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6.

TRANSFERENCIA Y
CONTRATRANSFERENCIA
Como una experiencia constante demuestra, la verbalización no produce por
sí misma (de modo inmediato y automático) una modificación efica del
estado de la libido, de la fuerza de las defensas o de los mecanismos
represivos, como algunos principiantes suponen, pero sí constituye la puesta
en marcha (y va jalonando el proceso) de una translaboración lenta de todo
este material reprimido. Translaboración que vaya desgastando las defensas
neuróticas, movilizando y recanalizando las energías básicas y conduciendo
a una aceptación de la realidad (propia, ajena y mundana), a través de
progresos y de retrocesos apoyados en una tensión transferencial.

No es la mera verbalización lo que va produciendo el avance del proceso


terápico, sino la verbalización al hilo de las vicisitudes transferenciales,
recibida por un oyente transferencialmente investido y doblada por una serie
de vivencias regresivas y arcaicas primero, aceptatorias y recuperativas
después («experiencia emocional correctiva» de Alexander y French), que
sólo son posibles si se ha establecido una relación transferencial estable.

La dinámica polivalente y multifuncional de la palabra va produciendo un


efecto retardado (por eso es lento el proceso analítico), de abrir fisuras en la
coraza de defensas, movilizar impulsos, disolver nexos indebidamente
establecidos y producir asunciones concienciativas de dimensiones y de
áreas enteras del mundo o de la personalidad.

Y ello sucede gracias a la eficacia de la palabra en sus funciones de conectar


y establecer una circularidad dialéctica entre recuerdos, asociaciones,
racionalizaciones, emociones, impulsos, deseos, demandas, fantasías y
símbolos, pudiendo hacer de todo ello, interrelacionado, una vivencia actual,
juntamente con una labor impregnativa de estratos cada vez más profundos
del psiquismo inconsciente; y así dota a las cadenas semánticas, allí
cortocircuitadas (y, por lo tanto, «fijadas» a impulsos parciales, a segmentos
conducíales y a modos obsesivos y compulsivos de reaccionar a los
estímulos) de los eslabones perdidos («reprimidos» o «negados»), pero
concienciados y reactualizados por la verbalización y la hermenéutica,
únicos capaces de poner en marcha el proceso evolutivo y madurativo de la
personalidad, al restablecer concienciativamente la serie adecuadamente
ordenada de las experiencias y de las representaciones infantiles (no
dislocada ya por estados emocionales desfavorables y traumáticos).

Sólo meses o años después de haber realizado las primeras verbalizaciones


en situación analítica, apoyando y translaborando, la relación transferencial
y contratransferencial, el efecto de esas verbalizaciones, o provocando otras
que las refuercen, comienza a percibirse el efecto terápico de las mismas,
habiendo tenido que mediar un lento proceso dialéctico de resistencias,
rechazos y relaciones transferenciales negativas, así como de insights,
asunciones, vivenciaciones y relaciones transferenciales positivas. Todo ello
operando sobre el material básico dialytico, antes aludido.

Este material básico y sustancial en la diálysis se podría clasificar también


del siguiente modo:

Pasado en retención (recordado mediante las estrategias y las técnicas


hermenéuticas del análisis, mas no recordable a voluntad).
Símbolos y emociones sobredeterminantes de los mismos.
Masa de deseos, tendencias y demandas inconscientes, proyectivas y
simbólicas del paciente.
Revivenciaciones (de situaciones inconclusas, traumáticas, fijativas o
simplemente determinantes, procedentes de la etapa infantil) gracias a
la relación transferencial.

Y este último punto, así situado sistemáticamente, es al que vamos a dedicar


nuestra atención en este capítulo.

De la adecuada utilización de todo este material, gracias a la palabra y al


apoyo transferencial del analista, resultará la eficacia del tratamiento y el
estado terminal del mismo que se caracterizará por el progreso de los
siguientes factores:

Fluidez libidinal, capaz de empatía y de control.


Integración canalizadora de la misma, en una organicidad personal.
Lucidez objetiva mental.
Libertad elástica y autodispositiva.
Conexión productiva con la realidad («adaptación», «aprendizaje
adecuado»).

Todo esto supuesto —con lo cual hemos trazado el esquema total y


compendiario de la diálysis y la consistencia de la curación analítica—
podemos centrarnos sin lugar a malentendidos, en el estudio del fenómeno
transferencial y contratransferencial.
1. ENFOQUES DE LA TRANSFERENCIA
La transferencia es ante todo un hecho; el primer (y el segundo Freud no
había contado con ella y, cuando advierte que se produce, se siente
desconcertado y la conceptúa como un accidente imprevisto que trastorna la
pretendida asepsia del análisis (hasta el final de su carrera no la valorará
positivamente). Con la contratransferencia le sucede lo mismo, pero nunca
llegará a valorarla positivamente, sino que la mirará con recelo, como un
peligro sin paliativos para el éxito del análisis.

Y este hecho supone que el sujeto humano, al entrar en relación terápica con
otro sujeto humano, ante el cual se ve en la obligación de bajar sus defensas
y de manifestarse radicalmente (aunque de modo progresivo y lento) tal cual
él se siente ser, comienza a proyectar sobre él una serie de elementos
inconscientes arcaicos (es decir, no actuales ni siquiera recientes, y que no
corresponden a cuestiones y situaciones más o menos pragmáticas de su vida
adulta), que venían constituyendo el trasfondo emocional y libidinal, no
resuelto, que inhibía o, de alguna manera, modificaba perturbadoramente la
dinámica adulta de sus energías básicas (libido), de sus relaciones con el
mundo y de la aceptación de sí mismo; con la consiguiente falta de
productividad, o la ansiedad de una presencia social conflictiva.

De no darse este fenómeno transferencial, la terapia psicoanalítica resultaría


imposible, pues la palabra y la comunicación verbal por sí solas serían
ineficaces para movilizar las energías básicas y reajustar asuntivamente las
estructuras de la personalidad. Es, en cambio, el juego de tensiones
transferenciales y contratransferenciales, incontrolables las más de las veces,
lo que dota a la palabra y a la comunicación verbal de su fuerza significante
para los niveles profundos de la vida psíquica inconsciente y determinativa
de los movimientos básicos de la personalidad102bis.

102bis Por eso, quienes desconocen (o no han experimentado


prácticamente) el fenómeno de la transferencia y su eficacia concreta y
movilizatoria, no pueden admitir que un método terápico privado de
fármacos, de instrumentos o de influencias mecánicas graduales, y
controladas experimentalmente, sobre las conductas, sea capaz de
producir modificación alguna real en una personalidad; de ahí que
haya tantos detractores, y que psicólogos de una ideología o de otra
tiendan siempre a salirse de lo estrictamente analítico, verbal y
transferencial para recurrir a estructuras y dinámicas sociales, a
presiones prácticas de carácter conductista, a hipnosis, a sofrología, a
drogas o a dirigismo. Lo más específico y sutil de la base de hecho
(indeducible sistemáticamente) del método analítico (dialytico) les
escapa, como se le escapó al mismo Freud, que originariamente tenía
una concepción distinta de lo que había de constituir la dinámica
vertebral del psicoanálisis, pero que se dejó convencer por la
experiencia de los casos por él tratados (no en los aspectos
contratransferenciales, sin embargo). Sólo después de su muerte se ha
llegado a comprender toda la trascendencia y la multitud de funciones
que el fenómeno transferencial presenta dentro del proceso terápico.

La relación humana que supone la transferencia, dice Glover, y la tolerancia


del analista irán fomentando la activación de mecanismos primitivos y la
abreacción controlada de sus efectos múltiples, pues el paciente llega a
desplazar sobre el analista, no sólo afectos e ideas, sino todo lo que aprendió
u olvidó en el curso total de su desarrollo, con toda la multiplicidad de sus
factores.

La constante (en otros tiempos se habría denominado «ley») que hace


posible la transferencia es la proclividad que presentan las tendencias
libidinales de todo sujeto, cuya necesidad de cariño no fue suficientemente
satisfecha en la primera infancia, a despertar inevitablemente, tan pronto
como entra en comunicación con un nuevo «objeto», el analista. Los
impulsos inconscientes se resisten a ser recordados y más bien tienden a
reproducirse activamente, repitiendo modelos infantiles, con toda la
ambivalencia que entonces presentaban; esta movilización proyectiva
permite entonces analizar lo objetivado por la proyección (es decir, analizar
la transferencia), desligar del analista esos impulsos ambivalentes
proyectados sobre él (hostiles y eróticos, reprimidos) y liberar de ellos al
paciente, gracias a ese procedimiento de objetivación y de disolución
analítica de lo proyectado.

La relación humana que supone la transferencia, dice Glover, y la tolerancia


del analista irán fomentando la activación de mecanismos primitivos y la
abreacción controlada de sus efectos múltiples, pues el paciente llega a
desplazar sobre el analista, no sólo afectos e ideas, sino todo lo que aprendió
u olvidó en el curso total de su desarrollo, con toda la multiplicidad de sus
factores.

H. Nunberg, en uno de los trabajos más básicos para el estudio de la


transferencia: Transference and Reality (publicado en el «Internat. Journ. of
Psychoanalysis», 32 (1951) 1-9), afirma igualmente que la compulsión a la
repetición manifiesta la incapacidad del Yo para la abreacción (la cual
anularía, con la movilización libidinal que supone, la vivencia traumática),
mientras que la transferencia vendría a facilitarla, pues es la única fuerza que
neutraliza la atracción del Inconsciente (atracción fijativa y delusional en el
cortocircuito de una repetición compulsiva de actitudes y de reacciones o
demandas infantiles sin salida real).

La transferencia, siempre según Nunberg, al ligar la libido a la persona


concreta, pero fantaseada proyectivamente, del analista, disminuye el poder
traumático de la repetición y abre así la posibilidad de una completa
abreacción liberadora; la vivencia pasiva se trasforma en vivencia activa y la
elaboración del Yo permite el drenaje libidinal hacia el mundo real. Sin
embargo, las vivencias del Yo no llegan a adquirir su entera realidad
orientada de no sancionarlas el Super-Yo, lo cual se consigue mediante la
identificación con el analista (que, como se ve, viene a cumplir por lo menos
esta doble función: primero e inicialmente, la de sustitutivo del objeto
libidinal primitivo; segundo, la de instancia superyoica tolerante).

Inicialmente, la transferencia tiene el carácter de algo apartado de la realidad


(como una experiencia alucinatoria o un ensueño) y dos tipos de efectos,
positivos y negativos, también según Nunberg: el tipo de efectos positivos
puede resumirse en la creación de una atmósfera favorable en las sesiones,
dentro de las cuales el paciente encuentra un campo en el que poder
expresarse libremente, sin temor a ser rechazado, lo cual disminuye y anula
el miedo infantil; y existir amparado por el analista, fantaseado todavía como
omnipotente.

El tipo de efectos negativos estaría constituido por los hábitos de defensa del
Yo (el Yo neurótico es esencialmente defensivo), que también vienen
«transferidos» proyectivamente al analista, constituyendo la llamada
«transferencia narcisista» en la que el Yo se angosta y confina en un mundo
resguardado de los efectos penosos (ansiedad, vergüenza, culpabilidad,
repugnancia...) manifestando hostilidad hacia el analista.

También este tipo de transferencia es eficaz y esperanzador (pues de este


modo se drenan y manifiestan otros mecanismos y fijaciones negativas que
paralizan la dinámica libidinal positiva); pero si la transferencia llegase a ser
exclusivamente negativa, como en las personalidades paranoides con su
temor inconsciente a la persecución homosexual, cesaría toda posibilidad de
influjo terápico y habría que cambiar de analista, si es que ello fuese posible.
Si la transferencia logra ser eficaz, sus efectos positivos inmediatos
consistirían en una reducción de los hábitos de defensa que, al disolverse,
dejarían en libertad a otros hábitos más antiguos y expansivos, al aceptar el
riesgo y el aumento de tensiones (producidas por el temor superyoico al
castigo, que frenó en los orígenes la expansión de aquellos hábitos arcaicos
de búsqueda de gratificación). Este despliegue transforma el campo analítico
y el analista va siendo cada vez menos un objeto peligroso y se va
convirtiendo en un «objeto bueno», que responde a una ampliación del Yo y
de su mundo personal en el paciente103.

103 La transferencia de defensa tiene por finalidad la reducción de las


tensiones al nivel más bajo, que permite la modificación de la
personalidad por disociación (regresión y otros mecanismos). El
paciente, al entrar en relación con el analista, teme inconscientemente
el aumento de la tensión traumática en virtud de los sentimientos
penosos de vergüenza, culpa o ansiedad despertados por el comienzo
de la relación transferencial, pero ésta, al consolidarse, hace aumentar
la tolerancia de las tensiones y permite la disposición de mayores
cantidades de libido, que llega a destruir los hábitos de defensa (que
producían una disociación en los objetos), con la consiguiente
recuperación de objetos no disociados (lo cual puede comenzar por la
percepción misma del analista, verdadero organizador psíquico para el
paciente).

Glover habla de un estado inicial de «transferencias flotantes», hasta


que se produce una estabilización de la transferencia bajo formas cada
vez más regresivas («neurosis de transferencia»), para evolucionar
madurativamente después y, finalmente, disolverse. En algunos
pacientes, la transferencia se mantendría siempre en forma lábil y
difusa, a causa de una incapacidad de catectización.

La transferencia positiva inmediata sería caso raro, y se esconderían


siempre residuos de ansiedad, narcisismo y bloqueo, este último
motivado por una defensa contra los efectos que la relación
transferencial despierta, en los varones sobre todo por el miedo a
experimentar sentimientos homosexuales que corresponderían a la
etapa del Edipo pasivo revivenciada.

Los hábitos de defensa del Yo le parecen a éste perfectamente


«naturales» y «normales» y ha de ser resultado de la técnica del
analista el objetivarlos y hacerlos así sentir como extraños. Podría
decirse que la defensa del Yo deja de ser un fenómeno transferencial,
para hacerse actual, al armarse contra las interpretaciones del analista
o contra esos afectos despertados, inesperados y desazonantes, de los
cuales se hace mantenedor el analista.

Según K. Horney (New Ways of Psychoanalysis, 1939), el paciente no


puede utilizar ya, por causa de la transferencia, sus defensas habituales
y entonces surgen las tendencias reprimidas subyacentes, lo cual
provoca ansiedad y hostilidad defensiva contra el analista. Pero el
análisis puede resultar improductivo si esas motivaciones actuales no
fuesen suficientemente analizadas.

La transferencia puede llegar a producir una distorsión de la percepción,


según otra de las tesis de Nunberg, por proyección en el analista de la
imagen del padre. Esta distorsión produciría una «pérdida de los límites del
Yo» y un «sentimiento oceánico», que despertaría una necesidad compulsiva
de restablecer la identidad de las percepciones (al tener que abandonar el
pensamiento lógico y selectivo, y entregarse a los procesos de libre
asociación, el Yo queda temporalmente debilitado y el proceso primario
sustituye al proceso secundario). Y mientras la compulsión a la repetición
mira hacia el pasado, el proceso transferencial se orienta hacia el futuro: la
compulsión a la repetición se hallaba condicionada por la «congelación» de
la realidad psíquica primaria, y la transferencia trata de recuperar y
revivenciar esas realidades congeladas, hacer que descargue la energía ligada
y reorientarla hacia una realidad nueva.
Mas en estos movimientos regresivos, el analista ha de guardarse de toda
tentación de regredir con el paciente, y mantenerse neutro y distante
(espectador, no co-actor en su proceso). Según Ida Macalpine, el analista ha
de frustrar al paciente en sus demandas reales y obligarle así a ir regrediendo
progresivamente, para recuperar lo «congelado».

La transferencia, al fomentar la instalación del paciente en el análisis y la


regresión a esos niveles primarios y arcaicos, es conceptuada por algunos
como un tipo de «resistencia» (resistencia a abrirse al «Principio de
Realidad»), siguiendo la primera teoría freudiana; pero al ser actualizado el
conflicto inconsciente y poderse movilizar la energía libidinal (abreaccionar)
ya se advierte lo relativo de este carácter resistencial. Desde luego, en la
segunda teoría freudiana, aparece la transferencia como igualmente contraria
a ambos principios «de Realidad» y «de Placer», pero capaz, mediante la
unión de la repetición y del tratamiento progresivo, de reconducir
definitivamente al «Principio de Realidad». Sin embargo, la posibilidad de
este tratamiento progresivo se basa en el postulado de la reversibilidad de las
defensas, fenómeno que se debe a que éstas han sido aprendidas, son un
producto biográfico, que es posible rectificar volviendo regresionalmente a
sus raíces infantiles.

Así, M. Klein sostiene que el origen de la transferencia se halla en los


procesos que en el primer año de vida determinaron las relaciones objetales,
y ello explicaría el polimorfismo y las oscilaciones de la relación
transferencial según una multiplicidad de roles atribuidos al analista (sería
un caso particular de «efecto Zigarnik»). Y no se daría solamente una
transferencia de procesos parciales, sino que situaciones totales de relación
objetal serían transferidas del pasado al presente; por ejemplo, la huida del
analista, bajo la presión de ansiedades precoces ante objetos persecutorios.
Pero, mediante el análisis de tales relaciones transferenciales, puede hacerse
disminuir la disociación entre objetos idealizados y objetos persecutorios
hasta que una síntesis reemplace a la disociación, los aspectos fantasmáticos
del objeto remitan y la fantasía pueda reintegrarse a las actividades del Yo.

E igualmente Ida Macalpine (que se centra en el rechazo de las relaciones


objetales, en su célebre estudio The Development of the Transference,
publicado en 1950 en el «Psychoanalytic Quarterly», vol. 19, núm. 4, págs.
501 y ss.), y supone que la situación analítica reduce el mundo objetal del
paciente regresionalmente, hasta situarle de nuevo en el mundo infantil en el
que el analista se transforma en figura parental y se carga de prestigios
mágicos, mientras que los estímulos externos disminuyen en su efectividad.
Entonces, el paciente empieza a reclamar cariño de la atención simpática del
analista, el cual, al responder con el silencio y dejar aquella demanda sin
satisfacción, provoca sucesivas regresiones a varios niveles del desarrollo
infantil, que así pueden ser revividos, translaborados y recuperados
integrativamente para la personalidad adulta.

La situación de regresividad profunda y de adaptación casi completa al


ambiente infantil es denominada por Macalpine neurosis de transferencia.
Naturalmente, todo lo que en esta primera etapa del proceso analítico tienda
a frenar o a impedir la regresión: actividad, gratificación directa, huida hacia
la curación —ilusión que pueden crear las terapias breves y el «análisis
directo»— son considerados como resistencias a la curación radical, por
impedir la regresión más total hacia las raíces infantiles de la neurosis.

Silverberg abunda, en 1948 (es decir, con anterioridad a la publicación del


estudio de Macalpine) en posiciones análogas a las de ésta: la transferencia
se debería a tres factores: la compulsión del deseo de repetición, la tendencia
a negar existencia al mundo exterior y a las barreras sociales que frustran los
deseos infantiles (frustración que, en virtud del «efecto Zigarnik», produciría
la complusión a la repetición) y el deseo de omnipotencia o dominio mágico
del objeto.

Como se ve, Silverberg enfatiza, como Macalpine, la oposición entre


vivencia transferencial y mundo real, pero, contra lo que podría suponerse,
sostiene que la transferencia positiva no existe, sino que siempre presenta
componentes hostiles hacia el analista, por el inevitable influjo estimulativo
que éste ejerce, siempre perturbador del status quo defensivo de la
personalidad neurótica, y por la ambivalencia incómoda entre la regresión
infantil progresiva que desencadena y el «tirón» hacia el principio de
realidad que ejerce, en un verdadero do ut des104, evitando toda cómoda
instalación regresiva.

104 La dinámica afectiva de la relación transferencial debe ser


análoga a la que se produce entre la madre y el niño: la madre se gana
el afecto y la adhesión fiel del hijo dándole cariño, protección y bienes
o gratificaciones con sinceridad, entrega y auténtico deseo de su
bienestar (y esto despierta en el hijo el afecto, la fidelidad y el deseo de
agradarla), pero también y a cambio exige que el niño secunde sus
deseos, siga sus órdenes y no la disguste con sus arbitrariedades, so
pena de abandono afectivo y de desvío. Es una ambivalencia que se
produce en distinto grado en las demás relaciones interpersonales: se
está dispuesto a dar generosamente en un sentido y a unos niveles, pero
se exige igual comportamiento recíproco de la otra parte interesada en
la relación, si es que ésta ha de mantenerse y no romperse, en otros
sentidos y a otros niveles.

En la relación transferencial sucede lo mismo, sólo que exclusivamente


en interés del paciente (de no ser así, dejaría de ser terápica y analítica
e iría en contra de un mínimo de ética profesional), pero la eficacia del
«tirón» hacia la realidad, que el terapeuta debe realizar, depende del
deseo de conservar su aprobación y su afecto, que el paciente
experimente, gracias a la intensidad de su vinculación transferencial.
De no darse estas condiciones, el paciente jugará con el terapeuta y le
utilizará para gratificar sus fantasías infantiles de protección, de
irresponsabilidad sin tensiones y de cariño real o imaginado, sin
esforzarse lo más mínimo en abandonar su instalación regresiva.

Mientras que la madre y las demás personas que entran en relación


afectiva con un sujeto exigen a cambio del cariño, que le dan, también
cariño, orden, limpieza, fidelidad y ayuda, el analista —en una relación
afectiva mucho más desinteresada— debe exigir del paciente, como
compensación de su afecto y de su dedicación, cariño a si mismo, no
narcisista, sino realista y dinámico, ordenación de sus impulsos y
autoayuda en la realización adecuada de todas sus posibilidades reales
y prácticas, con fidelidad a su propio destino adulto y a las exigencias
objetivas y sociales del principio de realidad.

Es evidente que una desarticulación sistemática tal de la estructura defensiva


de la personalidad del paciente, combinada con la consiguiente activación de
las energías reprimidas o marginadas, ha de resultar penosa e invasiva y
despertar sentimientos de hostilidad más o menos larvada. Ferenczi afirma
que en su experiencia clínica cualquier presión de este tipo, ejercida por
alguna «técnica activa» inventada por él con ocasión del caso, siempre le ha
costado perder a ese primer paciente, con el cual no pudo adoptar las
precauciones convenientes (Cfr. W. V. Silverberg, The Concept of
Transference, «Psych. Quart». (1948), páginas 303 y ss).

Alexander, Fenichel, Bergler y Strachey guardan cierta analogía en sus


posiciones y presentan un enfoque microestructural de la transferencia, que
no se observa en los demás autores comentados, al reparar en aspectos
superyoicos de la misma y en las funciones del Yo ideal.

Alexander, en el Congreso de Salzburg de 1924, fija la meta de la terapia en


la «conversión de la energía ligada en energía libre» mediante una
«transferencia de la función del Super-Yo al Yo» en un proceso que
comenzaría por transferir el conflicto inicial entre el Ello y el Super-Yo a
una relación más o menos tensa y conflictiva entre el Ello y el analista, que,
al elaborar esta relación, iría haciendo asumir al Yo las funciones del Super-
Yo y provocando una internalización de la conciencia ética105. Para ello, el
analista habría de ir invistiendo los distintos roles de todas aquellas personas,
reales o fantaseadas, que intervinieron en la formación del Super- Yo del
paciente que, de este modo, elaboraría y resolvería su relación con la pareja
parental106.

105 Tal asunción por parte del Yo de las funciones ejercidas hasta
entonces externalizadamente por un Super-Yo adventicio equivale a lo
que en Libido, terapia y ética (Estella, 1974) hemos denominado «ética
autógena», es decir, no externalizada ni abstractamente normativa.

En nuestro sistema, la ética es aquel tipo de reflexión (o dimensión


mental) que adecúa, conecta y armoniza los impulsos libidinales y las
tendencias narcisistas y egocéntricas con las exigencias objetivas y
sociales de su entorno real. Y ello, no en virtud de unas normas
abstractas formuladas por filósofos y moralistas teóricos, sino a base
de la percepción adecuada de las relaciones reales dentro del grupo
humano mediante una capacidad de apertura y de comprensión cuasi-
identificativa de los intereses básicos y realizativos de todos sus demás
componentes.

Es evidente que, por muy desreprimido que quede un paciente y muy


centrado que quede en sí mismo, habrá de realizar en su vida práctica
múltiples opciones, varias de las cuales resultarán amenazadoras e
inadecuadas a la realización objetiva del grupo o de algunos de sus
componentes, o perjudiciales al propio sujeto si no sabe mantener la
debida proporción entre intereses propios y ajenos, gradación de
importancias y dosificación de dedicaciones y energías.

El equilibrio psíquico y la disponibilidad libidinal no garantizan en


absoluto el acierto de su conducta y de su práctica (en orden a
realizarse sin perjudicar la realización ajena), de no mediar una
constante reflexión ponderativa de todos los factores prácticos
mencionados y de los efectos dosificados de las acciones en su
incidencia en los procesos colectivos. Aunque todo ello deba de hacerse
de modo elástico, libre y cuasi-intuitivo, y no en la forma constrictiva
rígida y externalizada en que solía imponerlo la función superyoica
anterior a la curación (que, además, no acertaba con lo
verdaderamente realizativo propio ni ajeno, sino todo lo contrario). Los
efectos de la curación analítica han de advertirse en la eficacia
realizativa y en la espontaneidad elástica del comportamiento ético, no
en el «desfondamiento» conductal de un haz de impulsos carentes de la
canalización de una reflexión práctica y realistamente orientada, que
es en lo que quedan muchos pacientes cuando, prematuramente, se les
da de alta.

106 Alexander concreta el proceso de la siguiente manera: los impulsos


que se van despertando, al no poder ser realmente satisfechos (si se
aplica la «regla de la abstinencia»), al actualizarse pero sólo de modo
recordado y fantaseado, provocan una regresión (por la frustración),
de modo que cada nueva interpretación de sueños, imágenes, fantasías
y recuerdos provoca una regresión más profunda, y cada regresión, una
resistencia (o intento de evitar la adaptación real). Mas al llegar al
último grado de regresión posible (para no asumir el control de sus
pulsiones ni perder a los padres introyectados) se reproduce el «trauma
del nacimiento» y puede volver a revivirse correctivamente la evolución
temprana de la personalidad, pero sólo si el terapeuta acierta,
mediante el vínculo transferencial a que nos hemos referido en la nota
104, a desencadenar en el paciente el impulso de su recuperación.
107 Esto ha de entenderse en una primera etapa: la personalidad
degradada o mal estructurada del paciente ha de desfondarse —
evitando, por otra parte, el brote esquizofrénico— en el apoyo
transferencial primario que el terapeuta le ofrece, seguido esto, como
es lógico, de todos los sentimientos ambivalentes y hostiles que ha de
despertar. La tolerancia del principio de realidad ha de ser mantenida,
no a nivel práctico y real, sino, inicialmente, a nivel simbólico e
interpretativo: el paciente ha de elaborar y asumir la realidad, no en la
práctica, sino en su fantasía y en el clima irreal de las sesiones y de la
transferencia, hasta que su Yo vaya estando tan integrado como para
soportar dinámicamente las exigencias objetivas del entorno real.

Esta observación se opone a la práctica de algunos terapeutas de


recomendar y hasta de imponer (en contra del psicoanálisis
claramente) la práctica de relaciones sexuales o agresivas en la vida
real, como medio de superar la «represión» inconsciente. Por lo que
hemos visto en algunos de nuestros pacientes, que por cuenta propia se
han lanzado a practicar, con ello no se ha conseguido nada efectivo, o
incluso aumentado la angustia y las dificultades internas, por el
sentimiento de culpabilidad superyoicamente inducida o por el fracaso
efectivo y la consiguiente depresión autodevaluativa que unas
relaciones sexuales neuróticamente practicadas (por no haber asumido
efectivamente la sexualidad ni hallarse, el paciente, inconscientemente
desreprimido) han producido.

La práctica real y externa nada puede contra las barreras


inconscientes y fantasmáticas profundas que se oponen a la misma: o la
hacen fracasar, aumentando así los sentimientos de insuficiencia, o no
producen sino angustia o culpabilidad, pues las barreras, en lugar de
debilitarse, se intensifican. La elaboración y supresión de las mismas
ha de preceder a todo esto y ha de ser interna y asuntiva. Lo mismo
vale para el «análisis directo» y las «terapias breves»...

Strachey fija un principio general de la terapia digno de ser tenido en cuenta:


el Yo del paciente es tan débil, por hallarse a merced del Ello y del Super-
Yo, que, de una parte, apenas es capaz de distinguir entre la fantasía y la
realidad, y, de otra parte, sólo puede hacer frente a ésta si se le administra en
dosis mínimas; por lo cual, el mejor medio de hacérsela tolerable y
asimilable debe consistir en apartarlo de ella cuanto sea posible107. El
analista habría de ser, según Strachey y Rado, un verdadero Super-Yo
auxiliar; y, como una pulsión del Ello se halla desde el principio de la
relación transferencial dirigida hacia el analista, las interpretaciones de esta
relación y las revivenciaciones que ocasiona, son las más eficaces para la
resolución de las vinculaciones superyoicas pasadas. Así, el paciente podrá ir
distinguiendo entre el objeto fantaseado y el objeto real, e ir confrontando el
pasado con el presente.

Igualmente Bergler observa que el progreso del análisis se manifiesta por el


retroceso del «demonio» frente a la proyección del Yo ideal (que se localiza
o focaliza en el analista): el paciente desea ser amado por su analista, como
por su Yo ideal, y al mismo tiempo le teme; pero este temor produce la
consecuencia de una identificación narcisista con él, la cual le conduce a
asumir su Yo ideal (como se ve, el mismo proceso que debió suceder con la
figura del padre a partir del Edipo pasivo).

El núcleo de cualquier transferencia positiva lo fija Bergler en la necesidad


narcisista de ser querido (mientras que también en la transferencia negativa
el odio contra el analista va dirigido contra el propio Yo) pero no pocas
veces la agresión verbal al analista no significa sino un poner a prueba la
tolerancia y la magnitud de su cariño (Transference and Love, «Psych.
Quart», 1934).

Desde luego, no hemos dejado de observar en varios pacientes nuestros un


componente autodestructivo bastante acusado, o más o menos larvado, que
les conduce a frecuentes «actos fallidos» estratégicamente distribuidos a lo
largo de su carrera o de sus relaciones sociales, para irles haciendo fracasar
en todas sus posibilidades de realización (algunos de ellos francamente
peligrosos, como la provocación involuntaria de incendios o de accidentes
de tráfico). Esta observación nos ha conducido a suponer que en el fondo de
los desajustes neuróticos y psicóticos de personalidad se daría la siguiente
concatenación afectivo-simbólica: miedo <- falta de amor a sí mismo (fuera
de la fijación narcisista) <- negación del cariño parental.

Es decir, que el sujeto se ha desarrollado deficientemente, en medio de un


miedo radical a toda realidad, porque él era la peor amenaza contra sí
mismo, ya que inconscientemente se odiaba, mas ello como consecuencia de
que, al no haber sido suficientemente querido por los padres, no aprendió
nunca a quererse a sí mismo; pues, como los antropólogos dicen, en el
hombre todo es aprendido, y el niño aprende a quererse y a aceptarse,
apoyado especularmente en la aceptación y el cariño que los demás le dan.

Reich, con su terminología peculiar, viene a significar algo parecido a lo


observado por Bergler: no es posible conseguir una transferencia positiva al
comienzo del análisis si no se da el deseo narcisista de ser amado, que la
frustración hace transformarse en hostilidad. Pero el análisis de la
transferencia negativa, provocada por esta hostilidad, conduce al análisis y al
desmontaje de las «defensas del Yo» («coraza», armoring). Ulteriormente, el
proceso curativo se canaliza por una concentración de libido genital (es
decir, no narcisista, oral, anal, fálica o agresiva) en el analista, el cual ha de
elaborarla y «transferirla» a sus verdaderos objetos («transferencia de la
transferencia»).

Es el esquema dinámico que se repite, bajo las diversas terminologías de los


distintos autores: el analista, transferencialmente sobredeterminado, ha de
focalizar una serie de fantasmas, primero, y de libido liberada después, para
desempeñar la función de puente o de recurso de canalización entre el
inconsciente del paciente y el «principio de realidad» con todos sus objetos
posibles, que se hacen así accesibles a la libido y a los impulsos del paciente,
superado el miedo infantil ante aquéllos al no haber sido filtrados por una
atmósfera de cariño parental.

En este sentido, Fenichel, coincidiendo con Sterba, distingue entre el Yo


racional y el Yo-que-vivencia (mucho más dispuesto a disolverse en afectos
envolventes, y entre las tensiones del Ello y del Super-Yo), de modo que la
integración y el robustecimiento de aquél hace posible la recuperación del
equilibrio entre ambos y una elaboración de los afectos del segundo, que
permita una comunicación efectiva con la realidad.

La integración identificativa del Yo racional se logra a base de una serie de


identificaciones transitorias del paciente con el analista, facilitadas por la
transferencia, y de la disolución de las constelaciones afectivas infantiles,
realizada por la interpretación, eficaz también gracias a la relación
transferencial. Es lo que French, de la escuela de Chicago, concibe como
fundamento de la eficacia terápica de la transferencia: el poder confiar en
alguien produce una seguridad, que conduce a un relajamiento emocional,
que permite al analista reorientar esa entrega hacia el presente y hacia la
realidad (valiéndose, en parte, de la «experiencia emocional correctiva»), a
expensas del pasado y de la fantasía (protectora contra una realidad
vivenciada como amenazadora); vivida y resuelta por la interpretación,
gracias a la relación transferencial que se concibe por esta escuela como la
repetición exacta, en la situación analítica, de cualquier reacción anterior no
ajustada a la situación presente. Sería expresión de la posibilidad típicamente
humana de liberarse de las determinaciones estimulares del presente y de la
situación y entorno real, para reactualizar cualquier momento pasado, o
anticipar ciertas posibilidades del futuro; es decir, para flotar
semánticamente y de modo intemporal, a lo largo de la trayectoria
existentiva, en virtud de su desfondamiento.

La mayoría de los autores, además de la escuela de Chicago, abundan en este


rasgo reactualizador y repetitivo de la transferencia, sin relación con la
situación presente. Las definiciones de Sachs, en el Congreso de Salzburg de
1924, de Anna Freud y de Glover son a este respecto paradigmáticas: Sachs
entiende por transferencia el intento de reproducir, en el presente, posiciones
(o actitudes) de la libido que no fueron suficientemente superadas, para
elaborarlas abreactivamente; y no seguir ya el sujeto compelido a repetirlas
fantástica y cortocircuitadamente sin acabar nunca de llegar a su resolución
completa.

Anna Freud la concibe como el conjunto de todos los impulsos


experimentados por el paciente en relación con el analista y que se remontan
a tempranas vinculaciones objetales sin corresponder a la situación actual.
Glover acentúa los matices de desplazamiento hacia el analista y de
totalidad: es la totalidad de todo lo que se aprendió u olvidó en el curso del
desarrollo infantil, lo que es desplazado hacia el terapeuta; mientras Lagache
llama la atención sobre el polimorfismo afectivo en el modo de transferir. De
lo que se desprende la complejidad de las relaciones entre la transferencia y
el acting, mas entrar a fondo en esta temática nos llevaría demasiado lejos,
en la problemática tratada ya por Racker en su reciente obra Estudios sobre
técnica psicoanalítica.
2. COMPONENTES TRANSFERENCIALES
No tratamos ahora de aventurar una definición más, sino de superar las
distintas posiciones parciales de escuelas y de autores (incluido Racker),
abandonando el terreno de las definiciones sistemáticas y abstractas, para
situarnos al nivel de los componentesdinámicos diversos, que el fenómeno
transferencial implica.

Recordemos, antes de especificarlos, que el proceso terápico dialytico sigue


los siguientes pasos progresivos: instauración de una confianza básica y de
una relación transferencial (negativo-positiva), emergencia de material
(mnémico, simbólico, fantástico, desiderativo y afectivo), interpretación del
mismo, translaboración movilizadora, asunción o «insight», integración
personizadora y canalización, productiva y resemantizadora del entorno real,
de las energías movilizadas e integradas hacia objetos reales. En estos
términos queda comprendida la totalidad de la progresión procesual
dialytica; pero su eficacia efectiva no se basa en el acierto diagnóstico ni
hermenéutico, ni en las motivaciones extrínsecas que se intenten dar al
paciente, sino en la recuperabilidad dinamizadora y efectiva que presentan
las posibilidades infantiles atrofiadas y las cargas libidinales vinculadas a
ellas, al desbloquearse las barreras y al desmontarse las defensas, armadas
contra el miedo infantil a lo real, gracias a la estimulación y al apoyo de la
relación transferencial, aun cuando sea negativa y hostil.

Mientras la verbalización y las interpretaciones quedan en el plano de lo


hipotético y teórico, lo transferencialmente vivenciado compromete y obliga
a las estructuras rígidas de la personalidad a movilizarse, siquiera sea
regresivamente, pero abandonando el atrincheramiento estático, que
paralizaba en todo o en parte a la personalidad.

No consideramos, por esto, a la regresión o al fantaseo transferencial de


relaciones objétales arcaicas como una «resistencia», sino como el paso
inicial recuperativo de un proceso, que desemboca en el «principio de
realidad.»
Los componentes dinámicos del fenómeno transferencial, que hemos ido
descubriendo o localizando al hilo de la práctica, resultan ser los siguientes:

Desplazamiento proyectivo (hacia el terapeuta).


Regresión (por frustración impuesta por la «distancia simbólica»).
Tolerancia superyoica.
Apoyatura translaborativa.
Abreacción pulsional y energética, estimulada por el apoyo
transferencial.
Canalización hacia la realidad.

La mera consideración de este repertorio de componentes dinamizadores que


intervienen en la transferencia sugiere ya su valor y su eficacia en el proceso
terápico.

El desplazamiento proyectivo es el hecho, no justificable sistemáticamente,


pero que se produce al entrar en situación analítica, siempre que haya
confianza básica. Ciertas barreras podrán relajarse, o al contrario reforzarse,
pero al analista comienza a vivenciársele de manera irreal (y tal vez
distorsionada) porque atrae hacia sí imagines o fantasmas arcaicos e
infantiles que venían ocupando y mediatizando la actividad inconsciente.

Al analista se le atribuyen poderes, omnipotencia, intenciones posesivas o


agresivas, afecto maternal o paternal, o desafecto, y se le vivencia como
instancia protectora, munificente y segura, o como figura posesiva, castrativa
y persecutoria; y en unas sesiones o períodos, de un modo, y en otras
sesiones, de otro, o incluso dentro de una misma sesión cambia el flujo
proyectivo por momentos. Todo ello indica que el fondo de componentes
residuales inconscientes del paciente se ha activado, y han comenzado a
drenarse de algunos de sus elementos persecutorios, posesivos, omnipotentes
y mágicamente benéficos, que venían acosándole desde la primera infancia.

En unos casos, el analista es visto de manera distinta, de una a otra vez, y


hasta adopta una figura monstruosa o míticamente positiva (como «un dios
griego») para el paciente; en otros casos, la figura no cambia, sino que son
los afectos o el modo de percibirlo afectivamente lo que oscila, o se fija de
modo irreal y proyectivo. E igualmente, en unos casos le vienen transferidas
imagines parentales o superyoicas en su totalidad, mientras que en otros son
sólo rasgos parciales los que inviste. O da pie a que, sin llegar a investir
visiblemente una imago parental, se constele en torno a él (en función
apoyativa) una situación afectiva transferida de la primera infancia (sería
éste el tipo más leve de revivenciación transferencial).

En esta primera etapa, la función del terapeuta como «objeto transferencial»


ha de ser exclusivamente reflectante: devolver objetivado al paciente todo
aquel material transferido (inconsciente y descontrolado), sin mezclar ni
añadir absolutamente nada más, ajeno o propio108. Así y sólo así podrá el
paciente ir haciendo insight, asumiendo, y organizando el mapa dinámico de
su vida inconsciente, al caer en la cuenta de los componentes nunca
concienciados que le venían perturbando, y haberlos podido considerar
objetivados en el analista, interrelacionarlos y desactivarlos109; sin que
intervenciones fuera de sazón, del analista, y material ajeno contra-
proyectado por éste vengan a incrementar todavía más el poder perturbador
y alienante de los contenidos inconscientes originarios110.

108 Las interpretaciones asociativas (intuidas


contratransferencialmente por la actividad evocadora e inconsciente
del mismo analista) no deben ser hechas en esta primera etapa y son,
como todo lo intuitivo y no controlado metódicamente, sumamente
peligrosas, aunque a veces pueden conducir a grandes aciertos. Por lo
cual, lo más seguro es no manifestarlas al paciente, hasta que, después
de tiempo, hayan sido diversamente confirmadas por la práctica, por
otras asociaciones y emergencias propias del paciente y por las
reacciones de éste, oníricas o emocionales. Pero esta primera etapa de
la recogida de material del caso ha de mantenerse lo más alejada y
preservada posible de interpolaciones ajenas que podrían malograr la
adecuada interpretación del caso, o incluso suministrar elementos para
montar nuevas defensas contra el mismo análisis, simulando pistas
falsas que el mismo analista se habría ocasionado con sus
intervenciones inoportunas.

Hay pacientes que incluso montan sueños espontáneamente al hilo de


aquello a lo que el analista muestra preferencia. Y nada digamos si el
analista les proporciona en todas sus piezas una teoría (falsa) para
orientar la marcha del caso de modo que no obligue al inconsciente a
manifestar su último reducto defensivo o su último secreto, sino que
incluso contribuya a encubrirlo más y más.

109 Las imagines y los demás mecanismos y componentes del


inconsciente actúan y se movilizan perturbadoramente en tanto se
hallan desintegradas del conjunto de la estructura de la personalidad,
incontroladas, por lo tanto, y asociadas a impulsos parciales. El único
medio de desactivarlas, es decir, de impedir su movilización e influjo
perturbador, es integrarlas en la estructura total, interrelacionarlas y
disociarlas de los impulsos parciales, que por lo mismo se asocian en
un impulso total, puesto que lo que les parcializa es su asociación a
fantasmas e imagines absolutizadas y mágicas, precisamente por su
desintegración de la estructura.

Por ejemplo, una imago paterna desintegrada se convierte en un poder


superyoico omnipotente que frena, desde su esfera particular y
asociada a un impulso parcial castrativo o autoagresivo, toda la
dinámica emprendedora, promotora o sexual adulta del sujeto en
cuestión. Al concienciar el paciente que esto es así (cuando tal
concienzación —insight— cala en zonas inconscientes y emocionales)
la imago paterna pierde singularidad y se desabsolutiza. Tal vez,
todavía conserve un cierto sentimiento prestigioso (en el sentido
original latino) de su padre real, pero éste habrá dejado de ser un
poder omnipotente y opresivo, para combinarse con otra serie de
elementos (la conciencia de adultez, la libertad, los derechos básicos
de la persona, la obligación incluso de realizarse, de ser uno mismo y
de amar y ser amado con la consecuencia de la paternidad, etc.) que
contrarresten las dimensiones anormales y el influjo tiránico y abusivo
que dejó tras de sí el padre real fantasmáticamente introyectado y tal
vez ya muerto, pero sentido actualmente con toda la fuerza mágica de
una etapa muy arcaica de la infancia.

110 No es nada infrecuente el riesgo que algunos analistas, demasiado


imbuidos ideológicamente y hasta obsesionados por cuestiones
sociopolíticas, corren, de intentar, desde el primer momento del
proceso analítico de sus pacientes, presentarlo todo a la luz del influjo
social alienante y neurotizador de una sociedad injusta y mal
establecida (incluso refiriéndose a cuestiones de economía mundial,
como el colonialismo y las condiciones precarias del Tercer Mundo, a
costa de las cuales podemos tal vez disponer de una sobreabundancia
de medios para realizarnos), tratando de despertar en el paciente la
«mala conciencia» que le active en contra de un conformismo con este
tipo de sociedad y de organización a nivel mundial.

Aunque todo esto sea verdad, nadie puede afirmar seriamente que la
neurosis o la psicosis provengan exclusivamente de estos factores
colectivos y socioeconómicos, o por lo menos que han de haberse
filtrado por otros niveles menos abstractos y generales, para
impresionar al inconsciente del paciente. Introducir por iniciativa
propia tal material, ya se ve que puede dar lugar a toda clase de
tergiversaciones y de desviaciones en la emergencia de material
verdaderamente efectivo y analítico y en su interpretación.

Es un principio básico del análisis que la pauta de la emergencia de


material, del orden por el que ésta procede y de su intepretación y
asunción concienciativa ha de darla inconscientemente el paciente y su
dinámica inconsciente y no el analista y su ideología, si éste no quiere
armarse trampas a sí mismo y obstaculizar inútilmente el proceso.

Las fuerzas inconscientes del paciente, puede decirse, que no desean


otra cosa que un alibi en el cual escudarse y hacia donde poder
desplazar el centro de gravedad de la pesquisa terápica. Pues bien,
cualquier elemento o nivel aducido por el analista imprudentemente, y
no emergido espontáneamente del inconsciente, puede proporcionar ese
alibi apetecido, sobre todo, cuando como en el caso de lo
socioeconómico pertenece a un nivel totalmente alejado del de las
pulsiones y fantasmas libidinales. Y todavía mejor, si la causa de la
neurosis se externa/iza hasta el punto de localizarla exclusivamente en
las estructuras socioeconómicas y no en zonas más personales.

De este material inconsciente originario podemos ofrecer una sinopsis:


Como se aprecia, puede ser transferido, incluso simultáneamente, un amplio
espectro de material inconsciente, pero diversamente combinado, según el
grado de desintegración psicótica y la ambivalencia de afectos suscitados en
la infancia.

Así, sin que llegue a concretarse la transferencia en una imago, puede


transferirse una relación, un afecto o una situación, difusamente
revivenciada en la situación analítica, acompañada de múltiples afectos
encontrados, atraídos por la situación transferida. O los afectos pueden ser
transferidos en estado puro (sin la asociación de una imago o de una
situación), con lo cual se mitiga su poder generador de ansiedad (por ser
flotantes), al apoyarse en la figura del analista, pero son más difíciles de
desentrañar o de hacer insight acerca de ellos, por no poderse localizar
fantasmáticamente en un foco o en un elemento causal.

Las situaciones pueden ser atraídas y reconstruidas a partir de una emoción,


pero también pueden ser provocadas por alguna técnica activa (el
psicodrama sobre todo) y ser capaces de evocar y reactualizar afectos, que
serían el elemento abreactivo.

Las relaciones pueden conservar su carácter simbólico («como si»), pero


también pueden ser reactualizadas y vivenciadas de tal manera que,
anulándose la «distancia simbólica», hagan aparecer al analista como la
imago o la presencia parental real con todas sus consecuencias de demandas
actuales, o de huida alucinada del análisis.

Finalmente, la calidad de las imagines no viene valorada por sus efectos en


la terapia ni por su influjo benéfico o neurotizante, sino desde el punto de
vista de su percepción por el paciente, como generadoras de placer o de
displacer y miedo.

En principio todas las imagines «positivas» fijan, pero de distinto modo:


unas, simplemente por su poder de gratificar o por la sensación de
protección que crean; otras, mágicamente, conservando al paciente en una
atmósfera narcisísticamente irreal y arcaica, de ahí su poder de obsesionar,
fijándole insuperable y constantemente en su prosecución o en su disfrute;
absorben su atención, cuando se evocan o presentan objetos por ellas
investidos, pero sin obsesionarle cuando no se presentan ni se evocan; o su
poder de simple fascinación, impidiéndole percibir los objetos reales tal cual
son (o valen para una sociedad determinada).

Una imago mágicamente fascinante puede, al proyectarse sobre


determinados objetos, incluido el analista, no obsesionar ni absorber en una
armósfera irreal generalizada, pero sí deformar la vivencia de determinadas
realidades u objetos parciales, ya perceptivamente, ya afectivamente, ya de
ambos modos (estado muy cercano al «brote»). En general, todas estas
imagines «positivas» tienden a mantener al paciente en un clima infantil y
arcaico, muy regresivo, que supone una defensa o una huida de la realidad.
La diferencia entre las imagines persecutorias y las opresivas es clara: las
primeras crean en el paciente una obsesión dinámica que le inquieta y le
obliga a huir de ellas (o de la realidad por ellas investida) y a refugiarse en
otro tipo de imagines o de objetos por ellas investidos; las opresivas le
inmovilizan, paralizan o provocan el desarrollo de actitudes pasivas, tal vez
nada afectadas de ansiedad.

Las imagines cósmicas y numinosas suelen concretarse en sueños y fantasías


«numinosas» en las que el analista aparece en figura evocadora de una
divinidad o de un ser mítico o legendario y ejerce un poder especial de
fascinación sobre el paciente, que literalmente le «mitifica». En la práctica,
puede no ser fácil distinguir si se está transfiriendo una imago mágica, o
cósmica y numinosa.

Todo este material proyectado sobre él, o transferido, ha de recibirlo el


analista con toda objetividad y sin entrar en el juego envolvente de afectos y
demandas, reflejárselo al paciente y serenamente translaborarlo, desglosando
componentes y niveles de inconsciente. Cuando tal material fluye, por
conflictivo que ello pueda parecer, el proceso terápico se dinamiza y su final
se acorta, pues, entre otras ventajas, se están abriendo vías de penetración en
los repliegues del Inconsciente.

La terapia dialytica es una lucha (casi del tipo de las artes marciales
orientales, metafóricamente hablando) en la que el Inconsciente no quiere
entregar sus claves y, por añadidura hay que combatirle desde fuera y
aliándose con él (que es hermético y hábil en fintas y en equívocos), dándole
confianza pero al mismo tiempo desconfiando del mismo, en una gran
elasticidad comunicacional y situacional (creando situaciones y tratando de
activarle, pero sin introducir contenidos no dados por el paciente, entre
Scilla y Karibdis de la pasividad ineficaz y de la implicación inductora).

En general, este fenómeno parcial del desplazamiento proyectivo es posible


gracias a la indigencia o tendencia del psiquismo a descargar los contenidos
inconscientes, traumáticos o fantasmáticos, que le acosan, lo cual no puede
hacer si no dispone de un soporte adecuado para proyectar sobre él, sin
correr el riesgo de contra-proyecciones (agresivas, eróticas, castrativas o
superyoicas), que es lo que sucede en todos los demás casos, cuando la
persona término de la proyección no está preparada analíticamente.
Se podría establecer el principio de que todo sujeto, no drenado
dialyticamente de sus impulsos parciales, de sus fantasmas traumáticos y de
sus fijaciones infantiles, tiende invenciblemente a aprovechar cualquier
relación comunicacional, si el otro sujeto de la relación le ofrece una muesca
de engranaje apropiada, para proyectar en él esos componentes inconscientes
o para satisfacer simbólica (o prácticamente aquellos impulsos parciales. Y
esto, naturalmente, supone el riesgo de toda vinculación transferencial con
un sujeto no preparado para ella.

Así, por ejemplo, y es el caso más claro, una transferencia o proyección


masoquista necesariamente se aliará con un impulso parcial sádico (en el
otro sujeto que es término de la proyección); una proyección erótica (de uno
u otro signo, edípica u homosexual tal vez) engranará con el componente
correspondiente en el otro sujeto; una proyección filial y resignativa, cebará
el impulso autoritario y posesivo del otro, y así sucesivamente.

Y esta peculiaridad de las relaciones interpersonales no controladas


constituye el máximo peligro latente en las relaciones amorosas de pareja (y
más en las matrimoniales, donde la fijación jurídica de la relación la hace
todavía más indefensa). Y sería urgente que toda relación de pareja, antes de
formalizarse jurídicamente, pasara por el filtro de un análisis (un
psicoanálisis de la relación misma, aunque no llegase a serlo de cada uno de
sus sujetos, de modo individua, para dialyzar o, por lo menos, aclarar los
componentes infantiles y neurót que pudieran jugar en esa relación y en los
malentendidos a que dé o vaya a dar lugar.

Se supone que el analista se halla dialyzado y carece ya de impulsos


parciales, de fantasmas infantiles y de traumas necesitados de proyección (o
que por lo menos los controla); esto ha de ser el mínimo exigible en el
contrato terápico y el fundamento de la «confianza básica», al menos. Pues
ello supone para el paciente la posibilidad de bajar sus defensas y poderse
drenar proyectivamente sin el peligro de ser «tomado por la mano» y que su
propio impulso liberador sea utilizado por el adversario para implicarle más
en una trama de «objetos internos» e impulsos parciales contra-proyectados
(usar del impulso del otro para vencerle; en este caso, para paralizarle más
en su mundo neurótico). Y éste sería el riesgo más grave de una
contratransferencia mal controlada y no del todo dialyzada de parte del
analista.
De no darse este peligro, y si el paciente lo advierte así en virtud de su
«confianza básica», su inconsciente se siente en condiciones de
expansionarse liberatoria y proyectivamente en una comunicación
fantaseadamente libidinal, cuyos mensajes y contenidos sabe que han de ser
recibidos por el analista sin reacción alguna contra-proyectiva, ni censora, ni
castrativa, ni devaluadora, sino con la máxima tolerancia y aceptación de
todo el material anómalo, que ha de ser interpretado, translaborado y
reintegrado, con una nueva orientación, a la dinámica de la personalidad.

Cuando ese material proyectivo no fluye, o se paraliza el proceso, puede


decirse que se ha producido una resistencia, cuyo origen podría determinarse
en alguno de los siguientes factores:

Falta de «confianza básica».


Falta de transferencia, que hace percibir al analista como cualquier otro
interlocutor vulgar y no como una instancia cualificada y terápica.
Temor a desmontar el sistema defensivo de la neurosis y a que la
energía inconsciente emerja explosivamente y produzca brotes
psicóticos.
Proyección superyoica que momentáneamente interfiere en la dinámica
proyectiva, y frena las demás proyecciones libidinales, al considerar al
analista como autoridad moral, «castrativa» o censora y devaluante.
Demanda de gratificación efectiva (que rehuye la translaboración
analítica), produciendo un estado fijativo regresivo que se niega a
avanzar (suministrando ulterior material, más regresivo todavía), para
obtener, de inmediato, un cambio de conducta en el analista, convertido
en objeto erótico (e inutilizado definitivamente como tal analista, capaz
de translaborar el material). Sería esta resistencia, así originada, la
definitiva y el «jaque mate» de toda la estrategia terápica.

El analista ha de combatir estas resistencias, según su factor de origen,


fomentando la neutralidad como interlocutor; fomentando su prestigio
afianzador de la «confianza básica» (indirectamente, por supuesto, Rosen
hacía que sus ayudantes o colaboradores, en sus conversaciones con los
pacientes prestigiasen, como inadvertidamente, su figura como terapeuta y
como científico), asegurando al paciente de lo incondicional de su apoyo;
mostrando ciertos rasgos liberales y poco superyoicos de su carácter, como
es utilizar un lenguaje vulgar y hasta obsceno (lo que en el habla coloquial
llamamos «cachondo», en castellano), que deshaga la imagen superyoica que
el paciente pueda haber formado de él, inducido por su prestigio científico o
social, o por su edad y condiciones particulares; permitiendo al paciente que
fantasee una gratificación simbólica, pero no efectivamente realizada (de
modo que no le fije), o, finalmente, mostrando aprecio, interés y cariño (no
libidinizado) hacia él, como caso concreto.

Queda siempre el recurso de negarse a entrar en todo juego envolvente del


paciente y exasperarle, hasta que se convenza de que sus resistencias son
inútiles y, una de dos, o ha de abandonar la terapia (con todas las
consecuencias peligrosas de agravamiento de los síntomas y de degradación
de su personalidad), o ha de avanzar en ella y en el suministro de nuevo
material.

Los tres componentes dinámicos siguientes, la regresión (por frustración), la


tolerancia superyoica y la apoyatura translaborativa constituyen un bloque
bajo el denominador común de base de sustentación supletoria cuando se
desmonta el sistema de defensas de la personalidad neurótica, desde la cual
poder reajustar a ésta, translaborando el material liberado por la baja de las
defensas.

Conforme va desarticulándose la estructura defensiva de la personalidad (en


el clima favorable de la «confianza básica» inicial), en virtud de la necesidad
de descarga (de tensiones, de condensaciones de libido anómalas, de la
presión persecutoria de «objetos internos», de soledad y aislamiento, de
miedos o prestigios mágicos infantiles, de angustia y ansiedad, etc.), que la
relación desplazativa con el analista hace posible y deseable, comienza el
paciente a revivenciar el pasado infantil cargado de ambivalencias, comienza
a regredir (el término «regresionar» nos parece torpe e ilógico) y, en casos
extremos, a desanclar del presente y a sumergirse alucinatoriamente en el
pasado remoto (lo cual, de no ser muy experto el analista y saber conducir
hábilmente el proceso, puede dar lugar a «brotes» psicóticos, que, por otra
parte, no son tan negativos como se supone; si no es por las consecuencias
sociales y prácticas que pudieran tener, que también pueden ser controladas).

Esta etapa progresiva del proceso puede dar vértigo al paciente y producir en
él resistencias suplementarias, pues lo que él desea es «curarse», sentirse
menos ansioso y más adaptado a la realidad y a su vida profesional o
familiar, y resulta que empieza a experimentar lo contrario (tras el alivio de
la descargc inicial). Mas esta regresión inicial es indispensable, pues no ha
de curarse si no es recuperando las posibilidades y cargas energéticas
marginadas en la infancia, y ello gracias a la reversibilidad de los procesos
de la personalidad, verdadero privilegio del viviente humano.

La desorientación producida por estas regresiones se hace tolerable


solamente por la sustentación y la confianza envolvente ofrecida por el
analista, transferen cialmente cualificado por el paciente. Pero, conforme la
libido va abandonando sus defensas, sus barreras bloqueadoras y sus
censuras superyoicas, y conforme el analista va siendo investido
desplazativamente de imagines y de «objetos interno o también de «objeto
del deseo», suele tener lugar una erotización de la transferencia; y, si el
desplazamiento proyectivo sobre el analista aumenta en intensidad, hasta
llegar a suprimir la distancia simbólica y el «como si» (als ob) de toda
relación analítica, puede convertirse incluso en transferencia psicótica o
delusiva111. Entonces el analista no sólo resulta un objeto querido y deseado
en cuanto tal persona real, aunque desplazativamente investida de los
atractivos proyectados de los objetos gratificantes infantiles (imagines
parentales incluidas), sino que deja de ser percibido como tal persona para
fundirse confusivamente con los mismos «objetos internos», mágicamente
gratificantes o persecutorios, posesivos o poseíbles, de forma cuasi
alucinatoria.

111 Todas estas formas especiales de transferencia, además del


problema de la capacidad de transferencia de los pacientes psicóticos,
negada por Freud y afirmada (y detectada) posteriormente por
Nunberg, Federn, Rosenfeld, Sullivan, Rosen, Searles y Balint, han sido
tematizadas ulteriormente por diversos autores: la erotizada, por Saúl
(The Erotic Transference, «Psych. Quart.», 31 (1962) 54-61),
Rappaport, Nunberg, Greenson y Wexler; la psicótica, por Rosenfeld,
Searles, Wallerstein y Sandler, y la delusional, por Little y Hammet.

El «amor transferencial» puede conducir al paciente a resistirse al


trabajo duro y árido de la translaboración y de las interpretaciones
desenmascaradoras, para buscar exclusivamente en las sesiones la
presencia física asistencial, la simpatía del analista o incluso tratar de
seducirlo prácticamente (lo cual es, naturalmente, tanto más frecuente
cuando analista y paciente son de sexo distinto, o del mismo, pero el
paciente es homosexual). En tales casos, es absolutamente
indispensable frustrar al paciente, si ha de mantenerse una «alianza
terápica adecuada» (Wexler), y la condescendencia significaría el final
—abrupto— del proceso terápico, o habría que cambiar de analista. En
la mayoría de los casos (según Saúl, Nunberg y Greenson) ese deseo
vehemente (hasta gritar en voz alta que quieren hacer realidad su
fantasía erótica con el analista, según expresión de Rappaport) suele
enmascarar una resistencia contra el análisis e incluso impulsos
subyacentes de odio contra el analista: lo que en realidad pretenden es
devaluarlo, hacerle fracasar y obligarle a descender de su rol y de su
pedestal superyoico.

Searles y Rosenfeld suponen que puede darse una «psicosis


transferencial», si el analista comienza a sentir que el paciente se halla
desconectado de él en la comunicación, o la relación se hace
profundamente ambivalente y oscilante, o si el paciente se identifica
excesivamente y sin distancia alguna (tendencia a «confundirse con el
objeto», tematizada por Brown: Schizophrenia and Social Cares,
Oxford Univ. Press, 1966), de modo que el analista «piense por él», o si
el paciente se deforma para complementar la personalidad del
terapeuta, convirtiéndola en lo que él fantásticamente quiere y se
produce una distorsión por la fantasía de la situación analítica real.

A estas anomalías y distorsiones burdas e irreales de la relación


analítica, por reviviscencia demasiado intensa de las relaciones
parento-filiales, es a lo que Little y Hammet han llamado transferencia
delusional; Wallerstein, «fantasías delusivas»; Romm, «estados
paranoides delusionales» y Atkins, «hipocondría delusional», debido,
todo ello, a lo que Hill y Joffe han llamado «postura mental psicótica
transitoria». Para todo ello cfr. Reider, Transference Psychosis, «Journ.
of the Hillside Hospital», 6 (1957), págs. 131-149, y Wallerstein,
Reconstruction and Mastery in the Transference Psychosis, «Journ.of
the Amer. Psychoanal. Assoc», 15 (1967), págs. 551-583.

Lo distintivo de estos tipos de transferencia es la forma delusional (es


decir, cuasi alucinatoria y equívoca para el mismo paciente) en que se
manifiestan sus deseos proyectivos, no el hecho ni la intensidad, sino la
supresión de la distancia simbólica. Pero Searles, Rosenfeld y Sandler
llegan a opinar que, no sólo los pacientes neuróticos con «psicosis de
transferencia», sino los mismos psicóticos pueden ser tratados más
eficazmente mediante técnicas psicoanalíticas, que por otros
procedimientos no analíticos.

Finalmente, hay que advertir que no es lo mismo la generación de una


«psicosis de transferencia», que el producirse un «brote psicótico» en
un paciente.

Esta emergencia, que sin duda encierra algún peligro, no es en sí misma


negativa y puede ser incluso ventajosa, ya que gracias a la revivenciación
actual de la relación con figuras parentales puede deshacerse el efecto
traumático y represor de las presiones superyoicas del padre (o de la madre)
mediante lo que Alexander y French denominaron una «experiencia
emocional correctiva»: la tolerancia superyoica del analista (investido de
imago paterna o parental) puede rectificar aquel influjo castrativo ejercido en
la infancia del paciente, si acepta, aprueba, o por lo menos no censura ni
reprime verbalmente, cualquier deseo, demanda o manifestación libidinal del
paciente (por ejemplo, si le apetece masturbarse).

Al encontrarse la libido en condiciones de liberarse (favorecida por el clima


comprensivo y tolerante que sepa crear el analista), puede ésta salir de los
cauces sociales y formular demandas de gratificación actual e inmediata; el
analista no puede caer en esta trampa y salirse él también de su función
terápica, ni tampoco mostrar ninguna actitud levemente censuratoria al
paciente (ha de moverse literalmente «entre Scylla y Karybdis», entre la
complicidad extra-analítica y el rechazo): ha de frustrar prácticamente la
demanda real, pero ha de hacerse cargo de ella y recogerla, sin censurarla,
devaluarla ni reprimirla, sino simplemente reflejándola especularmente y
ofreciéndola, con toda serenidad y tolerancia, al paciente para que la
conciencie y analice.

Todo el material simbólico, significativo y emocional que el paciente arroje,


desde las imágenes oníricas a las demandas actuales, ha de serle devuelto de
la misma manera, pero las demandas resultan ser un material de primer
orden, por lo que tienen de comprometedor para el mismo paciente.
Por ejemplo, un paciente puede haberse estado resistiendo a admitir en él
inclinaciones edípicas; pero si, tras haber manifestado en sus sueños, en sus
fantasías y asociaciones que inviste al analista de figura parental (paterna o
materna, pues todo es posible), le plantea en otra ocasión una demanda de
relaciones sexuales efectivas, se podrá analizar el motivo de esta demanda;
que seguramente acabará mostrándose como el atractivo que el analista le
ofrece en cuanto investido de una imago parental. Con lo cual se encontrará
el paciente enteramente cogido en su propia trampa: la vinculación edípica
efectiva y efectivamente vivenciada en la demanda.

La frustración hace regredir la libido: como todo fluido energético, tiende la


libido hacia estados de máxima entropía, para relajar sus tensiones. Estas
tensiones tratan primeramente de relajarse mediante la demanda, pero si ésta
se ve frustrada, se ve obligada la libido a reinstaurar su «posición» a un nivel
menos diferenciado, correspondiente a una etapa anterior y más regresiva en
su curva evolutiva: de la posición fálica pasará a la uretral, de ésta a la anal,
de ésta a la oral, de ésta a la preedípica de los «objetos internos», hasta llegar
a entroncar tal vez con el «trauma del nacimiento».

Así se irán recuperando niveles básicos y primarios, que, al ser


revivenciados en la tolerancia superyoica de la situación analítica, irán
dejando recuperarse por parte de la personalidad total del paciente, cargas
progresivamente mayores de energía libidinal, aunque no haya sido
satisfecha la demanda de gratificación transitoria, y precisamente por ello.

Cuando, de una parte, han comenzado así a relajarse las barreras superyoicas
y, de otra, ya no se encuentran los fantasmas (asociados a las cargas
libidinales) en un estado flotante y sin un objeto real determinado que
investir (estado causante de ansiedad), sino catalizados en el analista, que los
encarna; si además éste ha atraído hacia sí (por su tolerancia) alguna carga
de libido, capaz de atravesar la barrera de la censura superyoica (puesto que
él mismo encarna también el Super-Yo), habrá comenzado el «deshielo» y se
estará produciendo una abreacción inicial: el proceso evolutivo de la
personalidad madura podrá volverse a recorrer, contando esta vez con toda la
energía libidinal presente, operante en el fondo psicovegetativo del paciente.

La barrera bloqueadora de esta totalidad energética comienza a relajarse y a


resquebrajarse (permitiendo, por lo menos, que se vayan abriendo «fisuras»
en la coraza), y la atmósfera «húmeda» de proyecciones fantasmáticas
desarticuladas, producida por la flotación inconcreta de los fantasmas
asociados a la libido bloqueada, se disuelve, con lo cual el efecto difractor de
la energía (que la descomponía en impulsos parciales y, a la vez, restaba
fuerza a la conducta y la desarticulaba en acciones simbólicas y
cortocircuitadas, improductivas y fallidas) cesa, y la conducta se rehace
totalizada y energetizada, capaz ya de incidir en la realidad, operativa y
productivamente.

Entonces, ya no tienen objeto los estancamientos simbólico-afectivos


anteriores que daban lugar a los síntomas, desde la obsesividad a la
somatización, pasando por el acto fallido y la fijación en objetos simbólicos,
con lo cual se acaban los síntomas y las perturbaciones observables de la
conducta (así podrá entenderse una vez más cómo la concepción de la
neurosis como un «mal aprendizaje» es estrecha e insuficiente para explicar
la totalidad del fenómeno).

Pero, una vez iniciada la abreacción, hasta llegar a la cesación de los


síntomas y la productividad de la conducta, ha de tener efecto un largo
proceso de translaboración, la cual ofrece dos aspectos muy distintos: uno, la
reintegración y recanalización dinámica de la energía libidinal, orientada
hacia el «principio de realidad»; otro, la elaboración hermenéutica del
material simbólico y significativo que ha venido emergiendo.
3. EL RESULTADO DIALYTICO
El núcleo esencial de la práctica dialytica está constituido precisamente por
la asociación de abreacción y translaboración (Abfuhr, Durcharbeitung) ,o
movilización libidinal y digestión integrativa y asuntiva de esa libido
movilizada, mediante la elaboración interpretativa del lenguaje simbólico
múltiple con que se manifiesta a nivel consciente, translaboración que se
consuma en la canalización final, orientativa y resemantizadora del entorno
mundano, hacia el «principio de realidad» en forma de conducta productiva
y mismada.

«Mismada», como ya hemos discutido ampliamente en Terapia, lenguaje y


sueño, significa que, en lugar de hallarse desintegrada (como esas
reproducciones fallidas en que los contornos se hallan disociados de los
colores) en sí misma, la personalidad coincide consigo misma al múltiple
nivel impulsivo, afectivo, concienciativo y práctico: se vivencia como tal
personalidad concreta y definida (pero definida desde sí misma y desde sus
propias posibilidades, y no por referencia a modelos y pautas externas), se
acepta como tal; se conoce y se asume en todos sus aspectos; siente, utiliza y
combina productivamente todos sus impulsos en una unidad productiva de
conducta, incluso sus limitaciones (también aceptadas y asumidas, en cuanto
formando parte de su concreción total y propia) y actúa desde sí misma en
virtud de su autovivirse, de su autoconciencia y de una visión o apreciación,
clara e intensa, de lo que tiene que ser su realización propia, asumida en la
responsabilidad de su propio ser sin coacciones ni presiones externalizadas,
procedentes de prestigios ni modos de sentir infantiles acerca de los demás
miembros de la sociedad o de los valores que ésta consagra (ética autógena).

En este momento, cuando el paciente se autoidentifica vivencialmente y


puede ya actuar (cesados los síntomas y los modos infantiles y simbólicos de
relacionarse con su entorno social) con la efectividad suficiente para
responder adecuadamente a las exigencias objetivas de la realidad, es cuando
puede ser «dado de alta» y la diálysis ha llegado a su final definitivo.

Habrá pacientes que abandonen la terapia, una vez se sientan aliviados de


sus síntomas y capaces de conllevar, mal que bien, las tareas de la vida, pero
éstos no podrán considerarse «curados» definitivamente, y siempre estarán
en peligro de experimentar recaídas, por lo menos en situaciones-límite o de
stress. El resultado definitivo de la diálysis no ha de ser esa situación
provisoria y precaria, sino la plenitud energética (tal vez creativa) de la
mismación; pues cada ejemplar humano posee unas reservas energéticas
insospechadas, sean cual sean sus limitaciones, que pueden ser puestas en
rendimiento dialy ticamente, si se consagran el tiempo y la sagacidad
suficientes para conseguirlo.

La llamada madurez es un concepto muy relativo. Hay quien supone (y es lo


más generalizado) que la madurez de una personalidad ha de medirse por su
adaptación a la sociedad en que vive, es decir, por pautas ajenas a la
personalidad misma, y esto no es así; más bien es todo lo contrario.

Una personalidad puede dar la impresión de ser muy «madura», mientras


duran las circunstancias de una sociedad constituida de un modo
determinado (se ha imbuido de las claves, de las pautas y de los
procedimientos propios de esa sociedad y funciona a la perfección en ella);
pero si esa sociedad viene a desintegrarse y a trasformarse, aquella
personalidad se desintegra con ella y puede caer en estados depresivos o de
angustia típicamente neuróticos, puede ser víctima del duelo del «objeto
perdido» en un estado de verdadera «depresión anaclítica» infantil. Esto
demuestra que no había tal «madurez», sino una simbiosis precaria y
encubridora (y ello explicaría el arraigo del inmovilismo sociopolítico, tan
repetido en todas las áreas geográficas e históricas: los revolucionarios de
ayer se vuelven los inmovilistas del mañana), a pesar de que el aspecto
externo y comportamental de esas personalidades no pueda ser más
«maduro». Precisamente los más aparentemente «maduros» suelen ser los
más inmovilistas, si las cosas cambian; lo cual indica una radical inmadurez
y una total lejanía del «principio de realidad», ya que la realidad en sí es
esencialmente mutante y procesual, hasta incluso contradictoria y dialéctica.
Ser poseído del miedo a la dialéctica de lo real es la mayor muestra no sólo
de inmadurez, sino de narcisismo infantil, de espaldas al «principio de
realidad», que puede darse.

No: la madurez real y efectiva implica esencialmente la independencia de


todo condicionamiento y estado de cosas estatuido, y puede ser inadaptativa,
si la sociedad en que se vive amenaza de alienación a quien se adapte. Esta
madurez no significa configurarse la personalidad externalizadamente según
las pautas prácticamente vigentes en una sociedad determinada, sino que
consiste en la asunción, sin miedo, de lo propio, valorándolo en su verdadero
valor, independientemente de cómo lo valore el entorno social (lo cual no
puede ser menos «adaptativo»), y poniéndolo en rendimiento desde uno
mismo, de acuerdo con la propia visión de la realidad, siempre que esta
visión sea objetiva y no emocionalmente desviada.

La personalidad que llega a ser así, no depende de ninguna circunstancia


externa, para vivir integrada y autoidentificada, y es capaz de valorarlo y
criticarlo todo desde sí misma, desde sus propias evidencias intrínsecas y no
desde un sistema aprendido (o desde criterios convencionales y
coactivamente impuestos, aunque se denominen «libertarios» incluso).
Conforme se va avanzando en edad, cada vez se explica uno menos cómo
puede haber sujetos de «edad madura» que no hayan extraído de su
experiencia esa independencia total de criterio, sin, por otra parte, caer en el
escepticismo o en negativismo radicalizador; sino que viven todavía de lo
vigente y publicitariamente consagrado: no parecen haber vivido con los
ojos adultamente abiertos.

Igualmente cabe decir de la productividad. No pocas veces se ha entendido


este término, cuando lo hemos empleado, en el sentido de un pragmatismo
oportunista o de una «eficiencia» del éxito, a la americana. Pero nuestro
concepto de productividad es psicoanalítico y tampoco tiene que ver con
estas consagraciones publicitarias... Lo que significamos con ello es el
incidir de la conducta positivamente en la realidad del momento, de modo
que se la vaya trasformando en estados o constelaciones de elementos
siempre viables y altruistamente beneficiosos (no lucrativos o pragmáticos).

El neurótico, o la personalidad no productiva actúa, pero simbólica y


defensivamente, y esto no incide de modo positivo en la realidad del
entorno; sino que, o no la trasforma, y por el contrario la inmoviliza, o si la
trasforma, no es en estados ulteriormente viables y beneficiosos para sí y
para los demás sino en estados inviables, sofocantes, opresivos o
exclusivamente beneficiosos para sí, mas no para los demás (narcisistas,
analmente posesivos, oralmente absortivos, fálicamente ostentosos, etc.);
pues no es la realidad aquello con lo que se enfrenta, sino la cortina de
símbolos y de afectos desintegrados con la cual combate, o de la cual
pretende beneficiarse fantaseadamente, y con ello arrolla o anula los
derechos y los procesos realizativos de los demás.

En definitiva, mismidad, madurez y productividad vienen a significar


combinatoriamente un existir desde la propia realidad personal, asumida en
todas sus dimensiones y con todas sus consecuencias en un constante
contacto comúnmente beneficioso, con las exigencias objetivas de la
realidad en que se existe, prosiguiendo el proceso de la propia realización
efectiva y lúcidamente prevista, sin perturbar por ello los procesos
realizativos de los demás (individual y colectivamente considerados), con
total elasticidad de impulsos, afectos, ideas y procedimientos.

Tal vez, una personalidad presente, a pesar de todo, rasgos infantiles, o


rarezas y excentricidades (como suele ocurrir en los genios y los artistas
creativos), pero si todo ello es asumido, integrado y activamente vivido en
orden a conectar (quizá de un modo peculiar y específico, no muy común)
con el entorno real productivamente, esa personalidad puede considerarse
como plenamente madura, y más que otras más convencionalmente
adaptadas a unas pautas externalizadas, no vividas desde sí mismo.

Por lo tanto, puede ser un error tratar de forzar a los pacientes a «adaptarse»
o a trasformar su personalidad de acuerdo con tales pautas (y por eso
algunos se resisten a la terapia, por miedo a tales cambios, más bien
alienantes que terápicos), sino que lo único necesario es ayudar a que se
asuman tal como ellos son y a explotar esa mismidad propia, para abrirse
más, ya sin miedos infantiles, al «principio de realidad» o a la realidad
concreta de su entorno, actuando en ella efectivamente (no de modo
simbólico, emocional o defensivo) en la tensión dialéctica de la «fidelidad» a
lo real y de la «fidelidad» a sí mismo.

La fidelidad a sí mismo no es la fidelidad ni al pasado ni al presente, sino al


futuro (todavía inexistente, pero incoado) y que va a superar (Aufhebung) a
aquel pasado y a este presente. No es una «fidelidad» a lo que se está
dejando de ser, sino a lo que se debe ser, que es, en cada etapa, algo distinto;
en todo caso, «fidelidad» al ser como proceso vectorial y no al ser como
fijación tradicional112.
112 Podría parecer que no puede haber tal «tensión dialéctica», ya que
la realidad es «una» y «es como es» y a ella pertenece también el
sujeto curado, pero no es así.

En primer lugar el sujeto humano se halla desfondado, aunque esté


perfectamente sano y equilibrado, y ha de resolver el problema de sus
opciones y de su libertad, así como el de los niveles de realidad que
deben ser tomados en consideración cada vez, y hasta los criterios de
enfoque y de valoración, el punto de vista y el tipo de procesos
mentales que deben funcionar en cada caso.

El sí-mismo que hemos de identificar, no «traicionar», y promover no


es un «objeto» hecho que se ofrece al conocimiento objetivo, sino un
proceso de procesos que se automodifican al autoconocerse y al
autoconocerse desde un punto de vista y en un aspecto determinados
desde otro punto de vista y según criterios cambiantes, optativos y
hasta arbitrarios. Pero, además, en este sí-mismo lo más real y decisivo
para su identificación no es lo dado, lo sido y lo ya acabado en un
«pasado» más o menos remoto o reciente, en un casi-presente que está
acabando de «pasar», sino precisamente lo no dado como objeto, lo
problemático, las meras posibilidades (que se ignora todavía si
realmente existen o son una ilusión), el «proyecto», lo que se tiende a
ser (sin saber si se puede), lo futuro y lo incierto. La «fidelidad» a sí
mismo no es un atenerse a esquemas consagrados, para repetirlos
indefinidamente, sino todo lo contrario: es un anticiparse
conductalmente al futuro (superando dialécticamente el pasado) en la
previsión de lo que habrá de ser adecuado a unas circunstancias y unas
exigencias que todavía no existen y seleccionando unos elementos de
juicio y unos valores (entre otros muchos que no se filtran) según un
criterio, también seleccionado entre otros muchos, sin otro criterio
ulterior que una intuición, en gran parte gratuita, o un estado
emocional en definitiva, o la presión de unos intereses de grupo o unas
urgencias del momento...

El «inmovilismo» no entiende esto, es en el fondo positivista y parece


imaginar que lo real es lo hecho, lo confectum (es decir, lo muerto) y
que no va a modificarse en el futuro, por lo tanto, lo que no tiene futuro
(si tuviera futuro no podría ya considerarse como hecho). Por eso, todo
aquel que de un modo u otro adolece de tendencia inmovilista (ésta
puede no ser total, como en cierto conservadurismo ético) se bate
siempre en posiciones perdidas, es «abogado de causas perdidas» o
polemiza acerca de cuestiones que acaban de perder su interés. Ser
realista no es atenerse a la realidad actual, sino anticiparse a la futura,
mas con el riesgo de no acertar en lo que vaya a ser en el futuro la
realidad (que siempre es proceso).

Por eso, ser «fiel a sí mismo» no es atenerse a lo que se es ya, sino


prever —en el riesgo— lo que se va a tener que ser, y al mismo tiempo
determinándolo precisamente por este mismo preverlo. Ser «fiel a sí
mismo» es acertar con lo todavía oculto e ignorado de sí mismo (en
cuanto posibilidad) y elegir aquellos elementos del pasado que han de
permanecer y los que han de ser eliminados para que esas
posibilidades se realicen; no es ser «fiel» a lo que es, sino precisamente
a lo que todavía no es, pero en el riesgo de obligarlo a ser aunque no
debiera haber sido. No puede el sujeto mantenerse a la expectativa de
lo que tendría que ser, sino que su mera previsión ya determina lo que
va a ser, ya le compromete en ello, en algo tal vez que no tendría futuro
y que, por el mero suponer que lo tiene, ya se hace presente, sin haber
sido un futuro realmente tal: es decir, un «aborto», pero un «aborto» de
sí mismo...

Por eso, los inmovilistas temen el futuro y prefieren atenerse a lo dado,


pero lo dado ya ha dejado de ser real y, sin el horizonte de riesgos del
futuro, está muerto. De lo que se deduce que el ser humano, para
acertar en el presente, ha de ejercitar una capacidad angustiosa de
precognición del futuro, y cuando no la ejercita o no la posee, fracasa.

Igualmente sucede con la «realidad» objetiva, a la que también hay que


ser «fiel»: tampoco es algo dado, sino en proceso y modificable por el
mismo ser asumida o rechazada por el sujeto. De todas las
posibilidades y elementos actuales de que consta y que ofrece el sujeto
ha de hacer siempre una selección en virtud de unos criterios no
previamente dados tampoco, sino improvisados y anticipados al hilo
del proceso, en el riesgo de malograr sus posibilidades reales en favor
de otras ilusorias. Así, el mundo siempre se trasforma, pero puede
trasformarse mal. La «fidelidad a lo real» no es el atenerse a lo ya sido
del mundo, sino a lo que el mundo (o el entorno particular de cada
sujeto) tendría que llegar a ser en el caso de acertar (y con el riesgo
inminente de equivocarse).

Esta problemática y los elementos que en cada caso entran en juego ha


sido más ampliamente expuesta en los tres primeros capítulos de
Terapia, lenguaje y sueño (como presupuestos de la curabilidad y de la
curación psíquica), en Dialéctica del concreto humano y en nuestro
Tratado de las realidades, y de la intimidad y de los saberes.

Como parece evidente, el terapeuta ha de apoyar al paciente, en la


última etapa de su restablecimiento, para que asuma el vértigo del
futuro, y si no, si el vértigo del futuro le paraliza o le intimida, no está
todavía curado y podrá recaer en cualquier momento.

Mas para llegar a ello, el analista ha de ir apoyando al paciente en sus


vacilaciones, resistencias y temores y activando translaborativamente el
proceso, a base de la energía abreactivamente liberada, y valiéndose del
material simbólico y emocional en que esa energía (liberada, o todavía no
liberada) se manifiesta a nivel consciente. En esto, volvemos a repetirlo, se
cifra la esencia de la diálysis. Y a este efecto ha de manejar un doble grupo
de técnicas: las técnicas activadoras y las técnicas hermenéuticas.

La transferencia, las interpretaciones (dosificadas) y la aceptación afectiva


del caso han de ir apoyando su translaboración, día a día y mes a mes, en los
que el paciente ha de ir «pacientemente» dejando emerger material
significativo, elaborándolo concienciativamente, dirigiéndolo e integrándolo
en su esquema afectivo-personal total, haciendo insight y asumiéndolo, en
orden a una conducta productiva orientada hacia la realidad; y
simultáneamente ha de ir controlando la dinámica abreactiva y soportando
sin miedos la activación de la libido (sin actings intempestivos) y su
incidencia en la realidad.

Así, la resemantización y la dinamización irán paralelas y llegarán a confluir


en una maduración vivencial de la personalidad y en su definitiva
orientación práctica (sin proyecciones infantiles ni emociones emergentes
obnubilativas). Y esta coincidencia de insight (o evidencia comprensiva
intelectual) y de vivenciación afectivolibidinal concreta instalará al sujeto
(que ha dejado de ser «paciente») 113 en su realidad mísmica efectiva y en la
realidad de su entorno objetivo, sobre la base consistente y sólida de sus
posibilidades psicovegetativas y de los cauces que la realidad social y
práctica ofrece a su realización (sin ilusiones ni crispaciones por no
encontrar los cauces fantaseados).

113 En realidad, la denominación de «paciente» no es feliz y es, una


vez más, una metáfora tomada de la Medicina interna o traumatológica
(la Psiquiatría es una rama prematuramente nacida de la Medicina y
cortada por patrones inadecuados a la realidad psíquica del hombre).
A los sujetos de un tratamiento psicoterápico (y mucho más si son
simplemente neuróticos) debería dárseles una denominación especial y
propia que nada tuviese que ver con la de los enfermos clínicos; por
ejemplo, la de asistido, pues verdaderamente se le asiste (lit. se está a
su lado = ad-sisto en latín) en relación transferencial precisamente.

Podrían arbitrarse también otras denominaciones más neológicas y


menos usadas, pero que al emplearse perderían su dureza y tendrían la
ventaja de no connotar ningún otro campo que no fuese propio de la
psicoterapia. Así, podría llamárseles tratado o tratando, reajustando,
terapiado, dialyzado, realizando, aportador (de material analítico y del
«caso») o simplemente aliado clínico (del diván, no de la cama de
operaciones o de la estación hospitalaria).
4. EFECTOS TRANSFERENCIALES
MÚLTIPLES
Aplazando hasta el capítulo siguiente la práctica de la translaboración,
pueden especificarse los efectos de la transferencia de modo típico, lo cual
ha de servir para controlarla mejor, ya que hace esto posible considerar en
cada momento del proceso terápico sus funciones y su grado de eficacia.

Los tipos de efectos de la transferencia pueden reducirse a siete:

1. Efecto «testigo».
2. Efecto «espejo».
3. Efecto «pantalla».
4. Efecto «regresión».
5. Efecto «descarga».
6. Efecto «despliegue».
7. Efecto «injerto», que a su vez presenta los componentes siguientes:
a. Confianza básica.
b. Comunicación de inconscientes.
c. Clima afectivo apropiado.
d. Inducción energética.

Y estos efectos pueden, a su vez, agruparse en tres categorías: los tres


primeros se reunirían bajo el común denominador de efectos apoyativos o
reflectantes; los otros tres, bajo el de efectos dinamizadores, y el último bajo
el de efecto complexivo. Examinémoslos más en detalle.

El efecto «testigo» se produce cuando el analista es sentido como


representante de la sociedad, del «fuero externo», que compromete y «toma
la palabra», de modo que las verbalizaciones, los insights, las
confirmaciones de las hipótesis formuladas (por somatizaciones, sueños,
imágenes o reacciones afectivas) le resultan al paciente irreversibles y
efectivas por haberlas conocido su analista. Sería la confirmación de la tesis
de Sartre: «los demás nos fijan en nuestro yo». El analista encarnaría el
principio de realidad, en función del cual no puede negarse ni anularse lo
que una vez ha conectado con él, que queda literalmente «realizado»: hecho
realidad.

Por el efecto «espejo» el analista refleja, objetivándolo, lo que el paciente


proyecta sobre él, emite, hace o afirma. Todo lo flotante y lo amorfo y no
localizable, que antes actuaba, bien en la intimidad del sujeto, bien
desplazado hacia los objetos, pero de modo huidizo y cambiante, queda
ahora concretado en el analista que lo desarticula, examina, hace examinarlo
analíticamente, o le confiere el relieve y la determinación objetiva necesaria,
para que el paciente lo conciencie, lo examine, lo desactive, desmitifique y
desemocionalice, haciéndole perder poder persecutorio, obsesivo, fijativo o
fascinante.

El analista recibe los mensajes del paciente y se los devuelve especularmente


objetivados, localizables y determinables, desgajados de la masa emocional
y subjetiva de lo subconsciente y convertidos en objetos de reflexión y de
análisis, y, por añadidura, interrelacionados y hasta sistematizados, es decir,
en las mejores condiciones posibles para hacer insight acerca de su
significado y de los mecanismos o relaciones reales que ocultan.

El efecto «pantalla» o, tal vez más exactamente «maniquí», es el más


típicamente transferencial, aunque análogo al anterior. Puede decirse que
sólo se diferencia de él en la naturaleza de lo proyectado: en el efecto
«espejo» el analista objetivaba y devolvía toda clase de mensajes del
inconsciente del paciente, en el efecto «maniquí» sólo inviste roles
inconscientemente atribuidos y proyectados por el paciente sobre él, como el
maniquí inviste prendas adaptadas a su contorno y que no le son propias ni
confeccionadas para él.

Aquí es mayor el grado de objetivación y de relieve adquirido por lo


proyectado, pues ello no viene meramente recogido, reformulado,
interpretado e interconexionado con otros contenidos proyectados, sino que
llega a encarnar el analista mismo las imagines y los roles proyectivos y a
conferirles un relieve real y objetivo en su persona, lo cual suscita en el
paciente una serie de recuerdos, de vivencias, de relaciones y de situaciones,
no proyectadas previamente, pero «arrastrados» a la conciencia por su
enfrentarse con una imago multidimensionalmente objetivada ; casi hecha
afectivamente realidad (y no meramente verbalizada) en otra persona viva
que le compromete, en otra persona sentida como real y como portadora
efectiva de esa imago o de ese rol; lo cual es evidentemente más que un
mero «reflejar» y más movilizador u operante sobre mecanismos y barreras.

El efecto «regresión» o ucrónico puede considerarse como la consecuencia


práctica, dinamizadora e inmediata del efecto «pantalla» o «maniquí»: el
paciente, apoyado en el analista, investido éste de diversas imagines y roles,
puede ya, de una parte, revivenciar regresivamente situaciones, relaciones y
emociones tempranas e infantiles, que con anterioridad a la relación
transferencial, se le hacían penosas o muy huidizas (y también, tal vez,
estaban profundamente reprimidas) y que ahora, gracias a la libido ligada al
analista y a la concreción que en él han adquirido las imagines, ya presentan
una cierta tolerabilidad, mientras que las pulsiones han podido adquirir
mayor movilidad, al ser drenadas por su posibilidad de desplazamiento hacia
el analista.

De otra parte, las demandas suscitadas por esto mismo, al ser frustradas (en
virtud de la pauta «de la abstinencia») provocan regresiones cada vez más
remotas, hacia niveles infantiles más arcaicos, lo cual permite desreprimir y
recuperar cargas de energía libidinal siempre mayores y más básicas.

Llamamos a este efecto también ucrónico porque, en realidad, la regresión


supone ante todo una ucronía, es decir, una flotación del proceso (o de la
intimidad del paciente) por encima del encadenamiento temporal, un
sumergirse hacia niveles fuera del tiempo; lo cual hace posible precisamente
la reversibilidad de los procesos de constitución de la personalidad y, por lo
tanto, la recuperabilidad de las posibilidades y de las energías, hasta
entonces malogradas o paralizadas por la represión y por otras presiones
superyoicas o traumáticas.

El efecto «descarga» va también asociado al efecto «maniquí»: la


objetivación proyectiva de las imagines y la abreacción que suscita hacen
posible una desactivación de las cargas libidinales inobjetivamente asociadas
a la imago (o a los recuerdos traumáticos), o una distensión de su poder
generador de presión, y de tensiones, productoras, a su vez, de angustia o de
compulsiones (al hallarse las cargas libidinales anómalamente concentradas,
por el efecto de las barreras represivas, o por no poder drenarse en forma de
realización de deseos, conectados con el «principio de realidad»).
Precisamente la realización, siquiera sea fantaseada, de deseos tolerados o
aprobados por el analista, investido suplementariamente como «principio de
realidad», es el resorte de una abreacción inicial en la mayoría de los casos.
Y lo que este efecto «descarga» supone respecto de las cargas libidinales, lo
es el efecto «despliegue» o «deshielo» para los afectos asociados a esas
cargas, o a sus estados represivos y a las imagines y roles u «objetos
internos», que transferencialmente se objetivan, para poder ser desactivados
analíticamente.

En efecto, la tolerancia transferencial crea un clima distendido y hasta


«cálido» (si se transfieren y contratransfieren sentimientos de confianza
mutua, de admiración o de relaciones filiales y fraternas positivas) que no
puede por menos de favorecer una progresiva manifestación del fondo
emocional del paciente, un progresivo activarse expresivamente las
constelaciones de afectos y de otros elementos inconscientemente reprimidos
(afectivamente sobredeterminados). Lo que el paciente nunca se había
atrevido a sentir, aunque inconscientemente le presionase, o no se había
atrevido a concienciar, aunque lo sintiese, o había rehuido expresar, puede
ahora admitirlo, pues se halla amparado y apoyado por la tolerancia y la
confianza del analista (cuando se da tal tipo de relación óptima con él).

Y en este clima, la vida afectiva profunda del paciente se distiende y


explaya, produciendo no sólo el correspondiente desahogo y aceptación de sí
mismo, sino la posibilidad de contrastarla con el «principio de realidad», de
medir objetivamente sus alcances (con la consiguiente disolución del miedo
infantil) y de desarticular sus constelaciones indebidamente prementes (con
efectos depresivos) o maníacamente mitificadoras de objetos.

Gracias a este efecto «despliegue», las presiones afectivas, angustiosas,


exaltantes u obsesivas, que la personalidad poco elástica del paciente
experimentaba, se distienden, la vida afectiva concreta se acepta lúcidamente
(tal como ella sea y como base de una translaboración, que ulteriormente la
vaya modificando adecuadamente) y la misma activación de los efectos
facilita la abreacción de los elementos pulsionales paralizados o incontrolada
y sustitutivamente activos.

Como se puede apreciar fácilmente, ninguno de estos efectos dinamizadores


podrían tener lugar de no darse una dualidad de sujetos, o de no existir entre
ambos una relación transferencial; y no es posible que un sujeto, dejado a sí
mismo en su «autoanálisis», pueda objetivar hasta tal punto sus contenidos
inconscientes y, sobre todo, pueda dejar fluir sin miedo y sin un objeto
proyectivo sus afectos y sus pulsiones.

Finalmente, el efecto «injerto» es el más complejo de todos y engrana ya con


los aspectos contratransferenciales de la relación dialytica: en casos óptimos
se da una especie de «incubación» o de regestación de la personalidad del
paciente por la personalidad del analista, que se injerta en aquélla para
activarla y vertebrarla adecuadamente.

La posibilidad de comunicación profunda, una comunicación que trasciende


los planos verbal, social y conceptualizable y que se sitúa a niveles concretos
y profundos, participativos y vivenciales, se halla condicionada por la
confianza básica (según el término acuñado por Erikson). De no existir ésta,
no es posible que el paciente se confíe o se avenga a una comunicación tan
sin condiciones, a una participación de personalidades tan estrecha y a un
influjo apoyativo y vertebrador tan inmediatamente efectivo y sin la
distancia y las defensas de la objetivación conceptual, la simbolización
verbal o las convenciones sociales.

En estos casos de relación transferencial óptima, se reproduce la inmediatez


de la relación parentofilial primaria, en la que los padres influyen en la
personalidad del hijo por osmosis e incubativamente, y no por persuasión
consciente. Precisamente estos influjos son los que algunos sujetos rechazan
y actúan reactivamente contra ellos, cuando la personalidad de sus padres no
es aceptada (y es criticada ya en la edad adulta). Por eso no puede producirse
en la diálysis tampoco, si no se cuenta con esa confianza básica, que
rectificaría (en una especie de «experiencia emocional correctiva») el influjo
parental primario rechazado y perturbador.

La presencia o la ausencia de esta confianza y del efecto «injerto» es el


factor que explica las grandes diferencias que existen de un caso a otro, en
ritmo y rapidez del proceso, en clima de comunicación, en frecuencia de
insights, en poder translaborativo y en asunción y vertebración de la
personalidad.
Hemos asistido a casos en que todos, o la mayoría, de estos aspectos han
funcionado eficazmente, y casos en los que no ha sido así, sino que la
comunicación era escasa, dificultosa y superficial (o el paciente hacía
constantes rectificaciones y observaciones acerca de la incomprensión que
hallaba por parte del analista o de lo no acertado de sus interpretaciones); las
sesiones transcurrían monótonamente y dando la impresión de que nada o
casi nada sucedía, y se tenía la sensación de que palabras, técnicas activas,
dialécticas y situaciones estratégicamente psicodramatizadas se estrellaban
contra una coraza compacta de reservas y de indiferencia. Tales casos, en el
analista, producen un intenso aburrimiento y pueden fomentar
peligrosamente el desinterés hacia ellos (y, si después de tiempo, no se
hallase mejoría alguna en la relación, no habría otro remedio que cambiar de
analista, si es que el paciente no hubiese abandonado ya la terapia...), con la
consiguiente contratransferencia negativa.

Muchas veces no depende de la personalidad del analista (lo cual sería un


efecto contratransferencial), sino de las defensas y resistencias que le opone
el paciente (tal vez por encontrarla demasiado eficaz o, como hemos
comprobado algunas veces, por prejuicios ideológicos de parte del paciente),
pero se advierte que en los grandes clásicos del psicoanálisis tales casos eran
mucho menos abundantes que en la práctica de sus epígonos, por carecer
algunos de éstos de la personalidad profesional y humana suficiente para
fundamentar esa confianza básica y ese «injerto» de personalidad.

Puede, sin embargo, ocurrir que un paciente determinado congenie más y sea
más susceptible de «injerto» con un discípulo que con el maestro de una
escuela; eso sí, si un analista observase que en su práctica abundan tales
tipos de casos, debería reexaminar si es que su personalidad, no es adecuada
a tal tipo de terapia y si debe seguir practicándola, o si tendría tal vez que
seguir psicoanalizándose, hasta adquirir una personalidad más cualificada en
este sentido. Desde luego, la comercialización de la práctica y el elitismo
económico que los honorarios elevados ocasionan, podrían ser la causa de tal
falta de comunicación profunda y de confianza básica.

Hay que tener, pues, en cuenta dos puntos muy importantes: aunque el
analista haya de ser una pantalla neutra y objetiva, su personalidad concreta
influye en el caso y constituye un verdadero instrumento terápico (o
antiterápico) que, por sí mismo, ejerce un influjo específico en esos aspectos
dinámicos e incontrolables de la relación. Con respecto a la comercialización
de la Psicoterapia, hay que tener en cuenta que ésta (y más el psicoanálisis y
la diálysis) es algo tan concreto y ceñido a cada circunstancia, como el arte y
la artesanía, que no es posible ser eficaz «despachando» impersonal y
formulariamente a todo cliente que se presente, interese, o se le interese o
no, sin una dedicación concreta y modulada por su mismidad personal.

La comunicación profunda supone la de los inconscientes de ambos sujetos


de la relación transferencial, en diverso sentido y de diversos modos
(algunos de los cuales expusimos en el capítulo anterior):

A. Por parte del analista:


Intuir la dinámica inconsciente de la neurosis o de elementos
ocultos de la misma, anticipando datos in-explícitos (efecto
contratransferencial).
Cometer actos fallidos verbales que hacen insight en el paciente
(como refiriéndose a su mujer decir «madre»).
Acertar hermenéuticamente dejándose llevar de la libre asociación,
de modo que el paciente se sienta impactado e inconscientemente
comprometido por la interpretación.
B. Por parte del paciente:
Soñar o fantasear eidéticamente situaciones, nombres u objetos
que son familiares al analista (o que éste ha vivido o
experimentado recientemente) y que el paciente ignora114.
Soñar con expresiones en lenguas desconocidas del paciente, pero
familiares al analista115.
Premoniciones acerca de situaciones y problemas que afectan al
analista, pero percibidas por el paciente (a veces muy
intensamente) 116.

114 Un paciente sueña que se halla exactamente en la misma situación


(mirando el escaparate de una librería y pensando sobre un tema) en
que la tarde anterior nos habíamos encontrado, en realidad, y de modo
que la continuación del sueño demuestra que en él se sigue tratando del
tema que estuvimos considerando delante del escaparate la tarde
anterior (naturalmente, el paciente no se había comunicado con
nosotros ni había podido conocer nada, por información a nivel
consciente, de esas reflexiones ante el escaparate de una librería, que
habían supuesto algo especialmente importante y absorbente para
nosotros).

En otros casos se producen percepciones que pudieran catalogarse de


extrasensoriales, pero en sueños. Un autor conocido nuestro, tras
acabar la corrección de las pruebas de imprenta de una obra, las
vuelve a ver pasar, en sueños, sin distinguir renglones ni palabras,
hasta que al llegar a una determinada ve claramente el número de la
paginación y un solo renglón, con toda nitidez, y mientras lo está
leyendo, escucha una voz que le indica el verdadero texto. Al despertar
revisa las pruebas y comprueba que habían quedado dos pegadas y no
había podido ver ni corregir la errata vista en sueños.

Naturalmente, esto no es ningún fenómeno paranormal, sino una


simple percepción extrasensorial, en sueños.

Igualmente nos sucedió hace veinte días escasos: teniendo que


emprender un viaje en coche, nos habíamos acostado con la
preocupación de una posible avería de que nos habían advertido en el
taller. Durante el sueño percibimos en imagen eidética
extraordinariamente nítida la rueda delantera derecha con una
deficiencia. Al llevar el coche al taller, después del viaje, descubren
una pieza gastada y a punto de avería precisamente en esa rueda (con
un mayor peligro de accidente que el que suponía la avería de que
anteriormente nos habían avisado).

De estas y otras experiencias que podríamos seguir citando, se deduce


que existen modos de percibir la realidad objetual que no dependen de
los sentidos orgánicos, sino que se producen de forma más directa,
menos mediada, aunque inconsciente. Cuando se entra en una relación
tan estrecha como la terápica (que interesa tan directamente los
estratos inconscientes) es muy lógico que comiencen a producirse
percepciones de este tipo de parte del paciente o del analista.

115 Varios pacientes sueñan con palabras no castellanas, pero que


encierran raíces de lenguas conocidas por el analista que a éste suelen
decirle mucho y que, recurriendo a su traducción al castellano,
también significan para el paciente.
116 A veces, los pacientes, tal vez para defenderse y huir, aluden a
problemas personales del analista. Naturalmente no debe entrarse en
discusión sobre ellos, pues sería caer en su trampa, sino que hay que
devolverles especularmente su propia imagen al preguntar tales cosas.
Pero lo que sí se advierte es, a veces, una extrañísima intuición o
lucidez para captar la problemática personal de su analista.

El paciente siempre ha de tratar de salir del tema que le compromete y


comprometer, defensivamente, al analista en el discurso (sobre todo en
momentos especialmente comprometedores), así que le dirigirá
preguntas y querrá informarse de muchas cosas que no hagan al caso.

El arte dialógico del analista ha de consistir en todo momento en


«devolverle la pelota», reconvirtiendo sus preguntas dirigidas a él, en
otras tantas inquisitivas (mayéuticamente al menos) del significado
profundo de haber hecho tales preguntas y de haberse querido salir del
tema que antes se trataba.

Y, en general, podría calificarse esta comunicación profunda como empatía


de inconscientes, la cual abre una serie de vías de acceso al caso, sutiles e
incontrolables, pero dinamizadoras del proceso. Aunque la curación tarde en
producirse, por lo menos el intercambio de mensajes, las identificaciones y
los insights abundan, y las sesiones resultan acentuadamente estimulantes
para ambos, en el sentido de emergencia de material, de interpretación y
elaboración del mismo y de interés espontáneo por el caso.

La constelación de un clima afectivo apropiado supone problemas


suplementarios. Sacha Nacht advierte que el rasgo fundamental del analista
ha de ser la «bondad», y nosotros diríamos, además, que el cariño a los
pacientes es la base para su «descongelación» o la reabsorción de su miedo
básico, pues precisamente la falta de cariño, o los cariños parentales
distorsionados, han sido tal vez la causa de su desajuste. Y, sin embargo, esto
puede prestarse a malentendidos en la práctica.

De un lado, la «bondad» de que habla Nacht no puede ser forzada ni fingida,


pues esas bondades provocadas suelen adoptar un tono untuoso y falso
intensamente repelente para el paciente. Y además, si llegara a confundirse
esa «bondad» con una cierta blandura de carácter, haría inservible la
personalidad del analista como instrumento terápico, pues las personalidades
débiles o conflictivas exigen de quien les apoya energía, consistencia y
seguridad; aparte de que los componentes masoquistas de cada paciente
requieren una cierta agresividad o dureza en el trato para sentirse
estimulados y estimar al analista.

De otro lado, lo que nosotros llamamos «cariño» no puede confundirse con


afecto adhesivo, con una relación «demasiado humana», ni con un entrar en
el juego seductor del paciente (sobre todo en el caso de las histéricas), sino
todo lo contrario.

La conducta del analista ha de ser perfectamente controlada, sobria, exigente


(tácitamente al menos) y hasta dura, y no condescender con las veleidades
(cambios de hora caprichosos) y las demandas del paciente; pero éste ha de
advertir, en todo ello, una estima auténtica de su persona, una intención
sincera dirigida hacia su bien y una captación afectiva de su concreción
personal unida al aprecio real de la misma. Y esto es precisamente lo más
genuino y esencial del cariño humano.

Un paciente que capta este clima afectivo no abandona la terapia y


responderá positivamente a las exigencias de superación y de mejoría del
analista, que, en último caso, podrá jugar con el resorte de una amenaza de
retirarle este aprecio si el paciente no llega a merecerlo por su colaboración
y su recurso a las fintas y trampas (involuntarias, pero efectivas) en las
estrategias defensivas.

Queda, pues, claro que lo dinamizador del proceso terápico puede


denominarse «afecto» y hasta «cariño», pero entendidos de un modo muy
básico, como aprecio de la realidad concreta del paciente que le capta
afectivamente en su mismidad peculiar (aceptando incluso sus limitaciones y
defectos tolerantemente) y muestra la intención efectiva y sincera de
ayudarle, apoyarle y liberarle psíquicamente, no por ser un «caso» más, ni
menos porque «paga», sino por ser él mismo y para que lo sea. Y aquí radica
lo más cualificado y apoyativo de la relación transferencial.

Las manifestaciones anecdóticas y expresivas de este «cariño» han de


modularse dosificada y estratégicamente, para que hagan su efecto
persuasivo y no creen ilusiones e incidan perturbadoramente en el proceso,
orientadas constantemente por el «principio de realidad». Pero más bien han
de consistir en la percepción infraliminal, por parte del paciente, de una
autenticidad de trato y una efectividad de intención humanitaria y fraterna,
que le entone y le convenza por su misma presencia en la relación terápica.

Para poder apreciar a los pacientes de esta manera, claro está que ha de
adiestrarse el analista en una percepción altruista y concreta del otro, en una
philanthropia (literalmente entendida) o, si se prefiere, en una agapé muy
inmediata, concreta y singular, que podríamos calificar de «núcleo
dinamizador» y motivador en la «vocación» de terapeuta (igualmente
debería llegar a ello el médico y el pedagogo) y que, para su logro, requiere
una elaboración disciplinada e interior de los afectos, que de egoístas se
cambien en altruistas, y de individualistas, en grupales y hasta en
universales.

Lo que, sin embargo, ha de evitarse cuidadosamente es dar pie a que el


paciente fantasee narcisísticamente un «cariño» sensual y libidinoso que le
fije más en sus ilusiones gratificativas, opuestas al «principio de realidad», o
mostrar una distancia y frialdad «científicas» que le creen la sensación de ser
meramente un «caso» y un «objeto» de experimentación para su analista. Así
como lo anterior perturbaría sustancialmente el proceso terápico, haciéndole
degenerar, esto solamente lo retardaría (o lo podría hacer incluso ineficaz),
mas sin perturbarlo intrínsecamente; sin embargo, aunque sería menos
arriesgado, no es en absoluto deseable, pudiendo dinamizar la terapia y
garantizar más seguramente su éxito, si tampoco se cae en este extremo.

La inducción energética, por fin, es un efecto parcial extraordinariamente


interesante y que constituye el «injerto» propiamente dicho. Cuando ello se
produce (puede no producirse, sin por ello comprometerse el éxito de la
terapia), el paciente se ve reforzadamente ayudado en su recuperación, pues
el analista acierta a prestarle su energía personal (en una especie de
respiración artificial psíquica) y su capacidad de entusiasmo, de visión clara
y motivante de las realidades y de percepción confiada y apreciativa de los
demás (por lo cual, ya se puede suponer el interés que tiene el poder
desarrollar todo ello en uno mismo, para ser eficazmente analista).

Para comprender la eficacia terápica de este recurso puede imaginarse el


efecto motivador, dinamizador y hasta trasformativo de la propia mentalidad,
que pueda tener el haber colaborado y mantenido un estrecho contacto
intelectual y vital, o práxico, con alguna figura muy cualificada de la
historia. Es lo que a algunos discípulos, no demasiado geniales, de algunos
pensadores o científicos les dota de unas cualidades suplementarias muy
apreciables para la posteridad, por el hecho de haber sido «discípulos» de tal
hombre y de haber convivido con él durante algún tiempo, hasta dejarse
impregnar en su fondo afectivo, en sus enfoques y en sus métodos, por esa
personalidad extraordinaria (que cada cual imagine el efecto de esta
convivencia con el personaje histórico que más signifique para él, si hubiese
podido experimentarlo en sí mismo). Desde luego entre los discípulos
inmediatos de cada gran personalidad histórica (científica, político-
ideológica religiosa o, incluso, artística) no suelen darse vulgaridades y casi
todos reflejan, todavía por mucho tiempo, la energía y el genio irradiados
por el maestro.

Se dirá que no es posible repetir el caso a propósito de cada psicoterapeuta,


pues no debe suponerse que vayan a ser tales personalidades «fuera de
serie». Y se llevaría razón si se tratase de una inducción cultural (científica,
ideológica, etc.), pero si de lo que se trata es de un «injerto» de realismo, de
visión objetiva de las realidades y de plenitud afectiva equilibrada, y nada
más, sí que hay que suponer y que exigir tal cualificación en todo
psicoterapeuta; para eso ha de haberse tratado antes psicoanalíticamente y se
le exigen tantas horas de terapia didáctica y efectiva. Y si ello no se produce
es o porque él no sirve para terapeuta o porque su maestro no ha servido
como maestro... (o los métodos empleados por éste eran equivocados e
insuficientes, y no le han devuelto del todo la plenitud de sus
disponibilidades afectivas y libidinales).

Sin duda que habrá diferencias de unas a otras personalidades, y que tratarse
con un analista «genial» resultará más eficaz y enriquecedor que hacerlo con
un adocenado (aun dentro de esta cualificación indispensable), pero ha de
darse siempre una capacidad suficiente de «injerto» en todo terapeuta digno
de este nombre.

Lo cual no significa que toda personalidad así cualificada ofrezca sólo


ventajas y ningún inconveniente, pues hay pacientes que se sienten
oprimidos por una personalidad demasiado rica como analista, o incluso por
el prestigio mágico que proyectan en ella. Y otros hay que precisamente
movilizan y arman sus defensas al enfrentarse con una personalidad
demasiado eficaz, que por ello les intimida, suplementariamente, al prever su
poder suasorio o sus recursos (mágicamente sentidos) para desarmar esas
mismas defensas. De modo que, en estos casos, podría resultar más eficaz
otro analista de personalidad más «gris», menos relevante, pero que
motivase más la confianza y la franqueza del paciente, sin despertar en él
esas expectativas mágicas, en el fondo resistentivas.

Entre los elementos que se «injertan», unos son necesarios y útiles y pueden
ser controlados, otros, en cambio, son suplementarios y accidentales y sería
preferible que no accediesen al paciente, pero resultan de difícil control (y en
este punto se plantea el problema de la contratransferencia como limitación
emergente en la relación transferencial). Los primeros pueden catalogarse
como sigue: energía, confianza en sí mismo, afectos, capacidad de
aceptación de la realidad y de sus objetos, capacidad de empatia (sin el freno
del miedo a «contaminarse», «disolverse» o, viceversa, «contaminar» o
«poner en evidencia una personalidad negativa») y tipos formales de
enfoque y de actitud («formales» por no afectar al contenido de lo que así se
enfoca ni a la ideología desde la cual se enfoca).

Elementos emergentes e indeseables en el «injerto» serían, por el contrario,


la ideología, los contenidos mentales y afectivos, las opciones personales,
los gustos y los prejuicios, aparte de lo que podría llamarse creación de
dependencia.

Aquí se abre la cuestión del riesgo de influjos extraanalíticos y personales en


el paciente, de tipo ideológico, cosmovisional y práctico, que todo buen
terapeuta debe evitar cuidadosamente a nivel consciente y metodológico,
pero que muchas veces son muy difíciles de evitar a nivel inconsciente,
incontrolable, afectivo y transferencial. El analista no puede evitar influir
con su ejemplo, su personalidad y su modo concreto de pensar, de sentir y de
orientar su conducta concretamente, en esos mismos aspectos
correspondientes de su paciente, y es a éste a quien corresponde, en cuanto
le sea posible, defender su originalidad personal y actitudinal, sin, por otra
parte, resistir al influjo terápico y al «injerto» del analista. Mas en las
condiciones que la transferencia crea, resultará muy difícil no sucumbir a
influjos de este tipo.
Desde luego, el analista debe controlar sus intervenciones y discernir
rigurosamente entre lo que es terapia y lo que sería proselitismo ideológico,
pero en analistas muy imbuidos de una ideología determinada y totalista (es
decir, que afecta a toda su manera de concebir el mundo, al hombre y la
vida) apenas si será posible evitarlo y, a la vez que se cura, condicionar
extraanalíticamente.

Hay otro modo de influir ideológicamente, muy frecuente en los freudianos


ortodoxos, y es la crítica y devaluación sistemática de lo ético en general
(que algunos practican), al intentar desmontar el Super- Yo infantil, mas
dejando desteñirse en ello sus propias actitudes y concepciones éticas (o
antiéticas). Esto es evidentemente abusivo y hemos tratado más ampliamente
de ello en nuestra obra, dedicada a este problema precisamente, Libido,
terapia y ética (Estella, 1974).

Y es ello abusivo porque un analista, por experto y bien informado que en


este campo sea, no es por lo mismo un especialista en ética o en ideología,
sino que en estos otros campos piensa y actúa inespecíficamente, y sería un
tipo de intrusismo extender su influjo hasta ese punto.

El paciente no establece el contrato terápico para ser influido y mediatizado


en algo distinto de su neurosis o su desajuste psíquico, es más, lo rechazaría
si se percatase de ello; luego se comete con él una injusticia si se aprovecha
la dependencia transferencial para manipularle, y más si quien le manipula
carece de los conocimientos rigurosos y técnicos en esa materia, y lo hace en
calidad de «hombre de la calle» y desde su propio entender espontáneo e
incualificado. El Derecho Penal llamaría a esto «abuso de confianza».

Esta problemática es ya claramente contratransferencial; mas si algún influjo


de este tipo es inevitable, no es en absoluto deseable, ni conforme a la
técnica analítica, ni ético procurarlo tendenciosamente, por muy convencido
que esté el analista de su ideología. Pero hay ideologías tan absorbentes y
absolutizadas que no permiten a quienes las profesan situarse, siquiera
hipotéticamente, en puntos de vista ajenos o, por lo menos, no beligerantes,
para prestar a los pacientes una ayuda técnica (que es lo que ellos han venido
buscando) y no una captación ideológica, o una sustitución de un «Super-
Yo» por otro, igualmente inespecífico y no debido a un conocimiento
especializado de esas materias ideológicas o éticas.
Prescindiendo de estos aspectos arriesgados y negativos del «injerto» de
personalidad, no cabe duda de que el apoyo cuasi-identificativo e inmediato
que la personalidad del analista presta a la del paciente, que el tono vital, la
capacidad de entusiasmo, la serenidad esperanzada, fundada en la propia
mismación, la seguridad en el mínimo de recursos propios básicos, y la
autoaceptación y vivenciación vital de los propios derechos a ser (a ser
productivo, a promoverse, a disfrutar, a ser uno mismo y a ser libre), que el
analista contagiosamenteirradie, han de producir en el paciente algún efecto
estimulante e impulsor.

Y viceversa, un analista todavía vacilante, inseguro de sí mismo, ni


mismado, no libidinalmente fluido, y sin recursos propios, aunque siempre
pueda tener alguna eficacia terápica, ésta será menor y más lenta por un
defecto contratransferencial. Pero tanto en un supuesto como en el otro, el
efecto positivo (más o menos intenso, respectivamente) del influjo del
analista dependerá esencialmente del grado y tipo de transferencia del
paciente: poca o ninguna transferencia por parte del paciente anulará o
incluso negativizará el influjo contratransferencial positivo de una
personalidad potente y libre en el analista, mientras que una transferencia
muy positiva, permitirá ejercer un influjo eficaz y positivo a una
personalidad más apagada e indefinida por parte del analista.

Puede producirse todavía una emergencia, que venga a perturbar


suplementariamente la apoyatura transferencial, se trata del hecho de las
transferencias paralelas o incidentes en la transferencia metódica, propia del
proceso terápico. Muchos pacientes, incluso, dan muestras de tender a ello,
consultando a otros psicólogos o psiquíatras, «fijándose» en amistades más o
menos autorizadas o también apoyativas, etc. Sobre todo, ocurre en las
coterapias o cuando hay un observador presente en la sesión, todo lo cual
puede perturbar, si no se manejan bien los registros, el proceso transferencial
y dialytico normal.

Caso distinto es, no tan desfavorable, cuando, por una razón o por otra, la
transferencia se reparta entre dos analistas de distinto sexo, y entonces venga
a reproducirse al pie de la letra la relación transferida con la pareja parental.
Pero aun en este último supuesto, si no se manejan perfectamente las claves
del caso y de sus transferencias, resultará más problemático el proceso que si
los juegos transferenciales se realizan, alternantemente, sobre la misma
persona de un único analista.

Desde luego, la emergencia de transferencias paralelas y difíciles de


controlar, en un determinado proceso terápico, puede llegar a hacerlo
ineficaz, pues el paciente jugará y manejará a las diversas personas, sobre las
que transfiere, de modo que unas le apoyen contra las otras, por momentos,
para no verse forzado a abreaccionar.
5. ELEMENTOS
CONTRATRANSFERENCIALES
La contratransferencia es descubierta por Freud en forma de una emergencia
indeseable en las actitudes, estados y respuestas del analista. El mismo se
excusa en una carta a Ferenczi de «los sentimientos contratransferenciales
que habían intervenido en su psicoanálisis», y en Ensayos sobre la vida
sexual (1913) la sigue conceptuando como una «resistencia del analista hacia
el caso, debida a sus propios conflictos inconscientes».

Todavía en Freud domina el criterio, que podríamos calificar de


intelectualista, de que el analista ha de ser una instancia especular, neutral y
opaca, en su humanidad concreta, a los pacientes, que solamente refleje lo
que ellos proyecten; y, por lo tanto, toda manifestación o proyección
incontrolada por parte del analista habría de resultar necesariamente
peligrosa, perturbadora e indeseable. Freud veía en el fenómeno
contratransferencial algo más, más profundo y más complejo, que en el caso
de la transferencia.

Todavía Winnicott y Stern entienden, bajo este término, lo incontrolado,


proyectivo y perturbador por parte del analista y Gitelson, las limitaciones
específicas de la personalidad concreta del analista, puestas en evidencia con
determinados pacientes; o Hoffer: «las relaciones y reacciones intrapsíquicas
del analista, incluidas sus limitaciones y escotomas» (como se ve, Hoffer ya
es menos restrictivo, pues no limita la contratransferencia a lo negativo
exclusivamente). (Cfr. Transference and Transference Neurosis, en
«Intern.Journ. of Psychoanal.», 37 (1956) páginas 377-379.)

Ya bastante antes M. Balint había tematizado por primera vez la cuestión en


su estudio On Transference of Emotions (publicado en Primary Love and
Psychoanalytical Technique, Londres, Tavistock, 1933), y comenzaba a
valorar los fenómenos contratransferenciales positivamente, hasta que
Heimann (en su artículo On Counter-Transference, en «Intern. Journ. of
Psych.», 31 (1950) páginas 81-84) demuestra explícitamente su valor
positivo para la eficacia del análisis.
Desde entonces se ha generalizado la aceptación de los fenómenos
contratransferenciales como los elementos más eficaces de la terapia, que no
por ser difíciles de controlar directamente han de ser menos operantes y,
sobre todo, menos reales e inevitables en la relación interpersonal (y el
analista también es una persona concreta y viva, aunque algunos desearían
que no lo fuera) que es la terapia analítica. En este sentido se pronuncian
decididamente Reich, Sharpe, Little, Spitz, Money-Kyrle, Sandler, etc.

Heimann parte, para valorar positivamente la contratransferencia, del


supuesto básico de la comunicación de inconscientes (absolutamente
inevitable en toda relación interpersonal): «el inconsciente del analista
comprende, y esta relación a nivel profundo emerge en forma de
sentimientos que el analista percibe en su actitud y en sus comportamientos
hacia el paciente»; por lo tanto, ha de servirse de esta clave
contratransferencial para la comprensión acertada del caso.

En nuestra práctica clínica hemos advertido, ya desde los primeros casos que
tratamos nosotros y nuestros colaboradores o discípulos, las siguientes
peculiaridades de la relación terápica, enteramente inevitables, moduladoras
de la misma y que dotan a cada «caso» de su ritmo y estilo específicos y
propios:

Posibilidad de empatía, o imposibilidad de la misma, con determinados


sujetos o tipos de personalidad, desde la primera entrevista preanalítica.
Influjo de esta particularidad en la marcha del caso, una vez comenzado
el tratamiento.
Mayor fluidez de asociaciones, recursos hermenéuticos e intuiciones
prácticas en unos casos que en otros.
Influjo dinamizador de este interés, cuando se produce, en la activación
del paciente.
Captación infraliminal de elementos inexplícitos e influjos telepáticos
(incluso en el contenido o montaje de los sueños).
Movimientos, afectos y presiones inconscientes en el ánimo del propio
analista en presencia de cada caso determinado.
Y, cuando el analista no está todavía suficientemente psicoanalizado,
ansiedad, angustia, montaje de defensas y hasta somatizaciones del
analista, al ritmo de las sesiones y de los casos (o de la emergencia de
ciertos elementos del caso). De aquí que parezca casi imposible actuar
como psicoanalista si no se está suficientemente dialyzado.

Todos estos fenómenos, que hemos comprobado y vivido muy de cerca, nos
obligan a sentar la tesis de que la contratransferencia se da inevitablemente
en todo proceso terápico, que es determinante de la eficacia de éste y que ha
de ser atendida y explotada (en cuanto sea posible algún control indirecto)
como un factor de primer orden en la dinámica de los casos.

Por eso, definimos la contratransferencia como la dinámica inconsciente del


analista en presencia de cada caso determinado, que interviene
funcionalmente, de modo activador, paralizador y en todo caso modulativo,
en la economía del proceso terápico. Y no es exagerado decir que esta
incidencia en el proceso resulta todavía más significativa (y compleja) que la
de la misma transferencia del paciente; ésta es, desde luego, la condición
sine qua non de la terapia, pero parece ser más movilizadora y modulativa la
contratransferencia; por lo menos, más polivalente.

En efecto, la contratransferencia comprende o interesa a las siguientes áreas


de la relación terápica:

Actividad inconsciente múltiple del terapeuta.


Respuestas emocionales, actitudinales y simbólicas del mismo.
Propiedades de la situación real y concreta inevitablemente dialogal
(aunque haya de ser pretendidamente monologal), al entrar en relación
dos personas reales: se trataría de lo no reglamentariamente analítico,
pero eficaz en la relación terápica.
Incidencia activadora y heurística, o perturbadora y paralizante de las
disposiciones concretas del analista en el proceso.
Y, como consecuencia de todo ello, fluidez de la comunicación y de las
asociaciones y recursos interpretativos y activadores, o falta de ella.

Todo ello viene a resumirse en la reacción o respuesta inconsciente y total de


la personalidad concreta del terapeuta al entrar en comunicación con la
persona del paciente, lo cual hace entrar en juego un conjunto de factores
imponderables, imprevisibles e incontrolables directamente (desde la
energetización del efecto «injerto», hasta los aciertos en la interpretación de
sueños y de síntomas, pasando por las presiones activadoras o paralizantes
de la persona concreta del analista sobre la persona concreta del paciente).

En definitiva, podría decirse que a estos niveles inconscientes no valen las


abstracciones ni las intenciones conscientes y «bienintencionadas» de un
deseo de «colaborar» con el analista o de un deseo de «curarse»; a estos
niveles lo que se manifiesta es la concreción misma y la efectividad de todo
aquello que, en realidad, está jugando en el caso y en la relación terápica:
resistencias efectivas, rechazo efectivo del paciente por parte del analista,
voluntad profunda de no curarse, voluntad de no curar, de no obtener un
éxito, de fracasar (por ambas partes) y valor efectivo o incapacidad
insoslayable del analista para influir positivamente en un caso determinado...

En cuanto a los contenidos contratransferidos o que juegan efectivamente en


el fenómeno contratransferencial, por parte de los distintos autores
interesados en el tema se han deducido los siguientes:

Características de la personalidad del analista (Balint).


Limitaciones específicas del analista (algo más restrictivo y negativo
que el anterior: Gitelson).
Actitudes inconscientes del analista hacia un paciente determinado
(Balint y Kemper).
Totalidad de las actitudes del analista (Balint).
Respuestas emocionales adecuadas (Heimann, Money-Kyrle) o
respuestas emocionales específicas (Sandler).
Libre asociación del analista en presencia del material simbólico o
interpretable (varios).
Lo incontrolado, proyectivo y perturbador por parte del analista (Freud,
Winnicott).
Todos los aspectos de las relaciones interpersonales, vistos desde el
polo del analista (English y Pearson).

Nosotros reducimos todo ello a dos tipos de factores complementarios, en lo


cual avanzamos algo más sobre los componentes citados, y sobre todo
descubrimos más la raíz:

Actividad inconsciente del analista en relación con un paciente


determinado.
Y la vivencia del analista de un estar-en-situación concreto y específico,
respondiendo eficazmente a la relación transferencial y a los mensajes
simbólicos del paciente.

Insistimos, pues, en lo concreto y efectivo (eficaz o ineficaz para la


curación) que espontánea e incontrolablemente se produce en la relación
terápica, pero enfocado desde el polo del terapeuta.

Como en el lado transferencial de la misma relación terápica, se producen


ocho tipos de efectos distintos y discernibles cualitativamente:

1. Efecto «injerto».
2. Efecto «estímulo».
3. Efecto «provocación».
4. Efecto «heurístico».
5. Efecto «hermenéutico».
6. Efecto «complemento».
7. Efecto «vitalizador».
8. Efecto «modulativo».

Todos ellos dependen de que haya confianza básica (y, todavía mejor,
transferencia), porque, de no haberla, cuanto mayores fueren la energía vital,
el poder de captación y de empatia y las cualidades profesionales y técnicas
del terapeuta, tanto más se reforzará la actitud defensiva del paciente, pues la
amenaza de una injerencia eficaz en sus estructuras básicas (defensivas, por
supuesto) resultará tanto más desazonante y hasta alarmante para su Yo
precario e inseguro de sí mismo. Y esta desazón y alarma sólo puede cesar si
el paciente percibe la injerencia del analista como algo amistoso o, todavía
más, como aquel influjo materno que necesitó en su primera infancia para
poder relacionarse afectivamente, sin miedo, con la realidad, y que no tuvo.
Pero este bajar las defensas por ese flanco y vivenciar la relación con el
terapeuta como la recuperación de una relación muy específica de la
infancia, es precisamente la transferencia, o, cuando menos, la confianza
básica.

Desde el polo del analista resultan ser estos efectos el toque eficaz e
imponderable que, a veces, sin saberse cómo, garantiza la curación o la
aceleración de un caso. Si han de ser verdaderamente operantes, no es
posible fingirlos, dar las apariencias o provocarlos artificialmente: si no hay
una contratransferencia positiva radical respecto de un caso, el analista
puede menos (o no están garantizados ni el éxito, ni la rapidez, ni siquiera
que el paciente no abandone la terapia, aunque el proceso avance y sea
eficaz, y precisamente por ello).

Hemos experimentado repetidamente, literalmente «a ojos vista» y de un día


para otro, cómo un cambio de actitud meramente interna de nuestra parte (el
haber provocado un mayor interés por un caso que nos interesaba poco), ha
producido en el paciente una activación espontánea y un aumento de su
confianza en poder llegar a su curación.

Y esta contratransferencia positiva (que puede oscilar, engendrarse y


anularse a lo largo del proceso) supone una estima básica del paciente por
parte del analista y hasta un cariño projimal (la «projimidad» de
Binswanger) que le haga captarle en su concreción más personal, en su
mismidad más propia, a la que se desea activamente curar, darle
efectivamente lo que más necesita para ello y quererle mejor que sus mismos
padres (sin su posesividad, sus proyecciones o su erotismo). Y esto sería ya
un modo del efecto «injerto», vivido desde el terapeuta.

Cuando se percibe así a los pacientes y se vive su caso con esta concreción
(la Einfühlung de que trata Max Scheler a propósito de la captación
inmediata del otro en el cariño; este término alemán no tiene traducción
exacta en castellano, que tiende a sentimentalizar estos componentes del
fenómeno amoroso, traicionándolo, por supuesto, en lo que tiene de más
genuino), nunca se los ve como «caso» (como un «caso» entre otros, como
sucede en Medicina), sino como algo tan singular y propio que no se
difumina entre los demás procesos terápicos que se tienen entre manos. Así,
aun sin haber tomado notas, vienen a la memoria sus peculiaridades,
acontecimientos, sueños y somatizaciones nada más ponerse el paciente en
presencia del analista117.

117 Sólo esta entrega al caso justificaría lo elevado de los honorarios,


pues recibir una atención tal de un desconocido o desconocida es algo
que no tiene precio, sobre todo para una personalidad desarbolada
precisamente por haberle faltado esto de parte de su familia más
cercana. Pero entonces, cuando se captan así los casos, deja de
interesar el dinero y los honorarios... He aquí la paradoja. Y da la
casualidad de que cuanto más se comercializa un analista (y, por lo
tanto, mayores honorarios exige), menos es capaz de esta captación
concreta y personal de los pacientes.

No es infrecuente que los pacientes sientan algunas veces celos unos de


otros, y puede crear dificultades el que vean unos cómo se trata y habla
con los otros, por ejemplo al encontrarse dos o más pacientes con el
analista fuera de la sesión. Por lo cual deben evitarse tales encuentros
y no psicoanalizar el mismo analista simultáneamente a personas
amigas o que conviven o están unidas por parentesco.

Naturalmente, se les puede garantizar con toda sinceridad que la


atención dedicada a los demás no disminuye nada en absoluto la
estima, la dedicación y el cariño concreto y personal que se les profesa,
pero todo ello no acaba de convencerles, pues el niño y el neurótico
tratan de acaparar narcisísticamente a los padres o a los que les
cuidan. De ahí que algunos traten de incidir en la vida privada del
analista, llamarle por teléfono a su casa, visitarle a deshora, etc., y que
deba evitarse que los pacientes conozcan el domicilio y el teléfono
particular del analista, lo mismo que el tener las sesiones en ese
domicilio y que alguna vez se encuentren con sus parientes próximos,
sobre todo con el cónyuge.

Y si algún terapeuta no fuere capaz de una captación así del otro en cuanto
paciente, ello significaría que no es suficientemente apto para
psicoterapeuta, o que debe resignarse a ser menos eficaz o menos rápido en
los efectos de su terapia. Se trataría de un efecto contratransferencial
negativo.

Todo esto no quiere decir en absoluto que la estima y el cariño con que se
capta el caso hayan de expresarse verbalmente, a veces habrá incluso que
disimularlos celosamente bajo una capa de frialdad, de objetividad y hasta de
agresividad y severidad en algunos momentos. Y, sobre todo, sería
improcedente manifestarlo en el caso de histéricos o de mujeres frustradas
que buscan ansiosamente un cariño masculino en quien fijarse, como es
lógico. Pero si existe realmente esta estima básica del o de la paciente, hará
su efecto aunque no se manifieste, y precisamente por ello.
Si hay contratransferencia negativa, los efectos serán los opuestos, el analista
no se podrá interesar básica y radicalmente por el caso, o no estimará al
paciente o incluso sentirá desprecio y rechazo hacia él (como el paciente
puede sentirlos hacia el analista). Entonces, o no se deberá admitir a tal
paciente, o incluso deberá cambiársele de analista, o habrá que resignarse a
que el proceso sea lento, a veces ineficaz y expuesto a que el mismo paciente
lo abandone.

Si hay una conexión inconsciente entre el paciente y el terapeuta, y aquél


percibe infraliminalmente el influjo positivo de éste, rara vez o nunca
abandonará la terapia, por muy ineficaz que le parezca. Desde nuestra
experiencia podemos decir que, siempre que un paciente ha abandonado
nuestra terapia, ha sido cuando de nuestra parte no había inicialmente tales
disposiciones contratansferenciales positivas o, todavía más curioso, las
habíamos ido perdiendo en el decurso del proceso.

Y puede ser una estrategia defensiva de algunos pacientes, muy sutil e


imponderable por cierto, tender a comportarse de tal modo que acaben
provocando tal desinterés, por su caso, en el analista, minando
incontrolablemente su estima, mediante frustraciones de sus expectativas,
agresiones, críticas (eco de lo que «se dice por ahí») y heridas en lo más vivo
del ánimo del analista, sin que él mismo pueda advertir esta intoxicación
paulatina del ambiente contratransferencial de la terapia118.

118 El analista es también un ser humano vivo y puede ser herido en lo


vivo. Por muy dialyzado que esté, no ha perdido por ello su
sensibilidad —lo cual resultaría verdaderamente lamentable—; por lo
tanto, pueden llegar a serle tan penosos los ataques del paciente o las
frustraciones a que le someta, que, aun dominando conscientemente sus
reacciones y conservando toda su objetividad técnica y terápica, vaya
sintiéndose emocionalmente y de modo negativo afectado por el caso,
cada vez haya de hacerse más violencia para mantener una apariencia
de estima (o alimentar una estima real y sincera pero decreciente y no
muy operante) y con ello irá «soltando» insensiblemente al paciente de
su vinculación y de su influjo positivo contratransferencial. Entonces,
podrá éste sin demasiadas dificultades y con cualquier pretexto
abandonar la terapia.
Cuando el paciente se ha sentido vinculado por algún tiempo, interna e
inconscientemente, al analista, no le habrá sido posible distanciarse de él y
abandonarle (algún paciente incluso ha vuelto después de meses o de años de
haber abandonado la terapia, porque no encontraba nadie a quien acudir con
su problema de un modo semejante a como lo hizo bajo el influjo
contratransferencial); y para hacerlo posible, cuando su actividad
inconsciente no quiere ceder en sus defensas y resistencias, se ve obligado a
desplegar esa estrategia del deterioro de las relaciones contratransferenciales
(las transferenciales positivas tal vez nunca las hubo), forzando al analista a
perder su interés y su estima, para no sentir ya inconscientemente el «tirón»
de la contratransferencia positiva ni el apoyo básico del analista que, aun
resistiendo, le obligaba a acudir a la terapia como a un ambiente más
respirable.

El efecto «injerto», contratransferencialmente vivido, consistirá en ese


interés, impulsivamente sentido por el analista, por comunicar al paciente y
«transvasarle» su confianza en la realidad (sin miedos infantiles), en su sí-
mismo sobre todo, su poder de decisión y de investición positiva de objetos,
su fluidez afectiva y libidinal o su dinamicidad psíquica. Podría decirse que
es como producir un contagio difuso y paulatino de cualidades y
disposiciones positivas en el paciente.

Pero como el analista puede tener también rasgos negativos, el «contagio»


de éstos o las sombras (escotomas de Freud) que éstos proyecten sobre la
práctica terápica o sobre la relación transferencial, o las limitaciones
específicas del analista en sus disposiciones hacia el caso, o en el modo de
llevarlo (Gitelson), constituiría la gama de efectos contraindicados de la
contratransferencia negativa. La cual es también, en alguna medida,
inevitable.

Sólo el estudio continuado, el autoanálisis del analista —y a veces alguna


tronche psicoanalítica con otro analista, al que esté dispuesto a someterse
como paciente—, la apertura más amplia posible hacia métodos y recursos
nuevamente descubiertos y la sinceridad ética consigo mismo para descubrir
los propios fallos, pueden ir aminorando esos influjos o efectos
negativamente contratransferenciales.
Siempre nos hallamos en proceso y en evolución y es un suicidio profesional
considerarse completo y autosuficiente en sus recursos en un momento dado:
hay que seguir siempre aprendiendo y tener la valentía de rectificar. No es
que otros nos superen como individuos, es que el proceso histórico, en su
evolución constantemente enriquecedora, supera a cualquier individuo dado
(aunque sea un «genio»), y hemos de aprender, por lo menos, de la historia...
6. ACTIVACIÓN CONTRATRANSFERENCIAL
El efecto «estímulo» se refiere al material analítico, cuya emergencia puede
y debe ser estimulada tácitamente (no basta decirlo, ni siquiera resulta
conveniente) por el interés mismo del analista que inconscientemente la está
solicitando.

En algunos casos, la comunicación de material directamente analítico (todo


lo que surge o se produce en las sesiones es indirectamente material
analítico) se bloquea y, durante meses, apenas si emerge algo válido, pero el
tiempo puede llenarlo el paciente a base de «charlar» acerca de anécdotas,
opiniones, teorías o proyectos (no demasiado significativos tampoco). Todo
ello significa que el paciente no quiere (inconscientemente) dar pistas ni
descubrirlas ni ser sometido a análisis (literalmente hablando) en cuanto a
sus componentes profundos. Lo cual indica o que no hay la suficiente
transferencia positiva (y se defiende de las injerencias del analista en su
intimidad), o que la contratransferencia positiva tampoco es lo
suficientemente intensa para mover su inconsciente a comunicarse.

En estos casos, tras haberse «cargado de razón» el analista de que ese tipo de
discurso es directamente irrelevante (nunca indirectamente), puede cortarlo
abruptamente diciendo: «Llevo varias sesiones sin entender lo que me estás
diciendo... tu lenguaje me resulta extraño: ¿qué estás queriendo expresar?»,
o en algunos casos extremos fingir impaciencia y con voz firme interrumpir:
« ¡De eso no vuelvas a hablar! Ya estoy cansado de oírlo y no me dice nada:
estás perdiendo tu tiempo en llenar horas y horas inútilmente: Cambia de
lenguaje!».

El paciente se impacientará e incluso lamentará no poseer otro lenguaje, o no


ser suficientemente entendido por el analista, incluso pasará algunas sesiones
callado, pero ya no se hallará instalado cómodamente en un pasar el tiempo
ineficaz y poco a poco irá cambiando de lenguaje119.

119 Un juego análogo de lenguajes, o la oposición entre un «lenguaje»


y una energía, inconmensurables entre sí y que constituyen mundos
opuestos y complementarios (si se consiguen superar las
contradicciones de lo aparente), es el que aparece en la iniciación de
Carlos Castañeda por «Don Juan» en Relatos de poder (México, FCE,
1976).

La contraposición entre tonal y nagual y los atributos de éste,


juntamente con observaciones de carácter transferencial y
contratransferencial, así como la diversa apariencia, benéfica y
desazonante y hasta sobrecogedora de los dos iniciadores que
intervienen en cada caso (el paciente psicoanalítico alterna los
aspectos proyectados en el mismo analista, o trata de buscar otro
personaje en contraste con él, como una defensa), sugieren analogías
con los procesos psicoterápicos, o por lo menos con las fuerzas y
elementos que se hallan en su base. Y lo mismo sucede con el
Shamanismo y con el proceso de inciación Zen. Su desconcertante
ejercicio de koans, para superar toda racionalidad, coincide
exactamente con el desconcierto de la razón y las recomendaciones
constantes de «Don Juan» a C. Castaneda en su proceso de iniciación.

Es, en otro campo, lo que supuso la Alquimia para la Química


posterior: estas prácticas iniciáticas que tendían a fortalecer la
personalidad del iniciando y a hacerle invulnerable a las fuerzas
adversas y a los procesos desintegradores de la naturaleza y de la
sociedad (actitud del «guerrero», tan perfiladamente diseñada por
«Don Juan»), movilizaban, organizaban y potenciaban las mismas
energías básicas que el psicoanálisis y tendían a los mismos resultados,
sólo que aquellas prácticas arcaicas estaban investidas de rasgos
mágicos y místicos, mientras que la psicoterapia de orientación
analítica es, como la Química, un sistema formalizado y científico. El
maestro, shaman o gurú es un «organizador psíquico».

Otra solución, que requiere mayor habilidad, es tomar nota de todo el


discurso «ineficaz» y, cuando haya una cantidad suficiente recogida,
someterlo a un análisis estructural (al estilo del que emplea Lévi-Strauss
para analizar los mitos): infaliblemente se manifestará el contenido latente
camuflado tras el discurso banal. Pero no tratamos ahora de esta técnica.

El efecto «estímulo» puede ejercerse de cuatro maneras o por cuatro motivos


distintos:
a. Por inspiración: el influjo contratransferencial suscita en el paciente un
flujo de asociaciones, recuerdos y fantasías simbólicas, hasta entonces
reprimidas o ignoradas.
b. Por técnicas estimulativas, de las que trataremos en el capítulo siguiente
y que suponen también influjo contratransferencial.
c. Por el deseo de dar que puede despertarse en el paciente como respuesta
transferencial a la contratransferencia.
d. Por la confianza desbloqueadora que crea el clima desrepresivo y
distensivo de las sesiones con la «experiencia emocional correctiva» del
influjo castrativo y represivo del antiguo Super-Yo (transferido al
analista y reelaborado por éste).

Si no existiera de parte del analista la solicitación contratransferencial de


material, de confianza y de despliegue energético, como una «ventosa»
absortiva y polarizadora de la dinámica psíquica del paciente, éste tal vez no
se movilizaría a dar, y permanecería todavía más recluido en su coraza
defensiva y más medrosamente congelado ante la figura del analista que o
por su prestigio le alejaría, o impondría temor y un disimulo sumiso de sus
verdaderas tendencias culpabilizadoras (como el padre autoritario), o por su
falta de prestigio no llegaría a merecerle la confianza suficiente y, siendo un
perfecto extraño, le impondría reservas, indiferencia y una discreta distancia
defensiva, cuando menos.

No se ha considerado suficientemente el hecho de que el analista, como


sujeto social, es un perfecto extraño para el paciente en el momento de
dirigirse a su consulta para concertar una terapia; el que a los pocos días
pueda confiarse tan abiertamente a él que le haga depositario de secretos,
experiencias y tendencias tan inconfesables (incesto, homosexualidad,
agresividad contra el padre, narcisismo y egoísmo posesivo y sádico) que ni
al más íntimo confidente se le patentizarían tal vez, es un efecto
extraordinario (es decir, no ordinario) de la transferencia, pero ésta, a su vez,
ha debido ser fomentada por las disposiciones contratransferenciales del
analista. El cual, ya posea una figura prestigiosa en la sociedad, ya carezca
de prestigio, ha sido capaz de poner en marcha en su paciente esa corriente
de confianza y de comunicatividad que haga posible la patentización sin
condiciones ni reservas de su intimidad más profunda (como para operar ha
de dejar patentes el cirujano las visceras más defendidas del organismo, si es
que ello fuera necesario).
El efecto «provocación» supone un matiz diferente, aunque también es
estimulativo, pues no es material verbalizable lo que estimula a emerger,
sino material reactivo, proyectivo e investitivo, que es lo más típicamente
transferencial de parte del paciente.

Gracias a la captación inconsciente que el paciente tiene del analista,


contratransferencialmente dispuesto éste, las imagines infantiles, los
fantasmas y los impulsos y demandas se movilizan en él y son capaces de
abreaccionar, proyectándose en forma de roles, afectos y valores diversos (y
hasta figuras fantasmáticas) en ese objeto sustentativo de los mismos que es
el analista, reaccionando ante él, el paciente, de modo infantil pero
desbloqueador, en orden a recuperar la disponibilidad originaria de su libido,
reprimida en edades tempranas.

Este efecto no es susceptible de «técnicas» y ha de producirse


espontáneamente. De no ser así, sería contraproducente tratar de estimularlo
con ficciones (como aquella analista que, en una de las primeras sesiones,
espetó a su paciente el siguiente discurso: «Esta habitación es un gran útero,
es mi útero, en el cual te puedes sentir resguardado y acogido»...) A lo sumo
el psicodrama podría provocar tales reacciones, pero sin que fuesen
duraderas, fuera del momento psicodramático, tal vez, como lo son las
investiciones que espontáneamente se producen.

Los dos efectos siguientes, el «heurístico» y el «hermenéutico», son


complementarios y no participa de ellos directamente el paciente de modo
vivencial, sino que es el analista quien los vivencia, dentro de su
contratransferencia: no sabe cómo, encuentra accesos al inconsciente y a los
resortes psíquicos del paciente, encuentra venas de material (efecto
«heurístico») y recursos para liberarlo, movilizarlo, interpretarlo (efecto
«hermenéutico») y expresar sus interpretaciones al paciente en el momento y
por el orden sintáctico y semiótico oportuno (según ha observado Fenichel)
para que haga insight, asuma e integre el mensaje que se le devuelve (que es
el mismo que su inconsciente ha emitido, sólo que traducido al lenguaje de
la consciencia). Tarea nada fácil y en la que muchos analistas de escuela
suelen fallar inexplicablemente, por no adaptar sus interpretaciones al caso
concreto, sino pretender adaptar el caso a sus esquemas teóricos de escuela
(como ya advirtió Lacan prolijamente y no sin ironía; lo malo es que sus
discípulos, a su vez, vuelven a caer en lo mismo).
Y es que la terapia analítica, por su misma naturaleza (y a base de
comunicación de personalidades en realidad y en efectividad), resulta tan
sensible a las disposiciones concretas de cada uno de los sujetos de la
relación transferencial y contratransferencial, que no admite rutinas ni
fórmulas de escuela: cada terapeuta, por modesto que se considere, si ha de
ser terápicamente efectivo, ha de vivir creativamente el proceso terápico,
como si estuviera descubriendo en él las pautas del mismo, y todo lo que sea
masa muerta de tradiciones de escuela o no es efectivo o es
contraproducente. Mas, de otro lado, la relación es tan delicada, que resulta
un verdadero peligro dejarlo a la libre improvisación de cada terapeuta, que
puede tener ocurrencias demasiado subjetivas y peregrinas.

Así que cada terapeuta debe madurar discipularmente durante un largo


tiempo, debe equilibrarse al máximo y aprender a dudar de sus ocurrencias,
para después' poder con tanta mayor seguridad fiarse de ellas, cuando le
conste que ha adquirido el sentido y el olfato necesario para no equivocarse
o incluso no desbarrar; es decir, para ser creativo, verdaderamente creativo,
y no excéntrico ni aberrante...

Es algo muy semejante a lo que ocurre con la formación del gusto estético en
los decoradores, que siempre corren el peligro de quedarse en unos
adocenados que imitan lo clásico, o en unos «originales» que dan en lo
estrambótico y que confunden lo avanzado y pionero con el mal gusto, ya sin
funcionalidad y sin el efecto sedante que toda decoración y todo ambiente,
por audaz que pretenda ser, ha de producir (pues no se decoran los interiores
para sentirse mal en ellos, sino para obtener un mínimo de bienestar
psíquico): éste es el caso de todos los manierismos estilísticos de la historia.

Para ser creativo y no excéntrico hay que dejarse dirigir la palabra por la
realidad misma y no ir contra ella; eso sí, sin las ataduras irreales de las
tradiciones, pero con una estrecha vinculación a lo concreto de cada caso y a
lo que una sensibilidad despierta aconseja. Si una excesiva fidelidad a una
tradición de escuela perjudica, es ello solamente por lo que tiene de
impedimento para percibir la realidad en sí, como la percibieron los maestros
y fundadores de la escuela, los cuales no deben ser seguidos en la letra, sino
en la actitud y en el modo de hacer sus experiencias y de canalizarlas. Pero,
como decimos, esto supone un largo aprendizaje.
Nosotros podemos decir que cada nueva técnica heurística o hermenéutica
que hemos descubierto (aunque después hayamos comprobado que ya otros
autores la aplicaban), se ha debido a la necesidad de resolver un problema
muy concreto en algún caso real, y no a especulación alguna. Así, estas
técnicas y recursos han partido de la realidad y han procedido siempre al hilo
de los hechos y de la eficacia que comprobábamos prácticamente en el
desarrollo de los mismos.

De estas técnicas hemos de tratar en el capítulo siguiente como un


desenvolvimiento más detallado de la práctica; de las pautas hermenéuticas
hemos hablado ya en el capítulo 5.

El analista, desde su vivencia interna de las sesiones, advierte que en unos


casos y con unos pacientes determinados encuentra más recursos heurísticos
y hermenéuticos que con otros. Y no puede evitarlo, ni provocar en los casos
que menos le inspiran una actividad semejante a la que se produce en los
otros, por muy correctamente que emplee sus técnicas, aprendidas o
descubiertas por él, en aquellos casos que no le inspiran. No quiere, pues,
esto decir que a estos casos los trate defectuosamente, pero sí que a los otros
los trata con un suplemento de calidad y de eficacia, gracias al cual se supera
a sí mismo; como un artista de calidad puede producir obras especialmente
inspiradas que superen su propio modo de trabajar.

Aquí es donde se aprecia el valor terápico de la contratransferencia, en ese


manejo de los imponderables, en ese coup de pouce que hace dar sin
pensarlo para acertar con aquellas expresiones, actitudes o estrategias que
movilicen, abreaccionen o hagan hacer insight al paciente, a sus
componentes o a sus mecanismos del modo más certero y rápido posible.
Esto no es, ciertamente, de todos los días, pero si llega a producirse es
cuando la contratransferencia va siendo intensa y activa, y arrastra al
terapeuta más allá de sus propias rutinas.

El efecto «complemento» es más imponderable todavía; consiste en el hecho


de que el inconsciente del analista, con sus componentes, contenidos y
mecanismos, puede prolongar, sostener y fomentar los movimientos
abreactivos y la dinámica liberatoria del inconsciente del paciente, en casos
de fuerte alianza terápica. Se trata, como en los dos tipos de efectos que
quedan por comentar, de un efecto típicamente «injertivo», mas centrado en
la colaboración de los mecanismos y contenidos inconscientes en ambos
sujetos de la relación terápica: el inconsciente del analista complementa
literalmente la dinámica, todavía deficiente, del inconsciente del paciente.

Los movimientos del inconsciente del paciente y de sus elementos concretos


pueden hacer entrar en actividad los del analista, como dos diapasones que
se inducen, y viceversa; de modo que, al lograrse una conexión tal de
inconscientes, los efectos «heurístico» y «hermenéutico» del analista se
activan, la transferencia se intensifica, y el inconsciente del paciente se
siente «recibido» por el del terapeuta (como quien da un salto en el vacío y
es «recibido» por un auxiliar para amortiguar el golpe).

Esta recepción puede tener tres componentes a su vez: apoyativo, incentivo y


complementario propiamente dicho, según que el inconsciente del paciente
se experimente apoyado en su nueva dinámica, excitado a ella, o
complementado en cuanto a sus contenidos.

Por ejemplo, ciertos fantasmas o imagines del consciente del terapeuta


pueden resultar complementarias de otras de inconsciente del paciente, y así
activarlas (incentivo) o fomentar su proyección; o ciertos componentes
emocionales y pulsionales en el analista pueden incrementar otros tantos de
igual matiz o naturaleza en el paciente; o, incluso, elementos y huellas
traumáticas del pasado del analista, pueden servir de catalizador primero, y
de inmunizador después, para reforzar la confianza básica y la transferencia,
en el paciente (sería un efecto similar al de la inoculación dosificada de virus
en la vacuna, como efecto inmunizador contra los mismos).

Ello haría que la conflictividad psíquica y emocional del analista, previa a su


psicoanálisis y durante el mismo, una vez resuelta, ayudase a su eficacia en
casos especialmente conflictivos. Y es un dato muy importante para ser
tenido en cuenta, y reconfortante para psicoterapeutas con antecedentes
intensamente neuróticos. Del mismo modo que los antropólogos saben que
los mejores shamanes (confróntense las obras sobre el shamanismo de Uno
Harva y de Mircea Eliade), los que más pueden sostener y devolver el
equilibrio psíquico y la conciencia a toda una tribu caída en trance, son
aquellos que más duramente tuvieron que luchar, en su proceso iniciático,
con las manifestaciones más intensas de la epilepsia (es sabido que la señal
vocacional del shaman, que no es ni sacerdote ni hechicero, sino
precisamente organizador psíquico, de la tribu, es indefectiblemente un
ataque epiléptico).

Y no cabe la menor duda de que un sujeto demasiado equilibrado, o que


durante su pasado nunca experimentó conflictos serios, no puede ser un
psicoterapeuta eminente ni demasiado eficaz, especialmente en casos
difíciles o de psicóticos. Es indispensable haber vivido el proceso de
recuperación psíquica internamente para poderlo conducir en el paciente y,
sobre todo, para tener la inventiva suficiente que sugiera, sobre la marcha,
los recursos más eficaces en ese caso (por analogía con el propio).

Podríamos decir que el paciente, al captar inconscientemente las «cicatrices»


psíquicas de conflictos pasados en la personalidad de su analista, empatiza
más con él, se siente menos «perseguido» por él y se abre más a su
confianza.

El efecto «vitalizador» es más general y vago que el anterior, no se concreta


tanto en componentes, mecanismos y fantasmas, pero también es específico
y no puede confundirse con él. Vendría a constituir una especie de
«respiración artificial» capaz de infundir vitalidad psíquica en quien no la
tiene (como se ve, un efecto eminentemente «injertivo» también).

El analista, en casos óptimos, vive intensamente su propia vida psíquica;


dispone de reservas energéticas y de recursos, tiene elasticidad emocional,
pulsional y empática, tiene seguridad en sí mismo y acepta la realidad como
es y como viene, sin miedos infantiles ni recelos excesivos, está abierto a
ella en toda su amplitud, y su libido fluye productivamente: se está
realizando, en el mejor sentido de la palabra. El paciente, por el contrario,
carece de todo ello, o al menos de parte y de grados de esta intensidad vital y
realizadora. Y entonces puede y debe producirse un efecto semejante al de
los vasos comunicantes: si hay verdadera comunicación infraliminal,
siempre ha de ser posible el trasvase contratransferencial, de esa vitalidad y
de ese dinamismo, del más «lleno» al más «vacío», con tal de que el paciente
no resista a esa comunicación y a ese «trasvase» y sea capaz de llegar a una
suficiente identificación con su «organizador psíquico».

No podemos decir con precisión cómo se produce esto, sólo afirmamos que
ello es posible y hasta lógico y que, de hecho, se experimenta algunas veces,
precisamente cuando el paciente logra identificarse con el analista, sin temor
persecutorio de ir a ser absorbido por él.

Naturalmente, esto puede entrañar su peligro, y es éste el de una


estabilización de la relación transferencial, de modo que el paciente tema
«curarse» y ser «dado de alta» por ir a perder ese apoyo identificativo y
reconfortante que había encontrado; en tal caso, habría que desestabilizar la
transferencia, adoptando el analista, por ejemplo, una actitud distante y fría
que fuese dejando al paciente, ya en trance de acabar, en su identidad
mísmica y solitaria; al tiempo que le apoyase dosificadamente, para evitar
una «recaída» recuperativa de la asistencia contratransferencial. Todo sería
cuestión de tacto y de estrategia.

Cuando el terapeuta carece de tal vitalidad, es forzoso que no la pueda


trasmitir, pero puede tener otras cualidades que compensen esta falta, o
incluso el paciente se resistirá menos a la identificación, en el caso de que
sintiese persecutoriamente como un peligro, para su identidad o su
integridad, la injerencia en su intimidad de un impulso vital demasiado
fuerte. Pero no cabe duda de que si tales resistencias logran vencerse y hay,
de parte del analista, tal vitalidad, los efectos y la rapidez de la recuperación
del paciente pueden ser óptimos.

Finalmente, el efecto «modulativo», estrechamente conectado con el


mecanismo identificativo de la vitalización, e incluso presente aun cuando el
efecto «vitalizador» no tenga lugar: no es posible evitar que el perfil
personal del analista, su «estilo» de vivir y de ser, su modo de ser «persona
concreta» (de afectarse, de situarse ante las cosas y de reaccionar) influyan e
induzcan de algún modo la «puesta en marcha» inicial de la personalidad
recuperada y sana del paciente (siempre que ésta no sea excesivamente
reactiva). En este momento, el analista es quien «transfiere»
(contratransfiere) lo suyo propio al paciente, sin poderlo controlar ni aun
darse cuenta de ello.

Este último efecto es, o puede parecerle al paciente, bastante negativo, por lo
menos resulta ambivalente; su personalidad no es todavía totalmente ella
misma, se halla modulada por una inducción ajena, y esto siempre repugna o
puede despertar recelos.
No hay que asustarse demasiado. Salvo en el caso de un perfil de
personalidad defectuoso (fanático, ideológicamente apasionado y poco
lúcido, sensual, cínico e interesado, poco productivo, clasista, superficial,
tergiversador, o intrigante..., todo lo cual haría tal vez dudar de la última
eficacia que en él habría tenido su análisis didáctico), y aun entonces, si el
paciente se halla bien dialyzado, cualquier otro perfil de personalidad, más o
menos positivo (pues nunca acaban de perderse ciertos rasgos muy
personales pero limitativos y hasta deficientes; lo otro sería haber logrado
una infalibilidad sobrehumana que nunca puede prometer el análisis), sólo
puede ser mirado con recelo por el hecho de no ser propio; nada más, pero
puede suponerle una versión inicial de sí mismo en principio aceptable,
teniendo la seguridad completa de que, si está verdaderamente dialyzado, la
propia vitalidad y el propio estar-en-realidad, desde su más genuino ser sí-
mismo, irán trasformando rápidamente este estilo inicial de puesta en
marcha en un perfil de personalidad perfectamente original. Pues la
personalidad vive, es precisamente un «órgano vivencial de existencia
dinámica», y la vida es evolución y transformación constante, si es
verdadera vida.

En todas las iniciaciones esotéricas y tribales (y nunca es dable prescindir de


estos datos antropológicos y de las analogías que sugieren) los discípulos
acaban pareciéndose a sus iniciadores y maestros, que han tomado como
«modelos de conducta» e incluso se tienen a gala este parecido. En la terapia
psicoanalítica es todo lo contrario, aunque haya ciertas analogías en la
conducción del paciente a través del laberinto de su vida inconsciente, de sus
fantasmas, afectos y deseos... Y esto redunda en favor de la terapia: el
paciente sabe y pretende desde el primer momento oscuramente que se trata
sobre todo de llegar a ser él mismo, y, por ello, rechaza toda asimilación con
otra personalidad distinta, aunque sea la del analista. No se trata, pues, de
nada iniciático, ni mágico (aunque a algunos se lo parezca y en algunos
momentos presente cierto parecido), sino de todo lo contrario: de un proceso
de lucidez creciente y de vuelta a sí mismo y, por ello, a la realidad.

Por eso le repugna al paciente, y con toda razón, cuanto pueda significar
emocionalidad, identificación alienante con otro, magma de emociones
imprecisas y hasta ser objeto de una atención y de una estima cariñosa
demasiado intensa. Efectivamente, esto no sería sino la «placenta» donde ha
de regestarse, mas para abandonarla inmediatamente (la transferencia, la
contratransferencia y la reactualización de sus posturas y envolvimientos
afectivos infantiles y arcaicos), tan pronto como su integración y su reajuste
de personalidad le vayan permitiendo ser él mismo situado adecuadamente
frente y en una realidad objetiva y sin las nieblas de sus proyecciones
emocionales anacrónicas.

Y, sin embargo, el influjo contratransferencial sigue siendo necesario hasta el


término del proceso, para acelerarlo, anticiparlo, apoyarlo y acertar en la
última etapa (tan poco practicada) de resemantización del mundo real y
deducción de una ética autógena, por la que el paciente, ya dado de alta,
actúe desde sí mismo y, sin embargo, sin tergiversar ni perjudicar los
procesos objetivos que en torno suyo se desarrollen.

La contratransferencia se denomina negativa por varias razones. Una es si la


ausencia de la estima básica del paciente por parte del analista, o las
limitaciones psíquicas de éste, frenan o no estimulan la movilización y la
emergencia de material analítico en el paciente, o la abreacción de su libido;
el efecto en ambos casos es el mismo: se producen deficiencias en la
conducción misma del proceso y aun su estancamiento.

Otro tipo de contratransferencia negativa se produce cuando, en lugar de


incidir en la conducción misma del proceso, perturba directamente la
intimidad o la dinámica inconsciente del paciente, y ello puede, a su vez,
suceder por otras dos razones: si induce en él rasgos de personalidad
negativos, o los rasgos negativos de la personalidad del analista bloquean la
transferencia necesaria y hacen al paciente más defensivo y medroso
todavía; o si ciertos contenidos del inconsciente del analista resultan
demasiado fuertes, explosivos o agresivos (incontrolablemente) para esa
personalidad determinada del paciente (aunque para otros tipos de
personalidad puedan no serlo), y esto produzca una inducción perturbadora o
paralizante en la dinámica inconsciente del mismo.

Un tercer tipo, muy peligroso, de contratransferencia negativa tiene lugar


cuando el terapeuta se siente despreciado por el paciente y cede a esta
sensación «achantándose», y entonces, en lugar de analizar objetivamente lo
que entre él y el paciente sucede (defensa maníaca de éste, agresividad
contra el padre, etc.), monta una estrategia para resolver sus propias
tensiones internas y no en favor del caso mismo, o comienza a pedir o a
exigir del paciente «material», mejor y más abundante, en forma
persecutoria, como para demostrarle que está resistiendo o que no es un
«buen paciente». Este matiz persecutorio no puede menos de angustiar al
paciente y puede llegar a hacerle abandonar la terapia (máxime si se ha
inclinado por el «desprecio» de los valores profesionales o humanos del
analista), o por lo menos supondrá una detención y un estancamiento de la
marcha del proceso.

En estos tres tipos de situación terápica habría que estudiarse seriamente por
parte del terapeuta (y convendría incluso que lo cuestionase al principio con
cada paciente) si es apto para tal caso o no lo es, y si convendría un cambio
de analista.

Es frecuente en los pacientes el temor a dejar de ser lo que son y esto causa
en ellos fuertes resistencias al influjo contratransferencial del analista.
Habría que advertirles que no van a perder nada, pues no van en realidad a
«dejar de ser lo que son», sino a dejar de ser el negativo de lo que debieran
haber sido, es decir, que van a recuperar la versión de sí mismos más
deseable, que quedó malograda en el pasado (y que hubiera sido
irrecuperable de no servirse de los registros inconscientes que la diálysis
pone a su disposición).

Pero esto nos conduce a otra cuestión más profunda: en realidad se trata de
no cerrarse rígida y definitivamente sobre ninguna versión limitativa de
nuestro ser nosotros mismos y realizar la tarea de ser lo que se es, sin ser lo
que se es, si por «ser» se entiende un perfil mineralizado y esclerósico de
personalidad.

El ideal de la persona humana es estarse haciendo siempre en medio de una


total elasticidad de procesos evolutivos y, en cuanto fuere posible, evitar que
la realización de unas posibilidades anule la disponibilidad actual de las
demás, definitivamente. Y esto sin indecisiones ni indeterminación en el
modo de ser.

La verdadera «cuadratura del círculo» en cuanto a perfil personal se refiere


consiste en llegar a tener una personalidad definida y fuerte sin que, por otra
parte pierda la elasticidad de una constante trasformación, de una integración
procesual de siempre ulteriores posibilidades, y ello no destruyendo lo
construido, sino edificando sobre lo ya logrado, al hilo de una línea de
realización determinada, pero abierta y porosa a toda clase de sugerencias
realizativas (aunque cambiantes) de la realidad.

Se trata de fundir, en una dinámica integradora, la fuerza y la receptividad, la


determinación del propio perfil y la identificabilidad con lo distinto. Así la
personalidad, siendo más ella misma, puede irse enriqueciendo siempre más
con lo que no es ella misma; y convertirse, en su más genuino afirmarse en
lo propio, en un «resonador» universal, por identificación empática, de lo
colectivo, lo social y lo cósmico.

Esto se aproxima a la «personalidad 'mana'» de que habla Jung en sus


Relaciones entre el Yo y el Inconsciente, pero sin los resabios y los riesgos
esquizoides (y hasta místicos) que en él presenta. Sólo puede sin riesgo
intentarse esto si la personalidad del paciente se halla definitivamente
integrada y su actitud ya no es la de huida de sus propias fuerzas
infraliminales ni de las duras exigencias objetivas de la realidad de su
entorno: sólo desde la realidad y como asunción abierta y tendencial de la
realidad total en sí misma, puede emprenderse esta tarea integrativa y
liberadora de los propios límites (o limitaciones) sin caer en los peligros de
una ilusión inflacionaria que aleje precisamente de las exigencias concretas
de la realidad.

Una identificación con idealidades simbólicas y una huida de lo concreto y


prosaico de la vida cotidiana equivaldría de nuevo a una psicosis más o
menos larvada. Eso sí, tampoco hay necesidad ninguna de hacerse la
existencia más prosaica de lo que es.

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