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TRANSFERENCIA Y
CONTRATRANSFERENCIA
Como una experiencia constante demuestra, la verbalización no produce por
sí misma (de modo inmediato y automático) una modificación efica del
estado de la libido, de la fuerza de las defensas o de los mecanismos
represivos, como algunos principiantes suponen, pero sí constituye la puesta
en marcha (y va jalonando el proceso) de una translaboración lenta de todo
este material reprimido. Translaboración que vaya desgastando las defensas
neuróticas, movilizando y recanalizando las energías básicas y conduciendo
a una aceptación de la realidad (propia, ajena y mundana), a través de
progresos y de retrocesos apoyados en una tensión transferencial.
Y este hecho supone que el sujeto humano, al entrar en relación terápica con
otro sujeto humano, ante el cual se ve en la obligación de bajar sus defensas
y de manifestarse radicalmente (aunque de modo progresivo y lento) tal cual
él se siente ser, comienza a proyectar sobre él una serie de elementos
inconscientes arcaicos (es decir, no actuales ni siquiera recientes, y que no
corresponden a cuestiones y situaciones más o menos pragmáticas de su vida
adulta), que venían constituyendo el trasfondo emocional y libidinal, no
resuelto, que inhibía o, de alguna manera, modificaba perturbadoramente la
dinámica adulta de sus energías básicas (libido), de sus relaciones con el
mundo y de la aceptación de sí mismo; con la consiguiente falta de
productividad, o la ansiedad de una presencia social conflictiva.
El tipo de efectos negativos estaría constituido por los hábitos de defensa del
Yo (el Yo neurótico es esencialmente defensivo), que también vienen
«transferidos» proyectivamente al analista, constituyendo la llamada
«transferencia narcisista» en la que el Yo se angosta y confina en un mundo
resguardado de los efectos penosos (ansiedad, vergüenza, culpabilidad,
repugnancia...) manifestando hostilidad hacia el analista.
105 Tal asunción por parte del Yo de las funciones ejercidas hasta
entonces externalizadamente por un Super-Yo adventicio equivale a lo
que en Libido, terapia y ética (Estella, 1974) hemos denominado «ética
autógena», es decir, no externalizada ni abstractamente normativa.
Aunque todo esto sea verdad, nadie puede afirmar seriamente que la
neurosis o la psicosis provengan exclusivamente de estos factores
colectivos y socioeconómicos, o por lo menos que han de haberse
filtrado por otros niveles menos abstractos y generales, para
impresionar al inconsciente del paciente. Introducir por iniciativa
propia tal material, ya se ve que puede dar lugar a toda clase de
tergiversaciones y de desviaciones en la emergencia de material
verdaderamente efectivo y analítico y en su interpretación.
La terapia dialytica es una lucha (casi del tipo de las artes marciales
orientales, metafóricamente hablando) en la que el Inconsciente no quiere
entregar sus claves y, por añadidura hay que combatirle desde fuera y
aliándose con él (que es hermético y hábil en fintas y en equívocos), dándole
confianza pero al mismo tiempo desconfiando del mismo, en una gran
elasticidad comunicacional y situacional (creando situaciones y tratando de
activarle, pero sin introducir contenidos no dados por el paciente, entre
Scilla y Karibdis de la pasividad ineficaz y de la implicación inductora).
Esta etapa progresiva del proceso puede dar vértigo al paciente y producir en
él resistencias suplementarias, pues lo que él desea es «curarse», sentirse
menos ansioso y más adaptado a la realidad y a su vida profesional o
familiar, y resulta que empieza a experimentar lo contrario (tras el alivio de
la descargc inicial). Mas esta regresión inicial es indispensable, pues no ha
de curarse si no es recuperando las posibilidades y cargas energéticas
marginadas en la infancia, y ello gracias a la reversibilidad de los procesos
de la personalidad, verdadero privilegio del viviente humano.
Cuando, de una parte, han comenzado así a relajarse las barreras superyoicas
y, de otra, ya no se encuentran los fantasmas (asociados a las cargas
libidinales) en un estado flotante y sin un objeto real determinado que
investir (estado causante de ansiedad), sino catalizados en el analista, que los
encarna; si además éste ha atraído hacia sí (por su tolerancia) alguna carga
de libido, capaz de atravesar la barrera de la censura superyoica (puesto que
él mismo encarna también el Super-Yo), habrá comenzado el «deshielo» y se
estará produciendo una abreacción inicial: el proceso evolutivo de la
personalidad madura podrá volverse a recorrer, contando esta vez con toda la
energía libidinal presente, operante en el fondo psicovegetativo del paciente.
Por lo tanto, puede ser un error tratar de forzar a los pacientes a «adaptarse»
o a trasformar su personalidad de acuerdo con tales pautas (y por eso
algunos se resisten a la terapia, por miedo a tales cambios, más bien
alienantes que terápicos), sino que lo único necesario es ayudar a que se
asuman tal como ellos son y a explotar esa mismidad propia, para abrirse
más, ya sin miedos infantiles, al «principio de realidad» o a la realidad
concreta de su entorno, actuando en ella efectivamente (no de modo
simbólico, emocional o defensivo) en la tensión dialéctica de la «fidelidad» a
lo real y de la «fidelidad» a sí mismo.
1. Efecto «testigo».
2. Efecto «espejo».
3. Efecto «pantalla».
4. Efecto «regresión».
5. Efecto «descarga».
6. Efecto «despliegue».
7. Efecto «injerto», que a su vez presenta los componentes siguientes:
a. Confianza básica.
b. Comunicación de inconscientes.
c. Clima afectivo apropiado.
d. Inducción energética.
De otra parte, las demandas suscitadas por esto mismo, al ser frustradas (en
virtud de la pauta «de la abstinencia») provocan regresiones cada vez más
remotas, hacia niveles infantiles más arcaicos, lo cual permite desreprimir y
recuperar cargas de energía libidinal siempre mayores y más básicas.
Puede, sin embargo, ocurrir que un paciente determinado congenie más y sea
más susceptible de «injerto» con un discípulo que con el maestro de una
escuela; eso sí, si un analista observase que en su práctica abundan tales
tipos de casos, debería reexaminar si es que su personalidad, no es adecuada
a tal tipo de terapia y si debe seguir practicándola, o si tendría tal vez que
seguir psicoanalizándose, hasta adquirir una personalidad más cualificada en
este sentido. Desde luego, la comercialización de la práctica y el elitismo
económico que los honorarios elevados ocasionan, podrían ser la causa de tal
falta de comunicación profunda y de confianza básica.
Hay que tener, pues, en cuenta dos puntos muy importantes: aunque el
analista haya de ser una pantalla neutra y objetiva, su personalidad concreta
influye en el caso y constituye un verdadero instrumento terápico (o
antiterápico) que, por sí mismo, ejerce un influjo específico en esos aspectos
dinámicos e incontrolables de la relación. Con respecto a la comercialización
de la Psicoterapia, hay que tener en cuenta que ésta (y más el psicoanálisis y
la diálysis) es algo tan concreto y ceñido a cada circunstancia, como el arte y
la artesanía, que no es posible ser eficaz «despachando» impersonal y
formulariamente a todo cliente que se presente, interese, o se le interese o
no, sin una dedicación concreta y modulada por su mismidad personal.
Para poder apreciar a los pacientes de esta manera, claro está que ha de
adiestrarse el analista en una percepción altruista y concreta del otro, en una
philanthropia (literalmente entendida) o, si se prefiere, en una agapé muy
inmediata, concreta y singular, que podríamos calificar de «núcleo
dinamizador» y motivador en la «vocación» de terapeuta (igualmente
debería llegar a ello el médico y el pedagogo) y que, para su logro, requiere
una elaboración disciplinada e interior de los afectos, que de egoístas se
cambien en altruistas, y de individualistas, en grupales y hasta en
universales.
Sin duda que habrá diferencias de unas a otras personalidades, y que tratarse
con un analista «genial» resultará más eficaz y enriquecedor que hacerlo con
un adocenado (aun dentro de esta cualificación indispensable), pero ha de
darse siempre una capacidad suficiente de «injerto» en todo terapeuta digno
de este nombre.
Entre los elementos que se «injertan», unos son necesarios y útiles y pueden
ser controlados, otros, en cambio, son suplementarios y accidentales y sería
preferible que no accediesen al paciente, pero resultan de difícil control (y en
este punto se plantea el problema de la contratransferencia como limitación
emergente en la relación transferencial). Los primeros pueden catalogarse
como sigue: energía, confianza en sí mismo, afectos, capacidad de
aceptación de la realidad y de sus objetos, capacidad de empatia (sin el freno
del miedo a «contaminarse», «disolverse» o, viceversa, «contaminar» o
«poner en evidencia una personalidad negativa») y tipos formales de
enfoque y de actitud («formales» por no afectar al contenido de lo que así se
enfoca ni a la ideología desde la cual se enfoca).
Caso distinto es, no tan desfavorable, cuando, por una razón o por otra, la
transferencia se reparta entre dos analistas de distinto sexo, y entonces venga
a reproducirse al pie de la letra la relación transferida con la pareja parental.
Pero aun en este último supuesto, si no se manejan perfectamente las claves
del caso y de sus transferencias, resultará más problemático el proceso que si
los juegos transferenciales se realizan, alternantemente, sobre la misma
persona de un único analista.
En nuestra práctica clínica hemos advertido, ya desde los primeros casos que
tratamos nosotros y nuestros colaboradores o discípulos, las siguientes
peculiaridades de la relación terápica, enteramente inevitables, moduladoras
de la misma y que dotan a cada «caso» de su ritmo y estilo específicos y
propios:
Todos estos fenómenos, que hemos comprobado y vivido muy de cerca, nos
obligan a sentar la tesis de que la contratransferencia se da inevitablemente
en todo proceso terápico, que es determinante de la eficacia de éste y que ha
de ser atendida y explotada (en cuanto sea posible algún control indirecto)
como un factor de primer orden en la dinámica de los casos.
1. Efecto «injerto».
2. Efecto «estímulo».
3. Efecto «provocación».
4. Efecto «heurístico».
5. Efecto «hermenéutico».
6. Efecto «complemento».
7. Efecto «vitalizador».
8. Efecto «modulativo».
Todos ellos dependen de que haya confianza básica (y, todavía mejor,
transferencia), porque, de no haberla, cuanto mayores fueren la energía vital,
el poder de captación y de empatia y las cualidades profesionales y técnicas
del terapeuta, tanto más se reforzará la actitud defensiva del paciente, pues la
amenaza de una injerencia eficaz en sus estructuras básicas (defensivas, por
supuesto) resultará tanto más desazonante y hasta alarmante para su Yo
precario e inseguro de sí mismo. Y esta desazón y alarma sólo puede cesar si
el paciente percibe la injerencia del analista como algo amistoso o, todavía
más, como aquel influjo materno que necesitó en su primera infancia para
poder relacionarse afectivamente, sin miedo, con la realidad, y que no tuvo.
Pero este bajar las defensas por ese flanco y vivenciar la relación con el
terapeuta como la recuperación de una relación muy específica de la
infancia, es precisamente la transferencia, o, cuando menos, la confianza
básica.
Desde el polo del analista resultan ser estos efectos el toque eficaz e
imponderable que, a veces, sin saberse cómo, garantiza la curación o la
aceleración de un caso. Si han de ser verdaderamente operantes, no es
posible fingirlos, dar las apariencias o provocarlos artificialmente: si no hay
una contratransferencia positiva radical respecto de un caso, el analista
puede menos (o no están garantizados ni el éxito, ni la rapidez, ni siquiera
que el paciente no abandone la terapia, aunque el proceso avance y sea
eficaz, y precisamente por ello).
Cuando se percibe así a los pacientes y se vive su caso con esta concreción
(la Einfühlung de que trata Max Scheler a propósito de la captación
inmediata del otro en el cariño; este término alemán no tiene traducción
exacta en castellano, que tiende a sentimentalizar estos componentes del
fenómeno amoroso, traicionándolo, por supuesto, en lo que tiene de más
genuino), nunca se los ve como «caso» (como un «caso» entre otros, como
sucede en Medicina), sino como algo tan singular y propio que no se
difumina entre los demás procesos terápicos que se tienen entre manos. Así,
aun sin haber tomado notas, vienen a la memoria sus peculiaridades,
acontecimientos, sueños y somatizaciones nada más ponerse el paciente en
presencia del analista117.
Y si algún terapeuta no fuere capaz de una captación así del otro en cuanto
paciente, ello significaría que no es suficientemente apto para
psicoterapeuta, o que debe resignarse a ser menos eficaz o menos rápido en
los efectos de su terapia. Se trataría de un efecto contratransferencial
negativo.
Todo esto no quiere decir en absoluto que la estima y el cariño con que se
capta el caso hayan de expresarse verbalmente, a veces habrá incluso que
disimularlos celosamente bajo una capa de frialdad, de objetividad y hasta de
agresividad y severidad en algunos momentos. Y, sobre todo, sería
improcedente manifestarlo en el caso de histéricos o de mujeres frustradas
que buscan ansiosamente un cariño masculino en quien fijarse, como es
lógico. Pero si existe realmente esta estima básica del o de la paciente, hará
su efecto aunque no se manifieste, y precisamente por ello.
Si hay contratransferencia negativa, los efectos serán los opuestos, el analista
no se podrá interesar básica y radicalmente por el caso, o no estimará al
paciente o incluso sentirá desprecio y rechazo hacia él (como el paciente
puede sentirlos hacia el analista). Entonces, o no se deberá admitir a tal
paciente, o incluso deberá cambiársele de analista, o habrá que resignarse a
que el proceso sea lento, a veces ineficaz y expuesto a que el mismo paciente
lo abandone.
En estos casos, tras haberse «cargado de razón» el analista de que ese tipo de
discurso es directamente irrelevante (nunca indirectamente), puede cortarlo
abruptamente diciendo: «Llevo varias sesiones sin entender lo que me estás
diciendo... tu lenguaje me resulta extraño: ¿qué estás queriendo expresar?»,
o en algunos casos extremos fingir impaciencia y con voz firme interrumpir:
« ¡De eso no vuelvas a hablar! Ya estoy cansado de oírlo y no me dice nada:
estás perdiendo tu tiempo en llenar horas y horas inútilmente: Cambia de
lenguaje!».
Es algo muy semejante a lo que ocurre con la formación del gusto estético en
los decoradores, que siempre corren el peligro de quedarse en unos
adocenados que imitan lo clásico, o en unos «originales» que dan en lo
estrambótico y que confunden lo avanzado y pionero con el mal gusto, ya sin
funcionalidad y sin el efecto sedante que toda decoración y todo ambiente,
por audaz que pretenda ser, ha de producir (pues no se decoran los interiores
para sentirse mal en ellos, sino para obtener un mínimo de bienestar
psíquico): éste es el caso de todos los manierismos estilísticos de la historia.
Para ser creativo y no excéntrico hay que dejarse dirigir la palabra por la
realidad misma y no ir contra ella; eso sí, sin las ataduras irreales de las
tradiciones, pero con una estrecha vinculación a lo concreto de cada caso y a
lo que una sensibilidad despierta aconseja. Si una excesiva fidelidad a una
tradición de escuela perjudica, es ello solamente por lo que tiene de
impedimento para percibir la realidad en sí, como la percibieron los maestros
y fundadores de la escuela, los cuales no deben ser seguidos en la letra, sino
en la actitud y en el modo de hacer sus experiencias y de canalizarlas. Pero,
como decimos, esto supone un largo aprendizaje.
Nosotros podemos decir que cada nueva técnica heurística o hermenéutica
que hemos descubierto (aunque después hayamos comprobado que ya otros
autores la aplicaban), se ha debido a la necesidad de resolver un problema
muy concreto en algún caso real, y no a especulación alguna. Así, estas
técnicas y recursos han partido de la realidad y han procedido siempre al hilo
de los hechos y de la eficacia que comprobábamos prácticamente en el
desarrollo de los mismos.
No podemos decir con precisión cómo se produce esto, sólo afirmamos que
ello es posible y hasta lógico y que, de hecho, se experimenta algunas veces,
precisamente cuando el paciente logra identificarse con el analista, sin temor
persecutorio de ir a ser absorbido por él.
Este último efecto es, o puede parecerle al paciente, bastante negativo, por lo
menos resulta ambivalente; su personalidad no es todavía totalmente ella
misma, se halla modulada por una inducción ajena, y esto siempre repugna o
puede despertar recelos.
No hay que asustarse demasiado. Salvo en el caso de un perfil de
personalidad defectuoso (fanático, ideológicamente apasionado y poco
lúcido, sensual, cínico e interesado, poco productivo, clasista, superficial,
tergiversador, o intrigante..., todo lo cual haría tal vez dudar de la última
eficacia que en él habría tenido su análisis didáctico), y aun entonces, si el
paciente se halla bien dialyzado, cualquier otro perfil de personalidad, más o
menos positivo (pues nunca acaban de perderse ciertos rasgos muy
personales pero limitativos y hasta deficientes; lo otro sería haber logrado
una infalibilidad sobrehumana que nunca puede prometer el análisis), sólo
puede ser mirado con recelo por el hecho de no ser propio; nada más, pero
puede suponerle una versión inicial de sí mismo en principio aceptable,
teniendo la seguridad completa de que, si está verdaderamente dialyzado, la
propia vitalidad y el propio estar-en-realidad, desde su más genuino ser sí-
mismo, irán trasformando rápidamente este estilo inicial de puesta en
marcha en un perfil de personalidad perfectamente original. Pues la
personalidad vive, es precisamente un «órgano vivencial de existencia
dinámica», y la vida es evolución y transformación constante, si es
verdadera vida.
Por eso le repugna al paciente, y con toda razón, cuanto pueda significar
emocionalidad, identificación alienante con otro, magma de emociones
imprecisas y hasta ser objeto de una atención y de una estima cariñosa
demasiado intensa. Efectivamente, esto no sería sino la «placenta» donde ha
de regestarse, mas para abandonarla inmediatamente (la transferencia, la
contratransferencia y la reactualización de sus posturas y envolvimientos
afectivos infantiles y arcaicos), tan pronto como su integración y su reajuste
de personalidad le vayan permitiendo ser él mismo situado adecuadamente
frente y en una realidad objetiva y sin las nieblas de sus proyecciones
emocionales anacrónicas.
En estos tres tipos de situación terápica habría que estudiarse seriamente por
parte del terapeuta (y convendría incluso que lo cuestionase al principio con
cada paciente) si es apto para tal caso o no lo es, y si convendría un cambio
de analista.
Es frecuente en los pacientes el temor a dejar de ser lo que son y esto causa
en ellos fuertes resistencias al influjo contratransferencial del analista.
Habría que advertirles que no van a perder nada, pues no van en realidad a
«dejar de ser lo que son», sino a dejar de ser el negativo de lo que debieran
haber sido, es decir, que van a recuperar la versión de sí mismos más
deseable, que quedó malograda en el pasado (y que hubiera sido
irrecuperable de no servirse de los registros inconscientes que la diálysis
pone a su disposición).
Pero esto nos conduce a otra cuestión más profunda: en realidad se trata de
no cerrarse rígida y definitivamente sobre ninguna versión limitativa de
nuestro ser nosotros mismos y realizar la tarea de ser lo que se es, sin ser lo
que se es, si por «ser» se entiende un perfil mineralizado y esclerósico de
personalidad.