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Simón Martínez, José David

LITERATURA HISPANOAMERICANA ACTUAL.


4º curso – Español: Lengua y Literaturas.

Comentario sobre “Los gallinazos sin plumas” (1954) de Julio Ramón Ribeyro.
En 1976 el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro escribió en La tentación del
fracaso que el universo narrativo conformado en su obra cuentística se encontraba
poblado de «pequeños personajes desdichados, sin energía, individualistas y
marginados» (1995: 62), encadenados a un ambiente «sórdido» del que difícilmente
podían escapar. El ambiente de podredumbre moral al que Ribeyro hace referencia en
este ensayo es en el que se encuentran presos los protagonistas de «Los gallinazos sin
plumas». Un mundo marginal fruto de la degradación humana que ha traído consigo el
rápido proceso de industrialización al que se vio sometida la ciudad limeña durante los
años cincuenta del pasado siglo. La voz literaria de Ribeyro se erige como testimonio de
las consecuencias del proceso de andinización e industrialización que transformó la
capital peruana en una ciudad de fuertes contrastes económicos y humanos.
Desde las primeras líneas de «Los gallinazos sin plumas» podemos apreciar los
efectos del feroz capitalismo, que se instaló en los años cincuenta en la ciudad limeña,
tanto en la corrupción moral de los personajes como en sus comportamientos. Por una
parte, los niños que protagonizan este cuento no se despiertan para marchar al colegio
acompañados por su abuelo sino que, por el contrario, con «los ojos legañosos», se
lanzan a la calle equipados con un par de latas. Por otra parte, el abuelo de los
muchachos no los despierta con un tono dulce, propio de quien se encuentra unido por
consanguinidad a ellos, sino que utiliza un «berrido», que caracteriza a este personaje
con rasgos de un animal. De esta manera, los personajes parecen pertenecer a otro
mundo; un mundo difuminado y degradado por una modernización industrial que
sumerge a los personajes en un ambiente fantasmal que recorre el espacio de los
suburbios en el que viven: «una fina niebla disuelve el perfil de los objetos». La «hora
celeste», que simboliza el mundo de la infancia al que pertenecen Enrique y Efraín, se
convierte en el momento del día en el que los muchachos de las barriadas recorren las
calles de los hogares de la clase media en una «especie de organización». Así, la
situación inhumana a la que se encuentran maniatados los personajes protagonistas no
parece ser la única en esta zona marginal, sino que la condición de explotados es
compartida por muchos de los muchachos que procedían de estos suburbios urbanos.
A pesar de las condiciones inhumanas sufridas por los hermanos, su visión del
mundo se contagia del sentido lúdico propio de la infancia. El contraste entre esta
visión, con la que exploran los contenedores de basura como si fueran «cajas de
sorpresas», y la inmundicia y podredumbre que los rodea, hacen de este espacio
putrefacto el patio de juegos en el que se sienten a salvo de los pescozones propinados
por el abuelo al llegar a casa. A cambio de una jornada de búsqueda agotadora por
cumplir con los deseos del anciano de encontrar comida con la que sustentar al cerdo de
la chiquera, recibirán únicamente los golpes y los gritos del abuelo. Para don Santos, el
cerdo es el único ser de la casa que merece un trato humano. A diferencia de sus nietos,
quienes ni siquiera son nombrados por el anciano, Pascual se convierte en el centro de
las preocupaciones de don Santos –aunque esta relación sea concebida en términos
estrictamente comerciales y económicos–. De manera que ni siquiera el dolor de Efraín,
herido de un pie, o la fiebre de Enrique, llevarán al abuelo a mostrar algún gesto de
humanidad para con sus nietos, insensible a sus dolencias: «¡Esas son patrañas!».
El proceso de animalización al que se ve sometido don Santos por su condición de
explotador también ejercerá su efecto en el comportamiento de los hermanos. Al igual
que el comportamiento animalizado del anciano –quien despertaba a los muchachos con
sus berridos–, Efraín y Enrique gritarán frente a los animales para defender su territorio
y conseguir, así, su presa en el muladar. Los muchachos adquieren similares
comportamientos a los de los animales con los que se disputan el espacio del muladar
hasta formar parte de la misma fauna: «van trotando», trepan por los árboles y escarban
«con sus picos amarillos». Sin embargo, a pesar del proceso de animalización que
sufren los hermanos, Enrique todavía da muestras de humanidad. A diferencia del
abuelo, preocupado únicamente en alimentar al cerdo, Enrique pondrá todo su empeño
en dar cobijo al perro escuálido que le ha ido siguiendo hasta la puerta de la casa. De
manera que, si don Santos nombra únicamente a sus nitos cuando se vea acorralado por
el cerdo en los compases finales del cuento, en cambio, Enrique pondrá nombre al perro
y lo entregará a su hermano para hacerle compañía mientras guarda reposo tras su
herida en el pie. Así, a pesar del proceso de animalización que sufren los protagonistas
por el ambiente sórdido que ejerce su influencia en el comportamiento de los hermanos,
Efraín y Enrique, a diferencia de su abuelo, todavía muestran rasgos de humanidad.
La naturaleza, con la llegada de la «luna llega», alterará el comportamiento de los
animales. El estado de ánimo de don Santos, al igual que el del cerdo, se verá agitado
por los cambios en la naturaleza. De esta manera, la vinculación psicológica entre el
anciano y Pascual queda subrayada por las similitudes en sus comportamientos. Como
afirma Chong Lam (1999: 321-385), el hecho de que tanto el cerdo como el abuelo se
sientan afectados a la vez que sale la luna llena remarca su paralelismo. A partir de la
última luna llena, en la casa de don Santos se instala un ambiente asfixiante que sufrirá
un proceso de intensificación hasta desembocar en el clímax dramático de la muerte del
anciano. Es en este momento cuando los berridos y exabruptos de las primeras líneas
del cuento son sustituidos por las miradas «feroces» y los silencios del anciano que
contagian de un ambiente de angustia vivida por los hermanos junto a su perro en la
casa: «Enrique sentía crecer en su corazón un miedo extraño».
Frente a este espacio atemorizante, el muladar se convierte en el auténtico hogar para
los hermanos: mientras la casa ejerce un «aire opresor» que lleva a los muchachos a
sentirse asfixiados por «los malos presagios», en el muladar, Enrique se sentirá un
«gallinazo más entre los gallinazos», donde caminará feliz respirando el aire «a pleno
pulmón». A pesar de que los adjetivos que caracterizan el espacio del muladar lo
asemejan a un lugar inhóspito, corrompido por la miseria, próximo al inframundo con
su «acantilado oscuro y humeante», para los muchachos se convertirá en el espacio de
libertad, de la infancia, «tocado por la hora celeste», que llevará a Enrique a sentirse
como un pájaro: «volaba casi como un pájaro». Cuando el abuelo sea devorado por el
cerdo, el muladar se convertirá en el espacio donde los muchachos se resguarden de los
peligros de la urbe. Así, los valores que connotan el espacio del hogar –como las
seguridad y protección– se invierten en la casa de don Santos; el mundo putrefacto
conformado en los estercoleros se convertirá en el auténtico hábitat en el que sentirán
libres los muchachos: «era como si allí, en el dintel, terminara un mundo y comenzara
otro».
La casa de don Santos se convertirá en un espacio ausente de todo rasgo de
humanidad, en el que se instala un silencio asfixiante contagiado de las miradas
atemorizadas de los muchachos por las «absurdas penitencias». Los seres que ocupan
este lugar se verán sometidos a un proceso de deshumanización que llevará a don Santos
a perder toda «expresión humana». El ambiente opresivo instalado en la casa cuando los
muchachos se encuentren convalecientes en sus camas, llevará a don Santos a sustituir
sus gritos y berridos por unas «miradas feroces» con las que alterar el estado de ánimo
de los hermanos. Los nietos son concebidos por el anciano en términos de utilidad,
como instrumento servil con el que poder enriquecerse, explotándolos como mano de
obra. De ahí que, cuando ambos se encuentren impedidos para continuar con su labor, el
anciano arremeterá con su vara en la cabeza de los muchachos como signo de autoridad.
Precisamente este símbolo de poder –el bastón– será el que tome Enrique cuando
observe con la mirada atónica como su perro ha sido devorado por Pascual tras ser
arrojado por el anciano.
El ambiente asfixiante instalado en la casa desde la última luna llena desembocará en
el momento climático de la muerte de don Santos. Ante las lágrimas de Enrique al
comprobar como su perro ha sido devorado por Pascual, el anciano reaccionará
fríamente a cualquier atisbo de humanidad de su nieto: «observó al viejo que, erguido
como un gigante, miraba obstinadamente el festín de Pascual». Cuando Enrique golpeé
a su propio abuelo como gesto de sublevación ante el poder ejercido por el anciano, don
Santos terminará en el chiquero siendo devorado por el cerdo. Los rugidos lanzados por
el anciano durante la noche de la luna llena contrastan ahora con el «tono de ternura»
cuando éste se vea atrapado en el corral de Pascual. Sin embargo, Enrique, a diferencia
de su abuelo, no abusará del poder que le dota este símbolo de autoridad. Así, pese a la
condición de explotados que sufren los muchachos, sus rasgos de humanidad los
diferenciarán del comportamiento animalizado del abuelo.
Si la hora celeste se convierte en el momento del día en el que los muchachos
marchan hacia el muladar para recoger la comida con la que alimentar a Pascual, este
tiempo terminará remitiendo simbólicamente a la infancia de los protagonistas. Este
periodo de inocencia imprimirá en la visión de los muchachos un sentido lúdico que
llevará a percibir el estercolero como un mundo de exploración en el que encontrar
grandes sorpresas. Durante la infancia, incluso unos tirantes de una camiseta se pueden
convertir en un tirachinas en la imaginación de Enrique. La realidad se ve modificada y
transformada por la visión de los niños. La mirada inocente de los muchachos, pese a la
explotación ejercida por su abuelo, les lleva a crear un espacio mágico en torno al
muladar en el que caminan «perros y fantasmas». Cuando se vean devorados por la
urbe, la hora celeste llegará a su fin y, con ella, se verán abocados a un espacio
igualmente opresivo como el que acaban de abandonar.
La voz narrativa, en tercera persona, extradiegética y heterodiegética, fluctúa entre la
focalización externa e interna. Al igual que la estética neorrealista cinematográfica, las
imágenes concebidas por el narrador se verán impregnadas por el estado de ánimo de
los personajes, concretamente de los hermanos. El mundo al que pertenecen los
muchachos, el de la infancia, imprimirá en el ambiente un cariz mágico y fantasmal que
recorre todo el cuento. En él, el espacio urbano se convierte en un gran teatro humano
en el que cada personaje posee una función distinta: desde las betas, los noctámbulos,
los basureros, los policías, los canillitas, hasta los muchachos. Todos estos personajes
comparten su apariencia espectral. De esta manera, el espacio urbano quedará
impregnado por el estado anímico de los personajes protagonistas con el que se nos
ofrece un mundo dotado de significados simbólicos y metáforas visuales que acercan el
lenguaje narrativo de Ribeyro al lenguaje cinematográfico neorrealista en el que prima
lo visual junto a lo simbólico.
El ambiente mágico, con el que se impregna la visión que tienen los muchachos de la
ciudad, contrasta con la miseria humana y cotidiana del espacio del hogar. La realidad
urbana quedará atrapada en un especie de niebla que contamina a todos los seres que se
encuentran en este mundo. Los ojos lagañosos de los niños, recién levantados a
instancia del anciano, junto a la hora celeste en la que salen a los muladares, imprimen
en el espacio urbano una atmósfera onírica de pesadilla. Así, el universo narrativo
erigido en este cuento queda conformado por los significados simbólicos que incorpora
Ribeyro para caracterizar el espacio urbano de la ciudad limeña en el que predominan
los contrastes humanos y económicos: las barriadas en las que viven Enrique y Efraín
frente a las «casas elegantes», la miseria económica frente a la corrupción moral de la
clase media. Gracias a ello, el escritor peruano nos ofrece una visión del espacio urbano
que se distancia de los cánones del realismo decimonónico para dirigirse hacia los
cauces de la estética real espantosa forjada en el seno del Perú industrializado por el
rápido proceso de modernización en los años sesenta. Un realismo rico en matices
simbólicos y metafóricos con claro signo crítico, como afirma Rodríguez Conde (1984).
El sistema capitalista se convierte simbólicamente en una máquina cruel que crece día
tras día en su voracidad como el cerdo del cuento. Como en el «Capítulo V» de Las
uvas de la ira (1939) de John Steinbeck, la maquinaria capitalista se convierte en un
auténtico monstruo que es capaz de devorar a todo aquel que se encuentre a su
alrededor.
Al igual que en «Casa Tomada» de Julio Cortázar, en el que el protagonista aprieta el
brazo de Irene para llevarla con ella hasta el zaguán, Enrique tomará de la mano a su
hermano para estrecharlo contra su pecho: «Enrique cogió a su hermano (…) hasta
formar una sola persona». Como el cerdo, que terminará devorando a su abuelo, los
muchachos serán deglutidos por el espacio de la urbe en la que ahora deberán hacer
frente, una vez abandonada la infancia, a los peligros de una sociedad llena de miseria,
instalada en el caos, como el Chimbote que reflejaría José María Arguedas en El zorro
de arriba y el zorro de abajo (1971) por la rápida industrialización y la migración
interna masiva.
CHONG LAM, David Raymundo (1999), «El hombre según Julio Ramón Ribeyro»,
en Cuadernos Doctorales, Nº. 9, Pamplona: Universidad de Navarra, pp. 321-385.
RIBEYRO, Julio Ramón (1995), La tentación del fracaso III. Diario personal
(1975-1978), Lima: Jaime Campodónico, pág. 62.
RODRÍGUEZ CONDE, Isolina (1984), Aproximaciones a la narrativa de Julio
Ramón Ribeyro, Madrid: Universidad Complutense de Madrid.

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