ejerce contra su oreja, sin embargo imagino
que no responde a los gritos, sino que busca una voz calmada, porque logra tranquilizar
ligeramente a Gerard.
—Te lo repito, Charles, yo no toqué a ningún niño, ni a ningún interno. Ser gay no significa que sea
un pervertido, tienes que creerme, por favor —dice con voz suave. Suplicante —. ¿Fotos?
¿Cómo…? Sí, entiendo. No te preocupes, intentaré resolver esto. Claro, una suspensión sería
excelente, gracias Charles.
Entonces retira el aparato para soltar un suspiro. Ahora empiezo a entender, a atar cabos,
posiblemente a mi conveniencia, porque es mi lógica, la misma que está de mi lado la que me
impulsa a crear la teoría del origen del mal humor de Gerard. Creo que es debido al trabajo. Está
tan estresado, intentando lidiar con un maniático que le quiere hacer la vida imposible que intenta
alejarme, porque ciertamente, tener novio debe ser el último de sus problemas.
Yo entiendo. Quiero entenderlo, pero apoyarlo. Como ahora. Desearía tener el valor suficiente
para acercarme hasta abrazarlo desde la espalda, porque justo frente a mí parece como un
muñeco doblado por la mitad, completamente derrotado y en soledad.
—Frank, será mejor que te vayas —dice, con ese tono frío que me hastía. Pero simplemente
asiento con la cabeza, comprendiéndolo. Apoyándolo en el silencio de mi cobarde boca.
—Esto no es tu culpa —sin embargo, en un arranque de valor que incluso a mí me sorprende me
dispongo a hablar—. Sé que tú no lo hiciste.
No muestra ninguna señal de haberme oído. A pesar de que se encuentra de espalda a mí, quisiera
ver por lo menos un suspiro para saber que me entiende. Por lo menos el movimiento de su
cuerpo al respirar, pero está tan ido. Tan hundido en su miseria, que el poderoso doctor Gerard
Way luce como nunca. Como un simple ser humano, con miedo, con equivocaciones, con
derrotas… me parece, que nunca le había visto tan hermoso.
Moviendo la cabeza, con la firme intención de volver a empezar, abandono el lugar. Justo cuando
pago al taxista al llegar a casa recuerdo las palabras en forma de un organizado discurso que nunca
llegué a recitar. «Total, posiblemente si ya no está en el hospital, Ray Toro lo dejará en paz».
Incluso en ese momento el pensamiento me resultó idiota, pero ya me había olvidado, golpear mi
cabeza contra el muro no resolvería las cosas, aunque de igual forma lo llevé a cabo.
«Total, mañana será otro día».

Intento la mañana siguiente antes de ir a trabajar, sin embargo su celular no da línea.


Entre mi natural torpeza, darle de beber a Betsy y los retrasos del transporte público, llego a la
hora exacta sin la posibilidad de telefonear a mis nuevas amigas para preguntar por el paradero de
cierto doctor.
Tuve que esperar hasta la hora de descanso, donde tenía pocos minutos para comer algo mientras
mi compañero de turno se aburría tras el mostrador. Escuché el pitido un par de veces antes de
que se dignara a responder mi llamada.
— ¿Diga?
—Hope, hola.
—Hola Frank —responde con la voz de siempre. Animada, pero recatada y elegante a la vez—
¿Cómo estás? —Ahora la voz baja a tono cómplice.
—Lo sabes —aseguro sin sonreír, pero sorprendido a pesar de todo.
—Me dijo Sarah —confiesa—, ¿estás bien?
—Creo que sí. Hope siento que sólo lo hizo por la presión del trabajo. La verdad es que a pesar de
todas las facetas de Gerard, había momentos en que todo parecía tan sincero, y correcto, y… sé
que estamos bien.
Mi opinión no había sido escuchada ni por Betsy. Es un alivio escuchar a mi boca diciendo las
palabras que se formaron en mi mente tras la despedida ayer por la noche. Hope no da una
respuesta, pero imagino que ahora la psicóloga está realizado su trabajo y analiza mis palabras
antes de dar una ponencia.
—Como sea, te llamo Hope porque quiero localizar a Gerard, ¿sabes en dónde está?
—En este momento no, Sarah me contó que tuvo un problema en el hospital y que probablemente
se encuentre resolviéndolo todo el día, pero a partir de las seis de la tarde iremos a la universidad
para ir organizando el… proyecto —la voz se va disolviendo, como las canciones antiguas que
terminaban de esa extraña forma.
Como mi confianza en la psicóloga me lo permite, no es necesario crear monólogos y practicarlos
en silencio, la conversación fluye como deberían de ser todas las conversaciones normales, o como
ocurre entre mi conciencia y mi propio yo dentro de mi mente.
—Ayer fui a la universidad a contarle de Ray Toro, pero… con lo que me dijo, el querer separarse
de mí… hizo que lo olvidara.
—Frank, eso es muy importante.
—Lo sé, por eso tengo que verlo. Ese hombre incluso amenazó a mi jefe y por eso me despidió de
La Madonna.
Escucho a Hope ahogar una exclamación de asombro.
—Es un hombre peligroso, Frank, y yo sugiero que nos permitas a Sarah y a mí contarle a Gerard.
No creo que en este momento debas acercarte a él. Necesitan darse espacio. Es muy reciente…
—Claro que no, Hope —respondo de forma divertida—, comprendo su estrés y quiero que sepa
que lo apoyo. Que entiendo que fue un arranque por su reciente despido, suspensión o problema
en el hospital. Pero pretendo re-conquistarlo —la sola palabra me causa una pequeña risa.
—Cuando quieras hablar —se interrumpe para soltar un suspiro—, Frank yo siempre estaré para
ti. Te… quiero.
Es extraño. Suena como una despedida, o como si la ojiazul supiera algo que yo no, sin embargo,
no puedo ignorar las dos palabras que hacen eco en mi interior. Esas dos palabras necesitan una
respuesta.
—Yo también —digo, porque así se siente.
— ¿Ves? Tú puedes amar. Nos vemos luego.
—Sí. Adiós.
Mi sonrisa se desvanece poco a poco luego de colgar. ¿No es genial cuando de una conversación
con un objetivo pases a otra discusión completamente relevante? Me gustaría que todas las
personas tuvieran una máscara de Hope, así yo podría hablar, exponer sentimientos y mejorar
como mejora un paciente con su terapia psicológica. O tal vez, todos debamos escondernos tras
una cámara y disparar flashes de buenos días. Entonces podría expresarme tan profundamente,
que no sería vergonzoso o ridículamente arriesgado dejar salir mis mayores miedos, mis mayores
anhelos, o toda la vida en una imagen en especial.
«Pero entonces ¿le contarán ellas o lo haré yo?... Demonios».

No se suponía que yo tuviera que quedarme toda la tarde hasta que fuera hora de cerrar, sin
embargo, ser buen compañero es mi perdición, y acceder a realizar favores me llevó a esto. Mi
madre dice “hoy por ti, mañana por mí”. Espero permanecer en este empleo el tiempo suficiente
para poder cobrarlo.
La computadora comienza con el proceso de apagado en el preciso momento en que la campanilla
de la puerta se deja oír.
—Está cerrado —digo indiferente al despistado cliente que no ha visto el letrero. No despego la
mirada del aparato, ansioso por ver la pantalla negra para así, partir a la Universidad.
Supongo que el cliente debería de salir, pero no escucho la campana de nuevo, ni siquiera cuando
finalmente el aparato se apaga. Elevo la mirada levemente para verlo frente a mí.
Decir que sentí temor sería como decir que el Titanic rozó contra un iceberg. Todo mi cuerpo sintió
un frío estremecimiento y mi respiración se cortó.
Frente a mí, Ray Toro con la mueca burlesca, los labios torcidos y el despeinado afro de siempre.
—No necesito medicamentos. Además, seré muy breve.

XXIV. La desilusión amorosa

Debido a que nadie es el “complemento perfecto” de nadie, sólo puede existir la “ilusión de
completud”, que finalmente se troca en desilusión.

Luego de eso, comenzó a avanzar hasta a mí. Sé que debí haberme escondido tras los estantes.
Debí haber tomado el teléfono y marcado el número de emergencias, pero hay algunas personas
que reaccionan con gritos histéricos ante una situación terrorífica. Yo no soy uno de ellos. Soy más
bien del tipo que no se mueve, al que se le va la voz.
—Pensé que necesitaría darte una visita del tipo afuera del bar donde solías trabajar —dice
recargándose contra la repisa de cristal, estando a poca distancia de mi inmóvil rostro —, pero si
me preguntas, siempre he preferido el terror psicológico sobre la matanza de estudiantes.
Entonces le veo sacar una carpeta del bolso marrón que carga sobre su hombro izquierdo.
—No necesitaré esfuerzo físico para destruirte, aunque reconozco que tu piel quedaría bien con la
marca…
Sin quererlo mi vista sigue sus movimientos, hasta que la carpeta amarilla cae contra el cristal.
—Finalmente entendí por qué Gerard perdía el tiempo contigo y con los otros.
“Los otros”. Ya son varias las personas hacen referencia a ese término cuando hablan del doctor
Way. Mi mente se niega a indagar, prefiere enterrar el recuerdo y actuar como Gerard, con una
memoria vacía a la mañana siguiente.
—Supongo que sabes que Gerard está realizando un estudio relacionado con el amor —me dice
esperando una respuesta. Temo su enfado, así que sigo el juego y asiento movimiento mi cabeza.
Noto una sonrisa satisfecha en el castaño que me logra continuar respirando por otros minutos
más. Ha dicho que no será físico, pero para mí, es poco diferenciable el origen del dolor. Deja de
importar realmente, porque las palabras dañan y también dejan cicatrices incapaces de ser
borradas.
Ray abre la carpeta y baja la mirada hacia los documentos. Al imitarlo, puedo notar en tinta verde
los garabateos sobre la hoja con renglones. A pesar de que el médico gira los documentos para
que las letras queden entendibles para mí, me toma tiempo descifrar la escritura rápida y
descuidada.
—Como aquí escribió Gerard —empezó—, el amor libera dopamina, que a su vez libera
testosterona. Eso es lo normal, lo decente —noto una ligera sonrisa antes de continuar—, pero el
doctor tiene una teoría, en la que el amor se basa en tres pasos: Lujuria o testosterona —explica
señalando las palabras que se continúan con flechas, como si pretendiera con palabras claves decir
en resumen lo que ahora estoy escuchando. Con cada palabra, Ray señala entre los garabatos
mientras pienso que a pesar de todo, incluso esa descuidada letra demuestra la fuerte
personalidad del doctor—, el segundo, la atracción con cantidades exageradas de dopamina, y la
adaptación, cuando el sistema se acostumbra a los niveles de ésta y ahora libera oxitocina y
vasopresina.
>> Supongo que la investigación probaría ese punto, pero si te fijas en el avance de la elaboración
del protocolo —dijo dejando páginas sueltas de lado, pero tratándolas con suavidad—, hubo un
punto de máximo interés para él. Gerard quiere entender o saber si es posible el paso de
testosterona a dopa.
Sus ojos se despegan de los apuntes unos instantes para mirarme a mí. No pestañeo, él tampoco,
es como si dentro de mi mirada hubiera algo que se muere por encontrar.
—Eso significaría el paso de la lujuria al amor. Sexo casual, candente y sin compromiso a una unión
romántica con sentimientos expuestos y besos suaves.
Nuevamente se detiene. Ahora regresa la atención a los papeles y ésta vez noto las palabras
ordenadas en una lista. Distingo un nombre: “Aaron Orlandini”, luego un tal Albert Scherer, y otro
par de nombres más, hasta terminar con el mío.
—Para hacer válido el experimento lo inició con personas con elevados niveles de Serotonina, ya
que ésta disminuye la dopamina y si disminuyes la dopamina…
—Reducirás la capacidad de amar —menciono como el mejor de los alumnos, recordando una
explicación semejante, en boca de otro doctor. De hecho, es mi doctor favorito. Al único que
visitaría con regularidad sin importar el olor a hospital o mis terribles recuerdos de la infancia.
Ray asiente complacido.
—Los candidatos son pacientes en depresión, normalmente, abusando de drogas antidepresivas
que les hacen caer en síndrome serotoninérgico o en inhibición de la líbido. Y aquí está el famoso
grupo —señala la lista, posiblemente disfrutando de mi mueca sorprendida—, luego los pasos son
sencillos.
Debajo de la lista extrae una hoja amarilla con tinta negra donde hay otra lista con palabras más
largas, como las instrucciones en una receta de cocina.
—Primero, debe hacer que dejen los antidepresivos, hasta el punto en que los niveles de
testosterona se regulen para provocar deseo. Luego, tantea terreno, los seduce y si todo marcha
bien, hay un roce con descargas de adrenalina, testosterona, pero sin dopamina, pues estos
sujetos tienen muy elevados sus niveles de serotonina aún —hace un puchero exagerado.
>> Les hace análisis de sangre y escaneos entre los rechazos y los nuevos encuentros, sólo para
demostrar la diferencia entre los cerebros enamorados y los que sólo pueden sentir lujuria.
>> Gerard no tiene registro de las parejas enamoradas. Eso posiblemente lo manejen el par de
lesbianas que tiene por amigas —escupe la palabra con desprecio. Puedo notar cómo el tono
castaño de sus ojos se pierde para darle paso a uno más tenebroso que combine con lo que
posiblemente sienta al recordar a Sarah y Hope.
—Pero mira —, tras los pasos de receta hay un nombre al centro de la hoja. Apenas intento
descifrar el nombre, cuando Ray la aleja de mi vista —, él fue el primer conejillo de indias. Un hijo
de empresarios, con dependencia a antidepresivos por puro placer, sin capacidad de amar por una
personalidad psicótica. Al inicio, elevados niveles de serotonina, niveles normales bajos de
testosterona. Luego de los primeros acercamientos, niveles de serotonina elevados y una actividad
cerebral aumentada cuando mira la foto del doctor Gerard Way…
Al instante mi respiración retoma fuerzas para comenzar a hiperventilar. Recuerdo esa prueba, sus
ojos y el acelerado latir de mi corazón al verle no sólo dentro de la máquina, sino dentro de mí.
Ray parecía disfrutarlo, su sonrisa se agrada. Sorpresivamente, sus manos toman mis mejillas para
que le mire fijamente. Tengo miedo. Tan jodidamente aterrado que sería una buena idea
desmayarme. Me siento amenazado, pero ya profundamente dolido. Derrotado.
Y ni siquiera me había tocado antes de ese momento.
—Entre planes románticos, rechazos constantes para mantener el interés y entrevistas
psicológicas, luego de cinco semanas se obtuvieron los siguientes resultados —me permitió ahora
sí mirar la parte inferior de la hoja, señalándome una cantidad con el dedo índice—: serotonina
disminuída, y dopamina a niveles elevados. El escáner, aunque falte de confirmar con el experto,
aparece positivo con hiperactividad a nivel del núcleo caudado. Enamoramiento, positivo.
La última frase termina en un susurro. Sus dedos se deslizan sobre mis mejillas antes de dejarme
partir. Logro sujetarme contra el mostrador cuando siento mis rodillas doblarse. No sé si por su
toque, no sé si por mis propios recuerdos. No sé si por el galope de mi corazón cubierto de su
recuerdo. Se siente como una de esas crisis en las que con sólo escucharlo respirar todo dentro de
mí se calmara. Se siente… como si deseara que él estuviera aquí.
—Y tengo que decirte, que mientras trabajaba con Albert ya lo hacía con Aaron, porque perder
cinco semanas en un solo objeto de experimentación es demasiado. Del último que supe de Allan
O’Neil, quien se convirtió en un maldito acosador, casi igual que el maldito pelirrojo anterior a él.
Lo seguían a todas partes. Ninguno entendió que el experimento había terminado y que
necesitaba nuevas muestras.
>> Aunque claro, nunca se los explicó. Simplemente terminaba la comunicación, giraba la cabeza.
Era parte de la investigación, dejarlos olvidados por días, luego mandar a alguna de sus amigas
para una última prueba: el cerebro de un hombre recientemente enamorado siendo rechazado. La
desilusión amorosa pintada por una resonancia.
>> Y así es como Gerard funciona —procede a recoger los papeles—. Un sistema perfectamente
medido con el único fin de ayudar a la humanidad a entender el amor, el deseo, y por qué no, para
ganar reconocimiento.
Ya comienzo a olvidar el terror patológico por el hombre del afro. Comienzo a borrar el recuerdo
de sus manos golpeándome en aquel callejón para sustituir la angustia por palabras, por pruebas y
su propia letra pintada en verde. Sigo paralizado. Con todo desmoronándose como si hubiera un
pequeño terremoto dentro de mí.
—Escucha —dice volviendo a tomarme de la cara—. No eres nada, y nunca lo serás. Para Gerard
no eres más que otro nombre por tachar en la lista de ratas de prueba.
>> Sólo eres uno más que forma parte del experimento.
Ray Toro me suelta dando un empujón. Mi cuerpo retrocede dos pasos, pero mi mirada vuelve a
perderse en la carpeta, recordando el contenido, donde como una receta de cocina se encuentran
todos los momentos que yo creí, eran dedicados e inspirados por mí. Pensé que conocía a un
Gerard espontáneo, que bajo la máscara podía tener milésimas de segundo con el hombre que
teme ser, pero hay nada. Sólo soy un mal pastel que no vale la pena guardar.
Sólo soy…
Un desperdicio de oxígeno. Un cerebro. Una muestra de sangre, a penas y soy una muestra de
humanidad.
Ray me deja de regalo una carcajada. Luego la campana vuelve a sonar.
Tuvo razón, no necesitó puños para dejarme sin aire ni patadas para romperme.
«Dios, odio el terror psicológico».

No es natural en mí obedecer a los impulsos, pero creo que por esta vez me lo merezco. Tampoco
es que haya sido tan repentino, el plan ya existía, y aunque el motivo ahora sea otro o el
sentimiento al verlo haya cambiado, no significa que no pueda dar fin al designio.
Abro la puerta de la habitación como si ésa fuera mi casa. Me encuentro a Hope con la pierna
cruzada sobre la otra leyendo una revista de decoración de interiores. Sus ojos azules me miran un
instante, antes de ponerse de pie y acercarse a mí. Sus manos sobre mis hombros me tranquilizan
levemente. No imagino cómo lucen mis ojos, pero posiblemente sea obvia mi condición.
—Tranquilo, respira —susurra para mí.
— ¿Dónde está?
— ¿Gerard?
Asiento apenas. La puerta tras nosotros se abre. A través de ella pasa Sarah, luego, el causante de
esa escena. Noto su verde mirada en mí unos segundos. La espalda elevada así como el mentón,
luciendo tan entero como siempre. Tal cual como si el mundo le perteneciera, o como si no
hubiera sido despedido pocas horas atrás.
Posiblemente en ese instante el doctor refutaría, me miraría con esa mueca de “yo lo sé todo”
diciendo que no ha sido un despido, sino una suspensión.
No debería pensar en temas cotidianos. No debería, ni lo hago cuando el recuerdo de una lista
viene a mí. Sólo sencillos pasos para cambiar y joder para siempre la vida de una persona por
Gerard Way.
—Acaban de contarme —como siempre, el pelinegro siempre interrumpe mis momentos
atrevidos, iniciando él la conversación—. Sobre lo que te hizo Toro, ¿por qué no me dijiste?
Su mirada me analiza mientras su boca se tensa. Casi podría asegurar que eso es preocupación,
pero con un guion y un buen actor, hasta los mejores críticos del cine se lo creen.
Poco importa ahora lo que haya o no haya hecho Ray Toro. Al diablo él, que entre todo lo malo o
putrefacto de su ser, por lo menos me dejó saber.
—Soy sólo otro nombre, ¿no? —Digo. No pretendo que mi voz salga tan abatida, pero así resulta.
En cada palabra se desvanece como mi deseo de ser ligeramente mejor al hombre que necesitaba
de pastillas para sonreír.
— ¿Qué?
—Yo. En tu experimento, debajo de esa docena de hombres con los que ya lograste tu objetivo,
“enamoramiento, positivo”.
Sarah retiene el aire y abre los ojos con sorpresa. Su gesto lo confirma, pero quiero oírlo decir.
Quiero su confirmación para de nuevo clavarme en el pensamiento de ser tan patético que sólo
para burlarse de mí yo podría obtener un poco de atención.
Gerard, sin embargo, no responde. Me comienzo a impacientar.
— ¡Contéstame, maldita sea!
—Sí —tan simple como letal de su boca sale por fin la respuesta.
Mi mirada cae y aunque quisiera sonreír con amargura, sólo atino a negar con la cabeza. Toda mi
segura rutina, se fue al demonio por un experimento.
—Y tú lo sabías —me dice él. Su cuerpo se acerca unos pasos al mío. Tras de nosotros, ambas
mujeres permanecen quietas, inseguras hasta de parpadear —. Sabías que era una prueba. Lo
aceptaste.
Sus ojos verdes están abiertos. Las pestañas alrededor hacia atrás como si las hubiera peinado,
alzando con majestuosidad la belleza de esa mirada potente. Cargada de certeza y de poder. Como
la primera vez me siento atraído, porque es algo más que un precioso color. Es serenidad y
confianza. Algo que busco. Algo que anhelo poseer.
—Sabías que todo era por la ciencia. Te lo dije muchas veces.
—Y jamás te ha importado nada más que tu trabajo —aseguro sin perder el contacto visual.
—La vida es química, pero es una química incomprendida. Quiero abrir puertas y cerrar misterios,
¿qué tiene eso de malo?
Niego con la cabeza. Rendido. Mentalmente agotado como para siquiera hilar en mi cabeza las
más astutas contestaciones, que sé, no poseo. No puedo discutir contra su amor por la medicina o
por mi natural estupidez. Sólo puedo afrontar las consecuencias y rogar por no dejarme tentar por
la Celexa otra vez. Aunque la empiece a extrañar tanto.
—Frank… —La suave voz de Hope me hace girar. Ahí está ella con los ojos azules brillantes y las
mejillas mojadas a causa de las lágrimas.
Sabes que nada es para siempre. Asumes que todo terminará, pero, en secreto, deseas que ese día
nunca llegue, porque sabes que no lo podrás enfrentar no importa cuántas veces creas que
ocurrirá. Nadie está preparado para las malas noticias.
—Yo lo único que sabía era que ibas a ver dentro de mi cabeza. Jamás imaginé que hurgarías y te
quedaras dentro de ella…
Tras de mí, escucho otro sollozo que sé proviene de la rubia. Al lado de Gerard, Sarah evita
mirarme. Veo su labio inferior atrapado entre los dientes como si estuviera resistiendo el impulso
de acompañar a su novia. Mientras que él, simplemente me mira. Impávido. Seguro.
Que el maldito mundo comience a derrumbarse, yo sé que todo a su alrededor quedará destruido,
pero Gerard Way, seguirá de pie.
—Adiós —digo, porque no hay más qué decir. Me giro y comienzo a andar buscando el pomo de la
puerta, al tomarlo su voz me interrumpe en medio del giro.
—More than words —repite. No le miro. No quiero que el recuerdo de esos ojos siga sobre mí.
Entre menos le vea, más pronto podré olvidar —. Mi canción romántica favorita es “more than
words”.
Asiento y salgo de prisa del lugar.
De pronto la imagen de mí mismo en una heladería frente a un sonriente doctor hace estragos en
mí. Quisiera poder hablar con ese doctor que dio por terminada mi vida amorosa sin siquiera
iniciarla. Quisiera que me explicara como sin la capacidad para enamorarme, estoy sintiendo que
ya le extraño, que el pecho me arde, pero sobre todo, ¿cómo es que si no me importa siento que
le he perdido, y ahora sólo tengo deseos de llorar?
“—No te lo diré. ¿Qué tal si algún día te la dedico?”. El recuerdo de sus palabras ese día es más
claro que nunca. Cuando se negó a decirme su canción cursi favorita.
« ¿Qué es este sentimiento que me asfixia al saber que nunca me la dedicará?».

Regresar a casa no se siente bien, pero así son las cosas. El tiempo no se detiene y no aparecen
casas mágicas para los días de depresión.
Ignoro a Betsy, pero no a la carpeta junto a ella. La carpeta con mis resultados. Gerard lo ha
explicado. Lo he olvidado.
Con suavidad mis manos se deslizan por la aspereza del material, luego la abren, dejando ver una
hoja de laboratorio con resultados, un dibujo extraño de un cerebro. Posiblemente el mío, y en
una esquina, un pequeño papel naranja fosforescente donde descansa la frase: “La gente adora
estar enamorada por que es la cumbre química”. Distingo su “S” torcida, la falta de puntos en la I,
pero un gran acento en la palabra. No es tan descuidada como en las anotaciones. Parece que ha
dedicado tiempo en escribirla.
Tras la hoja de laboratorio, con tinta azul, se encuentra la explicación del Cerebro Enamorado, tal
como se encuentra escrito de título.
Lo que hay debajo del título es:

“En el cerebro enamorado los niveles de dopamina son altísimos -> Gran atención, motivación
inquebrantable y conducta dirigido a un objeto. Pasa por alto conductas negativas. Euforia,
aumenta energía, aceleración de los latidos del corazón. Adicción y dependencia.
Niveles altos de dopamina -> Mayores niveles de testosterona. Mayor deseo sexual.
Los niveles de serotonina son bajos en sangre -> “Pensar todo el tiempo en él”.
Aumento de dopamina -> Disminución de Serotonina”.

Vuelvo a mirar mis cifras y al lado, los valores normales.


Tomo el pequeño papel naranja que se adhiere a la hoja.
No es tan difícil de entender ahora. El mismo discurso ha sido repetido con constancia, pero jamás
había visto los resultados de mi propia sangre. Químicos haciendo efecto en mi propio cerebro,
creando sensaciones confusas y pensamientos anhelantes.
Todo es gracias a esta relación de subibaja.
Todo gracias a lo positivo de los resultados.
Ahora tal vez sea el momento justo para felicitarlo otra vez, pues a Gerard le ha vuelto a resultar el
experimento.
«Debí haber abierto más mi boca el día de hoy. Frente a él, debí haberme desahogado hasta que
no quedara más de mi voz. Debí haberle dicho que era un desgraciado, un maldito que le deseaba
lo peor. Debí haberle dicho… que lo amaba».

XXV. Amor perdido

El rechazo de la persona amada hunde al amante no correspondido en uno de los sufrimientos


emocionales más profundos y perturbadores que puede soportar un ser humano. La pena, la furia y
muchos otros sentimientos pueden invadir el cerebro con tal vigor que la persona apenas consiga
comer o dormir.

Los ojos se abren cubiertos de cansancio, llenos de pereza. Se siente la comisura de la boca
endurecida, seguramente producto del recorrido húmedo de la saliva hasta el mentón. Y escapa
un bostezo, ligero. Renovador. De lado derecho un calor emana hacia la espalda. Entonces hay un
giro aún con los pies enredados por las suaves sábanas azules.
Ahí está. Ojos verdes que no parpadean, cubiertos de brillo, adornados de oro, magia y fuegos
artificiales. La sonrisa de medio lado y el cabello despeinado dan los buenos días. No hay saludos,
ni caricias, sólo respiraciones que se amoldan, latidos que resuenan por toda la habitación y un
mañana lleno de promesas. «Aquí estás».
—Gerard… —el nombre escapa de prisa precedidito de un suspiro. Parece la cereza de pastel en
un momento de absoluta paz. Suena correcto. Suena perfecto. Tanto, que hace al ojiverde reír
suavemente, una risa cristalina que se antoja cotidiana como desconocida.
Entonces abre la boca, seguramente para adornar con increíble potencia verbal la escena.
Seguramente para deleitar los oídos con buenas frases novelescas, justo como el mejor de los
príncipes en el teatro.
—No lo mereces —dice. La voz se le engruesa, los ojos se oscurecen y el mundo alrededor se
derrumba.
Del techo cae un enorme pedazo de concreto.
Un grito.
Una tragedia.

Y finalmente, abro realmente los ojos.


Con la respiración agitada, y las pupilas dilatadas, distingo entre la oscuridad mi cómoda
habitación. Alrededor mis viejos muebles. A mi lado, un espacio vacío. «Todo normal».

I wake up, it's a bad dream, no one my side


Despierto, es un mal sueño, nadie a mi lado

Nuevamente despierto agitado. Asustado y triste. Nuevamente un sueño que termina en


destrucción. Nuevamente él.
He intentado dejarlo atrás. Convencerme de que no importa. Que no me importa, porque si mi
vida la había vivido sin conocerle, así podría continuar sin afectación alguna, pero si pienso en lo
patético que fui antes de él, pocos ánimos consigo darme a mí mismo.
Pero lo sigo intentando.

I was fighting but I just feel too tired to be fighting


Estaba luchando, pero sólo me siento muy cansado
Guess I'm not the fighting kind
Supongo que no soy de la clase que lucha

Me pregunto si alguna vez podré conseguirlo, porque justo ahora quisiera verlo. Han pasado a
penas un par de días y sigo igual, con las mismas ansias de verlo, de escucharlo hablar. Quisiera
saber si está bien, si me extraña, pero luego me retracto, porque sé que estoy siendo estúpido. Fui
un experimento. Un número y sólo eso. No se extraña a una rata de laboratorio, porque siempre
hay más. Lo sé. Lo entiendo. Sin embargo, es tan difícil simplemente olvidar…

Wouldn't mind it if you were by my side


No importaría si estuvieras a mi lado
But you're long gone, yes you're long gone now
Pero te has ido lejos. Sí, te has ido lejos ahora.

Qué terrible es estar enamorado.


Ahora sé que en lugar de dedicar pensamientos de odio a ese doctor de mi juventud, debí haberle
puesto un altar y acatar, como el mejor de los soldados el fatídico diagnóstico. La mejor cosa que
me hubiera podido pasar en la vida, sería si la profecía que ese hombre me había compartido se
hubiera hecho realidad.
Supongo que sí. Que mi capacidad de amar sería nula si no le hubiera conocido a él. Lo sé porque
en este momento no parece haber nadie más. Mis ojos sólo miran su rostro, y mi interior se
calienta con el pensamiento de una de sus falsas sonrisas.
Qué espantoso estado.
En qué patético ser estoy convertido. Sólo un manojo de recuerdos, de sonrisas tristes y ganas de
permanecer en cama. Si la vida apesta en su natural rutina, saberse enamorado y no
correspondido es el peor de todos los malditos olores.
Si pudiera tener un deseo, pediría no haberlo conocido. Jamás haber sucumbido a su estúpida
propuesta. Jamás haber hecho caso de esa intensa mirada verde.
«Jamás haber cambiado la seguridad de mi monotonía por esos míseros instantes de verdadera
felicidad».
Siento como si no mereciera el sol del nuevo día, ni la calidez de una ducha tibia ni el sabor del
café negro; sin embargo, Betsy merece el agua, la luz… y aunque permanecer en cama parezca tan
tentador, ese bello helecho no tiene la culpa de que su compañero de piso sea una reina del
drama envuelto en su primera depresión amorosa. Betsy me apoya, y yo debo apoyarla. Así que
por Betsy, abandono esa cama a las seis de la mañana, y un nuevo día empieza para Frank Iero.

Las calles se sienten vacías. El ambiente se torna pesado esa mañana. Me dirijo a la farmacia con
cámara en mano y la desilusión a flor de piel.
Las avenidas lucen tan diferentes que me siento un extranjero. En el autobús no hay caras
interesantes y al descender de él, me pregunto si la ciudad siempre ha estado tan inmersa de
inmundicia. Cajetillas de cigarrillos aplastadas, manchas de líquidos oscuros, que tanto pueden ser
aceite, sangre añejada como el café de ese hombre que se ha detenido a arrojar el vaso sobre la
acerca.
Me pregunto si siempre ha habido tanta basura, si ese mendigo frente a la heladería siempre ha
amanecido ahí. Si ése es su perro, si alguien les ha dado de comer.
Hoy todo luce lúgubre y solitario.
Las fotos matinales se resumen a manchas, porque el día de hoy, sólo hay suciedad.

Where do we go?
¿A dónde vamos?
I don´t even know
Ni siquiera lo sé
My strange old face
Mi vieja y extraña cara
And I´m thinking about those days
Y estoy pensando en aquellos días.
And I’m thinking about those days
Pensando en aquellos días.

Tal vez sea la inspiración naciente de cada nuevo farol que decide despertar. A mi paso, es como si
las luces me guiaran a un sitio conocido. Uno que ansío. Que extraño de forma silenciosa.
Aún me tiemblan las piernas al pasar el callejón. No aprieto el paso, pero mentalmente ruego
porque el infortunio sólo sea otro triste recuerdo. Cuando mi turno termina los pies parecen
dispuestos a continuar con el recorrido. Y no se detienen.
Frente a mí el letrero a letras elegantes, donde se asoma una figura femenina entre la letra O más
grande que las demás. Un sitio tranquilo donde todo comenzó. “Todo”. La ruina de mi monotonía
y el inicio de estos estúpidos sentimientos.
Cronológicamente es en realidad no demasiado tiempo, emocionalmente cada hora es un nuevo
año, y mi empleo como Barman parece lo más lejano.
Pero aquí estoy, frente a la Madonna, con la invitación del señor Bryar y la necesidad de regresar a
sentir ambiente familiar. Sin rencores por la falta de llamadas, entro dejando tras de mí un
suspiro. Nuevamente comienzo a rogar en mi mente por no encontrarme con ese hombre de
mirada amenazante y cabello alborotado.

La noche es de salsa, lo que es realmente contrastante con mi estado anímico.


Las luces se dibujan rojizas contra la pequeña pista de baile, cayendo cual cascada sobre la cabeza
de las parejas que con ritmo frenético se animan a dar unos cuantos giros con posibilidades de
estrellarse contra otras parejas, o tal vez sea sólo mi pesimismo hablando.
Diviso la cabellera larga de espaldas a mí, frente al nuevo barman. Un hombre de ascendencia
asiática que aparece y desaparece bajando y subiendo botellas hasta la luminosa barra. Caminé
hasta a ella, justo a tiempo para que se impactara contra mí en un rápido giro.
—Siempre a las carreras —digo con tono alegre, pero indiferencia en el rostro. La sonrisa suena
tan imposible en este momento.
—Frank —mi nombre escapa de su boca sin pensarlo. La sonrisa que la acompaña me causa un
agradable cosquilleo y sus ligeros brazos sobre mis hombros una inmensa sensación de confort.
Se siente como si una mascota hubiera encontrado el camino a casa.
—Hey, Reb.
—Dios Frankie, estás bien.
Su cabeza contra mi hombro es un agradable peso.
—Parece que todos quieren decirme eso al verme. ¿Alguien les contó que estaba muerto? —Mi
intento por ser bromista no da los resultados óptimos, porque de inmediato mi amiga se aleja para
mirarme a los ojos. Su mirada luce seria. Casi molesta.
—Nos dijo que no te volveríamos a ver, que no te buscáramos, que te olvidáramos o nos… Dios
Frank —sus manos sobre mi cara y ahora, la mirada transformada a una mueca triste—. Estás
bien.
Ray Toro parece el asesino de historia, cuyo plan no se conoce hasta que frente al protagonista
decide confesar su malévolo plan. Mi natural cobardía prefiere no saber, mi amor recién
descubierto teme por Gerard.
—Lamento los problemas que te he causado, Reb.
—Yo lamento haberme alejado, Frank —ahora sus manos acunan mis mejillas, las lágrimas se
asoman dudosas para salir —, lamento no haber sido valiente.
—No digas tonterías.
—Tú eres una tontería —asegura intentando sonreír.
El gesto medio me contagia. Con dificultad intento que algún brillo ilumine mis ojos, pero
posiblemente mis intentos sean sólo patéticos momentos, porque nuevamente ella me abraza,
como siempre que intenta darme un consejo, cuando sus novios la dejan o cuando ni siquiera yo
recuerdo mis cumpleaños.
—Rebecca —tras nosotros el hombre asiático le llama elevando la voz. Mi amiga se aleja,
posiblemente asustada y sorprendida a cantidades iguales.
—Debes trabajar —aseguro.
—Dame treinta minutos.
Mi cabeza se mueve dando una afirmación. No tengo nada mejor que hacer. Además, necesito
contarlo. Necesito que ella me escuche, que el castaño de sus ojos me invada y la suave sonrisa
me dé algo que ni siquiera sé qué es para buscar.
Espero, perdido entre el baile, las luces escarlatas. Espero en una mesa alejada, intentando
recuperar una vida.
*

Hora y veinte minutos después, Rebecca se entera, en forma resumida, lo que ha sucedido en mi
vida. Desde mi encuentro con el hombre del afro, mis citas a la psicóloga y mi sinuoso viaje con
Gerard. Aunque posiblemente todo pueda entenderse con la última frase que consigo decir antes
de recuperar el aliento.
—Entonces, lo que creí que jamás sucedería, ocurrió. Pienso en él todo el tiempo, cierro los ojos y
veo sus ojos, su sonrisa. Le extraño tanto que duele. Simplemente, me enamoré como con
estúpido de Gerard Way.
No había pensado en la posible reacción. Supongo que esperaba una broma, alguna burla o una
sonrisita sarcástica, pero nada de eso llegó. Simplemente una mano que cubre la mía mientras un
pulgar acaricia mi palma con suavidad. No habla, sólo me mira, sonríe y en silencio me dice que
sigue aquí. Que siempre estará.
Por una vez todo se siente como si fuera siguiendo mi ritmo, y aunque no logre olvidar, sí parece
sentirse mejor.
—Eres buena, Reb.
—Yo también te quiero, Frankie.
Es imposible retener el sentimiento por más tiempo. Con pudor intento elevar un poco más el
hombro y girar más el rostro contra la pared cuando una lágrima resbala presurosa sobre la mejilla
izquierda. Se siente húmeda, pero refrescante a la vez. Tras la aventurera siguen otras, que ahora
se deslizan por la otra mejilla, mi nariz se congestiona y la boca me sabe a sal con amargura.
Se siente una opresión en el pecho, posiblemente porque tengo que tragarme todos los sollozos,
pero a pesar de ello, de mis ojos escurriendo, de mi nariz sorbiendo y la acidez en la lengua, la
sensación húmeda es bálsamo para aliviar la tormenta interior.
Llorar frente a ella no representa tabúes o temores. Es sólo liberación.
Se siente tan bien llorar.
Llorarle.
Sé que no lo merece, que no deberá recibir ni una sola de mis lágrimas, pero estas gotas salinas no
son para él, son para mí, porque las merezco. Merezco sufrir, tener mi propio momento. Por una
vez, ser el maldito protagonista de la bendita película de la vida.
—Todo está bien —susurra–. Ahora duele, pero pronto sanará. Yo estoy contigo.
Por fracciones de segundo, puedo llegar a creer.
Pero qué tontería eso de tener que volver a pensar con objetividad.

Es este un día en que no quiero volver a casa. La penumbra me acaricia como una confortante
manta. La brisa sopla ligera, causándome un alegre cosquilleo al que me niego a renunciar. Por eso
continúo la caminata. Mis pies seguramente se quejarán en la nueva mañana, pero para eso están
los nuevos días, para sufrir por el pasado.
Necesito intentarlo.
Además, la zona residencial se me antoja un lugar armónico para recorrer, entre faroles
renacentistas y fachadas claras, veo cada ventana con infinita admiración, imaginando qué clase
de familia pudiera habitarlas. Me parece que deben ser mujeres con el cuello rodeado de perlas y
hombres de fino bigote oscuro vestidos de traje cual pingüino. Sin embargo, y aunque mis
fantasías van en su apogeo, un olor pesado me hace detener. A lo lejos, como una cortina cayendo
para cubrir el cielo se asoma humo negro que pretende camuflajearse con el cielo nocturno.
Mi curiosidad siente la excitación distintiva que acreciente cuando con cada paso los gritos se
dejan escuchar, los murmullos se vuelven llantos y la tragedia se dibuja frente a mí.
Una casa de dos pisos en tono perla con largos ventanales está en llamas. Un camión de bomberos
se sitúa frente a la cochera y alrededor, como una verdadera cerca humana, policías y vecinos que
curiosos como yo, han salido en pijama para ver el accidente.
Se aprecian arbustos y flores rojas que ahora son maltratadas. Una bella casa que se consume por
una ola naranja de extinción.
— ¿Quién vive aquí? —Pregunto más para mí mismo que para una posible respuesta, sin embargo,
una mujer con ojos llorosos se ha acercado a mí.
—Era la casa de Donna Way —murmura apenada sin agregar o esperar mi respuesta. Mis sentidos
se sensibilizan, ahora dispuesto a echar una mirada hacia la ambulancia, donde una rubia mujer es
atendida por los paramédicos. A su lado, un hombre canoso con lentes redondos, parecidos a los
que todo hombre en edad usa para leer por las noches.
— ¿Está bien? —Escucho al hombre decir.
—Sí, sólo raspaduras —responde el profesional.
—No te preocupes Donald, ya te dije que estoy bien.
—Sólo lo creeré cuando el hombre lo diga —asegura medio sonriendo. Parece que, como a mí la
sonrisa le cuesta trabajo.
—Son sólo cosas materiales. Lo superaremos.
El hombre asiente, besando la sien de la rubia. Quiero creer que aquellos son el matrimonio Way.
Donna y Donald, recién siendo víctimas de un incendio. Y me asusto. Y me siento perdido.
Posiblemente Gerard ya esté en el camino. « ¿Y si me ve? ¿Y si le causo estrés?».
A pesar de todo, continúo pensando en su tranquilidad. Nuevamente todo vuelve a ser a su ritmo
y a mí sólo me queda resignarme. «Pero puedo mandar un mensaje. Sólo por ser educado».
Regreso a casa con un nudo en la garganta. Me siento preocupado por la reacción del
primogénito, pero me consuelo a mí mismo con la imagen creada por mi mente al abrazarse
buscando consuelo.
Cierro mis ojos buscando paz luego de un intenso día de caminata.

Lamento mucho lo que ocurrió en casa de tus padres, pero me alegra saber que sólo fueron daños
materiales. Estoy aquí. Estaré aquí, para cualquier cosa.
Frank.

Mi celular descansa a mi lado sobre la cómoda. Una última mirada a sus ojos verdes antes de que
mi interior se rinda ante el sueño. «Posiblemente hoy no haya podido olvidarte, pero siempre hay
un nuevo día con una esperanza de hacerlo mejor».

Suavemente, la caricia que ha iniciado en mi garganta baja por mi pecho. Sus manos se sienten
cálidas. Deliciosa presión que tortura mis pezones, ya erectos, expectantes. Con parsimonia su
aliento se impacta contra mi cuello. Le puedo sentir cerca, muy cerca sobre mí. Su pecho subiendo
y bajando al ritmo de mi pecho. Ambos desnudos, sin vestimentas que sean un obstáculo. Sin
paredes que derribar.
Su lengua ahora suple a las suaves manos. El húmedo órgano serpentea entre mi pecho, rodea mis
pezones y luego una succión brutal me hace arquear la espalda.
Le deseo. Dios, el diablo y posiblemente toda la corte angelical saben que le deseo. Me siento
húmedo. Duro. Tan dispuesto para él y sus deseos que sólo puedo aferrarme a sus hombros
pidiendo en silencio por más. Más piel, más manos, más caricias, besos o saliva sobre mí.
Cualquier cosa que quiera darme por mínima que sea, la quiero para mí.
Abro las piernas en muda invitación. Su erección se impacta contra mi muslo, húmedo y turgente.
—Te deseo —susurro suave. Gimo desesperado.
Me inclino buscando más contacto. Queriendo más piel. Sólo más. Me siento tan cerca que los
jadeos continúan acrecentándose, hasta que un grito lastimero abandona mi garganta cuando la
lengua traviesa resbala deprisa hasta tocar mi erección. Recorre su circunferencia con diversión,
posiblemente disfrutando de mi necesidad de oxígeno y la forma en la que se inclina mi espalda
buscando esa calidez que consiga aliviar mi dolor.
Me aferro con fuerza a las sábanas, cierro los ojos ansiando llegar a la cumbre de la satisfacción.
Siento mi pene preso contra su boca que con fuerza succiona para mí. La mano derecha acuna los
testículos, los masajea. Me hace sentir tan cerca…
— ¡Gerard!

Los ojos se abren tan rápido como rápido es mi entendimiento. Aferrado a la sábana que me cubre
hasta el abdomen noto dentro de mi ropa interior una curiosa humedad. Mi cabeza se deja
estrellar contra la almohada mientras una mano se suelta para acariciar mi frente.
Me siento como si el tiempo hubiera regresado y ahora volviera a tener trece, teniendo sueños
húmedos, mojando mis mantas… es tan vergonzoso y patético incluso para mis estándares, pero
ya han pasado dos semanas desde que le viera por última vez.
Le necesito.
Lo extraño.
—Dios, si tan sólo pudiera dejar de amarte.
Si tan sólo algo o alguien pudiera aliviar este dolor.
Posiblemente deba seguir el consejo universal “un clavo saca a otro clavo”, dicen. Sé que debería
probar, entregarme a los brazos de otro ser humano que posiblemente pueda ser igual de
apasionado. Podría encontrar a un pelinegro de ojos verdes… «Claro, maldito inconsciente. Eso te
haría muy feliz».
Tal vez sólo deba volver con Rebecca, verla trabajar y ahogar nuestras penas en tequila como la
noche de ayer, cuando me confesó que perdió a su novio. Han pasado tres días desde la noche del
incendio. Ninguna llamada o mensaje de cortesía, pero mis caminatas nocturnas han continuado
hasta llegar a la Madonna, donde ninguna cabeza con ningún afro ha aparecido. Eso ya es un
alivio. Una buena noticia en medio de la locura.
Posiblemente pueda sólo buscar entre los contactos de mi celular, la letra “J” y marcar al escritor
que regresará pronto luego de la gira promocional. Posiblemente pueda sugerir acompañarlo por
las noches para avivar la inspiración en las escenas románticas en el encuentro de los amantes
bebedores de sangre, pero ¿y luego qué? ¿Esperar que vuelva a enamorarme?
¿Esperar que lo que siento por Gerard se esfume tras las caricias y besos de otro hombre?
¿Podría ser así de fácil?
No puedo engañarme. La vida no es así, pero las puertas no se pueden cerrar, cada idea es una
buena posibilidad. Pero no ahora. Duele.
Sigue doliendo. Pero esto no es el fin de mundo, ¿cierto?

Me encuentro con Betsy, sus hojas verdes se mecen con suavidad ante un imaginario viento que
me renueva el amor propio de poco a poco.
—Ayer leí algo interesante —le dije—, en promedio, una persona se enamora 7.4 veces en toda su
vida.
Sonrío, pensando en mi número uno.
Finalmente parte de la estadística.
—Pero era una revista para mujeres, posiblemente no tenga mucho respaldo científico, ¿no?
Me siento perdido.
Incoherente.
Girones de pensamientos y nadas llenan mi cabeza. Palabras revueltas, imágenes perdidas…
Necesito salir.

La tarde no es tan diferente al par de tardes anterior, hasta que el sonido monótono de mi celular
hace su aparición. Siento la vibración recorrer mi muslo, desde el bolsillo derecho. Con un
movimiento de sorpresa, donde mis hombros se elevan apenas me dispongo a extraer el aparato.
El número en la pantalla me desconcierta, y aunque no suene seguro responder a números
desconocidos, igualmente lo hago; siempre existe la posibilidad de estrenar un celular.
— ¿Diga?
—Gerard, ¿dónde estás? —. La voz al otro lado de la línea se escucha llena de desespero.
Identifico la angustia, pero no al dueño.
—Lo siento, no soy Gerard. ¿Quién eres?
No hay respuesta inmediata, de otro lado, parece que el individuo intenta recuperar el aliento.
—Lo siento —escucho—, lo siento, yo pensé que… lo siento. Soy Mikey Way. Perdona.
Entonces cuelga, sin más explicaciones o darme oportunidad a preguntar.
Mi tarde cambió así. Mi intento por olvidar su nombre se disolvió en el instante en que el
muchacho que recuerdo de apariencia frágil y dulce mirada mencionó su apellido. Sin embargo, y
a pesar de la naturaleza extraña de la llamada, un tácito acuerdo se estableció entre mi miedo y mi
esperanza, así que me propuse olvidarla.
Y lo hice, hasta las nueve y treinta de la noche, cuando la melodía volvió a dejarse oír.
— ¿Diga?
—Frank —. La pantalla muestra un nombre conocido. La voz coincide con el mismo tono
preocupado de la tarde, pero esta voz no es de hombre.
—Sarah —como un robot le llamo.
—Frank, ¿has visto a Gerard?
Niego con la cabeza de inmediato, medio asustado por escuchar nuevamente ese nombre del que
trato de olvidarme; medio aterrado por la forma en la que su voz parece estar a punto de
quebrarse.
— ¿Frank?
—No —callo un momento, hasta reunir el valor para preguntar—, ¿por qué?
—Hace dos días que Gerard no aparece.
Entonces escucho a Sarah llorar, mientras tanto, en mi mente la frase: “Gerard no aparece” se
repite una y otra vez. El miedo me cubre. La nube se vuelve negro petróleo y me paralizo. Me
asfixio. «Si le pierdo… ».
—Gerard…

INTERLUDIO. Tipos de amor.


Según Hazan y Shaver (1987) habría tres tipos de enamoramiento: los seguros, los indiferentes y
los inseguros, el estilo de amar depende del modo de apego que se ha tenido con la madre en la
niñez.
Los enamorados inseguros temen no ser amados y desean más acercamiento con el otro, incluso
hasta el nivel de la fusión.

¿Sabes cuáles son los ingredientes para ser un asesino?


Raymond Toro lo sabe muy bien, después de todo, es psiquiatra y durante su preparación ha
recibido maravillosos consejos y secretos profesionales de maestros que han cambiado su vida. En
fin, que los ingredientes para ser un asesino son tres:
1. Daño cerebral,
2. Demencia, y
3. Maltrato.
Es prioridad conocerlos, o al menos eso decía el doctor Estefan, ya que los asesinos o posibles
asesinos están por doquier, lo importante es aprender distinguir las alarmas. Ojala el doctor
Estefan hubiera notado las alarmas tan bien como presumía…
Pero no lo hizo.

Raymond Toro fue hijo único. Su padre, que le cedió no sólo la mitad de su carga genética, sino
también el fastuoso nombre era un hombre sobrio, callado; de aspecto sensible y amable, más
enfrascado en la lectura diaria que en las actividades familiares. Era dentista y poco o nada sabía
de él durante las tardes, aunque ahora no podrá quejarse, Ray Toro posee una buena dentadura.
Murió cuando él tenía dieciocho, pero les abandonó cuando tenía siete.
Jamás volvieron a verse. Jamás hablaron de chicas, ni de deportes, ni de amigos. Jamás le dijo que
le enorgullecía, ni que le aborrecía, ni siquiera que le alegraba tenerlo como hijo. Era, como a Ray
le gustaba llamarle, el esperma de su vida.
Su madre en cambio, fue una figura más constante, aunque de modo intermitente. La juventud de
Mercedes se perdió al descubrir que estaba embarazada, así que lejos de la alegría tras dar a luz,
la primeriza madre proyectó en su hijo un gran sentir de frustración los primeros años. Ahora,
posiblemente en la consciencia el recuerdo se haya borrado, pero no fue hasta los tres años que
su madre cambió de actitud luego de una gran caída dentro de un pozo en el parque. Su pequeño
cuerpo rebotó contra la tierra, quedando atrapado varios minutos hasta que la mujer castaña por
fin identificara el origen del llanto.
Luego de eso su atención hacia Ray incrementaría, con excesos de suéteres durante el invierno y
prohibiciones para el uso de las bicicletas, salir a fiestas donde hubiera piscinas o practicar
cualquier juego divertido fuera de casa con sus amigos. Se volvió fanática de la limpieza, procuraba
que su atuendo combinara y le llamaba “príncipe”. A pesar del cuidado Ray siguió golpeándose.
No por caídas. Ahora por golpes.
Golpes de niños mayores, en la escuela.
Jamás se detuvieron. Jamás confesó.
Hacia los siete años todo se volvió un infierno mayor. La excesiva cantidad de atención decreció
con dramatismo cuando su padre se fue. Sin imaginarlo el hombre falto de encanto o
personalidad, dejó a la curvilínea Mercedes, quien lejos de afrontarlo con el carácter que una vez
le caracterizó, se vio envuelta en alcohol, cigarrillos y cambios de ciudad tras la pérdida de un
nuevo empleo.
Las últimas palabras coherentes que recuerda de su madre, incluyen frases como “tienes que
portarte mejor. Estoy cansada de ir a la escuela una y otra vez por tus tonterías”.
Mercedes no volvió a ir a la escuela a pesar de los llamados.
Raymond no dejó de dispararles a las ardillas o a los gatos durante el receso, en algunas ocasiones
experimentó sobre la mejor y más rápida forma de matarles. Sobre qué parte del cuerpo, en qué
ángulo y con qué intensidad; pero se volvió más discreto. Empezó a disfrutar la experiencia de
disecar una rana, o combinar sustancias en el laboratorio de química. Sus notas mejoraron al
tiempo en que su madre se hundía.
Regresar a casa no era una opción, conseguir amigos tampoco. Al final, todos te dejan, porque
nadie tiene le obligación de permanecer con nadie.
A Ray no le enseñaron que era posible preocuparse por alguien, que merecía ser cuidado.
A los dieciséis lo único que Ray sabía era que su cerebro valía mucho más que todos los estúpidos
neardentales del equipo de fútbol, y que algún día tendría el poder, el dinero y la oportunidad de
vengarse.
Al momento de elegir carrera la medicina le atrajo como mosquito a la luz. Pensó en la imagen del
médico, en esa fuerza y en ese respeto que se esconden tras la bata blanca y no se dio la
oportunidad de pensarlo dos veces. Para la misma época el deseo reprimido, no pudo ocultarse
más, pensar en relaciones íntimas personales le resultaba perturbador e inútil, una pérdida de
tiempo total, pero el contacto en los dormitorios, en las clases y en las fiestas que evitaba, donde
los ecos llegaban hasta su habitación, empezó a sentir un calor en el cuerpo.
Un calor inapropiado según la biblia que su madre dejó de leerle en la infancia.
Sin embargo, de tan inapropiado que parecía, más adecuado le consideraba, porque luego del
desfogue, no había más contacto. Porque si el amor entre hombre y mujer siempre acaba con
engaños, rupturas y miseria, posiblemente los encuentros donde la convivencia no se mezcla
podrían triunfar. Las relaciones entre hombres parecían carecer de contacto sentimental.
Ray comenzó a asistir a las fiestas. Las señales ayudadas por el poder del alcohol se volvieron
obvias, tanto que los encuentros casuales fueron tan fáciles de conseguir como los perros para
probar el poder de diferentes sedantes y anestésicos.
Sin embargo, y como es común cuando se intenta conseguir experiencia, las señales fueron mal
interpretadas, por lo que a golpes y patadas Ray sintió el castigo bíblico en manos de Jackson, el
chico moreno de ocasión.
Tal vez demasiado tarde lo pudo identificar, pero lo hizo y eso es lo que importa. Tener relaciones
con otro hombre estaba mal. Desearlo estaba mal, pero no por ello le parecía la mejor idea para
evitar involucrarse en una relación tormentosa.
La única solución: vivir en el secreto.
Y así lo hizo. Enfrascado en obtener el promedio más alto, durante el día y las noches era un
estudiante de medicina apasionado por aprender, en fines de semana, daba rienda suelta al
deseo, logrando paz mental tan ansiada. Sintiéndose liberado. Casi feliz. Casi normal como el
montón de compañeros cabezas huecas a su alrededor.
Pero la vida apesta y la de Ray Toro más. La piedra no sale del zapato, no importa cuántas vueltas
le dé o qué tan duro golpee. Estando en su tercer año llegó un nuevo estudiante. Todo piel pálida,
mejillas rosadas, cabello oscuro y esos ojos… unos ojos como ningunos. Entre plática y plática se
enteró que su nombre era Gerard y con ello ya tenía un nombre qué gritar por las noches cuando
su mano derecha descargaba su frustración sexual.
Intentó en las fiestas, pero Gerard no bebía y acercarse a un hombre en estado de sobriedad no
era su estilo. Jamás lo intentó.
Simplemente lo miraba, lo vigilaba y esperaba que bajo algún milagro se fijara en él. Pero el
tiempo pasó. Hizo su especialidad, y como si realmente hubiera sido alguien admirable en su vida
pasada, el Destino le hizo caer en el mismo hospital donde el pelinegro hacía su residencia. Era
perfecto. Verlo todos los días, por las noches…
“Si tan sólo pudiera mandar al retrete mi timidez y sólo abordarlo…” Pensaba cada día el castaño.
Hasta que el día llegó.
Con un inocente Hola, la conversación empezó, pero terminó con otra simple oración. Gerard Way
apenas y le miro, demasiado enfrascado en la lectura de un expediente. Tal vez fuera la decepción
acumulada después de años de añoranza, porque no existe otra razón para lo que ocurrió
después. Normalmente, Ray Toro era callado, reservado. Casi invisible, pero no esa noche.
— ¡¿Quién te crees tú que eres para ignorarme?! Pedazo de…
La frase se corta en el preciso instante en que sus ojos se encuentran con esas esmeraldas. Justo
fue en ese momento en que creyó encontrar la respuesta al dolor. Por esos breves segundos en
que Way le regresaba el insulto y le torcía la boca, tenía su atención. Únicamente para él, para el
invisible doctor Toro.
Fue obvio entonces, su accionar. A partir de entonces se propondría hacer su vida difícil, insultarle,
ponerse frente a su camino como el mejor de los obstáculos en las competencias de atletismo,
porque luego obtendría su recompensa, sus segundos de exclusividad.
Ray Toro sólo deseaba su atención. Deseaba que sus ojos sólo lo miraran a él, que su aliento sólo
respirara de su aliento, que su oído sólo pudiera escuchar su voz y que sus labios sólo pudieran
sentir su nombre.
Ray Toro sólo sabe que lo desea, que lo necesita. Que quiere con el alma a Gerard Way.

¿Es eso tan malo?

XXVI. Lovesickness

Los médicos antiguos la llamaban melancolía erótica, melancolía amorosa, amor melancólico. Los
poetas la han denominado como penas del corazón, penas de amor, mal de amores, amor mal
pagado y amor imposible. En la actualidad se clasifica como estrés sentimental, depresión
psicogénica de causa amorosa, enfermedad situacional de contenido amoroso y lovesickness en
inglés. El estrés amoroso es la causa más común de angustia, tristeza, violencia y suicidio.
“La pérdida del amado resulta una de las experiencias más dolorosas que una persona puede
sufrir”.

El llanto de Sarah comienza a desvanecerse hasta convertirse en ligeros sollozos. No me habla, ni


le pienso hablar, por mi mente pasan uno a uno los posibles escenarios que pudieran hacer que
Gerard no apareciera, uno más espeluznante que el otro. Mi cerebro se inunda de oscuridad, y
aquella nube gris que siempre me cubría, comienza a formarse sobre mí lista para el nuevo
ataque.
—Lo siento —le escucho decir entre sorbos y sollozos ligeros —Lo siento, es sólo que… Gerard es
impredecible, pero al mismo tiempo se siente seguro en su rutina, ¿sabes? Sé que no se atrevería
iniciar un viaje al otro lado del mundo sólo para meditar sin avisarme. Sé que no se atrevería a
dejar a sus padres en un momento así, porque Dios, el corazón de Gerard es enorme y sé que
jamás le daría estas preocupaciones a Donna, que daría cada órgano de su cuerpo para no verla
sufrir. No entiendo.
>> Lo extraño. Sólo quiero que me diga que está bien. Porque yo, mi cabeza… no quiero imaginar
lo que imagino. No lo merece. Gerard merece que aún tenga fe.
Entonces finalmente respira.
Me parece, en ocasiones demasiado perturbador cuando la palabra Gerard y corazón se mezclan
en una oración amable, donde todo significa que el doctor es dulce y agradable. Posiblemente sea
sólo yo por mi cruel experiencia que intento hundir el recuerdo del abrazo entre hermanos esa
tarde en su departamento. Para mí, superficialmente Gerard es cruel. Para mi interior, y en todas
mis entrañas, Gerard es el ser más maravilloso del mundo, el más atractivo, el más interesante, el
más misterioso, sensual, creativo y perfecto ser del mundo. Perfecto en sus imperfecciones y más
perfecto con todas sus debilidades.
—Sé que en este momento lo que menos quieres es saber de él —continuó Sarah. Y por mi
nombre que esa afirmación es totalmente la verdad —. Lamento mucho que las cosas se dieran
así. Para mí eres un amigo, Frank. Lo siento. Lo siento, no quiero crearte más angustia, perdona,
no debí haber hablado.
—Pero lo hiciste —la frase se escapa sola sin que sea capaz de pensar antes de accionar. Sarah ya
no llora, pero en su voz se distingue el tono angustiado al hablar —, lo hiciste y ya no puedo
simplemente ignorarlo.
Escucho un suspiro previo a una respuesta.
—Sus padres han hablado a la policía. La última vez que le vieron fue en su departamento. Los
padres de Gerard tuvieron un incendio en su casa unos días antes de que él desapareciera. Gerard
se ofreció a dejarlos vivir con él y comenzar con las reparaciones. Estaba muy ansioso. Donna dice
que se notaba asustado, pero todos lo atribuimos al incendio. Una noche salió a trabajar y ya no
regresó. Ni siquiera llegó al hospital.
Los recuerdos se dibujan como una película ante mis ojos, nuevamente cada horrible escenario
comienza a tomar forma con un Gerard golpeado arrojado a cualquier maleza luego de un robo. Le
veo tirado sobre el pasto, con los ojos abiertos, el verde apagado combinado con la oscuridad
mirando hacia arriba a las estrellas y al cielo ennegrecido.
No. Niego con la cabeza en un intento porque la imagen de su pecho sin movimiento desaparezca.
Las palabras de Sarah regresan a mí como un eco lejano: “Gerard merece que aún tenga fe”.
—Yo, quiero… —empiezo, pero mi voz se esfuma. ¿Qué podría agregar? ¿Qué podría yo hacer o
decir frente a los padres de Gerard?
Mi presencia estorbaría. Como siempre. Una cabeza más, que no ayudará en nada.
—Sólo, avísame cuando sepan algo.
—Estamos en el departamento de Gerard la mayor parte del día, Hope viene por las tarde entre
cada consulta, por la mañana tratamos de tomar almuerzo con los Way.
Asiento con la cabeza, demasiado torpe como para darme cuenta que Sarah no puede ver mis
gestos.
—Yo, Frank… lamento todo esto. De verdad, lo siento mucho.
Quisiera decirle que no fue su culpa, que ella jamás me hirió a pesar de ser su cómplice, pero eso
es lo que implica la amistad, ¿no? Apoyar a los amigos ante todo. Yo la entiendo. La perdono.
Y a pesar de todo, tengo la seguridad de saberla mi amiga. Quisiera decirle que es una buena
persona, que de lo que menos me arrepiento es de haberla conocido a ella y a su novia psicóloga,
pero callo. Simplemente digo “adiós” porque es más fácil terminar las conversaciones que
comenzar con sinceridades.
Dejo caer el teléfono tan asustado como antes. Pero tendré fe. Gerard está bien. Tiene que
estarlo.
Miro a Betsy inclinando un par de ramas como si estuviera buscando al Sol a pesar de la llegada de
la noche. Posiblemente ella también esté teniendo esperanza en que ese círculo brillante pueda
darle calor. «Entonces sólo nos queda la esperanza.»

Despierto al siguiente día con una sensación de vacío en el abdomen que no se alivia ni con el
cereal de avena. Es como un vacío emocional que comienza a extenderse con increíble lentitud.
Ahora cosquillea debajo de las costillas, y ni siquiera mi plática con Linda lo logra manguar. No le
cuento el verdadero problema, la conversación se limita a su nueva vida de casada y las ofertas
semanales de la Farmacia Los Ángeles.
Intento continuar con la rutina en un intento de olvidar, pero el alivio no llega ni siquiera con las
multitudes tratando de surtirse de analgésicos y antibióticos. Aparentemente, hay en la ciudad un
brote gripal importante; sabio el director de márquetin que ha diseñado ofertas en la compra de
tres medicamentos. Los proveedores llegan con mayor frecuencia, regalan agendas, tazas y parece
como si temieran perder a la farmacia. Ahora, sobre mi mesa, descansan tres tazas azules de los
laboratorios farmacéuticos.
Pero el vacío sigue. Se nota terco. Es como si negara desaparecer, por lo que modifico la rutina y
en lugar de marchar a La Madonna, la noche templada me lleva hasta la puerta que reconozco
bien. Dibujo en mi mente al tiempo que impacto mis nudillos contra el metal que dentro me
espera la decoración minimalista en tonos que abren el apetito. Las escaleras de vidrio, la cama
hundida y los marcos sin cuadros. Se siente como volver a un refugio. A un hogar perdido.
La puerta se abre dejando ver a un muchacho delgado, de apariencia frágil y si fuera narrador de
una buena novela, podría decir “ratonil”, asustado, ojos abiertos y la nariz sonrojada.
—Hola —murmuro despacio.
Mikey no se mueve, ni sonríe, ni parece mostrar disgusto por mi presencia. Es sólo una figura
frente a mí con expresión seria.
— ¿Me recuerdas? —Insisto—, mi nombre es Frank Iero.
Entonces hubo un ligero cambio. Los ojos se achicaron, los labios se apretaron y el ceño empezó a
fruncirse durante el proceso, que imagino fue de esfuerzo por tratar de recordar.
—El amigo de Gerard —dice al fin. Me causa una pequeña sonrisa interna escuchar la palabra
“amigo”. Significa que los hermanos Way tuvieron una plática sobre mí, y aunque fuera la
conversación más simple de la historia, saber que represento algo más que aire en su vida me
resulta conmovedor.
—Sí —asiento apenas.
Entonces Mikey me ofrece el paso, donde descubro papeles sobre las mesas y un desorden poco
común en ese elegante departamento.
— ¿Están Sarah o Hope? —Pregunto tratando de que mi descortés curiosidad no sea tan obvia
mientras dirijo rápidamente la vista por todo el lugar.
—Salieron con mis padres.
Asiento con la cabeza ante la escueta respuesta. Mikey luce afectado. Inseguro, posiblemente ante
mi presencia. Intento, como desde que lo conocí, mantener la calma y guiar la conversación. A
diferencia de otras personas en el enorme mundo, pero en mi escasez de socialización, con Mikey
las cosas han sido diferente, es como si con él me pudiera sentir más identificado; menos nervioso,
más simplemente Yo.
—Era mi número al que hablaste —le digo —ayer por la tarde preguntando por Gerard.
—Justo en ese momento mi madre me había dicho que no encontraban a mi hermano. Vine de
inmediato al departamento y después de abrazar a mi madre busqué entre sus cosas hasta que
encontré su celular. Supongo que me estresé mucho y lo hice todo sin pensar; sólo llamé al primer
número que apareció en la marcación rápida. Y eras tú.
Jamás he usado la opción de marcación rápida. Para mí, eso es sólo para las personas que gastan
la mitad de su día en llamar a la misma persona. Parece una opción para las adolescentes donde
almacenan el número de su novio o el de su mejor amiga. Las opciones tecnológicas sólo hacen
que me sienta viejo. Sin embargo, y a pesar de mi reflexión, no imagino por qué Gerard tendría mi
número si nuestra comunicación vía celular es tan corta. Incluso la que es frente a frente fue
mínima. No entiendo, ni intento comprender cómo es que ese detalle aleja un poco ese vacío
generalizado.
—Dicen que es un secuestro —dice Mikey después de un largo, pero cómodo silencio. Me he
sentado a su lado sobre el largo sillón mirando hacia la desordenada pila de papeles —, pero los
secuestradores no se han comunicado con nosotros. No han pedido rescate.
Asiento simplemente, pero no agrego algo más. En este momento, suena tan inútil dar teorías que
el silencio parece ser la mejor opción. Miro entonces hacia la ventana. El horizonte oscuro,
plagado de estrellas que no se dejan ver gracias a las luces de una ciudad siniestra, pero no
importa, detrás del manto lleno de artificialidad me imagino el brillo tan distante de lo que
siempre pensé eran sólo rocas flotantes. Cayendo, subiendo y bajando. “¿No estamos todos
igual?”. No entiendo cómo es que debo sentirme o cómo tengo que reaccionar. Ahora parece que
mis pies avanzan a través de hielo delgado, tengo miedo de caer, de no reaccionar a tiempo, pero
sobre todo, temo que su mano no me pueda rescatar.
«A veces siento como si simplemente pidiera demasiado».
—Será niña —. El silencio se interrumpe por esa suave voz. Giro un poco la cabeza para notar su
mirada miel dirigida hacia la ventana, posiblemente perdido en su propio Universo lleno de luces,
gases y colores lejanos. No pregunto. Espero, como siempre lo hago a que él se encuentre listo
para continuar. Mikey lanza un suspiro antes de mirarme —, mi hija. Tendremos una niña.
Él no sonríe, pero en sus ojos se nota un brillo diferente que me hace mover la cabeza en un gesto
afirmativo. El movimiento es rápido y espontáneo, mi mano sobre su hombro consigue una sonrisa
tan pequeña, que comienzo a preguntarme si mi imaginación no está jugando conmigo.
—Gerard estará muy feliz. Apostó conmigo una cena a que sería niña —dice volviendo a mirar
hacia la ciudad. Mi mano cae desde su hombro hasta tocar nuevamente mi rodilla—, jamás podré
ganarle. Él lo sabe todo.
El tono que usa es como si fuera la voz de un niño de siete admirando a su hermano mayor, el
súper héroe. Es sorprendente cómo el entusiasmo avanza con la mención de su nombre, justo
como ocurre en mi mente cuando me remonto a esos instantes en que podía libremente
perderme en sus ojos.
—Él está bien —por fin hablo. Mikey me mira, lo noto aunque no volteo a verlo. Sigo perdido en la
oscuridad, mirando las luces que danzan. Posiblemente, Gerard las esté viendo también —. Él…
volverá.
No sé si es consuelo para el hermano pequeño que luce tan perdido sin su ejemplo a seguir, o
simplemente auto convencimiento para evitar derrumbarme. Como sea que fuere, consigo hacer
llorar a Mikey, con un llanto silencioso que se desliza a través de sus mejillas. Ahora sí le miro,
poniendo toda mi atención en el suave perfil. Luego me mira.
Nos quedamos en silencio, yo demasiado perdido en la forma en que las gotas se deslizan por el
camino ya húmedo, él usando el rostro sereno con una suave sonrisa.
—Lo sé —asegura, y me pierdo en la aparente paz, porque Mikey la inspira, porque yo la necesito
y porque Gerard lo merece. «Éste es un buen lugar».
*

Me quedé apenas una media hora más con Mikey antes de ver llegar a Sarah, Hope y a los padres
de Gerard. El cuarteto traía consigo bolsas color canela y miradas perdidas. Rostros dubitativos
completamente ajenos a mi presencia, o a la de Mikey sobre el sofá. No es hasta que la rubia
dirige su mirada, posiblemente buscando al menor de sus hijos cuando repara en mi presencia.
—Buenas noches —dice ella con educación haciendo que el resto de los presentes voltee hacia mí.
Sarah es la primera en reaccionar, acercándose a mí deprisa, tomándome por el cuello e
inclinándose para darme un abrazo apretado que tardo en responder.
—Dios, Frank —escucho a mi oído, sin más palabras que me ayuden a entender el significado.
Quizás quiera volver a disculparse, o tal vez haya pensado que nunca me volvería a ver.
Sea como sea, Sarah me retiene entre sus brazos, yo no sé si horas, segundos o minutos, pero
antes de poder celebrar que por fin podría volver a obtener oxígeno, son esta vez los brazos de
Hope los que me atrapan de una forma más sutil.
—Te extrañé —susurra la psicóloga. Yo sólo puedo estrecharla con más fuerza. Yo también le he
extrañado.
Cuando consigo librarme de las mujeres, me esperan los rostros de los esposos Way. La rubia y el
hombre canoso me miran con cierto recelo, hasta que Mikey, sorprendiendo a la multitud
comienza a hablar.
—Él es Frank, un amigo de Gerard. ¿Trajeron comida japonesa? —Pregunta. Su madre asiente
apenas—, bien, iré a despertar a Alicia.
—No la presiones —le responde su madre—, si no se siente bien déjala descansar.
—Fue por ella que trajeron comida, fue su antojo así que tendrá que comer. No pienso permitir
que mi hija tenga cara de verduras al horno.
Las risas invaden el salón, poco a poco la atmósfera incómoda desaparece dando lugar a un
momento que parece cotidiano. Lanzo una mirada a Mikey, en agradecimiento justo a tiempo para
verlo subir las escaleras. No hay muchas preguntas el resto de la noche. No preguntan por mí más
que mi nombre y si quería más arroz. Nadie dio más noticias de Gerard y luego de otros fuertes
abrazos salí de ese departamento con un temblor extraño en las rodillas e incertidumbre.
Creo que fue el estado de shock. Algo parecido al momento en que termina la película y no tienes
opinión clara si fue buena o no, porque primero tienes deseos de digerir la trama y el clímax de la
historia. Me siento así. No sé si fue bueno o malo, tendré que consultarlo con la almohada, tal vez
para la mañana tenga una buena reseña, o tal vez lo olvide, como cuando veo películas de terror,
pero el tiempo es siempre traidor y a uno sólo le toca seguirlo con respeto.

*
Mi turno es de tarde-noche esta vez. Mi compañera Melanie se prepara para partir justo cuando
un nuevo cliente llega sonando la campanilla. Comienzo entonces con la rutina del nuevo día en la
farmacia, atendiendo a nuevos clientes e intentando descifrar letras médicas sobre el nombre de
algún nuevo medicamento antiemético. No he tomado mucho tiempo para pensar, ni siquiera
para echar a volar la imaginación. No me permito ver películas ni escuchar música, porque me
aterra reencontrarme con el Frank deprimido por una pérdida amorosa. Es como si me detuviera
por un minuto, comenzara a pensar en todo lo que no debo, mirando sobre mi cuerpo como un
fantasma naciente. Es más fácil seguir en movimiento.

Some days, feels my soul has left my body


Ciertos días, siento que mi alma abandona mi cuerpo
Feel I’m floating high above me
Siento que estoy flotando por encima de mí
Like I’m looking down upon me
Como si me estuviera observando por arriba.

Start sinking, everytime I get to thinking


Empiezo a hundirme cada vez que me pongo a pensar
It’s easier to keep on moving
Es más fácil mantenerse en movimiento
Never stop to let the truth in
Jamás te detengas para abandonar la verdad.

Ha pasado día y medio desde que abandoné contrariado ese departamento de estilo minimalista.
Ni Sarah ni Hope han llamado, ni yo he intentado llamar. Pienso que si no recibo noticias, es que
no son malas, y si no son malas, entonces él está bien. No puedo jugar con el optimismo, pero en
mi deseo de continuar con la vida, la teoría se apega más a mi objetivo, porque no quiero llorar.
No quiero desear girar para tomar una de esas pastillas que me hagan sonreír, o me permitan
olvidar.
Por la noche volví a soñar con él. Con sus ojos verdes, sus labios apretados y su ceja levantada,
criticando una película antes de robarme un beso. Luego he escuchado un “te amo” que ha tenido
que salir de mí, pues en esta imaginaria relación sólo de mi lado existen sentimentalismos. ¿Quién
lo iba a decir? Yo… enamorado, y ahora perdido.
Me conformaría con ver su rostro y saber que está bien, que vuelva a ignorarme o girar la cara;
pero simplemente, saber que continúa respirado. Que su mirada no se ha perdido ni el verde de
sus ojos que tanto adoro se ha esfumado.
«Definitivamente, tomar descansos me hace mal».
And if I stop for a minute
Y si me detengo un minuto
I think about things I really don’t wanna know
Pienso en cosas que realmente no quiero saber
And I’m the first to admit it
Y soy el primero en admitirlo
Without you I’m a liner stranded in an ice floe
Sin ti soy un barco abandonado en un témpano de hielo.

Ordeno por colores, por tamaños y por abecedario, de cualquier forma con tal de no maltratarme;
con tal de continuar.
Y lo consigo, hasta la hora de cerrar.
El candado asegura el local y me da la libertad. Ahora mis pies siguen el camino conocido hasta el
bar donde la música es tranquila, guitarra y percusión suave. Me siento en la misma mesa y espero
la misma media hora hasta verla llegar. La plática empieza, sin permitirme respirar para comenzar
a extrañarlo.
—Así que, conociste a tus suegros —la boca pintada de carmín se alza burlona ante mi obvio
bochorno por la palabra —. ¿Y son agradables?
A Rebecca le he contado todo, desde el incendio hasta su desaparición. No me he guardado nada,
porque con alguien tengo que compartir todos mis pensamientos antes de reventar. Rebecca
guarda silencio, me mira y toma mi mano. Se siente como si pudiera contar con ella hasta el final.
—Mucho.
— ¿Ya te quieren? ¿Te aceptan como el prometido de su hijo?
Ella sonríe. Sé que intenta ser graciosa, pero a mí la sonrisa no me sale, ni con el divertido
comentario. Posiblemente sea porque para mí la situación es más dolorosa que agradable o
posiblemente porque yo no supero o sano a la misma velocidad que los demás. No puedo jugar
tan fácil con mi dolor, porque arde aún.
—Lo siento —dice ella. Porque tampoco soy bueno en ocultar mis emociones, no tengo la
velocidad para analizarlos, reconocerlos y esconderlos.
—Está bien.
— ¿Has fotografiado?
—No he tenido ánimos. He dejado la cámara en la alacena, no sé por qué. Supongo que porque
simplemente, me siento perdido…
Perdido en mi hogar. Perdido en el mundo, perdido dentro de mí.
Me retiro entonces con un beso en la mejilla, un “hasta mañana” y un “te quiero”. Nadie sabe
cuándo será la última vez en que nos encontremos, por ello sospecho, Reb ha adoptado la manía
de decirme cuánto me aprecia antes de dejarme ir. La vida es corta, llena de desagradables
sorpresas. Tal vez yo deba tomar el ejemplo de mi amiga. Tal vez todos los seres humanos
deberíamos, pero para ello, supongo, necesitaríamos que todos al mismo tiempo tuviéramos una
pérdida tan grande que nuestra zona de confort desaparezca hasta obligarnos a cambiar.

Salí de ahí quince minutos antes de la media noche. La noche era fresca, pero agradable y
posiblemente pudiera yo ponerme a reflexionar sobre el daño a la capa de ozono con el
consecuente cambio climático si no fuera porque en mi natural torpeza hubiera chocado contra la
espalda de alguien. Mis ojos siguieron la figura hasta toparse con el conocido afro y de inmediato,
con el rostro familiar. Presurosamente, mi cuerpo tembló y mi instinto de supervivencia se puso
alerta, me alejé un par de pasos del hombre que por la sorpresa había dejado caer sus paquetes.
No supe si ayudar como mi educación indicaba o correr hasta encerrarme en mi casa para luego
esconderme bajo la cama, pero él no esperó a mi decisión, porque de inmediato estaba sobre sus
rodillas, recogiendo y guardando en las bolsas paquetes con algodón y botellas conteniendo
alcohol.
Cuando tuvo todo nuevamente ordenado fue cuando por fin dirigió su mirada hacia mí. No sé qué
excusa dar ante el cuestionamiento: ¿Por qué no te largaste de ahí?
No lo sé. Sólo me perdí mirando el desastre bajo los pies, esperando no sé qué diablos. Sin
valentía, sin un plan. Simplemente congelado porque así soy yo, lento para reaccionar.
—Fíjate, idiota —dijo con voz dura. En una respuesta inmediata moví la cabeza, tratando de
esconder mi mirada de la suya. Ray Toro lanzó un bufido que bien pudo hacer referencia a su
apellido antes de girar y dejarme ahí, con mis fantasmas, mi miedo y esa falta de reaccionar.
Fueron siete los minutos que tuvieron que pasar antes de que yo finalmente decidiera regresar a
casa. Me gustaría saber si algún día podré convertirme en un ser valiente.
Me gustaría saber si algún día dejaré de mover la cabeza y empezar a defenderme. Pero también
me gustaría saber el resultado de todos los Óscares, al final, son sólo ilusiones y nada más, jamás
podré ser más que el desperdicio de aire asustadizo, tímido y casi invisible ser. Como un niño
aterrorizado, como un hombre sin futuro, perdido en mí, y ahora ahogado, derrotado. Vacío. Sin
él…
«A veces parece una buena idea gritar hasta quedar sin voz.
A veces sólo quiero que todo desaparezca.
A veces, sería mejor flotar sobre mi cuerpo, y sólo desvanecerme».

Sometimes I feel like a little lost child


Algunas veces me siento como un niño perdido
Sometimes I feel like the chosen one
Algunas veces me siento como el elegido
Sometimes I wanna shout out ‘til everything goes quiet
Algunas veces me dan ganas de gritar hasta que todo quede en silencio
Sometimes I wonder why I was ever born
Algunas veces me he preguntado por qué nací.

No fue cotidiano ese domingo. Luego de dar infinidad de vueltas sobre el colchón, logré dormir
pasadas las tres de la mañana; por ello, resultó irritante escuchar el sonido de mi celular
despertándome a las siete.
Me fijo en la pantalla notando el dibujo del sobre amarillo, que bien podría ser sólo un mensaje
publicitario, y si lo es, me prometo dormir en su honor ocho horas más ese domingo. Pero debajo
del sobre, aparece de pronto un nombre conocido: Hope. Mis sentidos regresan casi por arte de
magia, mi cuerpo se acomoda contra las almohadas y los párpados intentan mejorar la visión con
constante movimiento. Finalmente oprimo el botón para ver el contenido. Una dirección que es
simplemente un kilómetro en la autopista y al final, como si pudiera ver las letras en un tono más
oscuro puedo leer: “Ven rápido”.
No me detengo a pensar en el significado. Simplemente me pongo un pantalón, lavo mi rostro y
lamento mi idea de la ecología y la falta de vehículo propio. No me detengo a pensar por un
instante, me niego a usar mi imaginación para crear posibles escenarios.
A medida que vamos llegando, la ciudad se aleja tras nosotros y la presencia de árboles altos
empieza a asomarse a través de la ventana. Poco a poco la imagen distante toma forma de camión
de bomberos. Las alarmas en mi cerebro se encienden.
Pago de prisa, el propio conductor parece muy dispuesto a regresar lo más pronto posible.
Corro hasta reconocer la cabellera rubia, Hope me abraza de inmediato, aunque ahora es más
rápido. Me pierdo en el humo que emerge del automóvil. Un audi negro completamente
destrozado. Ahora un par de hombres asomaban la cabeza al interior.
— ¡Un cuerpo! —Grita uno. Mi corazón se detuvo, mi respiración se cortó y a mi lado pude
escuchar el sollozo saliendo de la boca de Donna Way.
Los hombres seguían discutiendo entre ellos, diciendo que estaba carbonizado, que sería difícil
reconocerlo y que alguien llamara a los forenses. No supe en qué momento comencé a llorar, pero
lo noté cuando la figura de esos hombres se desvaneció en una nuble gris y de pronto tuve la
necesidad de cerrar los ojos, sólo para sentir en mis mejillas una pesada humedad.
—La matrícula corresponde a Gerard Arthur Way Lee —dice un policía a un compañero.
Es justo la frase confirmatoria la que logra como en automático la exclamación comunitaria en mis
acompañantes. Sarah se aferra a Hope como si temiera caerse, Donna solloza amargamente y yo
tengo la imperiosa necesidad de recordar la letra de “More than Words”, pero no recuerdo nada.
No puedo escuchar nada. Sólo puedo recordar sus ojos, tan verdes, tan mágicos, tan cínicos.
—Gerard —el nombre se me escapa hasta confundirse con un sollozo.
Mis piernas no me soportan y a diferencia de mis acompañantes, yo no tengo a quien aferrarme,
caigo de rodillas frente a la escena cercada por la cinta amarilla. Y lloro. Y grito. Y lucho porque a
pesar del fuego que se ha consumido, siento llamas abrasando todo mi cuerpo. Su nombre en mi
mente se repite como una mantra.

Without you I’m child and so wherever you go


Sin ti soy un niño y a donde quiera que vayas
I will follow
Te voy a seguir

«Dios, te amo. Quisiera poder verte para volver a decírtelo, no me importaría cuántas veces me
rechazaras».
Ya no sé quiénes son, pero unos hombres recogen en una camilla lo que simula una figura humana
calcinada. Mi corazón se vuelve a detener.
—Gerard, por favor —susurro. Las lágrimas no cesan. “Por favor, no me dejes”.

XXVII. El enamoramiento posesivo y Celoso

La pasión hace que se pretenda poseer de modo exclusivo al objeto amado. La manía del posesivo
es apropiarse de la mente y el cuerpo del amante. La posesividad morbosa origina dominio
despótico y celos.

El grito se escucha fuerte y desesperado. Tan desgarrador como la piel lacerada que recibe ahora
el chorro de alcohol directamente.
—No era mi intención lastimarte, pero tú me provocaste —dice con voz serena limpiando la herida
con un poco de algodón. Sobre su espalda se dibujan figuras extrañas gracias al cuerpo que se ha
impactado contra la piel ahora rojiza y maltratada, sangrante que escose —. Fue tu culpa, Gerard.
El pelinegro poco puede hacer hasta que el ardor desaparezca, ahora sólo puede morder sus labios
con fuerza, tragándose los gemidos, intentando contener las lágrimas.
—Es sorprendente que hayas terminado la carrera de medicina —murmura con la voz ahogada—
sin saber que es mejor lavar las heridas con agua y jabón, el alcohol retarda el proceso de
cicatrización y el algodón contamina porque se deshace.
La sonrisa se borra cuando dos dedos presionan contra la herida abierta. Los gritos regresan.
—No importa, te voy a quitar ese papel de Doctor House, cariño. Tengo toda la vida y tú también.
Después de todo, ya estás muerto, Gerard Way.
El doctor cierra los ojos. Nuevamente el líquido penetra por su tejido sangrante.
Parece un buen momento para estar muerto.

El detective ha dicho que ahora todo está en manos de la medicina forense, que para estar
seguros identificarían el cuerpo en base a los récords dentales de Gerard. Ha dicho que esperemos
dos días. Para todos, ha sonado como un par de años de espera. Donna ha dicho que no es su hijo
y todos le hemos creído, después de todo, las madres siempre saben de eso. Tienen un sexto
sentido.
—Frank, ¿necesitas que te llevemos? —Pregunta Hope con las mejillas mojadas, el maquillaje
arruinado y todo el rubio cabello desarreglado.
Asiento con la cabeza siendo consciente que necesitaré más que sólo terapia para continuar. Los
padres de Gerard me ignoran, posiblemente no hayan escuchado mi tranquilo “adiós” o no les
haya importado. Bajo del auto con un enorme peso en los hombros.
—No puedo —le digo a Betsy —, no quiero continuar.
Me dirijo hasta la cama donde me dejo caer sintiendo la almohada apretando mi nariz. No
importa. Ahogarme suena a una buena idea. Sólo quiero olvidar. Perder la consciencia hasta dejar
de sentir este dolor.

Raymond Toro lo tenía todo perfectamente planeado. Estando oculto entre las sombras, esperó
como el mejor cazador. Atacó a la víctima a traición, desde la nuca un golpe certero que le hizo
caer, con un poco de práctica, cualquiera podría tener inconsciente a su presa. Ray lo sabía. Lo
practicaba. Permaneció unos instantes mirando el rostro tranquilo, los suaves pómulos y las
elegantes pestañas; sin embargo, los sonidos de la ciudad son inquietantes en la noche y no hay
mucho tiempo para el romance. Cargando con su preciosa carga al hombro se apuró hasta la
camioneta, una Jeep del 2009, azul marino con el interior de piel. Ray sonrió al tomar el volante,
otro trabajo bien logrado.
Su apartamento no era seguro, y eso lo sabía bien. Por ello había alquilado uno en la zona
residencial, con dos recámaras, dos y medio baños y un jacuzzi que sugería buenas noches. Dejó la
carga sobre la cama matrimonial, de cubrecama color perla y cabecera marrón chocolate. Salió
para asegurar las puertas, contaba con que al despertar, el médico tuviera cierta resistencia a
entender que en realidad, se pertenecían uno al otro; pero él tenía tiempo, paciencia y buenos
métodos de convencimiento. Ray siempre obtiene lo que quiere.

Gerard Way despertó cuarenta minutos después de que llegaran. Ray se había colocado frente a él
sobre una silla para verlo dormir. Los párpados se movieron un par de veces antes de que el resto
del cuerpo reaccionara poniéndose de pie.
—Toro, ¿qué demonios, dónde…? —La voz se esfuma mientras inspecciona el lugar. La habitación
amplia con dos puertas cerradas, muebles terracota y alfombra en tono plomo — ¿Dónde diablos
estamos?
—En casa —la sonrisa que le dedica el psiquiatra le causa un ligero temblor que Ray nota. Ahora
sonríe más ampliamente, porque el respeto y el miedo van de la mano, luego llega la obediencia, y
de ella podría fundar la felicidad. Doblegaría a Gerard Way hasta convertirlo en el ser que le siga,
que le adore y que bese sus pies. Quebraría la coraza, la máscara de sarcasmo y cinismo y en su
lugar haría que le extrañara con cada fibra de su ser.
— ¿En casa de quién?
—Nuestra.
— ¡Estás loco! —Exclamó—. Si ya lo decía yo que ese grado de idiotez no era normal —ahora
sonríe, con una sonrisa burlona que hace desaparecer el humor tranquilo de Ray Toro. Ahora, el
castaño se pone de pie, imponente frente a Gerard. El cuerpo del médico se echa hacia atrás, pero
no sus palabras—. Ahora, déjame ir, que tengo muchas cosas por hacer y no puedo estar
perdiendo el tiempo con tus tonterías de Marilyn Monroe (*).
No vio venir el golpe, ni siquiera pudo intentar elevar las manos para defenderse, porque en
menos de lo que dura un parpadeo, Gerard tenía el puño de Toro clavado sobre la mejilla. Fuerte y
directo, in piedad; tanto que tuvo que dar un par de pasos hacia atrás gracias a la inercia.
—Ahora, te quedarás aquí, maldito Gerard Way, hasta que a mí se me pegue la gana volver, y ni se
te ocurra pensar en salir; no lo harás. Iré a estudiar, mañana tengo una conferencia. Ya sabes, la
vida de un médico.
Y tras el brillante discurso que dejó paralizado a Gerard, el castaño doctor hizo algo más que cortó
su respiración, se inclinó y de prisa dejó sobre sus labios un casto beso que se parece a los besos
que los esposos se dan en las películas.
—Buenas noches.
Entonces se va. Abre la puerta, luego la cierra haciendo un sonido característico que Gerard
identifica como el momento en que gira la llave sobre el cerrojo.
Así pues, oficialmente la pesadilla comienza.

La conferencia duró hora y media. Con traje negro y corbata verde olivo, Ray se plantó frente al
público que incluía desde jóvenes desinteresados hasta recién graduados doctores en
neurofisiología. El tema, el nuevo tratamiento en trastornos mentales en niños. Su búsqueda
nocturna le llevó a artículos de actualidad y diversos estudios donde incluso su nombre estaba
incluido. Quería destacar y que esos hombres que elevan la ceja ante cualquier error cierren su
mente llena de críticas para simplemente aceptar que Ray Toro es un ser dotado de gran
capacidad médica.
Con el objetivo logrado abandona la sala, luego de apretones de manos, sonrisas y felicitaciones.
Se le antojaba justo en ese momento regresar por el desayuno, por lo que la invitación del
neurofisiólogo Mike Kemp es rechazada. Regresa con a casa con la sonrisa cansada y la esperanza
a flor de piel.
No le ha vuelto ha dirigir la palabra desde la noche anterior. No le llevó de cenar o ha dejado pasar
siquiera agua por debajo de la puerta, espera que la condición le vuelva vulnerable. Vulnerable y
adorable.
— ¡Buenos días, Gee! —Exclama abriendo la puerta. Sobre sus manos lleva la charola donde el
desayuno para dos ha llegado.
Sobre la cama un bulto se dibuja, completamente vestido sin usar las sábanas. Gira entonces
perezoso ante el grito, sin siquiera mostrar sorpresa o temor; hay en esos ojos verdes tanta
indiferencia que comienza a creer en la posibilidad de sacudir los vasos con jugo de naranja de la
desesperación.
—Vamos a comer el desayuno en paz —advierte con voz severa como un padre amenazando con
premeditación a uno de sus traviesos hijos —. No quiero ironías o sarcasmos. Sólo tu boca
abriendo y masticando las tostadas con mantequilla.
Como si sobre su espalda descansara una enorme carga, con pereza Gerard se ha sentado sobre el
colchón. Con obediencia ha mantenido la boca cerrada, aceptando el acuerdo porque el dolor en
su abdomen no puede mitigarse más. Ha pasado la mayor parte de la noche en vela tratando de
olvidar que tiene hambre y sed. Es ahora su momento para aprovechar de la comida, que aunque
fuera la más asquerosa del mundo, devoraría con emoción. Para su fortuna, y como en todo en su
vida, Ray triunfa como cocinero.
No hay conversación amena o intenciones por iniciarla. Gerard mastica deprisa, mientras Ray
disfruta de la vista.
—Tengo consulta hasta las cuatro, volveré; comeremos y luego…
Se calla para dejar salir una siniestra sonrisa de medio lado. Los ojos abiertos con la mirada fija en
los suyos. Le causa un estremecimiento, porque ésa parece más la mirada de un psicópata que la
de un inocente médico.
—Luego nos divertiremos mucho tú y yo —termina con suavidad, como si estuviera esperando
que fuera media noche del veinticinco de diciembre para desenvolver un ansiado presente.
En su neblina de satisfacción combinada con lo que considera un exitoso desayuno, comienza a
imaginar el escenario perfecto para tomar lo que le pertenece. Gerard Way, en mente, alma y
cuerpo. Así pues, se inclina nuevamente abriendo los labios para atrapar el inferior del neurólogo
en una suave caricia. Ray siente cosquillas que ascienden desde la punta de los dedos hasta
recorrerle el rostro como fresca brisa de abril. No importa si no hay respuesta, si los ojos verdes
jamás dejan de mirarle o el pecho se siente firme, los hombros tensos y el entrecejo levemente
fruncido. Lo único que parece importar es probar su boca, bajo cualquier excusa, bajo cualquier
circunstancia. Sonriendo se aleja tomando la charola dispuesto a volver a cerrar con llave tras
abandonar el lugar. Sin embargo, parece que el silencio es una cuota demasiado alta para pagar
por el médico de ojos verdes, porque antes de que pueda cerrar ya está escuchando su cálida voz.
—Pudiste simplemente invitarme a salir.
Ray espera. Analiza la mirada perdida y la postura derrotada.
— ¿Habrías dicho que sí? —Pregunta lleno de esperanza.
De inmediato, tras haber terminado de hablar, el porte se recupera junto a la rectitud de la
columna y con la barbilla alzada.
—Claro que no. ¿Quién querría salir con un demente?
La puerta se cierra con tremenda fuerza segundos antes en los que recibe un puñetazo que hace
crujir los nudillos. Ray aprieta los labios y contiene dentro de su mente los insultos que desea
repartir a su amado doctor. Gerard Way no entiende, no sabe de lo que es capaz. Pero no importa,
porque no falta mucho para que Raymond se lo haga entender.

Ray regresó a las cuatro con veintidós minutos con un paquete de comida china y una botella de
champaña escondida bajo el brazo. Sintiéndose deseoso de tener una celebración digna con su
nuevo “invitado” atravesó el pasillo hasta llegar la puerta del fondo, esperando ser recibido por el
precioso silencio de un hombre derrotado, Ray fue sorprendido por el sonido de un leve crujido
proveniente de la otra habitación.
Con prisa procedió a abrir la puerta sólo para descubrir a Gerard Way logrando apenas abrir la
puerta que daba lugar al baño. En un instante la mueca feliz del médico desapareció, recibiendo
como una roca recibe el impacto de una nueva ola, un sentimiento de ira que sólo podía definir
como traición.
— ¡¿Qué demonios piensas que estás haciendo?!
A pesar de notar el titubeo de la sorpresa al verlo llegar, Gerard pronto recuperó la compostura.
Raymond sólo quería plantarle un beso rudo hasta cortarle la respiración.
— ¿Qué crees que estoy haciendo? Quiero ir al baño, maldito imbécil.
Y sin más, el neurólogo cerró en su nariz la puerta de madera. La comida fue arrojada sobre la
cama mientras que aferraba con el puño el cuello de la botella de champaña. Un nuevo
sentimiento se apoderó de su cuerpo; era deseo. Calor. Necesidad de apropiarse de cada rincón de
su piel, de sus labios, borrarle hasta la última gota de autosuficiencia, pero Gerard no le quería
(aún), lo sentía en cada mirada, en cada gesto como ahora que le empuja luego de salir del
sanitario. No desea a un Gerard que no sea capaz de corresponder, pero la urgencia se siente
cosquilleando entre sus dedos; sin explicaciones sale de lugar cerrando tras de sí, las copas se
llenan con champaña burbujeante, la cual se agita más cuando recibe las gotas del ansiolítico.
Raymond agradece su título de psiquiatra. Conseguir Diazepam es más fácil que decir buenos días
en el hospital.
Cuando regresa a la alcoba, el instinto responde por él. Gerard está tirado en el suelo, recargando
la espalda contra la cama; sin pensar si era lo adecuado o no, sus pies dejan una fuerte patada a
nivel abdominal, sus manos dos rápidas bofetadas a cada mejilla. Escucha gemidos que le mejoran
el buen humor.
—Ten. Bebe —Ordena sin dar cabida a la posible réplica ofreciendo la copa.
El pelinegro le mira sin aire, sobando su pecho como si el golpe hubiera sido ahí.
— ¡Bebe!
Tan pronto como lo hace, Ray se permite liberar una sonrisa satisfecha, con diversión observa los
primeros efectos de la droga. La pesadez en los párpados, la mirada perdida y el entumecimiento
en las extremidades del doctor. Poco a poco Gerard va cayendo en una espontánea inconsciencia;
entonces parece que llega la hora de celebrar.
Con cuidado arrastra el cuerpo inconsciente de Gerard hacia la cama. Le hubiera gustado
remontar las películas románticas cargándolo como recién casados, pero él no es admirador del
gimnasio y definitivamente, Gerard no es una delgada veinteañera. Se entretiene luego en mirar
su rostro, su piel pálida, su respiración calmada. Con cuidado, como si temiera despertarle desliza
un dedo sobre las mejillas, luego otro sobre la nariz; contornea los labios que se sienten ásperos,
pero no importa, siguen siendo tan hipnóticos como antes. Sin resistirlo más se inclina hasta que el
momento que ha esperado por tanto tiempo culmina, sus labios contra los de él en un beso tan
falto de vida como el estado de Gerard Way, pero que sabe a gloria, caramelos y todo el chocolate
del mundo. Es tan perfecto que podría ser diabólico.
—Eres mío…
La llama se enciende y no desea parar, la boca ahora besa las mejillas, la redonda nariz y el lóbulo
de esa oreja que se esconde tras el cabello largo. Su cuerpo no huele a jabón, es más paso del
tiempo y sudor que rosas y frutas, pero poco le importa a la lengua que lame el cuello de arriba
abajo. Ray gime de satisfacción, hincándose contra el cuerpo, abriendo las flácidas piernas con las
suyas para colocarse entre ellas con facilidad.
—Cuando despiertes —susurra desabrochando cada botón de la camisa oscura. Tras ella, una
playera de algodón arruinando el momento —, cuando me desees Gerard, la vamos a pasar tan
bien.
Dentro de su mente, en la parte profunda donde se encuentra aún la consciencia, Ray tiene el
sentimiento punzante que le dice que aquello no está bien, que no es correcto desear tocar a un
hombre, no es correcto tener una erección por ello, pero se siente perfecto.
—Y nadie lo sabrá —susurra restregando su dureza contra el muslo ajeno. Se siente tan bien que
poco importa lo pecaminoso, simplemente es un hombre demostrando su amor.
Porque lo ama, lo ama de eso no tiene duda, lo ama tanto que duele, que la sola idea de estar
alejado o compartirlo le quema por dentro. Le ama tanto que cuidará de él, a partir de ahora
Gerard Way no necesitará nada más que a Raymond Toro.
—Te lo prometo, mi amor.
Con más besos, saliva y movimientos sincronizados, Ray logra dejar el pecho al descubierto justo a
tiempo para sentir la culminación de la magia, donde todo se transforma en colores brillantes y
sonidos ensordecedores. Siente sus pantalones húmedos, pero eso no importa; satisfecho se deja
caer dejando un beso sobre el pezón derecho. No puede esperar para verlo despertar.

Al abrir los ojos, se siente como si estuviera teniendo la resaca más grande el mundo. La cabeza le
duele como si pequeños taladros estuvieran agujerando su cráneo de forma poco sincronizada, los
párpados le pesan y los ojos no consiguen ver más allá de la palma de su mano que sube con
dificultad hasta tocarse la frente. No sabe qué hora es, ni cuánto tiempo durmió, pero parece
como si lo hubiera hecho por una semana. Le toma más de veinte minutos hilar los últimos
sucesos de su vida; y cuando lo hace, un suspiro se escapa de su boca. Parece más una mala
película que la realidad. Y apesta, la situación, pero también él.
Si tan sólo pudiera recuperar sus fuerzas con más rapidez… Nota arroz a su lado, restos de una
cena que jamás se llevó a cabo. Justo en ese instante a su intestino se le ocurre hablar notando la
falta de alimento. «Es tan denigrante». La situación es ridícula. Su vida una maldita comedia,
Gerard sólo ansía llegar al final.
De pronto la puerta se abre, los planes d llegar a la ducha se esfuman cuando el rostro furioso de
Ray Toro llega hasta él. Inclinado, con la mirada imponente y rabiosa, incluso puede distinguir el
tono carmín cubriendo las mejillas.
— ¡Eres un asquerosa zorra, hijo de…! —Los gritos se extinguen cuando los golpes llegan. El puño
impacta contra el pómulo, contra la nariz, contra cada parte de la cara como el más vil de los
boxeadores.
Ray no mira, no se da cuenta; se ciega por la ira de volver a encontrarse a uno de esos
experimentos buscándolo por el hospital.
— ¡Debí haberlo matado como a los demás!
Los gritos siguen, los insultos y los golpes también, mientras Gerard, aturdido sólo se deja caer en
posición fetal completamente vencido por la furia de ese hombre. No se sabe cuánto tiempo pasa,
como un terremoto el daño es como si hubiera sido por horas, aunque el encuentro apenas
dudara segundos. Finalmente el hombre del gran afro parece desahogado entre lágrimas y sangre
que manchan ahora las sábanas.
Lo vio. A ese español de largas pestañas. El número cuatro de la lista de experimentos,
buscándolo, rogándole con la mirada a cualquier enfermera que le dijera donde estaba, suplicando
como la ramera que era; deseando a su doctor. Ray ahora mira el desastre, el cuerpo tembloroso
con la nariz sangrante, la cara marcada y las lágrimas presurosas abandonando esos preciosos ojos
verdes. Luce casi derrotado.
Entonces posiblemente no tenga por qué matar a ese maldito español, sólo deba pasar más
tiempo con Gerard. Ray sonríe.
—Iré por el botiquín, Gee.
Y así trascurre el segundo día.

Hacia el tercero, el ambiente en el hospital se vuelve un poco más caótico. Por todos lados la
misma pregunta, con el mismo médico de protagonista: “¿Dónde está Gerard Way?”. Cuentan que
los señores Way han iniciado una búsqueda, que han alertado a las autoridades y ahora, las
enfermeras parecen ser parte del cuerpo policíaco interrogando a todo el hospital. Ray Toro por
supuesto que se aleja del ambiente para llegar a casa con la necesidad de un plan. Nadie debería
de sospechar de él, pero especialmente, nadie debería encontrarlo; tendría que hacerles creer que
Gerard habría desaparecido para siempre.
Ingresa a la alcoba con un vaso lleno con agua y una cantidad más pequeña de tranquilizante que
ya se ha homogeneizado. Encuentra a Gerard sentado a la orilla de la cama, con las sábanas en el
suelo y la mirada perdida hacia ningún lugar. Su cara roja e hinchada se le antoja perfecta.
Ansioso ofrece el vaso, sabe que su inquilino no ha comido o bebido en más de doce horas por lo
que con gesto de asco termina por aceptar la bebida. Sabe que el efecto va a ser menos potente,
por lo que, sintiendo al doctor ligeramente más fracasado se anima a iniciar una conversación.
—En el hospital están todos locos por ti. Las enfermeras buscan debajo de cada piedra.
El pelinegro ni siquiera se digna a responder con algún gesto, simplemente termina de beber el
agua para volver a mirar un rincón de la alcoba como si fuera la respuesta a todas las preguntas
del universo.
—Tus padres encabezan la búsqueda —continúa, ansioso por un poco de atención—.
Posiblemente demasiado paranoicos por los últimos eventos.
Gerard entonces reaccionan. Sus ojos verdes, rodeados de púrpura y marrón buscan la mirada del
psiquiatra quien ahora sonríe satisfecho por la atención recibida.
— ¿Cómo sabes? —Inquiere el pelinegro.
— ¿Sobre el incendio en casa de tus papis? —Sonríe de medio lado—. Yo sé muchas cosas, Gee.
—No me llames así, asqueroso demente. Eres un maldito, hijo… de… —las palabras se desvanecen
al tiempo en que la lengua se siente pesada—. Otra vez —asegura—, ¿ahora qué hiciste? ¡Qué me
diste!
—No puedes irte, Gerard. No importa lo mucho que tus padres busquen, tú no te irás. Sólo me
tienes a mí y en cualquier momento puedo hacer desaparecer a todos para que lo entiendas.
—Tú fuiste —la mirada se empieza ensombrecerse. Es urgente la necesidad de recostarse —, en la
casa de mis padres. ¿Fuiste tú, verdad?
—Tú sólo me necesitas a mí. Es una pena que Donald Way no hubiera estado dormido.
—Imbécil, te voy a matar, te voy a…
La debilidad se acumula, y aunque quiera soltar más insultos, su cuerpo se siente muy relajado,
sus párpados muy pesados, pero aún así puede percibir la forma en la que el colchón se hunde y
con asco, percibe las manos del otro que le recorren el pecho. Ray se relame los labios, ahora
Gerard le mira con los párpados apenas elevados, puede ver ese verde brillante; entonces se
inclina. La boca entre abierta le hace una invitación que se rehúsa a rechazar. Su lengua danza en
la boca inmóvil. Se siente tan bien.
Gerard sólo quisiera tener fuerzas para morderlo o simplemente algo en el estómago para poder
vomitar.
—Sabes tan bien —susurra el del afro aún contra la boca ajena, permitiendo que ambos alientos
se entremezclen con sutileza —. Me gustas tanto, Gerard. Sólo quiero que me desees, que me
ames, ¿es eso tan malo?
Su nariz le roza la cara hasta llegar a la mandíbula, donde los labios se elevan dejando un beso. —
—Mis padres…
—Tú sólo me necesitas a mí. Sólo debes quererme a mí. Sólo yo soy bueno para ti.
>> Ámame, Gerard.
Entonces los besos bajan y las manos acompañan la travesía, se pierden en la suave piel de su
tórax recorriendo los pectorales con absoluta delicadeza. Su cuerpo se posiciona sobre el ajeno,
cada rodilla le toca la cadera. Soltando una sonrisa se inclina para besar los labios que ya ha
proclamado como suyos. Gerard intenta luchar contra el efecto del fármaco, pero las piernas no le
responden, apenas y puede moverse de un lado al otro, pero sin siquiera representar la mínima
molestia al psiquiatra, quien ya se ha despojado de la parte superior de su atuendo. La camisa a
cuadros se pierde entre la alfombra y el colchón.
—Ray —escucha.
Su nombre en apenas un susurro se vuelve erótico y aviva la llama. Una pasión abrasadora le
recorre desde la punta de los dedos hasta la terminación de cada cabello. Parece entonces un
buen momento para perder la amabilidad. Besa, muerde y hace sangrar los labios que ahora son
sólo suyos, le lame el cuello, le muerde sobre las carótidas, divirtiéndose al ritmo de las
pulsaciones; le pellizca los pezones y restriega la pelvis contra la ajena disfrutando de esa sinfonía
de gemidos ahogados y su nombre en una suave protesta que lejos de hacerlo retirarse le ayuda a
continuar.
—Ray, no. Ray, para.
Pero Ray no va a hacerlo. En segundos los pantalones de ambos desaparecen, dentro de su ropa
interior se eleva una erección ansiosa por dar término a lo que la inconsciencia de su amor no le
permitió disfrutar. Quería ver sus ojos, ahora perdidos o drogados, pero suyos, mirándolo
mientras se adueña de ese cuerpo centímetro a centímetro, hasta que cada barrera se derrumba y
sólo quede un Gerard Way vulnerable.
—Muero por hacértelo, Gerard, he esperado tanto…
—No, Ray no lo hagas —intenta retorcerse, luchar, pero su estado somnoliento no le ayuda, es
fácil para Toro someterlo bajo sus manos.
—Vamos Gee, no me vengas con que eres un inocente virgen. Sabrá el diablo con cuántos de tus
experimentos habrás hecho esto. Seguramente a ellos no les decías que no, ¿eh?
— ¿Mis…? ¿Cómo sabes? ¿Quién…?
—Te lo dije. Yo sé muchas cosas, Gerard.
Entonces la plática termina cuando un gemido de protesta por parte del pelinegro hace su
aparición. Ha sido despojado de su ropa interior y la situación se vuelve equivocada.
Está mal porque está drogado con medicamentos que le hacen bobo, torpe, adormecido pero no
inconsciente. Escucha, siente y sabe que la situación es errada, ridícula, espantosa. Raymond Toro
sobre él, lamiendo su mano y dirigiéndola hacia un lugar que no debería de tocar en su vida.
—No, ¡no! —Exclama, pero no parece haber nadie cerca.
— ¿Sabes qué es raro, cariño? Ni siquiera en estos momentos te dedicas a ser amable, tú sólo
ordenas. No me dices ‘por favor’.
Ray nota segundos de lucidez donde divisa la mirada hecha fuego cubriendo el verde como un
incendio que se propaga por el frondoso bosque.
—No importa, amor. Ya irás aprendiendo.
Entonces la situación errónea se vuelve pesadilla.
La intrusión quema como una herida expuesta a limón. Aún en su sopor siente las lágrimas,
consecuencia del dolor, pero más allá de él, son lágrimas de impotencia. En su mente, sólo puede
dibujar escenas de muerte lenta y dolorosa hacia Ray Toro; a quien poco le importa el odio
mental. Se encentra perdido, gozando en un movimiento rítmico con los ojos cerrados.
—Perfecto. Eres perfecto.
Gerard ya no habla, a no se queja.
Ha perdido. Sólo puede llorar, silencioso, desgarrador.
—Ya eres mío, Gerard Way.

Despierta con dolor muscular generalizado y pocas ganas de seguir respirando. Este es el cuarto, o
el quinto, o el sexto día; ya no lo sabe, generalmente, cada día inicial igual, con dolor de cabeza,
con pesadez en los párpados. No es tonto, ni se siente como resaca; tarda apenas segundos para
recordar los eventos pasados, aún siente las sudadas manos rodeando su cuerpo luego del acto, la
respiración pesada y que se le antoja maloliente. No supo en qué momento abandonó el cuarto,
pero poco le importó, porque aprovechó para enfocarse en menos momentos suicidas u
homicidas y más en sus padres. Dicen que cuando estás a punto de morir tienes un momento de
catarsis total. Gerard Way tuvo su propio momento en la casa de un loco acosador a las cinco de la
madrugada. Pero para su desgracia, él no se encontraba a punto de morir.
Su abdomen exclama por comida. Y la vida es todo moho y putrefacción.
—Buenos días.
La puerta se abre. Apenas es consciente entre la bruma de pensamientos desdichados, pero es
Gerard Way, no es tan difícil recuperar la compostura, enderezar la espalda y cargar con la
máscara de indiferencia ante su secuestrador.
—Te he traído el desayuno, pero a cambio de ello me gustaría que me hicieras a mí un pequeño
favor.
Raymond termina con una sonrisa, sobre sus manos descansa la charola plateada con el desayuno
más apetitoso que Gerard haya visto en su vida; sin embargo, la mueca lujuriosa y la tienda de
campaña elevando el delgado pantalón de pijama no le dan confianza.
—Aléjate de mí —murmura con los brazos cruzados contra el pecho. A Ray se le figura un pequeño
niño caprichoso.
—Eso no dijiste ayer cuando mi pene entró en tu cuerpo.
—Oh, ¿eso era un pene? Pensé que era el dedo meñique de algún acondroplásico.
La sonrisa y el buen humor se esfuman, la charola se tambalea y Gerard quisiera decir que si sigue
arrojando la comida sobre la alfombra o el cobertor, en poco tiempo estarán intestados de
insectos o ratas, pero no parece ser un buen momento; además, Ray ha decidido dejar la bandeja
sobre el tocador. Parece un buen momento para callar, pero no lo hizo. El psiquiatra toma una de
las elegantes copas, parece que su contenido es simple jugo de naranja, pero poco tiempo tiene
para burlarse de la “elegancia” de Ray cuando éste ya ha impactado el objeto contra la pared. El
jugo se derrama y la copa se convierte en fragmentos, algunos grandes, otros mucho más
pequeños. Tal vez Ray lo nota, y por eso toma el más grande, en la mente de Gerard poco ingenio
queda para crear un plan, sólo se mueve, torpe y asustado, demasiado rápido llegó el objeto
cortante sobre su espalda, y no se detuvo.
El ardor comenzó, sus gemidos iniciaron y ese olor a sangre llenó sus fosas nasales.
Definitivamente era tiempo de mejorar la estrategia, si quería vivir, definitivamente habría que
callar.

XXVIII. La Protección

La protección de la pareja remonta un cariño maternal básico. El amador protege al objeto amado,
con la vida, con la muerte y jura jamás hacerle sufrir.
Hope, que lo tiene todo organizado, en su mente y en su agenda marrón, dice que Gerard lleva
desaparecido 7 días y dos horas. A partir del incendio y con más inercia que ganas, me he
levantado de la cama para ir a trabajar. Lo único bueno de las 48 horas infernales han sido las
llamadas de Mikey desde el celular de su hermano mayor; en la última me ha invitado a
acompañar a su familia con el forense, dice que me lo merezco, y que Gerard lo necesita. También
me dice que le gusta hablarme, que es como si le aceptara, que es cómodo, que le gusta.
Sin más dignidad que la ya perdida lloro contra el teléfono sin saber realmente la razón, los
sentimientos de angustia y regodeo se entremezclan conforme avanzan sus palabras, pero Mikey
no pregunta, sólo me escucha llorar y espera por mí, en silencio.
Sarah y Hope pasan por mí esa mañana. La reunión es a las diez, pero la familia ha decidido
montar guardia desde las ocho. Nadie ha podido dormir, se nota en la reunión de ojos hinchados y
marcas azuladas debajo de éstos. Mikey es el único que se alegra con mi presencia, él y su esposa
me saludan dándome los buenos días y ofreciendo una humeante taza de café.
Ocupo un asiento sobre la hilera de incómodas sillas azules entre Sarah y Hope. La morena luce
demacrada, tan abatida como los invitados a un funeral.
Quisiera poder decirle algo, consolarla con suaves palabras y prometerle bienestar, pero no
puedo, no cuando veo a ese hombre de traje quirúrgico acercarse a nosotros. Escucho mi corazón
y los latidos de las cinco personas a mí alrededor. Todos con la esperanza del mismo resultado.
Donald es el primero en ponerse de pie aún con la mano de su mujer entre la suya. No sé si he
escuchado un “¿y bien?” salir de su boca o es mi mente gritando en desesperación.
— ¿El señor Way? —Pregunta el hombre extendiendo su mano hacia Donald, quien sólo asiente
con un movimiento de cabeza —Buenos días, yo soy el doctor Kovaks.
El médico es alto y muy rubio, con cejas casi invisibles y ojos azules. Su rostro me recuerda al
nuestro, agotado, desvelado; sin embargo, su sonrisa me tranquiliza, así a Hope, quien ha tomado
mi mano.
—Acabo de mandar el reporte a la policía —continúa—. El hombre al que han traído no es Gerard
Way.
El suspiro que abandona nuestros labios es enorme y casi irreal, tan sincronizado que arranca una
media sonrisa en el rubio forense.
—Los estudios dentales no corresponden, incluso hemos identificado a la víctima, su nombre es
Jacob Soria. ¿Le conocen?
El jadeo que suelta Sarah hace obvia la respuesta. Ahora los ojos azules del médico se posan sobre
ella.
— ¿Ha escuchado ese nombre, señorita?
Sarah niega, con el rostro empapado y la mirada escondida, es difícil reconocerla.
—Sólo, me alegro que no sea Gerard, pero lamento mucho la muerte de ese chico.
Todos parecen conformes. Kovaks, asiente, como si la entendiera e intenta con una sonrisa dar su
apoyo, posiblemente fuera una sonrisa que indica algo más, una esperanza de conocer a la bella
chica; podría sonreír por la ironía si no fuera porque mi mente se encuentra ocupada intentando
recordar se nombre.
«Sí, Gerard no está muerto, pero ese nombre… ¿Por qué me parece tan familiar?».

Llegué a escuchar en la televisión alguna vez en mi vida, mujeres sintiéndose satisfechas de saber
que sus hijos estaban en prisión. “Al menos sé dónde están”, decían y aunque estaban llorando,
parecía como si una parte de ellas estuviera profundamente aliviada. Entonces, si a mí me
hubieran dicho que ése era su cuerpo, el que estaba calcinado sobre la estrecha camilla en la
morgue, esa parte de mí se aliviaría como lo hizo con esas señoras, pero sé que es una idiotez,
porque prefiero seguir teniendo la angustia de preguntarme a cada minuto por su paradero, que
vivir con la oscuridad que representaría no saberlo con respiración. Ahora puede que no sepa
dónde encontrarlo, pero puedo seguir teniendo fe en volver a ver sus ojos.

Regresé a casa, con Betsy, que ahora se mantiene quieta, no se mueve en busca del Sol o el viento,
la miro como el hombre triste que soy, con lágrimas arremolinándose en mis ojos, listas para salir.
—No era él —le digo a mi helecho, ahora, como el chiflado que soy—, se trataba de otro hombre,
Betsy. No era mi Gerard.
Posiblemente esté de más llamarle mío, me parece escuchar la voz imaginaria diciendo que me
estoy dando demasiadas concesiones, pero necesito fuerzas, aferrarme a la idea de amarlo y que
su número uno de marcación rápida sea yo; aferrarme a la esperanza de que eso signifique más
que un error o la pereza de aprenderse todo mi número.
—Se trataba de un hombre llamado Jacob Soria.
De pronto, el pronunciar su nombre hizo encender un botón en mi cabeza. Inmediatamente
empiezo a visualizar el nombre, escrito en tinta azul en una lista que no era tan larga para parecer
la de asistencia en una primaria, pero sí lo suficiente para decepcionarme.
—Ese nombre, estaba en la lista de Gerard —digo como si Betsy pudiera recordarla también —.
Estaba en los papeles que me mostró Ray Toro…
Ray.
Otra alarma se enciende y las piezas comienzan a caer.
Sospecho, mirando la hora en mi celular, que no llegaré al trabajo, pero poco me puede importar,
estoy a punto de protagonizar mi primera novela policíaca.

Toco por tercera vez antes de escuchar pasos cercanos a la puerta. Una rubia mujer le recibió sin
los labios pintados de carmín o la sonrisa amable, sólo se notaba seria y cansada.
—Lo siento, ¿te desperté? —Pregunté ya que fue lo primero que pensé al verla.
—Sí, estaba tomando una siesta, ¿quieres pasar?
Asiento con la cabeza, ansioso y nervioso a partes iguales.
— ¿Se encuentra Sarah? —digo, sin poder esperar más.
—No, tenía clase en la Universidad.
—Oh —debe ser mi decepción notable, pues siento de inmediato la mano de Hope sobre mi
hombro.
— ¿Puedo ayudarte, Frank?
Con un suspiro le miro a los ojos. Son de un azul tan claro como siempre, tan confiables, leales y
suaves. Sé que ella no me juzgará. Que escuchará, que no será un regaño, será un consejo. Confiar
en Hope es lo mejor que me podría pasar.
—Tengo una pregunta, ¿tú realmente no recuerdas a Jacob Soria? ¿No te parece conocido el
nombre, siquiera?
La rubia se queda en silencio, como si intentara acordarse, pero finalmente dice No moviendo la
cabeza.
— ¿Por qué lo preguntas?
—Cuando el doctor hizo la pregunta, Sarah hizo una exclamación de pronto, imaginé que podría
significar algo, luego cuando he regresado a mi casa he pensado más y creo haberlo visto en la
lista… —la voz va perdiendo fuerza. No sé cómo llamar a esa lista sin auto-mutilarme.
— ¿La lista de qué, Frank?
—De los hombres con los que Gerard…
—Oh —no necesito más palabras. Con ese sonido identifico que la psicóloga me ha entendido, y
eso me resulta un alivio instantáneo —. ¿Estás seguro? Frank, tal vez debas descansar y dejar todo
a la policía.
—Sólo necesito volver a ver esa lista.
—Gerard… ¿él te la enseñó?
—No —niego inmediatamente con la cabeza —, cuando supe todo lo de… el experimento, fue
porque Ray Toro me lo mostró.
—Frank, no creo que…
—Piénsalo, Hope. Ray Toro es un desquiciado, me atacó, besó a Sarah por quién sabe cuál razón y
le hace la vida imposible a Gerard. Él también tenía acceso a esa lista. A esos nombres, a todo el
estudio.
—Pero, ¿cómo?
—No lo sé, pero son bastantes coincidencias, ¿no lo crees?
—Frank, en verdad, creo que deberías dejar que la policía haga su trabajo.
Mi cabeza baja, derrotado. Posiblemente quiera ver crimen donde no lo hay, pero prefiero sufrir la
vergüenza de equivocarme que haberme quedado con la duda y jamás haber intentado
esclarecerla.
—Por favor, Hope, dame una oportunidad —hablo ya buscando su mirar—. Déjame demostrar
que es una posibilidad, ayúdame, por favor.
Hope se queda sin habla por un momento, deja de mirarme y ahora se fija en sus propios dedos,
como si en éstos estuvieran las respuestas de la vida, como un mal alumno en un examen.
—Le diré a Sarah que te las lleve a tu casa en cuanto llegue. Iremos, ahora ve a descansar, ¿sí? —
La psicóloga me sonríe levemente, aún nos cuesta a todos sonreír. Parecen días lejanos cuando las
sonrisas espontáneas sin medicamentos llegaron a mí.
—Muchas gracias, Hope.
—Eres muy valiente, Frank —dice mientras me abraza—. Todo estará bien.
—Lo estará. Me aseguraré de ello.

Son las cinco con cuarenta cuando recibo una llamada. Es el supervisor de la farmacia, diciendo
que diera una buena excusa para no despedirme, y aunque supongo que podría inventarla,
haciéndome daño o a algún familiar ya muerto, de mis labios sólo escapa un derrotado:
—No se me ocurre ninguna.
El hombre estalla, en gritos y reclamos. Habíamos perdido medio día y no sé qué más.
—Y ni se te ocurra volver, Iero.
No me da tiempo para responder que las ganas de volver se reducen a números negativos,
simplemente cuelga dejando en mi oído un pitido molesto.
—Qué más da —me digo a mí mismo, en mi mente la llegada de Sarah es lo único que me
entretiene.
No le llamo a mi madre, pero le mando mensajes antes de que decida acosarme vía telefónica o
viaje hasta mi departamento para comenzar a sermonearme sobre las obligaciones de un buen
hijo. No me importa nada más, ni siquiera quiero revivir la imagen de Gerard en mi cabeza, lo
único que deseo es recordar la sonrisa retorcida de Ray Toro mientras un puño dibujado la golpea
con fuerza. Podría haber medio sonreído, pero el sonido de mi teléfono consigue que pierda la
imagen dentro de mi cabeza.
— ¿Diga? —Respondo ya esperando la conocida voz.
—Hola Frank —suena animado—, ¿tendrás tiempo para verme o estás con tu novio? Si estás con
él sólo di mi nombre, sino, déjame ir a contarte la gira publicitaria, mi editora está feliz.
—Jared… —digo apenado por interrumpir su discurso de niño animado.
—Ah, así que está contigo. Dile que quiero lamerte por todos lados. Quisiera ver su cara de enfado
—ríe.
—A mí también.
Mi tono triste me delata, sé que lo ha notado porque de pronto la risa se apaga.
— ¿Qué pasa?
Es difícil hablar, no encuentro dentro de mí las palabras apropiadas para contarle que Gerard no
está. Que hace más de una semana que ha desaparecido. Con mi soledad parece normal pensarlo,
pero contárselo a alguien más me obliga a que los recuerdos se arremolinen y mi voz tiemble;
Jared espera con paciencia que le siga explicando, pero no puedo agregar más a la frase: “Gerard
desapareció”.
—Voy para allá.
Y cuelga. Mi mejilla se apoya contra el aparato todavía sintiendo la humedad sobre éstas.
Es sólo un día más, igual de triste.

Finalmente mi puerta es golpeada a las cinco de la tarde. Mi emoción se aloja en mi garganta al


tiempo en que permito que las ansias giren el pomo.
Tras la madera los ojos azules de Jared Leto me esperan.
—Lo lamento, el tráfico estaba horrible —murmura antes de dar un paso sin invitación dentro de
mi departamento para rodearme los hombros con sus brazos.
Me permito dar un par de pasos hacia atrás. Jared no me suelta, y aunque intento alcanzar la
puerta, no lo consigo; nuestra caminata se detiene justo cuando mi trasero choca contra el filo del
comedor. No se siente mal, ni bien, es sólo algo cálido. Me permito apoyarme contra su hombro,
Jared es delgado, pero firme, después de todo lo sé; he visto bajo el suéter de cuello alto.
— ¿Estás bien? —Sus ojos me miran muy de cerca. Creo que incluso podría hacer bizcos mientras
me habla.
No puedo responder. No puedo ni mover la cabeza para indicar mi situación, porque la verdad es
que tampoco sé qué contestar, simplemente le veo. Jared tampoco presiona, su mano acaricia mi
mejilla y sus labios se estiran en una suave sonrisa.
No existen palabras que puedan mejorar la atmósfera, la falta de palabras sólo incrementa la
tranquilidad de mi mente, sus caricias sobre mi mejilla, se convierten en el mejor alivio para el
dolor interno; se siente bien, suave, correcto. Cierro los ojos permitiéndome disfrutar con todos
los sentidos el momento.
«Muchas gracias, Jared».
Nuevamente mi puerta siendo golpeada se deja escuchar, esta vez, interrumpiendo la escena.
Jared se estremece, le siento contra mi cuerpo; sin embargo, no me suelta de repente, se toma su
tiempo para dejarme ir, sin dejar de mirarme, sin dejar de sonreír. Nuevamente pienso que sería
maravilloso si pudiera sentirme contagiado por el gesto, pero las sonrisas parecen tan lejanas
ahora.
Abro la puerta finalmente, descubriendo tras ella al par de mujeres que han cambiado mi vida en
varios aspectos. Sarah luce tan elegante como el primer día que le conocí, la mirada ligeramente
teñida de carmín mientras toma entre su mano izquierda, la derecha de la rubia de ojos azules que
tiene la boca pintada de rosa. Ninguna sonríe. Ninguna llega a saludar, y sin embargo, el ambiente
no es tenso; sólo como debería de ser, adaptado a la circunstancia.
—Pasen —ofrezco, notando que Jared ya se ha dejado caer sobre el sofá.
—Buenas tardes —dice el escritor poniéndose de pie y extendiendo la mano—, soy Jared Leto.
Ambas medio sonríen y dicen su nombre; inmediatamente después, Sarah se gira para verme,
pues me he quedado contra la puerta mirando ajeno la escena.
—Dijo Hope que tenías una loca teoría que involucraba a Ray Toro.
—Y posiblemente ustedes sólo hayan venido a decirme que estoy loco.
—Traigo la lista —responde de inmediato—. Creo que deberíamos hablar.
El gesto que hace mirando a Jared me hace obvio pensar que espera que el ojiazul se vaya. Jared
no se inmuta, no mueve un solo músculo del sofá, sólo me observa, esperando que sea yo quien
tenga la última palabra.
—Es mi amigo —digo cuando finalmente encuentro mi voz—, está bien. Él puede escuchar.
—Está bien —dice Sarah, aún con el tono y la mirada poco convencida.
Hope toma asiento junto a Jared en el sofá más grande, Sarah lo hace sobre el individual mientras
yo hago lo mismo sobre una silla de mi improvisado comedor. De la enorme bolsa marrón que la
morena de ojos verdes carga sobre su hombro, extrae una carpeta.
La carpeta donde seguramente descansarán esa lista de nombres. Me muerdo la lengua y con ello
el dolor. Es ahora más importante sustentar las sospechas. No es tiempo para llorar.
— ¿La volviste a leer? —Pregunto con el nudo en la garganta.
Sarah asiente. Veo de pronto que Hope ciñe los puños contra el regazo. En mi abdomen un
cosquilleo comienza a ascender.
— ¿Está el nombre de Jacob?
—Frank, ¿realmente crees que todo sea culpa de Ray Toro?
Me mira fijamente, sus ojos verdes aunque son verdes, poco se le parecen a los de Gerard, éstos
son verde pasto, amarillento, brillantes y llenos de chispas como fuegos artificiales.
—Lo creo.
Sarah suspira, pesado, sus manos se acarician el rizado cabello como un tic nervioso.
—Estuve buscando información, hay dos hombres muertos en esa lista. Uno de ellos, tenía la
palabra “maricón” en su torso. El otro, es Jacob.
Mis ojos se agrandan al instante, mi boca comienza a temblar levemente, pero la morena eleva su
mano derecha, indicando que no ha terminado de hablar.
—La lista tuve que volver a imprimirla, los archivos estadísticos están en la computadora, pero
muchas de las notas del estudio de Gerard no están. He removido el estudio, he entrado a su
habitación para ver si el propio Gerard se las había llevado. No he encontrado nada.
—Ray las tiene —agrego de prisa —Él me las mostró. La lista, las notas. La carpeta con los archivos
del estudio. ¿No te parece bastante sospechoso?
—Seguramente fue el día en que me besó. Salí de la oficina corriendo tras Hope, ya lo había visto
curiosear, pero cuando salí, me olvidé por completo de él.
– ¡Ahí fue cuando tomó los borradores! —exclama la rubia psicóloga jadeando suavemente.
—Dios, Frank, si todo esto es cierto… posiblemente Ray sepa de Gerard —dice Sarah.
—O él ya le haya hecho… —me callo. Me resisto a completar la frase. Bajo la mirada asustado por
el eco de mis propias palabras dentro de mi cerebro.
—Va a estar bien —escucho la voz masculina de Jared Leto —sólo tenemos que ir con ese Ray
Toro.
— ¿Propones que vayamos a preguntarle directamente si ha hecho daño a Gerard? ¡Eso es
completamente absurdo! —Exclama Sarah ahora poco preocupada por la presencia del escritor.
—Podemos seguirlo.
—Y supongo que piensas que nosotros vamos a ser el comando de espías especial —digo yo
intentando sonar sarcástico. Sin embargo, Jared sonríe. Los ojos azules bellos y brillantes
mirándome directamente a mí.
—Sabes que las novelas de detectives me encantan, cariño.
Jared otorga un guiño y la sala permanece en silencio. Minutos después, cuando Sarah asiente, sé
que estamos a punto de internarnos en la parte crucial de la película. El punto de drama máximo.
Espero entonces, notando la mirada nerviosa por parte de Hope, que llegue pronto la escena del
reencuentro, a veces parece que la sonrisa sarcástica comienza a difuminarse en mi memoria.

—Amor, te he traído tu cena.


Un hombre de cabello abultado entra en la habitación, con la sonrisa habitual que causa en él la
misma sensación nauseabunda de siempre. Sin embargo calla. Aprieta los labios y se traga el
insulto. Con el paso del tiempo ha entendido que la actitud altanera no logra nada, que si planea
escapar (y vaya que lo planea), deberá tragar un poco el orgullo, ser más astuto que su psicópata
secuestrador.
Es así que Gerard Way acepta el beso de Ray Toro evitando el gesto de asco. El cabello del
psiquiatra, normalmente despeinado en un desorganizado afro se amarra en una coleta baja,
muestra de la concentración dada al plato principal. Gerard intenta sonreír, pero no es tan buen
actor, así que recurre a las palabras.
—Seguro que está delicioso.
Tras terminar la oración Gerard nota el brillo en los ojos del otro, como un pequeño niño viendo a
un cachorrito. Por ello, es que esa noche se atreve a algo más.
—Me gustaría poder tener una cena tranquila viendo una película.
Inmediatamente después de hablar Gerard baja la mirada, como si estuviera avergonzado o
temeroso por lo que el otro pudiera decir.
Ray no da una respuesta inmediata, Gerard tiene que voltear a ver los castaños ojos unos
segundos para notar que la batalla se ha ganado.
—Podemos ir a la sala, he comprado un par de películas de acción que tal vez te gusten.
Gerard asiente de prisa, sin tener que fingir emoción, tal vez sea sólo una visita a la sala, pero ha
salido de la habitación. Un ridículo paso para la mayoría de las personas que gozan de libertad, un
gigantesco paso para quien está secuestrado.

Luego de comer y terminar con la película de asaltos, coches y disparos, Gerard deja caer con
gesto despreocupado la cabeza contra el hombro de Toro. Puede sentir la sonrisa emanando de
los grandes labios.
— ¿Hay algo más que desees, amor?
El tono meloso causa un estremecimiento por todo su cuerpo, quisiera girar, colocar las manos
sobre su cuello y simplemente apretar, pero comprende que en cuanto a fuerza física, Toro le
vence por mucho. Tal vez sea sólo por la práctica.
— ¿Gerard?
A falta de respuesta y bajo la insistencia de Toro, Gerard le mira unos segundos para luego desviar
la mirada.
—Me gustaría limpiar nuestro cuarto —dice enfatizando la palabra ‘nuestro’. La respuesta es
inmediata, Ray le abraza con fuerza y sabe que esa noche tendrá que soportar el peso muerto del
psiquiatra, pero valdrá la pena si accede a la petición.
—Dejaré la puerta abierta —complace Toro. Gerard se siente menos pesimista al instante—, pero
regresaré cada hora. Si encuentro algo sospechoso… —El discurso termina para que el psiquiatra
pueda elevar el rostro de Gerard levantándolo de la barbilla. Verde y marrón se encuentran y es
así que puede continuar—, si hay algo raro. Si intentas huir de mí, Gerard, te juro que te mato.
—No será necesario —responde sumiso.
—Bien. Ahora, vamos a la cama.
Es terrible tener que actuar así, exponer su vulnerabilidad, tirar a la basura su dignidad y fingir que
no desea vomitar cada vez que Raymond Toro le toca un solo cabello. Desea sólo colocar la
almohada contra su cabeza y empezar a apretar, pero hay un progreso y sabe que la inteligencia
es su mejor arma. En poco tiempo podrá manipular a Ray. Lo tendrá tan embelesado que jamás
habrá entendido el daño. Entonces adiós dignidad, adiós personaje malo de ficción, sólo un
patético ser humano ahogado en su miseria.
Así que esperaría, pero sobre todo, aguantaría.
Aguantaría esos besos, esas caricias, esa respiración pesada y asquerosa contra su nuca porque
aún falta mucho por vivir; muchos errores que arreglar y que volver a cometer. Ray Toro no le va a
quitar la segunda oportunidad que todas las personas en la tierra merecen.

Es el día siguiente al extraño encuentro. No tengo trabajo, así que poco importa que tenga que
reunirme con el diverso grupo en una cafetería cerca del hospital a las nueve de la mañana.
He intentado sugerir llevar la situación a la policía, pero cada vez que termino de hablar, Sarah
suelta el mismo discurso: “No lo entenderán. Tardarán en entender y relacionar todas las piezas y
la relación entre Ray Toro y Gerard Way”.
Acepto entonces, resignado, escuchando el plan que se ha dividido en dos fases. La primera,
consistirá en seguir a Ray todo el día hasta encontrar indicios de la presencia de Gerard; luego
llegará la segunda fase donde, dependiendo donde estuviera Gerard, tendríamos que actuar, pero
básicamente, sería ahora sí, informar a la policía.
Suena fácil. La teoría siempre es fácil, pero la práctica… esa es la diferencia.
—A mí no me conoce, yo podría hacerlo solo —ofrece Jared.
De inmediato giro a ver a mi amigo ojiazul.
—No tienes que hacerlo.
—Me gustaría hacerlo, Frank.
Jared me sonríe. Es suave y confiado, como si no lograra entender lo peligroso que es ese hombre.
— ¿Por qué? —Pregunto en un susurro, sin embargo, una nueva sonrisa mucho más amplia y clara
es toda la respuesta que recibo.
—Esperen —dice Sarah—. Tengo una idea.
De pronto la morena extrae su celular iniciando una conversación que poco se entiende. Al menos
yo no lo hago, pero entiendo la palabra “primo” una y otra vez.
Cuando la llamada termina, Sarah está mirándome. No sonríe, pero se le nota satisfecha. Es ahí
cuando todos comprendemos que es hora de iniciar el plan.

XXIX. Sacrificio Amoroso


Sí tuviera que huir, sí tuviera que arrastrarme, sí tuviera que nadar en cien ríos sólo para subir
miles de paredes. Siempre sabes qué encontraré una forma para llegar dónde estás No hay ningún
lugar tan lejano.

Llevamos media hora dentro de ese automóvil amarillo al lado de la salida del estacionamiento de
ese hospital donde el doctor del gran afro trabaja. Sobre los asientos delanteros se encuentra
Jared Leto, el escritor que poco cree en el amor, pero que eleva la amistad. Al menos, eso es lo
que ha demostrado.
A su lado, el conductor de piel chocolate, calvo y profundos ojos oscuros que ha resultado ser el
primo Jackson, taxista de siete años de experiencia.
Sobre el asiento trasero, nos encontramos Hope, Sarah y yo, inclinados levemente tratando de
ocultar nuestras cabezas. Jared tenía razón, él no era conocido, por lo que ser expuesto no
representa la misma problemática que la nuestra.
Sarah no le ha contado nada más que lo esencial a su familiar. Ha descrito al hombre y ha
suplicado que le siga nada más verlo abordar su coche.
—Ya lo vi —dice Jared con el rostro enfocado. Me estiro un poco para ver sobre su hombro la
figura de Raymond abordar un Jeep de tono oscuro.
—Es él —confirmo en voz baja aunque nadie lo ha necesitado, Jackson prepara el coche para
avanzar.
Se siente como un documental de persecución, con menos drama y más angustia. Puedo escuchar
el palpitar del corazón de Hope y siento la furia en la mirada verde de Sarah. Yo mismo me siento
intranquilo, con el único pensamiento de encontrarlo con vida y poder ser tan valiente como para
enfrentarme a ese hombre de mullido cabello para dejarle un buen golpe sobre la nariz.
— ¿Estamos cerca? —Escucho la suave voz de Hope a mi izquierda.
—No lo hemos perdido de vista —. Informa Jared —. Estamos justo tras él.
—Estamos yendo hacia la autopista —escucho ahora a Jackson.
Con esa información, obligamos a nuestros cuerpos a descender aún más sobre el asiento.
Dejando que las rodillas toquen los asientos delanteros.
—Él va a estar bien —escucho a mi derecha. Sarah habla mirando al frente, a pesar de que la vista
se limite al mueble de tela marrón.
Asiento con la cabeza sintiendo mi propio corazón agitarse al ritmo de mi amiga psicóloga. Y tras
mis párpados los ojos verdes dando esperanza.

Jackson detiene el automóvil indicando que estamos en una zona residencial. Elevo el rostro y
noto alrededor casas de tonos claros con bellos jardines al frente.
—Ha entrado —dice Jared. A la misma velocidad, las chicas y yo subimos para poder ver el paisaje.
Estamos justo frente a una casa pequeña, de una sola planta pero con amplio jardín. Tiene una
cochera que comienza a cerrarse escondiendo las altas llantas del Jeep.
— ¿Y ahora? —Susurro.
La casa luce apacible, las cortinas no permiten que se vea a través de las ventanas colocadas justo
al lado de la puerta de madera con un increíble grabado al frente, como elegantes ornamentos.
—Esperamos.

*
Ray entra a su casa percibiendo al instante el dulce sabor lavanda. Escucha el sonido de agua caer
proveniente de la cocina, al avanzar hasta ahí descubre la espalda de Gerard, posiblemente
lavando algún vaso o sus manos.
La escena se le antoja cálida. Como un suave golpe al pecho.
Ésta es la escena que siempre desea recibir al llegar a casa, la espalda de Gerard, la cotidianidad de
compartir la vida.
Tratando de hacer el menor ruido posible, Ray se acerca unos pasos hasta estar abrazando al
médico desde la espalda. Ahí es cuando nota las manos mojadas y la segunda opción en su mente
se vuelve una realidad.
—Hey —susurra el del afro a su oído, dejando tras su aliento un rápido beso.
—Hola.
Le encanta la voz de Gerard ahora. Tan falta de sarcasmo o diversión. Le encanta que su mirada se
escape, como si le temiera; adora sus mejillas sonrojadas y su mueca de derrota. Lo siente tan
suyo que el miedo a que huya se difuminando en su interior. Lo ha doblegado. Gerard ya se ha
dado cuenta. Para vivir, no necesita más que a Ray Toro.
— ¿Te la pasaste bien, Gee?
Gerard no responde con palabras, simplemente mueve la cabeza arriba abajo en afirmación. Es
adorable.
— ¿Ya has desayunado?
—No —dice en voz baja.
—Entonces hazte a un lado —dice Ray tomándolo de la cadera hasta colocarlo justo a la pequeña
mesa de la cocina — para que yo pueda hacer un delicioso omelette.
Ray comenzó con el ritual de desayuno. Cual experto comenzó a tomar instrumentos e
ingredientes para preparar el desayuno.
—No puedo estar mucho —comienza el psiquiatra—, les he dicho que tenía un nuevo personal de
limpieza al que debía supervisar cada tanto. Me han dicho que cuarenta y cinco minutos de receso
de vez en cuando y nada más. Hasta que el personal de limpieza en mi casa se fuera.
>> Ya comienzan a olvidarte. Ya nadie pregunta por ti.
—Ray, ¿por qué lo hiciste?
— ¿Qué cosa, cariño?
El aceite comienza a chisporrotear, obligando a elevar la voz.
—Lo de mis padres. ¿Por qué incendiaste su casa?
La voz de Gerard suena pequeña. Poco intimidante, sin embargo, el tema no le resulta cómodo.
—Ray, ¿por favor? —Insiste ante la falta de respuesta—. Quiero saber todo de ti. Tus motivos, tus
miedos. Tu forma de pensar. Me lo merezco, ¿no? Si vamos a ser una… —Se detiene. Ray termina
la oración en su mente la palabra “pareja” se repite sin cesar y concuerda en que debería decirle,
pero se siente pesado aún —. ¿Ray?
—En la próxima revisión —responde al fin —. Te lo contaré todo, cuando regrese.
Sirve el desayuno en un bonito plato color sandía y sonríe al otro médico.
—Ahora tengo que irme.
— ¿No desayunarás?
—No. Ya lo he hecho —Ray sonríe. Le gusta el tono de preocupación. Se inclina satisfecho contra
Gerard dejando que boca bese a la otra. Siente a Gerard recibirlo gustoso, separando los labios
para que las lenguas se encuentren.
Ahora sí, no puede dejar de pensar, que Gerard Way es totalmente suyo.

*
—Se está yendo.
Todos lo vemos, pero sólo Jared se atreve a hablar. De inmediato recobramos nuestra posición
escondiendo las cabezas. Jared gira la mirada para ocultar el rostro y pronto el Jeep gira en la
primera esquina hacia la derecha.
—Ahora, ¿qué vamos a hacer?
Todos sabíamos la respuesta a la pregunta de Hope. Las ansias se percibían en el ambiente, así que
Sarah no nos hizo esperar más. Abrió la puerta del taxi, pidiéndole a Jackson un poco más de
paciencia. Posiblemente lo que deberíamos pagarle al chofer no sería una cuota de taxímetro
normal, pero las consecuencias sonaban inverosímiles en este momento. Bajé después de Sarah,
sintiendo el Sol sobre mi cabeza y mi corazón muy agitado.
Cruzamos la calle sin importarnos la posible llegada de un coche. Cuando pusimos un pie sobre ese
pasto, fue como si acabáramos de superar la meta en una maratón. Tras nosotros, Hope y Jared
repitiendo los movimientos e igualando la expresión. Avanzamos hasta estar frente a la ventana
por la cual no hay ni un solo resquicio para mirar. Se puede percibir en el ambiente la frustración,
pero con igual intensidad la determinación , sobre todo en Sarah, quien se decide a avanzar por el
jardín hasta una puerta trasera, de virio, pero con protecciones en hierro frente a ella.
Nada más forzarla en un intento por abrirla, de alguna forma tecnológica y desconocida para mí se
activó una ruidosa alarma.
Desconocía mi capacidad y la de mis acompañantes para emprender la huída con tanta rapidez,
pero ascendimos al taxi escondiéndonos de inmediato, únicamente Jackson se atrevió a mirar con
cierta timidez.
—Un hombre. Se está asomado por la ventana.
Poco me importa que alguien pueda mirarme. Elevo el rostro hasta alcanzar a ver por unos
segundos la imagen de Gerard tras el cristal corriendo las persianas, asomándose curioso al
mundo exterior como si ansiara la libertad. Tal vez fueron dos segundos, pero pude apreciar la
mueca enfadada por el ruido, pero la añoranza por el rescate, porque esos ojos verdes, brillantes
de sarcasmo, ahora lucen tristes, perdidos en la nada.
La alarma se apaga medio minuto después por arte de magia. Gerard regresa a su escondite y de
inmediato noto a todos los demás hipnotizados mirando hacia el mismo sitio como si fuera la
respuesta a todas las preguntas o hubiéramos sido testigos de un encuentro extraterrestre.
—Gerard —murmura Sarah. El nombre saliendo estrangulado entre su garganta gracias a las
lágrimas que comienzan a enrojecer sus ojos.
—Necesitamos movernos. El equipo de seguridad de la casa, posiblemente tenga una forma de
avisar de lo ocurrido a Toro —dice ahora Jared, recordando que detrás de la tragedia y el cúmulo
de sensaciones, siempre tiene que haber una mente fría.
Jackson comienza a avanzar. Miro embelesado la forma en la que la casa pequeña y elegante va
reduciendo su tamaño hasta perderse de mi vista. Por lo menos puedo soltar un suspiro aliviado.
Está bien. Está vivo. Está a sólo una pared de distancia.
Es tan difícil describir lo que siento que la palabra felicidad se me antoja estúpida. No abarca la
emoción, el deseo abrasador por gritar. Es como si dejara tras de mí una enorme roca llena de
tristeza, como si la nube gris que solía perseguirme se desvaneciera trozo a trozo. Quiero sonreír y
jamás dejar de hacerlo. Agradecer a tanto poste de luz me encuentre por delante.
Hoy el día es más brillante, más cálido y perfecto.
—Lo vamos a rescatar —escucho a mi izquierda. Hope nos mira, sonriendo, con la voz tranquila y
los ojos azules llenos de esperanza.
Estoy seguro de ello, porque daré mi vida por lograrlo, y cuando lo tenga entre mis brazos… sabré
que el estado de total dicha sí existe.
*

Ray no tarda más que diez minutos desde que su celular ha informado la activación de la alarma.
La primera reacción es felicitarse a sí mismo por elegir el mejor equipo del mercado y a la mejor
compañía para su instalación. Hasta que ya ha abordado el Jeep y se encuentra en el segundo
semáforo se permite pensar en escenarios de tortura para su amante, porque no puede pensar en
otro motivo que no fuera un intento de escape por Gerard Way.
—Ya deberías saber, que no hay escape, Gee.
Planea el discurso mientras conduce. Se siente confiado en su infalible sistema. Tal vez un leve
recordatorio, pero Gerard es y seguirá siendo suyo.

*
Aparcamos cerca de la entrada del complejo de casas. Sarah no para de decir con los ojos llorosos
que debemos hacer algo, que debemos llamar a la policía y que Gerard está vivo.
Posiblemente mi ubicación sea errónea. Hope debería estar a su lado, abrazándole y susurrándole
al oído que todo está bien, pero estoy entre esta pareja, que es algo así como la mejor pareja del
mundo, sumido en mis pensamientos y en nuestras posibilidades. Nuevamente es Jared Leto el
que tranquiliza las tormentosas aguas.
—Recuerden que el plan consistía en dos fases. Ya comprobamos que está vivo. Ahora, tenemos
que ir por él.
Claro que no contábamos con el sofisticado y escandaloso sistema de alarma, pero Jared muestra
su brillante mente llena de traumas de misterio, brindando un plan que suena tan simple como
descabellado como para poder funcionar, sin embargo, las mejores ideas son también las más
comunes.
— ¿Estás seguro que lo quieres hacer, Frankie? —Pregunta Sarah. Los ojos verdes llorosos me
miran preocupados.
—Estoy muy seguro.
Esa frase es el disparador para poner el designio en marcha. Jackson arrancó rumbo a esa casa
nuevamente. Todos en silencio, posiblemente planeando la estrategia para cumplir con el papel
que cada quien tenía asignado. La idea de ver a Gerard fuera de ese lugar sonaba más tangible con
cada casa que dejábamos atrás.

Jackson vuelve a estacionarse a cuatro casas del objetivo.


Sin palabras, el singular equipo de rescate asume posiciones. Jared y yo descendimos del vehículo,
caminamos tranquilos, como se camina en una plaza en un día nublado.
—No sé cómo agradecerte, todo que estás haciendo Jared —digo en voz baja.
—El amor es la mayor fuente de inspiración. Creo que me siento capaz de escribir un best-seller en
este momento.
Noto su sonrisa ligera a pesar de no voltear a mirarlo. Sus palabras siempre con doble sentido no
dejan en claro si es por mí, por el arte o por su notable manera de ser. Simplemente es Jared, tal
vez jugando a ser el héroe de sus libros, pero si todo sale bien tal vez pudiera ser el de mi propia
película.
—Tranquilo Frank. Recuerda. Celular en silencio total, ni siquiera vibrador —me dice mirándome a
los ojos justo frente a la pequeña casa—. Buena suerte. Nos vemos pronto.
—Nos vemos.
Le sonrío y me sonríe.
Jamás imaginé pasar por una situación así. No es para nada mi estilo jugar a los policías, soy más
bien el tipo de persona que mira televisión y escucha buena música. Nada especial. Ninguna
aventura. Pero tampoco esperé jamás llegar a enamorarme. La vida está tan llena de ridículas
bromas que no queda más que soportar y continuar, inspirarse por el ambiente y las
circunstancias.
Tengo miedo. Siento las rodillas temblar cuando Jared finalmente oprime el botón de timbre.
Temo por mi vida, por la de él; pero luego recuerdo la mirada perdida de Gerard, su rostro tras ese
cristal mirando el horizonte tan derrotado como jamás imaginé ver a mi sarcástico doctor y es esa
mirada la que me da fuerzas para continuar. La que me incita a cobrar justicia y a convertirme en
el héroe del cómic más absurdo de todos. “El amor es la mayor fuente de inspiración”.
Hay sólo una oportunidad para hacerlo bien. Parecerá ridículo, pero todo estará en la actuación
del señor Leto y en mi habilidad para no hacer ningún sonido.
De pronto una cabeza se asoma entre la puerta. Los ojos de Ray observan fijamente a Jared, quien
se muestra sonriente y a varios pasos de distancia de la puerta.
—Buenas tardes, señor —. Inicia su discurso—. Mi nombre es Jensen Litchfield y vengo de parte de
servicios sociales para el estudio psicosocial de posible familia adoptante.
Miro escondido tras la pared lateral de la casa la forma en la que Jared miente como un
profesional, creando una historia intrincada que causa curiosidad en Ray a juzgar por la cara que
ha puesto.
—Lo siento, pero creo que se ha equivocado de dirección.
— ¿No es usted del señor Metcalf?
—No —el cuerpo aparece tras la puerta finalmente cuando Ray acompaña la palabra con un
movimiento de cabeza de lado a lado.
—Oh, lo lamento tanto, es que es mi primer día —la mirada de Jared se desvía como si realmente
lo sintiera y se encuentra tan alejado, que el pequeño tejado que cubre la entrada de la casa, no le
protege del sol. Su rostro recibe los rayos, trayendo como consecuencia un sonrojo notable en sus
mejillas.
—Está bien. Todos hemos tenido un mal primer día —indica con una sonrisa.
Posiblemente ésa sea la alarma que he estado esperando que grita “ha caído”.
Ahora llega la parte difícil. Fingiendo un mareo importante, Jared se sostiene la cabeza y gime de
dolor. La respuesta es inmediata. Ray Toro se aleja de su puerta hasta alcanzar el cuerpo del
escritor que bien podría pasar por actor profesional. Le escucho quejarse hasta dejar caer su
cuerpo por completo contra la acera, Ray acompaña reclinándose a su lado, y ése es mi momento
de actuar. Aprovechando la distracción, entro en la casa del médico sintiendo mil cosas a la vez,
ansiedad, temor, alegría, orgullo, alivio… todo que se hace jirones en mi mente, dándome apenas
pocos segundos para analizar el lugar.
Un pequeño pasillo me lleva a un recibidor a la derecha y el comedor y la cocina a la izquierda. Al
final un par de puertas cerradas; pero no me detengo tanto. Sólo noto que las paredes son azules,
pero me preocupa más localizar un sitio para esconderme hasta encontrar a Gerard. Escucho la
voz de Ray más cercana, así que me escondo tras la encimera de la cocina, mientras escribo el
mensaje que se suponía tenía que haber enviado nada más entrar (como si eso fuera posible).
Le escribo a Sarah, diciéndole que he entrado, que no he visto a Gerard aún.
Pasan no más de dos segundos cuando la respuesta llega. “Ya hemos llamado a la policía. Jared ha
terminado”.
Es justo al terminar de leer que escucho la puerta. Mi corazón se acelera y aferro más mi teléfono.
Me dan ganas de esconderlo bajo el calcetín, pero me resisto y lo mantengo en la diestra. No me
asomo. Tengo miedo de que pueda ver un trozo de cabello o mi nariz, por eso espero, mientras
escucho pasos livianos y otra puerta abrirse.
—Has obedecido —reconozco a Ray de inmediato—, has esperando en la habitación como te dije.
— ¿Quién era?
Su voz. Mi mente grita que ésa es su voz y mi cuerpo quiere salir para ver a Gerard en todo su
esplendor.
—Un vendedor. No importa.
Hay un silencio. Ningún movimiento, hasta que Gerard vuelve a hablar otra vez.
—Bien, vamos a la sala. Dijiste que me lo contarías todo.
—Lo haré.
Hay movimiento. Pasos que se detienen y sonidos del mueble siendo aplastado. Suspiros y un
gemido más parecido al sonido que hace un gato al estirarse. Me permito observar. Ray me da la
espalda, mientras que puedo admirar el perfil de Gerard sobre el sillón individual.
—Me sorprende y alegra este maravilloso cambio de actitud, Gee.
—A veces hay que sacrificar el pasado por un inminente futuro —responde con porte sereno. La
columna bien recta y la mirada tranquila mirando al del afro —. Entonces… la casa de mis padres,
¿por qué lo hiciste?
—Haría cualquier cosa por ti, Gee sólo para demostrarte que lo único que necesitas en el mundo
para ser feliz es a mí.
— ¿Querías matarlos? —Su ceño se frunce un segundo, para luego recobrar el gesto indiferente,
como si no estuvieran hablando de un atentado directo a su familia por la mente retorcida de un
psicópata.
—A veces es la única forma para que alguien lo entienda.
— ¿Cómo más lo iba a saber? ¿De qué otra forma me demostraste que lo único que necesito es a
ti?
La pantalla de mi celular se encuentra brillando. Un nuevo mensaje ha llegado. “La policía está
aquí”, dice Sarah. Mi respuesta es igual de inmediata.
Le pido tiempo, le explico brevemente que Gerard está haciéndolo hablar, que necesito tiempo
para atar cabos, y justo cuando el mensaje se envía, se me ocurre utilizar la tecnología.
Activo la grabadora y gateo sobre la encimera, acercándome mucho más hasta el pedazo de pared
que encierra a la cocina, estando así a pocos pasos de la sala. Desde ahí no me puedo asomar.
Temo ser visto, aunque el primero en notarme sería Gerard, dejo resbalar el aparato por el
lustroso piso activando todos mis sentidos a falta de la vista.
—Gerard, no es bueno que lo sepas.
—Pero lo haré, Ray. Estaré contigo. En estos días lo he entendido, sólo quiero saber más de ti. No
cambiará nada lo que siento. Te lo prometo.
Mi corazón late con fuerza y los puños se ciñen con la declaración. No entiendo, pero imagino que
es un juego, o mejor dicho, me obligo a convencerme que es así. ¿De qué otra manera Gerard Way
podría insinuar tener sentimientos afectivos hacia Ray Toro?
—Los odiaba. Aún los odio, a quienes quedan por acercarse a ti.
— ¿A quienes quedan? —Interrumpe.
—Ésta es una conversación que sólo tendremos una vez en la vida, Gerard, así que quiero que
escuches lentamente y que no me interrumpas, porque si lo haces; la plática termina, ¿entendido?
Gerard no responde. Imagino que ha movido la cabeza en señal afirmativa. Me enoja, pero no
sorprende el tono enfadado en la voz de Ray Toro, pero me obligo a ahogar el bufido para
concentrarme en la plática, rogando porque la grabadora tenga tan buen sentido auditivo como el
mío.
—Siempre me has gustado. Y tal vez suene como una mala película, pero fue desde que te conocí.
Estos sentimientos empezaron a surgir, de una forma tan desagradable. Tan asqueroso e
incorrecto como siempre.
No puedo mirar su rostro, pero imagino que Ray estará haciendo una mueca de asco, y aunque
quisiera asomarme para por lo menos mirar a Gerard, pero me resisto, su voz en un volumen bajo.
— ¿Incorrecto?
— ¿Qué fue lo que te advertí, Gerard? —El tono es rudo. Como un padre regañando a su hijo.
—Lo siento.
Tan increíble para mí, escucho al médico disculpando en voz tan baja, que ya me le imaginó con la
mirada al suelo y el gesto derrotado.
—De acuerdo, lo pasaré, pero sólo por esta ocasión.
Ahora la voz de Ray Toro suena dulce y continúa así en las primeras oraciones, donde menciona un
pasado de abusos y la idea clara que la homosexualidad es incorrecta. Una situación asquerosa
que no puede dominar, mucho menos, cuando vio a Gerard a los ojos.
Escucharlo así me provoca pensar en el doctor Toro como un ser humano normal; tanto que
incluso la historia me da lástima, aunque entiendo que no es momento de llamar a los derechos
humanos, sí logra conmoverme hasta tal grado en que la locura se entiende, mas no se justifica.
—Estar juntos en el hospital para mí era el cielo y el infierno en el mismo lugar. Estabas ahí, pero
jamás me mirabas porque tenías a esas otras personas a tu alrededor y un estúpido proyecto del
que el director Gallagher no dejaba de hablar. Entonces entendí que si te quería conmigo, tendría
que hacer como le hacen a los caballos, obligarte a que sólo me miraras a mí, y eso lo lograría
eliminando las distracciones laterales.
>> Empecé con cosas sencillas. A entrenar, si se puede decir. No los conocía, por supuesto.
Estaban en las calles, esperando en una esquina y cuando los veía, sentía deseo. Eso estaba mal.
Siempre lo ha estado. Fue a partir de ello que tomé fuerzas para hacerlo, para marcarlos como lo
que son, unos maricas asquerosos que no merecen respirar.
Las palabras se forman en una imagen mental parecida a un rompecabezas, donde una a una
comienzan a unirse hasta formar una imagen, aunque poco clara, de la relación entre Ray y los
asesinatos de prostitutos, pero no confesaba directamente.
Hubiera querido que Gerard hablara, que le hiciera decirlo, pero fue obediente una vez más y no le
interrumpió.
—Investigué sobre tu proyecto hasta saber de las investigaciones en esa Universidad. Seguí a tu
ridícula amiga Sarah y a su novia y cuando creí que no estaban entré para revisar los archivos, pero
sí estaba esa negra.
La palabra sale con desprecio y mis puños se ciñen. La ternura se olvida y da paso a la voz
malévola. Tan cínica y llena de crueldad que si pudiera unirlo al par de ojos penetrantes, seguro
sentiría el tiemble de mis rodillas al instante.
—Tuve que besarla. No podía permitir que me reconociera, porque sé que le has contado de mí.
Incluso me has señalado mientras hablas en una reunión con el consejo cuando la llevabas de tu
brazo como si fuera tu esposa. No quise arriesgarme. Tuve que besarla y tratar de vomitar en el
encuentro, pero todo funcionó, porque la otra Lesbiana explotó y Sarah la persiguió. La oficina
quedó sola y entonces pude empezar a registrarlo todo.
>> Tal vez no lo demostraba esos días en que te trataba con desprecio sólo para llamar tu
atención, pero siempre te he admirado. Eres un gran médico y toda la investigación ha sido
fascinante. Pude leer cada pensamiento tuyo y te juro que jamás me había sentido tan conectado
a nadie. Había tanta intimidad en esas notas, en el borrador de la pesquisa Gerard que quise
buscarte para hacerte mío en ese instante.
Mi gemido de sorpresa se ahogó contra la palma derecha de mi mano. Siento la ansiedad crecer
dentro de mí al mismo tiempo en que lo hace la rabia. Sólo deseo que deje de hablar para pedir
que entre la policía y que lo refundan en prisión hasta que no quede ni un solo cabello en su
inflada cabeza.
—Pero entonces encontré la lista y tú habías enamorado a todos esos hombres, Gerard... y yo,
simplemente no lo soporté.
De pronto, llega el silencio por unos segundos donde no atino ni a abrir los ojos para luego, tener
que hacerlo de golpe cuando llegan a mí los sonidos inconfundibles de dos personas besándose.
Ahora no deseo voltear. No quiero terminar de romper lo poco que me queda en mí al ver esa
escena. No quiero ver los labios de Ray Toro sobre los labios que una vez besé, los que me hicieron
volar, perder la razón y terminar como un idiota enamorado.
«Tengo que sacarte ya, Gerard».
—Les hice lo mismo que a los otros. Tal vez siempre estuve anticipando algo así. Fui tras ese
insistente abogado, el ridículo pelirrojo, sólo porque eran insistentes. A otros sólo tuve que
advertirles, como al idiota ese trabajador de La Madonna. Sólo tuve que hablar, y los cobardes
escaparon de ti. Dejaron de insistir, entendieron que no los amabas. Uno a uno se fueron yendo, y
ahora sólo quedaba que tu familia se fuera también para que sólo estuvieras conmigo.
— ¿Tú les dijiste que no los amaba? ¿Le dijiste a Frank?
Mi nombre saliendo de su boca suena igual de atractivo como siempre, pero ahora tiene un deje
de preocupación. Ahora el plan parece tiene sentido. El motivo completo y el modo de operar
también. Ray Toro es un psicópata y eso es todo lo que puedo concluir.
Debería agradecer a mi buena suerte o a mi falta de valentía haberme alejado, porque un loco
vigilaba a todos los hombres en esa lista. Esos hombres que no hicimos más que entregarle el
corazón a un doctor que sólo experimentaba, como si no fuera suficiente castigo el dolor del
rechazo.
Un pitido suena estridente sobre el silencio sepulcral de la habitación. Mi celular parpadea y noto
el dibujo de la batería en rojo, así que no lo pienso demasiado, envío el mensaje diciendo
“avancen” rogando porque la muerte de mi teléfono no sea tan prematura como la mía cuando
Ray llegue hasta la cocina. Escucho sus pasos y guardo el aparato ahora sí bajo mi calcetín
derecho. Ni siquiera intento pararme, la mirada furiosa de Ray Toro me congela al instante.
Tras de él, mi médico favorito, luciendo sorprendido y murmurando en voz baja mi nombre.
— ¡¿Qué demonios haces aquí, Frank Iero?!
—Frank… —el susurro de Gerard me hace desconectar miradas con el colérico Toro para notar los
ojos resignados del doctor Way.
Yo jamás he sido una persona valerosa. Yo no soy valiente, no soy del tipo que lucha. Soy siempre
el espectador; el amante del cine que jamás será protagonista de su propia película.
Siempre he sufrido, pero nunca he sabido por qué. Estar triste parecía normal y seguro. No había
que hacer mucho más que tomar una pastilla y esperar por la sonrisa. La vida era buena. Era
tranquila, era monótona como lo debe ser el infierno, hasta que llegó él. Y entonces sufrí por una
causa, lloré, dejé de sonreír por él. Mi motivo. La razón de sentir. Una vorágine de sentimientos,
que aunque la mayoría no sean buenos, donde la incertidumbre reinaba, fueron sentimientos
espontáneos al fin. Sin pastillas, sin sonrisas falsas.
¿No debería entonces honrarlo haciendo un sacrificio? Sacrificando mi seguridad, mi pensamiento
aburrido, mis ganas de seguir siendo nadie.
La idea no suena absurda cuando miro sus ojos. Y si mis piernas no respondieron al ver a Ray,
tomaron sus vitaminas al fijarme en Gerard, porque pude moverme, ponerme de pie e
imponerme, aunque sea un instante, al causante de esta incertidumbre.
— ¿Qué demonios haces aquí, Frank Iero? —Pregunta Ray. El tono rudo y la mirada ennegrecida
le hacen parecerse más a una bestia que a un ser humano.
—Tú lo sabes —respondo con el único resto de voz capaz de sobrevivir al miedo principal.
En mi mente el recuerdo permanece tan vívido como siempre. Tanto, que a veces pienso que
jamás se irá. Seguiré recordando el dolor en las costillas como si estuviera siendo golpeado otra
vez, el olor a mi sangre y a su sudor como si fuera el perfume diario.
Ray suelta una carcajada mientras se aleja de mí. Su cuerpo se oculta tras la barra de la cocina y es
cuando noto a Gerard acercándose a mí.
— ¿No es esto tierno? —Dice con sarcasmo—. El pobre diablo haciendo su esfuerzo, a pesar de
saber que sólo fue un experimento.
La frase duele, justo como la primera vez; pero a diferencia de ello, no cedo. No bajo la mirada. No
me rindo ante el dolor a pesar de estrujarme las entrañas.
—Entiéndelo. Gerard es mío. No te ama, jamás lo hará. Debí haberte matado —reflexiona con un
suspiro—, pero no te preocupes, que no es demasiado tarde.
—No —. La voz se escucha fuerte, como un disparo en la habitación. Gerard se ha ubicado,
hombro con hombro a mi lado para ver de frente a Ray Toro.
— ¿No? —Repite entrecerrando los párpados—. ¿No qué, Gee? ¿No quieres que lo mate?
En mi garganta hay un nudo, que no me permite hablar. Supongo, a juzgar por la única respuesta
proveniente de un rápido cabeceo, que a Gerard la voz se le ha agotado ya.
—Entonces sólo pídemelo, cariño —. Ray avanza. Su sonrisa lobuna, sus castaños ojos fijos en
Gerard y las manos detrás de la espalda como quien interpreta el papel de un buen niño
explorador.
—No lo mates, por favor —. La voz de Gerard aparece, pequeña, pero varonil; igual que en mis
recuerdos.
Ray continúa sonriendo. La mano izquierda sale para acariciar la mejilla, y todo parece en paz por
medio segundo, que es el tiempo aproximado en que los eventos se entremezclaron a la vez: Ray
sacando la diestra empuñando un cuchillo de mediano tamaño. Seguro, durante mi distracción lo
pudo sacar del estuche. Mira a Gerard como el maldito loco que es antes de elevarlo al tiempo en
que con amenazador tono comienza a gritar:
— ¡Maldita puta!
Veo el cuchillo bajar como en cámara lenta, el cuerpo paralizado de Gerard y escucho el golpe
contra la puerta acompañado del grito que identifica a los intrusos como miembros del cuerpo
policiaco; pero no recuerdo mucho más luego de interponerme entre el mortal recorrido del arma
y el pecho de mi doctor favorito.
Nuevamente un dolor en mis costillas, pero diferente. Un frío intenso me recorre el cuerpo,
escenas borrosas llegan a mí y mi aliento se vuelve pesado; respirar es difícil y con tanto que
asimilar me parece que he olvidado sentir dolor.
Mi cuerpo se rinde. Mis rodillas se apoyan contra el suelo sin resistir más.
Escucho ruidos.
Gritos. Un disparo.
Llanto, pero ya no puedo más.
Hace frío. Demasiado frío.
Y ni siquiera puedo pronunciar su nombre antes de perderme, pero está bien, porque ni siquiera
me duele… «Gerard».

XXX. Cadena de Apoyo | Olvidarte


“Olvidarte, olvidarte… incluso es más difícil que aguantarte.”

La primera vez que logré abrir los ojos, detecté de inmediato el viejo y conocido aroma del
hospital. Mis párpados no lograron moverse por completo, pero noté una luz sobre mi cabeza,
brillante y amarilla. Luego no lo soporté más y volví a perder la consciencia.
La segunda vez que pude mover los párpados lo último que me interesó fue el ambiente, porque
un dolor ardiente me invadió el pecho. Podía sentirlo naciendo por debajo de la axila. Mis manos
tocaron la zona, descubriendo una venda que se siente irritante sobre mi piel.
—Fue apenas una herida que sólo alcanzó la capa muscular superficial. La doctora dice que eres un
dramático por todo lo del desmayo y la inconsciencia por doce horas —. No cuidado giro a mi
izquierda, donde puedo ver el rostro lloroso y sonrojado de mi madre—. Como no despertabas
pude aprenderme la explicación médica, más o menos.
—Mamá…
—Me asustaste tanto, Frank. Todos decían que ibas a estar bien, pero tú no querías abrir tus ojos,
amor.
Linda me toma la mano. Mi cuerpo intenta corresponder, apretando esos dedos con uñas color
carmín como si no quisiera que se alejase nunca.
—Lo lamento —digo porque es verdad. Lamento que alguien haya hecho una incómoda llamada
diciéndole que su hijo está en el hospital —. Lamento que tengas que aprenderte los términos
médicos por mis continuas visitas al hospital.
Mi madre niega con una sonrisa aún dejando que las lágrimas recorran las mejillas.
—No me importan todas las ocasiones en que tenga que hacerlo, siempre y cuando tú estés
respirando.
La frase se corta cuando un sollozo se escapa y a mí me falta fuerza en los dedos para transmitirle
todo lo que siento a la mujer de mi vida. Mi madre se inclina, dejando sobre mi frente un beso que
sabe a dulce gloria y bendición. Quiero cerrar los ojos y olvidar. Desvanecer en mi mente la imagen
de Ray Toro para siempre lastimándome una y otra vez. Quiero vivir en una habitación así, con
paz, donde sólo seamos ella y yo. Tal vez, sólo me baste con volver a mi infancia.
— ¿Sabes? —Le digo mirando al techo. La luz amarilla sigue ahí, brillando monótona sobre
nuestras cabezas—, a veces quisiera despertar y descubrir que he perdido la memoria como
ocurre en las telenovelas. Así podría volver a empezar. Realmente sin tener que fingir que nada
pasó.
— ¿Desde qué momento te gustaría olvidar, cariño? ¿Desde qué punto quieres que volvamos a
empezar?
Me fijo en los ojos enrojecidos de mi madre, inocente de los acontecimientos reales de mi vida
luego de que Gerard rechazara la invitación para conocerla. Ella no sabe que perdí el trabajo, ni
que logré enamorarme o que me rompieron el corazón. Sólo está ahí. Quieta. Esperando las
palabras que no quiero decir, pero sin presiones, con una mirada cansada, la sonrisa sincera y las
palabras dulces. Y entonces, es dentro de esos ojos que la respuesta parece ser: ninguno.
No creo que pueda haber una madre como la mía. Aunque de seguro que todos los seres humanos
piensan así, de mala o buena manera.
Ante mi silencio, supongo que mi madre ya poco se debe de sorprender, por lo que la veo
comenzar a preparar los utensilios para ofrecerme como a un niño pequeño una cucharada de esa
avena que no se ve para nada apetitosa.
—Ya lo sé, comida de hospital —me dice sonriendo. Es por ese gesto que abro la boca y me obligo
a tragar.
— ¿Cómo te enteraste? —Pregunto porque de verdad tengo curiosidad, pero sobre todo, porque
así le mantendré ocupada para que aleje la asquerosa cena. « ¿En realidad esperan realmente que
uno se recupere con esta porquería?»
—Una muchacha —responde dejando caer el tazón contra su regazo—. Me dijo que su nombre
era Hope. Fue muy amable y procuró contarme la verdad de una forma muy calmada. Luego hizo
que me relajara antes de venir aquí.
—Ella es psicóloga —digo como si la profesión pudiera bastar para explicar la calidez en el cuerpo
de la rubia, pero es algo más que la práctica, definitivamente.
—Pues ella y su amiga estaban aquí hasta hace una hora que les pedí se fueran a descansar.
—Su novia, mamá. Sarah es su novia.
—Oh —. La bocal se dibuja perfectamente entre los labios de Linda en ese momento—. Con razón
se sentía el ambiente tan extraño. Seguro pensaron que me daría un infarto o qué sé yo. ¡Pero qué
clase de madre intolerante creen que soy!
>> Frank tienes que hablar inmediatamente con esas muchachas y decirles que no soy una
homofóbica ridícula de esas.
Una media sonrisa se me escapa por el tono de enfado en mi madre, al tiempo que le pido no me
haga reír o lo que sea que se esconde tras la venda volverá a abrirse. Linda entiende, sobándome
el brazo como si con eso la cicatrización avanzara.
— ¿Alguien más vino? —Pregunto con el vaso de la esperanza cargado hasta el tope.
—Claro que sí. Un joven encantador.
Mi madre tiene problemas para encontrar mejores adjetivos, pero eso no importa cuando mi
lastimado Frank interior se encuentra sonriendo satisfecho.
—Jared dijo que se llamaba.
Y ahí está. La vieja canción de la desilusión.
— ¿Nadie más?
—Nadie más, cariño, ¿esperabas a alguien más?
Niego con la cabeza. Ahí, el vaso completamente vacío. Desvanezco los recuerdos de un Gerard
derrotado, doblegado ante los deseos de un Ray Toro engrandecido. «Todo es actuación», me digo
para poder avanzar. Sólo quisiera tenerlo frente a mí para poder confirmarlo. Lo desvanezco. Lo
intento olvidar, y el olvido sabe amargo. La conocida desilusión. Mi constante compañera. Mi
patética vida.
Poco importa que mi madre haya recuperado la memoria y el instinto, intentando hacerme tragar
otra cucharada con el pastoso contenido. Poco importa tener que hacerlo pasar a través de mi
garganta identificando el espantoso sabor. Poco importa cuando me siento tan decepcionado que
la historia de este terrible sapo no se acompañara de un “vivieron felices para siempre”.
—Ese muchacho insistió en relevarme durante la noche, pero yo soy tu madre, Frank Iero, es mi
deber estar contigo velando tu sueño.
La realidad de sus palabras me golpea directamente en el rostro. Mi madre luce desaliñada, con
los ojos hinchados y baño ellos, la sombra del cansancio que no permitiré más.
—No —le digo seriamente—. Tú irás a tu casa a dormir junto a tu esposo. Y después de ocho horas
de sueño, regresarás aquí, conmigo.
—Pero…
—Pero nada. No me iré corriendo, ni se me caerá un brazo si no estás vigilándome.
—Frankie…
—Por favor mamá, hazlo por mí.
Finalmente ella cede, pero no se resiste a marchar no sin antes haber recibido a la enfermera que
dice me administrará mi nueva dosis de analgésicos.
—Le va a causar sueño —me advierte como si eso fuera malo, pero no lo es. Dormir ahora suena
tentador y correcto. Una posibilidad de alejarme de esta mala producción de terror.
«Ahora quiero saber a quién demonios se le ocurrió enamorarse por primera vez. ¿Quién dijo que
era una buena idea? ¿Quién supuso que nos haría sobrevivir?
Si para eso se vive, yo prefiero dormir y de la supuesta vida no saber más nada».
Antes de perderme en la inconsciencia siento su beso sobre mi frente y escucho un “te amo,
cariño”. En mi mente formulo la equitativa respuesta. Luego, el sonido de la puerta cerrándose.
Y a seguir, total, que la vida no se acaba.

Despierto como si alguien me hubiera empujado. Mis párpados se abren de golpe al tiempo en
que descubro el dolor muscular y la sensación áspera dentro de mi boca. Giro de derecha a
izquierda intentando localizar mi teléfono, que siguiendo la rutina, estará junto a mi cómoda, listo
para anunciarme la hora y con ello, dar inicio al nuevo día, pero el aparato no está y es justo en
ese insistente en que recuerdo que yo tampoco estoy en casa.
El olor a antiséptico se vuelve más potente.
Y aquí estoy. De nuevo en el hospital.
Noto la falta de sonido a mi alrededor. La habitación es pequeña en color blanco, la cama donde
estoy es minúscula y la almohada, demasiado alta para la satisfacción de mi cuello. Un suspiro
resignado escapa de mi boca, al tiempo que la respiración se corta ruidosamente. Como un
relámpago la imagen de mi helecho aparece en mi mente. La veo ahí, junto a la ventana,
reflejando el abandono como sólo una planta puede traducir la soledad, con las hojas marchitas y
las ramas caídas.
En mi mente escribo dos notas. Una para el primer ser humano que llegue para pedirle que vaya a
cuidar a mi planta. La segunda, para la inmóvil compañera en forma de disculpa. Me gustaría
explicarle que fue por lo que creí, un buen motivo. Un intento de esos que no se dan todos los días
en los que piensas que puedes convertirte en el protagonista, salvar al mundo y conseguir a la
princesa, pero una vez más, como es costumbre en mi vida, bajo mi destino o mala suerte (ya no
lo sé), las situaciones cambian y lo que luce tan sólido frente a mí, no es más que un fantasma
intangible. Y me siento avergonzado. Como un competidor que queda en último lugar. Todos
sabes que siempre hay uno, pero jamás esperas que ese sea tu Destino.
«Quiero ir a casa, Betsy».
Intento dormir de nuevo, pero sólo consigo mantenerme en este estado de estupor, con los ojos
cerrados, pero plenamente consciente del sonido de la puerta abriéndose, de los pasos
acercándose a mí y del suave perfume femenino a mi lado. Entre los párpados noto una mancha
blanca, imagino entonces que es la enfermera en turno dispuesta a brindarme un nuevo coctel de
drogas medicinales, por ello ni me inmuto, ni saludo por educación. Simplemente respiro,
tranquilo como no lo estoy. Dentro de mí la guerra de voces continúa, llamándome tonto, iluso e
idiota enamorado. Ya no quiero escuchar el nombre de Gerard Way, pero una de entre tantas
voces que no deja de llamarlo. Es pequeñita, pero cómo hiere.
Así creo yo, es lo más cruel. De apariencia insignificante, pero efecto devastador.
No cuento el tiempo, pero no se visualiza dentro de mí como si hubiera avanzado tanto hasta que
la puerta se vuelve a abrir.
Esta vez mis ojos responden a la curiosidad y al olor a melón llenando mis fosas nasales. Miro a
Linda con una mochila al hombro y la bandeja con la comida sobre ambas manos. Su sonrisa
adorna el rostro que, luciendo cansado, no puede esconder la felicidad que se escapa de los ojos.
—Buenos días —me dice con voz suave. De igual manera, cierra la puerta, haciendo casi imposible
que logre identificar el sonido característico de ello.
—Hola.
—Me encontré con el carrito de desayuno y Carlos me dejó escoger la charola con melón —, ella
sonríe. Son esos pequeños gestos los que alejan a las voces, un poco.
—Tengo hambre, pero dudo que fuera del melón lo que parece avena me vaya a gustar —
respondo sentándome sobre la pequeña cama y recibiendo contra las piernas la bandeja con
avena, melón, dos tostadas con mantequilla y una bebida color naranja, que supongo corresponde
a la misma fruta.
—De cualquier manera te he traído unas galletas de contrabando.
Es entonces cuando mi madre deja la mochila a la orilla del colchón, mostrando con discreción los
paquetes conocidos envueltos en celofán rosa con las deliciosas galletas de coco.
Un gesto tan simple que me hace sonreír.
Al final, parece que todo se rige por simplezas. Si todo es tan simple, ¿por qué insistimos en
complicarlo? ¿Por qué queremos grandes ecuaciones, para qué buscar palabras rebuscadas?
— ¿Dormiste bien?
—Me duele el cuello horriblemente.
—Pues si tienes tiempo y energía para notar el dolor en el cuello y no en tu pecho, supongo que
estás llevándolo bien.
>>Por cierto, también te traje ropa, porque ya sé lo que piensas sobre las batas de hospital.
—Se me ve el trasero —respondo en automático, como vengo haciendo desde la primera vez que
fui internado en uno de esos lugares tan esterilizados. Mi madre sonríe y asiente. Explica que
puedo cambiarme cuando haya terminado de desayunar.
Es inevitable recordar mi época infantil con tal frase, pero qué bendición resulta tener a la persona
que me pueda hacer recordar esa era, donde los colores lucían más brillantes, pero sin pasar por
tantos matices. Lo rojo es rojo, lo verde es verde y poco importan los grises o las tonalidades verde
aqua, azul turquesa o rosa fucsia.
—Tengo algo que contarte… —, empieza; sin embargo, tres golpes contra la puerta se dejan oír.
Ésta es de madera, en color blanco y aunque hay una ventanilla, los recién llegados no asoman la
mirada, pero se pueden distinguir indicios de conocidas cabelleras.
Mi madre me mira, como si dijera que tenemos una conversación pendiente. Asiento a su espalda,
viendo que deja pasar a Sarah y Hope, quienes lucen una prudencial distancia una de la otra.
—Buenos días —saluda la rubia.
—Buenos días, muchachas —. Linda besa sus mejillas—. Pasen, tomen asiento o bésense, yo no
soy una de esas madres “fuera de onda”.
La carcajada que suelta Sarah es tan fuerte como el sonrojo que me provocan sus palabras. Mi
madre, la imprudente, haciendo su alegre aparición. Hope sonríe, murmurando un “muchas
gracias” antes de girarse hacia mí y saludar con la mano.
El gesto se me antoja tierno.
Respondo de igual manera.
— ¿Cómo te sientes? —La pregunta sosa, pero igual respondo a Sarah con un escueto “bien”.
—Cuando te vi en ese lugar, yo Frank… —su voz se quiebra—. Me sentí tan culpable. Debimos
haberte cuidado, no debimos haberte dejado ir, yo… lo siento tanto.
Los ojos azules de Hope sueltan un par de lágrimas. Mi mano entonces se estira para que la
psicóloga la alcance y nuestros dedos se estrechen entre sí.
—La única culpa la tiene el hombre que me apuñaló —puntualizo—. Estoy bien. Tranquila.
A pesar de mis palabras, mi escueta petición se quedó en el aire, donde se podía sentir la ansiedad
y preocupación en todos los presentes. Parecía fácil sólo decir: olvídalo, pero cumplir con ello
sonaba tan difícil como correr en la maratón sin entrenamiento. A pesar del miedo me atrevo a
continuar con la conversación justo después de que mi madre haya salido para tomar un poco de
aire. Lo ha hecho para dejarnos a solas. Ha notado mi mirada dudosa, sus sonrisas incómodas y los
ojos enrojecidos por la vergüenza.
Es así que Linda cumple y boca finalmente se abre.
— ¿Qué pasó con Ray?
—Lo han arrestado —inicia Hope.
—Y será enjuiciado muy pronto —continuó Sarah—. La policía vino ayer para hablar contigo, pero
el doctor dijo que estabas sedado para tu pronta recuperación. Han dicho que vendrían en un
lapso de cuarenta y ocho horas por tu declaración.
Asiento apenas, pensando que tendré que revivir sentimientos de angustia y dolor antes y después
de ser descubierto por Ray Toro cuando como un relámpago llega a mí la imagen de mi celular sin
batería.
—Mi teléfono —susurro mirando a la pared detrás de las mujeres, lamentando la mala suerte que
siempre me acompaña.
—Un paramédico lo encontró dentro de tu calzado y se lo entregó a Jared. Él lo tiene.
Hope me mira con intensidad. Sus ojos azules brillan cuando termina de acabar y su labio inferior
se eleva como un ligero puchero como si estuviera sintiéndose culpable de algo.
—Está bien, Hope, en serio. Ahora todo lo que necesito es cargar mi celular y la confesión está ahí.
Ese hombre irá a la cárcel de inmediato.
La rubia reacciona ante mi determinante discurso, se mueve deprisa para alcanzarme por la
derecha e inclinarse, brindándome un cálido abrazo que poco me esperaba, pero que me
reconforta a pesar de no ser tan apretado como sé la psicóloga podría hacerlo. La venda alrededor
del pecho me recuerda mi realidad, así como el punzante dolor sobre mi costado.
—Y… ¿Gerard? —Pregunto sin resistirlo más. Aún apoyado contra el calor de Hope, pero mirando
a quien resulta ser la mejor amiga del doctor.
Posiblemente olvidar y continuar sea una mejor filosofía, pero si yo me metí entre el trayecto de
un cuchillo fue por él, por la fuerza de mi falsa esperanza y mi ilusión de conseguir su libertad. Es
sólo mi amor hablando. Ése que no importa cuántas veces sea pisoteado, se resiste a callar.
Sarah desvía su verde mirada. No hay en la alcoba una sola ventana, pero su mirada parece
perdida en un imaginario horizonte; sospecho que está siendo víctima del sentimiento producido
por un recuerdo resiente. Así que espero. Escucho sus suspiro mientras noto cómo el contacto con
Hope se va extinguiendo.
—En su casa —, responde la morena finalmente—. No quiere ver a nadie. Sólo llegó, abrazó a su
madre con fuerza y le pidió disculpas por todo. Subió a su habitación y nadie lo ha hecho salir de
ahí.
>> La policía ha dicho que le hará una visita por la mañana o que él puede hacerla a la estación. Así
el juicio puede prepararse en las próximas semanas.
No digo más nada. Hope me habla de la decoración del lugar, pregunta si he comido y finalmente,
cuando Linda regresa, prometen volver más tarde. Mi cabeza se mueve de arriba abajo mientras
mi mente sufre de una revolución. Aún con la cicatriz hinchándose en mi pecho, todavía quiero
verlo. No existe en mí el significado de la palabra olvido cuando sólo imagino sus ojos tristes
renovando minuto tras minuto los momentos que pasó con ese maniático.
Quisiera abrazarlo, perderme en su aroma mientras susurro que todo irá bien.
Quiero seguir jugando al héroe, aunque obviamente no sea un buen papel para mí.
Obviamente soy un masoquista.

*
Se escuchan tres golpes contra la puerta antes de que el visitante decida abrir.
Tras la blanca puerta se deja ver el cabello oscuro, los penetrantes ojos azules y la suave sonrisa de
un escritor que no cree en el romance del que tanto se aprovecha.
—Hola a todos —saluda como si fuera una gran multitud la que ocupara la inmaculada habitación.
Mi madre sonríe entusiasmada, como los niños frente a su programa favorito en la televisión. En la
mano derecha del que me gusta llamar en mi mente “amigo”, lleva un ramo de rosas amarillas, de
un color tan brillante que parecen recién pintadas.
—Oh Jared, son tan lindas —exclama linda con una suave sonrisa.
—Me alegra que piense eso, porque estas flores son para usted.
Como un caballero del siglo pasado se inclina con respeto, ofreciendo el ramo a mi sonrojada
madre. Miro la escena, entre sorprendido y enternecido. Nuevamente golpeo a mi voluntad por
no haber entendido que nada de esto hubiera pasado si mi parte romántica lo hubiera elegido a él.
Sería la respuesta a mi ansiada búsqueda por una amnesia temporal. Sin embargo, como en ese
pensamiento tan reciente, vuelvo a descubrir que cada acontecimiento se relaciona con otro. Si
sonrío fue porque lloré. Si lloré fue porque quise, porque así tenía que ser y todo se enreda, se
entremezcla y la combinación se vuelve un círculo.
El hubiera no existe y con razón. De lo contrario, regresar el tiempo sería más difícil que
desenredar una serie de luces de colores para Navidad.
—Y para ti —escucho, desapareciendo de mi jungla de voces para notar su sonrisa. Sus jeans
oscuros, su playera de cuello V gris de manga hasta las muñecas —. Esto —, dice inclinándose para
dejar sobre mi frente un beso apretado—. Estoy tan feliz de verte, Frank —susurra llenándome de
segundos de paz. Lo que dura su respiración contra mi piel.
El contacto simple se siente como un viaje a la burbuja del bienestar. Como la fuente de la eterna
felicidad o el abrazo de una gran pila de osos de felpa. Es escueto. Un simple contacto glorioso
para un ser tan dañado. Me siento débil. Física y mentalmente, intentando forzar a olvidar cuando
sé que no pasará. Intentando despreciar cuando reconozco que de nada sirve. Intentando soportar
una nueva decepción.
Jared se aleja despacio, permitiendo que mis ojos no se pierdan ni un momento del contacto con
los suyos, donde se puede leer la angustia, el interés, pero sobre todo, el apoyo. La frase que
muere sin ser dicha, pero apunta: Estoy aquí.
—Y esto también —continúa finalmente el pelinegro entregándome el aparato que ya había dado
por perdido, si no es por el consuelo de Sarah. Efectivamente, mi celular descansa sobre la palma
de mano. La pantalla en negro, como imagino continúa sin vida. No agrega más. No dice si lo ha
cargado, si pudo escuchar la grabación o si realmente pudiera funcionar como evidencia al caso.
Jared baja la mirada y como si apenas fuera consciente de algo más que los zafiros que tiene por
ojos, dirijo ahora la atención a sus labios, donde noto en el inferior una fea marca rojo-violácea.
— ¿Te gusta mi labio? —Pregunta con un notorio tono de diversión—. Me lo hizo tu novio.
Diferencias personales —eleva los hombros junto cuando yo lanzo un gemido de sorpresa e
indignación —. Es un estúpido no hablaremos de él. ¿Ya te ha hablado tu madre sobre la idea que
tiene de iniciar en el comercio de los postres?
Jared sigue con esa sonrisa y actitud positiva, ofreciéndome distracción en un momento tan
necesitado. Me cuenta que durante mi inconsciencia había podido hablar con mi madre, durante
ese lapso, Linda le interrumpe para alabarlo, sólo para continuar con la conversación entre
miradas cómplices.
Noto un ambiente cálido. Casi seguro para alguien que cuenta con poca seguridad o buena suerte.
Debería dejar de pensar en el posible juicio, pero entre la voz de Leto y la de mi madre, me escapo
unos segundos para perderme en la nada. Me desconecto un momento, pero el color verde me
persigue. «Está bien». La frase me consuela y deprime a partes iguales.
Una pastilla justo ahora suena como una buena opción. Empiezo a creer que si finjo me duele el
pecho podría obtenerla, y entonces podría dormir o sonreí u olvidar. Sería fantástico. Quiero saber
cómo demonios es que Jared fue golpeado, por qué Gerard lo ha hecho y si alguna vez podré
escupir sobre su nombre.
El lapso de mi inconsciencia se antoja como un momento cargado con emociones fuertes que se
me niegan conocer como un niño asustadizo. “Por mi bien”, ya les escucho decir; que intentan
protegerme, y tal vez sea momento de conceder la razón.
La ignorancia, que puede ser el peor de los males, también se convierte en aliada para evitar la
peor de las angustias.
—Y ahí es cuando entras tú ayudándome en la administración del negocio, Frank. ¿Qué te parece?
Escucho la voz de mi madre, lejana como la bruma que va dejando un sueño al despertar.
Parpadeo un par de veces antes de mirarla, el ceño fruncido y sobre la cabeza el enorme signo de
interrogación.
—En la repostería. Me gustaría abrir una y que tú me ayudaras a administrarla.
—Oh —, me espero. Me fijo en Jared y Linda, ambos esperando una señal que les quite un par de
kilos sobre los hombros. Ambos preocupados por mí, añorando una pronta recuperación física,
pero más allá de ello, una sanación mental. No puedo, pero ellos no tienen por qué saberlo —,
suena delicioso —respondo con humor haciéndolos sonreír.
No tienen por qué notar que me muero de la angustia y la decepción, porque fue mi culpa. Mis
decisiones. Mi error. Mi confianza en bandeja de plata a un extraño que conocía muy bien. Mi
vergüenza. Mi último intento…
Mi amor.
—Las de coco serían la sensación, ¿no crees Frankie?
—Será asombroso, ma’. Será el mejor lugar para comer galletas del mundo.
La sonrisa de mi madre dibuja un futuro brillante que poco a poco se desvanece frente a mí, como
suele ocurrir cuando tocas un espejismo en medio desierto.

*
Pasan más de las tres cuando ellos llegan. Mi madre está a mi lado, aún mirando la televisión,
donde los mismos anuncios de las mismas cremas faciales aparecen. Linda apenas lanza la
pregunta al aire curiosa por la veracidad del anuncio cuando tocan un par de veces.
Son dos hombres. Uno alto, de piel morena y ojos azules; el otro, pelirrojo de nacimiento de ojos
castaños. Me sonríen al tiempo en que saludan dando el buenos días. Dicen sus nombres. Agente
Clarkson y Jackson, o Sommers y Simmons, poco recuerdo. Sólo quedó presente su rostro serio de
inmediato, la voz apagada pidiendo disculpas por la serie de preguntas que tendría que responder.
—Sabemos que es incómodo, pero entre más rápido llevemos a cabo el procedimiento base, más
rápido podemos llegar a juicio —. Dice el agente pelirrojo.
— ¿Se encuentra en prisión? —Pregunto. Finalmente mi mayor duda se escapa de los labios al
mismo tiempo que el miedo a través de mis ojos.
Los agentes intercambias miradas antes de asentir con la cabeza como si ya fuera un gesto
practicado con bastante anterioridad.
—Entonces, ¿podemos empezar?
Es mi momento para asentir. Sobre la incómoda cama adopto una mejor posición sintiendo cómo
los músculos del cuello se resienten por la inactividad. El pelirrojo ha sacado del bolsillo de la
camisa una pequeña libreta, mientras el moreno de ojos azules se sienta sosteniendo una pequeña
grabadora sobre la mano derecha.
Con un suspiro anunciando el inicio de los hechos, empiezo la historia. Poco a poco revivo en mi
mente con cada palabra desde mis sospechas, hasta el momento en que Ray Toro clavó el cuchillo
contra mi pecho. No hay muchas interrupciones. Los policías parecen interesados como lo hacen
los niños en los cuentos que leen los padres para hacerlos dormir; mientras tanto, yo me siento
como el mejor cuenta cuentos sin apenas detenerme para poder tomar aliento. Se siente bien
decir las dudas que me atormentan, todo el miedo y simplemente dejarlo ir como una suave brisa.
Se siente más ligero.
Mejor.
Phelps y Shelps (o como sea que se llamen) prometen mantener el contacto. Yo los veo ordenarse
para salir. Cuando el moreno guarda en su bolsillo la grabadora, es cuando lo recuerdo.
—Oficial —mi voz se escapa como un susurro. Lo cual es más avanzado que lo que he hecho en
toda mi vida.
Creo que he hablado más que en muchos años, y si esto no es gracias a la terapia entonces es
gracias al sufrimiento, a mi falta de antidepresivos o por el amor.
Como sea, es una versión nueva de Frank. Más abierta. Menos frágil. No parezco tener un letrero
que diga: Destrúyeme. Ahora, es más bien la segunda opción.
—Cuando estuve escondido intenté grabarlos con mi teléfono. No he escuchado la grabación, ni
siquiera sé si esto tenga batería —digo extrayendo mi celular debajo de la almohada (¿hay un
mejor sitio para guardar un celular?).
Oprimo el botón de la derecha. Una luz brinda una esperanza y más cuando noto el sello de la
compañía brillar por más de cinco segundos. Luego la pantalla, con el puente de San Francisco y
sobre el cielo del atardecer, el ícono que muestra la carga al máximo nivel.
—Jared —susurro tan bajo que mis labios apenas y se mueven. Tan bajo como quien tiene una
conexión especial con su Dios.
Con cada nuevo detalle, el escritor me sorprende. El vaso que contiene mi admiración hacia él está
lleno, el del cariño también, mientras que el de amor romántico desaparece de mi vista.
Tonto deseo espontáneo para amar. Cómo es que no se logra conquistar a tu alma, y simplemente
decidir con la cabeza en cuestiones así. Es ridículo, pero la vida está llena de momentos bizarros.
—Aquí está —. Le entrego mi aparato al moreno. Ya logré acceder al menú a la carpeta de
grabaciones y la pantalla se pinta de azul mientras se nota en la lista un único archivo titulado
Grabación 001.
—De acuerdo permita que lo pase a mi teléfono.
—No, lléveselo —respondo de inmediato—. No quiero que haya fallas que retrasen el proceso.
Que no se escuche o al final no se pueda transmitir bien. Al fin y al cabo, todas las personas que
pudieran hablarme están entrando por esa puerta cada cinco minutos.
Termino con una sonrisa.
Jackson (o Phelps, o Summers) asiente. Sus ojos azules me miran fijamente, y aunque en otro
tiempo hubiera cedido, hoy lanzo una sonrisa.
Sí. Éste es un Frank diferente. Y entre toda la mierda y tempestad, aún queda un motivo para
celebrar.

Han pasado ya dos días desde que estoy aquí. La rutina se vuelve desde las siete a las seis en un
constante acoso por parte de mi madre, Sarah, Hope y Jared, quienes intercambian horarios para
que no se vuelve monótona la compañía. La cadena de apoyo funciona, y aunque no pueda ignorar
el vendaje, el olor a aséptico o la falta de noticias por parte de la autoridad, sí consigo instantes de
paz invaluables mirando televisión, lanzando plumas al aire o pensando en nombres para
reposterías.
Finalmente, a las cinco cuarenta y siete, de ese día tres en mi instancia hospitalaria (contando
desde que he despertado), aparece mi última visita. Faltando sólo trece minutos para que éstas
terminen, aparece bajo el marco de la puerta la figura delgada de Mikey Way. Con el cabello
mojado, las gafas en su lugar y un conjunto negro que le hacen ver alto como un poste.
—Hola —saluda tímido. Mi madre se ha ido luego de los mil intentos por mi parte para
convencerla. No me duele si no me muevo, además, el cóctel de drogas cada ocho horas me ayuda
a respirar sin dificultad. Apenas siento que me falta el aire en algunos momentos, especialmente
cuando río o hablo de más, pero luego me recupero. Es como si Toro se hubiera rendido en su
movimiento final. Pero qué va. Alabo en este momento a mi buena fortuna.
— ¿Cómo estás, Mikey? —Pregunto. El menor de los Way lanza una sonrisa sarcástica.
—Qué pregunta. Yo debería de estar haciéndola. Después de todo, tú eres el que está en un
hospital.
—Por eso mismo prefiero pasarla. No sabes las veces que he tenido que responder en el día.
Mikey mueve la cabeza. Los brazos contra el pecho y la media sonrisa me indican que lo ha
entendido.
—Estoy bien. Alicia está bien, la bebé comienza a dar patadas todo el día. Se siente increíble —
sonríe—. Estamos decorando la habitación y hemos comprado ropa. Incluso he llevado un traje
azul, por si los doctores se han equivocado. Mi madre dice que de cualquier manera podemos
usarlo en el próximo bebé.
—Es buena idea.
—Mis padres están bien. Ahora que Gerard está en casa… están tranquilos. Liberados, supongo —
eleva los hombros—, piensan que ya todo ha acabado.
Tanto el tono como el desvío en la mirada de Mikey me hacen sospechar que sabe algo más que el
resto de la familia. Me dije que lo iba a olvidar. Desde que he despertado parece que Olvido tiene
que convertirse en mi palabra favorita, pero ¿a quién engaño?
— ¿Qué pasa? —Pregunto con verdadero interés—. ¿Tú no crees que ha acabado, Mikey?
Mikey niega con la cabeza, entrelazando los dedos de sus manos contra el regazo como un
pequeño niño asustado frente al escritorio del director.
—Se ha escapado —murmura en voz baja —. Le dije… que era un cobarde —, me mira—. Gerard
sale de noche. Lo noté ayer. Le seguí.
Guarda silencio. Sus ojos color miel me recuerdan la belleza de la madera, pero al tiempo la
entereza del material. Mikey luce débil, incómodo o muy pequeño para el mundo. Éste donde la
única regla es la que dice que el pez grande devora al chico. Parece muy fácil imaginar que este
muchacho frente a mí puede ser devorado, y es increíble ver que aquí está, entero frente a mí,
viviendo la vida, tratando de ser feliz. ¿Se puede ser más admirable? Poco importan los trastornos
o todo el medicamento con el que pueda cargar. Cuando se intenta, ya se ha ganado la mitad de la
pelea.
— ¿A dónde fue entonces, Mikey? ¿A dónde fue Gerard?
—Aquí —responde suave, despacio como quien cuenta un secreto.
>> Estuvo aquí, en tu cuarto, simplemente mirándote dormir, Frank.

INTERLUDIO. Secuelas
Día del rescate.
12 horas antes del primer despertar de Frank Iero

— ¡Alto, policía!
El complejo habitacional que tanto presumía por su calidez y seguridad, observa cómo gracias a
esa visita policial los pilares de la empresa se ven desmoronados.
Son tres los hombres que entran a la residencia, con el agente Martínez al mando del escuadrón.
La situación fue brevemente explicada, una llamada de una ciudadana explicando que el
desaparecido Gerard Way se encontraba detenido en esa casa bajo la custodia de un tal Raymond
Toro.
La escena que les espera tras la puerta, no es tan llamativa a otros casos de secuestro, pero no
deja de ser sorpresiva. Hay tres personas en la cocina. Uno de ellos tirado sobre el piso cubierto de
sangre, otro de rodillas, tocando el cuchillo con el que se encuentra herido en sentido lateral sobre
el pecho. El último, de pie con otro cuchillo elevado al aire.
El grito ordenando que baje el arma tampoco es distinto; sin embargo, lo es la conducta del
sospechoso, que a pesar de saberse en desventaja, como una fiera se abalanza contra él.
Martínez reacciona. Un disparo a la altura del brazo que le deja aturdido mientras nota tres tercos
civiles entrando en el lugar. Eso también es una novedad.

Sarah reacciona de una forma desorganizada. Sólo comparable al torbellino de emociones que
llenan su pecho. No sabe si correr a abrazar a Gerard por encontrarlo vivo o llorar por la imagen de
Frank. La idea de apalear a Ray Toro frente a ellos le suena igual de tentadora, pero nota cómo
uno de los oficiales ya se ha puesto en marcha, tomándolo con firmeza a pesar de la herida de
bala. Le inmovilizan con lo que tiene función de esposas, pero no luce como la herramienta de
metal. Es éste un material más elástico, posiblemente para que no se lastime más. Cuando
empiezan a empujarlo para que abandone la habitación, Sarah nota cómo los ojos castaños del
psiquiatra se fijan en su amigo con tanta fuerza que seguramente, de tener la capacidad, Gerard
ya hubiera estado tendido sobre el piso como lo hace Frank, tan sereno como un pequeño niño
dormido arropado contra una manta color carmín.

Hope reacciona con mayor discreción. Apenas un gritito de terror mirando a las autoridades, que
con un suave asentimiento de cabeza le dicen que la ambulancia ya está en camino. No consuela,
ni hace que su terror disminuya, pero la idea de estar siendo ignorados se esfuma con esas
palabras. Su cuerpo se encoje cuando Ray Toro pasa a su lado, puede notar la maldad en su
mirada, el aura de negatividad y las intenciones llenas de locura. Como la psicóloga que es, siente
un cosquilleo en la boca de estómago por las ansias de poder reunirse con él para hablar sobre los
motivos que le empujaron a cometer semejante locura; sin embargo, como amiga de quien yace
sobre el suelo pintado de rojo, sólo desea abofetearlo hasta que su propia locura pueda ser
anulada. No puede más que aferrarse al arco que da inicio a la cocina, mirando la escena con
tristeza. O puede rezar, no termina por llorar ni por gritar por ayuda; sólo se queda ahí, quieta
como quien espera el final de la película.

Jared Leto, a diferencia del resto de los civiles, reacciona de inmediato. Pasa entre ambas mujeres
a una velocidad fabulosa, olvidándose del secuestrado y el secuestrador. Poco a él le resulta
importante algo más que no sea tomar su playera oscura para presionarla contra el pecho del
menor. Siente el sobresalto en Frank y una mirada penetrante directo en su frente, pero le ignora,
por ocho segundos. Jared entonces, eleva la mirada.
— ¿Qué? —Pregunta, tosco. Ray Toro ha desaparecido, Sarah y Hope están como hipnotizadas y
Gerard Way no luce como una víctima atemorizada, es más bien un animal bajo amenaza.
— ¿Qué demonios estás haciendo aquí? —No es una pregunta de broma. No hay camaradería o
recuerdos de viejos amigos. Es un insulto. Una forma de expresar rabia.
Leto vuelve a ignorarle, dirigiendo su mirada y atención a ese pecho titubeante, como si estuviera
cansado de moverse de la misma forma durante toda la vida.
—Contesta —ordena.
Pronto se escuchan las sirenas, cada vez más claras. Jared nota que la rubia corre al encuentro con
los paramédicos.
—Frank —responde antes de que un hombre de piel oscura ingrese con la camilla—. Sólo podía
pensar en rescatarte. No lo iba a dejar solo. A partir de ahora, no lo haré —. Los ojos azules
enfrentan a la verde mirada —. Cuando despierte, me dedicaré cada minuto del día a conquistarlo
hasta que se olvide de la escoria de ser humano que lo lastimó. Me amará, porque yo sí sé lo que
es amar.
—Qué bien, escritorcito, te sientes triunfador porque eres como todos los otros patéticos
enamorados.
Frank se aleja, custodiado por un par de paramédicos que ya comienzan a registrar entre sí signos
vitales y condiciones generales. Jared mira por el rabillo del ojo, no dispuesto aún a terminar la
discusión, no importa siquiera cuando la morena de ojos verdes lanza un llamada de advertencia a
su amigo diciendo su nombre. Gerard ni siquiera la voltea a ver.
—Sí. Patético. Soy un patético, pero ¿sabes? Lo seré al lado de Frank. Será mío…
Aunque su boca estaba llena de más palabras mordaces, Jared no es capaz de decirlas todas
cuando un puño impacta de lleno sobre su labio. Leto saborea la sangre, el punzante dolor en la
zona y escucha el grito de la morena llamando a Gerard.
—Gerard, por favor —dice Sarah.
—Está bien —responde Jared. Gerard continúa mirándolo, guardia en alto como un mal
boxeador—. No tengo tiempo para esto. Tú quédate con el cavernícola, yo voy con Frank.
No da tiempo a replica. Con una elegante media vuelta sale de la casa del drama, con la escena
policíaca detrás y la esperanza de una buena salud por el frente. Le dejan acompañarlo en la
ambulancia y mientras mira a los hombres conectar cables e inyectar soluciones en la vena de
Frank, sabe que las posibilidades de ver cumplidas sus amenazas son mínimas, pero no por ello
dejará de luchar.
Una buena persona es difícil de encontrar.
Una buena persona tan pura que ella misma desconozca su bondad es una en un millón.
Jared sabe que con el Destino no se juega, que las oportunidades se toman, como un náufrago a la
tabla de salvación. Si fue la vida quien lo puso en su camino, la honraría jamás alejándolo de él.
«Es una promesa».
*

—Sabes que fuiste muy cruel, ¿verdad?


—Me quiero ir.
—Gerard…
—Sarah, sólo… llévame a casa.
Sarah nota el tono derrotado, pero no le ve ni una sola lágrima, ni un puchero ni un asomo de
dolor. Sólo indiferencia y un intento por elevar siempre el mentón. Gerard no le dice lo horrible
que resultó su estadía en esa casa. No le cuenta cuánto la extraño o a su familia.
No habla del golpe a Jared. No habla de Ray.
Gerard se pierde en su propio sufrimiento, en sus propios actos. En las propias consecuencias de
vivir la vida en un mundo que parece justo, pero atroz.

XXXI. Estar enamorado

«Ése salvaje frenesí».

‘¿En qué consiste este sentimiento volátil y a menudo incontrolable que nos absorbe la mente,
trayéndonos la felicidad en un momento y la desesperación al siguiente?'.

En mi primera instancia, no reacciono. Me quedo inmóvil sentado sobre esa incómoda y pequeña
cama sin importarme la picazón en la herida o el sonido de ambiente gracias a los gritos de
enfermeras y doctores afuera del pasillo.
Fui consciente del sonido de mi respiración y del lento movimiento que mi maltratado tórax
realizaba para continuar con la inhalación y exhalación. Fui tan consciente de ello por un segundo
para luego olvidarlo, saboreando aún las palabras de Mikey en mi mente y tratando de dibujar una
imagen real de la escena.
Suspiré.
¿Qué es lo que debo sentir? Me pregunto mirando los ojos color miel de Mikey. Me pregunto si
debería sentir felicidad, enojo o miedo.
Me pregunto si lo hará esta noche de nuevo.
Me pregunto qué significará. Si quiere decir que volveré a caer o que ni siquiera el mismo Gerard
me permitirá poner en marcha lo del plan de olvido.
Fueron tantos pensamientos en tan pocos segundos, que como una gran llama consumida en un
instante, mi boca se abrió para dejar salir la palabra menos poética o útil en esta situación.
— ¿Qué? —Dije sintiendo de inmediato enrojecer por mi sencillez.
Mikey no sonríe o se sorprende, simplemente continúa mirándome con la misma cara
despreocupada, pero los ojos se nota un ligero brillo, como quien desea llorar o guarda un
bostezo.
—Todo empezó ayer —murmuró apenas separando los labios, acomodándose contra la silla al
lado de la cama como un padre lo haría para hacer dormir a su hijo. Yo mismo busqué una
posición cómoda. Los relatos que comienzan así, se me antojan historias largas, y precisamente
hoy, yo poseo más tiempo libre del que me gustaría.
Por ello me acurruco contra el par de almohadas, asintiendo con la cabeza para incitarlo a
continuar. Y lo hace.
—Mis últimas pastillas las tomo a las once de la noche, generalmente me dan sueño casi de
inmediato, pero me obligué a mí mismo a aguantar mientras continuaba programando… —pausa.
Me mira para luego simplemente elevar los hombros—, cosas del trabajo. Estaba en la cocina y lo
escuché bajar…
—Espera —, interrumpo elevando las palmas, con los dedos bien separados en señal de paz —.
¿Estás viviendo con Gerard, o Gerard contigo?
—Mi madre insistía en no dejarlo sólo, pero ella tiene lumbalgia y un colchón ortopédico que ya la
extrañaba. Prometí cuidarlo por las noches. Alicia se queda con su hermana y yo con él. Sólo por
las noches, pero tampoco me habla, es como si estuviera y no al mismo tiempo.
Se frena. Mi mente entonces se permite analizar sus palabras, comprendiendo de inmediato la
sensación. Creo que ocurre todo el tiempo, al menos para mí, esos momentos de aventura cuando
tu mente escapa y flota sobre tu cuerpo; sin estar consciente o dormido simplemente vuelas lejos
y regresas de pronto, de nuevo concentrado en la conversación de otro, parpadeando confundido
como quien recién entra a la ducha por la noche para despabilar.
—Entonces tomé las pastillas —continúa— y supongo que no me vio, porque bajó las escaleras,
tomó la chaqueta sobre el sofá y salió sin mirar atrás. Decidí seguirlo, después de todo, Donna me
mataría si algo le ocurriese, así que usé el coche y lo seguí como todo un secuestrador. O al menos
eso es lo que me pareció —. Sonríe levemente mirando a la nada sólo por un par de segundos,
para luego contener la mueca seria. La concentración vuelve a regresar. Los recuerdos comienzan
a oscurecer como lo fue esa noche —. Gerard iba lento. Podía ver su cabeza moverse de un lado a
otro en cada parada en la esquina. Es como si quisiera devorar el paisaje o estuviera buscando una
dirección, lo cual sería ridículo siendo la dirección un sitio tan conocido. Yo no entendía, pero todo
recobró sentido cuando lo vi llegar hasta aquí. Cuando Sarah nos dio la noticia, apenas y hubo una
reacción en mi hermano.
>> Jamás imaginé que fuera hasta el estacionamiento y como si recobrara la fuerza de algún sitio
perdido en su interior corrió hasta el elevador, pero tal vez empujado por esas ganas no quiso
esperar y caminó tres pisos por las escaleras hasta dar con una enfermera que le abrazó con
diplomacia. Yo intentaba esconderme, apoyarme en las paredes y detrás de los practicantes que
me miraban raro, pero lo logré. Soy tan invisible que realizo a la perfección el trabajo de detective
—sonríe—. Y llegó hasta aquí, contigo. Al lado de tu cama, sin tocarte, pero sin alejarse demasiado
de ti.
Mikey se detiene, dejando salir una respiración pesada y agachando la mirada en un gesto de
quien ocupa el segundo lugar en un encuentro muy cerrado.
—Lo sé —murmura—. Sé lo difícil que es y lo irritante que puede llegar a ser. Yo mismo he
pensado que más le vale no conocer a nadie, porque pobre del que tenga que sufrir por Gerard,
porque exige todo, sin atreverse a dar algo más. Sé que parece que no vale la pena, pero con la
misma intensidad con la que Gerard se niega a entregarse, estoy completamente seguro que el día
en que conozca a la persona adecuada que haga caer sus barreras le hará el ser más feliz del
mundo, porque sé que se entregará hasta dar la vida.
Le miro sin entender hasta dónde me quiere llevar. Le miro con atención porque no tengo nada
mejor que hacer y porque la sola idea de recordar a Gerard me estremece de una forma tan
agradable que deberían de mandarme a los electrochoques. ¿Cuándo iba a imaginar que fuera tan
testarudo?
« ¿Qué más necesito para entender que no me quiere? ¿Cuántas veces más tiene que pisotearme
para que pueda sentir rencor? »
—No sé qué intentas decir —confieso finalmente—. Tampoco sé cómo reaccionar.
—No quiero que te asustes —me dice Mikey inclinándose contra mí, temeroso de buscar mi mano,
pero en los ojos claros la inequívoca señal de querer hacerlo —. No es que mi hermano se haya
convertido en un acosador que guste de verte dormir. Yo también estaba asustado, como tú.
Confundido —, suspira—, pero lo enfrenté.
La determinación en su mirada de intimida e ilusiona a partes iguales. Mi corazón se siente más
enérgico, los latidos más rápidos y certeros y la picazón en mi pecho se desvanece como si el dolor
pudiera pasarse a segundo plano.
—Esperé a que saliera de la habitación. Las enfermeras pasaban a un lado mío como si no existiera
o estuvieran demasiado ocupadas para verme. De verdad que estuve tentado a pasar mi mano por
su rostro sólo para comprobar que no estuviera en un cuento de Charles Dickens —. Suelta una
risa que lejos de relajarme, sólo consigue que mi ansiedad se eleve como burbujas de jabón.
Ante mi falta de respuesta, supongo que olvida las bromas y adopta nuevamente la seriedad con la
mirada fija a la pared detrás de mí.
—Entonces Gerard salió y me vio. Me preguntó qué hacía ahí, y yo no pude responder. Podría
haber sido fácil sólo dejar salir una mentira, pero nunca he podido mentirle a él, así que confesé, y
no sé por qué, mi tono que pretendió ser tolerante salió rudo cuando le exigí decirme que hacía
ahí. Tal vez sólo era mi miedo. Hacemos cosas locas cuando estamos asustados.
Asiento concediéndole la absoluta razón. El miedo, la pasión y la ira parecen sentimientos igual de
intensos y arrebatados, que no preguntan, sólo actúan, para bien o para mal.
—Gerard no me respondió de inmediato. Podía ver su rostro demacrado, las ojeras que desde que
había regresado a casa, sólo parecían más profundas. Y entonces, le volví a preguntar y fue cuando
me dijo: “Tengo miedo”.
>> Fue como si soltar la frase lo hiciera libre de un gran peso. Se dejó caer contra mí y entonces lo
abracé. Mi hermano mayor finalmente aceptaba que estaba asustado. Lo sentí llorar contra mi
hombro y susurrar cosas, que no logré entender del todo, pero hablaban sobre lo mal que estaba
su vida, que a veces sentía que no podía soportar y que era patético.
—No lo es —susurro, como si necesitara justo ahora defenderlo.
Mis propios ojos se sienten llenos de agua sólo de imaginar la escena entre los Way, con un Gerard
vulnerable, asustado de una situación traumatizante.
—Yo sé qué no. Sé que dentro de su orgullo él sabe que no lo es, pero en ese momento le
pregunté a qué era lo que temía —. Mikey hizo una pausa. Sus ojos analizándome mientras mi
cabeza se mueve de arriba abajo—. Él dijo: “a él” mientras señalaba con el dedo hasta tu
habitación.
— ¿A mí? —Lo pensé al mismo tiempo en que logré hablar como un reflejo.
— ¿A Frank? Le dije, de todas las personas que podrían lastimarte, Frank es el último en la lista. Tú
sabes lo que siente por ti, lo que ha arriesgado, lo mucho que te quiere, Gerard.
Saberlo y escucharlo en mi cabeza se siente extraño, pero que alguien más lo reconozca y expanda
la declaración de mis sentimientos es doblemente raro, es como mirar la telenovela con una
excelente definición.
—Entonces Gerard asintió —, continúa Mikey—. Me dio la razón moviendo la cabeza y me sentí
perdido. Entonces dime a qué le temes, insistí un poco más desesperado. Explícame, le exigí y
añadí: y explícale a él. ¿Por qué no te atreves, Gerard Way? Si estás aquí es por algo. Una fuerza
que te ha empujado a salir de tu burbuja de soledad y confort para llegar a ver que sigue
respirando. ¿Por qué no te atreves? ¿Por qué no dejas de ser un cobarde?
Una inhalación profunda interrumpe la historia. Mi mano ha volado hasta la boca intentando
acallar el sonido, pero entre el silencio del lugar se nota como una exageración mi gesto.
Jamás hubiera esperado una réplica así por el menor de los Way, pero continúo mirándolo
intrigado, esperando saber más de quien mejor conoce al neurólogo.
—Entonces Gerard se derrumbó —, dice Mikey lanzando un suspiro—. No volvió a hablarme ni a
hacer más ruido que el ligerísimo sonido que se hace al respirar. Dejó de llorar casi en automático
y cuando le llevé a casa, ni siquiera dio las buenas noches.
>> Ahora yo estoy asustado. Tengo miedo que todo continúe así, pero en serio, que mi intención
siempre fue ayudar. Hacerle ver… —se interrumpe a sí mismo con un bufido—. No sé, tantas cosas
para las que siempre fue “tan superior”. A veces creo que él quiere ser demasiado evolucionado
para toda clase de sentimientos, es algo más allá del amor de pareja. Es un estilo de vida
destructivo.
—Él sabe que lo haces por tu bien —le digo intentando reconfortar—, él lo sabe pero en este
momento no lo va a aceptar.
— ¿Qué hago, Frank?
Lo miro por varios segundos sin saber qué decir. Sus ojos brillan perdidos mientras mi propia
consciencia hace círculos a mí alrededor, todavía sorprendido porque otro ser humano me pida
consejo. Hablar con Mikey es como encontrarse frente al espejo. Es exteriorizar mi conciencia o mi
otro yo perdido. Tan lleno de dudas y miedos. Tan conocedor de la tristeza y el dolor…
—Se siente herido —. Respondo al fin —. Lo has visto débil, se lo has dicho… tiene miedo. Estoy
seguro que todo estará bien, sólo necesitas darle algo de tiempo.
—Miedo —, repite él en voz baja.
—Así es, temor de que su amargada boca no coincida con sus acciones y termine siguiendo al
impulso y no a la razón.
Nos miramos en silencio. Los ojos de Mikey son más cercanos al marrón, se notan dulces y
sinceros. No se percibe ni una pizca de malvad a través de ellos. Es sólo un humano más
intentando vivir. Es muy real.
—Frank yo no puedo hablar por mi hermano. Muchas veces incluso para mí es muy difícil
entenderlo, es impredecible y muy terco, pero yo sé que cuando encuentre a ese alguien que le
haga sentir, con quien pueda ser vulnerable y compartir junto a su trabajo una razón para vivir… —
Se calla. Me mira —. Sé que Gerard será el hombre más fiel y entregado a ese compromiso, a su
forma. En su muy particular manera de demostrar sentimientos.
>> Y creo que lo ha encontrado, pero…
Un suspiro escapa de los labios sin terminar la oración. Ahí está nuevamente el mismo problema.
La misma maldita duda rondando en dos mentes, y todo gracias a un doctor fóbico al amor.
A veces me es inevitable ponerme a imaginar quién fue el responsable de estas reacciones en
Gerard. Quién le hirió de esa manera que ahora pone una barrera impenetrable a su alrededor.
Quisiera saber si sufrió de una pesadilla tan atroz que le hizo tan desconfiado, si todo fue tan
oscuro o tan malo. Porque yo estoy sufriendo en esta instante. Me siento perdido, desarmado y
entumecido, pero de una retorcida forma agradecido, porque ahora puedo decir que lo he
sentido. Que gracias a este dolor he podido ser normal. Real. Un ser humano más y no un niño
perdido en una esquina de la habitación.
Sufrir es normal, como lo es reír o respirar.
« ¿A qué le temes tanto, Gerard Way?».

*
Los días pasan y el dolor se hace muy molesto. Ya no es sólo en el pecho, es en la espalda, en mi
estómago que no disfruta de la mala comida, mi intestino que se resiste a actuar en un sitio que
no sea su baño y mi mente que sigue preocupada por el cuidado de Betsy.
Linda ha dicho que la ha cuidado. En más de una ocasión le he querido pedir que hable con ella,
pero entonces yo pasaría del ala de cirugía hasta el punto más alejado en la correspondiente a
psiquiatría. Quién sino es un descabellado podría hablar con una planta…
Pero la extraño. Extraño mi hogar. Ese pedazo de mundo donde puedo ser sólo yo.
Se sienten como meses y sólo hay pasado cinco días desde que desperté por primera vez. Los días
se vuelven una rutina entre las visitas de mi madre con las galletas de coco que se vuelven mi
mejor alivio y un motivo para sonreír.
Continúa hablándome acerca del proyecto de la repostería, en el cual ya pongo más atención
sugiriendo nombres y pensando en administración de capital en recursos materiales, mano de
obra y la renta del local. Lucas se vuelve el inversionista mayor y la sonrisa de mi madre no puede
ser más bella.” Un nuevo proyecto”, repite cada vez que hablamos de ella. “Una nueva vida”.

También disfruto de la compañía de Jared, quien poco tiene de horario. Llega cuando quiere llegar,
con flores para mi madre, sonrisa amplia y hace dos días, un enorme globo en forma de oso polar
con un lazo rojo atado al cuello. El cual, para de verdad variar, era para mí. “Te hará compañía”,
me dijo al dejar el listón que lo sostiene para que no escape volando en mi mano derecha. Me
avergüenza decirlo, pero me emocioné. Sentí mis mejillas calientes, símbolo inequívoco de mi
sonrojo cual quinceañera frente al obsequio de un admirador.
También ha estado trayendo su cuaderno de notas, leyéndome las características de un nuevo
personaje en la historia de vampiros que intenta destruir la paz del amor. Hasta la fecha, ahora
que lo veo frente a mí este quinto día de internamiento noto la mejora en el labio. Apenas una
rojiza cicatriz dejando pasar las huellas de la agresión.
—Yo prometo que te cuidaré y para amarte solo viviré. Cuando triste estés allí estaré con este
inmenso amor que yo siento por ti. Y nunca llorarás. Tú serás lo único —. Declama Jared
mirándome a los ojos.
De nuestra amistad poco hemos hablado. No hay necesidad de aclarar puntos ni siquiera cuando
los coqueteos comienzan. Jared lo sabe, y sé que lo sabe. Que lo entiende. Que nuestra amistad
sabe mejor ahora. Que nos conviene se mantenga así a los dos.
— ¿Escribiste eso durante tu período menstrual? —Pregunto con burla recordando en Jared al
talentoso escritor que no cree en las cursilerías del amor casual.
—Aunque me hubiera encantado hacerlo, es una ridícula canción. Que incluso tiene más —
responde con una gran sonrisa—. Amar es compresión. Es dar completo el corazón. Es besarnos,
perdonarnos; es un tesoro, un gran regalo…
>> Me parece que quedaría mejor es besarnos, desnudarnos; hacer el amor hasta que salga el
Sol…
—Aunque rima —digo ligeramente incómodo por la pícara mirada—, el amor es algo más que lo
físico. Eso es lo que quiere decir el verso.
—Ahora el poeta eres tú —rueda los ojos.
—Al menos estoy enamorado. Sé cómo es.
—Sí claro, de un idiota que no se merece ni el oxígeno que respira.
No escucho en su voz el tono característico de broma. El ceño de Jared se frunce con ligereza y los
labios se comprimen formando una delicada línea.
Mis ojos se dirigen de nuevo a esa rojiza herida. Armado de valor, me atrevo a preguntar.
— ¿Me dirás ahora qué paso?
Jared esconde la mirada como un niño asustado. Comienzo a pensar. Jirones de imágenes poco
agradables. Mi mente llena de confusión.
—Nada —murmura en voz baja—. Es un idiota. Un completo celoso que no lo puede aceptar, ni
puede reprimir lo que siente por ti.
—Jared…
—Sólo le dije que te conquistaría y que él jamás estaría contigo.
Entonces veo los ojos azules. Claros, redondos y a la expectativa. “Gerard no te quiere” me dice mi
mente de inmediato, soy sólo un experimento, lo sé y lo he aceptado. Jamás obtendré más de lo
que tengo ahora de él. No hay sentimientos que ocultar, porque Gerard no tiene ninguno para mí,
¿Verdad?
—Gerard no siente nada por mí —digo de prisa ignorando que Jared ha dicho que quiere
conquistarme. Aún no sé si es una realidad o una simple provocación.
—Entonces ¿por qué le importaría que yo intentara algo contigo?
— ¿Lo harías?
—No —niega con la cabeza al tiempo que deja salir una suave sonrisa—. No Frank, tú y yo somos
amigos, te respeto y sé que lo amas. Me gustas, pero me gusta más ser tu amigo. Sólo lo hice por
molestarlo, como me molesta a mí que tú lo ames tanto y él sea tan cobarde.
Cobarde. Qué palabra tan común para describir a Gerard.
—Tú le importas —continúa Jared—. Él te quiere, ¿por qué más reaccionaría así? ¿Por qué más me
odia?
“¿Por qué más viene cada noche a verte?”, pregunta mi magullada esperanza.
Niego con la cabeza, aún sin saber a qué tipo de pensamientos intento alejar.
—Lamento que reaccionara así —le digo a Jared, alzando la mano hasta tocar su mejilla.
—No importa. Tú y yo estamos bien, ¿cierto?
Mi cabeza se mueve de arriba abajo asintiendo. Jared concluye entonces que todo lo demás puede
irse al caño o al pozo más profundo del Universo, o algo así.
No me permito albergar esperanza. Intento olvidarlo, dejarlo pasar mientras miro junto a Jared la
telenovela de las cinco de la tarde. Él se burla del guión, yo de las actuaciones, y mientras miro a
los protagonistas sufridos por fin besarse, una frase se escribe en cámara lenta dentro de mis ojos:
Puede ser.

Faltan dieciséis minutos para las diecinueve horas cuando ambas entran en mi habitación. Me
encuentro recostado sobre la conocida cama, con pantalones holgados azul marino y una camisa
suelta gris que ya está desgastada, pero se siente bien. Mi madre me ayuda con el baño diario,
trajo mi perfume, un aromatizante para la alcoba y mi shampoo favorito.
Toda la habitación huele a mí y eso, aunque es algo pequeño, me hace sentir seguro.
Sonrío al verlas, suave, pero sincero. Es entonces cuando Hope se acerca, dejando un sonoro beso
contra mi mejilla y un abrazo rápido. Acción que repite Sarah.
—Hola, Frank —saluda la rubia. Mi sonrisa se hace más grande.
—Perdónanos por no haber podido venir antes —dice ahora Sarah—, pero Hope canceló visitas
por lo de Gerard y yo clases en la Universidad y así que estuvimos recuperando las horas.
—Está bien. Comprendo.
— ¿Cómo sigues? —Pregunta Hope, su cuerpo junto al mío dejándose caer sobre la cama.
—Bien, a veces arde mucho la herida o hace demasiado calor por la venda, pero es bastante
soportable.
—No tienes que soportar. Ya has sido muy valiente —, me dice mi amiga rubia. Con los ojos azules
fijos en mí.
Mi ceja derecha se eleva con incredulidad.
—Verás, Frank —es ahora la morena, quien me habla con los brazos cruzados al pecho—, afuera
hay unos hombres que vienen a traerte una invitación para que seas testigo en el juicio contra Ray
Toro.
Mi atención completamente volcada a la morena me obliga a contener la respiración por la
impresión.
—Te dije que lo hicieras con tacto, Sarah —regaña su rubia novia. Sarah se nota avergonzada
rehuyendo a mi mirada.
— ¿Cuándo será? —Murmuro con media voz atrapada en la garganta.
—En dos días más —responde Hope tomando mi mano—. Todo estará bien, Frank. Te harán unas
preguntas, dirás la verdad y todo estará bien. Toro irá a la cárcel y tú, todos podremos ser libres.
Podremos avanzar y olvidar.
Asiento cuando miro los ojos azules. Parecen sinceros, como siempre. Como los buenos amigos
deben de ser. Accedo a ir, porque es parte del sistema judicial, porque es parte de mi necesidad
por continuar y porque deseo ver a Ray Toro ahogarse en la miseria de vida que él decidió con sus
absurdas acciones.
No sé qué esperar. No sé qué me iré a poner, pero es el último paso. “La última y nos vamos”,
suelen decir. Después de tantos en la vida, los finales van perdiendo significado.

Ni mi madre ni Jared se despegaron de mí al avanzar por el corto pasillo hasta nuestros lugares. El
tribunal estaba medio vacío, o medio lleno; depende del nivel de pesimismo. Aún siento una
compresión en mi pecho, pero es muy leve, supongo que es más molesto la idea de asfixia gracias
a la corbata oscura, pero ni siquiera muevo la mano hacia su dirección, porque ya sé lo que Linda
hará, después de todo, tres golpes contra mi mano por la suya interceptando el movimiento para
aflojar la corbata lo han dejado bien en claro.
Nos sentamos en la segunda fila a la izquierda. Desde ahí puedo ver a la hilera de personas que
representa al jurado al juez pálido de cabello color ceniza y el banquillo de los acusados donde
estaré, según cuenta el hombre que se presentó frente a mí como Jordan Harrison, el hombre que
planea refundir a Ray Toro en la cárcel. Poco me importa el puesto con tan loable objetivo.
En ese momento en que todo el mundo ocupa su lugar, veo a Mikey, de traje color caqui tomar la
mano de una mujer con vestido rosa pastel, una mujer rubia, el hombre alto y detrás de ellos, con
la cabeza baja y los dedos entrelazados está él.
Gerard.
Gerard con su blanca piel, con sus ojeras profundas y su cabello enmarañado.
Gerard seguido de su propio séquito. Sarah y Hope tomadas de las manos como si una necesitara
jalar para hacer avanzar a la otra.
Y entonces yo me pierdo. Desvío la mirada hacia mis manos para evitar pensar, pero es inevitable.
Recuerdo a Betsy y nuestro primer encuentro esa mañana luego de haber sido dado de alta con
supervisión médica. Es casi como estar en libertad condicional. “Y no es que yo lo haya estado”, le
dije a mi helecho, “pero así dicen que es”. Sonreí entonces. Todo parecía normal. Ni siquiera me
sentí angustiado al ponerme el traje. Sólo podía canalizar que hacía aquello por un bien común, no
dibujé ni en secreto ni con desfachatez la figura de un doctor cansado y a quien tantas personas
insisten en llamar cobarde.
Una vez más compruebo el inmenso poder que tiene sobre mí. Ese poder del que no quiero huir.
Quisiera estar envuelto por él, abrazarlo ahora y sostenerlo como jamás imaginé hacerlo frente al
poderoso Gerard Way.
Tan inmerso estoy, que sólo reacciono cuando Jared golpea suavemente mi hombro para hacerme
notar que es momento de estar de pie. Todos se presentan, nosotros nos sentamos y casi en un
parpadeo, veo a Gerard ahí, sentado en esa silla al lado del buen hombre que quiere cumplir
nuestros deseos en una realidad. Dirijo un instante la mirada hacia la mesa a la izquierda de él
donde Ray Toro con su cabello sostenido en una alta cola de caballo luce como el más inocente de
los hombres al lado de una mujer con traje sastre gris plomo, imagino es su abogada. Y bendito
sea este país que el más ruin de los ruines tiene derecho a defenderse. «Caerás», pienso y espero
como quien espera que sus propósitos se cumplan cada año nuevo.
—Se dará comienzo al debate, y le pido a la señora secretaria que dé el informe preliminar.
Dice un hombre de complexión robusta, cabello canoso y elevado de nosotros, sobre el alto podio.
Es el señor Juez Cusak, quien con los ojos marrones mira despreocupado a la mujer que ha de caer
en los cincuenta para que inicie el procedimiento penal. Comienza dando un repaso a los nombres
de los abogados, el defensor y el fiscal; luego a los implicados y las acusaciones: privación ilegítima
de la privacidad.
Entonces me pierdo, volviendo la vista hacia el rostro cansado de Gerard Way. Todo él parece
extinguido, como una llama vencida por el poder del agua. Ya no noto su prepotencia a pesar que
esa espalda no se ha encorvado ni una vez ni esa barbilla ha bajado. Luce un traje oscuro con una
corbata de igual color. Es el traje de un novio o el dueño de una funeraria, pero no entiendo cómo
es que luciendo un color que solía hacerle resaltar, ahora Gerard luce tan pequeño frente a mis
ojos.
Me fijo en su rostro. Sereno y bello como lo recuerdo.
« ¿Por qué lo quiero?», me pregunto mientras noto la forma perfecta de sus cejas pobladas. «
¿Por qué lo quiero?», repito notando la nariz respingada y los labios delgados que tantos suspiros
provocaron en mí. Su cuello largo y delgado, su piel fría. Su actitud indiferente, sus suaves
sonrisas.
« ¿Por qué lo quiero?»
¿Y todavía me lo pregunto?
Es porque desde que establecimos contacto y humedecimos los labios hubo intimidad. Más allá
del contacto físico, fue una intimidad donde había confianza, amistad, admiración y un gran toque
de autorrevelación mutua. Cada día, un nuevo detalle por conocer y el deseo aumentando por
estar más cerca; sin embargo, siempre mantuvimos la separatividad. Yo respetando sus ideas, él
siendo sólo Gerard. Sin asfixiar o siquiera llamar, pero con esa posesividad, como si tuviera que
vigilarme. Desde el momento en que su mirada se cruzó con Jared… Me pregunto si desde esa
ocasión en el bar yo podría haber llamado a aquel comportamiento como una escena de celos. Me
lo pregunto ahora, pero sé que desde ese momento se inició la fantasía. Dentro de mí ese
remolino de sentimientos por el galán antirromántico, que demuestra más con acciones que con
dulce poesía, que aunque no es mucho, es demasiado para su ideología. Entonces hay esperanza.
Idiota esperanza elevándose como pompas de jabón cuando llegamos a la confidencia. Y sé que lo
quiero, porque hay en sus pequeños gestos grandes muestras de ternura que matiza con la pasión
y se revuelve con el apego.
Fuimos una pareja, y le quise como tal, le di tolerancia, mis besos en una bandeja. Mi cuerpo a su
disposición, mi tiempo en un noviazgo que fue fugaz, pero lo más verdadero en mi vida. Lo más
normal. Lo más correcto.
« ¿Por qué lo quiero?»
Porque con él siento. Siento esa maravillosa fusión amorosa, esa triste desilusión, esa tendencia al
auto-suplicio. Y no encuentro algo mejor que decir que: yo lo amo porque a su lado dejo de ser la
sombra, y tengo cuerpo, y tengo corazón y cerebro, y alma y valor.
Porque soy un Frank diferente dentro de mi “yo mismo”, pero es un buen Frank. Lo quiero porque
me quiero a mí un poco más cuando lo tengo a mi lado.
Lo quiero porque aprendí a quererme a mí, a mi vida, a mis imperfecciones y a mi humanidad. Ésa
que sólo sale en la más profunda de las sombras.
Es entonces fácil decir que lo quiero, porque me gusta quererlo, y me ahorraría así una larga
explicación.

Las presentaciones terminan. Las palabras complicadas para explicar el caso, lo hace igual. El juez
luego pide que se lean las acusaciones, nuevamente mirando hacia la mujer. Todos callan y el
inicio del fin comienza.

XXXII. En busca de Pistas

Cuando los amantes no saben si su amor es apreciado y correspondido, se vuelven hipersensibles a


las pistas procedentes del ser amado. En palabras de Robert Graves: «Pendiente de oír una
llamada a la puerta, esperando una señal».

—Yo, Gerard Arthur Way Lee, estadounidense, mayor de edad, domiciliado y residente de esta
ciudad, identificado civil y profesionalmente como indico al pie de mi firma, en ejercicio del poder
que me fue conferido según reza en documento adjunto, ante usted atentamente me dirijo con mi
acostumbrado respeto con el objeto de presentar Demanda contra el ciudadano Raymond Toro
Ortíz representado legalmente por la abogado Michell Eubanks para que se declare responsable
de los daños físicos, psicológicos y económicos fundados por la privación injusta de la libertad de
que fui objeto…
La mujer continúa con la lectura como si fuera una historia más para relatar a sus hijos antes de ir
a dormir. Me pierdo de las complicadas palabras, de las redundancias y monólogos elegantes por
un instante para mirar alrededor. Raymond, con su cabello estilizado y traje bien planchado, luce
sereno, hasta que mencionan la frase “privación injusta de la libertad”; pareciera que la frase le da
risa, o le conmueve de algún modo que logra aflorar de él una sonrisa. Gerard se distrae en el
mismo momento para mirar al otro médico y ahora veo caer la mirada. Una señal de furia o
derrota mal escondida. Jordan Harrison a su lado baja la cabeza, esperando como un atleta espera
el disparo de salida, porque cuando esa mujer decida que ha sido demasiado por contar, todos los
artículos y las exigencias del cliente que no pide más que refundir a Toro de la cárcel, entonces
otro día de Legalmente rubia puede comenzar.
—Abogado, su primer testigo.
No noto cuando termina. Parece ser que no se han leído los hechos, según susurra mi madre a mi
lado, presumiendo que Gerard dará declaración, y yo mientras tanto, podría pensar que dejara de
ver tantos programas policíacos, pero me detengo cuando escucho a Harrison decir mi nombre. Y
como un mal estudiante que no quiso estudiar para el examen, o un nervioso cantante que siente
que olvidará la letra al pisar el escenario, me dirijo al estrado sintiendo las pesadas miradas de la
audiencia, del jurado, del juez de fría mirada, pero sobre todo la verde luz emanando de la única
mirada por la que yo haría esto y más. Exponerme. Sobrepasar mis barreras… mirar nuevamente a
los ojos al monstruo de Raymond Toro.
Un policía me hace jurar sobre la biblia, y juro. Decir la verdad y nada más que la verdad suena
fácil, no sólo correcto.
—Abogado, comience —, dice el juez nada más al verme tomar asiento.
Harrison se aclara la garganta sus ojos azules me miran de frente, pero noto en ellos ternura,
como uno jamás esperaría te miraran los ojos de un abogado.
—Gracias. Ahora, señor, le pido que diga su nombre completo y la relación que tiene con Gerard
Way.
Mi garganta se seca antes de decir mi nombre, pero mis cuerdas vocales se enredan cuando
intento pronunciar el término “ex novio”. Espero un jadeo de sorpresa o un grito femenino, pero
el jurado está impasible y el juez canoso poco escandalizado.
«Vaya que estamos avanzando».
— ¿Conocía a Raymond Toro?
—Sí —respondo de prisa.
— ¿Se lo presentó el señor Way?
—No. Él… llegó al sitio donde trabajaba.
Bajo la voz, y huyo del micrófono. La imagen regresa tan rápido como se dibuja un relámpago en el
cielo. La oscuridad, los golpes, la amenaza… el miedo. Y empeora cuando él me pide que explique.
Que amplíe nuestro primer encuentro.
Miro entonces al público. Mi madre con el rostro compungido, al lado de Jared que parece un toro
a punto de salir al corrido, pero entonces veo a Gerard. Tranquilo, pero con ese gesto de derrota
que detesto en su mirada, que aunque intente esconder, conozco demasiado cada aspecto en esa
verde mirada. Cada punto y cada brillo. Lo he aprendido a leer como nadie más lo hará y no me
importa lo presuntuoso que puedo ser. Verlo ahora me recuerda la escena en la casa de ese
maldito, donde Gerard dejaba el orgullo por vivir otro día más. «Nadie debe bajar la cabeza y
arrodillarse. Nadie. Especialmente tú, mi amor».
Así que hablo.
—Entonces caí. Intenté girar, ponerme de pie, gritar… pero sentí una patada, directo contra mis
costillas y el ruido que hicieron mis huesos fue tan intenso que me seguía preguntando por qué
nadie escuchaba nada… entonces él dijo… se acercó a mí y dijo: Mándale saludos de mi parte. Dile
que se cuide, que no me harte o podría pasarla mal.
— ¿Y a quién se refería Raymond, lo sabes?
—A Gerard. Estoy seguro. Hacía días Gerard me contaba que ese doctor Toro no dejaba de hacerle
la vida imposible en el hospital. En ese momento no entendía por qué había reaccionado contra
mí, pero luego todo quedó claro.
— ¿Y eso por qué?
—Porque Ray está obsesionado con Gerard y no desea que nadie más esté a su lado, sólo él,
aunque jamás pueda ser correspondido.
La última frase me hace sonar infantil, pero nadie comenta nada al respecto, sólo escucho el grito
de la abogada alegando que estoy haciendo suposiciones o no sé qué. No me importa. Miro a
Toro, quien luce esa mueca de maniático que ni en las mejores escenas de Annie en Misery podrán
ser reproducidas.
—Frank, ¿recuerdas el día en que desapareció, Gerard?
Y como nunca en mi vida he sido, supe dar una fecha exacta. Una explicación sin que me lo
pidieran cuando hablé de la llamada de Mikey y las reuniones familiares para consolar una
situación que lucía inconsolable.
— ¿Y cuántos días no lo pudiste ver? —Nuevamente respondí de inmediato—. Con lo que tú
conoces a Gerard, y dime ¿crees que sea lo suficiente para responder si irse con Ray Toro hubiera
sido una decisión propia, a voluntad?
—Lo conozco lo suficiente para asegurar que Gerard Way odia a Raymond Toro y bajo ningún
concepto él hubiera estado más de cinco minutos en una habitación juntos.
La abogada vuelve a gritar, Raymond aprovecha para murmurar un “en la habitación, en el baño,
en la cama…”. Mis puños se cierran al tiempo en que los ojos verdes más bellos de mundo se
esconden tras los párpados.
—Maldito Toro —susurro mordiendo mis labios.
Cierro los ojos y cuento hasta diez antes de empezar a gritar como esos programas de las cinco de
la tarde donde mujeres gritonas se quejan de la infidelidad de su marido.
Por fortuna el abogado me interrumpe con una nueva pregunta.
— ¿Dónde estaba ese lunes en que Gerard Way fue encontrado en casa de Raymond Toro?
—Dentro de la casa. Seguí a Raymond hasta su casa y vi a Gerard.
— ¿Por qué lo siguió?
—Una corazonada —respondí de prisa, esperando que no se notara mi mentirilla. Por supuesto no
era mi idea, pero no sabía si Sarah o Hope fueran a declarar. Más me valía asumir cada una de las
responsabilidades. Después de todo, es lo que se espera de la persona en el estrado.
— ¿Y qué hacía en la casa del señor Toro?
—Me escondía en la cocina. Los escuché hablar y mientras llegaba la policía, grabé su
conversación.
Los murmullos comienzan a hacerse audibles y es nuevamente el hombre de traje frente a mí, que
con toda esa seguridad extrae una memoria USB, y como si se tratara de un programa de
televisión y los miembros del staff tras las cámaras aparecieran, llegó hasta nosotros una
computadora donde en pocos tiempos comenzaba a reproducirse la grabación.
La voz de Gerard se dibujó en la sala y en mi mente el recuerdo de esos momentos oscurecieron
mi alrededor nuevamente, el beso que tuve que presenciar aún duele, y podría atreverme a decir,
que es más doloroso que el mal intento de asesinato por parte de Ray Toro.

— ¿Querías matarlos?
—A veces es la única forma para que alguien lo entienda.

Un escalofrío me recorre la nuca. Ahí está esa voz confesando. Y aquí estoy yo, mirando directo
hacia la burlesca mirada que no luce arrepentida o asustada. Luego llega a la parte donde dice
que ha practicado, que inició con desconocidos y que los marcaba como los “maricas” que eran.
Yo lo relaciono, con las noticias, en la radio y la televisión que con el paso de los días fueron
opacándose y ocupando las portadas los chismes del espectáculo, pero parezco el único en estar
sorprendido, porque el resto escucha tranquilo, como quien está escuchando una radio novela.
—Esta grabación fue extraída del celular de Frank Iero —dice Harrisson—, como notarán, no es
necesario aclarar que Raymond Toro es un hombre bastante perturbado, y si ustedes, miembros
del jurado no entienden esto como una confesión directa, entonces no podré hacerlo más claro
que saliendo de los labios del acusado. Pero por si necesitaran más pruebas —sonríe de medio
lado, como un gato satisfecho después de devorar su crema—. Dinos Frank, ¿qué te ocurrió? ¿Por
qué la venda?
—Toro me encontró espiándolos. Me clavó un cuchillo de la cocina en el pecho.
— ¿Lo atacaste?
—No. Intentaba matarme sólo por estar ahí.
Escucho la exclamación inconforme de la abogada y un sollozo agudo proveniente de mi madre.
Elevo la mirada notando que los ojos me irritan y por mis mejillas corren lágrimas. “Qué curioso”,
me digo a mí mismo, pues ni siquiera había sentido tristeza que me impulsara a llorar. Es entonces
que pienso que las lágrimas no son de tristeza, pero no logro identificar a qué se deban, parece
más fácil sólo dejarlas salir que preguntar.
Miro a Sarah, recargada contra Hope quien me sonríe ligero. Los ojos azules brillan y los labios
rojos por naturaleza se notan pálidos y agotados, tal vez de sonreír con tanto esfuerzo cuando la
alegría no es una constante en la vida.
—Miembros de jurado, lo dejo a su criterio. Un hombre como Ray Toro, tan lleno de maldad, de
odio, de obsesión… ¿realmente queremos a un hombre así en las calles? ¿Atendiendo a nuestros
familiares?, su señoría, no más preguntas.
Harrison se acomoda la corbata antes de retirarse a su lugar. De inmediato la mujer de fría mirada
y traje sastre se pone de pie. No conozco su nombre, a ella no parece importarle porque va directo
al grano mirándome a los ojos. Noto el color almendra empapado de ansiedad y de ira. Parece una
mujer que no acepta la derrota.
—Frank, cuéntanos cómo conociste a Gerard Way.
—Tuve un accidente por culpa de mis antidepresivos y él fue el médico que me atendió —
respondo, el calor de pronto inundando mis mejillas.
—Claro, luego salieron, se enamoraron y se hicieron pareja, ¿no es así? —Me pregunta sonriendo.
Conociendo de antemano la verdad.
—Fuimos pareja —digo, porque no puedo mentir.
— ¿Y por qué terminaron?
Duele.
Bajo la mirada. Agacho por completo la cabeza.
Todavía duele.
— ¿Sabías del estudio que estaba llevando a cabo, verdad Frank? El estudio para demostrar la
química del amor. El estudio en el que tú aceptaste participar, por tener un poco de atención en tu
vida, entonces te acostaste con él y te enamorarse, pero te enteraste que eras el experimento y no
lo pudiste aceptar, ¿Verdad, Frank? Por eso inventaste todo esto, por eso incriminas a Raymond
Toro, ¡porque no pudiste aceptar que fuiste un número más en esta lista!
El terrible argumento termina cuando la carpeta cae frente a mis ojos. El abogado Harrison se
levanta furioso, pero no noto sus palabras. Estoy consternado. Azorado por la capacidad de torcer
la historia hacia la conveniencia de un hombre.
—Claro que no —, refuto—. No lo haría.
— ¿Por qué? —Pregunta ella. El ceño fruncido mostrando la morena frente libre de cabello gracias
al elegante peinado sobre su nuca —, ¿Por qué lo amas?
El profundo silencio se rompe por mi débil “Sí”, es débil, pero parece hacer eco en la ridículamente
silenciosa habitación. Miro a Gerard tras mi confesión. Él baja la cabeza y no leo los ojos verdes,
pero mejor así, que no me mire, ahora que las lágrimas son más obvias hasta para mí.
— ¿Cuánto le amas?
—Tanto como para no herirlo.
—Tanto como para quererlo sólo para ti —. Termina frente a mí muy de cerca, tanto que noto el
pequeño lunar junto a su boca —. Señores del jurado, éste es el estudio de Gerard Way. Todo el
protocolo y la lista de participantes en él le fueron entregados al señor Toro por el mismo Way y
fue así que tuvo conocimiento del experimento, pero al no parecerle ético para los participantes,
decidió hablar con el señor Iero sobre la realidad. La realidad de que Gerard no amaba a sus
conejillos de indias. Obviamente, Frank, quien creyó haber encontrado el amor, al haber
escuchado esto, lógicamente esto montó en cólera y ahora nos tiene aquí, viendo su teatro por
despecho.
— ¡¿Y me apuñalé a mí mismo y falsifiqué la grabación?! —Exclamo deprisa. Adelantándome al
abogado. Sorprendiendo a todo el recinto, pero sobre todo a mí mismo por mi apasionado
comportamiento. Me he puesto de pie y he empuñado las manos contra la madera del estado. La
ira recorre mi cuerpo, las ganas de gritar ¡Mentiroso, mentiroso! Como un niño se atora en mi
garganta, pero sobre todo, es necesario reprimir los deseos de abofetear a esa mentirosa mujer.
—Yo no lo haría. Yo lo amo. Tanto que preferiría verlo con cualquiera, pero feliz, sonriendo,
sabiendo que aunque no sea conmigo, ha logrado dejar de ser un amargado y pueda ser… —la voz
se va extinguiendo junto a mi valentía en el preciso instante en que los murmullos comienzan a
distraerme y entonces noto que estoy de pie en el estrado frente a un número importante de
personas que escuchan mi patética confesión de amor.
El juez de cabellos plateados me pide que tome asiento, el abogado Harrison mira a la mujer con
detenimiento y Gerard… sus ojos verdes hacen que todo dé vueltas, fijos en mí, sin parpadear,
provocan que un calor extraño suba hasta mis mejillas, pero no logro identificar la mirada. Da
igual, porque de todas maneras, es la única mirada que me importa.
—Tomaremos un receso, jurado, abogados y clientes, el juicio se reanudará el día de mañana a las
diez de la mañana.
El mallete se deja escuchar con severidad al tiempo que todos los presentes nos ponemos de pie.
Siento las piernas temblar al hacerlo, por eso no me muevo hasta que mi madre y Jared se
encentran frente a mí. La mirada brillosa de Linda me hace creer que está llorando. Así me lo
confirma su voz entre cortada el susurrar:
—Fuiste muy valiente.
Logro caminar, apoyado en Jared que me abraza por los hombros y mi madre que camina a mi
lado acariciando de vez en cuando la palma de mi mano derecha. Yo no entiendo de situaciones
legales, pero si esos hombres y mujeres que integran el jurado no comprenden que las pruebas
son contundentes y el maniático de Ray Toro logra salir por una bien creada historia, entonces ya
no quedaría mucho por creer. Entonces sí debería temer al salir a la calle, porque de lo único que
podría estar seguro, es que ese hombre cobraría venganza por mis palabras.
—Es un maldito loco —empieza Jared, mientras esperamos que el tumulto se disuelva y podamos
salir de la sala. Para ser una sala de juicio, donde vendrán doces de personas, la puerta me parece
demasiado angosta para cumplir con el objetivo de dejar salir a ese número de seres si se
estuviera incendiando la sala, por ejemplo —. Y esa abogada mucho más. Que argumento tan
absurdo. Era lógico que lo estaba inventando. No creo que nadie del jurado le haya creído.
Mi mirada cae mientras mi mente susurra: “espero que no”.
Estamos a sólo tres personas para salir, cuando un dedo contra mi hombro me hace girar.
Sus ojos verdes impasibles y su mal peinado llegan a mi cerebro que lucha por resistir y no mover
los brazos que me piden a gritos lo abrace hasta que nos fundamos en uno solo. Eso sí, logré
mantenerme estático, resistiendo al empuje de Jared, y es por esto que éste también se gira,
dejando caer su brazo desde mis hombros para enfrentar a mi lado a Gerard Way.
— ¿Podemos hablar? —Me pregunta sin sonreír, sin llorar. Tan analítico como el médico que
pregunta la sintomatología a sus pacientes o habla con un colega sobre un nuevo estudio
diagnóstico.
Miro entonces de prisa a Jared, quien mantiene los ojos azules en Gerard con una chispa de enojo
brillando en ellos.
—Está bien —, respondo sorprendido de mí, pues mi voz parecía hundida frente a su presencia.
Jared entonces me mira y asiente.
—Te esperaremos afuera.
Comenzamos a alejarnos del bullicio, acercándonos hasta el terrible estrado. Gerard lleva las
manos dentro de los bolsillos y patea piedras invisibles con la punta de los brillantes zapatos.
Nos quedamos en silencio. Yo intento evadir su mirada, y me imagino que él está esperando a
estar solos para comenzar a hablar.
—Quisiera pedirte que ya no vinieras mañana —dice cuando ya sólo quedan los guardias
mirándonos indiferentes.
De todos los inicios de conversación que se me ocurrieron mientras esperaba a que Gerard se
decidiera a abrir la boca, esa frase deja fuera a todas mis posibilidades. Incluso a las más absurdas
donde el médico me abraza y llora porque jamás podrá olvidar todo el dolor que Raymond le ha
causado.
— ¿Qué? —Es por ello que sólo se escapa una palabra. La más coherente entre el revoltijo en mi
mente.
—No tiene caso que vengas. Esta tarde Harrison irá ante el fiscal del distrito para presentar la
grabación como prueba de la participación de Toro en los asesinatos a prostitutos y otros
hombres, por lo que el juicio se volverá un asunto estatal y yo seré lo último de sus prioridades. De
igual manera, pagará. Eso es lo que importa.
—Entonces, ¿el caso está resuelto?
—En teoría —responde recargándose contra el barandal de madera—. No es necesario que
vuelvas a sentirte nervioso y asustado como el día de hoy.
—Estaba declarando en un juicio de verdad, frente a todas esas personas, frente a… —mi voz se
corta y mis ojos se fijan en los suyos notando la circunferencia exacta de las orejas—, frente a
Raymond Toro, Gerard.
—Lo sé.
Pronunciar su nombre es como quien dice palabras suaves o pensamientos dulces hechos realidad.
No había caído en cuenta de lo mucho que había extrañado llamarle, que su nombre suena bien
en mi cabeza, pero cuando lo dicen mis labios suena un millón de veces mejor.
—Y tú, ¿vas a declarar?
—Probablemente tenga que testificar.
Asiento apenas. La bruma de mi inseguridad me rodea, pero con la poca cordura que me queda
logro hilar la próxima frase.
—Gracias —digo mientras intento sonreír—. Gracias por decírmelo, y tienes razón, lo mejor será
que no regrese. Que estés bien, Gerard.
Qué ironía que de mi boca escape el “gracias” de debí haber recibido en primer lugar, pero así ha
sido esto desde el primer día, yo, dejando al lado mis sentimientos por su tranquilidad.
—Hasta luego —murmuro luchando como los hombres para que el llanto no escape.
Pero entonces pienso que algo bueno habré sacado de la experiencia, más allá de los vendajes y el
suave mareo producido por los analgésicos, hice algo bueno por la comunidad, por la justicia y
esos hombres asesinados, así que tal vez, con todo este drama pueda ser capaz de cerrar el
capítulo de Gerard Way. Aceptar que le amo o confesarlo en medio de un juicio no cambia el
hecho de que él siente menos que nada por mí, y eso no cambiará, no importa cuántas veces me
interponga entre el camino de un cuchillo y su cuerpo.
«Aceptar y continuar, Frank». Aún queda mucho por planear en la repostería “Dolcezza”. Seguro
podré mantener mi mente ocupada.
Podré salir con Jared, hablar con Rebecca, estar con mi madre, hablar con Betsy durante horas
mientras espero una respuesta leve que no me haga creer que he perdido la razón o simplemente
podré…
Mis pensamientos se interrumpen de forma abrupta justo en el momento en que mis sentidos me
permiten percibir su mano tomando mi brazo y aplicando la fuerza suficiente para que mi camino
hacia la puerta se interrumpa justo detrás de la mesa de los implicados y los abogados.
—Espera —escucho. La voz suave, el tacto caliente y mi corazón acelerándose a una velocidad
increíble.
Giro lentamente, más por el repentino entumecimiento en mis extremidades que por el objetivo
de crear drama a la escena. Y entonces le veo, los ojos verdes pintados con destellos plateados, los
labios levantados con ligereza, como si las palabras comenzaran a formarse en su mente justo en
ese momento, preparándose para la siguiente jugada.
—Tengo que preguntarte algo —me dice soltándome finalmente. Y no es que yo me esté quejando
de ello.
—Dime.
— ¿Qué hacías en casa de Raymond Toro ese día?
Su mirada penetra en mis ojos como si intentara buscar el recuerdo en mi memoria, nuevamente
Gerard se recarga, esta vez contra el escritorio para esconder las manos dobladas a la altura del
pecho.
— ¿Cómo que qué hacía? —Pregunto sin burla en la voz—, fui por ti.
— ¿por qué?
—Tú sabes por qué —, respondo sintiéndome enrojecer. El día había estado lo suficientemente
repleto de vergonzosas confesiones de mi parte.
—Yo… —inicia pero luego se detiene, dubitativo —, ¿por qué si yo no puedo… si yo no…? No
entiendo.
No respondo. Podría darle las mil razones para quererlo, pero me niego a exponerme así. Me
niego a entregarme en bandeja de plata. Me niego a no intentar ser más fuerte.
—Yo ¿puedo preguntarte algo, Gerard? —Entrecierro mis ojos un momento mientras veo su
asentimiento con la cabeza—. ¿Cómo te sientes?
Gerard abre grande los ojos como si acabara de hacer la pregunta más complicada en un examen
rápido.
— ¿A qué te refieres?
—A lo que pasó esos días, con Ray —, respondo obviando el gesto de responder con otra –
pregunta —. Imagino que todos te lo preguntan.
—No —, niega con la cabeza—. A nadie le he permitido preguntar.
Mi respiración se corta entonces, pensando que nuevamente he hablado de más. Que lo he
arruinado con Gerard, el médico no quiere darme tregua, y me vuelve a sorprender lanzando al
aire un sonoro suspiro.
—No imaginas lo frustrante que fue —confiesa mirando al suelo—. Fue terrible no poder salir,
saber que tenía el control en ese momento… Cuando lo relato, es como volver a vivirlo, y es
espantoso, sobre todo porque tuve que fingir y soportar, tanto…
>>Quisiera no tener que declarar, pero no quiero verlo en la calle nunca más. Por eso he
practicado con Harrison, he dicho el discurso tantas veces como para ya no tener ninguna reacción
—, la última palabra escapa de su boca para luego hacer una mueca de disgusto.
“¿Qué tipo de reacción?”, me digo, pero callo. Cualquier reacción en Gerard Way ya sería
extraordinaria.
—Tener que seguirle el juego fue lo que me ayudó, pero fue tan…
La frase no termina, pero no le obligo, le miro a los ojos y asiento pensando en la larga lista de
adjetivos que pudieran definir la sensación de tener que besar a Raymond Toro: asqueroso está en
la cima de ésta.
—Está bien, fuiste valiente —le digo como mi madre alentó para mí.
—Valiente suena una gran palabra, e imagino que sí, pero sólo puedo pensar en mí como un
maldito desgraciado que se dejó controlar por un estúpido. Dejé que tomara de mí mi
personalidad, mi voluntad, mi… —me mira. Los ojos verdes formando palabras sin sentido. La
mirada confusa entremezclada con el temor. Mis dedos cosquillean y mis piernas tiemblan de
deseo por tomarlo entre mis brazos y abrazarlo hasta no respirar.
Sería buena idea, si no es porque Gerard se aleja. Camina un par de pasos, dándome la espalda.
—Me siento tan sucio. Y perdona que te lo cuente, te prometo que mi declaración no va a ser así
de patética, pero necesito decirlo. Quise creer que si no hablaba del tema todo desaparecería,
pero no es así. Sigue ahí el hecho de que fui secuestrado por un maniático, por un asesino en serie
que esperaba fuéramos el matrimonio perfecto. Y sigue estando ahí el hecho de que yo me rendí.
Dejé que tomara el control de la situación, sólo para permitirme tener algunos minutos de paz.
Sólo para no sentir tanto miedo al estar en esa casa… sólo para creer que algún día se descuidaría
y entonces yo podría salir de ahí.
«Lo odio», pienso y repito una y otra vez en mi mente. Lo odio porque hace que el cuerpo de
Gerard se tense, que su espalda se encorve y se pierda esa postura de dueño del mundo que tanto
me hizo admirar. Lo odio porque las esmeraldas ya no brillan altaneras, ni de su boca escapan
comentarios sarcásticos. Lo odio porque le hace ver vulnerable, triste, un simple humano ante los
ojos de este hombre que lo creía un semi-Dios. Lo odio por tocarlo, por amarlo y tomarlo sin
preguntar, lo odio porque Gerard sufre y es mi misión de amante renegado pensar en venganza,
aunque sólo sea un cuadro pintado de azul en mi cabeza, donde mi espada penetra su tórax y el
bien triunfa, y el mal sucumbe, y soy feliz por siempre.
—Dios, te quiero tanto —susurro sin pensarlo. Apenas noto que he hablado cuando Gerard gira,
mirándome con su incrédula mirada y los labios ligeramente abiertos. No me disculpo, ni digo que
me arrepiento, porque sinceramente ya no sé si pienso de esa manera, prefiero continuar: —
Necesito hacerte otra pregunta, y por favor, no te enojes o me ignores. No huyas luego de que la
haga.
Con mis palabras logro capturar su atención, lo sé porque se acerca un poco más, el aula silenciosa
consigue que mi voz a tono normal parezca un grito, no hay necesidad de estar más cerca para
escuchar mejor, pero de cualquier forma él lo hace y mi corazón vuelve a latir desbocado.
«Concéntrate. Enfócate en la pregunta y sólo hazlo».
— ¿Por qué ibas a verme al hospital? —Directo y sin más aclaraciones. Gerard abre y cierra la boca
como pez fuera del agua—, por favor, se sincero—, digo sin darle oportunidad a escapar—, por
favor.
Intento que mis palabras se reflejen en mi mirada. Durante varios segundos Gerard aprovecha
para cerrar la boca, mirar al piso y luego mirarme de nuevo, escucho los latidos, aunque ya no sé si
sólo son los míos haciendo eco en la habitación.
—Quería saber de ti —me dice. Sus mejillas teñidas de un leve rosado —, quería saber que
estaban cuidando de ti, que estabas bien.
— ¿Te preocupaste por mí? —Pregunto intentando no sonar como una chiquilla ilusionada.
Lógicamente, he fallado.
—Tú arriesgaste tu vida por mí —asegura desviando la mirada hacia el estrado—, ¿cómo no me
preocuparía?
Le miro entonces. Detenidamente notando que el rosado se vuelve más carmesí cubriendo las
suaves mejillas. Cómo desearía alargar la mano y tocarla. Cómo lo deseo, pero me contengo.
Gerard luce adorable, apenado, tímido y vulnerable pero no por el poder impuesto por un
psicópata, sino por esa vulnerabilidad que se presenta cuando exponemos nuestros sentimientos
a otra persona. Así que ahí está, estúpida y puntual: la esperanza.
— ¿Quién rompió el corazón de Gerard Way? —Pregunto al aire con media sonrisa —. ¿Por qué ya
no puede creer en el amor? ¿Por qué se asusta de mostrar sus sentimientos?
No intento burlarme. Intento crear confianza, eliminar barreras de formalidades o indicios de
desesperación por una respuesta. Me recargo sobre el otro escritorio, mis brazos se cruzan contra
el pecho esperando paciente que el revoltijo en su cerebro cree una respuesta ingeniosa. Sus ojos
me taladran. Se adentran en mi mente y lo agradezco, porque podré dormir cada noche con esos
ojos en mi memoria cuando los míos se oculten tras los párpados.
—Nadie —murmura despacio, saboreando entre los labios cada letra—. Nadie me ha herido, pero
así como creo que es inadecuado salir desnudo a la calle, así creo que se ofrecen los enamorados.
Dispuestos, perdidos ante una nueva voluntad. Jamás quisiera perder mi esencia, dejar de ser
quien soy por un ser humano. No quiero entregarme. No quiero perder la razón, pero sobre todo,
no quiero ser lastimado.
Bendito sea Gerard Way con su capacidad de sorprender con sus fascinantes respuestas. Bendito
sea este día, este momento en que las barreras comienzan a caer. Ladrillo a ladrillo, veo el
resplandor a través y ahí está: estúpida esperanza.
—Yo nunca te haría daño —susurro.
—Lo sé —, responde con el mismo volumen, su cuerpo acercándose peligrosamente hasta que mi
nariz toca la suya. Suave y perfecto, como cuando las últimas piezas del rompecabezas comienzan
a encajar—. Sé que no lo harías. ¿No te da miedo eso?
— ¿Miedo de qué? —, medio sonrío—. Ya he pasado esa etapa.
Y entonces ocurre, sus labios impactan contra mis labios y ya no sé de quién es ese gemido que se
escapa. Sólo sé que necesito más, que mis manos quieren aferrarse hasta asfixiarlo, mis labios
beberlo hasta secarlo y mi esperanza abrazarlo hasta que no pueda huir. Le beso como jamás he
besado, con toda la pasión acumulada por la separación. Abro la boca y recibo su lengua, ansiosa y
dispuesta a danzar con su igual a un ritmo frenético, pero dulce para mí.
Podría caer un rayo justo sobre mi cabeza en este momento y seguiría siendo el momento
perfecto.
Sus labios son mi refugio, mi verdadero hogar. Sus labios sobre los míos llegan a ser la única
verdad.

“Señor, quisiera saber quien fue el loco que inventó el beso.”


Jonathan Swift

XXXIII. Justicia
— ¡Hey! Esos números no se calcularán solos.
El grito me ha alertado, pero son esas palabras que logran extraiga el lápiz de mi boca y enfoque la
mirada hacia el mundo real. El establecimiento es pequeño, pero acogedor, apenas un mostrador,
una cocina medianamente equipada y las paredes recién pintadas de naranja. Mi trabajo es ajustar
el presupuesto, hacer rendir los dólares que quedan en decoración y marketing, pero el pedazo de
madera llamó mi atención, mientras el grafito dibujaba un ocho. Así hubiera sido apenas una mota
de polvo, estoy seguro habría obtenido el mismo resultado: mi inevitable pérdida hacia un mundo
desconocido donde sólo puede existir una escena repitiéndose una y otra vez. Llena de pequeños
detalles, desde olores hasta murmullos, el sentimiento que acarreaba siempre era el mismo, una
entremezcla entre arrepentimiento e incertidumbre que cargaba con un puño cerrado para
estrellarlo sobre la nariz.
—Frank, ¿despertarás algún día y terminarás esas cuentas, tesoro?
—Lo haré, algún día…
Mi madre ríe por el comentario libre de malicia, comprendiendo de prisa que fue sólo un descuido
de mi inconsciencia y mi continuo viaje al mundo de los recuerdos.
Después de todo, aquella escena ocurrió hace ya dos semanas, terminando sin una despedida, o
más palabras. Ni siquiera una mirada. Me veo dentro de mi cabeza abandonando esos labios y
dirigiendo mi cuerpo hacia la voz de Jared Leto, que me deja saber las palabras de mi madre. En
ese momento, Linda esperaba por mí para firmar el contrato de renta del local; si no íbamos a la
hora preestablecida, perderíamos el lugar.
Y fue así, que sin dar explicaciones salí del juzgado, sin siquiera mirar atrás.
Me siento idiota y culpable, como si hubiera lastimado a Gerard. Y aunque estoy seguro que jamás
lo admitiría ni bajo tortura, me encuentro convencido de que herí el orgullo del doctor sin querer.
El juicio contra Raymond Toro ha continuado, llamando la atención a tal grado que han usado el
horario de las cuatro de la tarde en el canal local para transmitir el resumen día en los tribunales.
—Nuca me has contado —dice ella. Linda se ha sentado frente a mí, sobre el discreto escritorio
donde intento llevar la contabilidad, tiene los labios luciendo una sonrisa y en la mirada, la dulzura
que recuerdo como una canción de cuna.
— ¿Qué cosa?
—Un día supe que era tu novio, luego no, luego arriesgas tu vida por él. ¿Quisieras contarme?
No. Respondo en mi mente de inmediato. No quisiera contarlo.
A veces sólo quisiera que nada de esto fuera verdad, que nada hubiera ocurrido y que conocer a
Gerard fuera más como las películas románticas, donde todo es un alivio y no una maldición. Pero
tal vez, sea lo mejor. Hablar y creer que esto no más que un cuento, donde podría escribir un final
feliz.
El relato comienza con un suspiro, y el recuerdo del primer momento en que me topé de frente
con esos hermosos ojos verdes.
—Entonces me dijo que trabajaba en un experimento, con personas como yo. Personas que no
podían enamorarse y todo eso —sonreí—. El experimento continuó, y aunque yo tenía que ir a la
universidad para que tomaran tomografías de mi cerebro, o me sacaran sangre de vez en cuando,
yo me fui olvidado que todo esto tenía un propósito, salíamos, hablábamos… y se sintió
espontáneo, y maravilloso. Sin darme cuenta me enamoré de él, del médico y todas sus facetas.
—Pero él no lo hizo —dijo mi madre, sin intentar ser grosera o cruel, sólo estableciendo un punto.
Negué con la cabeza. Los recuerdos se arremolinaban a mi alrededor y la vorágine de sentimientos
volvió a poseerme, cortando mi voz.
—Pero, ¿fue sincero, Frank? ¿Te enamoraste de alguien real o de un buen actor?
—Real —, respondo de prisa, con la única palabra que puede escaparse de mi boca. No necesito
pensarlo, porque estar con Gerard es sólo aprender a leer entre líneas. No es que guste de
engañar. No creo que me haya mentido sobre su película favorita, o su canción, es sólo que hablar
demasiado de sus sentimientos le pone nervioso. Le hace sentir vulnerable.
—Me alegra mucho que ese doctor se hubiera equivocado, Frank y sí hayas podido enamorarte—
dice mi madre, acercándose hacia mí para tomar entre sus dedos mechones al azar de mi
cabello—. Lamento que eso no haya sido completa felicidad para ti, tengo ganas de golpearlo por
no saber apreciar a mi hijo. ¿Estaría bien si lo odio por lastimarte?
—Gerard no me lastimó, madre. No es su culpa que yo haya decidido enamorarme.
—Eso no se decide, Frankie.
—Todo se decide.
Continuar respirando o simplemente parar, alejarte o continuar, arriesgarte o cubrirte con la capa
invisible de la indiferencia. La vida es una toma constante de decisiones.
—Sabes que siempre estaré a tu lado, ¿verdad? —Ella pregunta, y aunque no la veo, presiento la
suave sonrisa, que logra contagiarme al tiempo en que asiento con la cabeza —. Entonces, ¿Jared?
Es un buen muchacho.
—No te imaginas las veces que he deseado cambiar mis sentimientos hacia él, pero es tan
complicado…
—Lo sé, mírame a mí, involucrándome con tu padre —suspira—, pero obtuve lo más maravilloso
de mi vida de esa enferma relación, así que supongo, que de todas las problemáticas relaciones se
obtiene algo bueno. Se vive, y se aprende.
Este es el momento en que elevo los brazos mientras grito de emoción, haciéndole notar a
cualquiera que esté dispuesta a escucharlo que tengo la mamá más increíble del planeta.
Sonrío y me pongo de pie para aferrarme a ella. Es justo en ese momento, que todo se siente bien,
y me olvido de todo, perdido entre el calor de un buen abrazo.

He estado intentando evitar el canal por una media hora, oprimiendo el mismo botón del control
remoto, deteniéndome en los canales de videos, sólo para intentar engañar a mi mente, que sólo
se engaña sola. Necesito ver el programa, y lo sé, no importa si Britney Spears está en la pantalla,
en automático marco el canal, como si toda la vida me dedicara a seguir la programación. Lo que
resulta ilógico cuando apenas recordaba que aún conservaba el viejo televisor en mi alcoba.
Es decepcionante toparme con un comercial de shampoo para la pérdida de cabello, pero no se
prolonga mi espera demasiado, apenas medio minuto después, el juzgado aparece con su
bulliciosa normalidad.
Mi madre me ha mantenido vigilado desde la conversación, donde concluyo que lo amo, pero no
muevo ni un solo dedo para remediar la situación, que según entiendo, tiene dos opciones: ser el
valiente príncipe, o terminar el cuento. No es que Linda lo odie, pero cree que terminar el cuento
es mejor opción.
«Conociendo mi historia, cualquiera lo diría».
Sacudo la cabeza, cual perro intentando secarse, en un absurdo deseo de despejar mi mente.
Puedo ver en la pantalla del televisor a Ray Toro, con el cabello amarrado, la mirada fría y un traje
color marrón.
—Él no me dejaba en paz. Decía que me quería en su experimento, pero le dije que me parecía un
estudio egoísta —. Al parecer, Toro se había quedado a mitad de su declaración.
Ante tales palabras, me es imposible no cerrar los puños del enfado.
—Él es un hombre cruel.
— ¿Cómo lo sabe, señor Toro? —Pregunta la horrenda abogada, cruzándose de brazos y dejando
que un mechón de cabello le cubra el hombro.
—Encontré sus notas. Las de su experimento —. Baja la mirada como si fuera un inocente
cachorrito—. En ellas están los pasos a realizar del experimento. Way los enamoraba, y luego,
terminaba con ellos.
El tono con el que se refiere a la acción de terminar con los objetos de estudio, se nota enfurecido,
como si tras la sencilla palabra se escondiera un gran misterio. Es por eso que la abogada le pide
decir más. Y Ray lo hace.
—Lo vi salir tras un pelirrojo que seguía buscándolo. Estaban en el estacionamiento del hospital.
Se le veía enojado, como casi siempre. Gerard tiene un carácter tempestuoso, pero jamás imaginé
que se atreviera a eso.
>> Lo vi —dice suspirando. Sus ojos brillando como si quisiera llorar. Como si fuera el mejor
actor—. Lo siguió hasta un callejón, gritaron y finalmente, Gerard lo empujó. Él cayó y de prisa
Way sacó una navaja, y él… comenzó a rasgar su pecho.
>> Me fui de inmediato de ahí, pero a la mañana siguiente en el periódico, vi la fotografía de ese
hombre, muerto y con la palabra Maricón en su torso. Yo huí. Temí que por mi rechazo yo fuera el
siguiente, porque yo, no soy un maricón.
Los murmullos se elevan y mi grito de inconformidad no es escuchado. La abogada aparece,
mostrando el cuaderno de notas, la lista de participantes y la noticia en el diario que anuncia la
muerte del participante como si eso fuera prueba suficiente para hacer a Gerard un asesino.
Entonces le pide que continúe con los detalles.
—Fue a mi casa, me siguió por días. No podía vivir con su acoso. Me asusté, cuando una tarde
logró entrar y me ordenó que dijera todo eso, basado en un guión, mientras él y su amante me
grababan —. Ray parece llorar, agacha la cabeza, escondiéndola contra el brazo derecho—. Yo no
quería decirlo.
El mallete de juez se escucha con fuerza, silenciando los murmullos. Dice que Toro puede
descender del estrado, y que han escuchado demasiado, que el jurado está listo para establecer el
veredicto. No estoy seguro si ése fue el orden, pero la emoción me recorre el cuerpo, ansiado
llegar a conocer el final de este siniestro capítulo.
La abogada da su propia conclusión, pidiendo al jurado no olvidar el estudio sin escrúpulos del
doctor Way y la falta de límites que parece tener. El abogado Harrison sólo los mira y sonríe:
Confiamos en las pruebas demostradas, y en la sinceridad de nuestros argumentos.
Entonces todo el mundo se pone de pie. Las cámaras enfocan a Gerard, quien ya no se encuentra
junto a Harrison, sino que está en la audiencia, junto a otras mujeres llorosas que no son Donna o
sus inseparables amigas. Junto al abogado, otro hombre de traje oscuro y portafolio color camello.
Es justo el momento en que recuerdo, que el juicio se volvió impersonal. Es ahora el estado contra
Raymond Toro por la sospecha de asesinato de todos esos hombres.
No imagino cómo es que con una cinta confesando sus crímenes, ciudadanos conscientes de su
labor no le consideren culpable.
No me retiro, a pesar de la entrada de los comerciales. Siento en mi boca ese sabor amargo de la
injusticia y la mentira, la nauseabunda sensación de tener que recordar a Ray Toro.
De mi bolsillo trasero extraigo el celular, en el cual, casi sin pensarlo, logro escribir:
“Tengo miedo”, y lo envío. Casi al minuto siguiente ya estoy arrepintiéndome, pero no hay una
opción para eliminarlo, luego de que el sobre amarillo desaparece de la pantalla. Su nombre sigue
grabado en mis contactos, y aunque diga Dr. Way, yo siempre lo leo como “Gerard”, otras como
“Salvación”. Y es ridículo, lo sé, sentirme curado a pesar de todo el dolor.
Sentir que he triunfado aunque sea por un rechazo, pero me alegra haber roto con la hipótesis, y
que el impulso de amar dominara en mí, sobre la química y los antidepresivos.
«Patético consuelo, de un perdedor».
Mi celular vibra sobre el colchón, la luz se enciende y el nombre del Dr. Way se dibuja en la
pantalla. Una sola palabra es la respuesta, con un enigmático trasfondo.
“Sí”.
La luz se apaga y la palabra deja verse. Desaparece justo como mi preocupación para ocupar el
puesto mi mal humor. ¿Cómo se atrevía a mandar una respuesta tan vaga? ¿Qué significaba? ¿Por
qué me hacía enojar cuando confesaba un terrible sentimiento de angustia?
¿Por qué simplemente no decidió ignorarme?
Me pregunto si podré descifrarlo como un: Sí, no me importa, o un sí, da igual. O…
La respiración se corta cuando los ojos verdes llegan a mi cerebro y la imagen mental se proyecta
con la máxima calidad. Tal vez sea un sueño, o una ridícula añoranza, pero para mí tiene sentido.
Más que cualquier otra cosa en ese instante, para mí, ese mensaje tiene el significado: “Sí, yo
también”.
Entonces, como casi siempre, Gerard Way vuelve a perturbarme, hacerme dudar y enfadarme,
pero me ha hecho tomar una decisión.
—Tengo que ir a verlo.

Como siempre, las palabras son impulsos, pero los hechos son la verdadera realización, y
entonces, como normalmente se dice: del dicho al hecho, hay mucho trecho, pasa otro día sin que
yo vea a Gerard Way, con mi madre pidiéndome mayor participación en la contaduría y
administración, pero sobre todo en las pruebas de degustación. De las cuales, difícilmente me
puedo quejar. Sin embargo, me gustaría poder ser más del tipo hombre de acción, que de
reflexiones constantes.
—Creo que estás son las últimas. No sé si rellenarlas con cajeta o sólo cubrirlas con ralladura de
coco.
Mi madre llega con una nueva charola llena de bronceadas galletas, que huelen delicioso,
provocando que mi para nada satisfecho aparato digestivo deje escapar una queja realmente
ruidosa. El local está cercano a inaugurarse, y Linda puede reflejar todo ese entusiasmo
dedicándose por completo a la elaboración del menú. Justo son las cinco de la tarde, cuando la
puerta del local es golpeada rítmicamente.
—Debe ser Lucas —dice mi madre, dejándome probar las galletas a discreción.
—Definitivamente deberías hacer galletas rellenas de cajeta con ralladura de coco —, respondo
luego de mi tercera prueba, esperando que tras los pasos de Linda se encuentre su nuevo esposo.
Después de todo, es sólo uno de las dos personas que conocen la ubicación del local, la otra
persona es... —Jared.
El escritor luce una sonrisa, un sombrero azul y un conjunto negro con zapatos deportivos en color
morado.
—Hola, Frank —saluda dejando sobre mi mejilla un sonoro beso —Probando galletas, ¿puedo?
—Todas las que quieras —, responde Linda.
— ¿Dónde has estado? —Pregunto con voz fuerte —, te desapareces así sin más, y luego regresas,
¿qué pasa contigo?
—Conocí a alguien. Es fotógrafo, y sabes lo mucho que odio a los fotógrafos, pero a él le voy a dar
más que una oportunidad.
—Disculpa, ¿acaso estás escuchando?
—Es moreno, y perfecto, y tiene acento. Me hace querer escribir una novela erótica, si no es
porque el tema ya se volvió trillado.
—No, no estás escuchando nada.
Mi madre está riendo, tras nosotros y entonces me dejo caer contra Jared abrazándome a su
cuello.
—Te extrañé —murmuro junto a su oído justo a tiempo para sentir sus brazos apretarme.
—Yo también. Vine a escuchar la sentencia. Dijeron que la transmitirían a las siete de la tarde.
Asiento apenas, aún sintiéndome indispuesto a dejarlo ir. Se siente bien el contacto físico de un
amigo. La ternura de un abrazo fraternal que brinda, sin necesidad de palabrerías, el apoyo
incondicional.
—Pero primero díganme qué galleta elegir —dice mi madre, logrando romper nuestro gesto.
Jared toma una y gime, repitiendo la acción con la segunda, luego me imita con la decisión y Linda
ríe. Así es como debe ser un buen día. Espero que para las siete de la tarde, pueda seguir
pensando lo mismo.

Jared lleva a mi madre a casa, y luego lo hace conmigo.


Estamos subiendo el elevador cuando un nuevo mensaje llega, con el sonido característico y el
nombre brillando en la pantalla.
“¿Todavía?”.
Nuevamente una palabra, con mensaje oculto. Me decido a ignorar, o empezar a taladrarme el
cerebro para intentar entenderlo, sobre todo cuando noto la sonrisa de Jared luego de que lo
descubro asomándose en un intento de mirar el mensaje.
«Basta de enigmas, por un rato, Gerard». Ahora conviene más la realidad cruda con una sola,
concisa y real palabra.
Jared se recarga contra las almohadas, mientras que yo me mantengo en la orilla, como si con ello,
la distancia entre la sala de juicio y mi cuarto se redujera. Quisiera estar ahí. Tomar asiento como
lo hacen todos, aferrarme a un brazo amigo, mirar a Gerard, a Harrison y pensar que todo será
como debe ser.
El juez va ascendiendo y ya puedo sentir cómo los latidos de mi corazón se aceleran, golpeando
contra mi pecho, luchando por salir hacia ese lugar para aferrarse a algo. Cuando el hombre toma
asiento, las presentaciones empiezan de nuevo, para luego proceder a las acusaciones.
La cámara enfoca a Raymond en ese momento, el cabello alborotado, pero más corto. Es
perturbador creer que se ha tomado un tiempo entre los jirones de momentos para salir con el
peluquero.
— ¿Cómo se declara, doctor Toro? —El juez entrecierra los ojos cuando lanza la pregunta. Parece
el punto culmine de la probidad.
Entonces Toro se pone de pie, eleva el mentón y con confianza asegura:
—Inocente, su señoría.
El veredicto del jurado llega al juez como el resultado en un programa de concursos. Un pequeño
papel doblado se desdobla en ese instante e imagino, que a causa de leer la palabra escrita ahí con
rapidez es que al hombre se le escapa un ruidoso suspiro. Aún no sé si de alivio o decepción,
menos puedo suponer lo que para él sería alivio o decepción, pero las manos me sudan y cierro los
ojos tratando de regular la respiración.
—Todo irá bien —escucho tras de mí.
Más vale que así sea.
Sólo puedo imaginar la forma en que un loco como él podría buscar venganza, y la imaginación
sólo causa cosquilleos en las rodillas. Estoy sudando, pero mis piernas tiemblan como si la
temperatura bajara hasta los cero grados.
—El jurado llegó a una decisión —dice una mujer, elevándose de esa línea de asientos destinados
al tribunal—. Encontramos al acusado Raymond Toro Ortiz, culpable de todos los cargos.
La sangre cae pesada desde la cabeza hasta los pies, y el movimiento respiratorio regresa (apenas
consciente de que lo había perdido). Sonrío sin darme cuenta notando los brazos de Jared
abrazarme desde la espalda y dejar justo sobre mi cabello un suave beso.
—Siempre es triste saber que mentes tan brillantes, como la suya Dr. Toro, puedan ser tan
retorcidas.
La condena es cadena perpetua sin derecho a fianza. El mallete resuena en el salón. La cámara
enfoca a los familiares de las víctimas, abrazándose y llorando por la justicia.
«Terminó».
No sé cómo sentirme, una maraña de emociones se revuelve en mi estómago. Puedo apenas
identificar la ansiedad, luchando contra el sosiego, la felicidad, el orgullo… hay tanto en mí que no
sé cómo reaccionar, pero me siento perdido, como si una parte de mí pudiera ver sobre mi
cuerpo, notando cada movimiento de Jared para abrazarme.
Me dejo consolar. O simplemente tocar. Desconozco el objetivo del escritor para abrazarme, pero
me hundo en su hombro, aspirando el masculino aroma.
«Terminó». Sigue susurrando la voz en mi cerebro. «Terminó».
De pronto un inquietante sonido se deja escuchar. Mi teléfono vibra sobre el tocador con
intensidad, y es cuando por fin puedo enfocar la mirada en otro sitio que no sea la interesante
esquina de la habitación. Jared me deja ir, no sin otorgarle a mi espalda una suave caricia.
— ¿Hola?
—Frank, ¿lo viste?
No tengo necesidad de preguntar quién es cuando la voz me resulta tan familiar, a pesar del tono
de excitación impreso en la normalmente calmada habla.
—Culpable —insistió.
—Lo sé, Hope. Lo vi.
—Estamos tan felices, Frank. Tan agradecidos.
Me imagino la sonrisa de satisfacción en los rojos labios de la rubia y yo también puedo sonreír.
—Sí —respondo. Agradecidos. Ésa era una buena palabra. Un buen sentimiento.
—Sarah te envía muchos saludos, y pregunta si quisieras reunirte con nosotros a celebrar.
—Yo…
—Intenté decirle que tal vez no sea lo adecuado. Te entiendo Frank, y entiendo que todo sea muy
reciente para ti, que tengas muchos sentimientos encontrados y necesites aclarar tu mente.
Gerard también lo necesita.
No entiendo, pero admiro esa increíble capacidad para entender al ser humano que demuestra
Hope con cada frase dicha. Me inquietan y tranquilizan al mismo tiempo esos ojos azules
analíticos, pero que jamás juzgan. En este momento me gustaría verlos, acompañados de los
vivaces verdes de Sarah, pero la psicóloga tiene razón. Mi mente está demasiado llena de
pensamientos revueltos que necesitan ser aplacados antes de que pueda verlas.
Antes de que pueda verlo a él. Porque si hay alguna cosa que sé, debo… necesito hacer, es ver a
Gerard Way. Encararlo, compartir con él esta maraña de confusión en mi cabeza.
Así que agradezco a la rubia. Escucho su suave risa.
—No es nada. Le daré a Sarah tus saludos.
—De verdad, muchas gracias.
—Te queremos, Frank.
—Y yo… —digo mirando hacia el silencioso escritor. Jared se ha quedado sobre la orilla de la cama,
con los codos sobre las rodillas y el rostro sostenido por las amplias palmas—. Y yo las quiero a
ustedes.
Qué fácil es, confesar palabras que se sienten tan reales.
Cuando cuelgo, Jared me sonríe.
—Ahora, ¿Qué te parece si te leo un poco mientras seguimos siendo el control de calidad de tu
madre?
No puedo más que asentir a tan noble oferta. Imagino que mi momento filosófico podría esperar
hasta la madrugada. La necesidad de azúcar y buena compañía tranquilizarán mi mente, y
apaciguarán estas palpitaciones.
Ahora entiendo que si tuviera que elegir, lo volvería a hacer todo otra vez. Perder mi empleo,
enfrentar a Ray Toro, llorar por Gerard Way. Todo, con tal de obtener la recompensa tras la
terrible experiencia, como bien dijo mi madre. Mi recompensa fueron Sarah, y Hope, y ese escritor
de ojos azules que devora las galletas de coco de Linda.
«Sí. Definitivamente podría hacerlo todo de nuevo».

*
Nunca he sido una persona fanática de las mañanas. Por lo general, cuando mis horarios escolares
me obligaban a abrir los ojos a las seis horas, tenía a Linda sobre mí con todos los despertadores
de la casa, y en caso extremos, arrojándome gotas de agua al rostro para que finalmente pudiera
despertar.
Siempre he sido un animal nocturno. Imagino que por ello tenía un agradable empleo como
cantinero en un famoso bar. Es pues, sorprendente que ahora esté aquí, vagando tranquilo por los
jardines de la universidad como si éste fuera un paseo dominical en el parque.
Es asombroso que mi cuerpo se negara a dormir justo cuando el reloj marcaba las siete con
diecisiete minutos de esa mañana. Ridículo, porque la noche no estuvo llena de paz y descanso,
sino de una mente hiperactiva remembrando momentos oscuros relacionados con Raymond Toro
y el ansiado final del amargo capítulo.
Aún sigo impactado. En shock por el final que sabe agridulce. Veo a esos estudiantes, sonrientes,
bostezando cuando el sol se asoma dejando caer sobre el cielo rayos anaranjados. Nada parece
distinto en el mundo, pero de pronto todo se siente diferente. Para mí, al menos.
Mi nariz distingue otros aromas, mis ojos otros colores, más brillantes. Más profundos. Y no sé si
es mejor o peor, cuando la maraña de emociones sigue en mi pecho.
“Aléjate”. Dijo mi mente, y escapé del refugio dentro de las sábanas.
Él no me habló.
Yo no pregunté. Ni siquiera me despedí de Betsy.
Sin saberlo caí en este lugar. Tan organizado. Tan lleno de saber. Tan diferente a lo que yo soy,
pero tan tranquilizador. Es como si los rostros cansados, los libros bajo el brazo y las risas juveniles
me aterrizaran al mundo real. Ése que está más allá de mi cabeza, donde hay más preocupaciones
que Ray Toro, la justicia, mi dolor o mi necesidad por auto-compadecerme.
El camino lo conozco de memoria.
Mi mente quiere engañarse a sí misma, hacerse la tonta, pero mis pies le traicionan y me dirigen
hasta ahí. Frente a esa puerta con la manija dorada. Esa puerta que protege la conocida
habitación, con sus aparatos, su sofá y sus paredes claras. Aquella de donde emana la popular
melodía, aunque ya no sé si es mi imaginación o un reproductor lo que origina la música. Ya no
confío en mí ni siquiera para determinar la diferencia, pero la letra se dibuja cual presentación en
mi memoria, haciendo imposible que mis labios no se muevan para cantar sin voz.

Saying I love you


Decir ´te amo´
Is not the words I want to hear from you
No son las palabras que quiero escuchar de ti.
Esa osada puerta se abre, y juro por Dios que jamás me puse de acuerdo, pero el Destino es un
bromista, y se divierte viendo mi rostro sorprendido, con los labios abiertos, los ojos enfocados y
la respiración abruptamente interrumpida cuando identifico al doctor Gerard Way frente a mí.

More than words is all you have to do to make it real


Más que palabras es todo lo que tienes que hacer para hacerlo realidad.
Then you wouldn't have to say that you love me
Luego no tendrías que decir que me amas
'Cause I'd already know
Porque ya lo sabría.

—Frank —. Un susurro. Apenas una caricia de sonido que me obliga a entrecerrar los párpados
para disfrutar con mayor detalle de su voz.
Cuando puedo abrirlos noto sus manos abrazando una caja de cartón repleta de papeles mál
doblados. Aunque la carga luce pesada, Gerard no muestra disgusto ante el peso, sino que
continúa mirándome con la misma mueca de sorpresa que poseería yo.
Como bien dije. El encuentro no fue planeado.
Fue un escape. Una necesidad. Un llamado psíquico, si se quisiera ser esotérico. Una coincidencia,
si hablamos con simpleza. La voluntad hecha por la Deidad de su preferencia.
Estoy seguro, que luego de los recientes eventos, ambos tendríamos, si no es mucho por decir, por
lo menos lo suficiente para iniciar una conversación. Podría decir que se hizo justicia, que estoy
aliviado y luego preguntarle a él cómo se siente, pero mi torpe lengua se paraliza, al igual que la
astuta del doctor, y seguimos así, de pie uno frente al otro, con mil pensamientos revoloteando a
nuestro alrededor. «Estúpido enamorado».

What would you do if my heart was torn in two


¿Qué harías si mi corazón se partiera en dos?
More than words to show you feel
Más que palabras para mostrar que sientes
That your love for me is real
Que tu amor por mí es verdadero.

— ¿Qué haces aquí? —Finalmente la consciencia de alguien regresa. Y cómo no, tenía que ser
Gerard quien diera la primera frase.
—No sé —confieso. La melodía sigue sonando, mis ojos lo siguen mirando y mi corazón… puedo
sentir las palpitaciones como percusiones siguiendo el compás.
Gerard carraspea, mientras su pie derecho deja caer el peso de su cuerpo al doblar la rodilla del
mismo lado.
—Si estás aquí, y no tienes algo mejor que hacer, me gustaría hablar contigo.
Los altivos ojos no me miran, pero confío en el tono de voz. En la suavidad de sus palabras y la
elegancia de su gramática.
Mi cabeza se mueve, en afirmación.
— ¿Quieres pasar? —Pregunta, pero no respondo. Avanzo cuando Gerard se hace a un lado, y
cuando mi cuerpo estar frente al sofá es que escucho la puerta cerrarse tras de mí.
El lugar se ve igual, pero se siente diferente. Tal vez más frío, o como si le faltara algo. No puedo
determinar qué es. El sofá sigue ahí, la misma planta también, es tal vez mi paranoia, o la
presencia de esos papeles que carga Gerard todavía dentro de la caja de cartón.
—Imagino que ya sabes lo que ocurrió con Ray —dice el doctor Way.
—Lo sé —hablo soltando un suspiro —. Todo acabó. Se hizo justicia.
—Todo —. Gerard repite, y entonces me atrevo a mirar. La mueca cansada, las pronunciadas
ojeras, y el suspiro que escapa de sus labios.
— ¿Tú cómo estás?
Finalmente me mira. Los orbes verdes brillando de una forma que no puedo definir. Sus labios
apretados, que sólo provocan recuerde el momento en que los besé, y lo feliz que me sentí al
sentirlos de vuelta junto a los míos, como si ése fuera su lugar. Su único lugar en el mundo.
—Asustado.
Mis ojos se abren sorprendidos y mi corazón se acelera con la confesión. Quisiera abrazarlo, sólo
porque le siento vulnerable. Decaído y frágil como jamás esperé ver al grandioso Gerard Way. Su
aura dorada se desvanece a su alrededor, y bajo las alas se nota el ser humano. Ése que tiene
inseguridades, que sueña, intenta y cae. Ése que admiro. Ése que amo.
La caja se asienta sobre el piso del lugar. Gerard se ha agachado para dejarla ahí, y cuando puede
erguirse nuevamente, sus pies le llevan al sofá. Su mano derecha me ofrece asiento y caemos
juntos, uno frente al otro, como viejos amigos que se reúnen luego de una gran separación.
—Necesito hablar, y si no lo hago ahora, no sé si podré después. No sé si tenga las fuerzas, o el
valor para hacerlo.
—No tienes que hacerlo si no quieres. Está bien Gerard. Ya todo está bien —digo e intento sonreír.
No sé si lo consigo, pero ahí está Gerard mirándome con esos preciosos ojos verdes, sin pestañar,
con una mirada llena de brillo, pero sobre todo, llena de calidez.
Jamás pensé que pudiera ser testigo, de una mirada tan llena de ternura. Y no de cualquiera. Una
mirada de Gerard. Y no para cualquiera. Una Mirada, sólo para mí.

What would you say if I took those words away


¿Qué dirías si yo quitara esas palabras?
Then you couldn't make things new
Entonces no podrías hacer las cosas
Just by saying I love you
Sólo diciendo ´te amo´

« ¿Cómo logras sin hablar, cautivarme de tantas maneras?


¿Cómo puedes con una sola mirada conquistar mis oídos como un encantador a sus serpientes?
No sé cómo, pero me gusta, Gerard».
Tal vez, lo único que necesitaba era mi dosis de Gerard Way. Porque ahora, el ambiente se torna
cálido y mis pensamientos, se apaciguan bajo su mirar.
“¿Algún día dejarás de ser mi prioridad?”.
—Lo haré —murmura—. Lo necesito. Necesito contarte toda la verdad. Ahora, o… tal vez no
pueda conseguir otra oportunidad.
—Gerard…
La canción se va desvaneciendo lentamente logrando que un nuevo suspiro escape de mí. El
tiempo parece congelarse, y eso está bien. Quisiera quedarme, aunque de su boca puedan salir
frases crueles o verdades siniestras. Bien valdría la pena, sólo con conseguir seguir respirando su
mismo aire.
«Tan hundido…».

XXXIV. El impulso de Amar


Saludemos el despertar del amor romántico, con todos sus sueños y sus tristezas.

—Necesito explicarte.
—No tienes que… —insisto.
—Frank —dijo interrumpiéndome —, si hay alguien a quien le debo explicaciones es a ti. Yo aún no
concibo cómo es que te atreviste a ir por mí. Qué hice para tener tanta lealtad de tu parte.
Bajo la mirada sin dar explicación. Después de todo, ¿qué podría decirle? “Lo hice porque quise.
Porque te quiero. Porque te amo”.
Mi desfachatez no llega a tales extremos.
— ¿De qué es lo que quieres hablarme? —Pregunto, intentando desviar el tema.
—Mikey fue mi inspiración para ser médico, pero era más allá de mi deseo por poder “curarle” —
dijo soltando un suspiro. Su mirada se desvía entre mis ojos y la ventana tras la cual sé, está la
ruidosa máquina que dibuja imágenes de mi cerebro—. Era para poder entender qué es lo que
ocurría con él. Cómo podía pasar de la felicidad a la tristeza en un segundo. Cómo podía decirme
Te amo, y al minuto siguiente estar a punto de asfixiarme…
>> Mi madre siempre nos dijo que su corazón era bueno, y ese era el impulso que le hacía amar,
pero nunca creí que los sentimientos de mi hermano estuvieran escondidos en su corazón. Y
entonces quise saber sobre sus sentimientos. Por qué le gente se sentía triste, por qué los
antidepresivos funcionaban… por qué la gente decidía amar.
>> Toda mi vida los sentimientos me afectaron. Desde joven llegué a la conclusión que sentir nos
hacía inconscientes de nosotros mismos y vulnerables. Creo que pensaba que Mikey no podía
controlarse porque estaba enfermo, entonces, como yo no lo estaba, debería de tener el poder
para controlarlos, porque la mente es poderosa, Frank. O al menos eso pensaba de la mía. El
poderoso Gerard Way tendrá la capacidad de decidir si quiere sentirse enojado o no, triste o no;
enamorado, o no.
—Muy evolucionado para el amor —interrumpí, recordando alguna de las viejas frases. “Todo se
decide”, me digo a mí mismo, recordando la frase que apenas unas horas atrás le decía a mi
madre. Tan perfectamente sincronizados que me da miedo pensar si mi pensamiento fue
espontáneo o inconscientemente implantado por la influencia del Doctor Gerard Way y su lógica
aplastante.
Gerard sonrío levemente, asintiendo apenas con la cabeza.
—La idea siempre estuvo en mí. Sabía que llegaría el día en que lograra lleva a cabo mi
experimento. Y llegó. Y quise saber no sólo saber por qué amamos, eso estaba más que estudiado,
sino la interesante teoría de que el uso de antidepresivos podía causar una falla en el proceso del
enamoramiento, pero lucía tan difícil de llevar a cabo con voluntarios al azar, que me pareció más
fácil usarme como control. Después de todo, yo siempre iba a decidir no enamorarme. No pensé
en nada más. Idee el plan. No me importaron los pasos. Esos que leyó la abogada. Esos que te
enseñó Ray —me miró—. Por ser gay sólo podía usar hombres, pero eso sonaba bien para una
primera prueba. Para una primera hipótesis.
>> Establecí ser encantador. Hacerme indispensable, deseable… y luego desaparecer sin
importarme sus sentimientos. No les hacía firmar nada. No les di más que una esperanza de
ayudar a la ciencia, y a cambio les di amor —. Suspiró.
—Jamás esperé que llegara a tanto, Frank. Nunca fue mi intención lastimarlos, sólo… no sabía. No
sabía que habría tanto sufrimiento. Ni siquiera lo imaginé alguna vez.
>> Y los utilicé. Les hice mis novios, les besé, estuve con ellos…
La voz se va a apagando al tiempo que mi corazón se siente comprimirse contra mi pecho. Yo lo sé.
Sé todo lo que hizo gracias al trastorno obsesivo compulsivo del doctor y esa maldita necesidad de
escribirlo todo detalle a detalle. Conozco cómo les conoció. Recuerdo algunos nombres, pero la
lista de catorce pasos para enamorarlos sigue en mi mente.
Sé lo que Gerard hizo gracias al papel, pero escuchar la confesión de sus labios obliga a mi cuerpo
a doblarse contra sí mismo. “Un experimento. No eres más que un conejillo de indias”, susurra mi
mente, adquiriendo la voz de Raymond Toro.
Me niego a mirarle. Giro el rostro porque temo que mis ojos delaten mi decepción, o traviesas
lágrimas resbalen sin permiso por mis mejillas. Aquí es cuando digo que la vida no es justa.
Gerard enamoró a todos, y yo sólo me pude enamorar de él.
—Quería saberlo todo —continúa—. Qué hacer para lograrlo. Agregar deseo sexual, ternura…
recuerdos de melodías románticas. Quería saber cuál era la inspiración. El verdadero impulso para
amar a pesar del efecto químico de los antidepresivos.
>> Y por querer saberlo todo maté a alguien…
—No —, negué de prisa moviendo la cabeza—. Tú no fuiste. Jamás provocaste a Ray —aseguro
mirándolo a los ojos.
—Pero jamás sospeché. Soy un neurólogo. Se supone que reconozca algunas señales de locura.
Noto el sentimiento de derrota en su voz y la mirada culpable escapando de mis ojos.
—Estás arrepentido —aseguro. Él me mira. Gerard se acerca un poco más, buscando intimidad.
No afirma, o niega. Simplemente me mira como si de pronto en mi rostro se encontraran todas las
respuestas de la humanidad.
—Jamás pude comprender la magnitud de las reacciones químicas ocurriendo en nuestro cerebro
hasta que estuve en esa casa —murmura en voz baja—. Hasta que te conocí a ti.
>> Los extremos del amor. La lealtad, y la obsesión… hubiera sido un gran objeto de estudio, sino
fuera porque la experiencia fue, tal vez, el peor momento de mi vida.
>> ¿Por qué quiero saber todo esto, Frank? tal vez sólo sea porque no había vivido en carne propia
un contacto tan cercano con emociones tan intensas. Tal vez me faltaron experiencias y por eso
tengo esta obsesión con el amor como objeto de estudio. ¿Y para qué?
>> ¿Valieron la pena los resultados? ¿Valdrá tanto la pena mi artículo en una revista que justifique
la muerte de una persona o tu sufrimiento, Frank?
Gerard me mira con una mueca triste. El brillo en sus ojos centella como una estrella a punto de
morir, y adivino que tras la máscara de pasividad se asoman las lágrimas luchando por salir.
—Todas las imágenes, los cuestionarios y resultados de laboratorio están en esa caja —me dice
señalando con el índice hacia el objeto de cartón—. Todas mis respuestas están ahí, o eso creo. Ya
no sé.
>> Dios, Frank, estoy tan… —Me mira. Noto una lágrima caer por mi mejilla cuando el frío de la
humedad acaricia mi piel. Noto los ojos verdes siguiendo el recorrido.
No supe en qué momento comencé a llorar, pero reconozco la causa. Son esos ojos. Ese dolor
asomándose por su garganta entrecortada.
Me duele más verlo sufriendo. Saber que el que nunca se arrepiente, ahora se siente tan herido.
Tan culpable. Y lloro por él más que por mi sentimiento de inutilidad, o mi realidad, ésa que me
abofetea a cada minuto recordando que no fui más que un nombre más.
—Lo siento. Lo siento tanto. Mi egoísmo. Mi necesidad y mis pretensiones me convirtieron en algo
muy parecido a Ray Toro, y yo necesito arreglarlo.
—No —niego con la cabeza—, tú no eres como él. Tú sólo eres un hombre que comete errores,
como todos los demás.
—Y vaya errores que he cometido. Ya no puedo fingir que todos están equivocados y el único que
conoce toda la verdad soy yo. ¿De qué me sirve saberlo? ¿Qué tiene de malo ser vulnerable a
veces?
—Nada, Gee —susurro tocando sus manos. Mi voz es apenas un susurro gracias al nudo en mi
garganta—. No tiene nada de malo dejar de ser un Dios y bajar a jugar a ser un humano.
Gerard me mira. Los cristalinos ojos se resisten a llorar, y son mis lágrimas las que parecen hechas
para los dos.
—No importa lo que haga, lo que diga o deje de hacer, ¿no dejarás de sentir lo que sientes por mí?
—Pregunta en un susurro, inclinando la cabeza hacia la derecha.
—Mira todo lo que has hecho. Recuerda todo lo que has dicho, ¿no crees que ya hubiera sido
tiempo que corriera?
—Lo lamento mucho, Frank.
Yo muevo la cabeza, asintiendo, sonriendo con amargura, pues no me queda más por hacer.
Acepto mi destino. Ése que gusta de burlarse de mí.
—Está bien. Es, como la canción: “a veces tiene que dolerte el alma para que te puedas por fin
enterar, que hay vida en tus entrañas y no lo puedes negar”.
—Estás tan herido —me dice con ternura.
—Lo estamos —repito sujetando con fuerza el dedo índice de su mano izquierda—. Heridos de
sentimientos. Yo por sentirlo, y tú, por recibirlo en sus peores efectos.

Some say love it is a razor


That leaves your soul to bleed

El silencio que nos acompaña tras mi respuesta no se siente incómodo, o forzado. Mis dedos ahora
acarician los suyos y mi cuerpo se ha inclinado, en un intento desesperado por estar más cerca de
su calor. Gerard suspira momentos antes de mirarme a los ojos. Deja que una de sus manos se
escabulla para acariciar con ella mi mejilla derecha. La corriente eléctrica que sigue al contacto me
hace estremecer y suspirar de inmediato.
Intento imaginar qué pasa por su mente, pero la mirada de Gerard está tan confusa como lo
estuvo mi madrugada, y siento que ambos coincidimos en la angustia de no saber ni qué pensar.
Quisiera protegerlo, abrazarlo contra mí y susurrar que todo irá bien. Ofrecer mis sentimientos,
como si no lo hubiera hecho ya, porque son momentos como éste a los que mi esperanza se aferra
y yo, vuelvo a caer.
— ¿Qué harás ahora? —Pregunto siendo cautivo aún de su fija mirada. Es ése mi vano intento por
cambiar la conversación.
—Regresar al hospital, ser un buen médico, atender a mis estudiantes y tratar de conseguir una
vida.
Una sonrisa muy ligera se dibujó en mi rostro, la que fue acariciada por la yema de los dedos del
doctor Way.
—Frank—susurra con voz lastimada. Mi corazón da un brinco dentro de mi pecho.
— ¿Sabes? Hablé ayer con Sarah y Hope. Bueno, con Hope, pero sabes que una no puede estar sin
la otra.
Y lo sigo intentando. Cambiar la plática a un ambiente ligero sólo para dejar de ver esa angustia
dibujada en los ojos verdes.
—Me han invitado a ir a celebrar. Ellas son muy amables —confieso sonriendo, con los dedos de
Gerard aún en mi rostro—. Es agradable, tenerlas como amigas.
— ¿Por qué, Frank?
— ¿Por qué, qué?
—Debería ser capaz de avanzar. Ray Toro irá a la cárcel y no lo volveré a ver. Debería seguir con mi
vida y no tener todas estas dudas. No me gusta sentir que no tengo el control.
—Está bien, Gee. Pronto todo estará bien y retomarás el curso. Sólo ten paciencia. Todo volverá a
ser como antes —aseguro.
Entonces Gerard se inclina, terminando con el espacio entre sus labios y los míos, en un beso
suave, donde el contacto es apenas un roce, que sabe a gloria.
—No —susurra apenas, sin alejarse. Sus ojos entrecerrados miran mi boca. Siento la pesada
mirada segundos antes de que me vuelva a besar.
Un beso fuerte y apasionado, con labios colisionando y fuegos artificiales explotando a nuestro
alrededor.
No sé si es el miedo, o mi locura temporal, pero me alejo inhalado desesperado en búsqueda de
oxígeno. Gerard se nota jadeante y sonrojado y sé que no podría amarlo menos. Pero hay ciertos
niveles para el masoquismo, y reconozco que no podría soportarlos más.
— ¿Y por qué no celebrar? —Susurro, abrumado por el cosquilleo que recorre todo mi cuerpo de
arriba abajo. No sé lo que digo, sólo intento escapar antes de que termine ahogado de emoción.
—Quisiera no ser yo, y poder hablar…
—Tengo muchas películas que no he visto, y tú debes muchas salidas al cine.
La ambigüedad de la conversación parece no afectarnos. Percibo el temor de Gerard como mío, su
desconfianza y su desesperación; y aunque sé, que anhelo más que el aire sus palabras, añoro con
más pasión verlo altivo otra vez, no como el pálido fantasma desvaneciéndose frente a mí.
—Mientras no esté basada en ningún libro para adolescentes, estoy dentro, Iero.
Su mirada es fija, su sonrisa mínima y un nuevo beso ocurre por mi propia iniciativa.
Las pláticas serias llegarán, será inevitable, porque besarnos y sonreír parece lo más adecuado y
saludable, pero es lógico pensar que será necesario aclarar nuestras conductas.
Los humanos siempre necesitamos explicaciones.
Pero “tiempo al tiempo”, me diré. Y si el castillo de arena tendrá que derrumbarse tras la fuerte
ola de la realidad, me dedicaré a guardar en mi memoria cada recoveco de la pieza de arte.
Disfrutaré cada segundo de admiración y me perderé en el aroma, porque sí, probablemente ni
mis niveles de masoquismo lo puedan soportar, pero es inevitable ofrecerlo todo cuando uno
ama.
Ése es el punto máximo de vulnerabilidad.

Some say love it is a hunger


An endless aching need

El acuerdo tácito permaneció y las conversaciones serias abandonaron los cuarenta minutos antes
de entrar a la sala, donde las balas y explosiones hicieron de la tarde un rato más que ameno, con
la colisión de testosterona y malas actuaciones.
¿No es agradable la paz tras la tormenta?
¿No es emocionante vivir el presente? Sí. Lo es. Con ese constante cosquilleo por la incertidumbre
que crea el pensar en el futuro.
Mi mente impregnada de romance, imagina ésta tarde como la cotidianidad si Gerard pudiera
llegar a sentir afecto por mí. Sería para los dos otra tarde descanso, donde podría tomar su mano
o inclinar mi cabeza contra su hombro si me sintiera demasiado cansado de intentar hilar los
nombres de los villanos, pero la imaginación es cruel, y no me queda más que callarla, porque
como siempre, estoy a sus manos, esperando como esperó Raymond Toro el veredicto del juez.
—Lo llevarán a una prisión de máxima seguridad el próximo lunes —me dice, como si pudiera leer
mi mente.
La sorpresa debido a su capacidad de percepción es incluso más grande que escucharlo susurrar
en medio de la película. Hay un tiroteo, y la sala está ligeramente ocupada, así que a nadie parece
importarle su voz susurrante impactándose contra mi oído.
Giro un poco, buscando esa verde mirada, para encontrarme a Gerard mirando fijamente la
pantalla, como si ése sólo fuera otro comentario sobre lo predecible que se volvía la película, o lo
mala idea que había sido entrar a una secuela sin haber visto la película anterior.
— ¿Qué crees que ocurra si decide escapar? —Pregunta, y ésta vez, su mirada choca contra la mía.
Aún entre la oscuridad, distingo el brillo en las esmeraldas, parpadeando con intensidad debido a
la incertidumbre.
Noto la preocupación, y la vulnerabilidad, que ahora, parece tan cotidiana en los ojos del doctor. El
corazón se me estruja y siento el cosquilleo en mis entrañas al pensar en Raymond Toro. Es más
transparente mi pensamiento, lo sé, porque nunca he sido bueno para ocultar mi miedo. Y temor
es lo único que pienso cuando evoco la imagen del psiquiatra libre, rodeado de una multitud en
peligro insospechado, como una bomba perfectamente cronometrada.
—Sólo puedo esperar que eso jamás ocurra —, respondo en voz baja, acercándome más a él.
Su olor almizclado impregna mis fosas nasales, pero no causa el efecto emotivo deseado, pues la
imagen de Toro sigue presente. Finalmente, podemos compartir un pensamiento de
preocupación. Gerard temiendo por la fuga de Toro, y yo también. Yo temiendo por el riesgo que
representaría para mi bienestar, pero más allá de mi seguridad, ruego por mantener a salvo la
integridad de Gerard, porque eso se supone que es amar, preocuparse por el otro, arriesgarse y
dar la vida sin esperar nada a cambio. Posiblemente sobre las razones, las de Gerard resulten más
egoístas, pero está bien. Sigo aprendiendo a tomar la resignación como estilo de vida.
—Me dijo mi abogado que había pedido hablar conmigo antes de su traslado.
De pronto la sala se oscurece, cuando la música perfecta para la escena de misterio aparece, pero
a mí no me importa, se me ha cortado la respiración por alguien más que Bruce Willis. Gerard me
mira, como un niño confundido tras un mal día de escuela.
— ¿Irás? —Pregunto de prisa, mientras que mi mente trabaja la frase “no lo hagas, no vayas”; una
y otra vez.
Gerard no responde, eleva los hombros y regresa la mirada a la pantalla. Cuando dejo de mirarlo,
aún noto esa tristeza en las esmeraldas verdes.
No puedo evitar maldecir a Raymond Toro por milésima vez.

La película termina y la voz de Gerard seguía sin escucharse, a pesar de que ya tendría que haber
llegado el momento de la crítica destructiva para la película. Pero el camino al auto es silencioso, y
mi mente, aún revuelta por sus comentarios, más que por los villanos o la supuesta muerte del
protagonista.
Ni siquiera conversamos para aligerar el ambiente dentro del Audi. Ni siquiera hay música. Sólo
sombras oscuras pasando a nuestro alrededor mientras se interna en las zonas poco elegantes de
la ciudad para dirigirse a mi edificio. No quiero llegar. No quiero que el auto detenga su marcha y
entonces me pida que me baje, porque esto se siente como una despedida, tan tangible como
nunca antes. Es un “adiós”, sin un mínimo tinte de “hasta luego”, y no quiero pronunciarlo.
No quiero saber que se vuelve a erguir totalmente recuperado con el paso del tiempo. Quiero ser
su sombra y levantarlo cuando no me vea, lamer las heridas y esperar una caricia de vez en cuando
sobre mi cabeza. «Patético. Tan patético».
Pero el momento llega. Es inevitable. Mi boca no se abre, y tampoco la suya. El auto ya está frente
a mi edificio, las luces se han apagado y el motor se deja de escuchar.
Es todo.
El palpable fin.
Gerard lanza un suspiro, dejando caer las palmas contra el volante, como si sobre éstas llevara una
pesada carga. Los párpados se cierran y bajo la luz del albortante, se notan más profundas las
manchas violáceas bajo sus ojos. Es como si en semanas, hubiera envejecido unos buenos pares de
años.
“Quisiera no ser yo, y poder hablar…”. Repito para mí sus propias palabras, aún mirándolo en
completo silencio.
Yo quisiera no ser yo, y poder callar, pero el final se nota tan obvio, que no quisiera alejarme de la
calidez del coche sin recibir mi desenlace al estilo Hollywood. Por eso inhalando todo el oxígeno a
nuestro alrededor, como si éste me llenara de valor, abrí la boca y dejé que la lógica, el temor o la
vergüenza se desconectaran.
Si ésta iba a ser mi última conversación, haría que valiera la pena.
—No vayas. Raymond Toro no tiene derecho de exigir nada de ti —Gerard gira, aún recargado
contra el volante, para mirarme de frente—. Sé que querrás hacerlo, por el simple hecho de
demostrarte a ti mismo que tienes el valor para enfrentarlo, porque crees que todos a tu
alrededor te consideran débil, por haber sido subyugado por él.
>> Pero nadie lo piensa, Gerard. Eres un sobreviviente, y sobrevivir es la mayor fuerza de valentía.
Calla a tu mente, a tu autocrítica, porque lo que las personas que te quieren deseamos, es que
estés en paz, no que entres a nadar con tiburones para recuperar el valor que según tú perdiste.
>> Las opiniones de las personas que te amamos, sólo deberían de ser las de importancia, porque
no habrá crítica en tu contra. A los demás, que puedan llegar a juzgarte, ni los buenos días te
merecen. Así que no vayas. Aléjate, sánate. Olvídalo.
Gerard parpadea, sus manos sueltan finalmente el volante mientras que todo su cuerpo gira para
estar mejor posicionado frente a mi cuerpo en su propio asiento de piel.
—Quisiera haber podido hacer más —, confieso con una media sonrisa, que más que alegría
denota miseria —. Pero te agradezco, que tú, con todo lo que representas como ser humano, le
hayas callado la boca a mi desalmado doctor. A pesar de los pesares me pude enamorar, y a pesar
de los pesares, Gerard yo te lo agradezco.
>> Saluda a Mikey —pido, de pronto el nudo se asienta en mi garganta y la humedad comienza a
invadir mi mirada—. Saluda a su esposa, y diles que les deseo un bebé sano. Dile a Sarah que te
cuide, aunque sé que lo hará bien, y a Hope, coméntale que cada día hago mi mayor esfuerzo por
cambiar. Por quererme un poco más a mí. Diles que son mi recompensa, no importa si no llegan a
entender por qué.
>> Gerard, te amo. Mentiría si dijera que no duele, que no quema, pero no me arrepiento más que
del hecho de no ser suficiente para conquistarte, pero te deseo lo mejor. Sé que lo obtendrás. Te
admiro, te quiero como amigo, y realmente espero que entiendas el impulso de amarte, porque
verdaderamente, vales mucho la pena…
La sonrisa se agranda cuando la primera lágrima resbala. Mi rostro bipolar seguramente será
aterrador, pero no lo puedo evitar. Me duele como un hierro caliente marcando sobre mi piel,
pero lo sigo amando, y confesárselo, atreverme a hablar de frente es un gran logro que es bien
justificado celebrar.
Mis músculos parecen recobrar la movilidad cuando mi mano alcanza la manija de la puerta. Se
escucha un ‘click’ que delata ha cedido y empujo un poco, sólo para percibir una suave brisa.
—Cuídate mucho, amargado —. Digo finalmente, mirándolo. Por última vez.
Sus ojos verdes me miran con suavidad, y es ésa mirada la que quiero guardar para siempre.
Una sonrisa. Una última mirada, y entonces la puerta se abre por completo. Mi cuerpo desciende,
y aunque me hubiera encantado para terminar con la escena de Hollywood escuchar su voz
impidiendo que entre al edificio, eso no pasa, ni siquiera porque camino lento.
Este parece ser, nuestro oficial, último encuentro. Y lo único que puedo pensar es en todas las
formas de tortura que pueda imponerme por no haberle robado un último beso.

Los días pasan, como lunas y soles hay en él. Despierto cada mañana escuchando el despertador a
las siete, pero me permito siempre al menos media hora más. Mi reloj biológico siempre
sobrepasa a los aparatos modernos. Luego me visto, desayuno con Betsy mientras le sonrío con
nostalgia.
Otro día que pasa y yo sigo aprendiendo a continuar.
El negocio con mi madre fluye como debería de ser. Intento hacer rendir el presupuesto y ser lo
más objetivo que se pueda respecto a las opiniones culinarias, aunque lo segundo, sea mucho
más complicado de realizar. No se siente como trabajo, por eso es que entre cada cucharada de
cereal busco en el diario, pidiendo por el anuncio adecuado para un trabajo de verdad. Uno que
me deja un sueldo fijo, con el que pueda comenzar a pagar la deuda que no se me olvida. El
préstamo a cargo de Gerard Way para pagar la renta de mi departamento.
—No es como si quisiera volver a verlo —le digo una mañana a mi buen helecho—. No estoy
buscando excusas, te lo prometo. Le enviaré el dinero de alguna forma.
>> Tampoco es como si no quisiera pronunciar su nombre o algo por el estilo, porque ciertamente,
me estaría viendo como una ex novia psicópata, ¿no?
“Y no me he ganado, ni siquiera ese derecho”, me contesto con un último suspiro.

Cuando llego al local con Linda, ésta ya está limpiando, decorando, o simplemente esperándome
con una bandeja de galletas.
— ¿Alguna vez descansas, madre? —Pregunto depositando un beso en su mejilla, visiblemente
preocupado, pero sin deseos de rechazar los postres.
—Si tomamos prisa podemos abrirla la próxima semana —dice sonriendo. Y eso hace que todo
valga la pena.
Han pasado cinco días desde la fecha, a sólo dos días de la posible inauguración, y realmente se
siente como si tuviéramos todo listo. No le he hablado sobre la búsqueda de un empleo, porque ya
le imagino revoloteando a mi alrededor, convenciéndome que trabajar para ella es un empleo,
que no la exploto, y no tendría nada de malo que un hijo trabajara con su madre. Pero incluso
entre mis pláticas con Betsy, a ella le ha parecido ridículo. Por eso, al menos en este día, he llevado
conmigo el periódico, más para disimular que para repasar la dirección. Tanto el puesto como el
local ya los conocía, y si puedo ser sincero, lo estaba extrañando. Por ello no me queda más que
esperar que la noche caiga, que es cuando las entrevistas tienen lugar.
Imagino que si el factor desencadenante de mi despido está tras las rejas, mi retorno a la
Madonna debería ser la conducta normal. Hablar con Rebecca, preparar bebidas y cambiar el
bendito reloj biológico. Mi cómoda rutina, cuánto la extraño.
En medio de las cavilaciones, noto la pequeña campana sonar. Mi cabeza se eleva, de las cuentas,
el periódico y la elegante mesa de madera blanca que forma parte de la decoración del lugar. Un
sencillo espacio de paredes color lima, un mostrador al fondo, la caja registradora al lado, una
sencilla máquina para preparar café más allá, y en lo restante, rústicas mesas blanquecinas con
sillas de ribetes rebuscados del mismo color en los respaldos.
La puerta es en su totalidad de cristal trasparente, con el marco blanco. Al centro, el cartelón de
“cerrado” parece no ser de importancia para los invitados.
Frente a mí aparece la figura de Jared Leto, envuelto en un saco color canela que apenas le cubre
los antebrazos, una playera blanca debajo y unos ajustadísimos jeans oscuros con botas de
motociclista. A su lado, un hombre al que jamás había visto, castaño y de ojos oscuros, con barba
de algunos días, playera gris holgada y unos jeans negros con botas de mismo estilo en color
marrón.
— ¡Hey, Frankie! —Exclama el escritor, con una enorme sonrisa adornando su rostro.
Jared se acerca, regalándome un abrazo que no tardo en responder, aunque mis ojos siguieran
posados en la figura del castaño, lo que irremediablemente Jared notó. Soy malo para fingir, y él
me sabe leer como una de sus historias.
—Es sexy, ¿verdad? —dice sonriendo, haciendo que el castaño muestre la perfecta dentadura —.
Él es Colin. Es todo mío, pero tú puedes verlo y morirte de la envidia.
Yo parpadeo apenas, mientras escucho a esos dos reírse de mi expresión.
—Lo siento. Está lleno de endorfinas, o algo así. Soy Colin. Colin Farrell —me dice sonriendo. Y la
alarma contra palabras científicas se despierta en mi interior.
—Frank Iero. ¿Y tú eres…? —No puedo terminar la pregunta, aunque me muero de ganas por
saber si la maldición de la ciencia se posará sobre mi cabeza como una nuble de tormenta.
— ¿Fotógrafo? ¿Gay? ¿Novio de Jared?
Todas las respuestas me tranquilizan, y la mueca que hace elevando la ceja izquierda me obliga a
sonreír.
Entonces Jared nos obliga a separarnos, tomando al fotógrafo del brazo y sonriendo cuando sus
ojos se encuentran.
Mi concepto sobre Jared Leto es un hombre maduro, centrado y talentoso, capaz de crear
escenarios románticos, pero sin la suficiente determinación para vivirlos, pero ahora, parece que
el impávido escritor se ha convertido en una adolescente enamorada, sonriendo todo el tiempo,
tocándolo todo el tiempo, mirándolo como si no existiera nadie más… y yo no puedo estar más
que feliz por eso.
«El amor es algo tan ridículamente fuerte, que aunque no te involucra, te arranca una sonrisa. »
Con razón es tan fácil odiar tan empalagoso sentimiento.
—Y entonces, ¿cuánto tiempo llevan juntos?
A partir de entonces todo fueron anécdotas simples, desde el primer encuentro, al primer beso.
Jared necesitaba sacar cada experiencia. Apenas y se detenía para respirar de lo emocionado que
estaba, mientras Colin sólo le miraba, acariciando el cabello oscuro de vez en cuando, cuando el
escritor se detenía para reír de sus propias palabras.
No creo que pudiera ser capaz de pagar la presencia de Jared, ni agradecer suficiente el haberlo
unido a mi vida, porque verlo por lo menos cada tercer día en la repostería hace los días más
luminosos, con su buen humor, sus fragmentos literarios, y ahora, con esa sonrisa que parece
elevarse desde el infierno a la punta de infinito.
Todo se siente más ligero. Más adecuado. Perfecto en medio de las imperfecciones.
A pesar de sus propias palabras, de toda la facha de “hombre rudo, que no cree en el amor”, jamás
podría echarle en cara haber sucumbido bajo el poderoso manto. Después de todo, quién soy yo
para entender el impulso que nos obliga a amar. Tendría que leer ese artículo del doctor Way,
porque por ahora sólo puedo responder: porque así lo es.
Porque no parece haber otra explicación que esa. Como si un interruptor se hubiera activado, y
cada gesto, palabra o pensamiento político anterior se diluyen bajo la luz de esa corriente. Te
quedas desnudo, vulnerable, con el rabo entre las piernas, la boca bien tapada y el “yo no creo en
el amor”, bien enterrado… en cualquier orificio corporal.
Y es ahí, cuando con toda la maldad, el amor puede declararse triunfador.

El Sol se desvanece cuando Jared y Colin salen de la repostería. Mi madre lanza un nuevo bostezo
antes de que se decida ir a descansar. Le digo que yo cierro, que la quiero y que descanse,
mientras ella, con toda su dulzura maternal, me besa en la frente, dejando que su aliento me
acaricie la piel aún después del contacto. Me gusta su aroma, esa calidez característica que no se
escapa sin importar si he crecido y los monstruos bajo mi cama se pierden como mis memorias de
la infancia. Me gusta el sentido de protección que finjo no necesitar, pero que añoro cada día
acunado entre sus delicados brazos.
—Nos vemos mañana, mi amor —, me dice dándome esperanzas.
Y luego, finalmente, sale del local. Yo no permanezco más de veinte minutos, entre revisión
general y el cierre de la puerta principal. Sin embargo, cuando termino ya el cielo está negro y
algunas valientes estrellas lucen osadas sobre mi cabeza, apenas titilando como si temieran
resplandecer.
Empiezo a caminar, adentrando las manos en los bolsillos traseros de mi pantalón más por manía
que por tener frío. No tomo taxi, aunque el camino es largo, prefiero perderme en mis
pensamientos y en lo inútil que parece mi vida ahora. Como si fuera un protagonista retirado de
una película de aventuras. Una vez termina el momento de acción, la cotidianidad no merece la
pena ni una pequeña escena dentro del filme, el gran protagonista se desvanece como un fino
recuerdo. Así como yo. Perdido. Abrumado.
Intentando recuperar lo que una vez había sido y lo cómodo que me resultaba.
Camino más de veinticinco minutos, y eso lo sé porque mi madre me ha regalado un reloj de
pulsera negra, como recompensa por ser un buen administrador. O eso dijo, la mañana de un
domingo en que junto con su esposo me llevaron a comer a un restaurante italiano.
La Madonna luce exactamente igual a como la dejé. Desde la puerta principal se puede distinguir
la música animada. Otra noche de Salsa que estaba por comenzar, así que entré indispuesto a
esperar más para intentar recuperar mi segura rutina. Las luces causaron en mí un efecto cegador
a través de los tonos rojizos y anaranjados. La pista se notaba sola, y la barra, apenas con un par
de hombres con sacos oscuros que lucían muy puntuales.
Avancé hasta estar junto a ellos, sentándome sobre uno de los altos taburetes. El barman tenía
cabello oscuro, muy corto y los brazos perfectamente tonificados, aunque se notaba distraído,
mirando en todas direcciones, menos a mí, en el nuevo posible cliente que se había sentado frente
a la barra.
—Y yo que creía que te habías olvidado de los buenos amigos, Iero.
La voz provenía de mi lado derecho. No tuve que mirarle para reconocerle.
—Siempre tuviste mi número, Rebe —. Giré, mirándola con una sonrisa—. Jamás recibí una
llamada.
Noté cómo su mirada descendió, notablemente avergonzada, y fue en ese momento en que mi
sonrisa desapareció.
—Lo siento —dije recordando las circunstancias. El señor B lo había explicado a la perfección.
Todo había sido un plan de la mente maniática de Ray Toro amenazando a mi ex jefe, y a todo el
personal —. Lo siento, era una broma.
Rebecca no dijo más. Se abrazo a mí como si fuera una tabla de salvación y ella estuviera a punto
de ahogarse.
—Dios, Frank, estoy tan feliz de verte.
—Estoy bien, Rebe —, dije sin saber por qué lo aclaraba, pero Rebecca me apretó más. Supongo
que le tranquilicé.
Cuando nos separamos, sus ojos brillaban y sus labios me sonreían. Justo fue en ese instante en
que comprendí lo mucho que la extrañaba, a ella y a los tonos rojizos haciendo estragos en mi
visión.
—Así, que… ¿qué ha pasado?
Intenté ser resumido cuando procedí a contar la historia sobre mi aventura con Ray Toro. Rebecca
me miraba atenta, rogando porque otra mesera le apoyara con las mesas que comenzaban a
ocuparse conforme avanzaba la noche. Ella se mantenía en silencio, interrumpiendo de vez en
cuando para preguntar ¿quién era Hope? O, ¿cómo se llamaba la morena? Pero me dejó
desahogarme y hablar como quien cuenta un cuento.
—No puedo creer que tú, Frank Iero fueras capaz de hacer todo eso.
—Yo tampoco —confieso mirándola—. Ahora no entiendo cómo es que lo pude hacer, pero en ese
momento, tenía mucho sentido.
Rebecca asintió, apenas, se notaba que no sabía que decir. El tiempo no diluye la amistad,
aparentemente, pero la espontaneidad sí se desvanece, tal vez por la falta de convivencia.
— ¿Y qué haces aquí? —Me preguntó. — ¿No te trae este lugar malos recuerdos?
Mi respuesta no fue inmediata. Mis ojos nuevamente recorrieron el lugar como la primera vez.
Luego negué con la cabeza.
—Quisiera que todo volviera a ser como antes. Recuperar mi antigua y cómoda rutina.
>> ¿Crees que el señor B me diera trabajo otra vez?
Rebecca me mira. Noto en su rostro una mueca sorpresiva, sus rosados labios se elevan con un
ligero puchero mientras sus dedos se entrelazan unos con otros sobre el regazo.
—Claro que te aceptaría, cariño, sabes que ese hombre te adora —, dice. Yo sonrío—, pero Frank,
no importa si vuelves a ser el mismo Frank sonriente de todas las noches. Ya nada volverá a ser lo
mismo, porque dentro de ti, lo que acabas de vivir te ha cambiado, y aunque lo intentes, jamás
nada volverá a ser como era antes.
>> No sé si eso resultará en algo bueno o malo, supongo que el tiempo lo dirá, pero no podemos
regresar el tiempo. No lo hagas.
—Pero, Rebecca…
— ¿Podrías olvidar, Frank? —Pregunta ella, la mirada fija, pero en los labios una suave sonrisa,
como una amable maestra intentando hacer que el alumno más atrasado de la clase comprenda la
lección del día —. Aún parece increíble que tú lograras hacer todo lo que has hecho. Te has
enfrentado a un loco por salvar a una persona. Has hecho nuevos amigos, has cambiado tu
aburrido trabajo. Has escapado de la comodidad de tu rutina, y mira, sigues viviendo, frente a mí,
sin sonrisas que parecen fingidas. Sin hospitalizaciones. Sin pastillas, Frank.
>> Has cambiado, y me alegro tanto por ti.
No supe cómo reaccionar.
No hablé, ni me moví, apenas y alcancé a respirar ante palabras tan verdaderas y contundentes.
No había notado la manera en la que Rebecca me conocía. No había conocido la profundidad de su
entendimiento femenino sobre mi mente perturbada, pero ahora sé que mi amiga fue una
verdadera analista y ahora se dedica a abrirme los ojos.
Regresar a la Madonna no es más que un escape. Regresar la vista atrás es signo de vacilación, y
yo debería ir adelante. Eso me habría dicho Hope. Eso es lo que yo debería haber esperado.
Antes solía temer al cambio. Aún ahora le temo, pero es demasiado tarde, pues ya todo es
distinto.
—Tienes razón —, concedo—. No puedo volver atrás.
—Estarás, bien, Frankie —susurra en medio del abrazo.
El lugar comienza a llenarse, sé que en cualquier momento el supervisor vendrá por ella, pero
mientras tanto, nada me cuesta preguntar por ella, por su vida y su salud; Rebecca sonríe mientras
me cuenta que terminó con su novio.
—Pensé que éste era el real. El verdadero, todo fue tan intenso…
—La dopamina suele causarnos tantas bromas pesadas.
Rebecca eleva una ceja, mi boca se cierra de inmediato.
¿Necesitaré más pruebas para comprender que el cambio en mí se ha forjado a base de escaneos
cerebrales y tortuosas críticas cinematográficas?
Tal vez en su vida, yo jamás tuviera cabida, y me convertiré apenas en una sombra borrosa en su
memoria, pero la mía, en esta estúpida y confundida vida, siempre será el primer ladrillo de la
nueva construcción. Del nuevo yo.
No sé si para bien o para mal, pero como Rebecca dijo, sólo el tiempo lo dirá.

PARTE II

Han pasado tres días desde mi intento por regresar a lo que yo llamaba lugar seguro.
Regresé a la Madonna al día siguiente, pero como un cliente más. Dejé de quejarme de la situación
con mi madre y dediqué todas mis energías en la apertura de la repostería, haciendo un acuerdo
conmigo mismo sobre dejar los anuncios de los clasificados por lo menos, por una semana. Ya
luego, el azar podría dejarme ver si mi vida va más allá de la administración en un negocio familiar.
El día de la apertura fue todo menos tranquilo. Por fortuna la gente resultó curiosa, y entre las
amigas de mi madre y el público que pasaba por ahí, logramos tener una buena venta, a pesar de
ser el primer día.
Vi llegar a Jared del brazo de su novio, vistiendo tan estrafalario como siempre. Con un traje gris
plata con botas altas y un gorro color vino tinto, mientras que Colin usaba jeans, playera negra y
un chaleco de cuero negro. A veces, me resultaba una idea completamente factible, creer que mi
amigo escritor era el que ideaba los atuendos, pero jamás lo confirmó.
Envíe un mensaje a Hope y otro a Rebecca. La segunda pasó apenas unos minutos antes de entrar
a trabajar, la primera me dijo que se daría la vuelta, pero no podría asegurarme cuándo. Estaba
ocupada.
Mi madre tenía una sonrisa imborrable en el rostro y yo me olvidé de las galletas, para
concentrarme en esos ojos. Me gusta imaginar que los ojos de mi madre fue la primera cosa que
logré ver. Me gusta creerlo, porque eso explicaría el impulso que tengo para quererla como lo
hago, y justificaría el por qué amamos a nuestras madres. Ha de ser porque esos ojos, nos
recuerdan que estamos vivos, y a veces, es una buena idea amar la vida, por muy patética que
pueda parecer.
La tienda abría de ocho a una y de cuatro a nueve. Habíamos contratado con nuestro presupuesto,
un ayudante, para el horneado y algunas actividades de limpieza sobre todo en la cocina, pero por
el momento yo tuve que estar al frente, hablando, interactuando con los clientes y rogando
porque mi lengua no me traicionara.
Era en momentos como ese, en que deseaba que la semana pasara, y el tiempo de buscar nuevos
horizontes con menos exigencia de socialización aparecieran frente a mí.
—Anda, Linda, ve a descansar. Yo cierro.
Mi madre sonríe, besando mi mejilla con una mueca cansada.
—Sé que quieres irte, pero no sabes lo agradecida que estoy contigo por ayudarme con esto.
Asiento sólo con la cabeza, porque se está volviendo costumbre en mi madre ser toda dulzura,
completamente adorable, y yo continúo siendo yo; tal vez ligeramente más dispuesto al contacto
social, pero sin atravesar la barrera de los “te quieros” cada cinco segundos.
Linda sale diez minutos después de las nueve. Tomará un taxi y me mandará un mensaje de que ha
llegado con bien a casa.
Empiezo elevando las sillas sobre las mesas, una a una, confiando en la seguridad del letrero
mostrando “Cerrado”. Sin embargo, alguien se rehúsa a obedecer. La puerta se abre, la campana
suena, y frente a mí, entre sillas y mesas de color blanco, el neurólogo Gerard Way.

Ni siquiera parpadeo y eso le molesta a mis ojos, que me obligan a realizar el gesto, sintiendo la
tibieza de lágrimas debido al esfuerzo. Gerard se nota cansado, como últimamente. Con el cabello
alborotado y bajo los ojos verdes que lucen en un tono olivo apagado, las prominentes ojeras
púrpura oscuro.
— ¿Gerard?
—Sarah me dijo de este lugar —explica de prisa, mirándolo todo con notable curiosidad. Tal vez,
esforzándose demasiado en evitar mi mirada, o tal vez simplemente porque a Gerard Way le gusta
conocer el ambiente de las nuevas cafeterías —. Se ve bien.
—Gracias —respondo con un hilo de voz.
No nos miramos. Tampoco parece necesario hablar, mis ojos se dirigen a mis manos, notando
cada pequeña arruga surcando mi palma como si fuera lo más interesante para admirar. Me
pierdo incluso en el sonido de mi desesperado corazón, latiendo a una velocidad tan intensa, que
temo por mi pecho. No comprendo su presencia. Yo había planeado mi final dramático, pero como
siempre, Gerard Way tiene que llegar para joderlo todo.
Ahí. De pie, con esa actitud arrogante, envuelta en el papel de gato curioso.
“¡¿Qué haces aquí?!”, grita mi mente, pero como siempre, mi aletargada boca se niega a hablar.
Yo no sé cuánto tiempo pasa, porque no parece importar. Muero de miedo por dentro, pero sólo
me quedo a esperar.
—Te envían saludos —, dice él. Noto su presencia más cercana a mí. La voz del doctor, se nota
más intensa, por lo que elevo la vista, sólo para verlo a pocos pasos de mí.
—Me hubiera gustado verlas hoy —confieso.
Gerard apenas asiente con la cabeza, y luego, vuelve la vista a la ventana, como si detrás del cristal
estuviera el siguiente diálogo.
Pero no hay nada. Y el silencio vuelve.
Incómodo.
Penetrante.
“¡¿Qué demonios estás haciendo aquí?! ¡Háblame!”. Si tan sólo él lo hiciera… si tan sólo yo
pudiera conseguirlo, pero le miro. Mis manos pierden mi interés, y ahora noto las grandes ojeras,
el cabello despeinado, pero brillante y los dientes atrapando el suave labio inferior del que no me
despedí hace días atrás.
— ¿Qué haces aquí? —Susurro apenas, tal vez, tomando valor de ese impulso de besarlo. De ese
que me dice, que no son sus dientes los que deberían tocarlo, sino mis labios, mi lengua, y toda mi
alma en un beso como un ridículo enamorado.
Sin embargo, él no escucha, y mi corazón retumba.
—Es un buen lugar. Seguramente les irá bastante bien —. Dice tan tranquilo como quien habla del
clima.
—Por favor, dime ¿qué demonios haces aquí?
Tal vez eso fue el detonante.
Gerard gira y finalmente me mira, dejando que me pierda en ese verde brillante que me desquicia.
—No entiendo —dice él y yo inclino la cabeza, con curiosidad, esperando que mi gesto le aliente a
continuar. Lo hace, y él, después de soltar un suspiro, continúa hablando—: Lo destruí todo.
Si antes me sentía confundido, con la última frase, Gerard sólo logró ponerme más ansioso, como
quien tiene la necesidad de descubrir un acertijo, pero con la desesperación inicial de no tener ni
la más mínima idea de lo que se está intentando averiguar.
—No entiendo.
—No Frank, soy yo el que no entiende —responde de prisa, con la voz endurecida y directa, que
me obliga a retroceder instintivamente.
Gerard parece notar mi temor, por lo que vuelve a suspirar, gira de nuevo para ver hacia la
ventana, y luego me mira, como un ritual que le alienta para continuar hablando.
—Cuando fuiste a la Universidad, ¿recuerdas lo que yo estaba haciendo?
—Tenías una caja entre tus manos —respondo elevando los hombros.
Gerard asiente, retrocede y aprovecha para acercarse a la ventana, sólo para correr las cortinas,
como si ese fuera su trabajo, o hubiera un centenar de personas mirándonos en lugar de apenas
unos transeúntes que ni caminan rápido, sin siquiera mirar a los lados.
—En esa caja estaban todas las notas, los análisis, las entrevistas y todos los datos que pude
rescatar de mi estudio. Todo menos la lista que encontró Ray, que ha quedado como evidencia en
el caso.
Gerard se detiene, gira y me mira, justo a tiempo para no perderse mis ojos abrirse por la sorpresa
que causa siempre el volver a hablar del dichoso experimento.
—Después de todo lo que ocurrió, luego de calmarme un poco tomando ansiolíticos, volví a
analizarlo. Pensé que la única forma de reponerme era fingir que no había ganado, que yo seguía
siendo el ganador con mi novedosa investigación. Que de todas formas obtendría resultados,
publicaría el por qué la gente ama, dejaría de ser una incógnita lo que nos impulsa a amar, y
entonces, todos leerían mi artículo y sería un fenómeno de San Valentín para todos los escépticos,
como yo. Entonces Ray seguiría siendo un fracasado, y yo, sería el exitoso neurólogo.
>> Y todo estaría bien. Habría ganado.
Gerard termina con un pesado suspiro, dejándose caer una de las sillas que no he alcanzado a
elevar.
Es puro instinto el que me mueve para estar más cerca. El instinto que me obliga a cuidarlo, a
desear que ni por una fracción de segundo, se asome un atisbo de tristeza entre esos orbes
verdes, como ahora, que se van apagando.
—Gerard…
—Pero entonces llegaste tú —dice. Me mira. —Y no sé cómo lo haces, pero el plan, siempre
termina mal cuando tú apareces, porque estás ahí, con tu cara de enamorado, tan vulnerable, y
tan expuesto, pero a la vez tan valiente… porque podría arruinarte Frank, tan fácil…
“Sí. Lo sé.” No lo digo, pero asiento y me niego a mirarlo. Ahora parece tonto, pues ya ha visto mi
estúpida cara de enamorado mucho antes, sin embargo, la vergüenza de saberme descubierto me
asusta. Ya no quiero verlo. Quisiera tener por lo menos la fuerza de voluntad para sacarlo, pero no
lago, y él continúa hablando.
—Siempre quise conocer el impulso de amar, y que los demás lo conocieran, supongo que creía,
que abrirían los ojos y tal vez, dejáramos de vivir idolatrando las viejas películas de amor. Pero
ahora me pregunto, ¿por qué? ¿Qué verían?, ¿de qué serviría?
>> Llegas, me regalas una tarde normal, como si nada hubiera pasado. Como si pudiéramos ser
maduros y como si yo no fuera el que te mintió. Me volviste a dar tu confianza, me ofreciste tu
vulnerabilidad y me dijiste adiós.
Gerard niega con la cabeza, mudo, inseguro sobre qué decir, lo noto en sus ojos.
Yo permanezco de pie, asustado como la pequeña marmota que soy cuando estoy con él.
Nervioso, ansioso. Sólo esperando que el golpe llegue y todo esto se acabe, porque como siempre,
la tortura psicológica es el peor de mis males cuando estoy con Gerard Way.
—No entiendo, Frank. No lo entiendo, y no lo entendí en ese momento, porque luego de que
bajaste del auto, lo único que pude hacer fue regresar al estudio, tomar la caja y destruirlo todo.
“¿Qué?”. Exclamo. No es un grito. Es más bien un suspiro angustiado clavado en mi cabeza.
No me importan los ojos de enamorado, miro a Gerard sorprendido, y él sólo asiente en silencio.
—Lo hice. Destruí mis notas, hice pedazos las tomografías y eché a la basura todas las entrevistas,
mientras gritaba: “¿por qué se despidió?”.
—Gerard, yo… —mi voz suena pequeña, y estrangulada, pero en cualquier caso, él no me deja
continuar.
—Al final resulta que no descubrí nada, el estudio fue en vano y el impulso de amar seguía siendo
la incógnita, porque si tú decías amarme, entonces ¿por qué solamente dijiste adiós?
>> ¿Por qué te despediste de mí sin preguntar?
Los ojos verdes me miran fijamente, sin apenas parpadear, tiñéndose lentamente de rojo
alrededor, y aquel brillo que creí perdido, comienza a aparecer suavemente. «Ahí está», pienso.
Eso debe de ser.
La vulnerabilidad de la que Gerard habla. La confianza absoluta.
Tu más grande debilidad expuesta en bandeja de plata.
Eso debe de ser, y no es porque mi esperanza me quiera volver a jugar una broma pesada, esa
lágrima que resbala por la mejilla de Gerard Way, debe de ser.
Esa mirada…
De ridículo enamorado.
—Yo, lo siento… —susurro. Él se limpia de prisa, y niega con la cabeza, aún luchando, se puede
notar.
— ¿Qué sientes, Frank? —Pregunta, poniéndose de pie, los ojos aún rojos, pero ni una traviesa
gota esparciéndose sobre la suave piel.
—Siento que hayas destruido todo tu trabajo, siento que Ray Toro se empeñara en lastimarte,
siento no haber llegado por ti antes, siento… —No entiendo mi espontáneo discurso, ni mi de
repente sorprendente confianza, no sé de donde viene, pero no puedo parar. Él se acerca más,
pero ahora, yo no me alejo—. Siento que no puedas arruinarle el sueño a los adictos al amor
explicándoles la base química, siento si crees que te abandoné; pero sobre todo, Gerard, lamento
mucho que te hayas enamorado de mí.
Ahí está, el discurso perfecto, la fragilidad máxima. La explosión.
En otro momento podría ser la respuesta un golpe, o una cruel carcajada, pero hoy no. Hoy recibo
mi reflejo en esos ojos verdes, y si su llanto lucha con el orgullo, incapaz de salir, es el mío el que
escapa libre, mojando mis mejillas como si necesitara de un lavado liberador, sintiéndolas frescas
contra mi piel.
Gerard niega con la cabeza, apenas a dos pasos lejos de mí.
— Ray Toro sería una mierda con cualquiera, sólo tuve la mala suerte de que me eligiera a mí.
Estoy bien, estoy vivo. Eso indica que fue a tiempo —dice con voz serena, en los ojos verdes aún
resplandece el suave brillo de la ternura.
Su mano se alza, mientras sus pies avanzan para alcanzar rozar con la yema de los dedos las gotas
que se deslizan libres sobre mi piel. El tacto de Gerard es suave, y su mirada tan intensa que
comienzo a temblar, por un momento cierro los ojos, envuelto en su aroma, su calor corporal y
ese manso tacto que me acaricia como si fuera yo un castillo de arena a las orillas del mar.
—No lo sientas —susurra—, he fracasado, ese estudio tenía que ser destruido, porque, ¿de qué
sirve entenderlo? ¿De qué sirve saber cómo se llama a nivel molecular?
>> Nada importa, fue un fracaso.
>> Pero tú no lo arruinaste. Fui yo.
Yo me dejo envolver, sin siquiera abrir los ojos, suspirando sólo por escuchar su voz, pero es mil
veces más agradable, cuando percibo su aliento milisegundos antes de que lleguen sus labios a
cubrir los míos, en un beso tan suave que parece estoy siendo mimado por una delicada tela de
seda.
No hay lujuria, pero hay pasión. Tanta que asusta, que me hace temblar y aferrarme a esos brazos
cuyas manos sostienen mi cara. «Como si quisiera alejarme.»
Gerard se separa, suave y sensual, dejando un pequeño beso sobre la punta de mi nariz. Es
entonces que abro los ojos, y ahí está, su mirada reflejando la misma mirada.
Estúpidos enamorados.
Así que sonrío, grande y espontáneo como jamás he sonreído en la vida; y le abrazo, deseando
fundirme con él, porque este es el mejor de los momentos de mi vida nada parecida a una
película. Estoy flotando y a nuestro alrededor noto los cerdos con alas.
—Te amo —murmuro contra su cuello mientras le siento apretarme más contra su cuerpo —. Te
amo, te amo, te amo.
Jamás podrá volverse trillado, porque amo tanto de él que cada frase será dedicada a cada célula
de su cuerpo, por lo que matemáticamente hablando aún me faltan varias miles de billones más, y
esta noche, me decido a comenzar.
—Maldita dopamina —responde él, y es lo más romántico que podría escuchar.
Hasta este momento no creo que pudiera ser capaz de sentir más felicidad; sin embargo, como
siempre, Gerard me arruina los finales, porque me aleja y me mira con fuego pintado en la mirada
enamorada, para que al segundo siguiente, sean sus labios murmurando frases románticas en
besos apasionados, que ni en la mejor y más ridículamente cursi película se podrían encontrar.
Su lengua acaricia mi lengua, su saliva se desliza por mi boca mientras mis manos se aferran a su
espalda como la mejor tabla de salvación.
La ropa comienza a estorbar, y cuando Gerard coloca mi cuerpo sobre una de las mesas, ambos ya
hemos perdido la parte superior de los atuendos. Me abrazo a él, sintiendo su cálido pecho
impactarse contra el mío con completa libertad.
—Gerard…
Sus labios besan, sus dientes muerden y luego su lengua consuela mi cuello con lametones suaves
que me hacen suspirar. Mis piernas se aferran a sus caderas, deseando que jamás se aleje, que el
momento jamás se termine.
—Hacer el amor —susurra junto a mi oído—, ¿hay otro momento en que el hombre esté más
expuesto?
—Hacer el amor —, repito con una sonrisa. Gerard se aleja, lo justo para mirarme, antes de él
mismo reír e inclinarse para otro beso.
—Cállate —murmura contra mi boca para luego encontrarme en otro caliente encuentro de
lenguas.
Obedezco. Me callo. No hay más conversación porque, después de todo, resulta ser lo menos
importante en esta situación cuando su cadera impacta contra la mía, dejándome sentir su
erección aún a través de los pantalones desgastados.
Mi vista se nubla, cuando la traviesa lengua rodea mi pezón derecho y un gemido potente escapa
cuando los dientes muerden en el mismo lugar.
—Gerard —, digo soltando un suspiro.
Me siento caliente. Caliente y feliz. Ansioso.
Jodidamente enamorado.
—Frank…
Su boca recorre mi abdomen, obligando a que mi cuerpo se deje caer contra la mesa, demasiado
extasiado para pensar en sostenerme. Su lengua se introduce en mi ombligo, y grito con libertad
su nombre, deseando más. Más piel, más besos. Más saliva.
Gerard entonces desabrochó mi pantalón, mi cabeza se elevó apenas para mirarle a los ojos. Abría
la cremallera con desesperante lentitud mientras lamía su labio inferior.
—Dios —, mi cabeza golpeó contra la mesa con un suspiro desesperado.
Lo necesitaba. Lo extrañaba y apenas era consciente de la magnitud de esa dependencia. Pero
ahora, me cuesta creer que pueda tomar aire que no sea del que provenga de su aliento.

Las prendas caen y no es sólo mi cuerpo el que se expone al desnudo, es mi mirada de idiota
enamorado, es mi voluntad que se rinde ante él. Es mi alma, que no teme pertenecerle.
Sus besos se vuelven demandantes, mi respiración se agita y casi logro alcanzar el éxtasis cuando
le siento rozar con el dedo índice mi zona más sensible. Con deliberada lentitud, Gerard Way roza
mi pene en dirección descendente, hasta alcanzar mi entrada para juguetear incitadoramente
contra ella. El índice recorre las orillas, apenas humedecido deja un camino que se siente fresco
contra mi hirviente piel.
Puedo sentir el calambre en mi espalda y la contracción muscular cuando se adentra.
“Jodidamente agradable”.
—Gerard… —la voz se me corta. Apenas es un suspiro ahogado con forma de nombre, el más bello
nombre de todos.
—Frank —, él murmura. Yo le miro. Sus esmeraldas verdes me miran con brillos dorados
alrededor. Su cabello está desordenado y en sus mejillas se dibuja una intensa rubicundez que le
da un aspecto más que angelical que apenas se pudiera creer es el mismo hombre que aleja su
índice de mi entrada para volver a hacerme retorcer con sus caricias sobre mis muslos, apenas
sugerentes, pero que consiguen un revoloteo en mi abdomen.
Su mirada me corresponde de la forma en la que he venido deseando desde que el pronóstico
cambió y pude desmentir las predicciones de mi pesimista doctor. Frente a mí está Gerard Way
con la boca abierta, como si quisiera hablar pero por una vez en la vida sin el discurso perfecto; y
para mí, eso ya es la perfección. No necesito palabras, cuando tengo sus ojos mirándome así, por
lo que asiento, sonrío y acaricio su cabello.
—Lo sé —susurro más expuesto y vulnerable que nunca—. Yo también.
Gerard asiente, la atmósfera lujuriosa se desvanece, pero no la pasión y el romance
intercambiándose entre nuestras miradas.
—No lo diré posiblemente jamás, tal vez ni siquiera parezca demostrarlo, pero estoy seguro que
en el preciso instante en que deje de sentirlo, serás el primero en saberlo. Eso sí. Eso puedo
prometer.
Mis ojos se nublan mientras mis manos le toman de la nuca para unir los labios en un beso
húmedo y placentero, donde nuestras lenguas juegan y mi interior se derrite. Tal vez no sea el
mejor discurso de amor, pero es Gerard Way, ahora mi Gerard Way, el insensible hombre de
ciencia que se creía muy evolucionado para el amor. Sus palabras no serán las más tiernas, pero
son las más adecuadas y mágicas para mí, porque en su muy manera muy particular de actuar y
creer en el amor, me ha prometido estar conmigo tanto como pueda seguir enamorado, y eso es
todo lo que importa. Sin mentiras, sin acuerdos de convivencia. Hay amor, o no lo hay. Tan simple,
crudo y directo como sólo un hombre de ciencia podría ser. Tan simples, concisas y bimodales las
opciones que puede otorgar.

Las caricias se reanudan, su piel se aprieta contra la mía, su cadera contra la mía mientras su
palpitante erección toma lugar entre mis nalgas, buscando el sitio al que busca pertenecer, del
que se busca apropiar y para nada del mundo podría impedírselo. El pene de Gerard se siente
rígido y húmedo, le puedo imaginar goteando líquido preseminal que usará para empaparme
mientras espero ansioso su entrada con la cara pintada de rojo.
El dedo regresa, mojado e insistente contra mi esfínter, penetrando hasta el primer nudillo,
arrancándome un profundo jadeo que bien podría confundirse con un gruñido animal. Si eso fue
conseguido con apenas una leve incitación, el grito que salió de mi garganta cuando todo el dedo
penetró mi cuerpo pudo haber alertado a los pocos transeúntes que se atrevieran a pasar frente a
la repostería. Mis manos se aferraron desesperadas a mi cabello, buscando algo de qué
sostenerme. Mientras el insistente dedo se dedicaba a acariciar mi interior, de mi boca pude sentir
emanar saliva, la cual fue dejando un camino de tibia saliva que resbaló hasta mi cuello.
Estaba extasiado, nublado por el placer y la lujuria que con simples toques Gerard lograba
despertar en mí.
—Tan caliente —le escucho decir antes de sentir sus labios contra mi hombro.
—Por favor…
—Te sientes tan bien.
—Quiero sentirte —su dedo penetra hasta el fondo, alcanzado el punto mágico que me hace
poner los ojos en blancos y gemir junto a su oído—. Dios Gerard, te necesito.
Y con un último suspiro le siento adentrarse en mi interior. Obediente y siguiendo su propia
desesperación. Se siente suave y duro al mismo tiempo, caliente y agradable como si estuviéramos
hechos para permanecer así, unidos y dejando que el mundo ruede, el sol se esconda, salga o las
estrellas colapsen todas a la misma vez. No importa. Nada importa sino el sentimiento de estar
completo con Gerard dentro de mí.
Las embestidas comienzan, pequeñas sacudidas que me obligan a gemir levemente. Mi frente está
ya perlada de sudor y mi cuello recibe cada uno de sus jadeos, pesados y calientes golpeando a la
misma velocidad que sus caderas.
—Más —susurro junto a su oído.
Gerard me hizo caso. Mis uñas arañaron su espalda mientras su cuerpo se seguía impactando
contra mí. Sus caderas chocando contra mi cuerpo y el ligero rechinido de la mesa eran el perfecto
complemento de nuestros insistentes gemidos.
—Más —repetía cual mantra, incapaz de sentir saciedad, deseando asfixiarme con este aroma,
perderme en esta sensación y que un rayo me partiera, para poder asegurar que había muerto
feliz.
—Dios, Frank.
—Más, más, ¡más!
Me siento flotar con cada golpe directo en ese punto que envía una corriente eléctrica a través de
cada milímetro de mi cuerpo, pero entro en llamas cuando su mano desciende hasta mi erección,
firme y enérgica se mueve de arriba abajo siguiendo su ritmo.
Ya no hablo. La garganta se cierra, mi boca se abre y con un último espasmo todos los músculos de
mi cuerpo se contraen al mismo tiempo, mi cabeza choca contra la mesa mientras mi liberación
llega al punto álgido, eyaculando contra la mano de Gerard en un chorro directo y enérgico.
—Frank —le escucho susurrar—, tan caliente…
Cerré los ojos un momento, dejando que la satisfacción del orgasmo me cubriera apenas unos
segundos antes de ser consciente que Gerard seguía dentro de mí. Mi hipersensible cuerpo podía
percibir su calor con más intensidad causando un cosquilleo generalizado.
Pude luego mirarlo para verle con los ojos medio cerrados, los labios apretados y esa nariz
preciosa teñida de rojo intenso por el esfuerzo. Apenas un par de embestidas antes de dejarse
caer contra mí. La tibieza me inundó y la alegría me obligó a sonreír como nunca. Su semilla
empapa mi cuerpo, la siento resbalar entre mis muslos, cálida como un bálsamo para la piel.
Un final perfecto que no sabe a final.
«A quién diablos le importa quién lo cause, mientras se logre sentir»
—Te amo —susurro. Le escucho gruñir antes de dejar un beso a nivel de mi clavícula derecha.
No puedo imaginar una mejor respuesta.

La tercera ronda terminó con un grito tan intenso que creí los vecinos llegarían corriendo a
golpear la puerta del elegante departamento de Gerard.
Mis mejillas se sentían calientes, al igual que todo mi cuerpo, las piernas me temblaban y mi cuello
se sentía tan húmedo como mi pene, ahora flácido cayendo sobre mi muslo derecho, justo al lado
de la mejilla de Gerard Way, el maravilloso médico que minutos antes me dio el mejor sexo oral de
mi vida.
Sus labios me besaron, su lengua me lamió y con toda cruel paciencia, su boca devoró centímetro
a centímetro mi incipiente erección mientras mis dedos se enredaban en su fino cabello negro.
Fueron tal vez sólo unos quince minutos, pero cuando la lengua se deslizó desde mi escroto hasta
mi irritado agujero, no pude evitar contraer los dedos de los pies y aferrarme a las sábanas,
mientras derramé mi semilla sobre mi abdomen, la cual comienza a secarse, impregnándose en mi
piel, pero no podría importarme menos en este momento.
Jamás imaginé tener a Gerard entre mis piernas succionando mi erección como si fuera el mejor
sabor que alguna vez hubiera probado, pero la noche estaba llena de sorpresas.
—Fue genial —felicité rozando el contorno de su oreja. Pude sentir la sonrisa de Gerard contra mi
piel, mientras miraba a la ventana falsa, con las largas cortinas cerradas.
—El sexo es un acto demasiado íntimo como para compartirlo con cualquiera —él dice, mientras
yo suelto una risa cansada.
—Gerard Way hablando de educación sexual. O algo así.
A cambio, recibo un beso en la cabeza de mi pene en respuesta. El cosquilleo regresa.
—Creo que eres un adicto al sexo —me dice notando el estremecimiento en mi parte baja.
—Creo que sólo a ti.
Gerard mueve la cabeza de prisa, elevándola, buscando mi mirada.
— ¿No te molesta cómo es que al final todo parece solucionarse de una forma tan fácil?
— ¡¿Crees que esto fue fácil, Gerard Way?!
Gerard sonríe, suave y perfecto con el brillo dorado aún adornando sus perfectos ojos; sincero y
agradable, sin una pisca de su característico sarcasmo.
No sé si somos novios, no le hemos puesto nombre a la electricidad que se siente con cada roce o
en cada beso, ni siquiera quiero perder el tiempo en ello; para mí, es el hombre que amo, y el que
me mira con amor; no importan las razones, o los títulos, a este caprichoso juego del amor, las
etiquetas no importan; mucho menos la hacen las moléculas, los nombres o las definiciones. En el
ridículo estado de enamoramiento, la química es lo de menos.
Y eso es maravilloso.
Sin listas, estudios, escáneres cerebrales o cuestionarios. Sin ser científico o conejillo de indias,
sólo dos seres humanos compartiendo el tiempo, viviendo el romance, sintiendo el impulso de
amar, amando porque se nos da la gana.
Sólo Frank y Gerard viviendo el presente, besándonos hasta que los labios se desgasten.

— ¿Cuarto round?
— ¡Sí, por favor!

Don't ask why, let's just feel what we feel


No preguntes por qué, solo dejemos sentir lo que sentimos
'Cause sometimes
Porque a veces
It's the secret that keeps it alive
Es el secreto lo que lo mantiene vivo

FIN
EPÍLOGO

No lo entiendo.
Crecemos en una sociedad que inunda tu mente con pensamientos que se consideran único. Nos
hicieron creer que el “gran amor” llegaría sólo una vez, que sería nuestra “otra mitad” como si por
algún mago malvado hubiera rebanado la mitad de nuestro cuerpo, y entonces tuvieran que
adherirnos las extremidades de esa persona.
Absurdo.
Nos dijeron que sólo habría amor si éramos bellos, delgados, agradables… si complacíamos a
quienes nos eran importantes, si entregábamos sin dar a cambio, porque quién podría fijarse en
un interesado.
Ridículo.
No es interés querer creer en la equidad. No es superficialidad luchar por uno mismo, empezar a
asumir que por tu respiración tu propia supervivencia continúa.
Son tantas situaciones absurdas que no comprendo, que aún me cuestiono qué hace mi cuerpo de
pie frente al juez en ese maravilloso jardín decorado con flores amarillas.
No concibo la idea de enamorarse del amor, de creer que uno muere por su amado o sentir que se
puede tener el mismo sentimiento por una persona toda la vida. Es química. Quién mejor que yo
para saberlo, pero más allá de moléculas, es sólo sentido común.
Entonces, me digo, ¿qué demonios hago en el final perfecto de una comedia romántica?
Siento como si el moño negro que rodea mi cuello hiciera más que adornar, y se convirtiera en mi
cuerda de asfixia, intento aflojarlo, pero sólo puedo volver a sentir esa irregularidad en mi piel que
evoca el recuerdo de Violet que un intento por tomar mi cabello, dejara resbalar sus pequeñas
uñas e hiciera al tío Gerard gemir indignamente. Me recuerda tanto a Mikey, con sus ojos miel, su
nariz pequeña y esa manía por querer tomar mi cabello como si se tratara del más interesante de
los juguetes.
No puedo evitarlo, tampoco es como si me esforzara, pero el recuerdo de mi sobrina de cinco
meses trae a mi rostro la mueca que últimamente se vuelve más común en mí, dejando atrás la
única sonrisa sarcástica como el único gesto de humor en mí. No la he olvidado, tampoco puedo
decir que jamás la he vuelto a usar, porque sigo siendo yo. Sigue siendo mi cuerpo, mi mente, mi
filosofía, pero se ha visto envuelta en una nueva corriente. Una corriente que no apoyo, que no
entiendo, pero de la que no me pude salvar.
No lo entiendo, y no hablo del sentido teórico. No lo entiendo, pero supongo que es la única cosa
en la vida que no quiero entender y aunque suene como diálogo de novela cursi o si me
representa recibir el peor regaño por parte del director de la Universidad por la cancelación del
único estudio en mi vida, del cual, lo que menos me interesó fueron las pruebas físicas en los
resultados, sin mencionar la suma que debí pagar como multa por el desperdicio de recursos.
Es triste, o patética, tal vez la segunda palabra se ajuste a mi situación. Mi otro yo desde hace ocho
meses reiría de mi estado actual, podría escucharlo, burlándose en mi cabeza, pero hay silencio
cuando le veo acercarse, pisando el césped, con la mano izquierda en el bolsillo y la derecha
acomodando su cabello.
Imposible.

Never thought that I’d so inspired


Never thought that I’d find the higher truth
—Lo siento, nervios de boda, pero ya todo puede empezar —dice él y yo sonrío.
Ridículo.
Hombre vencido, ahogado en una corriente más mística que lógica.
Frank también sonríe, limpiando el polvo imaginario en su traje, parándose junto a mí con la
espalda derecha, pero saludando inmediatamente con su mano a la pequeña Violet en brazos de
su madre que nos miran desde los asientos. La pequeña sonríe también, y creo que es un poder
que emana de él. Un aroma dulce, o un aura envolvente, que no importa qué tan cansado pueda
llegar de la guardia nocturna en el hospital, siempre logra menguar mi mal humor; y aunque
peleas no han faltado, es Frank la respuesta a todo.
Han pasado ocho meses, donde todo ha cambiado, pero se siente igual.
Sigo enamorado, y sigue siendo culpa de Frank.

I believed that love was overrated


‘Till the moment I found you

La música comienza, y todos parecen contener una exhalación.


Para mantener el cliché, es la marcha nupcial la que se deja oír, la puerta del recinto que más
tarde fungirá como salón de baile se abre y aparece la primera figura enfundada en un elegante
vestido largo de encaje en color perla, el cabello recogido en un refinado peinado, dejando
algunos rizos rubios sueltos y adornado con una pequeña corona con brillantes, comenzó a
caminar hasta donde estábamos Frank y yo, tomando entre sus manos el ramo con rosas blancas.
Los ojos azules resplandecían y los labios rojos se estiraban en una increíblemente amplia sonrisa.
—Se ve tan hermosa —dijo Frank a mi lado. Yo sólo asentí en mi mente, viendo a Hope caminar
hasta el altar.
Tras ella llegaba Sarah, que lucía un vestido en el mismo tono, sólo que se notaba de satín, a la
rodilla y con un prominente escote. El cabello, rebelde, rizado y suelto como siempre, la sonrisa
gigante y en sus manos un ramo con margaritas amarillas.
Ahí está mi mejor amiga, sucumbiendo al matrimonio, a esa creencia de que tal ceremonia es la
única donde se puede explorar la sexualidad y termina con un decreto: hasta que la muerte los
separe.
No entiendo, pero aquí estoy, fingiendo ser el mejor padrino, deseándoles que su “para siempre”
sea una realidad.
Llegan a estar una frente a la otra, miradas esperanzadas y sonrojo en sus mejillas, el juez saluda,
y entonces, comienza con la boda.

Now baby I know I don’t deserve


The love you give me

—Entonces, creo que éste sería un buen momento para besarse —dice el juez, con una media
sonrisa, logrando que luego de todo el papeleo y firmas, Sarah y Hope por fin disfruten de su
momento de película, cerrando los ojos y entregándose al momento.
Los invitados comienzan a aplaudir, pero aún bajo esos golpeteos se escucha un sonido a mi lado.
Un ligero suspiro entrecortado que al girar, puedo identificar como un inicio de sollozo en Frank,
quien tiene las mejillas húmedas por el par de lágrimas que corren profanas sobre su piel.
—Lo siento —me dice cuando se siente atrapado por mi mirada—, son el final de un cuento de
hadas.
Entonces se recarga contra mi hombro, como el empalagoso minino en que se ha convertido
desde que vivimos juntos, siempre con pequeñas acciones, intentando respetar mi espacio
personal, pero al mismo tiempo demostrándome que quiere atención. Yo sonrío, porque es fácil
hacerlo junto a él, porque me hace recordar lo maravilloso que ese pequeño conversador de
plantas es, ése que se emociona en las bodas, llora con todas las películas, porque “siempre hay
un momento lleno de emoción” y que intenta jugar al novio asfixiante, que respeta mis tiempos,
que da sin esperar nada a cambio.
¿Cómo? Me pregunto con constancia, ¿cómo alguien así pudo terminar conmigo?
Él sonríe, lucha y prepara café para mí todas las mañanas. Se sienta a mi lado en la cama cuando
un caso me taladra el cerebro y me siento el ser más inútil por no saber qué aqueja al paciente,
levanta la ropa cuando la arrojo en un signo de desesperación por toda la sala, y entonces, cuando
me vuelvo más insoportable, él sólo se pone de frente, me mira con aquellos ojos avellana y
amenaza que irá a la cafetería, que vaya por él si cambio de humor o cuando quiera verlo. En
alguna ocasión pasaron tres días para que mi humor me permitiera verlo, para que el dolor en mi
pecho y la sensación de vacío en mi abdomen se volvieran realmente insufribles y entonces
tuviera que ir a la repostería para encontrarlo tras la caja, sonriendo a un cliente como si el mundo
fuera perfecto.
Y lo era. El suyo lo era, con esa actitud sin necesidad de pastillas. Él me miró y llevó un café negro
para mí, pero no pude más que abrazarlo. Las molestias físicas sanaron, pero fue en ese momento
en que en verdad aprecié a Frank Iero y su prudencia, su amor que se ha vuelto lógico y no
obsesivo, lo que no sólo logra manejarme bien, sino envolverme más, ahogándome en una
necesidad abrasadora como cuando por las noches necesito su aroma en mi cama para realmente
descansar.
No lo digo seguido. Mis “te quieros” son tan escasos, que puede que funcione como regalo de
aniversario, mucho menos “el te amo”, pero a él no le importa, me lo dice cada mañana, cada
noche, y sonríe mirándome en silencio antes de darme un beso, tal vez porque ha aprendido a
leerlo en mis ojos.
De cualquier forma, me tiene rendido.
No sé cómo ha pasado, pero aquí seguimos, luego de ocho meses, y aunque nadie lo pudiera
creer, contra todo pronóstico, incluso de Mikey, seguimos siendo pareja, y cada día, se siente bien.
Le hice la promesa de que el día en que dejara de sentirse bien, en ambos lados lo diríamos y lo
dejaríamos ir. Jamás me perdonaría volverlo a lastimar. Jamás lo volveré a hacer.
No sé cómo puede entregarme tanto, pero si sigue a mi lado, ha de ser porque se sigue sintiendo
bien, porque mi mirada me delata, los besos que le robo mientras come helado o cuando intento
respirar el mismo aire que Jared Leto en una “cita doble”. Algo estoy haciendo bien. Y no importa
lo que puedan apreciar las estadísticas, o que Sarah nos salude con un “¿todavía no, Frank?” como
si esperara que un día se despertara y se alejara de mí.
Nadie ve las pequeñas cosas, ni siquiera yo, pero mi Frank sí, y ¿a quién le importa una mierda los
demás?

But now I understand that


If you want me I must be doing something right
I got nothing left to prove
And it’s all because of you
So if you need me
And baby I make you feel alive
I know I must be doing
Doing something right

Mi cabeza descansa contra la suya mientras los familiares de ambas abrazan a las recién casadas,
luego toma mi mano cuando debemos seguirlas hasta el lugar de la recepción.
El salón está adornado en tonos cálidos, dorado y ocre, hay telas colgando del techo, adornos con
rosas blancas y velas prendidas por todo el lugar.
—Así que, presupuesto holgado, ¿eh? —murmuro sarcástico al notar el lugar.
Frank parece no haberme escuchando, más entretenido en encontrar nuestra mesa.
—Por cierto, Gee, no había podido decirte lo arrebatadoramente sexy que te ves con ese traje —
confiesa mientras tomamos asiento.
—Claro que no, estabas teniendo una crisis de novia.
Frank sonríe, dejando un ligero golpe en mi brazo izquierdo.
—Y para que lo sepas, esto no es nada, el día en que nos casemos tendrás que vender un riñón,
quiero que sea en un sitio con vista al mar.
—Cariño, si prometes usar un vestido como el de Hope vendo los dos.
Frank ríe profundo dejando ver las arrugas en la esquina de los ojos.
—Amargado —responde una vez recuperado, mostrando la lengua.
Y luego me besa. Improvisado y agradable, mandando al diablo mi regla sobre las demostraciones
públicas de afecto. Lo peor es, sin embargo, que yo respondo con la misma ansiedad, porque se
siente como si mi boca lo extrañara, aún si no han pasado más que seis horas sin un contacto
entre nosotros. Cuando nos separamos, él está sonriendo y sus ojos brillan.
Sí. Se sigue sintiendo malditamente bien.

La noche va pasando Violet se ha quedado en brazos de su padre y Frank vuelve a recargar su


cabeza contra mi hombro.
—Entonces, Frank ¿podrás cuidarla? —Pregunta la mujer de mi hermano—, sólo serán unas horas,
te lo prometo.
—Está bien, Alicia, tárdate todo el día sabes que a mi madre y a mí nos encanta tener a Vi por el
lugar.
—Gracias, Frank, eres el mejor niñero —dice Mikey con una sonrisa.
Puedo sentir a Frank asentir, antes de escucharlo susurrar:
—Pronto será el discurso, nada de chistes sobre relaciones sexuales entre mujeres, no menciones
el peluquín del padre de Hope y si vuelves a hablar sobre el incidente en aquella piscina durante la
preparatoria donde Sarah dejó olvidado el sostén, ni Sarah, ni Hope, te hablaremos en una
semana, ¿ok?
—Sí, lo que sea.
En poco tiempo fue anunciado y entonces me puse de pie, no sin antes ser arreglado por Frank,
como el maldito niño en el que me ha convertido.
Fui lo más diplomático posible, les deseé felicidad y éxito en su matrimonio (porque lo merecen),
le pedí a Hope que cuidara de ella (porque me preocupa) y le dije a Sarah que la quería (porque es
lo más parecido a una hermana para mí, y esas palabras tabú dejan de serlo frente a la familia),
entonces brindamos y cuando regresé, Frank tenía los ojos brillantes, como quien contiene el
llanto.
—Cursi, cursi Iero —susurro antes de besarlo. Noto todas las miradas, pero son sus labios lo único
que importa. Él se entrega, dispuesto y apasionado a los movimientos de mi boca y si no es por la
música estruendosa, podría quedarme ahí, robándole el aliento.
—Venga, te voy a salvar —dice tomándome la mano—, Sarah arrojará el ramo y logrará que al
final lo tengas sobre tu regazo. Sé que odias ser el centro de atención y sé que insultarás a muchas
personas, así que te voy a salvar de ti mismo.
Apenas logro asentir con una media sonrisa cuando ya estamos nuevamente en ese jardín donde
se llevó a cabo la boda civil, es amplio, iluminado por series de luces, como las que se usan en
Navidad. Intento acercarme, curioso por ver el alto árbol que se ve decorado con lámparas
amarillas y rojas, sin embargo, no llego cerca del tronco cuando los brazos de Frank me rodean
desde la espalda.
—Hay una zanja cerca del árbol. Algo de remodelación en el sistema de regado o lo que sea.
—Oh, mi héroe salvador de zapatos.
—Búrlate Gerard Way, pero ya te veo haciendo un berrinche por tus zapatos negros. Los mismos
zapatos negros porque comprarte nuevos sería demasiado incómodo para tus pies de neurólogo.
Sonrío confiado en que no me verá por estar detrás de mí, apenas acaricio sus manos pensando en
lo asombroso que se ha vuelto, en lugar de llegar a aburrir.
No sé en qué momento ocurrió que Frank me conoce como un viejo camino a casa. No sé cómo
pasó, pero fuimos cambiando, su personalidad cambió, se volvió más brillante y se convirtió en ese
caballero que intenta protegerme más de mí mismo que de los demás, pero que siempre está ahí
para recordarme el peligro, como en mi discurso, como en la broma de Hope, como cuando sabe
que sólo discutiré con el director así que le hablo hasta el día siguiente luego de calmarme, o
cuando no permite que maneje cuando salgo de una guardia nocturna. O cuando me advierte
sobre visitar a Raymond Toro, por muy insistentes que resulten sus cartas en prisión.
La primera vez que ingresé al reclusorio con la intención de encontrarme con él fue poco después
de anunciada la sentencia. Frank tenía razón, buscaba sentirme fuerte, como si ese hombre no me
hubiera arrebatado la dignidad en un solo movimiento; sin embargo no lo enfrenté, apenas supe
en qué área estaba, incluso me dejaron observarlo a través de las cámaras, pero no estaba listo.
Tres meses después recibí una carta, donde rogaba mi presencia, según él para disculparse y
cerrar el capítulo. Poco le creí, pero yo definitivamente necesitaba darle fin.
Fui, sin haberle contado a Frank, me senté y esperé, se sentó frente a mí y dijo “hola”.
Me levanté y me fui de ahí.
No hablé del asunto, pero pensaba constantemente en el encuentro, aún confundido por el
verdadero motivo que me hizo huir. Ya no era ira, ni rencor; ya no veía el rostro de Raymond Toro
estrellándose contra la pared en búsqueda de venganza. Ahora era mi propio rostro, aterrado, mi
cuerpo hecho un ovillo sobre esa cama intentando sobrevivir. No era enojo, era puro y atroz
miedo que ya no podía esconder o negar.
Y sabía, que pocos días después, cuando la rutina se llevara las revelaciones, me odiaría por ser tan
cobarde, por no poder demostrar que ese loco no había ganado, pero de hecho, lo había logrado.
El juego ya no dependía de elegir ganador, sino de demostrar quién se levantaba primero, o eso
dijo Frank cuando al quinto mes las cartas me fueron imposibles de ocultar y a una semana de vivir
juntos, tuve que confesar con mucha vergüenza mi verdadero sentimiento.
Él dijo que no tenía que hacerlo sino estaba listo, pero que definitivamente tendría que hacerlo,
porque tenía que avanzar. “Lo pasado es pasado, pero necesitas levantarte, no andar a rastras, ·y
así estás viviendo, Gerard.”
No tuve que pedirlo, le miré luego de leer la carta y fue propia iniciativa que me ofreció
acompañarme. De inmediato me sentí mejor.
Esa fue la primera y única vez que hablé con él. Ray se disculpó, también lo hizo con Frank. Frank
asintió, y luego se acercó a mí, su sola cercanía hizo que notara finalmente el tono en el color de
ojos de Raymond. Ese marrón tan peculiar.
—Te olvidaré —le dije únicamente, y fue, como alcanzar un momento de paz que sólo que
consigue con la meditación.
Se cerró el capítulo y yo amé a Frank un poco más. Aunque jamás lo hubiera podido creer posible.

It’s because of you I feel so lifted


I’ve been looking at my life from higher ground
Never thought I’d be so elated
You’re the one that turned it all around

— ¿En qué piensas? —Pregunta con suave voz


Iba a contestar con la verdad, que pensaba en él y en mí, en lo bueno que es tenerlo, pero la
puerta corrediza se abre a nuestro lado y entonces Frank me suelta, dejando ver la cara sonrojada
de Sarah, la piel morena brillante por el sudor.
—Oigan, ¿Qué hacen aquí? —exclama con la voz rasposa. Seña inequívoca de su embriaguez—.
Vamos a bailar.
Frank ríe con frescura.
—En seguida, cariño —asegura —. Ya vamos.
Ella asiente con la cabeza, sin volver a cerrar la puerta de cristal. Frank entonces coloca sus brazos
sobre mis hombros. Un agradable peso al cual me logré acostumbrar, y no sólo eso, sino que se
sentía reconfortante. Era necesario cuando compartíamos un abrazo. Era su lugar, encajaba a la
perfección.
Hechos uno para el otro.
Realmente ridículo.
—Entonces —dice—, ¿vamos a la barra y fingimos que estás demasiado ebrio para mantenerte en
pie?
— ¿No te asusta mentir tanto por mí?
—Porque no me gusta que seas cruel con Sarah. Además, sería algo completamente creíble, no
manejas muy bien el alcohol, Gee.
Le tomo de la cintura mientras pongo mayor atención a la tonalidad de sus ojos. Sus ojos color
avellana que dieron paso a la propuesta que nos hizo permanecer en el camino del otro por un
largo período. Fue ese brillo el que me hipnotizó, y fue fácil sólo dejarme llevar, aferrarme a algo
desconocido y hablar sobre mis películas favoritas románticas o la razón por el que la neurología
se convirtió en mi pasión y obsesión.
Fue su boca, la que me hizo llevarlo a mi departamento, entregar momentos de inmensa
vulnerabilidad con él desnudo para mí mientras disfrutaba su cuerpo, pero fue todo él lo que me
hizo ansiar las salidas al cine. Fue su vulnerabilidad, su complejidad y sencillez; sus matices y
aspectos ambivalentes más que un estudio lo que me impulsó a pedirle fuera mi pareja.
Fue un engaño de mi parte creer que alguien tan sorprendente no haría un cambio en mí, sin
importar mis estúpidas creencias, o mi “cerebro demasiado evolucionado para el amor”.
Frank me hizo cambiar, lo reconozco y me gusta; aún si puedo ser risible o blanco de las burlas de
mi hermano. Me gusta mi sonrisa por las mañanas, mi ser dependiente de sus abrazos y la forma
en la que he decidido dejar de prejuzgar para empezar a hablar. Me gusta sentirme tan vivo, tan
fuerte a su lado. No sabía que era capaz de enfrentar a mis miedos. Creí que estaría bien si sólo
evitaba los traumas, si los hundía en el lodo y medio continuaba, pero vivir a rastras no es vivir, y
eso me lo ha enseñado.
No sabía que pudiera traer flores a casa, sólo para conseguir una sonrisa. No sabía que me gustaría
escuchar a alguien cantar en la regadera. No sabía que me gustara tanto caminar abrazados, o que
mis manos finalmente pudieran estar calientes cuando la suya estaba entrelazada a la mía.
Nos sabía que pudiera ser amable, que valía la pena el amor.
No sabía que pudiera ser posible que ser feliz con alguien no significaba fusionarse, sino
entenderse. No somos mitades, somos frutas enteras aprendiendo a soportar pequeñas manías.
Era totalmente desconocido para mí que pudiera ser tolerante. Que no sólo no me molestara, sino
que me encantara verlo hablar con su verde helecho, que adorara el que crea que Titanic es cine
de arte y que la ame sobre todas las otras películas. Me encanta la relación casi edípica con su
madre, la alegría que consigue al ver a sus amigos o la dulce voz que hace al hablar con Violet.
—Ya, dime que piensas —me pide sonriendo.
—En lo mucho que me gusta lo que soy ahora. Me has cambiado, y me gusta.
—No has cambiado, Gerard. Sólo has dejado ver una parte de ti que querías ocultar, que te hace
dulce, vulnerable y perfecto.
— ¿Cómo alguien tan bueno como tú se pudo fijar en un desgraciado como yo, Frankie? —
Pregunto con burla, aunque bien sé que el comentario fue totalmente apegado a la realidad. Tras
esa pregunta me asaltan ciertas inseguridades. Me gusta quién soy cuando estoy con él, y aún me
siento listo para alejarme de este nuevo lado de mí.
Se siente cómodo y correcto, y sé que no soy la mejor opción, sé que no me esfuerzo, que dejo las
cosas pasar y no le digo lo que siento cada media hora, porque aún asusta ser lastimado.
En realidad, creo que tampoco sabía lo frágil que podía llegar a ser. Es revelador, angustiante y
estresante a la vez. Se siente como ser un ser humano, y no sólo un robot dedicado a la medicina.
Frank me abraza, esconde su cabeza en mi cuello un rato, inhalando mi aroma, antes de alejarse,
mirarme a los ojos y responder.
—Tú me haces bien —confiesa con voz suave. La música estridente se cuela a través de la puerta
abierta, pero ni siquiera eso arruina nuestra atmósfera—. Tú me haces fuerte, Gerard, el hombre
más poderoso del mundo porque me miras así, sólo a mí. Me haces sentir confiado, como si mi
boca no estuviera diciendo sólo tonterías y de hecho, hablara de cosas importantes cuando estás
mirándome con toda tu atención. Me siento inteligente, capaz; asustado porque te quiero tanto
que no sé cómo demostrártelo día a día para que no te alejes de mí. Me haces enojar, me haces
ser valiente y me permites ponerme frente a ti, como un igual para reclamar aquello que no me
gusta, y entonces cedes, con mínimas cosas que tal vez tú no notas, pero que a mí me hacen
sonreír todo el día.
>> Me haces feliz, y a pesar de que soy una vorágine de sentimientos, me haces sentir más cuerdo
de lo que he estado en toda mi vida.
>> Contigo me siento humano, y me gusta. No sabía que podía llegar a ser así, pero puedo, tú me
mostraste que puedo y no quiero cambiar.

Now baby, I didn’t know myself


Until you changed me
And made me understand that
If you want me I must be doing something right

Entonces le beso. Mis brazos rodeando su cintura y las suyas acariciando mi cabello cuando mi
boca se abre pidiendo por su dulce lengua. Me encanta besarle. Me encanta que ese sabor sea
sólo mío, que sólo a mí me acaricie la nuca, que sólo conmigo gima mientras recorro su lengua con
la mía en una danza que ninguno está dispuesto a parar.
—Te amo —murmura contra mis labios, haciéndome sonreír.
Abro los ojos, para que Frank se fije en ellos, para que lea lo que mi cobarde cuerpo no puede
aceptar aún. La espontaneidad del “te amo”, que se siente palpable en cada rincón, pero una vez
que se dice… te rindes ante las garras del amor.
Las fobias no se superan tan rápido.
No yo, al menos, el debilitado Gerard.
—El día en que no te quede claro viendo mis ojos, Frank… —digo.
—Entonces tendrás que ser valiente por los dos.
—Lo sé, soy un cobarde —, respondo de prisa.
—Eres mío. Eres todo lo que necesito, lo que quiero. Eres perfecto.
—Tú lo eres —digo besando su nariz.
Reímos, conscientes de que estamos siendo cursis, pero entonces tomo su mano.
—Es hora de bailar —digo y él sonríe. Todo vale la pena—, desde ahora y hasta que tú no seas
feliz.
—Te lo prometo —susurra, y mi tranquilidad regresa.
Entramos de nuevo al recinto, lo sostengo fuerte, porque no deseo que desaparezca. Me abrazo a
Frank y aspiro su aroma. Se siente como estar en tu lugar favorito.
No me importa el ritmo, me muevo y todo desaparece. Se siente como estar adormecido.
Se siente, como ser feliz.

Lo amo.
Lo amo porque mi dopamina se encuentra elevada, activando el núcleo caudado, el cual forma
parte del “sistema de recompensa” que controla la excitación, placer y motivación para conseguir
recompensas, la que a su vez manda señales a la sustancia negra, que produzca más dopamina, la
que me causa euforia, aumento de energía, insomnio y aceleración en los latidos del corazón,
culpable de la adicción y dependencia.
Lo amo porque a su vez aumenta la norepinefrina, que resulta del metabolismo de la misma
DOPA, que da la capacidad de recordar los pequeños detalles, como el sonido de su respiración al
dormir, o la mancha café oscuro milimétrica plantada en su ojo izquierdo, o la hora a la que
despertamos el primer día en mi casa, abrazados como un par de gatos.
Lo amo porque la serotonina ha disminuido y eso hace que piense todo el tiempo en él, me da
sensación de bienestar. Es esa la causa del “enamoramiento verdadero”.
Pero a quién le importa.

— ¿Y si quisiera bailar contigo por siempre, Gerard?


“Cariño, la cumbre química se deteriora al año, porque se producen menos químicos y/o los
receptores para esas sustancias crean tolerancia, se adormecen. “ Sería la respuesta más
esperada, ¿no?
Pero a quién le importa.
—Lo que te haga feliz, Frankie.

A nadie le importa.
Es amor.
Siéntalo.
Punto.

“Y el estudio termina, y el amor vuelve a triunfar”.


“Asqueroso”.
“Predecible”.
“Verdadero”.

FIN

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