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Mine y el recuerdo. El misterio de la habitación secreta.

Texto: María Belén Campero

Ilustraciones: Fabricio Caiazza

Fotografía: Inés Martino

Modelos: Camila Ingrassia, Mabel Pedrón y Valeria Rico

Agradecimientos: Flia. Martínez-Lenardón, La Mutualidad, Ana Wandzik

1era edición. Rosario: Cosas invisibles, 2019

48p.: 19 x 19 cm.

IBSN: 978-987-86-2843-1

1. Serie "Las aventuras de Mine". Mine y el recuerdo. El misterio de la habitación secreta.

© del texto: María Belén Campero

© de las ilustraciones: Fabricio Caiazza

© de esta edición: Cosas invisibles


Como todas las mañanas, Mine se levantó, abrió los postigos de la
ventana de su habitación y miró el jardín, el sol resaltaba los frutos
del árbol de quinotos que cuidaban con Rosa. Se frotó los ojos y vio,
un poco más allá, que estaba abierta la ventana de la casa de su veci-
na. Era sábado y quiso sorprenderla. Así que, descalza como estaba,
apoyó un pie, después otro y salió directamente al patio. La mamá
dormía. Se agachó lo más que pudo para que nadie la descubriera y
atravesó el jardín. El césped, que todavía guardaba la humedad del
rocío, le mojó los pies.
Al llegar, con todo su impulso, quiso abrir la puerta, pero estaba ce-
rrada. Quizás se fue a la panadería. Buscó el juego de llaves escon-
dido debajo de la maceta de margaritas y entró. Fue hasta la cocina
repitiendo en todas las casas tiene que haber un llavero de repuesto,
algo que Rosa siempre decía. En la mesada no había tazas sucias, ni
nada que diera indicios de desayuno. Mine siguió el recorrido miran-
do para uno y otro lado, pasaba los dedos por los portarretratos, los
levantaba y los volvía a su lugar. En el camino se tiró de cola encima
de los almohadones del sillón, lo hizo tan fuerte que hasta las cortinas
se movieron; abrió los cajones de la mesa, había papeles, pañuelos,
abajo, un caramelo de miel que se comió y una llave.
Dando saltitos por toda la casa fue poniendo la llave en cada agujero
que encontró ¿y saben qué?
Una puerta se abrió, el corazón de Mine parecía querer salirse del
cuerpo. Encendió la luz, el piso estaba frío, el olor del lugar le recor-
daba al de la ropa que su mamá le hacía poner cada vez que llegaba
el invierno.
Frente a sus ojos, imponente, un piano blanco. ¿Y esto? Corrió, levantó
la tapa, sacó la tela que cubría las teclas y empezó a tocar, sus pies
apenas alcanzaban los pedales y el banquito giraba solo. Mine silbaba
y en cada vuelta tocaba una tecla más. De repente, un ruido la inmo-
vilizó, miró hacia atrás y vio que era la puerta que se había cerrado, se
dio cuenta de que había sido el viento y suspiró con alivio.
Dejó el piano y revisó el resto de la habitación, todo le resultaba tan ex-
traño como interesante.
Mine escuchó un nuevo ruido, debe ser Rosa, corrió a buscarla, pero la
manija de la puerta también se había vuelto giratoria y no pudo salir.
—Hola, ¡holaa! —gritó— Acá estooooy, vine para desayunar con vos.
Llamó varias veces. Nadie contestó.
Fue hasta el piano y tocó hasta aburrirse. Golpeaba las teclas con toda
la mano para que los graves sonaran más fuerte: boom, boom, bomm.
—¡Rosa estooooy acaaaá! —gritaba cada tanto.

De repente, escuchó la voz de su mamá.

—¡Mineeeee, Mineeeee! ¿Dónde estás?; ¡Rosaaaa! ¿Mine está acá?


Se oían pasos, parecían cercanos.

—Maaamaaaaá, acá estoy, maaamaaaaá, en lo de Rosa. Mamiiiii, me


escuchás, soy yo, Mine.
Pero no respondió.

Ya sin muchas esperanzas, Mine se puso a cantar, cantó y cantó con


los ojos apretados para que se le fuera el miedo. Después de un rato,
cuando su voz de tan honda parecía apagarse oyó detrás de la puerta
a su mamá.

—¡Mine! ¿qué hacés ahí? Hace rato que te busco.

—¡Hola! Perdón, vine temprano, quería sorprender a Rosa y quedé


atrapada. ¿Vos sabías que ella tiene un piano?

—¿Qué piano? ¿A vos te perece pregunta para este momento?


Voy a ver qué puedo hacer para sacarte.
Algunos minutos después, que para Mine fueron años, Rosa y su mamá
abrieron la puerta. Tenían las caras largas y afinadas como trompetas.
Igual se abrazaron.
Rosa les comentó que había comprado bizcochos y las invitó a que-
darse a desayunar; la mamá, que seguía en pantuflas y a medio vestir,
volvió a su casa, Mine le prometió que iría enseguida.
Rosa sirvió el té. Mine le puso tres cucharadas de azúcar, revolvió y dio
algunos sorbos con la cuchara, cuando estuvo más tranquila empezó
a preguntar: que de quién era el piano, que por qué nunca antes se lo
había mostrado.
—Mine, Mine. Esa era la habitación de la tía Julia, que fue muy espe-
cial para mí. La tía Julia me buscaba todos los jueves por la escuela,
compraba mis comidas preferidas y almorzábamos en la plaza, me
contaba las historias más antiguas que te puedas imaginar. La pri-
mera vez que entré al teatro fue para verla a ella: la mejor pianista
del todo el universo. Esta era su casa y nuestro patio, ahí donde está
Kinito, su jardín. Muchas de las cosas que hay acá las heredé de ella.
Por eso guardo ese cuarto como un tesoro. Hacía tiempo tenía ganas
de contarte estas cosas, pero se fue pasando la oportunidad.

—¿Qué le gustaba?, ¿era rubia o morocha?, ¿sabía cantar?


Rosa se levantó y fue hasta la biblioteca; de una bolsa de tela sacó una
cajita con dos agujeros. Esto es un casete —dijo Rosa— y agarró un
lápiz, lo metió en uno de los huecos, le dio un par de vueltas y lo puso
en un aparato rarísimo.

—Re-pro-duc-tor —aclaro Rosa— ¿escuchás? Es la voz de la tía Julia.

—¡Ah, cantaba bieeenn!

—Sí. Esta era su canción preferida, la grabamos una tarde por casua-
lidad.

Laaa morochaaaa, la más agraciadaaa, la más renombradaaa de la po-


blacióooon —tarareaba Mine.

—¿Tenés una foto de ella?

—Sí, allá, en el portarretrato de madera —dijo Rosa señalando la re-


pisa.
Mine fue a buscarlo y volvió con dos fotos.

—¿Esta es la tía Julia?

—Sí.

—Siempre creí que eras vos.

—Viste, todos decían que éramos parecidas.

—¿Y esta?, ¿soy yo?

—Sí, tendrías seis meses más o menos.


Mine miró un rato su foto.
—Rosa, ¿cómo se hacen los recuerdos?

—Pienso que se hacen de historias. Primero alguien nos tiene que


contar cómo éramos, lo que hacíamos, qué cosas eran las que más
nos gustaban. Después llega el tiempo en que nosotros mismos las
podemos inventar.

—¡Un montón de mis recuerdos están hechos de tus historias! —se


sorprendió Mine.
—Y mis recuerdos preferidos están hechos de las tuyas.

—¿Podremos elegir qué cosas no olvidar?

—No estoy tan segura, mirá, por ejemplo, yo siempre quise recordar
la voz de mi abuela y por más esfuerzo que hice nunca pude. Con la
tía Julia no me pasa, porque escuchar el casete me trae su voz.

—¿No te acordás de otras voces?


—No, siento que se me escapan. Por momentos me parece que las
escucho, pero las voces son como los pájaros, vienen, dejan algo,
después se van.

—Me gustaría poder acordarme de todo.


Rosa dio una carcajada.

—¿Y qué harías con toooodo?

—Sabría adónde dejo las cosas —dijo Mine.

—¿Y por qué no sabés?

—A veces estoy jugando con algo y después, cuando vuelvo a bus-


carlo, ya no recuerdo dónde está. Vos ¿te acordás de todo?
—No, claro que no —dijo Rosa—. Me pasa seguido que llego a la co-
cina segura de hacer alguna cosa y, paf, tengo que detenerme para
pensar qué era.

—¿Cuál fue tu primera mascota?

—Fue Manuelita, una tortuga que encontramos en el campo con Gla-


dis, mi hermana. ¡Casi la olvidaba! —exclamó Rosa— ¿Por qué me pre-
guntás?

—Para saber de qué cosas te acordás.


Rieron.

—¿Y vos? ¿Tenés idea de cuál fue la tuya?

—¡Sí, claro! ¡Las hormigas y Kinito!

Rosa se sirvió más té y con las dos manos estiró el mantel hasta sacarle
las arrugas. Las dos se miraban compenetradas jugando a recordar; en
eso, Mine se paró al lado de la silla y haciendo pasitos de baile dijo:

—Se me ocurrió una idea genial. ¡Ya sé lo que vamos a hacer para no
olvidar!

—¿Qué cosa Mine?


—¡Escribir! Tenemos que anotar en un cuaderno lo que más nos guste
del día y ya está. Después lo leemos todo junto. Si nos olvidamos, ¡cha
chan! Está escrito.

—Escribir para guardar los recuerdos —pensó Rosa en voz alta.

—¡Y sacar fotos para guardar el tiempo! —celebró Mine.

—Entonces, ¿el próximo sábado nos juntamos para ver qué cosas
guardamos en la semana?

Mine salió camino a su casa alzando el pulgar hacia arriba y con un


bizcocho extra entre los dientes. Al dar la vuelta se asomó por la
ventana del comedor de Rosa para decirle que volvería pronto a es-
cuchar más de la historia de la tía Julia.
¿Sabés dónde se guardan los recuerdos? Las cosas que nos sorprenden ¿pueden olvidarse?

¿Te acordás de tu primer recuerdo? ¿Cómo nos damos cuenta de que nos olvidamos de algo?

¿De la primera canción que escuchaste? ¿Cómo elegís qué cosas recordar?

¿Del primer libro que te leyeron? ¿Por qué los recuerdos son como tesoros?

¿De la primera ropa que usaste? ¿Por qué las cosas no se acuerdan de nosotros?

¿Del olor de tus juguetes? ¿Nosotros encontramos recuerdos o los recuerdos

¿Te acordás cuál fue tu primera cosa favorita? nos encuentran a nosotros?

¿Los recuerdos se guardan en palabras? ¿Por qué no todos los recuerdos son reales?

¿Cuántos recuerdos entran en nosotros? Vos ¿cuántos recuerdos inventaste?

¿Por qué los recuerdos no se aprenden de memoria? ¿Cuáles son tus tres mejores recuerdos? ¿Por qué los

¿Los animales recuerdan las palabras? elegiste?

¿Se olvida lo que no tiene importancia?

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