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LOS ESTADOS UNIDOS Y LA UE EN LA POSTGUERRA FRÍA:

UNA PUGNA GEOESTRATÉGICA*


Julio Pérez Serrano

UNA HISTORIA DE ENCUENTROS Y DESENCUENTROS

Hace algún tiempo, en un programa de radio de gran audiencia, el presidente del


gobierno de España, que entonces ostentaba la presidencia europea, ponía el
énfasis en la deuda histórica que Europa, a su juicio, tiene con los Estados Unidos
de América. Para ilustrar esta idea, Aznar identificaba cuatro momentos cruciales:
la Primera Guerra Mundial, la Segunda Guerra Mundial, el Plan Marshall y la
Guerra Fría contra el Comunismo. A su juicio, entre 1917 y 1991, es decir,
durante lo que el historiador británico Eric J. Hobsbawm denominara el “corto
siglo XX” la vieja y fragmentada Europa habría logrado subsistir sólo gracias al
apoyo ideológico, político, económico y militar de los Estados Unidos.

¿Es esto ciertamente así o está nuestro presidente demasiado influido por las
opiniones de su colega y amigo Tony Blair? Y, aun asintiendo, ¿qué coste habría
debido pagar Europa por esta, llamémosla así, “asistencia ultramarina”? ¿o habría
sido esencialmente altruista y desinteresada? Y en un sentido más actual, tras la
caída del Muro de Berlín y el renacimiento de Alemania, ¿continuaría la
dependencia europea respecto a los Estados Unidos? ¿cómo estaría reaccionando
el gran coloso del siglo XX ante la emergencia, silenciosa pero implacable, de la
Unión Europea?

Todas estas preguntas, y especialmente las últimas, requieren de nosotros una


respuesta que no puede obtenerse más que por el concurso de la Historia.
Economistas, politólogos y juristas han descrito y analizado ya, en sus aspectos
técnicos y hasta el detalle, las diversas vertientes en que se manifiesta hoy la
relación entre la UE y los Estados Unidos. Y no teman, no pretendo resumírselas
aquí.

*Capítulo del libro: PÉREZ HERRANZ, F. M.; SANTACREU SOLER, J. M. (coord.):


Europa-EEUU Entre Imperios anda el juego. Alicante, Instituto Alicantino de Cultura
Juan Gil-Albert, 2003, 55-86.

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Sin embargo, acometer el análisis histórico de las actuales relaciones entre Europa
y los Estados Unidos precisa, al menos, un par de aclaraciones. La primera, a qué
nos estamos refiriendo cuando hablamos de “Europa”, pues aunque los Estados
Unidos son una entidad perfectamente identificable, Europa es todavía un término
polisémico. Y en segundo lugar, cuáles serán los límites teóricos y estructurales
que servirán de marco al análisis. A estas dos cuestiones que paso de inmediato a
responder cabría añadir la inevitable referencia a la coyuntura actual como
momento crítico (o momento decisivo) en la evolución del sistema mundial.

Por lo que respecta a Europa, este continente manifiesta todavía con demasiada
evidencia las grietas y desequilibrios que lo marcaron a fuego durante los últimos
doscientos años. La frontera Este-Oeste, tras la caída del Muro de Berlín, continúa
siendo una realidad objetiva que no puede ser ignorada por nadie; sobre todo,
porque este límite ha existido desde hace al menos mil quinientos años. Pero
también hay una frontera Norte-Sur que tiene un reflejo directo en la distribución
de la renta y en el peso político de los Estados. Aunque pocos emplean ya este
término, existe también una Mitteleuropa, un centro de Europa, y una Europa
periférica y hasta insular.

No son pocos los Estados del continente europeo que tienen o han tenido
problemas nacionales serios, algunos de los cuales han provocado su quiebra y
posterior desintegración. Y para que no falten complicaciones Europa está
flanqueada en sus extremos por los núcleos de tres antiguos Imperios en
decadencia, el Reino Unido, Turquía y Rusia, cuya vocación integradora es más
que cuestionable, pero sin los que es imposible imaginarse el futuro de la Unión
Europea.

Dicho esto, queda claro que acometeremos aquí el análisis de las relaciones entre
los Estados Unidos y una Europa entendida en sentido amplio, con todos estos
elementos y contradicciones, aunque haremos hincapié, como es lógico, en la
parte de Europa que durante 50 años habíamos llamado “Occidental” y que ahora,
con algunas incorporaciones, constituye la Unión Europea. Las relaciones entre
Estados Unidos y Rusia exceden con mucho el marco de este análisis, e incluso
pueden desvirtuarlo, aunque como veremos en cierto sentido algo se puede decir.

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En cuanto a la segunda cuestión, los límites del análisis, es pertinente comenzar
diciendo que el enfoque de la historia actual dista tanto de la simple erudición
historicista como del tecnicismo burocrático tan difundido a la hora de abordar el
comentario de los asuntos europeos. Las teorías de las relaciones internacionales,
y en particular las denominadas “teorías ambientales” (que incluyen a la proscrita
geopolítica) y las sistémicas, aportarán la base teórica del análisis. Quede claro
entonces que cualquier referencia ulterior a los Estados Unidos o a los países
europeos se hace de acuerdo con estos macroparámetros estructurales, y no
conlleva opinión o valoración alguna sobre los ciudadanos que los integran. Los
actores de la política internacional son, desde esta óptica, los Estados, los
gobiernos y, en su caso, los organismos internacionales y las empresas
trasnacionales, nunca los individuos o los pueblos.

Por último, el espesor empírico no puede venir sino de la historia del presente. Por
quienes machaconamente cuestionan la posibilidad de hacer una historia actual
sabemos cuán espinoso es para los historiadores acometer el análisis de estos
temas. “Dejemos pasar una generación, 30 años o, mejor, 50 años, para que no
haya interferencias, ni pasiones ni prejuicios ideológicos”, nos proponen algunos
de nuestros sesudos maestros. Bien, como se acostumbraba en la antigua colonia,
diremos que “acato, pero no cumplo”.

Vayamos ya, pues, al tema. Europa y América están indisolublemente


relacionadas por la geografía y también por la historia. Es ocioso decirlo, pero la
experiencia histórica demuestra que, poseyendo la tecnología adecuada, un
Océano puede unir más que separar. Es más, para entender la historia del mundo,
que no es otra cosa que un proceso de globalización de la especie humana a escala
planetaria, es ineludible referirse al importante papel desempeñado en este
proceso por el uso común del espacio trasatlántico desde finales del siglo XV.
Esta relación, que había sido desigual a favor del Viejo Continente durante el
periodo colonial, pasó a reequilibrarse durante el siglo XIX, a raíz de la
emancipación de las colonias británicas del norte de América.

Estados Unidos, desde entonces, ha constituido el polo más dinámico del


desarrollo capitalista occidental, lo que, unido a la puesta en práctica de una
ambiciosa planificación estratégica, le permitió plantar cara a las antiguas
metrópolis ibéricas en la década de 1890, haciéndose con la posesión o el control

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de los últimos restos de sus Imperio coloniales. España cedió por la vía de la
guerra; Portugal, por el Tratado de Windsor. Por éste, el Reino Unido pasó a
convertirse en un aliado estructural de la potencia emergente, a la que ha
secundado en todas o casi todas sus empresas, al igual que las restantes entidades
del antiguo Imperio Británico: Canadá, Australia y Nueva Zelanda a la cabeza. Es
el núcleo de la Gran Área, una de las tres grandes unidades geopolíticas del siglo
XX, junto al Lebensraum alemán y la Esfera Mayor de Co-prosperidad del Asia
Oriental.

La historia de Europa y la de los Estados Unidos han estado marcadas, pues, en


estos últimos dos siglos por la vigencia de una teoría y una práctica comunes, las
del capitalismo en sus diferentes edades y facetas. Primero el liberalismo político
y económico, luego la democracia y el mercado; antes la lucha contra el
absolutismo y el mercantilismo, luego el combate sin cuartel contra la
planificación y el socialismo. Aquellas enseñas y estos enemigos han constituido
referencias comunes durante toda la modernidad tardía para los pueblos de la
cuenca del Atlántico Norte, el autoproclamado Mundo Libre, que ha ido forjando
así también una cierta, aunque evanescente, identidad compartida.

Sin embargo, la Europa que hoy conocemos se forja en una relación con los
Estados Unidos bastante más compleja y contradictoria de lo que en principio se
podría imaginar. Las afinidades estructurales y el hecho de que compartieran un
mismo sistema social no impidieron que en dos ocasiones la gran potencia
terrestre de Europa, Alemania, empuñase las armas para alcanzar sus objetivos
geopolíticos y estratégicos. En ambos casos funcionó el corolario secreto del
Tratado de Windsor, y toda la potencia de la Gran Área, incluidos los inmensos
recursos del Imperio británico, se puso al servicio del bando anglo-
norteamericano.

Otra potencia terrestre de Europa, Rusia, volvió a intentarlo en los años de la


Unión Soviética, aunque entonces haciendo uso de la cosmovisión del socialismo
y abanderando un proyecto ideológico que atentaba contra los fundamentos más
profundos de la sociedad capitalista. Las raíces culturales y religiosas basadas en
la tradición judeo-cristiana, el liberalismo político y económico, la democracia
representativa, la práctica imperialista, la sociedad de clases, todo pareció verse
amenazado por la presión de la gran utopía emancipatoria del siglo XX. Pero, de

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nuevo, los estrategas de la Gran Área, contando ahora con la alianza de las
potencias antaño enemigas –Alemania y Japón- supieron gestionar esta Guerra
Fría de modo que acabó siendo para los Estados Unidos un periodo de máxima
prosperidad y hegemonía mundial indiscutida.

PREPARANDO EL ESCENARIO DE LA VICTORIA

Dediquemos unos minutos al final de la Guerra Fría. Procede comenzar señalando


que en esta guerra, a diferencia de los dos grandes conflictos anteriores, nunca hubo
dudas respecto a quién sería el vencedor. El hundimiento del bloque soviético
respondió a la conjunción de dos poderosos factores. De un lado, la derrota político-
militar del complejo de fuerzas acumuladas en torno a la nueva potencia terrestre
instalada en el Heartland1; de otro, el fracaso de la construcción socialista inspirada,
y en ocasiones exportada, por el País de los Soviets. Es conveniente, pues, disociar
lo que fue una derrota político-militar sin paliativos2, cuyo golpe de gracia fueron
los extraordinarios avances en la investigación armamentística cosechados por los
EEUU durante el mandato de Ronald Reagan (la llamada "Guerra de las Galaxias",
impulsada en marzo de 1983)3, de los procesos internos que condujeron a la
restauración pacífica del capitalismo en los antiguos países socialistas.

Ciertamente, ya a comienzos de los 80 los estrategas norteamericanos veían al


alcance de la mano la tan ansiada victoria en lo que R. Crockatt denominó, con
fortuna, la Guerra de los 50 Años4. Las fuertes inyecciones de dinero destinadas a la
investigación armamentista y a la industria bélica, impulsadas en aquellos años por
la administración republicana, revelan hasta qué punto los EEUU consideraban

1
Las „tierras corazón‟ o „territorios de importancia decisiva‟, de acuerdo con la
terminología acuñada por el geopolítico británico Harfold Mackinder.
2
Como ha demostrado palmariamente BLUTH, Ch.: The collapse of Soviet military
power. Aldershot, 1995.
3
Sobre este tema, Vid. BARDAJI, R. L.: La "Guerra de las Galaxias" (Problemas y
perspectivas de la nueva doctrina militar de la administración Reagan). Madrid, 1986.
La Iniciativa de Defensa Estratégica fue abandonada por el Pentágono el 13 de mayo de
1993, una vez cumplido su objetivo, y sustituida por un nuevo proyecto de defensa anti-
milsiles más modesto, a partir de misiles interceptores en tierra.
4
CROCKATT, R.: The Fifty Years War: the United States and the Soviet Union in World
politics, 1941-1991. London, 1995.

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posible alcanzar la supremacía militar y poner fin al llamado equilibrio estratégico5.
Paralelamente, intensificaron la presión política e ideológica sobre los regímenes
socialistas y, en particular, sobre la Europa centro-oriental, cuyas poblaciones se
vieron también bombardeadas por una intensa y sistemática propaganda que
exaltaba los múltiples beneficios del tránsito al capitalismo. Esta doble ofensiva,
militar y política, contó en todo momento con el aval de una supuesta superioridad
económica, presentada hábilmente al cotejar los altos niveles de desarrollo del
centro capitalista (alcanzados, en buena medida, por la secular explotación de la
periferia) y los modestos avances experimentados por las sociedades de la Europa
oriental, tradicionalmente agrarias y desestructuradas.

En estas condiciones, los estrategas europeos se plantearon dos objetivos, cuya


ejecución se convertiría en el eje fundamental de la acción política durante la
década de los 80: preparar a la derecha para gobernar en la última década del siglo,
de acuerdo con los postulados neoliberales, en los países del Occidente europeo y
hacer desaparecer del escenario político a las entonces ya debilitadas opciones
comunistas y revolucionarias. Ambas metas debían verse culminadas en el
momento en que, como era previsible, cayese el telón de acero y se reactivase la
competencia entre los tres grandes polos del imperialismo contemporáneo6. Desde
el mismo seno del capitalismo se impulsaría entonces una gran crisis, diagnosticada
por todos sus expertos como una dura recesión, tendente a desmantelar las
estructuras de asistencia y protección social que, habiendo sido útiles durante la
Guerra Fría, carecerían ya de toda utilidad para hacer frente a los nuevos retos del
sistema. El enemigo habría dejado de ser el socialismo y volvería a ser, como
siempre en el capitalismo, el propio capitalismo. La falsa recesión, realmente una
crisis expansiva autoprovocada, aportaría al enfrentamiento entre los polos
imperialistas los recursos necesarios para garantizar la competencia; en otras

5
Muy clarificadores, Cfr. HALVERSON, T. E.: The last great nuclear debate: NATO
and short-range nuclear weapons in the 1980s. London, 1995, pp. 185-199; CIMBALA,
S. J.: US military strategy and the Cold War endgame. Ilford, 1995, pp. 245-260.
6
Cfr. BARTLETT, C. J.: The global conflict: the international rivalry of the great
powers, 1880-1990. Harlow, 1994, pp. 379-393. Sobre los posibles desarrollos de la
situación actual, resulta útil la lectura de la obra compilada por MASON, T.D.-TURAY,
A.M.: Japan, NAFTA and Europa: trilateral cooperation or confrontation?. London,
1994.

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palabras, la plusvalía volvería a estar regulada por el mercado y las nuevas políticas
neoliberales posibilitarían el incremento hasta el límite de la tasa de explotación.

LAS CLAVES DE LA PAX AMERICANA.

El fin de la Guerra Fría supuso así: la recuperación del monopolio planetario del
capitalismo como único sistema mundial, la reactivación de la competencia y de los
conflictos interimperialistas, el reforzamiento de la presión sobre la periferia y el
fortalecimiento de las estructuras autoritarias en los Estados democráticos de
Occidente, más agudizadas si cabe en los antiguos países socialistas, donde la
situación no puede ser más desalentadora.

Europa, escenario preferente de dos guerras mundiales, es también la que con


mayor intensidad ha vivido el fin de la Guerra Fría. No en balde, la caída del bloque
soviético ha afectado mayoritaria y principalmente a los regímenes socialistas de la
Europa central y oriental. Aunque se trata de un proceso que a todas luces tiene
carácter planetario, el continente europeo es, sin duda, la región más afectada
geopolíticamente por la desaparición del bloque socialista7. Como ya advirtió H.
Kissinger en 19908, las fronteras cuidadosamente negociadas en Yalta y Potsdam y
reafirmadas de forma unánime por todos los países participantes en la Conferencia
de Helsinki (1975) habrían quedado pulverizadas en sólo cinco años. Nada similar
ha sucedido en los otros dos polos imperialistas, la Gran Área americana y el
espacio económico dominado por los japoneses en el Asia oriental.

7
Entre la amplísima bibliografía aparecida en los últimos años sobre esta cuestión, cabría
destacar MIALL, H. (ed.): Redefining Europe: new patterns of conflict and cooperation.
London, 1994; DUKE, S.: The new European security disorder. London, 1994;
TAYLOR, T.: European security and the former Soviet Union: dangers, opportunities
and gambles. London, 1994.
8
El ex-secretario de Estado norteamericano apostaba por un sistema de seguridad
europeo que tuviese muy en cuenta los intereses de Polonia, Checoslovaquia y Hungría,
territorios especialmente conflictivos en el pasado, Cfr. KISSINGER, H.: "A plan for
Europe". Newsweek, 18 de junio de 1990.

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El bloque soviético neutralizaba básicamente el territorio de expansión natural de
una Alemania que, dividida por deseo de los EEUU y sus aliados europeos, en dos
Estados separados, dejaba de ser un peligro para la hegemonía mundial del coloso
americano. Las democracias populares se asentaban justamente en el espacio vital
alemán, que desde antiguo fue visto por los estadistas germanos como una sucesión
de semicírculos concéntricos en torno al núcleo centroeuropeo: primero la franja
que uniría el Báltico y Polonia con los Balcanes y, más lejos, la extensa Rusia
blanca y Ucrania. Privada Alemania de su unidad y de sus "colonias" interiores,
poco podía hacer frente a unos EEUU que basaban su hegemonía en una
contundente victoria militar y en el peligro de un hipotético avance socialista.

Aunque en otras circunstancias, el mismo patrón estratégico se aplicó en el extremo


oriental de Asia, donde dos bombas atómicas se encargaron de señalar a quién
correspondería el liderazgo en la postguerra9. El establecimiento de un régimen
socialista en China, el gran mercado y la inmediata periferia del polo imperialista
nipón, contribuyó igualmente a bloquear un posible renacimiento de Japón10 y tuvo
el mismo efecto disuasorio que para Alemania la inmediatez de las democracias
populares. La protección de los EEUU era, por tanto, una póliza que sus dos viejos
competidores estaban obligados a suscribir... al menos mientras existiese el bloque
socialista.

No es extraño que la cúpula estadounidense opusiese tan débil resistencia a los


esfuerzos de Stalin y la cúpula soviética, tendentes a establecer regímenes
socialistas en la Europa centro-oriental y que, paradójicamente, se negase a
restaurar un único Estado alemán, aunque neutral y desmilitarizado. Es más, la
administración estadounidense barajó muy seriamente, en los primeros momentos
de la postguerra, la opción de desindustrializar Alemania11, algo que no sólo
9
Cfr. ALPEROVITZ, G.: Atomic diplomacy: Hiroshima and Potsdam: the use of the
atomic bomb and the American confrontation with Soviet power. London, 1985, pp. 310-
340.
10
Acerca de esta secular disputa por la hegemonía en Asia Oriental, puede verse HOWE,
Ch.-HOOK, B.: China and Japan: history, trends and prospects. Oxford, 1996.
11
El denominado Plan Morgenthau, presentado por el entonces Secretario del Tesoro
norteamericano Hans Morgenthau, propugnaba el desmantelamiento industrial de toda
Alemania y fue la alternativa al Plan Marshall, finalmente adoptado, por el que la
Alemania occidental mantenía sus bases industriales y sus estructuras capitalistas en el

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explicita el móvil de la guerra, sino que revela el auténtico miedo de los EEUU en
esos años: el resurgimiento alemán. La negativa soviética a realizar lo propio en la
zona oriental evitó, por razones obvias, que estos planes llegaran a consumarse.

Por lo que respecta al otro enemigo, Japón, el apoyo meramente formal que los
anticomunistas recibieron para impedir el triunfo de la revolución socialista en
China y su definitiva reclusión en la pequeña isla de Taiwán, dan una medida
bastante precisa del interés que los norteamericanos tenían por evitar la instauración
del socialismo en la China continental12. El mantenimiento de una frágil China
republicana hubiese dejado abierto el paso al expansionismo japonés. Una función
similar cumplió, cerrando una de las vías naturales de penetración económica y
militar de Japón, la división de la península de Corea y la pervivencia en el norte de
un Estado socialista, enemigo, según la dialéctica de bloques, del desmilitarizado
Imperio nipón.

Pasado el tiempo, uno puede tener la tentación de creer que el establecimiento del
sistema socialista mundial no sólo no debilitó, sino que pudo beneficiar, y mucho, a
los EEUU, dado que bloqueó la expansión económica y política de sus tradicionales
competidores y los colocó en una situación dependiente en el ámbito de la defensa.
Es significativo que en el extenso continente americano, pese a las duras
condiciones impuestas por la dominación imperialista, sólo Cuba y, durante un
breve período Nicaragua, lograron implantar regímenes de orientación socialista13.
En Asia oriental, sin embargo, el socialismo no sólo consiguió establecerse en
China y en Corea, sino también en países como Vietnam, Laos o Camboya, que
habían constituido históricamente la periferia del Imperio japonés.

Pero, obviamente, la génesis y el desarrollo de lo que fue el sistema socialista


mundial no puede interpretarse sólo como el resultado de una estrategia

ámbito de influencia de los EEUU Sobre este período, Vid. DIEFENDORF, J. M. et al.:
American policy and the reconstruction of West Germany, 1945-1955. Cambridge, 1993.
12
Algunas pistas insólitas pueden hallarse en la lectura de GARSON, R.: The United
States and China since 1949: a troubled affair. London, 1994.
13
Sobre los imperativos geoestratégicos derivados de la persistencia del régimen cubano
en la Gran Área, Vid. RODRÍGUEZ BERUFF, J.-GARCÍA MUÑIZ, H. (ed.): Security
problems and policies in the post-Cold War Caribbean. London, 1996.

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previamente diseñada por el imperialismo norteamericano. Las revoluciones, los
avances y retrocesos en la lucha social en cada región, son expresiones de los
conflictos sociales propios y en modo alguno ésta puede someterse al rígido
formato del maquiavelismo político. El impulso del socialismo en la segunda
postguerra posee, sin duda, sus propios motores. Lo que sí parece claro es que los
EEUU, los auténticos vencedores de la segunda gran guerra, tenían ante sí distintas
opciones en torno a dos temas centrales: cómo afianzar su predominio sobre los
antiguos enemigos y cómo hacer frente del modo más seguro al avance del
socialismo.

Canalizar el empuje socialista, entonces poderoso, de los trabajadores y de los


pueblos hacia las áreas de expansión de sus competidores, manteniendo un férreo
control en la suya propia, no era una solución disparatada. Como tampoco lo era no
gastar más energías de las necesarias en impedir la creación de Estados socialistas,
auténticos tapones, en dichas zonas. Para mantener su imagen y el liderazgo ante
sus socios, y también para poner coto al avance del socialismo, es cierto que los
EEUU ejercieron en todo momento su función de gendarme mundial, pero no lo es
menos que se emplearon con desigual contundencia según los casos y que en todo
momento trataron de conjugar los dos objetivos antes señalados: subordinar a unos
y frenar a otros14.

No parece así que fuesen los más interesados en poner fin a la Guerra Fría, aunque
siempre consideraron inevitable la llegada de este momento y se prepararon hasta
donde fueron capaces, con una antelación de diez años, para conservar su
predominio en las nuevas condiciones15. Es decir, cuando detectaron que los
regímenes socialistas no serían capaces de subsistir por mucho tiempo, vista su
dinámica interna, redoblaron su presión a fin de convertir su caída también en una
victoria político-militar del bloque capitalista y, por consiguiente, de ellos mismos.

14
Aportan algunas claves novedosas sobre la política exterior norteamericana durante la
guerra fría COHEN, W. I. et al.: Lyndon Johnson confronts the world: American foreign
policy, 1963-1968. Cambridge, 1994; MARTEL, G. (ed.): American foreign relations
reconsidered, 1890-1993. London, 1994.
15
Cfr. BOWEN, W. Q.-DUNN, D. H.: American security policy in the s: beyond
containment. Aldershot, 1996, pp. 7-25. Vid. también DAVIES, Ph. J. (ed.): An American
quarter century: US politics from Vietnam to Clinton. Manchester, 1995.

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De ahí que, conseguido este objetivo, se apresurasen a proclamar el advenimiento
de un "nuevo orden mundial" -algo inevitable tras la caída del bloque soviético-,
aunque en su teorización se limitaran a dar un carácter planetario al sistema
capitalista tal y como éste había venido existiendo durante la Guerra Fría16. Es
decir, un núcleo, los EEUU, que ostentarían el liderazgo y la hegemonía político-
militar; en torno a él, un centro formado por los países capitalistas más
desarrollados, incluidos Japón y Alemania, aliados durante la Guerra Fría, y,
finalmente, distintas periferias que acabarían englobando a la totalidad del planeta.

SIN EMBARGO, MALOS AUGURIOS

Sin embargo, y pese todo lo dicho, quienes han intentado imaginarse, haciendo
uso de la prospectiva histórica, cómo será el mundo dentro de 50 años coinciden
en señalar que muy probablemente será el resultado de un periodo en que habrá
poca paz, poca estabilidad y poca legitimación, debido en parte “al declive de los
Estados Unidos como potencia hegemónica”17. Mark W. Zacher ha descrito con
una aguda metáfora los profundos cambios que, a su juicio, habrán de producirse
en el sistema internacional durante las próximas décadas escribiendo que
“tiemblan los pilares del templo de Westfalia”18. Sorprende comprobar que todos
o casi todos los prospectivistas, sean politólogos, sociólogos, economistas o
historiadores, coinciden en negar lo que hoy parece una evidencia: los Estados
Unidos no serán la potencia hegemónica del nuevo siglo. Wallerstein habla
incluso, a medio plazo, de una tutela económica japonesa sobre los Estados
Unidos, que se vería así reducido a la categoría de socio menor, en un mundo
dominado por la pugna entre la UE y las economías marítimas del Pacífico. Una

16
Las dificultades norteamericanas para mantener el liderazgo tras la victoria en la guerra
fría pueden verse en COX, M.: US foreign policy after the Cold War: superpower without
a mission? London, 1995.
17
WALLERSTEIN, I. After Liberalism, New York: The New York Press, 1995, chapter
2.
18
ZACHER, M. W.: “The decaying Pillars of the Wesphalian Temple: Implications for
International Order and Governance”, en ROSENAU, J.; CZEMPIEL, E. O. (ed.),
Government without government: order and change in world politics. Cambridge:
Cambridge Studies in International Relations, 20, 1992.

65
nueva “guerra (mundial) de treinta años” que, a su juicio muy probablemente
acabaría con el triunfo de Japón19.

El reputado politólogo norteamericano John Lewis Gaddis, en un detallado y


clarividente análisis, sopesa la incidencia de las fuerzas de fragmentación y de
integración en el mundo de la postGuerra Fría, acuñando la expresión de
“fragmengrado” (fragmentado e integrado a la vez) para referirse al futuro sistema
mundial. Pese a sus esfuerzos, y a que, como él mismo comienza diciendo “por
primera vez en más de medio siglo no hay un solo gran poder o coalición de
poderes que represente un claro e inminente peligro a la seguridad nacional de los
Estados Unidos”20, en su extensa reflexión no logra encontrarle acomodo a la idea
de una hegemonía americana duradera. Pesan más los temores, los riesgos y las
incertidumbres que la confianza en el propio futuro.

La mayor parte de los especialistas fundamenta sus dudas sobre el futuro de la


potencia americana en la propia dinámica de reemplazo de la economía-mundo
capitalista. En efecto, el capitalista “es un sistema que implica una desigualdad
jerárquica de la distribución basada en la concentración de ciertos tipos de
producción (relativamente monopolizada, y por tanto con una elevada tasa de
beneficio) en ciertas zonas”21, que se convierten así en atractores de la mayor
acumulación de capital. Tal concentración permite el reforzamiento de las
estructuras estatales, que a su vez tratan de garantizar la supervivencia de esos
monopolios relativos. Pero como los monopolios son de por sí frágiles, se produce
una constante, discontinua y limitada pero significativa relocalización de esos
lugares de concentración a lo largo de la historia.

Los ciclos hegemónicos implican la pugna entre dos poderes por convertirse en
sucesor de la anterior potencia hegemónica y en centro principal de acumulación
del capital. Se trata de un proceso largo, que requiere fuerza militar suficiente para
ganar una guerra prolongada. Una vez que se asienta una nueva hegemonía, su
mantenimiento requiere una importante financiación, lo que final e

19
WALLERSTEIN, I.: After liberalism… op. cit.
20
GADDIS, J. L.: “Toward the Post-Cold War World”. Foreing Affairs, vol. 70, núm. 2
(1991), pp. 102-122.
21
WALLERSTEIN, I.: After liberalism… op. cit.

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inevitablemente conduce a un declive relativo de la potencia hegemónica existente
y a una nueva lucha por la sucesión.

Y es una constante histórica que cuando la antigua potencia hegemónica comienza


a decaer, incluso si continúa siendo durante algún tiempo la más fuerte desde el
punto de vista militar, el sistema pierde estabilidad y en consecuencia también
legitimación y paz. En este sentido, este periodo, marcado por el agotamiento de
los EEUU, no sería esencialmente distinto a los que siguieron a la hegemonía
británica durante el siglo XIX, o a la holandesa a mediados del XVII.

Así pues, a juicio de casi todos, el sistema mundial avanza firmemente hacia el
policentrismo. James Rosenau considera que éste será el macroparámetro del
nuevo orden mundial en ciernes, junto a la crisis de la legitimidad tradicional, en
el orden macro-micro, y la revolución de las capacidades, que supondría una
transformación radical en el microparámetro22.

Es importante señalar que, en contraste con lo dicho, la Unión Europea ocupa un


lugar destacado en todos los escenarios previsibles. Pese a lo relativamente
reciente del que ha sido su decisivo impulso, nadie o casi nadie se atreve a
pronosticar un estancamiento o una crisis en el proceso de integración política y
económica de Europa. El que todavía la UE sea un club de distinguidos socios con
intereses no siempre coincidentes no es visto como un peligro serio para su
definitiva consolidación. Si el lugar que los Estados Unidos habrán de ocupar en
el nuevo siglo parece incierto para muchos, el protagonismo europeo se da por
descontado.

Hoy la estrategia de la Unión Europea pasa por su consolidación política y por la


implantación exitosa de una moneda única, el euro, en su área de influencia. Así,
aunque en esta fase parecen descuidarse las cuestiones relacionadas con las
políticas de seguridad y defensa común (PESC), y aunque la Unión Europea
Occidental no ha logrado siquiera la autonomía de pilar europeo de la OTAN, es
importante advertir que la situación en estos ámbitos cambiará radicalmente

22
ROSENAU, J: “New Global Order. Underpinning and Outcomes”, trabajo presentado
en el XV Congreso Internacional de la Asociación Internacional de Ciencia Política,
Buenos Aires, 24 de julio de 1991.

67
cuando se alcancen los dos objetivos propuestos en esta primera etapa. La
ampliación al Este es, hasta alcanzar la misma frontera de Rusia, es hoy el
principal reto político interior, mientras que la proyección del euro como moneda
reserva a escala mundial, alternativa al dólar, debe permitir la penetración
económica en zonas como América Latina y el Caribe. Ni que decir tiene que esta
irrupción en la periferia de la Gran Área supone un desafío de gran magnitud a la
potencia americana, que no podrá responder más que con el uso de su
superioridad político-militar al servicio de proyectos defensivos como el ALCA.
Pero el análisis de esta feroz competencia silenciosa ocuparía el tiempo de dos o
tres intervenciones como ésta.

Nadie cuestiona que en el futuro las relaciones entre Europa y los Estados Unidos
vayan a continuar existiendo, pero con un nuevo equilibro de fuerzas y en un
contexto marcado por la relocalización de los centros de poder en beneficio de los
polos asiático y europeo. En este horizonte, muchos coinciden en valorar como un
aporte estratégico de primera magnitud la incorporación de Rusia a la Unión
Europea, lo que debería forzar –o viceversa, verse forzado por- el alineamiento de
China con las economías de su entorno, ocupando un lugar determinante (como
embrión de un futuro centro hegemónico mundial) en el espacio geopolítico del
condominio nipo-americano. Con un reparto tan intensivo de las esferas de poder
en el mundo desarrollado, nadie puede dudar que la competencia y sus habituales
derivaciones, el conflicto y la confrontación, marcarán las relaciones entre las dos
grandes áreas de este nuevo mundo bipolar y también, por ello, las relaciones
entre Europa y los Estados Unidos. Y ya están acumulándose los polvos que
habrán de traer esos lodos...

En una cosa sí habrá acuerdo, e incluso desvelo y decidida cooperación: en


asegurar el mantenimiento de la tasa de ganancia a escala planetaria. Los cinco
sextos más pobres de la población mundial seguirán viendo esquilmados sus
recursos al dictado de los grandes organismos internacionales controlados por los
grandes Imperios. El FMI, el Banco Mundial, la OMC, el G7 o cualesquiera que
sean sus sucesores continuarán ejerciendo su papel como espacios de negociación
y consenso entre los poderosos. La articulación de estructuras regionales de poder,
una vieja ilusión de los geopolíticos alemanes de la escuela de Munich, no hará
más que “racionalizar” la explotación y el control de los recursos y evitar que las
disputas entre los Imperios puedan ser aprovechadas como resquicio por un

68
determinado país o región para incumplir las rígidas exigencias políticas y
económicas impuestas por la llamada “comunidad internacional”. Estemos
tranquilos, la experiencia de las revoluciones democrático-nacionales en los años
de la Guerra Fría no volverá a repetirse.

Pero volvamos al tema que nos ocupa. ¿Cómo podría la potencia que hoy ilumina
al mundo ceder en tan corto periodo de tiempo su hegomonía a quienes hoy
tiemblan con sólo escuchar su nombre? ¿Qué puede estar sucediendo sin que
acertemos a percibirlo para que la joven y contradictoria Europa de hoy pueda
llegar a relevar en pocas décadas al todopoderoso hermano trasatlántico? ¿Dónde
habrá quedado el espíritu del 11 de septiembre?

HABLAN LOS HISTORIADORES DEL FUTURO

Para responder a esta última pregunta, que en cierto modo está en la base de toda
esta reflexión, podemos recurrir a los historiadores del futuro. Vayamos, por
ejemplo, al 2050. Aquellos que tanto lo echan en falta en la historia del presente,
estarán satisfechos: no cabe ya un mayor distanciamiento.

En el 2050 algunos historiadores hablarán quizá de la reciente intervención


norteamericana en Afganistán situándola como uno de los conflictos que
caracterizaron el final de la Guerra Fría y el ocaso del predominio norteamericano
en el mundo. En efecto, junto a la Guerra del Golfo (1991), las guerras balcánicas
de la década de los 90 y el lacerante conflicto árabe-israelí, la intervención
norteamericana en Afganistán (2001) será vista como una de las guerras derivadas
del desorden mundial desencadenado por el hundimiento de la Unión Soviética y
la desaparición del mundo bipolar.

La caída del Muro de Berlín habría clausurado casi media centuria de equilibrio
inestable, siempre bajo la amenaza de la carrera armamentista, del “primer golpe”,
de la “destrucción mutua asegurada”. Muchos creyeron incluso, en 1989, que el
final de la Guerra Fría iba a traer también el final de los conflictos, la desaparición
de las guerras y la integración de todas las naciones en una única comunidad
internacional, regida por los principios de la paz, la democracia, la igualdad y el
progreso. Parecía que los 14 puntos expuestos por el presidente norteamericano

69
Wilson iban a tomar cuerpo después de siete largas décadas de casi absoluta
inobservancia.

Sin embargo, otros historiadores de mediados del nuevo siglo quizá hagan
hincapié en la función precursora de los conflictos e intervenciones antes
mencionados, viendo en ellos algo similar a las pruebas de fuerza realizadas por la
Alemania nazi cuando inició su pugna por la hegemonía mundial. La localización
estratégica de las dos zonas en que reiteradamente tienen lugar las acciones –los
Balcanes, el llamado bajo vientre de Europa, y el Golfo Pérsico, nudo
intercontinental que concentra las mayores reservas energéticas del planeta- deja
al descubierto que, más allá de las justificaciones gubernamentales o mediáticas,
se trata de conflictos que tienen una clara naturaleza geopolítica.

Todos ellos cuentan, además, con un mismo protagonista, que se repite en las
sucesivas intervenciones, sea cual sea el eventual enemigo o la potencial amenaza.
Saddam Husseim, Slovodan Milosevic u Osama bin Laden representaron en su
momento a pueblos y opciones que poco o nada tienen que ver entre sí, excepto, si
cabe, su enfrentamiento coyuntural con los intereses de los Estados Unidos en
regiones de importancia estratégica.

Algunos estudiosos del futuro citarán los trabajos del profesor Bernal-Meza23
sobre los nuevos principios introducidos por el presidente George W. Bush en la
política exterior norteamericana de comienzos de siglo:

a) el derecho de intervención unilateral;


b) el derecho a utilizar todo tipo de armas, incluidas las no convencionales
(químicas, biológicas y nucleares);
c) la declaración unilateral de potenciales enemigos sin necesidad de probar
previamente su amenaza; y
d) el derecho a señalar qué es lo aceptable y qué no lo es a los países de su esfera
de influencia.

23
Estas ideas fueron expuestas en una conferencia pronunciada en octubre de 2001 en la
Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires.

70
Tal vez estos historiadores del 2050, que bien pudieran ser los hijos de los que
ahora ocupan nuestras aulas, encuentren fácil conectar estas crisis con el
desencadenamiento de una gran guerra nuclear en las primeras décadas de nuestra
centuria. Podrían explicar, por ejemplo -como se hacía en la segunda mitad del
siglo XX respecto a la Primera Guerra Mundial-, el estallido de esta nueva guerra
por las crisis balcánicas y las crisis coloniales (que ahora podríamos denominar,
utilizando una terminología ya consolidada, periféricas).

Tendrían a mano los argumentos clásicos referidos a la disputa por el control de


territorios y recursos estratégicos, la necesidad de dar salida a los stocks
generados por la industria bélica en una previa carrera de armamentos, la recesión
económica de la potencia agresora, la presión de los sectores conservadores y
militaristas sobre la política exterior, la influencia mediática en la exaltación del
victimismo y el sentimiento patriótico, etc., etc. No en balde contarían con los
exhaustivos análisis que respecto a las primeras dos guerras mundiales habían ya
realizado historiadores tan conspicuos como Pierre Renouvin, Jacques Droz, Marc
Ferro, Henri Michel, Eric Hobsbawm o Charles Zorgbibe, entre otros.

Podrían explicar estos jóvenes historiadores cómo el final de la Guerra Fría,


contra lo que pudiera haber parecido en su momento, no favoreció en nada a la
potencia que había liderado la “cruzada” contra el comunismo. Los Estados
Unidos, paladín del Mundo Libre y sede del más poderoso complejo militar-
industrial hasta entonces conocido, habrían resultado incapaces de adaptarse a las
nuevas condiciones derivadas de la desaparición del bloque oriental.

En lo tecnológico, la potencia americana había centrado la mayor parte de sus


esfuerzos en la investigación con fines militares, en la carrera espacial y en la
industria pesada; en contraste con ello, los aliados europeos –en especial Francia y
Alemania- se habían visto descargados del peso de la defensa y habían
desarrollado nuevas tecnologías aplicadas a los sectores productivos de carácter
civil, fundamentalmente las comunicaciones y la automoción. Algo similar cabría
decir de la región más oriental de Asia, donde Japón y los llamados “Siete
Dragones” lograron el predominio en la electrónica, la robótica y otros sectores
tecnológicos emergentes.

71
En cuanto a los sistemas de trabajo, Estados Unidos se vio constreñido por el
hecho de no haber sabido desprenderse a tiempo de la lógica fordista, que basaba
el crecimiento de las empresas en la explotación intensiva de la mano de obra y la
movilidad laboral, mientras que en Europa y Japón fue imponiéndose un modelo
de acumulación alternativo, el llamado postfordismo, que asentaría la buena
marcha de las empresas en la cooperación de los trabajadores y en el estímulo del
consumo por medio del incremento de los salarios y la estabilidad en el empleo.
Europa y Japón, sin dejar de ser potencias indiscutiblemente capitalistas, supieron
llevar a sus últimas consecuencias la lógica keynesiana, asentando su crecimiento
en el consumo, lo que les otorgó una superioridad estratégica frente a la Gran
Área liderada por los Estados Unidos, donde la fuente de la riqueza continuó
siendo el trabajo no pagado (o plusvalía).

A la larga, podrán concluir los historiadores del 2050, pese a los esfuerzos de los
centros económicos y financieros controlados por los Estados Unidos por imponer
la lógica neofordista al conjunto del planeta por medio del llamado
neoliberalismo, estas políticas quedaron limitadas a la esfera de influencia
norteamericana, lo que a la larga habría de significar la condena a muerte del
modelo. La crisis argentina a finales de 2001 será vista quizá como la primera de
una previsible cadena de quiebras en las economías periféricas del Imperio, que
habían asumido como suyos los dogmas neoliberales en las últimas décadas de la
pasada centuria.

Como hemos podido ver, los historiadores del futuro no parecen estar muy de
acuerdo con las opiniones del presidente Aznar, demasiado preocupado por aceitar
el vínculo de nuestro país con las potencias de la Gran Área anglo-
norteamericana. Pero quizá no todos concedan credibilidad a estos testimonios
extraídos directamente del futuro.

De hecho, nadie será capaz de explicar, aun pasados cincuenta años, lo que
sucedió realmente en el verano del primer año del nuevo siglo. Ni los líderes de
Al-Qaeda ni el gobierno talibán de Afganistán reconocieron nunca su implicación
en los acontecimientos, contraviniendo el más elemental principio de las acciones
terroristas: la propaganda del hecho. Contrastan además estas negativas con la
inmediata reivindicación que unos años antes el terrorismo islámico realizó de los

72
atentados contra las embajadas norteamericanas en Kenia y Tanzania, acciones sin
embargo mucho menos impactantes que el ataque al mismo corazón del Imperio.

La fecha del 11 de septiembre pasará, en todo caso, a engrosar la oscuras


efemérides sacralizadas por el más rancio nacionalismo norteamericano. El día en
que se desplomaron las Torres Gemelas será, junto al 15 de febrero (hundimiento
del Maine en La Habana en 1898), el 7 de mayo (hundimiento del Lusitania por
submarinos alemanes en 1915) y el 7 de diciembre (ataque japonés a Pearl
Harbour en 1941), una de las fechas que ayudarán al pueblo norteamericano a
recordar que no puede bajar la guardia, que debe mantenerse en permanente
estado de alerta si desea conservar su liderazgo en la cada vez más compleja
sociedad internacional.

La intervención en Afganistán enseñará asimismo que, como sucedió con las tres
grandes afrentas anteriores, los Estados Unidos están en condiciones de responder
a cualquier ataque con violencia y magnitud desmesuradas (con Justicia Infinita).
Como en 1898, 1915 y 1941, las acciones militares fuera de sus fronteras han
quedado justificadas. La opinión pública, esencial para el buen funcionamiento de
la democracia americana, las respalda e incluso las exige. El presidente Bush,
como antes McKinley, Wilson o Roosevelt, ha visto cómo el discurso patriótico
ha elevado su popularidad hasta niveles insospechados. Por más que en los
medios oficiales se niegue, muchos europeos lo saben y se estremecen con sólo
imaginar adónde puede conducir todo esto. Experiencias históricas no faltan.

En 1898 España era dibujada por los poderes mediáticos de los Estados Unidos
como una atrasada y salvaje tiranía, que vivía de espaldas a la democracia y a la
civilización. Pulitzer y Hearst mostraron al mundo la maldad de un gobierno tan
degradado que había llegado a practicar el genocidio y la limpieza étnica con la
población cubana, y el terrorismo internacional, ordenando la voladura del
acorazado Maine. La diplomacia norteamericana hizo su trabajo y, aislada
internacionalmente, España, que siempre negó su implicación en el misterioso
hundimiento del Maine, se dispuso a recibir un castigo ejemplar. “Remember the
Maine!” fue la consigna que permitió a los Estados Unidos hacerse con el control
de las islas de Cuba y Puerto Rico, cerrando el Golfo de México, y ampliar su
presencia en el Pacífico con la isla de Guam y el archipiélago filipino, las escalas
finales necesarias para unir de forma segura San Francisco con Hong-Kong.

73
Sería prolijo referirse ahora, como seguramente con más tiempo podrán hacer los
historiadores del 2050, a cómo este modelo fue empleado también con éxito en las
dos primeras Guerras Mundiales: dos nuevas “guerras justas” contra malvados
Imperios regidos por líderes fanáticos y gobiernos ilegítimos, en las que, sin
embargo, los Estados Unidos obtuvieron tan importantes beneficios que Henri
Luce se atrevió a denominar por ello al siglo XX, el “primer gran siglo
americano”. Si no resultara macabro, cabría decir que los Estados Unidos deben
mucho, quizá demasiado, al terrorismo. Y no sólo al que practican dentro y fuera
de sus fronteras, ni al que toleran desde hace décadas al gobierno de Israel, sino al
que, ejercido contra ellos, los dota de legitimidad democrática, aúna los espíritus
adormecidos de los hombres y mujeres del pueblo, fortalece el sentimiento
patriótico, inocula el miedo y la sed de venganza, estimula el armamentismo y el
militarismo y, en fin, los hace temibles para el resto de la Humanidad.

“Remember 11-S!” será el grito terrorífico que resuene todavía mucho tiempo de
un extremo a otro del planeta. Como una nueva Cartago, Afganistán ha sido
borrado de la faz de la Tierra. Sus crímenes sin duda fueron muchos, pero, como
recordarán acertadamente los historiadores del 2050 en sus libros sobre la tercera
preguerra, quizá dos sobresalen entre todos ellos: su localización estratégica y el
aislamiento internacional de su régimen. No sabemos, quizá nunca sepamos, hasta
qué punto y de qué forma estuvo vinculado el gobierno talibán con los
acontecimientos del 11-S, pero la recesión económica y el progresivo
cuestionamiento del liderazgo norteamericano en el orden de la post-Guerra Fría
exigían una respuesta contundente e inmediata, una nueva guerra justa, reparadora
y preventiva.

Sin embargo, a diferencia de los tres conflictos anteriores, las acciones militares
de los Estados Unidos en estos primeros años del siglo XXI son por primera vez
los de una potencia en declive, cuya economía se manifiesta incapaz de responder
al desafío de sus competidores si no es fomentando la industria de guerra y la
carrera de armamentos.

En efecto, aunque nadie le daba demasiada importancia entonces, los tratados de


historia económica del 2050 constatarán que todos los fenómenos sintomáticos de
una fase B de Kondratieff se daban en la economía norteamericana a mediados de

74
2001: el frenado del crecimiento en la producción y un declive en la producción
per capita; un aumento de las tasas de paro; un desplazamiento relativo de las
fuentes de beneficio, de la actividad productiva hacia la especulación financiera;
un aumento del endeudamiento del Estado; la relocalización de “viejas" industrias
en zonas con salarios más bajos; un aumento de los gastos militares, cuya
justificación no es verdaderamente militar, sino “anticrisis”, tratando de hacer
crecer la demanda; una caída de los salarios reales en la economía regulada, y una
expansión de la economía sumergida; un descenso de la producción de alimentos
de bajo coste; crecientes restricciones en lo referido a la entrada y el asentamiento
de inmigrantes... En otras palabras, el comportamiento históricamente esperable
en el proceso cíclico "normal" que precede al ascenso de estructuras de
reemplazo, con nuevos productos monopolizados, concentrados en nuevos
lugares: las potencias asiáticas, Europa Occidental y los propios Estados Unidos,
pero éstos a muy larga distancia de los dos primeros.

Los datos de Comercio Exterior referidos al 31 de julio de 2001 publicados por la


Oficina del Censo de los Estados Unidos confirman lo dicho. El balance con sus
tres grandes competidores, la Unión Europea, Japón y China no podía ser más
negativo: un déficit comercial de más de 22.000 millones de dólares. Y un déficit
total de 29.000 millones de dólares en su comercio. Muchos imaginaron entonces
que sólo una segunda escalada bélica, una nueva carrera de armamentos, podría
salvar al Imperio de la bancarrota. La prensa conservadora y los lobbies del
complejo militar-industrial apretaron las tuercas. El nombramiento de Richard
Myers, un conocido halcón, como nuevo jeje del Estado Mayor de la Defensa el
25 de agosto de 2001 no presagiaba nada bueno. Su discurso, pronunciado en el
propio rancho de Bush en Texas no dejaba lugar a dudas: iba a liderar la cruzada
contra los “Estados basura” e iba a devolver a los Estados Unidos el liderago
teconológico perdido en la última década. Lo que sucedió después es de todos
conocido.

Pero éste es un camino muy peligroso que otros ya recorrieron. En los años treinta
Alemania intentó salir de la recesión económica y derrotar a sus rivales por la vía
del militarismo: acabó aplastada y dividida en menos de diez años. Eso sí, casi 50
millones de personas perdieron la vida en la guerra más devastadora que hasta
entonces había conocido la Humanidad.

75
Hoy los Estados Unidos pretenden llevar a cabo una obra magna, inédita en toda
la Historia de la Humanidad. Son conscientes, como Herodes, del extraordinario
coste de sus decisiones, pero interpretan el momento en clave de supervivencia.
Por paradójico que parezca, el fin de la guerra fría ha puesto de manifiesto que en
las nuevas circunstancias el Imperio norteamericano puede ser sustituido a medio
plazo en su papel de potencia hegemónica del sistema mundial. Para muchos
teóricos y estrategas estadounidenses, y para los expertos del complejo militar-
industrial, el Sucesor, el “Mesías” ha nacido ya. Belén está hoy en el Extremo
oriental de Asia. Y crece rápido, concretamente al 7 por ciento anual, lo que
significa que pronto será la segunda potencia indiscutible del sistema mundial... y
a mediados de siglo la primera.

Europa no es “la elegida”, puede dormir tranquila, al menos por ahora y mientras
no cuestione su papel subalterno con respecto a la Gran Área. Sin embargo, pocos
pueden dudar que Alemania no ha renunciado a los objetivos estratégicos
diseñados por Bismarck hace 150 años. Japón ya fue neutralizado con carácter
preventivo a comienzos de los 90. Hoy sabe que es una pieza frágil, pero tendrá
que elegir entre ser la cabeza de puente norteamericana en la zona, como en
Europa lo es el Reino Unido, o establecer una alianza hasta ahora inédita con
China acelerando la formación de un polo oriental. En todo caso, los Estados
Unidos tienen razón en no sentirse cómodos. El tiempo, por una vez, no corre a su
favor. Cada año nacen 15 millones de chinos y con ellos proporcionalmente su
demanda de recursos, materias primas, energía, tecnología, en definitiva, su
necesidad de poder.

El ascenso de China es una consecuencia evidente y necesaria de la globalización,


entendida como un rasgo esencial y definitorio de nuestra especie, que nos ha
acompañado desde los tiempos más remotos y que ha condicionado los ritmos y
modos en que se ha ido produciendo nuestra evolución a través del tiempo. No
olvidemos que los tres rasgos que definen a la especie humana como especie
global son: el crecimiento demográfico y territorial, la puesta en valor del
conocimiento y los recursos por la creciente movilidad y la cada vez mayor
complejidad con que nos adaptamos a un medio ambiente en continua expansión.
La especialización de funciones, la formación de subsistemas y la integración en
sistemas de orden superior hasta constituir un ecosistema global son las
consecuencias inevitables de la evolución humana, que se hace visible en la

76
constitución de comunidades cada vez más numerosas, extensas e
interrelacionadas.

Hoy China posee estos tres rasgos en grado sumo. Su población es la más
numerosa del planeta y crece a un ritmo imparable. Su tecnología, no sólo
productiva, sino también social, ha disminuido al máximo los costes de la
movilidad en uno de los territorios más extensos del planeta. Por último, su
ecosistema social, por criticable que parezca, resulta mucho más moderno y
complejo que el del capitalismo tardío vigente en Estados Unidos y los dos
grandes polos históricos de poder.

¿Cómo podría entonces frenar Estados Unidos el ascenso de China? ¿Es posible
bloquearla como a Cuba? ¿Es posible someterla como socio menor, como se ha
hecho con Europa o con Japón? ¿Es posible derrotarla económicamente? Las
respuestas son una y otra vez negativas. Para derrotar a China es preciso derrotar a
la propia globalización. O lo que es lo mismo: dismimuir los tres grandes
parámetros que señalan el grado de globalización de nuestra especie en la fase
actual. Es decir: reducir de manera sensible la población, dificultar y encarecer la
movilidad y simplificar el ecosistema social mundial. En otras palabras, hace falta
una guerra, no una pequeña guerra (al estilo de la del Golfo, los Balcanes o
Afganistán), sino una gran guerra, una, llamémosla así, III Gran Guerra, que sirva
para retroceder en el grado de globalización y permita la restauración del sistema
social mundial vigente a mediados del siglo XX. Ese es hoy el gran “sueño
americano”.

En efecto, será imposible por muchas razones no recordar lo sucedido el 11-S,


pero sería conveniente que los líderes norteamericanos no olvidaran tampoco la
experiencia de sus tradicionales adversarios, si no quieren correr el riesgo de verse
condenados a representar el mismo y trágico papel: el de enemigos esenciales e
irreconciliables de la Humanidad. Sólo los historiadores del 2050, quizá nuestros
nietos, podrán decirnos cuántos cientos de millones de muertos hubieran podido
evitarse recordando sólo esta sencilla pero esquiva lección.

¿QUIÉN RECELA DE LA GLOBALIZACIÓN?

77
Hemos dedicado buena parte de esta exposición a establecer los estrechos
vínculos existentes entre las estrategias de las grandes potencias para defender o
alcanzar la hegemonía en el sistema mundial. Sin embargo, no sería correcto
terminar sin hacer una referencia al influjo, poderoso y desestabilizador, que en
esta disputa puede tener el propio proceso de globalización. Cabe, de hecho,
preguntarse por qué instancias tan poderosas como las que hoy poseen el control
político y económico tanto en Europa como en Estados Unidos han puesto tanto
empeño en construir el nuevo dogma que conocemos como pensamiento único24.
¿No hubiese sido más eficiente, en términos de ahorro energético y de
perdurabilidad del sistema, evitar la cristalización de un discurso tan invasivo? La
historia de nuestro siglo demuestra hasta qué punto han resultado inútiles todos
los esfuerzos realizados con la pretensión de imponer visiones oficiales y erradicar
la disidencia intelectual. Sin embargo, el pensamiento único ha comprometido
todos y cada uno de los fundamentos y legitimaciones del poder, de forma que su
quiebra, por pequeña que sea, conduce directamente a un cuestionamiento
explícito del sistema.

Una apuesta de estas características sólo puede explicarse por la propia


inseguridad que el proceso objetivo de la globalización ha provocado y provoca
en los círculos del poder mundial, quizá demasiado adaptados a las cómodas
condiciones de la Guerra Fría. Contra lo que pudiera parecer, el hermetismo y la
aspiración holística del pensamiento único no son sino recursos defensivos de
quienes tratan aceleradamente de interpretar el signo de los tiempos. La
confrontación con el otro gran bloque ideológico demandaba un esfuerzo, y
lógicamente conllevaba riesgos y tensiones, pero, como se ha dicho, también
estaba sometida a unas reglas que eran bien conocidas y resultaba bastante
improbable que alguno estuviera interesado o pudiera alterar las condiciones de la
confrontación. De hecho, con una influencia y un potencial destructivo como el
que el bloque socialista llegó a poseer, Occidente nunca sintió la necesidad de
constituir un pensamiento único.

24
Y por ocupar incluso el espacio del pensamiento crítico, definiendo interesadamente
falsos debates, como se hace en ESTEFANÍA, J.: Frente al pensamiento único. Madrid,
1995. Para dimensionar esta singular crítica al pensamiento único, digamos, desde dentro,
véase del mismo autor ESTEFANÍA, J.: La nueva economía. La globalización. Madrid,
1996.

78
Ahora el enemigo exterior ha desaparecido, pero ¿no es el propio proceso de la
globalización un potencial enemigo del poder? Desde los grandes polos del
capitalismo desarrollado, sea en Europa o en los Estados Unidos, no puede verse
con tranquilidad un crecimiento demográfico como el que hoy, por efecto de la
propia globalización, experimentan los países del Sur. Pero la revolución
tecnológica, en manos de las grandes corporaciones capitalistas, ha condenado ya
a estas poblaciones a la miseria y a la exclusión25. No tienen lugar en el sistema;
sin embargo, existen y no es posible hacerlos desaparecer del planeta. Es más, en
sólo unas décadas habrán duplicado su número y constituirán las cinco sextas
partes de la Humanidad. Es lo que Paul Erlich ha denominado la “bomba P” 26. Y
aún no hemos dicho nada de su impacto ecológico27.

Pero la inseguridad de los poderosos viene también motivada por la reactivación


de la competencia interna por el control de los mercados mundiales28. Tras la
desaparición del enemigo común, la formación del llamado “espacio económico
europeo” y de la “zona euro” constituye, se reconozca o no, una seria amenaza
para la hasta ahora incuestionada supremacía de la Gran Área anglo-
norteamericana29. Baste señalar, por ejemplo, cómo el dólar y el euro siguieron

25
BOFF, L.: Ecología: grito de la Tierra, grito de los pobres. Madrid, 1996; HARDOY,
J.E.; SATTERTHWAITE, D.: Las ciudades del Tercer Mundo y el medio ambiente de la
pobreza. Buenos Aires, 1987.
26
El término “Bomba P”, que define el crecimiento imparable de la población mundial,
fue empleado por primera vez por Paul Erlich en The Population Bomb. New York, 1968.
Una reflexión más reciente en ERLICH, P. R.; ERLICH, A. H.: La explosión
demográfica. El principal problema ecológico. Barcelona, 1994.
27
Lamentablemente, se van cumpliendo las previsiones más pesimistas contenidas en
MEADOWS, D.N. et al.: The Limits of Growth. A Report for the Club of Rome´s Projet on
the Predicament of Mankind. Londres, 1972, luego confirmadas por la COMISIÓN
MUNDIAL SOBRE ENTORNO Y DESARROLLO, Informe Brundtland. Nuestro Futuro
Común, Madrid, 1989.
28
ADAMS, J., La próxima guerra mundial. Buenos Aires, 1999; ALBIÑANA, A. (ed.):
Geopolítica del caos. Madrid, 1999.
29
Algo que se reconoce implícitamente en algunos documentos oficiales europeos,
COMUNIDADES EUROPEAS: Europa en un mundo cambiante. Relaciones exteriores
de la Comunidad Europea. Luxemburgo, 1994.

79
trayectorias claramente divergentes durante el conflicto de Kósovo, aunque en
apariencia la intervención estaba consensuada. Y en el área del Pacífico, donde se
desarrolla la proyección exterior de Japón, cabe decir otro tanto30, aunque por el
momento el gran mercado chino continúa estando controlado por la Gran Área31.

Una última y palmaria prueba de hasta qué punto el poder se mueve hoy más por
el miedo, la incertidumbre y la desconfianza que por la senda segura de un
proyecto realizable la tenemos cuando ha salido a la luz la forma en que desde la
Gran Área se pretende controlar el uso de las nuevas tecnologías. Es la llamada
Red Echelon, uno de los muchos frentes abiertos en la competencia euro-
americana. Financiado por la Agencia Nacional de Seguridad, en los Estados
Unidos funciona ya a plena luz del día un gran centro con más de 20.000
especialistas, que trabajan filtrando todos los mensajes distribuidos a través de
Internet. Agrupados por idiomas, regiones, temáticas y conflictos, su oscura y
sistemática misión consiste en detectar, utilizando tópicos del lenguaje
tecnológico y palabras-clave de las ideologías críticas, quiénes son los emisores y
los receptores de los mensajes, qué relaciones establecen entre sí, qué grado de
peligrosidad puede atribuírseles y, en definitiva, aportar a otros departamentos la
información necesaria para llevar a cabo el espionaje industrial y para desintegrar
cualquier forma de resistencia a los designios del Imperio. Parece ciertamente
revelador que, en un mundo donde se proclama el triunfo de la democracia y el
mercado, tenga lugar esta violación sistemática de la privacidad con el fin de
mantener el monopolio tecnológico e identificar a la disidencia. El Parlamento
Europeo lo ha denunciado, pero ya circulan rumores sobre la puesta en marcha de
una versión autóctona.

Este terror profundo del sistema a lo que sus expertos consideran efectos
indeseables de la globalización es lo que, en definitiva, explica la firmeza en el

30
BONOMELLI, G.: “Japón en el nuevo orden mundial: tendencias en su agenda de
política exterior”. Cuadernos de Política Exterior Argentina, Serie Docencia nº 33
(1996), número monográfico; también, sobre los antecedentes de esta expansión,
HALLIDAY, J.; MCCORMACK, G.:, El nuevo imperialismo japonés. Madrid, 1972.
31
Por ejemplo, BOLOGNA, A. B.: “Los superbloques económicos: Asia Pacific
Economic Cooperation APEC”. Cuadernos Política Exterior Argentina, Serie Docencia
nº 38 (1997), número monográfico.

80
empeño de construir un pensamiento único. Es evidente que el conocimiento, la
información, el intercambio y la crítica tienen ahora canales de distribución a
escala planetaria en tiempo real. La ocultación y la mentira son ahora
objetivamente más difíciles de sostener, pese al control absoluto de las grandes
agencias de noticias y de los grandes medios de comunicación de masas. El reto
de los poderosos es ahora no negar, sino integrar unos hechos que ya no pueden
ser ocultados en un sistema interpretativo y en un contexto que no cuestione los
fundamentos del sistema. Miles de experimentos se han realizado ya, por medio
de la prensa, la televisión e Internet, para tratar de estimar hasta dónde es posible
extender con eficacia esta manipulación. Recordemos, como botón de muestra,
aquella imagen que dio la vuelta al mundo en los días de la “guerra del Golfo”:
una gaviota embarrada en petróleo, la prueba inequívoca de que Saddam Hussein
no sólo era un tirano sino que también atentaba contra el medio ambiente. Su
impacto fue mundial, pero la imagen procedía de un vertido de crudos en la propia
costa norteamericana32.

En definitiva, la globalización ha venido a demostrar justamente lo contrario de lo


que se obstina en defender el pensamiento único: que la historia continúa, y que
además lo hace a una velocidad trepidante. Como siempre, la tecnología está a
disposición del hombre, puede curar o matar, producir o destruir, generar riqueza
o extender la pobreza y el hambre. Que nadie crea que el desempleo o la
manipulación son “culpa” de los avances tecnológicos. Este nuevo “ludismo”
resultaría ingenuo y fatal. Son los hombres, llevados por sus intereses, los que
amplían o restringen el beneficio social de los avances tecnológicos. El sistema
económico tampoco es una fuerza de la naturaleza, a la que haya que plegarse
como ante un viento implacable. El neoliberalismo no es más que una forma, la
menos inteligente, la más destructiva, de organizar y hacer funcionar la economía.
La cuestión radica, no nos engañemos, en quién posee el poder y en cuáles son los
recursos de que dispone para conservarlo.

32
Sobre esto puede verse SARTORI, G.: Homo videns. La sociedad teledirigida. Madrid,
1997. Otro caso extremo, por la falsificación continua de las informaciones, fue el
tratamiento dado por la prensa alemana y, en particular, por el Frankfurter Allgemeine
Zeitung, al conflicto yugoslavo desde sus inicios, algo reconocido incluso por autores
afines como ASH, T. G., “El presente como historia”. Claves de razón práctica, 102
(2000), p. 26.

81
Pero, ¿quien puede asegurarse el predominio en tales condiciones? No podemos
siquiera imaginar cómo será el mundo de nuestros hijos, ni si habitarán dentro o
fuera del planeta, con otros hombres o en compañía de seres fabricados
industrialmente. El futuro no está escrito para nadie. Además, sus recientes
alardes demuestran que hoy el poder mundial se asienta sobre dos frágiles pilares:
de una parte, una gran capacidad para ejercer la violencia y provocar la
destrucción; de otro, el pensamiento único. Ambos están indisolublemente unidos,
porque la violencia sin legitimidad, sin consenso, sin resignación, es como un
boomerang. Resistirse es ya un gran paso para vencer.

82

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