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EL NOMBRE Monachi Ord. Sancti Benedicti e Congregatione S.


Mauri. -Nova Editio cui accessere Mabilonii vita
DE LA ROSA (*) & aliquot opuscula, scilicet Dissertatio de Pane
Eucharistico, Azymo et Fermentatio, ad Eminen­
tiss. Cardinalem Bona. Subjungitur opusculum El­
defonsi Hispaniensis Episcopi de eodem argumen­
Umberto Eco tum Et Eusebii Romani ad Theophilum Gallum
epístola. De cultu sanctorum ignotorum, Parisiis,
apud Levesque, . ad Pontem S. Michaelis,
MDCCXXI, cum privilegio Regis.
NATURALMENTE, UN MANUSCRITO Encontré en seguida los Vetera Analecta en la
biblioteca Sainte Genevieve pero con gran sor­

E
1 16 de agosto de 1968 fue a parar a presa comprobé que la edición localizada difería
mis manos un libro escrito por un tal por dos detalles: ante todo por el editor, que era
abate Vallet. Le manuscript de Dom Montalant, ad Ripan P. P. Augustinianorum
Adson de Melk, traduit en fran<;,ais (prope Pontem S. Michaelis) , y, además, por la
d'apres l'édition de Dom J. Mabillon (Aux Pres­ fecha, posterior en dos años. Es inútil decir que
ses de l'Abbaye de la Source, París, 1842) . El esos analecta no contenían ningún manuscrito de
libro, que incluía una serie de indicaciones históri­ Adso o Adson de Melk; por el contrario como
cas en realidad bastante pobres, afirmaba ser co­ cualquiera puede verificar, se trata de un¡ colec­
pia fiel de un manuscrito del siglo XIV, encon­ ción de textos de mediana y breve extensión
trado a su vez en el monasterio de ·Melk por aquel mientras que la historia transcrita por Vallet lle:
gran estudioso del XVII al que tanto deben los naba varios cientos de páginas. En aquel momento
historiadores de la orden benedictina. La erudita consulté a varios medievalistas ilustres, como el
trouvaille (para mí, tercera, pues, en el tiempo) querido e inolvidable Etienne Gilson, pero fue
me deparó muchos momentos de placer mientras evidente que los únicos Vetera Analecta eran los
me encontraba en Praga esperando a una persona que habían visto en Sainte Genevieve. Una visita
querida. Seis días después las tropas soviéticas a la Abbaye de la Source, que surge en los alrede­
invadían la infortunada ciudad. Azarosamente lo­ dores de Passy, y una conversación con el amigo
gré cruzar la frontera austríaca en Linz; de allí me Dom Ar�e Lahnestedt me convencieron, además,
dirigí a Viena donde me reuní con la persona espe­ de que mngún abate Vallet había publicado libros
rada, y juntos remontamos el curso del Danubio. en las prensas (por lo demás inexistentes) de la
En un clima mental de gran excitación leí, fas­ abadía. Ya se sabe que los eruditos franceses no
cinado, la terrible historia de Adso de Melk, y suelen esmerarse demasiado cuando se trata de
tan!o me atrapó que casi de un tirón la traduje en proporcionar referencias biblÍográficas mínima­
vanos cuadernos de gran formato procedentes de mente fiables, pero el caso superaba cualquier pe­
la Papéterie Joseph Gibert, aquéllos en los que tan simismo justificado. Empecé a pensar que me ha­
agradable es escribir con una pluma blanda. Mien­ bía topado con un texto apócrifo. Ahora ya no
tras tanto llegamos a las cercanías de Melk podía ni siquiera recuperar el libro de Vallet (o, al
donde, a pico sobre un recodo del río, aún s� menos, no me atrevía a pedírselo a la persona que
yergue el bellísimo Stift, varias veces restaurado a se lo había llevado ). Sólo me quedaban mis notas,
lo largo de los siglos. Como el lector habrá imagis de las que ya comenzaba a dudar.
nado, en la biblioteca del monasterio no encontré Hay momentos mágicos, de gran fatiga fisica e
huella alguna del manuscrito de Adso. intensa excitación motriz, en los que tenemos vi­
siones de personas que hemos conocido en el pa­
sado («en me retra<;ant ces details, j'en suis a me
Antes de llegar a Salzburgo, una trágica noche
en un pequeño hostal a orillas del Mondsee la
relación con la persona que me acompañab¡ se demander s'ils sont réels, ou bien si je les ai revés»).
interrumpió bruscamente y ésta desapareció lle­ Como supe más tarde al leer el bello librito del
vándose consigo el libro del abate Vallet, no por Abbéde Bucquoy, también podemos tener visio­
maldad sino debido al modo desordenado y nes de libros aún no escritos.
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abrupto en que se había cortado nuestro vínculo. Si nada nuevo hubiese sucedido, todavía segui­
Así quedé, con una serie de cuadernos manuscri­ ría preguntándome por el origen de la historia de
tos de mi puño y un gran vacío en el corazón. Ad�o de Melk; pero en 1970, en Buenos Aires,
Unos meses más tarde, en París, decidí investi­ cunoseando en las mesas de una pequeña librería
gar a fondo. Entre las pocas referencias que había de viejo de Corrientes, cerca del más famoso Patio
extraído del libro francés estaba la relativa a la del Tango de esa gran arteria, tropecé con la ver­
fuente, por azar muy minuciosa y precisa: sión castellana de un librito de Milo Temesvar
Vetera analecta, sive co!lectio veterum aliquot Del uso de los espejos en e/juego del ajedrez, qu�
opera & opusculorum omnis generis, carminum ya había tenido ocasión de citar (de segunda
epistolarum, diplomaton, epitaphiorum, & cum iti� mano) en mi Apocalípticos e integrados al refe­
n�re_ germ,'anico, adaptationibus aliquot disquisi­ rirme a otra obra suya posterior, Los vendedores
t1ombus R. P. D. Joannis Mabillon,� Presbiteri ac de Apocalipsis. Se trataba de la traducción del
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de Temesvar estaban ante mis ojos, y los episo­


dios a los que se referían eran absolutamente aná­
logos a los del manuscrito traducido del libro de
Vallet (en particular, la descripción del laberinto
disipaba toda sombra de duda). A pesar de lo que
más tarde escribiría Beniamino Plácido, (1) el
abate Vallet había existido y, sin duda, también
Adso de Melk.
Todas esas circunstancias me llevaron a pensar
que las memorias de Adso parecían participar pre­
cisamente de la misma naturaleza de los hechos
que narra: envueltas en muchos, y vagos, miste­
rios, empezando por el autor y terminando por la
localización de la abadía, sobre la que Adso evita
cualquier referencia concreta, de modo que sólo
puede conjeturarse que se encontraba en una zona
imprecisa entre Pomposa y Conques, con una ra­
zonable probabilidad de que estuviese situada en
algún punto de la cresta de los Apeninos, entre
Piamonte, Liguria y Francia (como quien dice en­
tre Lerici y Turbia). En cuanto a la época en que
se desarrollan los acontecimientos descritos, es­
Umberto Eco. Dibujo de Fuencisla del Amo. tamos a finales de noviembre de 1327; en cambio,
no sabemos con certeza cuándo escribe el autor.
original, hoy perdido, en lengua georgiana (Tiflis, Si tomamos en cuenta que dice haber sido novicio
1934); allí encontré, con gran sorpresa, abundan­ en 1327 y que, cuando redacta sus memorias,
tes citas del manuscrito de Adso; sin embargo, la afirma que no tardará en morir, podemos conjetu­
fuente no era Vallet ni Mabillon, sino el padre rar que el manuscrito fue compuesto hacia los
Athanasius Kircher (pero, ¿cuál de sus obras?). últimos diez o veinte años del siglo XIV.
Más tarde, un erudito -que no considero oportuno Pensándolo bien, no eran muchas las razones
nombrar- me aseguró (y era capaz de citar los que podían persuadirme de entregar a la imprenta
índices de memoria ) que el gran jesuita nunca mi versión italiana de una oscura versión neogó­
habló de Adso de Melk. Sin embargo, las páginas tica francesa de uria edición latina del siglo XVII
de una obra escrita en latín por un monje alemán
de finales del XIV.
Ante todo, ¿qué estilo adoptar? Rechacé, por
considerarla totalmente injustificada, la tentación
de guiarme por los modelos italianos de la época:
no sólo porque Adso escribe en latín, sino también
porque, como se deduce del desarrollo mismo del
texto, su cultura (o la cultura de la abadía, que
ejerce sobre él una influencia tan evidente) perte­
nece a un período muy anterior; se trata a todas
luces de una suma plurisecular de conocimientos y
de hábitos estilísticos vinculados con la tradición
de la baja Edad Media latina. Adso piensa y es­
cribe como un monje que ha permanecido imper­
meable a la revolución de la lengua vulgar, ligado
a los libros de la biblioteca que describe, formado
en el estudio de los textos patrísticos y escolásti­
cos; y su historia (salvo por las referencias a acon­
tecimientos del siglo XIV, que, sin embargo, Adso
registra con mil vacilaciones, y siempre de oídas )
habría podido escribirse, por la lengua y por las
citas eruditas que contiene, en el siglo XII o en el
XIII.
Por otra parte, es indudable que al traducir el
latín de Adso a su francés neogótico, Vallet se
tomó algunas libertades, no siempre limitadas al
aspecto estilístico. Por ejemplo: en cierto mo­
mento los personajes hablan sobre las virtudes de
las hierbas apoyándose claramente en aquel libro
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de los secretos atribuido a Alberto Magno, qu� Porque es historia de libros; n? de miserias C?­
tantas refundiciones sufriera a lo largo de los si­ tidianas, y su lectura puede 11;1c1tamos a .repet1r,
glos. Sin duda, Adso lo co�oc�ó, p�ro cuand? lo con el gran imitador de Kemp1s: «.In .º�mbus re­
cita percibimos, a veces, comc1dencias demasiado quiem quaesivi, et nusquam mvem ms1 m angulo
literales con ciertas recetas de Paracelso, y, tam­ cum libro. »
bién claras interpolaciones de una edición de la
obra' de Alberto que con toda seguridad data de la
época Tudor (2). Por otra parte, después av�rigüé
�!
que cuando Vallet transcribió (?) ma�rn�cnto de PROWGO
Adso circulaba en Paris una ed1c1on d1ec1ochesca En el principio era el Verbo y el Verbo er� e�
del Grand y del Petit Albert (3) y� irremedi�b��­ Dios, y el Verbo era Dios. Esto era en el prmc1-
mente corrupta. Sin embargo, subsiste la pos1b1h­ pio, en Dios, y el monje fiel debería repe�ir _cada
dad de que el texto utilizado por Adso, o por los día con salmodiante humildad ese acontec1m1ento
monjes cuyas palabras registro contuviese, mez­ inmutable cuya verdad es la única que puede afir­
cladas con las glosas, los escolios y los dife�ent�s marse con certeza incontrovertible. Pero videmus
apéndices, ciertas anotaciones capaces de mflmr nunc per speculum et in aenigmate y la verdad,
sobre la cultura de épocas posteriores. antes de manifestarse a cara descubierta, se mues­
Por último, me preguntaba si, par� conser �ar el tra en fragmentos (j ay, cuán ilegibles!), mezclada
espíritu de la época, no sería convemente deJar en con el error de este mundo, de modo que debemos
latín aquellos pasajes que el propio abate Vallet no deletrear sus fieles signáculos incluso allí donde
juzgó oportuno traducir. La única j�st�icación nos parecen oscuros y casi forjados por una vo­
para proceder así podía ser el deseo, qu�za. errado, luntad totalmente orientada hacia el mal.
de guardar fidelidad a mi fuente... He ehmmado lo Ya al final de mi vida de pecador, mientras,
superfluo pero algo he dejado. Temo haber pro�e­ canoso, y decrépito como el mundo, espero el
dido como los malos novelistas, que, cuando in­ momento de perderme en el abismo sin fondo de
troducen un personaje francés en determinada es­ la divinidad desierta y silenciosa, participando así
cena, le hacen decir «parbleu !» y «la femme, ah!
de la luz inefable de las inteligencias angélicas, en
la femme! ». esta celda del querido monasterio de Melk donde
En conclusión: estoy lleno de dudas. No sé, en aún me retiene mi cuerpo pesado y enfermo, me
realidad por qué me he decidido a tomar el toro
dispongo a dejar constancia sobre este pergamino
por las �stas y presenta,r e� manu�cr,ito de Adso de de los hechos asombrosos y terribles que me fue
Melk como si fuese autentico. Qmza se trate de un dado presenciar en mi juventud, repitiendo verba­
gesto de enamoramiento. �: si se pr�fi�re, de una
tim cuanto vi y oí, y sin aventurar interpretación
manera de liberarme de VteJas, y multlples, obse­ alguna, para dejar, en cierto modo, a los q�e �en­
siones. gan después (si es que antes no llega el �ntlcnsto)
Transcribo sin preocuparme por los problemas
signos de signos, sobre los que pueda eJercerse la
de la actualidad. En los años en que descubri el plegaria del desciframiento.
texto del abate Vallet existía el convencimiento de
El Señor me concede la gracia de dar fiel testi­
que sólo debía escribirse comprometiéndose con monio de los acontecimientos que se produjeron
el presente, o para cambiar el mundo. Ahora, a
en la abadía cuyo nombre incluso conviene ahora
más de diez años de distancia, el hombre de letras
cubrir con un piadoso manto de silencio, hacia
(restituido a su altísima dignidad) p�ede con.s�­
finales del año 1327, cuando el emperador Ludo­
larse considerando que también es posible escnb1r
vico entró en Italia para restaurar la dignidad del
por el puro deleite de escribir. Así, pues, me
sacro imperio romano, según los designios del Al­
siento libre de contar, por el mero placer de fabu­
lar la historia de Adso de Melk, y me reconforta Y tísimo y para confusión del infame usurpador si­
m; consuela el verla tan inconmensurablemente moníaco y heresiarca que en A viñón deshonró el
santo nombre del apóstol (me refiero al alma pe­
lejana en el tiempo (ahora que la vigilia de la raz�n
cadora de Jacques de Cahors, al que los impíos
ha ahuyentado todos los mo�struos que su s�eno veneran como Juan XXI I) .
había engendrado) , tan glonosamente des� mcu­
Para comprender mejor los acontecimientos en
lada de nuestra época, intemporalmente aJena a
que me vi implicado, quizá convenga recordar lo
nuestras esperanzas y a nuestras certezas.
que estaba sucediendo en aquellas décadas, tal
como entonces lo comprendí, viviéndolo, y tal
como ahora lo recuerdo, enriquecido con lo que
más tarde he oído contar sobre ello; siempre y
(1) La República, 22 de septiembre de 1977.
cuando mi memoria sea capaz de atar los cabos de
. .
(2) Liber aggregationis seu liber secretorum Albert! M�gm, tantos y tan confusos acontecimientos:
Londinium, juxta pontem qui vulgariter dicitur Flete bngge, Ya en los primeros años de aquel siglo el papa
MCCCCLXXXV. Clemente V había trasladado la sede apostólica a
(3) Les admirables secrets d'Albert le Gran�, A Lyon, �hez Aviñón dejando Roma a merced de las ambiciones
les Héritiers Beringos, Fratres, a l'Ense1gne d , Agnppa,
MDCCLXXV; Secrets merveilleux de la Magie Naturelle et de los señores locales, y poco a poco la ciudad
Cabalistique du Petit Albert, A Lyon, ibídem, MDCCXXIX. santísima de la cristiandad se había ido transfor-
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meta del pretendiente a la corona del sacro impe­


rio romano, empeñado en restuarar la dignidad de
aquel dominio temporal que antes había pertene­
cido a los césares?
Pues bien, en 1314 cinco príncipes alemanes
habían elegido en Francfort a Ludovico de Ba­
viera como supremo gobernante del imperio. Pero
el mismo día, en la orilla opuesta del Meno, el
conde palatino del Rin y el arzobispo de Colonia
habían elegido para la misma dignidad a Federico
de Austria. Dos emperadores para una sola sede y
un solo papa para dos: situación que, sin duda,
engendraría grandes desórdenes...
Dos años más tarde era elegido en Aviñón el
nuevo papa, Jacques de Cahors, de setenta y dos
años, con el nombre de Juan XXII, y quiera el
cielo que nunca otro pontífice adopte un nombre
ahora tan aborrecido por los hombres de bien.
Francés y devoto del rey de Francia (los hombres
de esa tierra corrupta siempre tienden a favorecer
los intereses de sus compatriotas. y son incapaces
de reconocer que su patria espiritual es el mundo
entero), había apoyado a Felipe el Hermoso con­
tra los caballeros templarios, a los que éste había
acusado (injustamente, creo) de delitos ignominio­
sos para poder apoderarse de sus bienes, con la
complicidad de aquel clérigo renegado. Mientras
tanto se había introducido en esa compleja trama
mando en un circo, o en un lupanar, desgarrada Roberto de Nápoles, quien, para mantener su do­
por las luchas entre los poderosos; presa de las minio sobre la península itálica, había convencido
bandas armadas, y expuesta a la violencia y al al papa de que no reconociese a ninguno de los
saqueo, de república sólo tenía el nombre. Cléri­ dos emperadores alemanes, conservando así el tí­
gos inmunes al brazo secular mandaban grupos de tulo de capitán general del estado de la iglesia.
fascinerosos que, espada en mano, cometían todo En 1322 Ludovico el Bávaro derrotaba a su
tipo de rapiñas, y, además, prevaricaban y organi­ rival Federico. Si se había sentido amenazado por
zaban tráficos deshonestos. ¿Cómo evitar que el dos emperadores, Juan juzgó aún más peligroso a
Caput Mundi volviese a ser, con toda justicia, la uno sólo, de modo que decidió excomulgarlo; Lu­
dovico, por su parte, declaró herético al papa. Es
preciso decir que aquel mismo año, en Perusa, se
había reunido el capítulo de los frailes francisca­
nos, y su general, Michele d� Cesena, a instancias
de los «espirituales» (sobre los que ya volveré a
hablar), había proclamado como verdad de la fe la
pobreza de Cristo, quien, si algo había poseído
con sus apóstoles, sólo lo había tenido como usus
facti. Justa resolución, destinada a preservar la
virtud y la pureza de la orden, pero que disgustó
bastante al papa porque, quizá, le pareció que
encerraba un principio capaz de poner en peligro
las pretensiones que, como jefe de la iglesia, tenía
de negar al imperio el derecho a elegir los obispos,
a cambio del derecho del santo solio a coronar al
emperador. Movido por éstas, o por otras, razo­
nes, Juan condenó en 1323 las proposiciones de
los franciscanos mediante la decretal Cum ínter
nonnullos.
Supongo que fue entonces cuando Ludovico
pensó que los franciscanos, ya enemigos del papa,
podían ser poderosos aliados suyos. Al afirmar la
pobreza de Cristo, reforzaban, de alguna manera,
las ideas de los teólogos imperiales, Marsilio de
Padua y Juan de Gianduno. Por último, no mu-
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chos meses antes de los acontecimientos que es­ jeron en ella me sugieren la conveniencia de no
toy relatando, Ludovico, que había llegado a un localizar con mayor precisión, pero cuyos señores
acuerdo con el derrotado Federico, entraba en eran fieles al imperio y en la que todos los abades
Italia, era coronado en Milán, se enfrentaba con de nuestra orden coincidían en oponerse al papa
los Visconti -que, sin embargo, lo habían acogido herético y corrupto. El viaje, no exento de vicisi­
favorablemente-, ponía sitio a Pisa, nombraba vi­ tudes, duró dos semanas, en el transcurso de las
cario imperial a Castruccio, duque de Luca y Pis­ cuales pude conocer (aunque cada vez me con­
toya (y creo que cometió un error porque, salvo venzo más de que no lo bastante) a mi nuevo
Ugoccione della Faggiola, nunca conocí un hom­ maestro.
bre más cruel), y ya se disponía a marchar hacia En las páginas que siguen no me permitiré tra­
Roma, llamado por Sciarra Colonna, señor del zar descripciones de personas -salvo cuando la
lugar. expresión de un rostro, o un gesto, aparezcan
Esta era la situación en el momento en que mi como signos de un lenguaje mudo pero elo­
padre, que combatía junto a Ludovico, entre cu­ cuente-, porque, como dice Boecio, nada hay más
yos barones ocupaba un puesto de no poca impor­ fugaz que la forma exterior, que se marchita y se
tancia, consideró conveniente sacarme del monas­ altera como las flores del campo cuando llega el
terio benedictino de Melk -donde yo ya era novi­ otoño. Por tanto, ¿qué sentido tendría decir hoy
cio- para llevarme consigo y que pudiera conocer que el abad Abbone tuvo una mirada severa y
las maravillas de Italia y presenciar la coronación mejillas pálidas, cuando él y quienes lo rodeaban
del emperador en Roma. Sin embargo, el sitio de son ya polvo y del polvo ya sus cuerpos tienen el
Pisa lo retuvo en las tareas militares. Yo aprove­ tinte gris y mortuorio (sólo sus almas, Dios lo
ché esta circunstancia para recorrer, en parte por quiera, resplandecen con una luz que jamás se
ocio y en parte por el deseo de aprender, las extingu.irá)? Sin embargo, de Guillermo hablaré,
ciudades de la Toscana, entregándome a una vida una úmca vez, porque me impresionaron incluso
libre y desordenada que mis padres no considera­ sus singulares facciones, y porque es propio de los
ron propia de un adolescente consagrado a la vida jóvenes sentirse atraídos por un hombre más an­
contemplativa. De modo que, por consejo de Mar­ ciano y más sabio, no sólo debido a su elocuencia
sillo, que me había tomado cariño, decidieron que y a la agudeza de su mente, sino también por la
acompañase a fray Guillermo de Baskerville, sa­ forma superficial de su cuerpo, al que, como su­
bio franciscano que estaba a punto de iniciar una cede con la figura de un padre, miran con entra­
misión en el desempeño de la cual tocaría muchas ñable afecto, observando los gestos, y las muecas
ciudades famosas y abadías antiquísimas. Así fue de disgusto, y espiando las sonrisas; sin que la
como me convertí al mismo tiempo en su ama­ menor sombra de lujuria contamine este tipo
nuense y discípulo; y no tuve que arrepentirme, (quizá el único verdaderamente puro) de amor
porque con él fui testigo de acontecimientos dig­ corporal.
nos de ser registrados, como ahora lo estoy ha­ Los hombres de antes eran grandes y hermosos
ciendo, para memoria de los que vengan después. (ahora son niños y enanos), pero ésta es sólo una
Entonces no sabía qué buscaba fray Guillermo; de las muchas pruebas del estado lamentable en
a decir verdad, aún ahora lo ignoro y supongo que que se encuentra este mundo ya caduco. La ju­
ni siquiera él lo sabía, movido como estaba sólo ventud ya no quiere aprender nada, la ciencia está
por el deseo de la verdad, y por la sospecha -que en decadencia, el mundo marcha patas arriba, los
siempre percibí en él- de que la verdad no era la ciegos guían a otros ciegos y los despeñan en los
que creía descubrir en el momento presente. Es abismos, los pájaros se arrojan antes de haber
probable que en aquellos años las preocupaciones echado a volar, el asno toca la lira, los bueyes
del siglo lo distrajeran de sus estudios predilectos. bailan, María ya no ama la vida contemplativa y
A lo largo de todo el viaje nada supe de la misión Marta ya no ama la vida activa, Lea es estéril,
que le habían encomendado; al menos, Guillermo Raquel está llena de lascivia, Catón frecuenta los
no me habló de ella. Fueron más bien ciertos lupanares, Lucrecio se convierte en mujer. Todo
trozos de las conversaciones que mantuvo con los está descarriado. Gracias a Dios que en aquella
abades de los monasterios en que nos íbamos de­ época mi maestro supo infundirme el deseo de
teniendo, los que me permitieron conjeturar la aprender y el sentido de la recta vía, que no se
índole de su tarea. Sin embargo, como diré más pierde por tortuoso que sea el sendero._
adelante, sólo comprendí de qué se trataba exac­ Así, pues, la apariencia física de fray Guillermo
tamente cuando llegamos a la meta de nuestro era capaz de atraer la atención del observador
viaje. Nos habíamos dirigido hacia el norte, pero menos curioso. Su altura era superior a la de un
no seguíamos una linea recta sino que nos íbamos hombre normal y, como era muy enjuto, parecía
deteniendo en diferentes abadías. Así fue como aún más alto. Su mirada era aguda y penetrante; la
doblamos hacia occidente cuando, en realidad, nariz afilada y un poco aguileña infundía a su
nuestra meta estaba hacia oriente, siguiendo casi rostro una expresión vigilante, salvo en los mo­
la línea de montaña que une Pisa con los caminos mentos de letargo a los que luego me referiré.
de Santiago, hasta detenernos en una comarca que También la barbilla delataba una firme voluntad,
los terribles acontecimientos que luego se produ- aunque la cara alargada y cubierta de pecas -como
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muchas veces me faltaba. Cuando tenía un acceso


de actividad, su energía parecía inagotable. Pero
cada tanto, como si su espíritu vital tuviese algo
del cangrejo, se retraía y entraba en estados de
inercia; así, a veces lo vi en su celda, tendido
sobre el jergón, pronunciando con dificultad unos
monosílabos, sin contraer ningún músculo del ros­
tro. En aquellas ocasiones sus ojos adoptaban una
expresión de vacío y ausencia, y, si la evidente
sobriedad que regía sus costumbres no me hubiese
obligado a desechar la idea, habría pensado que se
encontraba en poder de alguna sustancia vegetal
capaz de provocar visiones. Sin embargo, debo
decir que durante el viaje se había detenido a
veces al borde de un prado, en los límites de un
bosque, para recoger alguna hierba (creo que
siempre la misma), que se ponía á masticar con la
mirada perdida. Guardaba un poco para comerla
en los momentos de mayor tensión (¡que no nos
faltaron mientras estuvimos en la abadía!). Una
vez le pregunté qué era eso, y me respondió son­
riendo que un buen cristiano puede aprender a
a menudo observé en la gente nacida entre Hiber­ veces incluso de los infieles; cundo le pedí que me
nia y Northumbria- parecía expresar a veces in­ dejara probar, me respondió que, como en el caso
certidumbre y perplejidad. Con el tiempo me di de los discursos, también en el de los simples hay
cuenta de que no era incertidumbre sino pura cu­ paidikoi, efebikoi, gynaikeioi, etc., de modo que
riosidad, pero al principio lo ignoraba casi todo las hierbas que son buenas para un viejo francis­
acerca de esta virtud, a la que consideraba, más cano no lo son para un joven benedictino.
bien, una pasión del alma concupiscente y, por . Durante el tiempo que estuvimos juntos no pu-.
tanto, un alimento inadecuado para el alma racial, dimos hacer una vida muy regular: incluso en la
cuyo único sustento debía ser la verdad, que (pen­ abadía, pasábamos noches sin dormir y caíamos
saba yo) se reconoce en forma inmediata. agotados durante el día, y tampoco participába­
Lo primero que habían notado con asombro mis mos regularmente en los oficios sagrados. Sin em­
ojos de muchacho eran unos mechones de pelo bargo, durante el viaje, no sabía permanecer des­
amarillento que le salían de las orejas, y las cejas pierto después de completas, y sus hábitos eran
tupidas y rubias. Podía tener unas cincuenta pri­ sobrios. A veces, como sucedió en la abadía, pa­
maveras y, por tanto era ya muy viejo, pero movía saba todo el día moviéndose por el huerto, exami­
su cuerpo infatigable con una agilid�d que a mí nando las plantas como si fuesen crisopacios o
esmeraldas; también lo vi recorrer la cripta del
tesoro y observar un cofre cuajado de esmeraldas
y crisopacios como si fuese una mata de estramo­
nio. En otras ocasiones se pasaba el día entero en
la gran sala de la biblioteca hojeando manuscritos,
aparentemente sólo por placer (mientras a nuestro
alrededor se multiplicaban los cadáveres de mon­
jes horriblemente asesinados). Un día lo encontré
paseando por el jardín sin ningún propósito apa­
rente, como si no debiese dar cuenta a Dios de sus
obras. En la orden me habían enseñado a hacer un
uso muy distinto de mi tiempo, y se lo dije. Res­
pondió que la belleza del cosmos no procede sólo
de la unidad en la variedad, sino también de la
variedad en la unidad. La respuesta me pareció
inspirada en un empirismo grosero, pero luego
supe que, cuando definen las cosas, los hombres
de su tierra no parecen reservar un papel dema­
siado grande a la fuerza iluminante de la razón.
Durante el período que pasamos en la abadía
siempre vi sus manos cubiertas por el polvo de los
libros, por el oro de las miniaturas todavía frescas
o por las sustancias amarillentas que había tocado
en el hospital de Severino. Parecía que sólo podía
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pensar con las manos, procedimiento que enton­ tender cómo podía tener tanta confianza en su
ces yo consideraba más propio de un mecánico amigo de Occam y jurar al mismo tiempo por las
(pues me habían enseñado que el mecánico es palabras de Bacon, como hizo en muchas ocasio­
moechus, y comete adulterio en detrimento de la nes. Pero también es verdad que aquellos eran
vida intelectual con la que debiera estar unido en tiempos oscuros en los que un hombre sabio debía
castísimas nupcias): sin embargo, parecía tocar pensar cosas que se contradecían mutuamente.
cosas tan frágiles como ciertos códices cuyas mi­ Pues bien, es probable que haya dicho cosas
niaturas aún no estaban secas, o páginas corroídas incoherentes sobre fray Guillermo, como para re­
por el tiempo y quebradizas como pan ácimo, con gistrar desde el principio la incongruencia de las
la misma delicadeza extraordinaria que empleaba impresiones que entonces me produjo. Quizá tú,
al manipular sus máquinas. Pues he de decir que buen lector, puedas descubrir mejor quién fue y
este hombre singular llevaba en su saco de viaje qué hizo reflexionando sobre su comportamiento
unos instrumentos que hasta entonces yo nunca durante los días que pasamos en la abadía. Tam­
había visto. Decía que eran sus máquinas maravi­ poco te he prometido una descripción satisfactoria
llosas; producto del arte, que imita a la naturaleza, de lo que allí sucedió, sino sólo un registro de
eran capaces de reproducir ya no las meras formas hechos (eso sí) asombrosos y terribles.
de esta última, sino su modo mismo de actuar. Así, mientras con los días fui conociendo mejor
Así, me explicó los prodigios de reloj, del astrola­ a mi maestro, tras largas horas de viaje que em­
bio y del imán. Sin embargo, al comienzo temí que pleamos en larguísimas conversaciones de cuyo
se tratase de brujerías, y fingí dormir en ciertas contenido ya iré hablando cuando sea oportuno,
noches serenas mientras él (valiéndose de un ex­ llegamos a las faldas del monte en lo alto del
traño triángulo) se dedicaba a observar las estre­ cual se levantaba la abadía. Y ya es hora de que,
llas. Como los franciscanos que había conocido en como nosotros entonces, a ella se acerque mi re­
Italia y en mi tierra eran hombres simples, a me­ lato, y ojalá mi mano no tiemble cuando me dis­
nudo iletrados, la sabiduría de Guillermo me sor­ pongo a narrar lo que sucedió después.
prendió. Explicó, sonriendo, que los franciscanos
de sus islas eran de otro cuño: «Roger Bacon, a
quien venero como maestro, nos ha enseñado que Primer día
algún día el plan divino pasará por la ciencia de las
máquinas, que es magia natural y santa. Y un día PRIMA
por la fuerza de la naturaleza se podrán fabricar
instrumentos de navegación mediante los cuales Donde se llega al pie de la abadía y Guillermo da
los barcos podrán navegar único homine regente, pruebas de gran agudeza
y mucho más rápido que los impulsados por velas
o remos; y habrá carros 'ut sine animali movean­ Era una hermosa mañana de finales de noviem­
tur cum impetu inaestimabili, et instrumenta vo­ bre. Durante la noche había nevado un poco, pero
landi et horno sedens in medio instrumentis revol­ la fresca capa que cubría el suelo no superaba los
vens aliquod ingenium per quod alae artificaliter tres dedos de espesor. A oscuras, en seguida des­
composita aeremverberent, ad modum avis volan­ pués de laudes, habíamos oído la misa en una
tis'. E instrumentos pequeñísimos capaces de le­ aldea de abajo. Luego, al despuntar el sol, nos
vantar pesos inmensos, y vehículos para viajar al habíamos puesto en camino hacia las montañas.
fondo del mar. » Mientras trepábamos por la abrupta vereda que
Cuando le pregunté dónde existían esas máqui­ serpenteaba alrededor del monte, vi la abadía. No
nas, me dijo que ya se habían fabricado en la me impresionó la muralla que la rodeaba, similar a
antigüedad, y que algunas también se habían po­ otras que había visto en todo el mundo cristiano,
dido construir en nuestra época: «Salvo el instru­ sino la mole de lo que después supe que era el
mento para volar, que nunca he visto ni sé de Edificio. Se trataba de una construcción octogonal
nadie que lo haya visto, aunque conozco a un que de lejos parecía un tetrágono (figura perfectí­
sabio que lo ha ideado. También pueden cons­ sima que expresa la solidez e invulnerabilidad de
truirse puentes capaces de atravesar ríos sin apo­ la Ciudad de Dios) cuyos lados meridionales se
yarse en columnas ni en ningún otro basamento, y erguían sobre la meseta de la abadía mientras que
otras máquinas increíbles. No debes inquietarte los septentrionales parecían surgir de las mismas
porque aún no existen, pues eso no significa que faldas de la montaña, arraigando en ellas y alzán­
no existirán. Y yo te digo que Dios quiere que dose como un despeñadero. Quiero decir que en
existan, y, sin duda, ya existen en su mente, aun­ algunas partes, mirando desde abajo, la roca pare­
que mi amigo de Occam niegue que las ideas exis­ cía prolongarse hacia el cielo, sin cambio de color
tan de ese modo, y no porque podamos decidir ni de materia, y convertirse, a cierta altura, en
acerca de la naturaleza divina, sino precisamente, burche y torreón (obra de gigantes habituados a
porque no podemos fijarle límite alguno». Esta no tratar tanto con la tierra como con el cielo). Tres
fue la única proposición contradictoria que escu­ órdenes de ventanas expresaban el ritmo ternario
ché de sus labios: sin embargo, todavía hoy, ya de la elevación, de modo que lo que era física­
viejo y más sabio que entonces, no acabo de en- mente cuadrado en la tierra era espiritualmente
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u M B E R T o E e o

¡ �,�
tual. Ocho es el número de la perfección de todo
tegrágono; cuatro, el número de los evangelios;
cinco, el número de las partes del mundo; siete, el
número de los dones del Espíritu Santo. Por la
mole, y por la forma, el Edificio era similar a
Castel o a Castel del Monte, que luego varía en el

1 b)
sur de la península itálica, pero, por su situación
inaccesible, más tremendo que ellos, y capaz de
infundir temor al viajero que se fuese acercando
poco a poco. Por suerte era una diáfana mañana
de invierno y no vi la construcción con el aspecto
que presenta los días tormentosos.
Sin embargo, no diré que me produjo sentimien­
tos de júbilo. Me sentí amedrentado, presa de una
vaga inquietud. Dios sabe que no eran fantasmas
de mi ánimo inexperto, y que interpreté correcta­
mente inequívocos presagios inscritos en la piedra
el día en que los gigantes la modelaran, antes de
que la errada voluntad de los monjes se atreviese
a consagrarla a la custodia de la palabra divina.
Mientras nuestros mulos subían trabajosa­
mente por los últimos repliegues de la montaña,
donde el camino principal se ramificaba formando
un trivio, con dos senderos laterales, mi maestro
se detuvo un momento y miró hacia un lado y otro
del camino, miró el camino y, por encima de éste,
los pinos de hojas perennes que, en aquel corto
tramo, formaban un techo natural, blanco por la
nieve.
triangular en el cielo. Al acercarse más se advertía «Rica abadía», dijo. «Al abad le gusta aparecer
que, en cada ángulo, la forma cuadrangular en­ bien en público».
gendraba un torreón heptagonal, cinco de cuyos Acostumbrado a oirle decir las cosas más extra­
lados asomaban hacia afuera; o sea que cuatro de ñas, nada le pregunté. Además porque, poco des­
los ocho lados del octágono mayor engendraban pués, escuchamos ruidos y, en un recodo, surgió
cuatro heptágonos menores, que hacia afuera se un grupo agitado de monjes y servidores. Al ver­
manifestaban como pentágonos. Evidente, y ad­ nos, uno de ellos vino a nuestro encuentro di­
mirable, armonía de todos esos números sagrados, ciendo con gran cortesía: «Bienvenido, señor. No
cada uno revestido de un sutilisimo sentido espiri- os asombréis si imagino quién sois, porque nos
han avisado de vuestra visita. Soy Remigio de
Varagine, el cillerero del monasterio. Si sois,
como creo, fray Guillermo de Baskerville, habrá
que avisar al Abad. «¡Tú!, ordenó a uno del
grupo, sube a avisar que nuestro visitante está por
entrar en el recinto».
«Os agradezco, señor cillerero,» respondió cor­
dialmente mi maestro, «y aprecio aún más vuestra
cortesía porque para saludarme habéis interrum­
pido vuestra persecución'. Pero no temáis, el caba­
llo ha pasado por aquí y ha tomado el sendero de
la derecha. No podrá ir muy lejos porque al llegar
al estercolero tendrá que detenerse. Es demasiado
inteligente como para arrojarse por la pen­
diente...»
«¿ Cuándo lo habéis visto?», preguntó el cille­
rero.
«¿Verlo? No lo hemos visto, ¿verdad Adso?»,
dijo Guillermo volviéndose hacia mí con expresión
divertida. «Pero si buséáis a Brunello, el animal
sólo puede estar donde os he dicho.»
El cillerero vaciló. Miró a Guillermo, después al
sendero, y, por último, preguntó: «¿Brunello?
¿Cómo sabéis?»
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u M B E R T o E e o

«¡Vamos !», dijo Guillermo, «es evidente que gras... Por último, no me dirás que no sabes que
estáis buscando a Brunello, el caballo preferido esa senda lleva al estercolero, porque al subir por
del Abad, el mejor corcel de vuestra cuadra, pelo la curva inferior hemos visto la chorreadura de los
negro, cinco pies de alzada, cola elegante, cascos detritos que caía a pico justo debajo del torreón
pequeños y redondos, pero, sin embargo, de ga­ meridional, ensuciando la nieve; y, dada la dispo­
lope bastante regular; cabeza pequeña, orejas fi­ sición de la encrucijada, la senda sólo podía ir en
nas, pero ojos grandes. Se ha ido por la derecha, aquella dirección.»
os digo, y, en todo caso, apresuraos.» «Sí» dije, «pero la cabeza pequeña, las orejas
El cillerero, tras un momento de vacilación, finas, los ojos grandes...»
hizo un signo a su grupo y se lanzó por el sendero «No sé si los tiene, pero, sin duda, los monjes
de la derecha, mientras nuestros mulos reiniciaban están persuadidos de que sí. Decía Isidoro de Se­
la ascensión. Cuando, mordido por la curiosidad, villa que la belleza de un caballo exige «ut sit
estaba por interrogar a Guillermo, éste me indicó exiguum caput, et sicum prope pelle ossibus ad­
que esperara. En efecto: pocos minutos más tarde haerente, aures breves et argutae, oculi magni,
escuchamos gritos de júbilo, y en el recodo del nares patulae, erecta cervix, coma densa et cauda,
sendero reaparecieron monjes y servidores tra­ ungularum soliditate fixa rotunditas». Si el caballo
yendo al caballo por el freno. Pasaron junto a cuyo paso he inferido no hubiese sido realmente el
nosotros sin dejar de mirarnos un poco estupefac­ mejor de la cuadra, no podrías explicar por qué
tos, y se dirigieron con paso más acelerado hacia tras él no sólo han corrido los mozos, sino tam­
la abadía. Creo, incluso, que Guillermo retuvo un bién el propio cillerero. Y un monje que considera
poco la marcha de su montura para que pudieran excelente a un caballo sólo puede verlo, al margen
contar lo que había sucedido. En efecto: ya había de las formas naturales, tal como se lo han des­
descubierto que mi maestro, hombre de elevada crito las auctoritates, sobre todo si, y aquí me
virtud en todo y por todo, se concedía el vicio de dirigió una· sonrisa maliciosa, «se trata de un
la vanidad cuando se trataba de demostrar su agu­ docto benedictino...»
deza; de modo que, habiendo tenido ya ocasión de «Bueno,» dije, «pero, ¿por qué Brunello?»
apreciar sus sutiles dotes de diplomático, com­ «¡Que el Espíritu Santo ponga un poco más de
prendí que deseaba llegar a la meta precedido por sal en tu cabezota, hijo mío! », exclamó el maes­
una sólida fama de sabio. tro. «¿Qué otro nombre le habrías puesto si hasta
«Y ahora decidme», pregunté sin poder conte­ el gran Buridán, que está a punto de ser rector en
nerme, «¿cómo habéis hecho para saber?» París, no encontró nombre más natural para refe­
«Mi querido Adso», dijo el maestro, «durante rirse a un caballo hermoso?»
todo el viaje he estado enseñándote a reconocer Así era mi maestro. No sólo sabía leer en el gran
las huellas por las que el mundo nos habla como libro de la naturaleza, sino también en el modo en
un gran libro. Alain de l'Ile decía que que los monjes leían los libros de la escritura, y
omnis mundi creatura pensaban a través de ellos. Dotes éstas que, como
quasi líber et pictura veremos, habrían de serle bastante útiles en los
nobis est in speculum días que siguieron. Además, su explicación me
pensando en la inagotable reserva de símbolos por pareció al final tan obvia que la humillación por no
los que Dios, a través de sus criaturas, nos habla haberla descubierto yo mismo quedó borrada por
de la ·vida eterna. Pero el universo es aún más el orgullo de compartirla ahora con él, hasta el
locuaz de lo que creía Alain, y no sólo habla de las punto de que casi me felicité por mi agudeza. Así
cosas últimas (en cuyo caso siempre lo hace de un es la fuerza de la verdad, que, como la bondad,
modo oscuro), sino también de las cercanas, y en tiende a expandirse. Alabado sea el santo nombre
esto es clarísimo. Me da casi vergüenza tener que de nuestro señor Jesucristo por esa hermosa reve­
repetirte lo que deberías saber. En la encrucijada, lación que entonces tuve.
sobre la nieve aún fresca, estaban marcadas con Pero no pierdas el hilo-, ¡oh, relato!, pues este
mucha claridad las improntas de los cascos de un monje ya viejo se detiene demasiado en los margi­
caballo, que apuntaban hacia el sendero situado a nalia. Di, más bien, que llegamos al gran portalón
nuestra izquierda. Esos signos, separados por dis­ de la abadía y que en el umbral estaba el Abad
tancias bastante grandes y regulares, decían que acompañado de dos novicios que sostenían un ba­
los cascos eran pequeños y redondos, y el galope cín de oro lleno de agua. Una vez que hubimos
muy regular; de allí deduje que se trataba de un descendido de nuestras monturas, lavó las manos
caballo, y que su carrera no era desordenada de Guillermo y después lo abrazó besándolo en la
como la de un animal desbocado. Donde los pinos boca y dándole su santa bienvenida; mientras, el
formaban una especie de cobertizo natural, algu­ cillerero se ocupaba de mí.
nas ramas acababan de ser rotas, justo a cinco «Gracias, Abbone,» dijo Guillermo, «es para mí
pies del suelo. Una de las matas de zarzamora una alegría, excelencia, pisar vuestro monasterio,
situada donde el animal debe de haber girado'. cuya fama ha traspasado estas montañas. Vengo
meneando altivamente la hermosa cola, para to­ como peregrino en el nombre de Nuestro Señor y
mar el sendero de su derecha, aún conservaba como tal me habéis rendido honores. Pero tam­
entre sus espinas algunas crines largas y muy ne- bién vengo en nombre de nuestro señor en esta
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detalles. Después del portalón (que era el único


paso en toda la muralla) se abría una avenida
arbolada que llegaba hasta la iglesia abacial. A la
izquierda de la avenida se extendía una amplia
zona de huertos y, como supe Il}ás tarde, el jardín
botánico, en tomo a dos edificios -los baños, y el
hospital y herbolarra- dispuestos según la curva
de la muralla. En el fondo, a la izquierda, se
erguía el Edificio, cuyo torreón occidental estaba
situado frente al visitante; continuaba después por
la izquierda hasta tocar la muralla, para ,proyec­
tarse luego con sus torres en el abismo, sobre el
que se alzaba el torreón septentrional, visible sólo
de sesgo. A la derecha de la iglesia había algunas
construcciones a las que ésta servía de reparo;
estaban dispuestas alrededor del claustro, y, sin
duda, se trataba del dormitorio, la casa del Abad y
tierra, como os dirá la carta que os entrego, y la casa de los peregrinos, hacia la que nos había­
también en su nombre os agradezco por vuestra mos dirigido, y a la que llegamos después de atra­
acogida. » vesar un bonito jardín. Por la derecha, al otro lado
El Abad tomó la carta con los sellos imperiales de una vasta explanada, junto a la parte meridio­
y dijo que, de todas maneras, la llegada de Gui­ nal de la muralla y, continuando hacia oriente, por
llermo había sido precedida por otras misivas de detrás de la iglesia, una serie de viviendas para la
los hermanos de su orden ( mira, dije para mis servidumbre, establos, molinos, trapiches, grane­
adentros no sin cierto orgullo, lo dificil que es ros, bodegas y lo que me pareció que era la casa
coger por sorpresa a un abad benedictino); des­ de los novicios. La regularidad del terreno, apenas
pués rogó al cillerero que nos condujera a nues­ ondulado, había permitido que los antiguos cons­
tros alojamientos, mientras los mozos se hacían tructores de aquel recinto sagrado respetaran los
cargo de nuestras monturas. El Abad prometió preceptos de la orientación con una exactitud que
visitamos más tarde, cuando hubtésemos comido hubiera sorprendido a un Honorio Augustodu­
algo, y entramos en el gran recinto donde estaban niense o a un Guillermo Durando. Por la posición
los edificios de la abadía, repartidos por la meseta, del sol en aquel momento, comprendí que la por­
especie de suave depresión -o llano elevado- que tada daba justo a occidente, de forma que el coro
truncaba la cima de la montaña. y el altar estuviesen dirigidos hacia oriente; y, por
A la disposición de la abadía tendré ocasión de la mañana temprano, el sol despuntaba desper­
referirme más de una vez, y con más lujo de tando directamente a los monjes en el dormitorio
y a los animales en los establos. Nunca vi abadía
más bella y con una orientación tan perfecta, aun­
que más tarde he tenido ocasión de conocer Saint
Gal, Cluny, Fontenay y otras, quizá más grandes
pero no tan armoniosas. Sin embargo, ésta se dis­
tinguía de cualquier otra por la inmensa mole del
Edificio. Aunque no fuese experto en el arte de la
construcción, comprendí en seguida que era mu­
cho más antiguo que los edificios situados a su
alrededor; quizá había sido erigido con otros fines
y posteriormente se había agregado el conjunto
abacial, cuidando, sin embargo, que su orienta­
ción se adecuase a la de la iglesia, o viceversa.
Porque la arquitectura es el arte que más se es­
fuerza para reproducir en su ritmo el orden del
universo, que los antiguos llamaban kosmos, es
decir, adorno, pues como un gran animal en el que
resplandece la perfección y proporción de todos
sus miembros. Alabado sea Nuestro
Creador, que, como dice Agustín, ha es- ...
tablecido el número, el peso y la medida ...,
de todas las cosas.

(*) Capítulos iniciales de la novela del mismo título que


próximamente editará Lumen.

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